Quien siembra vientos, recoge tempestades
Quien siembra vientos, recoge tempestades. Libro 2 de la serie Loves Bridge. Título original: What to Do with a Duke, Spinster’s House 1. © 2015 Sally MacKenzie © de la traducción: Rosa Bachiller © de esta edición: Libros de Seda, S.L. Paseo de Gracia 118, principal 08008 Barcelona www.librosdeseda.com www.facebook.com/librosdeseda @librosdeseda info@librosdeseda.com Diseño de cubierta: Salva Ardid Maquetación: Nèlia Creixell Imagen de la cubierta: © Alicia Martín Corbacho Primera edición: septiembre de 2016 Depósito legal: B. xxxxx-2016 ISBN: 978-84-16550-07-4 Impreso en España – Printed in Spain Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).
Sally MacKenzie
Quien siembra vientos, recoge tempestades
Prólogo Haywood Castle, 1797 El pequeño Nate, de diez años de edad, se paró en seco al llegar a la puerta de la biblioteca. —Acabo de recibir una nota de Wilkinson —oyó decir a su padre, el marqués de Haywood, que estaba en el interior—. La soltera de Spinster House ha fallecido. Ya sabes lo que significa eso. —¡Por Dios bendito! Eso quiere decir que Marcus no tiene más remedio que ir a Loves Bridge. —Algo, puede que un libro, sonó como si fuera golpeado a propósito contra la mesa— ¡Cuánto odio a Isabelle Dorring! Espero que pase toda la eternidad quemándose en el infierno. Nate pestañeó asombrado. Nunca había escuchado a su madre hablar de esa manera. Probablemente sus padres se habían dado cuenta de que estaba allí, porque la puerta se abrió de repente. —Nate, ¿qué haces escondido ahí? —le preguntó su padre. —Es que me había dejado un libro en la biblioteca, padre —respondió tragando saliva. Su primo Marcus vivía con ellos porque el padre de Marcus había muerto por culpa de la maldición de Isabelle Dorring—. ¿Marcus está bien, padre?
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—¡Pues claro que sí! —afirmó su padre sonriendo—. Lo que pasa es que tiene que ir a Loves Bridge a elegir una nueva soltera, eso es todo. A Nate aquello no le gustó nada. Su madre le había contado muchísimas veces que su abuelo materno y el padre de Marcus, como todos los duques de Hart desde el tercero de su nombre, habían muerto antes de que naciera su heredero porque Isabelle Dorring los había maldecido. Estaba seguro de que aquella mujer era un fantasma viejo y malvado que había embrujado la vieja casa, Spinster House. —¿Puedo ir yo también? —preguntó. Nate era dos semanas mayor que Marcus y sentía muy dentro la obligación de protegerlo. —Eso sería estupendo. Estoy seguro de que Marcus se encontrará mucho más a gusto si lo acompañas —dijo su padre mirando significativamente a su madre—. Quizá podamos conseguir que esto se convierta en una agradable excursión. —No para mí, no me apetece ir —dijo su madre, negando con la cabeza—. No soporto ese lugar. —Se acercó impulsivamente a abrazar al niño—. Cuida bien de Marcus durante mi ausencia, Nate. —No se preocupe, madre. Así lo haré —respondió. ***
Haywood Castle, once años después Nate se sentó junto a la cama de su madre con el corazón encogido. Su padre había fallecido el mes anterior, y su madre había encajado muy mal el golpe. Era como si hubiera perdido las ganas de vivir en un mundo en el que no estaba su amado Philip. Pero Nate no pensaba que fuera a derrumbarse tan pronto. Estaba bien: muy triste, pero físicamente entera y perfectamente capaz de mantener una conversación normal hasta la noche anterior, pero esa mañana… La miró. Tenía la cara rígida y los labios flojos. Había tenido algún momento de lucidez desde que, una hora antes, su doncella lo llamara para que viera lo que pasaba.
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Seguro que a Marcus le gustaría estar aquí, con ellos. Había mandado recado por correo a Londres, pero sería difícil que su primo llegara antes del fallecimiento de su madre. Respiraba con mucha dificultad y temía que no aguantara mucho más… —Gerald —dijo ella de repente. Estaba confundiendo a su hijo con su hermano, muerto hacía mucho tiempo. —Soy Nate, madre —dijo suavemente, inclinándose hacia ella para que pudiera verle la cara—. ¿Quiere mojarse los labios? —Nate —dijo, negando con la cabeza de forma casi imperceptible—. Cuida de Marcus, mantenlo a salvo. —No se preocupe, madre. Usted sabe bien que lo haré — respondió acariciándole la mano—. Siempre lo he hecho. —Yo no fui capaz de cuidar de Gerald —afirmó frunciendo el ceño e intentando respirar. —Usted no pudo hacer nada, madre. —Si no hubiera sido tan egoísta… Si no me hubiera casado con Philip… —Al parecer, no le había escuchado. —Pero usted amaba a padre. —Philip se podría haber casado con quien quisiese, pero Gerald solo me tenía a mí —afirmó frotando la cabeza contra la almohada. Le apretó la mano más fuerte, clavándole las uñas en la piel. Su mirada era casi de desesperación—. Aleja a Marcus del peligro, Nate. ¿Me lo prometes? —Por supuesto, madre. Le juro que lo haré. —La maldición se hará mucho más poderosa cuando cumpla treinta años. Se estaba inquietando demasiado. Su respiración era casi agónica. —Puede que Marcus se enamore de verdad, madre —dijo Nate con suavidad—. Eso rompería la maldición. —No —dijo ella muy rápidamente, y le apretó aún más la mano. Aquello era nuevo. —Sí, claro que sí —afirmó Nate—. La maldición dice que si el
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duque se casa por amor… —¡No es cierto! Mi padre amaba a mi madre. Lo sé a ciencia cierta. Pese a todo, murió antes de que naciera Gerald. —Ahora lo miraba con los ojos muy abiertos—. Prométeme que cuidarás de Marcus todo el tiempo que puedas —volvió a pedirle con la voz entrecortada—, incluso aunque tengas que poner tu vida en juego. No hay nada más importante. Nate le acarició el pelo, tragándose la ansiedad que empezaba a invadirle. —Sí, madre, se lo prometo. No se preocupe. Estaré siempre al tanto de Marcus. —Eres un niño muy bueno, Nate —dijo ella sonriéndole con dulzura—. Sé que mantendrás tu palabra. Y entonces cerró los ojos, y un aura de paz apareció en su rostro hasta que perdió el color. Su madre había muerto.
