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isbn 10: 968-5852 27-8 isbn 13: 978968585227-2 © Alejandro Tapia D. R. Editorial Designio, sa de cv designio@editorialdesignio.com www.editorialdesignio.com Primera edición, 2004 e-book, 2009 Fotografía de portada: Edgar Zaga Jiménez Diseño y formación: Oscar Salinas Losada Diseño editorial: Marina Garone Composición: Cristóbal Henestrosa La reproducción total o parcial de este libro, en cualquier forma que sea, por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia no autorizada por escrito por los editores, viola derechos reservados. Cualquier utilización debe ser previamente solicitada.
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Índice
Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .9 La conceptualización del diseño . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .17 Naturaleza del problema 17 El horizonte del diseño gráfico 27 El lenguaje visual 34 La comunicación 39 El diseño en el ámbito cultural y social 48 Retórica y comunicación gráfica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .57 La tradición retórica y el diseño 57 El perfil del discurso y de la disciplina 72 Gestión y persuasión 86 Cognición y retórica en el campo de la imagen 94 Hacia una retórica de la comunicación gráfica . . . . . . . . . . . . . .115 El discurso de la lectura 116 El discurso de la identidad 144 El discurso de la información 162 El discurso del diseño argumentativo 177 El diseño en la era digital 207 Conclusión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .235 Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .239 El autor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 249
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Introducción
Uno de los hechos más visibles de la cultura contemporánea es la incorporación de una gran cantidad de objetos e instrumentos artificiales al ámbito de nuestra vida práctica. Este fenómeno, conocido como era tecnológica, parecería consistir en la aplicación instrumental de principios racionales a la eficiencia y al consumo de todo tipo de productos. Sin embargo, en cuanto evaluamos la existencia de los objetos no a partir de su manifestación factual sino de su impronta sobre las conductas y sobre la organización de las colectividades, nos percatamos de que el universo de lo artificial parece incidir en el funcionamiento social no sólo por sus aspectos técnicos sino por sus efectos simbólicos y educativos, ya que los artefactos estructuran el desempeño de las actividades, la organización de las actitudes y los comportamientos y los hábitos de lectura y de aprendizaje. Ello es, en efecto, producto del desarrollo industrial, que ha generado un proceso donde el avance científico y tecnológico se proyecta en los individuos y en su organización económica y cultural a través de los instrumentos y de las mercancías, de los sistemas regulados de signos y de los espacios habitables en que se resuelve nuestro comportamiento social. La impronta de lo artificial alcanza así un estatuto verdaderamente antropológico en la civilización contemporánea al insertarse en cada una de las acciones humanas y plantearse como un intermediario ineludible entre el hombre y su entorno, regulando las formas de pensamiento a través de lo que se hace y de lo que se cree (usos, costumbres, modas, etcétera). Esta civilización de lo artificial, en la que se encuentran involucrados los intereses y hábitos de los diferentes grupos sociales, parece dar sentido a lo que en su origen se planteaba como una nueva disciplina: el diseño. El diseño era, desde sus primeros años, un eslabón en el proceso industrial que daría sentido y organización a la planificación del entorno. Su empresa se estableció en el escenario académico y profesional a partir de la necesidad de articular las aportaciones del pensamiento humanístico con el ámbito de la producción (se planteó, por ejemplo, que el diseño incorporaría el arte a la industria), toda vez que se hizo evidente que el nuevo espectro de lo habitable estaría determinado por artefactos producidos en serie y que la necesidad de enriquecer y no sólo de multiplicar tendría que dar lu-
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gar a un ámbito de planeación e intelección que permitiera dotar de contenido a los nuevos objetos dispuestos a ocupar el territorio. Al ubicarse como uno de los ejes del proceso cultural, el diseño parece haber ocupado el lugar que durante todo un siglo buscó, ya que en la actualidad el ámbito de la producción lo considera como un factor clave de su génesis. Ahora, tanto el valor simbólico del objeto como su capacidad de regular las acciones prácticas a través de dispositivos depurados de operación parecen ser parte de las estrategias económicas y culturales, lo que supone una conciencia del diseño que va más allá de la simple ornamentación de los productos. Un ejercicio de conceptualización y de abstracción se interpone entonces en el tramado de la planificación, dando lugar así a la necesidad de pensar sobre las cualidades de lo artificial para generar objetos, imágenes y entornos urbanos no de forma irreflexiva sino, precisamente, a partir del diseño, es decir, circunscribiéndolos a sus determinaciones cognitivas, económicas, simbólicas y políticas para prefigurar su aparición. Sin embargo, con el paso del tiempo las actividades del diseño han sido conducidas y elaboradas por diferentes tipos de profesiones, mientras que los propios diseñadores parecen haberse quedado atrás. El diseñador, en el ámbito académico y profesional, se mantiene en una esfera de pensamiento y de estudio que es generalmente acrítica y que parece haber desincorporado de sus supuestos fundamentales la reflexión sobre la interacción que los objetos generan con su entorno social y humano. Las reflexiones del diseño se han estancado así en el estudio de las formas (o de la relación que guardan éstas entre sí) o en la postulación de sus atributos funcionales, olvidando la impronta interpretativa que toda “función” implica para el universo social y cultural; de este modo, como han señalado ya muchos críticos, la producción de lo artificial se ha escindido entre un avasallador desarrollo de las tecnologías y una actividad puramente artesanal que no es capaz de determinar y regular su relación con el entorno, que era su meta original. Por otra parte, la hiperproducción y el tipo de mercado que caracterizan a la sociedad postindustrial parecen rebasar la capacidad generativa de la pedagogía del diseño. Una serie de productos, desde los más refinados hasta los más superfluos y efímeros, parecen definir hoy el entorno, y en la medida en que los criterios de su producción han quedado endosados a la responsabilidad de todo tipo de iniciativas y propósitos, su perfil como disciplina se desdibuja o se aprecia
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como una influencia a la vez prolífica y depredadora. En efecto, el diseño está en todas partes: en la imagen de los productos, en los sistemas de lectura, en los espacios habitables, en las llamadas realidades virtuales y en el ciberespacio pero, al mismo tiempo, es el principal generador de la basura que rodea a las ciudades y de la banalidad de los contenidos que definen buena parte de nuestro universo cultural. Ello recuerda las palabras de Habermas, quien opina que “la definición del perfil de la ciudad (el skyline) en el que ha colaborado más el diseño que la arquitectura, hoy es el resultado de un simple proceso de acumulación de anuncios en las calles, en los muros y en las azoteas” (Satué, 1992b: 13). Así, la facultad regeneradora y enriquecedora que alguna vez se había propuesto el diseño se encuentra rebasada por las circunstancias del consumo, de la masividad, de la saturación. En este panorama, dirá Enric Satué, los propósitos de generar una ecología urbana ética y estética —que es lo que habría hecho nacer una disciplina como el diseño— parece no sólo diluirse sino verse imposibilitada a “paliar un daño visual circundante casi irreparable a estas alturas del (nuevo) milenio” (Satué, 1992b: 11). Por esas mismas razones, y a falta de estudios especializados que incorporen criterios de análisis y de crítica para comprender el papel que los objetos artificiales juegan en el entorno, y ante el embate de todo tipo de productos que, planificados o no, caen en sus fronteras, el diseño parece haberse marginado del debate social y cultural de la era contemporánea. A pesar del creciente flujo transformador que éste ejerce sobre el espacio social, las reflexiones teóricas sobre la cultura, la tecnología, el desarrollo social o la comunicación parecen no considerar al diseño como uno de los fenómenos centrales de la vida contemporánea. Así, la sociología o la antropología cultural nos han permitido debatir sobre la importancia que el discurso político, la literatura, los medios de comunicación, las ciencias, las artes o el avance tecnológico tienen hoy en la configuración de nuestro pensamiento y nuestro orden social, pero frente a ello el diseño ocupa todavía un lugar secundario. Ello se debe, desde luego, a la escisión en la que parece haberse ubicado el pensamiento contemporáneo, que no dispone de una base conceptual que permita integrar el conocimiento científico, humanístico, ecológico y social a la comprensión de los hechos y objetos que pueblan nuestro entorno. Vemos así yuxtaponerse premisas sobre el desarrollo técnico, sobre la mercadotecnia y los escenarios nuevos de la economía, sobre la proliferación de productos y la exaltación de las innovaciones, pero el diseño cuenta con pocos estu-
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dios que permitan ubicar a los objetos e imágenes en su lugar social. Al mismo tiempo vemos a las ciencias sociales entrar en crisis y a las humanidades ser relegadas, generándose una confusión que no hace sino encubrir las contradicciones bajo una falsa idea de progreso. El diseño, sin embargo, tendría que ser una actividad integradora, capaz de nutrir con diversas disciplinas y saberes la comprensión del entorno para restablecer el puente que existe entre esas determinaciones y las producciones específicas, llevando a cabo, además, una integración de esas premisas antropológicas con el ámbito de la planeación. Es decir, el pensamiento del diseño podría arrojar luz al debate contemporáneo justamente porque reintegraría a la tecnología, a los procesos culturales y a los aspectos sociales sujetos a lo artificial, estableciendo una base común para entender los fenómenos de la producción, el consumo y el uso dentro de la dimensión humanística y social. Victor Margolin dirá que aunque existan vacíos en los paradigmas teóricos que definen “el bajo perfil que el diseño tiene en los debates industrial/postindustrial o moderno/posmoderno […] ello no refleja una marginalidad inherente del diseño, sino que más bien es una indicación de su débil conceptualización” (Margolin, 1989: 8). El diseño tendría que afrontar este escenario con una revisión conceptual que le permitiera salir de las fronteras en las que generalmente se mueve, ya que los estudios tradicionales están aún anclados en el análisis (y exaltación) de la noción de objeto, de la composición o de la forma, y esta debilidad conceptual no le permite proyectarse fuera de sus propios límites. Uno de los cometidos de este trabajo es discutir los fundamentos de la disciplina. Se trata de situar al diseño y a sus producciones en un nivel de análisis que incluya su dimensión cultural y social —no sólo formal— para entender su núcleo epistemológico. Aunque nos centraremos en los fenómenos del diseño gráfico o de la comunicación visual, que ya de por sí marcan un escenario heterogéneo y diverso de fenómenos, los elementos expuestos aquí pueden hacerse extensivos a todo el espectro del diseño, pues se trata de generar preceptos que sean útiles en la reconceptualización de la disciplina. Ello implica, desde luego, reactivar el papel de la teoría, ya que la desincorporación de elementos teóricos de la producción del diseño ha limitado su identidad social y cultural. Nuestro trabajo asume así su perfil primordialmente teórico, pero en ello no hacemos sino eco de las necesidades planteadas por nuestro tiempo, ya que la dicotomía entre teoría y práctica parece ser una de las encrucijadas inherentes al movimiento
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contemporáneo. Tenemos que reconocer, en principio, que en la esfera del diseño parece haberse establecido, por un lado, una reflexión abstracta que no explica su praxis y, por otro, una producción irreflexiva y acrítica que no se responsabiliza de sus fundamentos, lo que nos obliga a replantear los problemas y a salvar, como señala A. Blauvelt, a la teoría no para rescatarla a ella misma, sino para recuperar la práctica.1 En la práctica generalizada del diseño la teoría parece excluirse por antonomasia, pues es vista como un agente externo e incluso como una intrusa para “la creatividad y la experimentación”, que son los atributos que a menudo se consideran naturales en el acto de diseñar, sobre todo cuando se insiste en circunscribir al diseño dentro del espectro de las artes aplicadas o de la acción instrumental. El hábito de rehusar la teoría ha sido además espoleado por los propios diseñadores y protagonistas de su enseñanza —entre los que, según Blauvelt, “existe la noción de que la teoría es algo demasiado vago y abstracto para ser útil a los diseñadores, algo demasiado efímero e inmaterial” (Blauvelt en Heller, 1998: 72)— ya que un clima de antiintelectualismo se ha establecido ahí donde se considera que los objetos son más importantes que las razones, que los conocimientos que se requieren son mínimos y que la práctica surge de la mera habilidad técnica. El hecho de que en el ámbito académico o profesional prevalezca el juicio del “concurso” o del “portafolio” como instrumento de evaluación del diseñador, o que los paradigmas de la enseñanza y de los congresos se centren en la experiencia transmitida entre el maestro y el aprendiz, no hace sino subrayar esta carencia, que conduce al bajo perfil profesional que el diseño acusa. “Este clima de antiintelectualismo —dice además Jeffery Keedy— se sostiene a menudo en un falso sentido de profesionalismo basado en la experiencia directa del mundo real”, pues la creatividad y el empirismo aparecen como los únicos atributos de la disciplina, fomentando una actitud que, según Keedy, “es 1
En “Remaking Theory, Rethinking Practice”, Andrew Blauvelt señala que el reto es mutuo: “para la teoría, significa engarzarse con el hacer mismo del diseño gráfico, no solamente en el sentido de crear una reflexión crítica sobre el trabajo, sino una intervención crítica en el trabajo. Para la práctica, ello significa repensar seriamente las definiciones y limitaciones del diseño gráfico, no simplemente para agregar un pequeño glamour intelectual a la práctica cotidiana […] sino para entender finalmente al diseño gráfico como una práctica social” (Heller, comp., 1998: 72).
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responsable de la banalidad, de los juegos visuales gratuitos y las estéticas pedestres que constituyen la mayoría del diseño” (Keedy, 1998: 89). Y es que, en efecto, con la proliferación de la producción de entidades artificiales se ha dado paso, como señala también E. Satué a propósito del diseño gráfico, a manifestaciones realizadas “desde el planteamiento del mínimo esfuerzo de aquellos que hallan un placer hedonista automático en la percepción de las formas y los signos y que rechazan de plano —en reacción atávica— reflexionar o simplemente interesarse por sus contenidos” (Satué, 1992b: 18). Partir del reconocimiento del papel cultural que el diseño tiene actualmente, como configurador del entorno cultural, nos llevará a construir las bases del diseño en otros lugares, y a mostrar el fundamento teórico que sustenta toda praxis y el enorme valor práctico de la teoría. Tal es el propósito de este trabajo, que ha nacido acicateado por la necesidad de revisar el espectro del diseño gráfico para proponer una nueva reflexión sobre su quehacer. La premisa principal es considerar que el diseño gráfico ya no puede ser valorado sólo por sus aspectos formales o técnicos sino también por su inserción en las relaciones humanas. Como actividad inherentemente circunscrita a la interpretación de la vida social a través de hechos comunicativos, su espectro de estudio ha de desplazarse del signo a la acción, de la gramática de las formas a la movilización de los acuerdos sociales. Por tal motivo hemos decidido emprender esta obra bajo el concepto de discurso para introducir de inmediato esta óptica, pues nos parece que todo aspecto semántico, sintáctico, estético o técnico en el diseño sólo es pensable en su contexto de uso, es decir, en la interacción comunicativa de la que forma parte. La noción de discurso nos recuerda además la dimensión siempre histórica y culturalmente acotada que implica el uso del lenguaje. Este concepto señala al objeto de la comunicación gráfica como la práctica discursiva misma, entendiendo que, como lo señala Helena Beristáin, “cada práctica discursiva es por su parte un conjunto de reglas anónimas, históricas, que han definido en una época dada y dentro de un área social o lingüística dada, las condiciones en que se ejerce la función comunicativa” (Beristáin, 1995: 16). Nosotros consideramos que este criterio permite ubicar mejor al diseño gráfico dirigiendo el interés hacia la comprensión de la acción. En este punto no estamos muy lejos de los nuevos planteamientos que se han hecho en otros ámbitos, donde se investigan los significados y su vinculación con lo social, pues de una
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época donde las gramáticas (verbales o visuales) parecieron ser la fuente conceptual del estudio de los lenguajes o de la comunicación, se ha tenido que pasar a una concepción donde la acción social vuelve a ser puesta en primer término. Como señala Lozano, “asistimos hoy en el desarrollo de la teoría de la significación a una preocupación por la semiótica discursiva, en la que la atención se fijará más en lo que los signos hacen que en lo que los signos representan” (Lozano, 1999: 16). No podía ser de otra forma, pues los signos siempre están situados en el entramado de la opinión, en la confrontación de las diferentes apuestas culturales. Así, la gestión y la planeación de los fenómenos de la comunicación gráfica se verán circunscritos a sus condiciones más bien persuasivas y políticas, en cuanto que son los preceptos, los juicios y los valores sociales los que se ponen en juego dentro de su actividad. Si la actividad del diseño es una práctica que participa de la construcción de argumentos sobre lo social y cultural para incidir a través de ellos en la acción práctica de los sujetos y las instituciones, ubicaremos entonces su núcleo en la retórica, que lejos de ser una disciplina sobre el estilo versa más bien sobre la generación de argumentos acerca de la vida pública, con fines persuasivos y estructurantes. El pensamiento retórico nos permite ver las diferentes metodologías del diseño como producciones de argumentos para diseñar. De este modo, las teorías del diseño se articularían con diferentes retóricas en cuanto que favorecen una interpretación, en uno u otro sentido, de lo que los diseños hacen. Esta óptica permite ubicar el problema de lo artificial en el ámbito de la deliberación y explicar tanto la vinculación teórico-práctica que subyace siempre en el diseño como su inserción en la vida social. Además, la retórica se establece siempre como una deliberación para la acción en contextos particulares, como sucede en la práctica del diseño, y es una disciplina que, como señalaba Aristóteles, no se supedita a la palabra; más bien se propone demostrar que, en el seno de la práctica persuasiva, donde los hombres se desenvuelven generalmente, “la causa por la que logran su objetivo los que obran por costumbre como los que lo hacen espontáneamente, puede teorizarse” (Aristóteles, 1990: 162), y este es un precepto que está implícito en la posibilidad de construir una disciplina como el diseño. El discurso del diseño es, entonces, una reflexión tanto de las condiciones persuasivas que regulan los procedimientos de la gestación de los objetos gráficos, como un análisis de las premisas sociales in-
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volucradas en sus acciones comunicativas. No obstante, para establecer el panorama en que se inscribe esta apuesta, plantearemos en una primera parte cuál ha sido el eje de la conceptualización del diseño, definiendo las paradojas a que han llevado diversos planteamientos históricos y la emergencia de un reposicionamiento de la disciplina. En una segunda parte, estableceremos la aportación propiamente dicha de una concepción retórica del diseño, basándonos en el reconocimiento de las bases teóricas que esta disciplina ofrece y situando las bases que nos permiten definirlo como un discurso social. En la tercera parte, finalmente, ofreceremos un examen del perfil del discurso del diseño en algunos de sus casos particulares: el discurso de la lectura, donde se estudian los fenómenos de la organización de los textos y su carácter retórico y cognitivo; el discurso de la identidad, que define las premisas persuasivas sustentadoras de ese logos que son las identidades públicas; el discurso de la información, que intenta recomponer un campo tradicionalmente pensado como puramente funcional; el discurso argumentativo, centrado en el estudio de los géneros del diseño a los que podemos llamar deliberativos; y el diseño en la era digital, que condensa algunos planteamientos sobre los nuevos medios, en especial el hipertexto, para situarlo como una actividad discursiva que plantea nuevas fronteras del análisis retórico.
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Naturaleza del problema La heterogeneidad constituye un problema básico para internarse en el estudio del campo del diseño. Lo artificial como principio de aplicación a todo tipo de ambientes y situaciones humanas ha desplegado una serie demasiado extensa de objetos, espacios e imágenes, para los cuales resulta difícil establecer características o principios comunes. Esto representa una dificultad para el propio campo profesional y para el estudio de su discurso social pues, en efecto, como lo señala Richard Buchanan, un observador se justifica al preguntarse si realmente existe una disciplina del diseño compartida por todos aquellos que conciben y planean cosas tales como las comunicaciones gráficas, los objetos físicos producidos a mano y con máquina, servicios y actividades estructuradas y sistemas integrados que varían en escala, desde computadoras y otras formas de tecnología hasta ambientes urbanos y naturales manejados humanamente (Buchanan, 1995: 23).
Y más aún, la heterogeneidad y diversidad se hacen más evidentes cuando observamos que el panorama del diseño atañe a entidades públicas y privadas, que se estructura con funciones, materiales e intenciones disímiles, que sirve tanto a las empresas como al estado o a los organismos independientes y que se encuentra por definición en constante cambio. Pero el problema de la identidad del diseño no se debe tanto a la multiplicidad de sus funciones como a su formulación conceptual, pues concebido como un ámbito de planeación que da respuesta a lo particular y contingente, es natural que su diversidad de uso se presente justamente en un espectro muy amplio, por lo que probablemente el problema no esté en la variedad de sus fenómenos sino en el carácter de su núcleo como disciplina. La diversidad, como iremos viendo, será decisiva para la posible conformación de una teoría del diseño. Otro factor que pesa sobre esta cuestión es la falta de una definición del diseño en sus propios términos, así como la variedad de con-
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cepciones, a veces contradictorias, con las que se desarrolla y enseña esta disciplina. El diseño es objeto de argumentaciones disímiles; a veces aparece como sinónimo de dibujo o trazo, otras veces es el objeto mismo (hablamos de “un diseño”) y en otras ocasiones se define como una disciplina o como el proceso de la elaboración de un objeto. Katherine McKoy, entre otros, señala que el problema del diseño comienza con su propia definición.1 Por otra parte, cuando se habla del proceso de hacer un diseño, se yerguen numerosas perspectivas sobre la explicación de qué es diseñar, y en ocasiones aparece como un acto creativo del sujeto, una técnica, el resultado de un método, incluso como una práctica ajena a la teoría. Sin embargo, este debate, rico en ideas, ha limitado la comprensión y reconocimiento del diseño hacia adentro y hacia afuera de su propio campo, sobre todo en lo que atañe al desfase que se establece en la disciplina entre postulados teóricos y quehaceres prácticos, que impiden sustentar su soporte conceptual o académico. Nosotros pensamos que el problema de la identidad del diseño se originó en el aislamiento que sufrieron las actividades orientadas a posibilitar el flujo del conocimiento hacia la acción, como es el caso de la retórica, cuando tuvo lugar la fragmentación de las disciplinas que separaron la razón práctica de la razón teórica. Las disciplinas integradoras similares al diseño heredaron esta carencia desde su propia fundación y ello dio lugar a la confusión con que generalmente se emprende el análisis del diseño. Por ejemplo, uno de los principales obstáculos que imposibilitaron el establecimiento del discurso del diseño en el debate contemporáneo fue la adhesión de la disciplina a los aspectos formales. En la Bauhaus, donde nació la noción de diseño, se había intentado construir una disciplina capaz de integrar los conocimientos artísticos a la producción industrial. Esta primera vertiente buscaba incidir conscientemente en el orden social, e intentó constituir un campo autónomo para el análisis de las formas, los materiales y las ideas que subyacen a los objetos, pero el enfoque de su enseñanza se limitó a establecer esta relación en los aspectos compositivos y en la esfera técnica y ex1
McKoy se pregunta: “¿somos diseñadores gráficos, artistas gráficos, artistas comerciales, comunicadores visuales o simples dibujantes o artesanos del trazo? […] Los diseñadores gráficos no son los únicos que tienen dificultades para definir su rol. El estatus profesional del diseño gráfico no tiene a su vez un significado universalmente aceptado” (McKoy en Heller, 1998: 19).
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presiva. A lo largo del tiempo el horizonte del diseño se pensó como el dominio de las relaciones figura-fondo, textura, color, equilibrio, ritmo, etcétera, que se entendían como los factores de su organización y lo situaban entonces en la esfera de la percepción estética. Lo anterior dio origen a una discusión intensa sobre las cualidades de la percepción visual, no sólo en la Bauhaus sino en la Gestalt y en la psicología de la percepción. Según los postulados de ese tiempo, habría leyes regulares para la discriminación de perceptos visuales, a cuya organización se sujetaría la producción general de las formas. Pero aunque tales teorías pronto advirtieron que la naturaleza de la percepción obedecía a mecanismos culturales y que la interpretación a partir de contextos era determinante para su comprensión, terminaron por hacer aparecer la discusión formal como el núcleo epistemológico del diseño. Por ello, el paradigma formal se impuso dentro del campo del diseño y la reflexión teórica se centró en las relaciones entre la composición, la imagen y la percepción, al punto de elaborar verdaderos tratados en los que se presentan, incluso, repertorios de composiciones y efectos perceptivos que pueden ejecutarse sobre el plano bidimensional o tridimensional, como en el caso de Wicius Wong (Wong, 1992) o en la sintaxis visual (a la manera de la gramática lingüística) de Donis A. Dondis (Dondis, 1976). Existen a su vez elaboraciones más modernas sobre la expresión y el análisis estructural o postestructural de los lenguajes plásticos (desde la óptica de la deconstrucción, por ejemplo) pero, situado el núcleo epistemológico del diseño en la reflexión sobre las características formales del objeto, el diálogo con otras áreas de exploración de la cultura, la producción y la acción social quedó limitado a los asuntos formales y no cognitivos del problema, dando origen al carácter ornamental con el que se le ubica normalmente. Esto generó, por otra parte, enormes limitaciones para la enseñanza del diseño, pues numerosas escuelas asumieron este modelo y sus metodologías, dejando fuera el papel que los usuarios juegan en el proceso de la construcción de artefactos y comunicaciones, así como los aspectos relacionados con el consumo y la invención tecnológica que son inherentes al diseño. De este modo, la configuración pedagógica del diseño se estableció desde su inicio con una carencia metodológica clave para su desarrollo posterior, que radica en la desincorporación del aspecto público de la comunicación y la acción social dentro de sus bases. Así, numerosos centros de enseñanza en el mundo se asentaron sobre
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la base de la habilidad plástica y técnica, impidiendo su formación como una disciplina real ya que, como señala Yves Zimmermann, a propósito del diseño gráfico, el sistema adquirido para entender la realidad cultural y social fue sustituido por otro que concibe la realidad y el mundo como esencialmente visuales y postula que esa visualización sólo puede representarse subjetivamente, sin criterios objetivos preexistentes, (lo que da lugar a) un aprendizaje que no genera un sentido último a la experiencia, sino que conduce a un mero hacer (Zimmermann, 1998: 43-44).
Con ello no queremos decir que los aspectos de la percepción y la expresión o de los saberes técnicos que posibilitan la producción de objetos, que de suyo generan una facultad para el saber hacer necesario en el diseño, sean ajenos al quehacer profesional. El conocimiento de los materiales y los procedimientos produce una competencia específica y posibilita el desarrollo de nuevos planteamientos y aplicaciones. El problema es que el diseño parte de las habilidades artesanales pero exige reubicarlas en una dimensión más amplia donde tales habilidades requieren ser incorporadas a un proceso más abstracto de planeación y de estrategia social y cultural. La invención de la noción del diseño es justamente el pronunciamiento a favor de la idea de considerar que las manifestaciones formales y plásticas de las cosas han cobrado una importancia mayor, y que por lo tanto es necesario conceptualizar su nuevo lugar y potenciar sus efectos. Norberto Chaves ha especificado, por ejemplo, los términos en que las artes aplicadas en su acepción tradicional han estancado el desarrollo del diseño, cuyas necesidades son cualitativamente diferentes y exigen una aproximación teórica especializada y vinculada con otras disciplinas (Chaves, 1997). El replanteamiento del diseño en función de su poder hacia la acción social se convierte así en un aspecto clave de su desarrollo, pues la acreditación de las profesiones no sucede sólo por los parámetros de evaluación interna, sino por el reconocimiento y sanción que esta competencia puede tener hacia afuera. En efecto, el pensamiento del diseño tiene que ser capaz de demostrar un saber propio y específico, que sea valuado por su capacidad para generar un valor real, un poder frente a la vida económica, la acción política o la opinión pública; sólo entonces se reconocerá una cierta autoridad a su campo. Como señala Eduardo Andión, “el diseñador debe ser capaz de demostrar que existe una diferencia cualitativa de su trabajo respecto al simple hecho de
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hacer un dibujo o practicar un arte plástico”.2 Además, ello es particularmente delicado cuando vemos que las habilidades tradicionales, como el manejo de dispositivos formales, objetuales, el uso de las tipografías o la capacidad de generar imágenes, son hoy suplidas por los programas de cómputo que despojan de un capital importante al diseñador. Los saberes y el costo académico y simbólico que representa su adquisición, son el criterio con el que las actividades profesionales son tasadas con relación a otras. Por ello la investigación actual en el campo se centra en manifestar la importancia social de sus discursos, pues ello constituye su principal apuesta simbólica.3 En el campo del diseño, no obstante, la autonomía y la autoridad sobre el discurso y sobre la capacidad de los diseñadores para ejercerlo es todavía incierta. No sólo al interior del propio campo, sino en su percepción externa, existen criterios difusos acerca de lo que pueden hacer. Por ejemplo, muchos usuarios desconocen aún la diferencia entre solicitar un logotipo a un dibujante o a un diseñador, o al menos esa diferencia no es percibida más allá de ciertas cualidades de la producción técnica, pero la diferencia cualitativa ¿en qué radicaría? Los diseñadores acusan fácilmente a los usuarios por su desconocimiento del saber del diseño, pero en cuanto este saber intenta ser 2
Andión plantea también que la construcción de la autoridad en el campo comunicativo implica la formación de un capital simbólico reconocido cuya constitución “requiere hacer aceptar unas fronteras, unos confines que indiquen que dentro de ese ámbito se valen ciertos sentidos y otros no. Requiere darse autoridad legítima como institución social para ejercer ciertas actividades como válidas y exclusivas y que requieren aranceles de ingreso, el control de la calidad de su ejercicio” (Andión, 1999b). 3 La noción de campo aquí empleada alude a uno de los conceptos esenciales de la teoría de Bourdieu. En ella, los campos son los conjuntos de agentes que se definen por su adhesión a un conjunto de prácticas que pertenecen al campo propiamente dicho; en él se definen las prácticas, el hábito y la disposición a aceptar el eje de la autoridad que ha establecido la propia trayectoria histórica del campo. El campo determina el capital cultural que funciona como cuota de ingreso, y parámetro para legitimar las prácticas. Es así una unidad sociológica y dinámica que requiere de la construcción de sus fuentes de legitimidad interna, además de recibir la sanción externa de su actividad. En este trabajo nos referiremos al campo del diseño gráfico en este sentido, es decir, como el conjunto de agentes y de reglas que aspiran a definir la autoridad dentro del ámbito específico de su práctica académica y profesional.
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interpuesto, el capital de la disciplina resulta ser poco significativo (por lo general, los diseñadores ejercen su profesión sin necesitar un título). El diseño como actividad profesional es un asunto que está en discusión, y el panorama heterogéneo y socialmente ubicuo en que se mueve, el constante desplazamiento de los lugares de los que parte, el carácter efímero de muchas de sus manifestaciones, así como el universo poco consensual de posiciones internas, tal como iremos viendo, representan más bien un factor de debilidad. Victor Margolin ha sostenido que para superar esta debilidad la cultura conceptual del diseño deberá romper los límites tradicionales de estudio y proyectarse tanto hacia dentro como hacia fuera de la profesión, para lo cual se deberá trabajar estructuradamente sobre los fundamentos de la disciplina. Según sus planteamientos, el diseño deberá pasar por una fase de desarrollo articulado de teorías, debates y temas, sostenidos mediante métodos rigurosos de investigación, y su panorama será entonces similar al ocurrido con la historia del arte, la literatura, la sociología, la antropología y las ciencias políticas, que mediante un mecanismo similar lograron su consolidación (Margolin, 1989: 8).
Estos planteamientos son necesarios sobre todo porque la vertiente técnico-plástica ha colocado la enseñanza del diseño en un lugar por debajo de sus propias exigencias, y ello incide en la legitimidad social de la disciplina. Por ejemplo, es conocido el persistente divorcio entre teoría y práctica que se establece siempre en una actividad que se pretende profesional y que se manifiesta, según Chaves, en el bajo posicionamiento del diseñador y sus servicios, en el déficit conceptual de la disciplina, en la unidimensionalidad de su discurso, en la descontextualización de sus objetos, en la falta de objetivación de sus lenguajes y en la baja abstracción de su pensamiento productivo (Chaves, 1997: 95).
El estado primario de la pedagogía de la profesión ha dado lugar a la tendencia al diseño directo, donde es todavía la creatividad y la subjetividad intuitiva del diseñador lo que se hace prevalecer, a pesar de la vulnerabilidad y el carácter ambiguo que tienen estos principios. Andrew Blauvelt y Jeffery Keedy mencionan que en el diseño tales principios han generado, dentro de la enseñanza y la práctica profesional, un clima “donde la teoría (no especificada y desechada en bloque) es
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vista como un dispositivo que no puede responder a las particularidades de la práctica del diseño, volcada como está en la materialidad del así llamado mundo real” (Blauvelt en Heller, 1988: 71). El aprendizaje basado en la experiencia del mundo real, sin embargo, “falsificaría la idea de profesión y partiría del no reconocimiento del papel cultural que el diseño tiene actualmente” (Keedy, 1998: 89). Los postulados basados en la noción de idea creativa y de habilidad técnica olvidaron que la dimensión formal y las aptitudes expresivas en el diseño sólo son parte de un fenómeno más complejo que está determinado por las creencias culturales de la gente y el flujo de ideas que los modernos medios están interesados en activar. Así, para replantear la importancia del diseño en el mundo social, podemos comenzar por consignar que su influencia no operó únicamente sobre los rasgos compositivos y estéticos de los objetos, sino que incidió en la organización de las colectividades, en sus procesos de pensamiento, en la identidad de las instituciones y en su legitimación pública. Tal como sucede con la reflexión sobre el papel de los medios de comunicación, frente a los cuales se ha reconocido la capacidad conformadora de la conciencia que tienen sus emisiones, el diseño puede considerarse como un dispositivo capaz de moldear, organizar y dirigir los comportamientos y la vida social. Su capacidad performativa y persuasiva parece estar implícita en las funciones operativas o en los asuntos de legibilidad del entorno, dispositivos que han sido entendidos por el propio diseño como modos de dinamizar y organizar objetivamente la vida práctica. Los objetos artificiales, sin embargo, no desempeñan un papel funcional objetivo sino que más bien interpretan los escenarios, las ideas de la gente, los juicios colectivos, las luchas simbólicas de los grupos humanos, y les dan presencia a través de las formas, los objetos y los sistemas, de modo que las operaciones ergonómicas que postulan son por sí mismas una forma de objetivación e interpretación de las conductas sociales. Dado este espectro de acción, es comprensible que la primera organización teórica del diseño, centrada sobre todo en el modelo de la Bauhaus, se haya visto agotada rápidamente y que por lo tanto se hayan incorporado, como nuevos marcos de referencia, los fenómenos del marketing, de la economía y de la ingeniería social al diseño. Tenemos un ejemplo en la escuela de Ulm, la primera en plantearse el problema de la imagen institucional de la empresa y en advertir el papel económico y cultural que jugaría el diseño como generador del universo simbólico de la cultura. En Ulm se había intentado un mo-
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delo teórico distinto al de la Bauhaus, donde temas como los de la sociología, la psicología, la ergonomía y la economía formaban parte de la currícula y donde “el diseño se separaba de las artes aplicadas para acercarse a la ciencia y a la tecnología” (Ledesma, 1997: 26). El modelo de Ulm se respaldaba en una asimilación del proceso de significación social del diseño y fue también la primera en incursionar sobre los aspectos semióticos de la producción. Por ejemplo, al plantear el concepto de una imagen institucional abordada global y cualitativamente, daba pie a entender las imágenes, los objetos y las acciones como parte del capital de una empresa. El objeto era dotado en sí de un valor simbólico y la comunicación se convertía en una actividad estratégica frente al mercado. El carácter de una institución, su producción y su comunicación comenzaban entonces a ser vistos como una unidad global de sentido. Nuevos y muy productivos modelos surgieron a partir de entonces. Sin embargo, la escuela de Ulm planteó al diseño como un proceso racional e interpretó el problema del uso y de la acción del diseño como un problema funcional que podía reducirse a matrices objetivas cuyos parámetros parecían perfilarse de un modo científico. El diseño aparecía como un resultado de las necesidades de operación de la economía, lo que parece sin embargo restar autonomía al campo, puesto que su funcionamiento se supeditaba a las necesidades de otros campos. Los modelos de diseño que intentan organizar científicamente el proceso de diseño, inscribiéndolo en circuitos infalibles de acción para programar, formalizar, producir y persuadir a los auditorios (como es el caso de muchos de los planteamientos de la mercadotecnia) son herederos de esta nueva influencia. Como consecuencia, la emulación del diseño a los modelos científicos, que buscaba dotar a la profesión de un nuevo estatuto profesional, trajo nuevas paradojas. En primer lugar hizo aparecer a los objetos de diseño y a su relación con los usuarios como instancias que requerían el ajuste de la razón y la eficacia práctica para arribar a soluciones definitivas y estables, de modo que el problema de los juicios y de las disposiciones culturalmente diversas quedaba reducido a una operación de cálculo matemático o económico. De allí provienen los objetos tipificados por su función, las tipografías que concentran los rasgos estructurales de la letra y se atienen a sus valores de legibilidad (pretendidamente universal), los isotipos geométricos y los edificios que asumen su forma, reduciéndose a hacer efectivas las operaciones de circulación y funcionamiento. También deviene la idea de las señalizaciones universales, o los logotipos que
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suponen que la esquematización o la tipificación son suficientes para asentar la personalidad a una institución de forma permanente. Esta línea de trabajo, caracterizada como funcionalismo, y que por sus criterios y objetivos se puede identificar como parte del llamado proyecto de la modernidad, dio pauta a una buena parte de los fenómenos de diseño que se emprendieron desde los años cincuenta del siglo pasado, en donde el discurso aparece como la geometrización abstracta de las funciones y las operaciones, que dan lugar a objetos e imágenes que parten del principio de que el usuario debe ser ordenado y de que deben someter su interpretación del mundo a un orden racional. Dichos planteamientos generaron a su vez esquemas conceptuales de respaldo, los cuales introdujeron nuevos enfoques al debate del diseño y la cultura y pusieron en la mesa al usuario y al proceso tecnológico como ejes de la discusión. Tomás Maldonado, por ejemplo, quien fuera director de la escuela de Ulm, situaba al diseño gráfico como una empresa primordialmente funcional ahí donde los propósitos del diseño se situaban en construir la legibilidad del mundo mediante mecanismos de producción depurada, tesis que también sostendría Abraham Moles (Moles en Margolin, 1989: 119-129). La idea de legibilidad, sin embargo, planteaba el problema de la univocidad de la comunicación y su fijación en reglas interpretativas fijas. El diseño era visto como un procedimiento objetivo de depuración de la función y la información. En un sentido similar, Gui Bonsiepe otorgaba una importancia considerable al proyecto como actividad tecnológica y proceso de conocimiento. Bonsiepe sostenía que el diseño se encontraba anclado en el campo de los juicios y hablaba de la competencia innovadora necesaria para el diseñador que pretendía ser un generador de estructuras (Bonsiepe, 1993). El diseño se separaba del arte y se enfocaba al servicio de la política empresarial, que según él es la que se encuentra en posibilidades reales de producir innovaciones tecnológicas de largo alcance. Con ello despertaba la idea del diseño como proceso de gestión, fenómeno que superaría la fase del diseño enfocado al objeto. En la tesis de Bonsiepe, sin embargo, el problema del diseño era trasladado a un nuevo esquema donde, si bien el objeto ya no desempeñaba el papel central, la relación entre el programa, el usuario y el objeto (que es a lo que él llama interfase), es decir, el postulado funcional, no dejaba de aparecer. Dirá así más tarde, en la época donde esos principios comienzan a diseminarse en los instrumentos digitales, que
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La interfase es el ámbito central hacia donde se orienta el interés del diseñador […] es el ámbito en el que se estructura la interacción entre usuario y producto para permitir acciones eficaces. El diseño es, sobre todo, el proyecto de interfase (Bonsiepe, 1998: 17 y 36).
De este modo, el diseño se hacía a partir de concepciones nuevas pero seguía ubicándose como un problema de optimización de las funciones. En un sentido general, el diseño se había ocupado de toda la producción de lo artificial y su problema era cómo asentar su naturaleza disciplinaria en una era altamente tecnológica. Dentro de la cultura del diseño, el libro de Herbert Simon, Las ciencias de lo artificial, ocupa un lugar importante. Simon intentaba fundar las bases de una disciplina general encargada de establecer los fundamentos cognitivos que subyacen a la producción de todo lo artificial. En ella los procedimientos de la informática, la inteligencia artificial, la ingeniería o la administración servirían como modelos para su construcción epistemológica. El objetivo era distinguir esta ciencia de las ciencias naturales, articulando la contingencia de los fenómenos que siempre están detrás de lo artificial. El problema de las ciencias de lo artificial sería explicar la índole de las propuestas empíricas no basadas en el estudio científico de la naturaleza, sino sobre todo aquellas que “basadas en circunstancias diferentes, podrían ser distintas de las que son” (Miller en Simon, 1990: 95). El planteamiento de Simon daría como resultado una ciencia del diseño, sin embargo podemos ver que a pesar del enorme optimismo con que fue creada esta idea, el papel de la contingencia convertiría a esa disciplina en un arte de invención productiva y retórica y no en una ciencia —que por definición tiene un método y exige la comprobación. El funcionalismo y los esfuerzos por emparentar el diseño con la ciencia eran una extensión de los propósitos de la modernidad tecnológica, pero al cabo del tiempo, sobre todo a partir de la mitad de los años ochenta, este orden fue desdibujado por el panorama de la posmodernidad, que postuló los fenómenos de hibridación cultural, de no linealidad de los procesos, de no univocidad de los estilos y de organización caótica como signos de la cultura, dando al funcionalismo un vuelco que se manifestó en los nuevos productos y las nuevas formas, así como en una nueva concepción del usuario. Tal había sido la hegemonía de la pretensión racional y organizativa del funcionalismo, que la crítica a la que fue sujeta intentó derribar no sólo su sentido del mundo, sino cualquier sentido. El tema de la posmodernidad se
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ocupó entonces de desbordar y rebasar los postulados funcionalistas, pero generó una nueva dicotomía que trajo nuevas paradojas para la situación del diseño. En efecto, sus planteamientos se presentaron como una definición negativa de los postulados modernistas y, oponiéndose al concepto de producción en masa y a la creencia de que los objetos son simples expresiones de la función o del uso-valor, “apuntaron al peligro de un posmodernismo que coloca un alto énfasis sobre la circulación de señales vacías” (Margolin, 1989: 12). Esta vertiente se manifiesta así como un nuevo nihilismo, una tendencia a la fragmentación infinita, a la imposibilidad de encontrar cualquier núcleo o premisa. El escepticismo radical, por ejemplo en muchas tesis de la deconstrucción posmoderna, se opuso a las bases del proyecto moderno, pero a cambio de ubicarse en el límite contrario y por tanto estableciendo una nueva falacia, pues intentó destituir, tanto como el modernismo, la naturaleza dialéctica del organismo social y de sus producciones. La idea de la organización caótica (en una interpretación excesiva de la teoría del caos, que supone un orden, sólo que un orden no geométrico sino fractal), propia de los planteamientos posmodernos terminaría así, a pesar de su aparente tono crítico, dice Chaves, favoreciendo los planteamientos de la globalización y de la irracionalidad del mercado, que exigen justamente la eliminación de los límites, la exaltación acrítica de la tecnología y la relativización y trivialización de los contenidos que organizan la cultura social (Chaves, 2001). Los términos de la cultura del diseño han generado una discusión interesante, en la cual el centro epistemológico del diseño se limita a lo formal, a lo racional, o bien se desdibuja, con lo cual el problema de la producción gráfica y su impronta sobre la vida social sigue siendo inaprensible. Este panorama nos ayudará a establecer el modo en que los sistemas de razonamiento han incidido en la práctica del diseño gráfico, para el que a continuación propondremos un análisis particular. El horizonte del diseño gráfico La primera idea que nos parece necesario establecer es que la comunicación gráfica no debe confundirse con la comunicación visual. El prejuicio visualista del diseño ha empobrecido el terreno y la comunicación no es un fenómeno que se deslinde por los órganos sensoriales sino por los argumentos que se ponen en juego. El hecho de que el diseño gráfico utilice imágenes para comunicar es un aspecto distinto;
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hay que hacer justicia a la tipografía y a los enunciados verbales que también constituyen una columna vertebral del diseño, pues otra de las tareas fundamentales del diseño gráfico ha sido construir dispositivos para hacer gráfico al discurso lingüístico, que ha sido transformado en el tiempo disponiendo diferentes sistemas para su ordenación y su interpretación, los cuales, en todo caso, son igualmente hechos para ser vistos y leídos, como las imágenes. Desde nuestra perspectiva, entonces, el discurso del diseño gráfico no se remitirá sólo al uso de las imágenes sino a los registros tipográficos y, más aún, a la convergencia de ambos como uno de los factores decisivos de la invención y desarrollo de la comunicación gráfica. La comunicación gráfica tiene una enorme trayectoria, imposible de ponderar aquí, que quizá se remonte a los inicios del hombre. Ha sido un artificio de considerable importancia para hacer avanzar a la civilización, no sólo en los fenómenos de la cultura escrita y la lectura sino en la emblematización de las actividades políticas, mercantiles y religiosas. Por contar con un respaldo en la inteligencia productiva y por su capacidad de generar recursos útiles a la vida cotidiana y a la evolución histórica, haciendo posible que los conocimientos impacten y enriquezcan el entorno del hombre, podríamos considerarla una forma de tecnología. Si queremos entender al diseño como un discurso social tenemos que reconocer que la relación del diseño con la tecnología (que es el logos de la técnica) no se reduce al empleo de las máquinas o los aparatos con los que se produce. Éstos son resultado de otra tecnología que desde luego está en contacto dialéctico con el diseño. Pero los mecanismos de expresión y argumentación que ha echado a andar la comunicación gráfica tienen su propio estatuto tecnológico, ya que han dispuesto recursos para organizar la técnica en función del lector. Este marco inicial resulta indispensable para entender el papel que el diseño y la tecnología tienen en la cultura contemporánea pues, como lo ha planteado el filósofo John Dewey, la tecnología no se reduce a lo que el discurso moderno establece, limitándola a la cuestión de los artefactos o su uso; Dewey sostiene que el fundamento de la tecnología es más bien el pensamiento experimental y la invención generados para proyectarse sobre las ciencias, las artes, la acción política y social (Dewey, 1948). La confusión que dicotomiza la relación entre diseño y tecnología (circunscribiendo a ésta a una lógica operativa) habría dado pauta a numerosos malentendidos, que mantienen el diseño en una esfera aislada de pensamiento. Por ejemplo, Juan Acha incurre en la falsa dicotomía entre diseño y tecnología
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subrayada por Dewey cuando, al explorar la naturaleza del diseño, señala que: la tecnología inventa y produce máquinas, herramientas, procedimientos o materiales. También organiza comportamientos humanos mientras que los diseños conciben nuevas configuraciones de efectos estéticos para todos esos productos y los de la tecnología humana (Acha, 1988: 98).
La naturaleza tecnológica del diseño, sin embargo, tendría lugar justamente porque está dentro y no fuera de lo que Acha llama “organización de los comportamientos humanos” y no sólo dentro de la esfera de la belleza y la utilidad (que es la visión ornamental del diseño que se trataría de superar). Este planteamiento inicial nos ayuda a ubicar a la comunicación gráfica en el horizonte de la cultura más allá de su papel estético. Asimismo, hace ver lo poco pertinente que resulta reducir el pensamiento para la invención a la simple idea de creatividad, pues si la responsabilidad y características de una práctica tecnológica se reducen al instante creativo, poco tiene que hacer una noción como el diseño en el marco de una competencia social como la nuestra. Además, muestra la distinción necesaria que el diseño gráfico tiene que hacer con el arte. Las prácticas artísticas, en el sentido de la acepción canónica que el arte ha tenido en los últimos siglos, dirá Pierre Bourdieu, implican la noción de distanciamiento estético en la percepción de los objetos (y exigen del lector la disposición estética, que se materializa, por ejemplo, en el museo) y ello conlleva la exigencia de no interesarse por el aspecto práctico de los mismos (movimiento a través del cual se establece una distinción simbólica que está incentivada por la voluntad de marcar una distancia con respecto al reino de la necesidad).4
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La crítica sociológica de las reglas del arte que emprende Bourdieu sitúa el surgimiento de la disposición estética como fenómeno de distinción social, surgida a partir de las filosofías kantiana o hegeliana, que impone condiciones a la percepción: “No existe nada que distinga de forma tan rigurosa a las diferentes clases como la disposición objetivamente exigida por el consumo legítimo de obras legítimas, la aptitud para adoptar un punto de vista propiamente estético sobre unos objetos ya constituidos estéticamente, y por consiguiente designados a la admiración de aquellos que han aprendido a reconocer los signos de lo admirable” (Bourdieu, 1988: 37).
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El aspecto pragmático y los factores del diseño que lo relacionan con su marco contextual y con la acción pública están presentes, sin embargo, como una necesidad inherente. Son los elementos que se habían desagregado en su acepción inicial. Por ejemplo, al potenciar las facultades comunicativas de la imagen y la tipografía, el diseño otorgó un valor económico a los productos, convirtiéndose en uno de los factores de la producción, y así las instituciones comenzaron a mirarlo como parte de su estrategia de acción. La noción de imagen misma se volvió más extensa, pues la conciencia del diseño hizo nacer la idea de que se diseñaba al objeto pero también a la entidad de la que formaba parte, originando una transformación cualitativa del mundo artificial. El discurso del diseño se involucra con los modos de comportamiento y se convierte en uno de los ejes del mundo contemporáneo, manifestándose como una esfera de planeación de lo simbólico; por lo mismo tiende a articularse con otras disciplinas y actividades profesionales, con lo que “de centro pasa a ser parte de un engranaje mucho mayor, lo que da pauta a la complejidad y la provisionalidad de sus límites” (Ledesma, 1997: 41). Enric Satué da testimonio del nuevo papel que juega el diseño gráfico por su prolijidad en la sociedad contemporánea, no sin aclarar el peligro que corre la profesión al insertarse en un mundo dominado por la alta tecnología, la mercadotecnia y la opulencia de las imágenes: Gracias a la omnipresencia de la comunicación visual el diseño gráfico es hoy una presencia inevitable, porque donde hay comunicación hay grafismo: en las publicaciones, en los sistemas de transporte, público y privado, en la oferta pública y en su identidad, en los modelos científicos y en su divulgación, en la relación de uso con el producto industrial, en las áreas comerciales donde el consumidor adquiere sus productos, en el deporte, en la imagen de los grandes acontecimientos sociales y, por encima de todo, en su difusión por parte de los medios de comunicación (Satué, 1992b: 14).
Sin embargo, Satué advierte que es necesario reivindicar la calidad de los proyectos y la responsabilidad frente a la audiencia, pues es preciso que el diseño adquiera un compromiso profesional frente a su acción generadora del ambiente cultural. Lo señalado no implica deshacerse de la necesidad de reconceptualizar el problema y “volver al oficio”. Los diseñadores se dan cuenta de que los escenarios actuales requieren abordajes nuevos para la
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comunicación gráfica, que incluso enfrenta constantemente la necesidad de trabajar con situaciones inéditas (la indeterminación de los problemas será uno de sus elementos esenciales, como veremos más adelante). Lo cierto es que gracias al diseño hemos sido testigos del avance que la comunicación gráfica ha ocupado en el territorio. Son muchos los fenómenos donde el poder de la imagen se ha manifestado visiblemente, por ejemplo en la exacerbada semiosis generada por las imágenes de marca, que ocupan el lugar de verdaderos símbolos de la cultura, convirtiendo a ésta en una apoteosis del consumo: Los avances del diseño gráfico frente a la opinión pública han mostrado que un logotipo puede ser más que un logotipo. En efecto, entre los más jóvenes al menos, un logotipo suele ser una especie de carnet de identidad de hábitos y preferencias, un pasaporte para lugares comunes de una generación, una bandera (Satué, 1992b: 47).
En la idea de imagen de empresa, y por supuesto en la publicidad, los comunicadores gráficos se han empleado en fortalecer el nivel más abstracto y profundo que juega hoy el diseño, preparándose para un nuevo tipo de alcances comunicativos que rebasan, por supuesto, el de la simple “percepción de información”. En La comunicación global, un libro consagrado a la nueva idea de imagen de empresa, Pascale Weil dice, por ejemplo: “Mientras antes se tendía a definir la comunicación institucional a través del mensaje, es decir, del objeto del discurso, a partir de ahora se presta una mayor atención al emisor, es decir, al sujeto del discurso que es la empresa” (Weil, 1990: 28). La comunicación institucional sustituye a la comunicación del producto y, así, la relación de la institución con la comunidad se establece sobre la base de mostrar los valores sobre los que descansa su vínculo frente a ella: habla así del discurso de la soberanía (manifestar la superioridad y el poder), de la actividad (mostrar lo que se hace y cómo se hace), de la vocación (mostrar la voluntad de servicio) y de compromiso (decir por quién se hace) (Weil, 1990: 74-84). Nuevamente observamos que el diseño se muestra como un dispositivo necesario para la profundización de las acciones de las instituciones, pero entonces el centro de la atención y la decisión lo ocupan éstas y no el diseño. Su desdibujamiento relativo será enfrentado por posturas que intentan proponer, a cambio, el papel que juega el trabajo intelectual de la comunicación para convertirse en una de las variables de la regulación entre los diferentes grupos de intereses, ya que
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las directrices económicas o sociales dependerán del modo como se hacen ver hacia la opinión pública, y en ello el diseño se ha incorporado como un medio estratégico cada vez más organizado. De esta manera, resulta necesario tener en cuenta lo que el diseño puede hacer por encima de sus postulaciones estéticas. En el marco de la globalización, nos apuraríamos a decir que los fenómenos del marketing representan para el desarrollo de la profesión una transición considerable. El marketing y su relación con el diseño, sin embargo, es algo que debe ser ponderado cuidadosamente, porque si bien su intercambio e influencia es visible a todas luces, no significa que tal relación se vuelva unívoca o exactamente simétrica. En efecto, el empobrecimiento del panorama del diseño puede ser parte del universo del marketing, lo que hace ver que entre la publicidad y el diseño hay confluencias y diferencias fluctuantes. La idea de empobrecimiento cultural y del entorno que ha generado el diseño ha sido señalada por Habermas, Abraham Moles y el propio Satué (Satué, 1992b: 11-24), en cuya perspectiva el objetivo del diseñador se tendría que plantear —incluso dentro de los fenómenos de mercado— en términos más coherentes con la producción cultural (pues este papel depredador es lo que le resta, justificadamente, crédito social y académico a la profesión), sobre todo porque la relación diseño-consumo se ha ejercido muchas veces con superficialidad y ha dado pie a manifestaciones realizadas acríticamente y con poca calidad en sus contenidos. Hecha esta distinción hemos de consignar además que el papel de la comunicación gráfica no se ha reducido sólo al ámbito del consumo, y que incluso dentro de la comunicación institucional no todo se limita a reducir al usuario al papel del consumidor. En realidad, su espectro es mucho más amplio y profundo en el desarrollo de las tipografías, en la innovación en los medios de lectura y enseñanza, en los instrumentos de interacción a distancia (como la internet), además de los ámbitos tradicionales como el cartel o las señales viales. Muchas instituciones, no sólo las empresas, han depurado sus instrumentos de diseño, y hemos dicho ya que por definición el usuario del diseño es múltiple. Veamos por ejemplo el planteamiento diseñístico realizado por Emil v. Zmaczynski para relaborar gráficamente la estructura de la tabla periódica de los elementos, en la cual son asentadas las relaciones logarítmicas y distribucionales, cruciales para la química y su didáctica, a diferencia de su modelo anterior (véase figura 1). Y es que el diseño no está en los objetos sino en el planteamiento que se aborda, en el objetivo a trabajar. Sin embargo, esta labor, más
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figura 1. La tabla periódica de los elementos en una nueva forma, según Emil v. Zmaczynski, 1935.
silenciosa y por tanto siempre sujeta a su autorización por otros campos, imposibilita la aportación intelectual propia de los diseñadores, sobre todo si éstos no han establecido claramente el núcleo conceptual que los acredite dentro de éstos fenómenos. La ponderación del discurso del diseño implica plantearse entonces cómo la presencia de los objetos (y la telepresencia, dada una era del sistema social a distancia que el paradigma del avance tecnológico ha puesto en marcha) significa que la valoración de la producción de información es más significativa que la producción de objetos, advirtiendo que ello es lo que ha cambiado la naturaleza fenomenológica del proceso de diseño, especialmente en lo que se ha denominado con el nombre futurista de “sociedad de la información”. Hasta ahora la vocación del diseñador había sido conceptual y concreta. La cuestión ahora es cómo esta vocación ha sido modificada, para bien o para mal, por el avance inexorable de la cultura inmaterial […] La actividad misma del diseño está cambiando porque los dispositivos del diseñador se han vuelto inmateriales, así como las vidas de aquellos para los cuales los productos son ofrecidos. Los productos son ahora semirobots, controlados por abstrusos programas, modelos inaccesibles y hechos por un creador ubicuo (Moles en Margolin, 1989: 268-270).
