Selecci贸n de Textos de Juli谩n Pascual (Universidade de Oviedo)
Nadie duda que la competencia para comprender todo tipo de textos escritos resulta indispensable tanto para la formación en cualquier contexto académico como para el desempeño en el ámbito laboral y profesional y en nuestra vida cotidiana. Sin embargo, tradicionalmente, en el ámbito de la escuela los esfuerzos en este sentido se han concentrado principalmente en el aprendizaje inicial de la lectura. Durante mucho tiempo se ha asumido que, una vez que el alumno aprendía a leer, la comprensión de lo leído se alcanzaba de manera directa y espontánea, y por ello no era preciso enseñar específicamente a comprender (...) Por lo general, en la escuela tradicional los estudiantes han tenido que comprender y aprender a partir de la lectura individual de un texto único –el libro de texto propiamente dicho-, y casi siempre con el objetivo de contar lo que en él se dice. Para responder con éxito a esta demanda basta con que el alumnado sea capaz de reproducir, parafrasear o, a lo sumo, resumir las ideas contenidas en los textos, aunque no lleguen a integrarlas bien en sus conocimientos y experiencias previas.(...) La sociedad del conocimiento, sin embargo, demanda una comprensión más profunda, que sólo se alcanza cuando se va más allá de las ideas contenidas en los textos para aplicarlas a la solución de nuevos problemas, para extraer conclusiones o emitir juicios críticos (Mateos, 2001:60).
El encuentro decisivo entre los chicos y los libros se produce en los pupitres del colegio. Si se produce en una situación creativa, donde cuenta la vida y no el ejercicio, podrá surgir ese gusto por la lectura con el cual no se nace, porque no es un instinto. Si se produce en una situación burocrática, si al libro se lo maltrata como instrumento de ejercitaciones (copias, resúmenes, análisis gramatical, etc.), sofocado por el mecanismo tradicional «examen-juicio», podrá nacer la técnica de la lectura, pero no el gusto. Los chicos sabrán leer, pero leerán sólo si se les obliga…” (Rodari).
El niĂąo seguirĂa siendo un buen lector si los adultos que lo rodean alimentaran su entusiasmo en lugar de poner a prueba su competencia, si estimularan su deseo de aprender en lugar de imponerle el deber de recitar, si le acompaĂąaran en su esfuerzo sin contentarse en esperarle a la vuelta de la esquina, si consintieran en perder tardes en lugar de intentar ganar tiempo, si hicieran vibrar el presente sin blandir la amenaza del futuro, si se negaran a convertir en dura tarea lo que era un placer, si alimentaran este placer hasta que se transmutara en deber, si sustentaran este deber en la gratuidad de cualquier aprendizaje cultural, y recuperaran ellos mismos el placer de esta gratuidad (Pennac, 1993).
Querido docente: si alguna vez al salir del cine alguien te detuvo en la vereda y te pidió que escribieras tres finales distintos para ese argumento, y esa experiencia te agradó y notaste que mejoró tu comprensión del filme, entonces está muy bien que continúes pidiéndoles a los alumnos que después de la lectura de un cuento señalen palabras esdrújulas, sensaciones olfativas o terminaciones en aba (...). Desconfía de los cuentos y novelas que sirvan para enseñar algo muy concreto. Si el libro demuestra claramente que los dientes deben cepillarse todas las noches, que no hay que discriminar a los asiáticos y que los enanos son personas, probablemente no tenga mucho valor literario. Las grandes obras literarias no enseñan nada, al menos no directamente, y, al contrario, crean encrucijadas que provocan más preguntas que respuestas (Ricardo Mariño, 2004).
