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1 La primera palabra: Lealtad absoluta
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La primera palabra
Lealtad absoluta
Dios habló, y dio a conocer todos estos mandamientos: «Yo soy el Señor tu Dios. Yo te saqué de Egipto, del país donde eras esclavo. No tengas otros dioses además de mí».
Éxodo 20:1-3
Aun habiendo vivido toda mi vida en Texas, puedo reconocer que Texas es un lugar gracioso y maravilloso. Decoramos nuestras casas y patios con banderas tejanas y artesanías con la temática de Texas. Cuando nuestros hijos se gradúan de la escuela secundaria, habrán estudiado la historia de Texas durante dos años completos. Habrán cantado nuestra canción estatal llena de superlativos («¡Texas, nuestra Texas! ¡Salve el poderoso estado!») en cada partido de fútbol de la escuela y en cada evento deportivo importante. No solo eso, sino que además de jurar lealtad a la bandera de Estados Unidos, habrán comenzado cada día escolar honrando la bandera de Texas: «Juro lealtad a ti, Texas, un estado bajo Dios, uno e indivisible».
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No escucho un fervor similar por parte de otros estados, ni decorativo ni declaratorio. Sospecho que se debe a que los tejanos se enorgullecen de la realidad singular de que habitamos el único estado que una vez fue una nación independiente. La Guerra de la Independencia de Texas fue muy importante para nosotros. ¿Recordamos acaso El Álamo? Sí… claro que sí. Recordar la historia de una liberación tan costosa modela la psiquis de Texas. Jurar lealtad a nuestro estado —y a nuestro país— nos recuerda que tenemos una obligación para con una autoridad más grande que nosotros. Entendemos que estamos en sumisión a aquellos que decretan las leyes, y por lo tanto, a las leyes en sí.
Lo mismo le sucedía a Israel y lo mismo es cierto para cada seguidor del único Dios verdadero. La realidad de una autoridad superior explica por qué la entrega de los Diez Mandamientos no empieza en realidad con la pronunciación del primer mandamiento. En cambio, empieza con una breve lección de historia que recuerda una liberación costosa y establece quién está a cargo: «Dios habló, y dio a conocer todos estos mandamientos: “Yo soy el Señor tu Dios. Yo te saqué de Egipto, del país donde eras esclavo”» (Ex. 20:1-2).
Apenas 50 días antes, Israel había partido de Egipto después de las diez plagas enviadas para liberarlos de allí. En sus mentes, estaría vivo el recuerdo de aquellos días oscuros: las aguas del Nilo espesas y rojas, ranas muertas amontonadas en pilas malolientes, una nube onerosa de insectos, granizo, enfermedades, oscuridad y muerte. Después de reunirlos en el monte Sinaí, en medio de truenos y humo, Dios le recuerda a Su pueblo que fue solamente por Su mano poderosa que se logró su liberación. La única contribución de Israel a su libertad fue levantarse en obediencia y caminar de la muerte a la vida. Dios presenta los Diez Mandamientos a Su pueblo al identificarse como el Señor su Dios y refrescarles la memoria con «recuerda Egipto». ¿Por qué? Porque antes de que
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Israel pueda jurar lealtad a Yahvéh solamente, debe recordar su liberación costosa.
Esa liberación no solo suponía dejar atrás la tierra de Egipto, sino también dejar atrás sus costumbres. Cada una de las diez plagas era más que tan solo una señal dramática para el faraón de que debía liberar a los hebreos. Cada una era una derrota simbólica de una deidad egipcia. Osiris, cuyo torrente sanguíneo se creía que era el Nilo, se desangra ante sus adoradores cuando Yahvéh transforma el Nilo en sangre. En reverencia a Heket, la diosa-rana del nacimiento, los egipcios consideraban que las ranas eran sagradas y no se debían matar. Yahvéh las extermina de a miles. Los dioses egipcios que gobernaban la fertilidad, las cosechas, el ganado y la salud quedan impotentes ante el brazo poderoso y extendido del Dios de Israel. En la novena plaga de la oscuridad, Yahvéh demuestra Su dominio sobre el dios sol Ra, de quien se creía que el faraón era una personificación. Y en la plaga final, la muerte de los primogénitos, Dios muestra Su supremacía sobre todo el panteón egipcio al demostrar Su poder sobre la vida y la muerte.