¿Dónde queda entonces el núcleo de la cuestión? Nosotros consideramos que lo que estos fenómenos ponen de manifiesto es, primero, que el problema del diseño gráfico ha rebasado su carácter material
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y visual; segundo, que el eje de la discusión se asienta sobre el tema de la comunicación, el cual necesita ser revisado y, tercero, que es urgente un nuevo perfil teórico de la disciplina que haga posible conceptualizar el rol que el discurso del diseño juega en el ámbito cultural y en la acción social dentro de los nuevos escenarios, incluyendo su heterogeneidad e indeterminación. Miremos uno a uno estos problemas. El lenguaje visual El panorama de la reflexión y la enseñanza teórica, en contraste con las demandas actuales de la comunicación gráfica, se ha asentado sobre lo que se denomina “lenguaje visual”. En principio, este valor semiótico reconocido en la imagen parecía otorgarle un respaldo sustantivo al papel que en la comunicación jugaban los objetos gráficos, haciéndolos aparecer como objetos teorizables a partir de su carácter visual. Malcolm Barnard, por ejemplo, intenta describir la “cultura visual” (para hablar de todos los fenómenos visuales que ocurren en nuestro tiempo) ubicando en principio el fenómeno en “todo lo que es visible” (Barnard, 1998: 1-9). Tal principio, sin embargo, reduce el problema del diseño y su relación con la cultura a un problema de percepción (en su sentido fisiologista) y de canal (el visual). Por otra parte, investigadores como Román Gubern han recogido los conceptos principales de las teorías del lenguaje visual sosteniendo que la acción sígnica de la imagen se asienta en su naturaleza, ya sea icónica, simbólica o arbitraria, naturaleza que se establece sobre el referente y por tanto ubica a la imagen como una forma de representación. El libro de Gubern, La mirada opulenta, recoge las tesis más sobresalientes de los estudios sobre el lenguaje visual, desde los postulados por la Gestalt hasta los de la semiología, refiriendo los numerosos mecanismos con los que las imágenes articulan conceptos, pero funda en su dimensión perceptiva el problema, e intenta evaluar la importancia de las imágenes en la constitución de lo que llama la iconósfera contemporánea, o sea la expansión de los lenguajes visuales en el mundo actual (Gubern, 1987). Como en Barnard, no obstante, la cultura visual parece escindirse así de los problemas de la cultura en su sentido general, como si esa cultura tuviera una dimensión aparte. Gubern omite al diseño (o lo refiere sólo a través de uno de sus géneros: el cartel) y orienta su análisis a la relación que va del productor al objeto, y al objeto como portador de significados, pero
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al mantener el problema de la imagen en lo visual (por oposición a lo verbal), y no en su carácter tópico y argumentativo, el pensamiento, la cultura y la naturaleza social de los significados sigue siendo poco aprehensible o aprehensible sólo en términos visuales. Asimismo, Giovanni Sartori, en un popular libro, hizo una descripción del nuevo homo videns que está sustituyendo el homo sapiens, para llamar la atención sobre el desplazamiento que los modernos medios están activando y que consiste en la suplantación de la palabra por la imagen, con lo que, dice, estaríamos asistiendo a un momento histórico que postula “una primacía de la imagen sobre lo inteligible […] que ha acabado con el pensamiento abstracto, con las ideas claras y distintas” (Sartori, 1997: 46). El poder del “lenguaje visual” se nos presenta así como determinante pero desprovisto de capacidad conceptual, pues se anula en él la posibilidad de generar “pensamiento abstracto”. Tales planteamientos parecen nutrirse de la necesidad de revaluar la cultura a partir de la creciente influencia que indudablemente está teniendo la tecnología de la imagen sobre nuestras vidas. Sin embargo, lo riesgoso de tales postulados es que parecen olvidar que no se puede establecer una diferencia entre pensamiento e imagen o entre cultura social y cultura visual, a menos que sitúe a la imagen fuera de la inteligencia y fuera de la cultura. Es decir, tales planteamientos parten de una noción simplista de la imagen. Pero la imagen, y ello se ha encargado de demostrarlo, entre otras disciplinas, el diseño gráfico (aunque en efecto no en todos los casos), es la articulación de nociones en el ámbito de lo visual y se ha hecho precisamente para generar “ideas claras y distintas”, no en la mera percepción del sujeto sino en sus actitudes y comportamientos. Al parecer esta vertiente en la que lo visual se asienta como base de la concepción del diseño, para dotarlo de una lógica semántica y sintáctica propia, se habría respaldado en buena medida en las investigaciones de la Gestalt y la psicología de la percepción. El intento por formalizar conceptos para describir el funcionamiento de los significados visuales habría llevado entonces a nociones como la de equilibrio, contraste, peso, centro y fuerza. Es decir, la descripción del llamado “lenguaje visual” se habría basado en una aplicación sistemática de metáforas tomadas de la física, que explicarían lo que la mente realiza en la percepción. Pero además de la dificultad de explicar las razones por las que esa metáfora sería pertinente para saber lo que hace la mente en la percepción, la Gestalt se encontraría tarde o temprano con el problema de que su reducción a lo formal establecía ciertas re-
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glas compositivas, a costa de suprimir otros aspectos tan o más relevantes del problema, como el carácter temático e histórico de todo hecho visual. Podemos, por ejemplo, recordar esta insuficiencia conceptual con uno de los trabajos de Arnheim sobre la noción de equilibrio. En Arte y percepción visual, libro clave de esta tendencia, Arnheim hace un análisis pormenorizado de las estructuras y ejes que posibilitan la construcción de un complejo equilibrio en un cuadro de Cézanne, los cuales parecerían alcanzar una especie de estatuto científico universal para la percepción. El tratado ofrece además diversos ejemplos de líneas subyacentes que mantienen el equilibrio en diversos cuadros, sin embargo, en la conclusión del texto, un comentario diluye el propósito afirmando, primero, que aunque el tema del cuadro forma parte integral de la concepción estructural, sólo porque reconocemos en ellas una cabeza, un cuerpo, unas manos, una silla, desempeñan las formas su particular rol compositivo […] El conocimiento, por parte del observador, de lo que significa una mujer de mediana edad sentada contribuye poderosamente a configurar el sentido más profundo de la obra
y, segundo, que “si se tratara de otro esquema, los elementos formales tendrían que ser muy diferentes para comunicar un significado similar” (Arnheim, 1994: 56). Así, llegamos a la conclusión de que los elementos compositivos están supeditados al tema y por lo tanto no existen significados formales que puedan ser universales. Lupton y Miller dicen por ello que el término “lenguaje visual” es una metáfora que compara la estructura del plano pictórico a la gramática o sintaxis del lenguaje: el efecto de esta comparación termina por segregar a la “visión” del lenguaje. Ambos términos son sostenidos como análogos pero irreconciliablemente opuestos, son esferas paralelas que nunca convergen […] la educación basada en este tipo de estudios y las prácticas que conlleva cancelan el estudio de los significados sociales y lingüísticos mediante el aislamiento de la expresión visual de otros modos de comunicación (Lupton y Miller, 1996: 62).
La institución del diseño gráfico, que se ha situado sobre todo en el estudio de los lenguajes visuales o sobre las propiedades formales de las imágenes, ha puesto el foco de atención en la percepción a expen-
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sas de la interpretación, alejando así de su terreno la competencia que tiene frente a la organización social y la mediación cultural. Nosotros creemos que el diseño exige una reorientación en este sentido y que es necesario reconocer que los fundamentos de la profesión basados en los principios del lenguaje visual han hecho imposible, sobre todo, esperar los resultados deseados cuando se aborda un problema de comunicación, pues las determinaciones de éste son sociales y no pueden ser abordadas con una matriz de ideas que excluye la dimensión comunicativa. Ello puede verse en la desconexión que normalmente existe en las escuelas entre formación visual y práctica profesional. Por ejemplo, un estudiante revisa las normas compositivas de la imagen y las pone en práctica, pero cuando se enfrenta a la necesidad de generar instrumentos de comunicación para resolver problemas didácticos, comerciales o de información, tales postulados no desempeñan sino un papel dependiente de los roles temáticos y se vuelve a recurrir al sentido común y al instinto para generar respuestas. El asunto, para el perfil de la enseñanza, parece figurar en la oposición filosófica o cognitiva que normalmente se establece entre pensamiento e imagen o entre imagen y palabra, pero otros teóricos han sostenido que en la práctica del diseño es necesario superar esta oposición si se quiere respaldar y comprender la comunicación gráfica en la dimensión interpretativa que realmente tiene (Esqueda, 2003). Los estudios lingüísticos han operado también una transformación en la que el papel del lenguaje, cuyo estudio se situaba antes en la semántica y la sintaxis de las palabras, ha cedido su lugar a los aspectos temáticos, argumentativos, tópicos y pragmáticos, en los cuales es restablecida la idea del lenguaje como factor de la acción social, incluso para explicarse la sintaxis misma. Recuperando la noción de intención del que habla, los preceptos para analizar los hechos comunicativos cambian por completo y se centran en las inferencias, las relaciones deícticas, el papel del contexto y la adecuación a las reglas de un intercambio, donde la información presupuesta y lo que se aporta o lo que se ordena resultan ser las causas organizativas de los enunciados.5 En el fenómeno de la imagen, por ejemplo, una vertiente 5
Véanse los distintos estudios sobre la dimensión pragmática del lenguaje, cuyas aportaciones reconfiguran conceptos básicos de la tradición gramatical, por ejemplo, Levinson, Stephen C., Pragmática, Barcelona, Teide, 1989, o Gutiérrez Ordóñez, Salvador, Temas, remas, focos, tópicos y comentarios,
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interesante es la que establecen libros como Modos de ver, donde John Berger, siguiendo la línea de investigación abierta por la escuela de Frankfurt, sitúa a la imagen fuera de su estatuto visual y habla de la relación que las imágenes tienen con nociones sociales como el gusto, la verdad, la civilización, la posición social, etcétera, que son los contenidos que realmente se articulan en el proceso de ver. Berger revela así la naturaleza persuasiva de las imágenes pictóricas y pone al descubierto la mixtificación que ocurre cuando los análisis se remiten a los aspectos compositivos o estéticos que, dice, suspenden la verdadera relación que la imagen traza con el lector (Berger, 2000). Otros puntos de partida son posibles para ubicar a la imagen dentro de la experiencia, como los planteados por la Fenomenología de la percepción, de Merleau-Ponty (Merleau-Ponty, 1993) o por el mismo Arnheim en El pensamiento visual (Arnheim, 1986). Mientras Merleau-Ponty habla de que es imposible dicotomizar las nociones de contenido y expresión, de forma y contenido, pues la percepción, en su naturaleza fenoménica, sólo puede plantearse como experiencia del sujeto no escindible entre sensación e intelección, Arnheim intenta fundar un nuevo panorama para hacer ver a la imagen como un fenómeno fundamentalmente inscrito en el pensamiento y la generación de ideas, tratando de superar los intentos por fundar una sintaxis visual universal, que en este libro prácticamente desaparece. Por otra parte, la investigación contemporánea de la semiótica, especialmente de la semiótica visual, ha mostrado que ciertamente los mecanismos de la percepción son el soporte de los significantes, sobre todo en su capacidad de establecer los umbrales, pero habla de que en la expresión se ejercen sobre todo transformaciones operadas sobre los tipos culturales, de modo que los signos plásticos e icónicos son el resultado de un embrague entre los tipos actualizados en una forma, la adaptación al soporte, los significados del usuario y la determinación del contexto, por ello no hay una desagregación de lo visual al conjunto de los discursos sociales sino más bien una interacción. Al hacer aparecer al signo visual como un fenómeno donde la imagen confluye con el contexto y con el usuario para establecer sus significaciones, se habla entonces de una retórica icónica, una retórica plástica y, sobre todo, de una retórica iconoplástica (Grupo µ, 1993: 231-262). Madrid, Arco Libros, 1997. En el campo de la comunicación visual, Pericot, Jordi, Servirse de la imagen. Un análisis pragmático de la imagen, Barcelona, Ariel, 1987.
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Y aún quedaría por establecerse el estatuto cultural que las imágenes juegan en la civilización. Normalmente, su proliferación lleva automáticamente a creer en su inconmensurable poder, pero también es cierto que el reino de la imagen ha generado una opacidad y una desilusión constante. La cultura occidental ha basado en la imagen gran parte de su despliegue simbólico. Sin embargo, es cierto que ese hiperdesarrollo va acompañado de una degradación irrefrenable en su capacidad de dotar al hombre de un sentido del mundo, pues su esplendor es efímero y su decadencia inmediata. Por otra parte, tampoco es un fenómeno universal pues existen otras culturas, como las islámicas, donde la imagen del mundo no es visual sino acústica y en las que la presencia de los símbolos es más perdurable y profunda. La exaltación de lo visual y de la imagen, incentivada por la abundancia empírica, pueden atraer entonces al diseño para ubicar ahí su preocupación principal, pero vemos que tal perspectiva conlleva diversas paradojas. El problema del estudio de la imagen tiene que establecerse entonces dentro de un panorama sobre la acción comunicativa más complejo de lo que en general se asume, y observando los conflictos a los que nos conduce el tema del lenguaje visual, habría que transferir el problema al terreno de la comunicación, que es el que late en el fondo del asunto y el que tiene que revisarse ahora. La comunicación Como en el caso de la imagen, la comunicación ha sido estudiada en el último siglo bajo la idea de que vivimos en una época donde su presencia es inconmensurable. Se habla de la era de la imagen y de la era de la comunicación como hechos incontrovertibles. Nosotros creemos que tales aseveraciones, por demás espectaculares, deben matizarse: la cultura humana ha usado la imagen y la palabra (oral y escrita) como instrumentos de comunicación desde siempre, y a lo que hemos asistido en las últimas décadas es a la tecnologización de la comunicación que ha puesto no sólo a la imagen sino también a la palabra en un nuevo papel social de importantes consecuencias. La transformación operada ha hecho que actitudes orales, escritas y gráficas —que antes se hacían mediante mecanismos directos de acción corporal o material, como hacer énfasis, dar pausas, subrayar una idea, expresarse mediante metáforas o hacer analogías o digresiones, representar gráficamente a un objeto, identificar con un emblema a un grupo o diagramar una situación—, hoy han sido objeto tanto de
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la explotación sistemática de sus efectos como motivo para desarrollar instrumentos poderosos destinados a su amplificación y profundización. Dicha transformación habría tenido lugar, desde luego, a partir de la era industrial, la cual originó nuevas formas de potenciar a la comunicación como instrumento de la acción social, lo que explica que el fenómeno del diseño se haya expandido como una de sus especializaciones. La concepción de la comunicación gráfica como prótesis de la comunicación corporal o gestual, que destina, por ejemplo, al diseño al desarrollo de ambientes biotrónicos, fue explorada por autores como Maurizio Morgantini (Morgantini en Margolin, 1989), mostrando que la incursión del diseño en escenarios inéditos de acción está teniendo un desarrollo considerable. Los instrumentos de invención como de producción de lo gráfico habrían desarrollado al máximo las operaciones físicas y mentales de la comunicación humana, generando incluso posibilidades que están mucho más allá de la capacidad del cuerpo (como fijar la memoria, transitar por el espacio, desarrollar puntos de vista no egocéntricos, etcétera). Por su parte, Walter Benjamin exploró la dimensión antinaturalista del cine y situó el carácter de los planos como poderosas organizaciones metafóricas de la actividad mental, mostrando el potencial que traería la era del desarrollo tecnológico de la comunicación para la sociedad de masas (cf. Benjamin, 1981). La identificación y el estudio de tales fenómenos situaría a la comunicación gráfica en un horizonte similar a aquél con el cual la antigua poética y retórica habían emprendido sus cometidos (véase más adelante “La tradición retórica y el diseño”). Si los recursos argumentativos de la comunicación, potenciados por los modernos medios, dan un soporte formidable para la movilización social, su desarrollo en disciplinas de estudio era una consecuencia necesaria, pues preveía el rol que la comunicación gráfica tendría en las estrategias de difusión de ideas, en la legitimación del poder, en la proliferación de la información y en aspectos culturales como la diversión, el entretenimiento y el consumo, tal como lo hace la prensa, la radio y la televisión, sólo que en perspectivas distintas. La comunicación se volvió así un objeto de estudio importante durante el siglo xx. Pero el problema es que en su indagación teórica el papel de la argumentación y la acción persuasiva como parte de sus bases fueron suplidas por modelos donde la comunicación aparecía explicada por esquemas que sólo consideraban los aspectos factuales
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del fenómeno, haciéndolo aparecer como el flujo de información dentro de un circuito eléctrico. Esto trajo importantes consecuencias para el análisis de la comunicación gráfica, pues a falta de una base teórica de la sintaxis visual frente a los problemas de la cultura y el significado, las teorías de la comunicación vinieron a cubrir aparentemente esa carencia suscitando nuevos problemas. Por ejemplo, el despliegue de las técnicas de representación visual aparecía ahora amparado en las nociones de la comunicación que suponen la existencia de emisores, mensajes y receptores. Vista así, la comunicación fue caracterizada como el producto de un “código” del que se extraen enunciados que son insertados en “el circuito comunicacional”. Ello parecía, por momentos, llenar el espacio del marco conceptual que el diseño requeriría. Sin embargo, los términos canónicos de la comunicación dejaron más tarde de surtir efecto, pues simplificaban esquemáticamente lo que en la acción social era mucho más complejo. En efecto, al intentar darle un estatuto cognoscitivo a la comunicación social, los teóricos de la comunicación no lograron establecer un cuerpo teórico propio que permitiera otorgarle una relevancia cognitiva a sus modelos de análisis: los modelos siempre se sujetaban a aspectos generales y fácticos; sus parámetros intentaban emular los modelos científicos y con ello generaron esa extendida idea de la comunicación como algo sujeto a parámetros de verificación amparados por la concepción mecánica de la misma. Como lo ha señalado Eduardo Andión: Al fenómeno de la comunicación social los comunicólogos no le han podido conferir una relevancia teórica como objeto de conocimiento. Cuando se trata de comprenderlo bajo nociones generales, el fenómeno de la comunicación se escapa por entre las imprecisiones de una concepción simplificada, tanto de la comunicación como de la misma sociedad […] Esta perspectiva se ve disminuida aún más por la “crisis de los paradigmas” en las ciencias sociales, y por la irrupción de métodos de acercamiento transdisciplinarios, que han dejado a los investigadores de la comunicación social marginados por la falta de recursos teóricos para incorporarse al debate conceptual, y perplejos porque su “fenómeno” se transita y es acosado por cualquiera (sobre todo por los posmodernos) (Andión, 1999a: 117-120).
Así, los fenómenos de la comunicación y el impacto de los medios, que se habrían establecido como un factor decisivo para el control de
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las masas, habrían generado consecuencias inasequibles a partir de los instrumentos cognoscitivos puestos en marcha. Y es que, continúa Andión La reformulación de los principios aristotélicos (quién dice, qué, a quién, con qué efectos) implícitamente presuponen la posibilidad de reducir la complejidad de los fenómenos a los modelos de persuasión y la elevación abstracta del “individuo emisor”, como controlador y decisor de la actividad de transmitir mensajes. El modelo de transmisión de mensajes se ve influido por concepciones que tratan de dinamizar las descripciones funcionales, y se inicia el enfoque procesual que pretende admitir los flujos de circulación entre los polos canónicos, aunque todavía sin deshacerse de la noción de mensaje (Andión, 1999a: 117-120).
Las concepciones comunicacionales que hacen aparecer al diseño como un agente productor de mensajes inscriben su esfuerzo teórico en la reducción del fenómeno al mecanismo instrumental que lo hace posible, documentándose así la percepción, el canal, el código o la recepción como las instancias que parecen otorgarle el sentido de un “proceso” a lo que es una mera secuencia instrumental. Véanse por ejemplo los modelos comunicacionales que dentro de la teoría se han construido sobre estas bases, siempre inscribiendo a los agentes y las funciones de la comunicación dentro de esquemas que interpretan como circuito diagramático a la comunicación humana (Ellis y McClintock, 1993). Durante el siglo xx, el diseño gráfico se orientó hacia la expresión de los emisores a partir de la producción de mensajes visuales. Según Richard Buchanan, esta “fue una extensión de la vocación a la expresividad de las artes elevadas, proyectadas ahora dentro del escenario comercial o científico de los servicios” (Buchanan, 1988: 9-10). Bajo la influencia de la “teoría de la comunicación” y de la semiótica, el rol del diseñador fue establecido como un intérprete de mensajes. Por ejemplo, el diseñador gráfico introducía colores intencionales para las corporaciones o los mensajes públicos o, en términos técnicos, el diseñador gráfico codificaba el mensaje. Como resultado, los productos del diseño fueron vistos como “cosas”, “objetos”, entidades dispuestas a ser “descodificadas” por el espectador. Sin embargo, tal idea reducía el problema de la interacción social y su valor simbólico y social a un simple flujo más o menos mecánico de información, por lo que “aunque éste sea aún un usual modo de estudiar la comunicación
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Difusión Información Documentación Incubación I II
Verificación Idea creativa Desarrollo Formalización III IV V
Mensaje
figura 2. Etapas del proceso creativo del diseño, según Costa.
visual, tal aproximación ha perdido su fuerza inicial en la práctica del diseño actual” (Buchanan, 1988: 9-10). Resulta de interés la metáfora de la “cadena comunicacional” con la que, dentro de la “teoría del diseño”, algunos autores como Joan Costa han intentado aprehender los fenómenos de la comunicación visual, estableciendo al demandante del diseño como usuario, al diseñador como codificador, al producto de diseño como mensaje, al medio difusor como agente transmisor y al consumidor como receptor. La deuda del diseño al modelo comunicacional se hace patente y ello da como consecuencia esquemas como el de la figura 2, en el que el proceso de diseño se resuelve por etapas (de documentación, incubación, idea creativa, verificación y formalización) que hacen referencia a la mecánica operativa para establecer desde ahí la naturaleza del fenómeno, subordinando los contenidos a una proyección subjetiva de la que el mismo esquema señala que no se puede dar cuenta (puesto que se señala a través de un flecha que no proviene del proceso). La explicación de este modelo que da Costa es sorprendente, pues dentro del flujo la competencia del diseñador es reconocida por su vaguedad. Dice Costa: la incubación exige una “maduración de los datos, una elaboración subconsciente y tentativas en un nivel muy difuso” que después llega a la “iluminación entendida como descubrimiento de soluciones originales posibles, que es lo que constituye el eje del proceso de diseño en el momento del surgimiento de la ‘idea creativa’” (Costa, 1994: 10-15). En tal planteamiento vemos que el problema generado por las teorías de la sintaxis visual quedaba intacto, pues el núcleo del diseño seguía dejando al aspecto central de la comunicación en un lugar inasequible, pasando a formar parte de las concepciones pasivas de la práctica de diseño. Ello se aprecia, por ejemplo, en la noción de “proceso” que se ha dibujado al interior de la disciplina, del que se habla como una instancia de conceptualización que soporta la formalización y la producción, pero que es entendido la mayoría de las veces como la simple recabación de datos (y la investi-
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gación en el diseño gráfico se reduce a sus factores externos, sin abordar el de la naturaleza tecnológica de su propio discurso). El asunto es entonces el problema de la noción de mensaje, el cual, por naturaleza, supone que una información es “encapsulada” por un emisor y luego vehiculizada a un “receptor”, en un proceso donde el usuario es categorizado como un agente pasivo y la interacción social reducida a un problema de claridad o de eliminación de “ruido”. La impronta de estas ideas o de estas metáforas parece ser muy resistente, y muchos postulados del diseño gráfico siguen siendo herederos de esa noción. La comunicación, sin embargo, es un aspecto problemático y enormemente enraizado en las condiciones contextuales y en la dinámica de los grupos sociales, los cuales ejercen acciones y competencias diferenciadas para legitimar sus perspectivas en un escenario complejo y dinámico. Por ello se ha tenido que relaborar el concepto de comunicación y entender el carácter fundamentalmente heterogéneo y discontinuo de los lenguajes. Para decirlo en palabras de F. Paulham, “nadie puede verdaderamente entender a los demás” (citado por Frascara, 1997: 96), lo que en realidad ofrece una plataforma para el desarrollo de la argumentación, que parte de la caracterización implícita de que los auditorios sustentan diferentes acuerdos haciendo necesaria la acción discursiva, que no es sólo racional sino polémica y emotiva, para generar consensos o ganar adhesiones.6 La naturaleza fundamentalmente conflictiva de la comunicación nos llevaría entonces al tema de la interpretación que, como sostiene Umberto Eco, no implica la deriva sino la interacción constante de las enciclopedias, entendiendo que los grupos humanos construyen sus propias enciclopedias (conjuntos de nociones y sentidos con los que conducen su acción y persiguen la legitimidad tratando de establecer frente a otros lo que es “normal”) posibilitando, con ello, la existencia de un espacio común de intercambio y competencia que daría lugar a la cultura de una época, a lo que se llama “el espíritu de la época”, que es el campo propiamente dicho de la acción y la interacción comunicativa (Eco, 2000). Esto explicaría también los postulados de la moderna mercadotecnia. Planteada como un instrumento de indagación de la opinión para construir la persuasión, la mercadotecnia aborda el tema de la opinión pública diferenciada a través de la metáfora de los “segmentos”. 6
Véase por ejemplo Perelman, Chaïm y Lucie Olbrecht-Tyteca, Tratado de la argumentación, Madrid, Gredos, 1989.
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El “segmento de mercado” recortaría a los públicos en comunidades de opiniones para tratar de lograr frente a ellos argumentos que dejaran una huella permanente en sus estructuras cognitivas y emotivas (lo que llaman “posicionamiento”). El fenómeno parte de un diagnóstico diversificado de las condiciones de la opinión pero, además de lo interesante que resulta observar las metáforas con las que dicho procedimiento es elaborado (configurándolo como un asunto militar, “tomar posición”, etcétera, que habla de que el auditorio sólo es incorporado en tanto que consumidor, y al mercado sólo en cuanto a que es una guerra), resulta significativa la insistencia en tratar de dar al asunto un perfil “semicientífico” (y muchas metáforas orientan así la acción, dando por hechas analogías para pensar la realidad que más bien han sido construidas bajo una dirección determinada). En efecto, la comunicación desde el ángulo de la mercadotecnia ubica un fenómeno clave de la opinión como es su carácter problemático, pero en su relaboración de los conceptos aristotélicos (dicen los mercadólogos que un mensaje debe primero llamar a la percepción, luego a la atención, luego a la comprensión y luego a la retención) intenta abordar el fenómeno como un asunto de ingeniería registrable por lo estadístico. La mercadotecnia lograría así numerosos éxitos, pero convertiría a la comunicación en una acción instrumental y dejaría de lado otros problemas, que es una de las consecuencias de reducir el problema de la comunicación y el consumo a la simple necesidad de ganar una guerra (o ver todo como un acto de venta). Así, podemos decir: la mercadotecnia hereda en muchos ocasiones las consecuencias de las teorías de la comunicación antes reseñadas al insistir en perfilar a los auditorios como receptores de mensajes. El problema de las teorías radica justamente en el hecho de que las categorías que postulan parecen ser una forma de aprehensión positiva de lo real, pero verdaderamente hacen configurar el espacio percibido en términos de lo que ellas mismas han postulado, y ello define asimismo sus límites o sus alcances. Los estudios de mercado sostienen que el público se reparte en segmentos, pero en cambio se puede sostener que no es que los auditorios se fragmenten en los segmentos que postula la mercadotecnia, sino que la mercadotecnia opera con el concepto de segmento para analizar a los auditorios. En este sentido, todo modelo es retórico en la medida en que establece lugares conceptuales para generar sus categorías para “aprehender la realidad”, que no es otra cosa que segmentarla a partir de los fines que realmente busca. El problema viene cuando se hace aparecer al modelo como
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producto de una “descripción” de la realidad, cuando de suyo es ya una interpretación de la misma, que es el mecanismo de la producción de la creencia. Luego entonces, los modelos teóricos son instrumentos para dirigir el pensamiento y la acción, son “metáforas orientadoras”. En otros estudios más avanzados, no obstante, este problema ha sido advertido y el consumo ha sido revelado como un problema más asociado con la esfera simbólica de la comunicación social que con el carisma publicitario que se asume a sí misma como el modelo indiscutible del mundo actual (véase por ejemplo la elaboración crítica de la noción de consumo hecha por Pierre Bourdieu en La distinción). Asimismo, ello permite ubicar fenómenos como el del consumidor que no necesariamente consume por lo que se comunica sino por otras razones (hay públicos que prefieren una marca porque es la que conocen y no por lo que promete, o porque es la opción disponible, o porque representa simplemente un uso avanzado de la tecnología aunque no se compartan sus otros atributos). Existen estudios donde se analiza la experiencia de la gente que consume y donde, preguntándose por qué la gente usa y se apega a objetos, se llega a la conclusión de que los proyectos de vida tienen una coherencia convergente pero distinta a la del mercado y que la adopción que se hace de ellos implica una transformación de lo previsto, desarticulando así la especulación de la mercadotecnia tradicional, que es lo que se conoce como teoría de la respuesta del lector.7 Así, como señala Victor Margolin, la teoría de la respuesta del lector también puede jugar un rol importante para entender el modo en que los consumidores o usuarios del diseño establecen una relación con los objetos en forma diferente a lo que revelan los estudios de mercadotecnia (Margolin, 1998: 9).
El panorama de la comunicación, por tanto, merece nuevas perspectivas para el estudio del discurso del diseño. Estos abordajes han comenzado a gestarse. J. Durham Peters, por ejemplo, asume un nuevo perfil para estudiar la comunicación postulando la noción de que existen dos estrategias imperfectas que son la del diálogo y la predicación. Partiendo de estos procedimientos, basados en el modelo de 7
Véase por ejemplo Csikszentmihalyi, Mihaly y Rochberg-Halton, The Meaning of Things: Domestic Simbols and the Self, Cambridge, Cambridge University Press, 1981.
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Platón y el de Jesucristo, Durham establece que la idea de comunicación en la historia occidental se ha forjado, o bien en el diálogo (que supone la posibilidad de razonar con el otro directamente, y en cuya experiencia, no obstante, la comunión de juicios no se garantiza en absoluto) o en la prédica (donde un orador se dirige al auditorio en espera de que sus convicciones sean aceptadas por la opinión, fenómeno que logra adhesiones pero está lejos de ser una panacea). La publicidad sería un modelo de la prédica o de la diseminación, sólo que llevada a lo espectacular y a lo electrónico. De este modo, Durham ubica esta perspectiva dentro del marco de las tecnologías modernas, las cuales se han asentado bajo el ideal fijo de eliminar la incomprensión y el aislamiento mediante poderosos recursos, pero cuyos objetivos siempre están atravesados por la presencia de barreras insuperables (Durham, 1999: 1-10). La idea de feliz eficacia comunicativa ha quedado atrás en este tipo de investigaciones. Por su parte, los modernos estudios de pragmática o de semiótica han comenzado a asumir el papel del contexto y del acuerdo como insumos indispensables para abordar la comunicación humana. Asimismo, dentro de la mercadotecnia, autores como Fuat Firat han planteado la idea de escenarios complejos y particularizados, donde el campo de la investigación de mercado se invierte y donde la no homologación de las creencias, y por tanto de las unidades discursivas, se establece en virtud de la re-individualización de los auditorios y del rechazo a la pretensión de que las ideas se asumen pasivamente.8 Ello tiene mucho que ver con los escenarios dibujados por la posmodernidad, pero muestra también que la fragmentación y la ruptura con la idea de linealidad y de convergencia única son a su vez consecuencias del funcionamiento del mercado y de la tecnología y no nuevas vanguardias estéticas. Así, vemos que los patrones de pensamiento con los que se ha abordado este tema han tenido grandes transformaciones. Sin embargo, no por ello el problema de la comunicación puede dejar de plantearse.
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Véase Firat, Fuat, y Nikhilesh Dholakia, comps., Consuming People: From Political Economy to Theaters of Consumption, 1998, New York, Rouletdge; y también Firat, Fuat et al., Philosophical and Radical Thought in Marketing, Lexington, Lexington Books, 1987.
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El diseño en el ámbito cultural y social La problematización del fenómeno de la comunicación nos hace ver bajo otra óptica la perspectiva del diseño, como algo que no está articulado sobre supuestos permanentes. En tanto que disciplina orientada a generar de un modo planificado el mundo artificial, y en tanto profesión constituida, pareciera que sus modelos de operación podrían ser estructurados y fijados. Sin embargo, vemos que en realidad los modelos llevan implícita una perspectiva de lo social y que por tanto, existiendo numerosas (y conflictivas) ideas de lo que el mundo social es, resulta imposible hablar de una teoría única del diseño. Como señala Victor Margolin “podemos usar una amplia definición del diseño […] para el establecimiento de relaciones entre diferentes tipos de diseño, pero no podemos asumir que un solo modelo caracterizará el proceso de diseño para todos” (Margolin, 1998: 7). La cultura del diseño abarca diferentes fenómenos, conocimientos, instrumentos de análisis y modelos de producción que intentan explicar cómo los objetos y las comunicaciones son generados, producidos, distribuidos y usados dentro de contextos económicos y sociales cada vez más complejos e indeterminados. A su vez, su acción no puede plantearse de manera unívoca, sino que, como hemos visto, sus funciones y sus puntos de partida son esencialmente heterogéneos. El diseño, no obstante, se encuentra involucrado con las teorías sociales y con la movilidad cultural y difícilmente puede plantear una autonomía frente a estos aspectos. La extremada fragmentación de los proyectos de diseño hace, sin embargo, aparecer de forma muy aislada cada una de las perspectivas y ello repercute en la falta de una presencia sólida de los estudios de diseño como parte del debate contemporáneo, lo que deriva en aportaciones nuevas, pero sobre todo hace urgente el desarrollo de una cultura crítica que permita mostrar el papel que el diseño está jugando en el orden social, así como posibilitar que los diseñadores afronten problemas de mayor complejidad e importancia de lo que ahora están haciendo. En este nuevo posicionamiento de la disciplina del diseño, y por tanto de los efectos colectivos de su discurso, ha sido necesario hacerse cargo no sólo de los aspectos tradicionales, como las formas o los instrumentos de producción, sino de los efectos que generan los productos del diseño sobre el uso y el consumo. La incorporación de estos aspectos a la reflexión de los diseñadores será entonces determinante en la nueva constitución de la disciplina. Los diseñadores no
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deben olvidar que si bien sus herramientas y habilidades operan sobre objetos y formas, el eje de sus conceptos y sus acciones se ubica más bien afuera, en las relaciones que echan a andar en el entorno y en el compromiso que tienen en la construcción de una “ecología urbana”; en consecuencia, hay una responsabilidad visual o formal con el objeto, pero ello sólo es un aspecto de una responsabilidad mayor y no objetual que responde a la función ética y social con que el diseño participa en la cultura; de ello están ocupándose las teorías contemporáneas del diseño. La cultura se presenta como un entorno de acciones divergentes, como un escenario de apuestas simbólicas cuya composición es muy elusiva. El orden y su descomposición, la reordenación y el avance sobre el territorio, son las características más sobresalientes de los últimos tiempos, y el diseño juega un papel preponderante en ello, como uno de los artífices encargados de expresar los valores culturales que están en juego. Si quisiéramos inscribir en algún lugar al discurso del diseño, y establecer el rango de importancia que éste juega en el espacio social, tendríamos que ubicarlo justamente en su papel de actividad que materializa los diferentes proyectos que componen la cultura y, más aún, en su capacidad performativa, es decir, en su facultad de no sólo expresar las ideas sociales sino de implicar en acciones esas ideas, dando forma a las creencias en el seno de la vida práctica, es decir, a través de la relación específica que se establece entre los objetos o las imágenes y los individuos. Hemos visto que esta relación, que constituye el aspecto central del discurso del diseño en el espacio cultural y social, está lejos de haberse caracterizado como uno de los fenómenos de nuestro tiempo, a pesar de su creciente importancia, incluso dentro de la propia disciplina. Es, a veces, la imposibilidad de comprender estas determinaciones lo que hace que los diseñadores se refugien una vez más en el ámbito de los oficios tradicionales. Uno de los aspectos que está produciendo un reviraje de la disciplina es que la atención que se establece ahora sobre el diseño es como el planteamiento para la acción. Si el aspecto crucial del diseño es la relación que establecen los proyectos con las actividades prácticas, y estas constituyen un ingrediente específico y altamente desarrollado y tecnificado de la cultura y del orden social, entonces el centro de atención se desplaza hacia nuevos caminos. En el ámbito del diseño gráfico, por ejemplo, ha representado el surgimiento de nuevas posiciones donde, abandonando los presupuestos formales y sintácticos de la ima-
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gen o los postulados tradicionales de las ciencias de la comunicación, se ha generado una mayor atención a entender lo gráfico a partir de la noción de argumentación persuasiva. Las nuevas síntesis de imágenes y palabras, descubiertas a partir de la indagación sobre las posibilidades retóricas del diseño para generar argumentos convincentes, son ahora un nuevo centro de atención lo que muestra el reposicionamiento del problema del diseño [pues] desplaza el interés del signo a la acción (Buchanan, 1998: 8-10).
Ello, subraya a su vez, es lo que permite comprender las transformaciones e innovaciones que el diseño genera en los escenarios prácticos de la gente, no sólo en los ámbitos tradicionales de producción como el cartel, sino en los ambientes computarizados, el diseño para los servicios, las actividades organizadas, los espacios, los objetos, y su impronta para configurar los entornos para la habitación, el trabajo, el juego y el aprendizaje. Buchanan dirá así que los signos y las imágenes son fragmentos de experiencia que reflejan nuestra percepción de los objetos materiales. Los objetos materiales, a su vez, son instrumentos de acción. En efecto, signos, objetos, acciones y pensamientos, no sólo están interconectados, sino que han interpretado y emergido en el pensamiento del diseño contemporáneo con sorprendentes consecuencias para la innovación (Buchanan, 1988: 8-10).
Y es que el espacio cultural puede ser interpretado como un sistema donde orden y desorden no constituyen una dicotomía para el diseño. Dentro de su escenario, más bien, el aspecto decisivo es que la cultura es un flujo que va del orden al desorden, y del desorden a la reordenación de las posibilidades, lo que hace que el diseño se postule como un constante ejercicio de exploraciones, oportunidades y síntesis nuevas, pero que parten de acuerdos sociales. Ello nos llevará entonces al tema de la retórica como un elemento central de la reflexión nueva del diseño. Pero, por lo pronto, podemos ilustrar el perfil que toma el diseño gráfico ante estos nuevos planteamientos si intentamos reubicar el papel del discurso del diseño frente a su contexto actual. Lo primero que podemos concluir es que el diseño remite siempre a los escenarios y los entornos prácticos, dentro de los cuales intenta generar modos de reordenación y de descubrimiento, pero cuyo eje son las creencias, los juicios, las acciones y los pensamientos de la
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gente. El diseño, además, sería un dispositivo generado fundamentalmente para las ciudades y sus funcionamientos complejos. Es la ciudad y la vida urbana la que exige el constante emplazamiento y desplazamiento de las situaciones de diseño. Para entender de un modo general este panorama, podemos seguir algunas de las ideas desarrolladas sobre el tema por María Ledesma, quien intentando caracterizar la compleja red de determinaciones que subyacen a la idea del diseño gráfico, preguntándose sobre todo por su “necesidad”, sostiene que dentro de él habría las siguientes características: 1. El diseño remite a la comunicación siempre colectiva y social de la vida urbana, tanto para entidades públicas como privadas; es una actividad que potencia la complejidad comunicacional transformándola en una red intrincada en la que los lugares están cambiando constantemente. El diseño actúa en ella mediante una especie de ampliación del volumen de la información, pero a veces puede ser para un uso efímero y a veces para un rendimiento prolongado. 2. El diseño aparece como un regulador social, un ordenador de los comportamientos sociales. No se trata de una actividad que resuelva la comunicación visual necesaria para la vida social, sino que organiza cierto tipo de información para hacerla legible y regula ciertos comportamientos; en este sentido, el diseño opera como un factor de institucionalización que abarca el sistema general de los comportamientos sociales. 3. Frente a los auditorios, el diseño regula comportamientos en función de las necesidades reconocidas como tales por un grupo social: necesidad de orientarse, vender, comprar, distinguir, aprender, informarse, es decir, su lectura implica el reconocimiento implícito de la autoridad social que propone un comportamiento. 4. La interpretación de los mensajes supone entonces otorgar legitimidad al que comunica (que no es un diseñador sino una institución) pero ésta puede ser concedida o no según el juego mismo de la vida social. A su vez las comunicaciones gráficas se dirigen a grupos o sectores diversos, que son segmentados por la comunicación y ello forma parte de las reglas de interpretación de sus enunciados. 5. La complejidad de la competencia y la necesidad de afrontar una constante movilidad de los factores de atención de los auditorios, aumentan la provisionalidad del valor simbólico de sus productos, lo que trae como resultado la necesidad de una constante
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exigencia de variedad. En este sentido, podríamos considerar que la búsqueda de originalidad no es tanto un atributo de la creatividad del diseñador como una exigencia del mercado mismo. 6. La acción comunicativa en la que se inserta el diseño no se ejerce sólo desde el diseño, sino que forma parte de un conjunto discursivo más amplio (cf. Ledesma, 1997: 46-54). En tales observaciones, donde el diseño gráfico aparece como un factor de institucionalización que depende de la legitimidad de quien lo expide (y no exclusivamente del diseñador mismo), dando lugar a puntos de partida proyectuales, alcances, métodos y procedimientos de interpretación variados, es posible advertir porqué la naturaleza de la profesión no se define en términos del creador-productor sino de su capacidad de regulación entre las instituciones y los auditorios. En esos escenarios, el diseño gráfico actúa como un agente capaz de potenciar las acciones comunicativas, hacerlas coherentes, pero la materia prima principal son las reglas de interacción social. La idea del diseño gráfico como regulador es propicia por ello, establece el papel intermediario que juega la comunicación y aclara por qué el diseño no resuelve problemas sociales directamente, sino contribuye a la formación de los juicios con que los problemas son afrontados, acción que es ejercida a partir de sus cualidades discursivas posibles. Por ello es quizá más importante la definición de escenario, evento o situación comunicativa, porque en ellos confluyen una gran cantidad de aspectos culturales como la búsqueda de legitimidad, la necesidad de informarse, la articulación de las opiniones públicas, la adopción de modelos estéticos, y es sobre esos elementos, colocados en situaciones particulares, donde el diseño gráfico interviene haciendo visibles ciertos argumentos. Jorge Frascara ha dicho por ello que el papel del diseñador gráfico no es producir formas, sino crear comunicaciones. El énfasis no debe ponerse en el diseño físico, ya que éste es sólo un medio. El diseñador esencialmente diseña un evento, un acto en el cual el usuario interactúa con el diseño y produce la comunicación. Entonces el objetivo del diseñador gráfico es el diseño de situaciones comunicacionales (Frascara, 1994: 26).
Y el discurso del diseño estará sujeto entonces a la comprensión de la comunicación dentro de los escenarios contingentes.
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Para categorizar u organizar, no obstante, los modos de acción comunicativa del diseño gráfico, se han propuesto algunos modelos, como el que apunta María Ledesma (reinterpretando la teoría de las modalizaciones de la semiótica en Greimas y Peirce), y según el cual la comunicación gráfica se ejerce sobre la base de una serie de operaciones, que apuntan a establecer la naturaleza del discurso del diseño a partir de la relación que establece frente al usuario. Según Ledesma, el diseño gráfico sería un dispositivo para: ■
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Hacer leer. Como en el caso del diseño tipográfico, la diagramación, la creación de formularios, etcétera. Dentro de este esquema, un primer nivel de la acción del diseño es el de construir la legibilidad, que es lo que da su particular desarrollo al diseño editorial. Esta línea puede ir desde una tarjeta hasta la edición de un libro o una enciclopedia. El diseñador es un intermediario entre un texto escrito y un usuario, y su labor consiste en disponer los elementos para organizar y favorecer la lectura. Hacer saber. Que se refiere a la idea de hacer visible una información a través de imágenes y palabras: en los planos, los horarios, las identidades, las señales, las etiquetas. Consistiría básicamente en hacer gráfica y visible la información que en otros términos tendría que ser lingüística y más costosa. La idea de hacer saber supone también la noción de difusión y de ordenamiento (un logotipo da aviso de la existencia de una institución o razón social y de lo que hace y promete, y una señal hace saber por dónde se puede circular y por dónde no, en cuyo caso se constituye como una orden). Esta necesidad pragmática es uno de los hechos que hace necesario trasladar una proposición hecha para el público a formas visibles y económicas, lo que motiva el movimiento de las nociones a su expresión gráfica. Hacer hacer. Que se refiere al discurso persuasivo, el cual generalmente vincula textos e imágenes para construir argumentos orientados a lograr la persuasión en múltiples escenarios. Es decir, aquí no sólo cuenta la información, sino que se parte de la necesidad de producir o modificar una actitud, por lo cual se requieren razonamientos explícitos. Ello puede referirse tanto a favorecer el consumo, a votar por alguien o a asumir una actitud cívica, en todos esos casos se apela a razones y conclusiones, que son expuestas con distintas estrategias por el diseño. Es el caso de la publicidad, de los carteles argumentados, etcétera (Ledesma, 1997: 61-67).
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Este modelo haría posible comenzar a desglosar los distintos ámbitos y competencias con los que normalmente el diseño gráfico define sus campos internos, como la señalética y la identidad corporativa, el diseño editorial, la esquemática o la infografía, el diseño publicitario, los cuales han resultado útiles para la especialización. Sin embargo, a pesar de lo estimulante que resulta esta organización, tendríamos que advertir que el esquema contiene un problema, pues reduce la noción de persuasión a un solo ámbito, haciendo aparecer a los otros como acciones instrumentales o puramente informativas. Sabemos, sin embargo, que la organización de la información conlleva no obstante un proceso activo de interpretación ante el público, y por tanto no escapa a la esfera persuasiva (está presente en la selección y organización de los tipos, de las imágenes y los diagramas), y se pone de manifiesto, por ejemplo, en el periódico, que aparentemente es un organizador de la información pero cuyo orden implica, como sabemos, una actitud favorable a cierta interpretación de los datos (la información, por tanto, también es retórica). En virtud de lo anterior, podemos sostener que la persuasión está presente en el hacer leer y el hacer saber, por lo que su separación puede confundirnos, sobre todo cuando es aquí donde parece manifestarse con más fuerza esa falsa bifurcación entre lo funcional y lo retórico, que tantas confusiones ha traído para el diseño, como vimos antes. La ventaja de tal modelo de análisis, sin embargo, es que intenta dibujar el escenario de la comunicación gráfica en términos de la acción sobre el público y no se limita a sus componentes estéticos o formales, permitiendo el establecimiento de campos específicos. Hacer leer sería entonces un modo persuasivo, tanto como hacer publicidad, sólo que con instrumentos y fines diversos. Para afrontar estas limitaciones tenemos entonces que repensar el problema de las acciones que genera el diseño, para lo cual existen otros planteamientos. Ann C. Tyler, por ejemplo, resuelve de forma interesante este problema al decir que el diseño en general, y el gráfico en particular, es en todos los casos un modo en el que las creencias adquieren forma. Analizando el asunto desde la perspectiva del usuario, Tyler sostiene que la acción persuasiva se encuentra en todos los niveles, y las diferencias estarían en los modos como la comunicación gráfica intenta conseguir sus objetivos: así, a diferencia del modelo anterior, Tyler dirá que la persuasión en el diseño gráfico se alcanza a través de alguno de los siguientes artificios:
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1. Inducir a la audiencia a realizar cierta acción —como en un anuncio donde se muestran las ventajas de un museo, tratando de mostrar sus cualidades para lograr el aumento de los visitantes. 2. Educar a la audiencia (persuadiéndola a aceptar ciertos datos o información haciéndolos parecer fiables) —como el caso de la identidad institucional o del itinerario de una compañía. 3. Proveer a la audiencia con una experiencia que dispone una exhibición de valores con los que el sujeto puede estar de acuerdo o en desacuerdo, identificarse o no con ellos —como en el caso de la portada de una revista que postula su adhesión a un estilo o una estética esperando que el público la comparta (Tyler en Margolin, 1998: 104). Este esquema tiene la ventaja de transportar la acción argumentativa a distintos procedimientos, y un elemento muy importante es que incluye al diseño basado en postulados estéticos, aparentemente no interesados en la acción comunicativa como parte de las estrategias de persuasión. Ese aspecto es relevante para ciertas discusiones, pues algunos teóricos y diseñadores piensan que la cancelación del interés por la función pragmática de la comunicación pone al diseño fuera de su propio campo, o en una esfera de contemplación estética donde la persuasión, en principio, no tendría lugar. Como ha señalado Pierre Bourdieu, y la propia Ann Tyler, la estética es también una forma de utilizar creencias para inducir a su vez nuevas creencias en la gente. Pero entonces la naturaleza del lenguaje, de la comunicación y de la acción social y cultural del diseño nos conduce al terreno de la persuasión, y con ello al de la retórica, aspecto que por considerarlo central en esta discusión merece un estudio más pormenorizado.
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La tradición retórica y el diseño Al revisar los modelos de análisis del discurso del diseño vemos aparecer dos fenómenos centrales: que los juicios de los auditorios son determinantes y que la acción comunicativa del diseño no es objetiva o formal sino siempre persuasiva. De este modo, podemos plantear ahora que para entender el discurso del diseño es necesario establecer su núcleo conceptual y metodológico en términos de la retórica. Los temas de la retórica, desde la antigüedad, fueron definidos a partir de la experiencia práctica, para regresar a ella. De lo que se trataba era de comprender qué principios racionales, emocionales y organizativos subyacían al acto de comunicar, sobre todo cuando la modulación de la opinión y su posterior desencadenamiento en acciones es lo que se pone en juego, con las consecuencias que eso trae para su comprensión y su aplicación. Así, la retórica era un instrumento teórico y práctico que se podía enseñar para afrontar los debates, y mediante ella los antiguos retóricos intentaban, al igual que los diseñadores, convertir una habilidad natural en una habilidad profesional. La retórica implicaba, para su formulación, una separación de la poética, es decir, se trataba de investigar los procedimientos de generación del discurso y no sólo su investigación estilística. Este desdoblamiento tiene importantes consecuencias para la teoría del diseño. En la poética, tal como lo vemos en Aristóteles, el arte se volcaba sobre la naturaleza del hacer o producir (concepto que posteriormente fue confundido con “la creación”), con el análisis de las partes que componen una obra y con sus aspectos estilísticos y su valoración. En el diseño la influencia de la Poética es considerable pues la enseñanza y la bibliografía parecen acentuar, aunque sin bases muy firmes, su naturaleza a partir de las obras. Vemos así que lo que se pondera en los libros y transparencias que casi siempre se utilizan en la enseñanza del diseño y en su reflexión son obras de autores, imágenes y ejemplos, pero con frecuencia no existe una explicación de los razonamientos que llevaron a esas soluciones, generalmente determinadas por contextos particulares, y así la exaltación de la poética, ver mu-
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chas imágenes y contemplar sus virtudes compositivas, parece erguirse como la única fuente de aprendizaje, fundada en la imitación.1 Pero la retórica versaba sobre el arte de la producción de argumentos, sobre la naturaleza de las creencias y sobre los mecanismos propicios para la organización del discurso y su puesta en acción, es decir, es un ámbito de planeación de la comunicación que considera tanto los aspectos racionales como los emotivos en la conformación de la opinión pública y en distintos tipos de escenarios y situaciones; justo como ocurre en el diseño de la comunicación gráfica. Luego entonces, en la reflexión de esta profesión el movimiento tendría que partir más bien de la retórica antes que de la poética, como ha sostenido R. Buchanan, pues el tema de los estudios de diseño no son los objetos como tales, sino el arte de concebir y planear productos. En otras palabras, la poética de los productos —el estudio de los productos como son— es diferente de la retórica de los productos y el estudio de cómo los productos llegan a ser vehículos de argumento y persuasión sobre las cualidades de la vida tanto privada como pública (Buchanan, 1995: 26).
Asimismo hemos visto que, como en el surgimiento de la retórica, los aspectos de la deliberación no pueden sujetarse tampoco a los aspectos lógicos. La lógica, el otro campo discursivo propuesto por la enseñanza aristotélica, versaba sobre la naturaleza del silogismo y la deducción, que se rige por los principios de no contradicción, de prueba de la verdad y de exclusión de la ambigüedad. En la discusión del diseño, como en el resto de las disciplinas, hemos advertido que el principio de racionalidad constituye sólo uno de los aspectos del razonamiento, pues la existencia de valores y juicios de grupo, la variabilidad cultural de las interpretaciones, el papel de los lugares comunes de la opinión y las enciclopedias en competencia, hacen necesaria la interacción argumentativa y la constante exploración de nuevas posibilidades, así como la adecuación a los contextos. Y tales aspectos serían los centrales en el modo de abordar lo que llamamos la “situación comunicativa”. La retórica sería el complemento o la contra1
Esta óptica explica por qué las bibliografías sobre el diseño gráfico se basan en general más en hacer un catálogo de imágenes que en explicar los procesos de concepción. La poética de las imágenes parece ser suficiente y supone que los diseñadores aprenderán básicamente viendo muchas imágenes.
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parte de la lógica (la que, por otra parte, también tiene usos retóricos) en su necesaria adecuación a las condiciones de los intercambios, siempre complejos y multidimensionales. Así, el modelo de las artes liberales comenzaría a ser revelador para la discusión del diseño gráfico pues, como hemos visto, ésta enfrenta una situación similar. Puestos en juego los mecanismos con los que las imágenes y los textos promueven las acciones sociales, tal como lo reseñamos anteriormente, lo que se discute es cómo teorizar y organizar una labor que es esencialmente pragmática y persuasiva. Como en la retórica, el diseño se plantea el problema de la acción de sus signos, y pretende profesionalizar y poder enseñar esa facultad que consiste en sintetizar la lógica con la capacidad persuasiva para el uso público, que es lo que en términos de la antigüedad se llamaba una psicagogía. Si analizamos los debates que la cultura del diseño ha echado a andar para fundar sus bases, encontramos que aunque muchos de ellos no se plantean con un fundamento en la naturaleza retórica de su actividad, ese trasfondo está presente. En consecuencia, el debate sobre la valoración de las formas, el postulado de los funcionalistas sobre la racionalización, la tesis de la deconstrucción, los planteamientos de la mercadotecnia o las teorías que intentan dinamizar las potencialidades de la comunicación, postulan de hecho un problema fundamentalmente retórico en la medida en que abordan las condiciones que sustentan la realización de su discurso. Tales teorías son retóricas en cuanto se plantean esquemas de planeación para la comunicación o la producción de objetos que van destinados al público. El carácter de la persuasión y los medios para conseguirla es un asunto polémico. En la antigüedad este tema también fue discutido y la retórica también fue refutada por su carácter pragmático y su relativización del concepto de verdad. Ello puede verse ya desde el Gorgias o de la retórica, de Platón (Platón, 1975). Sin embargo, Aristóteles había introducido una noción que resulta fundamental para las artes retóricas como el diseño cuando acotaba que la naturaleza del hombre hacía necesarios no sólo los instrumentos del razonamiento dialéctico, sino que el sistema de los juicios de los auditorios se sujetaba a características cambiantes y que la argumentación, o arte de hallar las proposiciones adecuadas, era necesaria incluso para posibilitar el desarrollo de la vida democrática, pues las diferentes opiniones entrarían en juego con el uso de la palabra, previendo así el papel que jugaría ésta como una institución (en el derecho, en la organización
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de las disciplinas, en la difusión de la religión, en los libros, en los vehículos de información, etcétera). De este modo, cuando vemos el análisis que hace la retórica sobre el discurso partiendo de sus efectos, no sólo la elaboración conceptual del pensamiento atraviesa el puente que lo separa de su impronta práctica frente a los individuos, sino que pone de manifiesto los instrumentos con los que se producen artificios para la regulación social. La idea de la retórica como un ornato o como revestimiento del pensamiento, que proviene de los siglos posteriores a su organización pedagógica y su instrumentación política para la cultura, las ciencias y las artes, cancela los fundamentos originales de la disciplina, descentrándola de su vocación original que no es revestir sino configurar el pensamiento para que éste sea expresado (considerando que ningún saber puede hacerse valer si no es mostrado con argumentos organizados).2 Una labor de índole parecida es la que realizaría el diseño, pero no es gratuito el descrédito en que habría caído éste luego del desprestigio en el que se hizo caer a la retórica, y el cual fue traducido en los mismos términos para el diseño. El problema es que son los propios diseñadores los que se configuraron fuera de la organización conceptual de lo social, haciendo aparecer su labor como restringida a la forma, a la composición, al ornato, desincorporándose de su estatuto retórico, y por tanto público. Pero si el planteamiento retórico va más allá de eso es porque muestra cómo cada procedimiento discursivo es en realidad un procedimiento estructurador. El orden en que se nos presenta la filosofía, o los estatutos jurídicos, la autoridad de las instituciones, así como el modo en que la enseñanza es organizada para su asimilación, tiene fundamentos retóricos, ya que cada una de esas actividades “procesa” la articulación de sus enunciados en función del público y mediante ciertos artificios (como el carácter tópico, la organización de las partes, la argumentación basada en la indagación de los acuerdos, las figuras, los ejemplos, etcétera). El diseño sería una actividad estructuradora en el mismo sentido, en tanto que incorpora nuevas herramien2
Véase el caso de la ciencia, cuyos avances conceptuales también son construidos mediante el empleo de metáforas, las cuales anclan a la ciencia no sólo con su tiempo histórico, sino con sus posibilidades cognitivas y, sobre todo, con sus probabilidades de ser expresadas y comunicadas. Para un estudio de este aspecto desde la óptica científica véase Alemañ Berenguer, Rafael Andrés, Grandes metáforas de la física, Madrid, Celeste, 1998.
