LA EXPERIENCIA TRANSFORMADORA DE ENCONTRARSE CON CRISTO
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LA EXPERIENCIA TRANSFORMADORA DE ENCONTRARSE CON CRISTO BAJO LA INFLUENCIA DE JESÚS
JOE PAPROCKI, D.Min.
© 2014 Joe Paprocki Todos los derechos reservados. © 2014 Loyola Press, versión en español. Todos los derechos reservados. Título original en inglés: Under the Influence of Jesus: The Transforming Experience of Encountering Christ (Chicago, IL: Loyola Press, 2014). Traducción al castellano de Redactores en red. Las citas de las Sagradas Escrituras son de La Biblia de Nuestro Pueblo. Todos los derechos reservados. Diseño de la portada: ©iStockphoto.com/yai112. Foto del autor en la contraportada, Warling Studios. ISBN-13: 978-0-8294-4211-3 ISBN-10: 0-8294-4211-1 Número de Control de Biblioteca del Congreso USA: 2014947504 Impreso en los Estados Unidos de América. 14 15 16 17 18 19 Bang 10 9 8 7 6 5 4 3 2 1
Para Mike y Amy, que la influencia del buen Dios los ayude a prosperar siempre
Índice
Introducción
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1 ¡Debe haber otra manera!
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2 Un modelo publicitario poco común
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3 Muéstrame una señal
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4 Espera. . . ¿qué?
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5 ¡Esto no puede terminar así!
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6 ¿Estás loco?
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7 Haces que quiera ser un hombre mejor
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8 El papel de tu vida
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9 ¿Qué hay detrás de mi sonrisa?
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Conclusión
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Bibliografía
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Agradecimientos
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Acerca del autor
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Introducción La cuestión central que nos planteamos hoy es la siguiente: ¿cómo hablar de Dios en nuestro tiempo? ¿Cómo comunicar el Evangelio para abrir caminos a su verdad salvífica en los corazones frecuentemente cerrados de nuestros contemporáneos y en sus mentes a veces distraídas por los muchos resplandores de la sociedad? (. . .) Al hablar de Dios es necesario una recuperación de la sencillez, un retorno a lo esencial del anuncio. Hablar de Dios es comunicar, con fuerza y sencillez, con la palabra y la vida, lo que es esencial. —Papa Emérito Benedicto XVI
Durante una reciente visita a Hawái pasé una espléndida tarde con mi esposa en el Centro Cultural de la Polinesia, descubriendo las culturas de los distintos pueblos polinesios: Hawái, Nueva Zelanda, Samoa, etcétera. Pudimos conocer las tradiciones y rituales que dieron forma y expresaron el estilo de vida de los habitantes de aquellas tierras durante siglos. Lo que más me impresionó fue la energía de su expresión ritual: audaz, dramática, rica, profundamente expresiva y vigorizante. La actuación de los jóvenes que explicaban los antiguos rituales de estas culturas despertó mi imaginación, conmovió mi corazón y
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estimuló mis sentidos. La expresión de su cultura y de sus creencias tenía una gran riqueza. Mientras veíamos una de las actuaciones, me imaginaba cómo sería si el siguiente “pueblo” nos mostrara algo de la experiencia católica, una visita a la “Isla del Catolicismo”. ¿Lograría la demostración despertar la imaginación de las personas? ¿Serían vívidas las historias que narrarían? ¿El culto sería de una gran riqueza? ¿Las personas se sentirían atraídas a vivir la experiencia? Recordé la misa a la que había asistido la semana anterior en una parroquia donde la música era monótona, las oraciones se recitaban de manera descuidada (tanto por el sacerdote como por la congregación) y la homilía era tan aburrida que la gente casi se quedaba dormida. Casi grité “¡Noooooooooo!” mientras volvía de esa pesadilla diurna a la realidad. Mi reacción instintiva fue pensar que, en demasiados casos, una persona que fuera a experimentar la vida católica por primera vez, no se conmovería. Y eso me entristeció profundamente. No me malinterpreten; no estoy avergonzado de mi fe católica. Pero sí lo estoy de cómo la vivimos y la llevamos a la práctica. Demasiado a menudo hacemos las cosas de manera mecánica. Comparen ahora la pesadilla de mi visión con la primera proclamación del Evangelio el día del nacimiento de la Iglesia: Pentecostés. Como se lee en el capítulo 2 de los Hechos de los Apóstoles, los apóstoles proclamaron el Evangelio por primera vez aquel día. Apenas terminaron, unas 3,000 personas se unieron a la Iglesia. ¡Debió ser una proclamación fantástica! Pero ¿qué es lo que explica ese poder? Las multitudes que se juntaban para escuchar a los apóstoles no se “maravillaban” por las sanaciones o los milagros, ni tampoco los impresionaba una retórica elaborada. Lo que capturó su imaginación fue la falta total de inhibición que demostraron los apóstoles. Tanto fue así que la muchedumbre creyó que quizás los seguidores de Jesús habían bebido demasiado vino. Y