Leer es más trabajoso que mirar. Dicho brutalmente, los dibujitos que llamamos letras son representaciones de ruidos que llamamos palabras que a su vez son representaciones de las cosas. En el televisor, en cambio, están directamente las cosas (la imagen de ellas). Es más trabajoso leer que mirar. Pero recordemos que correr tras una sola pelota que se la disputan veinte chicos valiéndose de patadas y empujones es más trabajoso que quedarse sentado en un banco de la plaza mirando comer a las palomas. Curiosamente, los chicos prefieren el fútbol a quedarse sentados. Debe ser que lo muy placentero hace olvidar lo trabajoso de su consecución. Los buenos libros hacen olvidar el trabajo de leer (Ricardo Mariño, 2004).
Si un niño lee mal y le decimos que es muy bueno leer, lo podemos acomplejar. Lo que hay que hacer es suministrar buenos libros y crear el clima necesario, pero no repetir machaconamente que es esto y lo otro, porque entonces se genera el rechazo. Si un jovenzuelo. o un niño, no quiere leer, PACIENCIA. De nada sirve comparar, insistir. No le digamos que debe leer porque es algo muy importante, sino que nos vea leer. Con frecuencia, cuanto más insistimos, más rechazo generamos, como padres y como profesores. Pero cuando no hablamos de las excelencias de algo, sino que lo practicamos, ejercemos más influjo. El ejemplo vale, no las palabras. Tiempo al tiempo y darle algún librito que los chicos de su misma edad hayan dicho que es muy bueno. Que hable de qué le gustaría, de qué temas. Y si a pesar de todo no lee, pues qué le vamos a hacer. De todo tiene que haber en la vida, que en la variedad está el gusto. Hay que decirle a un alumno que si no quiere leer en determinado momento, que no lo haga (Zapata, 1996: 77 -78).
… los cuestionarios que tratan de evaluar la comprensión resultan tan insulsos, tan insuficientes, pues soslayan lo esencial, que es conocer la imbricación de un lector y un texto. Para apreciar la verdadera respuesta de un lector habría que procurar que percibiese la lectura como un acontecimiento, no como una penitencia, y más que interrogarlo bajo el signo de la sospecha -señala los personajes de la historia, indica la trama principal, describe el lugar de la acción- habría que interpelarlo bajo el signo de la complicidad, habría que interesarse por las imágenes, los recuerdos, las sorpresas, las ideas o los descubrimientos que le hubiera suscitado la lectura. Y en ese proceso, que requiere no sólo aportar al texto la propia experiencia sino hacer propias las experiencias extrañas que se ofrecen en él, no pueden desestimarse la espontaneidad, las indecisiones, las conjeturas o las extravagancias de los lectores. Sólo así puede merecerse el deslumbramiento de la literatura. Pero comprender un texto no significa atender únicamente la intención del autor al escribirlo (sería una incongruencia ignorar esa pretensión) y tratar de reproducir su proceso creativo. La lectura es siempre un hecho individual y no podemos pretender que haya lecturas idénticas, pues la vida personal repercute inevitablemente en el modo de leer, de modo que la comprensión está determinada por las propias características del texto, las peculiaridades del lector, los objetivos de la lectura o las condiciones en que se realiza. Los significados de un relato o un poema no están del todo en el texto, pero tampoco exclusivamente en el lector (Mata, 2004:81).