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tas para hacer visibles los conceptos; y recordemos que la vinculación del diseño con la retórica es sostenible si se tiene una perspectiva amplia de ésta, pues parte del pensamiento retórico radicaba justamente en que inauguraba la necesidad de descubrir nuevos medios para la argumentación (que pueden, por tanto, hacerse extensibles a los objetos o las imágenes). De este modo, la organización de las palabras en una página (cuya historia se remonta, como veremos después, a la incorporación de la retórica al discurso escrito), la elaboración de imágenes para las actividades comerciales o de las instituciones, la aplicación de procedimientos de expresión didáctica o los modos gráficos que existen para la organización de la información o la acción comunitaria no son artificios suplementarios del pensamiento, sino una construcción estructural para su proyección pública. Esa sería la novedad clave en el planteamiento retórico del diseño, que le da una presencia al auditorio dentro del proceso sin considerarlo un recipiente de información. Cuando vemos un logotipo o una etiqueta, o bien un cartel político, o cuando usamos una página de internet para “navegar”, los dispositivos formales son la interpretación que el diseñador ha hecho del auditorio para configurar su acción, y por tanto exige la comprensión de los juicios y creencias que están en juego, ante lo cual el diseñador ofrece una orientación y tiende una estrategia que propicie la atención y la validación de los contenidos propuestos. En ese sentido, la persuasión se da no por la ornamentación sino por la actividad estructuradora. Como hemos dicho antes, la naturaleza de los intercambios comunicativos en la antigüedad exigían el desarrollo de la retórica sobre todo en los discursos orales, sin embargo, el proyecto retórico de la antigüedad no consideraba a la palabra sino como un medio, por lo que otros mecanismos serían posibles, ya que el problema estaba en los argumentos. En el resurgimiento actual de la retórica este planteamiento será indispensable ya que los artificios discursivos planteados por la disciplina se han hecho extensivos a otros registros: musicales, de los objetos, de las imágenes. Los elementos que producen inferencias y metáforas, que matizan los énfasis y las analogías, que dan cuerpo y presencia a las ideas mediante su plasticidad, y los cuales habían sido estudiados sobre todo en su carácter oral, hoy día han sido desplazados a otros universos discursivos, mostrando así su no limitación al cuerpo oral, sino su posibilidad expansiva al instrumento, sobre todo al instrumento tecnológico. En otras palabras, las funciones persuasivas y estructuradoras que antes se desarrollaban
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con el habla hoy serían desempeñadas también por objetos, imágenes, sistemas urbanos, espacios habitables y sonidos, con características técnicas muy desarrolladas, ocasionando enormes consecuencias para el diseño. Dentro del ámbito tecnológico, el filósofo americano Richard McKeon es uno de los que mejor se ha encargado de revelar esta traslación. En su ensayo “The Uses of Rhetoric in a Technological Age” McKeon hace énfasis en la naturaleza fundamentalmente retórica de la tecnología, considerando que ella procede de un arte constructivo (arquitectónico) donde la actividad humana, sistematizada en organizaciones, usa la forma comprensiva del mecanismo retórico de la esquematización (en el sentido que tenían los schemata en la antigua retórica) con el fin de generar principios y productos para el conocimiento, la acción y la manufactura (McKeon, 1987: 2).
McKeon ve en este vínculo la incorporación necesaria de los principios, juicios y variables que determinan la acción como el objeto de un proceso intelectual que subyace a la producción tecnológica (el logos de las technés), haciendo que los planteamientos teóricos se proyecten en los procedimientos productivos (ese sería el papel de los schemata), con el propósito de transformar las circunstancias prácticas. La tecnología y el diseño serían, como postularía la retórica, procedimientos de invención y descubrimiento, lo que no consiste sino en la deliberación y movilización de los lugares o topoi como núcleos para organizar la argumentación.3 En el planteamiento de McKeon existe la necesidad de colapsar la distinción entre palabras y cosas, dejando de inscribir a la retórica sólo en el ámbito verbal en el que tradicionalmente se le ha estudiado. La retórica da así un vuelco a su tradicional comprensión como fenómeno lingüístico, ya que la invención y descubrimiento de los argumentos no está en la palabra sino antes de ella, pues versa sobre los lugares de la opinión. Así, “en la retórica de McKeon el lenguaje es todavía una herramienta efectiva, pero ella está después de la creación de 3
Recordemos que en la inventio, la primera de las partes de la retórica, se plantea a partir de los topoi, que son los lugares de la opinión, y mediante los cuales la invención se organiza como un dispositivo del que se parte para generar los argumentos. Para una explicación sucinta de este principio véase Beristáin, Helena, Diccionario de retórica y poética, p. 266, México, Porrúa, 1985.
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nuevos procedimientos para concebir nuevas formas de acción cooperativa” (Backmann, 1987: xx). De este modo, la literatura o el arte se mostrarían como estructuras donde se expresan ideas para conducir la acción, pero también lo serían los productos, los objetos, los sistemas educativos, las políticas de las colectividades o las imágenes, y ese es el ámbito donde el diseño opera y donde están ocurriendo muchos procedimientos de invención y descubrimiento para guiar la acción. Esta idea, de enorme importancia para la teoría del diseño, revela el carácter retórico de la disciplina, y restablece a la tecnología en su carácter estructurador de la acción y no como el mero resultado de un pensamiento científico que se expresa en instrumentos. Pero tal postulado tampoco debe sorprendernos, porque ya desde la antigüedad el tema de la naturaleza retórica de las technés había sido planteado por san Agustín en la época medieval, por Francis Bacon en el siglo xvi y por filósofos como Vico o John Dewey. Para ellos la tecnología está asociada a la acción humana justo a partir de su vinculación retórica, la cual no separa la teoría de la realización práctica, ni el arte de la experiencia o el pensamiento de la técnica, pues la matriz que genera los objetos es la estructuración de la inventio sobre la vida práctica: una catedral renacentista considera no sólo sus aspectos constructivos sino los postulados retóricos con los que quiere persuadir a la comunidad, o mejor aún, inventa aquéllos porque ve éstos. En su estudio sobre el pensamiento renacentista Agnes Heller señala que para el hombre del renacimiento la noción de trabajo “no fue la práctica conformadora de la materia, sino el cambiante ‘cómo’ de esa práctica lo que constituyó el problema fundamental de la época”; asimismo la teoría y la práctica están presentes de manera simultánea en la filosofía renacentista en un “hilo que comienza con Alberti y termina con Bacon”. El concepto que unía la techné con la ciencia hacía que el trabajo, la técnica, el arte y la retórica fueran inseparables de las facultades humanas: “los sentimientos y la razón, la experiencia y el método actuaron al unísono en todo ello” (Heller, 1980: 400-418). Así, en la era contemporánea, donde la tecnología se ha vuelto un gran paradigma por sus efectos sobre la vida práctica, y donde el diseño juega un papel fundamental como arte de concebir, es evidente que el planteamiento retórico resurja con mayor intensidad; la desincorporación de este aspecto, sin embargo, es lo que a pesar de todo mantiene separadas siempre a la teoría y la práctica, la estética de la función, la forma del contenido, etcétera, como es el caso recurrente
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del diseño y del pensamiento moderno siempre escindido entre teoría y acción. El planteamiento aquí señalado concibe el diseño como un proceso de invención, de planeación y de gestión para la acción, que el diseño lo hace retórico. La acción puede emprenderse para fines variados, ya que parte de los diversos lugares de la opinión pública como una de las premisas indispensables del arte de persuadir (lo que hace posible explicarse por qué existen diferentes modelos de diseño: porque parten de lugares de la opinión distintos). También aclara porqué sobre esta base no es posible hacer una ciencia del diseño y que no tiene caso buscarla. El diseño como retórica más bien le da estatuto a la variabilidad histórica de la opinión como un objeto de trabajo, y enseña a construir sobre proposiciones que se adecuan a un entorno siempre cambiante: ese sería el descubrimiento de la retórica, que parte de la diversidad ya de suyo, e incide además en la posibilidad de explicar incluso aquéllo que se hace por intuición y por costumbre, ya que, como señaló Aristóteles, “la retórica no pertenece a ningún género definido […] sino que es la facultad de teorizar lo que es adecuado en cada caso para convencer” (Aristóteles, 1990: 173). Quizás el problema para asumir la identidad retórica del diseño gráfico radica en que los estudios modernos, como señalé en un trabajo anterior (citado por Tapia, 1990), redujeron su análisis a la elocutio, haciendo pensar que el asunto se reducía al empleo de las figuras. Muchos análisis, como el de G. Peninou (Peninou, 1976), D. Victoroff (Victoroff, 1980), Roland Barthes (Barthes, 1986) o el de G. Bonsiepe (Bonsiepe, 1998) —e incluso yo mismo—, plantearon un catálogo de figuras aplicadas a la publicidad haciendo creer que la retórica del diseño se reduce a lo que hace la publicidad. En efecto, la identificación del diseño como discurso retórico ha sido cada vez más establecida, pero su estudio sigue remitiéndose al uso de figuras, entendidas como recursos para crear efectos de sentido, primordialmente en la publicidad, para su análisis (véanse los trabajos recientes de Antonio Ferraz (Ferraz, 1996), Antonio López Eire (López, 1996), Hanno Ehses (Ehses, 1984). Aunque tales trabajos ayudan a entender los diversos tipos de argumentación en los medios de comunicación gráfica persuasiva (y en especial en la publicidad, en la que la retórica se ha hecho más especializada y evidente),4 4
Véase Williamson, Judith, Decoding Advertisements. Ideology and Meaning in Advertising, Nueva York, Marion Boyars, 1998.
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ello no ayuda a establecer los procesos de invención como parte del pensamiento del diseño más allá de los recursos estilísticos. En tales perspectivas no se establece cómo se genera el proceso de investigación de los tópicos y los argumentos para lograr una apuesta persuasiva, sino que parten del uso de figuras como procedimientos de connotación, como si sólo el uso de figuras constituyera la estrategia retórica en sí. Por ejemplo, Hanno Ehses postula las cinco partes de la retórica (la inventio, la dispositio, la elocutio, la actio y la memoria) y muestra que en la “nueva retórica” los procedimientos de persuasión han comenzado a explicar otros fenómenos como la comunicación visual, pero después se remite a la noción de figura —retomada de Quintiliano— como el elemento central por su poder de “decir algo en una forma nueva, dando credibilidad a los argumentos y excitando las emociones” (Ehses, 1984: 57). De este modo, dicho autor organiza un procedimiento donde se prueban diversas figuras como variables para dar presencia a un argumento, pero sin abundar en la importancia de evaluar el argumento en sí, sino sólo sus posibilidades expresivas por la vía de la metáfora, la metonimia, la perífrasis y la antítesis. Este esquema, que se basa en variantes formales de la expresión, llega a ese lugar precisamente porque Ehses las establece dentro de la separación entre forma y contenido, y deja así a la retórica en el ámbito de la ornamentación todavía (que fue, en el ámbito de la poesía, lo que desacreditó a la retórica sobre todo durante el romanticismo). Sin embargo, el problema tendría que ser reformulado pues, como hemos visto, la retórica versa sobre el problema de la investigación del público y la opinión antes de la elocución. Por ello otras posturas, como la de Perelman, que se ha orientado a restablecer a la retórica a partir de la argumentación y la inventio, evitan localizar a la “nueva retórica” dentro de las figuras, ya que considera que debemos sublevarnos contra esta concepción que se encuentra en el origen de la degeneración de la retórica […] Nos negamos a separar, en el discurso, forma y contenido, a estudiar las estructuras y las figuras del estilo independientemente del objetivo que deben cumplir en la argumentación (Perelman y Olbrecht-Tyteca, 1989: 231).
Si recordamos, la situación comunicativa es el primer objeto de diagnóstico, no sólo del diseño, y es ese objeto el que habría sido escindido por la separación entre ente forma y contenido, entre pensamiento
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y expresión, que es lo que a su vez había ocurrido en el paradigma formal y en el tradicional divorcio entre lo teórico y lo práctico que ya habíamos señalado antes.5 Pero entonces debemos profundizar y mostrar los alcances reales de la concepción retórica del diseño. Para ello habría que comenzar por preguntarse: ¿dónde y por qué habría ocurrido tal escisión? Richard Buchanan sostiene que durante el renacimiento las artes integrantes como la retórica permitían vincular los conocimientos científicos, las humanidades, las artes y la conciencia política para la producción de los artefactos del mundo, justo a partir de mirar la necesidad de resolverlos dentro de las acciones de la vida práctica. Pero a partir del desmembramiento de la retórica, la cual había hecho posible la organización especializada de las disciplinas, el contacto integrador se habría perdido. El esquema de las artes liberales habría sido sustituido por la escisión filosófica o metodológica de las disciplinas, y vemos así la pérdida que el núcleo epistemológico del diseño habría sufrido con ese cambio: las artes de la creación se distinguieron, especializaron, y fragmentaron progresivamente en muchas formas, las artes prácticas se desarrollaron sin fundamentos intelectuales profundos y las ciencias teóricas sufrieron un crecimiento explosivo, con frecuencia apoyándose en las artes industriales, mecánicas y prácticas para la inspiración y los dispositivos de la investigación, pero sin una estructura para relacionar el conocimiento teórico con su impacto práctico en el desarrollo del carácter humano y la sociedad, (de este modo), el diseño también se separó de las artes intelectuales y las bellas artes quedándose sin una base intelectual de su propiedad (Buchanan, 1995: 33).
Estas ideas hacen referencia al desmembramiento y al descrédito que la retórica y el razonamiento práctico habrían sufrido a partir del surgimiento de la filosofía racionalista (Newton, Descartes), por un lado, las bellas artes y el surgimiento de la estética (Hegel, Kant), por otro, y al surgimiento de las ciencias sociales, que se procuraron mé5
Perelman hablará entonces de la situación argumentativa, concepto que es “esencial para la determinación de los lugares a los que se recurrirá, es propiamente un complejo que comprende, a la vez, el objetivo perseguido y los argumentos con los que se corre el riesgo de enfrentarse” (Perelman y Olbrecht-Tyteca, 1989: 165).
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todos “científicos” para la exploración de lo social. Cada uno de estos campos habría parcelado el conocimiento haciendo cada vez más improbable su integración y a menudo, como en el caso de la estética, sus fundamentos se habrían basado en peticiones de principio insostenibles a la larga (lo estético es lo bello, el arte por el arte, la expresión por la forma, etcétera), justo porque sus principios se separan de la esfera de la acción práctica y a veces sus definiciones se reducen a excluirse de ella (arte es lo que no tiene una función práctica y se ejerce en la contemplación).6 El diseño podría definirse como un arte integrante.7 Su cometido sería vincular los conocimientos, acciones, teorías, técnicas y procedimientos para generar elementos útiles a la vida práctica por medio de objetos y sistemas estructurados que a su vez generaran estructuras. Convertir el pensamiento en efectos prácticos, tal sería el núcleo de su carácter persuasivo y argumentativo, donde tanto la composición —la “estética”— como el empleo de los instrumentos técnicos o estilísticos, serían el resultado de la inventio (los lugares de la opinión como medio para hallar argumentos), la dispositio (la organización de sus partes), la elocutio (el empleo de los recursos de la expresión) y la actio (su puesta en acción). El carácter integrador de los conocimientos para la acción, que es fundamental en la noción de diseño, seguiría así el proceso retórico o la organización retórica tal como se ha planteado desde la antigüedad. Richard McKeon había asentado también el carácter del diseño como una empresa arquitectónica, recuperando las cualidades que la noción de arte arquitectónica tenía en la antigüedad: la capacidad de generar un pensamiento integrador para producir obras destinadas a la acción práctica (no sólo un edificio sino un objeto, una oda, una pintura, etcétera, puesto que toda obra humana es una actividad integradora y sin6
Como señala Bourdieu: “El modo de percepción estética […] es producto de una intención artística que afirma la primacía absoluta de la forma sobre la función, del modo de representación sobre el objeto de representación, exige categóricamente una disposición puramente estética” (Bourdieu, 1988: 27). 7 La noción de arte que se emplea aquí es la de la antigüedad, y no la que empleamos generalmente: en la antigüedad el arte (ars) era toda habilidad desarrollada sobre la que se podía teorizar para generar acciones o conocimientos propicios para la polis. El arte como la exaltación de las obras y de los individuos creadores no surgirá sino hasta entrado en el renacimiento, justo cuando la escisión planteada aquí comienza a manifestarse.
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tética), sustentadas en un planteamiento retórico para su organización.8 Buchanan retomará este argumento para dar cuerpo a las teorías y nociones del diseño y ubicarlas en el perfil humanista y a la vez tecnológico en el que normalmente se mueven, restableciendo así el núcleo que el diseño habría perdido con la escisión moderna: en Retórica, humanismo y diseño (Buchanan, 1995), dirá que, si bien existen numerosas concepciones sobre el acto de diseñar (algunas de las cuales asumen un perfil retórico mientras que otras no), todas podrían ser integradas en la matriz retórica en cuanto que se plantean como un procedimiento que recorre la invención, el juicio, la decisión y la evaluación y que se aplican (como arte arquitectónica) a los procesos de comunicación, construcción, planeación estratégica e integración sistemática, fenómenos abordados de una o de otra manera por los modelos de diseño.9 Este planteamiento no tiende a establecer tal o cual estética o poética, sino a considerar los estilos de diseño como producto de diversas retóricas que integran los juicios a las actividades (de lectura, de uso, de experiencia, etcétera) con distintos fines; en otras palabras, el esquema ayuda a situar el núcleo del diseño diferenciándolo del científico, entendido como procedimiento exclusivamente racional, o del de las bellas artes, asumido como procedimiento exclusivamente estético, postulando en cambio una integración de los saberes para la acción. El reposicionamiento del problema resulta útil para dirimir muchas paradojas planteadas en el pensamiento del diseño, pues permite 8
“La retórica es un instrumento de continuidad y cambio —dice McKeon— que ha jugado un importante papel en la formación de la cultura occidental […] al convertirse en un arte productivo o poético, en un arte del hacer en todas las fases de la actividad humana. Esta actividad fue sistematizada en su organización, utilizando una forma comprensiva del instrumento retórico de la “esquematización”, para convertirse en un arte arquitectónica, un arte de la estructuración de todos los productos del conocimiento, del hacer y de la producción”(Backmann, 1987: 2). 9 Las premisas que articulan el proceso académico del diseño en algunos centros implican la inserción de los principios de la inventio, la dispositio, la elocutio y la actio retóricas como base para su organización. Véanse por ejemplo las bases conceptuales de la división de ciencias y artes para el diseño de la uam-Xochimilco, que consideran que el proceso de diseño se define por las siguientes dimensiones: conceptualización fundamentada, formalización y prefiguración, materialización y realización proyectual, aplicación y ejecución, que recuerdan el modelo retórico (División de Ciencias y Artes para el Diseño, 2001: 29-31).
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entender los modelos de invención y acción del funcionalismo, del formalismo o a la deconstrucción, sólo que ellos serán vistos no como modelos superiores o inferiores, falsos o verdaderos, sino como distintas retóricas acuñadas desde lugares distintos en la historia de las estrategias del diseño, y tal solución es posible porque coloca el problema del diseño no en el dilema de la objetividad o su antagónico, sino en el de la persuasión. Asimismo, el planteamiento retórico del diseño (en tanto que práctica discursiva histórica), permite resolver el problema de la expresión, algo que siempre es asimilado como un factor “externo” al pensamiento y que ha hecho mucho daño al diseño y a la identificación de la índole social de su discurso. En la matriz retórica, en cambio, dirá Buchanan, la expresión forma parte de los asuntos intelectuales y analíticos que pertenecen a la comunicación, la construcción, la planeación estratégica y la integración sistemática […] La mayoría reconoce que la apariencia y la calidad expresiva de los productos es críticamente importante no sólo en la mercadotecnia sino en la contribución sustantiva del diseño a la vida diaria.
Así, mientras que varios planteamientos aíslan la cognición de la emoción, dejando a la expresión como algo emotivo, irracional, intuitivo y no cognitivo […] en el planteamiento retórico la apariencia expresiva o el estilizado de un producto conlleva un argumento más profundo sobre la naturaleza del producto y su papel en la acción práctica y la vida social. La expresión no reviste al pensamiento del diseño; es el pensamiento del diseño mismo (Buchanan, 1995: 46).
Y ello es así porque, en el modelo retórico, la elocutio no es sino una parte del artificio retórico que proviene de la inventio para desarrollar la acción y, por tanto, la expresión es parte sustancial de la argumentación. De algún modo, aunque sin planteárselo en los mismos términos, esta idea también ha sido identificada por Arnheim en su reformulación del problema de la forma. La adecuación de la expresión a la argumentación retórica está implícitamente reconocida por este autor, allí donde muestra que los dibujos son cognitivos en cuanto intentan
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dar una exacta descripción visual de un concepto. Ya nadie objeta el valor de la representación visual. Lo que es necesario reconocer es que las formas perceptuales y pictóricas no son sólo la traducción de los productos del pensamiento, sino la sangre y la carne del pensamiento mismo (Arnheim, 1994: 147).
Ello daría pie, por supuesto, no a ponderar todas las imágenes como instrumentos de conocimiento per se, sino como estrategias retóricopersuasivas sujetas a la valoración de los juicios de los auditorios, a la competencia de las enciclopedias, por ello la especialización que implica la profesión del diseño para su producción hace necesaria la toma de conciencia del escenario social en que éstas se mueven. El tema nos conduce al problema de la legitimación de las opiniones que subyace al planteamiento retórico de la persuasión. El argumento retórico es una estrategia de validación. Tal como lo vimos con María Ledesma (Ledesma, 1997), el papel del diseño consiste, a menudo, en otorgar legitimidad a los conceptos, posiciones o estrategias de los actores sociales, por ejemplo de las instituciones frente a diversos tipos de auditorio. Así, en el ejercicio del diseño, como en cualquier discurso, la legibilidad o la difusión de imágenes o palabras no es suficiente (aunque continuamente el diseño plantee que sus fines se detienen ahí), sino que es necesario observar su inserción en el contexto y la viabilidad de su pertinencia con respecto a los juicios que lo sancionan. En el establecimiento de tales condiciones encontramos una teoría como la de Habermas. En Teoría de la acción comunicativa, un tratado que aspira a establecer una base lógico-racional en la institución social de la comunicación, Habermas propone que los discursos se sustentan en la legibilidad, pero sostiene que al ser acciones encaminadas a organizar juicios sobre el otro (de donde proviene el carácter de acción y no sólo de expresión), el que comunica debe responder a la veracidad (a la coherencia de lo que se manifiesta), a la rectitud (a la coherencia de las intenciones) y a la legitimidad (la autoridad del que enuncia). Al menos tales principios guiarían la interpretación del público, que generalmente otorga alguna credibilidad sólo después de evaluar tales aspectos. El discurso se organizaría por la necesidad de manifestarse coherentemente dentro de estos parámetros, que es a lo que Habermas llama pretensiones de validez (Habermas, 1988). Ello puede explicar, por ejemplo, los mecanismos retóricos de que se ocupan las empresas, los grupos políticos, las editoriales o los centros educativos cuando hacen uso del diseño gráfico.
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Aunque Habermas desarrolló una tipología de acción comunicativa que no considera al diseño como una acción propia de la comunicación de nuestro tiempo, ni plantea el estatuto retórico de esta disciplina, es claro que las pretensiones de validez, en tanto que sustentadas en el conocimiento de la opinión, en la adecuación de la acción al auditorio y en la organización persuasiva de su discurso, llevan implícito el problema nuclear de la retórica. El discurso, en efecto, se organiza siempre en función de la necesidad de validar, y ello sería un punto de partida indispensable en el diseño y una de las razones por las que éste tendría que figurar entre los fenómenos sociales de comunicación más importantes de nuestro tiempo. Victor Margolin dirá incluso que con el reconocimiento del rol que el diseño juega en la sociedad “podemos comenzar a hacer un lugar para el diseño dentro de los grandes debates acerca de la teoría social, especialmente en aquellos que se centran en la transición de una sociedad industrial a una postindustrial y de una cultura moderna a una posmoderna” (Margolin, 1998: 7); Margolin ve esta necesidad sobre todo cuando el diseño se coloca fuera del debate contemporáneo, toda vez que los filósofos y críticos involucrados en tales debates, no sólo Habermas, sino “otros autores como Lyotard, Vattimo, y otros críticos que postularon una sociedad más fragmentada y menos racional no hacen visible al diseño como una esfera distinta de la transformación cultural” (Margolin, 1998: 7). El tema de la retórica del diseño trata cómo los argumentos de la comunicación gráfica se insertan en la vida cultural y el conocimiento de las posibilidades que brindan a ella a partir de sus estrategias persuasivas. Ello es particularmente importante en una era industrial y postindustrial, donde los objetos adquieren apariencias que han sido pensadas y comprendidas como avances de la tecnología pero donde la distancia entre diseñadores y tecnólogos impide ver la lógica retórica que subyace a la producción. La tecnología está entroncada con los efectos que ejerce la producción de artefactos sobre la vida cotidiana, pero mientras la perspectiva retórica no sea integrada dentro de la teoría del diseño su dimensión social quedará inexplorada y será vista como una ciencia aplicada más que como una acción interpretativa de la vida humana. Desde esta perspectiva, la tecnología está relacionada con valores y creencias humanas y con el modo en que son argumentos deliberados para producir artefactos que beneficien la acción comunitaria, y ahí el diseño aparece entonces como algo que está mas allá de una concepción ornamental. Como señala Buchanan:
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La posibilidad de partir de una teoría retórica en el diseño será uno de los ejes mediante los cuales la tecnología será vista como un problema fundamentalmente retórico y humanístico, integrada dentro de una perspectiva más amplia del arte del diseño e incluso más radical de como parecen hacerlo ver los tecnologistas […] El modo como los diseñadores influencian las acciones de los individuos y las comunidades, cambian actitudes y valores, y dan formas a la sociedad en sorprendentes y nuevos caminos, es una avenida de la persuasión no reconocida previamente como una forma de comunicación que ha existido por mucho tiempo pero que no ha sido comprendida del todo ni tratada desde la perspectiva del control humano como lo ha hecho la retórica respecto a la comunicación dentro del lenguaje […] El primer obstáculo para entenderlo es la creencia de que la tecnología es parte de la ciencia, lo que produce la idea de que su labor procede del razonamiento natural y científico: pero si la tecnología no es integrada como parte de la retórica, entonces el diseño adquiere un interés estético pero de menor rango, pues es degradado como una mera herramienta del marketing para la cultura del consumo (Buchanan, 1989: 92-93).
Esta empresa da un carácter nuevo al diseño y es lo que nos permite enfocar su acción como una práctica discursiva específica, no retórica por su semejanza con el lenguaje verbal sino por su propia naturaleza persuasiva. En el campo de la comunicación gráfica en particular, ello ha dado lugar a estrategias específicas de comunicación y de acción, las cuales pueden ser ahora estudiadas bajo una base teórica que las ubique en su dimensión persuasiva y retórica, tal como lo comenzaremos a hacer a continuación. El perfil del discurso y de la disciplina La comunicación gráfica asume en la práctica dos perfiles: o es pasiva como reproductora de estilos y manejo de instrumentos o se plantea como una disciplina encargada de la invención y el descubrimiento de posibilidades tecnológicas nuevas, enfocadas a enriquecer la vida práctica —Aristóteles planteaba ya esta cuestión cuando decía que existen los lugares comunes y los lugares de la invención (Aristóteles: 1990: 189-192)—. Nosotros pensamos que este principio de organización a partir de las premisas identificadas en la opinión es lo que le daría identidad como diseño, es decir, como una disciplina de pensamiento que desarrolla una tecnología en el sentido en que lo hemos acotado anteriormente (el logos de la técnica). En suma, el diseño se
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vuelve una profesión cuando asume la naturaleza retórica de su actividad y se propone partir de lugares que posibilitan nuevas síntesis en el ámbito de la comunicación social. Desde este punto de vista no toda la producción gráfica sería diseño si lo asumimos como una profesión (aunque sabemos que por diseño se ha entendido casi todo, pero este es un problema de la interpretación de la identidad de la disciplina). Si el núcleo epistemológico se encuentra ahí, podemos describir la competencia o la autoridad del campo en términos de una inteligencia aplicada a los problemas de la comunicación. Asimismo, ello da una pauta para emprender un análisis crítico del discurso del diseño y descifrar su índole y sus aportaciones, en cuyo caso observamos que los parámetros no se dan en términos de la descripción formal de los objetos sino la descripción de su competencia comunicativa. Como señala Buchanan a propósito de los planteamientos estéticos, la práctica del diseño actual que se ha movido dentro de la idiosincrasia personal y la búsqueda de novedad, a menudo distrae de la tarea central de la comunicación efectiva. Esto es evidente, por ejemplo, entre los diseñadores que hacen de pedestres lecturas hechas a partir de la teoría deconstructiva de la literatura la razón de ser de la racionalidad de su trabajo. Pero si la experimentación visual es una parte importante del pensamiento actual del diseño, ésta debe de ser finalmente juzgada por la relevancia y la efectividad de la comunicación (Buchanan, 1995: 10).
Y es que la localización del diseño en la esfera de la contemplación es una tentación constante dentro del campo, que imposibilita su desarrollo real como disciplina, cuyos parámetros tendrían siempre que ser evaluados con relación a los contextos en que opera. Eduardo Andión, siguiendo a Bourdieu, dice que el reconocimiento de un campo depende de la autoridad interna (y su proyección externa), es decir, del reconocimiento de un conjunto de prácticas y saberes que constituyen su capital cultural. Su legitimidad social depende de ello, y un campo sólo tiene autoridad cuando su saber posibilita un poder que no se conseguiría con otros medios (Andión, 1999b). La retórica da una base a la labor profesional del diseño, pues a menudo su carácter pragmático tiene que ser socavado (y suplido por tesis artísticas, estéticas o formales) en lugar de ser profundizado en su necesaria procedencia intelectual y práctica. El planteamiento retórico
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ofrece así un instrumento para su profundización, pues, como señala López Eire, la retórica es, en cuanto arte de la elocuencia, una disciplina eminentemente pragmática, pues esencialmente pragmático también es el lenguaje, cuyo propósito es la persuasión y cuyo objetivo es la sociedad […] La comunicación retórica se considera capaz de producir no sólo alteraciones momentáneas de situaciones sociales reales e inmediatas, sino incluso una transformación más retardada, de realización a largo plazo, de opiniones, posicionamientos y actitudes sociales (López, 1998: 12).
Ello coincide con la perspectiva ya referida de McKeon, para quien los elementos del discurso del diseño están presentes en el mundo dentro de la búsqueda de métodos inclusivos, por medio de los cuales se comprenden las nuevas situaciones y problemas, y se descubren principios operativos para organizar las acciones. La sistematización y esquematización de nuevos asuntos y abordajes, como esencia del planteamiento retórico, es lo que permite desarrollar nuevas concepciones de los objetos, la organización de los espacios colectivos y las comunicaciones, que son elementos en constante invención en la cultura contemporánea. En ese mismo sentido, Buchanan considera que sin la integración en la disciplina del conocimiento de la comunicación y la acción, existen pocas posibilidades de que el diseño emprenda el propósito de enriquecer la vida humana. Y por ello sostiene que el discurso del diseño sería resultado de comprender su actividad como un arte liberal de la cultura tecnológica. El fundamento retórico contribuiría a establecer el nuevo rol que el diseño y la tecnología ocupan en la sociedad contemporánea, pues los diseñadores están explorando integraciones concretas de conocimientos que puedan combinar teoría y práctica para nuevas propuestas productivas, y esa es la razón por la que inscribimos el pensamiento del diseño dentro de las nuevas artes liberales de la cultura tecnológica (Buchanan, 1988: 4).
En este sentido, la retórica del diseño como ámbito históricamente fundado en la esfera de la razón práctica, sería el prospecto para establecer la autoridad en su campo. Para no reiterar el hábito que lleva al diseño a refugiarse en los oficios tradicionales, a falta de elementos de investigación sobre su propia acción, la idea de la retórica permite proponer el vínculo que los problemas de diseño tienen con la expe-
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riencia diaria como un objeto de investigación especializada, postulando que eso hace necesaria la deliberación en cada caso particular y a partir de las necesidades específicas de cada tipo de producción. Lo señalado es particularmente importante en una era tecnológica, donde la vinculación de las artes (en el sentido aristotélico) con la producción está extendiéndose a todas las esferas de la acción práctica, es decir, en un mundo donde la retórica ha dejado de identificarse sólo con la literatura y las bellas artes para aplicarse a la vida cotidiana con poderosos efectos en la innovación. Esta idea ha estado presente también en los problemas de la metodología del diseño. Por ejemplo, Jordi Llovet habría señalado de alguna manera esta identidad del diseño en Metodología e ideología del diseño. Llovet decía ahí que no era posible razonar un método científico para el diseño sino que, luego de confrontar el análisis literario con lo que los diseñadores gráficos e industriales pensaban cuando hacían sus productos, era claro que sus procedimientos se generaban a partir de las condiciones particulares y que la deliberación era más parecida a la de la poesía que a la de los científicos. Llovet, sin embargo, dejaba el análisis en la identificación del “cuadro de pertinencias” que cada diseño consideraba y no postulaba el núcleo retórico de esa actividad (que también organiza los sistemas poéticos de la literatura) pero perfilaba ya que la forma era resultado de una interpretación del auditorio y que con la manipulación de los lugares el diseñador podía generar textos para enriquecer la vida práctica, es decir, el diseño estructuraba pensamientos relativos a la vida cultural y social (Llovet, 1981: 4). En Llovet se deja ver ya que la acción de diseñar no es una acción lógica o funcional, no se reduce a la organización de los enunciados o los objetos, no es la solución mecánica de una interfase. Siguiendo el planteamiento retórico establecido desde la antigüedad, y tal como lo vemos en el diseño gráfico contemporáneo, el artificio de la invención, la elocución y la acción atañen tanto a la lógica operativa del uso como a los elementos emotivos de la práctica discursiva, pero en ambos casos los patrones de ejecución están dados por una interpretación de la vida social. El diseñador no ordena, interpreta las operaciones (por ejemplo de lectura) basándose en ciertos valores, y su construcción persuasiva se dirige tanto a la razón como al ánimo y el gusto. Así, la producción de placer forma parte de sus parámetros de producción y su responsabilidad es deliberar los problemas para poder vincular aquello que produce placer con lo justo, lo útil y lo necesario. Estos principios han tenido siempre un lugar importante en la
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teoría retórica y también en el diseño, pues su engarce es siempre decisivo en el contexto de la planeación estratégica.10 La acción cultural, la persuasión y la invención analítica son parte del procedimiento integral del diseño gráfico, cuya calidad y capacidad de generar disfrute son parte de su argumento retórico. El asunto no es mirar a la tecnología como un núcleo proveniente de las ciencias y ajeno al diseño, sino observar que la síntesis que se produce con ella, dentro de la retórica, engarza la invención con los conocimientos científicos o artísticos en función de la acción práctica y la capacidad persuasiva. De este modo, las capacidades formales, técnicas o expresivas no desaparecen en las nuevas circunstancias del diseño como disciplina integradora, sino que pasan a formar parte de las disciplinas de la comunicación, la construcción y la planeación estratégica. ¿Por qué decimos que el discurso del diseño ofrece un poder en este sentido? Porque el diseño desarrolla una influencia sobre los comportamientos de la gente y sobre sus creencias y modos de organizarse. La forma de sus enunciados y su carácter pragmático modulan en muchos sentidos a la acción social. Incluso su poder puede ser comparado con el de los medios de comunicación. Como dice A. Forty, los que advierten los enormes efectos de la televisión, el periodismo, la publicidad y la ficción en nuestras mentes se quedan absortos ante la influencia similar del diseño, pues lejos de ser una actividad artística neutral e inofensiva, el diseño, por su propia naturaleza tiene efectos más perdurables que los productos efímeros de los medios porque puede transmitir ideas sobre quiénes somos y cómo debemos comportarnos en una forma permanente y tangible (Forty, 1986: 6).
Así, podríamos decir que el diseño es una extensión de la retórica en el ámbito de la producción tecnológica y en la sociedad altamente industrializada, que genera constantemente mecanismos cada vez más depurados para la regulación pública con instrumentos lógico-persuasivos. Pensemos, por ejemplo, en la señalización con que el estado organiza la circulación vial, los modos con que los libros escolares organizan y modulan nuestro pensamiento, las rutas de navegación con las que 10
Para una discusión sobre este tema véase también Buchanan, Richard, “Branzi’s Dilemma: Design in Contemporary Culture”, en Design Issues, vol. 14, núm. 1, primavera 1998.
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ahora la internet conduce ciertas actividades o los formularios e instructivos que nos dicen cómo operar trámites u aparatos eléctricos. Cada una de esas “situaciones comunicativas” es producto de un ejercicio retórico que conforma la vida cotidiana, y muchas de ellas son objeto de investigación especializada donde concurren el marketing, las artes y las ciencias, la industria y la manufactura, la distribución y el consumo, y cuyos parámetros sólo pueden ser reflexionados mediante una actividad integradora como es el arte retórica del diseño. Por ello, el perfil del discurso del diseño y de la profesión se articularía como una dimensión de las ciencias sociales en cuanto a su poder estructurador. El diseño es el arte de darle forma a los argumentos sobre el mundo artificial o creado por el ser humano, argumentos que pueden llevarse a las actividades concretas de la producción en cada una de las áreas, con resultados objetivos que al final son juzgados por los individuos, los grupos y la sociedad (Buchanan, 1995: 46).
Pero entonces ¿cómo formular un modelo teórico de la disciplina? Este asunto ha resultado bastante abstruso para el diseño, sobre todo cuando las teorías se constituyen en puntos de partida para las metodologías. La noción de metodología, por su raíz cientificista, apunta a establecer reglas fijas e intentar, por lo tanto, establecer las categorías que norman una acción. Con la identidad retórica del diseño, sin embargo, la actividad de diseñar se convierte en un procedimiento de invención basado en lugares y no en categorías.11 Este punto de parti11
Por la importancia que la noción de lugar tiene en este trabajo, es necesario precisar el concepto. Los lugares se oponen a las categorías porque estas últimas son nociones que tienen un sentido único de acuerdo con las convenciones de una teoría o un modelo científico. Son unívocas. Los lugares, en cambio, son los puntos de partida de cada situación particular, y dependen de los acuerdos tácitos que guarda cada caso en relación al contexto y a los auditorios que así los consensan. La retórica los clasificaba como tópicos, archivos de opiniones generalmente aceptadas a las que los discursos acuden. Han existido, a su vez, diversas clasificaciones. Aristóteles hablaba de los lugares de la esencia y del accidente, que son los que responden a las preguntas ¿qué?, ¿cómo?, ¿cuándo? y ¿dónde? Perelman, por su parte, habla de los lugares de lo real y de lo preferible. El trabajo de investigación para la preparación del discurso se basa pues en el hallazgo de los lugares propicios para la situación argumentativa, que constituye la inventio, la primera de las par-
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da es indispensable, pues separa al pensamiento de diseño del pensamiento científico, con el cual habría querido identificarse inútilmente para configurarse como disciplina. La diferencia estriba en que las ciencias utilizan categorías que son estructuras fijas de pensamiento y con las cuales un objeto determinado es abordado para encontrar leyes o dar soluciones basadas en la definición de los problemas. El pensamiento del diseño, en cambio, parte de lugares o colocaciones, que dan forma a los problemas pero no son fijos o determinados. Esto es, parten de contextos particulares y sirven para orientar el pensamiento respecto al modo en que la situación puede ser abordada para descubrir nuevas posibilidades. En ese sentido hablamos de invención. El diseño es una actividad inventiva que constantemente está explorando nuevas formas de comprender los problemas, y su punto de partida son los valores, juicios, acciones, ideas y situaciones sociales, a los cuales mira en su posibilidad de ser reorganizados de formas nuevas, pero partiendo no de la “creatividad” (en el sentido inefable en el que generalmente se le ubica), sino de la investigación de las posiciones y opiniones que están en juego. Por lo anterior, el planteamiento retórico resulta indispensable en el diseño, pues significa que incluso los abordajes teóricos o los puntos de vista con los que se afronta una situación deben ser diseñados o rediseñados. El diseño no puede categorizar, pues impide la posibilidad de generar nuevos pensamientos o nuevas formas de entender los problemas, que es su labor básica. Por esa razón, el diseño se configura como un arte liberal, un arte desprovisto de lugares fijos: más bien se propone la libertad de encontrar nuevos lugares para conducir e interpretar la acción social y en ese sentido su contribución a la cultura consiste siempre en replantear las cosas, alimentándola con las nuevas jugadas interpretativas que es posible generar. En la retórica de Aristóteles, donde este planteamiento es establecido por primera vez, el papel de la opinión pública resultaba por ello indispensable, pues se organiza a partir de lugares mientras que la creación es lo que permite reorganizarlos mediante la deliberación y la investigación, y hace posibles nuevas articulaciones para dar lugar a la restructuración constante de la opinión y la actividad.12 tes de la retórica. Este principio muestra a su vez la naturaleza distintiva de los procedimientos científicos y los concernientes a la opinión. 12 Véase por ejemplo la “Tópica” de Aristóteles, donde se propone analizar la constitución de los diferentes lugares o topoi, en Tratados de lógica. Or-
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figura 3. Página muestra de Los primeros seis libros de los elementos de Euclides en la cual los diagramas y símbolos coloreados son usados en lugar de letras para facilitar el aprendizaje de los alumnos, redibujado por Oliver Byrne, 1847.
En el diseño gráfico este trabajo se plantea como la invención de nuevos significados y nuevas pautas de interrelación de las imágenes con los auditorios. El público considera que hay buen diseño donde los lugares han sido desplazados y donde se revela, por tanto, que las creencias y los juicios pueden ser rearticulados para nuevas acciones prácticas. En la publicidad, por ejemplo, un anuncio de prendas de vestir puede salir de su lugar discursivo tradicional —como usar fotografías de modelos— y utilizar imágenes documentales de prensa para posicionar su producto (ver campaña de Benetton); pero el diseño actúa así no sólo en la publicidad: una ilustración didáctica puede proponerse resolver el problema de cómo esquematizar un problema matemático y no usar fórmulas sino colores para explicar los axiomas (véase figura 3). El diseño consiste en establecer una investigación sobre los lugares posibles para emprender nuevos enfoques sobre un problema y enriquecer así la vida humana, sus acciones y sus pensamientos. Si muchas decisiones comunicativas del diseño se hacen con sentido común es porque se utilizan los lugares comunes, pero su movilización, que es ganon 1. Categorías, Tópicos, Sobre las refutaciones sofísticas, Madrid, Gredos, 1994.
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una de las tareas inherentes al diseño es un aspecto clave que no se puede omitir. Si la investigación del diseño no considera esta posibilidad, que es su esencia retórica, difícilmente puede demostrar alguna autoridad de su disciplina: se trata de construir una competencia discursiva y no una competencia formal o instrumental, como hemos señalado. Y ello trae importantes consecuencias para la teoría y la práctica del diseño, pues el pensamiento del diseñador sería configurado dentro del razonamiento práctico y estaría inmerso en la lógica de la construcción de decisiones nuevas. Eso es lo que lo convierte en una actividad inteligente y lo que está haciendo del diseño uno de los discursos más relevantes de la vida contemporánea, con la condición de que la investigación sobre los lugares y sus posibilidades de reorganización formen parte de su planteamiento. Gunnar Swanson ve el efecto que esta posición retórica tiene para el campo de la enseñanza profesional del diseño ya que, ubicada como una actividad centrada no en la adquisición de categorías sino de habilidades interpretativas sobre los lugares y sus posibilidades argumentativas, plantea que el trabajo educativo tendría que basarse en la configuración de una disposición para comprender la cultura en su infinita variedad y trabajar con ella. Es decir, requiere de una visión liberal de la cultura (que incluye la posibilidad de comprender lo social, la historia, la crítica, la literatura, la antropología, etcétera) y por ello el diseño se ubicaría dentro del contexto de las artes liberales: La conexión del diseño al concepto de arte liberal requiere un cambio de perspectiva. Debemos comenzar a creer en nuestra propia retórica y mirar al diseño como un campo integrador que construye muchos puentes entre diversos temas para hacer interactuar la comunicación, la expresión, la interacción y la cognición (Swanson en Heller, 1998: 18).
Esta índole del trabajo de diseño es lo que explica porqué el diseñador generalmente describe su actividad como un acto creativo o intuitivo, sin embargo, el planteamiento retórico hace ver a la creatividad no como una iluminación difusa sino como una investigación sobre las posibles conexiones que pueden articular nuevas figuras de pensamiento, y ello implica una responsabilidad intelectual y una capacidad de comprender la vida social en sus posibilidades y necesidades de rearticulación. Richard McKeon se refería a ello cuando hablaba del diseño como producción de tecnología basada en el uso de los schemata, que son eslabones que permiten conectar los lugares,
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tal como se había trazado en el procedimiento de invención dentro de la retórica. Con la reubicación de la invención en torno a los lugares, McKeon podía despejar la ambigüedad con la que generalmente se asume la noción de creatividad, sosteniendo, como Aristóteles, que la invención parte del manejo de los lugares comunes de la opinión, que son la reserva indispensable del pensamiento retórico. Dirá que la génesis de las doctrinas de la creatividad se sustentan en realidad en la movilización de los lugares comunes, y que la idea de creatividad en sí misma se ha vuelto un lugar común. El problema de la creatividad es que en sí misma es un lugar común, pero los productos de la creatividad —las ideas adquiridas, las cosas producidas, las acciones planeadas, la composición de las relaciones— devienen los lugares comunes de nuestro mundo familiar, mientras que los lugares que innovan y transforman, inventan y descubren, pueden ser detectados en su uso efectivo pero nunca pueden ser establecidos unívocamente (McKeon, 1987: 34).
La invención sería un medio no de creatividad sino de descubrimiento, y los lugares serían herramientas para reposicionar los problemas de diseño en la medida en que permiten establecer nuevos balances entre las cosas y por tanto nuevos resultados. Cuando los lugares se fijan o se categorizan (como cuando el trabajo de un diseñador, que por lo general posee su propio conjunto de lugares, se establece como modelo), la categorización de sus lugares —y su imitación— sólo trae resultados comunes y sin perspectiva, pues los lugares por definición se articulan de manera distinta para cada caso particular. Ello permitiría ver al diseño como actividad liberal de descubrimiento, dejándonos entender sus problemas particulares. Cada problema exige un abordaje distinto, y requiere por ello de elementos de análisis que no siempre son iguales. En ello consiste la índole retórica del diseño y por eso todo planteamiento de diseño que aborda el problema social del uso práctico o de la comunicación (es decir, en cuanto sale de la esfera estética o contemplativa) se observa como un asunto necesariamente retórico, es decir, como un asunto donde se hace un planteamiento sobre la organización de los contenidos. Tenemos que establecer los problemas de diseño como problemas no determinados, lo que hace entender su naturaleza metodológica y teórica en un lugar distinto al que comúnmente se piensa. En efecto, el diseño en su planteamiento retórico hace necesario postular la existencia de otro
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tipo de problemas, que son con los que el diseño opera: los problemas indeterminados, que se definen, como explica West Churchman como una clase de problemas del sistema social que se dan equívocamente formulados, donde la información es confusa, donde hay muchos clientes y agentes de decisión con conflictos de valores, y donde las ramificaciones al interior del sistema son conceptualmente confusas (Churchman, 1967: 42).
La indeterminación de los problemas de diseño sería un tema central en el diseño, lo que haría necesario su abordaje a partir de los lugares de la invención, pues tienen que ser analizados a partir de sus condiciones contingentes. Para distinguirlos de los problemas de las ciencias o de las artes, J. Rittel identificó los problemas indeterminados en su naturaleza peculiar: Son problemas que no tienen una solución definitiva, pero a los cuales les corresponde una solución; no tienen reglas cerradas; sus soluciones no pueden ser falsas o verdaderas, sino buenas o malas; en su solución no existe una lista de operaciones admisibles; para cada uno existe siempre más de una posibilidad de exploración que depende de la visión del mundo del diseñador; cada problema indeterminado es reflejo de otro problema de un mayor nivel y cada uno es único (Rittel, 1972: 5-10).
Dicho planteamiento se encuentra plenamente identificado en la retórica de Aristóteles, pues plantea que existen discursos que no pertenecen a ningún género en particular, que tratan de todo tipo de temas y que no son parte de una ciencia determinada. Mientras existen otros tipos de discursos que exigen procedimientos y razonamientos necesarios para su objeto, los discursos retóricos se aplican a ese otro campo donde la argumentación y el debate, vinculados a problemas que son comunes y sobre los que cada quien tiene una opinión, generan más bien soluciones posibles. De ahí que la retórica no fundamente sus razonamientos en el silogismo sino en el entimema,13 que se aplique 13
Dentro de la teoría retórica el entimema es un razonamiento incompleto que asume la forma de un silogismo sólo en apariencia, pues en realidad carece de una premisa. La premisa determinante es expresada tácitamente, pues se basa en la idea de estar previamente acordada por el público. Así, el entimema define como razonamiento lo que en realidad es una forma de obviar un lugar común, satisfaciendo el instinto del auditorio.
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sobre lo particular (la retórica sólo es pensable en contextos particulares), y que sus principios se planteen para teorizar sobre lo que es necesario en cada caso con el fin de convencer. Richard Buchanan, desarrollando el tema dentro de la discusión del pensamiento diseñístico, dirá que la indeterminación proviene de que el diseño no tiene un tema o un objeto, sino más bien un cuasi objeto de estudio, ya que se perfila siempre a partir de situaciones específicas, contingentes y no determinadas y que por ello el pensamiento de diseño y sus metodologías “no constituyen o no pueden constituir ciencias en el sentido de ninguna ciencia natural, social o humanística. La razón de ello es simple: al diseño le conciernen fundamentalmente los problemas de lo particular, y no hay ciencia de lo particular” (Buchanan, 1988: 16); la naturaleza de la acción retórica del diseño se mostraría entonces por esa necesidad de usar los lugares en las situaciones concretas (a diferencia de las categorías), identificando así la naturaleza del objeto de diseño y la de su abordaje, pues “un cuasi objeto no es un objeto indeterminado esperando ser determinado. Es un objeto indeterminado esperando ser convertido en específico y concreto” (Buchanan, 1988: 16).14 En las situaciones comunicativas el tema del diseño se refiere a generar recursos para las acciones en entornos particulares, situaciones que no tienen una única respuesta posible sino que pueden construirse a partir de distintos lugares, a condición de que se den dentro del marco problemático de la situación. En este terreno, el propósito es generar estructuras, y el modo en que esto se emprende está sujeto a la perspectiva o lugar desde donde se enfoque el problema. El problema de diseño, en tanto que indeterminado, no establece condiciones específicas para su abordaje, sino que ha de ser considerado bajo una cierta perspectiva (colocaciones mentales) que el diseñador genera o elige, estableciendo el tipo de resultado que podrá darse. Ello es importante para la teoría y la metodología del diseño, así como para la apreciación de su historia, pues no sólo los recursos interpretativos y 14
En un estudio sobre el concepto de técnica en las artes liberales, Virginia Aspe también ubicará esta perspectiva como parte de la fundación aristotélica de la retórica considerada un razonamiento práctico, en la cual se valora que “toda obra de arte, para serlo, ha de tener, bajo una dimensión epistemológica, un origen en la necesidad, pero la necesidad de la obra ha de ser algo que está en el comienzo de él mismo, pues como se vio en el silogismo práctico, toda ación y producción son de lo singular.” (Aspe, 1993: 77).
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expresivos del diseño son retóricos y estructuradores, lo son también los modelos metodológicos de los que parten; si se toma un punto de partida mercadotécnico el diseño se orientará a la publicidad, si se plantea el problema de la semiosis institucional hará una imagen de identidad, y si la preocupación son las situaciones educativas el diseño se planteará en términos didácticos. Es decir, cada metodología sería un tipo de retórica porque su inventio variará según la situación argumentativa planteada. El diseño puede otorgarse los medios y los objetivos ya que siempre parte de su adaptación a un contexto cuyas determinaciones no están dadas sino que tienen que ser proyectadas. Por ello, sus formatos surgen también de una forma siempre adaptable a las situaciones pragmáticas; la imagen se hace surgir en el muro (con el cartel), en la difusión impresa de la información (en el periódico, la revista, el libro, etcétera) o se adecua a los productos con las etiquetas o a la necesidad de orientarse en las calles con la señalización. Estas situaciones no son naturales, sino construidas, y pueden erigirse nuevas. Es importante entender lo señalado porque las reglas de diseño no serán entonces fijas sino que tienen que inventarse dentro de cada formato, que de suyo exige procedimientos retóricos específicos dadas sus condiciones pragmáticas de acción. Tal práctica haría surgir, en todo caso, géneros históricos de modo similar a la forma en que éste concepto es estudiado en la literatura. Si la historia del diseño gráfico se refiere a cómo la comunicación con imágenes y textos se adecua a las necesidades pragmáticas, sociales y técnicas de las épocas —a las cuales enriquece y modifica—, (por ejemplo si surgen medios interactivos computarizados surgirá el hipertexto), entonces los puntos de partida de su disciplina no pueden darse a partir del formato o de procedimientos compositivos o elocutivos únicos y universales, ya que éstos son siempre resultado de su invención y por definición son cambiantes (son los elementos los que se diseñan, y deben considerarse, por lo tanto, elementos para actuar frente a las situaciones que aún no existen). El diseño muestra así su naturaleza retórica esencial y de allí la importancia del concepto de colocación o lugar. Este concepto ayuda a aclarar lo que separa al diseño del arte canónico, por ejemplo, de la pintura de caballete, que por definición fija el lugar pragmático de su formato y crea un espacio autónomo —el museo— destinado a la exhibición (que condiciona su recepción considerándose arte) para entonces, dentro de él, poder explorar los otros lugares, no obstante, asegurados por una petición de colocar la percepción en su dimen-
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sión estética (para algunos esta petición de principio del arte estaría en crisis, pero el arte tiende entonces a replantearse —entre otras cosas con el diseño—, lo que muestra que el trabajo de invención sigue adelante aún cuando la institución artística entre en crisis, pues revela que el distanciamiento estético era uno de sus lugares históricos, y no una situación natural, y puede por tanto ser movilizado). No se trata de decir que en el diseño no exista una estética (algo a lo que nosotros podríamos llamarle, según la teoría retórica, una acción a la vez racional y emotiva, o sea persuasiva, encaminada a la argumentación y al deleite), sino que esa “estética” (noción que es un lugar simbólico) está imbricada con distinguir, funcionar para la acción y encarnar valores sociales, lo que no sucede de manera autónoma.15 La diversidad de las posiciones y colocaciones del diseño sería entonces una de las bases de su discurso, de hecho una de sus cualidades (a pesar de que la historia metodológica del diseño sea, a menudo, un intento constante por fijar sus lugares). Pero plantearse que la diversidad y la movilidad de sus límites impide establecer su núcleo conceptual es otra cosa. Tal postura no sólo no instituye sino que destituye sus fundamentos como disciplina. Ello sucede particularmente en una sociedad reticularizada, donde el constante desplazamiento de los lugares y su desorganización unidireccional (producto, entre otras cosas, de la acción del diseño) es leída, en cambio, como un despropósito: en consecuencia la idea del diseño no se construye sino se deconstruye, y se confunde su capacidad de reordenar la acción con la idea de que las intenciones ya no generan una organización
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En este punto es preciso aclarar la concepción problemática de la estética que se emplea en este trabajo. La estética es un término polisémico, que alude tanto a las experiencias emotivas, dramáticas o plásticas de los espectáculos artificiales, como a la disciplina filosófica que proponía que los cánones —sobre todo del arte— podían establecerse. Nosotros pensamos que los objetos artificiales proveen de esas experiencias, pero que tal dimensión no parte de las cualidades intrínsecas de las obras (lo que genera la idea de contemplación, como en el caso del museo), sino de la interacción social y de sus efectos prácticos. Por ello preferimos optar por una concepción retórica del problema, pues la retórica incluye de suyo lo emotivo, lo dramático o lo sensual como parte del argumento, de lo que resulta una de las precisiones que más contribuyen a comprender el diseño para no caer en paradojas como la expresión “estética aplicada” (que implicaría reconocer que existiría una estética “no aplicada” o pura, idea con la que no estaríamos de acuerdo).
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(la idea de deconstrucción, tanto como la modernidad funcionalista a la que se opone, serían lugares, ya vueltos comunes muchas veces). Buchanan dice al respecto que la capacidad de discutir y evaluar los problemas y sus cualidades para modificar los procesos de trabajo del diseño conduce a redescubrir la naturaleza de la retórica y la dialéctica como artes para dar forma a las acciones humanas, y sitúa esta posibilidad sobre todo dentro del debate posmoderno: La dialéctica se vuelve un arte creativo para explorar las opiniones y el conocimiento, es una forma de actividad cultural a la que le concierne la exploración de la ordenación, desordenación y reordenación de los valores humanos que conducen la acción […] En estos términos, el dilema característico entre modernidad y posmodernidad ha empobrecido la argumentación sobre la cultura, limitándose a partir de su propia polaridad. Sin embargo, si acertamos en identificar la deliberación y el diálogo —el diálogo como una nueva forma retórica y dialéctica de la actividad comunitaria— como temas centrales en las nuevas circunstancias del mundo contemporáneo, existe entonces una tercera alternativa: afrontar las necesidades de nuestra compleja situación fincándose no en verdades dogmáticamente establecidas en los polos del problema, sino en una honesta incertidumbre que permita generar hipótesis y posibilidades para la empresa común (Buchanan, 1998: 11 y 14).
