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La mudanza

Por SALVADOR IZQUIERDO Ilustración DIEGO CORRALES

Nada más tonificante para el alma que mudarse de casa. Renueva el ánimo, saca lo mejor de nosotros, es bueno practicarlo lo más a menudo posible. En 2005 yo vivía en una casa de El Batán Alto pero un año después me mudé a Tumbaco, a una casa que tenía más jardín. A finales de 2008 cambié mi destino en el valle por un departamento de dos habitaciones en un suburbio de Seattle, Estados Unidos. Y en 2009, ávido de cambios, me mudé dentro de la misma ciudad, a una townhouse lindísima en el conjunto de residencias familiares de la Universidad de Washington. Llegó 2010 y vino otro cambio de país, más al norte todavía, esta vez a Canadá, y por un año alquilé un departamento en una planta baja de East Vancouver. Pero en 2011 cambié eso por un departamento con balcón, que quedaba unas pocas cuadras más al sur. En el verano de 2014 volví a Tumbaco, brevemente, pero la mudanza me llamaba insistentemente, apasionadamente, así que me fui a Guayaquil un año después, a una pequeña suite en el centro, primero, a una casa con piscina en Los Ceibos después y, finalmente, de regreso al centro, a un departamento de tres habitaciones, con vista al malecón. Llegaban los aromas de un local del Bolón de Tere ubicado en la planta baja del edificio de al lado. Eso duró hasta principios de 2018, año en que decidí que el barrio de Rumipamba, en el norte de Quito, era lo mío. Alquilé un departamento frente a un parque con árboles centenarios y estudiantes borrachos de la Universidad Tecnológica Equinoccial. Y ahora, este mes, en pleno 2020… ¡hurra por mí!, ¡vuelvo a armar maletas! On the road again, no sé a dónde todavía pero cómo lo voy a disfrutar... ¡Doce moradas en quince años! ¡Así me gusta! Una vida de cajas de cartón, una vida de ca-ca-ca-cambios, como diría David Bowie, una vida de camiones estacionados al frente del edificio, una vida de trámites para cambiar el domicilio de servicios de Internet, cuentas bancarias, facturas, una vida de despedidas… debería poner un rótulo en los postes de luz de esta ciudad con mi foto y la leyenda “Se busca hogar”. La palabra morada, a propósito, se refiere al lugar donde se mora. Y morar es un verbo que está por siempre a una vocal del final definitivo, de la última morada, una mudanza lenta hacia la cuadrícula en alguna pared de cementerio, un nicho acogedor donde aún se pagará alquiler.

El único problema que le veo a la mudanza, sinceramente, es el tema del reconocimiento facial y espacial. Me explico: a veces, en alguna intersección cercana al estadio Atahualpa, juro reconocer a un vecino de mis días en Seattle, un tipo llamado Bill que tenía musgo en vez de vellos en la nuca. Pero no es. No puede ser. Otro día suena el teléfono y una asistente de ventas de Claro tiene el mismo FIRMA (O) DATAFAST

timbre de voz de una persona que alguna vez me preguntó si estaba registrado para votar, afuera de un local de sopas vietnamitas. Le digo que no soy ciudadano y cuelgo. Otras veces, haciendo compras en el Supermaxi termino preguntando por un producto que solo se consigue en Costco. El empleado del Supermaxi no sabe de qué le hablo, pero me recuerda que debo saludar antes de pedir favores. En Quito hay tantos cafecitos hípsters y lugares de tatuajes que bien pudiera ser que estoy dando vueltas, como solía hacer, en Commercial Drive, preguntándome si algún día dejaría ese miserable circuito de cuadras. ¡Por supuesto que lo haría! ¡Se llama la mudanza! ¡Faltaba más! Lo que quiero decir es que las memorias empiezan a mezclarse al mismo tiempo que se olvidan y se vuelven fantasía. En Guayaquil me pasó que pensé que era un verano en Estados Unidos y entrenaba para la selección de fútbol de mi colegio. Subí la escalinata del cerro Santa Ana y pensé por un segundo que era Rocky Balboa, a mediados de los años setenta, una versión más ligera y cerebral del campeón. Pero igual de golpeado.

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