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EN EL DÍA QUE TEMO Cómo la confianza en Dios conquista tus miedos
JOSÉ MORENO BERROCAL
CONTENIDO Prefacio a la serie ������������������������������������������������� 7 Introducción: Todos nuestros miedos ����������������� 9
1 El temor de Dios ����������������������������������������� 21 2 Cómo el temor de Dios vence todos nuestros miedos ������������������������������������������� 65 Epílogo: La bendición de temer a Dios ��������������� 89
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EL TEMOR DE DIOS
Aunque básicamente solo hay dos palabras hebreas y una griega para «temor» o «miedo», es difícil transmitir de un modo sencillo la riqueza de matices que nos transmiten.9 Comprender lo que es 9 «En Hebreo la noción de temor se expresa generalmente por dos raíces yirah y pachad. La primera se usa del temor de Dios con mayor frecuencia y sirve para los dos sentidos en los que podemos temer a Dios (1) el temor en el sentido de tener miedo de Dios y sus juicios penales (2) el temor de adoración , asombro y respeto reverencial. Para expresar este último concepto la raíz yirah puede ser considerada como el término más corriente [...] La raíz pachad tiene con mayor frecuencia el significado de tener miedo o terror […] pero que pachad puede ser usada como respeto y asombro reverente resulta evidente en varios textos […] En el Nuevo Testamento, los términos generalmente usados para expresar temor son phobos y phobeo. Se usan muy frecuentemente para expresar la idea de tener miedo […] también se usan con referencia al temor y temblor que se nos ordena a mostrar en el camino de la obediencia y la perseverancia», citado en John Murray, Principles of Conduct: Aspects of
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el temor de Dios solo será posible si examinamos, en su contexto, los distintos textos bíblicos en los que aparecen estos términos. Solo así podremos desentrañar su profundidad, y ver que se necesita una serie de expresiones para comunicar su sentido completo. Algunos autores consideran que la noción bíblica del temor de Dios es doble: miedo o reverencia. Pero aun aceptando estas dos ideas primordiales, la Escritura revela una mayor amplitud de significados al respecto. Así, podremos apreciar mejor el temor de Dios si nos percatamos de que incluye cinco ideas: recelo, reverencia, relación, reconocimiento y respeto por Dios. Pero es necesario hacer un par de puntualizaciones. En primer lugar, en muchos pasajes no se puede deslindar fácilmente cada una de estas ideas. En segundo lugar, no son incompatibles, sino a menudo complementarias. Por eso es necesario considerar el contexto de los vocablos para interpretarlos adecuadamente. Antes de abundar en las cinco ideas, debemos entender que por «temor» nos referimos al «temor de Dios». Así cuando Jacob habla con Labán, su suegro, le dice: «Si el Dios de mi padre, Dios de Abraham y temor de Isaac, no estuviera conmigo, de cierto me enviarías ahora con las manos vacías» (Gén. 31:42). Posteriormente, se despide de Labán invocando a Dios mismo: «El Dios de Abraham y el Dios de Biblical Ethics (Grand Rapids: Eerdmans, 1991), 231-232. Existen otros términos griegos menos comunes para temor como eulabeias, que se traduce como «temor reverente» o «temor» (Heb. 5:8; 12:28); y deous, que solo se usa una vez, traducido como «reverencia» (Heb. 12:28).
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23 Nacor juzgue entre nosotros, el Dios de sus padres. Y Jacob juró por aquel a quien temía Isaac su padre» (v. 53). Sobre esta identificación de Dios con la palabra «temor», John Murray nos dice: El temor de Isaac, como un nombre de Dios, da testimonio de la profunda y duradera impresión producida en Jacob por el temor de Dios que Isaac manifestaba; es un testimonio de la realidad, profundidad y omnipresencia del temor piadoso de Isaac […] constituye por parte de la Escritura un tributo único al lugar que el temor de Dios ocupaba en pensamiento y la vida de Isaac. La única explicación del uso por parte de Jacob de semejante título es que la conducta y comportamiento de Isaac indicaba el profundo sentido de la majestad de Dios con el que estaba imbuido.10
Dios es temible y digno de ser temido. Y ese Dios es el único Dios que hay y se reveló en las páginas de la Biblia. Por ello, escuchar Su Palabra es el camino que nos conduce al temor de Dios porque en ella Dios se revela como temible. Como confiesa el salmista: «Príncipes me han perseguido sin causa, pero mi corazón tuvo temor de tus palabras» (Sal. 119:161). Este es el aspecto crucial del tema: someterse al temor de Dios es someterse a Dios mismo.
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John Murray, 240-241.
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Recelo de Dios El temor de Dios es la incomparable impresión que Dios deja en toda la creación. Es Su inigualable impacto sobre la obra de Sus manos: «Te vieron las aguas, oh Dios; las aguas te vieron, y temieron; los abismos también se estremecieron. Las nubes echaron inundaciones de aguas; tronaron los cielos, y discurrieron tus rayos. La voz de tu trueno estaba en el torbellino; tus relámpagos alumbraron el mundo; se estremeció y tembló la tierra» (Sal. 77:16-18). Este salmo afirma que la creación tiembla ante el Dios del éxodo. El mar Rojo se separó, el monte Sinaí humeó y titubeó ante la presencia de Dios. Este sobresalto se debe a que Dios —el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, el Dios redentor de Israel— es santo. La santidad de Dios es uno de los temas de la profecía de Isaías: En el año que murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo. Por encima de él había serafines; cada uno tenía seis alas; con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían sus pies, y con dos volaban. Y el uno al otro daba voces, diciendo: Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria. Y los quiciales de las puertas se estremecieron con la voz del que clamaba, y la casa se llenó de humo. Entonces dije: ¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando
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en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos (Isa. 6:1-5).