Tales planteamientos nos llevan entonces a la idea del diseño como gestión. En la gestión del diseño la índole retórica aparece como el centro, dado que sólo puede plantearse a partir de problemas indeterminados, situaciones específicas, y mediante hipótesis que exploran las posibilidades y los lugares desde donde se puede trazar un abordaje para hacer específica una solución. El diseño será entonces la planeación de lo que aún es inexistente, pero para lo cual es necesario investigar y deliberar, con el propósito de fundar argumentos que permitan dar respuestas operativas basadas en el estudio de las creencias, valores y premisas de los grupos sociales. Veamos ahora cómo se ha pensado esta actividad. Gestión y persuasión Los proyectos pedagógicos y profesionales del diseño gráfico se han dirigido a una ruptura con los modelos tradicionales basados en la forma y la aplicación de las artes plásticas y se postulan ahora en tér-
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minos de su organización retórica. En Diseño gráfico y comunicación, Jorge Frascara asentaba ya que el diseño gráfico es visto como actividad: “es la acción de concebir, programar, proyectar y realizar comunicaciones visuales, producidas en general por medios industriales y destinadas a transmitir mensajes específicos a grupos determinados” (Frascara, 1994: 19). Como vemos, el núcleo retórico se hace presente, sin embargo, tal definición es todavía introspectiva y no especifica la razón por la cual se emprende esa labor. Asimismo, habla aún de comunicaciones “visuales” y de “mensajes”, conceptos que como vimos no abandonan la ubicación de la comunicación visual (y no en los argumentos necesarios en un contexto) y se ampara todavía en el circuito comunicacional. De cualquier modo, esta idea nos conduce a la perspectiva del diseño como gestión y a ésta como un proceso conceptual que considera parte de la regulación frente a los grupos. Gui Bonsiepe, a su vez, había postulado una tesis similar hablando de que la gestión se ocupa de los aspectos cognitivos del intercambio comunicativo, donde el diseño sería un proceso de razonamiento de la situación (Bonsiepe, 1993). Pero el tema de la gestión ha avanzado más. Norberto Chaves habla, por ejemplo, de la expansión comunicativa y de la semiosis institucional, donde un sujeto que representa la institución es diseñado retóricamente por completo, por ello, su discurso se hace coherente gracias a la acción reguladora del diseño, que somete a consideración no sólo su comunicación gráfica sino todos sus signos (su arquitectura, su mobiliario, su organización administrativa o los comportamientos de sus agremiados) (Chaves, 1977). Chaves no postula este esquema en términos de retórica, pero parte de que se deben analizar los contenidos propicios, considerar su posicionamiento en la opinión pública, organizar las partes de un modo coherente y generar un discurso que orqueste la semiosis institucional en niveles diferenciados y pautados de comunicación. Es decir, cuando el diseño se organiza como gestión, el esquema retórico es subyacente y completo. Chaves propone, además, que esta competencia diagnóstica y comunicativa no puede ser ejercida por la institución, pues el diseño es la creación de una matriz de toma de decisiones que requiere de una mirada especializada y crítica, acción que no puede delegarse en los autores de los comunicados concretos pues, en tal caso, éstos obrarían como juez y parte de su propia labor y la organización perdería así poder político y autonomía crítica en un campo clave
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decisivo, como es el abordaje integral de la comunicación de la identidad institucional y su organización estratégica (Chaves, s. f.).
Los servicios de comunicación se convierten en una actividad profesional similar a la del antiguo rethor, dado todo lo que está en juego. En este campo, el de la identidad institucional, la organización del diseño es compleja y enormemente abstracta, pues supone engarzar al discurso con la realidad operativa de la institución, con su identidad y su comunicación, lo que resulta no siempre ser homogéneo antes de una intervención y se desglosa en una cantidad muy alta de niveles (implica analizar toda la institución y hallar los desfases que se presentan en su conjunto discursivo, considerando que éste no lo ejercen sólo sus dispositivos de comunicación, sino sus acciones de servicio y su soporte técnico y legal). El modelo de Chaves nos habla del enorme desplazamiento que ha tenido el alcance retórico de su actividad, pues hoy día no son sus mensajes sino toda su estructura la que permite a las instituciones generar un argumento persuasivo frente al público: la institución misma es un argumento retórico complejo, y el lector se enfrenta así a la necesidad de mirarla en su totalidad como un enorme sistema de contenidos y acciones organizado. El trabajo de diseño así planteado puede resultar muy depurado si en el abordaje de los contenidos no se parte de la homogenización del discurso a toda costa, sino de la profundización de la cultura institucional y de su manejo en niveles separados y matizados. Chaves logra esquematizar los niveles (identificar lo que es estable o variable, lo que es imaginario o no imaginario, lo que es semio-ergonómico, semio-lingüístico, lingüístico o semiótico) pero hace ver que el objeto a consolidar (la imagen de la institución, o sea la percepción que se tiene de ella) no es algo asequible inmediatamente ni a corto plazo, por lo que propone el objeto de la acción retórica en el nivel profundo en el que realmente se encuentra, y que es el de lo imaginario. Ello está tipificado en la figura 4. En las segmentaciones realizadas aquí, vemos cómo la persuasión no es un efecto inmediato, y observamos cómo la comunicación sólo contribuye a formar el bloque con la concurrencia de otras esferas de intervención. Es, como lo vimos con Habermas, un proceso de validación que no pasa sólo por la legibilidad sino por medio de instancias que construyen la legitimidad y la validez. El pensamiento retórico aparece así en sus verdaderos cauces, se plantee o no en términos de retórica (cuyos postulados han sido aquí reorganizados o metaforizados).
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Semiótico
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Semio-lingüístico
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Lingüístico
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Variable ocurrente Estable recurrente No imaginario
Imaginario
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Tercera segmentación
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figura 4. El sólido de la imagen, según N. Chaves, 1994.
Chaves postula un esquema que podríamos llamar “semi metodológico” de acuerdo con la naturaleza de su “cuasi objeto de estudio”, es decir, plantea una ruta para pensar los problemas, pero éstos son indeterminados porque se abordan de manera distinta para cada caso particular y contexto específico: en la gestión lo importante es cómo generar matrices de pensamiento para configurar los problemas y no la aplicación de categorías. A su vez, este modelo considera los efectos a largo plazo, el papel del auditorio y de hecho reconfigura la idea de identidad, pues ya no depende de imágenes gráficas o de objetos sino que hace saber que la coherencia persuasiva sólo se encontrará si la realidad de la institución, sus acciones y la opinión pública que se tiene de ella (o sea su imagen pública) así como su comunicación, logran engarzase en un todo coherente, pues es el conjunto de estas dimensiones (y no sólo la comunicación) lo que constituye su verdadera identidad, como lo muestra la figura 5. El objeto de la gestión del diseño sería diagnosticar estas situaciones, lo que daría como resultado un estudio conceptual complejo, que revelaría que entre el mensaje, el que lo ejerce, el auditorio, y no sólo en los enunciados, se sitúa el problema. Así, la persuasión ya no se presenta como un decir bello, sino que lo relevante es plantear una coherencia estructural entre lo que se es y lo que se promete, en beneficio del público, que conduce a ejercer una autocrítica y a definir la identidad en términos más coherentes. Estas ideas a su vez recuerdan el planteamiento aristotélico que se refiere a la necesidad retórica de no sólo abordar el discurso, sino cuestionar la presencia del que lo profiere (que es otro de los aspectos olvidados de la teoría antigua,
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figura 5. Cuadro de las relaciones entre los cuatro elementos de la identidad, según Chaves, 1994.
Identidad institucional
Realidad institucional
Imagen institucional
Comunicación institucional
ya que la retórica versaba también sobre el individuo, su talante y su cultura, como condiciones para la persuasión discursiva. Las pruebas de la persuasión según Aristóteles son de tres especies: unas residen en el talante del que habla, otras en la predisposición que presenta el auditorio y otras en el discurso mismo) (Aristóteles, 1990: 175). Vemos que el modelo de Chaves activa, en realidad, el planteamiento de la antigua retórica para sacarla de su aspecto meramente elocutivo, y que con tales premisas postula la gestión: la necesidad de mirar globalmente el problema del diseño. Joan Costa lo dice a su vez con respecto al modelo de la llamada “imagen global”, que no es otra cosa que la organización retórica adecuada de los componentes, pongamos, de una empresa (el producto, la publicidad, la arquitectura, la identidad gráfica, los elementos ambientales) (Costa, 1998: 192-199). En tales modelos retóricos, sin embargo, el auditorio (que sería el que moldea el discurso) ocupa un papel importante, pero subrayemos que muchas veces tiene este sitio sólo en calidad de receptor frente al cual se intenta hacer que los factores de desviación sean reducidos al mínimo, y se plantea la coherencia en beneficio de la institución. Aunque al final el propósito se proyecte como un beneficio real para el público (pues se diseña para generar cualidades en ambos sentidos y no sólo en uno) el tema del diseño no puede, a pesar de ello, desdeñar este aspecto, pues no necesariamente el trabajo de diseño tiene que realizarse en términos de acreditar a un cliente, sino que también puede proyectarse a favor del usuario desde el principio. Al respecto, Jorge Frascara señaló recientemente que las instituciones sólo tienen la posibilidad de basar sus acciones en la constante
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preocupación por atender la calidad de vida de la gente. Frascara asegura que se diseña para la gente, para las situaciones humanas, y que existen numerosos problemas civiles y urbanos en los que el discurso del diseño puede intervenir con propuestas depuradas de comunicación. Esto implica un modelo de acción retórica distinta (y de hecho, como vimos ya respecto a la mercadotecnia, no sólo el diseño sino el esquema de organización para hacer el diseño, se postula con una orientación específica y persuasiva, y por tanto retórica). Frascara explica que el diseño de comunicaciones gráficas tiene como propósito afectar el conocimiento, las actitudes y el comportamiento de la gente. En su manifestación diagnóstica y pragmática, esas comunicaciones “deben ser vistas como un medio, como la creación de un punto de interacción entre las situaciones existentes” (Frascara, 1997: 23), y actuar mediante una teoría de las estrategias, abordar las situaciones no por los límites en que se manifiestan sino comenzar por detectar las conexiones que podrían hacerse incluso para configurar el problema. El diseñador no siempre recibe un problema, sino que debe ser capaz de perfilarlo, por ejemplo para plantear soluciones donde las situaciones conflictivas aún no han sido detectadas (Frascara se propone como temas la circulación vial, la conciencia de la gente sobre la prevención de accidentes, las pérdidas económicas que se suscitan por el mal diseño de los formularios, etcétera, y donde la acción comunicativa del diseño puede hacer contribuciones relevantes). Lo anterior es exactamente lo que significa “movilizar los lugares del pensamiento”, pero Frascara nos muestra que entonces el diseño actúa de una forma más parecida a la epidemiología que al arte, ya que su tarea requiere sostenerse más hacia los problemas de la gente que del propio diseño. Ello muestra de alguna forma el carácter humanista que habíamos dado a la tecnología, pero aunque sabemos que no siempre tales propósitos prevalecen en la práctica del diseño, vemos el trasfondo retórico de la cuestión, sobre todo cuando hemos ubicado a la retórica en su espectro amplio y no en el parámetro exclusivo de las figuras (éstas cobrarán una dimensión mayor cuando son ubicadas en su contexto argumentativo). La profesionalidad retórica del diseño tendría lugar en la medida en que resulta en una expansión de la experiencia del público; refuerza la relación simbólica entre forma y contenido, guía el acto visual en términos de jerarquías y secuencias; confiere valor estético al objeto; genera placer,
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despierta una sensación de respeto por la habilidad y la inteligencia del autor y conecta al observador con valores culturales que trascienden la estricta función operativa del diseño (Frascara, 1997: 20).
Frascara postula que la gestión del diseño consiste en construir la comunicación gráfica considerando que la realidad de la que parte está determinada por personas y no por formas gráficas: para hacer una imagen hay que indagar los problemas de los grupos humanos y dotar de contenido a las situaciones. En tanto que actividad intelectual, social y cultural, relacionada con la necesidad de incrementar la calidad de vida, postulará que su antagonismo con la comunicación verbal debe ser superado: “la articulación verbal y racional del problema de diseño, comenzando por la definición del problema mismo forma parte esencial del problema del diseñador” (Frascara, 1997: 33-34) y que el modelo basado en la percepción y el estudio de las formas necesita ser complementado “con una base sólida en las ciencias sociales” (Frascara, 1997: 28), incorporando así el estudio de los valores, los comportamientos, y los conflictos como parte de su trabajo. Con ello, el objeto de acción retórica del diseño puede ser proyectado en ambientes que resultan cruciales para las acciones prácticas de la vida social: la seguridad en el trabajo, los materiales didácticos para la educación especial, la alfabetización, los sistemas de orientación, las comunicaciones administrativas, necesitan la contribución de lo que el diseño puede hacer para mejorar el desempeño humano (Frascara, 1997: 24).
En su modelo de análisis, Frascara toma otra postura frente a la acción del diseño: como cualquier modelo de gestión, elige y coloca la perspectiva con arreglo a propósitos específicos, pero muestra la eficacia retórica que el artefacto de diseño debe tener. Por ejemplo, en las comunicaciones gráficas destinadas a la seguridad del trabajo, “el objetivo del diseño no puede ser la producción gráfica sino la reducción de los accidentes” (Frascara, 1997: 57). Así, la comprensión del problema decide la concepción del tratamiento que es requerido, y se define que las imágenes pueden analizarse como instancias que encarnan valores y que su movilización se hace en torno a la elección de lugares, hipótesis y adopción a la situación que requiere cada circunstancia específica, entendiendo que ningún problema puede ser resuelto desde un punto de vista único (puesto que, como vimos, son
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problemas no determinados dispuestos no a hacerse determinados, sino específicos y concretos). Como lo habíamos subrayado en el planteamiento retórico del diseño, a propósito de la naturaleza indeterminada de sus problemas, “el diseñador no es realmente un solucionador de problemas, sino una persona que responde a un problema con una acción, no con una solución, ya que un problema de diseño puede adoptar diversas respuestas eficaces” (Frascara, 1997: 55). El diseño responde a una situación elaborando juicios y definiendo las secuencias, interacciones y jerarquías que considera pertinentes, y donde el diseñador no optimiza una función sino que crea una perspectiva, aporta elementos culturales al tratamiento de la vida cotidiana. La función retórica del diseño no está por tanto en su lenguaje solamente, sino en el modo en que elabora una perspectiva para abordar un problema, lo que es resultado de la elección de los lugares que permiten una contribución, y así el eje de su acción discursiva se centra en los aspectos cognitivos de su acción comunicativa. Lo que se pone en juego en estos modelos es —como dice Chaves— la configuración del imaginario, y como en su constitución está presente la estructuración cognitiva y retórica de los auditorios, luego entonces las instituciones han fortalecido a la comunicación gráfica como una de las esferas clave de la promoción y la movilización social. Recordemos que naciones e instituciones han simbolizado su poder frente a los auditorios a través de la gestión especializada de su comunicación gráfica, no sólo en la publicidad sino en las señales, los símbolos o los esquemas. Un buen ejemplo son los emblemas olímpicos, donde cada país proyecta su imagen a través del diseño, generando estilos que no sólo obedecen a su eficacia funcional sino a su rendimiento simbólico y político. Y lo mismo sucede con los emblemas de las empresas. Tales artificios retóricos hacen que, como señala Enric Satué, “enmarcado por tan decisivo aparato de control de la opinión, el diseño gráfico se debate en contradicciones éticas y estéticas agravadas por la trascendencia que ha adquirido, con la enorme proyección social actual, una actividad antaño inofensiva” (Satué, 1992a: 359). La cultura del diseño entra en una discusión mayor y el papel protagonista que durante todo un siglo había buscado el diseñador gráfico, hoy es realidad en un mundo enormemente presionado por la competencia económica y política. Si este eje aparece como motivo del surgimiento de la profesión del diseño y de su visión como gestión, es porque el control de lo imaginario aparece como una instancia indispensable de la organización social. Como señala César González:
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la noción de imaginario tiene que ver con el hecho de que la constitución del yo se realiza a partir de la imagen del semejante: hay pues un elemento que da a cada época o a cada comunidad una orientación, que sobredetermina la elección de las redes simbólicas, su manera de vivir, de ver y hacer su propia existencia, su mundo y sus relaciones, este estructurante originario es lo que se llama imaginario social (González, 1986: 183).
El imaginario social cubre ese espacio que está más allá de la vida material o la organización legal de la política, es lo que hace que, en palabras de C. Castoriadis: el mundo dado a esa sociedad sea captado de una determinada manera práctica, afectiva y mentalmente, que un sentido articulado le sea impuesto, que sean operadas unas distinciones correlativas a lo que vale y a lo que no vale […], entre lo que se debe y no se debe de hacer, lo que importa y lo que no importa, origen del exceso de ser de los objetos de inversión práctica, afectiva e intelectual, individuales o colectivos (Castoriadis, citado por González, 1986: 183).
El imaginario social como terreno de conquista de las actividades retóricas similares al diseño sería una de las claves de su naturaleza discursiva. A partir de estas nociones, podemos preguntarnos entonces cómo el diseño gráfico puede ser enseñado o cómo identificar los instrumentos específicos de que se sirve para elaborar su función persuasivaconceptual y estar en condiciones de analizar sus rasgos discursivos específicos. Para ello, recurriremos a otros elementos que permitan dar cuenta de este proceso a partir de su identificación como un arte retórica. Ello será planteado entones en la siguiente parte. Cognición y retórica en el campo de la imagen La caracterización del diseño como arte retórica nos permite emprender un estudio de las imágenes y los enunciados gráficos de acuerdo con nuevos enfoques. Si la dicotomía entre formas y contenidos que tradicionalmente se ha instalado dentro del campo ha imposibilitado el establecimiento del discurso del diseño como un objeto de estudio específico, debilitando así a la disciplina y a la profesión, podemos ahora revisar sus bases y comprender los elementos que constituyen su acción discursiva.
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Nuestro punto de partida en esta parte será recordar que en la acción comunicativa que surge de una producción gráfica se ponen en juego ideas y juicios elaborados socialmente, y que adquieren forma empírica en las imágenes y los textos, cuya interpretación se sujeta a las reglas del contexto de interpretación del que parten. Esto puede parecer evidente, pero en esta descripción intentamos circunscribir las formas y los elementos compositivos como instrumentos engarzados desde el principio con los problemas sociales del intercambio, y nunca como instancias independientes. El diseño de imágenes se plantea en términos de una apuesta comunicativa, pues como vimos, difícilmente podemos partir de que la comunicación es un “mensaje” a cuyas exigencias el auditorio responde como un receptor. La interacción pone en juego diversas enciclopedias, saberes e intereses, y por ello la acción comunicativa del diseño se ajusta a la situación del intercambio proponiendo modalidades de interpretación que persiguen la legitimidad de los juicios y las ideas que están en juego. La toma de postura frente a lo real, y la propia competencia comunicativa de los participantes del intercambio, da forma a las entidades gráficas, que tendrán que ser comprendidas no sólo por sus aspectos semánticos o sintácticos sino por sus aspectos pragmáticos, es decir, por su relación con auditorios y contextos particulares. Tal relación es cognitiva en cuanto a que no es una circunstancia puramente perceptual sino que modula en los sentidos los juicios que se exponen, ya que la percepción es un instrumento del pensamiento y un producto de la cultura. Podemos ilustrar este principio a partir del ejemplo propuesto por Rudolph Arnheim, donde dos sujetos intentan hacer un esquema gráfico para representar las ideas de “buen matrimonio” y “mal matrimonio”. Arnheim proponía tales ejercicios buscando saber qué ocurre cuando la imagen intenta aprehender conceptos abstractos (véase figura 6). En el resultado podemos ver que el primer sujeto representó al matrimonio como la relación entre dos figuras geométricas, que convergen o no según el caso, mientras que el segundo configuró la noción de matrimonio como una masa o una bolsa que es armónica o caótica según la opción de bueno o malo. Estos dibujos son diagramas elementales hechos a solicitud de Arnheim por personas no expertas, pero muestran el trabajo que hace la imagen cuando se intenta comunicar una noción y una diferencia, así, vemos que los conceptos han sido expresados mediante esquemas, cuyas características son resultado del pensamiento con que han sido aprehendidos.
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figura 6. Representación esquemática de conceptos, según Rudolph Arnheim.
Buen matrimonio
Mal matrimonio
Mal matrimonio
En el primero, existe convergencia o divergencia de dos entes geométricos, pero la diferencia está en el modo como se relacionan mientras que ninguno de los miembros o figuras pierde su estructura; en el segundo caso, en cambio, lo que resalta es la violencia o no violencia de lo que sucede dentro de las figuras. Desde luego, los enfoques muestran cómo una estructura visual es más que una simple composición formal: su apuesta cognitiva es resultado de maneras distintas de comprender una situación, y la cultura social del sujeto sale a relucir en su tratamiento. Para uno, el matrimonio es una relación que ocurre entre dos individualidades con estructuras distintas —que convergen o no— mientras que, en el segundo caso, la idea misma de matrimonio es concebida como algo que encapsula irremediablemente a los sujetos y se superpone a las individualidades. Estas imágenes muestran cómo el tratamiento fue abordado desde lugares distintos, lo que aclara el importante papel que habíamos dado a este concepto anteriormente. La manifestación más inmediata de la imagen se constituye como un argumento, no como una representación. Arnheim mostraba que
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el pensamiento abstracto está presente en la imagen y que ésta no es una mera apariencia sensible de las cosas: es algo que tiene estructura cognitiva y por lo tanto ejerce la interpretación y posibilita el pensamiento. Si la estructura formal es una toma de posición frente la interpretación del mundo, la tesis de que ello procede de una sintaxis visual universal no se sostiene más que al concebirla como un glosario de lugares comunes de la forma, que de todas maneras adoptará un perfil distinto de acuerdo con la situación comunicativa que está en juego: las reglas de comunicación gráfica se ven en los modos de interpretar contenidos y no en las de la composición per se. Con estos ejercicios Arnheim intentaba destituir las argumentaciones académicas en las que la imagen generalmente es vista como un instrumento poco relacionado con la razón.16 Sin embargo, un aspecto no detectado es que para solucionar tales problemas los sujetos habían recurrido a un instrumento retórico: en efecto, con contenidos distintos, los dibujos habían empleado una metáfora, es decir, habían representado una cosa en términos de otra y eso hacía posible su capacidad de mostrar gráficamente conceptos abstractos. Arnheim hace notar que en tal ejecución la diferencia cultural de los sujetos salía a flote de un modo, hasta cierto punto, más preciso que las palabras, pues ambos habían partido de las mismas frases. Por lo tanto, podemos ver cómo cuando dos sujetos hablan y usan el mismo término, sus enciclopedias o su situación no involucran los mismos sentidos. Con la metaforización se llega, en este caso, a una especificación que hace evidente la diferencia, y en efecto el texto de Arnheim señala que el primer sujeto era un universitario, más informado acerca de los nuevos planteamientos sociales en torno a la constitución de los individuos y sus derechos, mientras que el segundo, partía todavía de una concepción tradicional del matrimonio (lo que muestra que la 16
Esta postura remite a Descartes y al positivismo lógico. Para él, la sustancia de las cosas y la esencia de los fenómenos son un producto del cogito, que por lo tanto está separado del cuerpo, de la materialidad fenoménica. Descartes opone así lo que llama sustancia pensante de la sustancia extensa; esta última asociada a las imágenes y a lo sensual o lo corporal, sólo generaría apariencias. Con esos postulados, las imágenes se convirtieron en categorías menores de comunicación en la tradición iconoclasta de la filosofía, lo cual constituyó el discurso sobre la imagen en la era moderna. Para una revisión de este concepto cartesiano sobre las sustancias del pensamiento véase Descartes, R., Meditaciones metafísicas y otros textos, Madrid, Gredos, 1984.
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transformación retórica parte de la experiencia y la encarna en su modo de manifestarse en la elaboración de imágenes). Este simple ejemplo de comunicación visual permite ver un principio, pero con base en tal principio, llevado a problemas de mayor complejidad, el diseño gráfico ha desarrollado sus géneros discursivos, es decir, metaforizando con las imágenes los conceptos pertinentes para cada caso. Tal planteamiento modifica una buena parte de lo que se hace con el lenguaje en materia de enseñanza. Por ejemplo, la oposición significante-significado que normalmente se establece para estudiar el signo no permite ver el fondo de la cuestión, pues se establece que una materia representa un contenido cuando el signo engloba el problema referencial e interactúa con él, formulando una interpretación. Nosotros no podemos discutir los diversos problemas de la semiótica, pero sí apuntar los efectos que han traído los postulados dicotómicos de esta naturaleza sobre el campo de la comunicación gráfica. E. Benveniste había dicho que en la teoría clásica del signo no existía “nexo ninguno natural en la realidad”, y que con ello el razonamiento era falseado porque este “tercer término que es la cosa misma no estaba comprendido en la definición inicial”, mientras que, en realidad “significante y significado son las dos caras de una misma cosa” (Benveniste, 1989: 50-51). El Grupo µ estableció un esquema donde el referente es incorporado como la actualización de un tipo cultural, mientras que el significante es su manifestación en una forma —con diversos grados de transformación— y la relación no es entre significante y significado, sino entre un referente y el modo como es interpretado por el signo, tal como había propuesto Peirce con el concepto de interpretante. Aunque tales planteamientos han puesto de relieve la participación del tópico y la necesidad de interpretación del lector, la idea tradicional del signo como forma y contenido ha pasado al estudio de los mensajes gráficos conservando la dicotomía clásica. Ello sucedía, por ejemplo, en la creación de una teoría del signo icónico hecha a semejanza del modelo lingüístico (en el que se hablaba de la semejanza del significado con el significante) o con su traspolación a los conceptos de denotación y connotación. Con estos conceptos se postulaba que existe un significado directo y un significado secundario perteneciente a un subsistema —el de la cultura, según Barthes (Barthes, 1985: 75-79)— cuando en realidad, como vemos en el ejemplo, la metáfora toma postura directamente sobre la interpretación y no de-
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nota en un nivel y connota en otro (o no realiza esta acción subsidiariamente), sino que más bien da forma a una creencia cuando elige sus significantes y ello no puede verse más que en su forma misma. Y lo mismo sucede con la gramática. Por ejemplo, la gramática tradicional, incluso la gramática generativa de Chomsky, partía de que las relaciones estructurales entre los signos originaban el sentido de los hablantes. Con todo y la diferencia sustancial que existe entre la comunicación lingüística (cuyas estructuras morfológicas pueden ser categorizadas de cierto modo por el carácter lineal de la lengua) la sintaxis de la imagen intentaba imitar el modelo y asignar reglas sintácticas a ciertas composiciones, como si la estructura del plano fuera categorizable de modo similar a la lengua, intentando así fijar las metáforas (que por definición desplazan lugares) y hacerlas aparecer como “reglas morfológicas” (véase figura 7). Con ello, sin embargo, la confusión se hacía más grande no únicamente porque el problema de la interpretación, del contexto y de la situación comunicativa (que son los puntos de partida de toda forma en la acción de comunicar) quedaba desplazado para un momento posterior, sino porque se pensaba que la adopción del modelo de la categorización lingüística daría algún sustento a la imagen, a partir del establecimiento de una “gramática visual”. La gramática como uno de los fundamentos estructurales de la lengua fue parangón de los estudios de los lenguajes, pero traía numerosos problemas, incluso dentro de la propia lingüística, cuando se pasaba a la esfera de la interpretación de los discursos, pues los nuevos estudios (como los de la pragmática) demostraron que los elementos sintácticos estaban subordinados a una esfera mayor: la de la
Nivelación
Equilibrio
Aguzamiento sin tensión
Asimetría
Sutileza
Tensión
figura 7. Reglas morfológicas de la imagen, según Dondis.
Audacia
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acción comunicativa. En ella el lector hace inferencias, formula hipótesis y parte de presuposiciones o sobrentendidos, por lo que un texto no se comprende a partir de su propia estructura sino que ésta es parte de un universo más amplio que ha considerado de antemano las determinaciones del contexto, en función del cual estructura su contribución al hecho comunicativo. Como señalan los estudios de pragmática, los valores de significación “sólo pueden establecerse gracias al contexto, por lo que se deduce que son los enunciados y no las frases los que expresan proposiciones” (Bertuccelli, 1996: 69) y que nacen de la intención de provocar la actuación del interlocutor. Se puede demostrar, como lo haremos más adelante a propósito de la escritura, que con la misma estructura sintáctica y semántica un enunciado puede aportar distintas informaciones, dependiendo de la aportación que se hace a la situación comunicativa. Vemos entonces que, en los actos comunicativos, la referencia sintáctica apenas esboza una conformidad con respecto a las reglas del código, pero lo que el sujeto pone en juego son los hechos interpretativos, el énfasis y las aportaciones, los cuales parten de lo que ya está en el contexto para ser evaluados en el ámbito de la lectura. Los tópicos y los argumentos, así como su estructura sintáctica o semántica, se organizan en torno a reglas del intercambio, pues los hablantes parecen actuar mediante el establecimiento de convenciones tácitas sobre los parámetros que rigen sus contribuciones.17 Los modelos pragmáticos tienden a postular la situación comunicativa como un sistema de inferencias (que deben a su vez dar cuenta de los presupuestos, los sobrentendidos y los sentidos retóricos, incluyendo la mentira, la ironía, la alusión e incluso el valor mismo de la noción de “verdad”). El planteamiento retórico, sin embargo, postula desde el principio la necesidad de comprender los hechos comunicativos como productos de la situación contextual y, en gran medida, su estudio consiste precisamente en identificar las estrategias argumentativas de los intercambios. Si volvemos a los mensajes gráficos, vemos que sus enunciados obedecen también a estas condiciones y que su estructuración 17
Las reglas de la contribución han sido expresadas sobre todo por Grice, quien considera en sus máximas conversacionales los principios de pertinencia, economía, calidad y estilo, como implícitamente asumidas en los intercambios. Para una exposición pormenorizada de estas máximas véase Levinson, Stephen C., Pragmática, Barcelona, Teide, 1989.
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cognitiva parte no de la naturaleza visual sino de la conciencia de la aportación y la estrategia de sentido que persigue, por lo que, como hemos visto, partir de la dicotomía entre lo visual y lo verbal es poco provechoso para una teoría del discurso del diseño. Lo anterior nos remite a la idea de que en el intercambio comunicativo se establece el principio de pertinencia: el que intenta comunicar hace las aportaciones que considera relevantes a la situación y es lo que decide el carácter de los enunciados, que se conoce como el principio de relevancia.18 Miremos entonces una contribución como la de Ernst Gombrich, quien al estudiar los mensajes gráficos, en especial los mensajes llamados “miméticos” o realistas, ha demostrado que incluso las imágenes que se dicen realistas no buscan reproducir la imagen en la retina, sino que parten de una idea o concepto, asignando una clasificación al objeto para comunicarlo (cf. Gombrich, 1998: 55-78). Para Gombrich ver está condicionado por hábitos y expectativas, y en la realización gráfica, tal como constatamos en el primer ejemplo, lo que establece el sujeto son relaciones que se adecuan al medio (en este caso un dibujo sobre un papel). La explosión retórica de la imagen tendría lugar cuando sus artífices pudieron producir la ilusión de realidad. Gombrich muestra un ejemplo donde la sensación de volumen y orientación de la luz es expresado en un grabado gracias a la perspectiva de las líneas y de los tonos o gradaciones (gris, negro, blanco) que posibilitan la ilusión mediante un esquema, como el de la figura 8, donde los rasgos formales actúan como metáforas para dar forma a idea de profundidad. Vemos que la capacidad de representación a través de sustitutos artificiales, y por tanto metafóricos —Gombrich sostiene que no habría distinción entre la representación y el símbolo: “La diferencia está en el uso, en el contexto, en la metáfora. De ahí que el descubrimiento de la semejanza sea importante. Produce la facultad de proyectar sobre formas un saber” (Gombrich, 1998: 107)—, sería una de las cua18
Incluso, dirá López Eire, “ello repercute en las teorías lingüísticas del texto y no sólo en los problemas de la imagen. Al intervenir la pragmática la semiótica se reencuentra tarde o temprano con la retórica pues ve en el texto el resultado de una serie de operaciones por las que localizamos los materiales semánticos extensionales —en la invención— que luego pasan a ser intencionales —disposición— porque el tema se arborifica [sic] en proposiciones macroestructurales que más tarde se convierten en microestructuras textuales” (López, 1996: 141).
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figura 8. La caída (1511), grabado en madera de Baldung Grien.
lidades indispensables de la labor humana, y así la cultura visual mostraría el conjunto de las asociaciones que se han acuñado para estructurar conceptos de acuerdo con las épocas y a las necesidades sociales de comunicación (por ejemplo, muchos mensajes que buscaron el efecto realista lo hacían para lograr dar una modulación sensible de las ideas religiosas o políticas, y también sucedería lo mismo con la abstracción, de hecho, la abstracción no sería sino otro lugar de la representación). Como ha demostrado Arnheim, esta perspectiva llevada a sus últimas consecuencias anularía incluso la oposición entre figurativo y abstracto, ya que todas las imágenes son estructuraciones sustitutivas de la mente para generar conceptos (citado por Arnheim, 1986: caps. 9 y 10). Esta perspectiva coincide, también, con los planteamientos de la psicología cognitiva, en la cual se considera que la percepción es un proceso de razonamiento guiado por la constitución en la mente de
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mapas que establecen relaciones entre elementos; es decir, rebasa los límites de las entidades locales y actúa organizando la información dentro de esquemas cognitivos que son “un proceso constructivo de razonamiento espacial que nos permite resolver multitud de problemas de localización, orientación, comprensión y desplazamiento” (Vega, 1990: 249). La conducta ambiental que asumimos ante los hechos visuales sería guiada por los mapas cognitivos que elaboramos, los cuales son estructuras flexibles y dinámicas que nos permiten pensar y resolver problemas de nuestra interacción con el medio y en los cuales “el componente imaginativo está modulado por información conceptual y proposicional” (Vega, 1990: 249). El mapa cognitivo, como lo vemos en el ejemplo de Arnheim, parte de una construcción análoga o imaginativa, pero organiza la información categóricamente y por ello las imágenes son más bien una representación de un conjunto de reglas que permiten establecer inferencias. Como el mapa cognitivo es el elemento que media entre la percepción y el hecho visual, podemos incluso superar las limitaciones propias del medio (reducción a rasgos mínimos, transformación a blanco y negro, abstracción de los elementos) y lo que asimilamos y recordamos es la estructura proposicional de las imágenes. Lo señalado ha sido demostrado por Gombrich cuando habla del papel que cumple la expectativa o la cooperación del lector en la estructura de las imágenes, pues éstas no son una copia de la realidad sino un modelo de relaciones a las cuales se ajusta la percepción.19 La imagen constituiría desde este punto de vista una proposición, es decir, estaría localizada de inmediato como un artificio retórico (y por tanto social), ya que la percepción es un acto que busca significados, y por tanto está ligada al lenguaje y a la necesidad de supervivencia y adaptación al medio. Los psicólogos cognitivos dicen que cuando hemos participado de ciertos hechos, nuestra memoria no reconstruye literalmente los datos o la estructura gramatical de los estímulos, sino que retiene los significados proposicionales. En la figura 9, según muestra Manuel de Vega, tendríamos una proposición. En ella se define lo siguiente: cuando los sujetos que la han visto son inquiridos tiempo después, lo que se retiene es una estructura cognitiva que podría parafrasearse como “una cigüeña que trae un gusano en el pico se acerca volando al nido, donde sus crías la esperan.
19
Véase Gombrich, Ernst, Arte e ilusión, 1998, cap. vii.
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figura 9. Representación proposicional, según Manuel de Vega.
El nido está sobre el tejado de una vieja torre.”20 Es decir, se pueden omitir o ampliar ciertos detalles, pero la estructura proposicional (cigüeña como un tipo de ave, tejado como parte de una torre, la torre como un tipo de construcción, el gusano como un tipo de alimento, la atención las crías como un tópico reconocible) sería un modelo cognitivo general al que se adhiere la percepción, la cual actuaría así como un sistema de inferencias interpretativas.21
20
El autor agrega que “Naturalmente la red proposicional podría ampliarse, incluyendo detalles sobre la estructura del tejado, las ventanas, el paisaje, etcétera. Sin embargo, son precisamente esos detalles los que la gente suele olvidar en el dibujo” (Vega, 1990: 273). 21 En este caso se trata de sinécdoques. En la teoría retórica se establece que las manifestaciones de este tipo son las que construyen expresiones mediante las subentidades o supraentidades que la interpretación resuelve por medio de inferencias. La cigüeña sería una subentidad de ave, mientras que
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Lo interesante de este modelo es que permite observar cómo la estructura cognitiva o proposicional no depende de lo visual o lo verbal, sino de su carácter tópico. Incluso la misma proposición podría darse con otros elementos, y así las expresiones sólo adquieren un valor en cuanto participan de una estructura y una intención. Ello nos recuerda también el modelo lógico-proposicional de Wittgenstein, para quien el lenguaje no está en el código sino en su uso, y por tanto su comprensión sólo existe en las condiciones pragmáticas y cognitivas de la acción. Wittgenstein dirá por ello que: La proposición expresa de un modo determinado y claramente especificable lo que expresa: la proposición es articulada. Lo esencial en la proposición es, pues, lo común a todas las proposiciones que pueden expresar el mismo sentido. A cualquier parte de la proposición que caracterice su sentido la llamo una expresión (un símbolo) —la proposición misma es una expresión—. Y cabría decir que el nombre genuino es lo que tienen en común todos los símbolos que designan el objeto. Se seguirá así, sucesivamente, que ninguna clase de composición resulta esencial al nombre (Wittgenstein, 1991: 35-37).
Wittgenstein se articulará con el punto de partida de la retórica, que establecía en el ámbito proposicional su punto de partida pues ello es lo que vincula al pensamiento con las acciones comunicativas, tal como lo señaló Aristóteles en su “Tópica” (dirá ahí que el objeto de la retórica es enseñar a construir proposiciones en cualquier situación que se nos presente). Y es que, según Wittgenstein, La proposición determina el lugar en el espacio lógico. La existencia de este código lógico viene garantizada únicamente por la existencia de las partes integrantes, por la existencia de proposición con sentido. (Así) el signo proposicional usado, pensado, es el pensamiento. El pensamiento es la proposición con sentido. La totalidad de las proposiciones es el lenguaje (y) el hombre posee la capacidad de construir lenguajes en los que cualquier sentido resulte expresable, sin tener la menor idea de cómo y qué significa cada palabra (Wittgenstein, 1991: 47-49).
la torre es de construcción. Así, para la configuración proposicional la relación entre lo particular y lo general, o entre la especie y el género, es constitutiva de lo percibido.
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La idea de proposición resulta entonces crucial. No sólo porque muestra el aspecto cognitivo del lenguaje y de la percepción, no reductible a sus elementos sintácticos, sino porque ella misma difiere de la neutralidad del sentido en cuanto a que es más bien una construcción que propone, es decir, que busca hacer verosímiles ciertos sentidos, reincorporando con ello el carácter tensor que supone toda comunicación y todo hecho retórico. Las proposiciones como hechos retóricos entran en contacto con la lógica porque se basan en juicios, y ellos son evaluados como aseveraciones creíbles o no, y “son abstractas y semánticas en cuanto que reflejan conceptos y relaciones” (Vega, 1990: 263). La estructuración tomará el papel decisivo constituido por los lugares y no por las operaciones gramaticales (éstas, como decía Wittgenstein, son expresiones que sólo tienen la función de permitir generar el sentido de la proposición), ya que parecen poner en juego los elementos temáticos. La comunicación gráfica sería para nosotros, entonces, un arte que genera proposiciones, y si ello es tenido como una profesión, se trataría de construir proposiciones significativas. Por ello entendemos la capacidad de movilizar los lugares frente a las situaciones contextuales aportando elementos que enriquezcan la estructura cognitiva de los procesos a los que hacen referencia. En la “Tópica” de Aristóteles, y ya desde el ejemplo de los esquemas de Arnheim, vemos que la construcción proposicional pasa por un proceso de evaluación de las relaciones cognitivas que se consideran relevantes y luego a su metaforización o a su estructuración gráfica. A este aspecto, Aristóteles decía que además del estudio de las clases de tópicos, el razonamiento que realiza argumentos parte de los siguientes medios: 1. Asegurar las proposiciones. 2. Distinguir los múltiples sentidos en que se emplea una expresión en particular. 3. El descubrimiento de las diferencias entre las cosas. 4. La investigación de la similitud (Murphy, 1986: 19). Lo anterior puede verse no sólo en los esquemas conceptuales mencionados, sino que tal proceso constituye el eslabón principal del razonamiento inferencial del diseñador gráfico. Por ejemplo, Bob Gill, un conocido diseñador neoyorquino, realizó un libro donde proponía “olvidar las reglas del diseño gráfico”, porque advertía que si las reglas eran compositivas contrastaban con el verdadero razonamiento
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que seguía en su trabajo. Cada caso seguía un tratamiento distinto según el problema, y el proceso consistía en hallar los tópicos, asegurarlos, evaluar los tipos de expresiones y los múltiples sentidos en que se emplean, descubrir las diferencias y hallar la semejanza cognitiva más propicia para aportar algo a la comprensión de una situación. Gill no formulaba este procedimiento en términos cognitivos o retóricos, pero se separaba de la intuición y del enfoque formalista al ubicar el proceso de diseño en la construcción de argumentos y al postular la necesidad de partir de proposiciones. Por ejemplo, señala que si la solicitud era “Hacer un anuncio de la llegada a Inglaterra de una exhibición italiana”, él tenía que hacer con ello una proposición significativa y entonces redefiniría el problema planteando la siguiente proposición: “Hacer que Italia vaya a Inglaterra.” El diseño resultante se puede apreciar en la figura 10.
figura 10. Cartel (1985), de Bob Gill.
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figura 11. Ejemplo de proposición publicitaria argumentada por analogía.
Asimismo, el planteamiento proposicional estudiado desde Aristóteles daría explicación al anuncio de la figura 11, donde el valor que se atribuye al espacio en una camioneta se hace análogo al de la idea de alcanzar un objetivo (que es el atributo que “asegura la proposición” pues es el argumento que se considera que puede persuadir). Esta idea es llevada a la “investigación de la similitud” y a expresarse metafóricamente a través de una niña que utiliza varios instrumentos para alcanzar un tarro de dulces (pues en ambas situaciones el último centímetro es importante). Es decir, se argumenta por analogía. La metaforización sería tanto cognitiva como retórica, o sería cognitiva porque es retórica. La proposición sería así evidente para el público. La noción de metáfora, tal como la establece la retórica, ayudaría a ubicar al signo en su contexto comunicativo y en su labor cognitiva y estructuradora, sacándolo de su descripción funcional y comprometiéndolo con la transformación interpretativa que tiene de un modo inherente. Con ello llegamos a uno de los terrenos quizá más conflictivos de la elocutio retórica, pues en efecto la metáfora habría sido
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figura 12. Ejemplo de las representaciones de conceptos de ‘buen matrimonio’ (arriba) y ‘mal matrimonio’, (abajo) según Rudolph Arnheim.
sacada de su lugar epistemológico cuando era concebida como una alteración del signo. Numerosos autores han basado en la noción de desvío a la metáfora y a las figuras, sembrando así la ilusión de que existe un sentido directo o denotado y estableciendo a la retórica en el lugar de la ornamentación, con lo que se hizo enorme la confusión. La oposición entre sentido directo y sentido figurado en realidad no se sostiene si vemos los ejemplos señalados. No vemos la desviación con respecto a un supuesto “grado cero” sino participamos de la estructuración de un pensamiento, tal como lo ha establecido la metáfora. Así, la metáfora no es la sustitución de una forma por otra —idea que había hecho preguntar a Jean Cohen (Cohen, 1970) qué objeto tendría una figura como la metáfora si ella dice de una forma lo que podría haber sido dicho de otra manera, concepción que ubicaría a la metáfora como un hecho “estético”— sino la interacción entre dos contenidos, y advertimos que existirían otras metáforas posibles para el mismo concepto siempre y cuando la estructura cognitiva quedara representada (lo que demuestra que la composición visual no es punto de partida sino de llegada); lo podemos constatar, en estas otras soluciones del concepto de matrimonio, donde Arnheim ve que los sujetos han sido esta vez metaforizados como líneas y donde cada sujeto desempeña una trayectoria individual que confluye con la del otro (véase figura 12). De este modo, el establecimiento de la función metafórica dentro de su estatuto cognitivo ayuda a despejar las incógnitas sobre el signo
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visual. En efecto, un signo, no sólo por medios visuales sino por cualquier otro, hace interactuar contenidos culturales, y su carta frente al deseo de estructurar al otro es la estructura formal sobre la que decide, por ello el lenguaje es siempre metafórico y se da en un contexto pragmático ubicado en la esfera de la proposición persuasiva. Lo mencionado desdicotomiza la noción de denotación y connotación o de sentido directo o figurado tal como se han establecido en buena parte de la teoría del lenguaje. Paul Ricoeur, especialmente, planteó esta cuestión en La metáfora viva, donde demostró que la metáfora no suspende la “realidad natural” sino que construye conceptos (incluidos aquéllos con los que comprendemos la “realidad”). La idea de denotación sería considerada por su no oposición con la connotación pues “si representar es denotar —dice— y si mediante la denotación nuestros sistemas simbólicos rehacen la realidad, entonces la representación es uno de los modos por los que la naturaleza se convierte en un producto del arte y del discurso” (Ricoeur, 1980: 313). Ricoeur restablecerá así el estatuto de la metáfora por oposición a la idea generalizada de que constituye una transgresión a la norma, y más bien será un hecho de discurso cuyo estatuto consiste en “producir combinaciones nuevas e insólitas a partir del contexto” (Ricoeur, 1980: 246), lo que le confiere el poder de actuar “sobre todos los conflictos entre perspectiva y apertura, designación y sugerencia, imaginación y relevancia, concreción y plurisignificación, precisión y resonancia afectiva” (Ricoeur, 1980: 336). Esta discusión nos lleva a comprender, finalmente, porqué la retórica incluía en este terreno la existencia de figuras, y el papel que desempeñan realmente en la techné retórica: ellas no significan de forma inmanente, sino sólo en cuanto que contribuyen a cristalizar un argumento. Como el principio retórico no se encuentra en ellas sino en la invención, la idea de reducir la retórica al catálogo de los tropos trastoca sus fundamentos mismos. La retórica había llegado al concepto de figura no para imponer un catálogo de formas estilísticas, sino para dar cuenta de lo que los sujetos hacen con el lenguaje en el acto de persuadir: no es la retórica la que inventó estos artificios, sino los sujetos en interacción comunicativa; la retórica teorizó estas fórmulas, haciéndolas identificables (poniéndoles nombre) y generando una conciencia de su uso, que antes sólo era ejercido intuitivamente. Lo anterior representa —o debe representar— un vuelco en el modo de concebir la retórica y su base epistemológica, ya que generalmente se parte de una incomprensión de la elocutio y se habla de
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la retórica como una suma de tropos que parecen ser artificios no “naturales” (y por tanto ornamentales) que se enseñan para hacer discursos. El punto de partida pedagógico de la retórica, que se basa en las figuras, no difiere mucho de los modelos formales y, como ellos, está destinado a fracasar pues, como señalaron diversos autores como Umberto Eco, nos enfrentamos al hecho de que se puede explicar una metáfora, pero no se puede enseñar a hacer metáforas,22 y así, la enseñanza debe verterse sobre la comprensión de cómo se formulan los argumentos (que es lo que sí se puede enseñar) y con ello las figuras aparecerán en su verdadera dimensión (como formas en las que de una u otra manera un argumento o una intención comunicativa encuentran salida). No es que tengan que aprenderse figuras para hacer un discurso (mas que en los actos donde la conciencia lingüística interviene deliberadamente, como en muchos casos de la literatura), sino que se intenta persuadir a un auditorio, y entonces las figuras aparecen como una consecuencia incluso ineludible, ya que representan no un caso aparte sino la naturaleza misma del lenguaje. En el mismo sentido, y con mayor énfasis, Nietzsche había sostenido que la idea de sentido directo sólo se sostiene desde la óptica decadente del racionalismo, ya que para él “todas las palabras son en sí y desde el principio, en cuanto a su significación, tropos” y “dado que todo el lenguaje es metafórico […] los tropos no son formas secundarias o derivadas del lenguaje, ni un simple ornato estético” (Santiago Guervós, 2000: 31). Nietzsche, como más tarde lo haría Ricoeur, demostró el carácter fundamentalmente cognitivo de la metáfora, al sostener que ésta no reviste al concepto sino que es el concepto; con ello dio un lugar estratégico y una trascendencia filosófica al concepto de metáfora y a la retórica, pues intentó demostrar que “la noción misma de concepto no es más que un producto de la actividad metafórica, es decir, un producto que rechaza su origen metafórico, sólo así, mediante este olvido, llega a ser concepto” (Santiago Guervós, 2000: 33), idea que coincide a su vez con la propuesta por otros autores, como Vico cuando sostiene 22
Umberto Eco señala que “cuanto más original haya sido la invención metafórica, tanto más el recorrido de su generación habrá violado cualquier costumbre anterior. Es difícil producir una metáfora inédita basándose en reglas ya adquiridas, y cualquier intento de prescribir las reglas para producirla in vitro llevará a generar una metáfora muerta, o excesivamente trivial” (Eco, 2000: 160).
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que los conceptos son producto de la desensibilización de las metáforas,23 o con el análisis que hace J. M. Klinkenberg, donde sostiene que la metáfora transforma las enciclopedias (habla de una retórica cognitiva) y por tanto de que hay argumentación dentro de la figura, mientras que la ciencia crea metáforas controladas —por ejemplo, ahí donde la noción de “corriente eléctrica” deja de hacer pensar que hay cosas que “corren” (Klinkenberg, 1999, comunicación personal). El tema central en este sentido es la posibilidad y necesidad de observar a los enunciados o proposiciones gráficas como hechos metafóricos que parten de un lugar, estructuran conceptos (siempre fundamentados en los juicios que identifican como relevantes en un contexto dado) y se expresan en una forma propicia para su labor persuasiva frente al auditorio. En tal operación los referentes están presentes como tipos culturales o ideas establecidas, pero sobre ella operan transformaciones destinadas a favorecer una u otra interpretación. En El tratado del signo visual, el Grupo µ hace un análisis pormenorizado de las operaciones que la imagen forma en este sentido, tanto en lo que se refiere a los signos plásticos (textura, color, forma) como a los signos icónicos (figura, figura-fondo, objeto, etcétera), pero sostiene que todas estas operaciones funcionan como un factor estilístico que es ineludible, y que “toda estilización es una operación retórica de la imagen” (Grupo µ, 1993: 330). Podemos arribar a un modelo general que permite entender el diseño gráfico como una operación retórica especializada a partir de la concepción de su labor metafórica. En efecto, si la estructura conceptual de las expresiones gráficas es producto, como lo vimos en el ejemplo de Arnheim, de la puesta en marcha de una interacción entre contenidos para generar conceptos, y si el diseño toma esta actividad como una profesión, entonces la disciplina consiste en conocer y mo23
Vico recordará el origen metafórico incluso de los conceptos filosóficos o racionales para sostener la tesis de “la razón poética”: “Mas aún hoy en día, para explicar los trabajos de la mente pura, es menester que nos socorran las hablas poéticas por traslación de sentidos: como intelligere, para conocer en verdad, de donde viene intelecto, que es escoger bien, dicho de las legumbres, de donde viene legere (leer); sentir por juzgar; sentencia vale por juicio, siendo cosa propia de los sentidos; disserere por discurrir, o razonar, siendo esparcir simientes para luego recogerlas; y, para acabar, sapere, saber, de donde se dice sapientia, sabiduría, que es acusar el paladar el sabor de los manjares” (Vico, 1987: 196).
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vilizar los lugares a propósito de las situaciones y llevarlos a su manifestación gráfica operativa, favoreciendo los procesos de lectura, acción e interpretación que presentan los diferentes contextos. Este sería uno de los aspectos más relevantes en la relación del diseño con la cultura, si lo tomamos como una actividad liberal. Los lugares son objeto de cruces infinitos y las reglas de su combinación estarían dadas por la pertinencia semántica, pragmática (racional y emotiva) que posibilita su funcionamiento retórico, pues lo propio de los lugares es que se infieren como puntos de partida para la argumentación particular. Entonces, la metáfora y el artificio retórico permiten una mezcla constante de los conceptos, posibilitando el enriquecimiento de la cognición social.24 Por otra parte, se ha demostrado que las metáforas operan sobre la vida cotidiana dando forma a las creencias no de manera aislada sino estructuralmente, como lo han demostrado Lakoff y Johnson a propósito del estudio de los grupos estructurales de metáforas (Lakoff, et al., 1995). Las metáforas, según estos autores, serían isomorfismos en cuanto que relacionan una estructura con otra estructura bajo el principio de la relevancia y de lo significativo: una novela puede tener un hilo conductor, un escrito es un texto —o sea un tejido— o un argumento puede ser urdido, y todas las referencias al discurso pueden ser vistas por la metáfora de la producción textil si ello permite pensar o revela los conceptos que se quieren decir de él, es decir, si el isomorfismo metafórico es productivo. Las metáforas, además, serán propias de las épocas. Como muestra Alemañ Berenger, los modelos científicos más importantes de la historia se construyeron como metáforas adscritas a los problemas de su tiempo para lograr su pertinencia y significatividad.25 Y lo mismo valdría para las 24
Stephen W. Gilbert, siguiendo a Lakoff y Johnson, ha propuesto una “teoría del mezclaje” en la concepción metafórica, de la que, señala, existen dos aproximaciones: “la teoría de la metáfora conceptual propone una proyección entre dos representaciones mentales, mientras la teoría del mezclaje permite más de dos; la teoría de la metáfora conceptual define la metáfora como un fenómeno estrictamente direccional, mientras que la teoría del mezclaje no ha hecho esto; la teoría enfatiza el mensaje como un proceso on line que a la vez puede activar metáforas atrincheradas y originar conceptualizaciones novedosas que las complementan” (Gilbert, s. f.). 25 Véase Alemañ Berenguer, Rafael Andrés, Grandes metáforas de la física, Madrid, Celeste, 1998.
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imágenes, pues como lo ha postulado también —sólo que desde las matemáticas— D. Hofstadter, toda estructura se puede relacionar con otra estructura a condición de que las jugadas establecidas por el isomorfismo “revelen un segmento de la realidad” (Hofstadter, 1995: 58). La ciencia misma, como vemos, partiría del hallazgo de isomorfismos o metáforas apropiadas, en ello consistiría su investigación, y así Hofstadter dirá que “la percepción de un isomorfismo entre dos estructuras ya conocidas es un avance significativo de conocimiento, y sostengo que tales percepciones son lo que genera significaciones en la mente humana” (Hofstadter, 1995: 58). Los isomorfismos son pues la movilización de los lugares, y son por definición provisionales y no verdaderos o falsos sino localizados: de esta enorme capacidad de acción para generar la cultura a través de las imágenes, los sistemas o los objetos artificiales, se abrirá la posibilidad generativa de una disciplina como el diseño, que miraremos como un hecho discursivo generador de diversas estructuras cognitivas para la vida social.
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Establecidas las bases anteriores podemos preguntarnos qué hace el diseño. El diseño crea conceptos en los objetos a través de distintos isomorfismos basados en la configuración visual. Su punto de partida son las acciones humanas, los pensamientos y las ideas sociales; el diseño se ejerce desde lugares y no desde categorías; su objeto es crear proposiciones persuasivas de acuerdo con los distintos escenarios prácticos que constituyen la cultura y la vida urbana. En el ámbito de lo gráfico, dicha labor tendrá su manifestación en diversos soportes y circunstancias donde las imágenes y su producción técnica desempeñan un papel fundamental para la acción cultural. En el ejercicio de esta labor, los principios cognitivos que se ponen en juego serían analizables por los conceptos de la retórica más que por los de la percepción o los de la estética, ya que, en principio, toda acción discursiva implica los escenarios históricos y sociales y no puede suspenderse esta dimensión pues, tarde o temprano, los objetos gráficos se definen por su ubicación dentro del ámbito de la comunicación social. Para comprender esta perspectiva sobre el diseño gráfico es necesario tomar en cuenta el verdadero ámbito epistemológico de la retórica, ya que esta disciplina es a menudo reducida a un catálogo de formas superficiales que hacen olvidar su dimensión cognoscitiva y de organización, con lo cual se pierde desde luego su valor teórico y su importancia social. La retórica, al menos el proyecto original de la retórica establecida como proyecto teórico, no se fundamenta en el análisis de los elementos externos del discurso, sino en su organización conceptual interna y en todos aquellos escenarios donde el acuerdo, la necesidad de consenso y de la argumentación constituyen el único punto de partida posible para comprender las proposiciones comunicativas y las estrategias para la acción. Su novedad radica en que dota de presencia al juicio, a la opinión y a los auditorios, más que a la razón o a la “creatividad”, como los ejes reales del pensamiento, incluso del pensamiento filosófico o científico (que a pesar de su urgencia de “verdad” vemos que son también discursos que tienen una historia y que se encuentran, por tanto, sujetos a debate). No por esto la retórica debe separarse de la filosofía y de las teorías del conocimiento. Vigilándose mutuamente desde la antigüedad (y con distintas fluctuaciones de sus papeles e interpretaciones históricas) estas
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disciplinas forjaron una columna vertebral de la cultura occidental que contribuyó a establecer y difundir la propia filosofía, la poesía, la música y la ciencia o la tecnología, ayudando a balancear e interactuar sus premisas al recordar el carácter persuasivo de las primeras, así como el carácter humanístico de las últimas, perspectiva que resulta, por lo demás, enormemente útil en la vida contemporánea. Precisamente, la ubicación humanística de la retórica (y no su degradación hacia las formas de la demagogia, que es más bien una mala retórica) nos sirve para comprender al diseño como un agente generador de lo artificial, como una disciplina que construye argumentos a través de las acciones interpretativas que ponen de manifiesto sus objetos, contribuyendo a enriquecer la vida humana. Para salir de su esfera técnica o formal, y afrontar su definición social como disciplina, el diseño tendría que ser visto como una tecnología cuyos fundamentos serían humanísticos. Sirviéndose de todo tipo de conocimientos, juicios, materiales, teorías y habilidades prácticas (el diseño resultaría por naturaleza una actividad integrante), el diseño sería esa habilidad capaz de forjar una articulación retórica de los juicios (utilizando o resituando los lugares) a través de todo tipo de objetos para la organización óptima de las acciones particulares, articulándose con las necesidades propias de cada contexto. Mirando al diseño gráfico bajo esta óptica, veremos cómo el pensamiento y la investigación a propósito de esta disciplina nos llevan a premisas y conclusiones diferentes de las que normalmente son establecidas dentro del campo del diseño gráfico, que es lo que trataremos de hacer a continuación, analizando algunos de los géneros particulares de la comunicación gráfica. El estudio retórico del diseño reubica a los objetos gráficos dentro de su contexto histórico y público y los hace aparecer como parte del debate cultural en sus distintas manifestaciones y posturas, ya que se define precisamente por su heterogeneidad, así como también revela su aportación cognitiva para la vida social. El discurso de la lectura Entre los dispositivos organizadores del discurso como actividad social, en los que el grafismo ha ocupado un lugar central, está indudablemente el de la modulación de la lectura y de la organización de los textos. La forma visible del pensamiento razonado no ha sido en la historia un asunto secundario sino que en buena medida se refiere a
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la evolución de los formatos y de las formas de capturar gráficamente los juicios o las expresiones de donde se ha construido el universo de la educación y el aprendizaje. Para un análisis de las aportaciones cognitivas más importantes que el universo de las imágenes ha traído a la civilización, es necesario considerar la vertiente propiamente gráfica que está presente en la constitución de la escritura alfabética y sus numerosas consecuencias para la vida social. No obstante, esta vertiente ha sido minimizada o desatendida por una concepción logocéntrica del pensamiento que asume que la razón es un producto puramente mental que no puede estar asociado a las imágenes, las cuales son tenidas como meras apariencias o recursos de representación de la lengua (dispositivo al que se le confiere la actividad racional), dando a los instrumentos de escritura un lugar más bien marginal. Esta tesis es sostenida en gran medida en las teorías clásicas sobre la invención del alfabeto. Según éstas, las imágenes habrían sido antropológicamente importantes en las culturas donde la imagen y el grafismo están íntimamente relacionados, como sucede con los glifos, los emblemas, o los ideogramas antiguos. Sin embargo, luego de la institución de las escuelas filosóficas del racionalismo, y del encumbramiento de la idea de logos como esencia aparentemente irreductible de la actividad mental, tales sistemas sólo han sido considerados como formas del pensamiento primitivo o como productos de una imaginería poética o animista que no puede generar conceptos precisos. De este modo, se considera que la actividad pensante y su realización plena tuvo lugar sólo cuando ésta se disasoció de la “contaminación” de lo visual y se sujetó a su cauce puramente verbal. Dicha concepción parece estar asumida, por ejemplo, en el libro de Elisa Ruiz, Hacia una semiología de la escritura, donde se sostiene que, en efecto, la comunicación visual y verbal “habían partido de un esquema cognoscitivo común” pero tales sistemas “fueron perdiendo esta situación de equilibrio y la tendencia evolutiva trajo consigo la subordinación del primer sistema al segundo [con lo que] el pensamiento se deslizaba de un universo mítico a uno más racional” (Ruiz, 1992: 36-37). Según Ruiz, esta transición (denominada “tendencia evolutiva”) habría tenido lugar a partir de la optimización del sistema alfabético que generaron los griegos, quienes tomando en préstamo los signos consonánticos de los fenicios, iniciaron un sistema alfabético, y “a partir de ese momento el gesto gráfico quedaría sometido a la palabra. En lo sucesivo, el escritor traducirá su mensaje siguiendo necesariamente el cauce fonético” (Ruiz, 1992: 43).