Un Dios derriba a todos los rivales.
Yo soy el Señor tu Dios. Yo te saqué de Egipto. El mensaje a los israelitas al pie del monte Sinaí es claro: antes de poder obedecerme como el Dios de las Diez Palabras de vida, deben reverenciarme como el Dios de las diez plagas de la muerte. La respuesta requerida también es evidente. Si el Dios que derribó a todos los rivales en Egipto los sacó de Egipto con Su brazo poderoso, la única respuesta lógica es obedecer la primera palabra: «No tengas otros dioses además de mí».
Recuerda cuánto costó liberarte. Que tu lealtad sea solo para mí.
Solo un Dios
El primer mandamiento, «no tengas otros dioses además de mí» se pronuncia en el lenguaje de un soberano a un siervo. No puede
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haber lealtades dobles cuando se sirve a Yahvéh. Al mandar una lealtad única, Dios no solo afirma que es superior que los demás dioses. Tampoco, en las plagas, demuestra meramente que es más fuerte que otros dioses. Directamente declara que no existen. No son más que las ideas vanas de una mente oscurecida. La primera palabra es más que una prohibición contra adorar dioses menores; es una invitación a la realidad. «Yo soy el Señor, y no hay otro; fuera de mí no hay ningún Dios» (Isa. 45:5). ¿Por qué Israel no debía adorar a ningún otro dios que no fuera Jehová? Porque no hay otros dioses.
Tal vez parezca algo evidente. Dios acaba de derrotar al enemigo más grande del pueblo y de avergonzar a sus dioses inexistentes. Pero la verdad de que hay un solo Dios para adorar debe asentarse en lo profundo de los huesos del pueblo de Israel, porque Dios ha sacado con victoria a Sus hijos del politeísta Egipto con el propósito de guiarlos con victoria al politeísta Canaán.
Después de 400 años en Egipto, el politeísmo le resultaría más conocido a Israel que el monoteísmo que expresa la primera palabra. Le resultaría más natural que la adoración singular que Dios manda, como suele pasar con el pecado en comparación con la justicia. La tierra frente al Jordán atrae con la familiaridad cómoda de la adoración a muchos dioses. La probabilidad de que Israel vuelva a lo que le resulta conocido es alta.
El llamado al monoteísmo no sería una idea nueva para Israel al pie del Sinaí. El relato de la creación en Génesis 1 contiene el mandamiento implícito de adorar solo a Dios. Al igual que las diez plagas, los seis días de la creación están expresados con un propósito para derribar cualquier noción de adoración al sol, la luna, las estrellas, la tierra, el mar, el cielo, las plantas, los animales o los humanos. Se muestra que todos los cielos y la tierra son derivativos, dependen y están al servicio del Dios sin origen que sin ningún esfuerzo los llama a existir.
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Sin embargo, el pueblo de Dios olvida todo esto fácilmente. Muy pronto, en el capítulo 35 de Génesis, encontramos una advertencia contra la adoración dividida entre los hijos de Dios. Parece ser que, entre su exilio en Padán Aram y su regreso a Betel, Jacob y su familia habían levantado algunos ídolos caseros de polizones en sus alforjas. Aunque Dios no lo ha mandado en forma explícita, Jacob sabe que los ídolos no se pueden quedar:
Entonces Jacob dijo a su familia y a quienes lo acompañaban: «Desháganse de todos los dioses extraños que tengan con ustedes, purifíquense y cámbiense de ropa. Vámonos a Betel. Allí construiré un altar al Dios que me socorrió cuando estaba yo en peligro, y que me ha acompañado en mi camino». (Gén. 35:2-3)
La presencia de ídolos en la familia de Jacob señala la operación de una mentalidad de «tanto lo uno como lo otro»: sí, serviremos a Yahvéh, pero también, por las dudas, ofreceremos devoción a estos otros dioses.