Hace un año charlaba con un grupo de chicos de unos diez años. Hablábamos de poesía, y ellos mismos me pidieron ayuda para tener alguna experiencia como poetas. Les propuse un tema. La tarde anterior me había despedido de alguien a quien creía que no iba a ver nunca más, lo que tenía desgarrado mi corazón. Se lo dije a los chicos, sin ocultar mis sentimientos, mi dolor. Les conté que la cita había sido en un faro, no lejos de allí. Les describí el faro, sus colores vivos, el inmenso ojo de luz que taladraba la tarde, la campana obsoleta que decenios atrás avisaba a los barcos en la niebla, el anochecer tenebroso entre nubarrones negros desgarrados por la tormenta, la furia de las olas contra el acantilado... A la semana siguiente volví para que todos leyéramos nuestros trabajos, y yo mismo llevaba en el bolsillo mi propio poema de amor desgarrado. Los chicos fueron leyendo sus trabajos, cargados de sentimiento y emoción, pero a menudo lastrados por la impericia, el abuso de la rima... Uno de ellos, Miguel, guardaba silencio, cabizbajo. Le pregunté. Apenas levantó la vista para decir que sólo había escrito dos versos. Condescendiente como solemos ser los adultos con ellos, le dije que no importaba, que quería oír sus dos versos. Entonces Miguel se levantó, y leyó este poema libre, de métrica inexistente: “Una campana que no suena, Toca el silencio.” Con un nudo en la garganta, arrugué mi poema dentro del bolsillo. Aún sigo asimilado la lección, porque Miguel me había enseñado, a los diez años, qué es la poesía, qué es la literatura: la capacidad de emocionarnos, de decir sin decir, o de decir mucho diciendo apenas nada. En sus versos no había faro, no había hombre, no había mujer, no había acantilado, ni tormenta, ni noche: pero estaba lo esencial: mi corazón campana, mi soledad silencio. Emoción. Gracias, Miguel (G. Morue, 2004).
Los intereses de lectura de los alumnos que llega a la escuela son nuestra oportunidad, pero los intereses con los que salen son nuestra responsabilidad (Frank Smith).
El enemigo de la lectura no reside, como en la actualidad algunos temen, en la cultura audiovisual que domina en los medios de comunicación y en la extensión de las nuevas tecnologías, sino en las desafortunadas prácticas dominantes de leer a las que sometemos a los alumnos durante la escolaridad (Gimeno Sacristán, 2001).
Hay quienes no pueden imaginar un mundo sin pájaros; hay quienes no pueden imaginar un mundo sin agua, en lo que a mí se refiere, soy incapaz de imaginar un mundo sin libros. A lo largo de la historia el hombre ha soñado y forjado un sinfín de instrumentos. Ha creado la llave, una barrita de metal que permite que alguien penetre en un vasto palacio. Ha creado la espada y el arado, prolongaciones del brazo del hombre que los usa. Ha creado el libro, que es una extensión secular de su imaginación y de su memoria. (J.L. Borges).
...nada es más perturbador que el contraste entre la demanda del público [docentes, bibliotecarios] de recetas prácticas y la certeza de que no hay ninguna que pueda ser aplicada mecánica y universalmente; que cada quien debe construir el camino haciendo valer los recursos de que disponen -él y su público-, porque la lectura reactualiza el valor de cada persona, y es inseparable de la dimensión de lo contingente. Por esto desde hace años sostengo que lo esencial para trabajar en un proyecto de formación de lectores es tener un Norte y disponer de una brújula. La idea del Norte es obvia: para ir a algún lado debemos saber a dónde queremos ir, a menos que uno se proponga sólo vagabundear, lo que en sí es un Norte. La idea de la brújula no es menos trivial. Responde a la dificultad de avanzar en línea recta, algo que, como sabemos, es fácil en el mundo de las matemáticas, pero harto complicado en el nuestro, en el que, por alguna extraña razón, vayamos a donde vayamos, en el camino siempre se atraviesa un abismo o una roca o nos amenaza un maleante o un toro con los ojos inyectados. Para esquivarlos, es necesario dar rodeos, saltar o meterse en un río. Y, claro, no extraviar la dirección. Justamente por eso es importante llevar siempre una brújula (...) ¿Por dónde comenzar? Tal vez por escuchar, que es algo menos simple de lo que se piensa. Los editores, los maestros, los bibliotecarios y promotores culturales que debemos hacer cosas: estrategias, actividades, campañas, carteles. Pensar que la formación de un lector depende de la profusión de estas actividades es una fantasía narcisista con pocos asideros en la realidad. Cada vez me es más claro que la naturaleza de nuestro trabajo debe ser otra. Que la intervención debe ser más discreta y que esa discreción es, paradójicamente, más exigente que la parafernalia al uso. Y es que se trata de escuchar con el cuerpo y con la inteligencia, con el compromiso de la escucha atenta. Es decir, sin ningún compromiso previo más que un respeto radical por el otro. El reto de la lectura puede ser ése: abrirla a la escucha. Al compromiso de la escucha. [GOLDIN, D. (2001) “El norte y la brújula”. En Geografía lectoras. 9ª Jornadas de Bibliotecas Infantiles, Juveniles y Escolares. Salamanca, FGSR]