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la verdad es que los apóstoles sí predicaron embriagados, no de vino, sino del Espíritu Santo. La muchedumbre vio a un grupo de hombres que, lejos de estar atemorizados por hablar en público, salieron a las calles demostrando un gozo sin inhibiciones y un gran entusiasmo por Jesucristo. Fue esta dramática y visible transformación en el comportamiento de un pequeño grupo de antiguos pescadores y recaudadores de impuestos lo que captó la atención de miles de personas y lo que los llevó a “apuntarse” ese mismo día. En los tiempos y la cultura de Jesús, el vino era un producto básico de la vida diaria, un producto natural de una economía agrícola y un elemento común en las comidas y reuniones sociales. La importancia del vino en la vida diaria se refleja en la elección que Jesús hizo del vino como el material de su primer milagro en Caná y uno de los dos elementos de la Eucaristía, así como la de los autores del Nuevo Testamento, que utilizaron la imagen del vino para captar el efecto del Espíritu Santo en la mente y el corazón. Si bien los efectos del alcohol son nocivos e incluso pueden resultar mortales, los efectos del Espíritu Santo son vivificantes y transformadores. Y como Jesús y quienes redactaron las Sagradas Escrituras sabían, el embriagarnos del Espíritu es lo que tanto anhelamos los seres humanos. En su libro A 12-Step Approach to the Spiritual Exercises of St. Ignatius [Un enfoque de doce pasos para los Ejercicios Espirituales de san Ignacio], Jim Harbaugh, SJ, lo explica de esta manera: Durante miles y miles de años, los seres humanos hemos deseado alcanzar estados alterados para expandir la conciencia; las drogas son un camino para lograrlo, aunque un camino con demasiados efectos secundarios indeseables, sobre todo a largo plazo. Pero el principio es claro: deseamos embriagarnos en el sentido de poder liberarnos de nuestros pequeños y molestos egos, de nuestros temores y resentimientos y de nuestra mente estrecha. Queremos tener una noción de las grandes realidades que nos rodean [v.d.t.].
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Dado este deseo humano básico de poder embriagarnos, no nos debe sorprender que una de las oraciones tradicionales más comunes de la Iglesia católica, el Anima Christi, diga lo siguiente: “Alma de Cristo, santifícame. Cuerpo de Cristo, sálvame. Sangre de Cristo, embriágame”. Con estas palabras rezamos por el mismo tipo de embriaguez, la sobria embriaguez que los apóstoles vivieron el día en que nació la Iglesia. En algún momento, por desgracia, perdimos esta rica y entusiasta forma de proclamar el Evangelio, es como si la Iglesia hubiese decretado alguna especie de “prohibición” contra la embriagadora influencia del Espíritu Santo. El objetivo de este libro, La experiencia transformadora de encontrarse con Cristo, es enviar un mensaje, claro y contundente, de que ha llegado la hora de que esta prohibición sea levantada. La nueva evangelización, la renovación y el reenfoque de la misión de la Iglesia en el siglo XXI, es el toque de clarín que llama a los cristianos de todo el mundo a beber del Espíritu Santo y a comenzar a vivir una vida transformada bajo la influencia de Jesucristo. Embriagarnos de esta manera no nos permitirá proclamar el Evangelio de Jesucristo por medio de milagros o hipnotizar a grandes audiencias con nuestra labia. Pero, como ocurrió con los apóstoles en Pentecostés, nos hará capaces de demostrar de forma obvia que la experiencia de encontrarnos con Cristo nos ha transformado en nuevos seres que arden con su mensaje, y que también puede transformar a otros. La poderosa manera de predicar que animó a los apóstoles en Pentecostés, y a lo largo de los primeros siglos de la historia de la Iglesia, se conoce como kerygma, palabra griega que significa “proclamación”. Cada vez que los apóstoles se acercaban a una multitud que iba a escuchar sobre Cristo resucitado por primera vez, recurrían a ese tipo de discurso: una proclamación simple, básica y centrada en Cristo, destinada a promover la conversión. Este es exactamente el tipo de
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proclamación del Evangelio que se necesita con urgencia, y que es requerido para la nueva evangelización. En este libro exploraremos no solamente las características de este mensaje “kerygmático”, sino también las características de esa vida transformada que estamos llamados a vivir bajo la influencia de Jesucristo. Dicha transformación no debe convertirnos en un Ned Flanders, ese vecino de Homer Simpson fastidiosamente perfecto y santurrón. Tampoco nos convierte en hipócritas arrogantes. Pero sí nos convierte en personas humildes, sinceras y auténticas que ya no están bajo el dominio del poder mundano del orgullo, el temor, la ira, la lujuria o la envidia, sino gobernados por virtudes “del otro mundo” como la caridad, el gozo, la paz, la paciencia, la longanimidad y la bondad. Esta transformación es sutil pero evidente; suficiente como para que las personas se pregunten qué es lo que sucede y por qué. Y si nos preguntan, debemos estar “siempre dispuestos a defender[nos] si alguien [nos] pide explicaciones de [nuestra] esperanza” (1 Pedro 3:15). El consejo de san Pedro es sensato, pero no siempre deberíamos esperar a que se nos pregunte. Conocer a Jesús y proclamarlo debería ser cosa sencilla, directa, persuasiva, llena de gozo y habitual; sus efectos deberían transformar vidas. Es decir, debería ser algo kerygmático y apostólico. Como Iglesia somos llamados a renovar la pasión por proclamar, de forma que podamos presentar a Jesús a las generaciones presentes y futuras como alguien que sabe y alguien que puede transformar la vida. Espero y ruego que este libro les permita realmente encontrarse con Cristo, recibir su mensaje y comenzar a vivir una vida transformada bajo su influencia.
