Pensar de pintura

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DE LA EXPOSICIÓN: Proyecto Pensar de Pintura: Josu Larrañaga, Esther Rivas y Daniel Lupión Coordinación de la exposición: Daniel Lupión Organiza: Vicerrectorado de Cultura, Deporte y Política Social de la UCM Colabora: CONACULTA-INBA. Consejo Nacional para la Cultura y las Artes e Instituto Nacional de Bellas Artes de México DEL CATÁLOGO: Edita: Universidad Complutense de Madrid. Vicerrectorado de Cultura, Deporte y Política Social Coordinación: Daniel Lupión Textos: sus autores Imágenes: los artistas Diseño: Juan José Martín Andrés Fotografía: Juan José Molero

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INDICE: PRESENTACIÓN: 4 Pensar de Pintura. Algunas consideraciones acerca del potencial de la práctica pictórica en la actualidad Lucas Agudelo 6 Ejercicio de pintura Cómo pensar de pintura. Paso a paso Manuel Cerda 22 Entre ser y significar Juan Gallego 32 Arte, ciencia, tecnología y pintura: algunos paralelismos Josu Larrañaga 44 Dispositivo de Seguridad Chema de Luelmo 56 Creer que se cree. Procesos Daniel Lupión 66 Sucesos (graves) Juan José Molero 72 Polvo de cristal Procesos cruzados Juan Perdiguero 80 Galgos Intencionadamente Esther Rivas 90 Pensar DE pintura Pensar en ello/de ello Javier Fuentes 98 Pensar de (o contra) pintura Miguel Ángel Hernández-Navarro 128 La tachadura Josu Larrañaga 136 Notas para un hacer de pintura (como arte) Daniel Lupión 142 El potencial político de la pintura en la sociedad estetizada Agradecimientos 158

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Pensar de pintura, como quien se tumba de lado, quien posa de espaldas, quien mira de frente, es decir, involucrando al cuerpo en una posición pictórica (de pintura); o como quien actúa de buena fe, trabaja de encargo, es decir, con arreglo a una forma de actuar; o como quien escribe de memoria, toca de oído, recita de corrido, es decir, con arreglo a una metodología. Así, pensar de pintura, como el posible reflejo, la inversión si se quiere, de la posible “pintura de pensar”, que no sería sino la reflexión de lo anterior.

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Presentación

Este libro es fruto de las resonancias de la exposición Pensar de Pintura que tuvo lugar en la sala de exposiciones del Jardín Botánico de la Universidad Complutense de Madrid del 23 de noviembre de 2006 al 17 de enero de 2007. En su elaboración han colaborado aquellos artistas y teóricos que tuvieron una implicación con el proyecto. Entre todos han asumido la reflexión que un dispositivo artístico genera y afirmado la voluntad de romper con la enajenación del sentido a la que estamos sometidos habitualmente cuando la pintura se muestra en los circuitos culturales al uso. El proyecto Pensar de Pintura se articula como tenso binomio imagen-pictórica/imagenmediática. La pintura asume ese doble estatus irreconciliable, asume que su sentido, su apuesta y su experiencia se configuran en los hábitos adquiridos en la economía escópica actual, sociedades producidas y domesticadas en las imágenes mass-mediáticas. A través de interrelaciones, de contaminaciones mutuas y de miradas recíprocas entre los proyectos presentados, la idea de Pensar de Pintura es abrir un marco donde lo pictórico se convierte para el espectador-activador en un auténtico ejercicio de ver. Debajo de una imagen aparece siempre otra más, que pone en juego las contradicciones del ver, dejando “entrever”, comprometiendo y comprometiéndose con los modos de producción de imágenes de nuestra industria cultural. De ahí que la publicación sea ante todo una herramienta de trabajo más que un catálogo al uso, un lugar donde experimentar de nuevo la relación del pensar con la pintura, donde plasmar algunas de las palabras que con carácter performativo y transitorio han sido convocadas por el hacer artístico en este ejercicio de re-visión. Por otro lado este documento pretende ir más allá, o más acá, de la lógica del discurso. Cada artista ha elegido su modo de presentar la pintura desde el pensar. Encontraremos en él diversos documentos sobre los procesos de los artistas (Chema de Luelmo, Josu Larrañaga, Daniel Lupión), citas o textos elegidos por ellos para acompañar la construcción poética del sentido de las obras (Esther Rivas, Juan Perdiguero), ensayos teóricos “en caliente”, desde los procesos o los aspectos más cercanos a la producción (Manuel Cerda, Juan Gallego, Juan José Molero, Josu Larrañaga, Daniel Lupión, Esther Rivas), e incluso algunas obras que han sido readaptadas al formato libro para funcionar como dispositivo artístico (Lucas Agudelo). También hemos in-corporado otros dos ensayos “en frío”, con mayor distancia y desde el polo de la teoría del arte (Miguel Ángel Hernández, Javier Fuentes), que se entrelazan con este poliédrico documento. Pensar de Pintura


C贸mo pensar de pintura. Paso a paso Lucas Agudelo

Lucas Agudelo Rodr铆guez Ejercicio de pintura 11. Retratos, rostros y expresiones. 2005-2006 Impresi贸n digital sobre papel, 31 X 22 cm

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Cómo pensar de pintura paso a paso Lucas Agudelo

“Desnudos”, “Rostros característicos”, “Naturalezas muertas”, “Retratos”, “Animales”, “Paisajes Marinos”, “Anatomía para artistas”, “Carnaciones”, “Acrílico”, “Cómo pintar al óleo”, son tan solo una parte de la gran variedad de títulos de libros, cartillas, y publicaciones que buscan enseñar a pintar. Títulos como “Retratos” se repiten en las estanterías dedicadas a la venta de materiales y textos sobre arte.

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Estas cartillas de pintura tienen un objetivo pedagógico claramente definido: enseñar a cualquier individuo interesado en el arte de la pintura. Para lograr este cometido las cartillas proponen que el alumno siga, paso a paso, una serie de instrucciones muy puntuales durante el desarrollo de cada ejercicio, donde se vuelven imprescindibles factores como: La técnica a emplear; El uso específico de colores y materiales; pero sobre todo, el seguimiento ordenado y atento de consejos prácticos que ilustran sobre la manera como estas variantes se deben combinar con el único fin de conseguir un resultado final. La practicidad educativa “do it yourself” es la característica común que hace gozar a estos libros de una gran popularidad y un amplio éxito comercial. Esta característica es una constante que se intenta desmontar y analizar en este trabajo partiendo de una lectura de estos libros. No es desde luego mi intención ironizar, desprestigiar o criticar las enseñanzas técnicas tan necesarias para el aprendizaje de la pintura, tampoco se busca enseñar a pintar, ni mucho menos inducir a este margen de público aprendiz a abandonar sus intenciones pictóricas, lo que se busca es abordar estos libros como soporte investigativo, para generar nuevas preguntas y nuevos interrogantes sobre lo que la sociedad actual entiende por la palabra Pintura. 1. La Mirada Perdida se titula el segundo ejercicio del libro Rostros y Expresiones . Se nos propone el reto de hacer un retrato de una mujer anciana de aproximadamente 80 años, y se nos dice a modo de introducción: “Cuando las personas llegan a cierta edad, su mirada se muestra a veces lejana, distante, quedando fija en algún punto más allá del propio espacio representativo, con una especial melancolía que dotará al retrato de una belleza nostálgica.” Justo después el paso número 1: “Se realiza el dibujo del rostro intensificando el color sanguina para explicar los cabellos y las zonas más oscuras.” Pasamos por el paso número 4: “A continuación, con el lápiz sanguina se repasa la boca de la anciana, que, debido a la edad, ha perdido toda flexibilidad y turgencia en los labios y se muestra rígida, apenas una única línea horizontal; este otro rasgo también merece un profundo análisis por parte del dibujante.” En el anterior ejemplo vemos como la utilización de este tipo de lenguaje simple y directo, como es lógico en este tipo de discursos, tiene una función aparentemente pedagógica como puede ser el hecho de motivar a los lectores-alumnos, y al mismo tiempo intentar desmitificar la complejidad del acto pictórico. Sin embargo, a primeras, también se le exige al alumno cierto dominio del “oficio” a través de la dedicación y la constancia. 2. “Sabemos muy bien que lo que cuenta en la pintura es el resultado final, el efecto del conjunto, la atmósfera; pero sabemos también que el pintor principiante, con solo algo de “aptitud”, alcanzará tarde o temprano estos resultados por sí mismo.” Este párrafo hace parte de las “Conclusiones Generales” del libro Retratos # 32, donde son evidentes las alusiones a las virtudes del trabajo. El autor primero nos motiva a considerar . Ejercicios Parramón. 23. Rostros y Expresiones. Textos: Myriam Ferrón. © Parramón Ediciones S.A. Tercera Edición: septiembre 2002. . Textos: Myriam Ferrón. Ejercicios Parramón. 23. Rostros y Expresiones. © Parramón Ediciones S.A. Tercera Edición: septiembre 2002. p.4. . Ibíd., p. 4. . Ibid., p. 5. . Colección Leonardo. Retratos # 32. “Conclusiones generales”. p.31. © by Vinciana Editrice S.A.S.

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que por medio de la pintura cualquiera puede hacer una buena representación, sin embargo, esta afirmación se contraria cuando en las mismas conclusiones el autor termina por citar a Renoir: “La pintura, como decía Renoir, no es una extravagancia: es sobre todo un oficio normal, y hay que hacerlo como un buen obrero (...) un obrero de la construcción no llega a ser un hábil albañil si antes no ha hecho durante un cierto tiempo de peón.” La pintura como una práctica obrera subyugada a un orden preferencial. Finalmente el autor cerca al final de sus conclusiones nos ilustra con la frase: “Los límites de su mayor o menor dedicación se los pondrá el mismo, pues el arte es antes de nada libertad.”

LA PRODUCTIVIDAD Y EL MARKETING NO COMBINAN CON EL ARTE # 2. 2004, Óleo sobre tela. 56 X 72 cm. 3. Martinho Costa (1977- ), artista Portugués, se intereso también por reflexionar sobre el pragmatismo y la practicidad educativa en este tipo de publicaciones. A partir de la frase: “¡La productividad y el marketing están reñidos con el Arte! , del autor español José M. Parramón y publicada en su libro: Cómo pintar al Óleo, Martinho desprende una serie de pinturas titulada: LA PRODUCTIVIDAD Y EL MARKETING NO COMBINAN CON EL ARTE. El artista desarrolla un trabajo que consiste en el ejercicio de pintar una manzana, en el que se demuestran los diferentes pasos que se deberían seguir para pintarla. La diferencia esta en que no se concluye en una obra terminada donde los pasos se esconderían y se perderían en el paso siguiente, sino que cada paso es una pintura diferente, subrayando de esta forma las mutaciones que ocurren durante todo el proceso. . Ibíd., conclusiones genrales, p.31. . Ibíd., conclusiones genrales, p.31. . José M. Parramón Vilasaló. Cómo pintar al óleo. Página 108. © Parramón Ediciones S.A. Novena edición: mayo 2003.

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LA PRODUCTIVIDAD Y EL MARKETING NO COMBINAN CON EL ARTE # 3. 2004, Óleo sobre tela. 56 X 72 cm Utilizando un círculo que actúa como una especie de recuadro sobre la imagen de la manzana, el artista hace énfasis en el glorioso momento en que el pintor suelta la pintura sobre el lienzo y se acerca físicamente a la “naturaleza” de la pintura. Las fotografías desde donde parte son tomadas del ejercicio original pero luego las manipula con la intención de aproximarlas a un lenguaje infográfico. El artista comenta al respecto: “(…) las imágenes retiradas del libro, fueron después manipulas con la intención de simplificarlas (…) como si fuesen imágenes sintéticas de un manual de instrucciones. Ya que estos libros en definitiva son manuales de productividad y marketing.” 4. Por otro lado, es ineludible fijarse en los personajes retratados. “Cuando se plantea realizar un retrato, el modelo puede ser cualquier persona; sin embargo, el resultado del cuadro siempre es mucho más gratificante cuando se trata de alguien conocido.” escribe el autor Ramón de Jesús Rodríguez en uno de los ejercicios del libro ACRÍLICO10. También el autor Salvador G. Olmedo nos advierte en la introducción de su ejercicio Personaje con Carácter: “Retratar a un miembro de la familia es una gran ayuda. Se supone que se . Textos: Ramón de Jesús Rodríguez. Ejercicios Parramón 18. ACRÍLICO. © Parramón Ediciones S.A. Tercera Edición: marzo 2002. 10. Ejercicios Parramón 18. ACRÍLICO. © Parramón Ediciones S.A. Tercera Edición: marzo 2002.

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tiene un buen conocimiento del interior de dicha persona.”11 Y luego concluye: “Aunque parece estar disgustado, nuestro modelo es un trozo de pan. Se trata de mi hermano. Le he pedido que pose para nosotros.”12 Poco a poco se empiezan a introducir una serie de sugerencias anecdóticas, cargadas de diálogos, historias, y comentarios personales, que repetidamente a lo largo de estos libros, terminan convirtiéndose en valores directamente asociados al “éxito” pictórico. La familiaridad con el modelo, la dignidad de la pose, o la fascinación instrumentalizada por el otro, es decir, a partir de sus rasgos físicos o su mero color de piel, son también ideas que se presentan como condición para alcanzar un resultado óptimo. 5. Es común también encontrar en estas cartillas ejemplos curiosos sobre la características del personaje a retratar. Algunas cartillas nos presentan personajes ilustres o famosos, otras nos proponen usar como modelos a pescadores, marineros, pastores, herreros, bailarinas de flamenco, en definitiva, personajes arquetípicos de la geografía española. Pareciera que existe una constante de buscar en lo “representativo” la fuente de inspiración de estos artistas. Analicemos en concreto el libro Carnaciones13, cuyo ejercicio # 7 se titula: Joven de la Polinesia. La introducción nos dice: “Algunas razas originarias de zonas cercanas al ecuador, como la Polinesia, poseen una piel muy particular. Los nativos tiene una pigmentación preparada para la continua exposición a la luz solar.”14 El ejercicio # 5 del mismo libro se titula: Retrato de una niña asiática. Dice en su introducción: “Las razas asiáticas, a pesar de denominarse comúnmente raza amarilla, poseen una pigmentación muy parecida a la blanca...”15 El ejercicio # 8 se titula: Rostro de un Hindú. Si contrastamos estos ejemplos con algunos otros ejercicios del mismo libro como: Desnudo a la luz de una vela; Rostros sonriendo; o Estampa de un pescador, que son claramente de piel blanca, pareciera que al extranjero se le tratará como una entidad alejada que todavía no forma parte de la sociedad española actual. Cabe decir que aunque se les mira con respeto y con curiosidad formal, de alguna manera se les esta exotizando. Pareciera que este libro es poco consciente (aunque no es su intención ni su trabajo) de la diversidad de la sociedad española actual, que también se compone de personajes “invisibles” como lo puede ser un inmigrante indocumentado madrileño. 6. Tomando prestada esta metodología, decido asumir el papel de alumno que proponen los esquemas pedagógicos de dichas cartillas para así seguir, paso a paso, toda la lógica de representación hasta la obra final. El resultado, “Retratos, Rostros y Expresiones”, es un falso libro de retratos que conserva la forma narrativa encontrada en los libros de ejercicios para aprender a pintar, pero donde se cambia sistemáticamente el personaje retratado por un personaje común y corriente, de esta forma, busco generar una nueva imagen entre el retratado y el texto que lo aborda. Esta nueva relación pregunta sobre si existe o no una revitalización de los canales que propician la inmersión cultural de individuos ajenos a la 11. Salvador G. Olmedo. Revisión literaria: Oriol Tremoleda. EL PLACER DE PINTAR AL ÓLEO. (Cuadernos de dibujo). EL RETRATO. p. 20. © IDEA BOOKS, S.A. 12. Ibíd., p. 20. 13. Ejercicios Parramón. 34. CARNACIONES. ©.Parramón Ediciones S.A. Primera Edición: Enero 2004. 14. Textos: Myriam Ferrón. Ejercicios Parramón. 34. CARNACIONES. p.17. © Parramón Ediciones S.A. Primera Edición: Enero 2004. 15. Ibíd., p.13.

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población autóctona, y de una manera más metafórica, también preguntaría sobre el grado, estado, o el número de pasos en el ejercicio, que se necesita para configurar la presencia del otro en el imaginario colectivo. De alguna manera se persigue articular, los ejercicios de los libros originales que se refieren a personajes de otros lugares del mundo con un panorama social español mucho más actual y desde una perspectiva mas multicultural. Entendiendo esta circunstancia específica como una plataforma o cuerpo desde donde se pueden lanzar preguntas al espectador, la pintura actúa como método que introduce dudas en determinados espacios, en este caso, en un espacio específico: el de la metodología educativa del arte, y en un momento específico: en el de la España del siglo XXI. Con este trabajo se entiende la pintura como un acto metódico, que necesita aprender de las situaciones encontradas a su alrededor e incorporarlas en su reflexión. La pintura es un ente activo e “invasivo” que se hace maleable ante cualquier situación, respetando sus formas pero abordándola, con la única finalidad de provocar una avalancha pero desde dentro de la misma estructura. Así la pintura se encarga de reubicar imágenes en otros contextos, cargándolas de nuevos contenidos y por lo tanto de nuevos interrogantes. En esta reflexión se intenta incubar la duda sobre la efectividad, la relevancia, y la presencia viva de metodologías, que aún hoy, siguen manteniendo vigentes nociones como “originalidad”, “autenticidad”, “expresión”, y “permanencia”. Las pinturas que presento en las paginas siguientes de este libro: EL ENFADO DE UNA MUJER y ESTAMPA DE DOS JÓVENES ASIÁTICAS están inspiradas respectivamente en los ejercicios originales: MUJER EN ACTITUD SERIA16 y RETRATO DE UNA NIÑA ASIÁTICA17. En la pintura EL ENFADO DE UNA MUJER se escogió como modelo a una mujer que expresaba sus ideas políticas en una manifestación que tuvo lugar en Madrid. En ESTAMPA DE DOS JÓVENES ASIÁTICAS se recurrió a dos amigas que frecuentan un Karaoke Chino en un lugar céntrico de Madrid. En otra pintura (no presentada en este libro): CABALLERO CON BARBA se buscó como personaje a un hombre senegalés que vive actualmente en el barrio de Lavápies. CABALLERO CON BARBA 16. MUJER EN ACTITUD SERIA. Ejercicio 4. Ejercicios Parramón 23. ROSTROS Y EXPRESIONES. Artistas: Aludena Carreño, Miquel Ferrón, Myriam Ferrón, Yvan Viñals. Textos: Myriam Ferrón. Páginas 8, 9 y 10. © Parramón Ediciones S.A. Tercera Edición: septiembre 2002. 17. RETRATO DE UNA NIÑA ASIÁTICA. Ejercicio 5. Ejercicios Parramón 34. CARNACIONES. Artistas: Vicenç Ballestar, Carlant, Myriam Ferrón, Mercedes Gaspar, Óscas Sanchís y David Sanmiguel. Textos: Myriam Ferrón. Páginas 13 y 14. © Parramón Ediciones S.A. Primera Edición: enero 2004.

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Entre ser y significar Manuel Cerda

En general, el hombre a lo largo de las culturas de los distintos pueblos ha pretendido registrar los elementos del entorno con una finalidad práctica o con una finalidad mágica. La representación respeta y refleja a la vez la naturaleza y los límites del “ver-en” y en la medida en que reconocemos también en “ver - en” se amplia mediante la experiencia de mirar a representar. A lo largo de su historia, la pintura ha adoptado diferentes formas, según los distintos medios y técnicas propios de cada una de ellos. De tal forma se han venido sucediendo diferentes métodos y estilos artísticos, así como teorías relacionadas con la finalidad del arte para, en algunos casos, reaparecer en épocas posteriores con alguna modificación. Por ejemplo el impresionismo, con el mismo planteamiento pero con el uso de la tecnología ahora podría ser una representación a manera de offset por decirlo así. Hasta ahora, el arte ha reflejado de alguna manera, la aspiración del artista con relación a su época y entorno, como traducción de la naturaleza a su propia interpretación, es decir, en su estilo. El entorno es visto de acuerdo a los conocimientos que se van adquiriendo; Para llegar al conocimiento, se requiere del pensamiento, que analiza, abstrae, generaliza, sintetiza, induce, determina, compara, cataloga y sobre todo, penetra en lo intuido de una manera rápida y eficiente. Una vez adquirido este conocimiento puede convertirse en una convención, por ejemplo la realidad percibida a través de las imágenes en la prensa, en la fotografía o en la televisión. Actualmente, nuestro conocimiento es impulsado por la tecnología, que para bien ha modificado el entorno; Estos conocimientos, convertidos en convenciones, se suman a un presente, en donde se generan más y complicados procesos de representación. Con el nacimiento de la sociedad de masas surgen necesidades específicas, control y comunicación, la verdad abstracta como realidad convencional, son estímulos sensoriales artificiales, constantes de la época en que vivimos. La realidad es percibida por razón de nuestra virtual concepción de la verdad a través de 22 Pensar de Pintura


los “medios”, con los que estamos siempre en contacto, cada uno con sus códigos de representación particulares, los cuales aceptamos como verdades de la realidad; La manera en que nuestras mentes captan y asimilan, siempre cambiará conforme al tiempo que vivimos, nuestra percepción es cambiada de manera progresiva en la medida en que surgen nuevas tecnologías, nuevas percepciones. El arte, como toda actividad humana, sufre también el proceso de evolución conforme la vida va cambiando; el artista y su estilo reciben el impacto de las circunstancias de lugar y tiempo, es decir, en cada época histórica se da una determinada forma de crear. La tecnología, en el arte, ha servido como herramienta para el desarrollo del trabajo artístico, como la computadora, que puede generar muchas posibilidades creativas en diversas disciplinas. Lo cotidiano está determinado por los medios de comunicación, vemos y asimilamos la realidad de una manera rápida, instantánea, como la televisión o como la prensa impresa, vemos noticias que nos impactan pero al cambiar de canal o de página se nos olvida. El proyecto camuflaje de pintura pretende expresar, entre sus propósitos principales, esta manera en que es percibida la cotidianeidad. En el tiempo en que las imágenes invaden instantáneamente nuestra vida, una imagen decorativa convive en una misma pantalla o en un mismo periódico con otra de guerra, violencia, hambre o muerte; esta imagen impacta o agrada, provocan, pero pasa. Es parte de lo cotidiano, todo convive. Es una sola entidad. Un cuadro que aparenta algo decorativo pero que en realidad su contenido es distinto, al usar los lentes se descubre la otra figura, contraria a lo que predispone la primera impresión del mismo. La imagen es descubierta por un lente que funciona como filtro eliminando el “camuflaje” enmascaramiento o simulación por medio del cual se puede ocultar la información. Una imagen convencional de un medio, es elevada al nivel plástico, implicando un «hecho estético», cumpliéndose así el objetivo artístico. La decoración forma parte de lo cotidiano, es parte de nuestra vida en el tiempo presente en todas partes, tiene también la posibilidad de convertirse, mediante esta obra en arte. Las posibilidades amplias de la pintura de caballete con nuevos métodos, con nuevos enfoques. Manuel Cerda 23


El “jardín” de Manuel Cerda se carcome en su omisión y la violencia resurge en las formas veladas de su cotidianeidad. Las imágenes revertidas parecen preñarse de una fascinación decimonónica por lo oculto y lo oscuro, como el científico Pasteur que puso a la vista lo infeccioso. Es el gobierno de lo invisible sobre lo visible. El velo bicromático no hace sino señalar las dinámicas duales de nuestra visualidad. 24 Pensar de Pintura


Manuel Cerda Entre creer y crear, 2006 Acr铆lico sobre tela, 173 x 173 cm Visi贸n del cuadro tra s una lente roja.

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Manuel Cerda Entre aquĂ­, ahora y el tiempo, 2006 AcrĂ­lico sobre tela, 183 x 183 cm

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Visi贸n del cuadro tras una lente roja.

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Manuel Cerda Entre aquí y la mirada, 2006 Acrílico sobre madera, políptico, dimensiones variables

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Visi贸n del cuadro tras una lente roja

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Arte, ciencia, tecnología y pintura: Algunos paralelismos Juan Gallego

La historia del arte es, sustancialmente, la historia de los medios, de sus conflictos, de sus interferencias e hibridaciones, de sus luchas a muerte; (...) la visión del artista se sitúa siempre en el interior de la tecno/lógica del mundo, y es muy ampliamente inducida por el estado de los materiales, de las técnicas y de los procedimientos La raza humana ha vivido momentos históricos y de expansión de la mente durante los cuales un mundo hasta entonces inaccesible se ha abierto repentinamente a nuestros sentidos. En esos momentos, empezamos a ver el mundo de diferente forma y a partir de ese punto, modificamos considerablemente nuestras concepciones 1. El sentido estético Sin duda una de las claves fundamentales que han marcado el siglo que acabamos de terminar ha sido el tremendo desarrollo alcanzado por dos disciplinas muy próximas entre sí: la ciencia y la tecnología. Ambas muy relacionadas, hasta el punto de que en muchas ocasiones se hace un uso incorrecto de los términos mediante la asimilación excesiva de una disciplina a otra. Por ciencia, entendemos el conjunto de los conocimientos poseídos por la humanidad acerca del mundo físico y de las leyes que rigen su funcionamiento. Por extensión también se denomina ciencia a cada una de las ramas que componen dicho conocimiento así como a la actividad desarrollada dentro de ellas. Mientras que la tecnología es la disciplina mediante la que se aplican los conocimientos científicos en el desarrollo de medios técnicos destinados a cualquier actividad, particularmente la industrial, y en especial si son avanzados y complejos. 1. Costa, Mario, “Estética, técnica, tecnologías” incluido en: Claudia Giannetti, Arte en la era electrónica, Asociación Cultural L´Angelot y Goethe Institut de Barcelona. 1997 Barcelona (Pág. 11) 2. Deken, Joseph, Imágenes de ordenador, Icaria ed. Barcelona 1986 (Pág. 45)

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Como ha ocurrido en la práctica totalidad de los campos de desarrollo de la actividad humana, también para el arte ha sido imposible sustraerse a la influencia de los avances científicos y tecnológicos que le han sido coetáneos. En muchas épocas el arte y la ciencia han coexistido como aspectos complementarios de un mismo impulso creador nacido del deseo de descubrir nuevas formas y fenómenos. Para los seres humanos crear consiste en construir nuevas relaciones a partir de elementos preexistentes. En última instancia la creatividad consiste en conectar formas mentales. Tanto la ciencia como el arte poseen lenguajes simbólicos con los que, además de generar conocimiento, son capaces de causar emoción estética. Sin embargo existe una diferencia fundamental entre las formas simbólicas de una y otra: Los símbolos del arte son únicos y específicos, mientras que por el contrario, los de la ciencia son globales, reproductibles y susceptibles de generalización. El sentido estético no es, por tanto, algo exclusivo de las bellas artes. Ambos lenguajes, el artístico y el científico, son capaces de causar emoción. Tanto el artista como el hombre de ciencia, y en esto ambos se parecen mucho, encuentran recompensa en el disfrute estético del descubrimiento y de la creación: Una de las más profundas y más antiguas fuentes de la actividad humana es el sentido estético, el cual conduce al hombre tanto a la creación de obras de arte como a la realización de descubrimientos científicos... La mayoría de los científicos poseen un desarrollado sentido estético que les lleva, no sólo, a ordenar las ideas científicas de manera clara y lógica, sino a formularlas de forma que produzcan placer estético, tanto a sí mismos como al receptor El sentido estético del científico procede en gran medida del deseo de encontrar orden en la naturaleza y de la capacidad de expresarlo de la manera más sencilla y clara posible. En numerosas ocasiones, formas que a simple vista se muestran caóticas devienen estructuras perfectamente ordenadas, sencillas y dotadas de la más absoluta elegancia cuando las contemplamos con el instrumental que la técnica moderna pone a nuestro alcance. Exactamente igual ocurre con fenómenos aparentemente dispares y heterogéneos que, tras ser estudiados en detalle, se terminan revelando como distintas manifestaciones de un mismo proceso. Un ejemplo de esto sería la que, hoy por hoy, constituye una de las corrientes más populares de la física fundamental que trata de unificar los cuatro tipos de fuerzas existentes en el universo: electromagnética, nuclear fuerte, nuclear débil y gravitatoria, encontrando una teoría del todo que permita describirlas como distintos aspectos de una misma fuerza. Otro ejemplo, en este caso perteneciente al campo de la física-matemática, lo constituiría la teoría del caos. Un desarrollo que se ocupa de demostrar cómo distintos fenómenos que parecen producirse de forma aleatoria y arbitraria esconden, tras ese aparente desorden, estructuras susceptibles de ser sistematizadas. En la ciencia clásica los sistemas complejos, como por ejemplo el tiempo atmosférico, eran tomados macroscópicamente despreciando las condiciones particulares en cada uno de los múltiples puntos que lo formaban. Esto hacía que aun partiendo de unas condiciones iniciales conocidas, al cabo de cierto tiempo, su comportamiento resultara absolutamente impredecible. La teoría del caos, sin embargo, se centra en observar los sistemas a nivel microscópico, descubriéndonos cómo variaciones . Trillat, Jean Jacques, “Art, Aesthetics and Physics: The contribution of physics to modern art”, Leonardo. Vol 3, nº1. Pergamon Press, Oxford, Inglaterra 1970

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mínimas en un punto concreto se transmiten poco a poco a las distintas partes de aquel, amplificándose y resultando en una alteración del comportamiento del sistema a nivel general. Se reveló así cómo fenómenos que no parecían guardar ninguna relación entre sí finalmente estaban estrechamente relacionados. La esencia del la teoría del caos está contenida en lo que lo que popularmente se conoce cómo el efecto mariposa, una formulación más bien lírica del mismo que nos dice que si una mariposa agita las alas en Pekín, esta acción puede terminar desencadenando un tornado en el otro extremo del mundo. 2. La era mecánica El proceso de incorporación de los avances científicos y tecnológicos a nuestro entorno más cercano se produce por fases y no de manera simultánea en todos los ámbitos. En una primera etapa siempre son las propias estructuras científicas e industriales las que, como creadoras, obtienen los primeros beneficios. Algo completamente natural si tenemos en cuenta que, por lo general, son sus propias necesidades las que llevan al desarrollo de dichos avances. En una segunda fase, su utilidad se expande a nuevos terrenos industriales y empresariales para los que originalmente no fueron diseñados, pero para los cuales resultan también adecuados con adaptaciones más o menos profundas. Por último, los campos teóricamente más apartados, como son las humanidades, el arte y la cultura en general, también acaban aprovechando las ventajas que dichas tecnologías les pueden proporcionar. La relación entre arte la ciencia y la tecnología alcanzó un cierto auge a principios del siglo XX con el interés de los futuristas por la máquina y por uno de sus efectos fundamentales: la velocidad. En sus manifiestos confesaban su admiración por un mundo moderno en el que la ciudad, los automóviles, las fábricas, el bullicio, el frenesí... tenían para ellos un atractivo indudable. Despreciaban el pasado, el academicismo y exaltaban cualquier tipo de originalidad aunque resultara temeraria o incluso violenta. En su Manifiesto de la poesía futurista, Marinetti, como precursor y máximo representante de la tendencia, propugnaba la construcción de un mundo nuevo a partir de las cenizas del pasado, donde se apreciaría la belleza de las máquinas, el ruido de la ciudad y la velocidad. En sus trabajos trataban de representar lo que ellos percibían como el espíritu del nuevo siglo que se abría ante ellos, contemplándolo bajo un planteamiento absolutamente mecanicista que aplicaban prácticamente a todo, incluidos los seres vivos. Lo más curioso es que a pesar de su fascinación por la máquina, los miembros de esta corriente se mantuvieron paradójicamente apegados a los medios artísticos tradicionales (pintura, escultura) a la hora de llevar a cabo sus creaciones, sin dar ningún paso en el sentido de incluir los artilugios mecánicos que tanto les atraían en sus creaciones artísticas. Sería poco después, en la segunda década del siglo XX y fuera del ámbito del futurismo, cuando algunos autores como Marcel Duchamp, Moholy-Nagy, Naum Gabo o Antoine Pevsner, llevaron a cabo una serie de obras en las que el movimiento aparecía de forma real gracias a motores eléctricos que animaban algunas de sus partes. Por fin, gracias a la tecnología, el movimiento era algo real que se materializaba ante los ojos del espectador. El salto conceptual fue muy importante ya que hemos de tener en cuenta que, hasta ese momento, a lo largo de toda la historia el movimiento había aparecido representado mediante la elección de uno de los infinitos momentos que lo componían y a partir del cual el espectador debía inferir el resto del proceso. Fue un avance de profundas consecuencias, 32 Pensar de Pintura


aunque desde nuestra perspectiva actual pudiera parecer trivial. Pasadas las dos Guerras Mundiales que marcarían el siglo las artes visuales y sonoras volvieron a dirigir su mirada hacia la ciencia y la tecnología con el fin de descubrir nuevas estructuras y construir utensilios que posibilitaran nuevas formas de expresión. Arte, ciencia y tecnología comenzaron a cooperar de manera cada vez más intensa y evidente en la creación de nuevos espacios y soportes plásticos, así como en la transformación de los ya existentes. Es a partir de los años 50 cuando se consolidó de forma más clara esta tendencia. Un optimismo quizá excesivo, fruto de la creencia en las bondades del desarrollo tecnológico, hizo que se emprendieran numerosas iniciativas dedicadas a unir estos ámbitos. En muchos casos una de las ideas fundamentales era la convicción de que la cooperación entre ellos, auspiciada por la industria, acarrearía beneficios para toda la sociedad. Sin embargo, a medida que nos acercamos a los años ochenta, con la carrera armamentística en su máximo apogeo, se producen multitud de desengaños. Muchos artistas dejan de tener esa visión optimista de una tecnología que, cada vez más, se desarrolla con fines destructivos. Así, poco a poco, se fueron generando iniciativas en las que el arte comenzó a utilizar la tecnología para criticarla. Fue el caso de SRL (Survival Research Laboratories), un grupo norteamericano creado en 1978 cuyo ideario tenía mucho que ver con la filosofía punk de rebeldía ante las consecuencias de la carrera armamentística emprendida por el gobierno americano. Sus obras eran salvajes parodias de crítica al sistema en las que unos robots, construidos por ellos, escenificaban enloquecidos espectáculos de lucha y destrucción mecánica. Estos robots, que también podían ser contemplados como una suerte de esculturas electro-mecánicas, incorporaban elementos de lo más variopinto tales como tecnología procedente de chatarra industrial, cadáveres de animales atropellados, lanzallamas, detonaciones, sirenas, focos, catapultas y todo aquello que ayudara a sugerir y potenciar sensaciones de caos y terror. En sus tecno-espectáculos no aparecían nunca ni hombres ni mujeres, escenificando así la desaparición de lo humano en un entorno cada vez más tecnológico. Los robots eran dirigidos por control remoto, tratando así de recordarnos nuestra, cada vez mayor, interdependencia con el mundo de las máquinas. Una relación en la que la distinción entre controlador y controlado no siempre estaba clara. Para Mark Pauline, líder y fundador del grupo, el uso de la máquina era algo prácticamente imprescindible si se querían alcanzar las adecuadas cotas de intensidad: “...hoy en día la mejor manera que tiene la gente de expresarse con fuerza es con las máquinas” La decepción tecnológica que estaba en el origen este tipo de corriente crítica, coincidió con el desmoronamiento de muchas de las iniciativas de colaboración entre arte y tecnología que se habían ido poniendo en marcha años atrás. Esto fue debido, en la mayoría de los casos, a que no se concretaron las expectativas excesivamente optimistas que los artistas tenían puestas en la tecnología, surgidas posiblemente de su desconocimiento de la misma. Cundió el desánimo, y aquellos que aguantaron, mantuvieron su actividad en niveles mínimos. Esta decepción marcó, además, el final de la etapa que hoy en día conocemos como la era mecánica: un tiempo caracterizado por el dominio de las máquinas destinadas a suplir nuestras capacidades puramente físicas y mecánicas. Y que daría paso, a partir de la década de los 80, a la era electrónica en la que actualmente nos encontramos, definida por el desarrollo de máquinas basadas en la microelectrónica y fundamentalmente dirigidas a suplir y potenciar nuestras capacidades cerebrales. . Dery, Mark, Velocidad de escape, Ed.Siruela. Madrid 1998 (Pág. 121)