En los centros escolares y en buen número de bibliotecas, allí donde algo se intenta con el objetivo de fomentar el hábito lector, el recurso fundamental son las técnicas de animación a la lectura. Durante los últimos años, especialmente en la institución escolar, se han llevado a cabo distintas estrategias para tratar de conseguir que los alumnos se conviertan en lectores asiduos. Posiblemente no exageremos al afirmar que nunca como ahora maestros, profesores y bibliotecarios han derrochado esfuerzos tan unánimes para conseguir un mismo objetivo. Por eso, merece la pena que nos detengamos a reflexionar sobre lo que se hace en las aulas y en las bibliotecas para animar a leer; porque lo importante, antes de comenzar cualquier actividad, es tener claro por qué hacemos lo que hacemos y qué queremos conseguir con ello. Este conjunto de actividades, al que se ha dado en llamar animación a la lectura, ha acabado por convertirse en actividades esporádicas llenas de esfuerzo, sin duda, para sus programadores-, pero en muchos casos carecen de claridad en los objetivos. En nuestra opinión, se abusa de actividades variadas -encuentros con escritores e ilustradores, semanas del libro, veladas literarias, contadores de cuentos, guías de lectura, diarios de lector-; sin olvidar juegos pseudoliterarios, concursos gastronómico-poéticos, lanzamientos de globos, pasacalles, disfraces y todo tipo de montajes espectaculares con los que atraer la atención de los chicos al mundo del libro. Como la lectura les desagrada, pongamos los libros al lado de lo lúdico y festivo; si no conseguimos otra cosa, por lo menos que se lo pasen bien. Es posible que así sea; pero si confiamos el fomento de la lectura solo a estas actividades -interesantes en todo caso como complemento-, lo más probable es que sigan sin leer, porque muchas de ellas tan solo tangencialmente tienen que ver con lo que es en esencia la lectura, que tan mal se lleva con el ruido y el jolgorio. Se está haciendo, a nuestro parecer, mucha animación y poca lectura. [EQUIIPO PEONZA (2001): El rumor de la lectura. Madrid, Anaya, p. 74-76].
En pocas palabras, estoy convencida de que lo que lleva a un niño a leer es, ante todo, el ejemplo. De la misma forma que aprende a cepillarse los dientes, a comer con tenedor y cuchillo, a vestirse, a ponerse los zapatos, y tantos otros actos cotidianos. Desde pequeño, ve que los adultos lo hacen así. Entonces también él quiere hacerlo como ellos. No es natural, es cultural. En los pueblos donde se come directamente con las manos, no serviría de nada dar tenedor y cuchara a los niños si nunca vieran a nadie utilizarlos. Es tan evidente, que no vale la pena insistir en ello. Si ningún adulto de los que rodean al niño tiene la costumbre de leer, será difícil que éste se vuelva lector (...) Decimos que leer es bueno, es útil, es importante, incentivamos a los niños a leer. Pero nos olvidamos de coordinar con (...) con los maestros. Y ellos no juegan como se esperaba que jugasen. No leen, no viven con los libros una relación buena, útil, importante. Siendo así, no dan ejemplo y no consiguen realmente transmitir pasión por los libros y, sin pasión, nadie lee de verdad. No contagian, no transmiten el virus, porque no son portadores. Siempre hay excepciones, claro: profesores maravillosos e imaginativos, apasionados, que transmiten el fuego sagrado a la generación siguiente. Tuve maestros así, a quienes agradezco y rindo homenaje, pues es inestimable su aporte a mi formación de lectora y de persona. Pero ellos también se formaron de modo diferente. No sé lo que está pasando hoy con la formación de los maestros, pero sin duda no despertaron en ellos, en general, el entusiasmo por la literatura y, en consecuencia, no están preparados para transmitir a los jóvenes lo que ellos mismos no tienen. No creo que nadie enseñe a otra persona a leer literatura. Por el contrario, estoy absolutamente convencida de que lo que una persona lega a otra es la revelación de un secreto: el amor por la literatura. Y eso es más un acto de contaminación que una enseñanza. [MACHADO, A.M. (2001): “Entre gansos y vacas: escuela, lectura y literatura”. En G. Calvo et al. (coord.): La Educación lectora. Madrid, FGSR. p.59-61].
