Relatos breves - Un buen remedio -

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Relatos breves

Jorge A. Garrido

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Un buen remedio © 2014 Relatos Breves © 2ª edición Registrado en Safe Creative Nº de registro: 1110110275621 Corrección y maquetación por Jorge A. Garrido www.delaplumaalaweb.com delaplumaalaweb@gmail.com Cualquier reproducción, total o parcial, de esta obra, así como su divulgación por cualquier medio o la creación de obras derivadas, necesita de la expresa autorización por escrito del autor Todos los derechos de esta obra quedan reservados a Jorge A. Garrido


Un buen remedio

Los dos críos salieron corriendo desde el interior del cuarto de baño en una clara competición por ver quién era el primero en llegar hasta el dormitorio. El niño, de siete años, dos más que su hermana, tiró de la manga del pijama de ésta y se puso por delante, metiéndose de un salto bajo las sábanas de su cama. El padre, Manuel, un hombre delgado, de pelo corto y sin barba, por orden expresa de su mujer, les seguía a pocos metros. ―Vamos, no arméis tanto jaleo, que no estamos en casa. ―En nuestra casa tampoco quieres que hagamos ruido ―apuntó Raúl. ―Es cierto, pero, con más razón aún, en casa de la abuela tenéis que portaros mejor. ―¿Por qué? ―A ver, Lucía. ¿Quieres que la abuela piense que sus nietos son unos vándalos desvergonzados? ―¿Qué es gánvalos? ―Gánvalos no, tonta. Vándalos. Es como delincuentes, ¿verdad, papá? ―Más o menos, sí. Y si tú lo sabes, ¿por qué no te portas como debes? ―No sé. ―No sé, no sé... ―riñó cariñosamente a su hijo mientras éste se retorcía para evitar las cosquillas―. Bueno, ¿os habéis lavado bien los dientes? ―Sí ―dijeron al unísono. ―A ver... ―Manuel se agachó e hizo como si revisara las bocas de los críos―. Vale, parece que están limpios. Ahora, tumbaos y a dormir. ―Nooooo... ―se quejó el mayor―. Cuéntanos un cuento. ―Ya eres mayor para un cuento. ―Pero es que no tengo sueño. ―Vosotros tumbaos y cerrad los ojos. Veréis cómo os quedáis dormidos 5


enseguida. ―¿Y si no puedo? Manuel se sentó en la cama de Raúl y le revolvió el pelo castaño y corto, lo que le enfadó un poco. Había salido presumido el crío. ―Los dos os habéis pasado la tarde entera jugando con el perrillo de la abuela y el pobre está ya durmiendo, que le habéis agotado. ¿No oís cómo ronca? Yo le escucho desde aquí. Los tres se quedaron un momento en silencio para escuchar los ronquidos, los niños estirando el cuello mientras imitaban al padre. ―¡Ah! Sí. Yo sí lo escucho ―afirmó la inocente chiquilla, realmente convencida de haberlo oído. ―¿Lo ves? Tu hermana también lo escucha. Venga, a dormir. Raúl, no demasiado satisfecho con la declaración de su hermana, hizo finalmente caso a su padre y se tumbó, aferrándose a las frescas sábanas. Manuel retrocedió unos pasos y se apostó en el marco de la entrada, deseándoles muy buenas noches. Una vez les vio listos para dormir, bien arropados, apagó la luz y entrecerró la puerta. Sin embargo, no dio ni dos pasos fuera cuando ésta se abrió, surgiendo Lucía de entre las sombras. ―Tengo que hacer pipí. ―¡Oh, tesoro! Has tenido tiempo suficiente. ¿Por qué no lo has hecho aún? ―Es que no me acordaba. ―De acuerdo, ve al baño —accedió resignado. Manuel se quedó en la puerta esperando a que regresara su hija. Al cabo de unos minutos volvió, la observó mientras se subía a la cama y se tapaba y les deseó lindos sueños una vez más, pero no iba a ser tan fácil. ―¡Papá! ―gritó Raúl cuando su padre ya se disponía a bajar los escalones que le llevarían a la planta baja, donde se encontraban su mujer y su suegra―. ¡¡Papá!! ―¿Qué quieres ahora? —preguntó sin encender la luz, asomando tan sólo la cabeza en la estrecha rendija formada entre la puerta y el marco. ―¿Me traes un vaso de agua? 6