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3. Interactividad La incorporación de la tecnología en la obra de arte generó algunas particularidades estéticas que sería interesante reseñar. Comenzaremos fijándonos en la que será una de las claves fundamentales de este tipo de manifestaciones plásticas: la interactividad Idealmente, un sistema interactivo se caracteriza por una relación ´en tiempo real´ entre el ser humano y el sistema. En un sistema interactivo el papel del agente humano no se restringe al control y la intervención ocasional. Más bien el sistema requiere las acciones del usuario de forma reiterada y rápida. A sí un sistema interactivo se basa en la (re)acción constante El concepto de interactividad, con el que se designan las acciones que ejercen recíprocamente entre sí dos o más sistemas, ha ido adquiriendo una importancia progresivamente creciente en los diversos campos del quehacer humano. No podía, por tanto, quedar al margen del ámbito artístico en el que aparece a principios del siglo XX, cuando se dejó de considerar al espectador como un elemento pasivo respecto a la obra. Fue entonces cuando surgió inevitable la cuestión de dónde residía la soberanía semántica del texto icónico: en la intención de su productor o en el desciframiento de su lector. La idea de que era el autor el único que controlaba el significado y la lectura que se hacía de sus obras perdió definitivamente vigencia en favor de una posición más relativista en la que el receptor/espectador tenía mucho que decir. A partir de ese momento la lectura de una imagen pasó a depender de tres factores: de su productor, del mensaje icónico y de su lector. En la concepción clásica, manejada hasta ese momento, era prácticamente imprescindible que el lenguaje icónico del productor fuera culturalmente congruente con el del lector, con el fin de que este fuera capaz de aprehender la obra en su totalidad. Pero esta cuestión fue perdiendo importancia en un mundo de carácter mucho más global en el que las obras de arte estaban destinadas a ser contempladas por millones de personas de culturas y ambientes muy diferentes. Se hizo imposible seguir pretendiendo que la obra presentara un significado unívoco coincidente con el del autor. Desde el momento que la obra salía de las manos del autor, éste debía asumir que no tenía control sobre la multiplicidad de factores que influirían en su percepción. Entrarían en juego variables tan diversas como el entorno en el que se colocara, el nivel cultural y económico del espectador, etc. Se comenzó así a considerar que la obra de arte presentaba múltiples significados y lecturas dependiendo de la percepción personal que cada espectador tenía de ella. Es lo que, atendiendo al concepto de obra abierta introducido por Umberto Eco, se dio en llamar obra abierta de primer grado: término utilizado para designar aquellas creaciones artísticas dotadas del nivel de interacción más elemental, aquel en el que el significado de la obra se vería condicionado por el espectador. Además de este, existiría un nivel de interacción más avanzado en la que sería la obra abierta de segundo grado. Esta noción, surgida en el ámbito de la música, se extendió a todo tipo de experiencias artísticas para referirse a aquellas piezas que no presentan un aspecto final unívoco y definitivo. En ellas, la iniciativa del espectador puede producir cambios formales, estructurales e incluso funcionales. De esta manera se lleva a cabo un diálogo constante en el . Huhtama, Erkki, “De la cibernación a la interacción.”, incluido en: Claudia Gianetti (ed.), Epifanía, catálogo de la exposición de Marcel-lí Antúnez Roca. Fundación Telefónica. Madrid 1999 (Pág. 20)

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que el espectador interacciona con la obra y ésta, en respuesta, modifica su comportamiento tratando de suscitar, a su vez, una nueva respuesta del primero. Se consigue así un nivel de intercambio pleno entre ambos interlocutores que se puede prolongar tanto tiempo como el espectador desee. Este segundo tipo de piezas dotadas de una capacidad de interacción más amplia tuvo un amplio desarrollo gracias a la incorporación de la tecnología en la obra de arte aunque no siempre era necesaria como nos demuestran los móviles de Alexander Calder. 4. Realidad difusa: arte, física cuántica y teoría de la relatividad Cuando el artista decide añadir cierto grado de interactividad en su obra, de algún modo está perdiendo protagonismo a favor del espectador. Esto se opone a la concepción clásica que, hasta hace poco, hemos tenido del artista como genio inalcanzable capaz de hacernos vibrar con unos pocos gestos de su arte. El autor de la obra de arte interactiva se convierte en una suerte de maestro de ceremonias que nos presenta su creación y la manera en la que podemos relacionarnos con ella. La pieza final adquiere bajo este punto de vista un papel algo menos protagonista, se convierte en una herramienta que el artista diseña y construye para provocar la reacción del público. El diálogo entre la obra y el espectador se establece, no sólo, sobre la base del lenguaje o la reflexión sino, sobre todo, de una manera práctica ya que se induce la propia acción del observador en el contexto de la obra. Este tipo de trabajos no son, por tanto, algo acabado sino, más bien, un planteamiento propuesto por el autor que los espectadores se encargarán de continuar y en el que no tiene sentido hablar de un final. El autor adquiere un nuevo papel como iniciador de un proceso que, en apariencia, no tiene fin y en el que se produce una realimentación entre obra y espectador. Se produce un salto desde un punto de vista externo y dominante, el del creador, a un punto de vista participativo e interno que depende absolutamente de quién contemple la obra. El arte se desplaza desde un estadio centrado en el objeto a otro dirigido al contexto y al observador. Tiene lugar una transición desde sistemas cerrados, definidos y completos, a sistemas abiertos, no definidos e incompletos. Del punto de vista único a la perspectiva múltiple. Se produce así en el arte un proceso paralelo a lo que en el ámbito científico supusieron la aparición de la Física Cuántica y la Teoría de la Relatividad. Hasta el siglo XIX la ciencia se ocupaba de un universo inmutable de leyes fijas en el que el sujeto y el tiempo estaban ausentes al ser causas de cambio y aleatoriedad. Pero a lo largo del siglo XX se vio obligada a modificar su postura y considerar al sujeto observador y al tiempo como partes fundamentales de la realidad objetiva” a estudiar. Ésta dejó de ser considerada como algo inmutable pasando a depender del observador y del discurrir del tiempo. Se hizo palpable que la verdadera existencia de un universo externo estaba fuertemente determinada por el hecho de que mentes conscientes lo estaban observando. Los pasos fundamentales en esta dirección se produjeron gracias a Werner Heisenberg y su Principio de Incertidumbre, la Física Cuántica (dentro de la cual el principio de Heisenberg tiene gran importancia) y la Teoría de la Relatividad de Einstein.

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El Principio de Incertidumbre , que establece la imposibilidad de determinar de forma simultánea y con absoluta precisión la posición y la velocidad de una partícula, es consecuencia del hecho de que cualquier medida que se quiera realizar de un sistema lo perturba de forma inevitable, introduciendo un cierto grado de imprecisión en la misma. Así, cuanto mayor sea la exactitud con la que determinemos una de las dos magnitudes, mayor será la alteración que produciremos en la otra. Tras su formulación no quedó más remedio que ceder ante la evidencia de que el observador con su mera presencia introducía perturbaciones en el sistema observado. Unas alteraciones absolutamente imposibles de aislar, por lo que el sistema quedaba conformado como una entidad compleja formada por el objeto/fenómeno a estudiar, el observador y la interacción entre ambos. Resultando imposible hacer una distinción precisa entre el comportamiento propio de los objetos implicados y su interacción con el observador. El científico Paul Davies ilustraba este cambio de concepción en el prólogo de su libro Otros mundos: En la medida en que realidad quiere decir algo no es (ya) una propiedad del mundo exterior de por sí, sino que está íntimamente trabada a nuestra presencia como observadores conscientes. Quizá sea esta conclusión, más que ninguna otra, la que aporte la mejor significación a la revolución cuántica (...) La teoría cuántica repone al observador en el centro de la escena Igualmente ilustrativa de este paralelismo es la opinión del artista Gustav Metzger cuando hablaba de la instauración de una nueva relación entre el espectador y la obra lograda por el arte cinético. Podemos establecer un instructivo paralelismo entre la física clásica, en la que los fenómenos se desarrollan en el tiempo y en el espacio, independientemente del espectador, y la física moderna en la que se reconoce que el observador y sus instrumentos pueden modificar la realidad durante el experimento y, por otra parte, que el tiempo y la posición en el espacio del observador respecto al objeto son de una mportancia capital.(...) La importancia del espectador, la llamada a la participación implícita en algunas obras cinéticas se sitúan en una corriente de evolución orientada hacia la constitución de una unidad partiendo de la naturaleza, del hombre y del entorno que este ha creado También la Teoría de la Relatividad formulada por Albert Einstein a lo largo de los primeros años del SXX supuso un paso fundamental a la hora de entender la verdadera importancia del observador. Entre las varias e importantes consecuencias que se extrajeron de esta teoría una de ellas demostraba que distintos observadores podían tener, en función de su posición y de su movimiento, percepciones muy diferentes de los mismos sucesos. Uno de . Principio de Incertidumbre: Postulado fundamental por el que se rige la física cuántica. Desarrollado por Werner Heisenberg en 1927, el principio determina que ciertos pares de variables físicas, como la posición y la velocidad de una partícula, no pueden calcularse simultáneamente con la precisión que se quiera. Así, si repetimos el cálculo de la posición y la velocidad de una partícula cuántica determinada (por ejemplo, un electrón), nos encontramos con que dichos cálculos fluctúan en torno a valores medios. Estas fluctuaciones reflejan, pues, nuestra incertidumbre en la determinación de la posición y la velocidad. Según el principio de incertidumbre, cuanto mayor sea la precisión en la medida de la posición menor será la precisión en la medida de la velocidad y viceversa. La relevancia de dicho principio aplicado a la física cuántica hace que su estructura sea fundamentalmente probabilística. . Davies, Paul, Otros mundos, Antoni Bosch, D.L. Barcelona, 1983 . Metzger, Gustav, “Autodestructive Art”, Londres, 1965, p.12 citado en: Popper, Frank, Arte, Acción y Participación, ed.. Akal. Madrid, 1989 (Pág. 207)

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los ejemplos más llamativos surgía cuando se probaba que dos eventos que para un observador se producían de forma simultánea para otro, con otra posición, se producían de forma separada en el tiempo. Afirmando la teoría que las ambas percepciones eran completamente fiables y verdaderas, aunque bajo un punto de vista lógico parecieran incongruentes. Estos resultados aparentemente paradójicos se fundamentaban en el hecho de que, entre otras cosas, la teoría demostraba que el tiempo no era, como se había pensado hasta ese momento, una magnitud que transcurría de igual manera para todos sino que era relativo. En cierto modo cada uno llevamos con nosotros nuestro propio tiempo que, dependiendo de nuestro movimiento respecto a los demás, transcurrirá más o menos rápido que el de aquellos. La teoría de Einstein demostraba que a medida que nos movemos a más velocidad nuestro tiempo se ralentiza respecto al de aquellos que se mueven más despacio que nosotros o permanecen inmóviles. Si tuviéramos la posibilidad de dar un breve paseo de unos pocos segundos a una velocidad que fuera el 99,9% de la de la luz nosotros no notaríamos que a nuestro tiempo le ocurre nada en particular pero cuando volviéramos al lugar de partida comprobaríamos con sorpresa que para los que se quedaron habrían transcurrido años. Aunque esto parezca ilógico, hoy en día sabemos que es rigurosamente cierto ya que los resultados de la Teoría de la Relatividad están plenamente contrastados de forma experimental. Lo que hace que normalmente no observemos este tipo de fenómenos en nuestro día a día es el hecho de que nos desplazamos a velocidades ínfimas comparadas con la de la luz por lo que los efectos propios de la Teoría de la Relatividad son inapreciables. Así pues, y aunque nuestro sentido común nos diga que es imposible que dos hechos que para un observador se producen a la vez, para otro pueden ocurrir de forma separada en el tiempo, la teoría de Einstein demuestra que es nuestro sentido común el que se equivoca. Y se equivoca por el simple hecho de que se forma a partir de nuestras experiencias diarias las cuales se producen todas a velocidades despreciables comparadas con la de la luz. Así pues, acabamos de constatar como a lo largo del siglo pasado, debido los avances científicos y tecnológicos, la figura del observador fue ganando una importancia creciente y el concepto de realidad se modificaba de forma profunda. Esta modificación ha continuado hasta nuestros días, también basada en la multiplicidad de imágenes que los medios tecnológicos ponen a nuestro alcance. Cada vez menos, existe una imagen unívoca de las cosas y resulta más adecuado hablar de una realidad difusa para referirnos a la infinidad de imágenes que se superponen y responden a la etiqueta de “imagen real” de un mismo objeto. Me explicaré con un sencillo ejemplo: ¿Qué es más real, la imagen que tenemos de una hoja cuando la miramos a cierta distancia en el árbol, apenas una mancha verde. La que vemos cuando sujetamos la misma hoja entre nuestras manos donde somos capaces de apreciar perfectamente sus nervaduras. O la complejísima estructura que se nos revela si contemplamos dicha hoja en un microscopio electrónico de gran aumento? . Esta cifra responde al hecho de que la teoría de la relatividad demuestra que la velocidad de la luz en el vacío es un límite absoluto al que nos podemos acercar infinitamente pero que nunca se puede alcanzar ya que para ello haría falta disponer de una cantidad infinita de energía.

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Evidentemente todas lo son por igual aunque dichas imágenes sean completamente diferentes, hasta el punto que no sabríamos que corresponden a un mismo objeto si no nos lo dijeran. Esta es una sencilla muestra de como, a estas alturas, no vamos a poder seguir hablando de una realidad objetiva y única. Cada cosa que observemos puede ser percibida de infinidad de maneras diferentes dependiendo de quién y cómo la contemple. Así, cuando pensamos en la “realidad” de un objeto cualquiera, podemos encontrar infinitas imágenes diferentes que responden a dicho concepto. Son imágenes que podemos obtener a través de los distintos medios que la tecnología pone a nuestro alcance. Son todas igualmente válidas y bajo un punto de vista objetivo ninguna tiene preeminencia sobre las otras. Tan solo cuando un observador entra en juego y decide mirar ese objeto de una u otra manera, entonces se define para él una única “imagen real” de dicho objeto que vale para ese momento y ese observador exclusivamente. Tan pronto como se deja de mirar, la “realidad” del objeto vuelve a ser una realidad difusa formada por el conjunto de las infinitas imágenes que se podrían obtener de dicho objeto. Al igual que ocurría con la teoría de la relatividad, distintos observadores tendrán di-ferentes percepciones de un mismo fenómeno, imposibles de conjugar utilizando una concepción clásica en la que se diferencien claramente fenómeno y observador. Y que, sin embargo, bajo la luz de esta idea de realidad difusa serán absolutamente congruentes. Es esencial darse cuenta que no tiene sentido hablar de “realidad” si no hay alguien que la observe, y que ya no es única y objetiva para todos sino que cada uno de nosotros contemplamos una diferente. Como claramente nos señalaba el Principio de incertidumbre el intento analizar cualquier sistema introduce alteraciones en él, por lo que no queda más remedio que considerar que el sistema es un todo en el que también está comprendido el observador. Y aunque este principio fue formulado para describir el comportamiento de las partículas a nivel microscópico en cierta manera es extrapolable, como acabamos de ver, a la realidad que hoy por hoy los numerosos avances tecnológicos nos permiten contemplar. Una realidad en la que incesantemente tratamos de profundizar tanto desde el ámbito científico como desde el artístico. 5. Nuevos modelos para la pintura: Las imágenes rápidas Es evidente que la aparición de nuevas tecnologías puede generar interesantes cambios en el campo artístico. No sólo de la manera más evidente, es decir, mediante la incorporación de los propios avances tecnológicos en la obra para conseguir dotarla de nuevas capacidades: movimiento, respuesta ante los estímulos del espectador, posibilidad de alterar su propia estructura, forma, etc. Si no que además, como acabamos de ver, la ciencia y la tecnología nos permiten percibir el mundo de nuevas maneras, nos revelan nuevas estructuras hasta ahora desconocidas y nos aportan nuevas perspectivas que inevitablemente influirán incluso en medios artísticos más tradicionales como la pintura. Es exactamente lo que pasó en su día con la aparición de la fotografía. En un primer momento y sin otro referente que el de la pintura, se acercó a ésta en sus intenciones y resultados.

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Pero no pasaría mucho tiempo antes de que comenzaran a descubrirse las múltiples nuevas potencialidades que el medio ofrecía por lo que paulatinamente se volvió cada vez más independiente. Así, tras ese inicio, se tornarían los papeles y sería la pintura la que comenzaría a fijarse en los resultados obtenidos por la fotografía y, consecuentemente, los trabajos pictóricos comenzaron a verse afectados por las imágenes fotográficas. Este sería el comienzo de un proceso de influencias recíprocas e intentos de diferenciarse que ha llegado hasta nuestros días y en el que ambos medios se han beneficiado de su mutua relación. La influencia que un avance tecnológico como la fotografía ejerció sobre la pintura es innegable tanto por aquellos que la consideraron como la sustituta de la pintura a la hora de reflejar con mayor fidelidad la realidad. La fotografía desempeñó una función decisiva en la evolución de la pintura del siglo XX. Ya en el siglo XIX su descubrimiento indujo a muchos pintores a renunciar a la realidad visible como tema y a concentrarse en la innovación formal y en las cualidades abstractas. El proceso continuó durante el siglo XX y la consolidación de la fotografía como medio artístico determinó que la pintura se desentendiese cada vez más de la realidad visible.10 Como en aquellos otros que vieron en ella un apoyo para ser capaces de aprehender la realidad de una forma nueva y diferente. Este juego con la realidad se refleja en las obras de los fotorealistas, que no parten de la realidad, sino de la realidad indirecta de las fotografías que utilizan. En este caso la fotografía utilizada no es un recurso como el que empleaban furtivamente los pintores del siglo XIX, sino la consabida situación de partida del cuadro.11 Pero hoy en día la fotografía ya no está sola. El siglo XX ha sido, sin duda, el siglo en el que la imagen ha adquirido un protagonismo absoluto. De forma cada vez más vertiginosa han ido apareciendo nuevas tecnologías con las que podemos capturar y reproducir el mundo que nos rodea mediante imágenes estáticas, en movimiento e incluso en tres dimensiones. Estas imágenes nos permiten investigar la estructura de la materia prácticamente a nivel atómico (microscopio electrónico, microscopio de fuerza atómica,…), observar el interior de los cuerpos (rayos x, TAC, Tomografías por emisión de positrones,…), contemplar los confines del universo e incluso ver frecuencias a las que el ojo humano no es sensible (telescopios, radiotelescopios,…). Hasta la aparición de la fotografía las artes clásicas como la escultura, el dibujo, pero muy especialmente la pintura, eran la única manera que teníamos de plasmar en imágenes nuestra realidad circundante. Eran lo que podríamos denominar imágenes lentas ya que para obtenerlas se precisaba un tiempo considerable que aumentaba en función de la precisión y el nivel de detalle que se quisiera obtener. Además eran imágenes cuya fidelidad al modelo y objetividad se podían ver comprometidas por multitud de factores entre los cuales uno de no poca importancia era el propio artista. Su estado de ánimo, los materiales que decidiera utilizar o su propia habilidad influían muy directamente en el resultado. 10. Stremmel, Kerstin, Realismo, ed. Taschen, Colonia 2004, pág 14 11. Ibid, pág15

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Por otro lado desde la aparición de la fotografía podríamos empezar a hablar de imágenes rápidas, para referirnos a todas aquellas generadas mediante los diversos medios tecnológicos a los que nos acabamos de referir algo más arriba. Por contraposición con las lentas son imágenes que se obtienen de forma mucho más rápida, poseen una precisión y un grado de detalle muy elevado e incluso son capaces de revelar estructuras imposibles de contemplar a simple vista. Su exactitud depende principalmente de la propia tecnología utilizada y no tanto de aquel que la maneja por lo que podríamos hablar de que son imágenes más objetivas. Lógicamente, con todas estas características, las imágenes rápidas han tomado el lugar de la pintura en lo que se refiere a la reproducción de la realidad. Como explicamos con anterioridad con el caso de la fotografía, pero de manera cada vez más acusada, la pintura se vio obligada a replantearse su propia razón de ser. O bien buscaba nuevas vías como la abstracción o, si quería seguir en la senda del realismo, no le quedaba más remedio que adaptarse a la nueva situación. Entre los cambios más interesantes que esta adaptación va a generar está el hecho de que la realidad física directa va a dejar de ser el modelo exclusivo del pintor ya que las propias imágenes rápidas se van a convertir en nuevas referencias. Algo absolutamente lógico y natural pues una pintura que pretenda reflejar la realidad que le es coetánea no puede permitirse el lujo de dejar de utilizar una serie de recursos tan importantes como los que estas tecnologías ponen a nuestra disposición. Para pintar un modelo ya no es absolutamente necesario estar delante de él, se abre una nueva posibilidad, utilizar una imagen suya como referencia a la hora de pintarlo. Evidentemente existen numerosos modelos que podemos tener físicamente delante de nosotros con relativa facilidad, pero existen muchos otros que, por el contrario, sólo nos son accesibles a través de imágenes. Son objetos, personas, paisajes, etc que probablemente nunca contemplaremos en persona o, incluso, realidades imposibles de contemplar a simple vista. ¿Debería el artista contemporáneo autolimitarse y nunca pintar un cuadro utilizando una imagen de una galaxia lejana, un paisaje lunar o una estructura microscópica, simplemente por el hecho de que no ha estado delante del objeto físico que está representando en su cuadro o porque la imagen no la ha obtenido él? Es evidente que no. Para que un medio artístico clásico como la pintura pueda seguir siendo plenamente contemporáneo una de las cuestiones por las que se debe preocupar es, ante todo, por ser capaz de reflejar el espíritu de su tiempo y para hacerlo no deberá dudar en utilizar todas aquellas herramientas y avances que estén a su alcance. Nuestra realidad hoy en día no la componen exclusivamente los objetos que tenemos físicamente ante nosotros. Existe una nueva realidad a la que algunos autores han denominado telerealidad, y que es aquella que ponen ante nosotros las nuevas tecnologías (principalmente vía imágenes y sonidos) proporcionándonos información de sucesos y objetos que no están físicamente ante nosotros.

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Juan Gallego Garrido Generación, 2006 Óleo sobre tela, 200 x 150 cm

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Juan Gallego Garrido Intermedia, 2006 Ă“leo sobre tela, 200 x 150 cm

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Juan Gallego Garrido Orígenes, 2006 Óleo sobre tela, 190 x 155 cm

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Dispositivo de seguridad (guerra de Líbano) Josu Larrañaga Altuna

Es una instalación de pinturas. La forman cuatro imágenes realizadas con técnicas mixtas sobre tela, dos focos colocados frente a ellas, un interruptor que permite que el espacio pueda estar a oscuras o iluminado, y un pequeño texto. Se prevé que la habitación tenga unos seis por tres metros, y que disponga de fácil acceso, tanto de entrada como de salida. Las imágenes pictóricas se cuelgan en dos de sus paredes, formando ángulo. Una de ellas, que mide 100 x 81 cm. (que es un formato habitual en los ejercicios básicos del aprendizaje de la pintura), se sitúa en el extremo de una de las paredes laterales, la más alejada de la entrada. Las otras tres, que miden 170 x 170 cm. se cuelgan, formando ángulo con la anterior, en la pared frontal. Frente a ellas y arriba deben situarse los dos focos que deben servir para iluminar los cuadros, y más abajo y al alcance del visitante, un interruptor que disponga de piloto de identificación (una pequeña luz que lo indica cuando el lugar está a oscuras). En el exterior de la habitación y junto a la entrada, deberá figurar impreso en la pared con claridad el siguiente texto: “Este trabajo pictórico requiere su colaboración. En la izquierda encontrará un interruptor conectado a los focos que iluminan los lienzos, con el que podrá encender o apagar la luz del recinto, como es lógico”. A mediados de 2006 me encontraba trabajando con la idea de que, en los últimos tiempos, la forma artística que llamamos pintura se encontraba en un período de acentuación de su condición de dispositivo, y de reconsideración de su característica de imagen. En los últimos meses había realizado varios trabajos pictóricos y había escrito algunas reflexiones teóricas en este sentido. Trabajos que pretendían ubicar las imágenes específicas del arte (las pictóricas, en su extremo) en la saturación escópica y la hiper-inflación de lo visual que caracteriza la sociedad actual. Estas reflexiones me habían llevado a replantear los diferentes niveles interpretativos de aquello que llamamos imagen (de los términos en los que la palabra “imagen” adquiere una u otra significación), y a interrogarme acerca de las características específicas que adquiere la imagen artística en una economía de la cultura y el espectáculo, especialmente aquella que constituye, desde mi punto de vista, uno de los límites más interesantes de su manifestación actual: la imagen pictórica. 44 Pensar de Pintura


En las primeras semanas de julio de 2006 las noticias de los enfrentamientos entre israelíes y palestinos, cada vez más envenenados, más despiadados, más sangrientos, en una torsión y en una putrefacción imposibles de acotar con las acostumbradas combinaciones de tecnologías, imágenes y palabras, anunciaban una nueva dimensión del horror. Los periódicos relataban las largas cadenas de amenazas y desafíos cotidianos, con la apariencia de neutralidad y rigor de quienes aún disponen de sus pertenencias a buen recaudo. La guerra, la brutalidad, la muerte... que forman parte, al parecer, de los parámetros vitales de los otros. Poco antes, había estrechado sus manos. Había cruzado sus ojos. Recuerdo muy bien el murmullo de su voz en mi cuerpo. Y la cartografía del desastre. Piedra sobre piedra. El ensayo de digestión de atrocidades dura ya demasiados años. Desayunos con sofisticadas tecnologías del desastre, almuerzos con descuartizamientos y cadáveres, comidas con estadísticas de la catástrofe, atardeceres de venganzas y destrucciones colectivas... la dosis ha ido incrementándose con una cadencia y una meticulosidad impecable. La persistencia y ubicuidad de la operación es tan extraordinariamente efectiva, que la hemos incorporado con total naturalidad a nuestro más próximo círculo de narcóticos. Al parecer, no hay manera de huir de la medicación; impregna nuestro entorno, por lejano o específico que éste pueda ser. Las palabras que nos intentan trasladar hasta la agonía y la desesperación de los lugares de la guerra, se retuercen unas a otras hasta convertirse en madejas indescifrables o magmas indigeribles que ofuscan cualquier entendimiento. Tantos amasijos de palabras han formado una pesada bruma irrespirable, tan densa, tan pegajosa y pestilente, que interrumpe nuestras mentes, que no las deja andar. Hay también palabras de fósforo, que en ocasiones logran encenderse al contacto con el cuerpo, y que se inflaman, y queman. Suelen presentarse de improviso. Y hay otras más pequeñas que logran zigzaguear entre las brumas de la muerte, empeñadas en describir, con discreción, los más sencillos recovecos, los jirones, que aún quedan enganchados entre el retumbar de las explosiones y los gritos de las gentes. Estas se acercan sinuosas y se clavan en la piel como alfileres. Las figuras de la muerte no parece que puedan compensar tanto quebranto. Ya se sabe, cuando las palabras desgastadas no llegan a tocar la llaga sangrante del cadáver, y a falta de tacto que nos certifique el óbito, acudimos al auxilio de las imágenes documentales en busca de certezas. Sin embargo, parece que la bruma y la herrumbre prolongadas, han impregnado la piel de lo visible hasta infectarla. Se sucede un catálogo de estampas del horror. Estampas que se solapan, se enredan y se montan unas y otras formando un nuevo tumulto de figuras y de formas, que suplanta la tensión de los cuerpos y los afectos destrozados por la transparencia de los signos, la precisión de las luces y la sutilidad de los trazos fotográficos.

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El día 12, la guerra cotidiana incorporó un nuevo término a su catálogo de desventuras, una nueva bandera, un nuevo escenario, los mismos actores. La trama continuaba con su título original: Dispositivo de seguridad. El teatro (de operaciones, dicen: qué espanto) se había desplazado ahora hacia las tierras generosas del noreste. Guerra de Líbano. Las noticias hablaban de bombardeos de ciudades, carreteras, campos, fábricas... Inmensas nubes de polvo, de nuevo, se alzaban hacia el cielo con la cadencia vengativa de la muerte. El poder de matar toma la forma de las nubes y el color del poniente. Sarín, gas sarín (dijeron). Las imágenes mostraban ahora las ruinas y los restos de explosiones, las sacudidas de sus ondas expansivas. Y los gestos de horror. Y las preguntas. Y el miedo. Enormes montañas de miedo trenzadas de palabras y figuras. Traté de encontrar una imagen y no pude. Un relato con el que tocar aquellas gentes en mi cuerpo. Había figuras, entre los álbumes de estampas que inundaban mi entorno, que saltaban al chocar con mi mirada como si entes se me hubieran cruzado, como si me recordaran. Iba recortándolas despacio y ordenándolas entre notas de pintura y borradores. No podía agarrarlas. Imaginé un espacio vacío. Y tres ventanas. Opacas de sarín. Y una gatera. Por donde discurrir sin abrir puertas (no vaya a ser que envenenemos todo). Y me puse a la tarea. Traté de atrapar algunas cosas, porque el blanco del lienzo me quemaba. No por vacío o por defecto, sino más bien por exceso de luz, por sol, por brillo, por desierto incandescente, por ático de luna, por arena. Y las fije por sus nombres, diminutos, repetidos, sencillos, aún con vida. Y los hice incandescentes también, y transparentes. Aquí piedra y allí, tela y plástico y papel, cables y arena. Fui recorriendo la estampa como un monje; atento, afectuoso, casi místico. Y trasladando sus nombres desnudos pero henchidos de memoria, con el rigor del amanuense experimentado. Organicé una estrategia de recomposición sistemática de las figuras, basada en primer lugar en su atadura (ya he dicho que se escapan). Recorriendo cada una de sus sombras con una línea de cinta de embalar y atrapándolas con las paralelas tintineantes de la luz de las pantallas. En capas sucesivas fui montando una cartografía del tumulto imaginario, hasta que las superposiciones y el desorden se agotaban por su misma obviedad y buscaban la manera de atarse de nuevo a los parámetros imaginarios de lo reconocible. En cada una de ellas retiraba

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los restos del andamiaje de cintas que formaban su estructura y volvía a proyectar las figuras y a entelarlas y a cubrirlas y a tratarlas con las bandas de luz. En mi catálogo cromático imaginario, el sarín se encuentra justo al lado del azufre. Los ejercicios de superposición de transparencias, los hice de manera que durmieran bajo un campo de brillos insolentes que rompen físicamente el confort de la visión y que incluyen la imagen parásita del entorno en la pintura. Trabajaba en horizontal (son capas de un líquido ingobernable). Mi cuello, mis riñones y mi espalda se encargaban de recordármelo con cierta frecuencia. Los puse de pie y los colgué. No supe definir lo que eran. Así que los ordené según el transcurso natural de cada estampa y de la serie de nombres que las sustenta. Dejando entre ellas el hueco de aquella que no pude realizar porque su espacio me resultaba insoportable. Solo faltaba devolver el interruptor a su dueño. El espectador, al activarlo y eliminar la luz que ilumina los cuatro cuadros, descubre tras los restos diseminados de sus imágenes pintadas, los signos que pronuncian los nombres del paisaje destruido, el que sustenta el imaginario. Estos nombres recuerdan que hubo una luz que los permite mostrarse. Que hubo una imagen que los dio cuerpo. Que puede haber un campo deformado entre las ruinas que permita una mirada renovada.

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Este trabajo pictรณrico requiere su colaboraciรณn. En la izquierda encontrarรก un interruptor conectado a los focos que iluminan los lienzos, con el que podrรก encender o apagar la luz del recinto, como es lรณgico. 50 Pensar de Pintura


Josu Larrañaga Dispositivo de seguridad, 2006 Técnica mixta sobre lienzo, dimensiones variables

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Creer que se cree. Procesos Chema de Luelmo

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Creer que se cree II, 2006 Ă“leo sobre copia Cibachrome montada en aluminio, 40 x 126 cm

Chema del Luelmo Creer que se cree II, 2006 Ă“leo sobre copia Cibachrome montada en aluminio, 40 x 126 cm

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Chema de Luelmo Creer que se cree VII, 2006 Ă“leo sobre copia Cibachrome montada en aluminio, 40 x 132 cm

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Chema del Luelmo Creer que se cree III, 2006 Ă“leo sobre copia Cibachrome montada en aluminio, 40 x 100 cm

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Sucesos (graves) Daniel Lupión

El dispositivo consta de 4 lienzos colgados convencionalmente a lo largo de la pared, de cuatro cartelas que les acompañan y de una frase, a modo de introducción en el extremo izquierdo de la instalación, que reza lo siguiente:

“Tu mirada acontece, se solapa y desaparece. Muchas gracias por tu atención.”

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En cada lienzo se ha impreso un texto de color atractivo que ocupa toda la superficie.

Sobre los textos se ha pintado, del mismo color, una retícula de trazos de modo mecánico, evitando cualquier efecto excesivamente expresivo. En las cartelas se repite el texto del cuadro que acompañan para facilitar su lectura. Probablemente he tratado de generar una pintura con fecha de caducidad, una pintura-acontecimiento y una promesa incumplida.

Daniel Lupión Sucesos (graves), 2006 Lienzos: impresión digital y pintura acrílica sobre lienzo / Cartelas: impresión digital sobre pvc. 4 lienzos de 110x110 cm y 4 cartelas de 12x12 cm.