Los maestros han de tener en cuenta la lectura como objeto de discusión en la elaboración de los proyectos curriculares, ya que aunque el fomento del gusto por la lectura no sea una actividad exclusiva de la escuela, necesariamente pasa por ella. Muchos maestros saben que algunos niños no tendrán la oportunidad de ver a un adulto leer –si no es el profesor-, porque provienen de clases sociales donde el nivel educativo de sus padres es muy bajo y donde la lectura no es valorada. Es difícil hacerles comprender, si no ven a un adulto leer, que la lectura es interesante y divertida; aunque insistamos en nuestro propósito, tal acto no tendrá sentido para él (...) Fomentar el placer de leer, enseñar a leer y a utilizar la lectura para aprender ¿son conceptos independientes?, ¿son incompatibles?, ¿están relacionados?. Desde mi punto de vista sería un grave error separar las actuaciones que se realizan para fomentar la lectura de las que se hacen para enseñar a leer y a utilizarla, aunque cada una requiera acciones distintas por parte de los maestros en la escuela. No podemos superponer una actividades para que los niños disfruten de la lectura a otras de enseñanza y utilización de la lectura que no produzcan placer. Si hacemos esto, los niños que han aprendido el significado de la lectura usarán los recursos que les aportemos, pero el resto de niños, aquellos que no conocen este tipo de estímulo, se alejarán del grupo porque para ellos leer no tienen ningún sentido. Es necesario enfocar el tema en toda su complejidad, y ver cómo el fomento de la lectura en la escuela no consiste sólo en organizar actividades; éstas no nos servirán de nada si, en el proceso inicial de aprendizaje, los niños no descubren el placer de leer (I. Solé, 1993).
Hay pues una clara necesidad de reflexionar sobre nuestra práctica para poder detectar algunos de los fallos que estamos cometiendo. Comenzando por las nefastas consecuencias de considerar que los libros son todos iguales y lo mismo da uno que otro y que los niños y las niñas también son todos iguales. Pero es que los libros son todos distintos y los niños también y el deseo de leer nace cuando un niño concreto encuentra un libro concreto. Para que eso se dé es necesario hacer múltiples intentos de emparejamiento. Pero no intentos al azar, sino de forma que el individuo se sienta cada vez un poco más cerca de tan gozoso encuentro. Es por eso que no existen soluciones generales en la animación a la lectura. Hay que actuar sobre cada individuo particular y concreto. [DOCAMPO, X. (2002): "Leer, ¿para qué? . Hablemos de leer , pp. 45-66].
