TERMINATOR EN LA HAMACA

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LA NOCHE Ediciones

Edición preliminar

México 2024

Diseño de Portada: Salvador Loza

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ÍNDICE TERMINATOR EN LA HAMACA LUNA REINVENTARSE 5 19 25

TERMINATOR EN LA HAMACA

Desde que llegaron esas máquinas toda la tranquilidad se fue, si es que realmente había existido, pues los moscos y los animales ponzoñosos siempre la joden un poco, pero todos saben que ese es el precio de vivir en el paraíso. Esos ruidos de motores enmudecían a las gallinas que trataban de ganar decibeles entre los fierros móviles. Ni la música del vecino a todo volumen por la mañana podía competir con sierras eléctricas, grúas y un montón de picos y palas que sin armonía hacían un ruido molesto que empezaba a las seis de la mañana y terminaba a las seis de la tarde. Doce horas de martirio laboral y sonoro.

Pero un día por la tarde se escuchó un gritó tan fuerte que ni los motores y ruidos de las máquinas pudieron opacar. Un trabajador de la obra se había enterrado una varilla en el costado izquierdo después de haber caído dos pisos. La sangre caliente escurría por el fierro sucio, su cuerpo se había convertido en un instrumento que la varilla tocaba, un instrumento que gemía, gritaba y respiraba con desesperación, nunca había escuchado algo así, yo era un niño y vivía en una pequeña casa justo frente a la construcción. Eran vacaciones y tenía todo el tiempo del mundo para ver lo que pasaba en la obra mientras jugaba con mi nuevo juguete de Terminator que me había traído mi tío Tom de Los Ángeles, el único

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hermano de mi papá que se había cruzado al otro lado y que ahora prefería que le dijeran Tom en vez de Tomás. Por un momento pensé que ese hombre agonizante era un personaje de la película siendo atravesada por los brazos de metal del T-100, me dió fascinación y un poco de miedo, es por eso que me acerqué entre los chismosos para poder ver a este hombre de cerca, quien movía la cabeza sudada con desesperación mientras trataba de ocultar el dolor respirando lento. Se percató de mi pequeña presencia y me vio directamente a los ojos, nunca olvidaré su mirada, era muy vital, fuerte, como si en mí estuviera viendo lo que estaba a punto de perder; la juventud, la vida… todo.

El hombre regresó a trabajar a la obra meses después, tuvo suerte, pues la varilla apenas y rozó uno de sus pulmones. El día que regresó yo venía de la escuela junto con mis dos hermanas y me reconoció inmediatamente, de nuevo me miró fijo y frío, o al menos así lo percibí, como si el regresar a la vida realmente se la hubiera quitado: extraño. Con miedo entré corriendo a la casa donde mi mamá preparaba un plato caliente en un verano infernal, como era su costumbre.

Los días pasaron y la construcción comenzaba a tomar forma. Era un hotel de seis pisos, el primero por la zona y al lado de nuestra pequeña choza, en la que mi padre solía dormirse tapándose del sol con el periódico humedecido por la brisa del mar; esta costumbre iba a dejar de ser necesaria cuando los seis pisos del espantoso hotel blanco con azul llamado “Hotel Virreyes” estuvieran erguidos a nuestro lado. Pero debo ser sincero, todos en la zona estaban entusiasmados con que esto sucediera, y cómo no íbamos a estarlo si lo único que veíamos a diario eran las pencas de plátano, el mar, una televisión con mala señal y balsas viejas varadas en la bahía,

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estábamos aburridos, cualquier cosa sería mejor que lo mismo de siempre, además mi padre fue uno de los que vendió terreno para que el hotel se pudiera construir, y no sólo eso, también fue de los que convenció a la comunidad de que nos vendría bien a todos. Desde que le compraron el terreno a mi papá, ya no salía nunca a pescar, sólo quería ir a comer al restaurante de Pepe, y muchas noches no llegaba porque estaba de fiesta con algunos de los albañiles que trabajaban en la obra, aunque él siempre aspiró a poder irse con el dueño del hotel, cosa que nunca sucedió. El olor del dinero gastado por las noches, se quedaba en los dedos de mi padre, cuando tocaba mi cabeza, el pelo quedaba impregnado de él, pero mientras más olía el pelo a dinero, más se iba escurriendo esa ligera riqueza temporal.

Después del hotel, se inauguró el alcoholismo de mi papá y vinieron unos cuantos años de miseria llantos y violencia, cada que mi padre regresaba borracho a casa recordaba la mirada de ese albañil viéndome fríamente, como si supiera que el futuro estaba por hacerse mierda desde ese momento, y con su mirada maldijera toda felicidad que antes traía el mar. Sus ojos convertidos en millones de máquinas escarbando en el corazón de la gente que cree en el progreso, viendo nuestro pequeño mundo arder junto con nuestras esperanzas de seres tropicales mareados por la promesa del cemento.