Capítulo 1
Loves Bridge, mayo de 1817 Nathaniel, marqués de Haywood, andaba a grandes zancadas y hablando solo por la calle de la posada Cupid’s Inn. «Tranquilo. No debes llamar la atención. No puedes presentarte en la vicaría presa del pánico. Piensa en cuánto se enfadaría Marcus.» Demonios. Se detuvo y respiró profundamente. Estaba en Loves Bridge, no en Londres, y la señorita Hutting, la mujer que él se temía que quería cazar a Marcus para casarse con él, era la hija del vicario, no una desvergonzada de la alta sociedad en busca de dinero y mejor posición social. Marcus le había contado que quería ser la siguiente soltera de Spinster House, no la siguiente duquesa de Hart. «¡Pero se ha pasado horas a solas con Marcus! Incluso un buen rato en Spinster House. ¡Sabe Dios lo que habrá ocurrido, cualquier cosa!» Nate apretó la mandíbula y empezó a caminar de nuevo. Tendría que haber sospechado cuando Marcus aceptó la invitación para cenar en la vicaría. A un hombre en estado normal no
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se le habría pasado por la cabeza sentarse en la misma mesa con un vicario, su esposa y una retahíla de hijos de todas las edades. El asunto le pilló con la guardia baja. Fue en Loves Bridge donde nació la maldición, por lo que pensaba que la gente del pueblo se daría cuenta de que el duque de Hart debía evitar a toda costa el matrimonio. Una vez que el duque diera el «sí quiero» y se acostara con su esposa, para el pobre desgraciado comenzaría la cuenta atrás, era cuestión de meses. Durante doscientos años ningún duque de Hart había visto nacer a su heredero. «No voy a dejar que le pase eso a Marcus. Tengo que permanecer alerta, sobre todo ahora que acaba de cumplir treinta años.» Solo había que ver lo que había pasado en Londres en cuanto que tuvo un mínimo descuido. Marcus terminó retozando entre los arbustos, a la vista de todos, con la pelandusca de la Rathbone, que tenía la ropa medio quitada. De hecho, lady Dunlee, la mayor cotilla de la alta sociedad londinense, los vio. Marcus no iba a terminar entre los arbustos de la vicaría, por supuesto, pero eso no significaba que… —Buenas tardes, lord Haywood. —¡Ah! —Nate dio un paso atrás para no tropezar. «A propósito de permanecer alerta… ¡Debo mirar por dónde piso!» Dos damas bastante mayores, de pelo blanco y muy brillante, lo estaban mirando con descaro. Solo podían ser las hermanas Boltwood. ¡Mala suerte! Su amigo Álex, el conde de Evans, le había dicho que eran la peores cotillas del pueblo. —Les ruego que me disculpen. Iba muy distraído —forzó una sonrisa e hizo una ligera inclinación—. Muy buenas noches, señoras. —¿Buscando compañía, milord? —dijo la más baja de las dos, mirándolo y moviendo las pestañas a toda velocidad. Nate contuvo un escalofrío.
—No, la verdad. Me basta con mis pensamientos, señora. —¿Un joven noble y tan agraciado como usted con sus pensamientos por toda compañía? —intervino la otra hermana—. Eso no es natural. —Hemos visto a la señorita Davenport paseando alrededor de Spinster House. —Hablaban por turnos. A esta hermana le tocó ahora hacer un gesto significativo con las cejas. ¿Lo ensayarían en el espejo? —Parecía muy sola. «La señorita Davenport.» Una zona muy poco apropiada de su anatomía dio un saltito de puro gozo. La señorita Davenport había llegado el otro día a la posada al mismo tiempo que Álex y él, que fueron para tomarse una pinta mientras esperaban a que Marcus terminara de colocar los anuncios de la vacante de Spinster House. Marcus le había dicho que era una de las aspirantes a cubrir la plaza. ¿Cómo podía ser? Debería tener una cola de hombres cortejándola. Aquel día, junto a la posada, el sol le daba en el pelo, suave y del color de la miel, y lo hacía brillar. Al abrir la puerta para dejarla pasar la había mirado a los ojos, azules, y había sentido como si tiraran de él hacia el interior de su hermosa cabeza. Frunció el entrecejo. Le pareció que, bajo su expresión educada y agradable, había preocupaciones muy profundas que pugnaban por salir al exterior, y sintió la urgente necesidad de preguntarle qué le pasaba. Gracias a Dios, Álex se le adelantó, ella lo miró y la extraña conexión que se había establecido entre ellos se desvaneció. Y así debía seguir. No buscaba esposa, de ninguna manera. Tenía que proteger a Marcus mientras pudiera. Y, en cualquier caso, a sus treinta años era todavía muy joven para pensar en casarse. Ya tendría tiempo para eso. Sin ir más lejos, su padre tenía más de cuarenta cuando él nació ¡Vaya por Dios! Las Boltwood intercambiaban codazos y risitas.
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Levantó el mentón, respiró por la nariz de la manera más altanera de la que fue capaz y las miró por encima del hombro. —Estoy absolutamente seguro de que a la señorita Davenport no le gustaría que interrumpiera su paseo, señoras. «¿La señorita Davenport soltera para siempre? ¡Qué desperdicio!» Nate rechazó de inmediato la idea. Los planes matrimoniales de la joven, o más bien la ausencia de ellos, no eran de su incumbencia. —¡Ese horror de Spinster House! —La más bajita de las cotorras hizo una mueca de disgusto y siguió gruñendo—. No me puedo imaginar en qué estaba pensando Isabelle Dorring cuando instituyó la posición en esa casa. ¡La soltería no es un estado natural! —Sin duda —asintió su hermana, también con la cabeza—. Una mujer necesita a un hombre para protegerla y darle niños. —Y para mantenerla caliente por las noches. —Su hermana le dio un codazo y volvió a mover las pestañas. Dado que ambas mujeres habían llegado a los sesenta, puede que incluso los setenta, sin haber cazado marido, su entusiasmo respecto a las actividades que conllevaba el matrimonio resultaba más que alarmante. —Como muy bien saben, la señorita Dorring tuvo muy buenas razones para desconfiar de los hombres —intervino Nate—. No me parece sorprendente que deseara dar la posibilidad a otras mujeres de vivir cómodamente sin marido. —¡Bah! —dijo la hermana menos baja, dándole golpecitos en el pecho con los dedos—. Es evidente que Isabelle sabía perfectamente a qué estaba jugando. Su error fue dejar que el duque se metiera en su cama antes de pasar por el altar. —No obstante, Gertrude, debes admitir que si el duque de entonces se parecía, aunque fuera un poco, al duque de ahora, es normal y disculpable que la pobre Isabelle confundiera sus prioridades —dijo la hermana extremadamente bajita curvando los labios de una forma que solo podía considerarse lasciva—. ¿Te has fijado en sus
muslos? ¿Y en sus hombros? «¡No es posible que estas dos carcamales sientan deseo por Marcus!» Solo el pensarlo era demasiado horripilante. —¿Acaso crees que estoy ciega, Cordelia? ¿Y qué me dices de sus…? —Me temo que debo seguir mi camino, señoras. —Puede que resultara poco educado interrumpirlas, pero había cosas que no quería escuchar por nada del mundo. —¡Ah, sí, por supuesto! —dijo Gertrude guiñando un ojo—. Mira que somos inoportunas. Nosotras aquí, entreteniéndole e impidiéndole que vaya a reunirse con la señorita Davenport. —No voy a reunirme con la señorita Davenport. «Por desgracia.» ¡No! ¿Por qué demonios había pensado eso? No era una desgracia. No tenía ni tiempo ni ganas de interesarse por una mujer casadera. —Usted no es el duque, milord —constató Cordelia—. No tiene por qué preocuparse por esa absurda maldición. —Y la señorita Davenport es una mujer hermosa y agradable que necesita encontrar marido. «Muy hermosa…» Tenía que controlar esas ideas desvergonzadas. La señorita Davenport podía ser la mujer más bella del mundo, pero no era para él. —Dudo de que la dama piense lo mismo que usted — respondió al tiempo que hacía una nueva reverencia—. ¿Harán el favor de excusarme? No esperó su permiso. Quería alejarse lo más pronto posible para no escuchar más comentarios improcedentes. Pero no fue lo suficientemente rápido. —Este marqués también tiene unos hombros impresionantes, Gertrude. —Sí, desde luego. La señorita Davenport es una mujer muy afortunada.