―Vale ―dijo tras un suspiro―. Ahora te lo traigo. Manuel era un hombre paciente, pero se encontraba muy cansado. Su suegro murió hacía cinco años y la anciana, con setenta y tres, ya no se valía para hacer grandes faenas como arreglar el césped, cortar los pinos o dar pintura a la casa, tareas que él se encargaba de realizar cuando acudían religiosamente cada verano para pasar una semana echándole una mano. Así, además, tenían a los niños contentos, los cuales pasaban gran parte de las horas del día en la piscina de los vecinos, viejos e íntimos amigos de la familia que se mostraban realmente encantados de tener risueñas sonrisas de niños llenando nuevamente su casa tras la marcha de su hijo menor a la universidad. ―¿Se han dormido ya, cariño? ―le preguntó María al verle pasar por delante de ellas. ―Raúl tiene sed. ―¡Esos niños te mangonean! —intervino de súbito la anciana—. Imagina cuando cumplan los quince o dieciséis. Para entonces no tendrás autoridad ninguna sobre ellos. ―No me mangonean, señora. Si mi hijo tiene sed, no me importa llevarle un vaso de agua. ―Espera, espera, que subo. Verás cómo a mí sí me hacen caso. Su suegra ya hacía el intento de levantarse del sofá, lo cual le llevaría casi un minuto, tal era la obesidad de la mujer, que la encajaba, literalmente, en el sofá. Manuel se apresuró a evitar que hiciera el esfuerzo. ―No se preocupe, de verdad. No es necesario que usted suba. ―Pues haz bien tu trabajo de padre y que dejen de quejarse. ―Descuide. El hombre reanudó su camino hacia la cocina, con María ya de pie y siguiéndole muy de cerca. ―Cariño —empezó a decir ella en voz baja mientras le sujetaba por una de las manos y le obligaba a volverse—, no le hagas caso; no lo dice con mala intención. ―Tranquila, Mari. No es algo que me afecte demasiado. 7


―Por cierto, ¿alguna vez la llamarás por su nombre, en lugar de señora? ―Soy respetuoso con ella, sólo es eso. ―Ya, lo sé, pero es que a veces parece que la trates como a un sargento. ―Bueno, a veces se comporta como tal. La mujer se acercó un poco más a su marido y rodeó su cuello con los brazos. ―No me gusta que en ocasiones te haga sentir incómodo, pero sólo nos quedan tres días para irnos. Te prometo que podrás descansar y disfrutar de tus vacaciones en cuanto lleguemos a casa. ―Hmm... Lo sé. Todas las noches cojo el calendario de mi cartera y voy tachando los días que llevamos. ―La mujer esbozó una tierna sonrisa y besó a Manuel en los labios―. Además, hago esto más por ti que por ella. Entiendo que te preocupes y quieras que le echemos una mano. ―Es muy mayor y necesita nuestra ayuda ahora que está sola. ¿Qué le vamos a hacer? Es una gruñona, pero no deja de ser mi madre. ―¡Mira! Pues he visto fotos suyas de joven y sois clavaditas. Pelo largo y rubio, delgaditas, altas, muy guapas... ¿No podría ser igual de amable y cariñosa que tú? María cambió la expresión de su rostro, adquiriendo su boca una extraña mueca mientras entrecerraba los ojos. ―¿Quieres que mi madre sea contigo tan cariñosa como yo? ―¡No, no! No te cueles ―dijo entre risas―, pero no sé por qué se tiene que quejar tanto. Aunque... Iguales de jóvenes, ella ahora es una gruñona... ¿Tú no serás de mayor tan cascarrabias como ella, verdad? ―No, tonto. ―Lo digo en serio. Si vas a ser igual dímelo para que me vaya buscando a otra. ―¡Vaya! Y dime, ¿a quién vas a encontrar que sea mejor que yo? María atrajo a su marido con sus brazos y volvió a besarle, en esta ocasión de forma mucho más apasionada que antes. ―Bueno, visto así... Tienes razón; no habrán muchas mejores que tú. ―Anda, sube ese vaso de agua. 8


Manuel observó cómo su mujer se alejaba en dirección al salón. Mientras lo hacía, por su cabeza pasó una única idea: no podría, ni quería, encontrar a nadie que la sustituyera. Una vez que ella desapareció tras la puerta, el hombre se giró a por un vaso y lo llenó de agua de una botella de la nevera. ―A ver si ahora consigues que se duerman ―le recriminó la anciana en cuanto vio a su yerno salir de la cocina. ―Sí, señora. ―Si no lo consigues, que no creo que lo hagas viendo la hora que es, mándamelos a mi habitación para que duerman conmigo, que yo voy a acostarme en unos minutos. Manuel no le respondió. Comenzó a subir la escalera pensando que lo que quería era que se durmieran, no que permanecieran desvelados toda la noche por culpa de sus ronquidos. Cuando llegó a la habitación, vio que los niños estaban jugando a darse almohadazos, cosa que no le sorprendió en absoluto vistas las pocas ganas que tenían de dormir. ―¡Pero bueno! ¿Qué hacéis levantados? ¿No os dije que a dormir? ―Sí, pero no tenemos sueño. ―Era lo que afirmaba Lucía, aunque un largo bostezo asomó en su rostro en cuanto terminó la frase. ―Pues no lo parece, tesoro. Toma, Raúl. Y bebe despacio. El niño apuró el vaso de agua y se lo devolvió a su padre, el cual lo puso sobre la mesita de noche que había entre las dos camas. A continuación, se sentó en la que ocupaba Lucía. ―A ver, es sencillo. Os tumbáis, cerráis los ojos y contáis ovejitas. Así os dormiréis sin daros cuenta. ―Eso no funciona ―replicó Raúl. ―Conmigo funcionaba cuando era pequeño, ¡y no se me escapaba ninguna! Conseguía que todas se quedaran dentro del cercado. Los niños sonrieron a la par que el padre. ―Queremos un cuento. —Raúl no iba a rendirse, por lo que Manuel se giró hacia su hija. 9