Comenzaron a llegar más turistas, uno de mis hermanos consiguió trabajo en el hotel, mi madre ya no aguantaba a mi padre y mis hermanas jugaban a aventarse en la grava que había quedado tirada en la entrada a la playa, justo del lado de nuestra casa. Mi hamaca favorita se mecía por el aire y mi muñeco de Terminator se mecía con ella. A mi hermano terminaron echándolo del hotel por

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insultar a uno de los turistas y le fue muy difícil reubicarse, por lo que empezó a entrarle a la bebida como mi padre, quien llevaba dos meses sin llegar a la casa y mi mamá estaba a nada de darlo por muerto. Por las calles llegué a escuchar que mi padre debía mucho dinero y que seguro por ello había escapado, a veces llegaban pescadores a buscarlo a la casa y mi madre tenía que salir con la vergüenza a cuestas para decirles que no sabía dónde se había metido. Se había llevado todo el dinero que le sobraba, después de dos años de construído el hotel.

En esos dos años, muchas aves se habían ido de la zona porque ahora todo estaba lleno de construcciones de Hoteles Boutique que las ahuyentaban. Mi mamá comenzó a sufrir migrañas debido a los ruidos eternos de los taladros, y las máquinas de construcción, y mi hermano comenzó a trabajar en las obras de algunos de esos hoteles. Él era bueno, pero desde que mi papá se había ido, algo había cambiado en él, su alcoholismo de fin de semana era severo y podía ver la mirada de aquel trabajador agonizante en sus ojos, posiblemente el sonido de la sierras, los taladros y los picos de construcción le habían robado algo de sí mismo al igual que a mi madre. Yo comencé a andar cada más sólo, no tenía muchos juguetes y mi Terminator cada vez estaba más despintado, develando una capa color carne detrás de su cuerpo robótico. El robot se desnudaba y al hacerlo mostraba su carne, su humanidad plastificada; aún así seguía siendo mi juguete estrella, y a veces me lo llevaba a la playa para jugar con los hijos de los lancheros, bueno, con algunos de ellos, porque desde que mi papá desapareció mucha gente del pueblo no nos dirigía la palabra, creían que mi mamá sabía dónde estaba y lo encubría, Estoy seguro que si mi madre hubiera sabido, les hubiera dicho. Algunos decían que se lo habían tronado y lo habían desaparecido, la cosa es que nosotros

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no sabíamos donde estaba y mi madre tenía que soportar las malas caras de un pueblo que se había ensañado con nuestra familia.

Cuando olía billetes húmedos, recordaba a mi padre, y trataba de pensar en él, de recordarlo, pero su cara se iba borrando más de mi memoria, la humedad todo desgasta, todo.

Un día, de sorpresa, y mientras yo estaba en la tienda comprando huevo y tortillas, llegó mi tío Tom. La familia estaba bastante feliz de verlo, él sabía las noticias de mi padre y fue a hablar con las personas del pueblo, al parecer pagó una parte de sus deudas para que nos dejaran en paz. Fuimos a comer a la marisquería favorita de mi mamá “La Jaiba Azul”, y nuestro tío nos contó muchas cosas de Estados Unidos, todos los lugares donde había estado, nos contó cómo eran los gringos ahí en Connecticut, y que había fumigado todos los malls de la ciudad con su empresa de fumigación.

Me llamaba mucho la atención su ropa, toda era nueva, brillaba, y mi madre lo veía con admiración. Sus tenis eran rojos con blanco, muy llamativos, el color favorito de mi mamá, de quién escucharía sus gemidos en la noche, mientras mi tío susurraba cosas que no logré entender.

Los días siguientes mi madre se mostraba muy amorosa con él. Él jugaba mucho con mis hermanas e iba conmigo a la playa para enseñarme a meterme a las olas gigantes, me daba seguridad, era muy amable y suave, una brisa fresca en ese pueblo ingrato, era fácil dejarse llevar por él. Nunca se había casado y antes venía mucho de visita, los últimos dos años no había podido vernos porque tenía miedo a que hubiera represalias por lo que había hecho mi padre. Fue bueno que viniera, aunque fuera por un mes. Fue un mes cálido y feliz, recuerdo que mi hermano había dejado de beber y comenzó a salir mucho con mi tío, parecía que su pres -

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encia entre nosotros cambiaba todo y también un poco al pueblo.

La última noche me asomé por la ventana de mi cuarto y lo vi llorando, mi madre se acercó a él y lo abrazó por la espalda. Recuerdo lo que le dijo mientras pegaba la mirada en el árbol de mangos que estaba enfrente: “Este pueblo es decadente” se tienen que ir de aquí. Al día siguiente hizo sus maletas y se fue. Lo despedimos en el camión que lo iba a llevar al aeropuerto. Mi madre me dijo que iba a regresar, nadie quería que se fuera.