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¡Debe haber otra manera! La promesa de una realidad alternativa
Está cerca el reino de Dios. —Marcos 1:15
En la conocida canción: “Who Are You?” [¿Quién eres?] del grupo musical The Who, se habla acerca de un día frustrante en la vida de una estrella del rock que, tras recibir un abultado cheque por los derechos de autor, lo celebró con una tremenda borrachera que casi lo lleva a la cárcel. Al despertarse en el umbral de una puerta en el barrio de Soho, dice: “Dios, ¡debe haber otra manera!”. Tarde o temprano todos llegamos a un momento como este, si bien las circunstancias pueden ser distintas. Sucede cuando nos damos cuenta de que debe haber algo más en la vida que lo que se ve a simple vista. Lo fundamental de la Buena Nueva de Jesús es el mensaje de que sí hay otra manera. Jesús lo llama “el reino de Dios”, una realidad alternativa que está entre nosotros y que promete una vida plena.
Satisfacción [Can’t Get No Satisfaction] The Who no es el único grupo de roqueros ya entrados en años que alguna vez le pusieron letra a un sentimiento universal de descontento.
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Como bien es sabido, Mick Jagger, de los Rolling Stones, no encontró “satisfacción”, y Bruce Springsteen nos recuerda que “todos tenemos un corazón necesitado” [Everybody’s got a hungry heart]. ¿Qué curioso, verdad? Vivimos en la nación más rica de la tierra y de la historia, y sin embargo no estamos satisfechos. A veces es una insatisfacción muy grande y se expresa como tristeza extrema, depresión o desesperación. A veces la insatisfacción apenas se nota; es más bien una sensación que nos carcome por dentro y que nos hace sentir que debe haber algo más. ¿Pero qué es ese “algo más” que buscamos? En términos simples, queremos sentirnos seguros. Sentirnos seguros implica estar libres de peligro, de temor y de preocupaciones. Por eso jugamos a la lotería, nos evadimos en la realidad alternativa de la televisión, de los videojuegos o de internet, y equivocadamente utilizamos sustancias como alimentos y bebidas alcohólicas. Anhelamos estar en un lugar o en un estado donde nada pueda dañarnos y donde ningún obstáculo nos impida alcanzar nuestros deseos más profundos. En la búsqueda de este nirvana nos empecinamos en lograr la acumulación de riquezas, renunciamos a nuestra previa vida para vivir una vida nueva, nos volvemos insensibles a nuestros temores e inseguridades, o hacemos estas tres cosas a la vez. Al igual que en la canción de The Who: “Who Are You?”, nos encontramos despertándonos en algún momento clamando: “Dios, ¡debe haber otra manera!”. Nos damos cuenta de que nuestra vida no es lo que pensamos que sería, al igual que les pasó a Jerry y George en un episodio de Seinfeld. Mientras los dos estaban sentados en la cafetería al final de un día especialmente frustrante, Jerry comienza a cuestionarse el sentido de sus vidas: “¿Qué es esto?”, se pregunta. “¿Qué es lo que estamos haciendo? ¿Por Dios, qué es lo que estamos haciendo?”. Jerry y George se lamentan de sus patéticas vidas hasta que Jerry decide lo siguiente: “Ya basta. Voy a hacer algo por mi vida. George, voy a cambiar las cosas”. George
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está de acuerdo y ambos se estrechan las manos en un evidente compromiso de cambiar el curso de sus vidas. Por supuesto, ninguno de los dos tiene el coraje suficiente como para hacer cambios significativos. Pero esta escena refleja el sentimiento que la mayoría de nosotros experimentamos en algún momento: “Dios, ¡debe haber otra manera!”. Y es exactamente este sentimiento del que Jesús habla cuando proclama el mensaje central de su Buena Nueva: “Está cerca el reino de Dios”. En otras palabras, lo que nos dice es: “Por Dios, ¡sí HAY otra manera!”. Pero, ¿qué es este reino de Dios del que habla Jesús?