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Intencionadamente Juan Perdiguero

Hay muchos modos válidos de acercarse a una obra. Uno de los posibles es intentar reconstruir el hilo de la argumentación que el artista ha seguido para llegar hasta el resultado que tenemos delante. Concentrados tanto en aquello que vemos como en todas las posibles soluciones que se han quedado fuera empezamos a ver con otros ojos las opciones reales que conforman la imagen que tenemos delante. Podría haberse tratado de pintura y el soporte podría haber sido tela , madera o incluso una lamina de metal. Alejarse de esas opciones implica alejarse de la mano del artista como agente, del poder de la pincelada, o de la línea. Podría también haber optado por la fotografía, por la representación de esas mismas imágenes esta vez con la ayuda de la cámara, sin mas. Que se hayan descartado esas dos posibilidades implica un signo de incomodidad para con las posibilidades que tradicionalmente permiten esos dos medios, y que, la solución esta a medio camino, en un lugar propio alcanzado también después de un itinerario personal e irrepetible, entre lo pictórico y lo fotográfico. En este sentido la obra de Juan Perdiguero ocurre dentro del contexto de las preguntas que los medios pintura y fotografía delimitan: la posibilidad de representar, el modo en el que aun hoy dicha representación sea posible y la posición del artista y la expresión dentro del resultado final. La presencia de animales, perros en este caso, tienen como objetivo crear una suerte de etimología emocional, trasladando sentimientos, expresión y violencia al terreno del mejor amigo del hombre. En el terreno de las emociones básicas es fácil intuir el continuum entre el animal y el hombre. La imagen ha sido meticulosamente construida con retazos de otras imagines, un collage fotográfico destinado a componer una cenefa, un friso sobre blanco en el que destaca aún más la emoción del cuerpo y las fauces del perro. Éste parece lanzarse hacia alguien tal vez, su dueño, un extraño, otro animal. Sin embargo, la repetición de la imagen indica que tal vez el único fin de esa reacción sea la agresión por sí misma, sin causa que la preceda ni objeto para saciarla. No se nos escapa que en este, como en la mayoría de los trabajos de Juan Perdiguero, existe una voluntad similar a la de la pintura del XVII, el convencimiento de que cada idea 72 Pensar de Pintura


y cada concepto puede encontrar forma en una imagen. Existen numerosos precedentes históricos que desplazan la vida psicológica del retrato no a la imagen de un personaje sino a la de un animal. Pero la intención de ese artista parece ser no tanto la de explorar nuestra capacidad por vernos representados en las acciones y en la expresión de un animal, que también, sino la de escoger con esmero un rasgo, la acción violenta, y hacerla cristalizar en la imagen del perro. Una imagen que deliberadamente carece de contexto puesto que no ilustra un hecho, sino que lo materializa como icono. La emblemática no era un arte, sino una ciencia. Durante todo el siglo XVII y XVIII libros como el Alciato, publicado en 1637 por J. Baudon, era referencia indispensable para creadores, poetas y artistas; así también el libro de Ripa calificado por Winckelmann como un verdadero Evangelio de las artes. Los emblemas, en su mayoría imágenes de plantas y animales, tenían como finalidad establecer una relación estable entre la imagen y la palabra. Su función fundamental era la de ilustrar una noción de un fin moral, y por tanto, político. Una gramática en las imagines destinada a ejercer su peso sobre la audiencia, a moverla, a recordarle que el fin ultimo de la acción es la perfectibilidad, de acto y de espíritu. Imagen y efecto van aquí de la mano con un sentido etimológico de las formas estéticas. Pero, como leer hoy una dimensión de la obra del artista? Una posibilidad sería pensar la emblemática de la furia que se nos aparece en las figuras de Juan Perdiguero como una respuesta a otra iconografía, la del objeto de consumo, la de la construida felicidad de la sonrisa de Ivanna Trump en una entrevista para el suplemento dominical del New York Times, por ejemplo. Reinventada como dama de las finanzas tras un sonado divorcio, nos sonríe enseñando una dentadura perfecta, producto seguro de algún maestro de la ortodoncia al servicio de la simpatía de las clases altas. También aquí el fondo de la imagen es plano, para que la figura emerja con todo su poderío. También nos muestra sus dientes, pero la agresión aquí es el lujo de que sean blancos perfectos. No es un disparate comparar ambas imágenes, puesto que ambas son iconos al servicio de un afán: el de liberarse, por parte del animal y el perpetuarse, por parte de nuestra admirada dama. Cierto es que son procesos diferentes puesto que el primero, por mantenernos en la lectura de la pieza, sufre el peligro de convertir su deseo en un proceso de teologización, puesto que liberarse implica negar parte de lo que se es, del tiempo y la época en la que uno vive, para poder así transcenderlo. De ahí tal vez la soledad de las figuras, puesto que el gesto alude, no al proselitismo de la invitación a compartir un modelo de vida, como el caso de la entrevista a la Trump, sino de la soledad de todo proyecto personal. Que no por ello deja de ser comunicable. Chus Martínez Juan Perdiguero 73


LA SAGRADA MALDICION DEL CLAROSCURO La herida de la pausa Negación del Sacrificio Arrepentido Bajo el atento cuidado del artista, trotan a lo largo de la pared estos enigmáticos descendientes del claroscuro de Naumanimals, el desaprendizaje de la impotencia. Con fieros colmillos y ojos destellantes, estas imágenes arremeten desorientadas. Y mas allá de los bordes mojados de tus párpados, imaginas la presencia de alguna presa invisible- y peligrosamente cerniéndose sobre la húmedas periferias de tu imaginación.

Desencadenados a Ráfagas Trotan a lo largo de la pared estas oscura meditaciones de Muybridge, la perversa reflexión sobre el paso humano y el de la bestia. Las patas tensas y apretadas en un momento, solo para estirarse y brincar en otro. Y desde las anónimas cavernas de tus ansiedades mas profundas, una agitación de las vulnerabilidades- blanco como un hueso roído y a continuación marfil deslustrado de una pesadilla

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Caleidoscopio de Tendones Trotan a lo largo de la pared estas oscuras, correosas palmas de Archimboldo, retratista de la lujuria petrificada en putrefacción. Algo brilla en la roñosa trama de los luminosos corales y aterciopelados pétalos. Y dentro de la oscuridad de sus grietas, reconoces una cólera clara y una lucida pasión-carne quemada pro el negro carbón, una mueca incandescente.

La herida de la pausa Trotan a lo largo de la pared - estas oscuras luchas de la penumbra de Zurbarán, cuando el éxtasis de la duda es, en realidad, color. Porque las simples tinieblas no pueden proyectar sombras y la amenaza es muda, como latidos angustiados. Y entre el galope atrapado contra el ciego resplandor, el triste cuajo de estar parado -el entumecimiento, el hambre-allí a lo largo de la pared trotan. Carina Evangelista

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Juan Perdiguero Galgo Ocre Tierra, 2005 Técnica mixta sobre emulsión fotográfica, 83 x 205 cm

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Juan Perdiguero Galgo Ocre Azul, 2005 Técnica mixta sobre emulsión fotográfica, 182 x 124 cm

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Juan Perdiguero Galgo Rojo Esmeralda, 2005 Técnica mixta sobre emulsión fotográfica, 218 x 130 cm

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Procesos cruzados Juan José Molero García

Pintar actualmente supone acumular una serie de negaciones en el proceso creativo. Uno no puede ponerse a pintar sin tener en cuenta aspectos como que la pintura en los años 70 se convierte en una mera ilustración de los postulados de Clement Greemberg, es decir, una pintura sin referencias ilusionistas, sin referencias a la tridimensionalidad, una pintura donde queda excluido todo lo que es propio de otros medios: Una planitud pictórica pura y sin referencias. Y no es hasta los años 90 cuando los artistas buscan estrategias para seguir pintando. Es entonces cuando no se utiliza la pintura de un modo militante, cuando ponen en duda las visiones unívocas de las cosas, desapareciendo la idea de pureza y redescubriendo la abstracción de manera que se pueda hablar de algo más que no sea el lenguaje mismo de la pintura. En estos parámetros se mueve la obra de artistas como Terry Winters, Philip Taaffe o Helmut Dorner. Artistas que contaminan su obra con referentes externos a la propia pintura.

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Mi pintura también se intenta contaminar o ensuciar a través del rozamiento de diferentes procesos creativos, generando un encuentro entre diversos códigos de representación. En la serie de pinturas “Paisajes sin historia” los cuadros tienen, por un lado, un aspecto de aparente formalismo, donde las pinceladas “pintadas” hacen indudablemente referencia a las grandes pinceladas de la modernidad. Y al igual que obras de artistas como David Reed o Stephen Ellis no niego las posibilidades emocionales o extasiásticas de las imágenes. Por otro lado, tienen un aspecto artificioso, producido por la búsqueda de cierta sensación de tridimensionalidad. Hay una intención de espacio ilusorio, de espacio virtual e incluso de una cierta calidad fotográfica en algunos cuadros. Si hay pintores que buscan referentes en formas de la naturaleza o basan su pintura en experiencias de paisajes urbanos, como Stephen Ellis, yo busco experiencias en paisajes virtuales, bien creados por medio del ordenador o por medios fotográficos, dejándome seducir y engañar por un ojo mecánico o un ojo virtual. No se trata de crear nuevas formas, sino de redefinir lo que ya existe y construir un nuevo sistema de relaciones. Los paisajes creados por ordenador han sido generados a través de un programa informático de imágenes 3D. Se trata de imágenes que representan un espacio desolado, sin climatología, sin historia: Una naturaleza extrañada. Las fotografías como “Polvo de cristal” consisten en formas orgánicas aparentemente anodinas con las que posteriormente se realiza un delicado trabajo de ordenador eliminando, limpiando, cambiando colores, tratando la fotografía, no como método de reproducción de objetos, sino como medio o proceso degenerativo destinado a crear imágenes sin referencia real, intentando aumentar el componente de extrañamiento en una ambigua ausencia de realidad.

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Me interesa además que la imagen tenga un carácter muy pictórico, así como aprovechar el aspecto fotográfico para evocar la posible credibilidad en el inconsciente colectivo e intentar así materializar en el espectador una extraña necesidad de existencia real. De esta manera, las pinturas son consecuencia de estas imágenes y los paisajes y las fotografías son consecuencia de estas pinturas. Se trata de un cruce de procesos, donde en un medio hay indicios del otro. No intento comunicar un paisaje, sino un modo de representar según otro lenguaje. La piel de mi pintura es más parecida a la superficie lisa y plana de una pantalla de ordenador. En un proceso de negaciones “lo que no es” se hace más importante que “lo que es”.

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Juan José Molero García Polvo de cristal I, 2006 Fotografía en color sobre aluminio, 97 x 195 cm

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Juan José Molero García Polvo de cristal II, 2006 Fotografía en color sobre aluminio, 97 x 195 cm

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Juan José Molero García Polvo de cristal III, 2006 Fotografía en color sobre aluminio, 50 x 37,5 cm

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Juan José Molero García Polvo de cristal IV, 2006 Fotografía en color sobre aluminio, 50 x 35 cm

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Pensar DE pintura Pensar en ello / de ello Esther Ri vas Rubio

Si trabajar en el campo de “lo pictórico” (como en el del arte en general) significa y significó siempre moverse en el territorio de la ambigüedad, de lo contradictorio, de sus inherentes y sucesivas muertes, pensar en ello/de ello constituye un acto fundamental en el hecho pictórico. Al tiempo que comienzo a escribir este texto, recuerdo una frase que da título a una novela de Javier Marías, “Mañana en la batalla piensa en mí”, como quien escucha una letanía, -mañana cuando no esté, pensarás en mí-, parece querer decir. Tal vez sea cierto que pensar EN pintura deriva en la disección de un cadáver exquisito y sea sólo a través de la preposición de [pensar DE pintura], como podamos acercamos de verdad al quid de la cuestión, al lugar de la pintura. Valga pues el título de la exposición como declaración personal de intenciones, como puesta en escena de esa misma preposición. Si entendemos que pintar equivale a pensar de David ferrando Giraut; En la Ruina I , 2006, fotografía 116 x 145 cm pintura, pues ambos se contienen en el mismo acto, la esencia de la re-presentación debe abarcar también, a través de esta preposición, el contexto o lugar (en muchas ocasiones como ausencia o fragmento temporal) pese a la extendida creencia de que pintura y contexto son términos antagónicos1. Para los defensores de una pintura en términos puristas, un arte contextual es aquél que da la espalda a la representación debido al distanciamiento que se produce con el objeto representado, pero olvidan a menudo que también la re-presentación puede ser consecuencia directa del momento y del lugar con referencia obligada al entorno. Las imágenes del arte (también las imágenes pictóricas) hasta un momento determinado, desde un tiempo anterior, no hacen más que constatar la presencia de un “terreno de paso”, 90 Pensar de Pintura


de permanencia fugaz, en el que experimentar espacio-temporalmente, y que acertadamente un amigo calificó como “ángulos muertos”2. Los márgenes de nuestra realidad son transformados en imágenes pictóricas de la mano del artista, que ya en el XIX participaba del contexto a través de corrientes realistas. 3. Por otra parte, es cierto que también la cercana herencia duchampiana tiene mucho que ver, como afirma Victoria Combalía, en este arte implicado en la realidad4, en el que predomina el contexto, pero no debemos olvidar que son muchos ejemplos, dentro de la tradición pictórica, los que anticipan tal inmersión. Ya en el siglo XVI, el pintor danés Pieter Aertsen transforma el <<fuera de texto>> en cuadro, engloba en el campo visual de la obra parte del espacio del espectador y sólo relacionando alegóricamente primer y segundo plano, la obra se hace comprensible. En nuestro siglo, Daniel Buren, a través de su obra pictórica, se manifiesta partidario de centrar la atención en el contexto, y no sólo en lo que pone de relieve, sino también en lo que esconde. En 1993, Francis Alÿs afirma que pasa mucho tiempo caminando por ciudad de México, su posicionamiento artístico es muy parecido al de un transeúnte, situándose constantemente en un entorno que se mueve5. No parece novedoso que el resultado del arte sea tan sólo una fracción temporal surgida de múltiples prácticas perceptivas (desde principios del XX)6 pero resulta ilógico, en la actualidad, plantear cualquier tipo de propuesta artística desde la estaticidad. Anteriores al <<Museo transportable de uso personal>> de Marcel Duchamp, encontramos también las naturalezas muertas o <<xenias>> mencionadas por Filóstrato, unos cuadros transportables que representan ofrendas pintadas y que se insertan en un marco pictórico ficticio7. Puede suponerse entonces, que es después, pero también antes de Duchamp cuando el arte, la pintura en este caso, hace actuar la propia realidad generando un lugar en el que <<el modo de lo estético se manifiesta menos en las cosas que en las relaciones>>8 creando al respecto todo un cuerpo teórico en torno a la estética relacional. La valoración del cuadro como mero objeto dentro del mercado especulativo y una visión jerarquizante heredada del arte renacentista, solapa tal espacio de relaciones. Pensar de pintura, es decir, en relación al lugar, significa pensar no sólo en su presencia sino también en su ausencia y en un medio físico generador de sensaciones. Ocurre entonces 1. Un arte “contextual”, en palabras del propio Ardenne, es aquel que abanadona el territorio del idealismo (y por tanto la representación) para sumergirse en el territorio de las cosas concretas. ARDENNE Paul, Un arte contextual (Creación artística en medio urbano, en situación, de intervención, de participación), CENDEAC, Murcia, 2006, pg.16 2. FERRANDO GIRAUT David, En la ruina, Catálogo Galería Edgar Neville (del 27 de enero al 26 de febrero de 2006), Ayuntamiento de Alfafar-Universidad Politécnica de Valencia. 3. El arte “contextual”, desde un punto de vista seminal, es heredero del realismo y de su cuestionamiento sobre la representación de lo real. ARDENNE Paul, Un arte contextual, pg. 17 4. COMBALÍA Victoria, La poética de lo neutro, Ediciones De Bolsillo, Barcelona, 2005. 5. Francis Alÿs, Walks/Paseos, Catálogo editado por la Universidad de Guadalajara, el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y el Instituto Nacional de Antropología e Historia de México, 1997. 6. FERNÁNDEZ POLANCO Aurora, Formas de mirar en el arte actual. Edilupa ediciones, Madrid, 2004. 7. STOICHITA Victor I., La invención del cuadro (Arte, artífices y artificios en los orígenes de la pintura europea), Ediciones del Serbal, Barcelona, 2000. 8. COMBALÍA Victoria, La poética de lo neutro, Ediciones De Bolsillo, Barcelona, 2005.

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que acostumbrados a transitar por el arte (pintura) como meros turistas, nos negamos a recorrer tal espacio de relaciones sin saber que obtendremos una prueba certera de que ha tenido lugar un acto de presencia, intentando por todos los medios que sea esa imagen, la del cuadro, la que prevalezca sobre el lugar de la pintura. Explorar, recorrer, descubrir, atravesar, habitar, comprender, relacionar, no son en absoluto verbos ajenos a la historia de la pintura, como tampoco lo son el perderse, vagar o errabundear… No siempre el premio al final de una caminata es un “souvenir” que certifica de algún modo nuestra propia experiencia, sin embargo, <<dans cette contrée, peu sûre, la légèreté n’est pas de mise>>9 ya que el espectador raramente se adentra a observar estos márgenes si no es en la página de sucesos. Pensar en ello/de ello [de pintura], ligado siempre a la praxis, no consiste tanto en imaginar como en activar, convirtiéndose pintor y también espectador en conectores de pensamiento (citando de nuevo a Ardenne). 9. Jacques Fillon “Description raisonée de Paris (itineraire pour une nouvelle agence de voyages)”, en Les Lèvres nues, 7, 1955, recogido en el libro El andar como práctica estética de Francesco Careri, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2002.

Esther Rivas Rubio Secretos de Familia (sobre retrato de Andrea del Sarto), 2007 Acrílico sobre lienzo, 60 x 40 cm

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Esther Rivas Rubio Detalle (sobre El Quitasol de Goya), 2007 Acrílico sobre lienzo, 60 x 40 cm


Esther Rivas Rubio Florero de la rana (sobre reproducci贸n del cuadro de Brueghel), 2006 Imagen recortada, 36,5 x 31,5 cm

Esther Rivas Rubio Florero, rosas, tulipanes y lirios (sobre reproducci贸n del cuadro de Brueghel), 2006 Imagen recortada, 36,5 x 31 cm

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Esther Rivas Rubio De Pintura, 2006 Spray sobre tabla entelada, 28 tablas de 35 x 27 cm. c/u.

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Pensar de (o contra) pintura Javier Fuentes Feo

A la hora de volver a plantear un análisis en torno a la cuestión de la pintura, no puede por menos que pesar sobre nuestra reflexión una historia que, como muchos saben, arranca el 18 de agosto de 1939, cuando Arago presenta en París, ante la Academia de las Ciencias, el nuevo invento de Louis Daguerre. Se cuenta que al salir de aquella sesión, el reconocido pintor de batallas Delaroche declaraba: «A partir de hoy la pintura ha muerto» . Esta primera sentencia se sumaba, en gran medida —y desde luego no por casualidad—, a las consideraciones que algunas décadas antes hiciera G. W. F. Hegel acerca del modo en que el arte había sido superado al formar parte de un momento pasado del devenir histórico. Desde entonces se ha insistido en que la pintura ha quedado atrás, que su valor —bien por cuestiones técnicas, bien por razones de desarrollo histórico— no tiene razón de ser. Alabada como la gran forma artística del Renacimiento, en tanto era considerada como más espiritual que la escultura —anclada aún en la materialidad del mundo—, vería con desconcierto cómo, siglos más tarde, aquella misma exigencia de racionalidad (ahora entendida también como racionalidad técnica) empezaba a desbancarla de su lugar de honor. Desde entonces parece que la pintura, cual hermana de Hécuba, hubiese viajado errática en busca de huecos en los que insertarse para evitar su destierro definitivo: desde el Impresionismo hasta los lienzos rasgados de Lucio Fontana, pasando por la fractura cubista de la representación, los lienzos suprematistas de Malevich, el tríptico El Fin de la pintura (1921) de Alexandr Rodchenko o, llegado el caso, atravesando incluso acciones pictóricas herederas de las apuestas de Jackon Pollock como Ana (1964) de Günter Brus o Teatro de orgías y misterios de Herman Nitsch, la pintura ha tratado de localizar nuevas justificaciones para existir. Como señalaré en este texto, la pintura se niega a aceptar su desaparición del panorama cultural, y exige reiteradamente que se encuentren huecos en los que pueda seguir resultando valiosa. La mayor parte de las veces resulta difícil dilucidar, sin embargo, si nos encontramos ante una actriz renovada y cargada de auténtica potencia histórica o si, por el contrario, nos enfrentamos con la deprimente caricatura de una vieja maquillada que quiere resistir el paso de un tiempo que juega en su contra. Casi todos conocen y asumen esta incertidumbre; nadie que haya tratado de pensar acerca . Citado por Debray, Regis: Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente, Paidós, Barcelona, 2000, pág. 225.

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de la pintura con cierta intensidad o incluso, por qué no, con cierta pasión, puede obviar el dilema subyacente con el que se enfrenta. No es posible limitarse a hablar de pintura; no es factible abordar la cuestión de la pintura como tal, como si ésta fuese algo a tratar que no arrastrase un sinnúmero de contradicciones. Me atrevería a afirmar, incluso, que cierta mala conciencia rodea gran parte de los discursos pictóricos de las últimas décadas, una profunda incertidumbre y, sobre todo, una sensación de que volver a sacar el tema lo arroja a uno al saco de los retrógrados; de aquellos que viven anclados en una nostalgia burguesa o apoltronados en el bienestar de las estructuras políticas, económicas y académicas dominantes. Es posible, por eso, que el motivo por el que el título del presente libro (Pensar de pintura) asume una cierta torcedura lingüística no sea otro que el de dar testimonio de dicha problemática; de una, diría incluso, falta de seguridad en la legitimidad del medio. Semejante extrañeza en la formulación del tema: «Pensar de pintura», pone de relieve que esa inseguridad no es sólo legítima, sino que responde, sobre todo, a la realidad de la pintura contemporánea. No se puede simplemente «Pensar la pintura», igual que tampoco se puede hablar de un «Pensar de la pintura», como si ésta tuviese un pensar propio, bien definido y perfectamente acotado al que uno pudiese dedicar un estudio diferenciado del resto de los problemas que hoy nos acucian. La pintura se integra en un tiempo como el nuestro cargado de conflictos y asume, en su propio repliegue y despliegue, tanto esas contradicciones como aquellas que trae y readapta de épocas pasadas. Por eso pienso que el título de este libro, y de la exposición a la que acompaña, destaca algo elemental: todo discurso que se acerque hoy a la pintura o, incluso, toda propuesta que hoy se lleve a cabo en el ámbito pictórico, tiene que afrontar y apostar tanto por la conciencia de su debilidad como de su posible contradicción insuperable, sin que esto quiera decir, ni mucho menos, que tenga que perder la fuerza que, en el seno de dicha fragilidad, debe defender. 1 Más que tratar de desarrollar un análisis estricto acerca de las distintas propuestas pictóricas que han imperado en los últimos años, y antes de proponer algunos argumentos en pro y en contra de las posibilidades que la pintura tiene para actuar con cierta eficacia en un presente como el nuestro, creo que es fundamental revisar algunos de los motivos por los que se ha criticado que la pintura pueda ocupar un papel preponderante en el arte del siglo XX. Antes de interrogarnos acerca de si la pintura que hoy se produce tiene algún valor histórico real, deberíamos comprender, aunque sólo sea de manera aproximada, cuáles fueron algunos de los argumentos mejor elaborados en su contra. Y en este sentido resulta inevitable reconocer que fue Walter Benjamin el encargado de marcar varias pautas referenciales, y que fueron también muchos de sus postulados progresistas o, mejor aún, prorevolucionarios, los que sirvieron como argumento para semejante posicionamiento. Aunque las distintas posturas teóricas defendidas por Benjamin no pueden dividirse en grupos disgregados, sí que me gustaría separarlas aquí, al menos provisionalmente, en dos secciones diferentes: 1) por un lado Benjamin presenta el problema puramente técnico con el que el arte se enfrenta a partir de la aparición de la fotografía —y más tarde del cine—, cuestión que, como es bien sabido, aborda especialmente en La Obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica. 2) Por otro, en 1934, dos años antes de aquella publicación, presenta una conferencia en el «Instituto para el estudio del fascismo» de París titulada El Autor como productor, en la que analiza el modo en que el

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artista de izquierdas debe introducir su trabajo en el seno de una determinada estructura de producción si quiere permanecer fiel al proletariado. Es incuestionable, como digo, que ambas aproximaciones están estrechamente relacionadas, pues la segunda, si bien es dos años anterior, aborda el modo en que el artista asume su papel en el seno de la producción visual, cuestión que está necesariamente ligada al modo en que se conciben las nuevas técnicas de generación de imágenes. Hoy por hoy resulta imposible no aceptar que las consideraciones propuestas por Benjamin acerca de los cambios que se produjeron tanto en el arte como en la imagen en general con la llegada de los medios de reproducción-técnica-masiva son básicamente incontestables. Con la aparición de la fotografía —y algunas décadas más tarde también del cine—, se produjo una alteración definitiva en la configuración del mundo en el que vivimos. Se ha dedicado una gran cantidad de bibliografía a debatir si Benjamin mantenía una crítica definitiva contra el aura o si, por el contrario, hay en su postura algún retazo de incertidumbre ante dicha disolución. También se ha discutido acerca de si el pensador alemán afirmaba que el nuevo modo de recepción (la llamada recepción distraída) era mejor en todos los casos o si, por el contrario, asumía ese carácter sólo en tanto fuese capaz de ajustarse a un efecto de shock y de impacto táctil. Todos estos problemas tienen sin duda una enorme relevancia, puesto que, según sea la lectura que se haga de ellos se asumirá o se rechazará aquello que la historia finalmente vino a demostrar en contra de la propia posición benjaminiana; esto es, que cuando la mirada distraída se inserta en el ámbito social no tiene por qué tener, necesariamente, una consecuencia positiva de democratización y de progreso, sino que puede ser utilizada (como de hecho lo fue) por las fuerzas fascistas para el control de las masas o, poco después —según la lectura de Adorno y de Horkheimer—, por la economía capitalista para fomentar un consumo alienado en el seno de la llamada Industria Cultural . En cualquier caso, se tome a este respecto la postura que se tome, bien a favor de la recepción dispersa o bien en contra de la misma (posicionamiento que, por cierto, ocupará un lugar fundamental en el debate que se abrirá a lo largo de todo el siglo acerca de la pintura), lo cierto es que el análisis general que Benjamin propone sigue siendo, tal y como digo, incontestable: el mundo cambió de manera radical con la llegada de la reproducción técnica masiva. No se trata sólo de que el arte se viese «colonizado» por las nuevas tecnologías; tampoco de que, como afirmaba Valéry , esa nueva posibilidad modificase «de una manera maravillosa la noción misma de arte» —que también—, sino de algo mucho más importante. Lo que se produjo con la llegada de la reproducción técnica fue una alteración irreversible de toda la sensibilidad. En realidad no importa mucho si Benjamin ponía de relieve que otras alteraciones similares ya se habían producido a lo largo de los siglos debido a los diferentes cambios históricos, pues lo que hoy sabemos . Entre las muchas referencias críticas que Adorno y Horkheimer hacen sobre el cine en «La Industria cultural» cabe destacar el momento en que afirman: «La tendencia apunta a que la vida no pueda distinguirse más del cine sonoro. En la medida en que éste, superando ampliamente el teatro ilusionista, no deja a la fantasía ni al pensamiento de los espectadores ninguna dimensión en la que pudieran —en el marco de la obra cinematográfica, pero libres de la coacción de sus datos exactos— pasearse y moverse por su propia cuenta sin perder el hilo, adiestra a los que se le entregan para que lo identifiquen directa e inmediatamente con la realidad. La atrofia de la imaginación y de la espontaneidad del actual consumidor cultural no necesita ser reducida a mecanismos psicológicos». Adorno, Theodor y Horkheimer, Max: Dialéctica de la Ilustración, Trotta, Valladolid, 1998, pág. 171. . Valéry, Paul: citado en la nota introductoria de Benjamin, Walter: «La Obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica», en Iluminaciones I, Taurus, Madrid, 1973. A partir de ahora esta obra se citará como ORT.

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que singularizaba el momento concreto acerca del cual él escribía era que se trataba — como algunos siglos antes había ocurrido con el desarrollo de la imprenta— de un cambio cuantitativo tan descomunal que necesariamente postulaba un nuevo estadio cualitativo. Si bien es innegable que toda época histórica se caracteriza por sus propios modos de percepción y de sensación, la nueva técnica nos abría, digámoslo así, hacia una unidad mundializada de las formas de construir la imagen y de percibir la realidad. Así pues, y con la perspectiva que hoy nos da el paso de las décadas, podemos afirmar que, más allá de su posicionamiento ideológico concreto, lo que Benjamin constataba era la llegada de otra realidad histórica; un momento que sólo con la era de la informática y de la cibernética se vería nuevamente superado (con un posible intermedio durante el auge de la televisión a partir de los años cincuenta). Más allá de los debates que acabo de apuntar, y más allá también de las posibles relecturas que hoy en día se hacen de su trabajo, el posicionamiento asumido por Benjamin era en realidad bastante explícito: él estaba completamente a favor de la mirada dispersa y de la disolución del aura, y pienso, de hecho, que sólo determinadas catástrofes históricas posteriores como la llegada del fascismo o la expansión de la Industria cultural han hecho vacilar a sus intérpretes acerca del valor que el pensador alemán le daba a semejantes temas. Sólo con la perspectiva trágica de la historia podemos «querer ver» en el texto de Benjamin lecturas contradictorias o matizables sobre el ocaso del aura, cuando en realidad su postura al respecto era evidente. No en vano, en el parágrafo 2 del texto escribe: «Resumiendo todas estas deficiencias en el concepto de aura, podremos decir: en la época de la reproducción técnica de la obra de arte lo que se atrofia es el aura de ésta. […] La técnica reproductiva desvincula lo reproducido del ámbito de la tradición. Al multiplicar las reproducciones pone su presencia masiva en el lugar de una presencia irrepetible. Y confiere actualidad a lo reproducido al permitirle salir, desde su situación respectiva, al encuentro de cada destinatario. Ambos procesos conducen a una fuerte conmoción de lo transmitido, a una conmoción de la tradición, que es el reverso de la actual crisis y de la renovación de la humanidad. Están además en estrecha relación con los movimientos de masas de nuestros días» (ORT, pargr.2). El carácter positivo que Benjamin le da a una imagen que «sale al encuentro de las masas» es explícito. Como teórico marxista, Benjamin no puede dejar de creer que el empobrecimiento paulatino de los explotados por el capitalismo transformará la esencia de las masas subyugadas en masas proletarias, esto es, en masas propiamente revolucionarias. Del mismo modo, en tanto en cuanto en este fragmento habla de «una renovación de la humanidad», resulta obvio que su interpretación de la nueva situación histórica basada en la expansión de la reproducibilidad técnica de la imagen y de la llegada del cine es esperanzada; desde su punto de vista, el cambio sustancial de la realidad del visionado y la difusión de la imagen serviría para dejar atrás una cultura elitista basada en un acceso restringido a la misma, para dar daría paso a una visibilidad colectiva de carácter necesariamente más democrático. Refiriéndose a este acceso limitado y selectivo a la imagen propio de las sociedades clasistas y religiosas tradicionales, apunta:

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«Hoy nos parece que el valor cultual empuja a la obra de arte a mantenerse oculta: ciertas estatuas de dioses sólo son accesibles a los sacerdotes en la «cella». Ciertas imágenes de Vírgenes permanecen casi todo el año encubiertas, y determinadas esculturas de catedrales medievales no son visibles para el espectador que pisa el santo suelo. A medida que las ejercitaciones artísticas se emancipan del regazo ritual, aumentan las ocasiones de exhibición de sus productos». Y continúa: «Con los diversos métodos de reproducción técnica han crecido en grado tan fuerte las posibilidades de exhibición de la obra de arte, que el corrimiento cuantitativo entre sus dos polos se torna, como en los tiempos primitivos, en una modificación cualitativa de su naturaleza» (ORT, parágr. 5). El veredicto no puede ser directo, al menos para el asunto que aquí nos ocupa. En cuanto a su concepción de la expansión masiva de una imagen que puede ser reproducida técnicamente, Benjamin está decidido a afirmar que es el medio al que todo artista progresista debe recurrir. Defender la pintura sería, en principio, no sólo algo anacrónico sino, por encima de todo, algo contradictorio con el proyecto social y político a cuyo alumbramiento debe colaborar la verdadera obra de arte: una sociedad libre, igualitaria y sin clases posible sólo como socialismo realizado. Así, la pintura será, exceptuando casos concretos basados en el deseo de generar sobre el espectador un impacto —como ocurre con Kurt Schwitters o Hans Arp—, algo que debe rechazarse. La pintura asume un sentido de recepción limitado y, por tanto, también un sentido de misterio contrario a la imagen abierta y democrática que sale al encuentro del espectador. Teniendo en cuenta el modo en que estas afirmaciones han repercutido en el pensamiento artístico del siglo XX, sería bueno incidir algo más en ellas, así como en el modo en que Benjamin comprendía la diferencia entre imagen única e imagen técnica. Para ello vale la pena traer a colación —a pesar de su extensión— un fragmento extraordinario del parágrafo 11 en el que el pensador alemán se refiere a la relación entre cine y pintura, y en el que pone de manifiesto su incuestionable predilección por el primero: «Es preciso que nos preguntemos ahora —afirma— por la relación que hay entre el operador [cinematográfico] y el pintor. Nos permitiremos una construcción auxiliar apoyada en el concepto de operador usual en cirugía. El cirujano representa el polo de un orden cuyo polo opuesto ocupa el mago. La actitud del mago, que cura al enfermo imponiéndole las manos, es distinta de la del cirujano que realiza una intervención. El mago mantiene la distancia natural entre él mismo y su paciente. Dicho más exactamente: la aminora sólo un poco por virtud de la imposición de sus manos, pero la acrecienta mucho por virtud de su autoridad. El cirujano procede al revés: aminora mucho la distancia para con el paciente al penetrar dentro de él, pero la aumenta sólo un poco por la cautela con que sus manos se mueven entre sus órganos. En una palabra: a diferencia del mago (y siempre hay

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uno en el médico de cabecera) el cirujano renuncia en el instante decisivo a colocarse frente a su enfermo como hombre frente a hombre; más bien se adentra en él operativamente. Mago y cirujano se comportan uno respecto del otro como el pintor y el cámara. El primero observa en su trabajo una distancia natural para con su dato, el cámara por el contrario se adentra hondo en la textura de los datos. Las imágenes que consiguen ambos son enormemente diversas. La del pintor es total y la del cámara múltiple, troceada en partes que se juntan según una ley nueva. La representación cinematográfica de la realidad es para el hombre actual incomparablemente más importante» (ORT, parágr. 11). Y justo al inicio del siguiente parágrafo alude a la obra de Picasso, en lo que se presenta como una aclaración explícita sobre su postura acerca de la pintura: «La reproductibilidad técnica de la obra artística modifica la relación de la masa para con el arte. De retrógrada, frente a un Picasso por ejemplo, se transforma en progresiva, por ejemplo cara a un Chaplin» (ORT, parágr. 12) No pueden ser más evidentes los argumentos de Benjamin contra la pintura, al menos en este texto. Mientras que el pintor, igual que el mago, mantiene un aura de distancia misteriosa, y actúa sobre el espectador a la manera de una fantasmagoría, el cinematógrafo, como el mecánico o el cirujano, opera en su interior; manipula sus tejidos, reorganiza su sensibilidad y deja trastocada la función de su manera de sentir y percibir cuanto se le presenta. Es más, incluso en el caso de aquellos dadaístas, como Schwitters o Arp, que de algún modo parecen proponer un trabajo transgresor dentro de la pintura, Benjamin sugiere que tratan de hacer algo imperfecto en tanto en cuanto es el cine el medio capacitado para romper con una mirada recogida y mistificada: «Los cuadros [dadaístas], sobre los que montaban botones o billetes de tren o de metro o de tranvía lo que consiguen […] es una destrucción sin miramientos del aura de sus creaciones. Con los medios de producción imprimen en ellas el estigma de las reproducciones. Ante un cuadro de Arp […] es imposible emplear un tiempo en recogerse y formar un juicio, tal y como lo haríamos ante un cuadro de Derain […]. Para una burguesía degenerada el recogimiento se convirtió en una escuela de conducta asocial, y a él se le enfrenta ahora la distracción como una variedad de comportamiento social. Al hacer de la obra de arte un centro de escándalo, las manifestaciones dadaístas garantizaban en realidad una distracción muy vehemente» (ORT, parágr. 14). Como se ve, Benjamin señala un valor positivo en esas obras dadaístas, también por oposición al trabajo de autores como Derain que, si bien aparentan un aire de Vanguardia, conservan en realidad el sentido de la imagen tradicional como pura contemplación. No obstante, hay que seguir leyendo y darse cuenta de que justo a continuación Benjamin pone de relieve el conflicto del anhelo dadaísta; el modo en que su pretensión de ruptura, si bien es legítima, no recurre al medio adecuado:

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«De ser una apariencia atractiva […], la obra de arte [dadaísta] pasó a ser un proyectil. Chocaba con todo destinatario. Había adquirido una calidad táctil. Con lo cual favoreció la demanda del cine, cuyo elemento de distracción es táctil en primera línea, es decir que consiste en un cambio de escenarios y de enfoques que se adentran en el espectador como un choque. Comparemos el lienzo (pantalla) sobre el que se desarrolla la película con el lienzo en el que se encuentra una pintura. Este último invita a la contemplación; ante él podemos abandonamos al fluir de nuestras asociaciones de ideas. Y en cambio no podremos hacerlo ante un plano cinematográfico. Apenas lo hemos registrado con los ojos y ya ha cambiado. No es posible fijarlo. […] El curso de las asociaciones en la mente de quien contempla las imágenes queda enseguida interrumpido por el cambio de éstas. Y en ello consiste el efecto de choque del cine que, como cualquier otro, pretende ser captado gracias a una presencia de espíritu más intensa. Por virtud de su estructura técnica el cine ha liberado al efecto físico de choque del embalaje por así decirlo moral en que lo retuvo el dadaísmo» (ORT, parágr. 14. Subrayado mío). Siguiendo de forma literal la exaltación benjaminiana de la obra de arte cinematográfica (basada en una experiencia de montaje) como aquella que impide cualquier inmersión contemplativa—, se hace explícito que la pintura debe ser superada. Primero porque es incapaz de ajustarse a las nuevas tecnologías de reproducción y, segundo, porque cuando quiere quebrar una experiencia contemplativa como en el caso del dadaísmo, no le queda más remedio que asumir que es en realidad el cine el medio más adecuado para lograr lo que se propone. No obstante, y por el momento dejaremos este tema solamente apuntado, habría que pensar —como ya he puesto de relieve— que si bien el análisis general sobre los cambios sociales, visuales y estéticos que Benjamin planteó son hoy por hoy incontestables, también es cierto que la mayor parte de lo que fue su perspectiva ideológica posicionada —esto es, su fe en el modo en que aquellos cambios técnicos darían paso a un mundo reconciliado—no ha sido ni mucho menos confirmada. El collage se transformó, si bien con peculiaridades que no vamos a analizar ahora, en un instrumento eficaz en manos del fascismo, el cine, al servicio de Veit Harlan (Jud Süss) o de Leni Riefenstahl (Triumph des Willens), y cierto que con características muy concretas —como un tipo de montaje en el que se procuraba disimular la presencia del corte— también sirvió a los intereses de la propaganda nazi, cuando no, en el caso de la Industria norteamericana, para aniquilar cualquier tipo de pensamiento crítico. Así pues, si bien una parte crucial de las consideraciones de Benjamin nos señalan una crítica expresa de la pintura, los «fallos» presentes en sus predicciones ideológicas pueden dejar abiertas —habrá que verlo— brechas por las que se podrían seguir pensando logros para la pintura en un tiempo como el nuestro.