―¿Tú también, Lucía? ―La chiquilla afirmó con un seco cabeceo, momento en que a Manuel le llamó la atención la aparición de su suegra atravesando el pasillo por delante de la puerta para llegar a su dormitorio. Al verla, una idea pasó por su cabeza―. Sí, un cuento. ¿Por qué no? Los niños se sentaron juntos en la misma cama, dejando a su padre en la que estaba más cerca de la puerta, de espaldas a ésta. A continuación, estiró un brazo hacia el interruptor que tenía detrás y apagó la luz, iluminada la habitación tenuamente con la que entraba desde el pasillo. ―Como veo que no tenéis sueño, os voy a contar una cosa que me pasó hace muuucho tiempo en esta casa. ―Pero queremos un cuento ―refunfuñó el mayor. ―¡Uy! Es mucho mejor que un cuento. Veréis, hace varios años, cuando vosotros aún no habíais nacido y yo empezaba a salir con mamá, me vine de vacaciones unos días para conocer a vuestros abuelos. ―¿De vacaciones como ahora? ―Sí, tesoro, de vacaciones como ahora. ―Con la pobre luz que procedía de la puerta abierta que Manuel tenía tras de sí, los críos apenas veían ningún rasgo de la cara de su padre, situación que les incomodó un poco―. Era la primera vez que venía y no conocía la casa. Vuestro abuelo se portó muy bien conmigo y nos pasamos todo el día hablando y riendo, pero la abuela necesitaba que alguien fuera a hacer unas compras para la cena. Como él tenía que esperar a un amigo para darle una cosa y mamá tenía que ayudarla a ella en la cocina, yo me ofrecí para ir a comprar. «Cuando me explicaron dónde se encontraba la tienda, salí por la puerta de atrás y sorprendí a un niño de vuestra edad, más o menos, intentando mirar por encima de la valla de los abuelos, pero al verme se asustó y salió corriendo. Yo no le di importancia en aquel momento y me marché a hacer la compra. «Tardé un rato en encontrar la tienda, pero no estuve mucho tiempo en ella. Cuando regresé, volví a ver a aquel niño mirando hacia el jardín. Yo me acerqué despacio, sin que él se diera cuenta, y le agarré por el hombro. ―¿Por qué estaba allí? ―preguntó Raúl muy intrigado mientras veía a su 10


padre realizar los mismos movimientos de sigilo y caza que describía. ―Esta vez no intentó correr y eso fue lo que le pregunté. Él me dijo que se le había caído el balón en el jardín, pero no se atrevía a llamar porque le dijeron unos amigos que aquí vivía un monstruo que se comía a las personas. ―Sus hijos abrieron los ojos sorprendidos, efecto que Manuel esperaba conseguir de un momento a otro; había captado toda su atención. ―¿Y los abuelos no sabían nada? —Ahora fue la niña la que preguntó. ―No, tesoro. O, al menos, ellos no me dijeron nada de que hubiese un monstruo en la casa. Yo le dije al niño que eso no era cierto, que había estado todo el día dentro y no vi nada, pero él insistió en ello. Incluso me dijo una cosa más: que el monstruo aparecía de noche y sólo se comía a las personas que encontraba despiertas. »Ya que era de día y, en teoría, el monstruo sólo salía de noche, le invité a pasar para que buscásemos la pelota, pero tampoco así quiso entrar. Tenía mucho miedo, por lo que le dije que yo la buscaría y se la daría cuando la encontrara. «Entré en la casa y me fui directo a la cocina. Allí estaban mamá y la abuela, así que les di la compra y les conté lo que el niño me había dicho. Mamá se rió de buena gana, pero la abuela se quedó completamente callada. Entonces, salí de la cocina y me fui al jardín para buscar la pelota, aunque yo no la vi por ningún sitio. «Decidme, ¿habéis visto la ventanita cuadrada del sótano? La que se ve desde el jardín, casi en el suelo. ―Los niños dieron un tímido sí al padre―. Pues la vi abierta y pensé que podría haber caído por ella. «Me metí en casa y abrí la puerta que llevaba al sótano. Daba un poco de miedo, ya que no se veía absolutamente nada. Además, de nada valió que buscase el interruptor, porque éste no funcionaba. Por suerte, vuestra madre pasó por allí y le dije lo que estaba haciendo, así que me pidió que esperara un momento y al poco apareció con una linterna. Tras dármela, se fue otra vez a la cocina. «Bajé las escaleras, despacito, porque la linterna tampoco iluminaba demasiado. Allí hay muchos escalones y ya entonces crujían tanto que pensé 11


