"Dará"

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Dará por Lucas López

A mis hijos, Jimena y Julián, porque son el motivo de todo lo que hago. A mis amigos y mis colegas. Noticia preliminar. Dará es un lugar. Existe. Es un lugar trágico y doloroso donde todos hemos residido alguna temporada. Está más cerca de Comala que de Macondo. Porque, creo, Comala está más cerca nuestro. Nuestra visión del mundo es trágica, no es festiva y simpática. No es nuestro ese “ser latinoamericano” exuberante y cálido, esa triste alegría que nos arranca una sonrisa; es nuestra la angustia de eternidad que provoca la pampa infinita, la soledad ante la inmensidad. A partir de esa angustia, ese dolor de ya no ser, surge “Dará”. La novela nació como un ejercicio; los primeros dos capítulos (no la carta de advertencia o capítulo 0), fueron escritos hace muchísimos años. Y el resto lo redacté así de un tirón en un período intermitente de dos años. Hasta este momento, prácticamente, no hubo relectura. Y ahora, no la corrijo. Así, en esa confusión somnolienta, se vive la obra. Quizás haya algo de simbólico, de vital, en el proceso vivido por el héroe. No lo sé, ni interesa. Es un entramado complejo y personal que no me corresponde a mí explicar. “Dará”, creo, comete un error terrible para literatura actual. No es moderna. Es simbólica, política, onírica, marginal, dislocante, arriesgada, enroscada. No es la penuria de un escritor tratando de publicar su novela o de amar a alguien. No. No es autobiográfica. No es elitista, sin embargo. Es un sueño, compuesta de sueños, de muchas voces que se derraman para dar múltiples espacios de crítica. Los personajes de Dará son lúmpenes, todos. El gris personaje que cree modificar radicalmente su vida en un proyecto irracional e infructuoso; las ánimas perdidas de cientos de jóvenes que aún no encuentran reposo; los hombres y mujeres desesperados. La vida se encuentra en los extremos, en la inocencia y en la sabiduría que, para esta novela, no son compatibles con la acción. Y la perversidad, el materialismo, la soberbia y el egoísmo, la amoralidad, hija del pecunio. La catábasis purifica a los seres. La cueva, húmeda y viscosa matriz del coraje inútil y temerario, tiene televisión. El vacío rodea a los personajes y el olvido los invade. No es la función de esta noticia explicar la obra. Pero sí, pedir al lector, tenga la amabilidad de olvidar modas y cuestiones técnicas o puristas. No tendrá imágenes incomprensibles, de hecho, algunas son hasta obvias. No me ha poseído el demonio culterano y quizás tenga ganas de ponerme un poco conceptista. Quizás sea necesario, como decía Borges, “poner un toque de Quevedo para desgongorizar el ambiente”. Quizás. La obra habla por sí misma. No soy yo el preceptor. Ya no es mía. Ahora, lector, es también tuya. Lucas Gonzalo López Martín

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Aborrezco tanto el seguir como el guiar. ¿Obedecer? ¡No!. ¿Mandar? ¡Jamás! Quien no es terrible para sí, no inspira terror a nadie, y sólo quien causa terror puede dirigir a los demás. ¡Yo, hasta el dirigirme a mí mismo aborrezco! Semejante a los animales del bosque y del mar, me agrada ensimismarme, acurrucarme a soñar en encantadores desiertos, recordarme a mí mismo lejano, seducirme a mí mismo, hacia mí mismo caminar. Friedrich Nietzsche

…omnia sunt communia… Santo Tomás

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0 (cero) –carta de advertencia desde la oscuridadAcaso las necesidades del destino se enfrenten con la propia verdad. Fuego, ansias, deseo. La madelaine de Proust. Un dolor por el viejo olvido de los poderosos. Hay que olvidar el pasado y el presente, hay que matar el presente para que el tiempo desaparezca y vivamos en un eterno infame tiempo muerto. Solíamos ser felices allí. Pero todo ha caído en la desesperanza y la abulia. La situación es desesperante. ¿Cómo hice para caer acá?. Nadie me puede salvar. La noche es angustiosa y esa víbora está allá, no tan lejos. La espero, me enfrentaré a ella. No morirá, lo sé, pero no puedo evitar el choque. No pretendan explicar mi estupidez porque es patológica, es enfermiza. La tele repite el accidente, la magia y el misterio lo coronaban. Mis deudas, mis creencias. Mis intereses. Mi vida. ¿Qué vida?, si no tengo vida, y acaso creo que la tuve alguna vez. Nada tiene color, forma o concreción. Todo es olvido, es todo un espiral de cautela y dolor, el tiempo, finalmente, desapareció y mi imbecilidad me retiene en este lugar imposible, en este no lugar. Estoy muerto, no sé si ya les dije. ¿Dónde están esos grandes hombres del pasado cuando se los necesita?. Ya no tengo la certeza de que pase algo notable. Ya no creo que podamos hacer nada. Acaso el olvido es mi historia y no merezca un lector. Mi historia es la de un muerto y, tal vez, sea necesario advertirlo. Es la historia oculta (okultada, digamos mejor) de un sueño, de una pesadilla que, como una yegua nocturna, me invadió una noche en un micro sobre el cual me encaminaba a cumplir con las órdenes del mundo. Una pesadilla de la cual no sé si desperté o si continúo inmerso en ella. Un descabellado e intrincado laberinto absurdo sentado sobre las bases de la ignominia. Caída en picada de un pueblo en años de ascenso de una humanidad inmensamente pelotuda. Seguramente, este tiempo –aunque hablar de tiempo acá, es algo ilógico- de soledad y encierro me llevó a pensar que es un castigo, como el Aleph, aquél que viéndolo se vislumbraba la verdad absoluta, por mi accionar. O mi no accionar, bah. Siento frío y miedo pero estoy tranquilo, como Tántalo. Al final te acostumbrás, por eso estoy acá, ya sé. Por acostumbrarme. Esta es una historia oculta y, a su vez, develada. Todos la vimos y la vemos. Prendemos la televisión y la vemos, sin ver. Ojos cansados de mirar que se enceguecen. Somos como filmadoras que lo único que hacen es grabar imágenes, no las procesan para comprenderlas. Las graba y las olvida en su memoria. Así somos. Iremos transitando por caminos sinuosos, paseando por olvidables bosques narrativos, farragosos y mal sembrados. Pero que el árbol no impida que veamos el bosque. La historia que cuento es notoria, es la historia de mi pérdida y de mi caída. Tengo un dolor enorme en el pecho y mi pelo aún crece. Tengo sueño, pero no puedo dormir. ¡Ah, olvido! El Leteo no es para mí. Ella me vigila. Vean sus manos sosteniendo la hoja. Háganlas valer. Supongan que esto es una novela. Supongan que es un texto de ficción. Si quieren un hecho histórico vayan a los libros oficiales, aún aquellos que no sean ciertos. Es mi biografía lo que ustedes leen. Pero no es una historia verídica, es una historia de mentiras, un hecho literario que escapa para devolver sueños. La fantasía muere para dar paso a una verdad poco interesante. Mejor, no lean este libro como una biografía. Es la muerte de este personaje. Las biografías no tienen ninguna importancia, la historia sirve para los imbéciles que no entienden la realidad. Y la Historia es un cuento, una gran novela donde todos somos personajes que buscamos un autor. Es estúpido decirlo, lo sé. Y el lector avezado sabrá disculparme. Pero trabajen sobre su propio olvido. No quiero ser vulgar, pero no puedo evitarlo. No soy escritor. Es la pesadilla que provocó mi muerte. Como aquél que soñó con la mariposa. Algunos padres no se olvidan. Aunque el parricidio sea una costumbre, es imposible evitar la tradición, la formación y la sangre. Podremos alejarnos, pero hoy, en este mundo casi anárquico, sin fronteras, sin justicia, no podemos irnos. I Apoya un pie en el andén y un tibio escalofrío lo estremece. Es de madrugada, cerca de las dos. La terminal de pasajeros está habitada por dos empleados que se ríen y, al darse cuenta de su presencia, lo observan preocupados, como con desconfianza, como a cualquier extranjero. La terminal, ese limbo de tránsito, es su sitio, el pueblo es su pueblo. Su vida es su vida. Oscura y silenciosa. El chofer del micro tira al suelo, casi con desprecio, su bolso pequeño, mientras baja unos enormes bolsones y extrañas bolsas con cinta de embalaje y cajas y tachos y bagayos varios. -Usted baja en la otra parada, ¿no?.-Debo quedarme acáÉl agarra su bolso y observa cómo van sumergiéndose en la llanura las luces cada vez más pequeñas del ómnibus. Se queda firmemente parado, con muchísima dignidad, sanmartiniano. Y totalmente solo. Los minutos tal vez no transcurren, comienza a caminar, atraviesa la estación y por primera vez en mucho tiempo vuelve a pisar la tierra húmeda de rocío, siente la energía que lo invade desde sus pies como raíces, disfruta sorprendido de esta sensación olvidada y empieza a recordar... Fue un chico con veranos que honraron su infancia. A su memoria concurren las largas siestas de la tarde, gallinas asustadas picoteándole los tobillos y el temor que sentía cuando inocentemente robaba ciruelas, naranjas y moras de los árboles vecinos o la infinitud de la pampa vista desde su baja altura. Transpiraba ahora de sólo recordar ese sol casi violeta que lo abrazaba en los mediodías. Creció entre leyendas de luces malas, vacas hipnotizadas, sapos y círculos de baba, estas historias eran los únicos límites que acotaban la inmensa libertad que le otorgaba su tierra. Jugaba en el guadal con sus primos, improvisaban partidos de fútbol y llegaban embarrados a escuchar atentamente las historias de su abuelo viejo que lo hizo probar los primeros mates cimarrones. En la infancia, raro entrenamiento, el robo era algo cotidiano. Frutas, huevos de los gallineros vecinos y propios, gallinas, y demás pequeñeces inocentes. Adolescente ansioso, vagaba en las noches blancas buscando las leyendas que nunca llegaban; siempre huésped en su tierra, siempre visita, siempre porteño. Con el atractivo que eso conlleva. La falta de compromiso, el atractivo de las inocentes jóvenes que adoran lo distinto, no por vivir en zonas rurales, sino por sólo ser ajeno, por saber que no estará mucho tiempo, por saber que, si prospera, podrá irse. Se encontró con las primeras esquinas rosadas, donde todo estaba admitido, donde no existía el “permiso”, donde engendró secretos y complicidades que siempre duraban nueve meses hasta el próximo verano. El campo ocultó sus besos furtivos, sus caricias jóvenes, y el chillido de los grillos, convertido en sinfonía, acompañaba los encuentros. La luna iluminaba esa extensa sensación de dolor a tierra y pasto, de piedritas y ramas,

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esas manos curiosas y torpes en un cuerpo femenino no distinto de cualquier cuerpo femenino, suave y terso, joven. Acaso esa luna y ese manto lechoso de estrellas hayan sido testigos de la dulzura y el amor insospechado, de la excitación y la sucia calma, descuidada, primitiva, vulgar. No había prescripción ni conciencia del futuro, de los riesgos y las infecciones. Así, nunca pasaba nada. Así, el amor era distinto del pulcro y aséptico amor ciudadano. Recorriendo los túneles de historia, un aire lo invade y entiende que nuevamente está en ese lugar, después de mucho tiempo, cruza la estática estación haciendo un tajo en el pasado. Cada cuadra es una súplica, un ruego, necesita que algún recuerdo lo venga a buscar, necesita realidades. Tiene unas palpitaciones monótonas e incesantes que lo guían. Se detiene frente a una casa blanca, limpia, alta, y, nuevamente, se sumerge en la memoria... Manos blancas. Su corazón late fuerte, lo está llamando. Curvas abundantes, perfume dulzón, pies pequeños. Parte de su vida. Vestido pobre de tela con florcitas amarillas, botitas negras. La mujer, la silueta femenina del recuerdo, hoy frente a él. Detrás de una puerta abismal, tras años. Nada lo impulsa pero nada lo detiene, transcurre quizás media hora, está parado en su propio vacío, transportado y decide no actuar. Ella será una perla más en un collar de pretéritos. Un desandar el recuerdo, un impalpable recuerdo. Comprende que ya es tarde para los regresos. Al menos, su pasado es un tesoro privado y él su único dueño, hoy quizás estos seres han desmembrado su vida y ya no hay lugar para él, ni siquiera intenta averiguarlo. ¿Cuál será el puente, si acaso lo hay hoy, que une estas distantes vidas que lo habitan? Cuando pasó la juventud, un aire ingrato le hizo olvidar sus veranos, aferrado al torbellino de furia porteña se quedó en la Capital, y hoy un simple viaje y veinte años dormidos le conmocionan el alma. Tan sólo ayer, antes de esta corta visita estaba en medio de un presente abstracto que hace de sí un ser perdido en la ciudad convertido en una abeja más de un panal de luces y sombras. Una ciudad que lo hospeda, donde no es visitante porque todos lo son, donde las bocinas reemplazan a los grillos y la lluvia asusta con sus gotas paralelas a los seres uniformados que escupe la boca del subterráneo. Esa ciudad que no tiene noche blanca, sino tornasolada, celeste o rosada, ruidosa, viva, sin las leyendas del abuelo, sin esquinas rosadas, sin gallinas, ni huevos. La contracara del pueblito, donde todo es apurado, donde todo está cerca, donde hay una avenida que, con su solo nombre, le eriza la piel. La estación de su tierra multiplicada en cientos, cada una con historia y con fantasmas. Las veredas multicolores, el collage de asfalto, empedrado y autopista. Los carteles luminosos que a veces mira como buscando las estrellas, el grisáceo olor de los colectivos que a veces huele como buscando los naranjos. Ascensores, hoteles, bares, oficinas, cabinas telefónicas y sobre todo la gente tan importante como la de su actual pasado. Se siente en una nebulosa, tiene una pelea interna de historias, de lugares. Afectos en cada isla, ese diseminado huésped dentro de sí. Supeditado a las hazañas del olvido. Corta fue su experiencia, una procesión de sentidos lo acompañó en la búsqueda, trató de estar atento a las llamadas de su conciencia, intentó vertebrar esta vida desdoblada que lo vive, ¿Por qué esperó tanto para volver? ¿Por qué dejó que lo destruyera el tiempo? ¿Por qué es necesario que hoy exista un dilema? Despunta la mañana y hasta dentro de unos días no hay micros. Todavía no lo sabía, pero la decisión estaba tomada. Camina tranquilo, llega hasta una esquina conocida y entra a una hostería, una casa de familia con un comedor amplio y algunas piezas para alquilar. Lo atiende una joven que debe rozar los dieciséis años. Él sabe quién es; es una carita dulce y bella del pasado, como si antes no hubiera existido el tiempo y hoy fuera el muchacho que se encontró con ella hace tantos años y ella fuera quien le enseñó la belleza del monte bajo, húmedo, cercano y humano. -Buenos días -Buenos días, señor. -Necesito una habitación individual -¿Viene de la Capital? ¿Por trabajo? -Sí, estoy de paso. Mire yo necesitaría el diario y que me lleven la comida a la pieza. No puedo salir, estoy muy ocupado. -Muy bien, señor. Tome. Es viejo, bastante viejo, desde hace un tiempo, el diario no llega hasta nuestro pueblo. La comida es de la casa, ¿puede ser?.- Sí, sí, está muy bien. Pero dejá, el diario dejalo. Perdoname, ¿cuándo vuelve a pasar el micro que va a la Capital? - No sé. Pasa tarde. A eso de las cinco y media. Pero dentro de unos días.- ¿Qué hora es?. - Las once, señor. -Bueno. ¿Podrías decirme dónde averiguo cuándo pasa el colectivo?. Necesito saber.- Si puedo le averiguoPiensa, todo el tiempo, sin darse cuenta de lo secas y crueles que pueden resultar sus palabras. Quizá ya había estado allí, no le importa. “¿Cuál será el puente? ¿Cuál será el puente?”, se repite. “¿Cuál será la fórmula para derrotar esta eterna melancolía?”. La nostalgia ambigua por extrañar constantemente, le hace ver que todos los lugares por los que fue disgregando su vida los llevaba trenzados en la mente, que tenía la fortuna de conocer los opuestos y la tranquilidad de no tener que elegir, su recuadro histórico es abundante, sus experiencias le recorren las venas cada día. No es necesario que acuda a los lugares, que huela los aromas, que escuche los sonidos, los lleva consigo. Recién hoy, hecho árbol, ha descubierto sus raíces, cada rama y el tallo de sus años. La arquitectura natural de cada sitio es la base constructora de sus principios. Cada persona que habitó esos lugares, es parte de su alma, aunque ya no estén, aunque ya no lo reconozcan El campo sin sus abuelos, sin sus padres, sin sus vecinos, sería un trozo de mapa irreconocible, la ciudad sin los amores, sin los amigos, sólo sería un eslabón de la cadena actual de individualidades. No entiende muy bien por qué, pero la tristeza lo camina y un ejército de lágrimas se amotinan en sus ojos, él no las deja huir. Traga, extraña. Está en la mínima entrada de la hostería, paga por adelantado la habitación y la comida, que nunca pensaría en habitar o en comer. Está como dentro de un sueño, dentro de un paraíso artificial. Como si las drogas hubieran huido para siempre de la materialidad y ahora tomara su conciencia y sus inolvidables pasados. Poblado por una extraña sensación, agarra su bolso. La serenidad ha venido a buscarlo. Sale raudamente de esa terminal vacía y solitaria. Oscura y silenciosa como el futuro. II Camina lento por el pasillo, disfrutando del olor de la humedad impregnado en las paredes. El bolsito lleno de vacíos, de imprecisiones, de indecisiones, le pesa enormemente en la mano. El calor es bastante arduo en el pasillo. Siente la camisa mojadísima en su espalda, siente en los hombros el peso de los recuerdos. Esa nena, casi una mujer, es la precisión de que el tiempo había pasado. El cuarto es lindo, chiquito, confortable y vacío. Sólo un catre viejo, una cómoda y un roperito de un cuerpo con espejo. Se mira la cara, los ojos llenos de rayos y rojos como el fuego dicen

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poco. Alguna lágrima le parece que escapa de su ojo izquierdo. Pero, realmente, nada pasa. Se mira el pelo corto y en franco retroceso. Pero nada pasa. Se mira las manos y las ve vacías, llenas de líneas, llenas de surcos, húmedas. Y ahora sí, pasa algo. Se asoma a la puerta para mirar el cielo lleno de puntos blancos. Las noches no son iguales en todos lados. En la calle México la noche es poco luminosa, es muy poco alegre. En la pieza de la hostería la noche era divertida, llena de puntitos que bailan y se descontrolan, chocando a lo lejos, dibujando formas inmensas, inimaginables. El largo camino luminoso era un techo inmenso y líquido que mojaba, como ayer, sus deseos. Pero, ¿qué desea?. - Señor, su comida.- gritó la voz suave y contundente de la chica, desde el otro lado del pasillo. - Gracias, ya voy.- Pero acá se la traigo, como usted pidió. - No, dejá, voy para allá. Se sienta en la cama, se saca las botas pesadas, se masajea un poco los pies y se saca la camisa. El mundo era muy agradable en ese momento. Había olvidado sus pasados, inmensamente importantes. La remera lisa, se impregnó de los restos de sudor que no se había llevado la camisa. Las zapatillas eran bastante confortables, menos pesadas y calurosas que las botas. Se levantó de la cama y se asomó, un segundo, nuevamente, al cielo. Sonrió. - ¿Qué prepararon hoy?- Hoy preparé un guisito de carne con papas, cebollitas, morrones, todo de huerta. En la Capital no se consigue.A la chica parece importarle poco su necesidad de comida. Mientras se va, otea por la ventana. “Espera que aparezca el novio”, piensa casi paternalmente. Mira las mesas, las tres mesas con dos sillas cada una y piensa que se parecen a las del viejo restaurante que los vecinos llamaban “Sheraton” en su barrio. Recuerda qué bien se comía allí, piensa que quiere volver a comer las pastas del boliche oculto en esa calle oscura, ciega, tranquila. Aunque seguro, ya lo cerraron. El aroma del guiso recalentado llega intenso desde la cocina. - Gracias, parece muy bueno.- De nada, realmente está muy bueno. Cuando pasa un tiempo, los guisos se ponen más ricos.- ¿Te puedo hacer una pregunta?.- Sí, señor. – - ¿Cómo se llama tu papá?. – - Jorge Paz. ¿Por?. – Paz era un nombre bien común en el pueblo. Pero Jorge Paz, el hijo del almacenero, había sido un amigo suyo, de quien guardaba lindos recuerdos. Era hermano de una hermosa niña que intentó ensayar unos besos terribles bajo un sol de húmedo e infernal marzo. Era más grande, más local, su guía y casi su hermano desconocido, el que le enseñaba al niño capitalino las intrincadas localidades ignotas y maravillosas. -No, no creo.-¿Usted cómo se llama? – -No sé.El tiempo había cambiado, mirándolo desde otro lado. Todo era pasado a partir de acá, por lo tanto, nada, absolutamente nada, existe a partir de este punto. Nada podemos determinar desde su adentro, apenas miramos lo que sucede. A partir de ahora, todo es difuso, más difuso que hasta ahora, el presente ya no existe, ya murió. No hay presente, ese ápice vertiginoso del tiempo. Todo es pasado y confusión. Un sueño. La vida es sueño y sueños son pasado muerto, pero que funda la tierra y encarga el trabajo del futuro. El futuro ya existe, el presente desaparece irremediablemente. El pasado es un cuentito que, tal vez, sea interesante contar. Dejarse llevar por la incertidumbre del futuro que se apoya en esa ficción histórica del pasado. A partir de ahora, el silencio cruel y violento del cuento de la historia que nunca existió. III La noche había sido demasiado larga. La comida, demasiado pesada. Ergo, el colectivo que pasaba a las cinco, habría pasado. Y lo dejó allí. Él no quería quedarse, cayó por casualidad ahí. Tenía que ver a un cliente, ése era su objetivo real. El cliente tal vivía en el pueblo posterior, yendo desde la Capital Federal. Pero no pudo resistir la tentación de detenerse un momento en ese lugar, en ese rincón de tierra seca y volátil, donde tanto había vivido. No quería ir tan rápido a su vida. No tenía ganas de reiterar su vida como todos los días. Estaba tan cerca ese momentito de recrear su memoria, de regocijarse en perder el tiempo. Sólo lo separaría el botoncito que dice PWR en su celular, para que el mundo lo transformara en un ser solitario y absoluto. Tal vez, cuando volviera inventaría una excusa –una rotura en el colectivo no era mala-. Nada más que un par de horas –unos días, semanas, meses, tiempo... sólo tiempo, horas y minutos, sólo son muchos segundos- para recordar esa soledad que lo dejaba parado, como un espectador, en el pasado. El pueblo estaba muerto. El pueblo, con su plaza, su capilla –tan de “diseño”, tan estática-, su bar cerrado y apolillado, su terminal imitada, su avenida vacía, sus casas bajas –era raro, pero sus ojos no habían notado la total falta de edificios de departamentos, tanto se acostumbra la memoria a estupideces-, su único quiosco abierto. Los chicos habían estado tomando vino en caja justo cuando él había caminado para ir a la hostería. Eran caras conocidas, hijos de los muchachos con quienes se juntaba él para tomar un vino parecido al que esos jóvenes tomaban ahora. Los miró, casi con ternura y siguió caminando. La marihuana agregaba un perfume exótico a esa figura tan repetida en los tiempos y en los lugares del recuerdo. Pero el micro se habría ido y él seguía durmiendo. No había pedido que lo llamaran y la gente de la hostería dormía tranquila. Los únicos dos pasajeros que tenían eran él y un viajante de medicamentos que se quedaría una semana. Él ya había pagado su estadía. Cuando el sol le pegó en la cara, era casi el mediodía. Miró la rendija de la persiana. El sol entraba como estocadas de un caballero medieval. En ese extraño momento de definiciones que es el ensueño, él no entendía nada. Pensó que era muy tarde. Eso sí. El sol a las cinco menos diez, no está así en ningún lugar del mundo. “¡Carajo!”, pensó y saltó de la cama como un insecto en sartén caliente. Se vistió y agarró el bolsito que estaba sobre la silla. - ¿Usted por acá? Pensé que se había ido con el micro.- No. – y se fue por la puerta como una tromba. Lo dijo furioso. Aunque no se notó. No tenía que notarse, él no había pedido que lo despertaran, no había pedido nada. Además, estaba apurado. “¿Para qué?”. No tenía porqué irse. No quería irse. Se dio cuenta en medio del camino, cuando, mirando sus pies, descubrió el guadal. Esa tierra finita y liviana que se mete hasta el fondo de los zapatos, haciéndose una linda y suavecita compañía para los dedos. El color beige de la tierra, su contacto en los pies, el levantarla cuando pateaba, el sentirla pesada y agobiante, le trajo la necesidad imperiosa de quedarse ahí. Fue en ese momento donde se dio cuenta de que no tenía que irse, que tenía que quedarse un tiempo. “Unos días, unas horas, unos meses, qué sé yo”. Caminó por la calle sin sentido. La calle no tenía sentido, no era mano hacia ningún lado. - ¡Buenas! -

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-¡Buenas! – respondió, casi con afecto, al afectuoso saludo del desconocido. La calle era anchísima, calurosa y larga. Con casitas de techo bajo y mala construcción, aunque muy resistente, de un lado y las vías altas del otro. Se perdía allá al fondo, donde nacía la entrada (o salida) de la ruta, donde estaba la cruz grande de madera sobre piedra. “Cristo Salva”. Caminó por la calle sin sentido, durante unas cuantas cuadras, cruzó la entrada de la ruta, empalmó con la continuación de la calle, que tenía asfalto, hacia la central telefónica. Pasó por las viejas casas altísimas, de ladrillo sin revoque, sin pintura, picado. Bellísimas. Las miró y supo que eran las de los antiguos empleados del ferrocarril. Uno de los tantos muertos de este lugar. Cuando el tren desapareció, casi todo murió. Los pueblos de alrededor, subsidiarios y proveedores de éste, murieron como bichos aplastados cuando el ferrocarril dejó de circular. La gente del pueblo huyó hambrienta y desesperada, hacia ciudades más industrializadas o con más trabajo y, así, las pampas quedaron llenitas de pueblos de no más de diez o doce manzanas, muertos, poblados de muertos, llenos de fantasmas. Como las casas de los viejos empleados del ferrocarril. Como Abundios en Comalas, cientos de Abundios en Comalas menos complejas. Los talleres que están en la vereda de enfrente de las casas, también están muertos, vacíos, pero en las casas el silencio y el vacío se sienten con mayor profundidad. Enormemente. Es como vivir la muerte. Como sentirse en el medio de un cementerio con ansias de superación. Desesperarse en la lucha, morir en el campo de batalla, llenarse de vacío, solazarse con un sueño, mirarse la punta del pie. Y saber que nada es irremediable, ni la prosperidad. Caminó lentamente, tratando de disfrutar del aire cálido de la siesta pueblerina, tratando de olvidarse de tanto vacío que lo rodeaba, pero caminó despacito y sereno, como sabiendo que ya no iba a volver. Cuando llegó a la viejísima casona que funcionaba como central telefónica, casona que le recordaba o le figuraba a la casa del tango “Nada”, nunca supo porqué. El portón de hierro forjado, alto y artístico, lleno de adornos, florcitas, redondeces y lanzas, estaba cerrado con dos candados grandes y macizos, uno de ellos era común, de cobre, el otro, de acero, de esos candados que parecen pequeñas cajas fuertes macizas, irremediables, inexpugnables. Las plantas del jardín ya son grandes yuyales, que no permiten ver las viejas escaleras que conducían al balcón. Las baranditas torneadas, llenas de plantas floreadas, no aparecían ya. No se veían las molduras del frontispicio, donde la central tenía unas máscaras del drama, que no tenían ninguna relación con la telefonía, pero guardaban cierta y metafórica significación. Todo estaba lleno de moho y hongos, de suciedad e insectos. Era deplorable y deprimente. Todo. La ciudad dibuja sus sombras mortuorias contra el suelo de los pueblitos. La muerte se presenta en ellos y alimenta la vida confortable y luminosa del asfalto, del horizonte de enfrente. Quién puede sobrevivir tanto moho, tanto abandono, tanto hueco como nicho. Tanto silencio. IV “Cristo salva”. “Siempre tan chupacirios”, pensó. Retrógrados hijos de puta. La pintada en la pared, con rojo sangrante sonaba como la réplica desesperada de un grupo de la iglesia evangelista. “Cristo salva”. Es el último refugio del hombre occidental. Este lugar vivió pendiente de la salvación del Cristo. Y aquí está. Caminaba lento por la calle. Ya, como ustedes, no sabía hacia dónde se dirigía. Qué tenía que hacer. Quién era. Mejor, quería olvidar todo eso que sabía, que entendía, que odiaba. Lenta la tarde caía aunque casi sin darse cuenta. Nuevamente en la vieja pared del tambo la frase “Cristo salva”. El rojo sangrante se clavó en su pupila. Recordó una imagen. De las pocas imágenes religiosas que tenía en su mente. La cara transpirada y sangrante del Cristo, con los ojos inyectados extrañamente. La mirada flácida pero tenaz, amenazadora. Los labios tensos, las ventanillas de la nariz groseramente abiertas, tratando de incorporar el aire –sabemos que los crucificados mueren asfixiados-, el mentón prominente y barbado, los pómulos salientes y el cabello pegoteado por el sudor y la sangre seca. La imagen occidental del dios cristiano. Los ojos, ahí quedó su pensamiento. La sangre creaba entretejidos ríos rojos que se perdían en redes inmensas, redoblando el sentir del dolor. Pero, sin embargo, ese dolor, en el constante temblar de la mirada del cuadro nunca recordado, había una inimaginable furia e inconmensurable odio. Pero ¿hacia qué?. Las imágenes del cristo, comúnmente tienen la cabeza gacha. Es extraño. No recordamos haber visto un cristo con la cabeza alta, orgullosa, no doliente, serenamente iracunda, como debería ser. El cristo en el madero tiene la cabeza escondida, supone que para esconder esos ojos que recuerda (o imagina, que es otra forma del recuerdo). ¿Tanto miedo produce la imagen del Cristo real, el del Libro, el hombre de la rebelión, el que destrozó a los mercaderes en el templo, el que prometía al César lo que es del César al tiempo que señalaba, según algunos documentos, un puñal en la moneda?. Aquel cristo personaje que auguraba la imbecilidad y la inutilidad del dinero. Nunca veremos a la iglesia, sacra y sangrienta, orgullosa, iracunda e inútil, orgullosa de quien nunca habló de ella. Claro que no, formidable contradicción. Nunca el cristo evangélico –dicho desde lo puramente intelectual- intentó crear una institución tan pecaminosa y cruenta, tan manchada de sangre y oro como lo es esta vergüenza horrorosa compañía multinacional fundada en la nada y que pretende abarcar el todo. Por eso el cristo, nunca muestra sus ojos, porque si lo hiciera la furia fundiría los corazones de propios y ajenos en la “casa de dios”, como sin vergüenza denominan a los templos cristianos. La furia temblorosa de los ojos se encuentra relacionada directamente con la tensionada comisura de los labios en punta, como un guasón diabólico (¡valga el adjetivo!). La sonrisa es más amenazadora que la mirada. Tiene una serie colgada de gotas de transpiración que le dan una luz tan especial y extraña que logran mostrar el desenfreno y la cordura en el mismo gesto. Una imagen imposible, escasamente común en la visión occidental europeizante del Cristo. Realmente escalofriante. Como uno de esos rubios, lindos, psicópatas norteamericanos del cine. No Unabomber, sino Jeremy Irons. La calle se extendía por la llanura y el sol caía directamente, como la sangre del Cristo sobre la tierra de Jerusalén.

V No le prestó atención a las quince pintadas idénticas de “Cristo salva” que rodeaban la plaza. Ya estaba cansado de pensar en eso y nunca se imaginó que guardaba el sentido de su vida pagana, herética. Se sentó en el banco más cercano de la avenida. Miró la noche que comenzaba a violar el cielo, y prendió, relajado, su cigarrillo. Con las manos colgando hacia el piso miraba a los chicos y chicas conversar y jugar a conocer al cuerpo humano y sus humores. Lo divertía muchísimo. Serían cerca de diez chicos, y quince chicas. Habían llegado en importantes camionetas un rato después de que él decidió sentarse en la plaza a vivir la noche y a pensar en nada. Desde lejos, los miraba divertirse y jugar, no los escuchaba, no los entendía, era como una extraña película alemana muda y moderna. Casi un baile frenético estático e incólume. Sin quererlo, se le soltó una carcajada, profunda y negra, que retumbó en lo más profundo de la polvareda del pueblo. Una lágrima incomprensible se escapó por su mejilla. Ahora sí. Ahora ya somos todos él. Ahora su vida es nuestra y nosotros somos él. Ya no hay más cambios. Tal vez, sea necesario que vivamos un poco su vida, que seamos un poco él. Acaso, seamos nosotros y ninguno los autores de su vida, de nuestra vida. Acaso, nosotros seamos o debamos ser uno. Yo, uno y plural.

