Ponencia Evaluación Cong Pedagógico 2012

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EVALUACIÓN ¿META O BARRERA PARA LA CONSTRUCCIÓN DEL CONOCIMIENTO?

Prof. Lic. Nancy Cejas y Prof. Lucas G. López Martín (ESBN° 2 “José de San Martín”)

En torno a la evaluación suele girar el trabajo docente. Y eso suele ser un problema y generar crisis. No intentaremos dar la solución a todos los problemas que engendra la evaluación hoy. No podríamos hacerlo. No intentaremos dar métodos y recursos para evaluar porque creemos que la clase es, esencialmente, una dinámica individual. Sí buscamos pensar la evaluación, qué es y para qué sirve. Sólo intentaremos abrir un espacio para que entre todos, generemos aproximaciones a las respuestas.

Cuando el hombre mesopotámico comenzó a desarrollar la escritura constituyó las bases de la relación poder-conocimiento. Codificó el saber, lo encerró en un conjuro que sólo los iniciados podrían conocer. No es casual o arbitrario que las palabras “mago” y “maestro” deriven de la misma locución latina. El maestro es un mago, un iniciado, una persona que conoce ciertas artes que permiten modificar la realidad. Para lograr la supervivencia de ese saber, de ese valor, el mago necesita de aprendices, de personas a quien iniciar en el camino del conocimiento, en el camino para descifrar esa velada riqueza que le permita crear un mundo distinto, una manera de re-construir la realidad.

Una esperanza de cambio. Enseñar es

mostrar, de algún modo, las artes secretas del cambio, de la modificiación. Por ese motivo, por ese poder, al alumno-aprendiz se le imponían ciertas “pruebas”. Probar su capacidad para detentar el conocimiento. Quien no fuera capaz de soportar tal peso, no era merecedor de decirse sabedor de ciertas artes. Las pruebas, no necesariamente eran la comprobación del saber, sino la constatación de que el aprendiz (el discípulo, mejor dicho) era apto para aprender y apreciar ese valor. Así fue durante la Edad Media, cuando el saber debía encerrarse en el claustro, donde se ocultaba bajo siete llaves y amenazas de condenas eternas. El saber debía ser condicionado y limitado. El saber debía ser alejado de los “comunes”.

Quizás una imagen muy clara la

expuso Umberto Eco en “El nombre de la rosa”, donde el conocer ciertos aspectos de la realidad se consideraba peligroso. Peligro que surgía de la libertad y de la alegría. La alegría es de todos y, para el poder hegemónico, no es conveniente que se entienda que se puede ser alegre y libre. Y que uno de los medios más válidos para lograr la libertad y la alegría es el saber. No es extraño este ejercicio restrictivo, represor de la libertad. No nos es lejano. Como en la Edad Media, como si el Santo Oficio no hubiera dejado de ejercer su terror, los procesos dictatoriales del siglo XX y, aún algunos en la actualidad, demuestran el miedo que provoca el conocimiento. Nosotros, sin ir más lejos en nuestro país, sabemos de prohibiciones y quemas de libros. Sabemos en este siglo de bombardeos a museos y bibliotecas en medio oriente. Y


sabemos de la destrucción sistemática de un sistema de aprendizaje en pos de la creación de personas aptas para la explotación laboral, destrucción comandada por una cultura del consumo y del entretenimiento que se posiciona muy por arriba de la institución matriz del saber, la escuela y ejerce un poder omnipresente que enajena al individuo para alienarlo.