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Resistió el impulso de volverse y gritarles que no tenía ningún interés en la señorita Davenport. «Eso sería mentira.» Pero no podía interesarse por esa mujer. Lo que debía hacer era interesarse, y sin distracciones, por la seguridad de Marcus. Empezó a caminar otra vez a grandes zancadas… «A ver, espera un momento. Calma. Sé inteligente. Marcus odia que le espíe y se da cuenta enseguida.» Pero lo que hacía no era precisamente espiar. Simplemente estaba atento y preparado para actuar cuando hiciera falta. Se acercó a la vicaría, que estaba casi enfrente de Spinster House. ¿Estaría allí todavía la señorita Davenport? No quería de ninguna manera fomentar cotilleos, pero seguro que no tendría nada de extraordinario entablar conversación con ella si se la encontraba. En realidad, eso sería excelente. De esa forma podría vigilar los pasos de Marcus sin que se notara. ¡Espléndido! La señorita Davenport todavía estaba allí, con un vestido azul que juraría que era del mismo color que sus ojos. Cubría su precioso pelo rubio con un sombrerito a juego. Era delgada, aunque no demasiado, su estatura era la adecuada. Si la tuviera en sus brazos, la cabeza de ella le llegaría a… «¡Por todos los diablos! No voy a abrazar jamás a esta joven.» Apartó los ojos de ella, cosa que le costó bastante más de lo que hubiera querido, y miró hacia la vicaría. ¡Qué suerte! Marcus estaba saliendo en ese preciso momento. La señorita Hutting iba con él, pero seguro que la muchacha simplemente lo estaba acompañando a la puerta… «¡Por Dios santo!» Se detuvo y parpadeó para aclararse la vista. No, sus ojos no lo estaban engañando. ¡La señorita Hutting estaba arrastrando a Marcus a unos arbustos cercanos! ¿Pero es que Marcus no había aprendido nada del episodio con la señorita Rathbone?
Seguro que era por la condenada maldición. En condiciones normales, su primo no haría una estupidez semejante. ¿Pero qué podía hacer Nate para salvarlo? No era posible pasar de forma «accidental» por esos arbustos. Volvió a mirar a la señorita Davenport. Ella también contemplaba, quizá con asombro, la situación. Si le contaba a alguien lo que estaba viendo… Se le heló la sangre. Como esas cotillas de las hermanas Boltwood se enteraran, Marcus difícilmente podría evitar verse obligado a pedir la mano de la señorita Hutting, sobre todo tratándose nada menos que de la hija del vicario. Bueno, también podría ocuparse de eso. Hablaría con la señorita Davenport. Seguro que sería capaz de persuadirla para que mantuviera la boca cerrada. ***
Anne Davenport, hija del barón que ostentaba dicho título, miró Spinster House. El edificio no tenía nada de especial. De hecho, era muy parecido a las demás casas del pueblo: de dos pisos, con el tejado de paja y de tamaño medio. Era mucho más pequeña que Davenport Hall, la muy confortable mansión que compartía con su padre. «Y que pronto compartiré también con una madrastra y dos hermanastros.» ¡Diantre! Anne apretó con fuerza ambos puños. «¿Cómo es posible que papá quiera casarse con una mujer más joven que yo?» Se obligó a sí misma a relajar las manos. La cosa no tenía ningún misterio. La señora Eaton era viuda y tenía dos hijos: había demostrado su capacidad para procrear, y el título necesitaba un heredero. ¡Qué asco! Y sí, más bien «cuando» su padre se casara con la viuda Eaton, Anne tendría que cederle el control de Davenport Hall, después de
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casi un decenio de llevar las riendas del hogar y la hacienda. La idea le disgustaba tanto que incluso había contemplado la posibilidad de casarse con cualquiera que llevara pantalones simplemente para tener su propio hogar. Pero después caía en la cuenta de lo que ocurriría cuando ese «cualquiera» se quitara los pantalones. La idea le daba escalofríos, y no precisamente de expectación. No es que supiera muy bien lo que ocurría en una cama matrimonial, pero si el débito conyugal no consistiera más que en darle la mano a un hombre para saludarlo, hasta eso sería demasiado. Ni siquiera había encontrado en toda su vida a un hombre con el que le apeteciera pasar cinco minutos sola. Volvió a contemplar Spinster House. Era grande para albergar a una mujer sola. Nunca hasta ese momento le había prestado atención a la casa. Solo tenía seis años cuando la señorita Franklin, la actual inquilina, o mejor dicho la inquilina anterior, se fue a vivir allí. Por aquel entonces la mujer era muy joven. Todo el mundo esperaba que fuera la soltera de la casa durante cuarenta, cincuenta o incluso sesenta años, si es que su salud se lo permitía. Así que cuando su padre se comprometió con la viuda Eaton, Anne no pensó que la casa pudiera ser la solución a su problema. Pero hacía pocos días que la señorita Franklin se había ido con el señor Wattles, el profesor de música, que resultó ser el hijo del duque de Benton y que ahora, tras las repentinas y sucesivas muertes de su padre y de su hermano mayor, había heredado el título. La sucesión de acontecimientos tenía al pueblo conmocionado. Ni siquiera las hermanas Boltwood se habían olido tamaña historia, pese a su capacidad para escarbar en los secretos de la gente. Su talento para el cotilleo era comparable con el de lady Dunlee, la mayor correveidile de todo Londres. El caso era que la plaza de Spinster House estaba de nuevo vacante, a la espera de una nueva inquilina. El Altísimo, o quizá
simplemente Isabelle Dorring, había dado respuesta a las plegarias de Anne. «Pero Jane y Cat también quieren vivir en la casa.» Jane Wilkinson y Catherine Hutting eran sus mejores amigas. Jane era algo mayor que Anne, y Cat un poco más joven. Habían crecido juntas y habían reído, llorado y compartido confidencias desde niñas. Cat y Jane la escucharon y confortaron precisamente el otro día, cuando les contó el triste asunto de su padre y la señora Eaton. Harían lo que fuera por ella. Salvo renunciar a la oportunidad de vivir en Spinster House. Y, a propósito de Cat, ¿no era su voz la que oía? Miró hacia el otro lado de la calle, a la vicaría… «¡Santo cielo!» Se quedó con la boca abierta y pestañeó varias veces. No, no podría haberse imaginado jamás esa escena. Cat se había internado entre los arbustos… ¡seguida nada menos que por el duque de Hart! Empezó a pensar rápidamente. ¿Qué podía hacer? ¿Ir corriendo a buscar al vicario? No. Cat podía ser violada antes de la llegada de su padre. Podría gritar, pero eso llamaría la atención hacia ella, no hacia Cat. «Tengo que rescatarla yo misma.» Empezó a andar hacia la vicaría, pero enseguida se detuvo. Cayó en la cuenta de que era Cat la que había llevado al duque a los arbustos, y no al revés. Igual era el duque el que necesitaba ser rescatado. Anne se quedó mirando a la espesura. Habían pasado unos minutos, y ni Cat ni el duque habían salido de allí. No había habido gritos, y las ramas no parecían moverse. Estaba claro que nadie intentaba liberarse o huir de la situación, fuera la que fuera. Lo que solo podía significar que lo que se estaba produciendo allí no era ni mucho menos una lucha. ¡Cielos! Una pareja solo se metía entre los arbustos para hacer una cosa, que no era precisamente hablar del tiempo. Es posible que Cat realmente deseara estar allí con el duque de
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Hart.