Los querubines se cubren ante la santidad de Dios, tal es el resplandor de Su inmaculada Deidad. En comparación con la pureza de Dios, aun los ángeles parecen desteñirse ( Job 4:18). Dios encuentra en Sus ángeles torcimientos.11 El punto no es que los ángeles sean imperfectos, sino que en comparación con Dios no son tan puros. Es como comprar una camiseta blanca y ponerla sobre la nieve. En comparación con la blancura de la nieve, cualquier objeto que creíamos blanco, parece gris. Incluso algo inanimado como la entrada del templo se conmueve ante la presencia de Dios. Isaías mismo se ve como muerto ante el resplandor de la santidad de Dios, porque es culpable delante de Él. Tiene una experiencia análoga a la del apóstol Juan en Patmos, ante la visión del Señor Jesucristo en gloria: Su cabeza y sus cabellos [del Cristo exaltado] eran blancos como blanca lana, como nieve; sus ojos como llama de fuego; y sus pies semejantes al bronce bruñido, refulgente como en un horno; y su voz como estruendo de muchas aguas. […] Cuando le vi, caí como muerto a sus pies. Y él puso su diestra sobre mí, diciéndome: No temas; yo soy el primero y el último; y el que vivo, y estuve muerto; mas he aquí que vivo por los 11 F. Luis de León, Exposición del libro de Job (Buenos Aires: Hyspamerica Ediciones Argentina, 1985), 84.
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En el día que temo siglos de los siglos, amén. Y tengo las llaves de la muerte y del Hades (Apoc. 1:14-15,17-18).
Cristo mismo se revela como «el Santo» (Apoc. 3:7) y, curiosamente, el mismo Juan declaró que Isaías vio la gloria del Señor Jesucristo en el templo ( Juan 12:41). La santidad de Dios estremece, turba y causa conmoción. Por eso existe una estrecha relación entre la santidad y el temor a Dios. En este sentido, es relevante recordar que «Santo» es la palabra que más se usa en toda la Biblia para describir a Dios. En el Antiguo Testamento, se halla en expresiones como «el Santo de Israel» y, en el Nuevo Testamento, como el adjetivo que acompaña a una de las personas de la Trinidad: «el Espíritu Santo». Dios es el Santo. Por cierto, la completa revelación del Espíritu Santo en el Nuevo Testamento explica por qué el temor de Dios se menciona menos. La presencia del Espíritu Santo equivale al temor del Señor, precisamente por la relación entre la santidad y el temor de Dios. Ahora bien, ¿qué hay detrás de la idea de la «santidad»? ¿Qué significa afirmar que Dios es «santo»? La santidad de Dios nos comunica, de entrada, la idea de pureza. Dios es inmaculado, no tiene mancha ni pecado. Como dice Habacuc: «¿No eres tú desde el principio, oh Jehová, Dios mío, Santo mío? […] Muy limpio eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el agravio» (Hab. 1:12-13). Nuestro Señor Jesucristo es descrito como el sumo sacerdote «santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y hecho
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27 más sublime que los cielos» (Heb. 7:26). Jesucristo es «el Santo de Dios» (Mar. 1:24). Además, la santidad de Dios representa una insuperable conmoción para el pecador. Al percibir Su santidad, el ser humano experimenta miedo, pánico y susto ante Dios. Vive un rechazo irracional del único que es bueno: Dios. En concreto, la palabra «recelo» es adecuada para describir la experiencia del pecador delante de Dios. El recelo implica falta de confianza hacia una persona o cosa que, supuestamente, oculta malas intenciones o conlleva algún peligro. Nuestro pecado nos lleva a tener malos pensamientos acerca de Dios. En realidad, nos atemoriza que nos trate como lo que somos: culpables, responsables de nuestro pecado y merecedores de castigo. Es significativo que la primera emoción del corazón humano después de su caída en el pecado fue el miedo a Dios. Esto experimentaron Adán y Eva después de desobedecer al Señor: ... oyeron la voz de Jehová Dios que se paseaba en el huerto, al aire del día; y el hombre y su mujer se escondieron de la presencia de Jehová Dios entre los árboles del huerto. Mas Jehová Dios llamó al hombre, y le dijo: ¿Dónde estás tú? Y él respondió: Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo, porque estaba desnudo; y me escondí (Gén. 3:8-10).