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2 Antes de abordar semejantes cuestiones, debemos aproximarnos a El Autor como productor. Aunque en esta conferencia referencial de los años treinta se ponen de relieve algunas de las cuestiones que Benjamin retomará dos años más tarde en el texto revisado en el punto anterior, en él enfatiza sobre todo el modo en que el artista debe practicar su labor si quiere asumir un carácter progresista. En esta conferencia la atención no se centra ya exclusivamente en las condiciones puramente tecnológicas del acceso a la reproducción, sino que postula más bien cuál es el lugar que el artista debe ocupar dentro de una condición histórica dada para ponerse, literalmente, del lado del proletariado. Una vez más, y como se ha planteado en el punto anterior, el pensador alemán tiene claro que su postura está políticamente condicionada, es decir, que su análisis no pretende ser ni objetivo ni desinteresado, sino que asume un lugar preciso en el análisis y en el conflicto político del momento. Esta cuestión la señala, de hecho, al comienzo mismo del texto, por medio de una afirmación que ha llegado a convertirse en una de las consignas fundamentales del pensamiento político/ artístico del siglo XX: «Piensan ustedes —escribe— que la situación social actual le fuerza [al artista] a elegir al servicio de quién pondrá su actividad. El escritor burgués de literatura de entretenimiento no reconoce esta alternativa. Habrá que demostrarle que, aún sin admitirlo, está trabajando al servicio de determinados intereses de clase. Un tipo de escritor más progresista sí reconoce esta alternativa» . Obviar que en todo momento el ciudadano, y por tanto también el poeta, el artista o el intelectual se encuentra inmerso en una red compleja de intereses, conflictos políticos y luchas económicas respecto de las cuales tiene la obligación de posicionarse supone, como señala Benjamin, tomar ya una postura: por lo general aquella que apoya a las fuerzas dominantes. Y es precisamente por esto por lo que el pensador alemán, asumiendo su propio lugar del lado del proletariado, desarrolla una teoría del arte crítica con la hasta entonces imperante. En este sentido, y aunque no lo analizaré en detalle, cabe señalar, por ejemplo, el modo en que su «nueva» teoría descarta cualquier referencia a conceptos como espíritu o genio —sistemáticamente exaltados por el fascismo— para privilegiar, por el contrario, conceptos materialistas como proletariado, producción o técnica . Benjamin articula así una nueva teoría del arte fundamentada en la disolución de aquellas categorías y conceptos que han imperado hasta el momento, y que responden a un modelo social a superar. Frente a éstas, pone en práctica toda una terminología que debe funcionar como cartografía para un nuevo mundo revolucionado. Y cabe afirmar, de hecho, que esta misma revisión conceptual se presenta ya como un modo de alterar un determinado panorama productivo: en este caso el referido a la teoría del arte de la sociedad burguesa. Lo que Benjamin expone es, por tanto, una consideración directa: el artista de izquierdas . Benjamin, Walter: «El Autor como productor», en Wallis, Brian: Arte después de la modernidad, Akal, Madrid, 2001, pág. 297. El texto de Benjamin se citará a partir de ahora como ACP. . Recuérdese la obsesión nazi por el Deutsche Geist o Espíritu de la nación alemana; un concepto ideológico radicalmente opuesto al internacionalismo proletario marxista. En relación a esta cuestión Slavoj Zizek ha puesto de relieve el modo en que este es un punto crucial en el que el fascismo se diferenciaría del comunismo. Mientras que el primero ubica el foco de los conflictos sociales en un falso problema de carácter propiamente ideológico (el judío, la disolución de la pureza de raza o de espíritu, etc.), el marxismo lo hace sobre un problema o una contradicción verdadera: las relaciones de explotación, desigualdad y alienación laboral y social propias de un sistema económico que lo subyuga todo a la pura rentabilidad y al máximo beneficio, sacrificando, añadiríamos nosotros siguiendo a Lukács, cualquier sentido cualitativo al puro cálculo de la cantidad. Ver Zizek, Slavoj: Irak. La Tetera prestada, Losada, Madrid, 2006, pág. 137-138.

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debe asumir su lugar en el contexto de la producción de tal modo que no sólo critique, sino que —y esto es lo verdaderamente importante— por encima de todo altere el mismo proceso productivo con el que lleva a cabo su intervención: «En lugar de preguntar: ¿cuál es la actitud de una obra frente a las relaciones de producción de su época? ¿Las acepta, es reaccionaria o bien aspira a destruirlas, es revolucionaria?, en lugar de esta pregunta o, al menos, antes de ella, me gustaría proponer otra. En vez de preguntar «cuál es la actitud de una obra frente a las relaciones de producción de su época?, preferiría preguntar, ¿cuál es su posición en estas relaciones de producción?». Esta pregunta concierne directamente a la función que tiene la obra dentro de las relaciones literaria de producción de su época. En otras palabras, concierne directamente a la técnica literaria de las obras [ACP, 299]. El artista progresista, y éste es el giro copernicano que Benjamin aporta, no es ya aquel que rechaza, denuncia o critica una determinada organización o distribución de los medios productivos —pues dicha denuncia no es más que algo secundario—, sino aquel que, en el desarrollo de su propia labor, reorganiza de facto tales medios de manera revolucionaria. No cabe por más que afirmar que esta lectura, traída y revisada reiteradamente a lo largo de todas las décadas del siglo XX, vuelve a mostrar, una vez más, la lucidez crítica benjaminiana, hasta el punto de que hoy podría parecernos incluso demasiado evidente. Este análisis ha llegado a ser tan repetido que hoy nos parece incuestionable que cuando algún agente pretende subvertir una determinada estructura económica o política, no basta con que recurra a ella para señalar su carácter injusto o reaccionario, sino que tiene que buscar modelos capaces de subvertirla para abrir, de ese modo, otras formas diferentes de gestión. ¿No es esto, por cierto, lo que ha diferenciado siempre una postura socialdemócrata incapaz de llevar a cabo auténticas transformaciones sociales, de una postura de izquierdas radical que consigue producir un giro total de las condiciones dadas; esto es, que consigue superar aquello que se toma como posible dentro de un determinado horizonte económico-político? He ahí, por tanto, la propuesta que Benjamin pone en juego: el escritor no debe de seguir pensando en crear productos característicos de la literatura burguesa, por muy crítica que pueda ser la visión del mundo que a través de ellos quiera proponer, sino que debe promulgar medios renovados gracias a los cuales la cultura logre adquirir un carácter expansivo, esto es, verse realmente subvertida. En este sentido, y como veremos enseguida, el periódico se convertirá en uno de los ejemplos paradigmáticos. Del mismo modo, por referirnos a otra fórmula de subversión productiva propuesta por Benjamin, el fotógrafo no deberá mantener una concepción puramente visual y representativa del mundo que le rodea, algo que, según él, hacen los miembros de la «Nueva objetividad» —hoy en día encarnados en fotógrafos como Sebastião Salgado—, puesto que lo único que estos logran es embellecer la tragedia y la miseria, así como convertir la pobreza en un objeto de mera contemplación. Frente a estos, Benjamin reclama, aunque de un modo un tanto ingenuo, que el fotógrafo intervenga la imagen con un pie de foto que acabe con cualquier lectura pasiva, desligada o estética ; ese tipo de intervención, vinculada a los . En su ya clásico trabajo acerca de la fotografía, y siguiendo la estela crítica abierta por Benjamin, Susan Sontag puso

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procesos de montaje y fractura de la unicidad del medio, sería capaz, desde su punto de vista, de alterar una recepción alienada y tranquilizadora. El artista progresista tiene que quebrar, por tanto, el espacio de la producción tradicional, esto es, su forma de producción burguesa, y buscar modelos revolucionarios alternativos; de lo contrario su labor corre el riesgo de ser, incluso en contra de su voluntad, expresamente contrarrevolucionaria . En este sentido interesa traer a colación el modo en que el propio Benjamin se refiere con admiración al escritor ruso Sergei Tretiakow, y cómo al analizar la evolución intelectual de éste destaca que, al igual que no siempre existieron modelos de producción literaria como la novela o la tragedia, tampoco tendría por qué seguir habiéndolos en un momento histórico y político diferente: «He citado a propósito el ejemplo de Tretiakov —apunta Benjamin— con el objeto de mostrarles la amplitud del horizonte en el que debemos reconsiderar nuestras concepciones de las formas literarias del presente. No siempre hubo novelas en el pasado, y no tiene porqué seguir habiéndolas siempre; no siempre hubo tragedias, ni grandes epopeyas; formas como el comentario, la traducción, o incluso lo que llamamos plagio, no siempre han sido juegos en los márgenes de la literatura […] Con esto intento que se hagan ustedes a la idea de que nos encontramos en medio de una inmensa reorganización de las formas literarias, una refundición en la que muchas de las oposiciones en las que estábamos habituados a pensar pueden perder su fuerza. Permítanme poner un ejemplo de la esterilidad de este tipo de oposiciones y del proceso de su superación dialéctica. Pues bien, nos encontramos de nuevo con Tetriakov, ya que este ejemplo es el periódico» [ACP, 300]. De modo que el artista de Vanguardia, esto es, el artista que Benjamin vincula a un proyecto político y artístico revolucionario, no puede seguir haciendo uso de los medios que la propia economía burguesa ha generado. El verdadero artista de Vanguardia tiene que luchar en pos de nuevos modos de producción, muchos de los cuales tienen que pasar, casi con total seguridad, por encima del arte previo y de todo lo que hasta entonces se ha entendido por tal. No es en absoluto extraño, por esto, que la conferencia comience haciendo alusión a la expulsión de los poetas de la Polis por parte de Platón, como tampoco sorprende que, aproximadamente a mitad del mismo, vuelva a surgir este asunto con un sentido altamente politizado, al remitirlo, directamente, a las condiciones reales del Estado soviético del momento: «Éste Estado —señala Benjamin— no desterrará al poeta como Platón, de relieve el modo en que la mayor parte de los fotógrafos que han prestado atención a los referidos contextos marginales han sido, por lo general, autores burgueses de clase media que, al contemplarlos con la distancia propia de una situación socioeconómica diferente los han estetizado. Al fin y al cabo la mayor parte de esos acercamientos más que producirse con un carácter crítico se han llevado a cabo desde la fascinación propia de una empatía banalizada, esto es, sentimentaloide cuando no perversamente comercial e indiferente. Susan: On Photography, Delta, New York, 1977. . Refiriéndose a estas posturas contrarrevolucionarias Benjamin escribe: «Me refiero a los llamados intelectuales de izquierdas y, de entre ellos, me limitaré a la izquierda burguesa. En Alemania, los movimientos político-literarios hegemónicos de la última década ha surgido de esa intelligentsia de izquierdas. Mencionaré dos de ellos, el activismo y la nueva objetividad, para mostrar por medio de estos ejemplos que una tendencia política, por muy revolucionaria que pueda parecer, desempeña una función contrarrevolucionaria siempre que el escritor experimente su solidaridad con el proletariado únicamente en sus actitudes, mas no como productor » [ACP, 301].

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pero sí […] le asignará tareas que no le permitirán desplegar en nuevas obras maestras la riqueza, falsificada desde hace mucho tiempo, de la personalidad creativa». El arte seguiría existiendo en el Estado socialista aunque, eso sí, con unas características completamente distintas a las que tenía en el periodo del capitalismo burgués, pues, al fin y al cabo: «nada estará más lejos del autor que ha reflexionado profundamente sobre las condiciones de producción actuales que esperar o anhelar tales obras. Su trabajo nunca será exclusivamente trabajo con productos, sino, a la vez, trabajos con los medios de producción» [ACP, 306]. La obra de arte, en la nueva situación del socialismo realizado, no mantendrá, por tanto, el anhelo de defender un individualismo-subjetivista propio de una cultura asocial y elitista, sino que abrirá el camino de producciones expuestas al sentido de lo colectivo. Tampoco privilegiará un sentido de la creación vinculado al valor del genio como realidad pseudoreligiosa, sino que defenderá, como hemos señalado, el valor inmanente y materialista de la producción. Así pues, tal y como nos ocurría al final del primer apartado, parece posible afirmar que prácticamente, y por omisión, Benjamin vuelve a dejar clara su postura respecto a la pintura. En principio un medio semejante sólo puede estar al servicio de una producción burguesa, puesto que responde a modelos característicos no ya, de hecho, del capitalismo moderno, sino incluso de un periodo anterior al mismo: el capitalismo artesanal. Por eso no sería posible encontrar un hueco para la misma en su pensamiento estético, pues, como ya hemos dicho, éste se encuentra orientado hacia una crítica de todos aquellos medios pertenecientes a periodos superados y, por tanto, incapaces de intervenir activamente en una transformación general de la sociedad. Y, sin embargo, la cosa no resulta tan sencilla. Si volvemos ahora al texto de Benjamin nos damos cuenta de que al señalar que es fundamental que la obra de arte altere los medios de producción establecidos, también defiende —y en principio esto podría parecer paradójico—, el teatro épico de Bertolt Brecht. ¿Cómo puede un defensor supuestamente encarnecido de las técnicas de reproducción masiva, defender un arte clásico y sometido a la obligación de la presencia como es el teatro? ¿No debería de descartar Benjamin el teatro junto con la pintura? ¿No hay en esta postura una contradicción? Es posible, sin embargo, que el problema resida en la interpretación que hemos propuesto hasta el momento, y que no permite una comprensión adecuada del concepto de técnica benjaminiano; quizá hemos transmitido una identificación excesiva entre técnica y tecnología que si bien es hasta cierto punto adecuada no lo es por completo. Para Benjamin la técnica no es sólo una determinada posibilidad material o industrial, esto es, una posibilidad tecnológica; cuando habla de una técnica no sólo se refiere a la posibilidad que ésta conlleva de una (re)producción mecánica, sino que remite también —y quizá por encima de todo— al modo de presentarse la imagen con un fin específico: romper con la mirada embelesada que queda absorbida místicamente en la pura contemplación aurática. O, dicho de otro modo, parece que lo que Benjamin busca al referirse a la técnica es, sobre todo, quebrar la pasividad pura del receptor que queda anonadado en la imagen tradicional. Y es así

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como esto se vincula con el problema de la mirada dispersa que analizábamos más arriba. Benjamin cree que lo que hay que hacer es romper con el puro embelesamiento ante la imagen, algo que, como hemos dicho, el cine, en tanto que técnica que rompe con la continuidad por medio del corte y del montaje, lograría de manera «natural». De modo que lo que parece reivindicarse al abordar la obra de Brecht, y esto sí que ha sido señalado en numerosas ocasiones, es precisamente lo que llamaríamos una «toma de conciencia de la imagen»; ésta ya no debe ser un impulso aurático, irracional o inaccesible que se distancia del mundo; la imagen artística no debe ser un icono que señala lo fundamental de una trascendencia («una lejanía por cercana que pueda estar»), sino que, por el contrario, debe mostrar, bien desde su propio interior escindido, bien por su relación de montaje con otras técnicas, que su realidad no es en absoluto orgánica. Es ahí donde, desde mi punto de vista, se sitúa el valor que Benjamin le otorga al cine, a la mencionada inclusión de pies de foto, o, en el caso del teatro (de Brecht), al distanciamiento: lo que a Benjamin le interesa es ese momento en el que la obra deja de ser pura representación en la que el espectador queda imbuido y se quiebra para hacer consciente su dimensión como tal representación. Para decirlo de otro modo: la imagen, la representación o la obra literaria tienen que ser, para Benjamin, no sólo en sí, sino fundamentalmente para sí, es decir, autoconscientes de su realidad y capaces de transmitir esa autoconciencia al espectador. La obra tiene que ser «humilde» y mostrarse no ya como sostén de un más allá inalcanzable (como símbolo), sino como realidad palpable de un mundo cargado de contradicciones que la ideología se empeña en camuflar. En este sentido vale la pena recuperar un breve fragmento en el que Benjamin aclara el modo en que en el medio cinematográfico esto se hace evidente, y manifiesta de qué modo el trabajo de Brecht se identifica con él: «El teatro épico [de Brecht] adopta un procedimiento que les resultará familiar gracias a la difundida presencia, en los últimos años, del cine y la radio, de la prensa y la fotografía. Me refiero al procedimiento de montaje; el elemento que se monta interrumpe el contexto en el que se lo inserta» [ACP, 307]. Y, por tanto, añadiríamos nosotros, deja de ser simplemente lo que es para mostrarse como lo que es. «Sus medios [los del teatro de Brecht] —continúa Benjamin algo después para insistir en esta idea— son, por tanto, más modestos que los del teatro tradicional; al igual que sus objetivos. Se preocupa menos de colmar al público de sentimientos, aunque sean de cuño revolucionario, que de enajenarlo, de forma duradera y por medio del pensamiento, de las condiciones en las que vive» [ACP, 307]. Así pues, parece que aunque el arte progresista se siente más próximo de una «tecnología» como el cine, lo cierto es que otros medios más tradicionales como la pintura o el teatro pueden seguir siendo viables siempre y cuando asuman el nuevo tipo de mirada que éste trae consigo: una mirada basada en la interrupción y en el corte. Podríamos afirmar entonces, igual que en el primer apartado, que para Benjamin la pintura podría salvarse si aceptase determinadas condiciones, esto es, siempre y cuando evitase la

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pura inmersión contemplativa y rompiese con la unidad armónica, algo que ocurriría en aquellas obras que el pensador alemán Peter Bürger teorizó en los años setenta bajo el concepto de obra de arte inorgánica . Entre éstas, además de algunos collages cubistas, destacarían sobre todo las composiciones con objetos de desecho de Kurt Schwitters, a las que ya hemos hecho referencia o, algunas décadas más tarde, las obras del artista norteamericano Robert Rauschenberg. Parece, por tanto —y también abordaremos esta cuestión hacia el final del texto—, que en El Autor como productor (y no debemos olvidar que es dos años anterior al texto que analizábamos en el primer apartado) Benjamin vuelve a dejar semiabierta una vía por la que podríamos aceptar un espacio para la pintura que no fuese necesariamente reaccionario. No obstante, tampoco debemos pasar por alto la consideración que hacíamos allí: sea como sea, el cine es siempre más adecuado, pues es el referente último para todos los demás medios. 3 Al revisar las últimas líneas del apartado anterior, no deja de presentarse la amarga sensación de que, más allá de los matices, quien escribe, como tantos otros antes, anda en busca de alguna grieta por la que la pintura pueda volver a encontrar una salida. Parece como si aquí no hubiese objetividad científica alguna y de que lo que en realidad tuviese lugar fuese un juicio cuyo veredicto estaría dictado desde el principio, y en el cual el autor expone los argumentos de la acusación solamente para, en el último momento, sacar algún punto con el que salvar a la pintura. Parece que estuviésemos practicando un extraño juego de sí pero; la pintura ha sido superada pero, no obstante… Sin embargo las cosas son algo más complejas. Hasta el momento, y siguiendo los planteamientos de Walter Benjamin en dos de sus textos referenciales, parece que ha quedado claro que la pintura, salvo en el caso que acabamos de señalar de ciertos tipos de collage y obras de arte inorgánicas, está acabada, pertenece a un momento superado de la historia y, de algún modo, resulta incluso tedioso que se nos exija que volvamos a pensar sobre ella. Más allá de los mencionados ejemplos de Rodchenko o de Malevich, también se podría recurrir a la vía abierta por el dadaísmo de Duchamp y recuperar sus comentarios —junto a Brancusi y Léger ante una hélice de avión— acerca de la muerte de la pintura, o hacer referencia a sus reflexiones acerca de la falta de inteligencia del pintor para ver que la pintura, en principio, y desde hace aproximadamente un siglo, no tendría salvación. Si bien estos ejemplos resultan evidentes y han sido ya traídos a colación en incontables ocasiones, es indudable, sin embargo, que si queremos encontrar argumentos aún más definitivos en contra de la pintura, comprobaremos que éstos salieron, algunas décadas más tarde, de los presupuestos establecidos por Guy Debord y por los diferentes miembros de la Internacional situacionista. No obstante, y aunque la postura del teórico francés en contra de cualquier forma de arte se iría radicalizando con el paso de las décadas, tampoco debemos olvidar que algunos de los miembros del que fue uno de los pocos, si no el único, verdadero movimiento de Vanguardia de la segunda mitad del siglo XX , se . Bürger, Peter: Teoría de la vanguardia, Península, Barcelona, 1987. . Aunque después de las aportaciones que Hal Foster hiciera a este debate en el primer capítulo de su libro El Retorno de lo Real, pudiese parecer un tanto extraño, me gustaría volver a recuperar la radical afirmación que Peter Bürger introdujera en su emblemática Teoría de la vanguardia acerca del modo en que las neovanguardias no fueron, en gran medida,

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habían dedicado a desarrollar una labor pictórica relevante. Antiguos miembros del grupo COBRA como Constant o Asger Jorn, así como el italiano Pinot-Gallizio (co-fundador del Movimiento por una Bauhaus Imaginista), fueron algunos de los situacionistas que no sólo se habían dedicado a la pintura antes de formar parte del grupo, sino que, como en el caso de los dos últimos, lo siguieron haciendo a lo largo de los años que formaron parte de él y, por supuesto, también una vez que lo hubieron abandonado10. Así pues, nos encontramos una vez más con el mismo dilema expuesto en el caso de Benjamin, y nos volvemos a ver obligados a asumir también que, aunque el discurso situacionista sería crítico con cualquier expresión artística tradicional, de algún modo el viejo medio seguía otra cosa que un puro juego integrado en la seguridad de la Institución artística. Prácticamente ninguna de las así llamadas propuestas vanguardistas de posguerra fue realmente tal, sino que, por lo general, y así las debemos de leer hoy en día, se presentaron como juegos amparados por una institución artística que, con ciertas mutaciones, tenía bien asegurada su supervivencia. Prácticamente ninguna de las posturas transgresoras de la época, desde Michel Asher hasta las aportaciones políticas de Hans Haacke, pasando por las experiencias traumáticas y violentas de Chris Burden y llegando a las pinturas urbanas del que hoy considero como el mayor farsante del arte de las últimas décadas: Daniel Buren, retomaron la fuerza que guió el verdadero espíritu de la Vanguardia. A pesar de que Foster quiera argumentar que lo que en realidad hicieron estos artistas fue trasladar la crítica desde la convención artística a la propia institución, lo cierto es que sólo movimientos como el grupo COBRA, hasta cierto punto el Letrismo de Isidor Isou y más tarde la Internacional situacionista liderada por Debord, siguieron el espíritu radical de la Vanguardia (junto a excepciones emblemáticas como la de Gordon Matta Clark). Muy diferente sería afirmar que ese arte (avanzado más que vanguardista) asumió que su papel no era en realidad el de proponer una crítica radical y definitiva a la institución y a la sociedad, sino más bien la de ofrecer un diálogo, todo lo acalorado que se quiera, con la misma, con el propósito de que ésta se fuese moldeando, abriendo y adaptando a las nuevas condiciones políticas y sociales del momento (feminismo, minorías culturales, cultura queer, etc.). Pero esta postura, que mantuvo siempre el deseo de que la Institución siguiese existiendo —como se ha visto con la paulatina consagración museográfica de muchos de sus representantes—, no siguió ni retomó, ni por asomo, el auténtico espíritu de la Vanguardia, quizá también porque muchos de los mismos vanguardistas, como en el caso de Surrealismo, se habían ido alejando paulatinamente de la radicalidad original de su postura. Aunque pueda parecer paradójico, lo cierto es que encuentro una postura mucho más honesta en artistas como Robert Smithson, Douglas Gordon o Bruce Nauman, por poner tres ejemplos elegidos al azar, cuyo propósito no fue tanto jugar al espectáculo de la seudotransgresión (ocultando y cerrando el paso, por tanto, a las posibilidades de la verdadera vanguardia), sino que aceptaron el estatus autónomo del arte, si bien con la intención de ampliar los presupuestos materiales del mismo. En esa línea creo que en su trabajo existe un pensamiento mucho más profundo y legítimo. Aunque algunos puedan considerar que una postura semejante sería reaccionaria creo que es exactamente al contrario. Cuando uno ve cómo ha terminado trabajando Buren en el Guggenheim o en el Pompidou, o revisa, por ejemplo, la mayor parte de las aportaciones del grupo Fluxus, como las de Vostell o Yoko Ono, no puede por menos que aceptar que había en todos ellos algo profundamente acomodado, algo que los situaba en el «dadaísmo de salón» al que aludía Debord. No es en absoluto extraño, por ejemplo, que Ono haya terminado haciendo una de las acciones más ridículas que cabe recordar en los últimos años: «Onochord» (2004), una llamada a la paz mundial más propia de adolescentes desorientados o de miembros de alguna secta proalienígena, que de una intelectual con cierta lucidez crítica. Lo que pretendo señalar con esto es que, dentro de lo que se ha llamado arte neovanguardista —que yo identifico con aquél que ha buscado generar una confrontación directa con la institución artística o ha procurado, incluso, su superación—, hay una cantidad importante de hipocresía, cuando no de simple protesta adolescente. Una transgresión light, en definitiva, que impidió que las auténticas neovanguardias tuviesen una incidencia visible en la cultura y en la política del momento. Quizá un documento histórico relevante para ejemplificar esta breve reflexión sea aquella carta con la que Jean Jacques Lebel le respondiera a Wolf Vostell cuando éste, después de los acontecimientos de mayo del 68, le invitase a participar en un festival de performances: «Querido Wolf —escribe Lebel— tras analizar la situación política presente, encuentro repulsivo jugar con el viejo artefacto happening para divertir a las clases dirigentes… la vida real es el único lugar para crear el cambio, sinceramente tuyo. Lebel» Citado en: Marchán Fiz, Simón: «Del arte objetual al arte de concepto», Akal, Madrid, 1972, pág. 204. 10. En este contexto quizá sea interesante recordar que la expulsión de Gallizio en 1960, no se debió a su dedicación a la pintura —labor que practicó constantemente durante su participación en el grupo—, sino al modo en que empezó a practicarla orientada a un contexto comercial y expositivo que la I.S. no podía tolerar. No está de más recuperar el fragmento del número 5 de la revista Internacional Situacionista en el que se anuncia la expulsión de este representante fundamental y fundador del movimiento. «Pinot-Gallizio y G. Melanotte fueron excluidos de la I.S. en junio. Por ingenuidad o arribismo, y por colaboración con medios ideológicamente inaceptables en Italia. Una primera censura (cf. las Reseñas situacionistas de nuestro nº4 a propósito de la crítica de Guasco, notoriamente ligado al jesuita Tapié) no corrigió su política. La decisión de excluirles se ha tomado entonces sin más dilación». Luis Navarro (coord.): Internacional situacionista. Textos completos en castellano de la revista Internationale situationiste (1958-1969), Literatura gris, Madrid, 1999, vol. 1, pág. 148.

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haciéndose un hueco entre sus filas. Veamos, no obstante, en qué circunstancias y con qué condiciones semejante paradoja podía tener lugar. La supervivencia de la pintura dentro de las filas situacionistas es ciertamente sorprendente, sobre todo si se presta atención a la primera frase de Hurlements en faveur de Sade (Aullidos a favor de Sade), película que en 1952 presentó Guy Debord, en medio de un enorme escándalo, en un pequeño cineclub de Vanguardia. La primera frase de esa película —consistente, por cierto, en una pantalla que cambia intermitentemente entre el blanco y el negro y en la que se escucha un collage de citas y comentarios— es: «El cine ha muerto. No puede haber más películas. Si os parece pasamos al debate». Ante semejante veredicto, ¡expuesto sólo dieciséis años después de la publicación sobre La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica! no parece haber siquiera opción de tratar de plantear la cuestión de la pintura. Si el cine, en el que, como ya hemos visto, Benjamin había depositado la mayor parte de sus esperanzas revolucionarias, era ahora directamente descartado por Debord como algo muerto, es de suponer que abordar el tema de la pintura pareciese un anhelo ridículo cuando no directamente malintencionado. Según escribía en el primer número de la revista Internacional situacionista, Debord consideraba que «el cine […] aportaba poderes inéditos a la fuerza reaccionaria y desgastada del espectáculo sin participación»11. Ahora bien, ¿no es acaso esta afirmación acerca del carácter alienante del cine muy similar a la que habían establecido Adorno y Horkheimer en su texto sobre la Industria cultural (ver nota2)? Y, lo que es aún más importante para nosotros, ¿no eran estas consideraciones una refutación radical de las esperanzas que Benjamin ponía en el carácter inorgánico del cine como arte fundamentado en una experiencia de montaje? ¿No es la conclusión de Debord la certeza histórica confirmada, insisto, sólo dieciséis años después, de que el arte cinematográfico no tenía ningún potencial subversivo o proto-revolucionario intrínseco, y de que en realidad favorecía la destrucción completa de una vida cada vez más alienada? ¿No viene a afirmar finalmente la postura de Debord que esa exaltación de la mirada distraída que Benjamin reivindicaba, conducía en realidad a lo que Debord llama «el espectáculo sin participación»? Debord rechaza toda experiencia cinematográfica y coloca al cine de la mano de una sociedad radicalmente impotente en la que la pura recepción pasiva de lo que se (re)presenta como mundo es recibida por unos sujetos (todos aquellos a los que él denomina los nuevos proletarios) que han perdido cualquier control sobre sus vidas. En este sentido, es interesante, aunque no podemos profundizar en ello, el modo en que Debord lleva a cabo un giro radical en su concepción acerca del proletariado. Siguiendo en gran medida al Lukács de Historia y conciencia de clase, tal y como ha remarcado Anselm Jappe en su esclarecedor análisis sobre el pensador francés, éste incidió en las preocupaciones del joven Marx acerca de la alienación, y dejó de lado (sólo en cierta medida, claro está) los planteamientos estrictamente dedicados a la ciencia de la economía. Y es aquí, como digo, donde Debord lleva a cabo un giro fundamental en la concepción del sentido alienante del Capital. Desde su punto de vista, el sujeto alienado no es ya sólo aquél que no tiene acceso a determinados medios de producción, o sea, el desposeído que está sometido a una explotación laboral constante, sino todos aquellos que no pueden actuar productivamente 11. Debord, Guy: «Con y contra el cine»¸ en Luis Navarro (coord.): Internacional situacionista. Textos completos en castellano de la revista Internationale situationiste (1958-1969), Op. cit., pág. 13.