Pasaron seis meses y todo volvió a la normalidad, mi hermano comenzó a beber de nuevo y las víctimas de las deudas de mi padre volvieron como buitres para molestar a mi mamá. Mi tío hablaba una vez a la semana con ella, y me encantaba que lo hiciera, porque ese día mi madre estaba feliz. Nos llevaba por helado y jugaba con nosotros juegos de mesa. Generalmente hablaba los jueves y la felicidad le duraba a mi vieja unos tres días, después se deprimía hasta que la otra llamada llegaba. Mis hermanas comenzaron a hacer cada vez más hoyos en la arena y yo junto con ellas me metía a las construcciones para jugar escondidas cuando no había nadie. Los hijos de los pescadores ya no se querían juntar conmigo, ahora decían que por culpa de mi padre estaban perdiendo sus terrenos. Un día por la noche mi hermano regresó completamente golpeado, la sangre brotaba de su rostro como las imágenes que había visto de Jesús en la pequeña parroquia tropical. Se había peleado con los hijos de Fernando, uno de los mayores promotores del odio hacia mi padre y mi familia. Traía la nariz rota, pero triunfante gritaba “Me los chingué a los dos, a los dos”. Horas después llegaron las patrullas a la casa, uno de los hermanos había fallecido en el hospital y el otro estaba grave. Los dos agujeros que mis hermanas habían estado cavando en la playa por meses

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parecían haber sido una premonición.

A mi hermano le dieron cuarenta y cinco años de cárcel, y para su suerte, el otro hermano había sobrevivido pero perdió el ojo derecho. La noticia era bien conocida hasta por los turistas que llevaban viviendo su sueño paradisíaco por más de un mes, y en parte eso fue lo que empezó la ola de peleas y violencia que se dejaron venir en días posteriores.

En tres años se habían construido más de diez hoteles en la zona y los turistas llegaban con mayor frecuencia. En la tiendita de la esquina se reunían los lancheros a tomar por la noche y los taxistas de la zona bajaban más a nuestra playa. No sé cuántas peleas hubo durante ese año, pero la violencia escalaba mientras más gente había en nuestro pueblo. El alcoholismo había tomado de rehenes a casi todos los pescadores, y sus hijos se habían vuelto muy buenos para extorsionar turistas o venderles cosas a sobreprecio.

Mi tío seguía hablando con mi mamá, pero ya había pasado un año desde su antigua visita, y mi madre la pasaba mal, aunque mi tío siempre le mandaba dinero para que no nos faltara nada. Un día por la noche, después de pasado el año, llegó por sorpresa y la casa volvió a brillar. Mi madre trataba de esconder su tristeza vistiéndose bonito para él, y él nos llevaba a dar vueltas por la costera y nos compraba todo lo que queríamos, por un momento se nos olvidaban las malas caras que nos hacían a diario por culpa de mi padre. Esta vez mi tío nos dijo que se quedaría más tiempo.

Con mi tío no sólo había llegado otra vez la felicidad a la casa, sino que había traído más juguetes para mí y para mis hermanas, mi Terminator seguía siendo el favorito, pero ahora había traído

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dos juguetes más, un batman y una tortuga ninja. Un día, jugando con ellos en la playa dos niños hijos de los pescadores me los quitaron, yo intenté pelear por ellos pero me aventaron una piedra en la cabeza y quedé ahí tirado por media hora. Eran los hijos menores de Fernando. Mi tío me vio en la playa y me preguntó qué había pasado, yo preferí mentir y decirle que no sabía cómo me había caído, en su mirada notaba su incredulidad, pero no dijo nada, me levantó, me dio un abrazo y me llevó por un agua de limón bien fría, además de que pidió hielos extras para que me los pusiera en el golpe.

Ese día en la noche escuché a mi mamá discutir con mi tío, ella le decía que no aguantaba más estar sin él, él le prometía que ya casi estaba listo todo para que nos largáramos de ahí. Oí a mi mamá llorar, y de niño cuando alguien llora siempre crees que es porque está triste, pero creo que ese llanto era de alegría. Yo también estaba alegre de lo que escuchaba, aunque no sabía cómo decirle a mi tío que me habían robado sus regalos. El Terminator me veía desde la repisa del buró de mi cuarto, mis hermanas dormían juntas en la cama, y yo con el tiempo me volvía más noctámbulo.

Al día siguiente, escuché decir a mi tío que iba a hablar con Fernando, mi mamá desesperada le decía que no lo hiciera, le repetía que estaba loco y que era muy peligroso irlo a ver. Pero mi tío era muy confianzudo y la verdad era muy fuerte, la comida gringa lo había hecho más grande.

Mi tío salió de la casa y se dirigió a la casa de Fernando, seguro en ese transcurso se dio cuenta lo mucho que había cambiado el pueblo en el que había crecido, siempre pude notar que no le gustaba mucho en lo que se había convertido su pueblo pesquero, pero

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al final él qué podía decir, si había escapado de ahí varios años atrás. Yo, como pude, me escapé de la casa aprovechando que mi madre se había encerrado a llorar en su cuarto. Lo fui siguiendo sin que se diera cuenta.