Al igual que nuestros primeros padres, todos los seres humanos somos conscientes de que esta es nuestra condición y esto nos lleva a tener
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miedo de Dios. De algún modo, todos somos conscientes de nuestra carencia de esa inocencia original. Y, aunado al miedo ante Dios, el ser humano teme a otros seres humanos y a la creación de Dios. Entonces, las personas buscan aplacar esos terrores por sus propios medios, sus «hojas de higuera» que no sirven de mucho. Intentan, igualmente, sustituir a Dios por un ídolo que pueden manipular para aminorar su terror, aunque no podrán erradicar del todo la mirada divina. Pero «¿es adecuado tener pavor de Dios?», pregunta John Murray. Su respuesta es crucial: «La única respuesta adecuada es que sería la esencia de la impiedad no tener miedo de Dios cuando hay razones para tener pavor de Dios».12 Esto mismo expresó Edward J. Young: Adán había pecado, y tenía miedo, y al tener miedo mostró sabiduría. Supo que había pecado. Y fue consciente del hecho de que lo que había hecho era tan serio que había traído el disgusto de un Dios santo […]. Era culpable delante de Dios. Su desnudez era algo vergonzoso y por ello no se atrevía a estar en la presencia de Dios. 13
Por ello, Pablo resume el estado de la humanidad afirmando: «No hay temor de Dios delante de sus ojos» (Rom. 3:18). La realidad de un Dios tres veces santo debe sobrecogernos. Si no John Murray, 233. Edward J. Young, Genesis 3: A Devotional and Expository Study. (Edinburgh: The Banner of Truth Trust, 1983), 82-83. 12 13
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29 lo hace, es precisamente porque estamos lejos de Dios. No temerle es nuestra tragedia. El mismo Señor Jesucristo advierte: «Y no temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar; temed más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno» (Mat. 10:28). Es correcto, pues, temer a Dios y Sus justos juicios por causa de nuestro pecado. Recuerda: «¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo!» (Heb. 10:31). Si no estás en Cristo, tienes motivos para alarmarte delante de Dios. Sé sabio y confiesa tu pecado delante de Dios. Solo dándote cuenta de que ofendiste al Santo podrás buscar Su perdón. La Escritura hace eco de la ira de Dios con respecto a nuestro pecado: «La ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad» (Rom. 1:18). La ira de Dios es la justa reacción del Dios santo frente a nuestra maldad. No podría ser de otro modo. Dios no es indiferente al mal. Él es el Santo y Su indignación muestra Su santidad. Si nosotros nos irritamos cuando vemos a niños sometidos a explotación y maltrato, ¿cuánto más el Dios santo estará enojado contra el pecado? La Escritura menciona que Su ira se revela en Sus justos juicios. Entonces, ante la manifestación de Su justicia deberíamos temer a Dios: Vi volar por en medio del cielo a otro ángel, que tenía el evangelio eterno para predicarlo a los moradores de la tierra, a toda nación, tribu, lengua y
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En el día que temo pueblo, diciendo a gran voz: Temed a Dios, y dadle gloria, porque la hora de su juicio ha llegado; y adorad a aquel que hizo el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas (Apoc. 14:6-7).
Dios es glorificado y temido por Sus juicios. Las convulsiones físicas en la creación a las que aludimos son imágenes del justo juicio de Dios, como se puede ver en multitud de pasajes de toda la Biblia (Isa. 13:9-11; Joel 2:10; Amós 8:8-9; Hab. 3:6-10; etc. ). Esto es importante porque, sin el trasfondo del justo juicio de Dios, el evangelio no se aprecia. A la luz de nuestra miseria y oscuridad, las buenas nuevas de salvación por gracia cobran un valor inestimable. Un diamante exhibido en un paño negro resalta su brillo y fulgor. Del mismo modo, el evangelio de la salvación en Cristo resplandece ante la realidad de lo que nuestros pecados merecen.
La reverencia ante Dios La reverencia es apercibirse de que Dios no es como nosotros. Él es eterno, mientras que nosotros nacimos ayer. Él es el creador de toda realidad, mientras que nosotros somos Sus criaturas. Por eso, Isaías escribe: «¿A qué, pues, me haréis semejante o me compararéis? dice el Santo» (Isa. 40:25). Solo Dios es sui generis; es decir, único. No hay otro a Su altura. Él está por encima de todo; es decir, solo Él es trascendente: «¿A quién me asemejáis, y me igualáis, y me comparáis, para que seamos semejantes? […] porque yo soy Dios,
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31 y no hay otro Dios, y nada hay semejante a mí» (Isa. 46:5,9). Todo esto precisamente porque solo Él es santo. Edward T. Welch afirma: La santidad no es uno de los muchos atributos de Dios. Es su naturaleza esencial y manifestada en todas sus cualidades. Su sabiduría es sabiduría santa, su belleza es belleza santa. Su majestad es majestad santa. Su santidad añade gloria, lustre y armonía a todas sus demás perfecciones.14
En este sentido, la santidad de Dios está indisolublemente unida al temor de Dios. Tratamos a Dios con reverencia porque no hay ninguno como Él: «¿Quién no te temerá, oh Señor, y glorificará tu nombre? pues sólo tú eres santo» (Apoc. 15:4). Esta exaltada doxología alude a textos como el Salmo 111 y a Jeremías: «No hay semejante a ti, oh Jehová; grande eres tú, y grande tu nombre en poderío. ¿Quién no te temerá, oh Rey de las naciones? Porque a ti es debido el temor; porque entre todos los sabios de las naciones y en todos sus reinos, no hay semejante a ti» ( Jer. 10:6-7). Apocalipsis transmite la alabanza que se rinde a Dios en el cielo por la manifestación de Sus obras justas: por un lado, la salvación de Su Iglesia y, por otro, Su juicio sobre los impíos. Es una adoración por parte de «los que habían alcanzado la victoria sobre la bestia y su imagen, y su marca y el número de su nombre, en pie 14 Edward T. Welch, Cuando la gente es grande y Dios es pequeño (Moral de Calatrava: Editorial Peregrino, 2014), 98.