Cuando, pasados los resplandores renacentistas y la oscuridad barroca, el Iluminismo instituyó el saber y la libertad como base y esencia para el desarrollo humano (alejándose así de la ya vetusta idea del poder como construcción violenta y mística de las sociedades imperiales, feudales o monárquicas) corrió el riesgo de desatar una furiosa carrera de libertades. Según esta lógica y durante un tiempo, la norma regente permitía suponer ilusoriamente que quien supiera tendría poder. Y, si todos podrían saber -ya gracias a Güttemberg y a la masificación de la escritura-, todos podrían tener poder. Por esto, creó una institución que controlara cuánto podrían saber los otros, los que estaban por fuera del poder. De esta manera se establecieron formas más sutiles de prohibición, de restricción. Ya no se quemaba los libros, sino que se creaban específicamente para que el saber en sí, aquello que se aprende, fuera una prohibición. Es decir, se pensó la escuela como un ámbito de formación restrictiva del Estado. Un órgano de difusión de las ideas que sirvieran para construir ciudadanos, ya no individuos libres.

Fue en ese momento cuando la historia que hoy vivimos comenzó a girar. El saber (saber en el sentido renacentista, la búsqueda hasta el desvelo del conocimiento entendido como “la verdad” y la alegría y la libertad que da esa búsqueda del saber oculto y mágico porque permite modificar fantásticamente la realidad), ese saber se transformó en un peligro para esta forma de Estado que comenzaba a surgir. Había un punto en común con la Edad Media: el saber en una época de construcción de identidades nacionales y culturales no podía quedar en manos de todos. Así se piensa la institución escolar que constituye una doble entidad de entrega (muestreo, enseñanza) del saber, pero, también, de orden y control. La construcción de un sujeto gobernable y, a su vez, soberano que eligiera -inconciente- a sus respresentantes. Ese sujeto sería creado por el Estado y para el Estado con el fi n de mantener la estructura que le permitiera sobrevivir. El Estado se autoabastecería. Ley tras ley de educación nos muestran qué sujetos quiso construir cada estado. Desde la Ley 1420, pasando las prácticas doctrinarias y beneficiantes del primer peronismo de la abundancia hasta la ley Federal de Educación y la destrucción de los conceptos de productividad (de productos y, también, de saberes) podemos analizar y entender la construcción epistemológica del sujeto-gobernable-soberano que se ha querido crear para cada momento histórico.

Para lograr que este sistema funcione, se necesitaba un método de contrastación empírico-


positivista para comprobarlo. Éste, siempre, fue la evaluación. En el sentido más amplio del concepto podemos entender que la evaluación es la comprobación fáctica de la adquisición de un conocimiento. Si el alumno no aprende lo que el docente-Escuela-Ministerio no sirve, es un fracaso. La evaluación creemos no es un mecanismo propia de la educación, pues, por ejemplo, también evalúan los médicos. Sin embargo, lo hacen desde otro punto de vista. Ellos evalúan las condiciones sígnicas y sintomáticas del paciente a través de lo que llamamos “ojo clínico”. Y, ante la empírica comprobación de la imposibilidad de establecer un diagnóstico objetivo por este método “mágico” -con sólo mirar al paciente-, se recurrirá a un “análisis” ciertamente objetivo, al análisis objetivo de los aspectos químicos. Pensándolo desde este punto de vista, de algún modo, los docentes somos médicos, también. Es decir, también aplicamos nuestro ojo clínico (“cuando entro a un aula ya sé qué alumnos aprobarán y cuáles no”, no es una frase ajena a nuestra profesión) y, sin embargo, (mayormente) nos vemos obligados a recurrir a técnicas “objetivas” de obtención de esa comprobación: la evaluación examinadora formal -en cualquiera de sus tipos- y, su consecuencia natural, la nota. En general, damos por sentado que la enseñanza provoca el aprendizaje, entendiendo la asimetría necesaria que existe entre enunciador-docente y enunciatario-alumno, suponemos , per se, que enseñar es aprender. Y que ese aprendizaje es mensurable por medio de la evaluación. El gran problema de este esquema cerrado (y, ciertamente, arcaico) es que los resultados de la dinámica no siempre son los esperables. Irremediablemente, consideramos que, cuando las cifras estadísticas son negativas, se presenta el fracaso escolar -de la institución personificada en el docente y su método de enseañanza o que el alumno ha fallado (“los chicos no estudian”, “los pibes son abúlicos”, “los alumnos no trabajan”). Ante esto estructuramos mecanismos para revertir la situación y creamos estadíos de “recuperación” -mesas de exámenes, recuperatorios, trabajos domiciliarios, clases de apoyo, planes para mejorar el aprendizaje, etc.- Todos ellos, suerte de deus ex machina que permiten la solución de la estadística (aunque no necesariamente del aprendizaje). En realidad (en la realidad práctica, constatable, real, la realidad del aula), no importa mucho cuánto ha aprendido el alumno, sino que demuestre, con un documento manifiesto, que sabe cómo es el conocimiento que debe tener. Estas ortopedias a las que muchas veces nos obliga el sistema escolar y no, necesariamente, nuestra conciencia docente, son fruto de la falta de cuestionamiento y reflexión que podemos ejercer desde la agobiante cotidianeidad. Estamos atribulados por cuestiones que nos sobrepasan (seamos realistas, esta profesión es nuestro trabajo, es una profesión que nos permite alimentarnos y para lograrlo debemos sobrecargarnos de horas de clase que nos permitan tener un sueldo medianamente aceptable; no es solamente una vocación) y no tenemos ni el tiempo ni el espacio para reflexionar sobre nuestra tarea. Esto suena a “echarle