La casa de Fernando estaba en la calle principal, era de las pocas que seguían en pie de guerra contra los hoteleros que buscaban cualquier pretexto para tirar esas casas. Fernando era un tipo respetado por todos, pero también se sabía que era bueno con las armas porque había sido militar. Desde que había muerto su hijo, ya no salía tanto de su casa y se decía que había entrado en una depresión muy grande.

Vi a mi tío tocar a la puerta, supongo que gritó su nombre y salió la esposa de Fernando, quien no estaba segura de dejarlo pasar. Mi tío volvió a gritar más fuerte ¡Fernando! y su esposa intentó detenerlo. Habrán pasado unos diez segundos cuando por fin salió de la puerta con la mirada baja y una pistola en la mano derecha, quitó a su esposa de enmedio y mi tío y él empezaron a hablar, como si discutieran, podía entender algunos gritos, pero como me tenía que esconder, no podía entender todo. Estuvieron afuera unos cinco minutos hablando y de la nada escuche dos balazos. Los turistas que cruzaban por ahí gritaron conmocionados y salieron corriendo, los taxis tenían que frenar en seco para no atropellarlos, entre sus piernas y el desorden pude ver como mi tío caía frente a la casa, tocándose el costado derecho del abdomen. Traía sangre y salí corriendo a la casa para avisarle lo que había pasado a mi mamá. Mientras corría logré escuchar un alarido furioso de Fernando “Esto es por mi hijo, cabrones”.

Al llegar a la escena con mi madre, mi tío estaba en el suelo, que -

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jándose del dolor mientras uno de los turistas que era paramédico contenía la sangre de su abdomen. Al igual que el albañil que había visto años atrás atravesado por una varilla, podía ver en su mirada una vitalidad que luchaba por sobrevivir, pero que también se iba desvaneciendo. Algunos de los pescadores estaban intentando abrir la casa de Fernando para sacarlo y llevarlo a la policía, mi madre lloraba desconsolada mientras le besaba la frente y los labios sin importar que su secreto fuera revelado. Vi como la sangre se mezclaba con la arena mojada y mi tío gritaba ¡Fernando!, ¡Fernando, ven a ver lo que me hiciste!.

En el hospital dijeron que no sabían si iba a sobrevivir. Mis hermanas estaban sentadas en el suelo jugando a hacer agujeros en el piso del hospital, mi mamá suplicaba por que no lo dejaran morir, y yo no podía dejar de pensar en su sangre uniéndose a la arena, a su tierra. Pasamos cinco días en el hospital, mi mamá no nos ponía atención, yo tenía que ir por la comida para ella y mis hermanas. Mi tío no mejoraba, había perdido mucha sangre y no despertaba. Al sexto día murió.

Lo enterraron en el cementerio municipal, y a lo lejos, mientras el padre intentaba dar su sermón se escuchaba la maquinaria pesada construyendo un nuevo hotel de diez pisos, entorpeciendo todo el ritual. A Fernando lo sentenciaron a sesenta años de cárcel, en la misma cárcel donde estaba mi hermano. Nosotros nos fuimos al gabacho con el dinero que mi tío le había dejado a mi mamá y con la indemnización que le habían dado en su chamba. Tenía diez años cuando nos fuimos del pueblo, ahora tengo treinta y cinco. Mi mamá se había muerto cuando yo tenía veinte, nunca pudo realmente superar lo de mi tío, y como allá en California hay un chingo de droga, pues comenzó a inyectarse, y en año y medio de

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estar metiéndose esa porquería, murió.

Yo me hice cargo de mis hermanas por un tiempo, pero después nos fuimos distanciando un poco. Una de ellas se fue a vivir a Alaska con un gringo que era camionero y que quería abrir un negocio de reparación de llantas, y la otra después de pasar por todo tipo de empleos terminó bailando en un table de la zona, por eso yo prefería no acercarme en ninguno de esos lugares para no encontrarla. Hablamos a veces y nos queremos, pero cada uno ha hecho su vida. Así es esto.

Me dediqué a la cocina, empecé desde abajo, pero terminé siendo chef en un restaurante italiano ahí en Pacific Ave. Me caían bien los italianos, son como nosotros, nomás que con menos malicia, o así los veía yo. Me tenían tanto cariño que llevaba saliendo con la hermana de uno de ellos por tres años: Corinna, narizona cómo me gustaban.

Desde los veinte años me había cambiado el nombre por el de mi tío, me hacía sentir bien escuchar que me dijeran su nombre:

Tomás, los gringos me decían Tom y también me latía. Tom esto, Tom aquello, primero me traían de su pendejo y ahora me cojo hasta a sus hermanas.