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Pero tal afirmación, consecuente en apariencia con los hechos históricos que contiene, puede ponerse en cuestión. Por ejemplo, da por hecho que el cauce fonético define per se la actividad racional, ante lo cual podemos preguntarnos si fincar la actividad mental en los sonidos no implica los mismos problemas que planteárselos con relación a las imágenes. No obstante, el cauce verbal y la institución de la lengua parecen estar intrínsecamente explicados como autoridad y no nos preguntamos más, pero cabe dudar si en realidad el pensamiento se resuelve en una concatenación de sonidos (idea que sería bastante limitada), o si éstos son más bien un sistema adaptado a las necesidades de expresión y de intercambio contextual a nivel de las necesidades proposicionales (en cuyo caso estarían en el mismo nivel que las imágenes). Por otra parte, tal afirmación supone que la lengua oral es una realización fonológica, pero sabemos que los sujetos no elaboran palabras teniendo en cuenta este nivel de articulación, sino que parten de las situaciones del intercambio, con respecto a las cuales se establecen enunciados que están constituidos por signos de diversa clase (y los cuales están acompañados por las realizaciones gestuales, y por tanto visuales, de los actos de habla, así como por las entonaciones, las variaciones de volumen o de intensidad que no son asequibles con la pura consignación del cauce fonológico o gramatical), de manera que la idea de sustentar el valor de la escritura en su subordinación a la representación de los fonemas parece ser una idea salvadora pero que no explica suficientemente el cauce más racional del pensamiento. Y por último, esta tesis supone que en efecto los griegos deseaban una representación de las secuencias fonéticas, lo cual es inadmisible porque en tal situación no existía conciencia fonética, sino que ésta no se desarrolló sino muchos siglos después y gracias a la materialización gráfica de las palabras (ya que verlas en el papel generó la conciencia y la necesidad de pensarlas como unidades). ¿Dónde podemos encontrar entonces un equilibrio más adecuado para estos conceptos? David Olson, en El mundo sobre papel, explica que la arqueología del pensamiento ha sido un tema primordial para la cultura occidental, y que según los sociólogos y los filósofos de la cultura éste se organiza a partir de las condiciones económicas, religiosas o políticas, pero que la generación de las palabras en la lengua oral es un factor de movilización y de socialización importante, de la misma manera en que la representación del mundo en el plano bidimensional lo es porque sitúa nuestro lugar en el mundo. Olson habla de la necesidad de pensar la evolución del pensamiento como un re-
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sultado del proceso histórico, pero en este cauce la palabra en su forma visual y la condición del soporte son tan determinantes como la forma oral; de hecho, la escritura tendría que ser considerada, más que como una representación del cauce fonético, como un sistema de comunicación propiamente dicho. Así, dice Olson, podemos pensar que “los sistemas de escritura no fueron creados para representar el habla, sino para comunicar información. La relación con el habla es, en el mejor de los casos, indirecta” (Olson, 1998: 91). Lo decisivo de esta discusión es entender que las palabras guardan una relación más bien pragmática con respecto a las situaciones comunicativas, son convencionales pero la cultura les otorga un sentido, y que los signos gráficos o los ideogramas realizan esa misma función sólo que con otros dispositivos físicos. La imagen puede metaforizar conceptos sin la mediación de los fonemas, mientras que la lengua es también un constante proceso de metaforización para entender el mundo, pero que necesita realizarse mediante la cadena hablada (pues está sujeta al cuerpo); de eso se desprende una gama enorme de posibilidades para reubicar los fenómenos de la comunicación escrita, pues los ideogramas no serían exactamente “primitivos” debido a que encarnan ideas y pueden aprenderse a leer conceptualmente (como sucede en las escrituras de este tipo) pero pueden también metaforizar la cadena hablada, haciendo que se vuelva visible (lo que está también en las posibilidades de la categorización de lo visual). De este modo, con la invención de la escritura alfabética, lo que habría ocurrido no es la subordinación de lo visual a lo verbal (como señalan las tesis clásicas), sino que el ámbito metafórico de la imagen gráfica abordaría el cauce de la lengua oral como otra de sus tareas isomórficas. Incluso se puede afirmar, según Olson, que este abordaje no sólo no se subordinaría al cauce fonético, sino que modificaría la conciencia misma del lenguaje y de los actos de habla pues “se puede demostrar que los sistemas de escritura proporcionan los conceptos y las categorías para pensar la lengua oral, y no a la inversa” (Olson, 1998: 92). ¿Qué sucede entonces con el pensamiento y la comunicación? Son actividades que guardan una relación dialéctica con las situaciones históricas que pueden realizarse por medio de diferentes sustancias sensibles. Pero la riqueza del pensamiento no está subordinada a un sistema en particular, sino que puede realizarse en formas variadas. No existiría entonces un lenguaje visual, un lenguaje verbal o un lenguaje musical, sino que existiría el lenguaje y formas variadas de símbolos y, sobre todo, de prácticas, los cuales, a su vez, podrían entre-
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cruzarse. El pensamiento y la comunicación se modificarían mutuamente a partir de las realizaciones prácticas de los enunciados y las proposiciones, pues el lenguaje modula la conciencia y es un sujeto de la actividad histórica. Esto sucede con la escritura alfabética: la palabra se hace imagen y comienza a mirarse no sólo como un producto verbal sino como un fenómeno visual, lo que modifica a su vez la estructura del pensamiento. En particular, la escritura alfabética posibilitaría el registro y la conservación de lo que podía decirse oralmente, lo cual repercute, en primer lugar, en las posibilidades de la memoria y, en segundo lugar, en la toma de conciencia del papel que las palabras y los sonidos desempeñan en nuestra estructura verbal. Con la manifestación visual de la palabra “el terreno estaba listo para la evolución de una nueva forma de discurso, el escrito, y por ende, de una nueva forma de pensamiento” (Olson, 1998: 58). Si pensamos en la naturaleza metafórica de la escritura veríamos el importante papel que desempeña lo gráfico sobre el pensamiento, como lo demuestra la historia de la filosofía, de la razón, de la literatura, del libro y de los medios impresos, los cuales resultan del poder que la letra podía ofrecer para hacer discursos más elaborados que los que eran posibles con la memoria no escrita y la oralidad. Podríamos incluso llevar al extremo este argumento y decir —contra las tesis generalizadas, como la de Ruiz—, que a partir del surgimiento de la escritura la palabra quedaría sometida a lo gráfico y que en lo sucesivo, el escritor traduciría su mensaje siguiendo necesariamente un cauce visual. Pero no se trata de establecer nuevas dicotomías, sino de postular la influencia decisiva que tuvo la metaforización que vincula a lo gráfico con la palabra a través de la letra. En efecto, la determinación de la letra y el formato en el que aparece podrían ser tenidas como instancias que estructuran el cauce del razonamiento en un nuevo plano, pero tampoco podemos postular que la sola visualidad sea por sí misma autosuficiente (como tampoco lo es la sola concatenación de sonidos), porque se trata de un proceso dialéctico, determinado por los usos y los acontecimientos históricos. Con todo, ha sido grande la tentación de ver en la estructura de los formatos el eje de la cuestión, sobre todo en las ideas que han expresado otros teóricos como McLuhan, quien habría sugerido que el medio mismo definiría sustancialmente el contenido mismo de la comunicación (McLuhan, 1985). La tesis de que el medio es el mensaje puede ser atractiva, pero nosotros creemos que ello incurre en una simplificación similar a la que considera las cosas exactamente al revés.
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Con todo, dentro de la cultura del diseño la escisión entre lo verbal y lo visual, basada en una dicotomía racional más bien dudosa, ha reducido el problema de la letra a un asunto de técnica formal que supone que los sistemas de pensamiento suceden fuera de su alcance (éstos son remitidos a lo verbal). Los propios diseñadores suelen colocarse en este ámbito, como en el caso de Ruiz cuando propone que la relación de la semiología de la escritura con el pensamiento es más bien gregaria e incluso que la representación es insuficiente, pues considera que si adoptamos un punto de vista exclusivamente gráfico —como es nuestra obligación en el presente trabajo— admitiremos que la transcripción de los sonidos representa importantes e irremisibles pérdidas respecto a la enunciación acústica, pero simultáneamente argüiremos que la primera modalidad también puede enriquecer el mensaje por diversos medios (Ruiz, 1992: 242).
Tales postulados, como vemos, parten de la sobrevaloración de la enunciación acústica, a la cual se le concibe como el modelo racional a imitar, desconociendo los otros aspectos que intervienen en el ejercicio de la comunicación. Pero cualquiera que sea la conclusión, lleva a comprender a la letra como el significante y al fonema como el significado, dejando así de lado toda otra relación con la comunicación como no sea en la primera articulación y por tanto estableciendo la semiología en la simple descripción de la evolución de los “trazos”. La impronta de la forma gráfica sobre las actividades cognitivas ha estado sometida más bien a equívocos que han oscurecido el papel del diseño sobre los procesos históricos. En un tratado como la Retórica general, del Grupo µ, se intenta establecer un esquema para determinar el nivel en el que las llamadas metáboles (o figuras de la retórica) ejercen sus transformaciones, y se tiene claro que lingüísticamente los niveles van de los rasgos distintivos sonoros, como el fonema, a la sílaba, la palabra, los sintagmas, las frases y los textos, cuyo correlato está en el nivel de los significados en los semas, lexemas y oraciones pero, dentro del eje de los significantes, los llamados grafemas no tienen mayor desarrollo y quedan en una dimensión más bien oscura1 haciendo pensar que las estrategias retóricas fundamentales serían 1
Véase el cuadro i de “Teoría general de las figuras de lenguaje”, en Grupo µ, Retórica general, Barcelona, Paidós, 1987, p. 72.
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lingüísticas y por lo tanto ajenas al procedimiento escritural —más tarde el Grupo µ hará un tratado sobre el signo visual para equilibrar la situación restableciendo el lugar de los signos icónicos y plásticos, pero entre sus fenómenos no se considera tampoco la escritura (Grupo µ, 1993: 71-95)—. Asimismo, esta directriz está presente en el modelo saussureano del signo, que centra su discusión en el fenómeno de lo oral y postula que los estudios de la significación lingüística sólo deben ser pensados en la realización acústica, prescindiendo de la reflexión a la que conduce su manifestación escrita. Los signos escritos son, no obstante, imágenes, y su visualidad condiciona las estructuras pensantes, pero si nuestra tradición filosófica ha hecho un vacío respecto a este problema, y ha convenido artificiosamente que la letra sólo representa fonemas, dejando libre el camino para el imperialismo de lo lingüístico, lo que se explica a su vez en la reducción que se ha hecho del pensamiento al logos racional. En efecto, la tradición filosófica ha sido tradicionalmente iconoclasta y ha considerado la imagen como una mera apariencia, en la cual no se puede confiar cuando se trata de establecer las reglas que los juicios siguen en los procesos de comunicación. La idea de que la comunicación y el pensamiento se deciden por el intercambio de racionalidades, y que la interpretación o el juicio se sujetan al logos, ha sido un ideal largamente perseguido (es la matriz de donde surge la búsqueda del sentido en los fonemas, en los semas, en las gramáticas o en el léxico), pero implica una enorme reducción del problema, pues en realidad la comunicación cuenta con el logos sólo como uno de sus elementos (ya que también forman parte de ella las emociones, las pasiones, las mentiras, los acuerdos, los puntos implícitos y las apariencias, que también están incluidas en la práctica verbal) y asimismo el eje de la cuestión no es solamente mental y verbal, sino que el signo ha obtenido valor por su ubicación en el espacio y en el tiempo. Jacqueline Lichtenstein ha señalado la confusión a la que nos ha llevado esta inclinación del logocentrismo clásico, que considera a la imagen como una producción que sólo genera apariencias (tema que está presente desde los inicios de la filosofía) haciéndonos creer que la palabra como forma verbal es la verdadera herramienta de la deliberación en la búsqueda de la verdad. Analizando más detenidamente el problema, Lichtenstein señala que es una visión prejuiciada, pues ambos grupos, los creadores de imágenes y de palabras, “han practicado en los dominios de lo diverso y de lo aparente, se han servido de lo múltiple y de la emoción, del cuerpo y de las pasiones” (Lichtens-
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tein, 1993: ). Es decir, no se trata de acreditar a la imagen tratando de demostrar a toda costa su carácter conceptual (tarea que en efecto no es su objetivo) sino de cuestionar la idea de que ésta esfera define únicamente la comunicación y el pensamiento: la apariencia es una condición de los lenguajes en general. Y más aún, esta falta de reconocimiento de la inmersión retórica a la que el propio logos ha estado sometido “ha favorecido una realidad para la cual el mundo unificado y abstracto del discurso filosófico puede apenas asignarle un lugar a la atípica dimensión de lo heterogéneo, que se despliega en el espacio visible de las representaciones (Lichtenstein, 1993: 5-6).”2 Es decir, la insubordinación de los aspectos gestuales, visuales o emotivos de la comunicación (que la pragmática considera las marcas contextuales del sujeto) a los silogismos lógicos o las estructuras gramaticales puras no sólo no debe considerarse como una imprecisión epistemológica, sino como una clara manifestación de que es necesario romper la falsa ilusión de que el verbo o la palabra comunican eficientemente la razón, o de que las letras valen sólo en cuanto se remiten a ella, así como también supone eliminar esa dicotomía, aparentemente nítida, entre la verdad y la apariencia sobre la que se han institucionalizado tantos discursos más bien fallidos en tanto que pretenden construir una imagen clara y racional del mundo. Este planteamiento es indispensable para reconocer el papel del diseño en la elaboración discursiva y en la vida social, justamente porque revela el papel que juega el espacio de la representación en la formación de los juicios. Diremos entonces que si aquello que dirige la actividad pensante y los intercambios comunicativos no son las unidades fonéticas o gramaticales sino la necesidad de hacer valer las opiniones en las situa2
Lichtenstein ha planteado la necesidad de redimensionar este tema a propósito de la pintura y el color: “debemos investigar la alianza largamente establecida entre la idea metafísica de la verdad que ha dominado nuestra historia y nuestra concepción de la pintura y que ha relegado al color hacia el traspatio, aunque la práctica de la pintura contradiga esa jerarquía […] La misma oposición filosófica que se ha establecido entre razón e imagen ha sido reproducida entre retórica y pintura. En ambos casos, ello ha engendrado divisiones internas que revelan el poder de un logos capaz de volver a sus oponentes contra los otros para incrementar este control sobre ellos. En la pintura el color tiene la misma relación con el dibujo que el cuerpo ha tenido con el discurso en la retórica: el mismo e inconfortable lugar que la metafísica platónica asignó a lo visible y las imágenes” (Lichtenstein, 1993: 5-6).
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ciones y la construcción progresiva de los conceptos —y que ello es válido tanto para la lengua oral como para la lengua escrita, que siguen los cauces de la situación valiéndose de los elementos elocutivos que están a su alcance—, entonces el problema de la escritura se puede observar como un procedimiento discursivo, que se sujeta a las necesidades de la deliberación y la eficacia persuasiva. En este punto, la matriz retórica parece ser nuevamente importante, pues en ella se parte justamente de la situación y del argumento antes que de la estructura fonética o gramatical. El diseño de las formas gráficas ha desarrollado una serie de mecanismos muy depurados para construir este discurso, y por ende su trabajo no está disociado de la lengua verbal como comúnmente se cree, sino al contrario, el instrumento visual se ha hecho cargo de él y es un dispositivo gráficoretórico para hacer visible el discurso verbal. El primero de esos elementos es la letra. Los alfabetos griegos y latinos construyeron la elaboración gráfica de las consonantes y más tarde aparecieron las vocales, pero tal modelo no se había propuesto imitar a la lengua, sino metaforizar el discurso a través de imágenes, y la base de esta estructura isomórfica había sido construida mediante una poderosa imagen como la de la arquitectura. En efecto, los historiadores de la letra y de la tipografía han destacado que la columna trajana, con sus trazos solemnes y sobrios, con su basamento y su proyección hacia la altura, había sido el primer modelo para la creación del cálculo geométrico de las primeras letras plenamente clásicas hoy llamadas capitulares. La columna trajana era uno de los modelos arquitectónicos más destacados del imperio romano, y era una construcción dirigida a los dioses. De ese modelo de construcción se habría obtenido, por analogía, una imagen para la palabra: las letras tendrían una base, se erguirían como columnas y estarían dotadas de un cuerpo con proporciones claras. El referente fonético estaría más bien asimilado a la composición arquitectónica, y con ello las palabras adquirirían un poder de evocación hacia lo solemne. El discurso se mostraría como algo que posee bases sólidas y que encarnaría los valores del imperio. De este modo, la existencia de los llamados serifs o patines en la parte inferior de las letras no sólo serviría para mantener la ilusión de la línea —y de la continuidad— sobre la que se establecen, sino como modelo estructural que recuerda el basamento de las columnas, metáfora que permite aludir al sustento que se le otorga al pensamiento escrito. Según Enric Satué este modelo ha sido difícilmente superado en la conciencia de muchos diseñadores, quienes consideran que “en cuanto
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figura 13. Caligrafía romana diseñada a partir de la columna trajana.
al equilibrio total de la composición y el espaciado […] ha sido el prototipo perfecto de toda la tipografía desarrollada hasta hoy en el mundo occidental” (Satué, 1992a: 5-6). Esta metáfora de la letra ha sido a su vez un punto de confluencia entre los procesos materiales e intelectuales de la palabra, y recuerda el papel que han desempeñado en la historia las formas simbólicas, de las que hablaba Panofsky, como formas “mediante las cuales un particular contenido espiritual se une a un signo sensible concreto y se identifica íntimamente con él” (Panofsky, 1973: 14). Puede decirse, además, que el valor metafórico para el tipo clásico de la palabra no está tan alejado del valor poético o mágico de los antiguos ideogramas, y que incluso sus usos actuales en los textos no son exclusivamente gramaticales sino que tienen un resabio de este carácter mágico, pues todavía se considera que el uso de las mayúsculas, directamente derivadas de este modelo, son usadas por aquellos que desean otorgar prestigio o importancia a los nombres o palabras que se escriben con ellas. Tal artificio se volvió un soporte simbólico de la cultura y de la política, e imperios posteriores, como el de Carlo Magno, elaboraron sus propias metáforas para dar presencia a sus designios culturales; vemos que en ello jugaban un papel importante no sólo la transcripción articulada de las palabras sino los modos para involucrar al lector. Esta dimensión, por lo demás, es importante dentro de la explicación del desarrollo de la escritura a partir de este momento. La escritura remite al discurso verbal, pero se encarga además de modular el carácter y el valor que se le otorga a las ideas o a las secuencias
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deliberativas de un modo visible: la letra consigna no sólo el carácter racional del discurso sino su temple persuasivo y elocutivo. Lo anterior es evidente en otro de los instrumentos de la modulación discursiva que la escritura aportó a la práctica de la palabra: la puntuación. Lupton y Miller señalan que la primera puntuación fue practicada de un modo intuitivo, pues seguía también el cauce de la deliberación más que del entramado gramatical o fonético. En principio, las capitulares no estaban separadas y fue hacia el siglo iv a. C. que se introdujeron algunos puntos entre ellas para establecer una distinción. Pero hasta que la conciencia de la organización deliberativa, que había sido organizada por la retórica —en especial por la dispositio retórica—, fue claramente establecida, la elaboración de la puntuación y de la conciencia gramatical comenzó a tomar forma. Así, señalan Lupton y Miller, para comprender este proceso podemos remitirnos a Aristófanes [se refieren a Aristófanes de Bizancio, no al autor de comedias], el bibliotecario de Alejandría que había diseñado el primer sistema de puntuación griega cerca del año 260 a. C. su sistema marcaba los segmentos cortos del discurso con un punto central llamado comma y las secciones largas con un punto bajo llamado colon. Un punto alto marcaba la longitud de la unidad, que él llamaba periodo. Como un staff musical, estos puntos proveían un consistente sistema de referencia. Esta temprana puntuación estaba vinculada a la deliberación oral, por ejemplo: los términos colon, coma y periodos, provienen de la teoría retórica ahí donde ésta se refiere a las unidades rítmicas del discurso (Lupton y Miller, 1996: 35).
Tales sistemas se establecieron o se estandarizaron con el tiempo, y existieron después otros procedimientos diferentes para ordenar el texto, como los propuestos por Donato hacia el siglo IV a. C., pero la estructura de la puntuación “servía para regular el ritmo y dar énfasis a frases particulares, más que para marcar la estructura lógica de las sentencias, de modo que la organización retórica daría poco a poco forma a la gramática” (Lupton y Miller, 1996: 35) —en un proceso histórico que los propios gramáticos o lingüistas tienden a olvidar cuando presentan a la lengua como una estructura puramente lógicoformal que se hubiera organizado así desde el principio, omitiendo el carácter pragmático y deliberativo del cual proviene su modelo—: en efecto “muchas de las pausas en la deliberación retórica corresponde-
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rían naturalmente a la estructura gramatical” (Lupton y Miller, 1996: 36). Entonces, la estructura de la letra, de la puntuación y de la organización de los periodos se convertirían en sistemas basados en la confección arquitectónica de la dispositio. Éste parece el sentido que fue tomando la organización gráfica del discurso para resituar la naturaleza del pensamiento y de la misma oralidad. Como en un edificio, “la coma se volvió una marca de separación, y el semicolon se convirtió en una juntura entre cláusulas diferentes, mientras que el colon indicaba discontinuidad gramatical: la escritura fue separándose lentamente del discurso oral” (Lupton y Miller, 1996: 36).3 Bajo esta línea, las sucesivas transformaciones de la letra y de los modelos de escritura se hicieron útiles, pues aclaraban la estructura del discurso para un nuevo tipo de lector, que ahora dependía de los elementos gráficos. Dichas operaciones son en realidad metafóricas, pero las metáforas son justamente mecanismos para revelar sentidos donde no los había. Por ejemplo, un artificio como la separación de las palabras no tendría lugar sino hasta el siglo ix d. C., mientras que el uso de las minúsculas, extendido en Europa en la época carolingia, hacia los siglos vii y viii, se habría adoptado, sobre todo, para la redacción de correspondencia y no sería retomado sino hasta el renacimiento con el fin de explotar las posibilidades del uso de los caracteres mixtos. Estos artificios, la separación de las palabras, de las cláusulas, de los periodos o de los capítulos, así como el uso de las capitulares medievales ilustradas, la forma de las letras o la configuración de la página tenían (y tienen aún) un cometido más amplio que el de la gramática, pues suponen una conformación tópica de las ideas, una distribución de las partes y una relación pragmática con el lector. La producción de los escribanos, y más tarde la de los tipos y su constitución editorial en diversos medios, se sostendría, dentro del mundo occidental, por la necesidad de plasmar los mecanismos retóricos en los instrumentos escritos, considerados ahora como el eje de los procesos de conocimiento y aprendizaje, generando una conciencia histórica sobre las propias cualidades que la letra podría constituir en el discurso sofisticado —E. Curtius dirá por ello que de la retórica “bro-
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Esta idea está presente en Ruiz, quien señala que: “la disposición material de un texto en la antigüedad obedecía generalmente a criterios relacionados con el arte de la elocuencia, la puntuación se establecía con la finalidad de indicar las unidades retóricas y las pausas oratorias” (Ruiz, 1992: 132).
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taría con el tiempo toda una ciencia, un arte, un ideal de la vida, y hasta una columna de la cultura antigua” (Curtius, 1955: 99). El desarrollo de esta matriz lo vemos a su vez en otra de las metáforas con que la edad media contribuyó a la formación del discurso escrito: la organización de la página. La página no es simplemente un soporte sobre el que se escribe, es un lugar propiamente dicho, un formato dotado de autoridad que otorga, a su vez, autoridad al texto escrito. Como tal, la página exigía una confección arquitectónica que el hombre medieval construyó usando las metáforas de su propia cosmología: si la esfera superior correspondía a dios y a la luz (el cosmos medieval se definía por ciclos), y este cosmos se hacía corresponder a su vez al cuerpo (que es tenido como una microcosmos que refleja lo divino), entonces a la parte superior le correspondería la cabeza, que es el lugar que en el libro ocupan sobre todo los títulos o categorías que introducen los argumentos, pues son las razones que iluminan el discurso y se presentan con caracteres más grandes; el cuerpo del texto ocuparía la parte central, y las notas al pie la parte baja que sostiene o da apoyo al texto (las referencias que garantizan la autoridad de lo que se dice). La naturaleza metafórica de la página, que continúa con el isomorfismo cósmico-arquitectónico en muchos de sus elementos, así como de la letra (el texto se divide en columnas, los textos tienen frisos, etcétera), se constituyó como modelo evidentemente persuasivo, cuyos elementos gráficos resultaron un parámetro que después será reconocido tácitamente como un soporte natural del pensamiento legítimo en el mundo occidental. Tales cuestiones, y sobre todo la naturaleza retórica de los sistemas de escritura, tendrían que ser redescubiertos por los diseñadores para no sujetar su trabajo al universo secundario aparente donde han sido remitidas sus imágenes, luego del encumbramiento del racionalismo y del imperio de la gramática y la lingüística. El centro de la cuestión es observar las situaciones argumentativas que norman la composición de los elementos editoriales, los cuales rebasan la normatividad posteriormente establecida por las academias para fijar las reglas de la lectura y la interpretación en la lógica formal. Podemos considerar, por ejemplo, que los enunciados, cuando son expresados de forma oral o escrita, incluyen en su enunciación marcas contextuales y emotivas que definen el carácter de las sentencias. La modulación de la voz interrogativa o admirativa, el papel de las pausas o los silencios, los énfasis puestos en palabras concretas o las digresiones, son elementos decisivamente significativos en la comunicación verbal, que
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fueron acotándose de forma visible a través de diversas marcas: las letras cursivas, que provenían de otra convención, fueron mezcladas para marcar la inflexión sobre ciertos conceptos o hacer énfasis especiales; las comas dobles, que separaban ideas en un mayor rango que la coma, fueron convertidas en elementos para citar otras fuentes o para definir intenciones interpretativas especiales (con la aparición de las comillas), mientras que los paréntesis permitieron abrir espacio a las digresiones; las barras verticales inclinadas o los guiones sirvieron para diferenciar el estatuto de ciertas cláusulas, y los diversos tipos de puntuación, las marcas interrogativas o admirativas o la separación de párrafos o capítulos, que fueron convencionalizándose con el tiempo después de numerosas transformaciones, siguieron la tarea de confeccionar y hacer visible la modulación de las necesidades intencionales de los textos. El surgimiento de la imprenta, como sabemos, se dio sobre la base del impulso de estos sistemas, pero fomentó la estandarización de las marcas y después hizo posible una organización normativa. La gramática de las lenguas y la investigación formal sobre las clases de palabras, las reglas sintácticas o la fonética no surgiría sino muchos siglos después de que estas prácticas se habían experimentado. Y lo mismo sucede con la lógica y el pensamiento científico, cuyos edificios fueron construidos cuando la letra impresa había impactado ya la vida cultural hasta el punto de permitir una alta sofisticación en las prácticas discursivas y en los hábitos de pensamiento que se pusieron en marcha. Estas teorías se plantean un nivel de discernimiento sobre cada uno de los aspectos particulares de la realización verbal, desarrollándolos a través de ópticas especializadas. Como vimos antes, ello permitió un nivel de desarrollo cognitivo depurado sobre los fonemas, las reglas sintácticas o los cuerpos lexicales, y también fragmentó los saberes: el mundo podía ser estudiado ahora paradigmáticamente y florecieron diversas ópticas para abordar los temas y los tópicos (que es el carácter que finalmente tendría el libro, sobre todo en la época de los complejos sistemas filosóficos o científicos que desplazaron al arte integrante de la retórica que les había dado origen). Tal problema es evidente en el análisis gramatical, que supone que la práctica del lenguaje consiste en el manejo de categorías y relaciones teóricamente establecibles. La gramática lograba dar cuenta de una parte del proceso, pero sin duda dejaba fuera otros aspectos más bien pragmáticos como la entonación, las marcas emotivas del discurso, el valor de las pausas y
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de los énfasis, que son los que habían dado pie a las marcas de puntuación y sobre cuyos hallazgos fue posible construir después las categorías gramaticales. La pragmática moderna se ha encargado de restablecer el problema de la enunciación y del contexto para solventar el conflicto, y hoy se habla de la necesidad de volver a considerar esos elementos como parte determinante de la actividad comunicativa, pues son ellos, y no sólo la estructura lógica de las frases y oraciones, los que deciden la estructura discursiva y el rol de los significados. La pragmática se preocupa más por el acto (los actos lingüísticos) que por la estructura, y señala los elementos ilocutivos del discurso como fuente indispensable de los análisis, pues en ellos se traduce el carácter comunicativo e intencional de los enunciados. La semiótica, por ejemplo, considerará que el análisis de los discursos sólo será completo cuando postule la interacción de los elementos semánticos, sintácticos y pragmáticos dentro de un mismo movimiento, lo que, por otra parte, significa volver a la retórica. Salvador Gutiérrez ha señalado esta actualización teórica que está teniendo lugar y propone partir de conceptos como los de tema, rema, foco, tópico y lugar, para reconstruir los postulados de la gramática. Por ejemplo, señala que en una situación de intercambio donde alguien pronuncia la oración “Pablo me mandó hacer un poema”, la aportación comunicativa sería diferente si tal respuesta proviniera de la pregunta “¿Qué estás haciendo?” y no de “¿qué te mandó hacer Pablo?” Con respecto a la primera pregunta el enunciado sería remático, pues toda la información es nueva, mientras que si hacemos la segunda pregunta “Pablo” sería el tema (pues reitera lo que ya es conocido en la situación comunicativa), y “me mandó hacer un poema” sería el rema (lo que se aporta). Por otra parte, si fuera Pablo Neruda de quien se hablara, lo más importante sería este hecho, de modo que la referencia a “Pablo” destacaría el foco de la estructura, y entonces las relaciones gramaticales (que no dan cuenta de estos problemas) tendrían que plantearse como subordinadas a la situación contextual y no al revés.4 Tal planteamiento es lo que explica las marcas gráficas de puntuación y su papel cognitivo. Los sistemas de puntuación, los diferentes tipos de letra, las combinaciones de clases distintas de enunciados marcados gráficamente tendrían como objeto remitir a la situación pragmática, a los mecanismos ilocutivos. En la realización gráfica se podría escribir “¡Pablo me mandó hacer un 4
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Véase Gutiérrez Ordóñez, Salvador, op. cit.
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poema!” para acotar la intención, y así, la matriz gráfica de los textos se convierte no en una empresa subsidiaria de la lengua sino en lo que Walter Ong ha llamado propiamente una tecnología, la tecnología de la escritura (Ong, 1987). Las necesidades pragmáticas, por otra parte, permiten advertir que en el discurso gráfico de la lectura no sólo los textos escritos cuentan, sino también las ilustraciones que los acompañan. Esta doble determinación, ejercida desde la visualidad tanto tipográfica como a nivel de las imágenes no verbales (lo que incluye no sólo la forma o la disposición sino elementos como el color), constituye el ejercicio argumentativo del cual nacería el diseño gráfico, pero está presente también desde la antigüedad sobre todo con el manuscrito iluminado medieval. David Olson refiere por ello la necesidad de comprender los elementos pragmáticos en la evolución de la escritura desde estos momentos, por ejemplo señala que las iluminaciones en los manuscritos de la edad media, como las versiones rubricadas de la Biblia, en las que las palabras de Jesús estaban impresas en tinta roja, son medios para indicar la fuerza ilocucionaria de un texto [y que] cuando los textos comienzan a proporcionar indicaciones verbales de cómo debe interpretarse determinada expresión, se produce el advenimiento de la prosa moderna (Olson, 1998: 136-137).
Esta indicación remite también a la conceptualización que Roland Barthes hiciera en La retórica de la imagen, donde señala que el texto, con relación a la imagen, puede ejercer la función de anclaje o de relevo, pues los argumentos se construyen en la página con la confluencia mutua de los dos sistemas.5 Estos planteamientos contribuyen a entender el rol de la disposición gráfica en la conformación del pensamiento escrito y las razones por las que esas cuestiones no pueden ceñirse a un punto de vista estrictamente gramatical o perceptivo. Y es que, como subraya también Olson, lo que la oración significa está lo bastante articulado para que pueda tomarse como una representación adecuada de lo que el hablante quiere decir. Dado que la intención de un hablante es por lo general más rica que la expresión, la representación adecuada de esta intención requerirá de una expresión más elaborada y calificada, y una ex5
Véase Barthes, Roland, “Retórica de la imagen”, en Lo obvio y lo obtuso, Barcelona, Paidós, 1990.
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plícita representación del modo en que el emisor quiere que el receptor interprete el enunciado: los marcadores de la fuerza ilocucionaria, incluyendo la gramática, el léxico y la puntuación, indican cómo el receptor debe tomar el contenido proposicional (Olson, 1998: 217). En este sentido, la estructura de la página y los elementos que la componen pueden ser tenidos como una acción que otorga lógica a los razonamientos y cuyas disposiciones son el resultado de una toma de postura frente al auditorio. Así, entre pensamiento y lenguaje, razonamiento y sistema gráfico, no hay oposición pues el sentido se formula como un sistema de proposiciones que da forma a la palabra, ya que el acto retórico se ejerce por medio de diversos medios. La estructura física de los textos ofrece un modelo de aprendizaje y constituye una estructura pedagógica que contribuye a la comprensión y a la claridad conceptual y emotiva. Así, según Ken Morrison la organización textual es una función de la relación entre pensamiento por un lado y la estructura del texto por el otro. La estructura del pensamiento es, pues reproducida en la disposición física de la página en la que el razonamiento y el texto cooperan para producir efectos conceptuales (Bottéro, 1995: 162).
Lo anterior nos lleva a plantear una consideración sobre otro de los mecanismos con los que la dimensión gráfica de los textos permite construir el discurso de la lectura: la retícula. En efecto, además de las metáforas de la tipografía y de los sistemas de puntuación, la posición de los elementos sobre la página encarna otros órdenes metafóricos sobre los que se estructura el pensamiento. La retícula es una matriz de la composición que sirve para regular la colocación de la tipografía y las imágenes. En muchos casos no es visible pero ejerce un poder considerable, pues juega también un papel simbólico: representa las creencias sobre las fuerzas y el orden que gobiernan al mundo y a la razón, según las distintas épocas. No es desconocido, en este sentido, que el orden reticular de las páginas, de los cuadros, de los edificios o de la traza urbana de las ciudades condicione la percepción sobre los niveles jerárquicos que están en juego. Por eso la disposición reticular es un punto de confluencia con otros fenómenos del diseño, con los que concuerda dado el carácter de la evolución histórica, haciéndonos recordar el importante papel que tiene la articulación del espacio sobre la percepción, para poner de manifiesto el orden social.
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Las ciudades medievales y renacentistas establecieron claramente la metaforización matemática de ciertos puntos y, en particular, postularon la noción de centro como símbolo de jerarquía. En el centro estaban además las cúpulas de las iglesias, de modo que el orden de la traza urbana recordaba la preeminencia de la iglesia y de dios sobre el resto de los puntos, pues además las calles confluían hacia ese punto. La retícula también había sido usada con propósitos simbólicos en las páginas escritas e impresas. Jack Williamson, en un estudio sobre el tema, recuerda cómo en la página manuscrita iluminada de Les Très Belles Heures de Notre Dame, la retícula establecía una relación entre elementos que ocupaban el espacio de modo que los objetos ilustrados y los eventos narrados se percibieran como “espiritualmente ligados por dios, quien actúa detrás de todos los eventos históricos para traer la redención del mundo a través de la encarnación, la muerte y la resurrección” (Williamson en Margolin, 1989: 173). Es decir, las coordenadas representaban en dichos libros puntos cruzados que marcaban cualitativamente los distintos niveles de la realidad espiritual y física. La retícula, como orden cósmico subyacente, había hecho que la composición se desarrollara en puntos ligados por la necesidad de establecer en la percepción lo que en la mente refería a los preceptos teológicos. Estas coordenadas de la retícula habrían sufrido una transición hacia la organización modular cuando la concepción del mundo sacro se desplazó hacia una visión más bien secular. Ello habría ocurrido, principalmente, a finales del renacimiento, donde la concepción matemática del orden se sustentó en la capacidad de racionalizar el espacio desde el punto de vista del individuo (como en la perspectiva dentro de la pintura), y entonces la retícula se planteó como un esquema de ejes y coordenadas que simbolizan la relación espacial entre un punto de vista particular y el mundo representado (de forma similar a la experiencia de mirar a través de una ventana). Esta metáfora matemática y arquitectónica, consagrada por el arquitecto y pintor Leon Battista Alberti, tendría un impacto decisivo sobre el diseño de las páginas y la pintura por mucho tiempo, e incluso pervivirá en alguna medida en la página electrónica, que precisamente se debate entre la noción de página y la de ventana para dar cuenta de los mecanismos con los que construye sus recorridos de lectura en la era contemporánea. Pero si la retícula era un mecanismo para expresar la matriz ordenadora del mundo, fue hasta el surgimiento de la lógica cartesiana que “la estructura subyacente y la racionalidad lograron su más poderosa expresión” (Williamson en Margolin, 1989: 176). En efecto, la
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idea de que el conocimiento se rige más por la razón humana que por la razón divina hizo que las leyes de la geometría analítica definieran la posición de las coordenadas, concebidas ahora como cantidades numéricas, en un plano del espacio. “Por supuesto —dice Williamson— esta operación reductiva geométrica es un proceso mental. De este modo, la retícula vino a representar no sólo las leyes y los principios estructurales que están detrás de la apariencia física, sino al proceso del pensamiento racional mismo” (Williamson en Margolin, 1989: 176). La retícula cartesiana, basada en módulos racionalmente distribuidos —presente también en los jardines geométricos franceses—, estipulaba el carácter impersonal, lógico e inevitable de la ley natural que era lo que se postulaba como la matriz que controla y estructura los eventos del mundo. Estos principios están presentes en la concepción de la tipografía, pues si hasta el siglo xix los libros impresos se habían construido con las familias romana o itálica, hacia los años veinte de la vigésima centuria (justo cuando nace la noción de diseño) se comenzó a experimentar con tipografías sans serif, y con retículas basadas en barras horizontales y verticales para dividir la hoja y marcar así los ejes que demostraran este nuevo orden en la retícula subyacente. En esta transición, los espacios en blanco pasaron a tomar también un valor activo como elemento del ordenamiento lógico e impersonal de lo escrito. El espacio en blanco sería significativo en el diseño justamente por el valor atribuido al nuevo simbolismo encarnado por la retícula, que respondía a la fase de concepción moderna del mundo en la cual el orden lógico racional, así como los ideales de la era industrial y el universo de la máquina, dieron cauce a una retícula construida axialmente. Tal sería la metáfora de los movimientos como De Stijl o como los postulados de la Bauhaus y el arte abstracto de inicios del siglo XX. Estas retículas intentan afirmar esa matriz impersonal establecida por la razón como orden que rige la materia, el espacio y el tiempo. De este modo se trajo dinámicamente a escena todo el campo visual; debido también al uso de la tipografía sans serif, que disminuyó la interacción visual entre las diferentes formas de letras y entre las letras y el espacio en blanco. Esta falta de interacción entre las letras individuales y sus vecinos, así como el uso preferente de la mayúsculas, fue otro ejemplo del elemento de lo impersonal (Williamson en Margolin, 1989: 179).
Los tipos y los sistemas de composición que se utilizan en los distintos soportes se remiten, de este modo, a organizaciones metafóricas que
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simbolizan el sentido prevaleciente del mundo y no son, por tanto, elementos neutrales o sujetos de análisis sólo por la llamada “legibilidad”, sino que se inscriben en la necesidad pragmática de construir el pensamiento de cierta manera. Asumir la letra fuera de esta dimensión retórico-cognitiva llevaría a comprender los estilos sólo como variantes estéticas o como un problema de cálculo estructural. En este punto debemos señalar que el tema de la estructura y la legibilidad ha ocupado una enorme atención de los diseñadores debido justamente a la fractura que parece haberse establecido entre la letra y el pensamiento. Asumiendo una vez más que la letra sólo refleja los fonemas, y olvidando las características propiamente persuasivas y lógicas que las formas aportan por su carácter metafórico, han reducido el estudio de la letra a un sistema operativo enfocado a la pura percepción visual. Así, existen diversos trabajos destinados a “medir” el funcionamiento de diversas formaciones tipográficas frente a la percepción visual del lector, calculando la propensión de ciertos rasgos a favorecer la retención o la atención de la lectura. Las posibilidades de estos planteamientos han sido, sin embargo, limitadas, no porque la tipografía carezca de un carácter funcional (la necesidad de contraste entre la figura y el fondo, la distribución de los espacios entre las letras, los interlineados o los tamaños del tipo posibilitan la afluencia de la lectura de diversas maneras), sino porque la lectura y sus instrumentos están organizados conforme a las condiciones pragmáticas y simbólicas de la enunciación y no sólo a las de la vista (o ésta depende de aquéllas). Como parece concluir F. Richaudeau, uno de los principales investigadores sobre los temas de la legibilidad, “nuestra comprensión y nuestra memoria son más sensibles a las características semánticas de un mensaje, a su significación, que a sus caracteres lingüísticos” (Richaudeau, 1987: 127), de modo que lo que prevalece en la lectura es la necesidad de entender las proposiciones y los argumentos, por lo que el factor de atención a un texto se da por su capacidad de adecuarse a la situación retórica que es lo que le otorga ciertos rasgos expresivos a los textos (y que es los que tiene que diseñarse) y no por la forma de los caracteres en tanto que hechos físicos, ya que son esos factores los que concurren en la calidad de la lectura lo que explica por qué el lector normal es insensible a los detalles de la ejecución de las letras, y por qué, incluso, incidentes o anomalías tipográficas no entorpecen el proceso, dado lo absorto que está el lector en su tarea esencial: descubrir el sentido del texto (Richaudeau, 1987: 127).
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figura 14. La legibilidad como ideal, según Frutiger, 1992.
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1 Garamond 2 Baskerville 3 Bodoni 4 Excelsior
5 Times 6 Palatino 7 Optima 8 Helvética
Sin embargo, el tema de la optimización tipográfica, como vimos a propósito del funcionalismo, no ha dejado de ser un paradigma del diseño y tenemos por ejemplo el canon establecido por Adrian Frutiger, donde el conjunto de las grandes familias arrojaba esqueletos estructurales comunes a los tipos con base en los cuales se elaboraría un alfabeto “universal” conocido como la Helvetica/Univers (véase figura 14). Este postulado daría por resultado “un abecedario que se definiría por su legibilidad máxima y su morfología excepcional” (Richaudeau, 1987: 16-18). Tales ideales harían ver a los patines o los diferentes tipos de remates como entidades sin valor distintivo o como efectos estéticos, pero si recordamos que los tipos no se supeditan a representar fonemas, y que la idea misma de objetividad es un valor retórico, observamos que esa tipografía, lejos de ser universal, era una forma de adherirse al nuevo orden industrial y comercial y que su nueva metáfora estaba pensada para facilitar la superproducción en los escenarios pragmáticos que planteaba la modernidad y para reflejar sus valores. En efecto, los rasgos matizados de las letras, como los patines
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estaban relacionados con el carácter del discurso culturalmente constituido y actuaban por ello como “un factor igualador que permitía seguir el renglón con más facilidad, tipificar un estilo, otorgarle entidad a los signos y conferirle un valor demarcativo a las palabras” (Ruiz, 1992: 242). Los modelos tipográficos y los sistemas de creación de retículas y tipos de párrafo, así como las marcas de puntuación y la relación de los textos con las imágenes son, en todos los casos, artificios retóricos para organizar el pensamiento y la acción de acuerdo con fines específicos. La capacidad isomórfica y adaptable a las condiciones pragmáticas de los tipos es sorprendente. Por ejemplo, con el surgimiento de los letreros callejeros, de la publicidad, de los productos de marca o las luces de neón el espectro retórico de la tipografía se haría extenso y nuevas formas retóricas tendrían lugar, no sólo en las formas gráficas sino en las lingüísticas.6 Si los grandes modelos tipográficos habían surgido en torno al libro y a las prácticas religiosas, humanísticas y cultas del discurso, la sociedad industrial y comercial de las urbes originaría otras proposiciones discursivas para los tipos, los cuales, como todo el diseño, reflejarán el entramado social a partir de las metáforas que ponen en acción. Por esa razón no consideramos que la acción de “hacer leer” en el diseño, tal como lo postulaba María Ledesma (véase parte 2), se reduzca a una acción para la legibilidad, sino que es de suyo una actividad persuasiva. Las decisiones tipográficas o editoriales permiten metaforizar la seriedad o la elegancia, por su referente a los modelos clásicos “cultos” (véase figura 15) o bien pueden extraer la causa para hacer un logotipo de un pasado tipográfico noble, como cuando se utiliza la letra gótica, considerada como poco “legible”, aunque su uso simbólico demuestra que su naturaleza persuasiva está en la capacidad de movilizar el imaginario y no en su operación perceptiva (véase figura 16) o bien pueden reflejar a la modernidad tecnológica (usando el isomorfismo funcionalista, como en la figura 17) o darle un carácter amable (por su asociación con el trazo manual; véase figura 18). Si las proposiciones actúan categorialmente, todas estas soluciones parten de una estructura cognitiva que se basa en la comprensión que el auditorio tiene de los modos culturales de la producción, que son los que le permiten hacer las inferencias retóricas (si el trazo es cursivo 6
Véase López Eire, Antonio, “La retoricidad en la lengua del mensaje publicitario”, en La retórica en la publicidad, Madrid, Arco Libros, 1998, p. 141.
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figura 15. Portada de las Obras de Horacio, Giambattista Bodoni, 1992.
figura 16. Ejemplo de logotipo con tipografía gótica.
y la letra manual, luego entonces, por metonimia, se apelará a la idea de “humanización”, aunque sea una institución la que hable y sólo use la retórica del trazo para darle un efecto personal a su comunicación: en la gráfica, como en todo el lenguaje, no existe la neutralidad). En la posmodernidad, por su parte, los valores funcionales y la idea de orden son cuestionados y esto representa una apuesta cultural que también se manifiesta metafóricamente en las nuevas posturas tipográficas y editoriales. Si la caja y la retícula habían sido las sedes del orden del pensamiento expresado en los textos, los diseñadores posmodernos elaborarán sus proposiciones mostrando su postura al no respetar la retícula rebasándola con las letras, las cuales, a su vez, renuncian a sus formas y a su organización canónica. Los posmodernos utilizarán los formatos tradicionales (la revista, el encuadre, la página) e in-
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figura 17. Cartel para una exposición de productos industriales de Theo Ballmer, 1928.
figura 18. Ejemplo de logotipos basados en el trazo manual que apela a la humanización.
cluso mostrarán al fondo la retícula que han rebasado para hacer saber que han procurado la violación del orden (no están interesados tanto en romper el orden como en el hecho de que se sepa que lo están rompiendo). Y así las proposiciones serían como las de las figuras 19 y 20. De hecho, si la retícula simboliza el orden del pensamiento, su composición reflejará los debates sobre la cultura, ya que encarna en sus
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figura 19. Tipografía para la revista Beach Culture, por David Carson.
figura 20. Ray Gun (interior de la revista Second Sight), por David Carson.
rasgos iconográficos la toma de postura frente a la razón y la imaginación. En la historia del diseño gráfico, la retícula desempeñará esta función simbólica al traducir a un modelo visual los argumentos en boga. Las construcciones reticulares medievales le habían dado a la página un orden cósmico, pero el racionalismo había dado sitio a una construcción axial que componía la página en ejes coordinados siguiendo los modelos de la geometría analítica (la lógica cartesiana se imponía no sólo en el carácter lingüístico de los textos, sino en su distribución reticular como forma simbólica de la razón). Posteriormente, la modernidad asentó sus bases en la objetividad y el orden cuasi-
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matemático del equilibrio (el diseño se adhería a los principios de Mondrian, Mies van der Rohe, El Lissitzky y todos los preceptos de la Bauhaus), que eran un prototipo de la entonces idealizada claridad, limpieza y pulcritud, que fueron los conceptos paradigmáticos en un tiempo, en la práctica del diseño y de la sociedad que le daba origen. Pero en la época llamada posmoderna, cuyos principios se reflejaron en el diseño a partir de los años setenta, las ideas de irracionalidad e hibridación, eclecticismo y desorden permitieron generar un nuevo trasfondo imaginario. Jack Williamson señala que la retícula subyacente seguía así manifestándose como un orden simbólico de la cultura desencantada de la modernidad: la retícula posmodernista ya no actuó como la lógica invisible que está “detrás”, sino como un elemento decorativo subordinado. Algunas veces la retícula estaba inclinada y se hacía así para expresar antirracionalidad e indeterminación. Frecuentemente estaba acoplada con otras marcas aparentemente accidentales o gesticulares aplicadas manualmente; la retícula era establecida y luego ignorada voluntariamente; con ello se apartaban radicalmente de la ética funcionalista del modernismo, algunas veces hasta el punto de sacrificar la claridad, la legibilidad y la facilidad de la lectura al desestabilizar la alineación de los tipos u obscureciendo de algún modo las palabras y las letras individuales (Williamson, 1989: 180-181).
Este patrón tiene que ver con el surgimiento de la era digital y el nuevo perfil del pensamiento cultural, donde la posibilidad de mezclaje, diversificación y ruptura tenían que manifestarse simbólicamente. Lupton y Miller señalan que, en este sentido, las manifestaciones deconstructivas y posmodernas permitieron simbolizar el descontento ante las pretensiones del modernismo, pero por lo mismo pertenece también a la metaforización que los objetos de diseño realizan con respecto a la cultura.7 Para Williamson, estas manifestaciones, donde se exalta la carencia de orden, expresan el tema general, en oposición al modernismo, de la antirracionalidad o incluso la irracionalidad […] cuyas variaciones incluyen la celebración de los fenómenos violentos o irracionales, a veces dibujados como cosas que ocurren veladamente detrás de la apariencia superficial, a veces como la 7
Véase Lupton, Ellen y Abbot Miller, “Deconstruction and Graphic Design”, en Design Writing Research, Londres, Phaidon, 1996, p. 62.
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figura 21. Tarjeta promocional para el New York Fashion Show, por Noël Nanton, 1997.
representación de superficies o fachadas evidentemente falsas; esos planos están perforados o fracturados para sugerir que ellos están en el umbral de un misterio o una dimensión inmaterial (Williamson en Margolin, 1989: 181).
Pero Williamson concluirá este análisis diciendo que la oposición racional-no racional, o material-inmaterial, como caras de una misma dicotomía y a pesar de las complejizaciones positivas del posmodernismo, llevan a este movimiento a su propia paradoja, pues estará limitado de base por una imagen insuficiente del los principios humanos, puesto que en general sólo admite facultades racionales o irracionales [de modo que] El posmodernismo debe ser considerado como una forma tardía del modernismo, puesto que no supera sino más bien ratifica la clave de las limitaciones de la concepción modernista de los principios humanos (Williamson en Margolin, 1989: 181).
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Por eso, más allá del carácter técnico o científico que parecía determinar la estructura de la letra o de la retícula, nosotros podemos pensar en ellas como argumentos que se refieren desde ciertos lugares a la vida práctica y que se encarnan en el diseño de la comunicación. Desde la perspectiva de la retórica podemos asumir estas jugadas como elementos mediante los cuales la audiencia o los usuarios pueden ser persuadidos a adoptar significados que configuran modelos de pensamiento. El diseñador crea esas formas porque intenta persuadir mediante el uso de las comunicaciones al usuario hacia ciertos fines, y si ello no es visible a primera vista es porque esta dimensión de su pensamiento ha quedado inexplorada. Sin embargo, dentro del razonamiento tecnológico que subyace a estas articulaciones, está presente tanto una forma de concebir la operación de lectura como una lógica discursiva supeditada a la apuesta por el carácter y la emotividad persuasiva que intenta moldear el discurso hacia propósitos específicos. Las formas gráficas y los criterios editoriales constituyen formas proposicionales, y por ello contienen un argumento. Según la teoría retórica, tal como lo plantea Aristóteles, las proposiciones apelan tanto al juicio como a la emoción y al carácter, y así los argumentos del diseño pueden ser entendidos bajo los tres aspectos que la teoría retórica confiere a los argumentos como hechos persuasivos: el logos como razonamiento tecnológico que subyace a la realización de las formas, el pathos, que permite al diseño ejercer control sobre el carácter para persuadir a los usuarios potenciales en tanto que el producto se inserta de forma creíble dentro de sus acciones de lectura y el ethos, que apela a la emoción del auditorio mediante la incorporación de valores o juicios estéticos que encarnan las ideas consideradas válidas en el auditorio.8 El discurso de la lectura en el ámbito del diseño será, entonces, una matriz clave en la movilización del pensamiento cultural y social por las metáforas que genera y porque incorpora las distintas dimensiones simbólicas y pragmáticas que regulan los intercambios comunicativos. Ahora podemos revisar otros géneros, entendiendo que prácticamente en todos los casos el tema de la letra y la decisión editorial 8
Para un análisis de estas dimensiones dentro de las formas del diseño, en especial dentro del diseño industrial de los objetos entendidos como argumentos, véase Buchanan, Richard, “Declaration by Design, Argument and Demonstration in Design Practice”, en Design Discourse, Chicago y Londres, The University of Chicago Press, 1989.
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se extenderán para contribuir a la formación de los otros géneros del diseño gráfico; por ello, las premisas asentadas aquí formarán parte de su constitución discursiva. El discurso de la identidad La retórica de la identidad gráfica es uno de los problemas más complejos dentro del campo del diseño, tanto por la especialización que ha surgido sobre el tema como por la enorme tradición que está detrás de él. Según Joan Costa, los orígenes del grafismo de identidad se remontan al siglo v a. C., época en que los alfareros romanos utilizaban marcas distintivas, a decir de los descubrimientos arqueológicos (Costa, 1994: 32). La identidad gráfica se refiere al empleo de imágenes relacionadas con el marcaje de entidades u objetos para la transacción comercial, o a la creación de sellos para distinguir a sus productores. Propiamente dicho, sería un dispositivo generado con el fin de favorecer el tránsito de las mercancías y su identificación para el consumo, y por ello será enfocado como un antecedente de la noción de marca. Otro de sus antecedentes lo constituye la heráldica medieval. En efecto, la edad media generó numerosos símbolos gráficos para identificar y emblematizar a las órdenes religiosas y los preceptos teológicos. Con el uso prolífico que en ese periodo se dio a la heráldica, la retórica de la imagen llegó a uno de sus puntos más extremos, pues se dio paso a una exuberante simbolización de todo lo que constituía la vida, hasta el grado en que su amplia difusión llegaba a hacer perder de vista sus significados fundamentales. Johan Huizinga señala al respecto que en la baja edad media El contenido entero de la vida espiritual buscaba imágenes sensibles […] existía una necesidad ilimitada de prestar forma plástica a todo lo santo, de dar contornos rotundos a toda representación de índole religiosa, de tal suerte que se grababa en el cerebro como una imagen netamente impresa; pero con esta inclinación a la expresión plástica hállase todo lo santo continuamente expuesto al peligro de petrificarse o de hacerse superficial (Huizinga, 1984: 213).
