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Introducción: Recuerda deleitarte

Introducción

Recuerda deleitarte

En esto consiste el amor a Dios: en que obedezcamos sus mandamientos. Y estos no son difíciles de cumplir.

1 Juan 5:3

Este es un libro sobre la ley de Dios en toda su belleza vivificante. Hoy en día, en la iglesia, hay mucha falta de memoria sobre la función que cumple la ley en la vida de un creyente. Estas páginas son un ejercicio de remembranza.

Bien al principio, en las primeras páginas del Antiguo Testamento, en Éxodo 20 y luego otra vez en Deuteronomio 5, un pueblo antiguo en una tierra lejana recibió las aseret hadevarim, las Diez Palabras. Aquello que la Torá y los rabinos llamaban las Diez Palabras, nosotros lo conocemos como los Diez Mandamientos. Dadas a Moisés en el Monte Sinaí, y grabadas en tablillas de piedra por el mismo dedo de Dios, estas diez leyes debían servir a los israelitas al dejar atrás Egipto y entrar a la pagana Canaán. Resumen la ley moral del Antiguo Testamento, afianzando sus leyes civiles y ceremoniales.

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Moisés le aseguró al pueblo, a la nación de Israel, que obedecer las Diez Palabras traería vida y bendición:

Tengan, pues, cuidado de hacer lo que el Señor su Dios les ha mandado; no se desvíen ni a la derecha ni a la izquierda. Sigan por el camino que el Señor su Dios les ha trazado, para que vivan, prosperen y disfruten de larga vida en la tierra que van a poseer (Deut. 5:32-33).

Los Diez Mandamientos son quizás el ejemplo más conocido de ley moral, que comunican códigos legales a las épocas modernas. Aunque la mayoría de las personas conocen algo sobre las Diez Palabras, pocas pueden enumerarlas. Una conocida encuesta descubrió que, mientras que a los estadounidenses les costaba recordar los Diez Mandamientos, podían enumerar los siete ingredientes de un Big Mac y los seis miembros de la tribu Brady con relativa facilidad.1 En mi experiencia, tampoco hay muchos cristianos que puedan nombrar los diez «ingredientes claves» del Decálogo. ¿Podrías nombrarlos a todos? ¿Deberías poder hacerlo?

Si los Diez Mandamientos no se olvidan, a menudo se perciben de manera errónea. Tienen un problema de relaciones públicas. Muchos los consideran las declaraciones obsoletas de un Dios estruendoso y malhumorado a un pueblo desobediente, y nos cuesta identificarnos con alguno de los dos o que nos resulten agradables. Como nos cuesta encontrar belleza en las Diez Palabras, nos resulta fácil olvidarlas.

1 Reuters Life!, “Americans Know Big Macs Better Than Ten Commandments”, Reuters, Thomson Reuters, 12 de octubre de 2007, www.reuters.com/article/us-bible -commandments/americans-know-big-macs-better-than-ten-commandments-idUSN 1223894020071012.

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La ley y la gracia

Tal vez hayas escuchado la afirmación: «El cristianismo no se trata de reglas, se trata de relación». Es una idea que se ha vuelto popular en las últimas décadas, a medida que los mensajes evangelizadores hicieron un mayor énfasis en una relación personal con Dios, algo posible mediante la gracia que perdona nuestros pecados contra la ley de Dios. De muchas maneras, este enfoque evangelizador busca resolver el problema de relaciones públicas que mencioné. Intercambia al malhumorado Dios de la ley del Antiguo Testamento por el compasivo Dios de la gracia del Nuevo Testamento.

Así, la ley y la gracia se han visto enfrentadas como enemigas cuando, en realidad, son amigas. El Dios del Antiguo Testamento y el Dios del Nuevo han sido puestos en oposición, cuando en realidad, son el mismo. Dios no cambia. Su justicia y Su compasión siempre han coexistido, y lo mismo sucede con Su ley y Su gracia. Ahí es donde está nuestra desmemoria. En vez de ver el pecado de la ausencia de la ley como la barrera para una relación con Dios, hemos ido aceptando cada vez más la idea de que la ley en sí es la barrera. Hemos llegado a creer que las reglas impiden la relación.