La verdad por todos esos años sólo fuí tres veces al pueblo para visitar a mi hermano en la cárcel. Mis hermanas y yo le mandamos dinero. pero no nos gustaba ir para allá, nos traía muy malos recuerdos y nos habían dicho que justo al año de que nos fuimos habían tirado nuestra casa para construir un hotel ahí también. Ese pueblo estaba maldito decía mi tío, y yo creo que sí estaba.

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Una tarde por la noche, recibí una llamada mientras estaba en el trabajo, era uno de los hijos de Fernando, sí, de esos que me habían robado mis juguetes. Me dijo que habían visto a mi papá en el pueblo, que había ido a ver a mi hermano. Yo le dije que mi papá estaba muerto, que eso no era posible, pero él insistió. Me dijo que se veía jodido, que parecía que estaba enfermo pero que estaba seguro que era él. Uno de sus antiguos amigos lancheros lo estaba dejando dormir en su tienda por las noches, y había preguntado por nosotros. Le pregunté cómo había conseguido mi número, mi hermano se lo había dado.

Al día siguiente avisé en el trabajo que tenía que ir a México de urgencia y me trepé en el primer avión que pude agarrar. Corinna quería ir conmigo, pero no iba a dejar que a ella la atrapará esa maldición del pueblo, le dije que no. Mientras el avión despegaba recordé la primera vez que volé, cuando huimos de ese pinche pueblo maldito, y también recordé que cuando el avión estaba por despegar, mi mamá nos preguntó si no habíamos olvidado nada, me puse bien nervioso y comencé a hacer memoria y justo cuando escuche los motores del avión, lo ví, ahí todo enredado en la tela roída: mi terminator en la hamaca.

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LUNA

LUNA

¿A cuánto queda la luna de aquí? Le preguntaba un niño a su padre mientras cruzaban la calle inundada. El padre lo sostenía en brazos cansado por haber tenido un día pesado. El niño había pasado todo el día en casa de sus abuelos pues su papá trabaja hasta muy noche. “La vida no daba para más, pero siempre podía para menos” Decía la abuela de forma imprecisa y un poco pesimista en las comidas familiares, mientras el niño tenía esa misma pregunta en la cabeza. La luna parecía estar lejos, pero todo lo que brilla atrapa nuestros ojos cuando podemos usarlos. De niños, los brillos que más impacto nos generan son los de los ojos, las estrellas y la luna, no es el brillo del oro lo que nos interesa, pensaba el padre sin aún responderle al niño que comenzaba a quedarse dormido en su hombro, sin que la respuesta corecta llegara aún. ¿A cuánto queda la luna de aquí? Siempre supo que estaba lejos, pero no quería darle la misma respuesta que su padre le dio a él algún día, aún así no sabía qué responder, mientras los ojos de su hijo se llenaban de oscuridad, de estrellas, y su pelo mojado por la lluvia comenzaba a generar pequeñas gotas que caían por su cuello. Tenía cuatro años, sólo cuatro años.

La lluvía no cesaba, era de esos días donde el cielo le muestra su fuerza a los humanos, esos días donde nos recuerda lo pequeños

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de ambos. El sonido de las sirenas comenzó a despertar al niño quién entre la realidad y el sueño no entendía bien lo que pasaba. Su padre aún lograba esconder las lágrimas entre las gotas de lluvia mientras las patrullas repetían su nombre. Estaban rodeados y Lucia venía dentro de una de esa patrullas, con golpes en la cara y lágrimas secas y oscuras en sus mejillas. Algún día se habían amado tanto, hasta habían pensando en tener otro hijo. Las patrullas repetían que dejara al niño, la gente morbosa veía esa escena de trágica inundación sentimental, pero nadie se acercaba. El padre agaraba a su hijo con el afán de no dejarlo ir. Cómo le iba a explicar esto cuando fuera más grande, cómo iba a saber él a cuánto quedaba la luna de aquí, cómo le iba a explicar a su hijo que tenía miedo, que no era un héroe, que todo estaba por cambiar drásticamente.

El niño despertó y aún en el letargo del sueño y con la mirada borrosa, se puso completamente feliz al ver tanta luz a su alrededor, pensó que su padre por fin lo había llevado a la luna, y sonrió, sonrió entero de felicidad, para después abrazar a su padre como nunca más volvería a hacerlo.

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REINVENTARSE

REINVENTARSE

Vine a contarte lo que nadie cuenta. Qué fácil es para todos aquellos que hablan de redención y buen obrar hablar de los cambios, supongo que lo hacen porque tienen el dinero suficiente como para pasar una vida reinventándose como si fueran un artista pop de los noventas, pero no, la vida es diferente, la vida no te ayuda a reinventarte, generalmente te orilla a hacerlo. Toda esa mierda mística que no intento entender, hay que dejársela a gente con pocos escrúpulos y a sus discípulos perdidos.