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¿Qué voy a decir cuando vuelva?. ¿Cuándo volveré?. ¿Qué explico? ¿Porqué voy a quedarme acá? VI El sol me entró en un ojo como una cuchillada. No era un sueño, eran las campanas de la iglesia retumbando en mi oído. Me incorporé en el banco como pude. El cuerpo ya no aguanta la humedad matinal soportada sobre un banco de plaza pueblerina. Sin embargo, no me sentía mucho peor que cuando me levantaba en la mañana en mi casa, para ir a la oficina. Mi casa. El lejano cubículo solitario, aunque populoso. Por suerte, lejano. ¿Qué hacer?. Los gritos de la calle, como un carnaval de esquizofrénicos, destrozaban el pensamiento. Me di vuelta para ver qué pasaba y descubrí una horda de locos corriendo por el medio de la calle. Son cerca de veinte, tal vez más, entre chicos y chicas vestidos (o disfrazados) con harapos que corrían esgrimiendo viejos cepillos para el piso desdentados, como si el tiempo les quitara voracidad, casi como la persona que lo levanta como estandarte. Aparentemente, sus cuerpos destilaban olor, aunque no lo podía percibir ya que estaban demasiado lejos, pero debían hacerlo porque las telas que cubrían sus cuerpos tenían una apariencia hedionda. Este corso insostenible de idiotas sucios y danzarines, era casi interminable. Iban, volvían, saltaban, gritaban parlamentos, desataban la locura, la vergüenza y el asco de los pueblerinos. Algunas señoras, con su dulce acento, comentaban que “aquel es el hijo de la Morita, la hija de don Sosa, que parece que se droga, claro, sino no estaría así. Y el otro es el hijo de doña Clara, qué tarado, miralo, comiendo flores. Son todos drogadictos. Pero mire usted, las chicas, todas putas, mire aquella, mostrando las tetas. Yo no puedo creer que acá, que siempre fue tan tranquilo y decente, nos encontremos con tanta degeneración. Increíble.” Algo así comentaban las viejas del pueblo. Y todos estaban igual. Al llegar a la puerta del palacio municipal (así dice el dintel de entrada, aunque apenas parezca una pensión vieja y descuidada), comenzaron a prender fuego y a danzar alrededor. En realidad, todo fue una puesta en escena, todo circo real, ya que antes de que la caravana de fantasmas llegara a la puerta de la municipalidad, dos muchachos bien vestidos, habían apilado unas cuantas maderas y rociándolas con algún combustible, que por el color del tacho, parecía nafta. Al grupo sólo le restaba llegar a la pira y prender el fuego. Así, danzaron frenéticamente. Parecían poseídos por los espíritus del um-banda, las mágicas fiestas afro-americanas, las alucinadas fantasías del vudú o las intensas visiones del espiritismo (o todo eso junto). Acaso, mirándolos desde lejos, en algún barrio capitalino, hubiéramos visto un grupo de jóvenes que danzaban alegremente, como si practicaran sencillos pasos de murga pero acá, no. Acá en medio de la sencillez campera, en medio de la primitiva imagen del campo, de la dionisíaca especularidad de la naturaleza mágica, parecía una exageración de esa bestialidad. Ese es el motivo por el cual suelen ser tan religiosos, para frenar el impulso de la diosa naturaleza, para frenar lo irracional, lo salvaje. En esta sociedad, una reunión de jóvenes en este orden, no es otra cosa más que un aquelarre, una fiesta diabólica. Todo era diablo, es decir, división, creación, duda. Sólo faltaba la noche y una aparición. La noche no apareció, pero sí su color. La aparición fue la menos deseada, para esa fiesta que ni siquiera había ensuciado la calle con su paso. De azul oscuro y camisa celestita, llegaron unos doce policías (“increíble cantidad”, pensé, “para este pueblo”), gordos, amorfos e inútiles que comenzaron a distribuir palos a su paso. Pero no surtían el efecto deseado, ya que la agilidad de los jóvenes, era muchas veces superior frente a la casi nula de los obesos policías. Así que parecía todo la filmación de una gran película muda en colores, como si Buster Keaton o Chaplin, escaparan de esos policías patéticos que solían aparecer en sus películas. Pero, claro, los policías no suelen ser personas muy pacientes, simpáticas y de buen humor, y, cuando se cansaron de golpear al vacío, de correr con paso cortito detrás de un grupo de gente que ni siquiera los miraba, desenfundaron sus armas. En ese momento, en sus ojos -en los de los policías-, noté, -ya que me había acercado desde el banco de la plaza que quedó a cincuenta o sesenta metros- un brillo especial y una sonrisa increíblemente parecida a la de Clint Eastwood en “Harry, el sucio”. Lo gracioso es la asimetría entre el real y el doble actual. Nuestro gordito polizón es la mitad de alto y el doble (o triple) de ancho que el norteamericano, sin contar que sus rasgos indígenas no lo asimilan mucho al hombre del este del bosque. Los muchachos ignoraban absolutamente la presencia de los suspiritos azules de provincia. Pero el hilo de sangre que se deslizaba por la comisura de los labios de ese ser enfundado en un gracioso, desprestigiado y humillado uniforme, no dejaba dudas, tenía sed. Su alma sádica rogaba por saciarse con el dolor ajeno y la injusticia propia. Comenzaron los tiros y empezó el revuelo. Las viejas tiraron todo y corrieron, con un paso que daba lástima y mucha risa hacia algún refugio, lo de una vecina, el almacén o la iglesia, santo refugio. Los muchachos afro-danzarines-vudúeslocos-hijoputas se dispersaron, pero no desaparecieron. Se asomaban por ahí, por acá, por allá, aparecían, desaparecían, mutaban sus rostros en muecas infames, carnavalescas. Se estiraban, se quebraban, bailaban danzas frenéticas delante de los policías, provocándolos violentamente con sus risas desencajadas y temibles. Realmente, daban miedo, tenía la sensación de que estaban drogados, llenos de fantasía, rompiendo la serena moralidad del pueblo. Yo, tan acostumbrado a la plaza y sus tiros y sus palos y eso, me metí atrás de un auto, con cierta parsimonia y serenidad, aunque altanería propia del citadino de una ciudad caótica y pobre. Los tres chiflados (doce en este caso) azules, parados en círculo –con aires de formación estratégica napoleónica- en el centro de la avenida, seguían, con los ojos inyectados en sangre, disparando como en una película de Bruce Willis. Nada. Todos los frentes de las casas cercanas, los autos y algún gato estúpido terminaron agujereados. Pero nada. No pasó nada. Hasta que se quedaron sin balas. El silencio, luego de un ruido atronador, suena muy fuerte. Después de unos doce cargadores enteros de 9 mm., el silencio es tan molesto que vale lo mismo. La cuestión es que durante unos segundos, los pitufos obesos seguían disparando sus pistolas sin cargas... la película llegaba a su final, por este momento. Luego, se miraron, y en alguno, sentí una lágrima lejana que asomó de impotencia. De pronto, se hicieron chiquitos, tan chiquitos que casi, casi desaparecieron en la inmensidad del asfalto casi nuevo. Despacio, pero abrumadoramente, comenzaron a aparecer caritas de jóvenes, los mismos de antes, los mismos de siempre, que se reían y burlaban de los policías. Cómo no. Luego de querer asesinar a todo el pueblo se encontraban indefensos. Estúpidamente indefensos. El silencio rojo cubrió todo de nuevo. Desaparecieron. Se esfumaron. No estaban más, como si se los hubiera tragado algún mitológico ser inefable. Acaso me haya dormido, acaso me haya matado una bala perdida y me encuentre penando en alma. Temí las nubes verdes que se cernían sobre el pueblito muerto. El amarillo y verde del cielo era atemorizador. No pude moverme. Me inmovilicé, diría voluntariamente. Quedé así, por mucho tiempo o por un instante. Todo fue extremadamente difuso, temible. Temblé. Me tiré al piso y así quedé. A lo lejos, en lo más profundo del cielo, vi una sombra y no vi más. VII Me incorporé, finalmente. La mañana era tarde, ya. No tenía nada qué hacer. Me sentía extrañamente libre, extrañamente triste y terriblemente estúpido. ¡Me había dormido en una plaza!. ¡Qué pedazo de idiota!. ¿Qué creí que hacía?. Decidí ir a comprarme un pasaje y dejarme de joder con esto de cambiar de rumbo, de cambiar de vida. ¡Idiota!. Mi bolso ya no estaba y no era raro.

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Caminaba por la calle sin pensar demasiado, sin mirar demasiado, sin caminar más. Prendí un cigarrillo y busqué la plata en los bolsillos. Claro que nunca la encontré. Los otros bolsillos también estaban vacíos. Sin plata y sin documentos, me fui a realizar la denuncia. En este pueblo, no puede haber muchos ladrones. Alguno debe haber sido, creo. Caminé por la calle principal, con apuro y bronca. En la comisaría no había nadie. Sólo un hombre barriendo la puerta. -Qué tal, jefe. Necesito hacer una denuncia por robo. ¿Habrá alguien?El hombre me miró y sonrió. -No hay nadie, don. ¿Qué es lo que quiere?. -Hacer una denuncia, me robaron en la plaza; después del corso ese.-Mire, deje. No va a haber nadie por acá hasta dentro de un buen rato. Usted sabe cómo es acá cuando hay quilombos de estos. Usted sabe.-La verdad, no. No soy de acá y no entiendo qué pasó. Sólo quiero hacer una denuncia por robo.Pero el hombre no contestó. Empecé a caminar para el mostrador de la entrada. Entré, como uno hace comúnmente, a la comisaría. Nada por ningún lado, excepto, en un rincón, mi bolso. Detrás de mí el hombre entró, ciertamente furioso, y me agarró del hombro. -¿No le dije que se vaya?.Sus palabras no guardaban violencia. Pero sí, su mirada. Unos ojos chinitos, brillantes, afilados, inyectados de sangre y amarillo. Por un momento, sentí mucho miedo. El hombre era hosco, como fruto de campo. Acaso como aquellos que ya conocía cuando era chico. Acaso algún pariente. Pero nunca los vi enojados. Así eran enojados. Temibles como vaca que le persiguen al ternero. En silencio me fui, sintiendo los ojos amarillos del viejo, su sonrisa, clavados en mi nuca. No sabía qué hacer, pero la situación no era tan desagradable. Doblé en una calle que, antes, había estado llena de chicos y juegos, con un quiosco y un almacén. Hoy estaba todo marrón, sucio, lleno de helechos por las veredas, de yuyos. Bastante deprimente. Sentí que todo, en la actualidad, sería así. La debacle de un lugar otrora hermoso. Como el mundo. Unos chicos, que no parecían de acá, me pasaron corriendo. Fue extraño que se hayan detenido a unos metros para mirarme y esbozar un gesto raro, extrañísimo. Naturalmente, me sentí profundamente atraído. Los chicos comenzaron a correr bastante más lento. Era una invitación. Yo seguí caminando al ritmo de siempre. Y ellos volvieron a correr. Súbitamente, doblaron una esquina y comencé a correr con algo de apuro y dificultad, pensé que podrían ser ellos los que me habían robado. Tuve un poco de miedo y de sentimiento de necesidad de justicia. No los vi, pero una puerta me atrajo la atención. No tenía nada encima. No tenía más que deseos de vivir un poco de algo. Caminé hasta la puerta de chapa cascada que tenía (que hubo tenido) una ventana para mirar, finita, al lado del picaporte. Estaba rota. Sólo apoyé la mano en la manija y la puerta cedió. Luego de atravesar un pasillo largo, encontré una puerta ajada, por partes rota. En esas hendijas se vislumbraba el resplandor débil de un farol o lámpara amarilla. Lentamente, empujé la puerta que, contrariamente a lo que esperaba, no hizo ningún ruido. Por un momento, pensé que era una trampa para robarme. Pero el sentido común me invadió. Qué estupidez. Como no tenía nada que perder di ese paso. El primer cuarto estaba totalmente deshabitado, vacío, sólo una espantosa lámina de Manet, rota y despintada en un ángulo. Algo de pintura, de revoque y mugre en el piso, y, en el techo, un agujero que dejaba entrever el cielo nublado, oscuro. Nada más. Hacia el oeste, otra puerta, en un estado algo mejor, a la que obviamente no pude resistir. Detrás de ella, el ruido era sordo, apagado, pero tremendo. Sonaba una música lejana, casi inútil. Las voces eran ordenadas, de hombres y mujeres, pero sin oírse claramente, como si fueran sofocadas por algún elemento, como voces dentro de un cajón. Apoyé el bolso en el piso. Sin fuerza, intenté abrirla, pero fue imposible, como si estuviera fijada, amurada. Con un poco de violencia, intenté nuevamente. Nada. Sin embargo, detrás de ella, las voces, casi se apagaron, ahora escuchaba la música. Mecánicamente, solté el picaporte, como si el contacto de mi mano provocara el reflejo de mi imagen dentro. Busqué un lugar donde ocultarme y, claro, no pude moverme. Si hubiera sido de noche me podría haber escapado entre las sombras. Tal vez. De pronto, la música se acalló y todo quedó en silencio. Absoluto y temible silencio. Lo único que podía perder, era lo único que tenía y quería, mi vida, casi nueva, casi cambiada. Sentí ruidos en el techo y maquinalmente corrí, con desesperación hacia la puerta rota, empujándola hacia el lado contrario de los goznes, con lo cual, se hizo otro enorme y sucio agujero, pleno de astillas y filos en uno de los cuales sentí rasgarse, espantosamente, mi camisa y la carne de mi brazo. Así todo, traté de zafarme, y terminé de cortarme el antebrazo hasta el codo, donde –hoy creo que exageradamente- el hueso frenó el desgarro de la carne. En ese momento, no pude percibir ni la profundidad, ni la extensión del corte. Sólo pude sentir un dolor agudo que me atravesó desde la muñeca hasta el nervio trigémino, alojándose infernalmente allí unos segundos. Estúpidamente, traté de frenar la sangre con mi mano. Sin darme cuenta de que la herida duplicaba su extensión. Luego, ciego por el dolor como un murciélago, abrí, finalmente, la puerta y corrí por el largo pasillo bajo una llovizna que cegaba aún más. El agua, presentí, era increíblemente barrosa. (Cristo salva). –La puta madre-. En la mitad de la carrera, sentí que me faltaban fuerzas y me detuve. El tiempo es raro. Sentí que todo era lento y apagado, que los segundos eran horas. Miré hacia atrás y vi, sobre el dintel de la puerta, un grupo de jóvenes –no reconocí a ninguno de los que había visto en el funambulesco carnaval- y dos hombres mayores –sabremos porqué se metieron en mi mente-, que me miraban y gritaban sin que yo pudiera percibir exactamente qué decían. Traté de retomar la carrera, sintiendo la tibia sangre que se deslizaba ahora por mis manos y mi pierna. Inexplicablemente, sentí un placer insensato y primitivo en esa tibieza, tal vez, una remembranza del útero materno de aquellos que se saben en peligro de muerte. Corrí, pero, por el frío, mis músculos respondieron con una torpe e inoportuna contractura que me obligó a caer sobre el brazo cortado. Logrando una dulce posición fetal. Me imaginé omnisciente, desde arriba, la lluvia cayendo sobre mí, rodeado de agua rosada y doblado. Sonriendo extasiado. VIII Con comodidad plácida sentí la lluvia sobre mi cara y vi el cielo gris con manchas oscuras que se movían. La leve cortina de nebulosa garúa caía sobre mi rostro. Claro, no podía determinar mi situación, pero tampoco importaba demasiado, estaba deliciosamente recostado, no sentía mi cuerpo. Como si de pronto fuera una sinécdoque mi cara que disfrutaba ese preciso instante en un fugaz carpe diem. Me adormecí, por momentos tal vez fugaces fracciones de segundos, pero sentí que mi cuerpo se recuperaba de su tremenda tensión. Luego, comprendí mi situación. Tuve miedo. Pero estaba satisfecho. Me desperté, finalmente, en un cuarto limpio, bien iluminado por una luz artificial que colgaba de una lámpara. Tenía dos ventanas enfrentadas por donde logré percibir que aún llovía. No tenía idea de qué era lo que pasaba pero traté de incorporarme y un dolor agudo me atravesó la pierna y sentí un fuego punzante hasta la mitad de la espalda. Mis dientes chirriaron para no gritar, por simple instinto de conservación, creo. Volví a caer sobre el catre en el que estaba

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recostado. Detrás de la puerta no había indicios de vida, ni luz, ni ruidos. Pero, de pronto, tuve la sensación de estar olvidado por el mundo y solo. Ni mis secuestradores me vigilaban. Decidí intentar nuevamente el sencillo acto de incorporarme. Otra vez el dolor, pero más leve. Pude levantarme y vi mi brazo vendado, con un horrible lamparón de un negro parduzco intenso que me provocó un horrible escalofrío. Estaba con el torso desnudo y una pierna completamente al aire, con el tobillo inhumanamente inflamado y morado, pero no sentía dolor. Cuando intenté pararme, me di cuenta de que tampoco tenía sensibilidad. Me senté y me quedé callado, para que el silencio me ayudara a reingresar al mundo conocido. Sentí una alegría bastante extraña al ver que sobre la pared colgaba una lámina de El Bosco. Una luz se encendió. Traté de pararme, apoyándome en la pared, sobre el único pie disponible. Cuando la puerta se abrió (sólo con mover el picaporte, no tenía llave), vi a una chica encapuchada. Delgada en extremo, toda vestida de negro, con una polera ajustada y un pantalón deliciosamente estrecho. Los borceguíes de remesa eran demasiado grandes y fuertemente atados, para ese cuerpito tan delicado, tan pueril. Bajo el pasamontañas -en cierta forma, ridículo-, veía unos ojitos chispeantes y enormes destilaban algo de temor. -Venga, por favor- dijo una suave voz bajo la lana. Una vocecita de nena segura, pero de nena al fin, me dio una orden que en otra voz hubiera sido un trueno de muerte. Paternalmente, como jugando a creer, la seguí. Apoyando una mano en la pared y saltando despacio. La chica caminaba adelante. Cuando notó que yo iba muy lento, volvió y me agarró con fuerza del brazo derecho, el mismo lado de mi pie inútil. Me sentí confiado y tranquilo. No podían ser criminales, si era una chica la que me “ayudaba” a ir al cadalso. Creo haber pensado. Con mi delicado bastón recorrí un pasillo que finalizaba justo donde estaba la puerta de mi ¿celda?. Todavía sentía cierto miedo y, sobre todo, confusión. Qués, porqués, explotaban en mi cabeza. “Curiosidad de mierda”, pensé, al tiempo que veía deslizarse bajo el pasamontañas suave y brillante mechón clarito de pelo negro. Sonreí y la mano de la chica en mi cintura se ajustó con fuerza. -Son muchos quilos- dije, probando su reacción. -Sí- contestó sin pensar y suspirando. Como quien recuerda una orden, enderezó la espalda y noté que se puso seria. -Perdoname- dije sonriendo, como disculpando su pérdida de compostura secuestradora. No contestó nada. Yo la seguí. Seriamente. IX Con la presencia de esta chica, me supe secuestrado. O algo similar. Me debatía entre el miedo natural al sufrimiento y la incomodidad del desconcierto y la gracia del momento. Doblamos en un recodo del pasillo y salimos a una habitación espaciosa, pero sin ningún mueble, creo que eso la hacía realmente espaciosa. -Por acá – me dijo la chica con su voz suave y melodiosa. –por esa puerta... lo están esperando.En ese momento, ella se quedó de este lado de la puerta y yo crucé el umbral a una habitación llena de gente que discutía apasionadamente. Antes de cerrarla tras de mí, miré a la chica. Esgrimía con seguridad un enorme cañón negro cuyo grosor poco menos de la mitad de su pierna. En ese momento, me recorrió un escalofrío por la espalda. La luz amarilla de la habitación era tenue y ciertamente lúgubre, me provocaba la misma sensación que uno de esos cuadros de Millet que tanto gustaban a Dalí. Algunas cajas de madera, una mesa rústica y enorme, una cocina de leña, una heladera (¿?), algunas sillas desiguales y una pequeña biblioteca con pocos tomos, eran todo el mobiliario. A la mesa, unos jóvenes, algunos en las sillas, otros sobre la misma mesa. Hablaban entretenidos, pero seriamente. Sobre las cajas de madera otros hombres y mujeres participaban en la charla casi a los gritos. Cuando entré, de pronto, todos me miraron en silencio. Algunos empuñaron su cintura. Temblé, pero no por miedo (no, únicamente), sino por el dolor que me punzaba el brazo y la pierna. Sonaba una canción de algún folclore americano, del centro. El momento fue lento y eterno. Como en esas películas, donde la cámara hace un recorrido alrededor de las caras congeladas, sentí la situación extremadamente inoportuna. Una voz masculina tronó sobre el silencio. -Venga para acá... por favor- agregó. Lentamente, el bullicio comenzó a retornar y el hombre de la voz de trueno se levantó cerca de mí, a la derecha. Estaba apartado y sentado a una mesa sencilla y baja, en un sillón de lectura de respaldo alto. Era un tipo alto, enorme, pero con gesto afable, aunque adusto y serio. Me tendió una mano como para ayudarme a depositar mis huesos sobre una vieja pero cómoda silla. Noté una leve sonrisa en sus labios. -Siéntese, por favorTraté de decir algo pero sólo salió de mi boca una torpe carraspera. El tipo intimidaba, y algunos todavía me miraban con sus manos en la cintura. -Yo me pregunto- dijo con su voz más cavernosa y sus manos cubriéndole la cara- ¿Qué carajo hace acá, amigo?Tomé aire y respondí. -La misma pregunta me hago yo...-Porque- me interrumpió- nadie lo conoce por acá, nada me dice que usted nos conoce, ¿para qué cruzó la puerta?-¿Curiosidad? – dije –Estupidez - agregué. -Puede ser -. -Si me deja ir con mi estupidez y me indica dónde puedo curarme, no diré ni haré nada que les altere la empresa-No- dijo con firmeza- ni una cosa ni otra. Ya no. No se preocupe acá lo vamos a curar y va a quedar como nuevo.-¿Y?.-¿Y qué?-¿Y después?. Digo, no tengo planeado esto. Pedir rescate sería más estúpido que yo, con perdón.El tipo se rió a carcajadas. Algunos callaron. -¿Usted cree que esto es un secuestro? ¡Qué idiota!- dijo entre risas- Perdone lo de idiota, no fue por usted. Pero ¿cómo va a ser un secuestro si usted fue el que vino acá y se metió en lugar que no corresponde?. Legalmente, usted está en falta.Su sensatez era apabullante. Inobjetable. Prosiguió: -Lo que quiero saber es porqué-La verdad, no sé-Impulsivo el amigo.- dijo como si fuera un aparte teatral.- Espere acá.Se levantó y fue a un oscuro rincón donde –no había observado bien- una sombra fumaba. Escuché entre el barullo una voz que se alzaba: “La revolución debe ser...” y, de pronto, una voz que no era la del grandote sonó furiosa y abominable.

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-La revolución debe ser... ¡una mierda!.- desde la sombra sonaba peor- No entendieron nada. ¡Tanto tiempo gastado en esta puta vida de lucha, rodeándome de muerte para escuchar boludeces...!- y se silenció. Todo se silenció. De la sombra, con una sonrisa complaciente venía el grandote. -Perdón por la ausencia-No, no es nada.- Agregué como si fuera necesario –Disculpe, pero si algo queda claro es que soy curioso. ¿Qué pasó? ¿Qué fue ese grito?.-Nada, por ahora, nada.En ese momento entró un muchacho con unos papeles y se acercó al grandote. Por lo bajo, escuché: “No hay nada. No es nadie” o algo similar, mucho no pude entender. Todos gritaban y yo deseaba irme y dejar toda esa mierda. Inexplicablemente giré la cabeza hacia un rincón iluminado. Una nenita de unos dos o tres años jugaba con unas cajas de cartón, silenciosa y alegremente. Su juego era apilarlas y voltearlas. Mientras el grandote hablaba con el muchacho, yo pensé dos cosas. Primero, no es un lugar para una criatura; segundo, qué gracia y qué alegría le daba al lugar la inocente presencia de esa nena. Como a cualquier lugar. -¿Quiere tomar algo?- me dijo el grandote. -Sí, algo fuerte. Lo necesito- y con gesto serio, tremendo, se fue hacia la cocinita. Las voces eran leves, como temerosas de que grite otra vez esa sombra. Ahora la música era Brahms. Miré a la nena y ella me miró. Una sonrisa de pocas perlas, como furias, me derritió el temor y esos ojitos se cerraron con fuerza, haciendo que su mentón chocara con su pecho, tiernamente. Me vio obligado a sonreírle y me inundaron unas ganas enormes de levantarla entre mis brazos y besarla, y, en ese beso, salir de toda esta tormenta. X El tiempo solamente sucedía, irrefrenable, como siempre. Acaso ya nadie notara mi presencia; acaso habría algunos más como yo en ese lugar. Un muchacho que estaba sentado en uno de los tablones del lugar, hablaba sin parar sobre posibles estrategias, citaba nombres conocidos y desconocidos. Algo era totalmente claro, eran comunistas o, al menos, eso pensaba yo. Marx, Lenin, Trotski, Guevara. Nombres. Nombres que se caían de su boca y se quebraban en sus pies. XI Una voz acalló el lugar. La sombra de antes surgió a la luz. Era un viejo, un cándido viejito calvo y canoso con su ojo siniestro casi cerrado y un habanito apagado colgando de sus labios. Vestido con un traje cruzado, algo maltratado, creo que de corte italiano, casi década del cuarenta. Indudablemente, el hombre había pasado por mucho tiempo los setenta. Caminaba lentamente entre las sillas, entre los hombres y mujeres que, de variadas edades, podrían ser todos, como mínimo sus nietos. Tenía una indolente mirada ida, que ayudaba a observar a todos a los ojos directamente. Realmente imponía respeto. Alto, muy alto, espigado aunque sus vértebras ya no resistían demasiado, caminaba seguro, con una mano en el bolsillo del saco y la otra en la boca, precisamente sobre el puro apagado. Pasó a mi lado, me miró y vi unos ojos mansos pero furiosos, como los de quien pretende pedir una explicación urgente de algo que es claro, más que otra cosa, un pedido de auxilio. Bajé la cabeza, como saludando, respetuosamente. Se sacó el cigarro y con voz tremenda dijo: “¿le parece?”. Dio vuelta la cara y siguió su rumbo. Era magnífico. Acarició la cabeza de un muchacho paternalmente y se detuvo en una mesa que tenía un aceite aromático sobre un candelero que, espantosamente, daba un toquecillo hippie al asunto. Agarró la vela –de esas velitas chiquitas hechas por alguna ama de casa- con sus dedos viejos y prendió el cigarro, colocó la vela, luego de apagarla, lejos del aceite. La única persona que lo miraba sonriendo era la chiquita. Desde su rincón, le estiraba los brazos, alegre. Desde la heladera, el grandote, miraba al viejo con unos ojos respetuosos y admirados. La nenita jugaba a sus pies. El hombre viejo se paró junto a un cuadro de puertos que no tenía ningún valor, como obra de un chico imitando a Quinquela. Dijo: -¿Ven esta criatura que juega?. Ella no conoce a ninguno de esos que ustedes nombran. No conoce una sola de las mil historias que ustedes saben de memoria para contarles a sus amiguitos. No puede hacer ninguna de las batallas que ustedes tanto planean. No conoce, ni siquiera, los motivos por los cuales ustedes quieren hacer algo. Pero tienen que entender que ella es el único fin que los debe empujar a la acción. ¡Tantos años hace que camino este suelo!. ¡Tanta sangre se ha renovado en esta cáscara que es mi cuerpo!. ¿Acaso alguno de ustedes tiene ganas de morir por nada?. –la pregunta no era retórica. -Sí – contestó algún exaltado y combativo. -¡Idiota!- rugió la voz del hombre- por morir estamos como antes. Quien triunfa es el que vive, no el muerto. El muerto es libro, es estandarte, nada más. El mejor político es el desconocido.... ah, porque de eso hablamos, de política.Una tímida voz se alzó entre el silencio. -No, señor- dijo un muchacho con lentes y camisa a cuadros- no queremos política, queremos el bien de todos, queremos libertad, para poder mejorar a la humanidad- su voz crecía en ímpetu y creía realmente lo que decíaQueremos un mundo de justicia e igualdad, sin políticos corruptos, sin política que nos condujo a injusticias, dolor y castigos.Algunos aplaudieron. -Sí, sí, está bien- interrumpió el viejo- Pero todo eso es –alzó los ojos y la voz cuando dijo el copulativo- política. No podemos renegar de los políticos y de la política, si no del cómo, de qué política es el punto. Toda revolución, casi todas las revoluciones populares que ustedes tanto admiran, fracasó con sangre o con ignorancia. La única revolución posible es la que no grita, la que no tiene banderas, ni rostros. Una revolución sin nombres. Una revolución sin muertes. Debemos, entre todos, lograr que sean todos los pueblos y todos los huertos nuestros y para eso debemos buscar la manera de erradicar el nombre de cada uno, la sociedad debe ser decapitada.-¿Y cómo?- dijo el mismo muchacho con furia contenida y como prepoteando. -Si lo supiera, lo hubiera hecho hace mucho más de lo que el cuerpo puede sentir. Si lo supiera, vos no estarías acá, ni yo, ni nadie.Calló una lágrima. Como un recuerdo, una gota de humor salado, quiso escurrirse por la mejilla, entre las arrugas de esa piel curtida y rugosa. Silenciosamente. Acarició a la chiquita, que lo agarró de la mano y le alcanzó una de las cajitas con las que jugaba. Ella, sonriendo, no notó la tristeza abrumadora, la desesperanza terrible que aquejaba ese rostro cartográfico. Una tristeza contenida desde hacía rato, una tristeza que más que nada era una enorme desesperanza. No dijo nada, ni antes, ni en ese momento y se alejó por las sombras, como pensando.

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Algunos de los presentes se fueron lentamente, otros, estaban como detenidos. El grandote me calentaba una caña. Y yo seguía como un idiota con ganas de irme, lo más rápido y lejos posible. XII Cuando volvió el grandote con su afable sonrisa y temibles ojos celestes, sosteniendo un vasito de caña en la mano, mi alma estaba teñida de una tristeza enorme. Puto momento el que decidí bajar de ese micro con mi bolso. Se sentó y todo volvió a tomar los cauces cercanos a la realidad. -Tome- dijo. La caña áspera rompió mi seca garganta. Tosí para componerme y volví a tragar, ya acostumbrado, el seco licor. Me recompuse un poco y pregunté. -¿Podré saber ahora qué es todo esto?-Algo. “Esto”, como usted lo llama, no es más ni menos que un intento por sobrevivir en esta tierra enorme y cruel. Un manotazo de desesperado.-¿Cómo con pretensiones? ¿Para qué?-Lo de las pretensiones se explica mirando...- y señaló hacia lo mismo de antes. Jóvenes discutiendo, paredes vacías, música. Nada. -Muchas de estas personas- continuó – vienen a matar su tiempo. No existen más que acá. Vienen a no aburrirse, pues sirven para eso. Para nada. A gastar su tiempo de ser revolucionarios, todos lo tienen ignorantes y difíciles. Como revolucionarios de universidades de la Capital, clase medias sin posibilidades de saber lo duro y real de un movimiento político. Como dice el Lusitano, ¿quién no fue de izquierda en su juventud?.-¿Qué Lusitano?-El hombre ese que tanto le intrigaba hace un rato. El que se fue hace unos minutos. Era portugués, ahora no tiene nación, historia, ni edad. Dice que estuvo con los republicanos en la guerra civil. Llegó hace tanto tiempo a estas tierras que nadie lo conoce más, ni él sabe cuándo. Y no se movió de una cueva, acá cerca, hasta hace un tiempo que las cosas se complicaron y nos organizamos, unos pocos hombres y mujeres de acá y lo trajimos... bueno, vino para acá.Sigo sin entender nada. Un movimiento, digamos, revolucionario, insurgente, tan clandestino que nadie nunca supo de su existencia. Capitaneados por un portugués decrépito que vivió en una cueva por años, que nunca hizo nada, que nadie conoce... y yo, sin motivo conocido, preso, detenido con ellos.-Usted no está preso. Ni secuestrado, ni nada de eso. Llegó acá, sin que nadie lo llamara, por eso, porque no sabemos qué quiere, quién es, lo debemos retener un poco. Vaya si quiere. Nadie se lo prohíbe.-¿Puedo?-Por supuesto- y llamó a la chica que me había guiado hasta ahí.- llevá al señor a la puerta, por favor.-Gracias...- dije esperando un nombre. -Lo único que le voy a pedir, por favor, es que no comente con nadie del pueblo absolutamente nada de esto.-¿Con quién podría comentarlo?. No conozco a nadie.-Esperemos que no conozca a nadie y, sobre todo, que pueda salir rápido.Me paré ayudado por la muchacha. -Tome, no se olvide de esto.- dijo mientras estiraba mi bolso. Lentamente, la chica me llevó hasta la puerta. El cielo seguía destilando una tímida llovizna. Ya era de noche y el frío salvaba mis lastimaduras. Pensé que el raro episodio se transformaría en una anécdota, hasta una buena excusa familiar. No más. Sonreí y pregunté a la chica si era del pueblo. -No- dijo secamente con un acento que me trajo aromas de Almagro. Un cierto olorcito a la calle Pedro Goyena. Inconfundible. -¿De dónde sos?- dije, no sin cierto aire libidinoso, lo reconozco. No contestó. Caminé lentamente, el dolor era intenso. El pasillo se alargaba y la chica se ahondaba en mi recuerdo. En la puerta le dije la muletilla común “nos vemos”. -Bah, espero que no en estas condiciones, en realidad.“Ni un seductor Mañara...”, me acordé inmediatamente de esos versos escolares, aunque nunca supe qué o quién era Mañara. Pero esa frase era mía naturalmente. XIII Me alejé rengueando hacia el oeste. Hacia cualquier lado, pero el oeste, en este país, es, siempre, el mejor lugar, porque no tiene fin nunca. En el piso había agua y barro por todos lados. Espantosamente sucio y húmedo, me encaminé para la pensión. Me dolían por todos lados las lastimaduras, el brazo y el tobillo. Apenas podía caminar. En el camino, traté de entender qué había sido todo eso. Estaba confundido, helado y estúpidamente excitado. La idea de la política, nunca había sido algo importante para mí, siempre me había considerado una persona apolítica, con cierta tendencia a la justicia social, pero sin profundidad, ni compromiso. Jamás adherí a algún movimiento político de cualquier tipo. Por momentos socialista, peronista, radical y un poquitín fascista... como cualquiera de mi clase. Como un cóctel vacío y sin sabor de la realidad social. Pero, muchas veces, me había acercado a movilizaciones masivas de gente para conseguir chicas. Pero esta vez, fue fuerte, fue real. Era gente, creía, que se mueve por algo real y concreto. Aparentemente. Entre estúpidas conjeturas y horribles ardores caminaba, un poco perdido buscando la pensión. Caminé tanto tiempo que finalmente, me metí en un local abandonado por la revolución productiva. Una ventana ofrecía una puerta por donde pasar unas horas de sueño tranquilo. Me desplomé en el rincón más alejado de la marquesina, para que nadie me viera (en el hipotético caso de que a alguien se ocurriera pasar), apoyé mi cabeza en el duro bolso y entré en un sopor exquisito. Una multitud de voces me despertaron, agotado y dolorido. Me levanté entre la mugre. Asomándome a la calle, vi un tremendo desfiladero de almas sacudidas por el frenesí y la humedad. Era impresionante ver a esa tremenda masa humana gritar y retorcerse y correr por las calles de aquel anquilosado pueblito, caído en el peor de los olvidos. Jóvenes, chicos, viejos, hombres, mujeres danzando una alegre marcha murguera encaminándose hacia un amanecer rosado, ocre, voluptuoso como nunca había visto. Mecánicamente, me sumé a la algarabía generalizada. Ya mis piernas dolían, mi brazo no sangraba y mi espalda no sufría ese dolor constante que tenía hace años sobre mi cuello. Mi mirada se agotaba en el profundo e infinito maremagnum humano que se extendía rígidamente hacia el campo, ascendiendo en ruidos y comparsas, con banderas blancas o mástiles vacíos. Sólo bailando mágicamente.