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sobre el mar de vidrio, con las arpas de Dios» (Apoc. 15:2). Es un tributo dirigido al «Señor Dios Todopoderoso» y al «Rey de los santos», exaltándolo por Sus «grandes y maravillosas obras» y por Sus «justos y verdaderos […] caminos» (15:3b). El medio por el que dan voz a esa alabanza es «el cántico de Moisés siervo de Dios, y el cántico del Cordero» (15:3a). Se muestra así el cumplimiento de la redención de la Iglesia en la obra del Cordero inmolado, nuestro Señor Jesucristo, a la que apuntaba la liberación histórica de Israel de Egipto. Esa obra de salvación y juicio debe ser loada con reverencia, porque el autor de la misma es el Dios único, el Santo. La reverencia aparece como la adecuada actitud de los que son de Dios y ante los que Él revela Su sublime santidad. Eso vemos en el caso de Moisés: «Apacentando Moisés las ovejas de Jetro su suegro, sacerdote de Madián, llevó las ovejas a través del desierto, y llegó hasta Horeb, monte de Dios. Y se le apareció el Ángel de Jehová en una llama de fuego en medio de una zarza; y él miró, y vio que la zarza ardía en fuego, y la zarza no se consumía. Entonces Moisés dijo: iré yo ahora y veré esta grande visión, por qué causa la zarza no se quema. Viendo Jehová que él iba a ver, lo llamó Dios de en medio de la zarza, y dijo: ¡Moisés, Moisés! Y él respondió: Heme aquí. Y dijo: No te acerques; quita tu calzado de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es. Y dijo: Yo soy el Dios de tu padre, Dios de Abraham, Dios de Isaac, y Dios de Jacob. Entonces Moisés cubrió su rostro, porque tuvo miedo de mirar a Dios» (Ex. 3:1-6).
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33 Algo parecido sucedió cuando el Príncipe de Jehová se reveló a Josué:«Estando Josué cerca de Jericó, alzó sus ojos y vio un varón que estaba delante de él, el cual tenía una espada desenvainada en su mano. Y Josué, yendo hacia él, le dijo: ¿Eres de los nuestros, o de nuestros enemigos? El respondió: No; mas como Príncipe del ejército de Jehová he venido ahora. Entonces Josué, postrándose sobre su rostro en tierra, le adoró; y le dijo: ¿Qué dice mi Señor a su siervo? Y el Príncipe del ejército de Jehová respondió a Josué: Quita el calzado de tus pies, porque el lugar donde estás es santo. Y Josué así lo hizo»( Jos. 5:13-15). Hay que percatarse de cómo la revelación de Dios causa una inigualable impresión en Moisés y Josué. En concreto, ambos deben descalzarse. Moisés cubre su cara para no mirar a Dios, mientras que Josué inclina su rostro en tierra. Así describe el salmista su experiencia con Dios: «Mi carne se ha estremecido por temor de ti, y de tus juicios tengo miedo» (Sal. 119:120). Esto es la reverencia, la cual siempre conduce a la adoración. Reverenciar a Dios nos guiará a darle una valoración positiva como incomparable, digno de otorgarle todo sentido final a nuestra existencia. Por ello, la santidad y el temor de Dios llevan a la adoración. El teólogo alemán Rudolf Otto, en su obra Lo Santo de 1923, se refiere a esa percepción de la santidad divina como lo «numinoso». Lo numinoso tiene dos características principales. Por un lado, el mysterium tremendum, un sentido de lo misterioso de Dios como temible,
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espantoso y asombroso que evoca temor y temblor; y, por otro, el mysterium fascinans, el misterio de Dios que, paradójicamente, fascina y atrae. Sobre esto, C.S. Lewis añade: Un ejemplo moderno de lo que quería comunicar Otto con su concepto de lo numinoso, aparece en el cuento de Kenneth Grahame, The Wind in the Willows. Cuando Rat y Mole, dos de los personajes, se acercan a otro llamado Pan en la isla, sucede esta conversación: “Rat, buscó aliento para susurrar, temblando, ‘¿Tienes miedo?’. ‘¿Miedo?’, murmuró Rat, con los ojos relucientes de amor inexpresable. ‘¿Miedo?, ¿de Él? Oh, jamás, jamás. Y sin embargo —y, sin embargo —Oh, Mole, tengo miedo’”.15
Para Otto, el impacto de Dios sobre el ser humano es el temor. La reverencia es este sentido de temblor pero también de fascinación por Dios, quien habita en las alturas y en esa luz inaccesible a la que nadie puede mirar. El mismo C. S. Lewis recrea el sentido de lo numinoso en la reacción de los niños de Narnia ante la mera mención de Aslan: Todos y cada uno de los niños sintieron una especie de sobresalto en su interior. Para Edmund fue una sensación de misterio horror; Peter se sintió repentinamente valeroso y aventurero; a Susan le pareció como si algún aroma exquisito o un acorde de deliciosa música hubiera pasado 15 Citado en José Moreno Berrocal, 50 años de la muerte de C. S. Lewis: El legado de las Crónicas de Narnia (Andamio, 2014), 60.