Esta profusión de lo visual, característica del mundo occidental, estaba encauzada por la identificación de la naturaleza persuasiva de las imágenes, con cuyo empleo la emblematización de los valores culturales
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sería realizada en extenso, dando poder a los signos gráficos, a los materiales, a los colores, a las texturas y a sus facultades metafóricas para inducir a la acción comunitaria. En efecto, su naturaleza persuasiva estaba ligada —como lo está todo el tema de la identidad corporativa o institucional— a la facultad de los emblemas o marcas para generar una imagen netamente impresa en la mente del público, por lo que su valor semántico-pragmático sería decisivo. La profusión de la heráldica y su desgaste inherente es un fenómeno que no tendrá parangón en la historia, más que durante el siglo xx y gracias a la aparición del diseño, lo que no es una casualidad si atendemos al vínculo que había logrado establecerse entre retórica e imagen. El diseño contribuyó a forjar una situación similar por medio de las imágenes de marca, los logotipos y los emblemas de las empresas que, al igual que en la edad media, llegaron a un punto donde su profusión exacerbada corre el riesgo de hacerse superficial. Como dirá Enric Satué: vivimos tan peligrosamente como en la edad media (ahí donde las marcas) parecen trabajar conjuntamente para despertar en todos los seres de la Tierra intereses y dependencias para con el diseño gráfico, en su faceta de intermediario del consumo de productos (Satué, 1992b: 41)
Con todo, la retórica de la imagen de identidad no puede dejar de plantearse, justamente por el papel conformador que desempeña socialmente. El marcaje cumple, sin duda, un rol persuasivo desde el momento en que mantiene la presencia de las instituciones y las asocia con cualidades que van más allá de la mera identificación. Por ejemplo, una marca que es establecida visualmente y apoyada por su correlato verbal (las marcas son recordadas visual y lingüísticamente) no sólo obtiene un lugar en la memoria del usuario a través del vínculo de identificación que establece entre un nombre y una institución sino, sobre todo, mediante la asociación que tiene este vínculo con valores socialmente establecidos o reconocidos, cuyo respaldo se toma en cuenta. Tal es el carácter que le confiere a la identidad la estrategia publicitaria. Así, hemos visto desarrollarse estrategias de identidad que han dejado detrás la idea de que una imagen de marca remite figurativa o lingüísticamente al objeto o producto, y más bien se postula la necesidad de anclar retóricamente a la identidad con valores asociados a actitudes y sentimientos del público. En ello podemos advertir una evolución del diseño, que se refleja en las transiciones retóricas que han hecho evolucionar la imagen de la identidad. Por ejem-
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plo, ciertas marcas, como las que se ven a continuación, comenzaron por establecer una imagen de identidad basada en los rasgos figurativos de los objetos que producían (como Mercedes Benz, que originalmente había representado una hélice porque ese era el tipo de objetos que fabricaba). Pero, con el paso del tiempo, esas imágenes cobraron valor no por el objeto que representan sino por el simbolismo que les confiere el uso y el estatus de los productos, que se encuentra hoy día reflejado en la prédica que se hace de la marca (por ejemplo, se apela a la absoluta calidad de los motores de los automóviles). Con ello, un emblema es recordado por asociaciones diferentes de su significado original. Asimismo, la figura 24 muestra cómo la imagen de identidad ya no se establece con el producto, sino que la identidad se intenta forjar por medio de la asociación de éste con una actitud. En tales artificios retóricos vemos que se pone mayor relevancia a la historia o la anécdota, los cuales sirven de ejemplo para el tema elegido de la identidad, y el emblema gráfico remite más a un valor que a un objeto referencial, mientras que el eslogan incentiva la actitud a
figura 22. Ejemplo de la imagen de identidad, logotipo de Mercedes Benz.
figura 23. Ejemplos de las formas precursoras del logotipo de Mercedes Benz.
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figura 24. Ejemplo de la imagen de identidad, logotipo de Nike.
la que la marca intenta ceñirse y, de esta manera, no existen elementos de redundancia explícita sino diversas señales que mutuamente se restan ambigüedad y aportan los distintos niveles en que intenta ser construida la identidad. La elección de diseño con respecto a la identidad, como en el caso de la tipografía, adopta un lugar discursivo y su funcionamiento depende de los enlaces retóricos que logran establecerse y de su coherencia con respecto a la expectativa de los auditorios, cuyo papel interpretativo y consensual es decisivo para el éxito de las marcas. Quizás esta dimensión haya sido poco estudiada dentro de la reflexión tradicional del diseño, debido al hábito ya reseñado de circunscribir las reflexiones o las bibliografías a los aspectos formales del diseño (donde la imagen es estudiada por el uso del color, del equilibrio, de la forma o de la gestalt, pero muy pocas veces por sus mecanismos retóricos y sus enlaces con los juicios de valor dentro de un contexto público). Algunos libros sobre la identidad gráfica hacen hincapié en la resolución plástica o compositiva de las imágenes de identidad, o la desglosan entre los tipos de registro, como cuando se señala que las identidades que emplean una imagen se llaman imagotipos mientras que las que usan letras se llaman logotipos, y así sucesivamente. Aunque tales clasificaciones permiten dar cuenta de uno de los rasgos visibles de los emblemas, lo cierto es que el problema de la identidad es más complejo y no puede supeditarse a la clasificación formal pues, en ningún caso, la falta de recursos para explicar los contenidos justifica su sustitución por la aparente cientificidad que les otorga el afán clasificatorio, y que se establece como tal ante la ausencia de estudios que permitan ir más allá.
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En efecto, las identidades han ocupado un lugar social que va más lejos que los aspectos formales, son imágenes que han producido una acción discursiva destacada para las instituciones y han encarnado creencias culturales diversas que están, por tanto, sujetas a una evaluación más amplia que la que parece conferirles el propio diseño gráfico. Como señala Joan Costa, “la marca ha sido estudiada desde el punto de vista exclusivamente gráfico y comercial, pero no ha despertado hasta el presente el interés de los sociólogos de la comunicación y de la estética cotidiana” (Costa, 1994: 26). Para emprender un análisis de la imagen de identidad es necesario comprender que tal artificio forma parte de las políticas de una institución, y que su formulación retórica obedece a la necesidad no sólo de agilizar la memorización de un nombre o marca, sino de asentar los juicios con los que es construida su legitimidad. El deseo de marcaje y de individualización es una práctica histórica mediante la cual los grupos religiosos, políticos o comerciales han establecido su lugar en el territorio, y en muchas ocasiones, como señala Paul Hefting, son una forma de ostentar un poder y un sentido de lealtad colectiva.9 El sentido de la identidad gráfica tiene que ver con el mismo principio que ha creado las banderas, los uniformes, las modas y los hábitos colectivos de congregación en torno a símbolos. Es decir, hay una voluntad retórico-persuasiva en la práctica de la identificación gráfica y, por supuesto, sus cauces están determinados por la adhesión a ciertos esquemas o estereotipos que se consideran propicios para emblematizar a un grupo humano. La señal, la marca, el símbolo o la firma son actividades antropológicamente constituidas como gestos que establecen un sentido de pertenencia y, de hecho, todas las civilizaciones y grupos humanos han acotado su identidad bajo formas visualmente reconocibles. En la era industrial, sin embargo, el rango que alcanzan las identidades gráficas rebasa la identificación y se convierte prácticamente en un activo económico y simbólico. Los consumidores se apropian de las marcas y definen ahí un estatus cultural. Las empresas, a su vez, extienden (como vimos antes) su noción de identidad, llevándola más allá de los aspectos gráficos hasta aspectos como la organización, la arquitectura, los comportamientos y el mobiliario.
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Véase Hefting, Paul, “En busca de una identidad”, en Manual de identidad corporativa, Barcelona, Gustavo Gili, 1991.
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figura 25. Ejemplos de imagotipos.
No es necesario explicar el poder implícito que se intenta obtener mediante tales recursos dispuestos frente al público y ante los propios empleados (sabemos de la predisposición a que nos somete un planteamiento del mobiliario dentro de una oficina, sobre todo en la organización retórica que circunda a los jefes y directores, donde la rigidez y formalidad parece inducir a la obediencia o el control). Un aspecto curioso es la profunda homogeneidad con que las identidades son elaboradas, ya que parece haber un lugar común para generar estas presencias, pues en la mayoría de los casos recurren a un orden geométrico que parece prometer regularidad, eficiencia, carácter, confort y estabilidad. Las imágenes emblematizan estos valores, pero resulta paradójico ver que precisamente en el tema de la identidad (que supone diferencia individual) se presenta la mayor comunidad de estilo, pues muchos logotipos parecen ser, más bien, la variante de un mismo discurso (véase figura 25). Los trazos y figuras geométricas y gestálticas parecen contener, en su trazo y en su habilidad formal, a la identidad en una promesa de permanencia y jerarquía, sea cual sea el tema al que se abocan. Habría, al parecer, un lugar de la identidad y muchas figuras, pero uno de los temas que subyacen a este planteamiento es sobre la necesidad de ocultar las debilidades. Hefting dice que en la imagen de identidad subyace el deseo de suprimir la posible presencia de la idea de corrupción ante el público, que es un valor que incide directamente en la falta de credibilidad (Hefting, 1991: 14). En la estrategia retórica de las imágenes de identidad, por tanto, está en juego no sólo lo que se muestra sino también lo que se elimina de la presencia: las instituciones reflejan el establishment y necesitan ganar autoridad no sólo a partir del peso político o económico que alcancen, o de las ideas relacionadas con la sociedad, sino también con la imagen que generan. Este aspecto plástico y semántico del orden social, de enorme rele-
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vancia para la comprensión de una de las facetas de nuestra cultura, parece no ser muy atendido por la sociología o la antropología críticas, a pesar del importante papel que juega. En la historia del género se estableció, además, un imaginario que creó toda una escuela para las identidades corporativas. La Bauhaus había postulado principios formales y abstractos en los que consideraba que se encontraban los fundamentos del diseño. Luego de su disolución en el periodo de entreguerras, la Bauhaus tuvo que emigrar, sobre todo a Estados Unidos, pero su impronta sobre la cultura del diseño se había establecido ya de forma bastante fija. Al concluir la segunda guerra mundial tales principios fueron incorporados a las estrategias de las corporaciones, sobre todo a partir del trabajo de los diseñadores suizos que propusieron la adopción de ese vocabulario abstracto y minimalista que habían heredado de la Bauhaus. Diversas corporaciones adoptaron a la letra Helvética y el estilo geométrico como el parangón de la nueva fisonomía de la identidad, creando un verdadero modelo para las empresas y las instituciones, incluso hasta la actualidad. La absoluta limpieza abstracta y el rechazo a lo figurativo, que representan el enfoque más acabado de la idea moderna del orden social en términos de lo gráfico, impusieron un estilo canónico; muchos diseñadores consideraron que el diseño consistía justamente en eso, en asumir ese lenguaje a toda costa. Y tales modelos fueron proyectados al resto de los continentes como el punto de partida para “hacer diseño”. Numerosas empresas asumieron este parámetro como instrumento de la modernidad tecnológica e industrial y de la “actualidad”, incorporando el lenguaje abstracto y la naturaleza geométrico-formal que postulaban los nuevos logotipos, haciendo que sus emblemas fueran transformados hacia el nuevo lenguaje. En ese momento fluían los planteamientos sobre la forma, la sintaxis visual, que exaltaban el recurso de la abstracción y la reducción a rasgos mínimos como el “verdadero” eje de la identidad. Hoy este discurso puede ser analizado, sin embargo, con mayor distancia. La geometrización y abstracción, así como la búsqueda de homogeneidad y pureza que se proyecta al conjunto de las corporaciones, tiene sus fundamentos en el pensamiento positivista, que exalta la racionalización cuasi-científica como la única guía válida para la acción del hombre, en un modelo que intenta afirmar la organización técnica e industrial de la sociedad moderna. Centrado en la idea de progreso, bajo la exaltación de la racionalidad, el modelo de la identidad corporativa no constituye un trabajo del diseño para generar la identi-
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dad como un discurso neutral u objetivo, sino un ajuste de las organizaciones a ideales con los que creen que deben modelar su actuar. Los diseñadores raras veces reconocerán este hecho, pues los paradigmas pedagógicos emanados de la Bauhaus y la escuela suiza no son vistos como resultados de un sistema filosófico que se proyecta sobre el orden social, sino como el desarrollo de los fundamentos mismos del lenguaje visual y del diseño, es decir, como formas naturales o neutrales de adecuarse a la percepción. Los fundamentos del diseño son establecidos en este punto como una propiedad pura e inmanente de la forma y no como problema de comunicación. En esta naturalización del artificio se esconde pues la ganancia retórica del discurso de la identidad, asumida acríticamente por la mayoría de los diseñadores interesados en este género y este estilo. Podemos decir que el discurso geométrico representa no una adecuación a la percepción sino una metáfora del orden social, lo que nos llevaría entonces a reubicar el problema de los signos gráficos y su semiótica dentro del contexto pragmático y cultural al que deben sus preceptos. Esto habría sido, en parte, uno de los postulados de la escuela de Ulm y de otras escuelas europeas que se deslindaron del modelo suizo (como el Instituto de Tecnología de Gran Bretaña), que introdujeron elementos de la teoría de los signos a la reflexión sobre el diseño. En efecto, en la perspectiva comunicacional las formas no tienen solamente un estatuto perceptivo, ni son entidades que resulten neutrales por ser abstractas e impersonales, sino que tales signos inducen a una concepción de los contenidos y, en particular, hallaríamos en tales manifestaciones los fundamentos culturales del modernismo como una de las apuestas históricas del mundo occidental a la cultura de la identidad. En su modulación cognitiva, por tanto, la geometricidad y simplicidad abstracta representan un ideal social, simbolizado por su rechazo a lo anecdótico y a lo irregular. La permanencia perceptiva que se consigue con la tipificación y con la información que se limita a lo esencial no reduce la identidad a sus logos (como parece referirlo, por ejemplo, el propio término de logotipo, y por extensión a ese conjunto homogéneo de aplicaciones que se llamaba “manuales de identidad corporativa”) sino que también establece un pathos frente al lector: parece hablarle de eficiencia, claridad e higiene, que simbolizan la funcionalidad y el impersonalismo de las empresas: es una imagen que promete que la institución no presentará irregularidades en su servicio, que no permitirá errores “humanos” (pues lo humano sería
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figura 26. Ejemplos de logotipos contemporáneos, 1999.
un defecto de la organización), que desechará la heterogeneidad de su composición, que funcionará como una máquina y que sus empleados tendrán una imagen y un comportamiento uniforme donde quiera que la institución se presente. Pero hemos visto que el objeto gráfico y su estética no tienen principios formales únicos, sino que su carácter discursivo los pone necesariamente frente a su condición histórica y, por tanto, frente al debate cultural. Así, este ideal se ha puesto en cuestión dentro de las llamadas estéticas posmodernas que, como en el caso de las tipografías, han sacudido los principios en la organización misma de los enunciados gráficos, incluidos los de la identidad. El diseño es uno de los ejes donde se representa cabalmente esta discusión, pues como señala Ellen Lupton, los objetos de diseño han sido sede para postular la adhesión o el rechazo a los modelos culturales. En particular, el diagramado de páginas, el orden de las columnas y las mismas estrategias de identidad han servido como formas de proyectar el orden y posteriormente su rechazo. Los posmodernos y deconstructivistas han objetado así los principios de la semántica racional y lineal del modernismo en sus procedimientos comunicativos. Vemos, por ejemplo, identidades gráficas elaboradas en los noventa donde una apariencia de mayor complejidad e irregularidad aparece como un nuevo patrón, difundido especialmente por los libros y revistas de diseño que postulan una nueva vanguardia, lo “actual en el diseño”. Como
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figura 27. Identidad gráfica de una marca de esquís, con variaciones distintas en cada caso, según Carlos Segura.
en las imágenes de identidad de la figura 26, el abandono de la regularidad geométrica parece ceder su lugar en los nuevos tiempos. Incluso el principio de unidad y homologación, que hacía suponer que una marca sería reconocida porque su emblema único se repetiría en todas partes, pierde sus cualidades de lugar discursivo en los ejemplos de la figura 27, que postulan que una empresa puede variar su logotipo en cada aplicación y donde en cada cambio se conserva sólo un rasgo constante para retener la homogeneidad, mientras que el resto de los elementos remiten a otras características particulares que forman parte de la identidad, pues se hace ver a ésta como una entidad rica y variada y no como un discurso único: la retórica de la no homogenización aparece así en escena. En el caso de Hutchinson, Jerry Associates, Inc., identidad de Graphics Suisse Inc., distribuidora de papel representante de la papelera Sihl de Zurich, la referencia a Suiza, representada por la cruz roja de su bandera, hubiera dado lugar en otros tiempos a un emblema único. Aquí, sin embargo, el color rojo es eliminado y sólo se retiene la referencia hacia lo suizo a través de una alusión a la cruz que cambia de composición en cada caso. La identidad se dirige así a otras cualidades, por ejemplo, a las distintas calidades del papel en que están impresos estos promocionales. El usuario palpa el efecto que causa
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figura 28. Ejemplos de carteles de identidad, Graphics Suisse, Inc.
la empresa en las distintas texturas, enriqueciendo nuestro conocimiento de lo que ésta hace (véase la figura 28). Este nuevo discurso, impulsado por la idea de la diversidad y la heterogeneidad, se sirve de una mayor abundancia de enlaces retóricos, cuyos principios están en la base de su construcción enunciativa, la cual, como en este último ejemplo, ha servido para enriquecer nuestras condiciones de comprensión de las identidades. El artificio ha cambiado de lugar (se emprende ahora la noción de identidad como un despliegue de cualidades diversas y no una entidad monolítica) y sus metáforas o figuras se multiplican. Veamos estos principios desde la óptica de la retórica cognitiva. Según ésta, la identidad gráfica de cualquier tipo puede ser explicada por una serie de principios interpretativos que plantean las posibilidades del juego de la identificación, y se producen a través de lo que llamamos metáfora, metonimia y sinécdoque. Estos principios contribuyen a comprender el razonamiento que hace el diseñador en el momento de generar una imagen, incluso —y sobre todo— cuando se hace por intuición. Así, si una institución produce café, lo más común será que se opte por representar el grano, y al grano por su forma. Es decir, el diseñador
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no representaría a la empresa sino lo que produce. Utilizando la relación causa-efecto, reconocida por la retórica como metonimia, alcanzaría un nivel primario de aprehensión. La segunda figura sería la sinécdoque, ya que el grano es referido por su forma o por su color (o sea por una relación parte-todo, como se establece en dicha figura). Habría un doble desplazamiento interpretativo primario, a lo que se atienen numerosos diseñadores (véase figura 29). Esta identidad puede variar si se utiliza, por ejemplo, una taza o una planta. En esos casos el resultado es distinto, pero los recorridos interpretativos son similares, cognitivamente no aportan demasiado a la diferencia. Otros logotipos que se refieren a temas diferentes usan, sin embargo, el mismo principio, donde la metonimia y la sinécdoque sirven de soporte para la realización interpretativa de los conceptos, llegando a establecer la recurrencia que realmente está detrás del vocabulario del diseñador y del uso de sus lugares. Vemos, sin embargo, que la base de la distinción, que es el atributo que puede darle poder a las imágenes de identidad frente al público, está articulada por los recorridos semánticos que se estudian en la re-
figura 29. Muestras de logotipos argumentados en la metonimia y la sinécdoque.
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tórica a través de las figuras. En El juego del diseño, Román Esqueda ha estudiado la naturaleza de estos recorridos a propósito de la imagen de identidad. Según Esqueda, la idea es plantear que el diseño tiene soluciones variadas, pero que lo que se puede describir son las reglas del juego, más uniformes y permanentes, lo que lo lleva a la retórica fundamental (Esqueda, 2003). Basado en la idea de los juegos de lenguaje de Wittgenstein (para quien, como vimos, el presupuesto básico está en las proposiciones) y en la retórica del Grupo µ (Grupo µ, 1987), Esqueda advierte que las posibilidades de aprehensión conceptual de las imágenes que comunican se realiza siempre bajo los recorridos parte-todo, causa-efecto y metáfora. Estudiando estos principios, el diseñador puede al menos prever cuáles serán las jugadas interpretativas más previsibles y comprender mejor sobre qué conceptos se están estableciendo diferencias. Aunque, como vimos, las figuras no desempeñan el papel central en la retórica, sino que éste lo encarnan los procedimientos de invención (los lugares), es claro que aquí las figuras y su formulación gráfica cuentan, pues construyen un argumento para el lector, ya que se parte del concepto pertinente para la situación comunicativa y no de la figura en sí. Un nivel de distinción diferente se tiene cuando el diseñador advierte el concepto y elige así recorridos que detectan más las cualidades que las entidades, produciendo una interpretación adecuada para el público. En la imagen de la figura 30, Luis Almeida caracteriza a una escuela activa para niños (Kairós) y la argumenta a partir no de metaforizar o hacer inferir la noción de “infantil” sino de representar (en este caso por metonimia “causa-efecto”) la noción de “activa”. La dificultad consiste en detectar que lo distintivo del caso es un tipo de sistema educativo, y que la imagen de identidad irá dirigida a la comprensión más de los padres que de los niños. Esta diferenciación es lo que constituye la distinción entre un diseñador inexperto y uno experimentado, como Luis Almeida. Se pueden categorizar estos principios retóricos. El diseñador partirá de un concepto, y para realizarlo gráficamente lo desplazará (según su argumentación) dentro de una de las siguientes posibilidades: ■
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Por sus partes materiales (sinécdoque parte-todo, como cuando una escuela es definida por un pupitre o un lápiz), Román Esqueda y el Grupo µ clasifican este recorrido generativo como un tipo de serie semiótica que denomina serie tipo Π, que permite que en un enunciado una vela pueda referir a un barco, como en la expresión “Las
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figura 30. Muestra de imagen de identidad de la Escuela Activa Kairós, por Luis Almeida.
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velas se acercaron en el horizonte”. Las sinécdoques serie tipo Π se refieren al recorrido que se ha realizado a partir de las entidades materiales y, en este caso, es particularizante (una sinécdoque material particularizante). Tal figura constituye uno de los parámetros para seleccionar colores: puesto que el color es una de las partes materiales del objeto, éste puede ser referido por su identidad cromática, como cuando el azul hace alusión a lo marítimo, o el dorado al oro: los colores en el diseño se sujetan a su rendimiento retórico-cognitivo. Los principios de análisis de las figuras literarias aparecen como propicios también para entender los mecanismos de interpretación del diseño. Román Esqueda detecta que esta sinécdoque es la de uso común de los diseñadores, quizá también por su inmediatez conceptual. Por la asociación con una parte material de una entidad mayor que la englobe (sinécdoque todo-parte, como cuando una institución es referida por el país al que pertenece). Esqueda habla de la serie tipo Π pero generalizante (sinécdoque material generalizante). Por los tipos que se desprenden de su género (sinécdoque géneroespecie, como cuando una casa representa la noción de “construcción” —la casa es un tipo de construcción—). Este tipo de sinécdoque pertenece a otro tipo de series, las series Sigma, que plantean otro procedimiento cognitivo que opera, sobre todo, para hacer visible un concepto abstracto, justamente haciéndolo concreto (y
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por tanto se representa visualmente de forma más fácil), a partir de una de sus especies. (La noción de tienda de instrumentos musicales podrá será referida por una guitarra, por ejemplo.) Por un tipo dentro de un género (sinécdoque especie-género, como cuando la inicial de una institución se construye bajo una forma geométrica sólida, haciendo que la noción de sólido sea comprendida como uno de sus atributos: se leerá “este es un tipo de institución sólida”). El recurso se emplea cuando las asociaciones del concepto son más abstractas que materiales y se opta, entonces, por buscar adjetivos genéricos que las contengan; las adjetivaciones generalizantes que conducen a asociaciones (no propiedades materiales o causas) a través de lo cromático, de la textura o de la forma serían desplazamientos interpretativos de este tipo. Por metonimia: es decir, haciendo enlaces entre causa-efecto, continente-contenido, material-objeto, etcétera, (como cuando una empresa relacionada con lo marítimo se da a entender a través del color azul o con líneas onduladas —ambos relacionados con el mar—, o cuando el vino se da a entender por la copa). Por metáfora: es decir, cuando una idea se da a entender en términos de otra, produciendo una interacción entre dos sentidos para revelar mejor una cualidad (como cuando la idea de liderazgo o poder se emblematiza con un águila).
Con tales principios las imágenes de identidad establecen los umbrales de comprensión que los usuarios pueden percibir de las instituciones, y vemos que los recorridos retóricos que se emplean hablan de la naturaleza eminentemente retórica del arte de identificar visualmente. Por ejemplo, el emblema de la empresa Iberia (véase figura 31) utiliza distintas formas retóricas para conseguir la identificación con España —por su pertenencia a la península ibérica y los colores de su bandera—; así, España no es enunciada directamente, sino mediante dos tipos de sinécdoque material (generalizante y particularizante). El imagotipo de la figura 32, uno bastante atípico por cierto, refiere igualmente por metonimia a su objeto, razón que lo hace comprensible: es el emblema de una tienda que lleva por nombre ovni, que es un objeto cuya cualidad reside en la poca claridad con la que se presenta a la vista (y que refiere, además, a una tienda que vende objetos atípicos de diseño). Siguiendo tales principios, y sus posibilidades interpretativas, el discurso de la identidad puede ser no sólo explicado, sino planificado:
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figura 31. Muestra de argumentación de logotipos basados en la sinécdoque, Iberia.
es posible prever las jugadas retóricas que se utilizarán. Por otro lado, la elocución retórica de los emblemas y su procesamiento cognitivo hablan del tipo de argumento que se dirige al auditorio y la consideración que se hace de él. Por ejemplo, si la imagen se unifica a toda costa en las aplicaciones, como establecían los manuales, se generará la idea de que la homogeneidad de la tipificación será un valor de la institución, un argumento sobre su permanencia y estabilidad. Este recurso era propio del discurso modernista y de su deseo por ajustarse a lo racional y lo geométricamente fijo. En cambio, cuando una deshomologación o desgeometrización de los principios compositivos o aplicati-
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figura 32. Logotipo para The Design Shop Objekt por Ales Najbrt, 1994.
vos tiene lugar, no sólo se expresa una adhesión a una visión más “contemporánea” de la cultura (fenómeno ya de suyo altamente persuasivo) sino que sus múltiples direcciones pueden elaborar diversas lecturas retóricas para distintas cualidades particulares e incluso diversos tipos de público. El emblema de la figura 33 remite a una identidad no constituida por la regularidad y el orden, sino por el juego de formas variables y colores que se intersectan alternativamente (es de una empresa que produce empaques a partir de la fécula de maíz). El emblema refiere por metonimia y por sinécdoque a ciertas tonalidades de la planta del maíz (los envases son hechos con esa planta, la cual a su vez tiene esos colores), así como a la silueta de los empaques que producen. Estos emblemas hablan de que la postura frente a la identidad ha cambiado, es decir, que el diseño postula otros lugares argumentativos para identificar: las reglas interpretativas no son restrictivas sino productivas (y por tanto retóricas), y este artificio dota a su vez de una presencia distinta a la entidad que refiere, es decir, el ethos produce la necesidad de un estilo propio, el logos mantiene la asociación lógica, y el pathos se proyecta cuando el usuario concede la credibilidad emotiva a estos nuevos principios. La imagen de identidad se ha convertido así en un recurso especializado retóricamente para generar la presencia de las instituciones. Es un objeto de análisis y exploración constante, al menos donde el dise-
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figura 33. Logotipo para una fábrica de artículos y envolturas biodegradables que emplean el almidón de maíz, por Ruth Baker, 1999.
ño se ocupa de su reubicación permanente, de la reordenación de sus lugares. Norberto Chaves, que ha trabajado sistemáticamente sobre el tema, sostiene que en el plan global de la imagen de identidad el emblema gráfico o tipográfico no juega sino como una pieza. En su modelo retórico está, en cambio, comprometida la realidad de la institución (lo que realmente es o tiene), lo que la gente piensa de ella (es decir, cómo se percibe) y la propia comunicación (que no sólo es visual sino objetual o arquitectónica; utiliza todos los lenguajes) y que este conjunto es lo que construye su imagen.10 La imagen de la institución pertenece al imaginario social y su comprensión y diagnóstico comienzan a ser objeto más de un abordaje sociológico que visual o formal, más al largo plazo que al corto, lo que permite inscribir el tema dentro de un proceso de gestión más complejo y especializado al considerar el problema dentro de estas nuevas dimensiones. Estas facetas han sido objeto de análisis sistemático por parte del diseño; vemos que el resurgimiento de la retórica como parte de la acción institucional se ha vuelto clave dentro de los nuevos parámetros de acción: la institución misma es convertida en un rethor colec10
Véase Chaves, Norberto, La imagen corporativa, Barcelona, Gustavo Gili, 1994.
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tivo organizado, cuya presencia no es corporalmente humana sino arquitectónica, y su discurso ha sido modernizado a través de una elocutio artificial y profesional; la preocupación por el usuario y sus motivaciones han sido abordadas por la mercadotecnia. Con esas pautas, la retórica moderna de la identidad aborda las calles, las páginas de revistas, las pantallas de computadoras: el diseño actual resulta, por ello, una extensión a otros medios de la antigua teoría de la persuasión y de la oratoria. El discurso de la información La matriz retórica del diseño parece ser evidente en los aspectos editoriales y en la imagen de identidad, como acabamos de ver. Lo anterior permite señalar que la impronta de la condición persuasiva del discurso se trasluce en diferentes géneros, con diferentes principios y finalidades, abarcando a lo gráfico como una de sus extensiones desarrolladas a partir del surgimiento del diseño. Sin embargo, existe otro género de la acción del diseño que ha destacado en los últimos tiempos como uno de los más visibles e innovadores: el llamado diseño de información. Este género se ha configurado a sí mismo, y dentro de su pensamiento teórico, como la expresión gráfica de datos, horarios, tablas, espacios y sujetos, conceptos científicos y estadísticas sociales o económicas, que pueden ser usados tanto en libros, anuarios y reportes gubernamentales como en las páginas de los periódicos y revistas y en las pantallas de computadora. El acercamiento a los datos, antes referidos a través de cifras, palabras y barras estadísticas, podría ser más asequible mediante imágenes expresivas, colores, figuras y diagramas ilustrados. El diseño de información se considera a sí mismo como una herramienta objetiva para la visualización de los hechos empíricos, racionales, que generan las actividades científicas y a los cuales brinda un instrumento de comunicación igualmente fiable y objetivo, es decir, como un campo donde la acción retórica desaparece o es mínima (se reduce a hacer elocuentes los datos). Esta confianza en la observación y en el dato empírico, sin embargo, parte del supuesto de que el registro de los datos es una actividad desinteresada, neutral. El estilo, entendido como manifestación de la subjetividad del diseñador a través de los gestos expresivos, parecería no ser un rasgo pertinente dentro de la actividad puramente informativa y, con ello, se confía en la apariencia de objetividad que los esquemas y modelos aparentan tener. Pero precisamente por la sensa-
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figura 34. Siguiendo una bola de béisbol, por Peter E. Elsworth, 1991.
ción de neutralidad que genera ese diseño, su carácter retórico se manifiesta con mayor fuerza, ya que el arte persuasivo consistiría en hacer ver como natural lo que es construido. Los datos y toda organización estructurada de lo real es una interpretación de los hechos y la postulación de un juicio sobre los mismos: ellos no se organizan por sí mismos en términos estadísticos, ni establecen los umbrales de diferenciación, sino que su acomodo, su disposición en esquemas, y su manifestación elocuente los hace ser significativos en un momento dado, para un contexto y un auditorio en particular. En esta labor de planificación de la elocuencia, que da a la información construida su apariencia neutral, se pondría de manifiesto uno de los mayores artificios de la retórica. La acción humana que permite generar este dispositivo es evidente, ya que la visualización de los datos, sobre todo los que tecnológicamente se generan creando estándares normativos basados en modelos aparentemente naturales, condiciona el pensamiento y las conclusiones que se obtienen de los fenómenos (véase figura 34). Así, la construcción de lo que se percibe como natural en la vida humana y la producción de la idea de lo que
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“es real” (y por tanto de lo que “no lo es”), estarían basadas en el mecanismo de la producción de la creencia, que ha sido uno de los objetivos más antiguos y practicados dentro del discurso occidental. Como señalaba Roland Barthes, esta operación tradicional del lenguaje representa buena parte de lo que constituye nuestro universo mítico contemporáneo: “el mito ha tenido la tarea de dar a las intenciones históricas una justificación natural, y hacer que la contingencia aparezca como eterna” (Barthes, 1985: 222). La teoría retórica constituye una herramienta necesaria para reubicar a la comunicación de información por su carácter interpretativo y argumentativo, centrando su estudio en las condiciones persuasivas implícitas de su discurso más que en la idea de objetividad. Victor Margolin señala que esta tarea se ha hecho necesaria en la configuración de una teoría del diseño gráfico, ya que los medios tecnológicos contemporáneos lograron que renaciera el planteamiento moderno de la racionalidad, ya no en la geometrización, sino en la creación de modelos sistemáticos de representación de la información aparentemente objetivos: Los circuitos eléctricos han suplantado a los círculos, los triángulos y los cuadrados, como las metáforas dominantes del diseño: la formulación de la teoría de la información de que el mensaje transmite directamente información del emisor al receptor ha confirmado la confianza modernista de que el diseño puede ser objetivo e inequívoco (Margolin, 1989: 17).
Gui Bonsiepe es uno de los principales defensores del planteamiento informacional del diseño. Él reactivó los presupuestos de la escuela de Ulm que, como vimos, apoyaba la tesis modernista de la racionalidad en términos de su adaptación a los proyectos industriales, altamente tecnologizados. Así, Bonsiepe se refirió, a propósito de las interfaces creadas en los sistemas de cómputo, a que la objetividad no retórica tiene lugar donde “los elementos figurativos del monitor no representan nada, sino que más bien proponen un espacio de acción” (Bonsiepe, 1998: 43). En la medida en que parece postular la preeminencia de la interfase por encima del objeto, hablará de la necesidad de generar esquemas cognoscitivos a los que contribuyan tanto las imágenes como la tipografía en las interfases, pero considerando al lenguaje como una forma dedicada exclusivamente a hacer eficiente el proceso de objetivación de los datos, pues para él “el lenguaje hace visible la realidad” (Bonsiepe, 1998: 54). Asimismo, planteará que el diseño consiste en
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hacer eficiente la percepción de los datos, como si éstos fueran la realidad en sí, y su contribución sólo debe referirse a la organización, conexión y distinción de los mismos. Intentará superar las aporías posmodernas o la banalización comercial en los que ha caído el diseño gráfico mediante una recuperación del proyecto funcionalista (al que considera que se ha juzgado de forma reduccionista y caricaturizada, declarándose —injustamente— su inviabilidad) y llega así a la tesis que se ha vuelto programática para muchos diseñadores y escuelas: “el diseño gráfico será cada vez más el diseño de información” (Bonsiepe, 1998: 32). Este “movimiento” habría dado lugar a otros planteamientos que respaldan la tesis de Bonsiepe, como el de Joan Costa, quien de forma paralela sostiene en La esquemática los postulados funcionalistas diciendo que existen imágenes informacionales […] que corresponden a una “iconografía técnica” que si bien tiene aplicaciones ilustrativas en el campo de la divulgación, posee un auténtico valor informativo en el campo de la ciencia, gracias a su capacidad de captura de datos y de cálculo (Costa, 1998: 31).
Los esquemas constituirían un medio para generar “conocimiento directo” cuya relación con el diseño sería generar la legibilidad, pues “traducen abstracciones” y se basan en el proceso eficiente de su “visualización”. Joan Costa también ponderará el valor cognitivo de las imágenes esquemáticas, pero ubicará la cognición como un desarrollo de las facultades perceptivas, como resultado de la objetividad aprehensiva del ojo: los esquemas serían para él la facultad de generar la iconización máxima de lo real (no su construcción interpretativa), y serían generados por el “acto creativo” capaz de revelar las significaciones autoevidentes de lo real, partiendo de que “la iconicidad es la característica que posee una imagen para parecerse lo más posible a la realidad, a una realidad posible o probable, una realidad intuitiva aceptable por todos” (Costa, 1998: 194). Pero, justamente, esta necesidad de consenso y la imposibilidad de no partir de lo que puede ser aceptable o significativo hacen que los esquemas, las imágenes llamadas infográficas o diagramáticas, tengan que derivar de un lugar y que constituyan un argumento. De nuevo parece ser que el prejuicio generado por la revolución científica, con respecto a la retórica, impide ver el trasfondo humanístico e interpretativo de las acciones tecnológicas y del lenguaje humano en general.
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En el discurso de la infografía, tema que se ha vuelto socialmente relevante en la práctica del diseño, la ponderación y disposición de los umbrales de significación que se consideran representativos se basan en un acuerdo tácito sobre puntos de partida de la simbolización esquemática, además de que sus códigos no son aprehensibles únicamente por la percepción visual sino por el aprendizaje que implica la lectura de sus signos, altamente convencionalizados. En el diagrama estadístico de la figura 35 se ha partido de la convención de que las barras pueden representar acciones, números o cifras: es un modelo mediante el que el Hospital de la Universidad de Yale muestra su interés por los subsidios federales para la atención médica (se tabulan los proyectos presentados, los financiados y los rechazados). Pero, más allá del mero número, las escalas y valores cromáticos escogidos intentan revelar su creciente eficiencia ante un auditorio (quizá frente al propio gobierno), de modo que tal disposición es realizada para persuadir sobre la legitimidad de su hacer. La elocuencia de la información sirve a esos propósitos (que le da presencia a la institución).
figura 35. Diagrama del número de propuestas de subsidios federales del Hospital de la Universidad de Yale, por Ronnie Peters, 1998.
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figura 36. Los caminos que pueden tomar las emisiones tóxicas para llegar al cuerpo humano, por Arne Hurty, 1987.
La base retórica de la diagramación infográfica parte de su invención tópica. Es ubicándose en un lugar, o generando nuevos lugares, como la información puede ser organizada o reorganizada en función de un significado buscado. Es decir, la idea de la retórica que establece que el discurso parte de lugares para la organización de sus partes, es manifiesta en la imagen diagramática y se convierte en el recurso, propiamente dicho, mediante el cual el diseño gráfico expande sus posibilidades de invención y de interpretación frente al mundo social (no en vano a esta fase la retórica le había dado el nombre de inventio). La contribución retórico-cognitiva se manifiesta quizá tanto como en la escritura, pues sigue el mismo modelo: representar de forma elocuente el pensamiento y el discurrir de la argumentación que se considera adecuada. La ubicación tópica (el punto de partida de la argumentación) origina y motiva la disposición de las partes (la llamada dispositio), vemos que el acomodo de los elementos de un tema dado, el establecimiento de las relaciones entre los fenómenos que intervienen en él y la identificación misma de los partes consideradas relevantes, pueden originar la manifestación explícita de pensamientos significativos, según el lugar desde donde se considere su articulación. En el diagrama de la figura 36, la evaluación del riesgo de la salud, hecha para la Radian Co., muestra los factores que intervienen en el problema y su
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relación entre ellos. Su fundamento está en la disposición que se les ha otorgado, que se ha diseñado para hacer ver el tema en ciertos términos (justamente el objetivo retórico). Por otra parte, observemos que ubicado el lugar de la argumentación (en este caso de la argumentación científica) y, por tanto, la disposición de las partes, la elocuencia del lenguaje conlleva a realizar la expresión visual de esas ideas a través de metáforas. En la imagen anterior los fenómenos de la emisión tóxica y su origen son representados en tanto flujos, como si se tratara de una ciudad con sus diferentes rutas de circulación. Estas imágenes producen, en efecto, posibilidades cognitivas nuevas (lo que da relevancia al programa educativo del diseño), pero no eliminando los puntos de partida retóricos sino gracias a ellos. El problema está en el planteamiento teórico con que se explican estos fenómenos. Edward Tufte, uno de los autores que más se ha dedicado a la recopilación de imágenes que revelan esta nueva frontera educativa del diseño y de la imagen diagramática, se maravilla con las posibilidades nuevas de este lenguaje, pero lo hace situando el tema en la posibilidad de “escapar a lo bidimensional” que tienen las imágenes. Es decir, Tufte no plantea las posibilidades cognitivas de la imagen diagramática en la generación de metáforas y lugares, sino en el encomio de “las estrategias que ensanchan la dimensionalidad y la densidad de la información” (Tufte, 1998a: 9).11 Situando este trabajo en la visualización a través del análisis estadístico, en el uso de la línea y el color, o en la exploración de la tipografía, para abordar fenómenos complejos, Tufte parece sorprenderse con el descubrimiento de que el concepto visual puede rebasar la materialidad de una imagen impresa (lo que por otra parte parecería evidente de entrada) y pierde de vista el fundamento retórico de tal actividad, que además resulta no ser nueva. Las ilustraciones que encuentra resultan interesantes para el estudio del diseño, pues hacen ver, en numerosos casos, cómo la invención gráfica ha posibilitado la metaforización didáctica de procesos abstractos como el del esquema de la figura 37, que ilustra el modo en que ya en el siglo xviii se referían los pasos de un baile. La idea de objetividad sería cuestionable en este tipo de representaciones. El tema es colocado, la percepción es transformada y el sig11
Confróntese con Tufte, Edward, Visual Explanations. Images and Quantities, Evidence and Narrative, Graphic Press, Cleshire, 1998.
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figura 37. El arte de la danza explicado con notas y figuras, por Kellom Tomlinson, 1735.
nificado es construido por el proceso metafórico. A su vez, muestra el valor de la imagen científica, que establece umbrales gráficos para destacar ciertos fenómenos, aplicando un principio de diferenciación artificial (para lo cual diversas tecnologías avanzadas sirven de soporte) y cuyos resultados generan información útil para dar sentido a procesos que resulta decisivo considerar para la acción social, ambiental o política. Es el caso de una imagen como la de la figura 38, donde se muestra la medición de las disfunciones cerebrales a partir de diversas causas por los impulsos eléctricos. La imagen científica como producto de una tecnología avanzada juega un papel importante en la construcción de la organización colectiva, de su futuro. Pero la base semiótico-retórica de su expresión está vigente justo dentro de su propia organización tópica y discursiva. El Grupo µ se ha ocupado de establecer teóricamente este mecanismo para demostrar su adscripción necesaria al lenguaje y a la metáfora, más que a la idea de objetividad innata o de simple registro empírico. Así, Klinkenberg ha sostenido que la imagen científica no es objetiva sino metafórica, en cuanto que procede por reglas pragmáticas que establecen equivalencias que realizan necesariamente una transformación interpretativa de acuerdo con una enciclopedia específica, lo que nos saca del terreno de lo puramente objetivo. Así, dirá Klinkenberg,
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figura 38. Disfunciones clínicas acaecidas en el sistema neurológico a partir de la detección gráfica de los impulsos eléctricos en el cerebro, Science, por E. R. John et al., 1988.
la intervención interpretativa tendría lugar si observamos que la secuencia que realiza la imagen científica sobre la aprehensión de lo real corresponde a las siguientes etapas, en las cuales el fenómeno no es simplemente retratado sino dotado de sentido: ■
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El fenómeno aparece en primer lugar como índice. Se selecciona un fragmento, se transforma la materia en sustancia y se hace una discretización (es decir, se establecen los umbrales de sentido que dirigirán la observación: por ejemplo, disposición física vs. impulso eléctrico). El fenómeno es recibido y transformado en función de los parámetros establecidos (el impulso eléctrico es coloreado sobre una superficie en la que se distingue). El lector recibe y a su vez reinterpreta el signo, integrándolo a un sistema de saber, que a su vez es cambiante. Se genera eventualmente un consenso sobre lo interpretado. A partir de aquí el proceso puede ser a su vez reorganizado en otros términos si los acuerdos/desacuerdos lo hacen pertinente.
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Es decir, en la imagen diagramática existe una interpretación (frente a lo cual la objetividad no sólo sería imposible, sino que además sería inútil). Sin embargo, cuando estos principios no son advertidos y el postulado empírico o positivo de la observación se mantiene como parámetro para analizar las representaciones, el pensamiento del diseño se enfrenta a distintas paradojas. Robert Kinross ha realizado bajo este principio un estudio crítico de la teoría que sustenta al llamado diseño de información, proponiendo en cambio una “retórica de la neutralidad” (Kinross en Margolin, 1989: 131). Kinross discute los principios que han sustentado esta nueva corriente y que se han manifestado en publicaciones como Visible Language¸ que ha generado un movimiento internacional a propósito del diseño de información y la cual ha reactivado los argumentos funcionalistas. Kinross parte de que la crítica de la neutralidad de la información tiene que ver con la necesidad de “discutir las grandes dimensiones sociales y políticas que están presentes dentro de los fragmentos diseñados más pequeños y mundanos” (Kinross en Margolin, 1989: 131). Y su análisis tiene origen en una cita del propio Bonsiepe, donde la paradoja parece manifestarse claramente. Y es que, dice Kinross, Bonsiepe no se equivoca cuando afirma que Las suposiciones informativas están interrelacionadas con la retórica en un mayor o menor grado. La información sin retórica es un sueño imposible, pues la información pura existe para el diseñador únicamente en su abstracción árida, pero tan pronto comienza a darle una forma concreta, a traerla al rango de la experiencia, el proceso de infiltración retórica inicia [pero] Bonsiepe se contradice a sí mismo cuando señala que, en cambio “Como ejemplos de información inocentes de todo rasgo de retórica, podemos tomar una tabla de horario de ferrocarril o una tabla de logaritmos” (Kinross en Margolin, 1989: 131-132).
En estas imágenes observamos la búsqueda de un despojamiento de artificios, de claridad y objetividad, la idea de que la comunicación puede establecerse como un circuito cerrado de información, donde el orden y el minimalismo gráfico garantizan la fluidez y legibilidad de los datos. Pero, evidentemente, aclara Kinross, podemos ver que “estas tablas de horarios, por el simple hecho de que organizan, articulan, dan presencia visual a la información, usan medios retóricos”
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(Kinross en Margolin, 1989: 132), pues la retórica es el arte de la elocuencia, y aquí ese propósito está presente: ¿no es la colocación de los datos, los colores, las tipografías y el funcionamiento racional del diagrama un signo de ostentación que tiene el propósito de lograr un efecto persuasivo acerca de la organización que las publica?, ¿no es su esmero racional y la búsqueda de calidad técnica —incluso en las cualidades plásticas de la impresión— un artificio encaminado a fortalecer la credibilidad de la audiencia? La idea de diseño de información pareciera nutrir la confusión que se genera respecto a la índole de la persuasión, pues nos hace regresar al significado del término retórica como el arte de usar el lenguaje para persuadir o influenciar a otros, sobre todo porque por costumbre se hace una distinción entre diseño de información, por ejemplo tablas de horarios, y diseño para la persuasión, por ejemplo publicidad; pero esta distinción no puede ser clara […] y tan pronto como se hace el movimiento de un concepto a una manifestación visible y específicamente a una manifestación tan altamente organizada como una tabla de horarios, entonces los medios usados se hacen retóricos (Kinross en Margolin, 1989: 134).
Ello puede ser advertido, además, si nos preguntamos porqué las compañías de trenes diseñan sus horarios, o más aún, porqué los rediseñan. Si pensamos en el espectro amplio que se encierra bajo el término retórica, estas tablas parecen estar perfectamente incluidas dentro su ámbito de acción. Estos diseños hablan justamente de la problemática esencial de la retórica modernista, que afrontó su propio contexto histórico con el postulado de que las formas simples, la reducción de elementos, la búsqueda de la expresión sintética era el carácter adecuado para generar un imaginario que respondiera a las exigencias del mundo industrializado en una época, sobre todo después de la segunda guerra mundial, donde la idea de organización máxima y de reducción del trabajo, así como del ahorro de tiempo y dinero, eran vistas como una necesidad. No es gratuito, por ello, que buena parte de estos postulados hayan emanado de la escuela de Ulm, de donde Bonsiepe adquirió los recursos para su investigación. El diseño de información o la tecnología de la información tienen su base en los presupuestos modernistas, y desempeñan además una función simbólica, pues si bien se habían establecido durante los años veinte, el nazismo los había
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desterrado. Por ejemplo, la tipografía sans serif, la reducción a un alfabeto de caracteres únicos —que eliminaba la distinción entre mayúsculas y minúsculas, optando por un ensamblaje geométrico único para cada letra— había sido sustituido por la voluntad neoclásica del Reich, que buscaba cimentar su arquitectura y su imagen pública en una reactivación del estilo romano clásico (con lo que se impuso la letra romana antigua, haciendo a un lado los resultados de la investigación tipográfica modernista). En consecuencia, a partir de los años cincuenta, la reactivación del modernismo y la búsqueda de simpleza y constancia racional como formas simbólicas del nuevo ideal tecnológico y social hicieron que en Europa floreciera este movimiento del diseño basado en la pretensión universalista de las formas y la exaltación del positivismo informativo, que dio su forma a lo que llamamos diseño de información. De este movimiento se desprende, a su vez, como ya lo referimos antes, el desarrollo de una escuela como la suiza que, como señala Katherine McKoy, puede ser vista como representante de la fase clásica del modernismo, los herederos del diseño gráfico de la Bauhaus y de otros diseñadores gráficos europeos modernos de la época temprana. Los innovadores suizos aplicaron la ética funcionalista de la Bauhaus en un método gráfico sistemático que comparte sus valores minimalistas, universalistas, racionales, abstractos, así como su expresionismo abstracto […] Y conocemos así el desarrollo de la Helvética que tuvo su fiesta en los años cincuenta y sesenta transmitiéndose más allá de Suiza al resto de Europa y Estados Unidos como parámetro de la señalización sistemática del ambiente, así como en la arquitectura avanzada (McKoy, 1998: 6-7).
El afán científico que subyace al tema del diseño de información encarna ciertos valores e ideales forjados por esta tradición, que tienen que ver con la idea de información como “conocimiento instructivo”, premisa que motivó la iniciativa de generar la sensación de precisión y neutralidad en las imágenes informativas diseñadas como fundamento de su argumento retórico. Tal retórica del orden y de la apariencia de limpieza, objetividad y universalismo, en cuya configuración tuvieron mucho que ver los diseñadores alemanes, tiene otro de sus precursores y organizadores en la figura de Otto Neurath, el creador de los isotipos y fundador de la filosofía que subyace a buena parte del pensamiento del diseño basa-
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do en la idea del objetivismo del lenguaje visual. Neurath se había propuesto generar un lenguaje visual capaz de sustituir a las palabras en la representación de estadísticas sobre fenómenos sociales para los libros de texto, para ciertos carteles y para el despliegue de los datos informativos en algunos museos. Según sus premisas, existiría la posibilidad de generar un lenguaje ordenado, universal, capaz de educar a la humanidad entera de forma objetiva, basándose, por un lado, en que lo único verdaderamente comprensible es lo conmensurable empíricamente y, por otra, sosteniendo que la percepción visual podía ser la encargada de generar un lenguaje simbólico capaz de ponernos en contacto directo con esa realidad empírica. Esta tesis suponía que el lenguaje verbal deformaba el conocimiento al formar parte de la interpretación, de modo que propuso la visión como un instrumento objetivo de registro (de forma similar a la forma en que era concebida la fotografía o el microscopio) y se ocupó de establecer un conjunto de constantes formales para la expresión de los datos, un conjunto de series tipificadas que hicieran asequible la información de forma directa. Neurath, señalan Lupton y Miller, era además fundador del positivismo lógico, una teoría que vinculó dos modos opuestos de indagación: el racionalismo, que estudia la realidad a través de la lógica, la geometría y las matemáticas; y el empirismo (positivismo) que proclama que la observación es la llave del conocimiento (Lupton y Miller, 1996: 41-42).
De este modo, considera que el ojo es una herramienta primaria de conocimiento, a partir de la cual los positivistas lógicos intentaban analizar el lenguaje dentro de un foro minimalista de experiencias directas, proclamando que todos los lenguajes pueden ser reducidos a un núcleo de observaciones, como grande, pequeño, arriba, abajo, rojo o negro” (Lupton y Miller, 1996: 42).
Estas tesis del positivismo lógico tuvieron su expresión popular en las señalizaciones y los emblemas destinados a traducir la información como un conglomerado de registros empíricos de lo real (véase figura 39). Los objetos y situaciones, o las figuras humanas, serían reducidas a su forma esquemática y geométrica, considerada objetiva y universal. Con la aparición de estos principios, el diseño se forjó en la idea de que el lenguaje visual tendría una capacidad comunicativa indepen-
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figura 39. Señales para el U. S. Department of Transportation, por el American Institute of Graphic Arts, 2000.
diente, neutral, desprovista de las determinaciones culturales y sujeta sólo a la exactitud de la representación y a la facultad empírica de la observación. A principios de los años cuarenta, Neurath se dedicó a desarrollar una abundante investigación para generar los sistemas de símbolos diversos que traducirían las experiencias humanas en figuras tipificadas, que dieron origen a los llamados isotipos, que son sistemas de señalización que se plantearían más tarde como internacionalmente válidos. Estas imágenes intentan hacerse aparecer como resultado de la impresión objetiva de los hechos narrados, su uso se ha extendido a una buena parte de los escenarios urbanos como los aeropuertos o los edificios públicos, convirtiéndose en un prototipo de las teorías del diseño que aún se sujetan a este ideal de que la expresión visual y sintética de los hechos emanan de las cualidades objetivas de la percepción y de la independencia del lenguaje visual. Sus principios estilísticos siguen siendo la base de los pictogramas internacionales hasta hoy —dice Lupton: la reducción y la consistencia—. Muchos isotipos son sombras llanas con pocos o ningún detalle interior; estas siluetas llanas sugieren un teatro racionalizado de sombras, en las cuales los signos aparecen como la impresión natural de los objetos materiales (Lupton y Miller, 1996: 43).
Las figuras consisten en representaciones tipificadas sobre las que se supone que existe una capacidad de comprensión universal. Neurath pensaba que con ello “surgiría una cultura más igualitaria a partir de un programa de educación visual y que, por su universalidad, la información pictórica disolvería las diferencias culturales” (Lupton y Miller, 1996: 148). Esta creencia de que la imagen-dato remitiría a una ex-
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periencia directa con el mundo real, como si los datos ofrecieran una naturaleza en sí, considerando dicho mundo como una entidad objetiva y matematizable, aspiraba a encontrar en las imágenes la realización del ideal de un lenguaje intrínsecamente neutral: “Sólo a través de su neutralidad —decía Neurath— y su independencia de otros lenguajes, la educación visual es superior a la educación de las palabras” (Lupton y Miller, 1996: 148). El lector vería entonces los datos del mundo registrados en pictogramas, y las cifras económicas serían traducidas por series de figuras de hombres o de objetos que, funcionando más como caracteres tipográficos, significaría las nociones o explicarían los procesos complejos por medio de elementos visuales abstractos, como si los hechos pudieran reducirse a una operación mecánica basada en la simbolización de sus relaciones cuantitativas. Pero la pretensión de objetividad y de neutralidad se vuelve insostenible, pues la interpretación aparece de cualquier manera en la propia idea de partir de la racionalidad como método para iconizar los fenómenos. En efecto, las imágenes internacionales demandan interpretación: deben ser leídas, pues un pictograma funciona conectando las expectativas culturalmente limitadas de aquellos que los usan. Las figuras no representan objetos en particular, sino clases de objetos, y su estilización geométrica constituye su propia retórica para la construcción de la credibilidad.12 De esta manera, la reducción no significa encontrar la expresión más simple de un objeto. No tiene como propósito estilizar la imagen retiniana. […] La reducción realmente no fortalece la relación entre la imagen y el objeto que representa, puede inclusive debilitar tal relación al hacer imágenes demasiado geométricas para ser leídas con facilidad. Así, la función retórica implícita en la reducción es sugerir que la imagen tiene una relación natural, científica con su objeto, como si fuera una esencia natural (Lupton y Miller, 1996: 152).
Pero las figuras no son huellas hechas sin intervención de la interpretación humana, sino que se construyen mediante moldes culturalmente establecidos. Ellen Lupton ha demostrado lo anterior señalando, por ejemplo, que la figura A no es neutral ni objetiva: se considera como noción de “hombre” cuando es contrastada con B (que es una 12
Por ejemplo, en este punto habría que preguntarse qué criterio implican las acciones retóricas como supresión, adjunción o género-especie, según las cuales se construye lo “informativo”.