Una lealtad doble. ¿Te resulta conocida?
Esta mentalidad se esconde en el bagaje de los creyentes hoy en día tal como en la familia de Jacob hace 3000 años. Es una expresión milenaria de aquello a que Santiago 1:8 llama inconstancia. La inconstancia no ocurre porque reemplacemos a Dios con un ídolo, sino porque agregamos un ídolo a nuestro monoteón, de manera que se convierte en un politeón. El estribillo repetido sobre la idolatría a lo largo de la historia de Israel no será que deja de adorar a Dios por completo, sino que deja de adorar a Dios solamente.
Una obediencia expansiva
Los hijos de Yahvéh hoy no son distintos de los hijos de Yahvéh antes. Al igual que Israel, podemos afirmar que no hay otros dioses
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verbal e intelectualmente, pero no es así en la práctica. En la práctica, vivimos como politeístas. Nuestra idolatría es un arreglo de «lo uno y lo otro»: Necesito a Dios y necesito un cónyuge. Necesito a Dios y necesito una cintura más pequeña. Necesito a Dios y necesito buena salud. Necesito a Dios y necesito una cuenta bancaria abultada.
En nuestra mente, razonamos que el «tanto lo uno como lo otro» sigue ofreciéndole a Dios algún grado de adoración, entonces todo está bien. Sin embargo, según Génesis y Éxodo, dejar de adorar solamente a Dios equivale a corromper cualquier adoración que todavía se le ofrezca.
En Mateo 6:24, Jesús enseña que «nadie puede servir a dos señores, pues menospreciará a uno y amará al otro, o querrá mucho a uno y despreciará al otro». Tal vez nos parezca que la doble lealtad es algo deseable, pero Jesús nos asegura que ni siquiera es posible. Fuimos creados para una lealtad enfocada y constante. Fuimos diseñados para eso. Fuimos hechos a imagen de un Dios, para portar la imagen de un Dios. No podemos conformarnos tanto a la imagen de Dios como a la imagen de un ídolo.
No fuimos diseñados para ser politeístas, ni podemos sostener el peso de una mentira de muchos dioses en nuestra mente. Cuando nos aferramos a Dios y a _____, nos volvemos «[inconstantes] en todo lo que [hacemos]» (Sant. 1:8).
A menudo, necesitamos una crisis que nos señale nuestra necedad. No hay como una crisis financiera para enseñarnos sobre nuestra adoración al dinero y la comodidad además de a Dios. Nada como un hijo rebelde o un divorcio para enseñarnos sobre nuestra adoración a tener una familia perfecta además de a Dios. No hay como el proceso de envejecimiento para enseñarnos sobre nuestra adoración a la salud y la belleza además de a Dios.
En una crisis como estas, encontramos a Jacob listo para expulsar los ídolos de su casa. En una actitud penitente, acaba de enfrentarse
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cara a cara con sus propios fracasos. A su hija la violaron y sus hijos respondieron con una terrible venganza cuando él mismo no buscó justicia. Jacob es un hombre cuya confianza en sí mismo se ha quebrado, y está agriado en su propio engaño. Es un hombre que conoce de cerca las crisis. Es un hombre que por fin está aprendiendo a jurar lealtad solo a Dios.
No importa qué inestabilidad sea necesaria para llevarnos al arrepentimiento, la solución final para nuestra práctica de politeísmo se encuentra en la historia de Jacob: «Así que le entregaron a Jacob todos los dioses extraños que tenían, junto con los aretes que llevaban en las orejas, y Jacob los enterró a la sombra de la encina que estaba cerca de Siquén» (Gén. 35:4).
Jacob podría haber destruido los ídolos de cualquier manera. Podría haberlos quemado, haberlos arrojado en un lago o hacerlos pedazos. En cambio, los entierra bajo un árbol conocido como un lugar de adoración a los ídolos. Decidido a dejar atrás el pasado y vivir en la verdad de que Dios es su única esperanza, Jacob realiza un funeral simbólico para los ídolos en el mismo lugar donde se los solía adorar.1 Con una ironía incisiva, el lugar de adoración a los ídolos se transforma simbólicamente en su cementerio.