No, reinventarse no es algo que suceda así como así, al menos varios de los que yo he conocido que han tenido que pasar por ese supuesto proceso, ni siquiera querían hacerlo, y que cuando dicen hacerlo simplemente están negándose a sí mismos para salir de su agujero para irse a meter a uno desconocido que muchas veces puede ser peor. Además, qué es reinventarse, ¡Por Dios!. Qué significa eso.

La vida nocturna siempre me interesó, no seré hipócrita, pero nunca pensé que terminaría a los cincuenta y cinco años como el policía nocturno de una plaza comercial, ni policía soy pues, soy un elemento de seguridad, “elemento” eso soy: un elemento de seguridad, y añadiré nocturno. Eso es lo único que me libera de mi

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pesar.

En las noches, las plazas son frías, muy frías, esos pisos brillantes que ponen son como témpanos de hielo en un Iceberg lleno de H&M, Calvin Klein y United Colors of Benetton, además de lugares con pésima comida a sobreprecio. Al menos no soy yo el que debo aguantar a todos estos habitantes del círculo polar de las compras hechas por depresión o ansiedad, esos son mis otros compañeros, yo, por voluntad propia, prefiero la noche, y sé que al principio me quejé de lo que hago, pero definitivamente ya me hubiera metido un tiro en la cabeza si este trabajo lo tuviera que hacer de día. Hay cosas que definitivamente no estoy dispuesto a tolerar.

Por las noches la plaza se encuentra medio encendida, algunos locales sí apagan sus luces, pero la mayoría dejan algo encendido, como para mostrar que ese órgano de este cuerpo lleno de algodón y plástico sigue vivo, pero dormitando, y que en algún otro lugar del mundo esa llama sigue en pie, para dar vida al gigantesco cuerpo que compone cualquiera de estas gigantescas empresas.

Les juro que no podría hacer este trabajo de día, realmente nadie puede, es aburrido, tedioso, cansado; das vueltas de un lado a otro con un arma, entre familias, abuelos, solteros y cualquier tipo de personas que jamás cometerían un crimen en su santuario favorito, la mayor parte de esta gente es fiel a este témpano de hielo, por qué quisieran profanarlo si les da tanta felicidad estar ahí los fines de semana, y aquellos que van a profanarlo son para mí unos héroes, de ninguna manera quisiera ser yo quien detuviera a una niña de 16 años robando calzones y playeras de una tienda como estas, si yo viera que lo hace, no diría nada, absolutamente nada, sólo así me tomaría en serio mi trabajo, porque mi trabajo no está

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para ejercer problemas, sino para mostrar que no los puede haber por habernos contratado, por contar con nuestra simple presencia. Cómo decía mi tío Enrique, que era policía, “Yo no trabajo para salvar gente, yo trabajo para que la gente piense dos veces antes de hacer una pendejada”, o sea, para que la gente tenga miedo de hacer cualquier cosa es por lo que nosotros existimos. Mi tío era un sinvergûenza, un deudor con licencia para matar. El pobre de mi padre nunca le pudo cobrar la vez que destrozó su camioneta del trabajo, siempre se inventaba algo para no pagar, pero eso lo siguió hasta a la tumba, el desgraciado no pudo conseguir ningún donador de sangre cuando estaba grave, le debía a tanta gente que quién quisiera donarle su propia sangre a alguien que le debe dinero, primero muerto el deudor que transferirle algo de nuestra cuenta bancaria corporal, aunque eso conlleve perder nuestro dinero cuando ese ingrato muera. Y así fue, el ingrato murió, sin que una sola persona pudiera donarle, ni su perdida esposa lo pudo ayudar, pues no eran compatibles, por eso sus hijos nacieron con tantas enfermedades.

Pero bueno, lo de mi tío no importa, tuvo al final su merecido, como yo lo estoy teniendo ahora, y no, yo no debo dinero ni nada de eso, yo simplemente no me pude reinventar tan bien, y ahora por eso estoy aquí. De mis compañeros siempre hubo quien lo supo hacer mejor; Félix, por ejemplo, se hizo maestro de deportes de una primaria y se veía que le gustaban los chamacos, además, quién iba a pensar mal de un maestro rural que daba clases a puro enano sucio y hambreado, lo amaban en su comunidad esa, lo veían como un santo, era listo el cabrón: mañoso. Artemio también se sacó la lotería, se fue del país y hasta donde supe terminó en Hawái el culón, trabajando en un negocio de modificación de autos, creo que hasta pudo abrir su propio negocio con la lana que