Entonces, ¿el cristianismo se trata de reglas o de relación? Sin duda, la fe cristiana se trata de relación. Pero aunque la fe es algo personal, también es comunitaria. Somos salvos y empezamos a disfrutar de una relación especial con Dios, y de esa manera, de una relación especial con otros creyentes. El cristianismo se trata de una relación con Dios y con los demás, y como esto es cierto, el cristianismo también se trata abiertamente de reglas, porque las reglas nos muestran cómo vivir en esas relaciones. En lugar de amenazar la relación, las reglas la habilitan. Nuestra vida cotidiana lo prueba. Imagina que eres un maestro sustituto en una escuela primaria. ¿En cuál clase de jardín de infantes preferirías enseñar: en el que tiene reglas establecidas y respetadas, publicadas en la pizarra informativa,

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o en el que no tiene ninguna? Las reglas garantizan el respeto a la persona a cargo, y que las personas a su cargo busquen lo mejor para los demás aparte de buscar el bien propio. Sin reglas, nuestras esperanzas de una relación saludable se desvanecen al instante. Jesús no enfrentó las reglas con la relación. Él mismo dijo: «Si ustedes me aman, obedecerán mis mandamientos».2

A los cristianos se les ha enseñado — y con razón — a temer al legalismo, el intento de ganar favor mediante la obediencia a la ley. El legalismo es una terrible desgracia, como lo evidencia el ejemplo de los fariseos. Pero en nuestro celo por evitar el legalismo, a veces hemos olvidado los muchos lugares donde se ensalza la belleza de la ley, tanto en el Antiguo como el Nuevo Testamento. El salmista dice que es dichoso el hombre que se deleita en la ley del Señor.3 Aunque el legalismo es una desgracia, la legalidad es una bendita virtud, como lo evidencia el ejemplo de Cristo.

Deberíamos amar la ley porque amamos a Jesús, y porque Jesús amaba la ley. Contrario a lo que se suele creer, los fariseos no amaban la ley; se amaban a ellos mismos. Por eso Jesús dijo que a menos que nuestra justicia supere la de los escribas y fariseos, nunca entraremos en el reino de los cielos (Mat. 5:20). El legalismo es una justicia externa solamente, practicada para ganar favor. El legalismo no es amor por la ley, sino que es su propia forma de ausencia de ley, ya que tuerce la ley para sus propios fines.

Cuando la Escritura condena la ausencia de ley — en forma repetida y vehemente —, condena tanto al que ignora la ley como al que la abraza para fines farisaicos. Observa las palabras del apóstol Juan: «Todo el que comete pecado quebranta la ley; de hecho, el pecado es transgresión de la ley» (1 Juan 3:4).

2 Juan 14:15.

3 Ver Sal. 1.

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La definición misma de pecado es el rechazo de la ley. Entonces, ¿qué significa cumplir la ley?

Cumplir la ley es parecernos a Cristo. Obedecer la ley es ser semejante a Cristo. Mientras que el legalismo construye una pretensión de superioridad moral, guardar la ley construye justicia. La obediencia a la ley es el medio de santificación para el creyente. Servimos al Cristo resucitado, quien «se entregó por nosotros para rescatarnos de toda maldad y purificar para sí un pueblo elegido, dedicado a hacer el bien» (Tito 2:14).

Así que espero con fervor que este libro aumente tu celo. Hay buenas obras para que el pueblo de Dios haga, no por temor, para ganar Su favor, sino por deleite, porque ya lo tenemos. Ese favor es nuestra libertad, una libertad de la esclavitud que se entiende mejor cuando recordamos su augurio hace muchos años, en la época de las Diez Palabras.

Un festín en el desierto

Antes de pronunciar la ley a Israel desde la cima del Sinaí, Dios pronuncia liberación a Moisés desde la zarza ardiente. Israel estaba agonizando bajo una amarga esclavitud. Cuatrocientos años en Egipto los había dejado cautivos y sin esperanza de liberación. Entonces, la zarza habla. Yahvéh revela Su plan de un gran rescate. Moisés debe presentarse ante el faraón con un pedido: «Déjanos ir al desierto, a una distancia de tres días de camino, a ofrecer sacrificios al Señor nuestro Dios» (Ex. 3:18, DHH).

Déjanos ir. Este se transformará en el estribillo de los próximos 16 capítulos de Éxodo. Siete veces, Moisés traerá las palabras de Dios ante el faraón: «Deja ir a mi pueblo para que celebre en el desierto una fiesta en mi honor» (Ex. 5:1; 7:16; 8:1, 20; 9:1, 13; 10:3).

Una fiesta en el desierto. Un acto de adoración. Hasta ahora, algo imposible. La amarga servidumbre al faraón había hecho que el servicio

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bendecido a Dios fuera imposible para Israel. ¿Cómo podían servir a Dios y a Faraón? Es imposible ofrecer una adoración obediente al Rey del cielo si estás cautivo en el reino del faraón. Déjanos ir.

Pero Faraón es un amo obstinado. ¿Por qué los dejaría ir a servir a otro amo si lo están sirviendo a él? Con diez plagas, Yahvéh quiebra el yugo del faraón y libera a Sus hijos a través de corredores de sangre y de agua. Diez grandes contracciones y un nacimiento: los siervos del faraón se encuentran renacidos a su verdadera identidad como siervos de Dios. Que comience la fiesta.