En estos últimos años, se ha dado tal importancia a la lectura, su animación y su integración en el sistema educativo que, en mi opinión, se ha descuidado la enseñanza y aprendizaje de la lengua a secas. Y es muy posible que en esta dejación radique una de las causas mediatas e inmediatas del por qué muchos niños y niñas no leen, y, sobre todo, no quieren leer ni a tiros conductistas. Son muchas y variadas las causas que llevan a la desidia lectora. Las que a mí me interesan son aquellas de las que, posiblemente, como profesor de lengua sea yo responsable. Exonero, por tanto, a las que proceden por la vía fatalista, determinista y tranquilista de la familia, del municipio, del gobierno, del ordenador y de la televisión. Por lo que a mi respecta, los niños y niñas que no quieren leer es porque se les hace cuesta arriba el factor básico de toda gozosa lectura: comprender lo que se lee. Es inaudita la cantidad de alumnos que, ante la página de un libro no entienden nada de nada. Así que, por mucha animación lectora que se haga, por muchas actividades divertidas que uno imagine, siempre acabarás comprobando la inutilidad del intento. La única posible salida que nos queda «no es hacer lectores en la escuela», sino competentes lectores, que es, aunque parezca la misma cosa, sustancia distinta (...) Mi obsesión, como profesor, no es la lectura, sino preparar a esos alumnos y alumnas para que puedan acceder a ella sin los problemas específicos que entraña el acto mismo de leer. Dicho de manera paradójica: la escuela debería despertar y alimentar el deseo de leer, sin que la lectura fuera una actividad obligatoria o voluntaria. El reto es éste: ¿Cómo conseguir desde la escuela que los niños y las niñas lean en casa? Al fin y al cabo, la escuela es responsable, no de los niños que no quieren leer, sino de los que no pueden hacerlo, de los que no saben leer. [MORENO, V. (2002): No es para tanto. Divagaciones sobre la lectura. Zaragoza, Prames].
“HISTORIA DE UN DESENCUENTRO” Son las seis de la tarde. Tras una dura jornada escolar que acabó hace tan sólo una hora, he merendado mi Bollicao (parezco un hombre anuncio, pero lo hago sin previo contrato publicitario, ni ánimo de lucro) y abro la boca inconscientemente mientras veo los dibujos de la tele. El bueno de la serie está en el fragor de la batalla en la lucha contra el Mal. Llevan un buen rato devolviéndose golpes, a cual más fuerte y sanguinolento... de hecho, creo que fue hace cuatro capítulos cuando comenzaron a luchar. En este momento, como un estallido de cristales, resuena en mis tímpanos la voz de mi madre: ¡Manolo! ¡Venga, deja los dibujos! ¡A hacer los deberes! Mamá replico. Hoy no tengo deberes: los he acabado todos en clase. ¿Ah, sí? Pues entonces tienes que leer. El profesor ha dicho que tienes que leer todos los días quince minutos. Mientras pronuncia estas irrefutables palabras, apaga el televisor, sin darme opción a negociar una solución democrática. ******** «Tienes que leer». Insensatas palabras. Acabamos de crear un abismo entre la diversión y la lectura, entre la letra y el dibujo animado, entre la personas y el libro. La lectura se convierte entonces en algo tedioso, en algo que hay que hacer. Y si encima el niño tiene alguna dificultad lectora, de comprensión, de fluidez, de aprendizaje... entonces, apaga y vámonos. El tiempo corre demasiado despacio. ¿Ya? ¿ya han pasado los quince minutos? ¿Cuánto me queda? ¡Pero si ya he leído una página! Parece que ha ocurrido algo apenas perceptible junto a él, y el chico levanta la vista del libro una y otra vez. Cuando vuelve a retomar la lectura no se acuerda de lo leído. No tiene sentido. Las frases son trozos de cuerda sueltos que se unen en bastos nudos faltos de toda belleza estética. Y pasan los años y la lectura deja de ser algo obligatorio académicamente. Alguna que otra vez la madre soltará un «tendrías que leer algo». Pero las palabras caen, huecas, al suelo y, una vez allí, se desparraman por la habitación hasta evaporarse instantes después. Nunca se produjo un encuentro del niño con el libro. Nunca buscó en él un mundo distinto lleno de posibilidades, un lugar donde la imaginación suplió aquello que con las palabras no se puede decir, sólo susurrar. Nunca encontró lo que los adultos le quisieron hacer ver. Aquello que, sin ellos saberlo, no se podía enseñar. Debieron poner al niño frente al libro, presentarles, dejarles solos para que se conocieran y hablaran. Sin embargo, lejos de eso y quizás de modo inconsciente, los enfrentaron, lograron que entre ambos saltaran chispas y se dieran la espalda para proseguir cada uno su camino. [Miguel Ávila (1998): ¿Por qué a los niños no les gusta leer? , CLIJ, Nº 107,]
“Descubrí, sin embargo, otras muchas cosas: que los libros son amigos que nos tienden su mano en los momentos en que nos pesa la soledad. Son billetes para realizar toda clase de viajes de placer; pasaportes para entrar en el Reino de la Aventura y máquinas para viajar en el Tiempo y en el
Espacio.