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Algunos prendieron fuego, desnudándose a su alrededor, bailando como un rito chamánico. Vivían mis ojos una deliciosa sensación de libertad total, de descontrol no violento. De ausencias de ojos y maldad. Nadie miraba como un Gran Hermano, era la destrucción del panóptico foucaltiano. La inocencia del ser humano festivo, sin males que provoquen la destrucción de lo otro. Acaso la pureza del ser manifestada en mínima escala, la algarabía vital desatada. Esa vida igualadora, como la muerte. No había edad, condición educativa, social o política. La igualdad real, la igualdad de la alegría, sin intereses ni apuros. Acaso la utopía más increíble que jamás haya pensado hombre alguno. Cientos de miles de personas despreocupadamente felices, sin ataduras, sin compromisos, sin familias, sin trabajos. Todo, absolutamente todo el mundo feliz. En el preciso instante en que el éxtasis desenfrenado del gentío se volcaba desordenadamente hacia el colapso, un insoportable rugido se irguió furioso sobre la muchedumbre. Una serpiente (o algo como un dragón) se recortaba sobre el horizonte, zigzagueando el rojo carmesí (ahora era carmesí) cielo de la noche. Era un reptil, erguido, en forma de S, como un tatuaje de la tumba, carcelario. Atravesada por dos enormes puñales que regía a la multitud. En silencio, la mayoría de la gente volvía a su origen. Como marcha de penitentes medievales de regreso hacia sus hogares. Mientras un grupito de gente se agarraba de la piel de la serpiente, mordiendo y golpeando su carne. Ésta, impávida, sólo movía delicadamente sus músculos. Y cada movimiento arrojaba a los abismos negros del Tártaro a cientos de miles de cuerpos humanos. En los labios de la culebra ostentaba una ociosa sonrisa soberbia y llena de saliva venenosa. Nepentes y Lete. Docenas de cientos de cuerpos eran empujados, tirados, furiosamente hacia la espinada vega abierta de tierra fértil. Sólo una leve gota de negra sangre se escurría entre sus aceitadas escamas. Cansada ya de tanta molestia –acaso, como el de Tántalo, sería infinito el castigo; no doloroso, pero molesto-, roció con un pestilente líquido verdoso, amarillento, como orín, a aquellos que la asediaban. Cientos de miles de cuerpos muertos o por morir, cientos de lobotomizados reactivos tendidos por todo el camino. En ese momento sus furiosos ojos rojos, verdes, miraron mis ojos muertos, dormidos, acechados. Su sonrisa se transformó en rictus. Temible, furioso. Yo no reaccioné y sólo me quedé parado, inexplicablemente, sosteniendo la mirada horrible. Un breve escalofrío selló ese primer encuentro. XIV Un horrendo estallido de fuego líquido, como si la ponzoña de esa víbora hirviera, como una mucosidad ardiente, pegajosa, me sacó los ojos de esa mirada, me encegueció y me trajo de regreso al sucio local deshabitado. El sol calentaba un poco mis pies. La gente y la serpiente desaparecieron de la visión. Sólo el humo y los estruendosos estertores de un camión roto poblaban la calle. Miré el barro del suelo para descubrir las huellas de la multitud. Para comprobar que, realmente, la fiesta y la locura vividas, hayan sido verdad, que el pueblo haya desandado el camino mágico de la libertad hacia el origen más animal del ser humano. Nada. El barro solitario y natural de la mezcla de elementos presocráticos. Huellas había, pero no de cientos de miles de hombres y mujeres, de niños y ancianos bailarines y libres, sino de carros, de caballos y de chatas. Me levanté con la marca en la retina de esos ojos reptílicos y fulgurantes. “No tuve miedo se dijo mientras le entró la herida”. Todo comenzó a caminar nuevamente. El cielo celeste e infinito. Silencioso. XV Me bañé y me cambié. Mis heridas no eran tanto y ya comenzaban a cerrarse. Me miré un tiempo en el espejo, jugueteando con las marcas de mi cara. Me encontré tratando de olvidar ese sueño. De pronto, sentí hambre. En el comedor había una hermosa claridad de calma, perfumada con aceite de fritura. Una mujer gorda y eslava me trajo una milanesa enorme y alta acompañada por papas fritas. -Hay ensalada, si quiere- dijo con una voz que denotaba pura obligación de ser cordial. -No, está bien. Lo que sí, ¿me traería un vaso de vino?-Sí.- mientras se alejaba, giró y me dijo- Señor, la noche que no estuvo se la cobro igual, ¿eh?-Sí, claro. Disculpe.-No se disculpe. Pague y listo.- contestó, con una sonrisa que pretendía ser amigable, pero que no lo lograba ni por lejos. Las noticias del día eran las de siempre. Balas, bancos, muertos, modelos, quejas, tetas, hambre, adelgazantes. Guita, siempre guita. El mundo sigue teniendo el mismo color. Lamentablemente. Una placa de canal noticiero anunciaba la tortura y la violación de dos viejitos de noventa y cinco años, a quienes habían robado los trescientos mil dólares que tenían ahorrados para el futuro, después de más de cuarenta años de trabajo y de cobrar una pensión de Italia, país del que arribaron cuando tenían tres años. Los hermanos nonagenarios tenían joyas y elementos de mucho valor pero los criminales no los encontraron ya que sólo robaron el dinero. Los criminales, dado que los ancianos no querían confesar el lugar del dinero, ultrajaron a los ancianos, violándolos y pegándoles. Las papas tenían ese color amarillito y un sabor crocante a papas. Gordas, carnosas, con sentido alimenticio y no a mero entretenimiento. La carne empanada de la milanesa era de un extraño sabor cárnico, como hacía largo tiempo que no probaba. Hasta el recubrimiento de esa carne tenía gusto a pan, a ajo y a perejil. Extrañado, miré el pan sobre la mesa. Era como una visión divina. Esponjoso alimento que se deshacía -se descarnaba, mejor dicho- entre mis dedos. Estuve un tiempo, como un idiota, mirando el pan. Oliendo el vapor del plato servido frente a mí. Recordé un cuadro, creo, de Dalí. Me sentí bien. Extraño, pero bien. -El pan es de esta mañana; como es casero, no hay otro por ahora. Ya es tarde y no me voy a poner a amasar a estas horas.- dijo la eslava con intención de disculparse, pero con sonoridad de reto. -Está muy bien, no se preocupe- dije sin probar una miga. Pensé en la alimentación. Esa construcción social de preparar un alimento. Pura fastuosidad vana, inútil. Pensé en las manos de la eslava amasando el pan, tal vez, sin ningún cuidado más que un enjuague luego de tocar la carne sin cadena de frío. El hombre necesita preparar cuidadosamente, cocinarlo hasta el paroxismo. Necesita desinfectar su alimento porque se volvió débil. Cualquier alimento descuidado es ponzoña fatal para su frágil estructura física. A pesar del cuidado y del modelado del cuerpo, cualquier carne cruda puede producir una hecatombe en la cual el orden biológico, pulcramente construido en las ciudades, a lo largo de generaciones caería irremediablemente en un colapso inaudito que lo dejaría fuera de carrera por semanas. Y, sin embargo, algunas cosas siguen su curso. Cientos de miles de habitantes de este mundo consumen a diario millones de quilos de chacinados y alimentos que carecen absolutamente de controles bromatológicos, sanitarios o ministeriales, y nada sucede. Miles de seres humanos, de niños, comen alimentos sin conservación o extraídos desde las bolsas de la basura de la gente que moriría al comer la misma comida que arroja, luego de arrojarla. Es triste el hombre débil que somos. Cualquier mínimo, invisible, virus nos

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aniquila como mariposas, como una bomba. Pero este pan, elaborado por las sucias manos de la eslava... ¡cómo se desangra!. Mi espíritu cambiaba, ahora sí, irremediablemente. XVI Poca gente en la siesta. Yo seguía sentado a la mesa mirando el irremediable paso del sol por el asfalto de la vereda. Alguno entraba y pedía cerveza, rápidamente, provocando un contraste con la calle quieta y abrasada por el sol. Entró un tipo al comedor, con un inevitable aire de fuerza de seguridad. Bigotes poblados sobre una boca mínima, con camisa celeste finita, pantalones azules y unos inefables mocasines negros, bien gastados. Ni chapa, ni nada que lo identificara. Sus enormes lentes de sol verdes, aferrados al puente de su nariz, recorrieron las mesas y saludó a todos con voz de mando. Nadie respondió, pero él, satisfecho, se sentó al mostrador. - ¿Cómo le va, oficial?- Saludó la eslava, con notoria alegría falsa - ¿Hace calor, eh?-Un poco – respondió el tipo mientras miraba hacia mi mesa, escrutante -¿Lo de siempre?- dijo la eslava, abandonando lo poco que tenía por hacer. -Sí, por favor.El tipo reacomodaba con sus manos gordas la pistola que llevaba en la espalda. Después de haberla trabado, la puso en el costado de su pantalón, se ajustó la camisa por dentro del pantalón, ya que hasta ese momento, su barriga abundante, había provocado un desaliño considerable en la camisa. La tela fina y celeste estaba toda arrugada y pringosa. Una cerveza transpiraba en el mostrador y unas papafritas de bolsa. -¿Todo tranquilo?- preguntó la mujer con un terror considerable al silencio. -Más o menos. Usted sabe, este pueblo se está transformando en un juntadero de “extrema”. Ni en los milicos esto estuvo así. ¿Vio la gente rara que hay?. Esto era tan tranquilo. Ni chorros teníamos. Estaba el Pérez, el Petiso, ¿se acuerda?, ese que la afanó a usted y que se fue a tomar vino a lo de don Quique, cuando estaba allá en la estación.-Sí, ese Petiso de porquería. Era de acá, ¿se acuerda?, pobre, guachito de pibe. Se crió acá, entre nosotros. Los médicos dijeron que le dio la “cletomanía”.-¡Chorro, qué “cleto...nada”!. Unas cuantas palizas le habrían faltado. Con eso se le iba lo de los matasanos. Pero, las leyes, siempre las leyes de allá. Y mire que soy de la idea de que la ley es lo primero, pero cuando es buena. Si no, tiro. Y listo. Se acabó. Con el comisario ya dijimos: cuando empiecen a hinchar las pelotas los cagamos a tiros y listo los comunistas. ¡No vamos a permitir que nuestro pueblo se ponga así!. Bolches de mierda... Él tiene razón, como dice el comisario. Porque Él está en todo eso, Él sabe, ¿vio?-¿Y a qué vienen acá?. Acá no hay guita ni nada.-¡Qué sé yo!. Deben ser contras del diputado.- inmediatamente, como arrepentido cambió de tema- El que andaba en alguna era ese médico de Capital que quería cambiar la salita. ¿Se acuerda?¿Cómo mierda se llamaba? ¿Villerna? ¿Villerma?.-¡Villerman!. No era mala gente. A mí me curó una sarnilla del campo cuando estaba...-¡Sí!... Villerman, judío y comunista. Y pelotudo. Quería traer médicos y enfermeras para acá... ¡para doscientas personas!. Ese quería algo más. Seguro quería guita. Se iba a ver a los Fiere, ¿se acuerda?, al medio del monte, a ver esos indios de mierda. ¿A qué carajo?, si esos son animalitos, nomás. Allá ellos, que se jodan-Por suerte se fue, ¿no?-Por suerte, pero ahora...– Me paré para ir al baño y me miró con sus lentes de mosca. La eslava pasaba un trapo al agua de la cerveza. El baño estaba ahí nomás del mostrador. Desde adentro no se podía escuchar nada más que un bisbeo que denotaba secreto. Al salir, carraspeé para avisar. -¡Y, bue...!- decía el policía- yo lo único que le digo – mientras se clavó un cuarto de cerveza de un trago. Su garganta crujía espantosamente.- es que en cualquier momento empezamos a meter bala a todos esos nuevos, esos malandras que andan por ahí. Como decían cuando era joven, “primero, tirá y después preguntá”. ¿Usted lo conoció al comisario Quiñones, doña?... era un gran hombre y mejor oficial... –los pensamientos lo invadían- Bue, doña, nos vemos-. -Adiós, suerte- dijo la eslava- cualquier cosita, yo le aviso.-Listo.Mientras salía, sacó la pistola y la destrabó. Mirándome, como bromeando, dijo: -Hay que estar atento, ¿no, amigo?Yo lo miré extrañado. Pero no respondí, sentía que era de esa clase de uniformados que gustan de la pelea. Sólo moví las cejas, entre afirmando y denostando. -¿Duele?- volvió a preguntarme, señalando mi brazo vendado. -No, ya no.- mientras corría la cabeza hacia la película en la tele. -Hay que tener cuidado... ¿cómo se lastimó?-Me caí-¡Ah!- dijo como cuando aclaramos una sospecha. Y calzándose los lentes- Adiós... cuídese mucho.Me sentí condenado en inocencia por mi condición de extranjero. XVII El resto del día lo pasé entre caminatas y pensamientos. Por primera vez en años (desde la adolescencia, como un poema de Heine), pensé en este mundo. Infestado de dolor y pasividad. De dominación y control. Pensé en todos los hombres que están ahí, solos, abandonados por el mundo, excluidos de cualquier sistema y –pero- imposibilitados de construir un nuevo mundo dentro de éste. Sin educación, ni coraje, transitando sin vida por caminos pedregosos, muertos de hambre, de sed. Cansados de golpear las puertas, sin enfrentarse y entrar, y, frente a la ley, tímidos, cobardes, esperan durante años hasta morir en estertores de dolor. “El mundo se puso berreta”, dice un lisiado en una película. Esto es el reflejo de un sucio espejo, deforme y angustiante. Duros e inabarcables muros. Se construyeron paredones rodeados de gente circulante, eternos caminantes embobados por ingresar al vacío de una ciudad refulgente sin brillo ni destellos; opacidad pura. Una esfera de cristal vacía, límpida, estéril, pulcra, aséptica, sin absolutamente algo por lo que valga la pena morirse. El mundo es una inconmensurable maraña de asesinatos. En cada centavo que vuela de cable a cable, en los inabarcables millones de vanos centavos que pasan segundo a segundo sobre nuestras cabezas se derrama una gota de sangre que los mancha. Y quien los posee esgrime en cada número binario, un puñal que desgarra la piel de un pecho. Un hombre, un chico, una mujer, un viejo cae fulminado por el filo tremendo de una moneda que no es suya, pero que, en definitiva, le pertenece.

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¿Acaso vale? ¿Cada mano de cada hombre que debe y no puede trabajar, para sí y para el otro, vale acaso la milésima parte de metal de un centavo de dólar?. En este lugar que vale para valer, que existe para morir ¿estamos los hombres?. Esos seres que nacemos desnudos y no necesitamos más que un pecho para vivir, esos hombres que tenemos manos para cultivar y matar los alimentos que nos vivifiquen, que podemos construir, dar vida y que podemos pensar y salvarnos, que podemos vivir. Esos hombres habitamos este mundo que esmera en contrariar lo que el hombre debe hacer. Si cada persona puede ser libre, puede ser uno, se basta pero puede convivir (quiero decir, compartir la vida) con otros hombres igualmente libres, sin perjudicarse, sin maltratarse. Si cada hombre necesita del otro, inevitablemente, ¿por qué no puede cumplir ese orden natural de vivir y dejar vivir?. El hombre sólo es feliz en comunidad, en un lugar donde pueda coexistir, donde entregar su destino a otros y donde la riqueza esté representada por la diversidad ¿porqué se unen sólo por los intereses individuales, porqué solamente quieren quedar únicos por encima de los demás?. La piel sangra roja en cualquier piel y todos terminamos en la mar. El hombre, ese estúpido animal que trató toda su historia de diferenciarse de los animales instintivamente sabios, que se guía por esa virtud de pensar, sanguinario animal que mata porque sí y que desconoce la sensación de permitir al otro algo fundamental: ser. Vi al policía. Su mirada adivinaba mi pensamiento. Sólo me senté en el piso a contemplar el devenir de mis minutos. La decisión estaba tomada. Decidí volver a mis días pasivos de obediencia laboral, de tranquilidad en este mundo que me exige unirme o morir humillado, despreciado o en un póster. Y elijo vivir. No sé muy bien para qué. No sé. Tal vez, porque soy una muesca de esta eterna maquinaria de muerte y me cansa mucho la idea de romperme en mil pedazos para tratar de frenarla. Esta noche, agarro mis cosas y me voy. XVIII En la pensión, la eslava estaba atendiendo unos llamados, al tiempo que no perdía detalle de una novela de pasión y magia. Cuando aparecí con el bolso, me pidió un segundo y terminó de hablar por teléfono. -¿Cuánto le debo, señora?-¿Ya se va?- la irrespetuosa pregunta de respuesta nació del asombro. -Sí, ya muchas vacaciones por ahora- dije casi con alegría. No me acordaba del grandote, ni del viejo lusitano. Todo se había ido. Volvía alegremente a ser un diente más del engranaje infinito. -¿El brazo, bien?- dijo mientras hacía la cuenta de la pieza y la comida. -Sí, ya está curado y débil como siempre- ella sonrió y me dejó la cuenta de la máquina. 93 pesos. Pagué y me despedí dejándole un beso para la chica que me atendió el primer día. -Si la veo se lo doy- dijo con la mirada clavada en mí, con furia incontenible. -¿Qué? ¿No está más?-Se fue hace unos días y no la vimos más- esquivando mi mirada acotó, con cierta tristeza- No sé dónde estará.-Bueno, suerte- dije sin más. Cuando salí a la calle, era pasado el mediodía. El sol resquebrajaba la tierra ya reseca. La humedad y el calor eran insoportables, pero yo caminaba alegre con mi camisa desabrochada, tratando de tomarme la última mirada al campo. La calle estaba silenciosa y vacía. Me imaginé en la ciudad, en una calle de tierra con la misma soledad y temblé. Pensé en el bar de Jorge, en su gente, las chicas rebosantes de sol y vida, el sudor del asfalto, terrible, pantanoso; en esa mirada llena de preguntas y odio que me esperaría aterrada, en todas las explicaciones debidas, en mi cama, mis discos, mi trabajo, en la estupidez de esta parada, en la inopinada aventura de mis días. Metido en la extrañeza del pensamiento y concentrado en patear una piedra que levantaba polvareda, sentí, repentinamente el motor de un auto. Adivinaron. Era el insoportable lentes de sol y cara de ley sucia. Seguí caminando, inalterable, aunque atento. Caminé una cuadra con el auto a metros mío. De pronto, se puso a mi lado. -Hola, amigo. ¿Cómo anda?- dijo una sonrisa McDonald´s, y un franco tono amistoso de campo. -Bien, gracias-¿Se va, ya?-Sí, se me acabaron las vacaciones-¿Va a la terminal?. Suba que lo llevo, venga.-No se moleste, usted debe tener trabajo y no quisiera molestarlo.-No es molestia, suba-No, gracias.- dije seria y secamente. -Suba- me ordenó- quiero aprovechar para preguntarle algo.Sutilmente, como sin intención, al descuido, descorrió un pulóver y unos papeles sucios en el asiento del acompañante: la negra fauce de su arma se mostró furiosa hacia mí. No tuve más opción que subir. Total, no había hecho nada. -Disculpe- dijo. Supuse que por la amenaza –Por el tono, digo. Es un defecto profesionalDel arma, nada. Signo inequívoco de su intencionalidad. -No es nada. Pero querría disfrutar del sol y del aire de campo.-Así que ¿de vacaciones?... ¿acá?-Sí, en realidad, pasaba por trabajo y me bajé en la tranquilidad del pueblo. Recuerdos de infancia.-Ah, mire usted.- cada “usted” que decía, cada verbo, cada pronombre conjugado con ese trato formal, desjugaba un sentido de enorme nivel irónico. -¿Ya casi llegamos?- dije después de un tiempo de mantenernos en silencio. -No- su respuesta fue seca, cortante, como si mi pregunta lo hubiera interrumpido en algún pensamiento profundo. Dobló en una esquina, a lo lejos veía el campo. Y nada más. -¿A dónde me llevás?- dije con una mezcla de enojo y temor. -Tengo que arreglar un asunto. Quédese tranquilo, no pasa nada.Olía mi temor como un perro. Sonrió como un perro que ve a su presa. Cualquier intento de resistencia hubiera sido inútil. ¿Y si me encaja un tiro?¿Qué hago?. Nada. ¿Qué podría hacer?. Tirarme del auto era provocar una sospecha, una duda justificada. Si yo no tenía nada que ocultar, ¿porqué tenía miedo?. “Paranoia histórica”, podríamos llamarlo. Desconfianza citadina. Cagazo, simplemente. En el prólogo de una llanura eterna, el auto se paró y el tipo salió. Desde el frente me hizo señas de que bajara. El sol quemaba el trigo y el maíz o lo poco que quedaba en ese inmenso campo de soja desierto. -Le gusta el campo, amigo. Es de mi patrón. Sí. Es lindo, ¿no?.-Sí, lindo. Grande. Pero, ¿usted no es policía?-Sí, ¿por?-¿No le paga el estado?-

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-No, amigo.- una sonrisa complaciente se escurrió de sus labios resecos, al tiempo que prendía un cigarrillo- A mí me paga el dueño del pueblo, el hombre que nos da de comer a todos acá. Acá el gobierno, no existe. Desde hace unos diez años, este lugar dejó de ser pueblo. Oficialmente, no existe. Usted caminó, comió y durmió sobre una tierra borrada del mapa. Y nos organizamos así, Él pone la plata y nosotros cuidamos. Sí, somos policía. Su policía.-No entiendo nada. Ahora, ¿qué mierda tengo yo que ver con esto?-Por su bien, espero que nada. No sabemos quién es usted. Supongamos que usted no tiene nada que ver con nada. Acaba de escuchar demasiado; por mi culpa, está bien, pero es así. Supongamos que usted tiene malas intenciones, ya estoy acá. Que usted esté acá, de cualquier manera, es peligroso para todos si usted dice algo se pudre todo. Y Él no está dispuesto a eso.Noté que la situación se me había complicado muchísimo. Este tipo me explicaba una especie de absurdo irremediable y me obligaba a participar de esa ridiculez que me parecía no más que un sueño, un juego, una idiotez inocente, onírica y torpe. -¿Porqué me trajo acá? ¿Para qué me cuenta esto?-Cada extranjero que cae acá, es conocido. Es como si usted pasa por una casa y se mete; se mete en propiedad privada. Entonces, se le pide que se vaya.-Deje que me vaya... y listo.-En general, hacemos así. No lo echamos, pero hacemos, cordialmente, que se vaya. Pero, usted...- sus cejas se arquearon dando a entender algo más. -¿Yo qué?-Usted hizo algo que no hacen todos. Pisó lugares que lo meten en el desorden, está desestabilizando. Hace unos días, cuando usted apareció, aparecieron unos pendejos haciendo quilombo. Justo donde usted estaba; pero, lo peor de todo, es que usted los miraba de lejos.-¿Qué?-Sí, usted, uno de los que tienen que irse, se durmió en la plaza y, justo (¡qué cosa! ¿no?), estos pendejos se pusieron a hacer pelotudeces en el centro. Todo tiene que ver.-Pero... yo no tengo nada que ver.-¿Y porqué después se juntó con ellos?El mundo se me vino encima. El campo amarillo se transformó en el oscuro cielo de Van Gogh. Entendí que esto estaba más complicado de lo que pensaba. El tipo no parecía dispuesto a escuchar, siquiera, explicaciones. Abrí la boca, pero no pude decir nada. Lo único que pude articular fue una pregunta idiota que nunca debemos decir, en ninguna circunstancia: -¿Qué hacemos?El tipo se rió. Claro. -Usted... me acompañaXIX Llegamos a una casa pequeña, pero con un jardín enorme adelante, lleno de espesos matorrales, de yuyos, de rosales desaforados, pura hoja y sequedad. Ni una flor considerable. Recordé el tango “Nada”. El tipo metió la mano entre las rejas de la puerta y destrabó un viejo candado. Al lado de la casa, estaba lo que alguna vez, fue la estación. El lugar era raro, no había gente en ningún lado. A una cuadra, estaba el local abandonado donde había visto pasar a toda aquella comparsa onírica, con la víbora. Me hizo entrar entre el yuyal, la casa era una antigua construcción inglesa, que me recordó algunas casonas de Belgrano. Señorial, como una tumba en Recoleta. Tenía en el frente una galería con balaustrada de piedra tallada y entre la mugre se adivinaban unas baldosas negras y blancas. La primera habitación estaba vacía y totalmente destruida, paredes destrozadas y comidas por la humedad. El piso de madera levantado por partes, dejaba ver el cemento, como arrancado. Era desolador. Desde el fondo venía el sonido de una radio. El tipo cerró la puerta y se metió por otra habitación. -Espere acáEn algún momento hubo una puerta cancel. Pero ahora sólo quedaba la ventana de arriba. El resto, tapiado. La tarde, afuera, caía carmín sobre el campo amarillo como un beso perdido en la lejanía del recuerdo. Desde adentro escuché: “Che, ya estoy acá con el tipo”. Yo dejé mi bolso y me senté en un rincón. A esperar. Un grupo de insectos (¿cucarachas?¿escarabajos?), con mi quietud, salieron a su ámbito. Recorrían, frenéticas, los desniveles sutiles del piso, las matas de mugre, deteniéndose, hurgando, comiendo, correteando divertidas, miserables, devorando el fruto de la destrucción y el abandono. Felices, disputándose las sobras, probándose las fuerzas. Como el hombre. De pronto, por la puerta, por donde había salido, aparecieron los lentes del policía. -Venga- me ordenó. Me levanté, agarrando el bolso y fui hacia la puerta, pisando sonoramente unos escarabajos. -Deje el bolso, nadie le va a robar- fueron, irónicas, sus palabras. Caminé detrás del tipo por unos cuartos no menos abandonados que el otro. Delante, el tipo tarareaba una cumbia y, levemente, bailaba con su cuerpo. La última puerta se abrió a un parque cuyo fondo eran las vías del tren muerto, abandonadas. Más allá, el campo angustiosamente inmenso, amarillo, ocre, como un sueño de trigo y tierra en la eternidad del cielo eterno. El sol me golpeó en las pupilas y me obligó a detenerme en el umbral. -Por acá- dijo el tipo a unos pasos de mí, hacia la izquierda, señalando un cuartito de adobe, donde otro desagradable como él, nos esperaba sentado en una silla con el respaldo hacia delante y un cigarrillo colgando de los labios. Pensé que Él, el dueño, les compraría los lentes a todos, ya que este otro tipo tenía los ojos ocultos tras la ceguera de vidrios verdosos. -Bienvenido, hermano- dijo el otro con voz de pastor evangelista y una sonrisa afable y cálida, con un chispazo en los ojos que quemaba. Yo no le respondí. El oficial, digamos, que me trajo sonrió levemente y se fue sin saludar. Nos quedamos solos con el pastor. El sol caía cansado sobre el campo, ciego y muerto. La noche con toda su carga semiológica, con todo su carácter sígnico, con toda esa metáfora, con esa muerte y oscuridad se alzaba imponente y bella sobre mi cabeza, inconmensurable y perdida. XX Toda fe tiene el instinto de la mentira: se defiende contra cualquier verdad que amenace su voluntad de poseer “la verdad”: cierra los ojos, calumnia. Federico Nietzche, “Filosofía general” “Y tomé el libro de la mano del Ángel y me lo comí”.

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Apocalipsis, versículo IX -Mi nombre es el que es. Aunque algunos, acá, me llama don Abad. Es una confusión de estos hombres, pobres de fe y conocimientos. Mi verdadero nombre es Abaddón. Tal vez, usted sepa, comprenda, aquello del libro de Job “sólo a nuestros oídos llegó la fama de la sabiduría”. En mí habitan la necesidad de preguntas y la totalidad de las respuestas.Hizo una pausa tranquila y sencilla, y extendió su mano. -Mucho gusto- dijo. Su mano carnosa y ajada se extendía hacia mí acompañada de una tierna sonrisa compasiva. Me sentí seguro y tranquilo, a pesar del delirio místico que destilaba todo. La ruina y la perdición, se olían en el aire. Las paredes recubiertas de imágenes de Jesús, el cristo, de María y de todos los íconos, imágenes y figuras de la pastoral. En la pared del fondo, este cuartucho sin ventanas, cobijaba la imagen de un ángel con ojos de fuegos y oro hacia el cielo (que me recordó vagamente a un dibujo de William Blake y a una tapa de Led Zeppelin), enormemente alado, bellísimo y en sus manos dibujadas con pintura roja una cascada de sangre. A sus pies, con el mismo color decía con una caligrafía pretenciosa “Abaddón, el ángel exterminador”. -No entiendo nada, hermano. ¿Qué pasa?- dije aplicando algo que aprendí de chico: asimilarse al enemigo, usar su código, cuando se es inferior en fuerzas. El tipo tenía varios puñales y cables a la vista. -Nada. Si eres un hombre de fe y virtud. Nada.-Lo soy. ¿Qué hago acá? –el tipo se sacó la camisa y quedó en cueros, su espalda enorme, rolliza y velluda, tenía tatuado un dibujo similar al de la pared, un ángel alado y doliente, bello y derramado, pero con un trazo horrible, como uno de esos tatuajes carcelarios, pero enorme. Temblé. Mientras me sentaba a esperar, el pastor dijo, o mejor, afirmó: -Usted es creyente.Yo hice un profundo silencio. Él se dio vuelta y me miró con ojos de furia. Supuse que esperaba una respuesta, por esto dije tartamudeando: -¿Era una pregunta?.-Tienes razón, hermano.En ese momento, comenzó a lavarse violentamente las manos y la cara, haciendo todo tipo de gestos y lanzando quejas y suspiros al aire, como obsesionado. Con un pie cerró la puerta que rebotó sobre sí misma y se trabó sola con un gancho tembloroso. El cuarto quedó iluminado sólo por las velas y la imagen del ángel. Todo, claro, resultaba muy tenebroso pero tenía una carga palpable de absurdo. Me encontré con la cabeza colgando, totalmente atónito, sin fuerzas, resignado. -Usted parece un hombre sensato- dije cuando terminó de lavarse y me mostró su vientre abultado y peludo que decía a la altura del diafragma, con espantosas letras góticas: “JESÚS”- me podría explicar porqué estoy acá.-Hermano, tienes el estigma de la duda en tu frente. Sólo yo podré determinar La Verdad de tu alma. Para eso estás aquí. Hic tuum noster spes perduta- de la nada dijo estas palabras que me parecieron italianas o latinas, yo debo haber esbozado un gesto extraño, ofensivo- Son palabras del Señor- rugió su voz tremenda- Es sonido sagrado, hereje.No iba a contradecirlo. El escalofrío helado, como un rayo, me recorrió el cuerpo, estremeciéndome. Una mano pesada cayó sobre mi cara. -Si tu verdad, esa falsa blasfemia, es La Verdad, no debes temer. Pero la ira de Dios es inconmensurable con los réprobos, y absolutamente benevolente con los justos. El mundo está lleno de gente que sobra y que estropea la vida.“Dios mío”, pensé, al tiempo que me aferraba a la silla metálica para filtrar el fuego de su mirada y el mal de su sonrisa... ese mal de la Inquisición, ese mal divino, esa furia divina que es Bien, paradójicamente. -Cuéntame, hermano, ¿cuál es el motivo de tu visita por estos páramos del Señor?-Sólo tuve un impulso, una pulsión regresiva diría un psicoanalista.-¡No hables (por el nombre del Señor) de las artes mágicas de los blasfemos!- y desató sobre mí la furia de su mano izquierda, desarrajándome el mentón en un segundo, haciendo sangrar mi labio. - ¿Qué buscas, hermano?- dijo con ternura. -Volver a la inocencia de la infancia, creo. Renovar la pureza infantil.- dije con inconfundible lírica. -Bello deseo; agnus dei. Los niños suelen estar más cerca de la bondad de Dios. Su pureza de espíritu es la llave del paraíso.-¿Usted es un instrumento de Dios?-¿Lo dudas, hijo?- con ojos inyectados en sangre, con furor de guerrero en sus ojos, ya rojos, me golpeó en el estómago, con tanta fuerza que sentí una revuelta intestinal que me provocó una saliva salada, mezclándose con la sangre. –Porque todos lo somos- dijo con bondad- aún los ajenos a la senda de Dios.-Pero lo suyo es como... más directo- dije tratando de no escupir demasiada sangre. Mi estupidez, veo ahora, era magnífica. -Sí, te responderé, aunque quiero que sepas que yo soy el que pregunta. Mi nombre mundano, el de esta vida secular, ya que el otro lo conoces, es la señal de iluminación que el Eterno dio a mis padres terrenales. Ellos me inscribieron para los hombres como Ángel. Y el apellido de mi padre (¡alabado seas, Yahvé!) es “De Dios”. Así que, yo, de entrada, soy “Ángel de Dios”. Ahora, para más datos, Abaddón. Mi lugar es éste, como siempre, luchando para destrozar el mal, para desterrar el mal de esta creación perfecta de Dios, ajeno a las instituciones humanas.El hombre, de unos cincuenta o sesenta años, gesticulaba, alzaba sus brazos y gritaba. -¡Oh, general Ruiz!. ¡Diablo humanista!. ¡Hereje!. ¡Sin tu presencia réproba hubiera accedido a la epifanía y el mundo humano se hubiera acercado a Dios!.- dijo poseído por un recuerdo. Como volviendo del trance, continuó: -Ahora, en este mundo, sigo mi misión alejado de cualquier orden humano imperfectoSus ojos se acallaron. Su voz se durmió. Y todo él volvió a mojarse en agua. -¿Y qué más?-dijo. -Nada más, le juro- sin entender porqué, respondí de esta manera. -¡No jures en vano, ser inferior!.El hombre era fuerte. Golpeaba con dureza. Lo sufrí varias veces, mi sangre se esparcía por el aire. Pero no había sadismo, creo, o saña en sus golpes. Sino seriedad y, hasta diría hoy, tristeza. Dicen que a los asesinos seriales suele sucederles una enorme culpa, una tristeza, un dolor enorme por lo que han “debido” hacer. Así, lo percibía yo a este ser, como cumpliendo un rol doloroso y triste, pero irreprimible. -Somos imperfectos, ¡nunca jures!. No conoces al Señor; ¡no conoces a Dios!. Cerdo, impuro, sino no jurarías.Otra vez un centenar de tormentas en sus manos cayeron sobre mí. Sentí en mis labios y en mis ojos ardor, profundo ardor y tibieza. Más sangre regada, más somnolencia acumulada, más malestar generalizado. -¡Eres un heraldo del mal!- sus ojos estaban en el pasado, una tibia sonrisa, ahora sádica, se asomaba en sus labios- Perteneces a la raza de Caín. Maldito seas tú, y tus compañeros enfermos, huestes de la locura y la enfermedad,