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referencia estilizada basada en la ropa que llevan algunas mujeres occidentales), pero en otros contextos significa en cambio “gente”. Así, C no quiere decir “bebedero para hombres”, o E “elevador para hombres”; mientras que en el único lugar donde B reaparece en el sistema es junto a las puertas del servicio de baño y en el sitio donde el signo D refiere a “venta de boletos”. Aquí, donde una persona ofrece un servicio a otra, los diseñadores consideran más apropiado mostrar B asistiendo a A (Lupton y Miller, 1996: 42). Vemos que en el diseño de información, en la elaboración de los datos y en la iconización de los conceptos la retórica no desaparece, sino que se hace menos reconocible y, por tanto, más poderosa. En la concepción de la neutralidad perceptiva, la interpretación se hace pasar por captación objetiva y, de este modo, el artificio parece volverse irreconocible. A eso lo llamaremos, siguiendo a Kinross, retórica de la neutralidad, principio con el que se ha construido el discurso del diseño de la información. El discurso del diseño argumentativo En los temas anteriores hemos visto cómo las formas gráficas, por su situación retórica, constituyen implícitamente argumentaciones: los parámetros editoriales, las fórmulas de identidad y las estrategias del diseño de información presentan, a partir de su propio carácter estructurante, puntos de partida que son necesariamente persuasivos y no “objetivos” o basados en la mera “legibilidad”. La conciencia de la acción persuasiva que generan nos parece por ello necesaria para la enseñanza y la práctica profesional del diseño. Sin embargo, debemos expandir este rango y hablar de otros casos donde la argumentación es más bien explícita y, en la cual, el diseño juega también un papel importante a través de otros géneros. Nos referimos al cartel, al anuncio, a la publicidad, en los cuales parecen intervenir no sólo los tipos y las imágenes, sino un tipo de construcción que involucra la elaboración de frases, enunciados complejos y distintas formas de interacción entre la imagen y el texto. Como punto de partida para el estudio de estos fenómenos —que llamaremos propiamente argumentativos porque promueven explícitamente un razonamiento— es posible decir que su aparición ha obedecido a la necesidad de proyectar los hábitos deliberativos, que antes se podía haber hecho de forma verbal, a los medios gráficos. La deliberación se desprendió del cuerpo (de la oratoria, el pregón o el
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discurso político, hechos por alguien ante un auditorio) y su ejecución es depositada ahora en un medio artificial, un objeto gráfico que se presenta en el ambiente urbano de forma más permanente y que supone la posibilidad de volver tecnológica la argumentación, prescindiendo del uso exclusivo del habla. Esta nueva esfera de acción da lugar a buena parte de la razón de ser del diseño, encargado ahora de generar las habilidades retóricas de la argumentación por medios gráficos, y cuya raíz discursiva nos ha permitido decir que el diseño es, en gran medida, una continuación de las prácticas retóricas por otros medios. El surgimiento del cartel o del anuncio periodístico en el siglo xix es una manifestación temprana de esta vertiente que evolucionaría en el protagonismo de la argumentación dentro de los medios gráficos, la cual, en el siglo xx, habría sido expandida a otros soportes que diversificaron su práctica: el anuncio de neón, la publicidad de las revistas, los espectaculares, y su difusión en medios electrónicos como la televisión o la internet. En estos ámbitos la deliberación retórica cobraría una nueva fisonomía al intervenir la relación texto-imagen como un vehículo de economía, de síntesis y de impacto, lo que implica no sólo la elaboración de imágenes sino de frases que generan otras posibilidades de significación para los contenidos propuestos por su relación dialéctica con el relato visual. La práctica argumentativa se habría renovado con otros recursos, desarrollando su potencial psicológico y social en lo gráfico. Tal como se retiene en la frase clásica de que “el cartel es un grito en la pared”, la modulación y volumen de la voz se sustituirían ahora por el impacto y presencia del argumento en su forma plástica, narrativa, y por su contundencia expresiva. Tales medios surgen en el momento en que las urbes despuntan como el nuevo espacio de la interacción social y cuando diversas instituciones identifican la existencia de grandes auditorios a los que es necesario tratar sistemáticamente, empleando conjuntos de enunciados que los abarquen, así como medios técnicos que produzcan las exhortaciones de forma seriada, es decir, con el surgimiento de la cultura de masas. La imagen como instrumento de expansión de la argumentación no es únicamente un desarrollo de las artes gráficas, sino resultado de la exigencia del contexto urbano e industrial que hacía necesario explorar sus posibilidades para ejercer la acción persuasiva por todos los medios posibles. En nuestro medio social esta práctica está presente de forma ostensible, y al menos la proliferación —a veces indiscriminada— de la publicidad nos ha hecho ver el modo en que tales
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discursos operan: los juicios y valores sociales, las ideas socialmente establecidas, la vinculación del placer y la sensualidad con la razón, así como la capacidad tecnológica de hacer sensibles estas ideas a través de todo tipo de medios, y de vincular unos con otros para coordinar un propósito (como en una campaña —publicitaria o política— donde la argumentación puede mantenerse alternativamente en la pantalla, el anuncio callejero, los periódicos, las revistas y la radio) son los puntos de partida con los que se elabora esta nueva deliberación tecnológica. Las empresas y los partidos difunden así sus premisas, y las convicciones históricas y las formas de la opinión condicionadas por diferentes contextos situacionales son las que determinan los puntos de partida (los lugares) de su argumentación. Para la historia del diseño esta práctica se diversifica además por las distintas intenciones y emplazamientos simbólicos con los que la argumentación gráfica es emprendida. Vemos una clara diferencia entre la cultura del cartel y la publicitaria, pues mientras el cartel se ha hecho un espacio simbólico reivindicado como artífice de la difusión de los proyectos educativos y culturales, y se ha basado en su capacidad plástica y estética (lo que, por otra parte, ha mermado su presencia social efectiva al ser objeto —a veces— más de contemplación artística que de su verdadero impacto sobre los auditorios urbanos, en los que ha perdido terreno), la publicidad se ha entregado a la lógica de la mercadotecnia y al afán de crear novedades expresivas y comunicativas para la defensa y difusión de los grandes intereses económicos y sus proyectos ideológicos. Con todo, una avanzada y sofisticada labor discursiva de estos medios ha hecho que la argumentación visual se convierta en un recurso constantemente innovado, además de que ha permitido reencontrar un terreno fértil para que la retórica se desarrolle como artífice de la vida pública. Hoy día vemos, por ejemplo, que el carácter de la deliberación en los medios gráficos, que antaño se basaba en la ilustración de los productos y de la presencia de largos textos que argumentaban sobre ellos, se ha construido sobre otras fronteras y se aborda más la subjetividad, el deseo y el placer como recurso para la persuasión, y el empleo de los recursos de lo implícito y lo presupuesto. Evidentemente, los usos y abusos que la argumentación publicitaria realiza constantemente le ha ganado a su vez tanto una crítica depurada como un lugar prominente en nuestro espacio social. La exaltación de los apetitos y la candidez de su apariencia de felicidad permanente se mira como un evidente falseamiento de lo real y de las necesidades
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humanas. Sin embargo, para precisar el problema es necesario que atendamos de nuevo a la enseñanza retórica, según la cual, en efecto, la persuasión no es exclusivamente racional y la debilidad de los hombres por el encanto de las pasiones está implícita como punto de partida de este tipo de prácticas discursivas, de modo que la publicidad no es sino una confirmación de este hecho, aprovechada al máximo por las empresas o los mercadólogos, quienes han recuperado uno de los preceptos más antiguos de la retórica: que los mensajes tendrán que hacerse a partir del público y de la procuración de los conceptos con los que puede ser persuadido. Por otra parte, los enunciados y su carácter ideológico son a la vez estructuradores y estructurados, es decir, no crean por sí solos los contenidos ni tampoco condicionan de facto la acción de los sujetos, en realidad parten de la identificación de los movimientos de la opinión y, por tanto, son resultado del conjunto de las ideas sociales construidas por un tramado discursivo más amplio. La idea de que las argumentaciones provienen de los lugares de la opinión, tal como lo señalaba Aristóteles, recuerda que este tipo de manifestaciones construyen la cultura pero también son construidas por ella; la impronta educativa de los mensajes publicitarios pone de manifiesto los lugares frente a los que nuestra civilización ha admitido que puede ser persuadida, y en efecto, la persuasión se hace para obtener poder. Si las razones y los conceptos que ganan presencia gracias a la acción del discurso son los que generan un poder frente a los demás, se trata de un hecho retórico que explica el empleo abundante de los recursos publicitarios: una verdadera semiótica de los placeres, de la sensualidad, de la plasticidad y de la ideas dominantes del consumo. El diseño, en particular, se ha relacionado estrechamente con esta práctica, y el poder que se concede a la imagen en tal sentido a menudo es objeto de esa actitud ambivalente que caracteriza a nuestra civilización: por un lado forjamos una cultura visual, manejamos una epistemología del mundo basada en imágenes verosímiles que constituyen una realidad en nuestro entorno y, por otro, desconfiamos de ellas, suponemos la existencia sólo de apariencias —falsas quizás— o intentamos descubrir oscuras intenciones detrás de su presencia (como en el caso de la tan recurrida idea del “trasfondo subliminal”). Esta ambivalencia reproduce la propia de la retórica: establecemos una dicotomía entre la idea de persuadir y la de convencer, entre lo verdadero y lo falso, entre lo real y lo creíble, sin entender quizá que la retórica postula que los discursos son una herramienta, que los
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hombres más que comunicarse tienen que argumentarse y que para construir el poder es necesario persuadir y convencer, lo que hace necesario considerar las ideas de los distintos auditorios y saber que los cambios son posibles, que la verdad se construye y que el pensamiento puede remoldearse con la deliberación. Lo anterior establece, a su vez, una frontera crítica para la publicidad, pues hace posible pensar que la legitimidad de su discurso no depende solamente de su abundancia y de su poderío económico, sino que, como todo discurso, su éxito depende también de la calidad de las premisas argumentativas de las que parte y éstas a su vez son sancionadas por el universo social: no será entonces ni rechazada ni aceptada en bloque por la construcción de un pensamiento del diseño, sino que simplemente tendrá que verse como parte de un problema más amplio y sujeta a una evaluación cualitativa más depurada (criterio que será exactamente igual para el diseño cultural y educativo, para el que tampoco bastan las buenas intenciones o la nobleza de sus propósitos, sino que también depende de su calidad argumentativa). Podemos reconocer que la argumentación publicitaria ha sido en la mayoría de los casos un cauce para la banalidad y el efectismo consumista, pero no podemos homogenizar sus principios ni despreciar los mértios de algunas de sus propuestas: como todo argumento, su evaluación debe ser establecida en función de las posibilidades que genera para los intercambios sociales. Tenemos que recordar que la invención y la innovación de los espectáculos visuales son fenómenos que obedecen al enorme papel que nuestra civilización ha otorgado a la plasticidad y al diseño para ejercer sus estrategias de comunicación, lo cual está presente no sólo en la publicidad sino en el cartel, el cine, en las páginas web, en las señalizaciones, en la producción de materiales impresos, etcétera. Para no establecer extremos innecesarios, es preciso decir que la proliferación de la argumentación visual no puede dejar de tomarse en cuenta por la enorme dependencia —económica, cultural, política— que diversas instituciones tienen con el diseño en este sentido, de modo que, siguiendo nuestra pauta inicial, creemos que tales fenómenos deben abordarse a partir de los juicios que ponen en juego, de su relación con el contexto y, desde luego, de la contribución que pueden hacer a la vida democrática (en donde hemos sugerido que debe establecerse el pensamiento del diseño). Establecido lo anterior podemos plantear las condiciones de la argumentación gráfica y sus reglas. En primer lugar, es posible distinguir
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que la imagen de identidad o la infografía son géneros que, de acuerdo con la teoría retórica, actúan como discursos demostrativos o panegíricos, mientras que otras prácticas del diseño, como la publicidad y algunos carteles, lo hacen como instrumentos deliberativos —siempre y cuando formulen axiomas que guíen nuestro razonamiento de forma explícita hacia una conclusión—. En efecto, la retórica reconocía tres tipos de discurso fincados en la situación comunicativa que moldea el carácter del lenguaje: el discurso forense, que versa sobre los hechos pretéritos cometidos (como el caso de los litigios hechos ante los jueces); el demostrativo o panegírico, que consiste en el elogio o la exaltación de las cualidades de algo o de alguien, y el deliberativo, que discurre entre el consejo y la disuasión “y se emplea para exhortar a los oyentes a tomar una decisión orientada en algún sentido preciso” (Beristáin, 1985: 422). Podemos decir, de algún modo, que los géneros retóricos se determinan por el tiempo con respecto al cual argumentan: el forense lo hace sobre el pasado, el demostrativo o panegírico sobre el presente y el deliberativo sobre el futuro. La argumentación sería, en este último caso, un discurso que tiene que ofrecer razones para apoyar una acción. Como ello supone la construcción de una inferencia que va de una premisa a una conclusión, el argumento tiene que hacerse explícito, pues el lector debe razonar este mecanismo inferencial. La existencia de inferencias como parte del proceso de lectura permite que la construcción gráfica se mueva entre lo implícito y lo explícito, lo presupuesto y lo dicho, así como es la inferencia la que establece el juego entre la imagen y el texto. En el anuncio de la figura 40, que sacamos de un contexto un tanto lejano a nosotros para apreciar con mayor distancia este mecanismo (concretamente de los periódicos de los años veinte), vemos que la razón por la que se ofrece un medicamento como producto deseable es desprendida de la connotación corporal del mal. El dibujante hace ver lo más enfáticamente posible el daño causado y supone que con ello ofrece un apoyo argumentativo al producto (ese es su procedimiento inferencial, es decir, la pretensión de hacer creer que mientras más dramático sea el mal, más necesario será adquirir un producto determinado). Debemos notar que existe un principio argumentativo y una inferencia en la regla de construcción de este tipo de enunciado. Podemos apreciar, asimismo, sus limitaciones, pues la imagen sólo muestra los efectos del mal pero no demuestra las razones por las que el producto los remedia, están en el texto donde otra extravagante retórica (“un médico que ha descubierto en
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Francia una maravillosa y única fórmula para estos males…”) se hace cargo de ello, sin ofrecer necesariamente una razón válida. Lo que podemos destacar del ejemplo es que la argumentación en el ámbito de lo gráfico se basa, como en cualquier otra argumentación, en la invitación al lector a realizar un tipo de razonamiento, apelando a razones que apoyan una conclusión (“debe usarse, realizarse, creerse en esto, por tales o cuales razones”, parecen decir). Para generalizar el procedimiento diremos que en el diseño argumentativo se establecen premisas en cuyo carácter y credibilidad se intenta respaldar una afirmación final. La inferencia, que es lo que autoriza el paso de unas premisas a la conclusión, sólo es válida si existe un mecanismo lógico que sea pertinente para el razonamiento expuesto. Para comprender este mecanismo podemos recurrir al esquema propuesto por Stephen Toulmin, quien ha establecido claramente que las argumentaciones dependen de los acuerdos sociales para realizar las inferencias, y donde vemos que, como señalaba la retórica, las creencias y las opiniones aceptadas comúnmente son las que constituyen el
figura 40. Anuncio en El Universal, 1920.
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Grantía
Razones
Inferencia
Conclusión
figura 41. Cuadro explicativo de la grantía, según Toulmin, 1984.
punto de partida de las argumentaciones, es decir, razonamientos que parten de los acuerdos previos del público. Toulmin dirá que la argumentación se puede categorizar del siguiente modo: unas razones son invocadas para apoyar la conclusión con base en un acuerdo previo, que él llama grantía (generalmente implícita). Notemos que la grantía es la base en virtud de la cual unas razones pueden legitimar una inferencia hacia la conclusión e, incluso, en tanto que la grantía sólo puede provenir de la existencia de acuerdos, es posible que puedan surgir refutaciones de su confrontación (pues toda asunción está sujeta a debate). Un ejemplo de Toulmin que aplica este esquema, y donde observamos la interdependencia dialéctica entre la grantía, las razones, la conclusión y la refutación, sería el de la figura 42. Descubrimos así que la argumentación es un mecanismo que se basa en convicciones o creencias previas, que su credibilidad depende de que sean aceptadas como legítimas por el auditorio, así como vemos, también, que apela a una acción (en ese sentido es persuasiva) y su éxito depende de la calidad de la deliberación, cuyas conclusiones pueden a su vez ser refutadas. Los hombres, en general, acuden a este tipo de producción discursiva para ganar la adhesión a alguna idea. De este modo, el esquema de Toulmin nos recuerda que la empresa argumentativa parte de lugares y no de categorías fijas: esto es, una argumentación puede hacerse desde diferentes puntos de partida, apelar a distintos acuerdos y ofrecer razones según la medida que establece el auditorio. Ello abre un terreno extenso para la argumentación, que puede tener distintas soluciones por definición, pues todos sus elementos son variables y dependen de la situación contextual. Esto no significa que el razonamiento sea insulso: hablamos de que los elementos son variables, pero sobre ellos pueden hacerse buenas o malas argumentaciones, y para el desarrollo del arte de argumentar existe la retórica. Tal fenómeno establece condiciones de análisis específicas para los procesos de la comunicación, pues se aleja claramente del puro silo-
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La experiencia clínica indica que x enfermedad exige tratamiento con penicilina
Este paciente tiene esta enfermedad
Por tanto
Necesita tratamiento con penicilina
A menos que el paciente sea alérgico a la penicilina
figura 42. Cuadro explicativo de la interdependencia dialéctica entre la grantía, las razones, la interferencia y la conclusión, según Toulmin, 1984.
gismo lógico, y no sólo es válido para el diseño gráfico sino para el conjunto de los discursos; es una condición al parecer inherente al uso del lenguaje. Pero para nuestros fines, podemos decir que el diseño argumentativo puede ser comprendido bajo los principios de la deliberación retórica. Así, la relación entre el texto y la imagen estará establecida por el carácter económico de la construcción del argumento, es decir, por la formulación de unas premisas que intentan respaldar una conclusión sirviéndose del lenguaje verbal, la expresión tipográfica y la narración del discurso visual, tanto en su carácter icónico como en su carácter plástico. Esto es, en el pensamiento del diseñador estaría presente no un principio compositivo o formal, ni una apuesta sólo por la legibilidad o la expresividad sino, ante todo, un mecanismo que se ampara en la necesidad de buscar la configuración de unas razones en las que espera se ampare el éxito de una apuesta argumentativa en la expresión visual. Dicho en otras palabras, cuando se decide emplazar una imagen u otra en referencia a un texto, se espera que su interacción produzca un respaldo válido para la defensa de una idea específica y, para ello, el diseñador se basa en acuerdos o grantías previas (que considera creíbles para un auditorio determinado). El arte argumentativo consistirá, entonces, en encontrar los re-
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figura 43. Anuncio de American Honda Motor.
figura 44. Anuncio de VW.
cursos que son útiles para cada caso particular, así el diseño tendrá que plantearse no en términos visuales sino en términos de vinculación con la opinión o los juicios, pues es el argumento y no sólo una imagen lo que se diseña.
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Para distinguir mecanismos específicos de argumentación veamos los anuncios de las figuras 43 y 44, que intentan persuadir sobre las cualidades de uno u otro automóvil y que parten de distintas ideas para sus argumentos. El primero lo hace sobre la base de exaltar el poderío y la alta tecnología, se basa en comparar el auto con un avión militar tecnológicamente avanzado, mientras que el otro exalta las cualidades de los sistemas de seguridad, exagerando esta noción con la figura del ladrón que tarda tanto en abrir un automóvil que tiene que traer un refrigerio para realizar el trabajo (idea que es establecida por el texto). Estas soluciones retóricas están originadas por distintas deliberaciones. Ambas exaltan una marca, pero se basan en acuerdos distintos. Conforme al esquema de Toulmin, el primero partiría de un punto donde se supone que el alto desarrollo tecnológico de un auto es lo deseable (véase figura 45). Estos razonamientos, por espectaculares que sean, dejan otros asuntos pendientes en términos de la expresión del argumento, pues faltaría saber específicamente en qué consisten tales avances tecnológicos, porque siempre se puede objetar que más allá de la exaltación panegírica de la marca, el lector no tiene elementos para saber en qué consisten específicamente tales adelantos en los que se funda la comparación (pues de hecho no se espera que automóvil sea un avión), cosa que en el segundo anuncio es más clara: ahí se especifica que el avance está en los sistemas de seguridad (y el acuerdo de esta segunda deliberación sería que un buen auto es difícil de robar). En este segundo caso se razonaría a favor de una marca, pero las razones son distintas ya que se fundamentan en otro tipo de acuerdo (véase figura 46). Es decir, todo anuncio apela a ciertas razones pero las invoca en función de un acuerdo que considera establecido, lo que hace que nos preguntemos si el auditorio al que se apela sustenta realmente esos acuerdos o si, en efecto, las marcas cuentan con las cualidades que ofrecen. Hemos visto antes que la elocuencia no abarca sólo la claridad o la entelequia, sino que toda argumentación establece a su vez pretensiones de validez (y ésta es social) y, además, vimos que la identidad de una empresa no abarca sólo su comunicación sino su realidad como institución y su percepción pública, de donde esa validez sería también construida. Pero vemos cómo el argumento es un dispositivo para establecer deliberaciones que contribuyen a la revaloración, relaboración o invención de asociaciones y razonamientos que se refieren a las acciones sociales. El diseño es un instrumento para las instituciones que
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Lo valioso en un automóvil es su alto desarrollo tecnológico (éste es el acuerdo que puede aceptar el público)
El auto es tan avanzado como el avión que se muestra
Por tanto
Esta marca tiene lo que es deseable
A menos que se busque la sencillez o la economía
figura 45. Argumento del anuncio de American Honda Motor. Lo valioso en un automóvil es su seguridad
VW tiene sistemas avanzados de seguridad
Por tanto
Esta marca tiene lo que es deseable
figura 46. Argumento del anuncio de VW.
encarna valores y creencias sociales. De hecho, como señala Ann Tyler, estableciendo sus premisas en el ámbito de la argumentación el diseño utiliza creencias existentes para inducir nuevas creencias en la audiencia. Es este uso de las creencias existentes […] lo que contribuye a mantener, cuestionar o transformar los valores sociales a través del argumento. Los diseñadores persuaden a la audiencia dando referencia a los
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valores establecidos o aceptados y atribuyendo esos valores a nuevos objetos. Las experiencias específicas de la audiencia dentro de la sociedad y el entendimiento de las actitudes sociales es un aspecto esencial y necesario del argumento para el planteamiento de la comunicación […] cuya meta es inducir a la acción, educar o crear una experiencia (Tyler en Margolin, 1998: 105).
Esta es la dimensión que no puede ser prevista con los planteamientos de la sintaxis visual o con la exposición de las figuras como objetos de la elocutio (las figuras son consecuencia de una necesidad argumentativa, no un punto de partida, como se ve también en los dos ejemplos anteriores que son una comparación y una hipérbole). Pero el descubrimiento más apreciable de la dimensión argumentativa del diseño es el carácter activo que sus planteamientos pueden asumir frente al escenario social, poniendo en juego los valores colectivos, incluso para producir nuevos razonamientos (tal es al menos el papel de la comunicación diseñada). Los diseñadores (sobre todo en los ámbitos académicos) prestan, a menudo, poca atención a esta dimensión como parte de su trabajo. Por ejemplo, en una solicitud de concurso para cartel realizado por la ONU en 1997, se señalaba que tras varias décadas de realizar carteles para sensibilizar a la comunidad de distintos países sobre el trato respetuoso que tiene que darse a los discapacitados, los diseñadores habían hecho magníficas aportaciones gráficas (y ganado muchos concursos) pero todos habían partido del mismo lugar y habían señalado el problema a través de la idea de que “debemos ayudar a esa gente”: los diseñadores habían tomado buenas intenciones y dibujado imágenes que apelaban a nuestra bondad humanitaria frente a esos casos, pero su argumento, básicamente, seguía considerándolos como seres inferiores, que necesitan ayuda y, en cambio, de lo que se trataba era de hacer pensar que todas las personas merecen respeto y condiciones de vida justas en la comunidad, por lo que los discapacitados, por su condición, no requieren “ayuda” sino derechos especiales (es decir, se tendrían que movilizar los acuerdos sobre el tema). Este principio, que pone en evidencia las premisas de las que parten las soluciones gráficas, revela lo que el diseño está en posibilidades de hacer en materia de argumentación, y ese es el núcleo de su replanteamiento como arte retórica para la construcción democrática: su capacidad para movilizar los lugares. Este tipo de fenómeno puede ejemplificarse en el sitio electrónico de la figura 47, cuya disposición se sostiene con lo siguiente: se trata de
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figura 47. Página web dedicada al síndrome de Down.
una página donde el síndrome de Down es abordado como un fenómeno natural y donde el formato nace de modificar el acuerdo sobre el tema; no plantea información sobre cómo deben ser tratados los casos de síndrome de Down, sino cómo la diferencia enriquece a todos y cómo los niños Down se ven bien cuando están integrados a su ambiente social (por lo que se muestran fotos). Contraviniendo el hábito “normal” con que el tema es abordado regularmente (como un tema grave que necesita trato especial), esta página naturaliza el fenómeno y lo convierte en algo amable y reconfortante ubicándolo en una dimensión social donde parece haberse desplazado hoy su problemática. Vemos que existen en la argumentación, por definición, distintas maneras de proceder, y que las inferencias en los mensajes gráficos hacen explícitas ciertas razones, mientras que sus acuerdos quedan implícitos, pero se trabaja sobre ambos, aunque sea inconscientemente. La idea del razonamiento incompleto (y por tanto, del enorme poder de lo implícito y lo tácito, pues nada parece ser más sintomático en un argumento que lo que se puede dejar de decir o dar por obvio) habría sido enunciado por la retórica antigua mediante la noción de entimema. El entimema era ese tipo de razonamiento que, a diferencia del silogismo, dejaba implícita una premisa o mezclaba las razones emotivas con las lógicas (en este sentido, la argumentación no se-
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ría puramente lógica, porque introduce el aspecto emocional) y su base estaría en el uso de los lugares comunes. Aristóteles no dejó de consignar con este concepto la mezcla inevitable de lo racional con lo emotivo y decir que los hombres proceden de esta forma para articular sus razonamientos en las situaciones argumentativas, pues el lenguaje es una herramienta. Por otra parte, vimos que en la argumentación retórica esta condición es irrenunciable, pues los juicios sobre las cosas y el modo de afrontar los problemas de la opinión pública parten necesariamente de acuerdos previos y están condicionados histórica y contextualmente, y así no hay más posibilidades que tratar el fenómeno de la argumentación como un razonamiento más bien cuasi-lógico (es decir, con una base racional, pero no sólo eso), tal como lo estableció Perelman, siguiendo a Aristóteles, en su Tratado de la argumentación (Perelman y Olbrecht-Tyteca, 1989). Perelman estudia el problema proponiendo un análisis y una clasificación de los lugares de los que parte la argumentación como actividad cuasi-lógica y sostiene que los acuerdos en estas situaciones parten de una idea preconstituida de lo real o nacen del balance que se hace sobre valores distintos frente a los cuales se opta mediante algún juicio sobre lo “preferible”. Los lugares de lo real son premisas que en la argumentación funcionan como hechos, verdades o presunciones. Es decir, no son verdades en sí, sino presupuestos que en la situación frente al auditorio (si los acuerdos de éste lo suscriben) funcionan como tales sin producir controversia: citar una teoría, una autoridad, partir de datos, de hechos sucedidos o de lo que se considera normal o verosímil. En cambio, los lugares de lo preferible ponen en juego valores, anteponen jerarquías, sopesan una elección frente a otra y deciden por lo preferible con base en un criterio (que se espera que comparta el público) y se pretende que condensen las aspiraciones o preferencias del grupo de referencia. Dentro de los lugares de lo preferible estarían los sitios de la cantidad (cuando se considera que algo vale más que otra cosa por razones cuantitativas), de la calidad (cuando lo cualitativo se antepone a lo cuantitativo) o del orden (cuando se pondera la preeminencia de una idea sobre otra por una superioridad, es decir, lo que pondría una cosa por encima de otra según un tipo de acuerdo). Vemos que la grantía de verdad no existe en la argumentación, simplemente se puede ganar la adhesión empleando los lugares apropiados y esperando que en la situación sean suscritos los acuerdos, pues todo argumento puede ser refutado (si los acuerdos no son tales, o si se proponen otros lugares); el trabajo conceptual del
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figura 48. Muestra de argumentación de cantidad por la hipérbole.
diseñador gráfico, en principio, comenzaría por conocer los acuerdos del auditorio para hallar las razones propicias, y después entraría en la fase de hacerlas elocuentes con una producción visual. Este modelo explica las decisiones de los diseñadores en la situación argumentativa dentro de lo que los retóricos conocían como inventio, cuyos esquemas originan distintos modos de emprender el razonamiento frente al público (el cual participa del problema mediante lo que concede, pues el que argumenta parte de la imagen que tiene de él cuando procede). Así, por ejemplo, el anuncio de la figura 48 estaría basado en un argumento de cantidad, puesto que son la magnitud de la ubicación y el número de equipos que se ofrecen la razones por las cuales se busca amparar la validez de la marca (magnitud que, en su elocución es, además, exagerada, lo que hace que el argumento se exprese con una hipérbole). El cartel de la figura 49, en cambio, emplea uno de los lugares de la cualidad, pues considera preferible el valor de la atención que la institución brinda a sus usuarios que cualquier otro atributo (la atención
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figura 49. Ejemplo de argumentación por la cualidad.
—escuchar a la gente a toda hora— sería un valor apreciable sobre todo como un aspecto cualitativo del problema, si se trata de una institución de ayuda comunitaria). El anuncio de la figura 50, por su lado, parte del lugar del orden, pues propone que aunque el modelo de auto que se anuncia está chocado, es más importante el hecho de que los cinturones de seguridad salvan a un pasajero (cuyo buen funcionamiento se atribuye a la marca) de lo que se desprende que la inversión del orden hace que se presente el enunciado como una lítote. Es decir, habría preeminencia de un valor sobre otro en cuanto se sugiere que la seguridad prevalece sobre la estética. Un ejemplo de argumento basado en lo que Perelman llama la estructura de lo real sería el de la figura 51, donde se parte del hecho —que se espera reconocido por todos— de que existe destrucción ecológica en los lugares donde mueren tortugas, con lo que se busca exponer la insuficiencia de las acciones de la onu. La argumentación no establece una sola ruta, sino que posibilita numerosos caminos y opera con distintos acuerdos y razones entre
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figura 50. Ejemplo de lítote.
figura 51. Ejemplo de argumentación por la estructura de lo real, según Perelman.
los que debe elegir el diseñador. La movilización de los lugares de la opinión es el factor crucial, es el ámbito social propiamente dicho de la comunicación gráfica. Por tanto, un mismo argumento puede ser respaldado de distintas maneras, dando con ello diversas posibilidades a la persuasión. En el cuadro 1, que proviene de un ejercicio rea-
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ACUERDOS (TÁCITOS O IMPLÍCITOS) Los buenos alimentos son los que cuestan poco Los nutriólogos son los que saben de alimentación Los alimentos deseables son los que permiten compartir momentos Los gordos no tienen autoridad para hablar de buenos alimentos Los buenos alimentos son los que generan salud Lo que más se vende es lo mejor Los buenos alimentos son los que saben bien x cereal es bueno ídem
por tanto ídem
ídem
x cereal reúne a una familia
ídem
ídem ídem ídem
x es el cereal más vendido x tiene muchos endulzantes
ídem
ídem
ídem
ídem
z, que es gordo, no consume x x tiene fibra (necesaria para la salud)
ídem
CONCLUSIÓN
INFERENCIA
ad populum por el orden (se antepone a otros el valor de lo dulce)
por la cualidad
ad hominem (contra la persona)
por lo preferible
por la autoridad
por la cantidad
LO QUE ORIGINA UNA ARGUMENTACIÓN
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RAZONES x cereal es muy (o el más) económico r, que es nutrióloga, recomienda x
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cuadro 1. Diferentes recorridos para construir una argumentación.
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lizado con alumnos, vemos la ponderación de distintos caminos para afirmar una conclusión. La idea es mostrar cómo para afirmar que un cereal x es bueno se puede partir de diversas razones y, por tanto, se inferirán acuerdos diferentes que deben contrastarse con la probabilidad de ser aceptados por la opinión. Si partimos de esta noción, la conclusión puede construirse de las siguientes maneras, lo que daría resultado a diferentes proposiciones gráficas según tipos variados de argumentación. En estas argumentaciones podemos ver cómo la localización de los lugares (desde dónde se emprende un razonamiento) es el aspecto básico, y por qué hablamos de un razonamiento cuasi-lógico (existe una base semi-racional, pero las relaciones no se construyen sobre lo necesario sino sobre lo posible). Vemos también que existen lugares comunes como punto de partida, y que a su vez se pueden generar nuevos lugares: el problema puede ser reemprendido si buscamos acuerdos diferentes para argumentar con otras razones. En su dimensión cognitiva, lo que producen es una proposición que será leída en términos relacionales: como lo ha señalado Jean Marie Klinkenberg, en un anuncio donde una persona de cierta fisonomía aparece con un rostro feliz conduciendo un automóvil, la promesa argumentativa no es “este auto hará feliz a x tipo de personas” sino “este auto hará felices a los que lo conduzcan” (Klinkenberg, 1987). Es decir, los elementos particulares son tenidos a nivel de ejemplo o de sinécdoque para un estrato general de categorización, pues las argumentaciones establecen relaciones proposicionales, más que locales. Un individuo expuesto a uno de esos razonamientos recordará la proposición y no tanto los elementos particulares. Por ello la base argumentativa y sus posibilidades críticas dependen de la adecuación a las motivaciones sociales (de ahí que puedan surgir los implícitos y las presuposiciones en la argumentación: los acuerdos son lo que se da por hecho, conforme a cierta lógica y, por ello, lo que ya no puede hacerse explícito). En este nivel proposicional puede observarse la aparición de las falacias. Algunos autores, como Fina Pizarro, proponen que, para analizar el tema de la argumentación, se tiene que tomar en cuenta el estatuto de las falacias, pues muchas construcciones provienen de ahí y son motivo de muchas argumentaciones (Pizarro, 1997). Las falacias, especies a menudo más amplias y diversas en las clasificaciones que las argumentaciones válidas propiamente dichas, son razonamientos donde las razones expuestas en apoyo a una afirmación no son sufi-
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cientes, o donde, como señala Pizarro, existe una “falla en la inferencia”. La existencia de las falacias impone nuevas condiciones a la argumentación, pues demuestra que no es válida toda construcción argumentativa. Son falacias las argumentaciones que, para apoyar una tesis, se basan en mecanismos que eluden la confrontación con las razones válidas, como cuando una conclusión se propone como válida por la simple descalificación del contrario (falacia ad hominem), o cuando sólo se apela al sentimiento del público sin constituir una base real para el juicio (falacia ad populum), o cuando se quiere tener razón en algo que en realidad se impone (falacia ad baculum), o cuando se pretende que una cosa sea aceptada sólo porque se desconoce una prueba de lo contrario (falacia ad ignorantiam). Si la retórica es una teoría que incluye las pruebas que son necesarias en cada caso para argumentar, tal como se establece en la “Tópica”, el estudio de las falacias como productoras de fallos en las inferencias debe ser también objeto de su análisis. En los discursos sociales, además, las falacias aparecen en numerosos contextos, y el mecanismo de la creencia y el poder se construye muchas veces sobre sus mecanismos. De ahí que la enseñanza retórica se vuelva necesaria para la vida democrática, pues activa la conciencia crítica para la deliberación pública. De acuerdo con lo expuesto, la labor del diseño tendría que estar en condiciones de evaluar las cualidades de validez de un argumento en los medios gráficos, y prever sus usos dentro de un proyecto. Se trata de reconocer la índole de los acuerdos, las razones o lugares de los que se parte, así como el modo en que es realizada la inferencia, tanto como su valor elocutivo (la claridad o profundidad con la que el argumento es enunciado) y su congruencia con la problemática a abordar en la situación comunicativa. En este punto tenemos que decir que dichas problemáticas argumentativas ya no son premisas exclusivas del diseño gráfico: su conocimiento y aplicación, así como su papel social, son comunes a otros tipos de discurso, y por tanto válidas en la oratoria, en el periodismo, en los ensayos escritos, etcétera. (Un conferencista, por ejemplo, entra en la misma necesidad de establecer un balance entre los acuerdos de su auditorio y las razones que ofrece.) Ésta es una razón por la cual el diseño sale de su esfera propiamente visual y entra al ámbito de los problemas de la comunicación social en general, con los que comparte las reglas de deliberación. Ello es pertinente dentro de la teoría retórica pues ésta, por definición, se establece como una teoría
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que no pertenece a ningún género en particular, sino que versa sobre las condiciones de argumentación que se dan en situaciones específicas dentro de cada contexto y en cualquier procedimiento discursivo donde se implica la deliberación persuasiva. Esta matriz tiene como meta hacer ver que los problemas gramaticales, los fenómenos de la composición y las llamadas figuras del discurso y sus diversas modalidades, emanan o cobran forma en virtud del argumento que está detrás de ellas. Los fenómenos del lenguaje, como la metáfora o la sinécdoque, el ejemplo o la analogía, no son simples mecanismos estilísticos, sino que encarnan un argumento en su propia estructura. Si en algún momento pueden ser estudiados por separado, es porque constituyen un recurso para la enseñanza teórica de los problemas de la expresión, pero de hecho sólo pueden ser aprehendidos cuando toman cuerpo para una argumentación particular. A ello se refiere Umberto Eco cuando dice que podemos comprender una metáfora cuando está realizada, pero no podemos enseñar a hacer metáforas, pues el ámbito de razonamiento del cual surgen es, más bien, un procedimiento de la invención retórica, es decir, parte de una comprensión de la situación comunicativa y no sólo de la palabra. Veamos cómo los mecanismos propiamente discursivos posibilitan la enunciación de los argumentos en el diseño. La retórica plantea diferentes posibilidades. Una de ellas son los llamados exempla (ejemplos), que son el recurso que posibilita mostrar una tesis a través del caso particular. El ejemplo es un procedimiento común en todas aquellas situaciones donde una afirmación de carácter general sólo puede ser mostrada con un relato que lo muestra encarnado en una situación, persona o actividad concreta. En el recorrido interpretativo del ejemplo, según Perelman, no se trata tanto de producir una inducción, sino de establecer relaciones entre entidades o procesos equivalentes que hacen ver lo general a partir de lo particular. En la lectura, a su vez, el ejemplo suscita un recorrido interpretativo hacia la generalización: una situación dada es comprendida como muestra representativa de un conjunto de casos más amplio. En la figura 52 observamos este mecanismo aplicado, donde la imagen hace su contribución en calidad de ejemplo con respecto a las razones que se expresan. El ejemplo tiene una ventaja didáctica y cognitiva, es un mecanismo que hemos usado a lo largo de este trabajo cuando escogemos imágenes gráficas como muestra y prueba de las afirmaciones realizadas. El diseñador procede por esta vía cuando un conjunto de cuali-
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figura 52. Muestra de argumentación por el ejemplo.
dades abstractas o generales intentan ser aprehendidas por el caso que mejor las profiere, y su pertinencia está sujeta a su capacidad de realizar esta elección con base en la representatividad. El ejemplo contribuye a la ejecución del discurso en términos de la presencia que le otorga al argumento a través de lo concreto, lo que puede representar una ventaja para la comprensión, pues genera la sensación de materialización de lo abstracto. En este sentido, el ejemplo se basa en la compatibilidad referencial (el caso particular condensa las cualidades del asunto general), y por ello es diferente del caso de la sinécdoque, que se basa más bien en la relación parte-todo o género-especie, como lo vimos antes. La sinécdoque es, por lo tanto, otro de los procedimientos elocutivos de la expresión de los argumentos que se basa en un artificio de carácter semántico. Si las cualidades o razones de las que se intenta hablar pueden ser referidas por su transformación en un elemento que es portador de sus rasgos, diremos que esta referencia del todo por la parte o la especie por el género es lo que prevalece como mecanismo cognitivo. Las sinécdoques contribuyen a generar un proceso de sínte-
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sis y economía discursiva, que aprovecha esa capacidad de la mente para aprehender una totalidad sólo con contemplar una de sus huellas y, desde luego, para los efectos discursivos; la figura termina por transformar la percepción del argumento, pues nunca es lo mismo percibir el todo que percibir la parte, ya que, si la parte se muestra como suficiente, la inferencia que se hace del todo permite confirmar la existencia implícita de los acuerdos que posibilitan esa inferencia, y es particularmente importante porque los acuerdos tácitos corroboran el poder del consenso del que se parte: la sinécdoque activa este proceso y recuerda o da presencia a la idea de que existe dicho consenso, lo que puede ser tenido como un signo de la confianza que el argumento tiene en sí mismo, pues parte de la certeza de que el lector completará el esquema y hará el recorrido inverso por sí mismo, fenómeno que constituye, de suyo, un primer factor de cooperación con el enunciado. Así, vemos que la sinécdoque no es tampoco un mero factor estilístico, sino que su uso provee una estrategia para la argumentación a partir de la inferencia que activa. En la figura 53 se presenta un caso de sinécdoque: la taza y el cable telefónico refieren tanto a la compañía que ofrece el servicio para hacer llamadas intercontinentales como al propio Reino Unido (de donde proviene el anuncio). Se emplea uno de los elementos distintivos de la cultura inglesa, que usa ese tipo de tazas para servir té; los dos conceptos son expresados aprovechando el conocimiento que tiene el lector de esos objetos (es decir, movilizando los lugares comunes). La síntesis permite resumir la índole del servicio del que se está hablando y la región en donde se ubica. La relación que se establece entre el “cable telefónico” y la “compañía telefónica”, y entre la “taza” e “Inglaterra” se basa así en el mecanismo propio de la sinécdoque. Los artificios de la elocución proporcionan eficacia a la argumentación y evidencian el papel de los lugares y los acuerdos en el proceso. Siguiendo esta misma pauta, observemos ahora el caso de los argumentos por analogía, que resuelven el problema estableciendo una equivalencia. La analogía tiene lugar cuando las cualidades de un proceso son comparables con las de otro, de modo que expresando el segundo se puedan comprender las del primero. Este recurso es usado en diversas circunstancias: cuando una cualidad resulta más elocuente si se presenta por comparación, cuando existe censura, cuando se intentan adherir otras cualidades al proceso a partir de las que aporta su análogo, etcétera. Como en las sinécdoques, los tópicos y lugares comunes así como los acuerdos tácitos permiten resolver su
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figura 53. Muestra de argumentación por la sinécdoque.
lectura, pues el contexto del enunciado exige el reacomodo referencial o semántico (ya que plantea que se ha operado una transformación que exige la cooperación del lector). Encontramos aquí a la comparación propiamente dicha (como figura retórica) pero también a la metáfora o la fábula y la alegoría. El argumento por analogía es lo que podemos considerar más propiamente como un caso de isomorfismo, en el sentido en que lo acotamos antes: ver una cosa en términos de otra permite expandir el terreno del significado, producir cierta originalidad que otorgue mayor elocuencia a la idea expresada, o posibilitar la individualización del discurso haciendo tangibles los acuerdos tácitos. Propiamente dichas, la metáfora y la alegoría constituyen instrumentos cognitivos poderosos, sobre todo si la interacción de los conceptos que se ponen en juego revelan semejanzas que antes no se tenían en cuenta. Estas figuras recuerdan que los signos son objeto de cruces con otros campos, de lo cual se obtiene un aprendizaje, la conciencia de la capacidad de mezclaje, virtualmente infinita,
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figura 54. Muestra de argumentación por la analogía metafórica.
de los conceptos y la posibilidad de expandir los instrumentos de la persuasión. En la figura 54 vemos aplicado el principio del argumento por analogía metafórica, a propósito de la tabla de los acuerdos que habíamos proporcionado antes, respecto a los puntos de partida que serían posibles para acreditar un cereal. Una de las ideas resultantes puede ser expresada por analogía: si se aplica el lugar de la cualidad para decir por qué un cereal es bueno —detectando que una de sus ventajas es que tiene fibra—, esta cualidad puede ser elocuentemente visible si se hace percibir enfáticamente lo que la fibra hace con el cuerpo, idea en la que se respalda el argumento. Una vez visto el valor de esta diferencia, su expresión puede ser reflejada por la metáfora, donde una máquina que despeja una carretera obstruida hace visible con exactitud dicha cualidad. En estos casos, la recuperación del sentido está dada, por supuesto, por el contexto, pues la situación pragmática permite que la metá-
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fora abrevie el razonamiento y enfatice la razón principal. Vemos que la consistencia del argumento radica en hallar las cualidades o diferencias específicas, plantearse las diversas posibilidades en que puede ser pensada una idea y buscar las analogías, proceso que constituye una destreza del pensamiento y de la expresión. Existen, por otra parte, procedimientos elocutivos, como la antítesis, donde una idea es enfatizada por el contraste con su antagónico (el contraste de los pensamientos ayuda a modular los juicios), o con la concesión, figura que consiste en conceder primero y refutar después con una estrategia argumentativa (dando mayor presencia a la figura del orador, que parece reconocer de antemano las ideas que podrían objetarle, lo que le otorga un carácter distinto a su participación en la comunicación). Estos procesos nos recuerdan de qué manera es determinante el uso de las nociones, los núcleos que sustantivan o adjetivan a los juicios, para constituir la esfera de pensamiento en la que se colocan los problemas. La reflexión sobre la elocución de los argumentos es crucial, pues las expresiones orientan a la percepción hacia el ámbito de razonamiento en que se necesita conducir una disputa. Perelman señala por ello que, respecto al uso de las nociones, un factor esencial es la capacidad que tienen de otorgar presencia, en la situación argumentativa, a las rutas interpretativas que favorecen el juicio que se intenta respaldar. La construcción de la presencia es clave en este sentido dentro de la acción discursiva, pues se tiene en cuenta que sólo se piensa en aquello que se profiere, y este procedimiento es válido en el sentido inverso, es decir, en la eliminación de la presencia o en el silencio, que neutralizan el desarrollo de pensamientos dirigidos hacia las esferas que no contribuyen a una argumentación. Perelman dirá que el seleccionar ciertos elementos y presentarlos al auditorio da una idea de su importancia y su pertinencia en el debate. En efecto, semejante elección concede a estos elementos una presencia, que es un factor esencial de la argumentación, que con demasiada frecuencia han descuidado las concepciones racionalistas del conocimiento […] la presencia influye de manera directa en nuestra sensibilidad (Perelman y Olbrecht-Tyteca, 1989: 192-193).
Por ello, la mera descripción de las cosas o el modo como son presentados los datos adquieren una intención retórica que está presente en todo el desarrollo argumentativo. La búsqueda de las expresiones adecuadas es, entonces, parte del proceso, y “dicho esfuerzo pretende, en
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figura 55. Muestra de argumentación por la movilización del lugar común de pensamiento.
la medida de lo posible, que esta presencia ocupe todo el campo de la conciencia y quede aislado, por decirlo así, del conjunto mental del oyente (Perelman y Olbrecht-Tyteca, 1989: 195). En el diseño el factor de la presencia, y de hecho la misma plasticidad y emotividad de las nociones, conduce a la mayor o menor capacidad comunicativa de los enunciados. Si con el lenguaje se puede dar un posicionamiento específico a la perspectiva con la que un tema va a ser tratado, y si ello trae implícita la movilización de los lugares, entonces el problema de la presencia puede ser un instrumento decisivo para la argumentación. En la figura 55 podemos ver estos principios: una revista de literatura se anuncia, pero previamente ha identificado que el valor de sus textos y su trabajo editorial radica en la calidad de su contenido y en su carácter no ortodoxo, que dan una idea de los acuerdos que pretenden movilizar frente al auditorio: la buena literatura toma tiempo y sus lectores no son necesariamente la gente típica y “normal”. La idea de la calidad y libertad de pensamiento (que serían considerados valores de la buena literatura) cobran presencia cuando el anuncio dice: “bienvenidos los borrachos, bisexuales, drogadictos y locos al mundo de la buena literatura”, y esa idea se ilus-
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figura 56. Muestra de argumentación por la autoridad.
tra con fotos. Este anuncio podía haber emprendido su argumentación desde otros lugares pero, precisamente, colocando el lugar en un universo no habitual, la presencia de su idea de calidad se hace visible de forma elocuente. En el segundo anuncio de esta misma serie se muestra otra de las ideas que constituyen su posicionamiento: la buena literatura es la que toma tiempo. En este caso el respaldo buscado da origen a un argumento de autoridad: “Si a Faulkner le tomó 15 años finalizar una historia, si Hemingway reescribió un manuscrito 39 veces y Updike no completó nunca la mitad de su trabajo… es una maravilla que nosotros podamos editar cuatro números al año”. Es decir, en términos de presencia, este texto nos ha informado que la revista es trimestral, pero la palabra trimestral no aparece, y esto es decisivo, pues hace pensar en la periodicidad no como un punto de partida sino como una consecuencia necesaria del escribir bien; nos invita a ver de una nueva forma el asunto (véase figura 56). Un caso semejante, también referido a la necesidad de mostrar la calidad de la escritura más por su desarrollo intrínseco que por otros aspectos, podemos verlo en la figura 57, donde el valor del diario que
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se anuncia queda plasmado en el desgaste de una pluma que llevó a uno de sus periodistas a ganar el premio Pulitzer. El argumento sostiene que: “en este periódico hay buenas plumas y buenos escritores” y, en este caso, la sinécdoque (escritor por pluma, desgaste por aumento de calidad) gana presencia justamente por la sencillez del objeto representado, que nos obliga a desplazar la noción de calidad hacia lo abstracto, hacia una cualidad que es más bien intelectual. Estas composiciones gráficas son ganadoras de concursos de diseño. Vemos que lo esencial de la argumentación es la movilización de los acuerdos del público, su capitalización para la persuasión, y que el lenguaje desempeña el papel de una herramienta persuasiva más que de una referencia a lo real. Lo real es un objeto a construir, a ganar
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en el intercambio público, y es móvil por naturaleza, tal como lo es el pensamiento. En el diseño, el papel de los elementos icónicos (fotografías, dibujos), de los esquemas o de los elementos plásticos (el color, la textura, la forma) así como los propios textos y sus rasgos tipográficos, contribuyen en su conjunto a sintetizar las argumentaciones, haciendo elocuentes sus apuestas comunicativas ante la opinión pública. En este terreno, el diseño parece haberse erguido como un nuevo recurso con el que la retórica se expande, tal como lo había previsto Roland Barthes en los años sesenta cuando dijo que si analizábamos los usos de la imagen en la cultura de masas, nos encontraríamos con los fenómenos que ya había analizado la retórica antigua. Hoy esta actualización de los hábitos discursivos parece ser una de las fronteras decisivas del diseño. El diseño en la era digital 13 El universo de las producciones gráficas que la cultura occidental a lo largo del tiempo ha puesto en marcha ha permitido construir sofisticados mecanismos de persuasión y de expresión donde la palabra y la imagen, así como sus diferentes formas de asociación, se enarbolan como medios para la regulación social del pensamiento y la acción. La columna vertebral que representa la retórica dentro de este proceso recuerda que la toma de conciencia del discurso y de sus efectos, así como el pensamiento sobre su organización, está basado en la movilización de lugares y figuras, que el desplazamiento de las asociaciones y las inferencias es una pieza clave del proceso, y que la elocuencia es un resultado de la capitalización del conocimiento del público y de la adaptación a los diferentes contextos: las expresiones gráficas encarnan ideas y creencias. Por ello, en el recorrido que va de la invención de la escritura alfabética hasta los modernos medios como la publicidad, una lógica argumentativa basada en la necesidad de hacer visibles las proposiciones y en poner de manifiesto el poder del lenguaje para la vida social ha hecho que los mecanismos de producción gráfica sean objeto de transformaciones tecnológicas que han incrementado el potencial dis13
La estructura y contenidos de la mayor parte de este apartado fueron publicados originalmente por el autor dentro del artículo “Graphic Design in the Digital Era: the Rhetoric of Hypertext”, en Design Issues, Chicago y Londres, vol. 19, núm. 1, invierno 2003.
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cursivo postulado inicialmente por la retórica antigua con respecto a la lengua oral. La invención de los tipos móviles y del libro en el renacimiento habrían capitalizado y estandarizado los sistemas de puntuación y del orden del discurso en el mismo sentido en que se había emprendido su construcción desde la antigüedad. Las retículas, a su vez, conformaban una metáfora del orden del pensamiento y sus reglas canónicas y vanguardistas dispusieron las secuencias del discurso con arreglo a sus posibilidades persuasivas y a la imagen del mundo prevaleciente. Las imágenes cobraron una importancia mayor cuando sus reglas de producción permitieron incorporar los instrumentos icónicos y plásticos a las cualidades de la argumentación, la metaforización y la fuerza elocutiva de las ideas. Por ejemplo, John Berger ha señalado que la invención del óleo en el renacimiento fue una de las ideas tecnológicas decisivas para construir la exaltación de los objetos y del poder social, pues se les otorgaba una presencia táctil que era decisiva para elaborar el discurso moderno de las mercancías (postulando así la continuidad en el imaginario que va de la pintura al óleo a la publicidad).14 A su vez, el desarrollo de los textos en formas multirreproducibles abrió nuevos espectros para la producción discursiva y para la vinculación de lo escrito con lo visual, como sucedió en el siglo xviii con la enciclopedia y con el surgimiento de la ilustración científica. Las invenciones del siglo xix, como producto de la revolución industrial, especializaron ese camino a través de las máquinas y ratificaron el impulso creciente de los instrumentos gráficos para la producción discursiva y su empuje frente a la organización social: el surgimiento del periódico, la caricatura, la fotografía o el cartel, trajeron nuevas formas de escritura y de vinculación entre la imagen y el texto que pusieron de manifiesto la trascendencia política de los discursos elaborados gráficamente. En el siglo xx, el desarrollo de los caracteres no sólo para la lectura sino para la realización de las identidades corporativas, incluyendo la incorporación del color (como lo había iniciado el libro ilustrado medieval) o el surgimiento del anuncio electrónico o monumental, y la explosión de las revistas, la televisión o el cine como fenómenos masivos de comunicación social, marcaron este carácter decidido de la cultura en el que la discursividad daría un lugar prominente a lo gráfico. El desarrollo de todos estos medios parece basarse en la premisa de que el pensamiento social puede organizarse a través del lenguaje 14
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Véase Berger, John, Modos de ver, Barcelona, Gustavo Gili, 2000.
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y que debe identificar las condiciones máximas de elocuencia dentro de cada nuevo medio. Cada medio, a su vez, requiere una especialización pues sus reglas discursivas se definen de acuerdo con su propia situación pragmática. Pero, en todos ellos, la tesis de que la distribución de la información debe adquirir una forma visual y de que las condiciones de la imagen favorecen su presencia ante el público ha dado pie al desarrollo de numerosos instrumentos donde el texto y la imagen traducen la organización del discurso en forma elocuente. En el cine, por ejemplo, los componentes esenciales de la tragedia y la comedia, o los descubrimientos narrativos propios de la novela, dieron forma a un nuevo tipo de discurso y convirtieron lo que era un descubrimiento mecánico en un lenguaje propio. El discurso cinematográfico daba lugar al movimiento, a la gestualidad, al color y más tarde al sonido como instrumentos narrativos y, entonces, la noción de montaje (como recurso para organizar la disposición de las partes del discurso, con arreglo a las posibilidades de expansión del pensamiento) se apoderó de la discusión. Los diferentes tipos de signos visuales, gestuales, textuales y sonoros comenzaron a confluir, y las reglas retóricas se establecieron en el análisis de las posibilidades discursivas a partir de lo multimediático. En el orden de los materiales impresos, el libro siguió prevaleciendo como el instrumento principal del desarrollo intelectual y de la enseñanza pero los principios editoriales se desarrollaron en otros ámbitos como en el periodismo, las revistas, los carteles, la publicidad y dentro del cine. La imagen se volvió plurifuncional y adquirió posibilidades narrativas, didácticas, comerciales, informativas y documentales. De los resultados de este proceso, donde la mezcla constante de los dispositivos discursivos y tecnológicos provenientes de la misma simiente dieron forma a los diferentes medios, géneros y situaciones comunicativas, lo que se obtiene es una matriz compleja que define a su vez el carácter complejo y heterogéneo del diseño. Este marco de referencia resulta indispensable para comprender la más reciente de las transformaciones tecnológicas del discurso gráfico: la revolución digital. La constante búsqueda de la expansión de los códigos textuales y gráficos, vinculados a la producción de conocimientos, al almacenamiento de información y a su intercambio, así como al desarrollo expansivo del mercado global de los productos y al de las telecomunicaciones, dieron empuje a una síntesis tecnológica donde el conjunto de los mecanismos de expresión gráfica fue administrado en el flujo único de la pantalla de computadora, donde lo
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digital pasó a ocupar el centro de los procesos de producción para un mayor flujo de la información. La revolución digital reposa sobre la capacidad de los bits electrónicos de cifrar en un principio simple, el del código binario, la información que compone una imagen, un texto y un sonido, además de hacer posible su manipulación inmediata, su fragmentación y su vinculación. Mientras que los formatos analógicos presentan una gradación continua en la impresión de la información —parecido al proceso de la percepción—, la transcripción digital es discontinua y procesa los datos a través de un código numérico. Ello ha traído como consecuencia que los formatos, los tipos, las retículas, los colores y las texturas sean fácilmente procesados y almacenados, que se puedan fragmentar o parcializar y que cualquiera de sus vectores estructurales pueda cruzarse fácilmente con cualquier otro. La transformación del código analógico al digital ha dado origen a una nueva lógica de la producción de los símbolos y los signos y a un nuevo tipo de reglas y redes para el intercambio cultural y la comunicación. Según señala G. Bettetini, este dispositivo tecnológico ha cambiado el escenario, pues en la transformación de lo analógico a lo digital las variaciones similares de magnitudes diversas han sido sustituidas por sus cuantificaciones numéricas, permitiendo, por una parte, la transmisión de muchas más señales simultáneamente por el mismo canal y, por la otra, la posibilidad de transportar, por el mismo canal, señales no homogéneas entre sí, pero convertidas en similares y recíprocamente compatibles, precisamente por su reducción a entidades numéricas (Bettetini y Colombo, 1995: 15-16).