Descubrí que podemos volar tripulando un libro, o navegar en él hasta cualquiera de las numerosas Islas del Tesoro. Un libro puede ser caballo en las praderas, camello en el desierto o trineo en la vieja Alaska de los buscadores de oro. Un libro puede servimos como Manual de Instrucciones para ayudamos a comprender algunas de las cosas que nos suceden en nuestra propia vida. Un libro es un espejo donde se encuentran las miradas del autor que lo escribió y del lector que aporta su imaginación para recrear la historia. Un libro es una ventana por la que nos asomamos a otros mundos que enriquecerán el nuestro. Descubrí todas esas cosas y muchas más. “ (F. Alonso, 2003)
Los libros son puertas que te llevan a la calle, decía Patricia. Con ellos aprendes, te educas, viajas, sueñas, imaginas, vives otras vidas y multiplicas la tuya por mil. A ver quién te da más por menos, Mejicanita. Y también sirven para tener a raya muchas cosas malas: fantasmas, soledades y mierdas así. A veces me pregunto cómo conseguís montároslo las que no leéis. Pero nunca dijo deberías leer alguno, o mira éste o aquel otro; esperó a que Teresa se decidiera ella sola, después de sorprenderla varias veces curioseando entre los veinte o treinta libros que renovaba de vez en cuando […] Aparte de aprenderse cosas, leer ayudaba a pensar diferente, o mejor, porque en las páginas otros lo hacían por ella. Resultaba más intenso que en el cine o en las teleseries; éstas eran versiones concretas, con caras y voces de actrices y actores, mientras que en las novelas podías aplicar tu punto de vista a cada situación o personaje. Incluso a la voz de quien contaba la historia: unas veces narrador conocido o anónimo, y otras una misma. Porque al pasar cada hoja -eso lo descubrió con placer y sorpresa-lo que se hace es escribirla de nuevo. […] Y así, Teresa comprobó que lo que no era más que un objeto inerte de tinta y papel, cobraba vida cuando alguien pasaba sus páginas y recorría sus líneas, proyectando allí su existencia, sus aficiones, sus gustos, sus virtudes o sus vicios. Y ahora tenía la certeza de algo vislumbrado al principio, cuando comentaba con Pati O'Farrell las andanzas del infortunado y luego afortunado Edmundo Dantés: que no hay dos libros iguales porque nunca hubo dos lectores iguales. Y que cada libro leído es, como cada ser humano, un libro singular, una historia única y un mundo aparte. [PÉREZ-REVERTE, A. (2002): La Reina del Sur. Barcelona, Círculo de Lectores]
Si un centro en su Proyecto Educativo fija los criterios de organización y dinamización de la Biblioteca Escolar, con su apartado correspondiente de actividades para la animación a la lectura, pasa a ser un objetivo de la educación, cuya consecución evaluaremos año tras año, con las correspondientes propuestas de mejora. Sabemos que cuando diseñamos un buen plan anual que atiende aspectos como la motivación, la relación entre los lectores, la formación de usuarios de la biblioteca, la renovación y difusión de los libros, mejora significativamente el número de los lectores. (F.A. Yela, J.A. Camacho y V. Aldeanueva, 2002).