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sobre sus vidas12. Con el cambio económico producido en el mundo tras la Segunda Guerra Mundial, el capitalismo alteró gran parte de sus parámetros, sustituyendo un sistema de explotación clásico por otro basado en la expansión generalizada del consumo; un mundo en el que existiría un incremento exponencial del incentivo comercial del deseo y en el que crecería la dependencia generalizada en el acceso a unas tecnologías del confort cada vez más baratas pero, al mismo tiempo, cada vez menos transformables en la proyección de una vida auténtica (tal y como exigían los propios situacionistas). Para Debord, y aunque este punto de su pensamiento es oscuro y contradictorio, el capitalismo y su superación no debería enfocarse sólo como un problema de detentación de los medios de producción —tal y como defendían ciertos grupos de la izquierda tradicional como el Partido Comunista Francés—, sino que debería enfocarse dentro de una transformación radical de la vida alienada. Cada vez mayores masas de población se insertaban en la capa de lo que Debord identificaba con el nuevo proletariado: individuos tiranizados también por una lógica del ocio pasivo en parques temáticos o centros comerciales; cantidades ingentes de individuos subyugados a un entretenimiento del que, sin duda, también formaba parte el cine y aquellas propuestas culturales tradicionales ofrecidas por unos Estados y unas empresas degeneradas. Anselm Jappe ha incidido en este cambio acontecido en el corazón del capitalismo como fundamento para una alteración de las cuestiones que debería abordar un pensamiento crítico renovado: «[El enorme crecimiento económico francés después de la Segunda Guerra Mundial] —señala Jappe— no es un mero crecimiento cuantitativo sino un paso cualitativo que revoluciona profundamente la vida cotidiana, introduciendo un «estilo» denominado métro-boulot-dodo (metro-trabajodormir)»13 El nuevo problema —y los situacionistas eran perfectamente conscientes de ello— no radicaba ya en la detentación de ciertos medios de producción, como ocurría en los estadios iniciales del capitalismo industrial. Ahora el asunto se presentaba de un modo mucho más problemático pues ese mismo capitalismo —como monstruo liberado de toda restricción que también engulle a los que un día creyeron controlarlo (burgueses, Estado-nación, Grandes capitalistas, etc.)— se convertía lentamente en la totalidad del mundo; o, dicho de otro modo, el Capital, como también ha señalado Slavoj Zizek en nuestros días, pasaba a ser lo universal concreto14. Todo queda engullido en una lógica de retroalimentación 12. En este punto es importante recordar que Debord tampoco defendía un proceso revolucionario que consistiese en la mera apropiación de los medios de producción existentes, pues esto llevaría a una situación como la de Rusia: una alienación inserta ya en los propios medios de producción y los modos de su utilización. La verdadera revolución, si quería ser efectiva, debía partir de una alteración fundamental de la realidad material/productiva, tal y como en su día hiciera la burguesía (logrando por ello un triunfo en su proceso revolucionario). « “La burguesía —escribe Jappe a este respecto citando a Debord— es la única clase revolucionaria que llegó a vencer” (SdE § 87), porque su victoria en la esfera política era consecuencia de su victoria previa en la esfera de la producción material. Dado que su economía y su Estado no son más que una alienación y una negación de toda vida consciente, la tarea del proletariado no puede ser apropiarse de esos instrumentos, so pena de quedar sometido a una nueva esclavitud, como ha sucedido en Rusia y otros países». Jappe, Anselm: Guy Debord, Anagrama, Barcelona, 1998, pág. 45. 13. Jappe, Anselm: Guy Debord, Anagrama, Barcelona, 1998, pág. 69. 14. Zizek ha puesto de relieve esta cuestión acerca de la peculiaridad del Capital en nuestros días: «Más que nunca —escribe— el Capital es el “universal concreto” de nuestra época histórica. Esto significa que, si bien sigue siendo una formación particular, sobredetermina todas las formaciones alternativas, así como los estratos no económicos de

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creciente que ya no tiene una exterioridad que se le oponga, y de ese modo cada Sujeto que nace en él llega a ser sólo en tanto en cuanto es convertido en un engranaje del mismo, un instrumento pasivo y obediente que le entrega toda su energía, todo su deseo y cualquier atisbo que le quede de libertad. De hecho, esa gran Máquina-Capital no sólo exige, como ocurría en su estadio embrionario, las horas de trabajo propiamente dichas, sino que, como ya hemos señalado, se inserta en cada poro de la piel para alienar el deseo, las tradiciones, las creencias y la voluntad en pos de una mercantilización total de la vida. Si el pensamiento posmoderno afirmó, en un gesto que quería ser crítico, «lo personal es político», cabe afirmar que la consigna última de la economía capitalista realizada sería: «lo personal es Capital»; o mejor aún, invirtiendo los términos: «El Capital es personal». He ahí la gran catástrofe que los situacionistas supieron ver y describir (sobre todo en el caso de Debord): lo que se pierde con la llegada del nuevo capitalismo espectacular (cuyo régimen visual es la videosfera) no es otra cosa que aquellas fuerzas de resistencia que antaño imperasen; y no nos puede sorprender tampoco por eso mismo que haya sido Andy Warhol el arista referencial del periodo, un artista en el que el concepto de expresividad autónoma resulta fagocitado por el propio movimiento del deseo y el consumo, y en el que cualquier referencia a problemas existenciales como la muerte sólo puede ser abordado por medio de una repetición mecánica espectacularizada15. Ahora bien, en relación a los así llamados focos de resistencia tradicionales, supuestamente externos a la Máquina-Capital y que habrían ido desapareciendo lentamente a lo largo de la historia, cabe plantear dos interrogantes. En primer lugar hay que pensar si esos focos no eran en realidad restos de un capitalismo aún no realizado plenamente, esto es, nódulos de resistencia «reaccionarios» y contrarios a su inmersión en un flujo económico nuevo con el propósito de mantener privilegios tradicionales o, más exactamente, hay que preguntarse si no eran una especie de obstáculo que el propio capital necesitaba tener como inherente para poder desarrollar su propia autosuperación en momentos sucesivos (algo que hoy ocurre, por ejemplo, cuando el viejo capital industrial se resiste a la llegada del capital mediático). En segundo lugar hay que preguntarse con un sentido aún más radical: ¿Y si el Sujeto ilustrado no fuese sino un remanente reaccionario que se negase a aceptar su disolución en el flujo del nuevo contexto capitalista? ¿Acaso no podríamos pensar el carácter histórico del Sujeto y su valoración, desde Kant hasta nuestros días, como una resistencia «reaccionaria» al avance de las formas de disolución constitutivas la vida social. […] Es demasiado simple reducir el capitalismo, con un talante heideggeriano, a una de las realizaciones ónticas de una actitud ontológica más fundamental de la «Voluntad de poder» y dominación tecnológica (afirmando que las alternativas frente a él permanecen prendidas en el mismo horizonte ontológico). La dominación tecnológica moderna está inextricablemente entrelazada con la forma social del Capital; sólo puede tener lugar dentro de esta forma, y, en la medida en que las formaciones sociales alternativas despliegan la misma actitud ontológica, esto no es más que una mera confirmación de que están mediadas, en su núcleo más íntimo, por el Capital como su universalidad concreta, como la formación particular que colorea la esfera toda de sus alternativas, es decir, que funciona como la totalidad omniabarcante que media todas las restantes formaciones particulares» Zizek, Slavoj: Organos sin cuerpo. Deleuze y consecuencias, Pre-Textos, Valencia, 2006, pág. 211-212. 15. Si bien la obra plástica de Warhol es fundamental para comprender el periodo del capitalismo espectacular al que nos estamos refiriendo, no lo son menos su pensamiento y sus afirmaciones. En ese sentido me gustaría recordar, además de las ya clásicas «quiero ser una máquina» y «en el futuro todo el mundo tendrá sus quince minutos de fama», la que para mí señala de un modo más perspicaz el carácter de la nueva alienación contemporánea: «Alguien dijo que mi vida me había dominado —afirmaba Warhol en una entrevista con el crítico Gene Swenson—. Esa idea me gustó». ¿No es acaso esta última afirmación lo mismo que Debord y tantos otros marxistas de la época estaban denunciando? ¿No era acaso el nuevo capitalismo ya una regulación esquizofrénica de la vida en la que el sujeto (aquel resto de autonomía que en principio debería controlar o pilotar la nave) habría sido relegado? ¿Al fin y al cabo, al afirmar que quería ser una máquina no estaba diciendo Warhol que quería ser lo que muchos de sus contemporáneos ya eran?

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del Capital? ¿Más que un ente autónomo esencial convertido en ciudadano capaz de decidir sobre el desarrollo histórico de la comunidad en la que vive, no es en realidad el Sujeto aquel repliegue de negación (aquel vacío o grieta) que, después de todo, quiere reclamar un «lugar otro», es decir, algo a lo que, como la propia divinidad, nada ni nadie (ni siquiera el propio Capital) podría dominar, subyugar y contaminar? ¿No es el Yo por eso mismo (y como el propio Nietzsche señalara ya a finales del siglo XIX) un sustituto de la divinidad? Lógicamente no podemos profundizar aquí en semejante asunto, pero sí que debemos señalarlo y apuntar algunos de sus conflictos porque, al menos desde nuestro punto de vista, en él se juega un asunto clave no sólo para entender la postura situacionista, sino también para poder abordar con cierta coherencia la cuestión de la pintura. En primer lugar hay que preguntarse si el Sujeto, como algo externo o interno/negativo que se da frente a la pura inmanencia (bien sea ésta la «naturaleza» en sentido estricto, o bien sea la «segunda naturaleza» como mundo histórico) es algo reaccionario, esto es, un modo de trasladar la suprema potencia divina al interior del hombre y de su historia, o si, por el contrario se trata de un surplus surgido conjuntamente con el propio desarrollo histórico de la burguesía ilustrada capitalista. Esto es, hay que preguntarse si esa referencia a algo ausente a la propia lógica histórica de lo que se da es un resto del libre albedrío de corte religioso tradicional o si, por el contrario es un producto del nuevo momento histórico. Señalar este dilema nos parece crucial para poder plantear una cuestión que a Debord le preocupaba y que ha sido el problema básico en torno al cual ha girado en las últimas décadas tanto el debate de una determinada posmodernidad como el de una cierta postura de izquierdas. ¿Qué es el Sujeto? ¿Es el éste el punto en el cual se generan las resistencias a lo que viene dado, insisto, como naturaleza o como mundo histórico? ¿Es el Sujeto el foco o punto negativo en el que tiene lugar la chispa de la libertad? ¿Es el Sujeto una exterioridad claramente escindida del mundo objetivo o es sólo la función de semejante escisión? La determinación que se tome para contestar a estos interrogantes definirán la mayor parte de las cuestiones y debates que se aborden hoy en día. Es importante recordar, pues, que para Debord, el Sujeto es algo que ni puede ni debe ser erradicado de la reflexión. Debord no se sitúa en la línea de un pensamiento postestructuralista que quisiera eliminar al Sujeto como motor de la historia por considerarlo, precisamente, parte de la propia textualidad ilustrada-capitalista a la que se quiere hacer frente. Debord mantiene y defiende, por el contrario, una concepción del Sujeto de corte materialista que acepta y reivindica su surgimiento como fruto del propio desenvolvimiento de la naturaleza y de la historia. Esto es, su punto de vista no es el de un rousseaunismo inocente que creyese en una cualidad intrínseca del Sujeto en sí, como algo dado de suyo desde, se supone, tiempos inmemoriales. Debord se sitúa en un punto sumamente complejo, un punto, diríamos incluso, prácticamente irresoluble: por un lado afirma que el capitalismo, como máquina ciega que todo lo mueve y todo lo controla, impide que el sujeto (individual o colectivo) sea el auténtico motor de la historia, mientras que, por el otro, necesita postural un determinado agente subjetivo que ponga en marcha la resistencia a la que aspira: «En su búsqueda de un sujeto o de una esencia necesariamente antagonista del espectáculo —escribe Anselm Jappe a este respecto—, Debord acaba

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con un llamamiento explícito al proletariado. […] En verdad estamos ante una limitación evidente de su teoría. // La lógica de la forma-valor hace que en la sociedad de la mercancía —defendida por Marx como «una formación social en la cual el proceso de producción domina a los hombres y el hombre no domina aún el proceso de producción»— los procesos sociales adquieran un carácter de procesos ciegos. No se trata de una mera ilusión, como creen quienes pretenden encontrar un sujeto agente «detrás» de las «leyes del mercado» o de los «imperativos tecnológicos», sino que es literalmente cierto que el propio movimiento social de los hombres toma para ellos «la forma de un movimiento de cosas bajo cuyo control se encuentran ellos mismos, en vez de controlarlas». Eso significa que en el capitalismo […] los sujetos no son los actores de la historia, ni como individuos ni como colectivos: ellos mismos están constituidos por el proceso ciego del valor y deben obedecer a sus leyes, so pena de arruinarse. […] El proletariado y la burguesía no pueden ser otra cosa que los instrumentos vivientes del capital variable y del capital fijo; son los comparsas de la vida económica y social, no sus directores de escena»16. Según esta lectura marxista del Sujeto, parece evidente que el problema es hasta cierto punto irresoluble o, mejor aún, un problema constitutivo. De algún modo el Sujeto no sería nada más que uno de los instrumentos que la pura economía generaría para potenciar su propio movimiento; una ficción generada por la única realidad histórica: el Capital mismo. Dicho de otro modo: el Sujeto sería la negatividad resistente que debe ser dialécticamente superada para alcanzar un nuevo momento. ¿Cómo aspirar entonces a algún tipo de producción libre de esas ataduras si esa subjetividad es fruto del propio sistema? ¿Dónde buscar ese lugar de resistencia al espectáculo que Debord quiere (o tiene que) encontrar por todos los medios? «Debord olvida —escribe también Jappe— lo que él mismo había dicho sobre el carácter inconsciente de la economía mercantil cuando cree que en las condiciones actuales puede existir un sujeto que, por su propia naturaleza, se encuentra «fuera» del espectáculo, y más aún cuando identifica ese sujeto con el proletariado»17 Según el análisis de Jappe, si bien Debord asume por un lado que la subjetividad es una mera ficción de los movimientos autónomos del valor, por otro señala la necesidad de un Sujeto externo que, precisamente por su propia característica histórica (el hecho de estar excluido de la lógica capitalista) podría generar un verdadero proceso de resistencia. Y me atrevería a aventurar que es posible encontrar aquí uno de los grandes conflictos que debieron de acuciar a Debord y que hoy en día determina nuestra propia posibilidad de pensar el presente de forma crítica: el modo en que el Capital iba igualando a todos los individuos y a todos los agentes sociales (esto es, el modo en que, en palabras del propio Debord, se iba extendiendo una proletarizánción del mundo) podía dar lugar a dos situaciones bien diferentes: si bien es cierto que semejante proceso podía desembocar en una utópica resistencia definitiva y revolucionaria de todos los hombres alienados contra 16. Jappe, Anselm: Op. cit., pág. 50-51. 17. Ibid. Pág. 52.

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la Maquina-Capital-Total (reflejado en el sueño de Mayo del 68), también es cierto que al transformarse el «enemigo» en una pura abstracción sin actores de «carne y hueso» (como movimiento económico puro), podría perderse de vista la lucha y transformase en una confrontación diluida en pos de reivindicaciones de segundo orden. De hecho, esto último es lo que, desde mi punto de vista, vivimos hoy en día: si bien el Capital se muestra como el regulador último de nuestras vidas, de nuestros deseos, de nuestros contactos, de nuestros intercambios, etc., el conflicto se diluye sin embargo en una multiplicidad de pseudoconflictos (no por ello irrelevantes) que pueden ir superándose paulatinamente, dando por eso una cierta sensación de tranquilidad y de avance histórico: en derechos civiles, igualdades sociales, multiculturalismo, etc. Podemos afirmar entonces que Debord era consciente de este riesgo, y era por eso por lo que insistía en la necesidad de articular una subjetividad que fuese capaz, a través del ejercicio de su austoconsciencia, de oponerse a la estructura económica dominante; Debord necesitaba una exterioridad que abriese el lugar de la confrontación; necesitaba una subjetividad capaz de oponer resistencia: para él la disolución de semejante subjetividad implicaba el peligro de una aceptación pasiva del statu quo. Es más, de algún modo sabía que la proletarización total de la sociedad podría conducir, como ya hemos dicho, a la asunción alienada del carácter objetivo y necesario de unas condiciones económicas que en realidad están constituidas históricamente, y que no son, ni mucho menos, absolutas o inmutables. Sin embargo, frente a este posicionamiento subjetivista que Debord necesita para mantener el sentido del antagonismo, no es menos cierto que la lectura defendida por el postestructuralismo ha puesto de relieve un punto de incertidumbre crucial al que ya nos hemos referido: ¿Cuál es, en último término, esa subjetividad antagónica? ¿No es ella, acaso, una resistencia interna al propio sistema, generada incluso de manera dialéctica por él para retroalimentar su propio desarrollo? ¿No es acaso un momento de negatividad interna al propio sistema que debe ser superada para alcanzar un estado superior del mismo? En este sentido merece la pena traer a colación un momento fundamental del debate televisivo que en 1971 mantuvieron Michel Foucault y Noam Chomsky. En un momento de la conocida discusión, Foucault —el filósofo que puso de relieve precisamente el modo en que cada estructura de poder produce sus propios focos de resistencia— le señala al lingüista norteamericano el peligro que existe en defender una supuesta esencia humana creativa localizable en todos los individuos. Vale la pena recuperar los comentarios del pensador francés, pues hasta cierto punto valen también como planteamiento crítico contra Debord: «Foucault:¿No se presenta aquí un peligro? Sí usted afirma que existe una determinada naturaleza humana, y que esa naturaleza no ha tenido en la sociedad actual los derechos y las posibilidades que le permitirían realizarse… Tengo la sensación de que esto es lo que ha dicho. Chomsky: Sí. Foucault: Y si uno acepta esto. ¿No corre el riesgo acaso de definir la naturaleza humana —que es al mismo tiempo ideal y real, y ha quedado ocultada y reprimida hasta ahora— según los términos prestados por nuestra propia sociedad, por nuestra civilización, por nuestra cultura?

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Pondré un ejemplo aunque simplificándolo mucho. El socialismo de un determinado periodo, al final del siglo diecinueve y comienzos del veinte, admitió de hecho que en las sociedades capitalistas el hombre no había podido desarrollar todo el potencial de su desarrollo y de su autorealización; que la naturaleza humana estaba efectivamente alienada en el sistema capitalista. Y soñaba con una naturaleza humana finalmente liberada. ¿ A qué modelo recurrió para concebir, proyectar y, llegado el caso realizar esa naturaleza humana? De hecho recurrió al modelo burgués»18 Como se ve el peligro intrínseco a la articulación de un Sujeto antagonista al poder dominante es que se corre el riesgo de que dicha subjetividad resistente se autodefina y se conforme negativamente respecto al Poder al que se quiere oponer, es decir, que articule su propia identidad dentro de los mismos parámetros (aunque invertidos) que quiere confrontar. O lo que es más peligroso aún, cuando se postula esa subjetividad, puede ocurrir que llegue a ser entendida como externa o incompleta (aún no realizada) en tanto en cuanto llegaría a realizarse sólo con el conocimiento pleno por parte de la estructura dominante, lo cual, como bien sabemos, es lo que ha ocurrido con muchos de los conflictos políticos y civiles de las últimas décadas: la reintegración de las diferencias siempre y cuando éstas aceptasen el modelo imperante de Sujeto tolerante, a la vez que competitivo, del Capitalismo avanzado. ¿No es esto lo que ha ocurrido en parte, por ejemplo, con el debate acerca del movimiento gay y la aceptación social de su matrimonio? ¿No resulta paradójico que haya sido ese movimiento, que en los años setenta y ochenta reivindicó otras formas de concebir el espacio de la sexualidad y del orden familiar el que, finalmente, para promover su completo reconocimiento social haya optado por hacerlo a través del modelo de familia burguesa clásica? Como bien señalaba Foucault, el riesgo de la postulación reivindicativa de una determinada subjetividad es que se corre el peligro de articularla y definirla para entrar en el patrón del modelo dominante. No obstante, no deberíamos confundir la postura de Debord acerca del sujeto con la lectura que Chomsky propone, ya que la de éste último resulta algo inocente dado su carácter a-histórico. Y, sin embargo, aunque el punto de vista de Debord está más elaborado, tampoco puede superar el obstáculo de la duda foucaultiana: ¿no es su Sujeto, por muy antagonista que quiera ser, una función misma de la estructura de poder a la que se opone? Cuando hoy revisamos parte de la lectura postestructuralista, y cuando aceptamos incluso que dicha postura era capaz de abordar, al menos aparentemente, ese aspecto problemático que Debord no conseguía superar (al quedar atrapado, como hemos dicho, en la defensa de una subjetividad antagonista definida o conformada en gran medida por aquello a lo que se oponía), sabemos que lo que estos pensadores trataban de hacer era radicalizar aún más la crítica por medio de una superación de los condicionamientos intrínsecos a la lógica del discurso. El postestructuralismo señaló que la subjetividad misma no era otra cosa que fruto del propio discurso al que quería oponerse, un derivado (o)puesto por/a la propia Ley establecida. No obstante, y aunque en principio pudiese parecer que semejante crítica al sujeto sería la más incisiva, y por tanto la más adecuada para proponer una lectura crítica de las estructuras imperantes, no puede olvidarse la 18. The Chomsky-Foucault Debate on Human Nature, The New Press, New York, 2006, pág. 43.

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réplica que de forma inmediata llegó desde la izquierda: ¿Acaso no eran esas apuestas anti-subjetivistas las que en realidad le hacían, una vez más, el juego a la Maquina-CapitalTotal (ahora transformada en máquina despersonalizada)? ¿No era, de hecho, el nuevo capitalismo un sistema desubjetivado: el puro flujo de afectos, deseos, fuerzas, etc. que hasta cierto punto defendiera Deleuze19? Es decir ¿no terminaba esa desubjetivización por reflejar un momento más radical de las nuevas formas de trabajo, de explotación y de consumo; esto es, un estadio más avanzado del propio Capital? En este punto no me resisto a traer a colación el modo en que Slavoj Zizek recoge la anécdota en la que JeanJaques Lecercle comenta la visión de un yuppie leyendo ¿Qué es la filosofía? de Deleuze y Guattari en el metro de París: «La incongruencia de la escena —escribe Lecercle— provoca una sonrisa —después de todo este es un libro escrito contra los yuppies… La sonrisa se torna en mueca al pensar que este yuppie que busca ilustrarse compró el libro precisamente por su título… Ya se puede ver la mirada perpleja de su cara mientras lee página tras página de la cosecha de Deleuze» Y entonces comenta Zizek: «¿Pero, y si en lugar de tal mirada perpleja, lo que hay es entusiasmo? Entusiasmo cuando el yuppie lee algo sobre la imitación impersonal de los afectos, sobre la comunicación de intensidades afectivas por debajo del nivel del significado (“¡Sí, así es como diseño mis trabajos de publicidad!”), o cuando la lectura se refiere a la explosión de los límites de la subjetividad auto-contenida y al acoplamiento directo del hombre a la máquina, […] o sobre la necesidad que uno tiene de reinventarse sin tregua, abriéndose a los innumerables deseos que nos empujan hasta el límite. […] Hay, efectivamente, algunas características que justifican llamar a Deleuze el 19. Merece la pena rescatar un fragmento de El Manifiesto comunista en el que muchas de las características disgregadoras del Capital se ponen ya de manifiesto. «La burguesía —escriben Marx y Engels— no puede existir sin revolucionar permanentemente los instrumentos de producción, esto es, las relaciones de producción, esto es, las relaciones sociales en su conjunto. La conservación inalterada del antiguo modo de producción era, por el contrario, la condición primordial de la existencia de todas las clases industriales anteriores. La revolución permanente de la producción, la conmoción incesante de todas las situaciones sociales, la inseguridad y el movimiento eternos distingue la época burguesa de todas las otras. Todas las relaciones firmes y enmohecidas, con su cortejo de ideas y nociones veneradas de antiguo, se disuelven, todas las de formación reciente se hacen añejas antes de haber podido osificarse. Todo lo estamental y estable se evapora, todo lo sagrado es profanado y los hombres se ven finalmente obligados a contemplar su posición en la vida, sus relaciones mutuas, con ojos fríos. // La necesidad de dar cada vez mayor y más extensa salida a sus productos lanza a la burguesía de una punta a otra del planeta. Tiene que anidar por doquier, tiene que establecerse por doquier, tiene que crear conexiones por doquier. // Mediante su explotación del mercado mundial, la burguesía ha configurado de modo cosmopolita la producción y el consumo de todos los países. Con gran pesar de los reaccionarios, ha arrancado bajo los pies de la industria el suelo nacional. Las primitivas industrias nacionales han sido aniquiladas y aún son aniquiladas a diario. Son desplazadas por nuevas industrias cuya introducción se convierte en una cuestión vital para todas las naciones civilizadas, por industrias que no elaboran ya materias primas locales, sino materias primas procedentes de las zonas más alejadas y cuyos productos no se consumen ya únicamente en el propio país, sino en todos los continentes a la vez. Nuevas necesidades, que reclaman para su satisfacción los productos de los países y climas más remotos, ocupan el lugar de las antiguas, satisfechas por los productos nacionales. Frente a la antigua autosuficiencia y aislamiento locales y nacionales irrumpe un tráfico en todas direcciones, una dependencia general de las naciones las unas respecto de las otras. Y al igual que en la producción material, en la intelectual. Los productos intelectuales de las diferentes naciones se convierten en patrimonio común. La limitación y el exclusivismo nacionales se vuelven cada día más imposibles, y a partir de la múltiples literaturas nacionales y locales se configura una literatura universal». Citado en Zizek, Slavoj: El Frágil absoluto o ¿Por qué merece la pena luchar por el legado cristiano?, Pre-Textos, Valencia, 2002, pág. 22-23.

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ideólogo del capitalismo tardío. ¿No es la tan celebrada imitatio afecti de Spinoza, la circulación impersonal de los afectos por encima de las personas, la verdadera lógica de la publicidad, de los videojuegos y otras cosas por el estilo, en que lo que importa no es el mensaje acerca del producto sino la intensidad de los afectos y percepciones que transmiten»20. Cabe afirmar por tanto que el Sujeto, del mismo modo que antes el propio proletariado —como remanente de un modelo económico tradicional que resiste la nueva realidad capitalista burguesa—, podría entenderse también como un instrumento de pseudoresistencia que el Capital mismo hubiese «generado/necesitado» temporalmente, y al que ahora querría superar para asumir un momento más fragmentado, menos identitario y más desterritorializado. ¿No se adecua entonces, la apuesta de Deleuze a una paradójica situación casi hegeliana? es decir ¿no parece ser su propuesta, al fin y al cabo, como aquella lechuza de Minerva a la que se refiriere Hegel para describir la labor del filósofo: una labor que llega sólo para trasladar al Concepto lo que ya se presenta como históricamente acontecido? ¿Y no es, incluso, la lectura posdeleuziana de Michel Hardt y de Toni Negri en Imperio en pos de una desterritorialización aún más radical que la del propio Capital como resistencia al mismo una descripción bien sencilla de la velocidad aún mayor que el propio Capital requiere? Es decir ¿no es su apuesta un anhelo absolutamente involuntario de ayudar al Capital a superar las barreras que aún se le resisten? Ciertamente, esta línea de pensamiento nos confronta con uno de los dilemas más complejos de nuestro presente, porque, de algún modo, pareciese como si lo que estuviésemos afirmando fuese una macabra ironía de la Historia según la cual todas las apuestas de corte crítico con la economía capitalista no serían sino oposiciones que le ayudarían en realidad a desarrollar sus propios avances. ¿Quiere esto decir entonces que eran las llamadas posturas reaccionarias las que tenían razón o es más bien al revés? Esto es, ¿era en realidad más lógico defender lo imperante en cada momento para evitar producir una resistencia que la máquina-capitalista utiliza siempre para su propio avance? ¿Deberíamos defender la subjetividad como hace Habermas? ¿Hay que oponerse entonces a ciertos avances para proponer realmente un proyecto «progresista»? ¿Es ese el motivo por el que el propio Habermas se opone hoy al desarrollo de las investigaciones científicas sobre el genoma, al considerarlas un peligro para ciertos conceptos clave desde la Ilustración como libertad y autonomía? ¿No estamos acaso hoy sumidos en un dilema gravísimo que nos divide entre progresismo y asentamiento reaccionario, sin saber muy bien qué gestos son realmente progresistas y cuáles, aún pareciéndolos, son en realidad proto-capitalistas? ¿No tenemos la sensación de que muchos de los gestos de ruptura y de resistencia frente a la Máquina-capitalista terminan por transformarse en un apoyo indirecto de la misma? ¿Por qué, cabe preguntarse también, coinciden tantas veces las posturas de la Iglesia con las de los teóricos de izquierda? En definitiva ¿no tenemos la sensación de que entre bastidores alguien o algo se sonríe al ver cómo todos los esfuerzos progresistas caen en saco roto y son utilizados precisamente en contra de sus propósitos? Y, lo que es aún peor: ¿no produce todo ello una incertidumbre incalculable al haberse perdido el sentido teleológico del marxismo tradicional, según el cual todos esos momentos negativos eran parte del camino hacia la irremediable y objetiva llegada de una 20. Zizek, Slavoj: Órganos sin cuerpo. Deleuze y consecuencias, Pre-Textos, Valencia, 2007, pág. 209-210.

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sociedad comunista y libre? Aunque parezca alejarse del asunto que aquí nos ocupa, creo que estas dudas son, en gran medida, algunas de las que acucian el debate acerca de la posibilidad de existir de la pintura en nuestros días. Todo aquel que quiere aproximarse a ésta se enfrenta hoy a incertidumbres similares: ¿Se trata de un medio intrínsecamente reaccionario, es decir, una resistencia frente a las fuerzas liberadoras y emancipadoras o es, por el contrario, un modo de resistir a la lógica de desterritorialización del Capital para tratar de conservar elementos relevantes del pasado; esto es, un modo de proteger valores relevantes como el sentido de la comunidad, de la corporalidad, los afectos de lo cercano y todo aquello que el Capital descompone y arruina? ¿No se enfrenta una parte de la pintura contemporánea precisamente a este dilema, no asume esta incertidumbre diría que casi paralizadora? ¿Qué hacer, mantener lo que se considera que debe de ser conservado o superar lo que tenemos por entender que pertenece a periodos superados (y negativos) y avanzar locamente hacia un futuro cuyo resultado parece incierto cuando no oscuro? ¿Cómo lanzarse, de hecho, hacia ese futuro cuando vemos que apuestas esperanzadas como las de Benjamin acabaron siendo utilizadas por el fascismo, la Industria cultural y el Estalinismo, o cuando vemos el modo en que las propuestas situacionistas se transforman en juegos de galería con artistas como Rijkrit Tiravanija? ¿Cómo no temer ese avance supuestamente progresivo que quizá no es sino un instrumento infiltrado del «Enemigo»? Es en este punto donde se ubica, desde mi perspectiva, uno de los problemas fundamentales que acucian a la pintura. Creo que ésta trata de avanzar dentro de una profunda contradicción interna. Incidamos aún más en algunos interrogantes:¿Debemos dejar atrás un medio perteneciente a épocas pasadas o debemos tratar de recurrir a él para señalar que el modo de nuestra alienada inserción en el ámbito de la videosfera capitalista no es ni fue necesariamente el único camino que como hombres «pudimos» tomar? ¿No es la pintura precisamente eso: el lugar en el que se puede señalar, dentro de un diálogo conflictivo de ir y venir, que el mundo tal y como está constituido, no es el único posible? ¿No remite la pintura a una necesidad de repensar la corporalidad (fragmentada, difusa, abierta o utópica) en un tiempo en el que ésta sólo se define de modo negativo en relación a su propia disolución virtual? ¿No puede ser la pintura el lugar en el que se abra un discurso sobre el cuerpo sin tener que recurrir necesariamente a planteamientos vinculados al trauma, el corte, el vómito o la abyección, exaltados hoy como supuestos recursos únicos para recuperar algún sentido de la presencia? He de reconocer que mi postura es, a este respecto, claramente afirmativa; creo que la pintura es fundamental hoy en día, y quizá incluso, de hecho, más importante que nunca. Con esto no pretendo afirmar, claro está, que se deba defender la pintura según los parámetros que la enmarcaron en otros periodos de la historia. No me propongo afirmar que tengamos que defender una pintura de corte expresionista o neoexpresionista en la cual el sujeto alcanzaría un supuesto acto de libertad en el que realizarse. Ese tipo de reclamación no es sino una fiel subyugación del medio pictórico a los valores más viles y reaccionarios de los tiempos pasados, es decir, no algo que querría cuidar elementos válidos que el Capital y el «progreso» habrían destruido en su desarrollo, sino una postura reaccionaria que defendería valores machistas, sexistas o, incluso, fascistas, al

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reclamar el cierre de una supuesta identidad hermética que resistiría cualquier intento de contaminación potencial interna o externa 21. No es ésta, claro está, la pintura que hoy por hoy cabe defender; no obstante, no quiere esto decir tampoco que el carácter material de la pintura no pueda ser pensado e incluso reivindicado como un valor en sí mismo en tanto en cuanto podría ser identificado con un sentido ecologista y responsable en relación a la identidad del «otro». Aclaremos un poco más nuestra postura al respecto. De algún modo me resulta imposible no situarme en la estela de Paul Virilio y no afirmar que veo en una parte importante del movimiento mediático contemporáneo, una disolución de las fuerzas (frágiles, fractales, etc.) que resisten a la instrumentalización radical de la totalidad. Si bien pienso que las posturas postestructuralistas, como ya he dicho, han apostado por un tipo de discurso posthumanista relevante, hay que tener cuidado y no convertir semejante proceso en una aplicación fría de aquella distancia que mediaba la relación entre víctimas y verdugos en los campos de concentración. Hay que tener cuidado de que el filtro permanente de la pantalla en nuestra relación con el mundo no derive en una lejanía que nos impida reconocer en el rostro y en el temblor del otro un valor de respeto inconmensurable, y nos conduzca, por eso mismo, a su simple asunción como mera ficción telemática. Dicho en otros términos, es obvio que existe hoy un peligro desmesurado en ese ejercicio de distanciamiento de todo lo material por medio de la virtualización del mundo, no sólo porque con él se pierde aquello que también somos (materia padeciente y de goce), sino porque puede desmoronarse la posibilidad de cualquier concepción ética en el mundo. ¿No se ha producido hoy un distanciamiento semejante entre víctima y verdugo en la generalización de la guerra televisada (o su versión zapping de Youtube), donde podemos verlo todo sin que nada nos toque al no poder identificar en la representación de la víctima con un verdadero otro? Bien es cierto que, planteado desde una concepción ontológica fundamental —también en la línea de Deleuze— semejante situación vendría a ser irrelevante, pues los modos de darse lo virtual y de materializarse lo actual no dependen, nos guste o no, de esa subjetividad moral que hasta cierto punto estaríamos reclamando. El problema, es más, la angustia que estaríamos confrontando, se debería a que, en el fondo, nada depende de quien actúa, pues nadie actúa en realidad como sujeto de la acción. Las multiplicidades potenciales del devenir se articulan como 21. A pesar de su extensión, vale la pena recuperar el fragmento en el que Hal Foster analiza la cuestión del cierre de la subjetividad en la edad moderna a través de la lectura del ego que hace Jacques Lacan: «En “El estadio del espejo” —escribe Foster— Lacan sostiene que nuestro ego se forma primeramente en una aprehensión primordial de nuestro cuerpo en un espejo (aunque cualquier reflejo servirá), una imagen anticipatorio de la unidad corpórea que en la infancia aún no poseemos. En ese momento infantil esta imagen encuentra a nuestro ego como imaginario, es decir, como encerrado en una identificación que es también una alienación. Pues en el mismo momento en que vemos nuestro yo en el espejo vemos a este yo como imagen, como otro; más aún, normalmente es confirmado por otro otro, el adulto en cuya presencia ocurre el reconocimiento. Es muy importante la sugerencia por parte de Lacan de que esta unidad imaginaria del estadio del espejo produce una fantasía retroactiva de un cuerpo caótico, fragmentario, fluido, dado a impulsos que siempre amenazan con abrumarnos, una fantasía que nos acosa el resto de nuestra vida, todos aquellos momentos de presión en los que uno se siente a punto de estallar. En cierto sentido, nuestro ego está empeñado, primero y ante todo, en impedir el retorno de ese cuerpo a trozos; esta amenaza convierte el ego en una armadura (un término empleado por Lacan) contra el caótico mundo interior y exterior, pero especialmente exterior, contra todos los demás que parecen representar ese caos. (Por eso es por lo que Lacan cuestiona el valor de un ego fuerte, que la mayoría de nosotros en la cultura del ego da por sentado). // Lacan no especifica su teoría del ego como histórica, y desde luego no se limita a un periodo. Sin embargo, este sujeto blindado y agresivo no es simplemente cualquier ser en la historia y la cultura: es el sujeto moderno como paranoide, incluso fascista. […] El sujeto moderno se blinda: contra la otredad interna (la sexualidad, el inconsciente) y la otredad externa (para el fascista esto puede significar los judíos, los comunistas, los homosexuales, las mujeres); todas las figuras de este miedo al cuerpo a trozos vuelven, del cuerpo dado a lo fragmentario y lo fluido». Foster, Hal: El Retorno de lo Real, Akal, Madrid, 2001, pág. 214.