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flotando junto a ella; y Lucy tuvo la misma impresión que uno tiene cuando despierta por la mañana y se da cuenta de que empiezan las vacaciones o el verano.16
O cuando el señor Castor les explica más acerca de Aslan: ¡Ooh! —dijo Susan—. Pensaba que era un hombre. ¿No es peligroso? Me pone un poco nerviosa la idea de encontrarme con un león. —Lo entiendo querida, y es comprensible —indicó la señora Castor—, si existe alguien capaz de presentarse ante Aslan sin que le tiemblen las rodillas, o bien es más valiente que la mayoría o es sencillamente un necio. —Entonces ¿es peligroso? —dijo Lucy. —¿Peligroso? —contestó el señor Castor— ¿No has oído lo que ha dicho la señora Castor? ¿Quién ha dicho que no sea peligroso? Claro que es peligroso. Pero es bueno. Es el Rey, ya os lo he dicho.17
Y así es como respondieron los niños cuando se les apareció en El Príncipe Caspian: Aslan se había detenido y girado en aquel momento y se encontraba frente a ellos, con un aspecto tan majestuoso que se sintieron tan contentos como puede estarlo alguien atemorizado, tan atemorizados como puede estarlo alguien contento.18 C. S. Lewis, El león, la bruja y el armario (Destino, 2005), 86-87. Ibid., 100-101. 18 C. S. Lewis, El Príncipe Caspian (Destino, 2005), 194-195. 16 17
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Pero el mejor ejemplo de lo que es la reverencia ante Dios nos lo proporcionan los Evangelios. Así, cuando Pedro contempla la inmensa captura que realizaron en el mar de Galilea, por la mera palabra del Señor Jesús, su ánimo fue gravemente perturbado: Viendo esto Simón Pedro, cayó de rodillas ante Jesús, diciendo: Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador. Porque por la pesca que habían hecho, el temor se había apoderado de él, y de todos los que estaban con él, y asimismo de Jacobo y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Pero Jesús dijo a Simón: No temas; desde ahora serás pescador de hombres. Y cuando trajeron a tierra las barcas, dejándolo todo, le siguieron (Luc. 5:7-11).
Tenemos aquí todos los elementos que engloban ese temor integral de Dios. Por un lado, un sentido de pecado y de alejarse de la deslumbrante santidad de Jesús (evidenciada en Su portentoso y bondadoso milagro). ¡Nunca se había conseguido una pesca como aquella! ¡No se había visto un pago tan generoso por el uso de una barca para predicar! El evangelista refiere esa respuesta como temor, no solo por parte de Pedro, sino también de todos los que estaban con él (incluidos Jacobo y Juan). Por otro lado, observemos que cuando Jesús le dice «no temas» a Pedro, le invita a no espantarse o recelar de Él. Finalmente, el texto señala ese sentido de compulsión y atractivo que Jesús ejerce en Sus
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37 discípulos, que se conecta con Su llamamiento: «Y […], dejándolo todo, le siguieron». Otro extraordinario ejemplo aconteció en ese mismo mar de Galilea, cuando Jesús calmó una tempestad. Así nos lo relata Marcos: Aquel día, cuando llegó la noche, les dijo: Pasemos al otro lado. Y despidiendo a la multitud, le tomaron como estaba, en la barca; y había también con él otras barcas. Pero se levantó una gran tempestad de viento, y echaba las olas en la barca, de tal manera que ya se anegaba. Y él estaba en la popa, durmiendo sobre un cabezal; y le despertaron, y le dijeron: Maestro, ¿no tienes cuidado que perecemos? Y levantándose, reprendió al viento, y dijo al mar: Calla, enmudece. Y cesó el viento, y se hizo grande bonanza. Y les dijo: ¿Por qué estáis así amedrentados? ¿Cómo no tenéis fe? Entonces temieron con gran temor, y se decían el uno al otro: ¿Quién es éste, que aun el viento y el mar le obedecen? (Mar. 4:35-41).
Esta es la primera ocasión en la que Marcos llama la atención de sus lectores sobre la actitud de los discípulos ante el Señor Jesús. Una repentina tormenta se levantó en el mar de Galilea. Tuvo que ser muy violenta, pues algunos de los que se desplazaban en esa barca eran pescadores y, por tanto, marineros experimentados en gobernar una embarcación. De hecho, Mateo se refiere a la misma tormenta con la palabra que también se usa para un terremoto o sismo (Mat. 8:24). Los discípulos, aterrorizados, recurrieron al Señor, que
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estaba dormido. Lo que aconteció es maravilloso. Jesucristo habló a los elementos, increpó al viento y le exigió al mar que se calmara; El viento cesó de inmediato, el mar se volvió una balsa de aceite. «¿Quién es éste?», se preguntan sobrecogidos los discípulos, «que aun el viento y el mar le obedecen?». La respuesta ya se había dado siglos atrás en un Masquil de Etán ezraíta: Hice pacto con mi escogido; juré a David mi siervo, diciendo: para siempre confirmaré tu descendencia, y edificaré tu trono por todas las generaciones. Celebrarán los cielos tus maravillas, oh Jehová, tu verdad también en la congregación de los santos. Porque ¿quién en los cielos se igualará a Jehová? ¿Quién será semejante a Jehová entre los hijos de los potentados? Dios temible en la gran congregación de los santos, y formidable sobre todos cuantos están alrededor de él. Oh Jehová, Dios de los ejércitos, ¿quién como tú? Poderoso eres, Jehová, y tu fidelidad te rodea. Tú tienes dominio sobre la braveza del mar; cuando se levantan sus ondas, tú las sosiegas (Sal. 89:3-9).