No pases por alto la moraleja de la historia: para liberarnos de nuestros ídolos, debemos matarlos.
La necesidad de enterrar nuestros ídolos
Jacob realiza un funeral necesario, y nosotros también tenemos que hacerlo. El apóstol Pablo nos insta a esto:
Por tanto, hagan morir todo lo que es propio de la naturaleza terrenal: inmoralidad sexual, impureza, bajas pasiones, malos deseos
1 Bill T. Arnold, Encountering the Book of Genesis (Grand Rapids, MI: Baker, 2004), 137.
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y avaricia, la cual es idolatría. Por estas cosas viene el castigo de Dios. Ustedes las practicaron en otro tiempo, cuando vivían en ellas. Pero ahora abandonen también todo esto: enojo, ira, malicia, calumnia y lenguaje obsceno. Dejen de mentirse unos a otros, ahora que se han quitado el ropaje de la vieja naturaleza con sus vicios, y se han puesto el de la nueva naturaleza, que se va renovando en conocimiento a imagen de su creador. (Col. 3:5-10)
Observa que Pablo describe una lista de conductas idólatras bastante similares a los pecados que encontramos prohibidos en las Diez Palabras. Pablo no está diciendo que exterminemos solo las conductas, sino también los ídolos del corazón que hay detrás de ellas. Está instando a los creyentes a estudiar nuestras conductas como indicadores de aquello (o de aquel) que adoramos además de Dios.
La primera palabra sirve como la afirmación general que abarca a las otras nueve. Si obedecemos la primera palabra, automáticamente obedecemos las otras. Establece la postura correcta ante Dios que permite las motivaciones y conductas adecuadas para obedecer las otras nueve.
Fuimos creados a imagen de Dios. Cuanto más adoramos a un ídolo, más nos conformamos a su imagen. Aniquilar a un ídolo es ser restaurado a imagen de Dios.
Al igual que Jacob, debemos enterrar nuestros ídolos. Por el poder del Espíritu, debemos enterrar nuestros «lo uno y lo otro» y mantenerlos enterrados, aprendiendo de nuestros errores pasados y creciendo en justicia con cada día que pasa. La primera palabra nos prepara para las otras nueve, al exigir nuestra lealtad absoluta al Dios de nuestra costosa liberación. Sin ese compromiso en nuestros labios y nuestro corazón, toda obediencia a los mandamientos siguientes será un ejercicio de moralismo vacío. La primera palabra es un compromiso de lealtad al reino de Dios, aquí y ahora.
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En la tierra como en el cielo
¿Recuerdas cómo empezó todo? En el Edén, el primer mandamiento fue perfectamente validado y perfectamente obedecido. En aquel refugio puro y durante ese breve interludio, no hubo otros dioses más que Dios. Los portadores de imagen portaban Su imagen de manera insoluble y pura. Sin embargo, las dobles lealtades brotaron de la lengua venenosa de la serpiente. Adán y Eva sucumbieron a la atracción de Dios-y-completa-el-espacio, y se perdió la adoración pura del Edén. Todos los días, sentimos esta pérdida, al batallar por una devoción constante y definida, buscando obedecer como nuestro Salvador constante y definido nos enseñó y nos mostró.
Un día, Su reino vendrá en plenitud, en la tierra como en el cielo. En Aquel día, la lealtad constante y absoluta será restaurada plenamente. En la nueva Jerusalén, por fin y una vez más no tendremos otros dioses delante de Él. El apóstol Juan nos describe cómo será este refugio final:
La muralla estaba hecha de jaspe, y la ciudad era de oro puro, semejante a cristal pulido. Los cimientos de la muralla de la ciudad estaban decorados con toda clase de piedras preciosas […]. La ciudad no necesita ni sol ni luna que la alumbren, porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera. (Apoc. 21:18-19, 23)
Es una descripción que nos hace caer la mandíbula.2 A primera vista, parecería que las puertas de perla, las paredes incrustadas de gemas y las calles de oro están diseñadas para entusiasmarnos a vivir en un lugar donde hay toda clase de opulencia; un lugar tan espléndido que resplandece más que el sol. Pero la descripción de Juan de la Nueva Jerusalén apunta a decirnos algo más. Toma todo aquello
2 Porciones de lo siguiente aparecieron por primera vez en mi artículo “Heaven Shines, But
Who Cares?”. ChristianityToday.com, 20 de agosto de 2020, https://www.christianitytoday .com/ct/2018/september/wilkin-heaven-shines-but-who-cares.html.