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realidades diferenciales que sólo una subjetividad (como ficción pasajera) puede enjuiciar o valorar, sin que esa valoración tenga en realidad valor alguno para el puro devenir. Podríamos decir, incluso, forzando un tanto el argumento, que al final, como por la puerta de atrás, se vuelve a asomar Heidegger con su Carta sobre el humanismo, para señalar que la pregunta fundamental y el problema crucial, no es poner en el punto de mira al hombre, ese ente que se autoimpone racionalmente en el mundo según las condiciones de su momento histórico, sino el Ser mismo, esto es, «aquello» más originario cuyo despliegue histórico daría lugar, entre otros, al ente que experimenta la angustia, al no sentir su condición como ajustada a su propio horizonte vital. Y es aquí donde, desde mi punto de vista, reaparece el discurso sobre la pintura. Insisto, no se trata de reclamar, ni mucho menos, una supresión de las propuestas técnicas o virtuales en pos de aquellas formas artísticas que consideraríamos tradicionales, sino de asumir radicalmente el momento histórico en el que vivimos pero insistiendo en la presencia de aquellas formas «poéticas» (en su sentido originario de producción) que mantienen, defienden y protegen un sentido de lo que estar en el mundo puede significar más allá del discurso instrumental y mercantil del mundo administrado. Por eso, debo afirmar que me interesan dos vías de acción fundamentales en el ejercicio pictórico actual. Por un lado una línea de corte afectivo, en la que se trataría de «pensar» la consciencia histórica del hombre (arrojado y constituido por un contexto de vida) y su relación resistente frente a la lógica del Capital como mero espectáculo cuantitativo. Esta línea la veo reflejada en el trabajo —por limitarme al contexto español— de artistas como Darío Urzay, Darío Villalba, Antoni Tàpies, Antón Lamazares o Manolo Millares. Se trata de artistas en los que la conciencia del contexto histórico habitado se despliega por medio de un uso intencionado y autoconsciente de los propios materiales; esto es, en una apertura afectiva de la propia materia. En el trabajo de estos artistas, la materia misma (que puede ser madera, barniz, cartón, o fotografía) se muestra como elemento de trabajo y elemento del mundo (natural o histórico) y logra generar, por medio de su disposición, una incidencia en el ámbito de los afectos. En definitiva, se trata de una concepción de la obra que, tal y como plantean Deleuze y Guattari en ¿Qué es la filosofía?, hace que la materia misma produzca y libere afectos. Este tipo de pintura, que a veces es considerada como reaccionaria o, peor aún, es identificada erróneamente como otro expresionismo más, asume, sin embargo, una distancia radical con dichas propuestas, pues no gira jamás en torno a la figura del Sujeto, sino que habla precisamente de la incertidumbre de esa subjetividad al verse arrojada en un mundo material, histórico y tecnológico que la supera. Es decir, el Sujeto es aquí una duda y una apuesta al mismo tiempo que la materia es un contexto. ¿No son acaso las manchas químicas de Darío Urzay una investigación que gira entre un gesto que parece querer ser expresivo y un análisis «científico» en torno a los valores de la materia? ¿No es el recurso a la fotografía por parte de Darío Villalba un modo de localizar un espacio de diálogo entre la luz inmaterial propia de la fotografía y la carnalidad de los materiales tradicionales? ¿Y todo ello dentro de un esfuerzo por vincular los traumas y dilemas de la subjetividad clásica (muerte, dolor, enfermedad, placer, sexo) con una repetición visual técnica/mediática que parece congelar y alterar semejante posibilidad? ¿Y no son los cuadros de Tàpies o de Millares, contextualizados obviamente en los años cincuenta, un análisis próximo al que llevó a cabo el Arte povera años después acerca de la desaparición de ciertos materiales que marcaron durante siglos

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valores clave de la tradición europea? ¿No son los cuadros de Lamazares, con su recurso a la madera y al barniz como materias pictóricas, una referencia explícita a la destrucción de la naturaleza como medio en el que/contra el que el hombre se despliega como ser histórico, así como a la necesidad de apostar también por visualidades frágiles o sutiles frente al impulso desmedido y agresivo de un mundo visual basado y centrado sólo en el impacto del anuncio publicitario? Es obvio que todos estos artistas protegen algo crucial al reflexionar acerca de la propia materialidad del medio al que recurren. Es decir, todos ellos destacan aquel distanciamiento al que remitía Benjamin cuando se refería al trabajo de artistas como Schwitters o Arp, si bien no lo hacen ya con un sentido de negación dadaísta sino de reflexión entre lo subjetivo y lo histórico-material constituido. Y sin embargo, también es obvio, y esta es una de las críticas sobre las que se ha insistido más a menudo a la hora de abordar semejantes posturas, que todos ellos caen en un circuito de comercialización perfectamente integrado dentro de la lógica económica a la que supuestamente quieren resistir. ¿Deslegitima esta circunstancia sus apuestas? La respuesta es ciertamente compleja, pues en un mundo como el nuestro, en el que, como ya hemos dicho, todo es integrado o forma parte desde el principio de la lógica del Capital ¿es acaso posible encontrar lugares de resistencia reales? ¿Y no son esos lugares reintegrados inmediatamente por lo que Adorno y Horkheimer llamaron «cazadores de talentos»? Esta incertidumbre más que contestada debe quedar hoy por hoy abierta. Es cierto que estas obras plantean otras afectividades en las que el sentido de lo corporal y de lo material como horizonte histórico al que el Sujeto se ve arrojado puede plantearse; cierto también que ese tipo de propuesta puede articular esa condición, evitando, hasta cierto punto, una autoimposición radical sobre el material convertido en mero recurso, pero ¿quiere eso decir que tales obras son por ello capaces de defender otro modo de estar en el mundo incluso cuando son integradas dentro de la lógica económica del mercado del arte y su espectáculo constituyente? ¿Pueden estas obras resistir y mantener sus cualidades a pesar de ser reitengradas en la estructura mercantil y cultural (de galerías, museos, centros de arte, etc.) que como marco acaba por sobre-determinarlas, o destruye tal contexto su potencial? ¿Son conscientes estas obras de semejante limitación o la asumen cínicamente? Estas son, sin duda, algunas de las dudas que hoy se presentan como fundamentales acerca de este tipo de trabajos. Del mismo modo que Urzay, Villalba y Lamazares, en su concepción del cuadro, no pueden ser equiparados con otros pintores de la época, como Barceló, que simplemente buscaron expresarse sobre el lienzo, en lo que después de todo no dejó de ser un anhelo fracasado desde el principio, tampoco Tapies, Millares o incluso Manuel Rivera, cayeron en los huecos de un expresionismo imperante en la época, sino que asumieron el carácter fundamental de la materia como elemento que define el contexto sobre el que puede sustentarse el precario anhelo del sentido. Por otro lado, me atrevería a afirmar que existe una perspectiva diferente sobre la pintura que vendría determinado por lo que llamaré un planteamiento contextual. Se trata de una pintura localizada para un contexto específico, esto es, trabajos pictóricos que asumirían el sentido básico del hic et nunc de la pintura pero no para exaltar un supuesto sentido aurático de eternidad (el así llamado «instante privilegiado»), sino para proponer un cometario puntual sobre la propia condición de lo presente. Veo un ejemplo de este tipo de propuesta en la obra que Josu Larrañaga presentaba en esta exposición.

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Se trata, por decirlo así, de un comentario puntual sobre una circunstancia concreta que, precisamente por ser abordada con un medio como la pintura, consigue resaltar sus propias contradicciones. ¿No ha sido la pintura a lo largo de los siglos el medio que otorgaba visibilidad; esto es, el medio que señalaba aquello que merecía la pena ser visto? ¿No ha sido la pintura, por medio del retrato o del paisaje el modo de exaltar la permanencia de lo visible? Precisamente por eso creo que recurrir a la pintura como hace Larrañaga para poner de relieve la ceguera de nuestro tiempo, se torna un ejercicio no sólo estético sino también político de primer orden. En esta obra Larrañaga comenta algo puntual, un dilema circunscrito a nuestro contexto histórico/político más inmediato: la imposibilidad de organizar los signos de tal modo que articulen un mapa cognitivo/ afectivo/visual medianamente adecuado. Diría incluso que su trabajo señala el dilema que poníamos de relieve más arriba: una intensa sensación de desconcierto o incluso de angustia ante la dificultad de ejercer acciones contundentes que resulten políticamente relevantes. En su trabajo lo único que podemos sacar en claro es que lo grave de la situación presente es que parece imposible sacar nada en claro: intuimos que en estos cuadros debe de haber muertos, pero sin embargo no podemos ver los cuerpos, sabemos también que las palabras —que indican lo que debe de haber en la imagen— quieren ayudarnos a descifrar el sentido o la carga ideológico-afectiva de la misma, y sin embargo son incapaces de lograrlo, nos vuelven a dejar con una sensación de impotencia. Es a esto a lo que me refiero con un tipo de pintura de corte contextual. Esta pintura pone de relieve y comenta la gravedad de una determinada situación y, quizá por eso, señala también la obligación de poner en marcha mecanismos de subversión de la misma, si bien, en último término, tampoco consigue articular modos concretos para dicha afirmación. Esta pintura se convierte, así, en una reflexión conceptual/contextual precisa sobre el problema de la imagen y de la virtualidad en un tiempo política y mediáticamente comprometido. En una línea de reflexión similar —aunque en este caso diría que más abstracta— se encuentra la otra propuesta que considero verdaderamente relevante de esta exposición. Se trata del trabajo de Daniel Lupión. En éste se plantea ahora un comentario sobre la imagen entendida como un palimpsesto de textualidad y pintura, de espacio y de tiempo. El trabajo de Lupión parece integrarse también en eso que llamo pintura de contexto, aunque en esta ocasió, me referiría más bien a algo así como time specific, es decir, parece como si la obra no sólo señalara la problemática de la visión en nuestro mundo videoesférico contemporáneo, poniendo de relieve tangencialmente el peligro que he señalado más arriba acerca del modo en que la pérdida de visión puede conducir también a una absoluta relativización de la «verdad del otro», sino que destaca sobre todo la complejidad intrínseca de la temporalidad. Su trabajo pone de relieve la propia limitación temporal de un determinado comentario o, lo que es lo mismo: la propia contextualización de todo discurso, incidiendo así, de forma crítica, acerca de cualquier propuesta de tipo esencialista que pudiese subyacer a la pintura monocroma tradicional. La referencia que se hace aquí a cómo uno de los lienzos va a ser pintado en una determinada fecha futura lo que señala es que en el momento en que ese lienzo se pinte la obra adquirirá un sentido completamente diferente, llegando a ser, incluso, literalmente: otra cosa. Aquí lo que se pone de manifiesto es que la obra no es nada en sí misma fuera del lugar en el que se expone, alejada de las textualidades que la enmarcan y desligada de la temporalidad en la que se inserta. Por todo ello creo que lo que Lupión propone es una

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reflexión sobre lo concreto, esto es: sobre lo puntual que acontece —incidiendo en su carácter complejo— con sus limitaciones y sus contradicciones. Nada en el mundo puede escapar a esta incertidumbre; al hecho de estar ubicado en un determinado punto que lo sobredetermina. No obstante, lo que aquí realmente me interesa es el modo en que la obra de Lupión propone un comentario sobre el modo en que lo pictórico (o lo visual en general) no tiene ya un valor autónomo, es decir, no puede prevalecer como entidad autosuficiente. El recurso a colocar un cartel al lado de cada uno de los lienzos en los que se lee lo que estaba escrito en ellos antes de ser pintados ¿no es acaso un modo de aludir precisamente a esto? ¿No es un recurso para señalar que lo visual, si quiere tener hoy alguna incidencia sobre el receptor, tiene la obligación de ponerse al lado de otros modos de articulación del sentido como la palabra? ¿Y no nos recuerda esto también al modo en que Benjamin se refería al pie de foto? ¿No es esto, por otro lado, exactamente lo mismo que hace Larrañaga en sus cuadros, si bien en el caso de éste último por medio de un juego entre oscuridad y luz así como entre palabra desarticulada (incapaz de dar sentido) y pintura ciega (incapaz de dar nada que ver)? Así pues, creo que la obra de Daniel Lupión responde, como la de aquél, a este segundo sentido de contextualización que veo en parte de la pintura contemporánea. Es importante remarcar, antes de concluir, que esta segunda vía se halla vinculada a algunas de las propuestas que teóricos situacionistas como Constant o Debord mantenían sobre la pintura. No pretendo decir con esto que se trate de posturas estrictamente situacionistas —pues aquellos creían que la pintura debía dejar de lado su carácter autónomo para ponerse al servicio de la creación de situaciones—, sino de que buscan integrar la obra dentro de un determinado contexto para generar un comentario crítico sobre el mismo. Creo que tanto Lupión como Larrañaga lo que han buscado en sus respectivos trabajos ha sido generar una reflexión concreta sobre una situación histórico-espacio-temporal dada en la que una crítica acerca de la visualidad-ceguera resulta fundamental. Es por eso por lo que integro sus propuestas en una cierta forma de pintura context specific. *** La pintura no se encuentra hoy, ya lo sabemos, en sus mejores momentos, pero no quiere esto decir, tampoco, que no pueda aportar reflexiones fundamentales acerca de la complejidad de un mundo política, económica y mediáticamente desorientado (o excesivamente orientado) como el nuestro. Es más, como ya he puesto de relieve, creo que siempre y cuando asuma su propia complejidad interna, y siempre que integre la autoconciencia de su carácter material —que reflexione sobre el carácter circunstancial y limitado en el que un determinado grupo (hoy ya la práctica globalidad) se ve arrojado— puede seguir planteando espacios de análisis relevantes o, incluso, siendo posiblemente algo ingenuos, una cierta resistencia de corte afectivo.

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Tachadura Notas sobre la imagen secreta Miguel Á. Hernández-Navarro

“Límite de lo diáfano en. ¿Por qué en? Diáfano adiáfano. Si puedes poner los cinco dedos a través de ella, es una verja, sino, una puerta. Cierra los ojos y mira”.

–James Joyce

En el libro XXXV de su Historia naturalis, Plinio el viejo narra de la siguiente manera la célebre competición entre Zeuxis y Parrasio: Se cuenta que (el pintor) Parrasio compitió con Zeuxis: éste presentó unas uvas pintadas con tanto acierto que unos pájaros se habían acercado volando a la escena, y aquél presentó una tela pintada con tanto realismo que Zeuxis, henchido de orgullo por el juicio de los pájaros, se apresuró a quitar la tela para mostrar la pintura, y al darse cuenta de su error, con ingenua vergüenza, concedió la palma a su rival, porque él había engañado a los pájaros, pero Parrasio le había engañado a él, que era artista . La anécdota, que ha servido habitualmente de referencia a la historia de la pintura como mímesis , fue utilizada por Jacques Lacan para ilustrar la idea de que la pintura es un señuelo, un trompe l’oeil, y que cuando se quiere engañar al hombre “se le presenta la pintura de un velo, esto es, de algo más allá de lo cual pide ver” . Lacan complementa la historia, haciendo pintar a Parrasio el velo sobre una muralla y, sobre todo, poniendo en boca de Zeuxis, al contemplar la pintura de Parrasio, las palabras “Vamos, enséñanos tú, ahora, lo que has hecho detrás de eso” . La clave del señuelo está en que se quiera “mirar más allá” de lo que hay. El velo interrumpe el flujo de la mirada y deja en suspenso la satisfacción del deseo que el hombre pide al intentar ver lo que hay “en el otro lado”. Para Lacan, esto pone de relevancia que la pulsión escópica del sujeto es siempre un “ver más allá”, precisamente porque el goce, la jouissance, no es accesible y siempre hay algo que nos lo impide ver del todo. El acto de descorrer el velo precisamente tiene que ver con esta . Plinio, Textos de Historia del arte, Edición de Esperanza Torrego, Madrid, Visor, 1988, p. 45. . Cf. Moshe Barash, Teorías del arte: de Platón a Winckelmann¸ Madrid, Alianza, 1994. . Jacques L acan, El Seminario. Libro XI. Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis 1964, Buenos Aires, Paidós, 1986, p. 118. . Ibidem, p. 110. [La cursiva es mía]

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insatisfacción primordial, con la creencia en un más allá de lo que vemos. Precisamente George Didi-Huberman ha observado que esa “visión de la creencia” es la misma que la del ver en la nada que experimentan los apóstoles ante el sepulcro vacío de Cristo: ellos ven en la nada, comprenden que ese vacío es la plenitud, que hay algo más allá . Y esa actitud que hace siempre creer más allá de lo que se ve, contrasta con del hombre de la tautología, que sólo ve lo que ve, que no cree sin ver, que desconfía de la sentencia de Jesús en una de sus apariciones tras su muerte, “dichosos aquellos que creen sin haber visto”. Creencia y tautología, “ver más de lo hay” o “lo que ves es lo que ves”, son para Didi-Huberman las modalidades de lo visible. La historia de Zeuxis y Parrasio también enfatiza la idea de que la pintura, más que ser una ventana abierta, es en sí un velo , un telón, algo que esconde algo, o más bien, un telón a que no puede ser descorrido, pero que de ser “descorrible” mostraría la nada, o en su defecto otro telón, ya que el goce nunca puede ser satisfecho del todo; la verdad nunca puede ser mostrada a los ojos directamente, sino tras una iconostasis, tras una cortina como aquella que tapaba la visión del misterio a los catecúmenos en el primer cristianismo, que durante la consagración no podían ver lo que ocurría, enfatizándose así el carácter mistérico de la transustanciación del pan y el vino en cuerpo y sangre. Cuando se podía ver, ya todo había sucedido, igual que ocurre en los trucos de magia, que siempre “tienen lugar” en un momento invisible, bajo un velo, en el punto ciego de lo visible. Después de eso, la transformación ha ocurrido. Detrás del velo siempre está todo aquello que queremos ver, pero si lo descorremos nos arriesgamos a no encontrar nada o más bien, encontrar otro velo, como aquella puerta que en El proceso de Kafka no era más que la primera de un número infinito de puertas, de modo que se enfatizaba la condición de “umbral”, de perpetua espera. En el velo hay un aplazamiento y desplazamiento del goce a otro lugar. Un goce que queda siempre insatisfecho. La ruptura del placer de la visión es también el argumento de fondo de La obra maestra desconocida (1834), el célebre relato de Honoré de Balzac que ha sido situado por muchos como una prefiguración del arte moderno en general y de la abstracción en particular . En el relato de Balzac, tras mucho insistir, y después de haber accedido cederle como modelo los servicios de la bella Gillette, los pintores Poussin y Porbus, consiguen que el anciano pintor Frenhofer les muestre su obra secreta, La Belle Noiseuse, en la que ha trabajado durante diez años y que jamás querría ver expuesta a los ojos de los necios. Los pintores entraron al taller del anciano buscando aquella pintura cuya belleza rivalizaba con cualquier belleza viva. Sin embargo, sólo encontraron cuadros tradicionales, pero nada digno de admiración. Entonces Frenhofer señaló a un extraño lienzo en el centro del estudio, una obra en la que ni Porbus, ni Poussin conseguían ver nada , pues sólo podía verse “un amasijo de colores, prisioneros de una multitud de extrañas líneas que forman un muro de pintura”. Sin embargo, Frenhofer insistía en que esa era su pintura, que allí estaba todo su trabajo. Los otros dos pintores, al acercase y examinar con detenimiento el cuadro, observaron la presencia de un pie que parecía haber escapado a la “increíble y gradual destrucción progresiva” del lienzo. Un pie vivo que daba cuenta de que había algo bajo los colores, que más que una desfiguración . George Didi-Huberman, Lo que vemos, lo que nos mira, Buenos Aires, Manantial, 1997. . Cf. Gérard Wajcman, Fênetre. Chroniques du regard et l’intime, París, Verdider, 2004. . Honoré de Balzac, “La obra maestra desconocida”, en AA.VV., Relatos célebres sobre pintura, Madrid, Áltera, 1999. . “­—¿Ve usted algo? —Preguntó Poussin a Porbus. —No. ¿Y usted? —Nada”.

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el cuadro era un enborronamiento, una tachadura en el mismo sentido en el que lo hemos visto para el Cuadrado negro de Malevich. Los pintores intentan convencer al anciano de que realmente en el lienzo no hay nada: “tarde o temprano se dará cuenta de que no hay nada en su lienzo”. Y al final, Frenhofer, mira el lienzo en lo que pudiera un acto de ditanciamiento crítico y grita: “¡Nada! ¡Nada!”. Pero acto, seguido, con el tamiz de sus lágrimas, vuelve a ver a la bella mujer que había pintado. Y, acusando a Porbus y Poussin de envidiosos, los echa del taller. Al día siguiente Porbus se entera de que Frenhofer “había muerto durante la noche, después de haber quemado todos sus cuadros”. El relato de Balzac, como sabiamente ha analizado Dore Ashton, prefigura en muchos sentidos el imaginario del arte moderno, tanto que, como una flecha que atraviesa la modernidad, es posible observar una influencia directa en artistas como Cézanne o Picasso, escritores como Rilke o músicos como Schoenberg . Para Ashton, lo que realmente se encuentra en el fondo de la obra de Balzac, entre otras muchas cosas, como la duda, la cuestión de la finalización de la obra o del tormento del genio, es la voluntad, inherente al arte moderno, de “aspiración a lo absoluto”, una “imperiosa necesidad de imaginar un absoluto, un universo más allá de lo mundano”10. Sin embargo, ese absoluto aparece siempre como un camino, una vía sin llegada, un horizonte imposible de alcanzar11. El relato de Balzac, en este sentido, aparece precisamente, como un absoluto truncado. El trabajo de diez años de Frenhofer remite a un intento de lograr la perfección. Una perfección que al final se ve frustrada. En el lienzo de Frenhofer hay dos mundos, el visible y el invisible. Uno que está a la vista y otro que está oculto. Al ver el pie desnudo, la única muestra de algo “reconocible” en el cuadro, Porbus exclama: “¡Hay una mujer ahí debajo!”12, para, después, señalar a Poussin “las capas de colores que el pintor había superpuesto sucesivamente, creyendo perfeccionar su obra”. Ellos, por tanto, sí que ven algo, y no sólo una nada, “un lienzo vacío”, como luego dirán. Al ver el pie desnudo, toman conciencia de que sí hay algo “ahí debajo”. Lo que no pueden entender, como buenos pintores clásicos, es que precisamente ese algo no esté dado todo en la superficie, que no se muestre para satisfacer su mirada. El “ahí debajo” indica una insatisfacción, como el velo que intenta descorrer Zeuxis, y como la escultura que, en su evanescencia, quiere atrapar el escultor Matiegka. El “ahí debajo” rompe la totalidad de la mirada, la parte en dos, lo que vemos, el velo, y lo que está debajo, la mujer, de la que, sin embargo, queda una huella, una pista, un resto que hace que podamos creer que hay algo detrás –o debajo– de lo que vemos, pero que ese algo es inaccesible, que se encuentra –entendiendo el término también en sentido pictórico– “velado”. La amalgama de colores informes que prefiguran la abstracción, en el fondo, al esconder a la bella mujer, hace aparecer en la obra de Frenhofer la estrategia antivisual de la ocultación, a la que está dedicada este capítulo. La utilización de este procedimiento, que elimina de la vista del asunto principal de la obra y lo pone –a salvo– en otro lugar, cuya situación intuimos, pero no podemos constatar; el “escondite” de aquello que “debiésemos –deseásemos– ver” . Cf. Dore A shton, Una fábula del arte moderno, Madrid /México, Turner/Fondo de Cultura Económica, 2001 [1980]. Otro ensayo singular, más centrado en el análisis de la relación entre la belleza viva de la modelo y la imposible consecución de la belleza artística, inerte es el de George Didi-Huberman, La peinture incarné, suivi de Le chef d’oeuvre inconnu par Honoré de Balzac, París, Minuit, 1985. 10. Ibidem, p. 150. 11. Cf. John Golding, Caminos a lo absoluto. Mondrian, Malévich, Kandinsky, Pollock, Newman, Rothko y Still, Madrid/ México, Turner / F.C.E., 2003. 12. H. Balzac, La obra maestra desconocida. [La cursiva es mía]

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y la mostración de un resto de lo ocultado, de una suerte de “punta de iceberg” de lo visible; da cuenta, junto a las estrategias examinadas en los capítulos anteriores (reducción y desmaterialización) de otro modus de la antivisión en el arte moderno y contemporáneo: la ocultación, la estrategia antivisual más efectiva y dramática, pues produce como ninguna otra en el espectador una sensación de frustración, fracaso e insatisfacción del placer visual, casi como una especie de castración: una amputación de la mirada. *Visión y totalidad son, según lo ha atisbado Martin Jay, términos paralelos en la modernidad13. A la manera del ojo de Dios, lo visto era “consumado” de una vez y para siempre, nada quedaba en la sombra, nada quedaba sin revelar. En su estudio sobre la percepción de las cosas ocultas, Malcolm Bull ha señalado que la experiencia de lo oculto es, justamente, el reverso de la visión en el mencionado sentido ocularcéntrico, entendido como totalidad14. Lo escondido, en su fractura del ojo, daría la contrapartida al holismo de la mirada moderna. Y es que la ocultación introduce siempre una disyunción entre lo mostrado y lo escondido, entre lo accesible y lo imposible de poseer, entre lo que se ve y lo que se sabe que hay: entre lo visible y lo cognoscible. Una disyunción que fractura la visión de totalidad y produce una escisión en el ver, una escisión, por decirlo en palabras de Didi-Huberman, entre lo que vemos y lo que nos mira, que es precisamente aquello que no podemos ver15. La ocultación siempre presupone un conocimiento incompleto; no se conoce todo lo que debería ser conocido, pues al observador se le niega el acceso al conocimiento completo de las cosas. Ver aquello que está oculto, pues, es siempre ver la mitad –o menos– de lo que hay para ver; un ver faltante. En la epistéme de la modernidad, el no verlo todo sería sinónimo de no ver nada. Recordemos a Poussin ante el lienzo de Frenhofer: “Nada”. Entonces, si la visión, en la concepción cartesiana, se ha entendido como la visión de lo completo16, la ocultación de lo que hay para ver y, por ende, la fractura de la visión, se podrá configurar como una estrategia “antivisual”. Ya sea en el juego o frente a un peligro real, la ocultación presupone siempre la presencia de alguien o algo de lo se quiere escapar, implica siempre a un otro. Esconderse es siempre esconderse “de”; ocultarse es siempre ocultarse “ante”. Uno no se esconde de nadie o de nada, sino que toda ocultación está relacionada con un sujeto que busca encontrar. Por tanto, ocultación y búsqueda van siempre de la mano. La búsqueda es, de hecho, la causante de la ocultación. Quien se esconde, lo hace porque alguien ha emprendido una búsqueda. Mirante y mirado, así, dependen uno del otro, lo cual no quiere decir que toda búsqueda sea satisfecha, que todo buscador encuentre su tesoro. Y toda búsqueda es visual. Aquello de lo que nos ocultamos es siempre la mirada. No nos escondemos de una palabra, de un olor o de un sabor, aunque quizá sí que nos podamos ocultar de un tacto, pero sobre todo en la relación que dicho sentido mantiene con la mirada. Si nos ocultamos de un toucher es porque su toque es de alguna manera visual, háptico. Sea como fuere, como apunta Bull, el término ocultación o escondite es, de suyo, un término visual: Esconder es quitar(se) de la vista17. 13. Cf. Martin Jay, Marxism and Totality, Berkeley, California University Press, 1984. 14. Malcolm Bull, Seeing Things Hidden: Apocalypse, Vision and Totality, Londres, Verso, 1999, pp . 11-43. 15. Cf. Georges Didi-Huberman, Lo que vemos, lo que nos mira. 16. Cf. David M. L evin (ed.), Modernity and the Hegemony of vision, Berkeley, University of California Press, 1993. 17. Malcolm Bull, Seeing Things Hidden, p. 19.

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El hecho de que el término esconder implique la presencia de un otro, diferencia a lo escondido de lo desconocido: lo escondido es sabido por alguien; no así lo desconocido, que no presupone ningún conocimiento previo. Oculto y desconocido seguirían un esquema semejante al establecido Mario Perniola al diferenciar entre el secreto y el enigma18. El secreto “se basa en la intención de velar, de enmascarar, de ocultar la evidencia”, lo cual implica un “la existencia de alguien que detente y sepa mantener un completo dominio de su gestión”19, mientras que el enigma tiene lugar cuando ya nadie sabe aquello que se esconde tras lo velado. Para Perniola, nuestra sociedad, más que la del secreto, como la atisbó Debord en su análisis del espectáculo integrado20, es la del enigma, “una sociedad en la que nadie sabe ya qué es lo que realmente sucede”21. Según Perniola, la naturaleza del arte, como la del pensamiento, es de carácter enigmático, puesto que conduce a los terrenos de lo impensado, de lo desconocido, de lo irracional. Esta es la base de la teoría estética, por ejemplo, de Adorno, que supone que el arte surge del enigma, y precisamente por la lejanía al mundo de la realidad, sino porque la realidad para Adorno es, de suyo, enigmática22. Una idea semejante es la que está también en el pensamiento heideggeriano sobre el arte. En El origen de la obra de arte, Heidegger entiende la obra de arte como un enigma, pero no un enigma que se pueda resolver, sino que simplemente puede ser visto: “nuestra tarea consiste en ver el enigma”23. Para Heidegger, la verdad de las cosas aparece siempre oculta, disimulada en el uso. Esa verdad acontece, precisamente, en la obra de arte –y en la tarea del pensar–, donde tiene lugar de modo privilegiado el “desocultamiento” (aletheia) de lo ente. La obra de arte aparece entonces como la “puesta en obra” de la verdad, justamente porque allí la tierra opone “resistencia” a su uso y se vuelve opaca. Y es precisamente en tal opacidad de la tierra cuando, según Heidegger, la obra abre un mundo, en la quiebra de su cotidianidad. Una quiebra, una apertura y un desocultamiento, que tiene lugar en un distanciamiento de las cosas, en una “abstención”24. Es en la escultura, y no en el hacha, en la herramienta, donde la piedra se muestra como piedra, en su rechazo a ser manipulada y en su “puesta en evidencia” de su lethe, de su ocultación. Una puesta en evidencia que es precisamente la que da lugar a la desocultación (a-letheia), que sólo tiene lugar en un momento de claridad, como un claro en la espesura del bosque (lichtung), que sucede como un acontecimiento, una apertura de luz donde desaparecen, momentáneamente, los obstáculos de la visión y se desgarra el velo de sombra que envuelve las cosas. Es en ese claro donde aparece lo no-oculto, pero también donde se toma conciencia de lo oculto. La obra de arte, entonces, según Heidegger, daría cuenta del arte, pero también de la propia realidad, mostraría la dimensión de “cosa” (ding) del objeto (sache). La aletheia es, en el fondo, hacer visible aquello que no se muestra, aquello que está en la sombra. 18. Mario Perniola , Enigmas: egipcio, barroco y neo-barroco en la sociedad y el arte, Murcia, Cendeac, 2006. 19. Ibidem, p. 23. 20. Guy Debord, Comentarios a la sociedad del espectáculo, Barcelona, Anagrama, 1990. 21. Mario Perniola , Enigmas, p. 23. 22. Cf. Theodor A dorno, Teoría estética, Madrid, Taurus, 1991. 23. Martin Heidegger, “El origen de la obra de arte”, en Caminos de bosque, Madrid, Alianza, 1998, pp. 11-62, p. 57. Sobre el análisis del texto de Heidegger, Cf. Félix Duque et al., Heidegger y el arte de verdad, Navarra, Universidad Pública de Navarra, 2005. 24. “La esencia del desocultamiento está completamente dominada por la abstención” (M. Heidegger, “El origen de la obra de arte”, p. 39).

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Desocultar es, de alguna manera, “des-sombrar”. En una conferencia sobre el estatus de la imagen en la contemporaneidad, José Luis Brea ha puesto en relación el pensamiento de Heidegger “con una lógica de visibilización de lo no visible, con un cierto traer a la luz aquello que permanecía oculto” 25. La aletheia heidegeriana vendría a ser, para Brea, uno de los mejores ejemplos de lo que él llama la “episteme escópica” de la modernidad, en especial de la idea, enfatizada a lo largo de la primera parte de esta tesis, de que hay en lo visible algo más de lo que vemos, o, lo que es lo mismo, que hay un resquicio de invisibilidad, oculta, en lo que se muestra a nuestros ojos. Permítaseme citar en extenso: la propia concepción heidegeriana de la lógica con la que se relaciona el trabajo del arte, como trabajo de desocultación, de aletheia, de visibilización de lo “no visibilizado”, encaja a la perfección con la idea de una episteme escópica característica del modernismo y articulada alrededor de la postulación de un inconsciente óptico instalado en el campo de la visualidad (un punto ciego, si pensamos por ejemplo en el magnífico análisis foucaultiano de Las Meninas), que gracias al trabajo del arte vendría a ser elucidado, sería traído a consciencia y, por así decir, convertido en conocimiento efectivo en el campo de la visión26. Lo que está claro para Heidegger es que, en el arte, el desocultamiento, el desvelo no es total, pues precisamente lo que se desvela es la cualidad opaca de las cosas, lo que se abre es la cualidad de no apertura de las cosas, que se muestran en su cerrazón, en su impenetrabilidad, como una esfinge27. Al desocultar siempre se oculta algo, por lo que toda desocultación es parcial. Y lo que se revela, lo que se desoculta, podríamos decir, es la presencia del enigma, no su resolución28. *A lo largo del siglo XX, han tenido lugar toda una serie de prácticas artísticas que, al utilizar la idea de ocultación, opacidad, velamiento o tachadura en la configuración de la obra de arte, como estrategia maestra de su discurso artístico, en el fondo, más que contribuir a la “elucidación” de la verdad de la obra según la formulación de Heidegger, parecen caminar justo en el sentido contrario, en el de blindarla hasta el punto que la verdad no pueda salir a la luz y permanezca oculta. En efecto, toda una faz del arte moderno, de Duchamp a Santiago Sierra, pasando por Manzoni, Vito Acconci o el propio Manet, como ya se atisbaba en La obra maestra desconocida, ha trabajado quitando de la obra aquello que allí había para ver, ya sea por medio de la opacidad, del desplazamiento o de la tachadura de lo visible. Esa es, precisamente, la línea que, de un modo u otro, cruza la obra de gran parte de los artistas expuestos en “Pensar de pintura”: la imagen insatisfactoria, incómoda, fragmentada, incompleta. Imágenes que no muestran todo, que ocultan un parte, que ofrecen sólo una parte. Imágenes que, más que pinturas, han de escribirse como pinturas. 25. José Luis Brea , “Saltos en la episteme escópica: del inconsciente óptico a la e-image”, Conferencia pronunciada en el curso Los estudios visuales: Una geopolítica del conocimiento, Madrid, Foro de Expertos de Arte Contemporáneo-Arco, 12 de febrero de 2006. Cito por el texto manuscrito. 26. Ibidem. 27. Cf. Félix Duque, “La verdad puesta en obra”, en Duque et al., Heidegger y el arte de verdad, pp. 11-54. 28. En este sentido la relación del pensamiento de Heidegger con el de Lacan parece más que evidente. Para eso, Cf. Jorge A lemán y Sergio L arriera , Lacan: Heidegger. El psicoanálisis en la tarea del pensar, Málaga, Miguel Gómez Ediciones, 1998.