Vaya. Si Cat se casaba con el duque, solo quedarían dos candidatas a la vacante de Spinster House: Jane y ella. Ahora sí que se sintió entusiasmada. Intentó controlarse. Cat no quería casarse. Quería vivir por su cuenta y escribir novelas. O a lo mejor simplemente no quería casarse con el señor Barker, ese granjero pesadísimo con quien su madre había intentado colocarla a toda costa durante los últimos años. El duque no tenía nada que ver con el señor Barker. Era un hombre guapo, rico y poderoso. Y, por supuesto, no tenía una madre insufrible a la que aguantar. Si Cat se casaba con el duque, tendría tiempo y espacio más que suficientes para escribir todas las novelas que le vinieran en gana. De hecho, podría hasta… —Señorita Davenport. —¡Agg! —exclamó Anne, dando un buen salto de puro susto. «¡Por Dios! ¡Si es el mismísimo marqués de Haywood!» Su corazón también le dio un vuelco extraño. ¿Y por qué no? El caballero tenía un aspecto de lo más, eh…, agradable: los rasgos de su cara eran marcados, tenía la nariz recta y unos labios muy bien dibujados. De hecho, parecía una estatua griega que hubiera cobrado vida. Cualquier mujer lo consideraría de lo más atractivo. Y sus cálidos ojos de color avellana parecían mirarla directamente al alma. Cuando el otro día abrió la puerta de la posada para dejarla pasar tuvo que agarrarse con fuerza la falda para evitar acariciarle ese mechón de pelo marrón oscuro que le caía descuidadamente sobre una ceja. Se había comportado de forma muy seria, al contrario que su amigo, lord Evans. Este había reído y coqueteado, pero cuando lord Haywood habló, solo unas palabras de cortesía, sintió unos raros espasmos de calor en el interior del cuerpo, cerca del vientre. Incluso ahora, y a pesar de que su tono había sido un poco adusto, su voz desató
en ella cierta agitación. —No le he visto aproximarse, milord —dijo, y enseguida se reprendió a sí misma porque su voz sonara jadeante. Al menos él no pareció notarlo. O puede que sí, y que le molestara. Sus cejas descendieron y le quedó un gesto algo sombrío. —No me ha visto porque su atención estaba en otra parte. Lo dijo con un deje de desaprobación. ¡Bien! No era ella quien se estaba comportando de forma escandalosa. —Sin lugar a dudas. Estaba sorprendida, casi diría que estupefacta, al ver a su excelencia poner en práctica sus trucos londinenses en Loves Bridge. Aquí no estamos acostumbrados a que los hombres exploren la vegetación acompañados de mujeres casaderas. La boca de lord Haywood se quedó completamente recta, y las aletas de su aristocrática nariz temblaron de forma evidente. —Señorita Davenport, debo decirle que… —Miau. Volvió su cara ceñuda para mirar a un gran gato negro, blanco y naranja que acababa de aparecer a sus pies. —¡Qué diantre…! —Apretó los labios, probablemente para no soltar un juramento bastante poco acorde con su abolengo—. ¡Vete de aquí, gato del demonio! El gato se sentó y se le quedó mirando, nada impresionado con su exabrupto. —Es Amapola, una gata —dijo Anne con la intención de acabar con el denso silencio que se había producido—. Vive en Spinster House. Los ojos del marqués volvieron a fijarse en Anne, que le devolvió la mirada de forma resuelta. —¿Y ahora qué le pasa a este animal? —preguntó mirando de nuevo a Amapola. —¿Qué quiere decir? ¡Oh! —La gata se estaba comportando de una manera bastante extraña. Arqueó la espalda, se le erizó el pelo y siseó. Pero al parecer lo que no le gustaba no era el comportamiento de los dos seres humanos que estaban entre los arbustos cercanos a la
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vicaría, sino la presencia de otros que avanzaban por el paseo, camino de la posada. —Creo que vienen las hermanas Boltwood —dijo Anne. Amapola pareció estar de acuerdo. Soltó un bufido y salió corriendo hacia Spinster House. —Maldi… —Lord Haywood volvió a contenerse—. Vaya por Dios. Acabo de encontrármelas justo en sentido contrario. —Bueno, supongo que podrían ser dos señoras mayores distintas. Todavía están demasiado lejos como para estar segura. Dentro de un momento podré decirle… ¿qué está usted haciendo? El marqués la había tomado de a mano y la arrastraba en dirección a Spinster House. Ella se plantó sobre los tobillos y se resistió. —¡Vamos, por Dios! —exclamó él en voz baja mirándola con exasperación—. Solo pretendo ponerla a salvo de maledicencias y cotilleos, por supuesto. Puede que todavía no nos hayan visto. Por desgracia, una parte de sí misma deseaba casi urgentemente ir con él, pero la otra, la más sensata, se resistía. Desaparecer entre los arbustos con un hombre era ya de por sí bastante inadecuado, pero meterse en una casa vacía, ¡y encima con un montón de dormitorios y de camas!, era muchísimo peor. —Lord Haywood, Spinster House está cerrada con llave. —Ya lo sé. Simplemente voy al jardín, por donde ha ido la gata. Ella precisamente acababa de volver del susodicho jardín. De hecho, su espesura podía considerarse casi un bosque si se comparaba con los arbustos de la vicaría. —El jardín está muy descuidado, lleno de maleza. —Pues más a mi favor. La vegetación nos permitirá escondernos de cualquier mirada —afirmó volviendo a tirar de su mano—. Démonos prisa. ¿De verdad quiere que esas dos cotillas nos vean juntos? Dos solteros conversando en público en el paseo del pueblo no era nada extraordinario, pero si se trataba de un hombre como él sí
podría parecerlo. Y era cierto que las hermanas Boltwood eran perfectamente capaces de construir toda una historia a partir de tan escasos ingredientes. En sus labios, hasta sentarse juntos en el servicio religioso dominical podía sonar pecaminoso. De acuerdo. Si tenía que ser sincera consigo misma, la idea de adentrarse en la maleza del jardín de Spinster House con lord Haywood le resultaba sorprendentemente atractiva. Era una tontería, la verdad. La actitud del joven hacía pensar más en que tuviera la intención de ahogarla que de besarla… Dejó de resistirse y permitió que la arrastrara hacia la zona. En caso de que la alta sociedad londinense considerara al marqués peligroso, ella se habría enterado. Nadie había comentado nunca de él otra cosa que su absoluta y casi devota dedicación a mantener soltero a su primo, hasta el punto de que él mismo tampoco estaba en el mercado del matrimonio, como si la maldición de Isabelle Dorring le afectara tanto como al duque de Hart. Oh, vaya. Lo más juicioso sería no comentarle que ella deseaba que el duque se casara con Cat, y cuanto antes, mejor.