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peste diabólica. ¡Ajeno a la iluminación, catástrofe de los hombres, peste que azota este paraje!- me miró, repentinamente- ¿Cuál es tu nombre?-Pablo.- mentí. -¡Mentira! ¡Tu nombre es Legión!. ¡Caiga sobre ti, toda la ira del Señor, la bendita cólera divina!Ahora era su puño el que atronaba en mi vientre. Sentí en mis entrañas un derrame. Casi me desvanecí. Abrió un ventiluz y me sirvió un vaso de agua. -Purifícate, hermano. Ya seguimos- y se fue a un rincón, donde prendió un cirio enorme. La luz de la vela enrojeció el sucucho, dándole un tono diabólico al ángel alado. El hombre se sacudió un poco el agua que chorreaba desde sus pocos cabellos y que terminó cayendo en su espalda. -Dime, hijo ¿qué buscas entre los descarriados de Dios, los hijos del mal?.-¿Qué?- atiné a decir, bastante dolorido por los golpes. -Tú, no lo puedes evitar. El ojo del Señor es eterno y omnipresente, has estado con los hombres y mujeres que atentan contra el poder de Dios.-No-¿Lo niegas?. Píos hombres de nuestra grey te vieron y tú te atreves a negarlo... ¡la mano de Dios te castigue con dureza!Nuevamente, frente a mi agotamiento, su carnosa mano cayó sobre mi cara como una piara; negros y furiosos, hambrientos chanchos eran sus dedos. La sangre brotaba ahora desde mis cejas. Sentía un ardor horrible en mi cara, un cosquilleo insoportable, nervioso. -Ven, acércate, hermano, lava tu caraBestialmente, me agarró del cuello y me llevó al tacho de agua. Empujándome la nuca me hundió la cabeza en el agua fresca. El tiempo que duró la primera sumergida, sentí, extrañamente, una gran paz. Un silencio total, como el momento de reflexión interna profundo y solitario, como la recuperación el espacio y tiempo primigenio, mi lugar primitivo, mis ojos temblorosos se agitaban plácidamente, en esas fracciones de segundos, como en el momento previo, en el estado de nonato. Sólo por unos segundos, su voz de trueno sufría las leyes de la física, desintegrándose hasta desaparecer por completo. Sólo por esos segundos, no lo oí. Me sentía bien, tranquilo y en paz. Después, furor. Mis órganos internos parecían explotar en la inmensidad del espacio infinito, sin tiempo, sin lugar. Me desestabilicé y empecé a sentir un profundo sopor. En ese momento exacto del mareo, de muerte, recordé “Cristo salva”. Su mano se relajó y comenzó a realizar una fuerza ascendente, como una sabia partera me extrajo de ese útero revulsivo e inverso. Tardé en reaccionar pero sentí, por primera vez en toda mi vida, cómo el aire rellenaba mis pulmones. Pensé que moriría irremediablemente. Mi cabeza estaba esparcida por toda la pieza, mis ojos no enfocaban, la respiración era torpe, sacudida, convulsa. Ya suelto caí al piso y otra vez, húmedo, me puse en posición fetal. No podía pensar en nada más, pero creo que instintivamente trataba de recuperar el ritmo normal de mis pulmones. Desde muy lejos, su voz decía: -¡Recuperáte, herramienta de Satán; el castigo de Dios es inconmensurable para los inmorales e impíos!. ¡Cristo salva, la reputa madre que te parió!Por una hendija de mis ojos y de la pared noté un cielo rojo, un atardecer que precedía una noche ardiente y voluptuosa. Antes de cerrar los ojos, la imagen de Abaddón, del dibujo, se clavó en mi mente. Cuando retomé los caminos del conciente, y pude recuperar algo de fuerza, abrí los ojos: una luz sepia teñía el lugar y sentí mi respiración normalmente. Noté la conciencia de mi respiración, noté su ritmo constante, regular, tónico. Era una dulce melodía en sensaciones. Mi corazón llevaba, por el contrario, el ritmo de un caballo desbocado hacia la batalla. Como el de Ricardo, tal vez. Abaddón, el hombre, parecía gigantesco, pantagruelesco, horrible. Su boca desdentada -abiertas fauces guturales- sólo eran pobladas por colmillos cartilaginosos y curvos, afilados como agujas con dos gotas de líquido amarillo. Sus fabulosos brazos, ahora, eran serpientes venenosas, gordas sierpes, alimañas malignas. Con un sibilante hablar repitió sus palabras: -Ven, acércate, lava tu cara-. Una de sus serpientes abrazantes me agarró fuertemente del cuello y me levantó del suelo. Otra vez el agua. Pero, ahora, no sentí el tiempo. Eran segundos, días, siglos, bajo un Leteo sin olvido, poblado de fabulosos animales. Dragones con ojos ígneos, tenebrosas medusas, pulpos con cabeza de perro y dientes de araña. Las furias del alma depositadas en el suelo marino. Ninguna me tocaba; me agredían pero no rozaban mi cuerpo. Todas recorrían el agua, mirándome y atacándome. Bostecé agua. Enormemente, tragando miles y miles de bichos infestos, desagradables que comenzaron a devorar mis entrañas con salivas ácidas. No pude contener mi convulsión, ese deseo de expulsarlas, y me doblé sobre mí mismo cayendo por entero en el suelo, con la serpiente-mano clavando sus colmillos en mi cuello. -¡Recupérate, asistente del mal!. ¡El castigo del Señor es eterno!- dijo la sierpe izquierda, con saliva dorada recorriéndole la comisura.- ¡Cristo Salva!, ¡carajo, mierda!Nuevamente, quedé extendido en el suelo que ahora era viscoso, oscuro, pútrido, pleno de olor nauseabundo, como el que se siente por algunos barrios del sur de la ciudad en esos días húmedos y calientes de febrero. Noté el cielo abierto, naranja. Y en ese cielo tumultuoso, la figura de Abaddón, del dibujo, volando lleno de aire. Nada me rodeaba, sólo el hedor, el aire nuboso y amarillento y sobre mi cara tendida, el ángel del exterminio. -Has caído, inocente animal. Si tio, podríamos decir, tú y yo. Estás en el mundo incomprensible del más allá, de la muerte, de la mañana. No estás muerto, es peor. Sufres tu inocencia, tu falta de humanidad, tu bondad, tu estupidez, tu... eres demasiado humano y no podrás entender esta razón. Dios es tan racional que parece demente. Su razón, os excede, inútiles. Si Dios se hiciera carne, otra vez, sería un loco, ni más ni menos. Ya lo vieron y nadie, ni esos perros pastores, lo comprenden. Ni esos libros falsos comprenden a Dios... no podrían entender la razón de Dios, pues la considerarían digna de encierro. Tu razón, humano creado, incompleto, no deja ver la razón divina, pues no la hay. Yo soy El Hacedor de este mundo... tú, el esclavo. El animal de expurgación, el chivo del sacrificio, el cordero de Dios, el niño de la raza de Herodes, el sacrificio de la obsidiana, el mancebo y la doncella del Minotauro. ¡Qué originales y múltiples las formas de Dios!. Tu muerte está aquí, en mi mano, pero no está prevista, no la quiero ahora. Está y podrás comulgar con ella en cuanto desees teñir su espíritu de sangre...-¿Y Dios?-¡Dios es yo!. Es mi creación. Soy el único demiurgo, el motor inmóvil. ¡Soy el máximo creador!. Soy tu Dios, ¡soy Abaddón!. Él es mi perfecta creación. Y ustedes, seres imbéciles, son los elementos imprescindibles de este juego que me vivifica y divierte. Sois imbéciles, pues creéis que tenéis inteligencia... ¡y decís que el perro es inteligente!. ¡Pobres idiotas que os creéis sabios!. Todo a tu alrededor desapareció. Bienvenido al mundo real. Sólo tú importas en mi juego. Tu goce fue sólo mi introducción al juego; el dolor, ahora, es mi diversión.Mientras hablaba, su fisonomía cambiaba. Por momentos, sierpe furiosa, paloma blanca de ojos rojos, manos que abrazan, madre solícita, perro, hombre de traje, nube de tormenta. El cielo naranja era un continuum de nubes

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veloces, sin sol, con un brillo postsolar, un brillo radiactivo, chernobilesco, como de metano y mercurio ardiente, en gotas de plutonio y plomo fundido que se derramaban en mi pecho, en el plexo. -A partir de ahora, cada segundo es tu caída más profunda, es tu dolor más humano, es tu miedo a la muerte concretado, no la muerte, sino el miedo. Revivirás cientos de veces el momento en que tus pulmones comenzaron a funcionar, el momento en que te hiciste humano, que dejaste el líquido intrauterino por el aire contaminado. Nunca pensaste que pudiera existir tanto sufrimiento. Allí estará tu ser humano. Pero también serás el más humano de los que habitaron y (tal vez, si pierdo) habiten el suelo del hombre. Eres la culminación del tiempo, eres todos. Y yo, sólo soy, solamente el creador, y, como tal, tengo la posibilidad de no saber cómo termina. Pero recuerda eso. Es un juego, donde lo único que importa es que todo puede volver a empezar desde cero, como Tántalo -¡qué divertido es verlo!-, eternamente. Soy el exterminador, el creador. El hacedor y el destructor. El génesis y el armaggedón. El paraíso y la ruina. Soy el que es. Soy todo. El yo, el tú y el él, sin ser nosotros. En mí la gramática se desvanece. La muerte es vida y la vida, nada. Un fuego fatuo, un aire flato, un sueño, un suspiro, un desastre natural. Un Dios. En mí conviven, ya sabes, la necesidad de preguntas y todas las respuestas. Soy el laberinto de Arabia. Estás inmerso en mí, en mi hecatombe, en mi constante guerra sin bandos. Por mí mueren todos los vivos y carece de sentido vivir. Por mí, el vacío. Poco algo más y menos.Diciendo esto se alejó hacia las nubes. Ahora, como antes, con la forma conocida de serpiente contraída, con dos puñales cruzados. XXI Todo se apagó. Todo volvía a la normalidad, aparentemente. Una luz diáfana se escurría por la puerta abierta. Abaddón, el hombre, estaba tirado sobre una silla, con los brazos cruzados, durmiendo con su mentón al pecho velludo. Noté que tenía un pie deforme, como una pata de cabra, como un fauno. Traté de incorporarme sobre el suelo viscoso. Rojizo, negro. Mi propia sangre. El terrible dolor me cubrió cuando intenté incorporarme apoyando mi brazo derecho, como si cientos de rayos del cielo se escurrieran por mis arterias. Un grito sordo y desacompasado se vio imposibilitado de salir. Caí horrorosamente sobre mi cuerpo. Con la mano izquierda, entre los reflejos del dolor, tomé mi brazo derecho. A la altura del antebrazo, caía espantosamente. Me di cuenta de que un hueso o un huevo o algo salía de mi piel. Me desvanecí o estuve a punto de desvanecerme. No perdí la conciencia. Me quedé sentado viendo otro horrible espectáculo. En mi vientre, una cruz estaba dibujada en sangre, en una herida de escasa profundidad pero que dejaría una cicatriz durante un tiempo. Ayudándome con mi brazo bueno, me corrí del charco de sangre y me apoyé en la pared para pararme. Dos botellas de vino rojo y una de ginebra Bols estaban tiradas entre las piernas de Abaddón, el hombre. Mi brazo derecho, estaba adormecido, negro, muerto. Hasta el codo no dolía, a partir de allí, puro fuego y cosquilleo. Lloré. Cada lágrima era un océano sobre mis heridas. Estaba débil y dolorido. Creí caer, pero agarré unas maderas y con los dientes rompí mi camisa. El dolor me cegaba. Abaddón, el dibujo, me miraba doliente. Traté de entablillar mi brazo como pude, tratando de imitar a las películas de Hollywood. Tardé una eternidad en dolor para hacerlo. Sin fuerza, lo logré. El dolor se renovaba en cada segundo. Estaba muy débil. Me sentía mal. Cuando salí de ese antro infecto, el sol me cegó y me empujó contra la puerta. La cabeza me latía, la sentía comprimida entre dos icebergs de fuego líquido. No podía pensar. Golpeándome contra las paredes, traté de volver hacia la puerta de calle. Durante un tiempo eterno, tropecé y caí por toda esa casa maldita, abandonada, antigua, sucia. Por fin, encontré el cuarto donde había dejado mi bolso, que ya no estaba y gané la puerta. La reja, estaba entreabierta. Salí a la vereda, oliendo anteojos oscuros que me seguían y vigilaban. Temblé, por miedo y por fiebre. Arrastrándome por las paredes, llegué a la esquina. Me senté y esperé la muerte. A lo lejos, unas figuras antropomórficas se acercaban. Traté de pararme y correr hacia el otro lado, escapar. Las figuras corrían hacia mí, cuando tropecé y caí al suelo polvoriento, sintiendo una convulsión que fue un torrente de sangre salpicando y desparramándose, desde mi boca, desagradablemente, en el suelo. Solté el poco aire que quedó en mis pulmones y lloré. Luego, el silencio. XXII Unas voces leves me sacaron de la inconciencia. -Hace cuántos días que está ahí tirado ¿Para qué lo querés tener?. No va a durar mucho; está todo roto, no sirve para nada.-Está ahí por nosotros ¿no te das cuenta?-¿Por nosotros?. Si no le hicimos nada... de allá salió lo más bien, ni lo tocamos, aunque hubiéramos debido.-Lo agarraron, estúpido, pensando que tenía algo que ver, que sabía algo. Pobre tipo, andá a saber qué carajo hacía acá y mirá cómo está.-Largálo, dejálo tirado por ahí. Si no tiene nada que ver...-Te equivocás, ya debe saber algo. Si no, no estaría así. Este tipo ya está adentro, muy a su pesar.Silenciosamente, me levanté y fui hacia el cuarto desde el cual venían las voces. Miré a mi alrededor y estaba sólo el camastro sucio donde había estado yo. Mi brazo estaba prolija e higiénicamente vendado y entablillado. No tenía camisa, pero estaba limpio y con la cruz del vientre también vendada. Como un ánima, miré por la ventana. El campo, como siempre eterno, me devolvió el brillo del sol, unas nubes blancas que corrían, feroces, por el azul intenso. Una brisa fresca entraba por un pedazo de vidrio roto. Me reflejé en él y vi una cara amoratada con una costura en la mejilla derecha. Las voces seguían su diálogo. Yo no las oía. Sólo pensaba en esa cara afeitada, la cabeza brillante, con cicatrices cerradas, con costuras violáceas. Deforme. Mi vida pasaba a ser otra. Recorría un camino sin retorno y no tenía monedas en los ojos. Stix. Y el camino del Cerbero no era para mí. Lo entendí enseguida. Fui hacia la puerta y me asomé. Los hombres callaron. El grandote de aquella reunión, se paró enseguida y tomó la palabra, como si fuera responsable de todo eso que pasaba. -¿Cómo anda? ¿Se siente mejor?. Siéntese, por favor. Raúl, andá a buscar algo para comer livianito para el hombre. Venga, siéntese.-¿Qué me pasó?- fueron las primeras palabras que pude decir. Con una angustia enorme en la garganta, agregué – Hijos de puta-. -Venga, siéntese. Ya es hora de que charlemos como para empezar a entender algo.Me senté lentamente. Mis músculos y mis huesos no podían responderme de manera normal. Estaba entumecido, agobiado, desanimado. -¿Usted cree en el destino?-No sé, supongo que síEl muchacho flaquito, Raúl, pasó por la puerta y avisó que la comida ya llegaba. -¿Porqué?-

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-Porque de otra manera sería imposible que usted comprenda cabalmente qué hace acá. Un día, usted, no sé porqué, llegó acá, a este páramo perdido, cartográficamente inexistente, legalmente desconocido, y cayó, por desgracia, en una suerte de laberinto sin puerta de salida. Usted, para seguir viviendo debe abandonar toda esperanza de regreso. Lamentablemente, no podrá salir vivo de acá. Pero queda claro que no por nosotros.-A ver, déjeme pensar. Usted pretende decirme que yo no puedo volver a mi vida, que ya no tengo ese derecho. ¿Por? ¿Qué es esto, una dimensión paralela o algo así?.-Algo así, pero en el mismo tiempo y mundo que usted ha vivido siempre. Este lugar, cuyo nombre fue borrado de todo mapa, de todo registro, ya no existe como entidad pública. Es una estancia o algo así. Este pueblo, que no deja de serlo en realidad, es propiedad de un solo hombre, todo este pueblo con su gente le pertenece a un diputado de la nación. El hombre con mucha trabajo político-institucional consiguió apropiarse de este pueblo de trabajadores rurales, de gente honesta e ignorante. Este pueblo, que nunca tuvo una escuela secundaria o un hospital digno, ya no existe para nadie más que para nosotros. Nunca, a nadie, le importó su venta, cuando el tren dejó de pasar, la mayoría de los jóvenes se fueron. Las vías se levantaron la ruta se llenó de tierra y arena. Además, para aprovechar la pendiente del monte, plantaron pinares todo alrededor. Ese árbol de mierda hace bosque cerrado. Tiraron arena por acá, más cerca, y listo. La naturaleza hizo lo demás. Los diez quilómetros que nos unían con la ruta provincial desaparecieron entre la maleza. Imagínese, la única unión con la realidad era una ruta provincial que ya nadie usaba porque era para trasladar algunas mercaderías que se producían acá, un par de chatas entraban al pueblo a buscar el producto de nuestro trabajo. Pero eso es pasado. Los viejos como yo se fueron muriendo y el Hombre, el diputado, se apoderó de estas diez manzanas de mala muerte.Hizo silencio. Hicimos silencio. Sólo el viento del campo en este invierno cálido y luminoso se oía. El viento y el tiempo acribillaban con soltura y detenimiento este instante de mi vida. Ese hombre era yo y no era yo, al mismo tiempo, sentado frente a esa historia mágica y ridícula, estúpida y mal armada. Pero verosímil desde muchos aspectos, en esta realidad no menos ridícula y estúpida. Y esto no era todo, faltaba algo mejor, algo grande. -¡Déjeme de pelotudeces, por favor!. No vivimos en una novela de García Márquez, por dios.-No, claro... es mucho peor.-dijo con una seriedad espantosa el grandote-. Vivimos en un hermoso país del tercer mundo, donde todo está en la ciudad central. Vivimos en un país todo campo y donde se pretende olvidar la realidad. En un país que nunca miró su territorio más que para negocios. Donde la patria siempre fue una consigna, una propaganda o una estatua en la plaza, un feriado. Un país donde todos honran al país desde sus libritos de mierda o sus palabras de mierda. No es una novela, señores, aunque lo parezca.Un pibito de no más de quince años trajo un plato con comida. Tomates, batatas, papas, lechugas y cebollas, abundantes y olorosas, un poco de carne asada y un pan humeante y húmedo. Un olor mágico de infancia inundó la pieza donde estábamos. El aroma nos abrazó, como en casa. -Gracias, Ernesto, andá nomás.El pibe salió silbando alegremente. Era rengo de una pierna. -Ahora, digamos, -las palabras estaban ahí, pero era difícil que salieran claramente- entonces, este pueblo es territorio de nadie. O mejor, de algún tipo. Está rodeado de bosques de pino como en el sur y de médanos como en la playa, además, eternos maizales y arboledas naturales que lo hacen una fortaleza, o algo. ¿no?.-Algo así-Entonces, ¡¡¿¿cómo mierda llegué yo acá??!!.-Eso es fácil. Obviamente, hay un camino, que está oculto pero está. El Hombre, el diputado, trae sus cosas por ahí. Usa un colectivo de línea, cada tanto, quince días, un mes, dos meses, entra uno, de madrugada, con todo apagado y el más mínimo sonido. Trae cosas, gente, o información. El pueblo debe seguir viviendo y no se puede vivir sólo del producto del campo. Ropa, medicamentos, tecnología, la gente no tiene que sentir su falta de libertad. De hecho, no se vive mal.-Si todo es tan oculto, cómo pude bajar.-Lo habrán dejado bajar para que no hiciera quilombo, para no parecer sospechoso. ¿Cuánto podría usted quedarse acá, solo? ¿A qué? ¿Qué preguntaría? ¿A quién?. Todos en este pueblo saben qué hacer y decir. Ninguno de los que caminan por ahí, son peligrosos. Son Su propiedad y listo.-Pero quién es, cómo se llama. Hagan una denuncia.-¿A quién?. No existe, es un fantasma. Ni siquiera los tipos que trabajan para él lo saben. Cada tanto, en ese colectivo, o en algún auto, dejan un bolso con guita, el resto es la naturaleza que nos rodea. Somos una isla, una utopía inversa. Estamos aislados. Los que quisieron escapar, se perdieron entre los bosques o la arena, antes de que esos perros los mataran a tiros. Parece sencillo irse, correr. Pero no. Es imposible no hay comunicación posible. Todo entra, nada sale. Es así. Hay televisión... satelital. Pero el único teléfono con salida es el que tiene el tipo ese que lo atrapó a usted. Nada más. Parece una novela caprichosa, lo sé, pero es real. Lamentablemente.-¿Y ustedes?-Algunos somos de acá, que, dormidos en la esperanza y en la abulia del hombre de campo, en el trabajo cotidiano, nos encontramos un día con esta realidad. Otros, casi nadie, como usted. Gente que cayó acá, imprevistamente. Y nunca pudo salir. Algunos que no pasaron de una noche. El resto hijos de la situación. Todos resistimos, tratamos de pensar cómo revertir esta situación pero nos falta el número y la fuerza, y más... la voluntad. Sólo uno, el viejo, el Lusitano, tiene la llave. Es, fue, nuestro guía y en pocos años, pudimos organizarnos. Él nos educa, es un mago, un brujo. Pero, ¿sabe qué?, él está ahí, como una imagen de estampa histórica, no es una persona. Tiene ese espíritu, esa fuerza, esa carga de ser el pasado que aún vive. Como si todos los carteles y las fotos hubieran tomado forma en él. No sabemos qué pero él es algo que nos empuja.-Esto es mucho.- dije para mí, mientras comía la carne fría y disfrutaba un vino fuerte y espeso. -Coma tranquilo, ya vengoEl silencio me hizo bien. Comí un poco, realmente, no tenía hambre. ¿Un pueblo fantasma, el pueblo de mi infancia, tipo fortaleza?. ¿Para qué?. Voy a morir acá perdido en mi útero inicial entre esta sarta de idiotas y locos místicos que lo único que hacen es esconderse o torturar. Es muy surrealista. Están locos y yo en el medio. Es lógico no creer en nada de lo que estaba pasando. Estaba metido en una espiral de locura y violencia política inusitada. ¿Qué hacer?. ¿Sería ese el gran salto del que me hablaban en la clase de filosofía -si mal no recuerdo, era Kierkegaard-? ¿Debería afrontar este movimiento de piezas del gran juego de ajedrez?. ¿Porqué?. ¿Tratar de huir a mi vida de engranaje?. Tal vez, sea necesario que yo, un diente, se rompa. Que el engranaje de esta gran máquina de mierda estalle. ¿Alguien estará preguntando por mí? ¿Denunciarán en la policía mi ausencia? ¿Debo jugar al ajedrez, juego que no sé jugar?. La vida es demasiado corta para perderla aprendiendo el juego de ajedrez. Nunca pude prestar demasiada atención a los movimientos míos, menos a los ajenos... el ajedrez no me parece interesante, me parece un juego espantoso. ¿Debería dedicar una parte de mi vida a otra cosa que no me gusta? ¿Qué vida?. ¿Mi vacía vida obediente y cumplidora?. Si todo es como lo muestran, es injusto. Y los buenos me tratan bien. Y a Abaddón, gordo infame, le debo cobrar algo. Tal vez, me meta en esta guerrilla, en este foquismo, en esta imbecilidad pueril. Capaz que está bueno. Capaz.

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En aquel momento, todo me parecía extraño, pero mágico. Romántico. ¿Quién, de joven, no soñó con ser parte de un grupo que luchara por extinguir a su antagonista, que luchara por la libertad (para qué y de quién, allá ustedes)?. Y, yo, en ese momento, tenía motivos de sobra para salir a matar. Tal vez no pensaba en la posibilidad de matar o morir, sólo me doliera mucho el brazo y los magullones y quisiera golpear al otro para que le doliera igual o más, en lo posible. No por nada la primera persona es la primera. Todo estaba difuso, complejo y raro. Poco de bizarría había en mi actitud. Pero no tenía mucho que perder. Bueno, en realidad, no tenía nada que perder. Y me sentía joven, nuevo, dulce. Idealista. En mi cabeza, se cruzaban fogonazos. Los años de plomo, la lectura demasiado temprana del “Nunca más”, las guerras, China, la muerte, Cuba, Rusia, El Che. Las remeras. El vacío. Mi propia vida. Mi mundo. Mi celular perdido. ¿Porqué arriesgarme a morir? ¿Por un pueblito de mierda? ¿Porqué no?. Además, ese hijo de puta me dio duro. Me duele. Todo parecía adolescente. El campo se abría hermoso ante mis ojos. Su brillo era inconmensurable. Noté el silencio y la ausencia total y absoluta del color gris. Todo era extremo. Puro color. Vida. Aun mi sangre, preludio de muerte, se mostraba alegre carmín. El dolor de mi cabeza era una melodía de sed, de necesidad de fe y de venganza. Si tio... sed. Comenzaba, sin darme cuenta, a creer en algo aunque no sabía bien en qué. Pero a creer. Comenzaba a sentir furor. Ese furor amoral y mágico de la furia. Cuando suenan los clarines de la guerra el hombre no piensa. Su sangre se emociona y cree, tan ciegamente como un monje medieval, como esos locos que se iban a vivir al medio del desierto sobre una columna de diez metros a alimentarse del aire y el rocío. Se ciega y cree. Ciego como un loco, como un animal enfermo. Babeante de sangre. Mucha sed. Mucha sed. ¿Para qué puedo servir? ¿En qué lucha puedo intervenir? ¿Soy un iluminado?. Esa pregunta me trajo una graciosa sensación. Comencé a reír como si me hubiera despertado de un sueño terrible que se desmitificó. Pero estaba serio el grandote cuando hablaba. Y yo en el medio, como un idiota, sin saber qué hacer. XXIII Mientras miraba por la ventana, entró el grandote. La camisa roída, arremangada, mostraba un torso duro, formado por el esfuerzo del trabajo. Era alto, fornido, pero su cara de alemán perdido en estas pampas inspiraba una enorme beatitud, una paz que tranquilizaba. Sus ojos claros, temblorosos, como a punto de llorar, me daban la impresión de tristeza y de calidez eterna. Parecía un buen hombre, a fuerza de sufrimiento. En su cara vi la de la niña, la chiquita que jugaba con cajas en aquella estúpida aventura de mi llegada, donde dejé mi inocencia. Ese recuerdo, me tranquilizó. -¿Qué puedo hacer por usted?- dijo afablemente. -La pregunta se la tengo que hacer yo.-¿Cómo?-Todo lo que viví en estos días, despertó en mi espíritu el fuego de un sentimiento antiguo, desconocido en mí. Estoy dispuesto a ayudar en lo que pueda.-No. Ya estamos pensando una manera de que usted pueda salir de aquí, no tiene nada que ver acá y tendrá su vida, a la que debe volver.-En mi vida, no había nada. Mire este brazo, mire esta cabeza toda cosida, toda pelada. Todo esto debo arreglarlo, ya es personal.-No debería serlo, justamente por eso, no puedo permitir que usted, que además es un desconocido, pierda su vida en una causa que no le pertenece. Disculpe, pero sólo lo ayudaremos a escapar. Además, podrá comunicar lo que sucede en este lugar. Nunca pudimos lograr la salida de nadie (mucha sangre ha corrido), pero desde hace un tiempo hicimos tanto, que ya no se qué no se puede y qué sí.Mis ansias de lucha renovadas, se veían muertas. Sin demostrarlo, me enfurecí, como un adolescente al que no dejan jugar con los mayores. Le pedí un momento para descansar. Deseaba estar solo y dormir un rato. Me dijo que tomara unas pastillas. -No tema, sólo son aspirinas, para calmar el dolor, es lo único que tenemos.-GraciasEl tipo se fue en silencio. Me quedé un rato mirando el vano de la puerta, sin puerta. Por allí, por ese lugar surrealista, se escapaban mis ansias y anhelos revolucionarios. Volví a mirar por la ventana. Por unos minutos mi mente se vació, sólo me regocijaba el hecho de saber que esa naturaleza estaba ahí. Tomé un poco de vino y, con un trapo, tapé la ventana, para logra un poco de penumbras. Me acosté y el sueño, plácidamente, fue entrando por mis sentidos. El cielo me invadió y, luego, el silencio. XXIV Unos estruendos me despertaron sobresaltado. Algo adormecido y dolorido, me incorporé para mirar por la ventana. Cinco caranchos volaban cuando corrí el trapo. A unos metros del cuarto donde estaba, unos chicos, no mayores de veinte años, cargaban unos pistolones y repetían el tiro. Estaban en fila, tirando como al aire. Salí de la habitación, apurado y me dirigí por un pasillo hacia la izquierda. En un recodo doblé corriendo y salí, atravesando la cocina, hacia el campo. Justo delante mío, los chicos volvían a cargar para tirar nuevamente, alcancé a ver unos troncos, a lo lejos. -Disculpe el ruido, pero tenemos que practicar. Además, cuando alguien duerme más de doce horas, se despierta embotado.-Me asusté realmente. Qué linda mañana, la verdad. ¿Dormí toda la noche?-Sí, ya son las seis. En el campo madrugamos. ¿Quiere un mate?. Amargo, eso sí.-Sí, gracias. Hace tanto tiempo que no tomo, que ya me había olvidado.-Tengo noticias para usted. Esta noche, apenas caiga el sol, salimos. Vamos a tener que caminar bastante, pero hay una posibilidad, un paso entre el bosque norte que nos saca de aquí. Lo dejamos en la ruta y, si todo anda bien, podrá viajar en algún camión, a las ocho y media, pasaba uno.-Parece sencillo.-No lo es. Por eso los tiros. Hay mucha gente controlando los límites. Pero, ya le dije, ¿quién sabe qué es imposible?.Me senté a su lado. El mate estaba caliente y sabroso. Los chicos tiraron un rato más y se acercaron a saludar. Eran dos chicos y una chica. Raúl, que parecía el más grande, Ernesto, el renguito que me alcanzó la comida, el más chico. La chica tendría veinte años y era una hermosura. Saludaron cortésmente y se fueron a “correr”, dijeron. -¿De dónde salen estos chicos?-Son los hijos muertos de la caída, muchos de ellos son huérfanos, hijos de padres asesinados por hombres del diputado. Raúl y Ernesto son hermanos, sus padres fueron los primeros en quejarse. Los mataron mientras cosechaban

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maíz en sus campos. Ahí los encontré ya medio comidos por los bichos. Los chiquitos habían quedado solitos durante días en su casa, Raúl tenía quince y Ernesto, un año. Estaban hambreados y llorando cuando llegué a su casa. El chiquito se le había caído a Raúl y se había destrozado el tobillo. Estuvo tres meses sin poder caminar. No entendían nada, pobrecitos. A partir de ahí, comencé a pensar lo que pasaba. Ya era tarde-¿Qué eran sus padres?-Trabajaban el campo. Habían estudiado. Vinieron de la ciudad para darles a sus hijos una mejor vida, mire usted-Qué desgracia, ¿no?-Tremenda. Gracias a su padre yo conocí la política. él me enseñó a leer y a escribir y, cuando los mataron, yo me traje la biblioteca. Era un gran hombre. Pobrecitos.-Y usted, ¿tiene familia? ¿Algo? ¿Quién es?-No importa. No es necesario que sepa algo más.A partir de ahí, calló. Un silencio triste se apoderó de sus ojos que se clavaron en el campo inmenso. Continuamos el mate durante un tiempo. En silencio o hablando banalidades transcurrió la tarde. Comimos asado con los chicos, nos reímos de tonterías, contamos historias falsas, tonterías de actualidades superfluas. Luego, la siesta. Otra vez, el silencio. -Es necesario descansar. En un rato, vamos a tener mucho para hacer.Me encerré en el cuarto. Me tiré en la cama como el personaje de Cambaceres. Irremediablemente, me retorcí en la cama, sin sueño, alterado por el destino inexorable que me tocaba vivir. Angustiado, resignado y furioso. Por fin, sin darme cuenta, me dormí, astillado de nervios. En silencio. XXV Una voz áspera y dulce me llamaba. Una chica, morocha, india o morisca, me despertó. El cuello enhiesto, sinuoso, marcado de pequeñas venas y músculos, delicado, atrajo mi mirada. Su cara morocha, piel de madera, de tierra, de noche. Unos ojitos, vivaces, profundos, deliciosamente enmarcados entre cejas y pestañas abundantes, negras y deliciosas, como un bosque en una noche tormentosa, me regalaban una mirada de río tumultuoso, revuelto, terroso. Percibí levemente un aliento a madrugada joven, a vino añejado en madera, embriagante sonoro, frutal, a brisa de mar con algas y olas. Un aliento leve, sutil, femenino, mareante, fruto de esa boca generosa, su alma, perlada de incrustaciones barruecas, irregulares, con la colorida presencia de la nicotina y la tardecita de campo, labios de anaranjado fuego rojo, salientes y amplios como peñascos al mar, como un mascarón de proa entre rayos de la noche, su pelo, nacido desde la cara, espeso, oscuro, rojo y negro, con mi cabeza en su pecho. Sin pensarlo. Tan burgués es describir. Ese cabello abundante como el mal y el aire, trenzado en la parte más alta de la nuca, desparramado con cierta prolijidad sobre la frente, deliciosamente. Despacio, con la sutileza de una planta volcada en la brisa, me decía, como madre solícita: -Venga, señor. Ya es la hora.Con la inestimable vergüenza del que recién despierta, sabiéndose desarreglado y, tal vez, sucio, me incorporé. Las heridas me latían y el brazo me cosquilleaba. -Gracias- dije cuando me alcanzó un vaso de agua fresca. No la había visto antes. Pero no importaba, era igual. Estaba seguro, era de una belleza inestimable. Lo suficientemente delgada, y no, para tener un cuerpo femenino sinuosamente bello, tenía unas piernas abismales pero delicadas y con las sinuosidades exactas de la anatomía humana en su parte femenina. Era así como el desierto. Dorada, morena, silente y sibilante, hermana del sol y amiga del viento, cuidadora de la noche, cambiaba a cada paso como las dunas, lenta, tranquilamente, sabía que ella y nadie más era dueña del tiempo. Regalaba la sonrisa a los ojos de un niño, como quien entrega un juguete, con la inocencia de un hada. Algo desgarbada, algo renga, algo mágica, algo tensa, embriagante. Tenía un perfume dulzón en el cuerpo, atractivo, natural, sin artificios vanos. Era sólo su cuerpo como si su sistema linfático fuera constituido por flores, por ángeles. Ojos chinos en la sonrisa, y buen decir en su palabra, como una copla campera, en Wagner, con percusión negra y cuerdas de oriente. Estúpidamente, quedé más acongojado al saber que me iba. Justo ahora. -Cuando esté listo nos vamos. No tarde, por favor. Debemos apurarnos.-dijo y salió llevándose mi último suspiro entre su pelo y su pecho. XXVI Luego de ese momento extático, me enjuagué la cara con la poca agua que quedaba en el vaso y me fui al patio. El cielo estaba gris, blanco, anaranjado, agónico. El grandote me esperaba junto con los otros tres chicos y la chicamujer de ojos de noche. -¿Cómo está? ¿Nervioso?-Claro, un pocoNoté, con temor y emoción, que todos estaban armados. -¿Yo debería...?- pregunté señalando una escopeta. -No, amigo, tranquilo. Igualmente, esperemos no tener que usarlas.Apagaron las luces y me pidieron que espere un rato, en silencio. El sol, ya había desaparecido en la línea del horizonte, aún mantenía su presencia real. Y la noche inundaba todo tremenda y tenuemente. Los cinco caminaban de aquí para allá entre las sombras. La chica que me había despertado pasaba cerca de mí y, sin excepción, me sonreía cortésmente. Todo permanecía silencioso. Sólo algunos insectos sonaban en la noche, conformando esa sinfonía natural, esa desvencijada orquesta desacompasada, entonando una sonata que percibí como un réquiem fúnebre. De pronto, el grandote reventó una piedra laja brillante y negra a pocos pasos míos contra el suelo. -Una culebra- dijo – no es nada – y la revoleó en el pasto. -¿Listo?- dijo Raúl al grandote. -VamosComenzamos a caminar por el campo desnudo, tranquilamente. Parecía que habíamos salido de caza, todos los demás armados y yo, desnudo de violencia. Durante casi media hora, caminamos sin hablar, sin sobresaltos, bajo un manto lechoso de estrellas y luz. La luna de noche da ese aspecto de foto en negativo, de palidez de muerte, de miedo, de terror inmediato y silencioso, pacífico. Siempre me provocó mucha impresión la luz de la luna llena, me da la sensación de haber muerto. A lo lejos, el campo se extendía marcado por el gris de la luna. La ladera del cerro que teníamos a nuestra izquierda dejaba entrever unos bosques de pino que le daban un aspecto impropio e impúdico de vello púbico femenino, prolijamente cortado.