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Nadie como Félix Duque ha mostrado con tanta claridad el desmantelamiento del enigma y la, contradictoria, reversión del sentido heidegeriano del arte en la sociedad contemporánea: las cosas no pueden ser ya objeto de representación, y menos fenómeno o aparición de una sustancia oculta, sino una tachadura de lo sensible en lo sensible. Una suerte de palimpsesto al revés, en el que va surgiendo la indisponibilidad como opacidad de la piedra, como colores que ya no son brillo ni relumbre de nada, formas que a nada informan, sonidos que no transmiten pensamientos ni sentimientos, palabras que cortocircuitan el lenguaje, tanto cotidiano como científico; en fin, imágenes que desafían a toda imaginación, si entendemos por tal la facultad de recomponer ad libitum una realidad dada29. Si se observa con detenimiento estas prácticas, encontramos que más que con la “abstención”, fundamental para Heidegger en el desocultamiento de la verdad, trabajan con la “negación” y la frustración consciente del conocimiento, con no dar todo lo que hay o, en cualquier caso, con hacer creer que en lo mostrado no está todo lo que hay. Y es en esta dimensión donde, más que con el enigma, nos encontramos con el secreto. Las obras de arte que esconden y quitan de la vista se encuentran sujetas a la lógica del secreto: alguien ha puesto eso ahí; alguien por tanto, “custodia” y gestiona la economía de lo escondido. Es, pues, el secreto y no el enigma el que aparece en las obras ocultas. Pero, a pesar de lo que pudiera pensarse, ese secreto no se encuentra en las antípodas del enigma, sino que, podríamos decir, es su condición primera. La lógica del secreto camina hacia la puesta en juego del enigma, a su reactualización en tanto que algo imposible de conocer, en tanto que –por decirlo de nuevo con la expresión benjaminiana– “inconsciente óptico”. Pero ¿a qué se debe esta “reocultación”, que revierte del presupuesto heideggeriano? En “La época de la imagen del mundo”, Heidegger caracteriza la era moderna como la de la representación, la de la imagen de la cosa30. Al principio del texto, enumera cinco fenómenos en los que se dejaría ver la impronta de la metafísica de la modernidad: la ciencia –a la que dedica gran parte del texto–, la técnica mecanizada, la estética, la cultura y la desdivinización. En lo referente al arte, a pesar de ser parco en palabras, deja bien claro que el resultado de la metafísica moderna es un progresivo proceso que introduce al arte en el ámbito de la estética, lo cual “significa que la obra de arte se convierte en objeto de la vivencia y, en consecuencia, el arte pasa por ser expresión de la vida del hombre”31. O lo que es lo mismo, pero dicho en la perversión del enunciado llevado a cabo por Félix Duque, “que toda expresión de la vida humana es considerada como arte”32. Es decir, de lo que está hablando Heidegger es de una estetización de lo cotidiano, ya que, casi con más radicalidad que el propio Benjamin, se anuncia aquí “la globalización de la estética en todos los órdenes de la vida, anticipando así la implantación universal de la sociedad del espectáculo, examinada por Guy Debord”33. Esto hará, en consecuencia, que, por un lado, 29. Felix Duque, La fresca ruina de la tierra, Palma de Mallorca, Calima, 2002, p. 7. [La cursiva es mía] 30. Martin Heiddger, “La época de la imagen del mundo”, en Caminos de bosque, pp. 63-90. 31. Ibidem, p. 63. 32. Félix Duque, “La puesta en obra de la verdad”, p. 32. 33. Ibidem, p. 33.

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todo objeto pueda ser vivenciado como una obra de arte y que, por otro, toda obra de arte no pueda escapar a la cualidad del objeto34. Es decir que el arte se hace objeto en lugar de cosa, muestra su transparencia, su uso, su cualidad de mercancía, y en este sentido se elimina su falta primordial, su enigma, lo que Agamben, en las proximidades del concepto freudiano de lo siniestro, llamará “lo más inquietante”35. El mundo, por medio de la extensión de la técnica a todos los ámbitos de lo cotidiano, se hace transparente, y nace entonces la ilusión de que nada hay oculto, que “ya no hay nada que descubrir”. Y en ese mundo que se ha propuesto enseñarlo todo, descubrirlo todo, el arte deja de poseer el privilegio de la aletheia, el desocultamiento de la verdad, ya no es diferencia, sino que es vencido por el uso, y la tierra que debiera desocultar, deja de mostrarse como opaca. Entonces, como afirma Arturo Leyte, “de la cosa, entendida ya como objeto, sólo quedan sus lados, sus caras, sus imágenes, pero no el fondo del que justamente se entendía que la imagen era imagen: no hay fondo por que sólo se dan y quedan imágenes”36. El arte que trabaja con la estrategia de la ocultación reacciona precisamente contra esa transparencia aparente del mundo y, en consecuencia, contra la eliminación de la dimensión enigmática, aporética de la obra de arte. Por medio del secreto y del callar, de la negación y la retirada –en sentido físico, como “retranqueo”– de la percepción, pretende hacer ver la falsedad de la transparencia, hacer ver que en el fondo todo ver es una imposibilidad. La artificialidad del secreto reinstauraría la toma de conciencia del enigma, cuya falta “no se echa en el falta”, precisamente porque el nuevo estatus del objeto, la mercancía, procura llenar su vacío, haciendo creer que nada hay de “innombrable”, que no existe punto ciego, que todo es luz. “Reocultar” es, entonces, un volver a ensombrecer para que se pueda producir algún claro de bosque, ya que la luz de la transparencia total elimina el fondo de contraste. Cuando todo es luz, ninguna cosa es más visible que otra. Cegar, romper, rasgar, tachar, opacar es una instauración del secreto en la mirada, del “vedere in abscondito”, ver en lo escondido, ver en lo in-visible que diría Derrida37. Instaurar una “óptica de sombra”: ver en la sombra, “testimonio manifiesto, aunque impenetrable, de la luminosidad oculta38. O mostrar la sombra para, luego, poder ver. Poder ver que no hay nada que ver. O que ahí, escondida bajo la ilusión de la transparencia, está la nada. Mas una nada, concluye Heideger, “que es la esencia oculta del ser, la negación”39.

34. Nótese la relación entre la idea heideggeriana y la objetualidad enunciada por Michael Fried. Cf. Michael Fried, Arte y objetualidad, Madrid, Antonio Machado, 2004. 35. Giorgio Agamben, El hombre sin contendido, Madrid, Áltera, 2005. Para Agamben, el arte ha sido pervertido por la estética, por el desinterés kantiano, que ha arrebatado la estructura originaria de la obra de arte, relacionada con el terror, con el interés. Agamben deslegitima a la estética y a la crítica como disciplinas que se ocupan del arte, ya que éstas sólo pueden ocuparse de una parte de la obra, el logos, lo que es decible. 36. Arturo L eyte, “El arte a la luz de la muerte”, en F. Duque et Al., Heidegger y el arte de verdad, pp. 101-138, p. 110. 37. Cf. Jacques Derrida , Dar la muerte, Barcelona, Paidós, 2000. 38. Martin Heidegger, “La época de la imagen del mundo”, p. 90. 39. Ibidem.

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Notas para un hacer de pintura Josu Larrañaga Altuna

La posibilidad de elaborar una imagen pictórica que tenga sentido en el espacio del arte está vinculada a una estrategia productiva y a un espacio de interpretación que, de alguna manera, la niega como tal imagen. La labor poética de instalación imaginaria que llamamos pintura o imagen pictórica, comienza en su propia elaboración en al medida en que requiere una constante adecuación de las formas reflexivas a las experiencias productivas de carácter artístico que se muestran (también se ocultan y se disfrazan) en y con imágenes. Una cierta adecuación. El dispositivo poético que llamamos imagen pictórica reclama una comprobación sistemática de sus posibilidades. Una comprobación que se realiza en las brumas de la invención, entre las nieblas más o menos espesas de la propia actividad imaginaria, pero una comprobación que vaya más allá de su formulación. Por un lado, necesita confrontarse con procesos de activación e invención, con estrategias y entramados artísticos que permitan un intervalo de reflexión que podríamos llamar vibrátil (creo que el término empleado por Suely Rolnik es suficientemente expresivo de este movimiento que el cuerpo realiza entre sus afecciones y sus reflexiones, y también de la interrelación que caracteriza a ambas). Por otro, cada experiencia corporal traducida en un conjunto de enredos y acciones propias del proceso de elaboración de imágenes artísticas reclama un reciclaje constante de los parámetros intelectuales en los que se sustenta dicho proceso. Un reciclaje en el propio proceso. Desplazamientos y reagrupamientos. Viajes de ida y vuelta. Ofuscaciones. Desmadejamientos. Paréntesis. Tanteos y comprobaciones, que se producen en el cruce experiencial del hacer-para (o también a la inversa, el para-hacer, o “parecer”) propio de las imágenes que quieren trabajar en el espacio poético de interpretación y reflexión que llamamos arte. La trama que se conforma en torno a la experiencia productiva, la teoría que emerge de esta práctica, la reflexión y confrontación de las ideas que 136 Pensar de Pintura


genera y la práctica de esta emergencia de significado que llamamos teoría, es el campo de acción en el que pueden germinar propuestas con sentido. Preparamos el campo con la experiencia del que lo ha trabajado durante años, con la distancia de quien reconoce los procesos y sabe de las tecnologías adecuadas, con el “olfato” o la intuición de quien “entiende”, forma parte o comparte (con-parte) su “forma de ser”. Desde la elaboración imaginaria, este campo indica los límites y las indeterminaciones (intersticios donde se pueden producir los desbordes que caracterizan lo artístico), las materias (o motivos, que permiten ubicarlo en un ámbito de sentido) y las condiciones de activación del espacio poético. Establece la trama en la que se sustenta; podríamos decir. La trama de pintura. De lo pictórico. Del imaginario pictórico. Hablar de lo pictórico, o más específicamente de la imagen pictórica, nos permite ubicar en la actualidad eso que genéricamente llamamos “pintura”, asignarle unas coordenadas espacio-temporales, desde luego, pero a su vez, vincularle a una comprensión de lo artístico que identificamos como contemporánea y a unos ciertos parámetros de lo visual que caracterizan nuestra época y que tienen que ver, al menos, con la virtualización digital (y la alteración en la comprensión de lo tecnológico y su implicación en el régimen escópico actual), la sociedad globalizada del espectáculo (y la simulación desde lo visible) y la economía de la cultura (y la implicación artística e imaginaria en el funcionamiento del sistema en su fase actual). Lo que caracteriza la imagen pictórica en esta cultura visual no es sino la acentuación, por un lado, y la especificidad, por otro, de los modos generales de interpretación y actuación de lo artístico; es precisamente la ductilidad, el desbordamiento de sus límites y la indeterminación de sus parámetros, la hibridación de los medios con los que se conforma, la apertura de los marcos interpretativos, su extensión reticular en ámbitos diversos de comprensión e imaginación. Lo que le caracteriza es, precisamente, la priorización de su condición de dispositivo sobre la especificidad de sus características formales. Su inclusión en un proceso significativo que permita una cierta apertura de lo visual y de lo comprensible. Su funcionamiento dinámico y reticular. La imagen pictórica se muestra como uno de los límites en los que la nueva comprensión de lo artístico toma cuerpo como continuidad de una manera de concebir la apertura de lo visible en relación a la emergencia de un cierto sentido. La manera en que las producciones pictóricas participan ahora de un arte tentacular y una comprensión de lo artístico difusa, no hace sino remarcar su distancia con la idea moderna de la pintura, aunque algunas de sus características actuales no sean sino la expresión acentuada de gran parte de las propuestas imaginarias del arte en el siglo XX. La pintura moderna, al menos desde Claude Manet y los impresionistas, había subvertido los parámetros imaginarios del cuadro. Teniendo en cuenta que llamamos cuadro a una imagen pintada sobre un soporte bidimensional, que se constituyó autónomamente como especificidad artística entre los siglos XVI y XVII, en el ámbito de la cultura occidental, y que el cuadro, por lo tanto, es una especificidad de la pintura que reclama un nuevo

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tipo de contemplación, y es a su vez un dispositivo social jerarquizado en el tratamiento de las imágenes y en la articulación de los espacios de significación en los que se ubica. Para acentuar la crisis de la pintura de caballete, los artistas modernos habían empleado la estrategia de “allanar la cavidad” de la representación (según las propias palabras de Clement Greenberg) y “organizar sus elementos en términos de planitud y frontalidad”. Esta “cavidad” referida más arriba, no era algo anecdótico o secundario, sino que había sido considerada por Leon Battista Alberti como parte de la “misma naturaleza de la pintura”, y a ella dedicó buena parte de su Libro II de la pintura. La pintura debía fijarse en la manera en que las cosas eran vistas, y en consecuencia, esta profundidad debería estar asentada en tres parámetros básicos de la visión; la circunscripción, la composición y la recepción de la luz, que son los que según el autor “hacen la pintura”. Así que lo que los artistas modernos planteaban al invertir los términos en los que se basaban los maestros de la pintura desde el XVI, era por un lado la modificación de las condiciones de visibilidad y de su relación con las imágenes artísticas, y por otro, una alteración sustancial en la propia idea de la pintura como arte. “Los artistas del pasado habían constatado la necesidad (...) de indicar, por abajo y por encima de la ilusión más verídica del espacio tridimensional, la presencia persistente de la planitud (...) Los artistas modernos no han evitado ni resuelto esta contradicción; más bien han invertido los términos. Frente a sus obras uno toma conciencia de la planitud de los cuadros antes, y no después, de tomar conciencia de lo que esa planitud contiene”. Sobre esta idea de planitud, y sobre la tensión entre los aspectos ópticos y los cromáticos que la acompañaron a lo largo del siglo XX, especialmente en su primera mitad, la pintura ha ido elaborando sucesivos desplazamientos en su propia comprensión y en su reubicación como forma artística particular. Esta inversión que Greenberg trataba con cierta cautela a principios de los sesenta, resultó ser un mecanismo de acción retardada pero radical en el arte del último tercio del siglo XX, desde que el pop reinstalara las imágenes pictóricas en el ámbito de la construcción y la invención escópica, y el llamado arte conceptual las privase (coyunturalmente, pero las privase) de imagen identificable, más allá de su propia condición de dispositivo. Por otro lado, la ruptura del marco que se escenificaba de forma determinante en febrero de 1915 en La última exposición futurista, 0:10 de Malevitch, y del que se derivaron planteamientos y procesos artísticos extraordinariamente complejos en relación al estatus de la imagen y a su ubicación en el arte, se interpretaba en la modernidad como una apertura de la capacidad enunciativa y expresiva de lo que podríamos llamar la “voz” del cuadro, y como una extensión de ésta hacia el espacio del espectador, que era incorporado a su acción.

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El siglo XX intentó recomponer la idea de la pintura a pesar del cuadro, incluso fuera de él, reincorporando paulatinamente formas expansivas que la propia historia del arte había ensayado anteriormente. En septiembre del 68 Marcelin Pleynet, indicaba que “no es en efecto encerrando la pintura en un cubo, o espacio ideal (Matta), ni negando la especificidad de la pintura (Fontana), ni negando el principio de la realidad (Rosenquist), ni evitando el empleo de bastidor (Viallat) como el problema de la desaparición del cuadro que plantea a la pintura contemporánea el espacio post-cubista, será resuelto”. Para luego hacer notar que “la desaparición del cuadro es la desaparición de un modo de percepción de unidad (cuadro como objeto real) representativa, la transformación radical de un código de lectura por el que se comprende que se inquieten los pintores (transformación del objeto real en objeto de conocimiento).” Han transcurrido varias generaciones de estrategias imaginarias desde entonces. Y se han cruzado en el camino alteraciones de los parámetros visuales y de las condiciones imaginarias extraordinariamente importantes, y la fragilidad del cuadro de caballete, ahora, tiene que ver más bien con la debilidad o incluso la incapacidad de la imagen exenta y acotada para la apertura de cualquier proceso significativo en el ámbito artístico. Por un lado porque la crítica al ocular-centrismo reclama una imagen abierta y dispuesta a su confrontación, no totalizadora; una imagen entendida como dispositivo que nos permita una apertura de lo visible en el ámbito de lo experiencial e imaginario, una fisura en nuestra comprensión escópica. Por otro, porque el espacio en el que se ubica ha dejado de ser específicamente físico para entenderse como ámbito interpretativo y de significación. Espacio de lo que no tiene espacio. Y porque aquello que se reclama al arte tiene más que ver con la interrogación y el comentario que con la afirmación y la seguridad del discurso. La seguridad del discurso, o lo que es lo mismo, de la representación, en concreto del poder de la representación. Del vector que surge de la imagen, entendida como seguridad y como verdad de lo visible, y que aborda a un espectador interferido constante y brutalmente, en su capacidad crítica ante el magma imaginario que le envuelve. Seguridad basada en el poder que manifiesta, y que ha pasado a ser propiedad (propiedad en sus dos acepciones; como característica y como apropiación) de las imágenes mediáticas y de la sociedad globalizada que las impregna. Como característica propia de las imágenes que reclama el funcionamiento consensuado de lo social, de las imágenes del deseo y de su ejemplificación en figuras. Como característica apropiada al servicio de su funcionamiento y de su capacidad de resistencia (la resistencia del propio sistema). “Poder, es en primer lugar estar en condiciones de ejercer una acción sobre cualquier cosa o cualquiera” dice Louis Marin; “no tanto actuar o hacer, sino tener la capacidad, tener esta fuerza de actuar o hacer. Poder, en el sentido más vulgar y el más general, es ser capaz de forzar, tener- y es necesario insistir sobre esta propiedad- una reserva de fuerza que no se gasta pero se encuentra en estado de gastarse. Pero, ¿qué es esto de una fuerza que no se manifiesta, que no se ejerce? (...) poder es instituir como ley la potencia concebida como posibilidad y capacidad de fuerza. Y es aquí donde la representación juega un rol dado que es a la vez el medio de la potencia y su cimiento (...) La representación en y por

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sus signos representa la fuerza: delegaciones de fuerza, los signos no son representantes de conceptos sino representantes de fuerzas comprensibles solamente en sus efectos representantes: el efecto poder de la representación, es la representación misma”. Hay imágenes a las que se les reclama esta condición representativa. Imágenes a las que se les asigna una aportación de verdad y se les encarga la transmisión vectorial de una serie de parámetros impositivos de lo visible. Hubo un tiempo en el que la pintura era creadora y portadora principal de estas imágenes, de su seguridad y de los mecanismos y procesos que la hacían socialmente aceptable. Con la invención y la extensión del uso de la fotografía, que se presentaba como recurso científico de captación (y no elaboración) de las imágenes del mundo, esta capacidad fue paulatinamente deslizándose hacia sus revelaciones. Se trata de un proceso especialmente interesante, por cuanto implica una importante transformación en el significado de la imagen (Walter Benjamín). Las imágenes pictóricas tuvieron que buscar esta autenticidad, esta verdad, en otros lugares. Y la interesantísima historia de sus convulsiones y contradicciones a lo largo de los dos últimos siglos, nos indica que entendió haberlas encontrado en el ámbito del pensamiento visual y de su extensión tropológica, incluso en el de su desgarro constitutivo (recordemos las aportaciones en este sentido de Georges Didi-Huberman); no en el carácter de su inmediatez formal o en el ámbito de lo puramente óptico, como se encarga de resaltar acertadamente W.J.T.Mitchell. Entretanto, las imágenes producidas tecnológicamente iban apropiándose progresivamente de la condición de documento de lo visible, de expresión fidedigna de lo que verdaderamente ha sucedido, de autenticidad imaginaria de lo existente, hasta monopolizar esta condición. La extensión primero y la saturación después de esta promoción de la afirmación formal de lo visible, permitió un proceso de reconsideración representativa e imaginaria, que lógicamente afectaba a la idea de lo real y de lo simbólico (Lacan, Deleuze, Barthes, Baudrillard). Paradójicamente, la eclosión de las tecnologías digitales, de su virtualidad, de su velocidad de transmisión y de intercambio, que anunciaban el definitivo asentamiento de la imagen como documento, como afirmación, han puesto en evidencia precisamente su fragilidad, su contingencia, su virtualidad, su condición de “película emanada de los objetos” (Susan Buck-Morss). Y esta devaluación de sus condiciones de veracidad, ha confluido con lo que se ha venido en llamar “el mundo-imagen globalizado”, la superficie formalizada que compartimos como si fuera nuestro entorno y que no es sino el encorsetamiento y la unilateralidad de la visión. Este proceso de saturación, lejos de facilitar nuestra comprensión del mundo, ha promovido un espacio de inflación escópica intensiva, que conduce al desconcierto, a la

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insatisfacción constante y en última instancia a la invisibilidad; a la reclamación convulsa del mirar y la incapacidad de ver. La imagen pictórica interrumpe este bucle desde su propio interior, en la medida en que ya solo puede ser vista desde su condición post-fotográfica, post-cinematográfica, postmedia, post-digital…, condición en la que se encuentra necesariamente como parte de lo visual. Y también desde un exterior: aquél al que voluntariamente se adscribe todo ejercicio poético. Es decir, en la medida en que por una parte pertenece al universo escópico actual, y por otra, lo impugna, lo trata de interrumpir. Y esta interrupción le caracteriza también como práctica artística, como proceso productivo y método específico de elaboración de dispositivos imaginarios. De manera que la nueva producción imaginaria que llamamos imagen pictórica, se encuentra en un interesantísimo proceso de impugnación, y a la vez de afirmación, de su misma especificidad artística. Y es esta contracción del propio mecanismo poético que llamamos pintura, la que le pone en relación de nuevo con aquella condición moribunda que caracteriza el pensamiento en imágenes desde su identificación primero y su incorporación a la retórica poética, después.

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El potencial político de la pintura en la sociedad estetizada Daniel Lupión

La pintura en la sociedad estetizada Bajo un cutis resplandeciente, el cuerpo de la cultura está afectado por una enfermedad invasiva que está dañando irremediablemente algunos de sus órganos vitales. El síntoma más relevante es el deterioro imparable de sus vías de comunicación, que si bien transmiten innumerables datos a gran velocidad, lo hacen por arterias obstruidas por un excedente de colesterol informativo, provocando una pérdida de densidad reflexiva. El sistema circulatorio está igualando los caudales de todos sus vasos, convirtiéndose así en una prolífica red de finos capilares. Los flujos de información son permanentes, alcanzando ahora todos los tejidos por igual. Este suministro continuo y nivelado afecta directamente al procesamiento de la información. La desaparición de la diversidad, no en los contenidos, sino en la densidad de sus flujos, provoca un progresivo desuso de nuestra capacidad de discriminar la información. Al igualar sus intensidades nuestros modos de pensar la información se normalizan. Ningún tejido cultural está a salvo. El arte también está en vías de pasar del flujo lento y profundo al riego epidérmico que confiere “un aspecto saludable”. Paradójicamente esta enfermedad - cuyo diagnóstico múltiple abarca desde la hiperrealidad mediática y la ficción capitalizada, hasta la tiranía del tiempo real y la sociedad del espectáculo, según los autores - a pesar de su enorme extensión, se ha vuelto invisible bajo su impecable cutis mediático. Su avance es imparable y sus estragos innumerables. La pintura está especialmente expuesta. En este cuerpo de la cultura cabe preguntarse si la pintura genera otros modos de comunicación o si se pliega a los existentes ¿Puede la pintura generar experiencias de lo real al margen de los estándares de representación y de los discursos al uso, al margen de la mediatización continua de la realidad? ¿Se puede pintar hoy al margen del consenso estético-social en el que parece anclada la pintura? ¿Se puede pintar en el disenso? En principio parece que tendríamos que contestar desfavorablemente ya que, sin lugar a 142 Pensar de Pintura


dudas, en la sociedad hipermediatizada también la pintura le hace el juego a la circulación incesante de las imágenes. La realidad se consume a golpe de efectos espectaculares, de ficciones y acontecimientos en tiempo real capaces de convocar la posibilidad de otros mundos, mecanismos que hasta hace poco eran propios del campo artístico. Como afirma José Luis Brea en el Tercer Umbral, las prácticas artísticas y las industrias culturales y de la comunicación entran articuladas íntimamente en una dinámica unitaria de producción social simbólica. Nuestros hábitos de lectura de imágenes, ya sean artísticas o no, se construyen reglados por la cultura visual en la que vivimos. Si queremos pensar el potencial político de la pintura es necesario tener en cuenta que: “La experiencia del arte, en nuestros días, se verifica principalmente a través de los mass media. Es una falsa conciencia la que todavía mantiene que tal experiencia tiene su lugar “verdadero” al margen de él, en el contacto directo entre espectador y obra”. ¿Cual sería entonces la función específica de las prácticas artísticas en la producción de lenguaje simbólico o de su comunicabilidad? ¿Cual sería su “diferendo crítico”, su capacidad de mostrar otra cosa o de hacer de otro modo, sin que esta cosa o modo esté avalado por el consenso socio-mediático? Si el arte ya no es el principal constructor de imaginarios colectivos, o de formas de representar/revisar el mundo, su papel tendrá que reconsiderarse “a la sombra” de la maquinaria visual mediática. Si quiere subsistir como campo diferencial, su función deberá forzosamente desplazarse a un segundo plano y asumir el rol de garante de una ética de lo visual o, dicho de otro modo, de “diferendo crítico” de las construcciones identitarias de la cultura visual. Un rol por lo tanto de vigilancia, de resistencia y aviso ante los abusos de la “normalidad” visual. Es por lo tanto imprescindible deconstruir el misticismo que todavía reviste las prácticas artísticas si queremos conocer las limitaciones y el verdadero alcance de su eficacia política. Este texto se propone revisar el potencial de la práctica pictórica desde sus interdependencias con las economías y procesos de la imagen mediática. Autorreferencialidad “A los humanos ya no les sucede nada, ya sólo les suceden cosas a las imágenes” . Esta rotunda afirmación de Serge Daney nos invita a reflexionar sobre los condicionantes del sujeto pensante y actuante en la sociedad tele-visual. La ansiedad y la desconexión con la realidad van en aumento, los individuos se parapetan tras las pantallas refugiándose en la sensación de seguridad que estas les proporcionan. El bálsamo catódico trabaja en detrimento del potencial de afectación y movilización de los tele-videntes, somete su condición de ciudadanos activos a la de telespectadores pasivos. 1. Serge Daney, citado en Gilles Deleuze : “Optimisme, pessimisme et voyage, Lettre à Serge Daney” en Serge Daney Ciné Journal Vol I / 1981-1982. Paris: Petite Bibliothèque des Cahiers de Cinéma. 1998.

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Esta situación es en gran medida consecuencia de la degradación de la comunicación. Entendemos comunicación como un acto que debería ser perfor mativo, como una acción que incide y afecta a los demás, y no sólo como un “estar en contacto”. La monopolización del lenguaje en esta forma improductiva, y el consiguiente deterioro de la esfera pública que acarrea, es uno de los efectos más lamentables del tardo capitalismo con el que la pintura se ve obligada a lidiar si desea mantener un determinado diferendo. A principios del siglo XX el lingüista Roman Jakobson comentaba que una de las propiedades del lenguaje estético era su autorreferencialidad, la capacidad de remitir a sí mismo, a sus formas significantes. La función estética - también llamada poética en otros textos - sería la que principalmente distingue el lenguaje del arte del lenguaje común. Según esta noción, una obra tiene la capacidad de orientar la atención del espectador “hacia el mensaje como tal”, hacia su forma y su propia materialidad. Una obra de arte o un poema se muestra a sí mismo al alterar las reglas de construcción de su propia forma significante, o, como dice Umberto Eco, al practicar una desviación en el código convencional del lenguaje común. Esta propiedad del lenguaje estético (poesía, pintura, escultura, etc.) permite desvelar algunos de los mecanismos automatizados del la lengua natural y de las representaciones al uso, altera sus códigos convencionales, produce mayor permeabilidad de sus fronteras a nuevas formas del lenguaje y amplia sus posibilidades expresivas a la vez que las metáforas del mundo que proporciona. Produce en definitiva un efecto de extrañamiento que desautomatiza el lenguaje. La sensación que produce el arte sería de desconcierto ante nuestras formas de decir/representar. A continuación experimentaríamos una re-creación de nuestras formas de lenguaje. El extrañamiento y la creatividad/productividad en el lenguaje son dos cualidades intrínsecas del lenguaje estético que ponen de manifiesto su dimensión performativa. El arte moderno se apoyo en una manifiesta autorreferencialidad como función específica de sus prácticas sin tener que apelar a otra función social. Esta circunstancia fue utilizada en muchos casos como coartada para justificar su autonomía, su funcionamiento en un campo específico sin necesidad de depender de otras prácticas de producción simbólica. El arte actuaba sobre nuestra percepción y experiencia de la realidad, pero sin ser afectado por las manifestaciones coyunturales de esta. Esta interpretación ingenua de los mecanismos de performatividad desde la autorreferencialidad es la que ha prevalecido en la legitimación del compromiso político de la praxis artística. Bajo cualquier estandarte autonomista que se presentase, ya fuese abstracto, formalista o tautológico, el arte siempre tenía una proyección performativa fuera de lo puramente estético: la diversificación determinante de los lenguajes naturales. Probablemente las teorías de referencia para este tipo de análisis, desde el Círculo de Praga hasta la semiótica de Eco, no hayan valorado suficientemente el grado de incidencia de los condicionantes técnicos, históricos o sociales que afectan a la experiencia de las obras, dando lugar a explicaciones un tanto mecanicistas de sus repercusiones sobre la realidad. Hoy sabemos que el arte nunca ha sido únicamente sujeto activo de lo social – entendido como motor de representación y transformación- sino también objeto determinado por su contexto. Esto significa que el arte se manifiesta como síntoma externo de una realidad social, pero que esta función social está devaluada por su carácter objetualizada. La relación del arte con la sociedad, es de total interdependencia pero no de 144 Pensar de Pintura


reciprocidad. Su posición está indudablemente a merced de los mecanismos discursivos y representacionales que rigen el orden social, como la pertenencia a una determinada cultura visual y a sus mecanismos mass-mediáticos . Por otra parte no cabe duda de que la pintura ya no es -si es que lo fue alguna vez- el modelizador primario del mundo a través de la mirada, el constructor por antonomasia de formas de ver, o generador, como afirma Nelson Goodman, de “maneras de hacer mundos”, sino que, en gran medida, es otro producto más del mundo. Si la pintura no refleja ni produce realidad como un gesto intencionado, sino que este gesto ya está preinscrito en el sujeto productor por sus condicionantes socio-históricos, entonces ¿podemos extraer algún valor crítico de su práctica, o sólo cabe considerarla a la luz de su condición de producto cultural, como cualquier otro objeto de consumo? Para esclarecer esta cuestión es necesario analizar previamente el escenario de recepción de las prácticas artísticas y las condiciones del sujeto-espectador contemporáneo. Como ya hemos comentado, el marco cultural es el responsable de los hábitos de experiencia de lo visual. Es necesario abordarlo desde dos aspectos fundamentales: el giro progresivo hacia una cultura de la imagen que se ha producido a lo largo del siglo XX –también llamado giro visual- y la estetización de la comunicación en nuestras sociedades. Hiperconectividad y nímesis sin fín Dos factores entrelazados parecen decisivos en el proceso de estetización de nuestras sociedades y en particular de sus redes de información: La hiperconectividad y la mimesis sin fin. Para Paul Virilio las nuevas tecnologías han aportado ante todo la “velocidad absoluta” en las telecomunicaciones y los transportes principalmente. Abren la posibilidad de experimentar la lejanía en la inmediatez del presente. La barrera del tiempo encara nuestra historia actual, y esa velocidad absoluta supone la verdadera amenaza para el siglo XXI, una perspectiva de tiempo real que sustituye a la perspectiva del espacio que heredamos del renacimiento. Las nuevas tecnologías han modificado irremediablemente nuestra experiencia del tiempo y del espacio. “Todo el problema de la realidad virtual es, esencialmente negar el hic et nunc, negar el “aquí” en beneficio del “ahora”” . Lo histórico, aquello que tiene una inscripción de causalidad en el tiempo, da paso a lo genérico del presente continuo. La pérdida de la historia como referente sobre la cual construir el pensamiento del presente da paso a la inmediatez de los acontecimientos, llamada “actualidad” o “news”. Con la emancipación del presente corremos el riesgo de perder el pasado y el futuro, lo cual es una amputación del “volumen del tiempo”. “El tiempo es volumen. No es solamente espacio-tiempo en el sentido de la relatividad. Es volumen y profundidad de sentido, y el advenimiento de . Estas interrelaciones son precisamente las que componen el ámbito de investigación de los Estudios Visuales y Culturales en EEUU., cuyo máximo representante en España es probablemente José Luis Brea, editor y redactor de la revista Estudios Visuales (publicada por el CENDEAC, Murcia). . Paul Virilio: El cibermundo, la política de lo peor. Madrid. Cátedra. 2005. p.46