que alguno podría romperse, aunque ninguno cedió. Sin embargo, no sé si sería por el viento, la puerta de detrás mía se cerró de golpe. Aquello me asustó, y mucho, pero, ya que estaba allí, quería encontrar el balón para dárselo al niño, por lo que seguí bajando. «El sótano es un lugar enorme y hay muchas cajas amontonadas que no sé qué tendrán, aunque en su momento tampoco me atreví a mirar dentro. No se escuchaba nada allí abajo y olía muy mal, como la arena del gato del tito Eduardo. Había, también, dos estanterías muy altas y largas con unos botes muy extraños en ellas. «Entonces, de pronto, la linterna se apagó. Me asusté porque estaba todo muy oscuro y sólo entraba un poco de luz por la pequeña ventana que daba al jardín. Además, como encima se estaba haciendo de noche, casi no se veía nada. Así, lo que intenté fue ayudarme de mis manos para poder andar pegado a una de las estanterías y no tropezar con nada. »Una cosa me llamó mucho la atención; donde acababa el mueble vi tres maniquíes, como los que están en el escaparate de las tiendas, pero éstos no estaban vestidos. Lo único que tenían eran unas pelucas, lisas y tan largas como para llegar a los hombros. Mmm... ¡Ya sé! ¿Habéis visto el pelo de la abuela? ―Los niños ya habían perdido el habla y casi también la capacidad de moverse. Se mantenían uno pegado a la otra, embobados mientras escuchaban a su padre―. Pues esas pelucas eran iguales al pelo de la abuela. Aquello me sorprendió un poco, pero decidí continuar buscando la pelota. «De pronto, sin aviso, la linterna se encendió otra vez y al iluminar la pared de enfrente vi lo que estaba buscando. Cogí el balón y corrí hacia la escalera, pero, al llegar arriba, la puerta se abrió sola, justo cuando iba a tirar del pomo; delante mía apareció la abuela. Ella me miró muy seria y me regañó por haber bajado al sótano. Le enseñé el balón y le expliqué que sólo fue un momento, así que me dejó ir, un poco a regañadientes, y fui a buscar al niño de antes. «Aún estaba allí, de puntillas, asomado por encima de la valla. Cogió rápidamente el balón y echó a correr sin darme las gracias siquiera, pero se paró en seco a no muchos metros y giró despacio sus talones hacia mí. Se 12


acercó sin dejar de observar la valla y me pidió que me agachara. Al oído me dijo, en voz baja, que cuando se hiciera de noche me fuera rápido a dormir porque el monstruo no se come a los que están dormidos. Sin embargo, si ve a alguien despierto... ¡Se lo come! —Los niños dieron en ese momento un buen brinco en la cama, aunque aún le aguantaron un poco más la mirada—. Pero, ¿sabéis qué es lo peor de todo? ―¿Qué? ―susurró Lucía, tan asustada como su hermano mayor. ―El niño me contó que cuando el monstruo se come a alguien se transforma en esa persona y habla y se comporta exactamente igual que ella. Y sólo hay una forma de saber que es el monstruo: hay que tirarle del pelo porque... ¡Usa peluca! En ese momento, los dos niños lanzaron un sonoro grito, mirando algo por encima de Manuel. Éste se volvió y comprobó cómo su suegra le miraba desde la puerta, con cara de enfadada y sin su pelo postizo, probablemente lista para irse a dormir. Entonces, giró sobre sí misma y se marchó gruñendo algo que el hombre no llegó comprender, pero suficiente tenía éste con ocultar las carcajadas que asomaban a su garganta, más aún cuando al mirar hacia donde hacía un minuto estaban sus hijos únicamente vio dos temblorosas siluetas bajo las sábanas. Por supuesto, se metió en la cama con ellos y les dijo que no temieran nada, que él no iba a permitir que el monstruo se los comiera. Los niños tardaron bastante en quedarse dormidos, al fin convencidos de que su madre ya estaba fuera de peligro, y Manuel pensó en lo mucho que le costaría explicar a su suegra la parte que hubiese escuchado, aunque no podía negar que durante aquel rato lo había pasado de miedo, disfrutando como pocas veces lo había hecho en aquella casa.

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