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Cada tanto sentía la necesidad de mirar hacia atrás. Ellas, la morocha de ojos moros y la otra chica, caminaban a la izquierda, detrás mío. Atentas a lo que nos rodeaba, la noche, le otorgaba un aspecto gitano que me quitaba el aliento. Todo estaba quedo y silencioso. A lo lejos, sobre la planicie, se comenzaba a ver un bosque, largo y extenso. Una mata negra de árboles medianos con sus pájaros durmientes y su sonido nocturno. Tremendo. La noche, obviamente, no desperdiciaba esperanza entre nosotros. Eso es para el centro de la ciudad. Entre los primeros eucaliptos, nos detuvimos un instante. El grandote señaló que iría adelante, yo en el medio, los chicos atrás. El bosque era cerrado pero no tenía la enmarañada trama de la naturaleza, sólo árboles y piedras enormes y antiguas, o sea, redondeadas. Ya inmersos en la hojarasca, luego de varios minutos de camino, Ernesto se detuvo. Raúl se acercó al grandote y le pidió algo, la otra chica, abrió su mochila y le dio una botella de agua. Todos nos detuvimos a reponer aire. Unos ratones, creo, atravesaron por detrás nuestro, Raúl desenfundó rápida y naturalmente, pero el grandote lo detuvo sin hacer ruido y al instante. La tensión era mayor de lo que parecía. Cuando renovamos la marcha, los chicos quedaron detrás pero las dos chicas se colocaron a mi lado. Estrechamente, pero sin tocarme. Ernesto caminaba con notable agilidad dada su renguera. Tenía ansias de aventuras y una enorme cantidad de nervios. Comenzó a silbar bajito y el grandote sólo necesitó detenerse y mirarlo con ojos de bestia. El chico bajó la cabeza y levantó su mano en señal de disculpa. Seguimos. Los bichos y la brisa eran las campanas de nuestra peregrinación. -Falta poco, Cristina- dijo en voz muy baja, imperceptible, el hombre de ojos tristes a la otra chica. Se escuchaba, a lo lejos, un rumor de motor, uno solo, largo. Larguísimo. De golpe, un destello se vio a mi derecha, y la chica, la otra, cayó a mis pies de un estruendo seco. Sentí en mi brazo las manos de la morocha, como pidiendo un poco de protección. Pero, en realidad, me estaba empujando al suelo. Varios tiros explotaron en la oscuridad del bosque. Yo, rodeado por mi ejército de templarios justicieros, me encontré cara a cara con la chica caída. Muerta. Sus ojitos brillantes me miraban desde muy lejos. Sólo atiné a cerrárselos con mi mano. Desde su boca, casi sonriente, descendía un hilo de púrpura oscuro que regaba el suelo húmedo y granulado con néctar vital. Las explosiones se sucedían y todo era espanto y sangre. Raúl, a mis pies, cubría con su cuerpo a Ernesto hasta que un estallido, hizo saltar su pecho hacia el campo arbolado. Quedó en brazos de su pequeño hermano, que empuñaba un arma como jugando, como equivocado. Su cara estaba tumbada hacia el cielo y una lágrima le corría en la mejilla. Ernesto lo besó, como deteniendo el tiempo, y se sentó en el pasto con su protector al lado. Tomó su pistola y fue corriendo a refugiarse a un árbol. El grandote cargaba y tiraba frenéticamente. En ese momento, comenzó a gritar que corriéramos, que nos escondiéramos por ahí. La morocha me señaló un árbol a nuestras espaldas desde donde nadie tiraba. Antes de salir corriendo, agarré la pistola del cinturón de la chica muerta y me colgué su mochila. No iba a morir desnudo. -¡Cristina, la puta que te parió, vení!- gritaba la morocha. -¡Ariadna, calláte!- gritó el grandote desde alguna parte. Como pude, me escondí en un tronco añoso, con mi mano derecha revolví el bolso de Cristina y saqué unas balas. Los estruendos callaron. De todos lados. Todo era negro y silencio. Como la muerte. Ernesto y el grandote, estaban frente a mí, los veía escondidos tras los árboles, percibía sus figuras. El grandote, con el índice en la boca y el brazo manchado de sangre, pedía silencio. Ariadna estaba dos metros atrás mío. Yo, trabajosamente, cargué el arma. Vi, al frente, a un hombre atravesar el bosque y tiré, sin pensar. La masa de carne cayó pesadamente entre las hojas. El grandote me miró entre asombrado y furioso, con sus ojos de agua clara brillantes. Ariadna lloraba apoyada y despatarrada sobre un árbol, sin importarle los tiros, sólo llorar a sus muertos. Ernesto, con mano temblorosa, cargaba dificultosamente el arma. La lluvia de fuego se renovó. Sentía los golpes secos de las balas contra el tronco y el piso. Miré hacia el lugar desde donde venían las balas y sólo eran dos ráfagas, dos luminosas escupidas de fuego. Escuché una queja del grandote que pedía silencio. En ese momento, dos figuras pesadas se acercaban al cuerpo muerto. el grandote tiró y uno de ellos se dio vuelta en el aire, cayendo junto a mi primer muerto. La morocha seguía llorando. -Hijo de puta- gritó Ernesto pero no fuerte, sino con violencia entre los dientes. El otro sintió entrar el cálido metal en su cuello. Ernesto, instantáneamente, esperando el fuego en su cuerpo, se tiró al piso. Por varios minutos, sólo el silencio, los animales y el sollozo de la chica, nada más. Corrí donde estaba ella. En mi hombro, la calidez salada de sus ojos me nutrieron de esperanza. Las armas cayeron y comenzaba otra esquina de este incomprensible sueño laberíntico. XXVII El regreso (ya que sólo a Ernesto se le ocurrió seguir, excitado y dolido como estaba), parecía una peregrinación de mendicantes o anacoretas. En silencio, las armas arrojadas a las manos, atentos pero tristes, yo cargaba el cuerpo espantosamente sangrante de Cristina y el grandote, llorando amargamente, el de Raúl. Detrás nuestro, la morocha y Ernesto sollozaban y suspiraban el lento traslado fúnebre. Éramos cuerpos desvencijados atravesando un desierto fértil, abandonado y rico. El sol matinal, ya abrazaba y todos estábamos agotados y tristes, luego de una noche temblorosa en el bosque donde dos chicos, dos jóvenes y, a su vez, dos ancianos perdieron lo único que tenía sentido. La caminata era lenta, lerda, retardada. Cada tanto alguno pedía quietud. Nos sentábamos y, en silencio, rodeábamos a los chicos inertes, lívidos, fatales y, extrañamente, hermosos y pacíficos, con esa beatitud que suele dar la muerte. Cristina, bellísima, renacentista, pálida, tenía los ojos –ayer azules- delicadamente cerrados, junto con su boca mínima y redonda como una fruta del bosque, aún brillante, que invitaba a un beso de despedida, tierno y letal. Raúl, parecía un niño, más aun de lo que realmente era, un chico enojado, con el entrecejo fruncido y un irrecuperable nudo en sus manos, cuyo dedos quedaron apretados en el puño cerrado, como tratando de agarrarse de la vida. Ambos tomaban ese color ceniciento y verdoso de los muertos. Retomamos camino lentamente. Dolientemente y secos de lágrimas. Ariadna, dorada y tersa, dulce sueño, caminaba lento con la cabeza gacha, como buscando la raíz de todo esto. Nadie hablaba. En mi mente se cruzaban los sonidos de ayer, visiones pretéritas perdidas como todo se perderá. Hacía calor y recordé, otra vez, a Comala, pero, esta vez, fértil. Éramos cuatro –los muertos no cuentan, nunca cuentan- y, de repente, atravesó el cielo azul, sobre nuestras cabezas abiertas, una bandada de caranchos. Chillando. -Al cementerio viejo- dijo el grandote y nadie dijo que no. Yo los seguí. Caminamos un rato para la izquierda, hacia el cerro. Entre descansos y silencios, llegamos a un caminito finito. “Un viejo camino de cabras”, dijeron. Acaso, ni una cabra alpina adiestrada pudiera subir por ahí, pero todos comenzamos el ascenso. Luego de un tiempo de escalar, entre tropiezos y caídas, llegamos a la puerta de un bosque de pinos cerrado y húmedo, fresco y pacífico. Justo, ideal, para un cementerio de una leyenda romántica.

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El lugar era chiquito, tenía una entrada que decía “requiescant in pace”, y agregaba algo en alemán que no pude saber qué significaba; yo no sé alemán y no me atreví a preguntar tampoco. Al atravesar la entrada de madera y pirca, había un jardín con escaso pasto sobre una tierra húmeda con algunos bancos dispersos, como para rezar, o llorar bajo ese bucólico bosque. Luego, otro recinto cerrado por la misma puerta y la misma construcción de piedra, detrás de la cual, sí estaban las tumbas. Unas pequeñas y rústicas construcciones, lápidas o sólo cruces de madera tallada con nombres ya irreconocibles por el tiempo, el agua y el musgo, era todo recuerdo de aquella gente. La puerta estaba cerrada con llave y candado. El grandote saltó y los chicos también, yo les ayudé a pasar los cuerpos y fui a sentarme a descansar, tomar agua y pensar un rato. Sobre el costado izquierdo, un pequeño salto de agua recordaba aquellos cuentos góticos. Saltaban elfos y duendes por el agua, protegiendo a esos muertos y a estos muertos niños. Acaso no hubiera mejor lugar para ser enterrado, entre agua y árbol para que el cuerpo sea rápidamente útil. Las flores y las vegetación de este tipo de cementerios perdidos entre los bosques y selvas es, francamente, bellísima. XXVIII En la casa, nos movimos rápido. Agarraron armas, balas y salimos en la camioneta del grandote, una chata vieja de esas de campo. Los chicos quedaron a pocos metros entre raíces y flores. Solos. Como todos en el mundo. La camioneta era una lata desvencijada. El hombre manejaba y yo lo acompañaba, los chicos se acostaron atrás. En la calle solitaria, el polvo matinal se levantaba furioso. -¿Qué hacemos ahora?- el plural me sonó raro. A él también. -¿Qué “hacemos”?- dijo remarcándolo. - Ahora, mi amigo, sí “hacemos”.Morbosamente, me sentí alegre. Por fin, pertenecía a este grupo de honrados guerreros de la nada. Pobres fantasmas del dolor y la muerte. Marginados, inútiles, viejos, niños, jóvenes y campesinos. El ejército de salvación del futuro. Mis ansias se renovaron. Quería saber. -¿A dónde vamos?-A lo del Lusitano. El viejo debe saber qué hacer. Él es el que organiza los hilos.-¿El que organiza qué? ¿Esto?-Mi amigo, esto que usted está viviendo, es tan extraño que no tiene plan. Es tan misterioso como el agua. Es lo que ve, lo que sabe y poco o mucho de lo queda por saber.-A ver, un pueblo ignoto, dominado por un diputado anónimo, para explotar a la gente y el terreno. ¿Porqué?. ¿No podría tener una manera legal de hacerlo? Es político y sabemos cómo se maneja la clase política.-Eso mismo preguntamos nosotros. Hay algo más grave. Personalmente, creo que el tipo tiene una especie de perversión, como que juega un juego horrible, morboso. Como no tiene la posibilidad de hacerlo en el contexto político mundial, satisface su sadismo así.-Pero, ¿no es como muy increíble, como algo muy de novela?-Sí, pero ojalá fuera mentira, simple literatura. Usted vio la sangre de dos jóvenes escurrirse en la tierra.A mi mente llegó el recuerdo de una película de Passolini. Un libro del divino Marqués. Presentí la probable realización de aquel espanto de sadismo y horror, de aquella brutalidad. -Este lugar es siniestro. Sus personajes son siniestros. Jorge, ese imbécil que se cree policía; el cerdo inmundo de Abaddón, ya lo conocés.Todo recorrió mi mente con ansias devoradoras. Por primera vez, me sentí asqueado; debí haberme arrojado bestialmente de esa camioneta. ¿Qué me llevaba a ese pandemonium de política y religión?. El personaje ese, el grandote, ¿quién era? ¿qué querría?. ¿Sería algún trasnochado de los setentas, alguno que se quedó dormido en su casita snob y ahora se despertó? ¿alguna reencarnación de los que ya no están y aún lloramos?. Un revolucionario tardío, que como ese diputado, se hacía su propia guerrilla. Todo era una locura. La política siempre pasó por mi lado, casi sin tocarme. Siempre la creí una suciedad necesaria, nunca me explicaron a Rousseau. Una espantosa junta de cerdos y reptiles almidonados e inútiles para cualquier trabajo real, probablemente, algún pensador o profesor universitario, pero ninguno con posibilidades de trabajar en un trabajo real y concreto, con jefes y horarios, con exigencias reales, con pagos y cumplimientos. Gente inútil que nunca salió de su casita y colegio privado sino para asistir a una universidad –tal vez, trabajar con el padre- y luego dedicarse a la práctica sucia del quehacer político, todo esto con mucha suerte, es decir, si no es por haber cebado mucho mate y haber pegado mucho papel y mucha cara. Nadie me dijo que la política era otra cosa, no una suerte de esfuerzo de vanidades o juego de casta, un hobby de algunos. Estos cerdos y transformistas –ideológicos, he ahí el mal-, que intentan devorar indiscriminadamente los restos de un grupo de gente que convive en un mismo lugar, o trata de convivir. Aun en aquellos gobernantes que se dicen populares. Nombres llenos de pringue bajo sus trajes limpitos. Nombres bajo palabras, nombres olvidables y olvidados, seres de una soberbia tremenda y natural. Grandes hombres que la gente respeta por que les han hecho creer que sí son más importantes. Soberbios, inmundos, seres llenos de desidias y mentiras. Temerosos e inseguros, titubeantes y débiles. Nadie desearía un verdadero hombre político, pues ese hombre es muchos, es todos. Mandar obedeciendo, dicen en México, tras las montañas. Todo sería más fácil si todos nos dedicamos a hacer el bien para todos, no, como solemos hacer, desear el mal para el otro. Nunca tuve una certeza sobre la política. En devaneo constante en lo que decimos centro e izquierda, como cualquier sudamericano hijo de inmigrantes con acceso a cierto comfort, cierta tranquilidad, preocupado por el día a día, lector de diarios matinales e insultador de impuestos comunes. Un mediocre egoísta de clase media como todos. En mi paso por la universidad, malogrado paso, claro, tuve cierta intencionalidad política. Alguna pegatina, algún corte de calle, sentada y todas esas inutilidades sin fundamentos que, en general, sólo acarrean malos resultados académicos. “¿Quién no fue comunista en su juventud? Después... ofrecele un buen sueldo, un buen confort... vienen los pibes, las obligaciones... dejame de joder”, decía Luis. Veamos un viejo sueño recurrente de aquella época. Es un sueño, donde los deseos y los miedos se manifiestan. Ahora pienso, ¿será un sueño o una pesadilla? Yo llegaba con una camisa roja, sudorosa, desabrochada (la metáfora es pueril, como mi subconciente) a los estratos relevantes de la política. Recordaba –en esa magia temporal de los sueños- mis años de militancia de base, las estudiantinas, las cebadas de mate, los cafés y las discusiones, las cientos de actitudes serviles, los breves ascensos, los comicios municipales, luego los provinciales, discursos transpirados y eufóricos de camisas arremangadas, de más transpiración (el sudor es otra cosa, perdón) y barro, de besos infectados y afectados, el cansancio falso, la garganta estropeada. En micromilésimas de segundos, recordaba la alegría de la casa propia, el bienestar familiar, las manos limpias, la lucha encarnizada (mía y de mis colegas), el combate arduo encarnizado inútil contra la mugre que me rodeaba. Y la nación que aplaudía, que me miraba esperanzado. Entre tantos recuerdos fugaces, notaba un leve cambio en mi piel, tersa, como esponjosa. Mis manos más cortitas, mi estómago inflado, endurecido. Al ingresar, finalmente, en el recinto (o antro, connotaciones más o menos) pulcro, luminoso, señorial, dorado, repleto de sonidos que anunciaban la Historia enfundado en mi camisa roja, ancho el pecho de orgullo y esperanza,

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sentía la irremediable transformación. La camisa se cerraba, el color se desteñía a blanco, a neutro, a gris. Un traje azul, recto, italiano o cruzado, no sé, con su corbata fea con arabescos, me asfixiaba un cuello cada vez más ancho. Mis brazos se acortaban junto con mis piernas y unas horribles pezuñas amarillentas combinaban de perlas con el rosado de mi piel. Me había convertido, obviamente, en un cerdo más y, lo peor de todo, no distinguía a los demás cerdos, eran mis nuevos colegas, digamos, no más. Como aquel que no distingue su tonada. Chillaban discursos (incoherentes pero vehementes y deliciosamente emocionantes o, simplemente, de una seriedad y vacuidad tales que parecían importantes), se peleaban, discutían, se alejaban (yo entre ellos), pero luego todos bajábamos a un foso infesto y con garras de reptil, hundíamos nuestras narices esponjosas en las más infames de las inmundicias, de las basuras con grotesco placer, con un goce casi sexual, lleno de perversión, de onanismo en tierra. En la oscuridad tenebrosa, sólo nos iluminaba los rostros desencajados el destello de encendedores que daban fuego a enormes cigarros tejanos y cubanos y tucumanos que, entre bocado y bocado de mierda, fumábamos con total desvergüenza y perversidad. Esos rostros inflamados, con basura colgando de las comisuras, plenos de gusanos e insectos, fueron el chispazo de mi alejamiento de la política. Y, extrañamente, de la universidad. Algunos escasos años después comprendí que se aplicó una extraña ley moral de causa y consecuencia. En mi clase social todo estudio superior recibe una cuota política. Y en esta camioneta, tuve la extraña sensación de desear arrojarme, furioso, entre las ruedas. Temblé por las consecuencias de mis actos, pero, irremediablemente, me quedé quieto, en silencio, mascullando una angustia irremediable en mi garganta. Y sólo pensé, pobres cerdos. Ariadna dormía atrás. Hermosa; en silencio. XXIX Ernesto bajó de la camioneta como un clown sobreexcitado. Tenía furia en sus ojos, con pasos saltarines y la cara inyectada en sangre, corrió unas matas y un alambrado. La camioneta se zamarreó un poco y entramos en un campo abierto y sin sembrar. Acomodaron la entrada tal cual estaba y seguimos camino por el campo, la chica y Ernesto miraban hacia la ruta que dejábamos. El camino (el campo, sin huella) tenía una leve pendiente. Pasado un tiempo de silencio y trayecto, indefinible y con curvas, ya estábamos como en un gran pozo, como un valle cerrado, rodeado de leves montes. De pronto, un camino a la derecha, una huella con marcada pendiente, se abría entre la tierra de los montes. Era un camino estrecho y precario que descendía, notablemente. El trayecto del camino me produjo una notable sensación de vértigo y encierro, como cuando se ingresa a un túnel de montaña durante un día soleado. Creo que es la misma sensación de aquellos que viven un eclipse de sol o el ensombrecimiento del firmamento por una nube volcánica o algo así. De pronto, el día se hizo noche y la percepción del mundo se volvió gris, opaca, con matices ocres o sepia. No había mucho por ver, ya que el camino se hundía en la oscuridad irremediable de un abismo. Finalmente entramos en un túnel real. Sin luz en el vehículo, recorrimos durante unos minutos la senda oscura y recóndita. Ya había perdido el tiempo transcurrido, cuando noté en la lejanía una luz mortecina, amarillenta que no iluminaba demasiado en aquella cueva oscura. Finalmente, estacionó la camioneta y bajamos. Estábamos en la “casa” del Lusitano. Era un búnker pobremente poblado, amoblado con escasos elementos necesarios para la subsistencia de unos pocos durante menos días. Atrajo mi atención la luz eléctrica, que alimentaba algunas lamparitas, una en la de entrada y otra en la improvisada biblioteca escritorio del fondo detrás de un cortinado, una heladera y un televisor en el centro de esa cueva húmeda. Lo más extraño era la señal satelital de ese televisor, más que la presencia del televisor en sí. -Todo robado. Bah, expropiados del hospital antes de que lo cerraran, hace algunos años. La luz, la tenemos gracias un generador a nafta y por una línea externa que desconectamos cada tanto para no tener el hilo que los traiga. Este lugar es seguro.-¿Y la tele?-El equipo fue robado íntegro y como era del hospital, supongo, nunca fue desconectado. El sistema actúa de forma extraña. Siempre está prendida a la espera de alguna noticia sobre nosotros. Por ahora, nada. Pero la esperanza está.En el noticiero de las siete decían “los rebeldes tomaron la cuarta ciudad en importancia, en el levantamiento de Haití. Luego de varios enfrentamientos donde murieron cerca de trescientas personas, los rebeldes a quienes se los llama chicos malos, van por la cabeza del presidente - dictador, a sangre y fuego. En este país, uno de los más pobres del mundo, cuya población carece de ancianos, la violencia está provocando la muerte de inocentes contra un gobierno elegido democráticamente”. No sé porqué pensé en la dignidad. Placa del canal, noticia nueva. Última noticia. Primicia. Último momento. (Por cortesía, yo incluyo las tildes, ellos no). Título: “Tierno alumbramiento extraño”. Locutor, con cara entre psicópata y santo asceta: “una perra pequinesa, en Pekín, China (¿lo de pequinesa será un gentilicio o una simple raza –la imagen no era clara-?. Sí, de haber dicho Beijing, todo sería más sencillo) dio a luz a dos perritos siameses, unidos por el cuello con unos bellísimos ojos celestes. El médico de los hermosos y tiernos canes explicó, en su lengua original (sic), que realizarían una operación para poder separarlos. El dinero necesario, dos millones de dólares, se debe a la necesidad de implementar alta tecnología y avances en el terreno de la genética, pues los animales comparten arterias y venas y otros órganos (¿sic?) que deberán ser creados genéticamente para suplantarlas. Yan y Chen, tales los nombres de los animalitos, recibirán la operación en un hospital privado (¿?) de la ciudad antedicha, gracias a la donación de la empresa de comidas rápidas McDonald´s, quienes, como siempre, apuntan a la felicidad y la vida de todos los seres, según declaró el vocerdo (sic) de la firma (suele ser dificultoso reconocer el límite de la cita textual). El representante de McDonald´s en dicho país, anunció que éste será un enorme progreso para la ciencia médica y para el bien común del oriente que comulga, en unión ejemplar, con occidente, siendo éste un ejemplo para este mundo lleno de guerras y dolor. El mismo empresario anunció que los perritos serán la imagen de McDonald´s durante el año próximo, realizando una gira mundial que incluye a nuestro país. Locutora: “la quinta de San Isidro, en directo.” Los caballos corren desaforados, alienados, hacia el disco. Los jinetes, furiosamente encorvados, minúsculos, espolean a los animales. Uno de los cuales, “viento sur”, cae quebrándose una pata a dos metros de la llegada; su próximo fin, ya es sabido. Pero era último. El primero fue “abrumadora felicity”, que pagó como pocas veces se vio en el deporte hípico. Locutora: “Andreíta, la nena de un año internada desde su nacimiento, a la espera de un transplante hepático, falleció hoy en horas de la mañana cuando esperaba el ansiado órgano. Si bien ya se había encontrado donante, la comuna de origen no contaba con los recursos materiales necesarios para el traslado, puesto que el helicóptero provincial no estaba en condiciones mecánicas ya que necesitaba unos repuestos que ya no se fabrican en el país y los importadores fueron afectados por problemas en la aduana y no pudieron acercarlo a crédito, según fuentes cercanas al gobernador, quien agregó que desea transmitir su profundo dolor y promete que será solucionado lo antes posible a fin

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de poder viajar a la Capital a asistir a los familiares en este momento. En el momento en que el helicóptero presidencial se dirigía en su búsqueda, con ya más de diecinueve horas de atraso, la niña no soportó y sufrió un paro cardiorespiratorio por insuficiencia generalizada. En la localidad de Laferrere, su padre, desocupado desde hace un mes cuando fue despedido de una empresa de comidas rápidas por reiterados incumplimientos, donde realizaba trabajos de ordenanza y asistencia técnica en el local del centro de esta Capital, estaba desconsolado.” Placa del canal. Bella locutora. Estado del tiempo en las principales zonas turísticas. Mar del plata. Pinamar. Punta del Este. Costa del Este. Ciudad del Este. East West. Eastern Union. No, en Laferrere, no. Desconsuelo. El mundo giraba. Yo me dispuse a dormir, mientras el grandote se encerraba con el Lusitano y Ariadna, bella en la mugre, cebaba un mate con una cándida sonrisa triste hacia mí. Ernesto hojeaba una revista vieja en el rincón, mientras unas lágrimas se descolgaban de sus ojos enrojecidos e hinchados, ensimismado. Luego, el silencio. XXX La cueva era ciega, oscura, inmensa, inabarcable, húmeda. De alguna manera, era un túnel por donde circular atentamente era imposible. Todo se había transformado en un pasaje húmedo y viscoso. Ya nadie quedaba, ni el grandote con sus brillantes ojos húmedos, ni Ernestito el niño paticojo solo en el mundo rodeado por la inefable muerte. Ni Ariadna, reina dulce, morisca de este tercer mundo suramericano, de este culo del Atlántico Sur, viento norte de este corazón mediocre. Nadie. Sólo yo, caminando hacia ningún lado entre horribles viscosidades y alimañas. Ciego. Como Fernando, entre hilitos de agua que salían de las paredes. Lentamente, el frío entumecía mis músculos, logrando que quedara petrificado por completo, arrinconado entre las paredes infestas y el suelo viscoso y pútrido. Horrorizado y convulsionado por el temor, me disponía a morir. Por un momento sentí alivio, supongo que el mismo alivio que aquellas personas que, en una situación agónica (es decir, de lucha contra un dolor, un ser, una enfermedad –la enfermedad no es un ser-) tienen la certeza de que morir es lo mejor, su necesidad más próxima, lo más necesario para su ser. Lógicamente, esta situación mía sería improbable de constatar dado que, en esa oscuridad, la muerte, nunca llega. Pero la necesidad estaba. Sin dudas. En el momento más acongojante, cuando comencé a llorar y sollozar como un chico a punto de ser atendido por un médico, cuando debe abandonar los brazos de su madre para pasar a los brazos poderosos, poco sutiles y delicados, del hombre de blanco, pulcro, temible, estéril, aséptico e imponente. Así me comportaba en mi soledad extraña e indeterminada de esa cueva. Y fue en el momento más angustioso de todo el episodio cuando, inexplicablemente, comencé a notar que, en el techo de la cueva, desprendiéndose tremendas cantidades de materia indefinible pero oscura y lúbrica, pedazos de fango y raíces podridas, comencé a notar una grieta, un haz de luz blanca que se colaba. Aunque, en rigor de verdad, la descripción más efectiva sería decir que el techo no se abría, sino que se desvanecía, como en una película con efectos especiales. Sentí mayor temor, naturalmente. Me arrinconé, me acurruqué hundiendo mi cuerpo en el barro viscoso y aromático, que ya cubría mi cuerpo, escurriéndose por entre mi ropa y mi piel, provocándome una horrible sensación de escozor enfermizo. Sin embargo, noté que el cielo se abría. Blanco, ciego, amarillo, rojizo, chorreante de gotas que desprendían humo, como si lloviera lava, una lluvia de fuego líquido. El espectáculo era tenebroso. La imagen me recordaba la forma en que suponía deberían ser los cielos de esos planetas sulfurosos y lejanos, donde, como explicaban mis profesoras de geografía, uno ardería horriblemente, como un papel, con sólo estar parado en su atmósfera. Donde se achicharrarían nuestros pulmones, donde el fuego sería incoloro, imperceptible y omnipresente. Mi deseo de muerte seguía y me incorporé para lograrla, por fin. Pero lo único que logré parándome fue comprobar que el suelo era como el de la cueva, pero en el campo abierto. Sin más diferencias. Sentado en posición de loto, estaba el ángel alado, ahora, calvo y con aros en las orejas, con una expresión en su cara que oscilaba entre alegre, reconcentrado y, profundamente, sardónico. Así permaneció unos minutos, cuando, como en un convulsivo trance místico, como un poseso evangélico de esos que muestra la trasnoche de la televisión, se irguió y se arqueó inflando el pecho hasta deformarse, doblado hacia atrás inhumanamente, mientras desplegaba sus magníficas alas, ahora de color bordó encendido, casi negras, casi sanguíneas. De su pecho inflamado, surgió entre un incandescente fuego explosivo, como combustión de pólvora en un camino, el tatuaje sobre la piel quemada, la cicatriz de la serpiente en S atravesada por los puñales. Pero esta marca no era estática en absoluto, sino que era más bien como una pantalla de TV, es decir, aparentemente viva. Sobre ese pecho marcado, la serpiente movía sus llameantes ojos y, como un dragón de cuentos, desde su boca despedía furiosas lenguas viperinas de fuego. Su voz se alzó en el silencio. -Has caído y seguirás cayendo hasta el lugar del cual no podrás alzarte. Y allí tu temor más oculto, tu sensación más horrible, nunca dejará de amenazarte, nunca dejará de existir. Muerto, sufrirás eternamente la imposibilidad de morir. Renovada y con memoria, tu eternidad será, sencillamente, horrible.La voz no tenía dueño. Ni el ángel, ni la sierpe hablaban. Sólo se oía, ensordecedora y nítida, con una modulación espectral sobre esta tierra fatal, la horrenda voz. No dije nada. Solo y desnudo, lentamente, fui tomando un pulso acelerado y tenso, espantosamente contracturado. Noté que mis sensaciones físicas eran sensibles en proporciones inhumanas. La contractura que sentía no era sencillamente muscular, sino nerviosa. Como si con una pinza de punta me apretaran y estiraran los nervios de mi columna vertebral. El ángel de alas enormes, repentinamente las replegó y bajó al suelo en el preciso momento en que éste y su entorno tomaban la forma normal y casi paradisíaca de siempre. El cielo se despejó dejando a la vista un sol radiante, matizado todo por una brisa fresca que renovaba las ansias de vivir. Frente a mí, el hermoso ángel caído, era una bellísima mujer. No sólo una, sino Ella. Era la mujer que amo. No sé cómo explicarlo, aquella que dejé solitaria y triste, que me buscará o simplemente me llorará desconsolada. Desnuda, como tantas veces la vi, pero con una especie de belleza objetiva, a la cual nadie podría resistirse. Sencillamente, comprendía, como en una revelación, que esa mujer mía, en su novedosa forma, era deseada por todos. Intenté cerrar los ojos, pero no lo pude hacer. Me sentía como un pez, sin párpados o con unos transparentes, cristalinos, es igual. Entonces, siempre la misma visión maravillosa y cálida. Me sentí protegido, cotidiano, habituado, cómodo. Solos como la pareja inicial. Lo único que pude hacer fue arrojarme, sollozando, a sus brazos, ella me cubrió con sus manos, en maternal gesto con uterino candor. Lo único que pude hacer, ahora sí, en un letargo tranquilizante, me enterré en las oscuras tinieblas de mis humanos párpados. Sentí sus manos llevando mi boca hacia su cara. Suave y delicadamente. Sentí sus labios tibios y su lengua jugosa en mi boca seca. Estaba entregado a la delicia cándida del beso cuando di cuenta de que su lengua era áspera, fina y seca, fogosa. Sin abrir los ojos, pero horrorizado, sentí la voz espectral de antes que me decía: -Ya siempre serás mío. Pero el siempre que de mi boca se desprende no tienes la capacidad de comprenderlo. Pobre de espíritu.-