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había ahorrado de andar en el jale. Horacio, ese wey que era el más orate, puso chingos de zapaterías por Teotihuacán y se la pasa yendo con su nueva familia de compras al Paso, como si no hubiera hecho nada antes el cabrón, con familia y todo, hasta quiso ser presidente municipal el hipócrita. En cambio yo, ¡Yo pura madre!, para empezar me deprimo fácil, pésimo antídoto para la reinvención, porque a huevo sigues siendo el mismo baboso que antes, o te vuelves peor cada que tu cabeza juega contigo, y no hay vuelta atrás. Reinventarme yo, imposible, yo me volví más pedo, más pedero, como si algo en mí quisiera destrozarlo todo y a todos, me la pasaba gastando la lana en pendejadas, tenis mamones, viejas mamonas, restaurantes a los que jamás pude llevar a mi madre y otra sarta de estupideces que no me dejaron debiendo pero sí sin un centavo. A mí nunca me ha gustado deber dinero, me siento sucio, sino es mío mejor no quiero nada, no soporto las miradas de alguien a quien le debes dinero, como un zopilote esperando su momento de atacar y que regularmente es cuando más jodido estás, no, deber ¡Ni madre!, prefiero trabajos culeros que andar con cara de perro triste pidiendo dinero, y mínimo en este trabajo soy como mi propio jefe, pues realmente a todos les vale madre lo que hago, porque en esta plaza no pasa nada más que el tiempo.

A veces me gustaría que unos niños malandros vinieran a romper un vidrio como cuando yo era chico, pero ahora como todo sale en redes sociales se han vuelto cobardes, sosos, ya no hay rebeldes sin causa o idiotas con ganas de destruir lo ajeno, hasta he pensado en pagarle a alguien para que venga y haga alguna pendejada, sólo para sentir un poco de adrenalina otra vez. Gano poco para gastar en esas tonterías, pero en estos tiempos la gente no hace ese tipo de idioteces de a gratis, todo lo que violente lo quieren

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pagado, ya no sale con la efervescencia que tiene un cuerpo adolescente, antes bailan con su pinche teléfono por horas que ir a pegarle un ladrillazo al coche de su profesor de matemáticas, Ah… pero no les des mil pesos, porque le ponen el ladrillo en la cabeza. Están enajenados, ya no lo hacen con ese ímpetu natural de destrucción, ya sólo lo hacen o por dinero, o por llamar la atención en sus aplicaciones chinas. Pero bueno, si uno lo piensa, después de cierta edad todos aquellos que cometen actos violentos y que lo hacen por dinero, son al final los que entendieron el juego, los que saben que el billete no lava las penas, pero sí paga el agua del retrete, los otros son los que lo hacen de a gratis, pero para mí esos están verdaderamente locos, esos lo hacen porque les gusta de verdad, yo sólo conocí a uno así en mi vida, y de tanto que le gustaba le terminaron pagando por ello. Era como un Messi a servicio de la muerte, con talento desde chamaco. Me acuerdo cuando quemó una rata viva frente a todos los niños de la cuadra, todos mirábamos impactados, él en cambio la veía con un morbo casi sensual, esa mirada que sólo he visto cuando un hombre grotescamente ebrio desea demasiado a una mujer, una mirada lasciva, violenta. Afortunadamente ese hombre ya está muerto, y murió igual que la rata que mató aquel día, lo único que no sé es si quien lo vio morir también lo miró con esos ojos de deseo que él hacía cada que se tronaba a alguién. Nosotros no éramos narcos ni nada eso, nosotros éramos asesinos a sueldo, y estamos acostumbrados a vivir fuera de todas esas mamadas, saben que nos contratan para algo y punto, no andamos con escuadrones de idiotas que hace tres meses no podían ni disparar una resortera y luego los ponen a disparar AK-47 y no sé qué tantas madres más. Nosotros sabemos matar, de a deveras, y tenemos nuestras normas. A nosotros ningún narco nos mueve, porque saben que si queremos nos los tronamos, somos como pinches ninjas, y en

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toda la podredumbre nos respetan, el que sabe quienes somos mejor ni lo dice.

Y la verdad les mentiría si les dijera que a mí me gustaba matar, nunca me gustó, y no me daba miedo, pero no me gustaba. En las noches después de cometer el crimen me ponía a hacer historias sobre el futuro de esa persona, me preguntaba: Si no lo hubiera matado, qué hubiera sido de esa persona. Si era un abogado, me ponía a pensar que un día resolvía un caso bien rudo, así como en las películas gringas, salvando a una comunidad de un violador o un terrorista, pero también a veces imaginaba cosas feas, porque uno no siempre mata a lindas palomitas, muchas veces te metes dentro de la vida de los próximos difuntos, y te das cuenta que igual no le harán tanta falta al mundo si no están, y sinceramente yo no iba a darles tiempo de reinventarse, yo tenía fecha límite de entrega, y la verdad es que nunca fuí impuntual.

Maté de todo tipo, sólo no mataba menores de edad. Eso nunca, maté arquitectos, maestras, albañiles, futbolistas, podólogos, periodistas; una vez maté, y no les miento, a un mamporrero, yo no sabía qué era eso hasta que lo empecé a investigar, ese hombre trabajaba como guía de pitos de caballos, en verdad, eso es lo que hacía, los ayudaba a cruzarse, y su trabajo es colocar el pito del caballo en la vagina de la yegua, y justo por algo similar lo tuve que matar, pues se andaba cogiendo a la esposa del dueño de la caballeriza. En aquel momento de forma cínica me sentí mal por los caballos, supongo que conseguir a alguien que haga ese trabajo no es cosa fácil, pero cuando a mí me pagaban, yo cumplía.