la culpa al docente”, sin embargo. El sistema educativo no nos brinda el espacio de reflexión y, lo que es mucho peor, tampoco la alternativa para aplicar las distintas opciones y técnicas que deriven de la posible puesta en crisis de nuestro trabajo. ¿Qué es la evaluación? ¿Qué función cumple, Qué objetivo tiene? ¿Qué métodos y procesos debemos aplicar para evaluar? ¿Qué debemos evaluar? ¿Cuál es la manera más conveniente de evaluar? ¿A quién evalúo y para quién evalúo? ¿Quién debería evaluar? Éstas (entre muchas otras) son preguntas que no siempre podemos hacernos. Y, mucho menos, contestarnos. Y, aunque lo hiciéramos, -y aquí estalla la trágica paradoja- no tenemos posibilidad de realizarlo:“los alumnos deben tener tres notas, una de evaluación, y los trimestes cierran en tales fechas... ah, los niveles de desaprobados son muy bajos, profesor. El señor inspector ya manifestó su preocupación”. Entonces, sólo nos queda realizar los escritos y/u orales y/o trabajos prácticos que “ayuden” al alumno a obtener la dichosa calificación que todos (familia, directivos, alumnos, inspectores) desean, perdiendo muchas veces el aprendizaje en el camino. “¿Qué puedo enseñarle si en los años anteriores no aprendió nada?, ¡este chico no sabe nada!”

Volviendo a lo antedicho con respecto a la institución-escuela, estamos en una situación de permanencia. Es decir, todo sucede permanentemente, hasta que, de algún modo imprevisto, se consigue aquello deseado. La educación es permanente, la evaluación es continua, ya no hay méritos, ni premios, ni castigos, hay consensos, acuerdos donde siempre sale perjudicado el más débil, aún cuando cree que ha obtenido un beneficio, en realidad, lo que se contrajo es una deuda. Una deuda que puede ser “el saber menos, pero con el mismo título”. Esta situación -obtener un resultado por el “camino menos exigente”- genera, trágicamente, personas que han cumplido con sus cuestiones burocráticas, pero que, sin embargo, no obtuvieron los saberes reales necesarios. En tanto los fines se desdibujan, se deforman, nada es alcanzable, con lo cual, no hay metas, no hay destino. Tal forma de entender los límites genera una confusión enorme en todos. ¿Cuál es el objetivo de la Educación, hoy?. Esencialmente, obtener un título. Un título secundario que habilite a un trabajo -probablemente, mal pago- y, con suerte y mucho esfuerzo -si no pertenecemos a las clases acomodadas-, acceder a estudios superiores que le permitan, a su vez, acceder a carreras de posgrado y así, en loop infinito. Las fronteras del saber se alejan, como el horizonte, a cada paso. Y, mayormente, las distancias entre los niveles secundarios y superiores se ensanchan cada vez más. Porque las formas de comprender el proceso de enseñanza-aprendizaje y evaje y evaluación son distantes, abismalmente distantes. En los niveles primario y secundario, la comprobación de saberes consta de múltiples instancias y opciones que desgastan la obtención del saber pero incrementan la promoción de la asignatura. Si hoy el alumno no aprobó y mañana tampoco y traspasado tampoco, quizás, en una semana, apruebe de todas formas. O en un año. O dos. Si no caemos en una promoción automática, como hace ya algunos años sucedió. Cualquier docente puede dar testimonio de las sugestivas y