La otra característica de la digitalización de la información es su matriz electrónica, que da un carácter más virtual e inmaterial, y también más efímero, a los datos que procesa, lo que constituye una diferencia sustancial con respecto a sus predecesores analógicos. La información así contenida es fácilmente desplazable, reproducible y modificable; ocupa poco espacio o un espacio mínimo y no pesa, con lo que hace que su transmisión sea prácticamente inmediata y que libere a la producción discursiva del volumen físico y material al que se encontraba sujeta. Esta evolución del soporte hacia la pantalla electrónica, de consecuencias sorprendentes, permitió desplegar un sinnúmero de posibilidades para el intercambio de información, para sus reglas de producción
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y de difusión. Las imágenes se volvieron transportables y los sonidos pudieron modularse e interconectarse a distancia. Una pista sonora digitalizada, por ejemplo, puede modificar la tonalidad de una voz o mezclarse con otra fácilmente. Una fotografía puede alterarse a partir de la manipulación de sus pixeles y su procedimiento referencial tradicional es sustituido por la aleatoriedad electrónica. La presencia del artificio que está implícita en la elaboración de un discurso textual o visual, que siempre estuvo presente como lo demuestran sus bases retóricas ya reseñadas, cobró ahora una forma evidente, poniendo de manifiesto —más que nunca— la conciencia de la mutabilidad de sistemas que se consideraban firmes y permanentes. La producción digital y sus posibilidades de interconexión global, así como la simultaneidad de los discursos en línea, despertó una serie de preguntas sobre la naturaleza de la lectura y de la interpretación, sobre la índole de la comunicación y sobre el estatuto mismo de los signos, así como su expansión planteó nuevos problemas. En primer lugar, la superficie electrónica, como sucede con cualquier otro tipo de superficie, condiciona la aproximación a la información por parte del lector. El lector puede hacer variaciones en los recorridos, puede cambiar de contexto informativo, puede desplazarse ágilmente entre diferentes géneros, hacer conexiones inmediatas entre procesos disímbolos o puede transitar por sistemas de información de distintas latitudes e idiomas. Lo anterior ha generado la posibilidad de que el universo de la información global pueda ser actualizado en la pantalla, una nueva forma de hiperenciclopedia que existe virtualmente en el ciberespacio y que crea la sensación de infinitud y de volatilidad de los procesos de lectura. De este modo, un entusiasmo por la agilidad de estos procesos dio origen a nuevas teorías de la lectura que pusieron en cuestión, incluso, la viabilidad de los viejos conceptos. Con lo que era también una hipervaloración de la computadora, se pensó que las unidades de significación se romperían, que un nuevo y sorprendente mecanismo multirrelacional aparecería para sustituir y eliminar por completo los antiguos sistemas de información, señalados ahora, como en el caso del libro, como anquilosados o retrógrados. La hipervaloración del instrumento tecnológico y de la cultura digital hizo creer a algunos que la computadora era la solución a todos los problemas y que la tecnología daría lugar incluso a un nuevo tipo de hombre y a un nuevo sistema de pensamiento. Ello puede ser advertido en el entusiasmo de las primeras teorías del hipertexto, que se apresuraron a sostener que la multidirecciona-
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lidad de la lectura y el poder del lector para navegar “libremente” entre distintas partes simultáneas, eran un resultado inédito del dispositivo digital. En las teorías clásicas del hipertexto, como las de Bolter15 o Nielsen,16 se planteaba inédita la posibilidad de pensar en estructuras complejas y múltiples, en diversas posibilidades de recorrido elegibles por el lector, en procesos no lineales que superaban a los —ahora rebasados— sistemas lineales, en sistemas textuales que carecen de un principio, un centro y un fin, y que ahora se trataría de pensar en términos de interconectividad y multiorden en lugar de consecutividad y jerarquía. George Landow, por ejemplo, decía que “deben abandonarse los actuales sistemas conceptuales basados en nociones como centro, margen, jerarquía y linealidad, y sustituirlos por otras como multilinealidad, nodos, nexos o redes” (Landow, 1996: 14). Sin negar el impacto que los dispositivos electrónicos han tenido para la cultura de la comunicación, cabe preguntarse hasta dónde puede llevarse la tesis del absoluto poder revolucionario de la computadora y de los sistemas de lectura no lineales. Con el discurso que se generó a partir de los medios digitales, las operaciones de lectura implicaron una sintaxis nueva establecida sobre lo cambiante y la multiordenación, los procedimientos semánticos se desplegaron ahora como instancias no sólo para moldear los referentes sino como mecanismos de cruce, mostrando la interdependencia de los conceptos de forma manifiesta, y en términos pragmáticos un conjunto de inferencias que se basan en la asunción de que el lector no dispone de páginas que progresan físicamente sino de una pantalla sobre la que actualiza diversos sistemas de información, establecen un nuevo patrón para la lectura y para la disposición del contenido. En el hipertexto el hábito de la multidireccionalidad en la lectura se hace patente. Sin embargo, la actualidad que tienen estos mecanismos en la era digital no debe cegarnos y tenemos que decir, por un lado, que el artificio de la hipertextualidad no es absolutamente novedoso ni está necesariamente asociado a la computadora y, por otro, que las reglas del juego de la comunicación y del pensamiento organizado en el pasado no han sido realmente revertidas sino ratificadas y potenciadas dentro de la misma columna vertebral. Los análisis más pertinentes sobre el tema parecen 15
Véase Bolter, Jay David, Writing Space. The Computer Hypertext and the History of Writing, Lawrence Erlbaum Associates Hilsdale, 1991. 16 Véase Nielsen, Jakob, Hipertext & Multimedia, Boston, Academic Press, 1990.
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postular la necesidad de comprender la reorganización de los mecanismos de lectura y sus posibilidades, pero sin establecer una nueva dicotomía entre el pasado y el presente, entre lo lineal y lo no lineal, entre el libro y la pantalla. Walter Ong, por ejemplo, ha señalado que la revolución de la era digital es la continuación de una tradición que comenzó hace muchos siglos, donde la organización de los signos para la vida social por medio de palabras e imágenes, y de palabras no sólo escritas sino orales, se habían constituido como artífices de la movilización de las ideas.17 Espen Aarseth subraya que no se puede establecer una definición del hipertexto basada en el soporte sino en la interrelación entre el texto y el usuario (es decir, por su situación pragmática) y mediante tal concepto podríamos decir que la noción de hipertexto se puede remontar a libros muy antiguos como el I Ching.18 En efecto, la experiencia hipertextual y la lectura no lineal no son algo nuevo. El soporte es el que había condicionado la organización de los textos de forma lineal, pero ello era por su propia condición pragmática. De todas formas, los textos impresos o caligráficos se las habían arreglado para construir nodos hipertextuales cuando era necesario. Por ejemplo, en los manuscritos medievales las ilustraciones expandían las relaciones referenciales e interpretativas, y las exégesis —o notas que explicaban o interpretaban a la diégesis, o sea al texto— se habían hecho profusas. El hilo conductor del discurso y su fragmentación, o la conciencia de la posibilidad de fragmentarlo para producir recorridos múltiples, ya había estado presente hacía mucho tiempo en la conciencia de la escritura. En una crónica de la historia mundial de una biblioteca alemana, escrita hacia 1595, aparece el libro de la figura 58, donde los recorridos también pueden ser múltiples, porque supone que aunque la trayectoria de los hechos históricos puede ser cronológicamente lineal, no sucede lo mismo con su importancia dentro del pensamiento, pues el tiempo de la conciencia es otro. Los mecanismos de la organización hipertextual, donde no saltamos sólo dentro de un orden discursivo sino dentro de diferentes discursos, se habría desarrollado a su vez en el almanaque, en la enciclopedia, en el periódico: esta experiencia de la lectura no lineal estaba 17
Véase Ong, Walter, Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra, México, fce, 1987. 18 Véase Aarseth, Espen, Cibertext, Perspectives on Ergodic Literature, Baltimore, The Johns Hopkins Univerity Press, 1997.
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figura 58. Crónica de la historia mundial escrita en tiras de papel en las que se recogen los acontecimientos desde la creación hasta 1595.
entonces ya constituida, y su despliegue en la computadora obedece a las condiciones pragmáticas frente al lector, como lo había sido en aquellos géneros. Incluso en el libro las exégesis o explicaciones interpretativas del texto se habían normativizado en la estructura de la página dentro de lo que conocemos como notas al pie, referencias a las cuales remite un texto. Hoy esta operación puede hacerse sobre la pantalla y en línea, de modo que un nodo puede referirnos a una fuente, transportarnos directamente a ella: es decir, la computadora realizaría en la pantalla lo que en el libro estaba previsto como necesidad. Como lo muestra también B. De Vecchi, en un estudio sobre el hipertexto que compara una obra como Rayuela, de Julio Cortázar, con una novela electrónica como Afternoon, de Michael Joyce, “tanto el códex como la computadora son capaces de manejar adecuadamente estructuras vinculadas no lineales” (De Vecchi, 1998: 143). En términos de la escritura lo no lineal permite ofrecer un tipo de experiencia
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que ya se encontraba presente antes del ordenador, mas ésta no suple ni cancela a la escritura lineal, sino que ambas podrán seguir coexistiendo pues, como sostiene De Vecchi, “Ciertamente hay un discurso que propone lo multimediático y lo interactivo como lo único que podrá sobrevivir en el futuro. Pero creo que lo puramente textual también tendrá un lugar si es que hay autores que tengan cosas que decir de esa forma” (De Vecchi, 1998: 148) y, de hecho, las posibilidades de estructura literaria no lineal están todavía por explorarse. La característica lineal o no lineal no es definitiva en estas circunstancias, sólo constituye una determinante pragmática en el modo de acercarse a un texto que define, por cierto, ciertas reglas sintácticas particulares. Pero la experiencia de la lectura no sólo tiene esta determinación, también existe su carácter semántico, donde el vínculo con los lugares de la opinión y del pensamiento también se despliegan. Esta reflexión es necesaria porque los signos, las palabras o las imágenes son objetos de cruce y de relación, que remiten a universos y a enciclopedias disponibles on line (como lo muestra el caso de las metáforas) y en un texto mismo, incluso lineal, pueden desarrollarse de modo que la organización lineal o no lineal sea sólo una circunstancia dada por el formato. En efecto, la escritura lineal no puede confundirse con el pensamiento lineal (si tenemos esta metáfora —hoy muy expandida en el pensamiento posmoderno— como viable y si creemos que por ser no lineal un texto tiene una novedad cognitiva, lo cual está en duda). En realidad la estructura del pensamiento se despliega estableciendo relaciones entre cosas, y un pensamiento complejo, con múltiples cruces, puede expresarse en ambas estructuras, pues el formato y su ordenación es una circunstancia que se adapta a las condiciones de expresión, en particular a las necesidades de la elocuencia. Así, y esto es decisivo para la teoría del diseño contemporáneo, un texto no lineal o un hipertexto digital no sólo por el hecho de tener ese formato implican un pensamiento abierto y complejo. A juzgar incluso por muchas de las páginas electrónicas existentes, el uso del multimedia o de dispositivos no lineales no hacen sino articular un pensamiento altamente conservador, o mecanismos de recorrido y asociación que son poco significativos, como es el caso de algunas enciclopedias que, agregando sonidos o movimientos a alguna definición, difícilmente contribuyen a una mejor comprensión del concepto, y menos aún a superar las “limitaciones” cognitivas de los antiguos medios. La capacidad electrónica de almacenar los datos en formatos pequeños y transportables es ciertamente decisiva, pero la
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disposición de las partes y los enlaces semánticos de los signos requerirían del establecimiento de sus propias condiciones retóricas para potenciar sus posibilidades discursivas. A su vez, algunos textos lineales pueden contener un pensamiento complejo en su formato, y podemos explicarlo si partimos de que los signos dentro de un texto son asimismo un resultado de la movilización de los diferentes lugares y enciclopedias. Por ejemplo, en la obra de un autor como Guimarães Rosa cada párrafo, cada estructura y cada palabra, incluso cada sonido, es resultado de un complejo mecanismo de asociación entre diferentes culturas, diferentes tradiciones literarias, diferentes lenguas (más de quince que el autor había estudiado para componer su obra, y otras lenguas a su vez ya muertas) con las cuales el autor enfrentó la tarea de colocar la voz del narrador “en un mundo cuyo centro era una escritura como el Popol Vuh, con referentes no accesibles al lector occidental” (Wey en Guimarães, 2001: 15), e incluso para marcar la imposibilidad de ésta de acceder a una visión del mundo totalmente distinta. Para su traducción, por lo tanto, resultaba necesaria una investigación que llevó a un recorrido sumamente complejo entre formas de pensamiento y de expresión antiguas, como señala Valkiria Wey, quien emprendió este trabajo. Así, aunque la lectura de Guimarães Rosa se da en términos lineales, en realidad la experiencia semántico-sintáctica nos obliga a recorrer una diversidad de planos donde se muestra que el cruce de conceptos y estructuras, tal como se establece en el discurso teórico de lo no lineal, está presente en textos como los de este autor: la multidireccionalidad puede verse desde ahí, antes de la pantalla de computadora, la cual más bien metaforiza este tipo de experiencia. Por lo demás, tales mecanismos habían sido advertidos por los teóricos que hoy conocemos como los primeros posmodernos y deconstruccionistas, quienes estudiando la escritura como un objeto que se había organizado linealmente sólo por la postulación de un pensamiento causal y aparente, sostuvieron que el texto podía verse, en realidad como un entramado que actualiza distintos fragmentos y recorridos, y que la noción de nodo y de conexión era más propicia para dar cuenta de la experiencia de la lectura (frente a la cual un orden impuesto sería más bien una forma de control y de poder). En El orden del discurso, Foucault señaló que “la jerarquización orgánica del pensamiento impuesta por el libro era una forma de traducir en acciones (como la acción de la enseñanza y el acceso al saber) el orden de las jerarquías sociales” (Foucault, 1987: 18), lo cual es fundamentalmen-
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te cierto y explica el surgimiento de la retórica, pero plantea la posibilidad de la movilización de los lugares en la que apenas se tomaba conciencia de la naturaleza aleatoria del orden de dicho entramado. Así, otros autores como Roland Barthes,19 Gilles Deluze y Felix Guattari,20 o Jacques Derrida21 comenzaron a hablar del texto como red y ya no como una línea. La jerarquización de las partes por su secuencia de principio a fin no debía imponerse, sino que el texto y los signos tenían que ser vistos como productos de otras secuencias, otros libros, otros discursos. Estas nuevas teorías dieron lugar a lo que más tarde sería posible realizar en la computadora con la navegación. Foucault, en La arqueología del saber, decía que a pesar de su aparente flujo lineal “las fronteras de un libro nunca están claramente definidas ya que se encuentra en un sistema de referencias a otros libros, otros textos, otras frases, es un nodo dentro de una red” (De Vecchi, 1998: 39), mientras que en S/Z, Barthes señalaba al respecto de la literatura que el texto único no es acceso (inductivo) a un modelo, sino entrada a una red con mil entradas; seguir esta entrada es vislumbrar a lo lejos no una estructura legal de normas y desvíos, una ley narrativa o poética, sino una perspectiva (de fragmentos, de voces venidas de otros textos, de otros códigos) (Barthes, 1987: 8).
La imagen deconstructiva de la lectura revelaba que, a pesar de su linealidad aparente, los fragmentos del texto (las lexias de Barthes) están atravesadas por otras líneas, y así se entra en una red incluso dentro del discurso lineal. Estas ideas serían realizadas en la pantalla y no sólo interpretadas en el hipertexto, donde lo que vuelve a salir a la luz es la naturaleza de los lugares, los tópicos, las unidades de la opinión, como la única forma de afrontar la naturaleza del recorrido discursivo pues, en efecto, ellos establecen una red. La tesis deconstructiva se basaba en la idea de “esparcir el texto en lugar de recogerlo” (Barthes, 1987: 9). En Rizoma, de Deleuze y Guattari, o en La gramatología, de Derrida, e incluso en la Obra abierta, de Umberto Eco (Eco, 1992), se postulaba la idea de la lectura abierta, de polisemia, de una galaxia de significaciones en lugar de secuencias jerárquicas y estables. Esta idea, basada en una reinterpretación de la retórica (que 19
Véase Barthes, Roland, S/Z, México, Siglo Veintiuno, 1987. Véase Deleuze, Gilles y Felix Guattari, Rizoma, México, Premiá, 1983. 21 Véase Derrida, Jacques, La gramatología, México, Siglo Veintiuno, 1981. 20
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postulaba que no existen verdades únicas sino lugares dispuestos en diferentes estructuras argumentativas) llegaba a su extremo cuando, como Derrida, no sólo se cuestionaba la idea de que un texto tiene una significación fija, sino incluso que el lenguaje es autónomo respecto a las intenciones del hablante y “dado que no refiere a nada […] no significa nada” (De Vecchi, 1998: 41). La idea deconstructivista derridiana postularía no sólo que un texto tiene varios niveles, o que las lecturas son múltiples, sino que el lenguaje no es una forma clara de comunicar algo y que los recorridos son individuales y el significado es una especie de deriva infinita. Tal extremo implicaría, como hemos dicho antes, no sólo ignorar los dispositivos establecidos por los lugares en la constitución de las opiniones (lo que le otorga el poder social al discurso) o la naturaleza dialéctica (no reductible a la dicotomía líneal/no lineal) de, por ejemplo, las metáforas, sino que generaría una irracionalidad absoluta que no mejoraría mucho la situación de la que parte tal crítica con relación al discurso puramente lógico o racional. Las tesis deconstructivas extremas serían más bien —como señala Alejandro Adán— una reactivación del pirronismo, la forma extrema del escepticismo que se generó también desde la Grecia antigua, pero el surgimiento de los hipertextos despertó en el diseño un discurso de este tipo que, durante los años ochenta y principios de los noventa, pareció apoderarse de la discusión. El planteamiento deconstructivista y su tesis sobre la apertura y la interconexión en el proceso de lectura habría permitido generar nuevos enfoques para los medios actuales; su capacidad de precisar que los temas y los argumentos son cambiantes y que se reorganizan constantemente arrojaría una imagen característica de lo que sucede con la red digital de información. Sin embargo, el discurso de la deconstrucción, traído a cuento durante la explosión inicial de lo digital, terminó por hacerse excesivo al generar una imagen meramente simbólica que pretendía producir una ruptura a partir de la afirmación de la mera irracionalidad. Dado que la escritura deconstructiva se plantea como una deriva, una especie de concatenación aparentemente erudita de ideas más bien infundadas, apareció pretendiendo establecerse como el nuevo modelo. Las dicotomías entre lineal/no lineal, caos/orden, construcción/deconstrucción, parecían establecer los parámetros innovadores de la interpretación ante las nuevas circunstancias. No obstante, pronto aparecieron las numerosas falacias a las que esa moda conducía. Por ejemplo, la crisis del discurso posmoderno se hizo evidente en un caso conocido como el “Affaire Sokal”, que se
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refiere al artículo que en 1995 enviara Alan Sokal, un profesor de física de la New York University, a la revista Social Text, titulado “Transgrediendo las fronteras: hacia una hermenéutica transformacional de la gravitación cuántica”. El texto estaba escrito al modo posmoderno, contenía numerosas citas de Derrida, Deleuze, Kristeva, Lacan, Lyotard, y Social Text lo habría publicado un año después provocando la celebración de la comunidad intelectual. Sin embargo, el mismo Sokal diría en otro artículo posterior que aquel texto era una parodia, un texto armado “intencionalmente con el propósito de poner a la vista algunos rasgos imposturales de la literatura habitual en los estudios culturales” (Otero, 1999). Y es que tal experiencia ponía al descubierto la mitificación del discurso de la deconstrucción, pues hacía ver la dosis de charlatanería que había traído la literatura posmoderna. Más tarde, en La impostura académica, Sokal analizaría el caso y revelaría que muchos de los autores posmodernos no hacen sino un uso inadmisible de los conceptos científicos, pues se distinguen por hacer a] un uso de teorías científicas acerca de las cuales, en el mejor de los casos, se tiene una vaga idea; b] importan conceptos desde las ciencias naturales a las humanidades o las ciencias sociales sin la más mínima justificación; c] despliegan una erudición superficial, manejando términos técnicos en contextos completamente irrelevantes y d] manipulan frases carentes de significado (Otero, 1999).
Los procesos de lectura no lineales y los sistemas digitales de información habrían generado numerosas paradojas y contradicciones teóricas. Pero entonces, para dar cuenta de la naturaleza del diseño en los medios digitales, tendríamos que partir de bases más cuidadosas. Por ejemplo, podemos decir que el texto y el hipertexto, por sus mecanismos semánticos, presentan posibilidades tanto unicursales como multicursales, que la organización de las partes, por ejemplo en el libro, obedece a la necesidad de adecuar el pensamiento dentro del orden disponible por el formato (la necesidad de la dispositio y de la elocuencia en su situación pragmática), mientras que en los hipertextos la misma necesidad (semántica y de orden) obedece a su propia situación frente al lector (que debe plantear recorridos significativos dentro de una pantalla que exige la alternancia); también, debemos decir que la no linealidad no es exclusiva de las computadoras (pues es un recurso muy antiguo) y que no implica necesariamente un pensamiento abierto. Es decir, los nuevos instrumentos tecnológicos de la
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lectura son en realidad metamedios que no han revolucionado el pensamiento por sí mismos como ha querido hacer ver la apoteosis de los instrumentos. El problema sigue ubicándose en términos de los procesos cognitivos y en el despliegue de las inferencias pragmáticas, es decir, en la retórica de su planteamiento discursivo. La novedad se revelaría en la velocidad de la información, en la profusa disponibilidad de la misma y en el poder de las herramientas que permiten generar, mezclar e interconectar diversas materias textuales, icónicas y sonoras, así como su capacidad de producir nuevas metáforas de diversas experiencias que no se habían dado en el libro. En este sentido es propicia la postura de autores como Espen Aarseth o Richard Lanham, para quienes la red o el laberinto no implican una ruptura con respecto a los medios anteriores, sino una diversificación. Aarseth, por ejemplo, considera limitada la división entre lineal y no lineal pues supone que el libro abrió el camino a los textos no lineales (entre los que no hay una oposición) y propone, en cambio, “reinstalar la significación doble (unicursal y multicursal) de la palabra laberinto, para de ahí analizar los muy diversos laberintos literarios de modo que textos unicursales y multicursales puedan ser analizados desde un mismo marco teórico” (Aarseth, 1997: 8). La razón de ello es que los argumentos y su organización elocutiva se amoldan a las circunstancias; en el caso del discurso oral, la linealidad estaría dada no por un reduccionismo del pensamiento, sino por la naturaleza del cuerpo y de la voz, mientras que en el libro los factores de la impresión y el formato habrían promovido la organización en partes para favorecer la adaptación al lector (quien interconecta las ideas a partir del texto, además de que el libro había ya explicitado esta necesidad con las citas y las referencias). El discurso lineal asume esa forma porque la deliberación se hace en el transcurso del tiempo, no porque el pensamiento sea estrecho o unidimensional. En el caso del hipertexto y del multimedia la diversidad de recorridos y de códigos con una organización propia produce su propia circunstancia adaptativa, ensamblando en el sistema de enlaces la configuración de un todo orgánico, pero en cualquiera de los casos el eje de la cuestión es producir una argumentación frente al lector. No se puede suplir el análisis de los contenidos con la pura descripción del funcionamiento del formato o de la tecnología, ni se puede sobredeterminar al instrumento: el medio no hace al mensaje, sino que es una de sus dimensiones. En este mismo sentido, Lanham sostiene que las humanidades y los sistemas retóricos puede dar coherencia a la imagen de dispersión
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que generan las redes informáticas, pues los hipertextos (no lineales) siguen estando construidos a través de fragmentos de textos lineales y lo que se exige ahora es una capacidad de escribir en múltiples circunstancias y entre diversas disciplinas, para lo que la enseñanza retórica provee una base indispensable, pues la comprensión y el conocimiento a través de imágenes, palabras y sonidos electrónicos exige nuevamente reactivar los procesos de invención, de disposición y de elocución apropiados en una era dominada por los hipertextos. Lanham también revertirá el sobredeterminismo de la tecnología, pues, tal como hemos intentado sostener en este trabajo, “la tecnología no controla, sino sigue al Zeitgeist (el espíritu de la época)” (Lanham, 1994b). El aspecto central para entender los nuevos medios y el papel que el diseño y la escritura juegan en ellos tendría que desplazarse hacia la situación argumentativa propia de la comunicación digital, de donde provienen sus mecanismos discursivos. Muchos diseñadores elaboran hoy páginas web teniendo que asimilar las reglas interpretativas que se desprenden de la hipertextualidad y de las posibilidades multimediáticas. ¿Qué ocurre en la pantalla electrónica y cómo se dan sus mecanismos retóricos? Veamos la cuestión a través de los siguientes puntos: ■
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La página web se establece como un recorrido hipertextual donde no existe una secuencia lineal sino un diagrama de recorridos posibles. El hipertexto se puede definir como un “sistema de acceso a los datos textuales en el cual se entiende que éstos no están almacenados en ninguna secuencia en particular. Los datos se almacenan de una manera ordenada, pero esta ordenación no intenta influenciar el orden en el cual los datos deben ser recorridos, sino que más bien la secuencia es seleccionada por el lector” (Ingraham, et al., 1994). El sistema de recorridos genera, hasta cierto punto, una movilidad libre, pues el orden de las partes y sus contenidos están prefigurados por el autor. En este sentido, la disposición de las partes ofrece un esquema de posibilidades y la naturaleza de dicho esquema constituye un elemento argumentativo, pues representa el modo en que una temática puede ser abordada o cómo se propone pensarla o experimentarla. Los hipertextos se presentan como una matriz de recorridos posibles, pero sus partes son desarrolladas por medio de textos lineales y posibles interacciones con imágenes fijas, en movimiento o soni-
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dos. Los rasgos editoriales tradicionales de la lectura no se suprimen sino que se reactualizan con mayor fuerza: las tipografías y el valor metafórico que otorgan al orden del pensamiento, tal como lo reseñamos anteriormente, se mantienen como instrumentos decisivos de la organización discursiva. Lo mismo sucede con las retículas, las columnas o los titulares: la metáfora arquitectónica y la idea de que la organización subyacente de la página simboliza el orden sobre el que se sustenta el razonamiento (tal como sucedía en los cánones clásicos), recibe una relaboración: las páginas web se presentan siguiendo ahora la metáfora del portal, o el inicio del recorrido (el punto de partida) es pensado e iconizado como home (casa). A su vez, esta disposición se da dentro del marco del encuadre, que es el formato clásico de la cultura occidental. La disposición de los espacios cursables será configurada como un espacio habitable, con distintas posibilidades de magnitud y contenido; cada página remite a un ambiente, y la navegación sobre el territorio virtual será como el recorrido por un espacio arquitectónico: las metáforas tradicionales de la organización de lo textos no sólo no podrán suprimirse sino se traerán de vuelta a escena, incluso con nuevas posibilidades. El lector realiza una serie de inferencias para navegar que están basadas en acuerdos establecidos dentro de las reglas de la pantalla: en primer lugar, sabe que cada página electrónica actualiza un contenido dentro de un recorrido más amplio, y que puede variar a través de la pulsación de los links, los cuales pueden identificarse en palabras que cambian de color o en iconos sensibles. Se asume que cada uno de estos motivos puede llevarlo a otra “ventana” (metáfora que actualiza también el isomorfismo entre la casa como arquitectura y la pantalla como sistema de navegación) y la intelección del texto depende, tanto de las rutas ofrecidas como de las asunciones que toda página hace respecto al comportamiento del lector que se habitúa a la pulsación. La página web no contradice así el formato códex sino que lo reorganiza en términos de la presentación electrónica. El orden del libro (principio, capítulos, fin) es restructurado en términos de una nueva situación pragmática, pero los portales o ventanas siguen siendo pensadas como “páginas”, compartiendo muchos de sus aspectos tradicionales. La experiencia hermenéutica de la navegación es conducida, al igual que en el resto de los formatos, por la búsqueda de lo significativo. Todo enlace o toda ventana —se infiere—, contendrá una
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aportación al intercambio. Las dimensiones en las que la página electrónica se mueve, a saber, la estructura no lineal de sus partes, la interactividad y lo multimedial, son pertinentes sólo en cuanto su existencia contribuye a la producción cognitiva. Si el contexto pragmático o temático aporta una información que puede sobrentenderse bajo la forma de lo implícito, lo explícito debe ser significativo. Ello, además de ser una regla de lectura, pertinente en los lenguajes en general, es algo que plantea la problemática de la redundancia. Toda lectura depende de la subsistencia de elementos de redundancia (nos habituamos a las características de la navegación, a la lógica de los enlaces, así como reconocemos las pautas que definen un tema) pero, a la vez, la interacción con los enunciados está determinada por las aportaciones que las diferentes partes de la página nos permiten descubrir. Significa que, por ejemplo, si en una enciclopedia tradicional encontramos una “entrada” con una definición satisfactoria, en la página web esta definición puede acompañarse con una imagen en movimiento o con un sonido, pero si esta nueva elaboración no enriquece la comprensión del término, entonces la retórica propia del hipertexto no estaría realmente comprendida o asumida. Muchas páginas se elaboran aún pensando en el proceso de lectura tradicional, sin comprender las reglas inferenciales que son propias del hipertexto. La prerrogativa de lo significativo y, más aún, su claridad, definen uno de los principios retóricos de su producción (que con la incorporación del movimiento o del sonido volvería a parecerse a las reglas de la retórica oral más que de la escrita). El formato hipertextual, como los otros lenguajes, establece sus reglas de interacción optimizando las posibilidades de la operación electrónica con respecto a la naturaleza del pensamiento, de la memoria, la atención y la movilidad (en ese sentido, sus reglas de lectura son retóricas). Como habría señalado Bergson, la experiencia del sujeto se desarrolla linealmente en el tiempo, pero la memoria y la mente no son lineales:22 establecen vínculos entre diferentes planos; los lenguajes y las producciones discursivas diseñados consistirán en aprovechar estas circunstancias de forma sofisticada. Las páginas actúan amoldándose al funcionamiento de la mente, e incluso podemos decir que metaforizan sus operaciones. Por ejem22
Véase Bergson, Henri, Time and Free Will: An Essay on the Immediate Data of Consciousness, Nueva York, Dover, 2001.
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plo, si la mente establece asociaciones, y es capaz de analizar en distintos planos o escalas un concepto, la página web puede emular esta movilidad y actualizarla en la pantalla, estableciendo distintas dimensiones, de modo similar a como sucede en el montaje fílmico, sólo que aquí en relación a nuestra experiencia con la página. Por otra parte, los dispositivos prestablecidos en otros géneros de la gráfica como los que antes revisamos (la imagen de identidad, la composición editorial, las imágenes informativas o argumentativas) contribuirían siguiendo las mismas pautas cognitivas ya reseñadas, pero aparecerían a su vez nuevas. Por ejemplo, una de las novedades del discurso digital es que posibilita la metaforización de nuevas situaciones (no textuales) que antes no habían sido experimentadas en los textos escritos. La pantalla electrónica puede metaforizar el funcionamiento de ■ ■ ■ ■ ■ ■
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una agenda, un libro, una enciclopedia, un periódico, la visita a un almacén, la experiencia del lector que busca materiales específicos en una librería, la realización de operaciones en un banco, la visita a un museo, un álbum fotográfico, el organigrama de una institución, una revista, un mapa, un recorrido por una ciudad, un aparato de sonido.
Ello implica un universo de posibilidades, algunas inéditas, pero en la medida en que cada una de estas experiencias está constituida como una situación sujeta a un conjunto de determinaciones específicas, la página web o el hipertexto necesita construir las metáforas en el sentido adecuado para reemplazar y potenciar esa experiencia. En ello reside la necesidad de su organización retórica y su pertinencia o significatividad como producto de diseño. Un buen ejemplo de ello lo constituye el sitio de Amazon, que reproduce la experiencia de quien visita una librería e incluso supera (o intenta
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superar) a los sistemas de venta de libros en presencia pues no sólo muestra las portadas y la descripción de los libros, sino que remite a los otros libros del mismo autor, a los comentarios de los que han comprado y leído el texto mostrado e incluso a las otras obras que han adquirido sus lectores, así como a otros ejemplares relacionados con el mismo tema. El sitio diseñado incursionaría en la experiencia del sujeto y en las múltiples determinaciones que lo conducen a una búsqueda, mejorando lo que podría realizarse físicamente frente al estante, contribuyendo a enriquecer esa experiencia y hasta individualizando la organización del consumo.23 La regla para establecer estas experiencias sería la metaforización progresiva de las acciones y los pensamientos involucrados en la situación específica y su adecuada organización en el sistema de navegación. La página electrónica cuenta con una serie de dispositivos para facilitar la navegación y construir la experiencia. Estos dispositivos son retóricos en cuanto que provienen de una inventio basada en lugares (la noción de lugar vuelve a ser aquí crucial pues, como se sostenía en la antigua Retórica, los lugares son los puntos de partida para la acción discursiva y definen la orientación de la argumentación, y en las páginas web dichos lugares vuelven a ser materialmente lugares, pues se despliegan en ventanas), se organizan mediante una dispositio (y la disposición de las partes es, para los diseñadores, una vez más, un asunto que se considera explícitamente como decisivo) y una estrategia de elocutio, de metaforización y de claridad que son indudablemente necesarias. Como señala Charnier B. Ingraham, las estrategias de recorrido basadas en esta matriz se han desarrollado para navegar en el llamado ciberespacio e incluyen “variaciones en el color, el tamaño, o la forma de las fuentes para señalar los acoplamientos hipertextuales posibles o varios algoritmos de búsqueda que alienten enlaces más amplios y abiertos. Estas estrategias y herramientas navegacionales son análogas al uso de la itálica, de los subrayados, de las marcas de citas, es decir, marcadores retóricos que pueden servir para hacer avanzar un argumento o para colocarlo al menos dentro de un discurso más amplio” (Ingraham, 1994).
23
Lo que Fuat Firat llamaba “mercadotecia radical”. Véase Firat, Fuat et al., Philosophical and Radical Thought in Marketing, Lexington, Lexington Books, 1987.
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Respecto a los iconos y a los sistemas de puntuación y navegación dentro de la página, los procesos de lectura digital han reactivado la conciencia de que las marcas que dirigen la lectura adquieren formas visuales en función de agilizar y contribuir a la deliberación del discurso. Las letras y los signos de puntuación en la antigüedad, como señalaban Lupton y Miller, eran dispositivos visuales elaborados en función de emular el fluido del discurso oral. Así, el surgimiento del punto, las comillas, los signos de interrogación o de admiración, la vírgula, los espacios entre las palabras o entre los párrafos eran marcas visuales que primero se usaron intuitivamente con el propósito de mostrar el curso de la deliberación: “Tales signos fueron pensados para dar marcas a la lectura en voz alta: ellas marcaban la subida o la bajada del tono de la voz” (Lupton y Miller, 1996). Nosotros hemos dicho que este origen retórico compromete a los signos visuales como algo más que una representación del discurso verbal, pues con el paso del tiempo la organización gráfica empezó a regularlo y la lengua escrita se volvió prominente. Cuando la imprenta estandarizó esos patrones, las marcas se volvieron institucionales y quizás olvidaron su origen retórico visual, es decir, la función que intuitivamente unía la expresión del pensamiento con la forma gráfica se asumió como norma gramatical. Los gramáticos se sirvieron de ellas para establecer las estructuras normativas de la lengua, pero provenían no de la adaptación a la morfología de las palabras sino de la adaptación a las necesidades elocutivas frente al lector. La gramática, como discurso racional sobre el lenguaje, se impuso entonces a la retórica, pero provenía de ella. Con el discurso digital, sin embargo, la productividad elocutiva de los signos visuales para la lectura vuelve a reactivarse y el sendero establecido por la retórica para la puntuación temprana comienza de nuevo a incidir en la creación de marcas, esta vez en función de las necesidades expresivas de la navegación. Esto es lo que hace pensar en un redescubrimiento de la retórica como proceso generativo que incide en los dispositivos de lectura. Siguiendo el mismo cauce con que la acción retórica había producido la puntuación temprana, los escritores y diseñadores en los nuevos medios “han estado usando las marcas de puntuación para fines expresivos” (Lupton y Miller, 1996: 39). De este modo, la forma, el color y las distintas operaciones semánticas que lo gráfico aporta a la organización del pensamiento, vuelven a tomar su lugar como instrumentos de construcción cognitiva y expresiva.
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La escritura en los medios digitales, señala Richard Lanham en La palabra electrónica, “ha originado una completa renegociación del radio de acción de la identidad icono/alfabeto sobre el que el pensamiento basado en medios impresos había sido construido” (Lanham, 1994a). En principio, este habría sido el descubrimiento crucial de la Macintosh, es decir, el haber percibido que el universo digital modificaría el curso tradicional del pensamiento organizado con los signos estandarizados del alfabeto y que la iconicidad resurgiría como el medio adecuado para la nueva puntuación. Este fenómeno, a su vez, recuerda el papel de los lugares comunes en la construcción discursiva. En la computadora aparecen regularmente figuras que usamos para la interacción como casa (home), sobre, basurero, lupa, folder, bocina, nota musical, cámara, flechas, lápiz o brocha, y estos encarnan la presencia de los lugares en nuestra comprensión del discurso, son los lugares comunes vueltos ahora gráficos. Si los lugares hacían alusión al conocimiento proverbial y comúnmente aceptado, “esta sabiduría proverbial se vuelve visual —señala Lanham—, la expresión digital ha resucitado el mundo de la sabiduría proverbial, pero a través de vastos conjuntos de iconos más que de palabras. Ellos son, en efecto, catálogos que representan situaciones basadas en lugares comunes y respuestas adecuadas a ellos: caras, gestos y símbolos de todo tipo. La dependencia tradicional sobre los lugares comunes en la educación retórica se ha transmutado de la palabra a la imagen” (Lupton y Miller, 1996: 37). Dichos mecanismos, referidos a la capacidad de poner de manifiesto el papel de los lugares en el texto, revive así la antigua figura conocida como “écfrasis”, que se refiere a la capacidad descriptiva de ciertos signos para ilustrar los conceptos. Si la écfrasis tenía por objetivo actualizar a través de una imagen un concepto común, describiría, además, el funcionamiento de los nuevos iconos (por ello Lanham define a la écfrasis como pictogramas hablantes y dinámicos) (Lupton y Miller, 1996: 34). Ello recuerda también a la tradicional oposición entre escritura alfabética e ideográfica sobre la que se construyó el canon del libro; esta oposición es la que se pondría de nuevo en negociación, recordando el papel cognitivo de las imágenes. Con estos dispositivos las páginas dinamizan la experiencia de lectura, pero su base constructiva se da sobre la base de la coherencia cognitiva que aportan con respecto a las situaciones que metaforizan, así como a las necesidades pragmáticas. La escritura alfabéti-
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ca no desaparece, pero sus reglas cambian, pues en la pantalla un nuevo tipo de organización textual se hace necesario. Debido a la necesidad de movimiento constante que tienen la pantalla y el lector (cuya vista soporta sólo periodos cortos de tiempo frente a un texto electrónico), así como ante las abreviaciones sobre los procesos de lectura que generan los iconos y al recurso constante de la posibilidad de interacción, los textos tienen que redactarse en términos de paquetes breves de información con una permanente remisión a enlaces. La escritura y los iconos se adaptan en este sentido a las necesidades ergonómicas del usuario frente a la pantalla. Ello hace posibles ciertas experiencias que remiten a la movilidad constante del pensamiento, y el diseño inteligente de páginas consiste en encontrar el desarrollo propio de esta posibilidad con base en la comprensión de sus propias circunstancias de lectura. Jakob Nielsen, intentando identificar el carácter de las reglas de lectura de los sitios web, señala como errores: a] comprender a las páginas como un simple folleto y no como un nuevo modo de organizar el trabajo de una institución en la economía de la red, b] diseñar las interfaces para reflejar la forma en que una organización está estructurada, en lugar de reflejar las necesidades de información de los usuarios (un diseño inconsecuente), c] pensar que la página debe ser “atractiva” antes que en el sistema de circulación a través de la información, d] escribir en un estilo no adecuado a la página, donde los usuarios están más bien habituados a buscar lo esencial de un vistazo y e] dar una visión cerrada del sitio, como si fuera el único importante, en lugar de establecer vínculos a otros sitios con puntos de entrada bien estructurados —que resulta una de las expectativas de la lectura en estos formatos, la posibilidad de enlazarse continuamente a otros centros de interés involucrados (Cárdenas de Ghio, comp., 2001: 13)—. Estas observaciones permiten ver la naturaleza de las acciones que hace posible el discurso de las páginas. Pero, por otra parte, ellas no realizan tan fácilmente lo que hacía el libro frente al usuario que recorre un discurso largo. En un tiempo se pensó que la escritura electrónica sustituiría por completo al formato códex, del mismo modo que un día se pensó que el cine desplazaría al teatro o que la fotografía sustituiría a la pintura. En realidad, los nuevos medios no sustituyen a los anteriores sino que aportan un nuevo recurso que a su vez debe encontrar sus propias reglas y, en este sentido, la retórica es una base epistémica tal como lo fue en los casos anteriores (pues es justa-
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mente una disciplina que reflexiona sobre las posibilidades de deliberación en diferentes contextos, haciéndonos ver que el discurso se basa en la comprensión de la situación comunicativa y del auditorio). La hipótesis exagerada de que el libro desaparecería con las computadoras es todavía infundada, al menos desde la situación actual; el surgimiento de la página web se hizo expansivo, pero el del libro electrónico más bien fue frenado, pues los lectores de discursos en este tipo de formato (que cubren con él necesidades que con la página electrónica no pueden solventar, así como también al revés) refieren cada uno de estos procesos de lectura en el formato que les corresponde. Por ello, muchas editoriales han decidido suspender la publicación de libros electrónicos, pues cada medio tiene sus propias posibilidades y condiciones y parece que ambos medios seguirán más bien conviviendo. La página web no es entonces un sustituto, sino que genera otro tipo de experiencia, otro tipo de metáfora para la acción humana. La página web ya no tiene que ser pensada dentro del esquema inicio-desarrollo-final, sino mediante la idea de apertura-recorridoscierre. En este sentido, la noción de dispositio tradicional es desplazada a un nuevo marco, pero el orden sigue siendo importante. Las estrategias en el sentido no lineal siguen, sin embargo, estructurándose en función de la persuasión del auditorio. Por ejemplo, el balance entre los mecanismos del logos, el pathos y el ethos como dispositivos que permiten otorgar una carácter al que enuncia, una lógica argumentativa que haga creíble la información, una adaptación a las condiciones del intercambio y una organización que retribuya la participación emotiva del auditorio, siguen normando la estructuración de las partes y de los mecanismos de enlace. Algunas páginas, por ejemplo, han recurrido a una reactivación de lo que en la dispositio retórica tradicional se llamaba exordio, una parte destinada a la introducción del discurso para despertar el ánimo del público. Esto lo podemos ver en las llamadas “entradas flash” que por lo regular ejecutan con movimientos y sonidos una presentación de la página (los logotipos o los lemas se forman, las palabras se arman, etcétera). Pero este mecanismo no es usado por todos y otras páginas nos llevan directamente a la información. Al parecer, si nos adecuamos a las expectativas de los lectores, que en la red funcionan como activos y veloces buscadores de información, estas entradas estarían de más, a menos que la introducción fuera efectivamente enriquecedora de la lectura o de la compren-
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sión de los contenidos. En adelante, la página muestra un carácter a partir del ambiente que produce y de los enlaces que permite hacer. Esta estructuración puede pensarse retóricamente si advertimos las condiciones que necesita satisfacer. Algunos investigadores de la retórica de las páginas web han pensado en estas estructuras precisamente a partir de sus condiciones persuasivas. Marc Millon señala que “la pantalla tiene sus propios dispositivos retóricos únicos. El uso de los hiperlinks, por ejemplo, efectúa la impresión visual total de que existe un documento completo en la pantalla, los pedazos coloreados del texto agregan credibilidad y sugieren otras avenidas de exploración, agregando profundidad y autoridad al documento” (Millon, 1999). Un sistema de navegación inteligente muestra así la propia credibilidad que se le puede otorgar a la institución o persona de la cual proviene la página, por lo que será un instrumento decisivo para la persuasión. Y es que con el ambiente y el sistema de navegación se da presencia al carácter del orador, que en su discurso se adopta un estilo, mientras que los links y la propuesta de interactividad hablan de la propia cultura que soporta al discurso, tal como se planteaba el asunto desde las antiguas retóricas como la de Cicerón. En el arte de la persuasión se ha hablado del arreglo, la invención y el estilo a manera de objetos sobre los que se construyen las estrategias discursivas, y las páginas electrónicas se organizan conforme a esos principios. La experiencia hermenéutica frente a la pantalla que aquí hemos analizado muestra por un lado la continuidad de los principios discursivos que se pusieron en marcha desde la antigüedad, y por otro deja ver la extensión de esos principios hacia situaciones inéditas dentro de la tradición escrita o la gráfica impresa. Podemos hablar de revolución digital en el sentido en que nuevos caminos para la lectura, la educación y la comunicación son abiertos, pero también es necesario comprender que ellos se basan en una profundización de los hábitos persuasivos anteriores. La reordenación de esas posibilidades da razón de ser al diseño como vehículo de reflexión y de producción de las innovaciones, pero si la idea de que el orden tradicional del discurso imponía un poder a partir de la organización jerárquica del pensamiento (idea con la que se construía la crítica acerca de la linealidad del discurso) tenemos que decir que en este nuevo orden, no lineal sino multicursal, el poder y el control no han desaparecido, sino que han adquirido nuevas formas. En efecto, entre los precursores
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del posmodernismo la necesidad de transgresión se había volcado sobre las estructuras lineales, y el tema central era el control a partir de la jerarquización de las partes. Foucault decía que en toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad (Foucault, 1987: 29).
Pero algo similar puede decirse de la organización digital de la información, que en su forma no lineal ha expandido ese reino que da a los discursos su poder persuasivo y su capacidad de generar acciones sociales, sobre todo a partir de su expansión a nivel mundial. En la actualidad, darse de alta en la red constituye un paso en el que las instituciones consideran otorgarse una acreditación frente al nuevo escenario de la información, y su presentación y organización son nuevas pautas para obtener credibilidad (de allí la necesidad de mirarlas como sujetos de una retórica). En este sentido la no linealidad no es neutral ni desarma al sentido o al deseo de conquista, sino que lo refuerza al llevar a cabo en la pantalla una metáfora que a su vez es equivalente al orden moderno y a las reglas de la economía. Así como las ciudades ya no tienen un centro único, sino muchos centros (principalmente centros comerciales, que reproducen fractal y globalmente el mismo orden en muchos puntos), las páginas electrónicas en red realizan esta multicentralidad simbolizando su adhesión al nuevo orden económico y social. Las tesis de la irracionalidad o el discurso puramente tecnocrático son los que impiden observar el rol de estos nuevos acontecimientos, aunque estén ahí, sobre todo los acontecimientos sociales que están presentes en este proceso. Como lo señala De Vecchi, la discusión entre el libro y la computadora no siempre se hace desde una perspectiva neutral, porque detrás de ella está todo tipo de intereses, detrás de cada medio hay varias industrias que se juegan algo; probablemente sea esta la razón por la que el discurso se ha puesto muchas veces en un nivel solamente tecnológico, a nivel de las interfaces, casi de la pura ergonomía” (De Vecchi, 1998: 145)
y por ello se insiste en sostener que los medios digitales producen cosas que no pueden hacerse con otros medios, aunque ello no siempre sea revolucionario sino muchas veces sirva para mantener el con-
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servadurismo y los lugares comunes: incluso el discurso de la no linealidad se ha vuelto un lugar común. De cualquier forma, la era digital pone en marcha numerosas reflexiones. En principio, ellas tienen que ver con la retórica y su centralidad en la educación y la comunicación en tanto que ésta había sido el arte que daba cuenta de la organización de los discursos y había establecido la pauta misma de la discursividad. Janice Walker sugiere que el canon clásico de la retórica —la invención, la disposición, la memoria, la deliberación y el estilo— puede ser relaborado de acuerdo con las nuevas circunstancias. Con respecto a la inventio tendría que ver con los lugares comunes pues en la antigüedad se consideraba que había un saber común del que partían los discursos. Tal participación comunitaria del saber habría sido rota con la imprenta y con la noción de autor (que implicaba la idea de propiedad sobre las ideas, como sucede ahora con los derechos autor: los lugares ya no eran comunes sino que los autores poseen sus propios lugares). Pero con la escritura global on line quizás estemos retornando a la visión comunal de la invención, donde las nociones de plagio o de propiedad intelectual están poniéndose en cuestión […] Necesitamos así reconsiderar tanto la noción de invención como de atribución y los modos en que escribe y se enseña la escritura en esta era global y de información colaborativa (Walker, 1997).
En cuanto a la dispositio, es necesario pensar en las nuevas posibilidades de organización que da la hipertextualidad y la introducción de sonidos y videos a la construcción argumentativa multicursal. La memoria, otra de las partes de la retórica para la deliberación oral (y quizás olvidada con el surgimiento de la escritura impresa) podría reactivarse como una memoria colectiva y disponible en línea pues estaría construida electrónicamente (las computadoras vuelven a activar la noción de memoria —esta vez digital— como soporte decisivo para la participación discursiva y para la lectura) y situada en una comunal base de datos. La deliberación, fenómeno que en la retórica oral dependía enormemente de la gestualidad y de las emociones expresadas, podría estar también reactivándose con la participación de los elementos emotivos (sonidos, imágenes) que animan la lectura. Dice Walker: cuando consideramos la deliberación en la red, debemos considerar también los tipos de archivos sobre los que estamos “deliberando”, los pro-
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tocolos o el software que es necesario para “ver” o “leer” los archivos, y cómo los diversos elementos del mundo en línea, como los diferentes tipos de browsers, afectan la presentación de las piezas (Walker, 1997),
y asimismo tienen que ponerse en consideración las nuevas reglas estilísticas de la escritura electrónica, la propia norma con la que establece su claridad elocutiva y cognitiva. Y es que a pesar de las innovaciones y procedimientos experimentales que están teniendo lugar con las computadoras y su conexión en una red mundial, así como con las posibilidades de manipulación digital de la información, un nuevo canon estaría dibujándose, que no está en contradicción con sus fuentes discursivas antiguas en el mundo occidental sino en consonancia con ellas. Por ello, señala también R. Lanham que para explicar los fenómenos de la lectura y la escritura en las computadoras, necesitamos regresar al pensamiento occidental original respecto a la escritura y la lectura —la paideia retórica— que proveyó el soporte a la educación occidental durante 2000 años. La expresión digital rebasa verdaderamente la estética posmoderna (que ha llenado la agenda de la discusión sobre la lectura y el discurso), pero pertenece a un movimiento mucho más largo que comprende y explica tal estética: el retorno a la matriz de la educación a través de las palabras. Nosotros estamos aún perplejos por tres siglos de la simplificación newtoniana que convirtió a la retórica en una palabra sucia, pero estamos comenzando a reponernos. La expresión digital, en tal contexto, deviene no una tecnología no revolucionaria sino más bien una conservadora. Ella intenta reclamar, y repensar, la sabiduría occidental básica acerca de las palabras (Lanham, 1994a: 51).
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Conclusión
Las imágenes, proposiciones y sistemas de lectura que el diseño ha puesto en acción dentro de la vida social son siempre algo más que una consignación perceptiva de conceptos e ideas. Son artificios que surgen de un punto de partida que nunca es neutral y cuyos propósitos persuasivos y estructuradores conllevan siempre la metaforización y la interpretación. En la medida en que estos mecanismos —operados sobre la naturaleza colectiva de la creencia y el lenguaje— actúan sobre la organización cultural generando instrumentos que contribuyen a la regulación social, podemos considerar que conforman uno de los discursos de nuestro tiempo. El diseño compone un discurso ciertamente heterogéneo debido a la naturaleza diversa de sus propósitos, de sus fines y de sus medios. El discurso de la imagen diseñada y de la proposición gráfica actúa en numerosas instancias y sirve tanto a la imagen institucional como al estado, o a los diversos propósitos de la vida cultural y política. Pero uno de los descubrimientos decisivos de su reconfiguración teórica es que los dispositivos de la letra, de la forma, del color o del formato en que se manifiesta esa toma de postura frente al territorio y frente a los auditorios, adquieren un estatuto antropológico más importante de lo que se considera comúnmente cuando se habla de imágenes, precisamente porque ponen en evidencia los juicios y valores colectivos que están detrás de ellas, impidiendo la consideración tradicional que considera al diseño como una mera ornamentación. La perspectiva de un análisis de esta naturaleza nos ha llevado a reubicar a la retórica como el eje de una concepción social del diseño: las imágenes no son lo que parecen, son mecanismos que plantean las cosas desde algún lugar, instancias que podrían haber sido de otro modo y producciones que generan un poder colectivo. Son discursivas y retóricas porque ocurren cuando alguien propone una lectura particular de lo real a una audiencia y en una situación concreta para conseguir propósitos particulares. La lectura de la imagen es una actividad multidimensional que moviliza simultáneamente nuestro intelecto, nuestras emociones, nuestras ideologías y nuestra ética. Tal perspectiva puede alterar las ideas comunes que suponen al diseño como un artefacto más bien neutral, puramente expresivo o reducido a lo técnico. Sin embargo, la idea de que todo mecanismo de la comu-
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nicación gráfica encierra una metaforización, y que ésta revela su contenido propiamente histórico, no debe desalentar a los diseñadores. Es necesario considerar justamente el poder de la interpretación y de la acción social que ella genera. En este sentido también, como señala Robert Scott, la retórica no sólo debe ser considerada como un arte de la elocución sino como una epistemología propiamente dicha, que especifica los lugares desde los que la interpretación se realiza y contribuye a la conceptualización implícita en nuestros hábitos de lenguaje (Scott, 1999). La conciencia de la actividad persuasiva de las palabras y las imágenes, que en nuestro tiempo ha llegado a su manifestación más sofisticada y tecnológica, debe hacerse consciente en toda práctica de diseño. Pero tal ruta tiene sus raíces en los parámetros de la cultura griega antigua, que habría sido la primera en postular que el hombre genera su propio saber, que puede modelar su lenguaje, construir sus technés y generar cambios constantes, decidir su propio designio. La idea de sofisticación, que está relacionada con la de filosofía (pues ambas parten de la toma de conciencia del sujeto sobre su propia sabiduría —o sophia— con la subsecuente posibilidad de que dicha sabiduría pueda proyectarse en la acción gracias a las tecnologías, que construyen una sociedad sofisticada), tendría su fundamento en la noción de retórica pues ésta supone al lenguaje como una tecnología, una forma de conducir o modelar los juicios para la vida colectiva. Con la conciencia retórica, que es una conciencia del sujeto sobre su propio hacer, como lo señala Mark Backmann (Backmann, 1991), el hombre se habría hecho consciente de su propia acción: la verdad sería construida; las imágenes, reales; las palabras, herramientas, y los cambios resultarían inevitables. Es decir, el sujeto podría generar su propio designio, noción implícita en la idea de diseño: el hombre crearía su propio universo artificial para dirigir su acción, y en ello las palabras y las imágenes cobrarían una particular importancia, tal como lo hemos visto a lo largo de este trabajo. Esta postura nos ha hecho hablar del diseño como un arte liberal, un arte de concebir y planear productos cuyos parámetros no se encuentran en la percepción sino en situaciones humanas propiamente dichas, en la constitución de la democracia, de los intercambios y de los debates. Esta tesis trae importantes consecuencias para la disciplina. En primer lugar, porque establece sus parámetros en el análisis de los acuerdos culturales y no sólo en los aspectos visuales y, en segundo, porque permite revalorar la noción misma del diseño, es decir, pen-
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sar en la posibilidad de inversión y de cambio mediante la movilización de los acuerdos mismos, una libertad que tendría que ser inherente y consciente en el acto de diseñar. Si el diseño se enfrenta desde esta frontera, asumiendo su propia condición como instancia que genera discursos sociales, las imágenes y las palabras que hoy rodean nuestro entorno podrán entrar a un debate más amplio dentro del universo de nuestras creencias, nuestros juicios y nuestros proyectos culturales futuros. Para ello ha sido descubierto el artificio de la invención retórica: para generar la conciencia de que puede diseñarse el pensamiento y, con ello, las acciones de los hombres.
conclusión
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Bibliografía
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E l au to r Alejandro Tapia
Nació en la ciudad de México en1961. Es licenciado en ciencias de la comunicación, por la uam Xochimilco, y en lengua y literatura hispánicas por la unam; y maestro en gestión del diseño por la uic. Es profesor-investigador del Departamento de Teoría y Análisis de la División de Ciencias y Artes para el Diseño, de la uam Xochimilco. Ha publicado artículos en revistas nacionales y ha impartido cursos y conferencias relativos a la teoría del diseño. Ha sido coordinador de la licenciatura en diseño de la comunicación gráfica en la uam Xochimilco y forma parte de los Comités Interinstitucionales de Evaluación de la Educación Superior, de la sep-anuies. Forma parte del comité editorial de las revistas Diseño en síntesis (uam Xochimilco) y Encuadre (Asociación Mexicana de Escuelas de Diseño Gráfico). Es autor de De la retórica a la imagen (uam- Xochimilco, 1990). Designio publicó “Pensando con tipografía” en “Diseño tipográfico en México. Ensayos” (2003). Ha publicado artículos en Design Issues, editada por The mit Press. Actualmente estudia la obra del escritor brasileño João Guimarães Rosa, sobre la que desarrolla estudios doctorales.
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Otros títulos publicados y disponibles en e-book Colección: Teoría y Práctica Biodiseño Janitzio Égido Villarreal La trama del diseño, ¿porqué necesitamos métodos para diseñar? Gabriel Simón Sol Tecnología y diseño en el México Prehispánico Oscar Salinas Flores Arquitectura Mexicana Contemporánea. Crítica y reflexiones Gustavo López Padilla El significado del diseño y la construcción del entorno César González Ochoa El juego del diseño. Un acercamiento a sus reglas de interpretación creativa Román Esqueda Las políticas de lo artificial. Ensayos y estudios sobre el diseño Victor Margolin El diseño gráfico en el espacio social Alejandro Tapia Ergonomía para el diseño Cecilia Flores Colección: Temas Las rutas del diseño. Estudios sobre teoría y práctica VVAA Diseño, tipografía y lenguaje VVAA Diseño tipográfico en México. Ensayos VVAA Diseño y usuario Aplicaciones de la ergonomía VVAA
otros títulos publicados y disponibles en e-book
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