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Capítulo 2
Gracias a Dios, la señorita Davenport había dejado de resistirse. Le ponía enfermo la idea de tener que enfrentarse de nuevo a las hermanas Boltwood, con toda su espectacular y sincrónica parafernalia de pestañas y cejas en constante movimiento y sus comentarios completamente fuera de lugar. Y no solo pensaba en sí mismo. Estaba seguro de que la señorita Davenport tampoco se divertiría con las groseras insinuaciones que, sin el menor género de dudas, harían las dos arpías respecto a ellos. Siguió la senda de la gata a lo largo de la pared de la casa, atravesó un cobertizo que prácticamente se caía a pedazos y, finalmente, llegó a una verja. —Mire por dónde pisa —le advirtió la señorita Davenport desde detrás. —¿Cómo dice? —respondió, volviéndose. —Acabo de estar por aquí. El sendero tiene muchos obstá… ¡Ay! Seguramente ella había tropezado con alguna de las muchísimas raíces que atravesaban el camino. El caso es que se le echó encima. Consiguió sostenerla, pero la señorita Davenport no era una
mujer menuda. De hecho, se tambaleó. La retuvo contra su pecho y procuró recuperar el equilibrio, pero las raíces y la condenada gata, que escogió ese preciso momento para pasar por allí, se lo impidieron, y terminó cayendo de espaldas entre la maleza. —¡Buuf! —Perdió el resuello al caer al suelo, y la señorita Davenport aterrizó sobre él. Por lo menos logró evitar que ella se golpeara contra la tierra y los arbustos. —¡Madre mía! ¿Está usted bien, lord Haywood? ¿Que si estaba bien? Lo estaría en cuanto pudiera respirar, pero con su peso encima no había manera. No obstante, no pudo evitar mirarla. En la caída había perdido el sombrero y la mayor parte de las horquillas que le sujetaban el pelo. Su adorable cabello rubio lo envolvía como una cortina. Tenía los ojos muy grandes, y ahora también muy abiertos, como la boca. Inopinadamente, no pudo pensar en otra cosa que en besarla. Si hubiera podido moverse, sin duda que le habría tomado la cara para acercarla a la suya… Lo que habría sido un error de proporciones colosales. —Diga algo, milord, por lo que más quiera. —Uh. —Por fin le entró un poco de aire por las fosas nasales, eso sí, con un aroma femenino y embriagador que no contribuyó demasiado a que recuperara sus capacidades. Olía maravillosamente. Se movió un poco y pudo darse cuenta de que sus piernas estaban junto a las de él. De hecho, su órgano femenino estaba prácticamente encima de esa parte de su cuerpo que, de vez en cuando, decidía por su propia cuenta. Afortunadamente, el resto de su anatomía estaba tan ocupada en tratar de recuperar el resuello que su órgano no tuvo capacidad ni tiempo para darle la bienvenida a la visitante. Tenía que apartar a la señorita. Y así lo haría, en cuanto fuera capaz de introducir aire suficiente en los pulmones. La señorita Davenport no esperó a que él se recuperara y empezó a golpearlo. Dado que no parecía alarmada por su proximidad
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ni tenía tampoco cara de enfadada, solo podía deducir que lo único que intentaba era liberarse, pero las amplias faldas se lo impedían. Lo peor de todo era que una de sus rodillas estaba en posición de dejarle incapacitado para procrear. Así que no tuvo más remedio que agarrarla fuerte del trasero para que dejara de moverse. —¡¡Lord Haywood!! Mmm. Tenía el trasero redondo y adorable. Le entraban ganas de acariciarlo y… —¡Lord Haywood, suélteme inmediatamente! —exclamó al tiempo que se debatía para liberarse. Ya no había remedio: su miembro reaccionó a aquella adorable fricción con el entusiasmo predecible. Ella se quedó helada. ¡Vaya, vaya! Así que reconocía ese síntoma de interés masculino. —Lord Haywood —siseó—, si no me suelta de inmediato, me pondré a gritar a pleno pulmón. Por fin pudo respirar con cierta normalidad. Abrió la boca para decirle que la soltaría gustosamente, bueno, quizá no tan gustosamente, a decir verdad, si fuera tan amable de vigilar dónde ponía la rodilla, pero ella ya estaba abriendo la boca, preparándose para soltar un… —¿Has escuchado eso, Cordelia? ¡¡Las Boltwood!! —Ven, vamos a echar un vistazo por el jardín. ¡Por Zeus! Sería desastroso que las dos cotillas arpías los encontraran en esa situación tan comprometedora, y si la señorita Davenport gritaba, la cosa no tendría remedio. Tenía que hacer algo, y de inmediato. Y lo que hizo fue agarrar por la cabeza a la señorita y tirar de ella, de modo que ambos rodaron juntos por la casi selvática vegetación. ***
Hacía un instante estaba tomando aire para gritar con todas sus fuerzas, y ahora tenía la boca pegada a la de lord Haywood. Para más inri, ya no estaba encima de él, sino debajo… ¡Dios! La invadió el pánico mientras intentaba librarse de su abrazo por todos los medios, pero era mucho más corpulento y fuerte que ella. Era como intentar mover un bloque de piedra. Puede que al menos pudiera liberar la boca… Tampoco. Cuando lo intentó, notó que sus grandes y fuertes manos le sujetaban la cabeza como argollas. Tenía que librarse de él, como fuera. Volvió a forcejear y, ¡por Dios!... Notó cómo algo grande, duro y pesado se apretaba con insistencia contra su muslo. Estaba dispuesta a jurar que era todavía más grande que hacía un momento. Era virgen, pero tenía veintiséis años. Se había codeado con todo tipo de hombres de la alta sociedad, algunos muy libidinosos, y se había visto forzada a disuadir a bastantes, varios de ellos ebrios, mediante un buen rodillazo en sus partes pudendas. Pero nunca había notado un miembro masculino tan grande como este. Estaba absolutamente segura de ello. «¡Me van a violar con algo parecido a una columna de mármol! Tengo que…» Tenía que controlar el pánico y pensar. ¿Cómo podría escapar? Quizá si dejara de luchar él pensaría que se había rendido y bajaría la guardia. Esa sería su oportunidad para irse. Obligó a su cuerpo a relajarse… y se dio cuenta de que lord Haywood no estaba forzándola a nada. Sí, la tenía sujeta contra el suelo, pero no se movía. Y aunque su boca estaba cerca de la de ella, eso era todo. No estaba intentando besarla. ¡De hecho, tenía el ceño fruncido! Cuando él vio que había captado su atención, empezó a hacer una serie de gestos raros con la cara. La miró fijamente, levantó las cejas y movió los ojos hacia la izquierda, y después hacia ella, unas cuantas veces. Parecía que intentaba comunicarle algo. ¿Qué…? ¡Oh! Ahora que su corazón se había calmado un poco y sus
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latidos no le retumbaban en los oídos, lo escuchó, o más bien las escuchó. —Este jardín es una selva, Gertrude. Mira por dónde pisas. Hay raíces por todas partes. —Sí, desde luego. La pobre señorita Franklin, o más bien la señora Frost, no se preocupó en absoluto por mantenerlo bien cuidado. —Ahora es la duquesa de Benton, mira por dónde. —Sí —gruñó Gertrude—. Seguro que dispone de un ejército de jardineros en las haciendas del ducado para ocuparse de este tipo de asuntos. Lord Haywood le había liberado la boca. Y ahora bajó la cabeza para susurrarle algo al oído. Mmm. Olía muy bien. Y su aliento le hacía cosquillas. —Por favor, no hable ni se mueva. Creo que estamos bien escondidos. Él creía que estaban bien escondidos, pero no lo sabía con seguridad. ¿Cómo saberlo? Las hermanas estaban a menos de tres metros de ellos. En cualquier momento podían volverse y descubrirlos. Su vestido azul no podía confundirse con el follaje. Gimió quedamente. —¿Qué ha sido eso, Cordelia? ¡Caray! Gertrude la había oído. Las hermanas Boltwood iban a… —¿Acaso quiere que seamos la comidilla de todo el pueblo? —susurró lord Haywood, e inmediatamente acercó de nuevo su boca a la de ella. En ese preciso momento, Amapola pasó junto a ella. Ahora no tenía el ceño fruncido ni los labios quietos. Los notó firmes, aunque también suaves, moviéndose ligeramente a lo largo de los suyos. Esta vez la estaba besando. La verdad es que lo hacía muchísimo mejor que los otros hombres que se habían atrevido a hacerlo hasta ese momento. No la
lamía como un perro excesivamente amistoso, ni la apretaba hasta hacerle temer por la integridad de sus labios o sus dientes. Y tampoco le hacía pensar que era el último pastel que quedaba por devorar. Todo lo contrario: se quedó sin aliento, y sintió una calidez especial que la empujaba a comportarse de forma temeraria. Notó el bombeo de su corazón en los oídos con una potencia tal que apenas podía escuchar los comentarios de las hermanas. —Pues no sé qué ha podido ser —dijo Cordelia. —Creo que he oído algo entre los arbustos. —Yo no… ¡Oh! Se oyó un crujido, como si las hermanas estuvieran bailando entre la maleza. —¡Miau! —¡Oh! —repitió Cordelia, y soltó una carcajada—. Debe haber sido la gata, Gertrude. —Supongo que sí —respondió su hermana algo decepcionada, y suspiró—. En fin, no parece que haya nada interesante por aquí, y no tengo ganas de romperme el cuello en esta condenada jungla. —No, claro que no. Vamos a casa a tomarnos una taza de té con un poco de esa crema francesa. Las dos mujeres se marchaban. En cuanto lo hicieran definitivamente, lord Haywood dejaría de besarla. La lengua del marqués recorrió suavemente el contorno de sus labios, y ella perdió el hilo de sus pensamientos. Le acarició la mejilla con el dedo gordo. ¡Ahh! Relajó la mandíbula, y la ávida lengua empezó a explorar el interior de su boca. Se olvidó por completo de las hermanas Boltwood. Solo la habían besado así una vez. El vizconde de Lufton la sorprendió en la biblioteca en el curso de una fiesta interminable y aburrida, la empujó contra una balda y le metió la lengua casi hasta la garganta. Ella dudó entre mordérsela con todas sus fuerzas o darle un rodillazo en sus partes. Escogió esto último, fundamentalmente para evitar el derramamiento de sangre.