reiteradas invitaciones a cambiar sus métodos dado que “los niveles de fracaso escolar son alarmantes”. Visto así, nos encontramos en la angustiante encrucijada de ver cómo modificar los métodos. Y, como la Escuela, no propone, sino que exige, debemos nosotros buscar ese cambio. Está establecido por la institución escuela que es continente y no contenido. El contenido, actualmente, lo maneja el docente y el alumno. No la Escuela. La escuela, digamos, pone las paredes y los límites de exigencia. “Que apruebe. Que obtenga un título. Que termine su escolaridad obligatoriamente.” Un discurso que todos escuchamos invariablemente, alguna vez. Los planes de terminalidad (COA, FinEs, Mejoras) son, sin dudas, como dijimos, una ortopedia para la construcción, ya no del saber, sino de la escolaridad. Que no necesariamente es lo mismo. (…) Porque en muchos aspectos la escuela, esa abstracción, es una cuestión burocrática donde generalmente la responsabilidad absoluta del conocimiento recae en el criterio docente y la voluntad del alumno. Digamos, la Escuela clásica, la vieja escuela, tenía a los docentes como herramientas. De algún modo, creemos que hoy la institución es contingente de nuestras experiencias (y experimentaciones) que le dan sentido y contenido. Esto provoca un agotamiento notable ya que, es compleja y paradójica la situación del exceso de trabajo y la práctica docente. Basta ver las nuevas condiciones de producción del proceso de aprendizaje donde es entera responsabilidad del docente la construcción de su rol, la realización de su tarea y la reformulación de su trabajo. La docencia, además, está expuesta al anacronismo: enseñamos como en el siglo XX en una realidad hiperinformatizada y extracomunicada saberes extemporáneos que no presentan utilidad concreta en un mundo de milagros. “¿Para qué sirve esto?” es la pregunta del millón dentro de cualquier aula -cuando no en el despacho de la dirección-. Y, la respuesta más sincera es que la mayoría de ls aprendizajes no sirve para nada. Sin embargo, forman parte de un complejo proceso epistemológico que constituye la base para todas las utilidades futuras. Pero ¿cómo podrían entender eso los jóvenes que viven a un click de toda solución? ¿O los padres que, generalmente, buscan un resultado óptimo -una nota positiva, claro- en la escolaridad de sus hijos? ¿O un directivo o un inspector que atienden a cifras estadísticas, básicamente?. Los conceptos y valores que maneja una sociedad (nosotros mismos, también) no son los mismos que la escuela “evaluadora y calificadora” de las antiguas sociedades disciplinarias (como las denomina Deleuze). Por esto, es necesario una reformulación de los principios para realizar nuestra tarea.

Y, en este contexto, una extraña sensación acontece. Cuando preguntamos a nuestros alumnos cómo quisieran que fuera la clase -agotados ya de formular y reformular y recontrareformular los métodos de clase- la respuesta es “más trabajos prácticos”, “más notas”, “más posibilidades”. Lo extraño es que muchos de esos alumnos son individuos que