Sin embargo, el hambre y la sed son sus primeros compañeros, y empiezan a quejarse contra Dios. Él suple sus necesidades con alimento del cielo, un anticipo de la provisión que les espera en Canaán. Y por fin, se acercan al pie de la montaña, el lugar donde Dios los ha llamado a adorar, sacrificar y festejar.

Dios desciende con truenos y rayos y no les da la fiesta que esperan, sino la fiesta que necesitan. Les otorga la ley. La ley del faraón se la saben de memoria, pero después de 400 años en Egipto, la ley de Yahvéh es, en el mejor de los casos, un recuerdo lejano para ellos. No se las da cuando están en Egipto, porque ¿cómo podrían servir a dos amos? No, en cambio, espera, y se las da con gracia en el momento en que por fin pueden obedecer. Vengan a la fiesta. Vengan famélicos debido a la ley de Faraón a deleitarse en la ley del Señor. Vengan a probar la ley que da libertad (Sant. 1:25).

Muchos años después, Jesús hablaría a Sus seguidores sobre su propia relación con la ley. Nadie puede servir a dos amos. Nazcan de nuevo mediante agua y sangre. Tengan hambre y sed de justicia. Si el Hijo los libera, serán verdaderamente libres.4 Jesús se muestra como el Moisés verdadero y mejor, guiándonos al pie del Monte de Sion para intercambiar la ley del pecado y la muerte por la ley del amor y la vida.

4 Mat. 5:6; 6:24; Juan 3:5; 8:36.

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Cristo, el Moisés verdadero y mejor, te liberó para que experimentes la libertad.5 Pasamos del reino de las tinieblas al reino de la luz, de la ley deshumanizadora del opresor a la ley humanizadora de la libertad. Nos encontramos en el desierto de la prueba, sustentados por el pan que vino del cielo, anhelando un hogar mejor. Entonces, ¿cómo podemos vivir? Escucha las palabras de Pablo:

Antes ofrecían ustedes los miembros de su cuerpo para servir a la impureza, que lleva más y más a la maldad; ofrézcanlos ahora para servir a la justicia que lleva a la santidad. (Rom. 6:19)

Para aquellos en el desierto, la ley se otorga con gracia para separarnos de los que nos rodean, y señalarnos el camino para amar a Dios y al prójimo. Las Diez Palabras nos muestran cómo llevar vidas santas como ciudadanos del cielo mientras todavía habitamos en la tierra. Para el creyente, la ley se transforma en un medio de gracia.

Palabras alentadoras

Las reglas permiten la relación. Las Diez Palabras nos colocan con gracia en un lugar donde vivir en paz con Dios y los demás. El Gran Mandamiento, aquel que Jesús dice que resume todas las 611 leyes generales y específicas del Antiguo Testamento, lo corrobora:

Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu fuerza, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo. (Luc. 10:27)

El Gran Mandamiento es el principio subyacente para vivir de manera correcta. No es ninguna sorpresa que las Diez Palabras sigan

5 Gál. 5:1.

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el mismo patrón, primero, de obediencia a la ley centrada en Dios y segundo, de obediencia a la ley centrada en el hombre. Las Diez Palabras son palabras de ánimo, diseñadas para darnos esperanza: la esperanza de que viviremos con una orientación correcta a Dios y los demás, la esperanza de que creceremos en santidad. No nos son dadas para desanimarnos, sino para deleitarnos. No son nada menos que palabras de vida.

Sin embargo, ten esto presente: no son palabras de vida para cualquiera. Para el no creyente, la obediencia a las Diez Palabras puede producir tan solo el fruto mortal del legalismo. Tal como el autor de Hebreos deja en claro: «sin fe es imposible agradar a Dios» (Heb. 11:6). Estas palabras traen vida solo a aquellos que se han unido a Cristo a través de la fe. Nuestra relación fue comprada mediante la obediencia perfecta de Cristo a la ley. La vida de Jesús cumple las palabras proféticas del Salmo 40:8: «Me deleito en hacer tu voluntad, Dios mío; tu ley está dentro de mi corazón» (LBLA). El que se deleitaba en la ley de Dios se las ofrece a aquellos que confían en Él, para que también puedan deleitarse en ella. Y para que puedan agradar a Dios. Con fe, mediante el poder del Espíritu, es posible agradar a Dios.

Propongo que decidamos no solo recordar las Diez Palabras, sino también amarlas, ver su belleza, buscar ánimo en ellas y vivir en consecuencia. Se alzan antiguas y atemporales, tal como lo fueron para el Israel rescatado, así lo son para nosotros: una fiesta de justicia desplegada en el desierto, que fortalece nuestros corazones para el viaje a casa.

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