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Pero ahora no pensaba ser violenta con lord Haywood. Su lengua se deslizó por la de ella, explorando, jugando, invitándola a… ¿A qué? A algo prohibido y excitante. Deslizó los dedos por su cabello oscuro y fuerte, y al mismo tiempo movió ligeramente la lengua, palpando la de él. De su garganta salió un sonido que ella interpretó como alentador, y empezó a mover la lengua con más vigor. Estaba por todas partes, llenándola y después retirándose. Ella imitó sus movimientos, también el de los dedos acariciándole la mejilla y la mandíbula. Ya estaba ocurriendo ese «algo prohibido y excitante». Sus pechos pugnaban por liberarse de sostenes y corsés. Notaba un calor incontenible en el vientre. Y también más abajo. La zona más íntima de su anatomía le hacía llegar una sensación de vacío y de ansia. Sabía cómo se apareaban los hombres y las mujeres. Le parecía un proceso sumamente incómodo y violento, aunque al parecer era el precio que había que pagar si se quería tener descendencia. Pero de repente, por la vía de los hechos, se dio perfecta cuenta del atractivo que entrañaba. Lord Haywood había cambiado de posición y la había descargado de su peso. Solo estaba unos centímetros por encima de ella, pero le parecía demasiado. Así que arqueó las caderas para sentir y presionar su gran protuberancia, que ahora le parecía atrayente y deseable. Se sentía maravillosamente bien. Él debió de darse cuenta. Su lengua se movía dentro de la boca con mucha más urgencia, y empezó a mover las caderas contra las suyas. ¡Ay, Dios! Sus movimientos desataron en ella el deseo de acercarse aún más a él. No entendía lo que estaba haciendo, pero quería continuar. Deslizó las manos bajo su abrigo y le agarró el trasero, que notó muy musculoso. Él paró en seco. ¡Diantre! Igual había sobrepasado algún límite desconocido.
Retiró inmediatamente las manos y deseó con todas sus fuerzas seguir por donde iban antes. El marqués levantó la cabeza, lo que hizo a su vez que sus caderas descendieran ligeramente, de modo que el… bulto se asentara sobre el punto más sensible de su entrepierna. Cerró los ojos, se mordió los labios y empezó a frotarse contra… Contra nada. Con una maldición, él se echó hacia un lado, y se alejó como si quemara de repente. Lo cierto es que ella estaba inflamada, pero su reacción apagó las llamas de inmediato. Se sentó y se retiró el pelo de la cara. Durante el escarceo las horquillas debieron caerse entre los arbustos. —¿He hecho algo mal? —¿Mal? —exclamó lord Haywood poniéndose de pie, y después repitió—: ¿Mal? Por Dios, mujer, estaba tirada entre los arbustos, tenía las manos en mi trasero y la lengua dentro de mi… —Se calló un momento y apretó los labios— ¿Y me pregunta si ha hecho algo mal? La magnífica sensación que había experimentado se trocó en vergüenza pura y dura. Se ruborizó hasta la raíz del pelo. —Su comportamiento escandalizaría a cualquier mujer decorosa —dijo con enorme mojigatería. Un momento… ¿quién era ese hombre para afearle la conducta de aquella manera? No fue ella quien empezó. Fue él quien la arrastró al jardín, la hizo rodar entre los arbustos y le metió la lengua en la boca. Se enfureció tanto que, más que gruñir, bufó. ¡Ah, no! Quién bufó fue Amapola. La gata apareció por detrás de un arbusto y arañó la bota derecha de lord Haywood. —¡Eh, tú! ¿Qué te crees que estás haciendo? —exclamó lord Haywood, que se agachó para intentar agarrar a la gata por el cuello. Amapola no se dejó, ni mucho menos. Se escapó de entre sus dedos, le clavó otra vez con fuerza las garras, esta vez en ambas botas, y salió pitando. —Mald… condenada gata —masculló lord Haywood con cara de enfado.
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«Al menos procura contener la lengua y no maldecir…» Volvió a ruborizarse. «Mejor no pensar en lenguas.» —Estas botas eran nuevas. Anne intentó ponerse de pie, pero tenía las faldas casi a media pierna y no podía. —Deje que la ayude, señorita Davenport —dijo él tendiéndole la mano, pero ella la rechazó. —No me t-toque —balbuceó. Esperaba que la inseguridad de su voz se debiera al enfado, y no a un intento desesperado de tragarse las lágrimas. ¡Malditas faldas! ¿Acaso se habían hecho un nudo? Parecía que hubieran cobrado vida y se empeñaran en mantenerla en esa postura tan vergonzosa, medio tirada en el suelo. Intentó levantarse otra vez, pero pisó el bajo del vestido y volvió a caerse de espaldas. ¡Qué bochorno! —Señorita Davenport, por favor, le ruego que me deje ayudarla. —No, prefiero quedarme aquí tirada antes que permitirle que me vuelva a tocar. —¡Por el amor de Dios! Al parecer lord Haywood había llegado al límite de su paciencia. Sin hacerle caso, la agarró de las manos y tiró de ella. Era muy fuerte. De hecho, casi salió volando, pero los pies seguían enredados en sus faldas, por lo que cayó hacia él casi como un saco inerte. Y la sujetó. Se sintió muy bien… Pero él la consideraba una mujer ligera de cascos, casi una cualquiera. Puso las manos sobre su pecho y lo empujó. Sin embargo, él no la dejó ir. Así que levantó la cabeza y le habló a la cara, o más bien a la mandíbula, que era lo que tenía a la altura de sus ojos. —Lord Haywood, suélteme inmediatamente —dijo,
intentando utilizar un tono lo más agresivo posible, pero por desgracia su voz sonó más a sollozo o a suspiro que a gruñido. Lord Haywood suspiró y la apartó de él, aunque la sujetó por los hombros para que no volviera a caerse. —Señorita Davenport, lo siento mucho y le pido disculpas. No he debido decir lo que he dicho. —Ni siquiera debía haberlo pensado. —En realidad no lo pensaba —reconoció; dio un suspiro bastante sonoro y miró hacia otro lado, como si sintiera vergüenza—. Estaba, eh…, preocupado por las… circunstancias. —Circunstancias que usted mismo había creado —enfatizó. Bueno, tenía que ser sincera del todo, como acostumbraba: nunca había sabido mentir ni exagerar—. Es cierto que iba detrás de usted y tropecé, pero todo lo que pasó después fue iniciativa suya, no mía. Puede que no «todo lo que pasó después», pero lo cierto es que fue él quien llevó la voz cantante. —Lo único que pretendía era que no nos descubrieran esas cotillas, las hermanas Boltwood. De haberlo hecho, el pueblo se habría convertido en un hervidero de rumores. En Loves Bridge todo el mundo cotilleaba, aunque normalmente no había muchos motivos para ello. En cualquier caso, las Boltwood habían llevado a cotas inexploradas en la zona el arte de extender rumores, o incluso de crearlos de la nada. Habría algo de lo que hablar si las Boltwood averiguaran que Cat había estado en los arbustos de la vicaría con el duque. O si descubrían lo que ella acababa de hacer con el marqués en el agreste jardín de Spinster House. —Imagino que usted no le va a contar a nadie lo que ha ocurrido, ¿verdad? —preguntó con ansiedad. Él levantó las cejas, alarmado, pero volvió a bajarlas enseguida. —¡Por supuesto que no! ¿Por quién me toma? El objetivo de todo esto —empezó, agitando la mano en dirección a la zona donde habían retozado— era evitar que nos vieran. O sea que la única razón por la que lord Haywood había hecho