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que estimamos más en la vida y lo reduce al nivel de lo común y corriente. Todos estos elementos —el oro, las piedras preciosas, los cuerpos celestes, los gobernantes y las coronas— han sido objeto de la adoración humana a través de la historia, aquello que genera una doble lealtad. Son los ídolos de este mundo.
La Nueva Jerusalén es un lugar donde lo primero es lo último, donde todo aquello que hemos exaltado será rebajado al nivel de su verdadero valor: tendrá el valor de un mero metal o piedra, de una mera autoridad humana, de meras luces creadas que se mueven a la orden de su Creador. Es un lugar donde los metales y piedras preciosos son pisoteados como el polvo común de los senderos, donde nuestros honores personales son arrojados a los pies de Dios, donde las personas, los objetos y las instituciones a los que hemos adorado caerán de sus lugares exaltados.
Es un lugar cuyos habitantes por fin obedecen la primera palabra: «No tengas otros dioses además de mí». Es el Edén restaurado.
Jesús, quien cumplió la primera palabra en todo sentido, les enseñó a Sus seguidores a orar para que el reino de Dios viniera «en la tierra como en el cielo» (Mat. 6:10). ¿Por qué esperar hasta la próxima vida para considerar sin valor todo aquello que Dios considera sin valor? ¿Por qué esperar hasta la próxima vida para estimar todo aquello que Dios estima? La primera palabra nos invita a la bendecida realidad de ningún otro dios ahora. Nuestra adoración insoluble es lo que nos marca como Sus hijos en medio de una generación torcida y depravada.
Hoy es el día para derribar los ídolos del poder, la riqueza, la seguridad y la comodidad. Ahora es el momento de hollar en el polvo los dioses de nuestros deseos pecaminosos. Vivir esta vida libre de la esclavitud de las cosas de la tierra es anticipar el gozo indescriptible de una eternidad en la cual todo placer terrenal cede ante el placer de estar final y plenamente en la presencia del único Dios. Elige hoy a quién servirás. Compromete tu lealtad.
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Versículos para meditar
Salmo 86:10-12 Isaías 45:5 Mateo 6:24 Colosenses 3:5-10 Santiago 1:6-8 Apocalipsis 15:4
Preguntas para reflexionar:
1. Antes de leer este capítulo, ¿cómo habrías calificado tu obediencia al primer mandamiento? Después de leerlo, ¿cómo te calificarías? ¿Qué discernimiento te llevó a cambiar tu diagnóstico?
2. ¿A qué ídolo te ves más tentado a adorar además de a Dios? ¿Qué esperas controlar o evitar a través de esta doble lealtad?
3. ¿Qué conducta pecaminosa actual entiendes que se generó en la adoración a algo más que a Dios? ¿Cómo contribuye tu falta de memoria de tu costosa liberación a la manera en que respondes a la tentación?
4. En la introducción, observamos que las leyes nos ayudan a vivir en comunidad. ¿Cómo ayuda la primera palabra a los hijos de
Dios a vivir en comunidad unos con otros? ¿Qué daño produce la inconstancia en la comunidad cristiana?
Escribe una oración pidiéndole a Dios que te ayude a obedecer el primer mandamiento. Confiesa dónde has albergado dobles lealtades y adorado a otros dioses de tu propia creación. Pídele que te ayude a vivir como un ciudadano de Su reino hoy y todos los días. Alábalo porque es el Dios sin igual. Dale gracias por tu costosa liberación.
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