han obtenido un 1 (uno) absoluto ya que no han presentado los prácticos y las evaluaciones las han presentado en blanco. Que no han mostrado voluntad en clase por el mismo trabajo que ahora reclaman. Aun cuando se apliquen estrategias de aula taller, donde cada contenido es trabajado y comentado en clase-debate, con un rol participativo y realmente activo del alumno. Sin embargo, los resultados no siempre son los esperados. Muy por el contrario, el alumno suele estar más dispuesto a la mera expectación, al rol pasivo (no hablamos acá de la creación, sino de la adquisición de un conocimiento formal; la escuela, creemos, también debe hacer eso). La evaluación pensada para este método no es, solamente, la evaluación formal. Es la observación del proceso de adquisición independiente de ese aprendizaje. En ese acompañamiento que hace el docente debe observarse la voluntad del alumno para activar su intención de aprender. Ante el escollo de la inactividad, la evaluación formal podría ser un salvoconducto. Pero nos encontramos con que ese método también es inconducente. La opción más “rentable” es copiarse. Los alumnos también tienen internalizado que aprender es aprobar. Y cumplen con el axioma más terrible de nuestros tiempos: “el fin justifica los medios”. Como institución normada, la escuela tiene fines y objetivos. El fin último, ideal, es la Educación, es decir, que el educando obtenga conocimientos y procesos que le permitan desarrollarse en determinado ámbito del saber. Para obtener una comprobación masiva de la obtención del conocimiento, recurrimos a procedimientos que nos acercan a una idea concreta de cuánto ha aprendido el alumno. Por medio de “evaluaciones”, entonces, obtenemos uno de los problemas que aquejan a la educación, a la realidad áulica: la calificación, la manifestación real, concreta, asible del saber. Un número (o una letra, en otros tiempos) que sean signo material y definitorio del proceso de aprendizaje.

Lamentablemente, como conclusión, las sociedades modernas han ingresado en una dinámica donde los resultados son más importantes que los procedimientos o los fines ideales, siendo la calificación el fin inmediato más relevante del proceso educativo. De tal manera, la calificación de un alumno es lo que dictamina su “éxito/fracaso” en la escuela. Y, dado que nuestra función es lograr que el alumno obtenga ciertos mecanismos para alcanzar su éxito –tan desagradable término, en realidad, ya que sólo genera desplazamientos y frustraciones; digamos, mejor, la obtención de un resultado adecuado a los requerimientos-. La calificación no es más que un mecanismo de cosificación del individuo para poder establecer parámetros de calificación y estadística. Entendiendo que el aprendizaje, y su evaluación consecuente, son continuos y permanentes, eliminando la idea de la “nota”, en tanto que número, y sumando la muy valorable consideración del proceso que permite obtener ese resultado como objeto de análisis para obtener la calificación, la resultante de esto es que el docente -lamentablemente, ya que no es nuestra función ésa- cumple el papel de juez. Sin embargo, es nuestro deber comprender que el papel de “evaluadores continuos” que desempeñamos es ineludible. Y, dado esto, el hecho de que las estadísticas indiquen que los resultados obtenidos no son los


óptimos –no por eso, sorprendentes; es necesario un mínimo de análisis social para comprender que el valor de la Educación, la formación masiva de personas que reflexionen, no es prioritario en nuestras comunidades, regionales o globales-, nos obligan a buscar estrategias para lograr que los alumnos obtengan conocimientos y procesos que impliquen un alza en las calificaciones, de tal manera que puedan lograr los objetivos propuestos. Reformular los mecanismos para que el alumno aprenda más y mejor, no es tender al éxito, como dijimos. No hay “éxitos” o “fracasos” en la escuela. En la escuela hay personas que aprenden y enseñan. No hay competencias, ni logros que nos permitan el juicio moral. Que un alumno desapruebe no lo transforma en un “fracasado”, de eso estamos seguros. Si creyéramos eso, mal entenderíamos nuestro trabajo. Por lo tanto, quizás sea necesario desacralizar la nota, reverdecer el criterio del docente como evaluador para que vuelva a tener discípulos y no sólo alumnos. Aprendices que intenten transitar el camino sin sentir el fracaso ante el error, el miedo ante lo desconocido y que volvamos a creer en el saber como en un juego con el cual se puede transformar el mundo, mágicamente.


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