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lo que había hecho era para esquivar a las hermanas. Por algún motivo, esa explicación no le gustó. —¿Entonces, era necesario que me b-besara? —Notó que volvía a ponerse colorada. Lo que habían hecho había ido bastante más allá de un simple beso. —Si hace memoria —empezó, dirigiéndole una mirada fría y apuntándola con su altiva nariz—, estaba usted a punto de gritar. Eso habría sido un completo desastre, pues las Boltwood nos habrían descubierto inmediatamente. Sí, eso habría sido fatal; no obstante… —Si hace memoria, yo iba a gritar porque usted tenía las manos sobre mi tra… mis posaderas. —Sin embargo, parecía que ella no tenía derecho a agarrar su noble trasero. Típico. Los hombres establecen las reglas y las mujeres las siguen… o las siguen. Bueno, pues ella no. —Me vi obligado a hacerlo para mantenerla quieta, señorita. Estaba usted a punto de golpearme con la rodilla en… —Se detuvo y miró a ninguna parte—... en un punto muy sensible de mi anatomía. ¡Oh! Vuelta a ruborizarse. No se había dado cuenta… Un momento. Durante las… actividades posteriores, su miembro masculino no había corrido el más mínimo peligro. De hecho, estaba encima de ella. —Yo no iba a gritar ni a causarle ningún daño cuando usted introdujo su l-lengua en mi boca —afirmó, y por un momento creyó que iban a salir llamas de su rostro de puro acaloramiento. Todo a causa del apuro que sentía, por supuesto—. Tampoco puede echar la culpa de eso a la presencia de las hermanas: ya se habían marchado. ***
Nate miró fijamente a la señorita Davenport. Su expresión era una mezcla de mortificación y furor que le resultaba de lo más atractiva. Sintió…
«Lujuria, pura lujuria. Eso es lo que siento, nada más.» No era verdad. Al menos no toda, pero dejó de pensar en ello. Ya lo analizaría más adelante. —Soy un hombre, señorita Davenport… —Ya me he dado cuenta, lord Haywood. En el mismísimo momento en que pronunció esas palabras su rostro se puso, una vez más, rojo como un tomate. Seguramente estaba acordándose de cómo su miembro, eh…, se hizo notar de manera bastante ostentosa. El muy condenado volvió a saltar de alegría, deseando sin duda refrescarle la memoria por si hubiera olvidado algún detalle. «Ya está bien. Esta reacción es completamente inapropiada. La señorita Davenport es virgen y de buena cuna. No debes aprovecharte de ella bajo ningún concepto.» Su pene estaba en desacuerdo total y, lo que era peor, notorio. —Los hombres tienen reacciones físicas frente a las mujeres, señorita Davenport. Es un instinto natural masculino que no se puede controlar. «¡Condenado pene!» —¿Así que me está usted confesando que, en tales circunstancias, siempre actúa como lo haría un animal sin control? — preguntó ella haciendo un gesto de desprecio con los labios. —No, por supuesto que no he dicho eso. —Bien, quizás sí era lo que había dicho, pero no lo que pensaba—. Se trata de reacciones puramente físicas del cuerpo de los hombres, que se producen sin poder evitarlo y a pesar de que no las aprobemos. ¡Por Zeus! Se estaba metiendo en un auténtico berenjenal. No decía más que tonterías. —¿De verdad? Pues yo tampoco apruebo lo que ha ocurrido, lord Haywood, de ninguna manera. Ahora, si me lo permite, voy a dejarle a solas en este maldito jardín con su «instinto natural masculino» —dijo, prácticamente masticando las palabras— y me marcho a mi casa. Se dio la vuelta muy digna, echó a andar… y tropezó de nuevo
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con una raíz. Nate reaccionó a tiempo y logró sujetarla antes de que volviera a caerse, pero en cuanto recuperó el equilibrio se libró de él con un empujón. —¡Ni se le ocurra tocarme! —dijo mirándolo con el ceño muy fruncido. Estaba absolutamente furiosa, pero también parecía estar a punto de echarse a llorar. «¡Maldita sea! Soy un patán…» —No se preocupe, señorita Davenport. No volveré a perder los papeles, se lo aseguro. Ella se limitó a alzar la nariz de forma significativa y a alejarse deprisa, o al menos todo lo deprisa que puede hacerlo alguien que de ninguna manera quiere dar otro mal paso. «Por Dios, la he insultado gravemente. ¿Cómo podría…?» Tenía la completa seguridad de que cualquier cosa que hiciera o dijera solo serviría para empeorar las cosas. Se mordió la lengua y la siguió hacia la valla del jardín. «¿Pero qué diablos me está ocurriendo? Nunca hasta ahora había llevado a ninguna mujer de la alta sociedad a la espesura, ni mucho menos había retozado como he hecho ahora. Lo cierto es que nunca me he tumbado en el exterior encima de ninguna mujer, ni de alta ni de baja cuna. La maldición de Isabelle Dorring no es lo que me lleva a hacer esas cosas, yo no la sufro…» ¡Oh, Dios, la maldición! Marcus y la señorita Hutting en los arbustos. Cerró los ojos un momento. Si Marcus había estado haciendo lo mismo que él… Bueno, ahora no podía hacer nada al respecto. Ya hablaría después con su primo, cuando volviera al castillo. No, la verdad era que algo podía hacer. Intentaría convencer a la señorita Davenport de que no comentara con nadie lo sucedido. La miró. Tenía la espalda muy recta y la mandíbula apretada. «Está bien. A ver si hay suerte.» No pudo evitar que su mirada la recorriera, deteniéndose en su
espléndido trasero, ahora adornado con alguna hoja y varias manchas. ¿Y eran ramitas lo que tenía en el pelo? ¿Dónde estaba el sombrerito? Miró alrededor. Se habían caído al suelo más o menos por aquí… ¡Ah, allí estaba! Lo recogió de un arbusto y se arrodilló para ver si encontraba alguna horquilla. —Señorita Davenport. —¿Se puede saber qué quiere ahora? —El tono era glacial. La miró desde el suelo. Ella parecía querer fulminarlo con la mirada, las manos en las caderas. Pero al menos se había detenido. —Si no quiere que la gente hable —dijo agitando el sombrero—, debería ponerse esto. Se acercó a él y prácticamente le arrancó la prenda de las manos. —Y le sugiero que se arregle un poco el pelo. —¿Cómo voy a arreglármelo si no tengo horquillas? —Precisamente las estoy buscando. —Tuvo un poco de suerte. Encontró tres. Se puso de pie y se las ofreció—. ¿Será suficiente? —Es mejor que nada. —Se recogió el pelo como pudo y lo sujetó con las horquillas. Después se encasquetó el sombrero y se ató la cinta con un nudo bastante chapucero. Sin mediar palabra, se volvió para marcharse. —Eh…, solo una cosa más. Se detuvo y volvió a mirarlo con dureza por encima del hombro. —Usted dirá. —Puede que desee sacudirse un poco la falda. Tiene algún resto de plantas y un par de manchas de polvo. —A mí me parece que está bien —afirmó después de mirarse el vestido. —Sí, bueno, lo que usted ve está pasable. Pero la suciedad está en la parte de atrás. Se volvió e intentó alcanzar las zonas afectadas, pero no lo logró, ni por la derecha ni por la izquierda. La miró durante un buen rato, hasta que ya no pudo aguantar