¿Quién es este? Es el Hijo de David, Dios hecho carne, es el Creador y Redentor de Su pueblo, es el Señor Jesucristo, quien despliega Su poder y soberanía. Marcos añade que «los discípulos temieron con gran temor». Esto es precisamente la reverencia ante Dios. Es quedar sobresaltados y, al mismo tiempo, cautivados por la excelencia de Dios. La portentosa acción de Cristo aquí, Su
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39 supremacía sobre la creación, exhibe la autoridad y el poder de Dios. Ante la misma, solo cabe una posibilidad: el temor. La reverencia es una experiencia inolvidable de la sobrecogedora bondad de Dios. Temblar delante de Dios, en este sentido, es parte esencial de la vida cristiana. No es falta de fe, sino la prueba experimental de la existencia de Aquel en el que confiamos. Mateo también registra la reacción del centurión y de los que le acompañaban ante la muerte del Señor: «Temieron en gran manera, y dijeron, verdaderamente este era Hijo de Dios» (Mat. 27:54). Si nuestra experiencia de Dios es genuina, temeremos a Dios al percatarnos de la realidad de que Dios es formidable. Nuestra experiencia será la del profeta Habacuc: «Oh Jehová, he oído tu palabra, y temí» (Hab. 3:2). Pero ¿cómo podemos alcanzar esta reverencia dejando a un lado el terror por el justo juicio de Dios? ¿Cómo podemos admirar a Aquel que justamente podría condenarnos por nuestro pecado? ¿Dónde está la seguridad para acercarnos a un Dios temible? ¿Cómo sería esto posible? ¿Cómo puede un pecador dejar de sentir miedo ante un Dios santo? ¿Cómo puede aparecer en nosotros este temor de Dios que puede librarnos de cualquier otro temor?
Una relación salvadora con Dios La respuesta a estos interrogantes es sorprendente. Desvela cuán maravillosos son los caminos de Dios. Es el salmista el que resuelve esta cuestión:
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«JAH, si mirares a los pecados, ¿quién, oh Señor, podrá mantenerse? Pero en ti hay perdón, para que seas reverenciado» (Sal. 130:3-4). Aquí vemos cómo se asocia el perdón de los pecados con la reverencia a Dios. Examinemos esa conexión. Debemos recordar que, para ser perdonados, hemos de reconocer y aborrecer nuestro pecado como una ofensa ante la santidad de Dios. Tenemos igualmente que abandonar el pecado; es decir, arrepentirnos del mal contra Dios. Nos presentamos, tal y como somos, delante de Él: pecadores sin excusa, culpables, avergonzados y humillados. Y, sin embargo, encontramos de una manera inesperada que ¡Dios nos perdona! Esto es inverosímil. ¡Cómo no vamos a reverenciar a semejante Dios! ¿Quién hay como Él? Por ello, el perdón de nuestros pecados conduce a una afectuosa estima de Dios. Es decir, nos lleva a amar a Dios por lo que Él es. El perdón no se concibe por parte del salmista como una mera escapatoria del castigo ni una especie de salvoconducto para llegar al cielo. Más bien, es un nuevo anhelo de conocer más y mejor a semejante Dios. Provoca en nuestro corazón un sano temor a ofender a tan grande amor. Esto es lo que nos lleva a la reverencia. Así mismo, Oseas demuestra que el propósito del perdón es dirigirnos a apreciar a Dios por Su compasión: «Después volverán los hijos de Israel, y buscarán a Jehová su Dios, y a David su rey; y temerán a Jehová y a su bondad en el fin de los días» (Os. 3:5). John Owen, el príncipe de los puritanos, comentando este texto afirma que «nuestro
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41 temor, si es espiritual tiene como objeto la bondad divina».19 Del mismo modo, el profeta Jeremías relaciona el recibir la gracia de Dios con el temor de Dios: Y los limpiaré de toda su maldad con que pecaron contra mí; y perdonaré todos sus pecados con que contra mí pecaron, y con que contra mí se rebelaron. Y me será a mí por nombre de gozo, de alabanza y de gloria, entre todas las naciones de la tierra, que habrán oído todo el bien que yo les hago; y temerán y temblarán de todo el bien y de toda la paz que yo les haré ( Jer. 33:8-9).