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Sentí horror al ver la enorme cabeza de víbora que me había besado, tan bellamente. Sin poder evitarlo me tomó entre su cuerpo viscoso y maleable aprisionándome, como una boa y comenzó a cojerme. Sentí que su sexo, repugnante y cálido, áspero, astringente, cubría el mío, pétreo e insensible a cualquier placer físico o espiritual. Sentí sus gemidos, su respiración entrecortada que oscilaba entre la voz diabólica, la de mi amada abandonada, perdida, y la voz de Ariadna, en una conjugación furiosa y maligna. Furor de la locura, la inconciencia, la sinrazón. Inmoralidad en el peor sentido del concepto, del signo. Acaso, furor sea la mejor palabra para definir mi sensación. Sinrazón. Sus contracciones frenéticas, mientras sus voces, la suya y las ajenas (pero todas mías, entiendo), acompañaban la frenética fricción sexual. -Eres mío; ya siempre lo serás. Engendrarás en mí, estúpido amado, las generaciones próximas que poblarán la tierra. Por acto u omisión.Y, cada vez, su sexo se frotaba contra el mío con horrible dolor y, ahora inevitablemente, con las primeras señales de un indescriptible y frustrante placer. Dolorido y aturdido, intentaba evitar infructuosamente, el orgasmo que comenzaba a invadirme. Incesantemente y modulando los gemidos y los tonos, repetía: -Por siempre serás mío. Nada, jamás, apagará este fuego, apagará esta comunión. Te poseeré por siempre... ¡ah, mierda, qué bueno está esto!.Dijo con la vulgaridad propia del éxtasis de ápice erótico del orgasmo, modulando una lamentable lengua muerta, olvidando su tono neutro, su castellano vacío de toda capacidad de indentificación. El (inevitable) estallido fálico cayó sobre su sexo hinchándolo, inflamándolo, colorándolo, extendiéndose por todo el contorno. Me vi hinchado, horriblemente deforme, monstruosamente sangrante. Una náusea irrefrenable me inclinó a vomitar. Asqueado y doblemente nauseabundo, agotado, me tiré en el suelo. Lloraba. -Adiós, mi vida.-se despidió la voz de esa mujer de siempre, y su cuerpo. -Adiós, mi amante- susurró la voz de Ariadna. Y era vacío. Y una estrepitosa risotada, que era una maldición, una caída, un eterno desgarro de carnes vivas, me alejó, dejándome lleno de sangre sexual y dolor espiritual. XXXI Lou Reed cantaba “Perfect Day”. Su voz áspera y relajada me llevó a la cueva, mansamente. En la penumbra del rincón, limpio y sano me palpé la entrepierna. En principio, todo normal. Pensé que era una estupidez que esa relación, que esa tortura amorosa (sexual, mejor) podría haber sido real. Me levanté con la torpeza propia del que retorna al mundo, a la vigilia, y vi a Ariadna y a Ernesto que tomaban mate. Me sumé al dúo luego de enjuagarme todo el cuerpo en el baño. Me sentía remotamente sucio. La voz de Ariadna era angélica. Acompasada, lenta, suave, ásperamente femenina. Lo percibí irracionalmente: me sentía tremendamente excitado por ese infernal sueño. Cada letra que su boca articulaba era una caricia para mi piel casi ascética en aquel momento. -¿Con azúcar?- dijo. -No, no. Amargo nomás.-Deben estar dormidos, che. Hace un rato largo, que están ahí encerrados- dijo Ernestito. Hablaba, supuse, de los hombres mayores de la situación. Desde una cama acomodada y plácida en apariencia, sentí una vocecita sollozante que pedía por su mamita. Con presurosa disposición, Ariadna se arrojó donde estaba aquella chiquita que vi en mi primer encuentro con esta gente. Era un angelito (lo digo con sentido plástico) renacentista. Bella, en los parámetros básicos de la más alta ternura, una muñeca regordeta, blanquecina, con enrulados cabellos que caían en forma de tirabuzones como resortes de oro o toboganes de sol, sobre unos suaves y delicados hombros, que, insensatamente, invitaban al beso, al contacto. Su torso desnudo se asentaba sobre una barriguita llena, tensa y delicada, una panza infantil mágica y agitada por la ausencia materna. Todo fue sutil. Cuando las pieles hicieron contacto, como si dios se hubiera hecho presente al fin, estalló la paz y el candor. Cientos de maternidades pintadas por el hombre no hubieran logrado transmitir la indescriptible sensación de ese momento, de esos abrazos, de esos besos. Todo mi impulso sexual, pecaminoso, se murió transformándose en una pulsión de amor y ternura enorme y creciente. Sin mediación, comprendí que esa mujer sensual, deliciosa y atractiva, era la madre de esa belleza tierna y delicada. Por un instante, me sentí inexplicablemente feliz y pacífico. XXXII Luego de descubrir la maternidad dulce de Ariadna, comprendí que esa chiquita me haya sorprendido desde siempre. Con esa vida, su tranquilidad en medio del caos era, sencillamente, producto de una crianza desordenada y caótica. Sobre la falda de Ariadna, ahora, la niña jugaba y mordisqueaba un pedazo de pan. El mate continuaba. La tele seguía. El sol... ¿quién sabe?. De pronto, el grandote se asomó por la puerta. -Venga- me dijo. Yo no sabía qué hacer. No entendía si me iba o me quedaba, si estaba adentro o afuera. No sabía nada. Lo seguí lentamente, atravesando la puerta y un pasillo angostito. Al fondo de ese corredor de piedra y tierra barrida, estaba el viejo. -¿Qué tal, joven?-Un gusto – le dije, mirándole la cara de inefable quelonio. -Llámeme Lusitano, soy portugués de nacimiento y por la guerra.- no pude preguntar qué guerra. -Viejo, ¿le podría comentar lo que haremos?-Mire, amigo, usted está entre nosotros, con nosotros y no podrá irse. Ya lo sabe. Tiene dos opciones: aceptarlo y quedarse o arriesgarse a irse. Solo, claro está- el grandote salió. El lusitano, tenía una cara de tortuga humana, que transmitía una enorme paz. Delgado y poderoso, aun contando con ochenta y tantos o más (cómo saberlo), pero considerando sus incontables arrugas. Su boca estaba encerrada entre dos mejillas caídas, aunque profundas, hundidas bajo unos ojos minúsculos que retenían enormemente la atención del rostro. Su ojo izquierdo era, aparentemente, inútil. Blanquecino, grisáceo, lechoso, apuntaba hacia el noreste. Y el otro, celeste, profundo, luminoso, como si hubiera tomado la energía de su gemelo muerto, tenía la certeza

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de una mirada cautivante, violenta, fuerte y peligrosa. Su voz era titubeante –más por la reflexión que por los años- pero profunda, severa; era un viejo, un cuerpo destruido pero con un alma poderosa, fortalecida por la lucidez del pensamiento. -Esto es muy sencillo aunque ridículo, anacrónico. Estamos luchando por la libertad de este pueblucho de morondanga. No tenemos medios para hacerlo de otro modo, no tenemos comunicaciones, no tenemos correo, ni teléfono, ni nada. Sólo recibimos la información. No podemos comunicarnos... estamos encerrados en todo sentido.-Sí, lo del diputado, ya sé.-No sabe nada. Apenas el inicio del comienzo.Yo sentí que volvía a foja cero. -¿Hay más?, no es demasiado esto de un pueblo subyugado por el enfermizo poder de un político psicótico-No.Lo dijo con una voz tremenda y mirándome con ese ojo malicioso y enfermo. -¿Podría explicarme?. Yo sólo caí acá, sin intención de nada más que escaparme un día de mí mismo y ahora me encuentro en esta turba política absurda, impensada; encima, del lado de los perdedores (con perdón), de la guerrilla entre muertos sin lágrimas y apenas vivos.-Raúl, Cristina... pobres chicos.- dijo con sincera tristeza. -Mire, estamos organizándonos sólo tenemos la voluntad. Los chicos, usted los habrá visto.-Sí, al principio, en el pueblo. Mas ahora, sólo dos quedaron.-Van y vienen. Pero, si trabajamos bien, todo sale bien y el número estará de nuestro lado. Ahora los estamos juntando, hay signos, señales, ánimas, usted sabe, como en una película. Como en una novela.Verdaderamente, era notorio haber visto tantos jóvenes aquel primer encuentro y que ahora no hubiera más. De hecho, era increíble haber visto a tantos jóvenes juntos en un pueblo de provincia, donde la única esperanza que pueden tener es emigrar hacia un futuro más promisorio, brutalmente. En este caso, era como una ilusión, como un ejército de hologramas que aparecían y desaparecían. Como olas en el mar, una tras otra, apareciendo de la nada, más fuertes o más sosas, pero siempre apareciendo y empujando los mares sobre la tierra estancada, eternamente. -Todo es muy complejo, no es sólo la perversidad de un hombre de nuestro tiempo. No es sólo política, como usted lo puede entender. Es poder real, absoluto, temible, siniestro, si quiere. Poderes económicos y espirituales.Abaddón recorrió mi espina horriblemente. Todavía me dolían sus golpes y cortes. Cicatrices que prefiero no recordar. -Existen posibilidades infinitas de progreso. De la ciencia, del espíritu, de la tecnología. Vea usted nuestro caso. Sin nada, en una cueva de mierda en medio de la nada, innominados, olvidados por el mundo... ¡tenemos televisión satelital!. ¡Hace apenas cincuenta años, mucho menos tal vez, era imposible pensar en tener una tele por casa, apenas una por barrio!. Esto es excelente, claro. Pero si esto atenta contra el desarrollo intelectual o personal, estamos perdidos, no sé si me interpreta. Acaso, la mejor invención del futuro sea el progreso... pero no esta mierda ambiciosa y autodestructiva a la que estamos sometidos todos, justos y pecadores...- dudó un minuto, como si se hubiera traicionado con esto último- metafóricamente, claro. La ciencia ha cometido atrocidades, bue, no la ciencia, hijo, los hombres de ciencia perversos o sometidos a la perversidad.Sacó una carpeta enorme llena de fotos de un cajón (de dónde salieron las fotos, no lo sé). -Mire, ¡pasen y vean, el circo de la modernidad, la galería más atractiva de fenómenos!.Seres antropomórficos bicéfalos, como los de las leyendas; niños, apenas infantes, con tres brazos, con narices elefantasiácas como brazos, con varias piernas semi desarrolladas. Hombres con cabezas del tamaño de una pelota playera, inhumanamente grandes. Mujeres sin cabeza, sólo tronco y piernas. No soporté más y cerré el infolio. Regurgité la atrocidad. -Eso es el problema, amigo.El grandote entró corriendo, rojo de furia y con sus ojos cristalinos. -Venga, viejoEl viejo se levantó cansinamente, como resignado. Como previendo lo que vería. Al salir, el grandote le dijo: “otra vez” y retumbó en la cueva como un trueno. Presagio del infierno. XXXIII Subimos a la camioneta y salimos por el túnel. El sol se desangraba en el horizonte de un cielo estriado, doloroso, sangrante, apocalíptico. Yo, como otras veces, me sentía intruso, un ajeno. -Usted deberá verlo- me dijo el lusitano del ojo siniestro. Comprendí que era el cerebro y el alma de todo esto. Llegamos a pocos quilómetros de campo abierto. Éramos tres y nuestras sombras se alargaban en el pastizal, como columnas dóricas. El cielo se oscurecía abrumadoramente. A lo lejos, comenzó a verse un montículo de tierra. Corrimos con cierta lentitud. Corrieron, pues yo los seguía, no más. Cuando llegamos cerca, muy pocos metros, resbalé sobre un barro espeso y caliente, de olor penetrante. -¿Qué mierda...?-Acérquese, mire y sabráEl espectáculo que se ofrecía a mi ignorancia era abrumador. Cuerpos, fragmentos de cuerpos de subhumanos, tirados por todo el campo, como la basura en el cinturón ecológico. Esparcidos como semillas de muerte por todo el campo llano. Caminamos entre los restos. Restos de restos. Fragmentos de mutilaciones. Fragmentos de perversión. Caminamos entre los cuerpos, formados y deformes, armados y desarmados. Cuerpos y anti-cuerpos. No tengo palabras para describir eso que me martilla en lo más profundo de mi sangre humana. Atrocidades manadas de la perversión de un dios o, mejor, de su creación, quién sabe. Manos ínfimas, con dedos como verrugas; sólo racimos de dedos, largos y delgados como los de ET; caras sin boca, con ojos desmesurados, del tamaño de una pelota de tenis; cuerpos de niños sin nariz, pero con boca; sin boca, pero con una bolsa en el pecho. Niños, muchos niños, bebés, fetos, cigotos. Hombres, mujeres, niñas, hembras, machos. Todo esparcido, muerto antes, muerto en vida, firmada su sentencia inmediata y salvadora. Prueba y error, elementos, objetos científicos. Cráneos con los parietales planos, con agujeros naturales. Caras de mujeres con múltiples ojos, con múltiples bocas. Sin color. Todos pálidos, albos. “Luego era Dios quien dormía (¿dormiría el muy incompetente?) y yo gritaba: despierta”. Cuerpos múltiples, como siameses, pero no como los vistos centenares de veces en la tele, no. Atroces. Sentí un impulso horrible, como si mis entrañas solicitaran acción inversa. Vomité sobre un cuerpo (¿femenino?) con hombros, pero carente de cuello y cráneo. Un cuerpo de mujer, digamos. No de niña, de treintañera. Pero no decapitado, sino carente de cicatrices, de indicios que indicaran la presencia de cabeza, como nacido sin cabeza, sólo una especie de orificios a la altura del pecho, entre los senos inconclusos. Muchos cráneos (huesos, cabezas,

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dependiendo del tiempo en ese camposanto, bueno...) totalmente planos. Sincerebros, como un virus. O cabecitas jibaríticas, pequeñas, francamente, espantosas, como pomelos grandes. -Acá están, venga- gritó el grandote. El portugués corrió de la manera que se podía entre los años, los huesos quebradizos (suyos y ajenos) y el barro sanguinolento. Digamos que demostró una agilidad sorprendente a pesar de todo. Como baqueano el hombre. Eran cuerpos, más cuerpos muertos. Normales, eso sí. Casi fue agradable ver tantos muertos normales. Estaban muertos, claro como los otros y asesinados, sí. Pero mis acompañantes les prestaron más atención. -Son siete.- dijo el viejo lusitano. -Como la otra vez-Igual. Hijos de puta.Todos los cuerpos, los siete, tenían laceraciones. Idénticas. En las muñecas, en los tobillos, en la frente pequeñas excoriaciones. Bajo las costillas, de mano derecha, sobre el vientre, una herida profunda como de cuchillo. XXXIV Cuando volvíamos, me sumí en un profundo silencio de pavor y tranquilidad. La visión de tremendo espectáculo me había castigado espantosamente. Estaba asqueado por el agrio vómito y el recuerdo. Por la suciedad impregnada en los ojos. El portugués y el grandote, a quien llamaba Horacio, discutían en voz baja. Yo no quería ni oír. La llegada a la cueva fue desganada. Bajamos como abatidos. Yo, hecho mierda. Ellos por la notable reiteración; yo, por el debut. Los dos les dijeron a los chicos, Ariadna y Ernesto, que “todo de nuevo. Lo mismo, siete.” y no hubo palabras. Pero, eran más de siete. No era el momento de preguntar. Tomé unos mates en absoluto silencio, mientras que mi mente se cegaba al contacto con las imágenes funestas y desagradables que se agrandaban y estallaban en el recuerdo. -¿Qué fue eso, por favor?- harta, la pregunta me estalló hacia afuera, como oficinistas a las nueve de la mañana en la boca del subte. Luego de un silencio, Ariadna habló. -La búsquedaSu voz era tremenda; seria, ciega, como hablando más allá del lenguaje, como conociendo una respuesta mucho más amplia, mucho más grave y peligrosa. Su boca, se contorneó estremecida al articular cada vocablo. Esa abstracción de durísimo concreto. Yo esperaba desarrollo. Pero sólo cayó una lágrima, secreción poética de impensado origen, de profunda humanidad. Su voz mutó. Y comenzó un discurso inconexo, separado. Extático. Habló como poseída, es decir, ignorando al receptor. -Buscan. Hijos de puta. Crean y destruyen vida. Cerdos. En nombre del progreso, dicen, buscan sanar, mejorar. Sólo satisfacen su sadismo. Mezclan humanos, violan la genética, mezclan como café y leche, disfrutando del perverso espectáculo de las volutas lácteas, pero que son deformes humanos. Aberraciones. Creaciones aberrantes, laceraciones a la raza humana en nombre de la ciencia. Buscan y no saben qué buscan. Bah, sí saben. Guita y poder. Poder controlar a toda la humanidad, porque creen que pueden crear humanos perfectos, como dicen. Víboras. Y, además, buscan encontrar la posibilidad, no de curar, sino de cobrar la cura. Y cuando es deforme, lo es y muere, atrozmente en sus manos o por su consumo; los seres amorfos se destruyen su propia informidad. Sin pulmones, sin cerebro, sin páncreas. Los crían como a bichos innobles para ver cómo es su muerte. Y cuando salen normales, los crían, tal vez, encerrados y atados como la cueva de Platón. Eso, son sombras, pobrecitos. Para luego, ritualmente, en un éxtasis místico enfermizo, crucificarlos como al Cristo. En el nombre de Dios.Su cuerpito frágil se retorcía como en ataques epilépticos controlados. Sus manos cubrían la cara y sus ojos, sin mirar, se desorbitaban. Ahora, todo era silencio. Una pitonisa en el oráculo de Dionisio. Humanos deshumanizando su racionalidad. Creando perversión. Oponiéndose a los designios de la Naturaleza. ¿De Dios?. Eso escuchaban mis tímpanos. -Ya lo viste. Eso y nada más. Clonación, genoma, ciencia, Dios, sacrificio, rito. Mesianismo. Eso. Aberraciones.su discurso era incoherente, esquizoide, ya.- Aberraciones humanas. Humanos. No hombres. Humanos, seres apenas. Abusando innoblemente de la razón, esa pacífica arma (herramienta, mejor) de construcción. Abusando cruelmente de las posibilidades del hombre. Ocultos como ratas en el medio del campo oscuro, pacífico, donde los alberga, por ahora ignorante, la naturaleza maternal de los hombres. Y, acá estamos nosotros, diez, quince, veinte pobres personas, algunos víctimas, esperando la oportunidad de acabarlos. De evitar la fagocitación. De negar al hombre como su lobo. Porque no somos corderos, porque somos hombres y mujeres dispuestos a dar vida.Se calló. Escurrió sus lágrimas que goteaban desde su alma hacia sus brazos y fue a abrazar a su hija. XXXV La noche -que en la cueva no existía- era fría y plena de estrellas. Una brisa fresca atravesaba el campo sembrado que rodeaba la cueva. Yo, aturdido, me había tirado en un rincón oscuro. Nadie me habló, ni me miró. Comprendían mi silencio, lo sabían. Una luz, de pronto, me encegueció. Unas poderosas manos (dos, cuatro, seis) me arrastraron por la tierra, con furia haciendo que mi piel se desgarrara. Brotaba sangre, tímido humor vital. Ya fuera de la cueva, las manos me soltaron. El mundo estaba raro, como si hubiera un eclipse, como esa iluminación apagada de las películas de cowboy, cuando querían semejar la noche. O la luz de la luna llena. Todo estaba teñido de una película de celofán entre celeste y cobre, pero lo peor era que me rodeaba estaba absolutamente estático. A pesar del viento helado que atravesaba la piel como bisturí, ni un solo pasto se movía. Todo era duro y punzante. De nuevo, en el cielo de la noche, la serpiente atravesada por puñales. Habló y dijo: “Ahora lo sabés. Los justos iluminarán el cielo opaco de estos hombres desalmados. “Buscan”, te dijeron. Idiotas. “Mezclan”. Ignorantes. Esperan dar la combinación perfecta. El reflejo de la creación adámica, antes de la llegada de ese ser impuro, de esa inocua equivocación de su Dios que es la mujer. Ha llegado, al fin, el momento de la verdadera creación, del verdadero mesías. Aquel que sólo por él cree la vida perfecta, en la excelsa combinación de elementos. El hombre neutro, que glorifique a Dios. Al Dios verdadero, al Dios terrible que nadie imagina. No al fracasado e idiota demiurgo de este mundo errado. Pues este mundo es un fracaso, un error inconmensurable, no es necesario que yo lo diga. La diversidad es, sin dudas, la impureza. No hay guerras fratricidas, no se matan los iguales. Por eso, los iluminados por el único Dios verdadero, desde su imperfección natural, buscan crear la raza noble, la única raza que poblará esta tierra hasta lograr perfeccionarla, destruyendo las diferencias. Desbastando al distinto, al diferente. Poblarán los gobiernos, creando a sus siervos, dando ser a seres sin libre albedrío, sin imaginación, sin mente, que los sirvan, que sean animales de servicio. ¡Ahí tenéis a los hombres actuales!, míseros esclavos de los hombres de Dios. De

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los verdaderos hijos del Señor. Sólo dos clases: los útiles, los que vivan y disfruten del gozo de Dios, los elegidos; y los innobles animales que les sirvan. El proceso, ha comenzado. Tú, morirásPor primera vez, sentí claridad. Atrozmente, comprendí qué pasaba. Y dije: -Moriré, como todosLa tormentosa carcajada hizo sangrar mis oídos. -Jesús, estúpido muchacho. Y más estúpidos quienes lo adoran. Un hombre, hijo de Dios... ¡por favor!. Un hombre, el enviado por Dios... ¡qué irrespeto!. ¡Qué blasfemos!. Los hombres son hijos –sucios hijos- de los hombres. Dios no toca la escoria. Muchacho inteligente, sí, pero pobre de fuerza. Pensaba en amar, era medio... ¡Amar, innoble sentimiento!, ¡poca cosa!. Imberbe. Los hombres que combinan son los creadores del verdadero hombre de Dios. El hombre único, el hombre neutro. El que no muere, el que no duda, el hombre que se regocija en la gracia y el designio divino. Ese hombre masculino, único género de valía, género divino, poderoso creador de su propia descendencia, sin mácula de feminidad. Ese hombre dará sentido a la humanidad, será puro, casto, carecerá de deseos y de necesidades, vivirá como quien muere. ¿Acaso ustedes, infames seres, creen poder opacar al verdadero Dios con placeres, con sensaciones. Dios será la vida, Dios será todos. Y nadie más habrá. No morirán los hombres perfectos, porque desconocerán el sentido de la libertad. Deformidad de los atributos de Dios. Él es el único libre. ¿Quién les hizo creer que pueden elegir?. Sólo Dios, mi Dios, el que no conocen y es todo, sabe. Ustedes, errores de la imperfección, dudan. Se enorgullecen y creen ser libre por sólo dudar. ¡Qué perfectos imbéciles!. Sólo son seres sufrientes, que en los defectos creen encontrar virtudes. El Hombre Nuevo del único Dios no sentirá; no amará; no tendrá la posibilidad de elegir... ¡Será inhumanamente perfecto!. Será lo que Adán debió ser y ustedes no entienden. Sólo algunos inútiles que no pudieron hacer lo que debían. Creen que sentir vale. ¡Idiotas!, nada vale más que Dios.A partir de este momento, se metamorfoseó en innumerables y espantosas figuras. Su voz, atravesó por idiomas ignotos, muertos y vivos. Ya nada se oía, todo era un conglomerado de idiomas hasta que asomó el silencio. Y todo -ahora todo, hasta el viento- se detuvo. Una sensación de muerte, pobló el paraje. Todo opaco. Todo muerto. Los árboles, los yuyos, todo se extinguió, sólo tierra reseca. Un sol muerto, sin luz, eclipsado, daba tonos apenas grises. Y de la serpiente, surgió Abaddón, el ángel. Y del ano del ángel, como en la película de Passolini, nacieron seres lampiños, con cabellos blancos finísimos, delgados, sin ojos, bocas u oídos. Sus brazos y piernas eran inconsistentes, flácidas, sin músculos, sin carne, casi sin piel, con una lámina transparente, babosa, lisita, húmeda. Atrocidades inhumanas. Subhumanas. Una raza inferior en el peor sentido de los términos. Incapaces de sentir, de pensar, de gozar. Una infinita cantidad de pseudo-humanos pobló el desértico llano. El fuego y el agua desaparecieron. El aire ya no existía, no era frío ni calor. La tierra como madre, se esfumó... Todo quedó seco, neutro, medio, pura muerte. “¡¡¡Ecce homo!!!”, gritó en éxtasis Abaddón. Los humanoides, los atroces seres, hincaron sus rodillas en tierra (o en algo, en eso sobre lo que estaban parados, pues no era tierra en el sentido que conocemos) y mostraron sus nucas hacia arriba (no podría llamar cielo a eso que estaba arriba). “He ahí la verdadera igualdad, fraternidad y libertad. La revolución de Dios, lo de ustedes es poesía, ficción. Bah, mentira, lisa y llana.” Lentamente, me di cuenta de que yo era único y diferente entre todo esos seres que me rodeaban. Y sentí también que mis pulmones se inflaban y mi boca se sellaba y mis ojos no veían y sentí la irremediable necesidad de gritar, de insultar, de amar, de demostrar mi sangre, de escupir, de mear, de cagar, pero nada pude hacer, en el último impulso humano, me dormí para descansar, para no ser igual a todos.

XXXVI Al despertar, al descubrir mis ojos, al sentir el aire en mis pulmones, al ver el color. Al ver a esa chiquita que correteaba por la tierra húmeda, rompiendo cosas rompibles, sentí la necesidad de darme vida. Agarré una piedra finita, con filo y corté en mi brazo, mejor dicho, abrí un herida que comenzaba a cicatrizar. La sangre brotó cálida entre mi piel, apoyé mis labios y chupé con fuerza, haciendo que un chorro enorme llenara mi boca. La tibia espesura del líquido me colmó de placer, el dolor de la llaga me iluminó las entrañas, me dio ganas. Discrepé conmigo, me enojé y me amé, conmigo, con los otros. Quise matar. Quise engendrar. Quise amar. Quise amar. Sentir. Corrí al precario baño. -¿Estás bien?- me dijo Ariadna. -Sí, ¿por qué?- respondí ya sosegado. -Dormiste más de quince horas seguidas, inquieto, girabas, te movías, te tocabas, te rasguñabas. Pensamos que habías tenido un brote.-No, estoy bien. Estoy vivo. Estoy bien. Sé lo que buscan.-¿De qué hablás?-Lo que buscan, eso que me dijiste-No. Lo que tenés que saber es qué hacer para que no lo encuentren.Pasó el tiempo. Como en la televisión, como en esos culebrones donde el tiempo, de un momento a otro, sólo pasa. Y en esa negra placa, cuando los meses se esfuman, lo pasamos realmente tranquilos, con alegre sinrazón por unas semanas, unos días. Disfruté de la compañía, comí, bailamos todos, hasta el portugués, quería celebrar la vida. Parecía un desquiciado, un frenético. Pero en el aire sentimos comprensión y compartimos la alegría, en esa cueva húmeda y pegajosa, nos dimos vida. No fui yo, que se entienda. Sino todos quienes regocijamos en los sentidos. -Para una ocasión especial como ésta, inexplicable.- dijo el portugués con su boca cansada, esgrimiendo una vieja botella de caña Legui y un paquete de cincuenta cigarrillos negros de origen y marca desconocidos. Bebimos alegremente y fumamos algunos más que otros. La chiquita, comía caramelos que el viejo guardaba. Era una navidad para esta gente, como en años habían tenido. Ariadna durmió a la nena, tiernamente. En ese maravilloso acto en que los niños tocan a su madre, acarician y besan al dormirse. Ernesto, adolescente al fin, luego de un ataque de risa en la borrachera - quizás la primera- cuando intentó levantarse, cayó estrepitosamente al suelo. Horacio y yo lo levantamos y arrastramos a su camastro. Los demás nos quedamos despiertos, vivos, disfrutando los efluvios del alcohol y del tabaco malo. Desacostumbrados a las toxinas, no cayó el último cuarto de la botella que ya estábamos borrachos. Con la TV apagada y la música despierta, el portugués se fue al cuarto del fondo. “A morirme un rato”, dijo. Yo lo seguí, hacia mi rincón. Los otros dos ordenaron un poco y no sé qué hicieron porque el sueño me brotó en la mente. El silencio de la inconciencia. XXXVII