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más. Era una tontería que quisiera hacerlo ella sola: él podía solucionarlo en un momento. —¿Me permite? —De acuerdo. Se acercó un poco más y sacudió ligeramente la falda con la mano, quitando todas las hojas y las ramas, e intentando valientemente no reaccionar al precioso y firme trasero que notaba bajo las faldas. Humm. Solo quedaba una zona que se resistía. Se acercó más, quitó tres ramitas de lo más tenaces y después sacudió el polvo. No había manera de limpiarlo del todo. Se mojó los dedos con la lengua, sujetó a la señorita Davenport por el estómago para que no perdiera el equilibrio y se lanzó a atacar el último resto de… —M-milord. —Un momento, señorita Davenport. Ya casi lo tengo. Apretó un poco más el estómago de la joven. Bueno, la verdad es que no era el estómago lo que apretaba, sino por debajo de él, a la altura de las caderas, justo encima de… Se quedó lívido. O, para ser más precisos, fueron sus manos las que se quedaron heladas, una entre sus muslos y la otra extendida por su trasero. Y su miembro dando saltos de puro regocijo. Una vez más, retiró las manos como si la señorita Davenport fuera una hoguera. —Creo… —Se aclaró la garganta, procurando librarse del deseo que le aturdía y que hacía que su voz sonara mucho más ronca de lo habitual—. Creo que con esto bastará. Ella asintió sin mirarlo siquiera y casi salió corriendo hacia la valla. —Señorita Davenport, la verdad es que no tiene por qué asustarse. Se había ganado otra mirada glacial. —No estoy asustada… en absoluto. Abrió la puerta de la valla y ella salió rápido, dobló la esquina
de la casa y se colocó frente a la vicaría. Los arbustos cercanos quedaban perfectamente al alcance de su vista. «¿Estaría Marcus todavía allí?» Seguramente no. Y si estaba, Nate no podía hacer nada al respecto. No tenía la menor intención de volver a adentrarse en ningún jardín, cuidado o descuidado, al menos por un tiempo. Pero lo que sí tenía que hacer era hablar con la señorita Davenport. Eso era imperativo. Si es que le dejaba. Ya estaba a cierta distancia, y caminaba muy decidida hacia la posada. Se dio prisa por alcanzarla. —Puede dejar de seguirme, lord Haywood —dijo ella sin volverse—. Ya no hay peligro de que tropiece con raíces. —Entonces permítame acompañarla, señorita —dijo, y acomodó su paso al de ella—. Puede tomar mi brazo. Se volvió como si la hubieran pinchado. Le temblaban las aletas de la nariz. Era como si le hubiesen ofrecido carne podrida y llena de gusanos. —No, muchas gracias. —Solo quería ser amable. Quizá su tono había sido un tanto condescendiente. Procuró arreglarlo con una ligera reverencia. Ella le enseñó los dientes. A cierta distancia, el gesto podría haberse tomado por una sonrisa. Pero sin duda no lo fue. —Muy bien, pues ya está. Ha sido usted amable. Queda usted absuelto de todos sus pecados en lo que a la etiqueta social concierne —dijo con tono mordaz, y siguió andando sola por el paseo. Él volvió a seguirla. Y ella se volvió de nuevo y le habló casi escupiendo las palabras. —No necesito que me acompañe, caballero. No estamos en Londres. Puedo ir sola sin que nadie comente nada al respecto, así que, a su vez, puede usted atender sus propios asuntos. —Eso es precisamente lo que quiero hacer, señorita. Por un momento pensó que lo iba a abofetear. —No tengo nada que ver con sus asuntos.
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—Gracias a Dios. Precisamente quería decirle… —Se interrumpió. No, no debía ni suplicar ni menospreciar a la muchacha—. Tengo la intención de regresar a Loves Castle, señorita. Y para ello debo ir a la posada, a recoger mi caballo —explicó. Su caballo estaba junto al de Marcus, así que averiguaría si su primo seguía retozando o ya había parado. —¡Oh! —exclamó ella, volviendo a ruborizarse—. Entiendo. Yo también he dejado allí la calesa. —Entonces parece claro que nos dirigimos al mismo sitio — dijo, y volvió a ofrecerle el brazo. Esta vez lo aceptó, aunque de mala gana. —Si las hermanas Boltwood nos ven empezarán a sacar conclusiones… —Sería peor si vieran que la voy siguiendo y usted siguiera actuando como si yo fuera un sinvergüenza. Ella se limitó a alzar la nariz y poner cara de asco. Se confundía. Él no era un sinvergüenza. Todo lo que había pasado en el jardín de Spinster House se había debido a una nefasta serie de acontecimientos a cual más estrambótico. Echó un vistazo rápido a la muchacha. Su pobre sombrero había salido bastante mal parado tras la excursión por el follaje, y en el vestido quedaban aún pequeños restos de barro y una o dos manchas de hierba. No obstante, ella andaba tan erguida como si acabara de tragarse un sable. Tampoco se había mostrado tan rígida cuando el destino los hizo rodar por la hierba, ni mucho menos: se comportó de forma cálida y receptiva, y su boca resultó… «¡Para, ya basta!» Pensar en lo que había pasado en el jardín hizo que su miembro se pusiera de nuevo alerta y esperanzado. La cosa no llevaba a ninguna parte. Tenía que dedicarse a cuestiones más importantes, como por ejemplo convencer a la señorita Davenport de que no dijera nada sobre Marcus, que se mordiera la lengua.
«¡No! Nada de lenguas.» Es decir, debía persuadirla de que no contara historias acerca de Marcus y la señorita Hutting. —Señorita Davenport, tenía la intención de comentarle algo antes de que nos distrajera la gata… —Amapola. La gata se llama Amapola. La cosa no empezaba nada bien. Ella no lo miró siquiera y su voz sonó huraña. ¿Y a quién le importaba el nombre del condenado bicho? Respiró hondo. Daba igual. «¡A la carga otra vez!» —Sí, cuando Amapola me distrajo e inmediatamente aparecieron las hermanas Boltwood… —Y usted me arrastró al jardín y me atacó por sorpresa. —Yo no la ataqué. Reconozco que, debido a las circunstancias, absolutamente inusuales, me tomé ciertas pequeñas libertades… Con eso se ganó una mirada rápida y, por supuesto, asesina. —¿Pequeñas? ¡Metió la lengua dentro de mi boca, caballero! —Y usted hizo lo propio con la suya, señorita. —¡Qué mujer tan impertinente! ¡Qué estúpido! No tenía que haber dicho eso. La señorita Davenport sufrió uno de sus repentinos y deslumbrantes ataques de rubor. Nate miró a su alrededor. ¡Vaya por Dios! Una mujer robusta y con lentes les observaba desde el otro lado del paseo. La saludó con una inclinación de cabeza. Esperaba que la distancia a la que estaba no le hubiera permitido escuchar la insólita conversación, ni ver la cara completamente roja de la joven. —No debería usted decir esas cosas —susurró la señorita Davenport con voz ahogada. Era su oportunidad. —Sí, tiene toda la razón. Sería extraordinariamente desagradable que salieran a la luz ciertas acciones inadecuadas que uno comete, ¿no le parece?
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Ahora tocaba la mirada glacial, otro de sus gestos favoritos junto al rubor súbito. Pero este era absolutamente voluntario. —Me prometió que no diría una palabra a nadie de lo sucedido. —Y no lo haré, descuide. Por lo mismo, espero que usted no diga tampoco nada acerca de la desaparición del duque y de la señorita Hutting entre los arbustos cercanos a la vicaría. —¡Ah! —exclamó, y miró hacia otro lado—. Por supuesto. ¿Por qué iba yo a comentar nada sobre Cat y el duque? Pese a sus palabras, Nate no se quedó en absoluto tranquilo.