En verdad en este trabajo pude conocer todo tipo de personas, es como si a veces yo viviera sus vidas junto con ellos, tenía que

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pensar como ellos, ser como ellos, fui tantas cosas en tanto tiempo que era obvio que reinventarme iba a parecer cosa fácil, pero no lo fue, porque yo no soy creativo: yo soy copión, justo por eso terminé en ese trabajo, porque en mi cuadra había varios matones y yo les quería copiar, me quería ver como ellos, quería a sus viejas, quería sus coches, quería todo lo que ellos tenían, pero yo no sabía cómo inventarme nada, ni buenas mentiras. Por eso empecé en eso, por copión y por no tener inventiva. Pero pues qué inventiva iba a tener yo siendo un morro que no tenía ni juguetes, ni televisión y que la primera que tuve se la robé a un portero. Qué imaginación podía tener un morro que cursó hasta quinto de primaria y después se la pasó en el desmadre. Así nadie inventa nada, así nomás uno copia, y copia generalmente lo que brille más y lo que tenga enfrente, era como una mosca en un pantano, y cuando vi una luz me lancé como idiota creyendo que eso era todo lo que había en este mundo.

Por eso no siento tanta culpa, veo al morro que decidió eso y le tengo compasión, me da lástima, pero nunca he pensado que debía haber sido otra persona, porque al final por mi trabajo pude ser muchas, más de las que hubiera querido; por eso trabajo en esta plaza de noche, para no ver gente, para no imaginarme que soy ellos, ya no quiere ser nadie más, a mí ya me vale madre, yo prefiero ser una sombra que deambula entre aparadores, pero eso sí, nunca pude dejar el arma, tengo una necesidad de estar armado y necesitaba encontrar un trabajo que me dejara usar una sin broncas, que me dejara guardar una parte de mi pasado, porque repito, qué eso de reinventarse, yo no me estoy reinventando, yo estoy sobreviviendo, no me aferro al pasado, pero mínimo no soy un hipócrita como Horacio, o como Artemio, esos güeyes ya ni me hablan, y seguro se acuerdan de mí, pero ya les vale madre porque

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según ellos se “reinventaron”, se creen científicos esos idiotas o qué, qué se van a poder reinventar cuando crecieron conmigo. Sé que son iguales a mí, sólo lo niegan para poder dormir de noche. Yo en cambio lleno esta plaza vacía con los muertos que me llevé, a veces veo por ahí al arquitecto sentado frente a la tienda de discos, o a la dentista pidiendo un helado, o al mamporrero probándose un traje, yo lleno mi mundo con lo que hice, no me reinvento, pero al menos siento que cuando los veo o me los imagino, soy creativo por primera vez en la vida, los veo haciendo cosas que igual y yo nunca haría, como ayudar a una señora con su carreola mientras baja las escaleras eléctricas; eso lo hace mucho el periodista que maté, no sé por qué, pero él lo hace, me gusta que él lo haga. Los veo llevando a sus novias al cine, comprando zapatos ridículos, tirando su basura en los orgánicos cuando iba en inorgánicos, haciendo fila en las rebajas, manchándose la ropa con la mostaza de su hamburguesa y comiendo sushi al 2X1 sin compañía.

Y es así cómo voy llenando las noches en este frío lugar, en este témpano de anaqueles, y sé que ellos me ven, y me respetan, porque soy yo el que trae la pistola, soy yo quien los protege y me siento bien cuidándolos, porque son mis muertos. Es por eso que elegí este trabajo, por eso no me voy a reinventar, ¡Qué es reinventarse!, lo digo por última vez, ¡Vivan con sus muertos hipócritas! ¡Vuélvanse sus protectores!, ¡Véanlos comiendo sushi en una mesa para cuatro! o pagando un precio absurdo por un estacionamiento, ¡Fíjense cómo se molestan cuando algo está más caro de lo que pensaban!, Ríanse cuando intentan ponerse algo que no les queda porque están subidos de peso, huelan el baño cuando salen de él, denles papel para que se sequen las manos, y después, con esas manos medio limpias, miren cuando pagan con sus tarjetas de

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crédito sobregiradas, deténganse y vean a sus muertos, pasen tiempo con ellos, porque son como ellos, como ellos somos la mayoría: miedosos patéticos, piadosos indecisos, malignos incoscientes, irresponsables hipócritas, manipuladores mediocres, amantes sin arrojo, o qué, ustedes si son tan diferentes ¿En verdad ustedes creen que son tan diferentes a todos mis muertos?.

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