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Yo no soñaba cuando Ariadna me despertó. Miré sus ojos de almendra, sus labios sanguíneos y sentí un beso que me atravesó los huesos. Tanto tiempo sin sentir el calor de un cuerpo humano, de una mujer cálida, acariciando mi piel, sólo abrazándome, sólo besando mi cara. Tanto tiempo sin sentir esa adrenalina, ese corazón que estalla, esa búsqueda frenética de los pliegues, de los rincones de la piel. Tanto tiempo sin doler esos pellizcos, esos dientes apurados, equivocados por el cuerpo. Tanto tiempo sin gozar las humedades de una mujer; su sangre, su sudor, su saliva, sus lágrimas. Combustible de vida. Silente sangre externa. Cosquillas, golpes, cortes, abrazador fuego del cuerpo. Ese olor penetrante, auricular, mágica secreción avasalladora, ciego placer; ojos cerrados, músculos bivalentes estremecidos, estremeciendo. Puntos sensibles son todos, ese órgano enorme y mágico que limita y expande que es la piel. Mágica revelación del animal humano. Placer, vida. Sudarse, mezclarse, rasparse, chocarse, lastimarse, frotarse. Humana contusión. Enfrentamiento animal, amable, cortés, solícito, valiente, tímido. Dulce. Salado. Refinado, sutil. Vulgar, asqueroso. Ella me abrazó, no dijo nada, no era necesario. Sus manos me estremecían, me permitían olvidar mi última y horrible sensación sexual. Sus labios me entrenaban en el arte de la sensualidad. Nada mejor que esta situación para sentirme vivo. Su sexo era dulce y esponjoso, tierno umbral de los placeres. Mis manos jugaban y la comunicación estaba establecida con otros códigos absolutamente inclasificables por las leyes de la lingüística actual. Tal vez, la comunicación que se establece entre personas en la intimidad sexual sea la demostración palpable de nuestros orígenes más primitivos. Hablamos como monos, como cavernícolas. Estrépitos, quejas, palabras inconexas, aromas –olores acres-, visiones –rojas fulguraciones-. Sin luz, por tanto, sin sombras. Murmuraciones, asíes, acáes, ahíes, todo. Magia sobrehumana, insensata, de la naturaleza humana. Del hombre-ludus, sexus, nexus, plexus. Acaso, la penetración sea una excusa para demostrar que somos seres culturalmente civilizados. Los jugos sexuales se mezclaban cándidamente entre nuestros cuerpos, repetidas veces, incontenibles veces. Los cuerpos delgados, hambreados, eran voluptuosos. Las extensiones de nuestros cuerpos actuaban de manera irracional, dándonos irracionalmente placer. El cuidado era una situación olvidada. Éramos seres culturales, pero inciviles, irrespetuosos de la moral. Cualquier acción estaba permitida. Ni siquiera nos importaba la suciedad –interna o externa-, la vida o la gente que nos rodeaba. Nos dejamos, nos brindamos a las normas de la sexualidad, en sus costados más amplios e infinitos. Nos olvidamos de nosotros y fuimos, oh musa, herramientas de Eros, de esa fuerza superior y todopoderosa que es el ordenador y creador del mundo. La Pasión. Dionisios. Alcoholizados y reprimidos nos dejamos caer en las actitudes más pecaminosas, con inocencia. Perversos, guarros, puercos. Felices. Libres. La idea era sentir y dejamos que las sensaciones manejaren nuestros cuerpos. Sexo. Como nunca habíamos tenido. Eterno y doloroso sexo. No más. Para qué detallar. Silencio. Sudor. Cansancio. Repetición, eterno retorno cíclico de la naturaleza. Cuatro brazos amarrados a los ojos inyectados de un dios verdadero. XXXVIII El sexo suele ser siempre vulgar, irracional, incoherente y cursi. Ahora quedaba la excepción a la regla. Pero debía sofocarse con un silencio vergonzoso. Grabado a fuego en la piel el recuerdo de nuestra primera y última experiencia sexual verdadera. Me desperté solo. Como siempre. Ariadna dormía junto a la nena, silenciosas. Como si nunca hubieran estado en vigilia. Me confundí, pero no pensé demasiado. No me iba a comportar como un inseguro amante de veinte centavos despechado. Nos despertamos lentamente todos. Yo había preparado el mate para mí y ya estaba sentado en la vieja silla de madera. Era muy extraño vivir en esa cueva -como debe serlo en cualquier cueva, supongo-. Sin ver luz solar, en este caso, más que por un respiradero lejanísimo del baño –debe explicarse, un agujero de varios metros hasta que salía a la superficie, un rectángulo de escasos treinta por veinte centímetros, por lo cual decir “ver el sol”, era una metáfora grande como Rusia, como la vieja Rusia-. Los demás respiraderos, que los había y muchos, eran pequeños pozos que salían a la superficie a varios metros en diagonal. Por lo cual, no podía entrar nada de luz. La cueva tenía una preparación importante, una obrita de ingeniería. Los respiraderos ya dichos, conformaban una verdadera red de ventilación. El grandote, Horacio, me había explicado que fue el Lusitano, hace unas décadas ya, quien había comenzado a habitar este lugar, el cual, antes, era el domicilio residencia fijo y electoral de una india de no sé qué tribu, una aborigen que no tenía edad y que, según dicen, era medio bruja o eso decía –en realidad, me lo dijo en serio; dijo: “heredera de la sabiduría de sus ancestros”... eso dijo-, ser una pitonisa de su clan. Según me dijo Horacio, cree haber entendido que el Lusitano convivió con ella, pero como al viejo “no se le puede preguntar nada”, no se sabía mucho más. Casi nada, pero le daba un toque de leyenda perfecto para contarlo. El encierro en un lugar terroso, donde lo único digno de hacer es estar sentado en un lugar seco (la cama es sólo para las mujeres), mirando la tele. Cuando lo único que se eleva por sobre un metro es la mesa y unas sillas, todo la confortable vida citadina se retuerce de dolor. Acá todo estaba en el piso. Las hornallas, los libros –podridos, húmedos, ilegibles y escasos-, las camas –bueno, el pasto seco, con suerte, envuelto en nylon-, todo. En un piso húmedo, a veces, directamente fangoso. Las paredes inestables, que cada tanto caían sobre algo o alguien, al igual que el techo, cuya frecuencia de caída era mucho mayor. Y, sin embargo, era un lugar cómodo y seguro, cálido y húmedo. El abrigo, los trapos con que cubrirse, abundaban más por la humedad que por el frío en sí. Ropa seca, jamás. Lo mejor, era estar con la menor cantidad de ropa. Aunque la comida no faltaba se aprovechaba con asiduidad y se racionaba ordenadamente. Primero, la nena; después, Ariadna; Ernesto y últimos nosotros tres. Yo ya era parte integrante del grupo. Sin adaptarme y sin participar demasiado, opinaba y asistía a las actividades como uno más. El agua salía de un profundo pozo, cubierto y cercado, con un balde, es decir, un aljibe. En las raleadas excursiones al exterior se conseguía algo de verduras del campo, pollos –bueno, gallinas viejas-, alguna vez, algún chancho robado con el esfuerzo que eso implicaba. Todo raleado y, a veces, Horacio y yo ni comíamos para guardarle a los demás. La cueva tendría unos diez largos pasos de ancho y casi tres de alto en el centro. Era casi cuadrada y , naturalmente, despareja. A punta de pala y a mano, como lo leen, a mano. Se construía día a día, al paso que se desmoronaba. Era como el mito aquel de Tántalo que le comían el hígado y de noche se regeneraba o el de Sísifo, que es casi lo mismo. O el del tipo que estaba en el agua y se estiraba para la manzana y, ¡a la mierda!, el árbol se iba para

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arriba. Algo así lo imaginaba en aquel momento. Todo desorden y mugre, con dos divisiones de chapa, una, alejada, casi en la entrada, era el baño. Un pozo tremendamente profundo donde iban a parar nuestros... bueno, un baño. Como estaba al comienzo, no muy lejos del exterior, le habían construido un pasillito y un cuartito de impresionante poder claustrofóbico. Es decir, como esos pasadizos y puertas del subte. Al ingresar al túnel, serían unos quince metros después de la entrada en sí, después de que el techo se cerraba, después de esa mata de yuyos que nos ocultaba –más adelante, tal vez, limpiaré y ordenaré los recuerdos, para describir esto con más detalle; aunque, en realidad, a nadie le interesa, a mí, nada y a usted, caro lector, si es inteligente, tampoco debería importarle-, teníamos un pasillito y un cuartito de apenas metro ochenta, dos metros de alto, por dos metros con un pozo y una subida al cielo del encierro. Con mucho olor. Pero bien hecho (si la descripción le resulta caótica, es porque usted no sabe lo que era aquel antro). La otra división estaba hecha con chapas, de apenas un metro y medio o dos de alto, donde el viejo se encerraba a pensar, a dormir y no sé bien a qué. Donde se hacían las reuniones entre el Lusitano y Horacio. La oficina de comandancia, digamos. Al fondo, donde terminaba la cueva ocupando unos tres o cuatro metros de largo. Con algunas muestras de piedra del monte que aparecían por ahí. El largo total de la cueva sería, desde la entrada hasta el final, hasta la oficina del jefe, unos treinta o cuarenta metros. Tal vez, más. ¿Que porqué la describo?. Porque durante la incalculable sucesión de horas (no hay días ni noches en este encierro), lo único que pude hacer fue observar este lugar, espantoso pero acogedor que se deforma, transforma, agranda, achica, cambia y se desgrana y se rehace. Que se hincha y agita como un corazón en reposo que busca romper con algo, que busca un infarto. Por eso. XXXIX Diez, veinte, sesenta, mil. No sé los días que pasaron desde aquella festividad. Describirlos sería reiterar una y mil veces lo mismo. Cada vez, era peor, la monotonía, la rutina, sin rutina. Mi timidez y la convivencia se enfrentaban y en cada combate debía batirse la primera. Mi participación y mi voz, cada vez eran más fuertes. Naturalmente. Comprendí el sentido de mi presencia allí, sin comprender todo. Mis esporádicas salidas eran cada vez más intrépidas y más fructíferas. Me arriesgaba algo más y lograba más. Pasamos una temporada infernal sin luz. El combustible, se había acabado y el grupito electrógeno, claro, no funcionaba. Fue una época endemoniada. Cuando quedaban pocas velas salimos con Horacio y Ernesto a tratar de conseguir algo. Pero era muy peligroso que camináramos los tres por el pueblo. Yo era el menos conocido y lo planteé, creía que no tenía nada que perder. Ellos, con reticencia, aceptaron mi excursión solitaria. Y, como sin dudas no hubiera podido volver, me indicaron el camino a la ruta, donde había una estación de nafta. No había plan ni estrategia, ni armas, ni plata. Sólo desesperación y suerte. Me despedí y me dijeron que esperarían al costado de la ruta, en el exacto lugar donde estábamos. Me esperarían por un tiempo prudencial, escondido. Luego, buena estrella. Nada más. Aceptados los términos, salí. Me sentía valiente. Aunque temerario, enfrentando no sabía qué posibles riesgos, pero con la convicción de buscar algo necesario... para perpetuar la espera de inacción en esa cueva infesta. Con dos bidones de diez litros era suficiente para otra temporada larga. El sol estaba allí. Y durante horas lo disfruté en la caminata escondiéndome cada vez que pasaba un auto. En total pasaron dos autos en todo el recorrido, ambos hacia otro lado. Con miedo, sí. Pero convencido. Claro, soy un imbécil... sólo lo hacía por la chica y su hija. Nada más. Cuando pasó el segundo auto, por mi estupidez temerosa, y mi distracción innata, resbalé y caí en una zanja lodosa. Nada del otro mundo pero me ayudó a pensar una estrategia bastante infantil, creo. Cuando llegara a la estación de servicios, diría que tuve un accidente en la ruta y que si, por favor, podrían llamar o me podrían conseguir un remolque o algo así. De esa manera, contestaría a mi presencia y evitaría preguntas incómodas y suspicacias imbéciles. Tonta ilusión en un lugar donde todos éramos sospechosos, porque nadie es lo que es. Finalmente, llegué a la estación de servicio. Un lugar casi abandonado, a cinco kilómetros de donde me esperaban mis compañeros, mis cófrades. Acaso un surtidor era lo único que lo diferenciaba de cualquier rancho de los muchos que había por esos páramos. En la puerta, una silla con el respaldo al frente; sobre ella, un hombre. Bueno, un ser antropomórfico, un humano cuya fecha de vencimiento se pasó y nadie lo tiró, un simio antropoide. Barbado irresponsablemente, del mismo espesor que su crencha mugrosa. Tuerto, sin un ojo y con tres vacilantes dientes. -¿Qué?- logré entender que escupió o algo similar. Lo ametrallé de palabras, explicándole toda la situación falsa antes planteada, modulando entre la desesperación del accidentado y perdido y el dolor del herido. El tipo, luego de escucharme, dijo: -¿Qué teléfono?. Tiene que ir al pueblo, como diez leguas.Mi estrategia perfecta había muerto. Pero, pensé que ese hombre subhumano, esa bestia campestre, no estaría ni enterado de lo que sucedía en ese lugar. No podría interpretarlo. Maldita costumbre del hombre de ciudad, soberbia estúpida e indecente de subestimar a todos, aún a los hijos de la naturaleza más profunda, y, nunca más claro, el hombre citadino es muy inferior en rapidez instintiva, que el hombre de campo pues éste libra una batalla constante contra la naturaleza que no tiene reglas. -Pero, espere. Me voy para adentro y le digoNo entendí qué me iba a decir, pero lo esperé estúpidamente sentado, cómodo y satisfecho por el engaño perpetrado, es más, hasta sentí cierta lástima ya que pensé que podría ser enfermo mental o algo así. Estúpidamente, digo, ya que no cargué los bidones y me fui corriendo a buscar mi refugio. Cosa que, alguien con más idea en estas lides, no hubiera dudado en hacer. O darle un palazo al tipo o, no sé, alguna acción desestructurante en la soledad del campo, no dar respiro, golpear y huir. Destruir el statu quo; mantenerlo, mantenerlo, hasta el momento de dar el golpe. Eso. Pero no, me quedé sentadito como un pelotudo en la puerta de ese rancho vinchuquero. Pasaron unos minutos y el tipo se asomó. En sus ojos había algo novedoso, como una alegría humana. Pensé que traía buenas noticias para mí. Esa alegría era por haber hecho el mal. -Pase, por favor- dijo, con la amabilidad y cortesía dignas de la recepcionista de una compañía multinacional de servicios. No sabía que buscaba lo mismo que esas empresas... destruirme. Atravesar ese umbral representaba mi idiotez. El tipo me hizo sentar, dulcemente. -Me acordé de que el Juan va a venir en un ratito nomás con la chata. Él lo lleva al pueblo y allí usted mejora todo. ¿Es visita, don?Mientras decía esto se sentó a cebar unos mates. Era amable y supuse inocencia en ese hombre rústico. Pero era más cruelmente civil que muchos de los que estamos en este texto, usted y yo. La afabilidad estúpida que los citadinos suponemos de los campesinos. “Son buenos –simpáticos, amables, lo que sea-, porque son estúpidos – inferiores, torpes, etc.-”. Ignorantes y soberbios seres de ciudad, estúpidos y débiles engendros de la naturaleza.

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Aquello que vi, aquellos hombres ciegos y vacíos, sin dudas, vivirán en ciudades grises y enormes, llenas de vidrio y espejo. El sueño de Abaddón no era tan lejano. Hablamos un rato. El clima es un comodín universal y me contó de las cosechas, del poco trabajo, de la poca gente para trabajar los campos. Amable charla entre desconocidos. Al tiempo -cuando la charla ya era sumamente interesante y hasta me había animado a tomar unos mates con un corte de caña como bombilla en un vaso indescriptible, igual que la casilla- llegó una camioneta bufando ruidosamente. Mi compañero de espera y campesino amigo, aunque infame traidor, con un gesto serio y reconcentrado, se incorporó con violencia. -Espere acá.- dijo seriamente, ahora con voz profunda y humana. En ese momento, entendí todo. Afuera el gordo de lentes de sol se acercaba a la puerta, sediento. Cuando atiné a pararme para escapar, ya era tarde. Ambos hombres entraron y me agarraron de los brazos. La camioneta, afuera, seguía prendida, con su motor regulando horriblemente. Todo era confuso, como revuelto. Me insultaban ellos con ardua elaboración, pero no los escuchaba, ilógicamente los entendía pero no los escuchaba, ya que me preocupaba en insultarme yo por idiota. Había adquirido la agilidad y la reacción que provoca la conciencia de lucha, la dureza del hambre. Me retorcía como un gato, me escabullía y me atrapaban, en un juego circular. Mientras me retorcía, el sol se cubría con una nube de polvo, el viento comenzaba a quejarse; algo pasaba. Un antebrazo brutal me aprisionaba el cuello. Una mano me clavaba sus nudillos en el estómago. El aire no entraba ni salía de mis pulmones. En un extraño y fabuloso -hoy lo veo- acto de acrobacia, me afirmé con los codos en el vientre duro e inflamado del gordo y golpeé con mis pies al hombre viejo. Cayó duramente. El gordo y yo caímos, también. Instintivamente, me soltó y pude pararme con un salto felino. El viejo, extendido todo en el piso, dejaba salir un poco, un hilito sutil pero notorio, una cuerda, digamos, de sangre que desde la base de su cabezal lo unía a la tierra. Había golpeado con la punta de un banco de madera. Era viejo y el cuero débil. El gordo parecía una tortuga boca arriba, insultándome (o a su barriga, quién sabe), con sus manos cortitas, como la de un chancho, agitándose frenéticamente para poder afirmarse, ayudadas por sus piernas inútiles y cónicas. Sin pensar demasiado presentí el frío revólver. Le tendí una mano, que tomó en un acto de humano sin sentido. Yo ayudaba a mi asesino y él aceptaba mi ayuda. Cuando contacté su piel sentí la fría y sudada piel de un reptil. Pateé su cabeza con furia, una sola vez. Estaba a mi merced. Era patético, golpeando con su cabecita sobre el piso, distendiendo los músculos de su cara y manos. Agarré su revólver y su billetera y miré al viejo, por última vez. Su cara tenía el apagado rictus de la muerte. Una mueca horrible, enmarcada en un charco espeso de sangre negra, envolvía su muerte. “Pobre hombre”, pude pensar. Su cara de viejo muerto me provocó lástima. Estaba muerto, lo sabía. Pero un dedo, mínima metonimia, se movió. Por primera vez en mi vida, apreté el gatillo de un arma. Se resistió. Como todos, he visto películas y programas de noticias e “investigación”, digamos, que soy una especie de experto en drogas, armas, múltiples formas de corrupción y diversas perversiones sexuales. Pero de toda esa información, necesitaba en ese momento, sólo, la armamentística. Con el pulgar corrí el pestillo superior del arma. Tiré nuevamente. Salió el fogonazo sin luz y mi hombro se resintió. Estaba muerto y volví a tirar, a matarlo. Me sentí como un actor. Pero la carne del pecho explotó dejando salir deliberadamente la sangre del traidor. Tenía teléfono, el viejo cerdo. Cuando salí corriendo, sentí el chirrido horrible de una especie de novena sinfonía que suelen tener los órganos de juguete para chicos. Era un celular. Lo agarré y seguí corriendo. “Llamada perdida”, decía la pantalla gris. Cargué dos bidones de treinta litros y decidí caminar. Pesaban. En un momento en que el viento cesó, el ronroneo de la camioneta me llamaba. Nunca había manejado, aunque sabía cómo se hacía. Me subí a la camioneta y comencé a recordarlas viejas experiencias frustradas de aprender ese arte. Corcoveó un poco y acomodé el cambio. Salí presuroso. Una luz roja centellaba en el viejo y opaco tablero. Di una vuelta, perdí tiempo y estaba nervioso. Como pude la acerqué al surtidor y llené el tanque, no sin dificultad. Cuando me iba, pensé en la remota posibilidad de hacer algo terrible. Como si regara un jardín negro del Tártaro, comencé a desperdigar el líquido celeste por todo el lugar, mojando la puerta y las paredes de la casucha, hasta el hartazgo. En mis ojos, supongo, tenía un bordó sanguíneo, una demostración física de un odio profundo. El barro, que me ha cubierto durante todo este tiempo, era hediondo y espeso. Todos los otros estaban empapados. El olor era casi insoportable. No recuerdo ni qué pensé. Era un chico jugando con un peligro enorme. Pero ante todo, un irresponsable. No pensé en el después, en las consecuencias. Pero, tal vez, sólo lo olvidé. Un trapo húmedo en nafta, una piedra envuelta con él y unos metros al pie de la camioneta, me daban unos segundos para escapar. Todo sería fuego, a partir de ese momento. Por mucho tiempo. XL Prendí el trapo y lo arrojé al charco de combustible. Antes de que cayera, me subí a la camioneta y aceleré. Mi inexperiencia me negó la certeza de la caja de cambios y tardó considerablemente, un tiempo eterno, en tomar velocidad. Estaba en segunda o tercera. El fuego, a mis espaldas, comenzaba a crecer y a lamer mis homóplatos. Cuando entré en el asfalto y logré enderezar, el surtidor explotó y todo voló por el aire. La casucha fue llamas. A lo bonzo, desde lejos, vi al gordo salir corriendo. Luego se transformó sólo en una horrible bola de fuego, un pequeño y furioso sol. Una mata de gas consumiéndose levemente en el suelo. Lo demás, quedó perdiéndose entre el rectángulo del espejo. XLI El círculo del velocímetro marcaba setenta. El motor se quejaba terriblemente con un zumbido atroz. Recordé que pasando cambios podría no destrozarlo. Llegué a la arboleda, al punto de encuentro. En el asiento del acompañante, estaba el revólver, los papeles y el celular. Agarré el arma, prendí un cigarrillo, mientras buscaba a mis compañeros. Nada. Ya era tarde y me metí por el recuerdo del camino. Iba despacio, sabía que tenían que estar escondidos a mi paso. Miraba. Estaba exultante, inconsciente. Con el cigarrillo colgando de los labios y la pistola en la mano sobre el volante, con el viento en la cara. Me sentía un héroe de alguna revolución. En el camino, vi unas sombras corriendo a un costado. -¡Horacio, Ernesto!- grité- ¡Soy yo!-. Nada. Silencio. -¡Vengan, carajo!- me enojé. Tenía el revólver en la mano.

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Cuando Horacio se acercó, su cara era de intriga y furia. -¿Qué mierda es esto?-El comienzo- dije, misteriosamente. Ernesto se acercó un ratito después y en el camino de regreso les conté la historia. El grandote repetía: "no está bien". Ernesto festejaba cada parte de mi relato. -¿Qué pasa, hombre?- le dije al ver su negatividad- ¿Acaso no es así? ¿No debemos golpear nosotros también?.-¿Quiénes?- sus ojos brillantes trasuntaban una triste cólera- ¿Usted? ¿yo? ¿o el viejo que no tiene casi cuerpo? ¿la chica... su hija? ¿O el valiente –esto lo dijo con una mueca extraña, supongo que porque estaba allí- pero joven Ernesto? ¿Quién carajo?Me dijo sin decir: "la revolución no se hace con el coraje de dos". XLII Mi excursión aventurera tampoco cayó bien en el viejo. Me pregunto quién me llamó a su rincón. -Mire, amigo. Siempre valoré el coraje, hasta, le diría, la temeridad. Usted ha sufrido terriblemente. Y lo que ha hecho, sin duda, fue un acto heroico, un acto de arrojo. Y me dice cosas buenas de usted. Pero, ¿y después?. ¿Con quién va a salir a pelear? ¿Solo? ¿Con el renguito?. ¿Qué armas va a usar?. Me enojé un poco, estaba muy excitado.-¿Qué hacemos, entonces, nos escondemos como unas ratas de mierda? ¿O escapamos?. ¿O esperamos la puta muerte acá?. Éste puede ser el comienzo, el principio de algo. Hasta yo lo puedo demostrar. Vamos, hombre. Algo, aunque sea morir. Pero de pie ante las balas. Ya nada nos queda para perder, yo tenía y ya nada me queda. A mí ya no me torturan más, no me dejo humillar más. ¿Y usted?. Es ese fuego el necesario. Yo soy un inútil hombre de ciudad que nada de nada sabe.-¿Qué mierda de revolución quiere hacer?. ¿Quién le contó eso?. ¡Puta madre, no tiene plan, ni estrategia, ni hombres, ni armas!- me gritó furioso, como si tuviera cuarenta años menos. -Tampoco tengo vida. Ninguno de nosotros, somos una parodia de humanos, que pertenecen a una especie de grotesco ejército de resistencia de una mala novela centroamericana. Pero no porque no sirvamos, sino porque no hacemos nada. Y ahora no queda otra.-Me niego- dijo el hombre y calló. Me fui, dolido, a dormir. El cuerpo y la mente no me funcionaban. El viejo no representaba nada para mi decisión. La cosa, por error o por inconciencia, se había puesto distinta. Yo había cambiado. Acaso, estuviera dispuesto a descubrir todo. Quería saber. Quería destrozar todo. Romper con la perversidad de ese orden, de ese statu quo. O morir, por fin, y liberarme. Pero ¿Qué sentido tiene morir por una causa no cumplida?. ¿Quién rellenará ese vacío?. Pensar en los hombres de la revolución que han muerto debería provocarnos la pregunta "¿para qué? ¿qué simiente quedó?". Acaso nada cambió. Si todo sigue por los caminos de la perversión. ¿Qué necesitamos?. El cambio, la revolución -esa abstracción discursiva-, es el cambio grupal, un cambio total, en toda la cultura humana, en todas las mentes hacia el Bien. Por el hombre, que debe ser bueno. Hasta que la humanidad no logre el cambio, no sirve una porción. Hasta que el hombre no entienda que el Bien es humano y que debe ser humano, nada se modificará de esta mugre. Nada. Todo esto no lo sabía. Era utópico. Era del siglo muerto. No iba a lograr nada, sólo muerte. Nada más. El viejo, en su prédica, me cambiaba, inevitablemente. Era la Idea. El Hombre era ese hombre, seco de vida, pero vivo y con una razón salvaje, era el futuro. Ese hombre enjuto, seco de carnes, desgarbado, casi ridículo, a quien yo creía loco, era la vanguardia del futuro. Y yo estaba cansado. XLIII El grandote estaba solo, sentado frente al mate. Con cara de viking furioso, las arrugas como heridas, se ahondaban, se estremecían, era joven, vigoroso, más que joven. Años tenía en diez lustros, sin dudas. Era tierra y madera de este sitio comalesco, de este páramo ignoto. Era tierra, era este mismo suelo que pisamos. Inocente; no sabía de comodidades. Era trabajo, era tranquilidad. Era virgen, como esta tierra. Y poderoso, sin duda. Como el puma, que en su moverse es soberbio, como si pudiera tomar el control y no quisiera, y, sin embargo, no lo sabe. Horacio, ese hombre, que como todos los que habitaban esa cueva, no tenía pasado, o, al menos, yo no lo conocía, era una imagen, una metáfora de algo, no sé de qué. ¿Quién puede saber el significado de la metáfora que es un hombre?. Su furia era. Existía, estaba, tenía sustancia en sus fibras. Pero era triste, era una furia despacito. Como una impotencia, infinitamente más que un enojo. Era un dolor humano por no haber podido seguir viviendo su apacible y dura vida. Era un insulto al momento en que dejó de ser rebaño. Como la de la pensión, como el policía y como todos los muertos vivientes que estaban en este pueblito de mierda y en casi toda la región de este cuarto de mundo. Hubiera querido seguir su vida, su mujercita, sus hijitos, su chata, su campito arado, sus chanchos, sus gallinas, su dios y sus santos. Y su empirismo rural. Todo el futuro perdido. Ahora estaba ahí, chupando un mate oxidado y con poca yerba horrible, insultándome por, otra vez, haberle cambiado el rumbo. Por obligarlo pelear, cosa que haría voluntaria y corajudamente. Pero, carajo, ¿porqué?. -Mire- me dijo cuando pasé a su lado- perdone. Pero no sirve de nada. ¿Qué vamos a hacer?-No sé, pero así no podemos más.-Hace años que estamos así. Cerca de quince, creo. Y cada vez somos menos. Usted acaba de llegar. No sabe nada. Piensa que esto es una revolución, pero no tiene nada. No tiene ni idea de lo que es. No podemos hacer nada. Usted está jugando a la guerrilla y lo único que puede hacer es zafar y buscar lugares más adecuados, digamos.El hombre, fatalmente, tenía razón. No podíamos hacer mucho. Pero yo jugaba. Y era un juego inconsciente, purificado en el dolor, en la muerte del otro. Yo era un individuo, un ser sin recuerdos, desinformado, deformado (con la forma borrada, digo), transformado, es decir. Tal vez, en mi vida citadina, clasemediesca, habían estado latente siempre estas ansias. Como un perro que, subrepticiamente, muerde a su dueño. La naturaleza del escorpión, aquél del cuentito de la rana. Dionisíaco, nietzchiano. -Pero, ¿y hacer algo, entonces?-Sí, ¡subsistir, hombre!. Hace años que no sé qué es dormir. Para mí, eso es sólo un recuerdo. Años que no como. Que no me baño dignamente. Estoy harto, asqueado. Ya no sé qué logro con esta idea, que ni siquiera es mía, que no sé si quiero. Estoy agotado...-¿Qué tiene?-Ya nada. Cristina es mi hija. Es la única cosa que tenía viva, y ahora es mi recuerdo, uno más que se suma a mi propiedad única y válida. La memoria-

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El silencio cubría todo. No recuerdo si cayó una lágrima. Pero, de haber sido así, debe haber hecho un estruendo insoportable. -¿Cristina?... ¿su hija?. Lo lamento.- dije estúpidamente. -Ernesto, Ariadna, la chiquita. ¿Qué va a hacer?. ¿Qué vida tienen?. No lo saben, pero ya no vale la pena. Ariadna, casi niña, apareció hecha un asco con su panza de madre en nuestra vida fantasma. Todo fue horrible. La chiquita nació en el campo, bajo el agua de la lluvia, sobrevivió porque...-¿Porqué?-Porque no es natural. No es hija de hombre. Es hija de Ariadna y de un laboratorio. El del hospital. Aquel que hace lo que usted vio en el campo.(¿El sueño, el sueño?). -Ernesto, era uno de los cuerpos tirados, era una falla más. Lo demás... es falso. La chiquita, no. La chiquita es el error perfecto, porque es hija de mujer. No es pura.-Explíquese, hombre que nunca entendí y pensé que ya no había más que entender...-Mire, yo no sé mucho. Nadie de acá sabe. Cuando el doctor llegó, escapando, nos trajo lo del hospital. Él nos contó todo. La genética, la manipulación, la búsqueda. Toda esa desgracia. ¿Qué hacer con eso?-Algo, no le parece.-No.-¿Porqué no?.-Porque es pura ilusión, fantasía suya, la lucha. Es ridículo. Es estúpido.-¿Y todos esos chicos de la casa aquella donde los vi por primera vez?.-¿Qué chicos?XLIV Estaba agotado, no podía pensar. El hombre no siguió. Todo estaba desatado, no había unión en esta historia. Estaba en un plano paralelo de la realidad. No había lógica ni coherencia. Mi situación era única y personal. Los hombres, los jóvenes, las niñas, Ariadna, Ernesto, de pronto, sólo se esfumaban, desaparecían y lo más extraño de todo, yo no lo notaba. Era un sueño mío, tenía la lógica onírica. Esa donde las personas no tienen cara, aunque sabemos que son gente. Donde el lugar es uno y tiene la geografía de otro. Donde el hilo narrativo se esfuma. Lo único que lo une, la épica, la doy yo. Pero ¿qué motiva esta anécdota, este sueño vivo?. ¿Yo y mi circunstancia?. ¿Qué? ¿estoy loco?. ¿Perdí la capacidad de apreciar la realidad?. ¿O la realidad me supera en esta realidad que proso?. De pronto, me vi en el banco de la terminal, mi micro estaba por salir. Yo estaba allí sentado, despreocupado o, mejor, preocupado en mi cliente, a quien debí haber visitado mañana y, que, por recordar ese pueblo infantil, no fui a ver. Subí al micro y me senté entre la polvorienta gente, algunos estudiantes, oficinistas, viajantes como yo. Comenzaré a leer una revista. Un hombre de unos cuarenta y cinco años se sienta a mi lado y leía un libro. El micro arrancó y se fue. Me perdí de vista. Un chico, renguito, casi adolescente, pasa con un carro tirado por un caballo matungo, todo choto, por esa terminal. Lo acompañaba un muchacho de unos veinticinco o treinta años que reía en el pescante. Saludaban a los vecinos amablemente. A una mujer robusta, de rasgos alemanes o suecos pero alimentada criollamente, le dijeron algo que provocó la risa de todos, incluida ella. Detrás una camioneta rompía el silencio del polvo, cargada de chiquitos y jóvenes con guardapolvo. Era la mañana, temprano. Un viejito achacoso, seco en carnes, desayunaba un té en el restaurán del hotel. El campo se extendía, solitario, por todo el territorio nacional, como expectante. El sol quemaba. Comenzaba alguna época, alguna estación. El presente continuo de lo no venido, de lo perdido. Como siempre. Como siempre las fauces del cementerio acechaban, abusando de su función. XLV Luz. “Última noticia”. Foto fija de un patrullero con sombras adentro. Locutora: “Delincuente armado roba farmacia. Violento tiroteo. El ladrón cae abatido, se encuentra entre sus pertenencias diez pesos y drogas oncológicas. La empleada denuncia que el hombre les apuntó y saltó el mostrador y se dirigió al estante de dichas drogas. Gracias a la veloz y efectiva intervención policial, el delincuente no pudo robar más. Sin embargo, opuso resistencia, intentando huir por las calles porteñas, hasta que, finalmente, cayó bajo el fuego policial.” Baje su mirada. “Hombre devorador”. Locutor: “André Litumba, un senegalés de cincuenta años, se comió a su mujer.” Extensa nota, opiniones varias, información sobre antropofagia, cultura senegalesa –donde, aparentemente, se acostumbra esta práctica según el actor de la famosa telenovela quien viajó, el año pasado, de vacaciones -. La visión del actor del momento, coincide con la opinión de psicólogos, antropólogos, sociólogos, profesora de biología. Editorial: “El hambre humano”. Página 25. Economía. Pirulo: “Venta de tierras fiscales para explotación de soja en el Plan de Fomento para Inversión Extranjera”. Otra nota en el recuadro, misma sección. “Incorporación de maquinaria alemana en cadena de panaderías. Hará el trabajo de varios hombres en mucho menos tiempo, con calidad artesanal pero cumpliendo con las normas impuestas por el Ministerio de Seguridad e Higiene, las ISO 10001, e Iram 9006. aumento del pan felipe, miñón y caserito, su especialidad. Pastelería alemana.” Página 57, entre publicidades y solicitadas, columna derecha. Título: “Toma de colegio EGB y polimodal (secundario – media) en Claypole”. “Ayer,(...) según los alumnos y docentes, la mampostería golpeó a un alumno, cuyo nombre no trascendió, provocándole una contusión craneana en la cabeza (sic). A medida que el tiempo transcurrió, los cánticos y las agresiones de los violentos de siempre, provocó la intervención pacífica, en principio, de la policía. Pero, según fuentes policiales, algunos jóvenes infiltrados de organizaciones de derechos humanos, barriales y de partidos de izquierda, comenzaron a agredir a los efectivos, quienes se vieron obligados a reprimir a los violentos, por lo cual debieron ser atendidos cuatro alumnos de ocho, diez, trece y dieciséis años por golpes en la cabeza y el efecto de los gases. Pero el caso que reviste mayor gravedad entre los heridos e internados fue un efectivo policial a quien un piedrazo provocó que sea intervenido en el nosocomio zonal. Finalmente, la escuela permanece tomada por los docentes, padres, alumnos y vecinos, custodiada por los policías. En la noche de ayer, se esperaba que alguna autoridad ministerial se acercara a la escuela.”