Una realidad alternativa Si viajas a menudo, sabes que las personas hablan y se comportan de manera distinta en distintas partes de cada país y del mundo. En Chicago, donde vivo, los hot dogs suelen llevar solo mostaza. En Hawái, a las señoras mayores se las llama “tías”. En Oriente Medio, el peor insulto consiste en arrojarle el zapato a alguien. Y en Europa, si alguien está descontento con como su equipo está jugando un partido, puede que chifle en vez de abuchear. No hace falta aclarar que si alguien desea mudarse a una región distante o a otro país, es muy útil conocer el idioma y las costumbres de ese lugar. Pero, ¿qué ocurre si tu destino es el reino de Dios? ¡Ese sí que es un lugar extraño! Los habitantes del reino de Dios sí que hablan y se comportan de manera diferente. Allí, los pobres son considerados “bienaventurados”; se ama a los enemigos; se reza por los que nos persiguen; se humilla a los exaltados y se exalta a los humildes; se perdonan los pecados (no solamente siete veces, sino setenta veces siete); el amo es quien lava los pies; y se alcanza una nueva vida gracias a la muerte. De la misma manera, cuando los pobladores de este reino al revés hablan, su conversación está adornada con referencias a la compasión, la caridad, la justicia, la fortaleza, el perdón, la gratitud, la
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paciencia, la longanimidad, la gentileza y un sinfín de otros conceptos inverosímiles. ¡Esta es, sin duda, una realidad alternativa! ¿Y por qué los “moradores del reino” se comportan así? Porque hallaron seguridad. Están seguros porque saben que no están solos y que alguien los apoya. Y ese alguien es el Señor de ese reino, y ellos saben que se encuentra entre ellos. Por extraña que parezca esta realidad alternativa, no es un secreto. En realidad, el concepto de “reino de Dios” (también conocido como el “reino de los cielos”) es el centro mismo del mensaje de Jesús. Es todo aquello que Jesús es. Si Jesús estuviera realizando una campaña para un cargo público, su lema oficial sería: “Está cerca el reino de Dios: arrepiéntanse”, que según Marcos, fueron las primeras palabras que pronunció Jesús al iniciar su ministerio (1:15). El reino de Dios no fue solo el primer tema del que habló Jesús, fue también uno de los más frecuentes. En los Evangelios de Mateo, de Marcos y de Lucas, Jesús hace referencia al reino en más de ochenta ocasiones. (En el Evangelio de Juan, Jesús opta por el término “vida eterna”, que es otra forma de referirse al reino y que aparece diecisiete veces). Si queremos saber cómo es alguien, debemos prestar atención a lo que hace y dice. En el caso de Jesús, todas sus palabras y obras apuntan a una sola cosa: la realidad alternativa que él denomina el reino de Dios. Ya que este reino no es un lugar, sino una condición de ser, un estado, Jesús lo que en realidad nos está ofreciendo es otro modo de ser seres humanos. Este otro modo se fundamenta en el reconocimiento y la aceptación de la realidad de que, en el nivel más profundo de nuestro ser, somos incapaces de sostenernos a nosotros mismos. La invitación a entrar al reino de Dios es una invitación a imaginar una realidad en la que Dios está cerca y “a cargo”, presente, siempre. Pero, ¿qué significa decir que Dios está “a cargo”? Lo que no significa es que Dios desee dominarnos, ni tampoco que debemos quedarnos sentados y dejar que Dios lo resuelva todo. No significa que
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debamos ignorar el tratamiento que el médico prescribió para alguna enfermedad grave o ir a un juicio sin un abogado porque Dios nos apoya. Decir que Dios está a cargo no significa renunciar a nuestras propias responsabilidades o ignorar la sabiduría de otros seres humanos, sino alinear la mente, el corazón y la voluntad con la suya y colocar toda la confianza en él, incluso cuando, desde nuestro limitado punto de vista, las cosas parezcan ir mal. Decir que Dios está a cargo no es decir que maneja los hilos y que controla cada ínfimo detalle de nuestra vida. Simplemente es afirmar que la voluntad de Dios supera la nuestra y la de cualquier otra persona. Es reconocer que no somos autosuficientes y que, si bien podemos y debemos confiar en otros, es de Dios de quien dependemos. Es imaginar y acoger un modo de vida totalmente distinto.
Las dos caras de la moneda Cuando del concepto del reino de Dios se trata, hay dos preguntas que debemos hacernos: ¿Qué dice acerca de Dios? y ¿Qué dice acerca de nosotros? Comencemos por Dios. Después de todo, él es el Rey.
Lado 1: Lo que el reino dice acerca de Dios La actividad principal de un rey es la de reinar, y un rey que reina de manera eficaz está presente de forma activa en su reino y pide a quienes viven en él que le respeten y obedezcan. Cuando Jesús dice: “El reino de Dios está cerca”, quiere decir que Dios está activamente presente en este mundo y en nuestra vida. No es la realidad distante del deísmo de la Ilustración, un “relojero” que puso en movimiento la creación hace mucho tiempo y que después se sentó a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos (con alguna que otra intervención). Los judíos de la época de Jesús, que vivían bajo el dominio romano en una Jerusalén que no era sino la sombra de lo que un día había sido, también sentían que Dios estaba lejos y anhelaban sentir su presencia del mismo modo
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que sus ancestros la sintieron durante el éxodo de Egipto. El audaz anuncio de Jesús de la presencia del reino de Dios indicaba que Dios ciertamente había “regresado” a su pueblo y era su rey. No tenemos que esperar a que un Dios lejano intervenga: en Jesús, la presencia de Dios se hizo permanente, imposible de borrar. Pero, ¿por qué la querríamos borrar en primer lugar? En su libro La nueva masculinidad: rey, guerrero, mago y amante, Douglas Gillette y Robert Moore nos ayudan a ver lo invalorable que es un verdadero rey. Según Moore y Gillette, el arquetipo de un rey es que: • es el centro y todo gira en torno a él. El rey es el centro geográfico y espiritual de su reino, y pone orden en medio del caos. Su función es la de unificar. • toma decisiones. El rey representa principios firmes e inmutables, y sus decisiones emanan de estos principios y son tomadas por el bien de su pueblo. • vive con integridad. Su función es la de representar la integridad y la virtud y de utilizar estas cualidades de manera consistente para enmendar relaciones, representar la verdad y mantener su palabra. • protege su reino. El rey salvaguarda su reino de cualquier peligro o amenaza. Esto incluye atender a las necesidades de los pobres y los vulnerables. • proporciona orden. El rey representa y hace cumplir la ley para poner orden y asegurar que imperen la equidad y la justicia. • crea e inspira la creatividad en otros. El rey usa su influencia para armar de poder a otros para que alcancen la plenitud de su potencial. • bendice la vida de otros. El rey reconoce y honra a otros por sus logros y les extiende su favor.