Entre las causas de lo que nosotros llamamos “desanimación lectora”, están todas aquellas actitudes o estrategias que sepultan el incipiente nacimiento del hábito lector: la didáctica de la lectura; los métodos de iniciación en la técnica lectora; el empeño en enfrentar libro / imagen / pc / videojuego; confundir lectura libre con “clase” de lectura; obligar a leer (sin compensación de lectura libre); y la escolarización del libro y de la literatura. La animación no cuaja, porque no hay continuidad ni coherencia. Los chavales siguen teniendo diariamente una experiencia lectora rutinaria, opresora, formalista... No se da oportunidad ni tiempo para la lectura libre, espontánea, informal y gratuita. No ayudamos a los chavales a descubrir la ternura, el humor, la delicadeza, la rebeldía, la candidez, el misterio... que esconde la Literatura Infantil. En una palabra: seguimos demostrando a nuestros chicos y chicas que leer es un tostón, una obligación, una actividad oficial y lectiva más... (K,. Osoro, 2002)
¿Y
si preguntamos a las lectoras, a los lectores?
Cuando recibí la invitación a participar en estas jornadas, pensé en preguntar a niños y niñas de mi clase de 6º de primaria, y así lo hice. Hablamos un día de qué actividades – de las realizadas en la escuela- se acordaban con más agrado o qué actividades les habían llevado a coger un libro, habían despertado su curiosidad por un libro, por ir a la biblioteca, etc. La lista de acciones que percibían como que les habían empujado alguna vez a los libros, por orden de aparición en el debate, fue la siguiente:
.. Que la maestra o el maestro lean en voz alta. .. Leer un libro y ver luego la película sobre el libro. .. Leer en la biblioteca escolar. .. Leer no sólo libros, también periódicos, revistas,... .. Que la maestra o el maestro nos haya hablado de algún libro o nos lo haya enseñado despierta la curiosidad. .. Que nos lo haya recomendado un amigo o una amiga. .. Ser encargados de la biblioteca te permite manejar muchos libros y descubrir algunos que no sabías que estaban. Bueno, parecen motivos razonables a tener en consideración para mantener algunas de las acciones que los mismos usuarios certifican como de gran interés. (M. Coronas, 2002)
Leer es un acto lúdico, dijo alguien, y esa majadería se acató como dogma... Manuel cree más bien que la lectura, a menudo, es un placer que cuesta, aunque sólo sea porque supone aislamiento, concentración, esfuerzo, además de esclarecer o asumir incertidumbres, cosa que siendo placentera es también problemática, como cualquier actividad donde la mente y los sentidos han de estar alerta y a veces en tensión. (LANDERO, Luis, 2001)
Para democratizar la lectura no hay recetas mágicas. Sólo una atención personal a los niños, a los adolescentes, a las mujeres, a los hombres. Una interrogación cotidiana sobre el ejercicio de su profesión. Una determinación. Una exigencia. Imaginación. Un trabajo a largo plazo, paciente, a menudo ingrato, en la medida en que es poco medible, poco “visible” en los medios, y donde casi siempre los profesionales no tienen “retroalimentación” de lo que hacen, a menos que una investigadora pase por allí y estudie precisamente ese impacto.[...] ...no creo que existan soluciones que puedan trasladarse tal cual de un lugar a otro. De igual modo, no creo en las pequeñas listas aplicables a todo el mundo. (PETIT, Michèle, 2002).
Mediadores somos todos, con mayor o menor intensidad, pero todos: padres, madres, maestros, bibliotecarios, libreros... Hubo, hay, mediadores entusiastas que necesitaban de puestas en escenas para presentar las bondades que reporta una historia, un libro, pero sin procurar momentos/espacios a los niños y jóvenes para interactuar con el libro en soledad, en conversación íntima con el texto: el lector ante la palabra escrita. Hay, hoy, mediadores menos entusiastas, que animan a la lectura a su modo. Verbigracia: en un IES del septentrión hispano actualmente todos leen cinco minutos al toque de un timbre al paso de las sesiones de clase. El ritmo de la lectura (placentera) lo marca, para todos, un sonoro instrumento. Es, según dicen, una “ingeniosa” idea 2002 para animar a la lectura a los jóvenes. (García Guerrero, 2002)
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