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Placa roja, música estridente. “Última noticia”. “¡¡¡Los pequineses viven!!!”. “La operación fue un éxito”. Locutora: “la operación que tiene en vilo al mundo entero, fue un verdadero éxito. Los hermosos pequineses siameses de Pekín, cuya operación fue sustentada por una empresa de comidas rápidas (imágenes –de cadenas internacionales de noticias- de diversos locales de la empresa), están en perfectas condiciones, excepto por uno de ellos que tiene sordera de un oído pero que será solucionada por un audífono especial solventado por los responsables de la publicidad de este hecho. Los representantes del hospital y de la empresa, en conferencia de prensa, dijeron que, una vez solucionados los inconvenientes presentados en los adorables cachorritos, se comenzará a realizar la gira promocional de los perritos en concepto publicitario para dicha empresa. Ambos perritos tienen, ya, ocho meses.” Placa. “Último momento”. “Intendente de un distrito portuario del sur de la provincia, ex-astro del fútbol argentino e internacional, líder del partido de gobierno, anunció un plan de obras deportivas. El mismo propone ´deportes para todos, enmarcados en un plan de integración educativo-cultural para paliar la pobreza en que muchos vecinos se ven inmersos`. En los predios de antiguas fábricas abandonadas se construirán gimnasios y campos de deportes para que toda la sociedad pueda utilizar las instalaciones, en total, alrededor de cincuenta a lo largo del distrito. ´Nuestro propósito es dar felicidad a los chicos`, dijo en referencia a su iniciativa. Sin embargo, mientras se presentaba el gimnasio oficial, un grupo de asociaciones vecinales, activistas de movimientos de desocupados y de partidos de izquierda, realizaban un piquete en la avenida principal, provocando una terrible congestión de tránsito. La intervención policial fue inmediata y provocó algunos heridos leves. ´El derecho al libre tránsito es un derecho inalienable a todos los habitantes de la nación contemplado por la constitución nacional; el día que aprendamos que el derecho de uno comienza donde termina el del otro`, continuó el intendente, quien agregó, ´estos pocos irrespetuosos bárbaros y desestabilizadores sociales, agitadores de un pasado oscuro y triste que no buscan pacificar sino hacer resurgir el odio, pagarán por sus actos. Para cortar con la delincuencia, vamos a anteponer los derechos del hombre común, reforzando la cantidad de patrulleros en la calle, con luces incandescentes, con mayor cantidad de efectivos y con dos escopetas recortadas más por móvil. Además, tendremos la incorporación de efectivos de civil que recorran las calles para poder contener la violencia y la delincuencia, in situ” Sección cultural. Páginas 66-67. “Cultura y sociedad, ¿qué imagen damos?”. “Se editará en corto tiempo, el último libro del pensador argentino más representativo de los últimos tiempos, ex ministro de cultura. ´Los argentinos, hermosamente peor. Manual de superación y adaptación a las ideas generales`, tal el polémico título del autor de ´Argentinidades crueles` y ´Poemario I y II`. El libro, según el propio autor, se centra en ´cómo renunciar a las necesidades personales frente a la realidad inmodificable`. Aplausos varios del mundo de las letras y las artes. El poltitólogo y ministro de cultura dijo que ´ayuda a comprender nuestra realidad y muchos de nuestros males nacionales. El vice-canciller, en la presentación oficial, dijo que el libro ´da luz a las dificultades que aquejan nuestro país y permite comenzar a pensar en la necesidad de mejorar algunos aspectos de nuestra querida patria`. También opinó el escritor y editor responsable de la edición latinoamericana, quien afirmó ´revive el arte literario verdadero, el profundo arte progresista y de reflexión que debe tener toda obra poética, casi como ésta; hace muchos años que no editamos a un hombre tan lúcido y poético como éste`. Una docente, maestra de octavo y noveno de una escuela ESB provincial, afirmó ´yo lo daré en mis clases de lengua y sociales`. Sin embargo, debemos remarcar el triste episodio sufrido por este egregio pensador nacional en su llegada al país desde Houston, donde reside desde hace dos décadas, luego de ser funcionario de gobierno. Al llegar, en el aeropuerto internacional, fue atacado por dos criminales menores, de 13 y 16 años, quienes robaron su equipaje y documentos. La rápida intervención policial, permitió ubicarlos en una villa miseria adyacente, pudiendo recuperar lo robado y apresando a los delincuentes. El ministro de seguridad, frente a los acontecimientos, dijo que los jóvenes declararon no conocer al filósofo y poeta autor de ´Buenos Aires, mi amada patria`. ´Esto es una manifestación de cómo está la educación y del valor que le damos a la cultura en nuestro país. No podemos dar esta imagen en el exterior si queremos ser una nación de primer mundo, inmersa en la realidad global. No puede ser que un hombre del prestigio internacional que tiene nuestro filósofo nacional, al llegar de su viaje a su patria, se vea inmerso en ésta, la peor cara de nuestro país`. ´Me da vergüenza mi país; debería haber más control y castigo al mal en este país`. Este representante de varias ONG´s que respaldan el hambre en África (sic), furioso, agregó ´es, creo, una lógica razonable: ´Crimen y castigo´ lean esa novela y entenderán´, fue lo único que dijo sobre el episodio sufrido el pensador quien parte nuevamente en dos días a continuar trabajando en sus clases y en la segunda parte de su libro que, en adelanto exclusivo, sabemos que tratará sobre los movimientos sociales y artísticos del conurbano bonaerense en la actualidad.” “Último momento”. “En la escuela tomada, resisten a piedrazos.” “Imágenes, ¡¡ya!!”. Placa negra. Punto brillante sobre negro. Última página, chistes. Reflexión, deglución, náusea. XLVI Siguieron las discusiones sobre la utilidad o la inutilidad de mis actos. Como siempre, sobre algunas cosas nos deteníamos en el análisis infructuoso, pobre. No hacíamos. Pertenecemos a esta tierra y es inevitable. El tiempo era más abstracto que de costumbre, pero había cosas para comer, para hacer cotidianamente. Una tarde -según el noticiero- Ariadna jugaba con la chiquita. Eran eternas. Inexplicables. ¿Quién puede explicar las situaciones irracionales?. Madre-niña e hija jugando perdidas en este desagradable lugar. Maravilla indescriptible de los sentidos. Cuando la nena se durmió Ariadna se sentó a mi lado. Más allá de algunos encuentros, fogonazos de ternura y limpieza espiritual, nada especial ataba nuestras vidas, como si negáramos alguna posiblidad de amor. Por dentro, me quemaba irremediablemente. De un tiempo a esta parte, estaba, hosca, irritable, peleaba con esa mueca que tienen las mujeres cuando algo les molesta y no saben qué es o cómo decirlo. -Estoy harta- dijo bajito, con voz de nena, dulce, enojosa- eso que hiciste fue estúpido. Pero no más estúpido que estar muriendo acá, a pasos gigantes. Muriendo sin razón, teniendo todo para morir de alguna manera, por alguna causa. Quiero salir, quiero escapar. Quiero darle algo para enorgullecerse. No tiene sentido seguir así. Ya hablé con Ernesto. También quiere hacer algo. Aunque sea morir. No tenemos nada para vivir. ¿Qué me importa mi vida así?.-¿Y la nena?-¿Qué vida le voy a dar acá, encerradas como lauchas?- y su mano delgada, punzante, bella hizo correr el aire espeso de la cueva- Si muriera y ella viviera, si sobreviviera, tendrá otra vida. Por mi recuerdo, por su odio, por mi ausencia, por su olvido, voy a ser su reacción... pero así... así, nada.Era terrible. No supe qué decir. Pero organizamos una salida. Ernesto sabía que había un cajoncito con un revólver, un rifle y una ametralladora rusa. Lo demás, lo tenía el grandote en algún lado que no conocían. En ese cajoncito había algunas balas. No muchas. Yo sabía nada de armas. La primera que tuve en mis manos fue aquella con la que maté a un hombre, aquel triste día en que murieron Cristina y Raúl. Ernesto, ese claro niño, ese alegre espíritu abandonado, es rígido muchacho, casi humano, serio en sus decisiones, valeroso en sus acciones, rengo de cuerpo, pero de alma entera y fuerte.

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Pequeño héroe de la nada, valiente niño-bebé, silencioso, dócil, aprendiz de todo, ejemplo de crianza en la tristeza y el dolor. Ese pequeño valiente encontraba en mí (que soy nada, pero realmente nada), un lugar donde satisfacer sus ansias. Se equivocaba al punto de ser él quien me demostraría lo que íbamos a hacer. Yo quería esperar. Pero Ariadna y Ernesto me negaron un segundo. Saldríamos mañana, cuando nadie se diera cuenta. XLVII Cuando el grandote se durmió y el viejo se encerró en su rincón, todo era silencio. Ernesto pasó cargado con una bolsa con las armas y me dio otra con comida. -Vamos a la camioneta. Ariadna ya viene.Lo seguí sin pensar demasiado. Sabía que me equivocaba. Pero lo seguí. Empujamos la camioneta para salir sin ruido. La vieja camioneta robada era el cartel luminoso de nuestra perdición. No teníamos opción porque cerraba el paso de la otra. La noche era cerrada, oscura. Yo estaba débil y agitado por el esfuerzo, que ya era grande. Ernesto iba y venía, acomodaba las cosas, cargaba las armas. Estábamos nerviosos. Cuando Ariadna llegó, cargada con una pesada mochila de mantas atadas a su espalda, subimos y salimos. Manejaba Ernesto. Fue indescriptible la sorpresa de ver que esas mantas envolvían a la nena. -¿Qué hacés?- le dije con cierta violencia, provocada por mi miedo- ¿Estás loca?.-¿Qué carajo querés? ¿que la deje con esos viejos chotos que no sirven para nada?. Que muera conmigo... si alguna vez tiene que morir.La nena, tierna y ajena, dormía arropada entre las mantas. Era una locura. Quise parar, quise volver. Hacerles entender que todo era idiota, que no podíamos arriesgarnos así. Que con la chiquita, menos. Fue inútil. Querían escapar. Querían vivir, porque el placer de morir les pudiera dar la vida. -Sólo vamos a escapar. No vamos a enfrentarnos con nadie. Vamos a salvarnos. Después vemos lo demás.me dijo con la soberbia y seguridad del que sabe, Ernesto, mientras apretaba las maderas que estiraban los pedales que sus piernas no alcanzaban naturalmente. En silencio, a oscuras, el camino se moría ya tras nuestro. -Ponéla abajo- le dijo Ernesto a Ariadna. La nena, chiquita, muy chiquita, quedó en el piso de la camioneta bajo las piernas de su madre. Un auto venía atrás. La tensión crecía y Ernesto bajaba la velocidad. -Agarrá la Kala-Tomá- me dijo Ariadna, mientras me daba una escopeta cortita y pesada. -¿Qué hago?- dije. -Esperá. Cuando yo tire, tirá para el mismo lado.- me acarició Ariadna. Ernesto sonreía, alegre. Me daban la sensación de estar jugando. Como lo chicos cuando hacen “pim, pum” y caen muertos para levantarse inmediatamente. Así. Las venas eran puro ardor e inflamación. El frío metal me estremecía entre la manos. Temblaba como expectante. El auto era el del policía patético que me había llevado a Abaddón. Se puso al lado nuestro y miró con cara de furia. Antes del primer gesto del tipo, el tableteo desordenado y seco de la ametralladora en las manos de la morochita, deformó la noche. Sin preguntar, sacó medio cuerpo afuera de la camioneta y disparó cuidadosamente sobre el tipo. -¡Acelerá!- gritó desde afuera. La nena ni se movió. Unos taponcitos de algodón tapaban maternalmente sus oídos. La camioneta rugió y el otro auto se fue al costado de la ruta. -¡A la mierda!. ¡Dale Ernesto!...Con la frialdad de un soldado o de alguien que tiene todo por ganar, serios, seguimos camino. Ya no tenía nada para decir. Sólo sabía que la escopeta en mis manos no sería muy útil. Tuve miedo de hacer mal mi papel. Esos dos, como todos hasta ahora, tenían claro algo. Yo, sólo mis sueños. En la hora definitiva, me encontré temblando. Estoicos y silenciosos, seguían camino por la ruta. Yo iba entre ellos, ocupando espacio. Era más débil y peligrosos para el escape que la nena. Creo que ellos también lo sabían. En el momento de la verdad, me acobardé horrorosamente. Lo de antes fue impulso; ahora, miedo. Era un exponente típico de la mediocridad. Seguimos camino durante veinte minutos. Nada. Pasamos por las ruinas quemadas de la estación de servicios y a unos quilómetros, Ernesto dobló en otra ruta. Sabía, aparentemente, lo que hacía. Unas luces se veían a lo lejos. El rengo paró y Ariadna se fue a la caja de la camioneta. Empuñando su ametralladora con firmeza. -Con cuidado- me dijo mientras me corría a su lugar sobre su hija- Es lo único que realmente tenemos.- y me besó en los labios, tiernamente. La camioneta arrancó. -Ernesto- le dije, ya solos- ¿estás seguro?.-Tanto como vos o ellaEl chico era un sabio ahora. Era magnífico, enorme. Me sentí protegido por ese muchachito. Y por esa chica que me custodiaban como guerreros. Mi ego se escurría y crecía mi necesidad de valor. Teníamos que pasar por el pueblo para poder salir. No había otro camino que conocieran. Dos autos nos salieron al cruce. Era de esperarse, por eso Ariadna estaba arriba de la cabina. Aunque lo esperábamos más adelante. Sonaron unos tiros y, desde arriba, cruzó una ráfaga de derecha a izquierda sobre nuestras cabezas contra los autos en el camino. Ernesto maniobró como pudo. Al pasar me asomé y tiré. Los tipos, de casualidad, no acertaron a darnos. Pero las llantas derechas explotaron sonoramente. Ariadna seguía escupiendo fuego desde arriba. Pasamos. Por el espejo la vi sentada metiendo balas en el cargador. Seguía hermosa, cada vez más deliciosa. Otra vez tiró. Otra vez el tableteo. De la izquierda vino del mismo infierno un auto que nos pegó y nos hizo tambalear. Ariadna cayó en el pavimento. En ese instante, la imagen de nosotros salió de foco, absolutamente. En el suelo, ella trataba de pararse. Del auto salieron dos tipos de idéntica vestimenta pseudo-policial, con bigote y los lentes ray-ban. Uno más, a quien reconocí como Abaddón. Corrí a agarrar a Ariadna. Majestuosamente, con ese gesto genial y soberbio del mal, Abaddón se arrancó la camisa. Era un ser mítico, cuyos actos guardaban grandeza, cierta magnificencia. De su pecho refulgía una cruz y de su cinto, cruzados como un Pancho Villa del mal, dos pistolones relucientes. Caminando lentamente hacia adelante ante las balas, disparaba sin miramientos ni temor, escupiendo fuego y gritos. Era la destrucción y lo sabía. Ernesto tiraba con cierta certeza y las balas centelleaban entre los tipos.

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Abaddón me había visto y me tiraba sin dudar. Como pude, agarré a Ariadna, que ya se acercaba, y corrimos a la camioneta. -¿La nena?- me dijo entre los zumbidos. No respondí. Nos escondimos atrás de la chata y ella sacó a la nena. La ató fuerte y se la colgó como una madre aymará. Seguían siendo perfectas. Ernestito, ágil y despierto, oculto tras las ruedas, le alcanzó la ametralladora. A las espaldas de su madre, la nena miraba el camino. Nosotros (ahora, yo también) tirábamos sin pensar. De pronto, los dos tipos que acompañaban a Abaddón, cayeron. El enorme ángel de muerte se escondió, se escabulló. Una camioneta detrás suyo apareció a sangre y fuego. Eran el viejo y el grandote. Me senté a temblar en silencio. -SubanAriadna con la nena subió adelante. La ametralladora pasó a manos de Horacio y ella se quedó con su única arma, su hija. El viejo empuñaba un pistolón que me recordó a los arcabuces de los cuentos de piratas (supongo que se llamarían así o que esas armas tendrían forma de pistola). Con eso tiraban. Ernesto recogió las armas de los muertos y los tres hombres subimos atrás. -El viejo sabe. Vamos.- dijo Horacio. La noche era negra. Realmente. Una tormenta se aproximaba. Los rayos cortaban el cielo y, entre las nubes, como el padre de Hamlet, unos ojos almendrados, rojos, me miraban. “¡Ahora, sólo la Verdad vivirá!. Su camino será extenso, ríspido, fogoso, sangriento. Los extremos se unirán en fuego e ignominia. La noche se cernirá sobre todos. Yo aquí estaré. El camino del tiempo es eterno, es extenso su tránsito. Y aquí estaré. Podrán hacerlo. Pero siempre estaré. Detrás de ustedes. ¡Temed!.” La lluvia comenzaba caer y seguíamos camino. Alguien preguntó “¿qué hacemos ahora?”. No sé quién. Sólo fue una pregunta que surgió de todas las voluntades. Nadie dijo algo. Pero en el silencio de furia, de entumecido dolor, se escuchaba: “liberarnos o morir”. Acaso me pareció anticuado. Acaso me produjo el escozor que suele producir cualquier eslogan, cualquier frase hecha. Acaso me sentí idiota en ese lugar y en ese mundo repitiendo frases de otros mundos, de otros tiempos. Acaso “victoria siempre”, “patria o muerte”, “revolución”, sean, hoy, palabras, ideas, frases muertas. Acaso parezcan eslóganes de alguna marca, de alguna empresa o las tan trilladas voces de estudiantes o políticos infectados por el mal de la ambición, simples escaleras de ascenso al poder, al dinero y sólo eso. Acaso quienes desean la paz, la diversidad, la tolerancia, la libertad y el pan de todo el mundo, deban buscar otras palabras o, tal vez, sólo buscar el silencio. Acaso el tableteo de la ametralladora de los desahuciados, o sólo necesitemos el silencio de la sangre. ¿Acaso alguien podría dar la salida de este mundo oscuro, de este pueblo sangriento? ¿Acaso el ruido de la metralla tiene alguien a quien matar?. Acaso hoy, el dolor inmenso de la miseria tenga eco en la moral de los hombres. Acaso la pobreza económica, el urgente hambre no se solucione en el dinero. Acaso el dinero sólo deba ser lo último. Acaso el hombre tenga, ya no en sus manos, sino en su alma, en su conducta, en su moral nueva, la probable solución. Acaso el hombre nuevo deba surgir desde otro lado, no desde el fuego aprensible de las balas. Acaso el fuego sólo sirva para calentar la olla de los pobres. Acaso la mejor resistencia sea el silencio, la palabra oculta, una forma radial de la propulsión de la fuerza incontenible de la inteligencia. Acaso los rostros ya no sean necesarios, sino en la multiplicidad, en la diversidad. Acaso Korda haya cometido el peor de los pecados, la estampita. Acaso la voz silenciosa, en grito furioso, sea la que haga derramar la sangre de los que han omitido, de los que han callado con palabras, de los que han bajado la azada, de los que son culpables de no haber hecho. Acaso la sangre no oponga resistencia y marque el camino de la purificación. Acaso, acaso, ocaso... Acaso debía bajarme de aquella camioneta y pararme ante las balas a provocar el estallido fatal de mis ansias agotadas. Acaso nada sirva realmente. Acaso deba unirme a las huestes despiadadas y acabar con todos los seres bondadosos, con todos los oprimidos, con los débiles. Acaso la verdadera revolución sea aquella que deje solos a los tiranos, a los opresores, a los despreocupados, a los hombres y mujeres que no sienten el dolor, que no alzan las banderas de la libertad, a los necios que no tiene otro horizonte que hacer más caro su ataúd. Acaso sea necesario que los dignos se suiciden. Acaso sea la revolución, esa inmolación de los que creen en el hombre, de los que desean el bien común, de los solidarios. Acaso esas muertes sean las que deban conducir a este tumor infeccioso que es, tal vez, el mundo. Tal vez seamos nosotros, y no ellos, los que debamos irnos, desaparecer, como todos aquellos que desaparecieron, que ya no están y que se aparecen indefensos bajo el nombre irreal de una marca, entre el precio y la etiqueta. Los que honran la libertad, los que desean la igualdad, la justicia, la libertad, la diversidad, los que pelean, discuten, los que impregnan de sudor y alcohol el papel moneda, los que destrozan el interés y odian los mercados y el marketing, los que odian el mundo de esclavos felices, los que equivocan el deseo, los que se equivocan, los que lloran la muerte, los que destruyen la mediocridad... ¿deberían extinguirse?. Como los bárbaros, como los indos, como los aztecas, como los templarios, como los griegos, los franceses, los incas, los muertos. Acaso sea más digno renacer en perro, chiquito y peludo, boludo –pobre perro-, que en niño-esclavo hambreado. Acaso sea inútil decir, acaso sea inútil desear liberar al que no desea la libertad. Algunos, naturalmente, gustan de ser esclavos. XLVIII Cerdos comiendo. Eso eran los hombres y mujeres que almorzaban en la pensión de la eslava donde bajamos a buscar algo. Verdaderamente, en la indecisión, estábamos desesperados. Éramos unos peregrinos santiagueños, unos penitentes andrajosos. Pero el viejo, con la chiquita en brazos, era otro. No era el triste ser jugando a la escondida con la muerte. Era digno, alto, luminoso. Entró y habló. Los demás éramos un ejército patético. “Todos me conocen”, dijo. Las caras eran de terror y afirmación. “Todos saben”, las cabezas rebotaban en los pechos. Antiguas palabras se repetían en ese ambiente blanco y claro. Las mismas de los estadunidenses, los franceses, los rusos, los argentinos de mayo, los cubanos, algún africano, los chinos, las mismas de los pueblos del mundo que las desean. Cuatro o cinco palabras, no más, serían suficientes. Abolirían constituciones, códigos y leyes. Cuatro o cinco palabras de título, de texto, de paratexto servirían para lograr la paz y el bien global. Esas cuatro o cinco palabras, ideas, puñales, dejaba flotar en el aire ese orador magnífico, ese hombre con su ojo siniestro agobiado y desviado. Ese protugués pacífico y eterno, de ideas viejas, desaparecidas, humanas, demasiado humanas. ¿Es necesario decir esas palabras?. Quien no las sepa, no lea. Algunos asentían y, por lo bajo, se escuchaba un “¡vamos!”. Pero nadie movió su pesado cuero inmaterial de las sillas. Nadie alzó sus manos, un palo, un cuchillo para salir a buscar justicia. Un auto llegó, todos corrieron, salieron huyendo de las balas que ingresaban como debían salir ellos, unidos con violencia. Abaddón y una docena de hombres tiraron. El grandote, ese magnífico tipo, cayó deshecho en carne, esgrimiendo entre sus labios un dolorido grito de silencio. Nadie, sólo Ariadna, se agachó a despedirlo. Y fue ella,

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mientras Ernesto y yo tratábamos de defendernos, la que agarró a la nena corrió escapando de pasillos y muerte. “Por atrás”, nos gritaba. El viejo la siguió. Nosotros dos, entre zumbidos, disparábamos. Yo, cobarde, quería ganar la misma salida. El grandote era puro hombre muerto, pero algo de felicidad había en su cara, pero algo de certeza de que siempre había sido un hombre cabal. De su espalda, un ungüento negro y espeso regaba la conciencia de sus vecinos. Ernesto era pura furia. Pura tripa. Gritaba y, despreocupado, corría de un lado a otro, tirando como si cada bala de su arma, de la del grandote, de cualquiera a mano, pudiera vengar su injusta vida, su semi-vida, sus muertes, su insatisfacción, su leyenda. Como si su cuerpito deficitario pudiera mostrar la perfección de algunos hombres. “Andáte”, me dijo. Florido cayó; vi su cuerpo perforado por muchas balas antes de caer, como Roland (una leyenda dijo después que de sus heridas no salió sangre, pero es mentira). Cayó como un campo de flores bajo la maquinaria agrícola, bajo un arado. Era nene puro, hombre puro. Pura tierra sufrida, era cúmulo de dolores, era un charco de sangre. Ya nadie tiraba desde afuera. Yo estaba saliendo. Y el chico, ya muerto seguía tirando. Nadie creería lo que ese pibe muerto disparaba. Más que antes, mejor y por mucho tiempo. Supongo que habrá matado a varios. Sobre sus piernas, disparaba armas sin balas ya. Sobre unas piernas de roble, el niño en muerte, regalaba una vida magnífica a mis ojos de futuro, escondidos, huidizos. Lloré; él, creo, reía. Entre sangre, había un cuerpo. Un cuerpo-metáfora de hijo-patria. Un cuerpo de sangre con forma de multitud, con sueños de mañana, con excelencia de acción, de búsqueda, un sucio cuerpo sin manchas, de pulcritud neo-moral, de inocencia infinita. ¿De qué sirvió su muerte?. De marco para la ventana de la esperanza.

XLIX “Cuando un hombre muere es culpable toda la humanidad.” Abelardo Castillo, “El otro Judas” “El que contribuye a salvar la vida de un ser humano, es como si hubiera salvado a todo el género humano. El que elimina una vida es como si hubiera asesinado a un mundo entero.” Masejet Sanedrim, 4:5 Por la puerta de atrás huíamos el viejo, Ariadna (lejana con su hija) y yo, último. Por supuesto, las balas comenzaron a llover. Vi caer a Ariadna. El viejo, extraña confusión del tiempo, agarró a la nena de un brazo y abrazó, cargándola, a su madre. Corrió a desaparecer entre las casas vacías. Nunca más lo volvería a ver. Pesaría mucho o algo. El viejo habrá pensado que ya estaba muerta. Que sólo lo atrasaría. No sé; su cuerpo de dama anémica estaba muerto en tierra. Y allá estaba tirada. Muerta sin más. La juventud fecunda de la esperanza. La madre tierra en esta época de tecnología genética. El poder materno, acuciado por las balas del metal. Atravesado por el impropio futuro. Estaba solo. Como siempre, como al inicio, como en el principio. Traté de acumular la atención de arrastrar a los marcadores, de llevarme la marca. Fui hacia el otro lado, hacia el lugar opuesto al que vi correr al viejo y a la nena. Con las armas que agarré, disparé. Tiré a cualquier lado, para que me escucharan, que me vieran. Pero, era inconsciente. Un acto reflejo. Instinto. La razón me estremecía, me doblaba, me destituía del ser humano. No podía entender toda la situación, estaba desconcertado. En un momento, era yo. El de antes del viaje, el que había caído, no sé por qué razón, en ese pueblito olvidado. Volvía a ser nuevamente, el tipo sin historia, o, mejor, con la misma historia de todos los comunes. Mis pasos volvían a ser sordos en el gris del asfalto; a obviar el sol, encerrado en las inmundas cárceles de casas y edificios. Volvía a todo lo que yo había sido y vivido. Y acaso no debí salir nunca. Acaso me siguieran y no lo notara. Acaso me dispararan y, tal vez, estuviera muerto. Acaso los habría matado. Pero mi mente estaba en una nebulosa. En un limbo pegajoso y cálido, muy lejano y muy cercano al dantesco. Doblé en la esquina. El suelo de la vereda, ayer lonja de piedra, era cuero viscoso, pura víbora verde. Y una lengua viperina, era bicéfala, con horribles bocas humanas, que no conocía pero sabía perfectamente quiénes eran. La rosada y áspera lengua se alzaba por sobre mí unos cuantos metros. Y las cabezas se acercaban a mí, con sonriente expresión como manos mecánicas, movilizadas ágilmente por cuellos-viperinos. -¿Cómo estás tanto tiempo, amor mío?-Bien- dije mansamente. Me encontraba como sedado, como definitivamente aliviado. Sentí la imperante necesidad de un abrazo. -¿Cómo llegaste a esto? ¿Qué estás haciendo acá?- dijo la otra. -No sé. Sencillamente, todavía no sé. Creí saberlo pero toda certeza se esfumó en el aire.-¿Qué querrías hacer?¿Volver al hogar?-No. Bueno, no sé. Creo que necesito volver a encerrarme en el cálido mundo nocturno para volver a salir limpio y coronado, volver a volver. Pero no creo que algo de todo se pueda cambiar para volver a empezar desde el momento cero. No creo que nada vuelva a ser distinto.-La imprevisión del comienzo es el riesgo que se tiene cuando se regresa; sin él no tendría sentido. Pero también es la tranquilidad del devenir impostergable. Tamizado todo por unos tragos de agua del Lete. El olvido es lo más favorable que le suele suceder a los que comienzan como a vos se te está ofreciendo. Nosotros somos tu garantía.- la última idea la corearon ambos, como en sinfonía. -Pero aún no olvido. Y sé quiénes somos y qué nos ha pasado. Ojalá pudiera fiarme de su garantía. Peor no les tengo fe, por eso sufro.-Pero... ¡somos nosotros, por Dios!-Justamente- mi voz se dejó sacar con mucho de tristeza. -Creo que poco hemos hecho bien-Pero vos siempre dijiste que era lo más humano brindar una segunda oportunidad- ambas cabezas revoloteaban en el aire, jugando entre ellas con caras de ternura y furia. -Siempre que, quien la reciba, sepa curar sus errores. No creo que, volviendo a empezar, rociados de olvido, puedan remediar los errores.-¡Hombre de poca fe!- rugió con agria y grave voz. -¡Por ustedes!-

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-¡Me cago en la leche! ¡Siempre igual! ¿No podrías ser un tipo normal, sin tanto prurito ni tanta moral?. ¡No podrías desear un poco de comodidad y el confort de la tranquilidad y que se jodan los demás!... ¡puta!, como eras antes.-Probablemente, ése sea el problema-Entonces, no queda otra opciónLas dos caras mudaron sus rostros. La una dio una mueca de odio y giró sus facciones hasta desaparecer en el suelo, me dejó ver su nuca y nada más. La otra, más compasiva acaso, escurrió una lágrima (que, no sé porqué, supuse sincera) y dijo: -Podría haber sido de otra manera. Pero...- y sólo desapareció. Seguía mirándome. El lugar se pobló de bruma, pero a mi alrededor todo estaba limpio, como en la parábola profana, algo herética, que contaba un hombre portugués. Los amores de mi sangre, me abrazaron cálidamente. Con líquidos brazos me cubrieron el pecho abierto en ventanita luminosa. En mi estómago, en mi cuello, en mis brazos, en mi cabeza, sentí el estrépito de las manos, de los ardientes focos, de los plomizos besos. Y, eran ellas, esas caras que soñé, que cuidé y que disfruté quienes me llevaban, quienes me abrazaban. Creo que sonreí en un estertor de alegría. Pero lloré y grité. Caí, floté, me esfumé. Rociado en sangre, en humor vítreo. Me hice gránulo de tierra, de arena, de sal. Fui pasto, flor, vaca, hombre, mierda, tierra, pasto, agua, nube, cielo, gota, tierra, pasto, vaca, hombre, lágrima, piel, saliva, beso, sexo, jugo, útero, nene, nena. Fui, como todos, eterno. Pero, antes, en un ápice de lucidez, sentí en mi ropa escurrirme, cálido y viscoso jugo de mi savia, en las yemas de mis dedos, de mi sangre y de la tierra de ese pueblo. Y, claro, el sutil aroma, hermoso, de la pólvora y el fuego. L (Salón luminoso. Como un despacho o sala de reuniones. Biblioteca con cientos de tomos iguales -lomo negro, con franja bordó y letras doradas- a las espaldas de “Dr. 1”, quien está sentado en un sillón de cuero negro con respaldo enorme. Escritorio grande, amplio, con tapete verde poblado de portalápices dorados, retratos familiares, una computadora portátil oscura, otra computadora de escritorio, cenicero de habanos, teléfono fijo y celulares; todo prolija y hermosamente ordenado. Muy costoso. Entra un hermoso reflejo solar que, filtrado por los vidrios matizados, tiñe todo de un sepia claro, muy agradable. La escena tiene un color irreal, amarronado. Por la misma ventana se ve, a lo lejos, la costa del río. Paisaje ciudadano visto desde la altura. “Dr. 2” sentado frente a “Dr. 1”, ambos con traje italiano de mucho valor, negros, camisa blanca, relojes de oro enormes y gemelos. “Dr. 1”, con corbata de seda rayada, fulgurante, amarilla y azul. “Dr. 2”, sin corbata. Atardece.) Dr.1- (con voz cansada, aflojándose la corbata) Che, ¿qué nos queda?.Dr. 2- (agarrando una carpeta naranja de cartón con grandes letras en la tapa ) Esto. Es raro. Un viejo y una nenita que llegaron a la terminal hace unos diez días. Sin nombre, sin documentos, sin procedencia, no se conoce parentesco, ni nada. La chiquita no habla; calculan dos o tres años. El viejo, más de ochenta, culto, pero desvariando. Tiene formación política y habla de revolución en un pueblito dominado por un diputado (lee el expediente), dice, además: “hay un laboratorio donde se realizan horribles experiencias genéticas, muchos muertos, muchos niños... hagamos algo... “ y sigue así. ¡Qué sé yo!. Che, es muy raro. ( tira la carpeta sobre el escritorio con gran ruido). Para mí son pelotudeces de un viejo que come poco.Dr. 1- ¿Será el abuelo de la pibita o algo así?. (Vuelve a encender el puro). Dr. 2- No se sabe, pero nadie reclamó en ningún lado. Indigentes, seguro. Pero el viejo es raro, culto, bien hablado. Parece sólido, pero es un vuelo lo que dice. Aunque se ubica en tiempo y lugar, es impreciso en todo lo demás.Dr. 1- ¿Dónde están?Dr. 2- En el hospital. (Mira su reloj) ¿Qué hacemos?. Dale que vienen mis suegros a comer, tengo que arreglar un asunto del campo con ellos.Dr. 1- Mirá, liquidemos. Mandá al viejo al geriátrico del norte o al loquero, decidí. (Piensa un instante, mientras el otro anota). Mejor... al loquero. Directamente. Che, ¿es zurdo?Dr. 2- Sí.Dr. 1- Al loquero, entonces. Nadie da bola, ahí.Dr.2- ¿Y la piba?Dr. 1- ¿La querés?Dr.2- No, ya viene el primero y es un quilombo.Dr. 1- Mandála en adopción, entonces. ¿Cuánto tiene?Dr.2- Dos o tres, no habla.Dr. 1- No hay problema, entoncesDr. 2-Listo ¿nos vamos?. Placa. “Macabro hallazgo”. “Un hombre de mediana edad fue encontrado esta madrugada en un descampado, acribillado y con un avanzado proceso de descomposición . Se teme el accionar de una secta, ya que en sus brazos y pecho se encontraron cruces y frases con referencias religiosas. Las más significativas, el dibujo, realizado con un cuchillo o algo similar, de un ser alado, y la palabra ´Abaddón`, una cruz de cinco puntas invertida, una serpiente y un triple seis. Las autoridades investigan el caso. El hombre, cuya identidad se desconoce, tiene seis orificios de bala.” Placa roja, locutora sonriente: “los pequineses de la casa de comidas rápidas, ya célebres símbolo de la ciencia moderna, llegan mañana en un vuelo especial. Recorrerán gran cantidad de ciudades de nuestro país mostrando su ternura y dejando su hermoso mensaje de amor y esperanza.” Placa de canal. Música. Imágenes aéreas de la ciudad. Locutor: “la ciudad es un caos. Marchas y piquetes cortan calles. Sin embargo, todo esto no importa cuando el pronóstico nos anuncia un hermoso clima para el fin de semana largo.” Y, ahí, todos -pero todos, todos- dejamos de escuchar. Fin.

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