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• deja un legado. El rey deja un legado para que las futuras generaciones recuerden su grandeza perdurable. Los reyes benévolos del pasado que estaban a la altura de sus responsabilidades eran aclamados por sus súbditos, quienes se identificaban con ellos con entusiasmo y lealtad. Lo mismo pasa con Dios y con nosotros. Cuando Jesús proclama que el reino de Dios está entre nosotros, nos dice que Dios ha intervenido en nuestra vida para: • traer orden; • unificar a su pueblo; • hacer lo que es mejor para nosotros; • enmendar relaciones; • transmitir la verdad; • cumplir su Palabra; • protegernos del peligro; • proporcionar orden y justicia; • inspirarnos para vivir todo nuestro potencial; • reafirmarnos; • estar con nosotros para siempre. Y cuando vemos que nuestro Dios, nuestro Rey, es así, lo aclamamos, lo seguimos y nos identificamos con él. Él es nuestro, y nosotros somos suyos. Cuando Jesús nos enseñó a rezar las palabras “venga a nosotros tu reino”, nos enseñó a invitar a un rey que procura nuestro bien y desea erigir su bandera en el centro de nuestra vida y hacer lo que mejor sabe hacer para nuestro beneficio y el de los demás. Rezar el Padrenuestro es declarar que, en lo más íntimo de nuestro ser, somos incapaces de sostenernos a nosotros mismos y por ello confiamos felizmente en Dios, nuestro Rey. El ser suyos, no obstante, trae consigo responsabilidades.
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Lado 2: Lo que el reino dice sobre nosotros Y entonces damos la vuelta a la moneda: nuestra función en la realidad alternativa del reino. Al igual que la actividad principal del rey es la de reinar, la actividad central de sus súbditos es la de jurar lealtad. Esta nueva manera de ser humanos, de vivir en el reino de Dios, comienza con la pregunta: ¿a qué y a quién debemos lealtad? A los niños en edad escolar se les enseña a jurar lealtad a la bandera de los Estados Unidos de América. Los ciudadanos de la época de Jesús debían también jurar lealtad a su gobierno, el Imperio Romano. Jesús, sin embargo, insiste en que debemos jurar lealtad a alguien y a algo más. Eso no significa que debemos renunciar a la bandera de nuestra nación. Pero sí significa, no obstante, que la “bandera” de Dios es superior a todas las demás. Vivir en el reino de Dios es invitar a Dios a erigir su bandera en el centro de nuestra vida y a jurarle lealtad. Al hacerlo, juramos lealtad y sumisión a la voluntad de Dios y a todo aquello que Dios representa. Jesús sabía que, además de jurar lealtad a los gobiernos, también juramos lealtad a otras realidades. Juramos lealtad al poder, a la perfección, a la popularidad, al placer, a las posesiones y a la posición social; y estos son solo algunos ejemplos. Cuando juramos lealtad a cualquiera de estas realidades mundanas, nuestras acciones fluyen de ellas. Arrepentirse, entonces, es trasladar la lealtad. Cuando Jesús nos llama al arrepentimiento, no nos pide solamente que nos lamentemos por una larga lista de faltas momentáneas de criterio. Nos pide que traslademos nuestra lealtad apenas pisemos el camino que nos lleva a la ciudadanía del reino de Dios. Hasta que no lo hacemos, solemos vivir como forasteros, ocultándonos en las sombras de la autoridad de Dios porque nuestra lealtad está en otro lado. Cuando juramos voluntariamente lealtad a algo, lo hacemos porque creemos en lo que ello representa. Confiamos en que nos protegerá y que nos ayudará a crecer para llegar a alcanzar todo nuestro potencial.
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Por ello nos resulta tan tentador jurarle lealtad a la riqueza, por ejemplo. Si bien nuestros billetes tienen impresa la leyenda “In God We Trust” [En Dios confiamos], debemos ser honestos y admitir que a menudo confiamos más en el poder del dinero que en el poder de Dios. Creemos que tener riquezas nos protegerá y nos permitirá lograr nuestros objetivos y alcanzar todo nuestro potencial. Y ciertamente, el dinero puede protegernos de muchos peligros y allanar el camino para que logremos alcanzar algunos de nuestros objetivos. El corazón humano, sin embargo, sabe que hay más. Se niega a descansar hasta que haya jurado lealtad a lo único que puede traer una realización verdadera: una relación íntima con nuestro Creador.