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un tiempo mundial único que va a eliminar la multiplicidad de los tiempos locales es una pérdida considerable de la geografía y de la historia.” Las noticias parecen repetirse día a día en un continuo sin explicaciones, sin articulación de la historia, provocando la amnesia del individuo, condenado a aceptar su nueva condición de espectador pasivo del mundo. La obsesión por el directo, se convierte en la “tiranía del tiempo real” que sofoca toda brizna de reflexión y sentido en la fascinación del presente continuo, y lo más perverso es que esto ocurre sin que podamos reparar en dicha pérdida. Es una sensación combinada de ubicuidad, poder y placer absoluto desde la seguridad del hogar. La interpretación y posterior reflexión del ciudadano frente a la imagen acaba siendo sustituida por un acto reflejo, el del reconocimiento de la imagen como noticia. Su simple reconocimiento es condición suficiente para crear la “actualidad”, porque la función de la información ya no es generar realidad histórica y reflexión crítica sino sencilla conectividad dentro de un grupo social. Se trata de “estar conectados” o “en red” a través de móviles, chats, sms o correos electrónicos, compartiendo información de cualquier tipo sin que sea realmente digerida, sin sufrir la más mínima transformación. No decir nada, sino simplemente mostrar que estamos ahí, conectados, que pertenecemos al grupo, y para ello sólo necesitamos compartir las “news” que conforman la actualidad como nueva forma de sociabilidad. No importa que se trate de ocio, problemas medioambientales, sucesos, acontecimientos políticos o de la vida de los famosos, todo se iguala en datos para compartir. “Si no estás conectado te quedas fuera”, “Si no lo cuentas como sabes que ha sucedido”, así rezan algunos de los eslóganes publicitarios de móviles y otras tecnologías de red. Para hacerlo real tienes que compartirlo, porque la noción de real no es ya aquello que nos ocurre sin más sino que además debe poder ser transmitido. Como puede imaginarse esta transformación afecta al mismo orden de la verdad de lo real, desplazándolo a un segundo plano. La información ya no requiere ser verificada y contrastada para ser considerada o valorada, no necesita ser relacionada con su referente real, basta que sea útil para una eficaz comunicación, de modo que se rentabilice nuestra adhesión al grupo. “Lo que aparece es bueno, lo bueno es lo que aparece” escribía Guy Debord en La sociedad del espectáculo reubicándonos el valor de la realidad en el seno mismo de los medios y del espectáculo. El presente continuo como nueva forma de inscripción en el tiempo social requiere una alta capacidad de ingestión -aunque no necesariamente de digestión- por parte del telespectador. La sobreabundancia visual a la que está sometido le conduce a la “boulimia visual” pero sin el vomitorio que le devolvería, aunque sólo fuese por un instante, a lo real de su propio vómito . La capacidad de discriminación y selección de la información para su procesamiento se está deteriorando. Ya no seleccionamos y jerarquizamos los datos para producir sentido, sino para alcanzar un alto grado de conectividad con algún grupo humano. Este modelo de comunicación exige una atención permanente a las imágenes y la desconexión paulatina de . Virilio. Op. cit. p. 80-81. . Guy Debord: La sociedad del espectáculo. Madrid. Pre-Textos. 2000. p.41. . Miguel Ángel Hernández-Navarro: La so(m)bra de lo real: El arte como vomitorio. Valencia. Diputación de Valencia. Institució Alfons de Magnànim. 2006. 146 Pensar de Pintura


otros modelos de realidad que fueron predominantes hasta hace poco . El hiper-desarrollo de los medios de comunicación ha creado redes capilares de difusión y mediatización permanente de las imágenes (veáse CNN, Reuters, etc.) a través de un presente continuo retransmitido en directo. La noticia en tiempo real ofrece una ilusión fantasmagórica de “realidad objetiva”, ya que nada parece mediar entre ella y los acontecimientos, todo es transparente y cristalino tras la pantalla, todo está aconteciendo “literalmente” ante nuestros ojos. Es indudable que este poderoso mecanismo visual nos sitúa ante un nuevo régimen escópico que sacraliza las imágenes y blinda los discursos interpretativos que estas sustentan de todo cuestionamiento y duda. La televisión, Internet, la telefonía móvil, los navegadores con GPS son algunas de las tecnologías que nos mantienen en estado de tránsito y permanentemente “conectados”, es decir en el presente continuo. Además los medios de comunicación ya no median entre espectadores y realidad, ofreciendo una versión de esta, sino que producen directamente la realidad. Lo que vivimos está bajo la sospecha del engaño, mientras que la objetividad se alcanza tras las pantallas. Esta sustitución referencial sólo es posible gracias a este contexto de “todo ficcional” analizado por Marc Augé que sitúa a la televisión como elemento clave de este mecanismo debido a su presencia en la intimidad de la vida diaria y fundamentalmente por su capacidad de “ficcionalización” total, igualando acontecimientos de distinta naturaleza en un continuo e insidioso torrente de imágenes donde “(...) ya no es la ficción la que imita la realidad sino que es lo real lo que reproduce la ficción” . Estamos expuestos pues a una colonización de la mirada inducida por la puesta en escena de la información como “realidad objetiva” y por la temporalidad de la instantaneidad del montaje tele-visual que construyen un nuevo conocimiento de los acontecimientos: el re-conocimiento irreflexivo. Esta nueva epistemología de lo visual es el auténtico modelizador primario del mundo. Las tecnologías de visualidad mass mediáticas han impuesto la banalización visual hasta la saturación y han convertido cualquier otra forma de visualidad en reliquia histórica. El modelo teórico del arte como generador de nuevas formas de ver queda así reducido a eso: un modelo teórico sin una incidencia real en los modos de visualidad ya establecidos del espectador del arte. Este régimen escópico, que afecta a toda la visualidad en mayor o menor medida, tiene su modelo constitutivo en la imagen mediática. Las imágenes a medida que son reproducidas pierden en capacidad mediadora y ganan en capacidad mediatizadora que construye realidades estándardizadas Truecan el conocimiento por el re-conocimiento incesante. Además producen adicción. Se las busca ya no como referente a algo, sino por el placer inmediato que destilan. La fascinación por las imágenes, según Baudrillard estaría en su capacidad de corromper la realidad, “lo que fascina a todo el mundo, es la corrupción de los signos, es que la realidad, en todo lugar y en todo momento, esté corrompida por los signos, […] porque la perversión de la realidad, la distorsión espectacular de los hechos y las representaciones, el triunfo de la simulación es fascinante como una catástrofe; y lo es, en efecto, es una desviación vertiginosa de todos los efectos del sentido.” . Véase por ejemplo el modelo de realidad como un exterior al sujeto, como algo verificable y objetivable. . Marc Augé: La guerra de los sueños. Ejercicios de etno-ficción. Barcelona. Gedisa. 1998. p141 Daniel Lupión 147


La maquinaria mediática, o máquina mimética según la expresión de Adolfo Montejo, se mueve en su circularidad. “El horizonte estético de la máquina mimética se reduce a géneros, técnicas, funciones, a un sistema de aprehensión, de reconocimiento en lugar de conocimiento. Busca un modo estético que se adapte a su orden totalitario, monopolizador, regulado por sutiles categorías”. Es “como un conocimiento funcional, ajeno a los trasfondos” . El sentido no es interpretado o inferido sino que se produce por osmosis, el público queda eximido de pensar por cuenta propia. El imaginario se construye por inercia. En este sentido la máquina mimética se aleja de lo que la estética nos enseño sobre la mimesis, ese desvío de la copia exacta de la realidad exterior. Su peligro civilizatorio es precisamente su consentimiento a las representaciones ya existente, su aplauso, su servidumbre, el conocimiento hipotecado a la tranquilidad del consenso. Podemos decir que la cadencia y repetición incesante de las imágenes es “estetizante” en el sentido que ya no remite necesariamente a un referente externo, sino a si misma como forma de conexión, como una circularidad sin fin de la propia comunicación. Mientras que lo estético en la obra de arte era, según Jakobson, una remisión a su lenguaje como forma única e irrepetible. La singularidad de la obra era el señuelo que nos permitía distinguir una desviación productiva en el lenguaje natural. Aunque en ambos casos podemos hablar de autorreferencialidad, en la cultura visual contemporánea esta se da de forma improductiva lingüística y políticamente, consolidando, al contrario del arte, la estandardización del lenguaje como forma natural de este. Para M. Belén Sáez de Ibarra, “los diagnósticos y análisis de la vida contemporánea parecen confluir en la idea de un sistema, de un orden que es esencialmente artístico. Cuyo fetiche, y su mercancía más valiosa, es el lenguaje mismo, la comunicabilidad humana.”10 En este sentido, el espectáculo como forma de vida social predominante, no sería un producto del desarrollo tecnológico, ni de la industria de las telecomunicaciones, sino el resultado de la inflación de la comunicabilidad y de su mercantilización en todos los sectores de la vida, o dicho con sus palabras, “de la mercantilización de la potencia lingüística del hombre”. Esta hipercomunicabilidad se presenta como esfera autónoma y autorreferencial. Su actividad consiste en generar mayor comunicabilidad o, mejor dicho, conectividad, aunque ya no pueda revelar ni decir nada. “Quizá sea éste el efecto más perverso del espectáculo, deja al hombre . Adolfo Montejo: “La máquina mimética”, en Lápiz nº 30/231, p.146. 10. M. Belén Sáez de Ibarra: “Dolores del espectáculo. El modelo artístico de la producción social contemporánea: Un nuevo valor productivo del capitalismo avanzado”. Estudios Visuales nº 4. Diciembre 2006. p. 105.

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incomunicado en el espurio del fetiche en que se ha convertido la comunicabilidad misma.”11 O como dice el propio Agamben: “Lo que impide la comunicación es la comunicabilidad misma; los hombres están separados por lo que les une.”12 Ya no se adquiere capacidad de comunicar contenidos para su posterior procesamiento, sino simples competencias lingüísticas y comunicativas como un nuevo valor social, necesarias para pertenecer al parque humano de los “privilegiados de este mundo” sin necesidad de ostentar sus riquezas (lo cual sería “pornográfico” ante otra realidad de exclusión y pobreza perfectamente mediatizada). Estas competencias garantizan la in-corporación de los individuos al sistema a la vez que éste se dota de una poderosa maquinaria de autovalidación: todos deseamos pertenecer al “mejor de los mundos posibles”. Al permanecer hiperconectados todos garantizamos nuestra adhesión a la vez que la perpetuación del sistema. Nuestras sociedades están sometidas a un proceso de estetización como efecto de la autorreferencialidad sin fin de sus medios de comunicación. Sin embargo este proceso no aporta ningún tipo de plusvalía política, entendida como la aportación de alguna alternativa o crítica, como ocurría con el arte moderno y la desautomatización del lenguaje natural que debía provocar. La conectividad no produce ningún tipo de performatividad, ni de efectividad critica sobre sí misma, sino, al contrario, la amnesia y docilidad como estado psicológico del sujeto contemporáneo. Los medios de comunicación nos presentan un tumulto de hechos acontecidos y no intencionados, frente a los que permanecemos impotentes, “a la dictadura de los medios de comunicación le gustan los ciudadanos horrorizados e impotentes”.13 La pintura suceso Mientras la sociedad se estetiza, el arte y la pintura en particular tiende a funcionar como un suceso mediático, un dato informativo inocuo. Por muy bien intencionado, crítico o reivindicativo que sea el artista, en muchas ocasiones, sus realizaciones no tienen ningún tipo de repercusión en el público, salvo el de consolidar el consumo estetizante de los productos artísticos. La pintura, como cualquier otra práctica cultural está sometida a los nuevos hábitos de recepción y de comunicación a los que nos referíamos en el apartado anterior: el espectador del arte también se vale de sus estandarizadas competencias lingüísticas y comunicativas para “leer” el arte, aunque sepa que la pintura se sitúa en un eslabón superior de la escala cultural. Al público, en general, le basta con saber que el valor de cambio (como transacción económica) es superior al de otras mercancías para poder 11. M. Belén Sáez de Ibarra. Op. Cit. p. 105. 12. Giorgio Agamben: Medios sin fin. Notas sobre política. Valencia. Pre-textos. 2001. Citado en M. Belén Sáez de Ibarra, “Dolores del espectáculo. El modelo artístico de la producción social contemporánea: Un nuevo valor productivo del capitalismo avanzado”. Estudios Visuales nº 4. Diciembre 2006. p. 105. 13. Giorgio Agamben: Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida. Valencia. Pre-Textos. 1998.

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deleitarse sin remordimientos ante sus cualidades estéticas. El desconocimiento de su sentido (intencional) o función (extensional) no suele ser un problema para su consumo. El aún persistente misticismo del arte, la creencia en un significado oculto y misterioso que no es necesario desvelar puede llegar a ser una plusvalía mercantil. En definitiva el arte tampoco escapa a los mecanismos de autovalidación del entramado cultural. En este sentido la posibilidad de una “arte político” destinado a un público en general es un espejismo. Su ineficacia es consecuencia de la disolución del propio sentido de lo político en su acepción moderna, entendido como un acto de reivindicación o de denuncia para asegurar la emancipación social. Toda acción subversiva es inmediatamente contestada por el sistema capitalista que asimila y legitima todas las prácticas como un gesto autocrítico, pareciendo garantizar así la total libertad de expresión en su seno. El nuevo orden social del “capitalismo de ficción”, según la expresión de Vicente Verdú, aspira a ostentar su vehemente pretensión a ser una máquina de inclusiones en una sociedad sin clases, sin racismo ni discriminación de género, dónde todas las voces puedan expresarse, por más que al mismo tiempo se establecen nuevas jerarquías y discriminaciones. Todas las voces pueden ser emitidas pero sin posibilidad de convertirse en motor de cambio real, en otro modelo de sociabilidad, ya que la comunicación ha sido reducida a mera comunicabilidad. Todas tienen cabida en el sistema que las incorpora en su estructura sin que esta se vea afectada. Con este mecanismo de asimilación total el capitalismo asegura la autoridad indiscutible del nuevo orden social. El arte, como otra voz, también tiene que resignarse a su ineficacia si quiere subsistir en las sociedades neoliberales. Según Piedad Solans, primeramente se reconvierte en la “marca” Arte para lograr la legitimación social y mediática de su existencia. Tiene en definitiva que realzarse como un producto más, pero con una función “política” específica. Frente al vacío ético de las prácticas del capitalismo –mecanismos de vigilancia, consumo, créditos, oferta y demanda, publicidad, etc.- al Arte se le reserva la función de plantear una moral políticamente correcta. En contradicción con su ínfima efectividad política, sobre la marca Arte reposa parte de la legitimidad ética de las políticas del sistema. Se inserta en las estructuras para fluctuar en una ambigüedad sin riesgo, en un nivel casi decorativo. “Una política que –dado el carácter de inutilidad del arte- no pasa al plano público más que a través de la exposición en los centros adecuados para ello y mediante la imagen de las grandes industrias mediáticas e institucionales y unas políticas de inserción o exclusión. La marca Arte existe para demostrar que las democracias y el capitalismo neoliberal permiten y garantizan la libertad de expresión y aceptan todos los excesos simbólicos en el plano de lo artístico –aunque no en el de la realidad-.”14 En este sentido el arte llamado “político”, por muy radical que sea su crítica, en cuanto entra a formar parte del entramado cultural contribuye por partida doble a la estabilidad del orden imperante: como garante de una supuesta libertad de expresión y como retórica comunicativa improductiva. 14. Piedad Solans: “Las máscaras de la mercancía” en la revista Lápiz nº 221, p. 51.

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Para el sujeto-espectador de la tele-visión la información al igual que la pintura se convierte en suceso, un nuevo paradigma cognoscitivo del mundo. Las nuevas tecnologías de la visualidad imponen una domesticación de los cuerpos por los medios, una aceptación dócil. Requieren una continua y extenuante adaptación que no deja lugar ni otras alternativas ni a la crítica. En este sentido J. Habermas advierte que las democracias contemporáneas tienden a subordinar el control social a la funcionalidad técnica, es decir, no hacen del control una finalidad en sí misma, sino que se preocupan de él sólo cuando una ausencia de control puede poner en peligro el sometimiento a la técnica. Por eso las democracias contemporáneas permiten múltiples espacios donde puede haber actos y situaciones de libertad, sin funcionalidad alguna, pero que tampoco son contra-funcionales, como los escenarios del arte. Cualquier actividad estaría pues sometida a una autoexigencia de adaptación, una suerte de imperativo interno que pretende proveer de sentido todas sus actividades. Estado y sociedad civil ya no buscarían finalidades distintas, sino que ambos exigen la valorización del capital mediante medios tecnológicos15. El principal medio para valorizar el capital es la adaptación de las personas a la tecnología. Esta adaptación no consiste sólo en adquirir cierto tipo de habilidades o saber hacer cierto tipo de cálculos, sino también en adquirir cierto lenguaje, actitudes y comportamientos sociales que aseguren la ausencia de conflictos laborales, sociales y políticos. En un primer momento, el principal de los comportamientos buscados es el limitar los deseos a los fines alcanzables con los medios disponibles. La limitación del deseo no se logra mediante la represión policial, salvo esporádicas situaciones de crisis, sino mediante una educación, continua desde la infancia16. Sometidos los cuerpos al nuevo paradigma espacio–temporal de la experiencia tele-visual ni siquiera la pintura, a pesar de toda su tradición en el campo de la representación y la interpretación, tiene reales opciones de presentar alternativas efectivas. La pintura, en su fase de recepción por lo menos, también acaba acatando la lógica cognoscitiva del suceso tele-visivo, algo que acontece allí y ahora, que tiene fecha de caducidad y que se sucede a sí-mismo. De ahí la facilidad de la industria cultural en convertirla en acontecimiento masivo como parte del espectáculo total. La pintura se muda en suceso deseable, asequible y transitorio en el espacio del museo mediatizado. Desde el momento en que el sentido de la pintura está sobredeterminado por sus contextos de recepción, la representación pictórica pasa de ser lenguaje a convertirse en “imagen disponible” y se comporta como tal. Se expone a una pérdida de su potencial reflexivo, crítico y subversivo.17 Cabe entonces preguntarse si la pintura puede resistirse 15. Jürgen Habermas: Teoría y Praxis. Madrid. Technos. 1990 16. Sobre la necesaria adaptación a la tecnología en la sociedad tardocapitalista, consultar Hernán Neira, “Lo público, lo privado y lo doméstico en el capitalismoTardío”, en La ciudad y las palabras. Santiago de Chile. Editorial Universitaria. 2003. 17. Susan Buck-Morss, por ejemplo, ha desarrollado uno de los discursos mejor articulados y sugerentes sobre el nuevo estatus de la imagen. Considera que “El mundo-imagen es la superficie de la globalización. Es nuestro mundo compartido. Empobrecida, oscura, superficial, esta imagen-superficie es toda nuestra experiencia compartida. No compartimos el mundo de otro modo. El objetivo no es alcanzar lo que está bajo la superficie de la imagen sino ampliarla, enriquecerla, darle definición, tiempo. En este punto emerge una nueva cultura” Susan Buck-Morss “Estudios visuales e imaginación global” en José Luis Brea (ed.) Estudios Visuales nº 2, 2004. p. 145.

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a la tiranía de la maquinaria mediática, a su reducción a simple conectividad. Asistimos al vaciamiento del lenguaje visual en general, y esto no se debe a una supuesta frivolidad o banalidad del contenido de las imágenes, sino a nuestra incapacidad de producirlas y experimentarlas en el contexto de la sociedad estetizada. Más que generar objetos o imágenes novedosas el arte debe trabajar en la producción de herramientas para dotarnos de cierta autonomía en la construcción de la mirada: Producir actos de ver que apelan al sentido, que trabajan con la memoria, que ejercen nuestra capacidad crítica sobre la “normalidad” visual, que reclaman nuestro derecho a autodeterminarnos como sujetos. Pero este programa no puede darse al margen de la cultura visual. El arte vive de esa tensión, toda actividad artística tiene la obligación de reconocerla y reaccionar en consecuencia. Si no lo hace la industria cultural será la encargada de atribuirle el lugar que le corresponde en el engranaje mediático. Si no lo hace se convierte automáticamente en cómplice del sistema –hacerlo tampoco significa que tenga que trabajar a la contra, sino críticamente. Tal y como apunta Piedad Solans, “No se ha reflexionado suficientemente, a nivel público, sobre la carencia de límites del capitalismo con respecto a las imágenes, su frívola y violenta manipulación con el único fin de la explotación del deseo y el control del consumo, el ocio y la información, creando las condiciones para existan y se propaguen consignas de vida, cultos y mitos que se solapan y confunden con sus dobles más siniestros”18. El arte debe reaccionar a esta inflación visual, debe ser el desencadenante de una nueva ecología de las imágenes, y para eso valen todo tipo de interferencias, disonancias o ruidos. La disolución del signo Ya en los años 60 del siglo pasado, algunos artistas acentuaron la crisis patente de la representación al extenderla también al arte. Advirtieron de la imposibilidad de significación de la pintura en un contexto de connivencia entre mercado e institución. Así para el artista belga Marcel Broodthaers, el contexto de la obra es un campo ficticio, gobernado por convenciones de uso que no tienen ningún fundamento (ontológico) y que se basa en argumentos de autoridad que el artista podrá eludir libremente. La obra, como objeto de intercambio económico y simbólico, está sometida a las operaciones autoritarias del lenguaje, sin función semántica por sí misma. Broodthaers adopta la concepción de un vacío central que libera totalmente al objeto de toda sujeción y de toda convención: lo utiliza, en definitiva, como una “palabra cero”. Todos los objetos de sus instalaciones parecen rebotar los unos contra los otros, como en una “cámara de ecos” cuya finalidad es un juego autorreferencial de resonancias infinitas. Esta dilución del mensaje, se traduce en su obra por la multiplicidad de lecturas propuestas, todas ellas escurridizas, simultáneas y superpuestas. En ningún momento queda la obra “clausurada”, determinada por un sentido originario o por las intenciones del artista sino que, al contrario, se pone de manifiesto su total volatilidad de sentido, a merced de cualquier fijación discursiva 18. Piedad Solans: “El espectáculo de las imágenes”, en Lápiz nº 178, p.18.

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autoritaria. Las imágenes-objeto de sus obras ha dejado de significar por sí-misma, se han petrificado en el fetichismo del significante a la vez que nos muestran los condicionantes autoritarios que las hacen posible. Este y otros artistas dejaron claro que toda estructura semiótica, incluido el arte, es una estructura de poder, recordándonos el principio foucaultiano que describe cualquier enunciado como un figura de autoridad. En definitiva, más que las intenciones o actos voluntarios del autor, son los condicionantes históricos e institucionales los que confieren artisticidad y poder simbólico. Estos condicionantes, en realidad, sustentan la supuesta “evidencia” del enunciado artístico. Lo cual compromete definitivamente la recepción fenomenológica y directa del significado. Las estrategias artísticas de Broodthaers y otros contemporáneos suyos comparten muchos aspectos metodológicos con lo que Roland Barthes definió como textualidad en los años 60. Para los pensadores postestructuralistas como Barthes, Foucault o Derrida, tras el “giro lingüístico” como campo académico de principios del siglo XX, sobrevino el “giro textual” en la década de los 60, como modelo teórico transversal y también como estrategia artística. El “arte como texto” se basaba en el principio barthesiano de red de textos sin autor. Ante esta nuevo modelo teórico se resquebraja el viejo orden jerarquizado de valores originaros y se pasa a un régimen de signos equivalentes, donde la significación opera desde el afuera del objeto de estudio. En S/Z Barthes nos habla de estar entrando “en el proceso ilimitado de las equivalencias” en cuanto se pasa del índice, que tiene un origen causal, al signo, que no lo tiene. Una vez iniciado el proceso, las representaciones ya nunca pueden detenerse, orientarse, fijarse o sancionarse. Los dos elementos del signo, significante y significado “giran en un proceso sin fin: lo que se compra puede venderse, lo significado puede convertirse en lo significante, etc.”19 Por otra parte Jacques Derrida ha descrito la ruptura epistemológica que se produjo en la lingüística estructural moderna. “Este fue el momento en el que el lenguaje invadió la problemática universal, el momento en el que, en ausencia de un centro u origen, todo se convirtió en discurso […], es decir, un sistema en el que el significado original o trascendental nunca está absolutamente presente fuera de un sistema de diferencias. La ausencia de significado trascendental amplía al infinito el dominio y el juego de la significación”20 Estas y otras observaciones le conducen a su noción de “différance”, apreciación indisoluble entre el momento de la expresión y el del significado, donde el significado es siempre aplazado, siempre rebotado hacia otros signos. A su vez Foster comenta que la disolución del signo ya se estaba anunciando de modo progresivo a lo largo del arte del siglo XX. El primer paso del arte moderno consistió en poner entre paréntesis al referente en búsqueda de una autonomía del arte, lo que dio lugar a muchas de las manifestaciones del arte abstracto. Este desplazamiento del referente también permitió explorar la arbitrariedad del signo, como en las obras de Magritte o las exploraciones analíticas del primer cubismo, las reacciones anarquistas de Dadá, o las 19. Roland Barthes: S/Z (1970), Madrid: Siglo XXI. 1997. p.40. En este libro Barthes rastrea grietas en el orden simbólico del siglo XIX analizando la novela de Balzac Sarrasine, y pone como ejemplo de índice “la pertenencia a una clase aristócrata sustentada en su origen genealógico, y su tambaleo debido al acoso del signo, movido por el nuevo orden del intercambio capitalista”. 20. Jacques Derrida: La escritura y la diferencia (1978), Madrid: Alianza Editorial. 1989. p. 279.

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operaciones transformativas del cubismo ruso.21 Más adelante, artistas como J. Johns o el propio Broodthaers empezaron a trabajar en la disolución del signo, desde su propia estructura significante, incluso antes de que se emitieran teorías como la de Barthes o Derrida (de 1970 y 1978 respectivamente). Ambos artistas llevaron la disolución hasta el punto en que los significantes (palabras, letras, cifras, imágenes) se hicieron literales, liberados del lastre de sus significados. Mostraron así el proceso de reificación (cosificación) que convierte los signos en significantes flotantes, cuyo significado queda pendiente de fijación por algún discurso cultural imperante, lo que antes hemos llamado la sobredeterminación de su sentido en los contextos de recepción22. Según Foster podemos resumir el paso de la modernidad a la postmodernidad como un proceso de abstracción: Primero el referente es abstraído en la alta modernidad; luego el significado es liberado en la postmodernidad, ampliando “al infinito el dominio y el juego de la significación”. La disolución del signo afecta a todos los ámbitos de la sociedad, potenciando la pérdida de producción de sentido y el régimen de hiperconectividad. Sólo desde la toma de consciencia de estos mecanismos puede entenderse que el arte crítico recondujese sus objetivos desde la crítica ideológica hacia el desmantelamiento de la construcción del sentido como algo dado, evidente o natural. En los 90 aparecen nuevas prácticas y nuevas estrategias artísticas, ocupadas en los fundamentos organizadores del orden social, las políticas de identidad individual y colectiva, los debates de género y postcoloniales, las micropolíticas de lo cotidiano o las prácticas de comunicación en la cultura visual que se hacen cargo de esta nueva actitud. Ante este nuevo panorama, la pintura parece no poder estar a la altura y tener que resignarse a permanecer al margen de estas nuevas prácticas de deconstrucción del sentido de las instancias del poder. En un primer momento, su lenguaje parece demasiado anquilosado en estructuras institucionales como para poder operar desde la criticidad. En el próximo apartado intentaremos mostrar la inexactitud de esta afirmación. la sospecha vacilante de la pintura “No lo entiendo, algo ocurre”. En cuanto logro con la práctica artística esquivar mi razón, desafiar la teleología de la obra, su trabajo en el consenso como manifestación o ilustración de algún discurso al uso, entonces tengo la certeza de que algo está ocurriendo en el ámbito específico e irreductible del arte. Si queremos evitar las trampas del arte político, la experiencia del arte crítico debe nutrirse 21. En Hal Foster: El retorno de lo real. La vanguardia a finales de siglo. Madrid: Akal. 2001. pp. 75-99. 22. Pierre Bourdieu nos da un claro ejemplo de sobredeterminación del sentido ejercida por el contexto de recepción del arte, generando un uso interesado de su función. Sostiene que la función primordial de las instituciones del arte, es la de preservar las diferencias de clases. Esta desviación de sentido afecta a toda obra que entra a formar parte de los circuitos institucionales del arte y se da gracias a la flotabilidad de los signos artísticos. “[…] no hay percepción que no incorpore un código inconsciente y que evoque radicalmente el mito del “ojo nuevo” como una concesión a la ingenuidad y a la inocencia.” Es fácil generar un misticismo del sentido, basado en “el mito del ojo nuevo”, es decir la sensibilidad al arte como un don natural, para favorecer intereses propios. En este caso se veta el acceso a la cultura a los grupos más desfavorecidos, aquellos que no tienen predisposición artística, preservando así las diferencias de clases, apropiándose de la producción artística como índice diferenciador. Pierre Bourdieu: “Elementos de una teoría sociológica de la percepción artística” en A. Silbermann y otros: Sociología del arte. Buenos Aires. Nueva Visión. 1971. p 47.

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de la contradicción y desamparo del autor en la fase de producción. Lejos queda el “¡Ya está!” afirmativo como respuesta persuasiva a un problema planteado o como ilustración plástica del pensamiento conceptual, lejos también la pregunta incisiva, la duda racional y sistemática como método de trabajo. Sólo queda el gesto vacilante de quién trabaja desde la impugnación de sus propios medios, de quién pregunta desdiciéndose, de quién pone en crisis lo ajeno y lo propio. Arrojar la sospecha sobre nuestra propia mirada, fisurar sus estándares de experiencia, es probablemente la última parcela diferenciada de la función política del arte. Lo que Jacques Rancière llama el trabajo en el disenso. “Lo que entiendo por disenso en general no es el conflicto de las ideas o de los sentimientos. Es el conflicto de diversos regímenes de sensibilidad”. Para este autor el trabajo del arte es un trabajo en la ficción para “cambiar los marcos y las escalas de lo que es visible y decible”, par producir “rupturas en el tejido sensible de las percepciones y en la dinámica de las reacciones”. Pero advierte inmediatamente después que este trabajo no es causal, ya que no existe relación de continuidad entre la intencionalidad de un autor, la comprensión intelectual y la movilización política, sino que sólo podemos contar con el desconcierto que nos produce la suspensión de lo estético, es decir precisamente la ausencia de dicha cadena de causalidad. De ahí también que no podamos volver a un arte crítico o político tal y como lo entendíamos hace dos o tres décadas ya que existe una dislocación entre sus fines y sus formas reales de operatividad: hoy en día la toma de consciencia de una determinada visión del mundo no provoca una voluntad de participar en su transformación. Sin embargo muchas prácticas siguen basando su potencial político en la confianza en dicha cadena. “Estos dispositivos siguen ocupando nuestras galerías y museos, acompañados de una retórica que pretende hacernos descubrir el poder de la mercancía, el reino del espectáculo o la pornografía del poder. Así como nadie en este mundo es lo bastante distraído como para necesitar que se le señale, el mecanismo gira sobre sí mismo y juega de la indecisión misma de su dispositivo. Una misma exposición puede así haber sido presentada en Estados Unidos bajo un título soft-pop “Let´s entertain” y en Francia bajo un título situacionista hard “Más allá del espectáculo”” 23. La volatilidad del sentido, propia de la era de la disolución del signo, va acompañada de una ineficacia política que convierte estas prácticas en cómplices del sistema de consenso de nuestras sociedades. Para Rancière La palabra consenso significa mucho más que el acuerdo entre los partidos parlamentarios de derecha e izquierda sobre los grandes temas que afectan a una nación. “El consenso significa el acuerdo entre sentido y sentido, es decir, entre un modo de representación sensible y un régimen de interpretación de sus signos. Significa que, sean cuales sean nuestras divergencias de ideas y aspiraciones, 23. Jacques Rancière: “Estética y política: las paradojas del arte político” (Traducción Daniel Lupión). En VVAA.: Las imágenes del arte, todavía. Cuenca. Diputación General de Cuenca. 2007. No indico la paginación de los extractos citados porque el libro del que procede no ha sido publicado todavía.

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percibimos las mismas cosas y les damos el mismo significado. Entendido como lógica de gobierno, el consenso nos dice que existen diferencias de intereses, de valores y de aspiraciones en nuestra población. Sin embargo existe una realidad objetiva cuya lógica se impone a todos por igual y que coloca a todos ante los mismos problemas. […] Con este panorama la evidencia de la lucha contra la dominación capitalista mundial que apoyaba tanto formas del arte crítico como de conflicto artístico se desvanece.”24 En estas condiciones la colisión de elementos heterogéneos que se proponía el arte crítico de los setenta, como en algunas obras de Marta Rosler, no encuentra en el consenso generalizado un marco favorable para su experiencia, “no encuentra ya su analogía en el choque político de mundos sensibles opuestos”. La inoperatividad del arte político se debe en general a la decepción en cuanto a las expectativas que despierta, siempre consideradas desde la perspectiva moderna de la emancipación y la transformación social. Sin embargo existe otro tipo de ineficacia directamente asociada a la incapacidad del público de experimentar críticamente el arte, o lo que es lo mismo, a su imposibilidad de salir de un régimen de experiencia dado. La facultad de pasar de un régimen de experiencia de lo sensible a otro es precisamente la que ha quedado irremediablemente dañada por el advenimiento de las sociedades de la hiperconectividad. Nunca la máxima accesibilidad a la información había sido tan antidemocrática, en el sentido de trabajar a favor del consenso sobre lo ya existente y de su incapacidad para producir diferendo crítico. Más democracia no es sólo más participación e interactividad, sino también mayor posibilidad de intervenir en la construcción de los sentidos del mundo. Ahora bien, a una escala muchísimo más humilde, podemos afirmar que determinadas prácticas artísticas, sabedoras de su condición de sometimiento a la cultura visual imperante, siguen generando diferendo crítico a pequeña escala. No se trata ya de elitismos sino de potenciar islotes de resistencia donde micropúblicos tienen una predisposición abierta a la experiencia crítica del arte, es decir a penetrar en nuevos regímenes de experiencia, a dejarse afectar. “Un arte crítico tiene menos de un arte que revela las formas del poder que de un arte que modifica las líneas divisorias existentes entre los regímenes de representación sensibles, por ejemplo situando en el régimen de la ficción declarada de las palabras y de las imágenes situaciones que el régimen dominante de la información nos presenta como único registro de lo real. El sentido primero de “crítica” significa: aquello que se refiere a la separación, a la discriminación. El arte crítico es aquel que sitúa la separación en el tejido consensual de lo real (…)”25. El arte en este sentido no es más que una contribución, un impulso a un movimiento que ya estaba en marcha, que ya estaba generando pensamiento alternativo desde otros ámbitos del conocimiento. No es, como se suele pensar, un activador de consciencias por sí mismo y a priori, sino que requiere un contexto favorable para su experimentación en el disenso. El arte es ante todo un dispositivo relacional que trabaja con los discursos culturales en vigor, 24. Rancière. Op. Cit. 25. Rancière. Op. Cit.

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poniéndolos en tensión. Por esa misma razón sus efectos performativos suelen ser otros discursos que tratan de acoplársele para fijar su sentido, en un intento de rellenar el vacío racional que produce. La función del arte es entonces desafiar los discursos que cubren la retina, dislocando la mirada, convocando una y otra vez la palabra pero sin permitir que se fije en la redefinición la mirada. A ese estímulo del arte podríamos llamarle “suplemento”, usando la terminología de Deleuze, algo que va más allá de la ilusión de una relación uno-auno entre el mundo y la representación. Un suplemento incómodo que no se deja reducir a ninguna lógica de la mirada. En este sentido ¿qué otro medio ha asumido más que la pintura su insuficiencia como práctica política directa, como efecto que no se puede garantizar? Esta circunstancia que hace unos años era señal de su ineficacia crítica y de su rendición a las lógicas de mercado es ahora la condición mínima de cualquier arte que se quiera verdaderamente político; un arte que asume los límites propios de su práctica y que se niega a controlar y anticipar su efecto, que trabaja en la suspensión estética. Desde su producción la pintura puede funcionar como un táctica coyuntural y puede ejercerse como una agresión de la mirada –empezando por la del propio artista-, un no querer discurrir por los senderos seguros en los que se fija a los discursos, un balbuceo de la mirada en busca de sentido. Su carácter coyuntural radica en la necesidad de desafiar permanentemente a la mirada y su fuerte capacidad de asimilación de discursos. La indeterminación, la sospecha de lo existente desde la vacilación de su propio decir, es lo que provee a la práctica pictórica contemporánea de su potencial de puesta en crisis de la mirada. La pintura sólo puede trabajar asumiendo la lógica del suceso y de su comunicabilidad, a la que ella misma está sometida. Sólo así puede tratar de generar un desplazamiento, un extrañamiento en la aparente naturalidad de los registros de lo real. Pero su eficacia no depende del acierto de su estrategia sino de la suspensión del análisis y la reflexión, de la introducción de la duda sobre su propio método y el acto de voluntad autoritario de la enunciación (de aquel que quiere entender o preguntar o decir). Pintar es entonces como una agresión a nuestra propia mirada, arrojando en todo momento la sospecha de la validez y legitimidad del mismo proceso del mostrar.

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AGRADECIMIENTOS: Nuestro más cariñoso agradecimiento al personal del Vicerrectorado de Cultura de la UCM, y en particular a Joaquín Martín Moreno, Sonia López y Enrique Krause, sin cuya colaboración y apoyo no hubiese sido posible la exposición.



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