El pueblo de Dios se sobrecoge ante su Salvador y Su perdón. El perdón de un Dios tan eminente nos llena de profunda admiración y devoción. Por ello, el salmista dice: «Servid a Jehová con temor, y alegraos con temblor» (Sal. 2:11). No hay incompatibilidad alguna entre la alegría y el temor. Los que le temen son los que esperan en Su misericordia (Sal. 147:11). No se puede expresar mejor que como lo hizo la virgen María en su Magnificat: «Y su misericordia es de generación en generación a los que le temen» (Luc. 1:50). Pero ¿cómo puede Dios perdonar nuestros pecados? ¿Sobre qué base puede hacerlo? La respuesta la encontramos en el mismo concepto del Dios santo. De «santo» obtenemos la palabra «santificar», que contiene la idea de separar 19 John Owen, Works, vol. 7 (Edinburgh: The Banner of Truth Trust), 475.
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algo y apartarlo para Dios. Se conoce también como consagración a Dios de algo o alguien con el propósito de llegar a ser como Aquel al que son entregados. Así, el pueblo de Israel fue santificado por Dios para ser de Su exclusiva posesión: «Porque eres pueblo santo a Jehová tu Dios, y Jehová te ha escogido para que le seas un pueblo único de entre todos los pueblos que están sobre la tierra» (Deut. 14:2; comp. 7:6). De la misma manera, el tabernáculo y, después, el templo fueron consagrados para el Señor (1 Rey. 9:3). Lo mismo acontecía con el sacerdote, su ajuar (Ex. 29:21), y todos los utensilios para la adoración (2 Crón. 29:19). Así ocurría también con las ofrendas (2 Crón. 31:6). Esta consagración tenía lugar por medio de los sacrificios instituidos en la Ley mosaica (Lev. 8). Pero todo este proceso de santificación era meramente paradigmático; es decir, prefiguraba la obra de nuestro Señor Jesucristo a nuestro favor. Su obra es la que realmente nos santifica y nos hace parte del pueblo de Dios. Por eso, la epístola a los Hebreos presenta la obra de Cristo por nosotros como una santificación. En las palabras del mismo Señor Jesús: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad; quita lo primero, para establecer esto último» (Heb. 10:9). Entonces, el autor de Hebreos continúa: En esa voluntad somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre. Y ciertamente todo sacerdote está día tras día ministrando y ofreciendo muchas
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veces los mismos sacrificios, que nunca pueden quitar los pecados; pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios, de ahí en adelante esperando hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies; porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados (Heb. 10:9-14).
Observemos la determinada disposición del Señor Jesucristo para venir a ser nuestro Salvador conforme a la voluntad de Su Padre (el pacto de la redención, entre las personas de la Trinidad [ Juan 5:30; 6:39; 10:17,36]). Nuestro Señor tomó ese cuerpo para presentarse como una ofrenda perfecta al Padre a favor de Su pueblo. Su sacrificio en la cruz por nuestros pecados — único, irrepetible y eterno— es lo que nos separa del mundo para ser de Dios por siempre. Un Dios santo no puede pasar por alto el pecado, sino que debe castigar al transgresor. Por eso, todos estamos bajo el justo juicio de Dios, pues todos somos culpables. La gloria del evangelio consiste en que Dios envió a Su Hijo para que llevara sobre Sí el castigo por nuestros pecados. Como Pedro dijo: «Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios, siendo a la verdad muerto en la carne, pero vivificado en espíritu» (1 Ped. 3:18). En esto —conocido como la sustitución penal— brilla el resplandor de la santidad y la justicia divina. Dios no podía pasar por alto el pecado. Debía ser castigado. Y esa
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condena la llevó Cristo en lugar de Su Iglesia. En la muerte penal de Cristo, podemos apreciar la realidad de la santidad de Dios. Y porque Dios nos salva de una manera santa, Isaías asocia la santidad y la salvación: «Porque yo Jehová, Dios tuyo, el Santo de Israel, soy tu Salvador; a Egipto he dado por tu rescate, a Etiopía y a Seba por ti» (Isa. 43:3; comp. 43:14). Por tanto, sobre esa obra de nuestro Señor Jesucristo, Su Iglesia es librada de este presente siglo malo para ser la posesión exclusiva de Dios. Como dice Pablo en su salutación a la iglesia de Corinto: «A la iglesia de Dios que está en Corinto, a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro» (1 Cor. 1:2). Pablo se dirige «a los santificados» (en otras epístolas dice «a los santos»); es decir, a los que han sido acercados a Dios y hechos parte de Su Iglesia sobre la base de la obra redentora de Jesucristo. Nuestra posición ahora es la de «santos», porque hemos sido perdonados y aceptados en el Amado. Esa obra de Dios es irreversible y definitiva. Cristo es y será siempre nuestra «sabiduría, justificación, santificación y redención; para que como está escrito: El que se gloría, gloríese en el Señor» (1 Cor. 1:30-31). Habiendo sido santificados en Cristo, entramos en una relación personal con Dios. El temor de Dios es una de las maneras en las que se plasma esa relación con Dios que ha creado el evangelio; una relación que durará por toda la eternidad. Como ya apuntó John Newton, el
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45 capitán esclavista convertido a Jesucristo, en uno de los himnos evangélicos más famosos de todos los tiempos: Sublime gracia del Señor que a un infeliz salvó; fui ciego mas hoy veo yo perdido y él me halló. Su gracia me enseñó a temer. Mis dudas ahuyentó. Oh cuán preciosa fue al creer la gracia a mi corazón. En el original del inglés, la primera línea de la segunda estrofa dice: «Enseñó a mi corazón a temer». La relación que entablamos con Dios por gracia es integral, afecta a todo nuestro ser, nuestro corazón. El evangelio de la gracia en Jesús estableció una relación inquebrantable entre el Dios Santo y Su pueblo, una relación que nos conduce al temor de Dios. Por eso Pablo nos exhorta a ocuparnos en nuestra salvación «con temor y temblor, porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad» (Fil. 2:12-13). El corazón cautivado por la gracia reverencia a Dios.
