La bebé Frances —o Fanny, como todos la llamaban—, tenía apenas seis semanas de vida cuando quedó ciega.
Un día, podía ver, y al siguiente…
ya no podía.
Sin embargo, sí podía sentir el calor de los mimos de su mamá y oler su agradable perfume. Podía escuchar cómo sus hermanas cantaban y saborear la dulzura de una fruta. Y, para Fanny, eso era sufciente.
Porque no solo era una niña alegre, que siempre estaba buscando razones para dar gracias, sino que Fanny era extremada, increíble y sorprendentemente…
¡inteligente!
A los diez años, Fanny ya había memorizado ocho libros de la Biblia. Sabía tejer, trepar, jugar deportes y escribir poesía.
«Qué lástima que no puedas ver», solía decirle la gente. Pero Fanny no habría cambiado su situación.
«Lo primero que verán mis ojos será el rostro de Jesús en el cielo», respondía. Y esto la llenaba de gozo.
Cuando a Fanny le ofrecieron un lugar en una escuela para niños ciegos en Nueva York, ¡se emocionó mucho! Y aunque extrañaba a su familia, disfrutaba de estar con otros niños como ella.
Juntos, hacían toda clase de travesuras, como la noche en la que se metieron a escondidas en la huerta de la escuela para una pícara merienda de media noche.
En la escuela, Fanny practicaba su poesía, y escribía hermosos versos que compartía con sus amigos y familiares.
«¡Qué gran poetisa eres, Fanny!», le decían.
Entonces, una noche, tuvo un sueño.
En su sueño, Fanny seguía una estrella grande y brillante que la llevaba hasta las puertas del cielo.
«¿Puedo entrar?», preguntó.
«Todavía no, Fanny», respondió una voz.
«Pero abriré las puertas un poquito, para que puedas escuchar un estallido de música eterna».