Lo que el reino NO es Antes de continuar describiendo el reino de Dios, asegurémonos de poner en claro aquello que no es.
El reino no eres tú. Pese a los esfuerzos de varios guías espirituales New Age, para convencernos de que el reino de Dios debería equipararse con nuestro ser interior, lo cierto es que Jesús nunca dijo esto. Jesús dijo que el reino de Dios está “entre ustedes”, lo que significa “al alcance de ustedes”. Esto suele traducirse erróneamente como “el reino de Dios está dentro de ustedes”. Si bien estamos hechos a imagen y semejanza de Dios y en verdad somos “templo del Espíritu Santo”, el reino de Dios es una realidad que está más allá de nuestro limitado ser. Aunque es posible descubrir una puerta de acceso al reino dentro de nosotros, si nos comparamos con el reino corremos el riesgo de convertirnos en pequeños tiranos que buscan imponer su propia voluntad sobre los demás. Aunque nuestras mentes y corazones pertenecen al reino, este es mucho más vasto y grandioso de lo que nuestras mentes y corazones humanos pueden siquiera imaginar.
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El reino no es el cielo. Muchos cristianos comparan el reino de Dios con el más allá, es decir con el cielo. Quizás sea por ello que los Evangelios usan a veces el término reino de los cielos en vez de reino de Dios. Aun así es engañoso pensar en el reino como una recompensa que nos aguarda en el más allá; algo que podemos ganar apretando los dientes y tratando de sobrevivir este infierno en la tierra. El mensaje de Jesús no hablaba del “después”, sino del ahora. Jesús afirma muy claramente que el reino de Dios, nuestro destino final, es una realidad presente de la que podemos participar ahora, y después, de manera completa, en el más allá.
El reino no es prosperidad. Algunas ramas del cristianismo predican que una señal de la presencia del reino de Dios es la prosperidad. Esto es especialmente cierto en el caso de los Estados Unidos, donde se suele escuchar en los medios la proclamación de lo que podemos llamar el “evangelio de la prosperidad”. Predicadores de esta índole afirman que la prosperidad es nuestro derecho de nacimiento y un indicador de que el reino de Dios está activo y presente en nuestra vida. Es cierto que el reino de Dios trae prosperidad a sus ciudadanos, pero esa prosperidad no es financiera. El reino trae un superávit, una abundancia de gozo, de bienestar y de amor.
El reino no es nuestra nación. La retórica patriótica suele incluir imágenes religiosas. Los políticos estadounidenses sobre todo han invocado muchas veces la imagen de los Estados Unidos como “la ciudad construida sobre un monte”, de la que Jesús habló en Mateo 5:14. Desde John Winthrop, el puritano que usó esa imagen para inspirar a los colonos de la bahía de Massachusetts, hasta las referencias en los discursos de los presidentes Kennedy y Reagan, la imagen de los Estados Unidos como una resplandeciente ciudad de Dios ha dado lugar al excepcionalismo estadounidense, la
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creencia de que el reino de Dios se manifiesta en nuestras costas supuestamente sagradas.
El reino no es la Iglesia. Antes del Concilio Vaticano II, los católicos tendían a identificar la Iglesia con el reino de Dios. Y quién podría culparnos cuando papas de la talla de León XIII decían cosas como: “El reino de Dios en la tierra [es] la verdadera Iglesia de Jesucristo”. Por suerte esta mentalidad cambió con el Concilio Vaticano II, donde se afirmó que la Iglesia es “la semilla y el comienzo” [v.d.t.] del reino y se explicó que, por medio de la Iglesia, aprendemos a anhelar “el reino completo” [v.d.t.]. La Iglesia está ciertamente relacionada con el reino de Dios y le sirve, pero no es el reino en sí.
Lo que SÍ es el reino: un camino alternativo Ahora que hemos señalado lo que el reino no es, pasemos a describir de manera más precisa lo que sí es. La siguiente imagen puede resultarnos útil: Aunque he viajado bastante, uno de mis lugares favoritos sigue siendo Nueva Orleáns. Si alguna vez visitaste el barrio francés de esa ciudad, quizás recuerdes una peculiar yuxtaposición de imágenes. A medida que uno se aproxima a la calle Bourbon, la bella catedral de San Luis se eleva ante la vista. Alrededor del perímetro de la catedral hay decenas de adivinos, quiromantes y consejeros, y por supuesto sus “clientes”, personas ávidas por saber algo de ese futuro que nunca estamos seguros de lo que nos va a traer. Al mismo tiempo, la calle Bourbon está repleta de negocios ansiosos de satisfacer cualquier deseo de placer, ya sea comida, bebida, música o sexo. Si bien muchos consideran muy extraño, e incluso inapropiado, que una catedral esté situada en un lugar semejante, yo lo veo como una imagen perfecta del reino de Dios entre nosotros. Es un microcosmos de la vida en este mundo.
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Estamos rodeados de personas y entidades que prometen mostrarnos el futuro y brindarnos satisfacción en algunos aspectos, o en todos. Las experiencias que vienen junto con estas promesas son atractivas, divertidas y tentadoras, y en realidad nos resultan muy gratificantes, aunque solo de forma temporal. ¡Y también nos damos cuenta de que al día siguiente debemos pagar por algunas de ellas! Sin duda, el mundo nos ofrece un sinnúmero de maneras de obtener satisfacción inmediata, aunque efímera, y de poder echar un vistazo a lo que vendrá. En medio de todo esto, no obstante, Jesús nos propone una realidad alternativa, una realidad en la que hallamos satisfacción genuina y duradera y la promesa de un futuro en Dios. Muchos aspectos del barrio francés son divertidos, siempre y cuando reconozcamos que son solo una ilusión. El llamado a vivir en el reino de Dios no es un llamado a condenar la totalidad de la vida secular. Es un llamado a reconocer que debajo de ese mundo secular, subyace una realidad alternativa, un verdadero camino a la realización, difícil de divisar pero real. Responder a este llamado es arrepentirse, literalmente darnos la vuelta, mirar en una dirección distinta y entrenar los ojos para percibir esta maravillosa realidad.
Un poco embriagados En la introducción de este libro dije que en Pentecostés los apóstoles estaban embriagados, que a los que les escucharon les pareció que se encontraban en una realidad alternativa. Algunos de los presentes creyeron que los apóstoles estaban, en efecto, embriagados por el vino, y se burlaban (ver Hechos de los Apóstoles 2:13). ¿Qué otra cosa, se preguntaban, podría explicar el comportamiento desinhibido de esta pandilla de hombres que con tanto entusiasmo anunciaba su lealtad a un criminal condenado y ejecutado por traición al Imperio Romano? Pero para muchos otros de los presentes, la evidente transformación en este pequeño grupo de seguidores fue a la vez sorprendente e inspiradora.
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Parecían no tener ningún temor ante el peligro real y siempre presente. Parecía como si hubieran hallado aquello que todos anhelamos: la verdadera seguridad. La verdadera seguridad puede asemejarse a veces a la falta de inhibición que produce la ingesta de alcohol, pero solo hasta que lo miramos más de cerca. Los apóstoles, que habían estado ocultándose durante varias semanas por temor a perder la vida, de repente perdieron todo el miedo. Literalmente, se “lanzaron al peligro” y proclamaron en voz alta y clara su lealtad a Jesucristo. Esta falta de inhibición es característica de quienes “residen” en el reino de Dios. En el capítulo 5 exploraremos más a fondo lo que hace única a esta clase de embriaguez. Pero hagamos una primera aproximación para que podamos empezar a reconocerla en los demás. A causa de esta verdadera seguridad, los moradores del reino están totalmente desinhibidos y lo muestran al: • dejar de lado sus propias necesidades para atender las necesidades de los demás; • tener un espíritu ligero; no son frívolos, pero tienen la capacidad de hacer que el mundo a su alrededor sea más luminoso; • vivir en un estado de serenidad; aun en medio del caos son imperturbables; • hacer un guiño a las debilidades y faltas de otros en vez de ponerlos en su lugar; • responder con gracia y amabilidad, incluso al más gruñón; • preocuparse por el bien de los demás incluso cuando ellos les fallan; • centrarse en el mensaje incluso cuando son coaccionados; • conservar la sensatez cuando se encuentran ante un conflicto; • practicar la conciencia plena.
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Estos son los rasgos y las características de los moradores del reino: personas con un profundo sentido de seguridad que saben que viven bajo la protección de un rey siempre presente que se preocupa por ellos. Se necesita mucha imaginación para reconocer este reino. Por desgracia, la imaginación no suele tener buena fama y es considerada un escape de la realidad, cuando en realidad es la capacidad de ver más allá y a través de la realidad visible para distinguir una mayor. Jesús personificó, literalmente, la realidad imaginativa del reino de Dios. Con esto no estamos diciendo que la proclamación que Jesús hizo del reino es un cuento de hadas. Lo que decimos es que hace falta mucha imaginación para reconocer las bendiciones de ser pobre, de trabajar por la paz, de ser humilde, de llorar, de tener hambre de justicia, y de ser perseguido por causa de la justicia. Hace falta mucha imaginación para ofrecer la otra mejilla, para amar a los enemigos y rezar por los que nos persiguen. Y aun así, pese al desafío, Jesús nos dice que tener esta imaginación nos llevará al reino de Dios, que ese reino es nuestro destino final y que esa realidad está a nuestro alcance. Seguir a Jesús, entonces, es comenzar una travesía en la que no tendremos que mover nuestro cuerpo ni siquiera una pulgada, pero que requiere que nuestro espíritu se incline hacia el lugar donde residen las semillas del reino: dentro del corazón. El reino de Dios es una realidad que está en medio de nosotros, aunque no sea visible. Y sin embargo, por su misma existencia, gracias a su Encarnación, Jesús muestra esta realidad invisible ante nuestros propios ojos. Es a la persona de Jesús a quien dirigiremos ahora nuestra atención.
Conclusión
Seguro que estás imaginando cosas. Eso no es un insulto. Simplemente estoy diciendo la verdad. Desde el momento en que nos despertamos por la mañana, empezamos a imaginar cómo podrían ser los próximos pasos en la vida. Nos imaginamos qué sabría bien para el desayuno. Nos imaginamos cómo nos veríamos usando determinada vestimenta. Nos imaginamos cómo podría ser el camino al trabajo y como resultaría la reunión con un cliente o un gerente. Nos imaginamos cómo podrían saludarnos cuando llegamos a casa al final del día. Algunas veces las cosas resultan como las imaginamos. Otras, no. A pequeña escala, puede no ser muy importante. El pan del desayuno termina quemándose. La vestimenta que nos ponemos tiene una mancha. La reunión no sale como planeamos. Cuando volvemos a casa, no nos saludan con el afecto que habíamos esperado. Normalmente podemos manejar estas cosas. Sin embargo, hay veces en la vida en que las cosas no salen como imaginábamos, y nos sentimos desilusionados o devastados. El empleo o ascenso que imaginábamos obtener no sale. La relación que imaginábamos prosperaría toda una vida termina en dolor. La salud que imaginábamos disfrutar por años y años se evapora con un diagnóstico de cáncer. El mundo en que imaginábamos criar a nuestros hijos
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está envenenado de crímenes atroces contra la humanidad y el medio ambiente. En resumen, nuestros deseos más profundos quedan insatisfechos, y nos sentimos solos y desesperanzados. A nivel espiritual, ciertamente no sentimos como si Dios estuviera cerca de donde vivimos. Cuando nos encontramos en un lugar así, nos enfrentamos a varias posibilidades: • Podemos volvernos seres hastiados y cínicos. • Podemos caer en la desesperación. • Podemos volvernos vengativos. • Podemos restarle importancia y ser frívolos. • Podemos vivir en la negación. • Podemos negarnos y anestesiarnos al dolor. • Podemos imaginarnos otra posibilidad. De esto se ha tratado este libro: de la “otra posibilidad”. Es la posibilidad que anuncia Jesús, y que él es, cuando habla del reino de Dios. Jesús nos invita a vivir en una realidad impregnada de la cercanía de Dios, una cercanía que no nos protege de las dificultades, sino que nos permite prosperar en medio de ellas. Vivir con un reconocimiento de la cercanía de Dios significa vivir de una manera completamente diferente: una manera que Jesús describió como arrepentimiento. “Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios: arrepiéntanse y crean en la Buena Noticia” (Marcos 1:15). Así que, desempolva la imaginación y úsala para ver, junto con san Agustín, que “Dios, [. . .] estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío”. Pero, cuidado. Alguien podría pensar que has bebido demasiado.
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Agradecimientos
La idea para este libro fue inspirada por mi esposa, Jo, quien me pidió que le recomendara un buen “libro sobre Jesús” para leer durante la Cuaresma de 2012. Nada de lo que le recomendaba le venía bien. Entonces decidí escribir mi propio “libro sobre Jesús” para ella y para cualquier otra persona que esté buscando encontrar a Cristo y oír una presentación fresca y simple sobre su mensaje transformador, sin la carga del engorroso lenguaje teológico y sin ningún intento por “deconstruir” o “psicoanalizar” a Jesús o de revelar al “Jesús histórico”, como han hecho tantos autores en décadas recientes. Esta es simplemente la Buena Nueva para aquellos que necesiten oírla de nuevo, o por primera vez. Gracias por tu pedido, Jo. Espero que te guste a ti (y que les guste a otros). La estructura de este libro se inspiró en unas cuantas páginas del décimo capítulo de un libro excelente: Forming Intentional Disciples: The Path to Knowing and Following Jesus [Formando discípulos intencionales: el camino para conocer y seguir a Jesús] de Sherry A. Weddell. En ese capítulo, Weddell identifica nueve “actos” dentro de la gran historia de la salvación que comprende el kerygma, el anuncio inicial del Evangelio hecho por los primeros seguidores de Jesús que fue tan efectivo en la transformación de corazones y mentes. Había oído el término kerygma muchas veces en mi vida, pero nunca lo había visto 191
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desglosado en pasos separados como ha hecho Weddell. Luego de leer su análisis del concepto de kerygma, finalmente lo entendí. Estoy más convencido que nunca de que tenemos que recapturar la esencia del kerygma, es decir, su simplicidad, su audacia y franqueza, si esperamos, mediante la nueva evangelización, transformar corazones y mentes como lo hicieron los cristianos de los primeros siglos. Un especial agradecimiento también a Joe Durepos y Steve Connor por su continuo apoyo y aliento; a mi hermano Tom y a los sacerdotes de Ephphatha House en Duck Lake por facilitarme una muy necesaria “buhardilla de escritor” mientras trabajaba febrilmente para cumplir con mis plazos de escritura; a Bret Nicholas por sus muy bienvenidos comentarios y apoyo; a Claire Colombo por su meticulosa y razonada edición; ¡y a los Chicago Blackhawks, por los diecisiete segundos más increíbles en la historia de la Copa Stanley! Joe Julio de 2013
Acerca del autor
Joe Paprocki, Doctor en Ministerio, es asesor nacional para la formaciĂłn de la fe en Loyola Press. Tiene 35 aĂąos de experiencia en el ministerio y ha enseĂąado a muchos niveles diferentes. Paprocki es un conocido orador y autor de numerosos libros, entre ellos Vivir la misa, Una fe bien construida y 7 Keys to Spiritual Wellness [7 claves para el bienestar espiritual].
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