El reconocimiento de Dios como Padre Podemos entablar una relación salvadora con Dios justamente porque Dios es santo y nuestro nuevo trato con Él comienza con confesarlo
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como Padre. Temer a Dios es reconocerlo como nuestro Padre. Juan Calvino, comentando Jeremías 32:38-40, dijo: «Cuando la Escritura habla del temor de Dios, a menudo incluye la fe, ya que Dios […] no puede ser temido, a menos que probemos de su bondad […]. No puede haber un temor reverente de Dios excepto si no es precedido por el conocimiento de su favor paternal […]. El temor de Dios no es producido sino por la regeneración del Espíritu Santo».20 Esta relación salvadora con Dios el Padre en el Señor Jesucristo, por medio del Espíritu Santo, y que se expresa en una reverencia a Dios, nos conduce necesariamente a un reconocimiento transformador de Dios. Este reencuentro salvador con Dios es fruto de Su misericordia. El ser humano caído no busca a Dios (Rom. 3:11). Pablo dice que «no hay temor de Dios delante de sus ojos» (Rom. 3:18). La humanidad no puede conocer a Dios a menos que Dios mismo intervenga. Por ello, la Escritura nos dice que Dios toma la iniciativa para salvarnos: «Fui buscado por los que no preguntaban por mí; fui hallado por los que no me buscaban. Dije a gente que no invocaba mi nombre: Heme aquí, heme aquí» (Isa. 65:1). Esta revelación redentora de Dios, que acontece en Cristo, nos lleva a una nueva forma de ver la vida. Ahora, tomamos en cuenta a Dios o, más bien, nos damos cuenta de Su ser, en el sentido que lo indica el proverbio: «Reconócelo en todos tus caminos, y él enderezará tus veredas» (Prov. 3:6). El 20
Juan Calvino, Commentaries to Jeremiah, vol. 4 (BTT), 217.
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47 temor de Dios es mirar nuestra vida tomando en cuenta a Dios, es contemplar todas las cosas con referencia a Él. Este reconocimiento ocurre por medio de la revelación de Dios en Su Palabra: Hijo mío, si recibieres mis palabras, y mis mandamientos guardares dentro de ti, haciendo estar atento tu oído a la sabiduría; si inclinares tu corazón a la prudencia, si clamares a la inteligencia, y a la prudencia dieres tu voz; si como a la plata la buscares, y la escudriñares como a tesoros, entonces entenderás el temor de Jehová, y hallarás el conocimiento de Dios. Porque Jehová da la sabiduría, y de su boca viene el conocimiento y la inteligencia (Prov. 2:1-5).
Este texto indica la urgencia y consistencia con la que debemos estudiar la Palabra de Dios si queremos temer al Señor. Es significativo que en la Ley de Moisés se anticipó lo que debía hacer el rey de Israel: Y cuando se siente sobre el trono de su reino, entonces escribirá para sí en un libro una copia de esta ley, del original que está al cuidado de los sacerdotes levitas; y lo tendrá consigo, y leerá en él todos los días de su vida, para que aprenda a temer a Jehová su Dios, para guardar todas las palabras de esta ley y estos estatutos, para ponerlos por obra; para que no se eleve su corazón sobre sus hermanos, ni se aparte del mandamiento a diestra ni a siniestra; a fin de que prolongue sus
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En el día que temo días en su reino, él y sus hijos, en medio de Israel (Deut. 17:18-20).
El propósito central de nuestra vida es aprender a temer a Dios. Uno de los reyes que recibieron esas instrucciones fue Salomón, quien buscó la sabiduría de Dios para gobernar al pueblo. Es decir, reconoció a Dios y se le otorgó la sabiduría para guiar al pueblo (1 Rey. 3:3-15). Como nos dice Jacobo, la sabiduría que necesitamos para la vida es celestial, está íntimamente unida a Dios (Sant. 3:15). De la misma manera que no podemos separar al sol de su luz y calor, tampoco podemos separar la sabiduría y a Dios, pues Su Palabra es la sabiduría. Pero el mandato de conocer la Escritura no era solo para los reyes, sino para todo el pueblo: Harás congregar al pueblo, varones y mujeres y niños, y tus extranjeros que estuvieren en tus ciudades, para que oigan y aprendan, y teman a Jehová vuestro Dios, y cuiden de cumplir todas las palabras de esta ley; y los hijos de ellos que no supieron, oigan, y aprendan a temer a Jehová vuestro Dios todos los días que viviereis sobre la tierra adonde vais, pasando el Jordán, para tomar posesión de ella (Deut. 31:12-13).
Este reconocimiento de Dios es obra del Espíritu Santo, que nos ilumina y actúa en nosotros por medio de la Palabra. Reconocemos a Dios cuando ese mismo Espíritu Santo mora en nosotros. Esta es la promesa del Antiguo Testamento: