ENTRE EL CHUJCHA Y EL TEUKO - HARRO GALLI -

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Sin pensar, había llegado a ese pueblo. Bajé del tren con mi valija de cuero y la sensación de que un perro negro me seguía. Me senté en un banco de la estación y seguía sin pensar. Después de varias horas de no pensar y de mirar siluetas lejanas y oscuras, ahí sentado, me quedé dormido. Me desperté con un pie amortiguado. A mi lado gruñía un perro negro. Se apiadó de verme tan desubicado. Moviendo la cola, dio a entender que lo siguiera. Seguí al perro, con un nuevo brote de vida. Al caminar nos cruzamos con las miradas de los parroquianos vestidos de negro. El viento me dio en la cara. Un remolino atrapó al perro y se lo llevó, vaya uno a saber dónde. Mis pasos seguían avanzando por las calles del pueblo pintado de negro, con gente vestida de negro y calles llenas de barro.


Al doblar la esquina, di de frente con una muchedumbre negra, salpicada de un barro rojo. No supe qué hacer, si seguir adelante o volver atrás. Todos llevaban pancartas en alto. Pero mirándolas bien, reconocí que no eran lo que yo creía; eran máscaras muy coloridas que hasta parecían soltar un sonido extraño. Me di cuenta de que la gente, vestida de negro, caminaba con mucha energía, pero sus rostros eran de un blanco casi transparente. Las máscaras tomaban vida, y se reían de mí, mirándome como único testigo. Al fin, fueron bajando de lo alto y cubrieron los rostros de cada uno de los manifestantes. El genio se echó a bailar al ritmo de un tambor. Entró en una pinturería para sacar tarros de todos los colores, con los que pintaron el pueblo. Después, cambiaron sus trajes negros por ropa muy alegre. Yo miraba todo esto, impávido, sin poder despertar. Fue el perro negro el que me despertó con un pie amortiguado. Estaba rodeado por gente en carnaval. Entre dos me agarraron. Me sentaron en el mástil de la plaza y allí fui juzgado y condenado al linchamiento. Construyeron una estatua de tamaño natural, con una imagen que reconocí, era yo. Por aprobación de todo el pueblo, fui nombrado oficialmente “Santo de su devoción”. Mi único consuelo fue que ese pueblo, con las máscaras puestas, parecía feliz.


Poroto era un viejo indio que ayudaba en mi casa a traer agua del canal. Jugaba con nosotros como un niño. A las bolitas, a la pelota, a los autitos. Y nos contaba increíbles historias de cuando era chico y todavía eran dueños de la tierra y vivían en armonía con la naturaleza. Después llegaron los colonos y con agrimensores del gobierno la encuadraron y en actos llenos de pompa patria entregaron los títulos de propiedad. Así fue como Poroto vio sus lugares sagrados derrumbados sin compasión. Su pueblo, después de varios años de lucha, había perdido la voz, y en el alcohol encontró un sedante. Sus ojos habían perdido brillo, como también las manos el derecho a pintar sus cuerpos para danzar bajo la luna hasta el amanecer.


Poroto era el nombre que le pusieron los niños que él cuidaba y que veía crecer. Pero ¿cuál era su verdadero nombre? No sé si lo recordaba. También cambio su destino de tigre por el manso indio viejo que ayudaba a traer agua y a cuidar a los hijos de los mismos colonos que encontraron sus tierras, voltearon árboles sin piedad y dinamitaron los ríos. Poroto miraba todo esto y se agarraba la cabeza sin comprender el porqué de destruir la tierra, casa del hombre de cualquier color. Él también nos enseñó a reconocer las hierbas medicinales y a comer las sabrosas frutas de la selva. Cuando me fui del pueblo, Poroto era viejo y era joven y parte de ese pueblo de colonos. Muchos años después volví. Era de noche. Sabía que la vieja casa de la infancia estaba abandonada, pero bajo la luna grande, encaminé mis pasos hacia la casa. Un perro ladró y sentí que una sombra me seguía. Hasta que escuché los pasos. Eran los pasos de Poroto trayendo los baldes llenos de agua, con su rostro inmutable y querido. Pero la brisa del tiempo no me dejó abrazarlo y se lo volvió a llevar con las estrellas. Al otro día pregunté por él y me contaron de su muerte. Sentí un gran dolor en el pecho cuando supe que lo habían encontrado tirado en un zanjón, muerto a patadas por un grupo de borrachos después de ver una película del oeste.


Cuando éramos chicos, mi padre nos hacia cortar el pelo todos los meses de una forma rara, pues, en vez de ir a la peluquería, como cualquier hijo de vecino, el señor peluquero venía a nuestra casa, con su vocación de trabajo, dispuesto a llevar adelante las ordenes de mi padre. Mi padre era autoritario y poderoso, en un perdido pueblo de casas de madera, perfumado por limoneros y papayas. Nosotros éramos cuatro sabandijas. El peluquero era siempre el mismo. Llegaba en su bicicleta negra, con su maletín negro, y una traba en una de las botamangas del pantalón. Era paraguayo, de apellido Amarillo, de lentes oscuros, gruesos como para poder ver bien donde cortada, casi pelado y muy serio. Llegaba sabiendo “muy bien qué hacer”, a todos igual, corte a la romana, bien corto, para que parezcan bien hombres, eran órdenes de mi padre. No podíamos evitar sentir miedo antes tanta seriedad, y a la vez impotencia, y añorar nuestros cabellos al viento cuando corríamos haciendo volar nuestras cometas. ¡Qué hermoso era verlos volar a su antojo y libertad!


El tiempo paso de esa infancia rebuscada, aprovechando cualquier hueco para escaparnos a pescar, a bañarnos en el canal o jugar a los indios. Cualquier excusa era buena para hacernos la yuta a la escuela. Como olvidar a ese peluquero, que aparecía los primeros días de cada mes sin poder resistir a su mandato. El tiempo pasó. Ya no era niño, sino un adolescente que tenía que ganar espacio de hombre, y unos pesos para fumar con los amigos. El poder de mi padre había desaparecido, derrocado políticamente y económicamente fundido. Acostumbrado al poder y a la bigamia, y a las noches de cabaret. Se separó de mi madre. Y como se dice “que de un árbol caído todos hacen leña”, se tuvo que ir a Buenos Aires. Nos cambiábamos de casa gozando de una libertad sin timón. Mi madre trabajaba todo el día para poder mantener a sus cuatro hijos. La casualidad es que nuestro vecino en la casa alquilada era peluquero. El y su familia: su mujer, que era una hermosa india guaraní, y sus dos hijas mujeres, cuál de las dos más bella. A la mayor, el padre ya la tenía comprometida con el turco, dueño de una tienda. A la segunda, más linda para mis ojos y más pizpireta, le andaban buscando un buen candidato. Como vecinos, podíamos ver que con pocas palabras lograba manejar a su familia, en un estricto orden, con severos castigos para el que se salía de sus normas. Yo no era un mal chico. Había dejado de estudiar, pero trabajaba de noche en una panadería. En el día cultivaba un huerto en el fondo de mi casa, y con mucho trabajo, cosechaba tomates, pimientos y perejil. La más chica de las hijas del peluquero detrás del cerco me miraba como yo transpiraba con la azada y el rastrillo. A pesar del temor por la vigilancia del padre,


nos mirábamos, contemplando como crecían las plantas de tomates y los piropos a su belleza morena y sus caderas bien formadas. Se casó su hermana con el turco mucho mayor que ella, y a la menor la seguían tratando como a una niña. ¡Si era una niña que se hacía mujer! Y los dos sentíamos el primer amor y con muchas fantasías. De noche, encandilados por la luna, nos escapábamos a correr envueltos por el aroma de los limoneros. Aprovechábamos cualquier oportunidad para vernos, como la noche del velorio de su abuela, o el día que creció el río y su padre estuvo muy ocupado para salvar los catres y los gallos de riña. Pasó el tiempo, y ella era una brasa en mis brazos. Mientras, en su casa, el padre hablaba del candidato para ella, un finquero viudo y con mucha plata. Y yo, tratando de ganar la confianza del padre, cada tanto ponía mi cabeza a su disposición, superando el miedo de la infancia, aunque la última vez que fui, el peluquero fue muy claro en sus indirectas. Quiero que sepa muy bien que soy paraguayo de pura sangre, y el que ande rondando a mi hija se va a encontrar conmigo, y soy muy bueno, como podrás ver, en el manejo de la navaja. Yo salí medio tonto del susto. ¿Me parece que ya sabe algo? Pero nuestra pasión crecía cada vez más. Ya los encuentros furtivos no eran suficientes. Ella se mostraba más sensual, más mujer ardiente, que deseaba dar rienda suelta a su ser tropical. Fue de ella la propuesta de construir en el limonal del fondo una “chozita”, lo más romántica posible. Así podríamos, en la primera oportunidad, dejarnos llevar de la mano de los duendes y alejarnos del mundo, que para nosotros se estaba complicando. Así fue como, con esmero, fui armando un


nido de amor, con la experiencia de tantas chozas construidas en la infancia para escaparnos, aunque fuera por unos minutos, de la autoridad de su padre. Quizás, el juego para prepararnos para nuestras propias vidas. El momento llegó. Pues su padre, que nunca rompía su rutina, de la casa a la peluquería y de la peluquería a la casa, tuvo que viajar a un pueblo cercano para ver a su hermana enferma. Ella logró romper el cerco de su madre, que se durmió cansada esperando el regreso de su esposo. Tiré una piedra, como señal que yo esperaba. Con los corazones golpeando, llegamos a la choza. Era realmente un nido de pájaros. Nos zambullimos, locos de pasión, locos de disfrutar el contacto con la paja y de chocar nuestros cuerpos jóvenes, llenos de vida y ansias de aventuras. Nos sentíamos libres. Tanto, que después de sentir la magia de nuestra sensualidad, gozamos de saber que hacíamos lo querido por los dos, más allá de cualquier dictamen, basado en el amor de un padre que piensa en el futuro de su hija. Después de saciar los deseos juveniles, éramos los dueños de mundo. Nos reíamos pensando qué poco se necesita para ser feliz. Una choza de paja, la luna arriba y el aroma de los limoneros. Y si había alguna araña, ¡qué disfrute también! Dormitábamos de placer, cuando nos iluminaron con linternas. Lo primero que vi fue el rostro del peluquero, del mismo que me cortaba el pelo cuando era chico, “corte a la romana, todos iguales para que parezcan bien hombres”. Mi instinto, de la vida y de la calle, me ha llevado a no pensar dos veces. Conocedor del terreno, di un salto felino… Salí disparando. Entré a mi casa, agarré una muda de ropa y me fui del pueblo. Nunca más me corté el pelo. Con ningún peluquero del mundo.


El hombre barbado y con mirada de fuego llegó al pueblo, de poncho, sin perder su arrogancia ciudadana. Alquiló un cuarto de pensión. En la galería, que daba a un patio con un frondoso nogal, reinaba un viejo loro, poseedor según decían de muchos secretos escuchados en madrugadas frías y arrasadas por el viento zonda. El hombre barbado se perdió en los boliches, donde muchas veces terminaba dormido debajo de una mesa. Llegaba a la pensión con una idea fija, y los días y las noches de viento iban deshilachando su poncho y aumentando su obsesión. Mientras más escuchaba sobre el ídolo que buscaba, más se emborrachaba, más se trastornaba y más apretaba el cuello del loro.


Una madrugada apretó tanto, que hasta la vieja que era sorda, se despertó. Cuando el loro se dio cuenta de que el hombre estaba perdido, como él bajo sus garras, contó todo lo que tenía en su buche. Al escuchar las palabras esperadas, con una carcajada, el hombre se revolcó bajo la luna, se puso lo que le quedaba de su poncho y salió corriendo detrás de su ídolo, que estaba en algún lugar del cerro Zorrito. Un año después llegó a la pensión un giro con el importe que adeudaba y que esa noche, con el apuro, había olvidado pagar. El remitente decía, Hernán Cortés, el Borda, Buenos Aires.


La mamá Lola era una mujer excepcional y dueña del quilombo del pueblo. Cuidaba a sus pupilas como si fueran sus hijas. En los últimos años de la cama grande, rodeada de almohadones como una condesa de la noche, regenteaba el boliche. Muchos de sus clientes llegaban con una rosa roja, para ella, buscando su regazo donde contar sus penas, hablar de sus negocios. Ella, maternalmente, le daba un consejo o el remedio justo. En muchos casos era la Juanita, morocha cariñosa, que sabía escuchar y amar en su medida. O la Elba, gordita y muy inquieta en la cama, que hacia el amor en las formas más variadas. O Yolanda, joven alegre que daba placer escucharla, contar sus grandes amores, que la llevaron a estar ahí. O simplemente recetaba que fueran a buscar a su mujer. Pero eso sí, les decía, vayan con tacto, no a lo bruto, acariciando primero los pies, susurrando palabras de amor, subiendo hasta arriba


despacio, deteniéndose en su ombligo un rato, y así conquistándola, pensando más en el placer de ella, y si es posible, llegar al orgasmo juntos. Si de esa forma, no hacia efecto, que vuelva a probar con María, que era una experta en educar maridos que ahora son felices, gracias a lo que aprendieron en sus brazos. Así era Mama Lola, mujer que tuve la suerte de conocer, y hasta sus hijas se ponían celosas cuando llegaba a visitarlas, a contarle mis aventuras y el caminar de la vida en la cuerda floja, de lo cual ella tanto comprendía. Me invitaba un whisky, y al tercero cantaba un tango. “Cucusita, los hombres he han hecho mal” … Mi piel cosquilleaba de emoción. Así, una noche me contó que mi padre, ya fallecido, había sido un caballero. Vi como una lagrima corría por su mejilla. Corría al confesar que ella había estado perdidamente enamorada de él. El pueblo bárbaro, custodio del orden y su familia, pensaba que ella, la Mama Lola, me pervertía. Y hasta se acostaba conmigo. Sin saber que para mí fue realmente una madre, y que de su boca escuché los más sabios consejos, y de su mano comí los más ricos platos de comida.


Esa tarde estaba sentado a la sombra de un algarrobo, mirando pasar un caluroso día. Las lagartijas, después de disfrutar del sol, se perdían en sus cuevas. A los diez metros estaba el ranchito adonde yo vivía, rodeado aparte del algarrobo, de un espacio de tierra blancuzca y pelada. Solo más lejos habia unos matorrales. Mi perro Cnal, negro y amigo, movió la cola cuando lo vio llegar a Quiko, un hachero muy mentado que ahora estaba acomodado con su almacén bastante surtido. A sus espaldas estaba la misión wichi, autóctonos habitantes de esta zona de Formosa, y delante de sus puertas un gran árbol de palo santo, que daba sombra a sus clientes, que ataban allí a sus animales. Después, el pueblo blanco, habitado por criollos, turcos, y algunos gringos. Quicko me invitó a ir esa noche a lo del Moto Acosta, mediano obrajero de mucho pelo y risa falsa. En realidad, el asado con vino al que invitaba el Moto


era una coartada para después armar la partida de pase inglés, donde muchos, por más que prendieran velas, entraban en calor y salían desplumados a conversar con la luna. Les dije que sí, que seguramente iría, como para matizar el calor del día, a tomar algo fresco, y porque no, probaría suerte con los dados. Entre al rancho taller, pensando en cambiarme la ropa, pero me entretuve retocando una pintura donde el amarillo blancuzco de la siesta predominaba en el grupo de los niños wichis; y en sus rostros cobrizos se realzaba el gozo de comer pescados. Al caer la noche fui a lo del Moto, con Cnal por detrás. Me hicieron pasar muy amables, me presentaron al turco Yufre, turco pobre, guitarrero y compositor, que orgulloso me contó de la chacarera que había escrito para su pueblo, pueblo de casas blancas y quebrachos colorados. El asado chillaba en la parrilla, igual que los chorizos y las morcillas. El Moto muy ocupado trataba de acomodar una antena casera, y logro poner en marcha una vieja radio donde anunciaban el partido de Argentina y Perú, por el mundial 78. Yo no estaba al tanto, y me di cuenta de qué ese era el motivo principal, y de paso el pase inglés, el asado, el vino y la guitarreada. Seguía llegando gente, entre bromas y comentarios, seguros del triunfo. El partido comenzó, entre el grueso vino tinto que algunos rebajaban con soda y otros con gaseosa. Y al Suncho, que tenía la manía de revolear el látigo y largar espuma por la boca, lo mandaron a comprar cubitos de hielo a lo de Doña Carmen. Llegó el primer gol, que hizo ladrar a los perros de la vecindad, por el grito unánime de tantos hombres. Mientras, en la cocina, se podía ver como preparaba las ensaladas la joven de cabellos negros y mirada triste. Era la mujer del Moto, que más parecía


una prisionera de estas noches que tanto se repetían hasta el amanecer. En el amanecer de tantas noches, la joven y bella mujer se encargaba se servir café hasta al último invitado. Pocos se animaban a mirarla, por miedo a la ferocidad del Moto, que no perdía oportunidad de decir “lo que pasaría si…”, tocándose el revolver 38 que llevaba en la cintura. No era Moto por tonto, sino por peligroso. A pesar de su carácter violento, su mejor amigo era el truco Yufre, hombre tranquilo, poeta y buen asador, y también socio del Moto en algunas travesuras de postes de quebracho perdidos en los montes que vendían a los obrajeros grandes. Los perros no dejaban de ladrar, sin entender lo que pasaba, pues los goles fueron llegando uno tras otro hasta terminar con un grito ensordecedor de todos los presentes y más de cincuenta perros, que terminaron una sangrienta pelea alumbrados por la luna… que no parecía contenta con la situación del país. Yo saboreaba el asado, con un vaso de vino tinto, testigo de la euforia por el triunfo argentino. Ya todos satisfechos, empezó el coqueo general, mientras el turco Yufre entonaba la chacarera de su pueblo, que todos tarareaban solemnes como si fuera el himno del lugar. Después de varios brindis, el Moto, muy contento, invitó a pasar adentro, donde había cubierto con un paño verde la mesa del comedor, y prendió un gran ventilador para que sea más agradable la estadía de los jugadores de pase inglés. Yo me quedé afuera, solo con el Turco que interpretaba un chamamé porá. Debajo de la mesa estaba el Suncho con sus babas de emoción. Se escuchaba la euforia en la mesa de juego, despertada por el vino y la goleada. Cuando el Turco se fue adentro, yo me despedí y me fui caminando con el Cnal adelante, pensando en muchas cosas que ocurrían en todo el país, quizás tapadas con el grito de gol. La luna, quizás de vergüenza, se había ocultado detrás de unas nubes.


Caminaba en la oscuridad con mi viejo cuchillo en la cintura y hermanado con el Cnal, perro negro y buen amigo. Pasando por Don Eusebio, nos rodearon como diez perros. Cnal sabía de su libertad y de la amistad que nos unía, y seguía sin miedo, calladito al lado mío. Yo revoleé mi cinto varias veces, hasta que se dispersaron. Creo que lo que más cuidaba Cnal era el ataque de esos perros ladinos que, sin ladrar, van derecho a clavarte los colmillos. La luna, majestuosa como una diosa, nos volvió a alumbrar. Entré al rancho dejando afuera una noche clara, al compás de las ranas de la laguna. Prendí la radio, pero no se escuchaba casi nada por la falta de pilas, entonces saqué las pilas nuevas de una linterna y se las puse. Me acosté escuchando comentarios sobre el partido, de que había algunas dudas o qué se yo, que organizaciones internacionales pedían informes al gobierno sobre el paradero de ciudadanos extranjeros, algo sobre campos de concentración… Y me fui durmiendo. Me desperté con los ladridos de por lo menos cincuenta perros. Me quedé quieto, verifiqué si mi cuchillo estaba bajo de la almohada. Se callaron los perros. Volvieron a ladrar… Silencio. Volvieron a ladrar. Entonces sentí más fuerte que alguien quería llegar hasta el rancho. Busqué la linterna y no prendió. Me acordé de que le había sacado las pilas. Busqué los fósforos, pero nada. Manoteé la radio, saqué las pilas al tanteo y las puse en la linterna. Volvieron a ladrar los perros, mucho más cerca. Salí de la cama. Saqué la tranca de la puerta y abrí despacito. Silencio. La luna reinaba rodeada de miles de ángeles. Entonces vi que los perros jugaban alrededor de una sombra humana que se acercaba.


Pero no llegaba. La imagen era demasiado clara bajo la luz de la luna. Los perros no ladraban más, parecía que acompañaban a la sombra. Agarré un palo de mortero. Volví a mirar. Los perros ladraban y la sombra ya no estaba. Caminé unos pasos y vi que la nítida silueta se acercaba. Los perros, silenciosos, se arremolinaban alrededor suyo. Cnal estaba al lado mío, movía la cola, pero sin una pizca de miedo. Los perros comenzaron a alejarse y yo avancé más, alumbrado por la linterna que ni falta hacía por la claridad de la luna. Busqué por todos lados y ni pizca de la sombra, ni de nada. Nada. Me acosté pensativo hasta que la magia de los sueños me envolvió. Soñé cuando era niño, jugando con mis hermanos en medio de las plantas de papaya y pescando en el rio. Al otro día llegó un telegrama que decía que mi hermano estaba grave, pero en realidad hacía varias horas que mi hermano estaba muerto. Y los perros volvieron a ladrar. Y me di cuenta de lo cerca que había estado de abrazar a mi hermano y despedirlo en su largo viaje por el cosmos.


La danza frenética había empezado bajo la luna y el rumiar del Bermejo. Los hombres, sentados en cuchillas, miraban a sus mujeres danzar aumentando el ritmo, al compás del tam tam de los musiqueros. Noche de gran luna. Convocaban a los dioses, no por la recolección de los frutos silvestres ni agradeciendo por los peces del río, sino por un motivo que se escapaba de ellos: era para pedir consejos y ser iluminados por los espíritus de tantos hermanos que alimentaron el bosque con su sangre y su cuerpo. Y ahora ellos contemplan como un ejército de topadoras amarillas arrasan con todo, mezclando los huesos sagrados de sus antepasados con el aceite negro de las máquinas, entreverando todo con la tierra estéril de más abajo, sin ninguna piedad.


La danza era una sola queja. No solo por el bosque arrasado y el río contaminado con toneladas de desechos plásticos, pilas y manchas violáceas como presagio de muerte. Dioses… Dioses, parad las infernales topadoras amarillas. Parad la contaminación de los ríos. Dioses, parad lo que se llama “progreso”, que en su soberbia al pasar sólo deja tierra estéril, ríos contaminados, culturas que se destruyen, el perfecto tejido de la vida que la naturaleza fue construyendo en millones de años. Dioses y espíritus del bosque, hoy más que nunca estamos unidos para defender la biodiversidad, y en el bosque descansar junto a nuestros antepasados y cuidar la casa de nuestros hijos.


Me levanté temprano. Puse algunas cosas dentro de un pequeño bolso y en otra maleta, que ya tenía preparada el día anterior, llevaba todo lo necesario para pintar en algún pueblo perdido de los valles Calchaquíes. Lo que llevaba muy poco, o casi nada, era dinero. Pero eso era lo de menos, pues si fuera necesario cosecharía uvas, o haría cualquier cosa que me permitiera comer. Camine varias cuadras hasta llegar a la ruta. Mientras hacía dedo, comía una manzana que me apuró el vientre. Cuando parecía que iba a parar una camioneta, tuve que correr a buscar un cerco para descargar todo lo que llevaba de más.


El sol me daba en la cara. No paraba nadie. Pasaron varias horas hasta que, cansado y perdiendo la fe, me puse a caminar. El sol me sentó debajo de un árbol. Me quedé dormido. A los diez metros frenó un coche. Corrí hasta el lugar. Era una mujer bonita, con grandes anteojos de sol y finos labios pintados. Yo voy para Cafayate, ¿y vos? Si claro, también voy a Cafayate. Subí al coche, pensando en un viejo dicho de mi padre: “No hay tonto sin suerte”. La mujer bonita me invitó un cigarrillo. Fumé masticando una fantasía que siempre me acompañó, cuando viajaba a dedo. Ella se llamaba simplemente Luz. Cuando le dije que iba a pintar a algún pueblito de los valles, se mostró mucho más interesada y no paramos de conversar. Luz era realmente una señora aristocrática, descendiente directa de Don Martin Miguel de Güemes, casada con un ingeniero chileno de igual procedencia. Encantada, contaba sus viajes a Europa, especialmente sobre los grandes museos que había visitado. Era evidente el gran amor que sentía por el arte. Sobre Gauguin hablaba como de un amante. Decía que había dejado todo el confort de Paris para ir a pintar a una isla paradisíaca. Y no solo fue a pintar, fue a vivir la vida en su máxima y sensual magnitud. Y por eso pintó lo que pintó, dijo, ¡tanta sensualidad en sus colores! Quedé intrigado con tan pintoresco personaje, pero me daba vergüenza decirle que no sabía nada de él. Luz, como adivinando un pensamiento, dijo “cuando lleguemos a mi casa, te voy a mostrar varias reproducciones de pinturas de Gauguin, que compré en París”. Estábamos llegando. “Porque no me vas a decir que no a mi invitación de cenar en mi casa. Si estuviera mi esposo, le encantaría conocerte, pero él ahora está en Europa, por viaje de negocios, sabes.”


La casa era una mansión, rodeada de grandes árboles. El ama de llaves la estaba esperando, nos sirvió café y se despidió de Luz con un “hasta mañana, patrona”. Luz se desperezó diciendo “por fin en casita, ¿te gusta?”, y levantándose a buscar las reproducciones de Gauguin. Me las dio, y se fue a dar una ducha. No solo aprecié las pinturas con mis ojos, sino también, como si fueran esculturas, puse las yemas de mis dedos sobre la piel cobriza de una joven mujer tahitiana y cerré los ojos por un rato. Después me levanté, estirando las piernas, contemplando las pinturas que colgaban de las paredes. También había cerámicas mexicanas y peruanas, representando increíbles poses del amor. Mientras, Luz canturreaba una canción de amor en la ducha. Imaginé el agua corriendo por su cuerpo. Luz, bonita, volvió fresca, esplendida y ágil como un ciervo. Al sentarnos, primero aprecié sus senos bronceados. Después, su hermoso vestido blanco con pájaros bordados. Pensé en Gauguin. “Bueno, ahora a comer. Vamos a ver que hay en la heladera”. Había de todo. Abrió el horno de la cocina y encontró una pizza calentita. Pegó un grito: “¡Bravo, María!”. El vino tinto era cosecha de “no sé cuándo”, dijo, de color rubí. Su suavidad al contacto con el paladar estaba en perfecta armonía con su piel, pues en ese instante había un pequeño roce entre nosotros. Después, con los calamares fríos, fue un vino blanco. Ella se levantó, volviéndome a rozar. Puso música tan sensual como los colores de Gauguin, igual que la alfombra que estaba a nuestros pies. Se sentó muy al lado mío, mostrándome un libro de Gauguin. El púrpura. El púrpura más sensual hacía de fondo a una hermosa nativa montada en un caballo azul. Detrás de un árbol, un rostro barbado y amarillo expresaba toda la lujuria de la isla. Con un vaso de vino en la mano, resbalamos


hasta la alfombra, que en ese momento era de color púrpura. El vestido blanco y bordado se desprendió de su cuerpo, completamente bronceado, como si Luz hubiera estado en Tahití. Mientras, sin apuro, pero con fervor, desprendía los botones de mi camisa, susurrando en mi vientre que el arte es la vida y por eso Gauguin pintó lo que pintó. Me desperté sin querer. Podría haber seguido soñando toda la vida. Ya estaba anocheciendo, cuando paró un viejo camión canadiense. El viejo chofer de barba blanca dijo: “Te puedo llevar, muchacho, pero no tengo lugar adelante. Si querés ir atrás, subí”. Subí, a la parte de atrás, con mi bolso y mis pinturas. Me acomodé en medio de los chanchos. Y el hambre y Gauguin me hicieron volver al lado de Luz, con la seguridad de que el arte es la vida misma.


Todas las cosas tienen su duende y como todas las cosas tienen su duende yo les presento al duende del río Chujcha de Cafayate. Chujchila Yaco, de 828 años y tez morena, mide un metro treinta y cinco centímetros, es de carácter alegre, y buen tomador de vinos buenos. En esta historia, el bueno de Chujchila Yaco se habÍa ausentado de las arenas del río Chujcha para viajar a la provincia de Catamarca, más precisamente al paraje Carahuasi, en ayuda de su primo hermano Koquena. Muchas aventuras vivieron juntos en el transcurso de varios siglos, siempre cumpliendo con su misión de proteger el medio ambiente, o sea la Pachamama. Por sendas increíbles y huecos misteriosos, anduvieron varios días tras la huella de cazadores furtivos y depredadores, hasta dar con ellos, cuando ya casi se escapaban por la ruta 40 con ciento dos cueros de vicuña y varias bolsas de lana. Por suerte, fueron capturados. Chujchila Yaco y Koquena levantaron una apacheta para ofrendar a la Pachamama, compartiendo buenos vinos con baqueanos de la zona. Fue una fiesta bajo la luna. Llegaron músicos y copleros, sin faltar


el papel picado. Entre tanta algarabía, en el amanecer violeta surgieron los viejos cuenteros, con historias milenarias de cuando las piedras eran blandas y crecían, y los niños jugaban a la vida todo el día de la mano de duendes y vicuñas de oro. Nuestro duende amigo emprendió el regreso caminando por los cerros. Saboreando el aire puro de las alturas con ágil andar, iba juntando yerbas medicinales, rica rica y muña muña, para llevarle de regalo a la duenda que vivía en la Bodega Encantada. Por eso, en vez de bajar por el río Chujcha, tendría que bajar por el Lorohuasi, y así trataría de pasar inadvertido por las calles del pueblo, y por qué no, curiosear en la movida de la madrugada del sábado. Y tomarse un trago. Estuvo un rato en la Bodega. Encantada charlando con su amiga. De ahí, salió derechito para la plaza, pero antes de llegar le llamaron la atención unas motos gigantescas estacionadas en el asfalto, y debajo de ellas una mancha grande de negro aceite donde se resbaló. Un auto distraído casi lo pasa por encima. Del susto salió corriendo y buscó dónde esconderse. Se acordó de la tinaja que está en frente al hotel Gran Real, donde ya se había escondido varias veces en noches de verano, cuando el pueblo parece tomado por la juventud rabiosa. Pero qué sorpresa para el pobre duende en apuros: la tinaja, bello exponente del espíritu vallisto, construida con amor por manos artesanas de Cafayate, en años que su utilidad era de vital importancia, estaba rota. Desparramada en pedazos entre la vereda y el asfalto. Chujchila Yaco se arrodilló a su lado y sintió los últimos suspiros de la tinaja. Se dio cuenta de que hacía pocos minutos del vil atentado. Más asustado aun por la bandada de motos que lo cruzó rozando, pensó: ¿Serán vaqueros llegados del oeste? Apuró sus pasos con unas ganas locas de llegar a su casa, el cauce del río Chujcha. Conversando con la luna, se recostó en la arena para desahogar su pena y


transmitirle a ella, como a una diosa, su preocupación por tantas cosas que no podía comprender como el peligro de extinción de las vicuñas, los suris y otras especies. Así se fue durmiendo, presintiendo que pronto llegaría el viento zonda y con él, el peligro de incendio del bosque de algarrobo, único corazón vegetal de Cafayate. Chujchila Yaco estaba en los mejor del sueño, de cuando las víboras volaban y el hombre era y se sentía parte de todo, disfrutando de la música del viento, compartiendo el vino bueno con los duendes, cuando sintió un temblor. Se despertó con el tronar de las motos y de perros que ladraban asustados y de loros que escapaban hablando hasta por los codos. Corriendo, se subió hasta la copa de un algarrobo. Agarrándose la cabeza, pegó al cielo un grito que escuchó hasta el Koquena, allá en las cumbres de los cerros. Chujchila Yaco no podía creer lo que veían sus ojos, pues su río estaba siendo invadido, por seres extraños de aspecto terrorífico que salpicaban de aceite las piedras milenarias traídas por las aguas del Chujcha desde las alturas. Chujchila Yaco se pasó todo el día arriba del árbol, uno de los pocos sobrevivientes de tantos algarrobos que poblaron las orillas del Chujcha. Y desde ahí, su refugio natural, trató de comprender al ser humano y el porqué de perder la magia y el amor por su entorno y por su misma vida, quizás envilecido por la tecnología, sin medir las consecuencias. Cerca ya de una catástrofe, gestada por las manos del mismo hombre. Chujchila Yaco lloró de impotencia durante muchos días, quizás buscando que sus lágrimas lavaran las arenas profundas del rio Chujcha.


Chilán era una niña de piel cobriza, bella y muy inquieta. Jugaba en las arenas del río Chujcha con los hijos de su vecina mientras las madres lavaban ropa en las aguas asoleadas y perfumadas con poleo. Un día bajo el efecto de la intriga y la cercanía de la adolescencia, le preguntó a su madre por qué los siete hijos de su vecina no tuvieron papá. - Mira, mi hijita, serán del Espíritu Santo. Chilán no quedó conforme con la respuesta y tomó coraje para preguntarle a Doña Virtudes por qué era tan fecunda si no tenía marido. Y ella le contestó: - Mira, hijita, cuando yo quiero tener un hijo voy caminando por el cauce del río Chujcha. Cuando encuentro una piedra que me gusta, calentita, a la hora de la siesta, ahí me siento. El calor sube por mi cuerpo y vuelvo saltando por las piedras, sintiendo una nueva vida adentro mío. El tiempo pasó. La algarabía de los loros es infernal en su búsqueda de maizales. Y también la belleza de Chilán, que, con su andar en armonía con los colores del valle,


de noche, con alegría, soñaba con las piedras más bonitas del río. Así fue como Chilán, cuando llegó su hora y su deseo de tener un hijo en sus entrañas, se fue caminando por el río Chujcha, buscando la piedra que más le gustara. Al sentarse en la piedra elegida, sentía el calor subir por su cuerpo. Pero al volver saltando por las piedras, no sentía que ya estaba fecundada. Estaba contenta, pero no sentía una nueva vida dentro suyo. Empezó a dudar. A lo mejor ella no tenía la virtud, como tuvo toda su vida Doña Virtudes. Mientras tanto, Chujchila Yaco, que la había visto crecer y modelar su cuerpo de mujer acariciado por el agua del río y el sol calchaquí, la miraba pasar, inquieta y feliz, con el encanto que brinda la magia de las cosas. Chujchila Yaco es el duende del río, de 828 años, en la plenitud de su vida y su picardía. Esa noche, bajo la luna, se dejaba llevar por el agua cristalina cuando se le ocurrió una idea brillante. Al otro día iba a pasar por el río el mismísimo Fidel Castro, en su viaje rumbo a la cumbre de Bariloche. Fidel era el ídolo de Chujchila Yaco. Él tenía toda la información dentro de una piedra, recortes de diarios, y hacia 40 años que recibía la revista Bohemia. Le conocía y admiraba tanto que lo consideraba de su misma sangre, la sangre de lo posible, de desayunarse con lo fantástico y acostarse con sirenas y centellas. Sabía que pronto Fidel, su ídolo, cumpliría setecientos años, y que su espíritu era tan fuerte y sensible como una piedra. La abuela de Chujchila Yaco, que vivió 2434 años en la Laguna Brava, le contó la historia que decía que, en otra parte de la tierra, un pastor diminuto, con una sola piedra de su honda, derribó a un gigante que tenía una antorcha en la mano. Sentado en una piedra, Chujchila Yaco esperaba al hombre invencible. Pensaba en su abuela, que tuvo una manada de vicuñas de oro, y miraba pasar a


Chilán río arriba, buscando la piedra que la fecundara. Llegó Fidel, un hombre común pero lleno de magia. Quizás su madre se sentó en una piedra, pensó el duende del río Chujcha. Fue un abrazo de hermanos, festejado por la bandada de loros, fecundándose en el vuelo. Fidel siguió su camino y Chujchila Yaco guardó en el bolsillo la piedra que Fidel le había traído de regalo. Era una piedra cubana, llena de vida. Era una piedra irrompible, una piedra fantástica en continua transformación. Mágica, admirada por el rostro curtido de Chujchila Yaco, curtido por el viento zonda, por el agua que baja de la cordillera de los Andes y por la preocupación por la vida. Caminó despacio río arriba. El cosquilleo del agua en sus pies acariciaba sus pensamientos. En una pequeña cascada, donde el agua era música, encontró la piedra más bonita, bajo la mirada de la luna como testigo de las travesuras del duende. Con el conocimiento de la vida cósmica, introdujo en ella la pequeña piedra cubana, que era el mismo Fidel. Después, Chujchila Yaco se recostó en la arena pensando en Chilán y en el encanto de sus caderas inquietas y cobrizas. Al otro día, Chilán, río arriba, saltando de piedra en piedra, escoltada por los loros, caminaba buscando la piedra que la esperaba. Miró la piedra que le sonrió. Pensó en Doña Virtudes. Y con mucha fe se sentó con la elegancia natural de una diosa. El calorcito de la piedra subió por su cuerpo como dos manos suaves que la acariciaban. La bandada de loros, en silencio, hacía el amor en el espacio. Luego, Chilán disfrutó del agua de la cascada, sintiéndose fecundada. Las piedras tomaron vida y cantaron a coro con los loros. Chujchila Yaco fue el padrino y le regaló una piedra de vida cósmica.


Era un pueblo tropical, de calles llenas de barro. De los fondos de las casas colgaban los gajos llenos de paltas y rebotaban en el suelo las papayas maduras. El pueblo no era muy grande y todas las casas estaban construidas con maderas de los mismos grandes árboles que fueron abatidos para crear las tierras de cultivo. De esto no hacía más de treinta años. Parecía que eran los mismos loros que abundaban todavía, que cualquier cosa que ocurría en pocas horas ya estaba en boca de todo el pueblo. Así fue como desde el primer momento que un loro charlatán dijo que la hija del intendente no aparecía por ningún lado, todo el mundo la andaba buscando. Pero pasaron tres días y la gordita bullanguera no daba ninguna señal de vida. De todos modos, la hija del intendente era una promesa para el pueblo, pues sus padres siempre habían dicho que ella, la gordita, sería doctora en medicina, o sea, la primera doctora nacida en el mismo pueblo. Por otra parte, después de la última función del circo, tres días atrás, no aparecía por ningún lado el Tarzán, que encandilaba a chicos y grandes. La casualidad de que los dos desaparecieran el mismo día despertó las sospechas. Toda la policía, bajo las órdenes del intendente, y la madre llorando por detrás, buscaba a la hija por todos lados. El circo, cansado de esperar a su Tarzán, decidió


partir hacia otro pueblo. Pero no fue posible, porque por orden del intendente no pudieron seguir su camino, por miedo a que la gordita estuviese escondida con el Tarzán en uno de los carromatos. Aunque revisaron todo el circo, no encontraron ni señas de Tarzán. Menos de ella. Mientras, la madre -también gordita- prendía velas a todos los santos y andaba de adivina en adivina, llevando pañuelos y calzones de su hija para que sirvieran de sortilegio en las sesiones con búhos y bolas de cristal. Lo único que se pudo ver allí fue a su hija desnuda, trepada en una liana y con un monito en su hombro. Pasaban los días y la pista era segura: los dos desaparecidos estaban juntos. Pero ¿dónde estaban? Los decretos municipales en su búsqueda ya se habían agotado. “Se los tragó la tierra”, comentaba la gente, mientras los loros parloteaban satisfechos. El intendente, empecinado, no dejaba partir al circo. Aun con el costo de tener que darle de comer a todos sus integrantes. Los meses pasaron. Pasaron nueves meses. El circo, aburrido por su vida sedentaria, empezó a preparar una función, pues el ocio y los nervios lo habían hecho perder la forma. Pasaron otros meses, hasta que el entristecido intendente autorizó la función, que, para sorpresa de todos, fue anunciada con bombos y platillos. A los cuatro vientos, se vociferaba “el regreso de Tarzán”. Llegó la noche anunciada, después de casi dos años que la tierra se había tragado a Tarzán y a la gordita. La expectativa de todo el pueblo creció igual que crece un río de montaña. En primera fila estaban sentados el señor intendente y su señora, que ya no era gordita de tanto andar de misa en misa y de adivina en adivina. Estaban acompañados por el señor comisario con sus lindas hijas (qué también buscaban a Tarzán), el juez y el cura del pueblo, rodeados de las adivinas. Suspenso. Con un redoble de tambores, anunciaron que en pocos minutos más presentaban “el regreso de


Tarzán”. Silencio total en el público, que se apretujaba en las butacas. Una música medio afro se escucha en la penumbra. Se iluminan las cuerdas y aparece Tarzán. Pero no parece el mismo. En vez de la peluca que usaba antes, ahora luce una soberbia cabellera que le cae sobre los hombros. No lleva bronceador para realzar sus músculos, que ahora son naturales. No hay trucos en las cuerdas, sino que con una destreza increíble salta de cuerda en cuerda. Un espectacular despliegue con pruebas nunca vistas. En un segundo, mientras el público aclamaba enloquecido, apareció una mujer bella y curtida, con un “cachorro” cabalgando en sus caderas. Tarzán, con una sonrisa, la agarró por su perfecta cintura y con ella y el fruto de los dos, siguió saltando de cuerda en cuerda, mientras un monito loco de contento se revolcaba en la pista de arena. Y los loros, que por primera vez aparecían en la noche, aleteaban de alegría. El público, después de un minuto de silencio, aplaudía enloquecido de ver tan gran espectáculo, dándose cuenta de que ahí estaban los dos desaparecidos, que no habían sido tragados por la tierra, sino que el amor sin barreras los habia llevado a vivir en los más profundo de la selva. Si, señores. Así fue como el circo pudo seguir su camino en libertad, alimentando la llama de la creatividad, la misma llama que no debe morir jamás y permite que el circo no pare su andar. Tarzán y la ex gordita -se llama Diana-, con su hijito Sacha y su monito, después de dar un beso al señor intendente y señora, se volvieron a perder en el corazón de la selva, donde hoy viven sobre un árbol y en plena libertad, comiendo guayabas, y amándose bajo el agua de una cascada. La bandada de loros los mira, sin poder evitar una carcajada de complicidad.


Era una mañana de primavera en el Valle de Lernia, y debajo de la cama de Pilili, había un charco de agua, como si hubiera llovido. Ya nos imaginábamos el enojo de la abuela y sus amenazas de darnos a tomar un jarro de orín al que se volviera a orinar en la cama. Éramos unos majaderos. Nos despertábamos berreando, tirándonos las almohadas de pluma de pato que con tanto esmero construía la abuela. Pasábamos los días jugando a los indios, con plumas y flechas que sacaban los ojos de verdad y canas verdes a la abuela, que no nos podía hacer estudiar. Antes de acostarnos, después de la lucha para que nos laváramos los pies, nos hacía rezar un rosario entero y nos prevenía que, si seguíamos así, nos iba a llevar el diablo, igual que al hijo del mecánico Galarza, de la otra cuadra. Eran un montón de chicos con pecas y mocosos. En la casa reinaba la dejadez y el abandono por un padre vencido y fumador. Uno de los pecosos hacia unos meses que había salido a comprar un cuarto kilo de azúcar y yerba y hasta hoy no aparece. Se lo llevó el diablo, por sabandija, decía la abuela con seguridad. Yo creo que el diablo se lo llevo, pero para Buenos Aires. Si, el diablo y la miseria lo empujaron para la gran ciudad. La melodía de un tango, la ilusión de lo posible estimula la imaginación de un futuro brillante a más de un provinciano criado con los quesillos de San Lorenzo, perfumados por las calas que bajan de la loma.


Sábado de primavera. Después de la leche con dulce de cayote, nos hicimos perdiz con las hondas escondidas y sin escuchar a la abuela, que nos pedía ayuda, que ya soy vieja, que vayan a comprar querosén al ruso de la calle Leguizamón, decía. Que nos acordáramos de Dios, que es misericordioso, pero el diablo anda suelto luchando para llevar almas al infierno. Que del purgatorio se sale, pero del infierno jamás. Ahí te quemas, no solo toda la vida, sino para siempre. Cuando no podía más con las amenazas sobre el diablo, le avisaba al tío Juan Carlos, al que le teníamos terror, el pobre. Nos agarraba con una varilla y nos defendíamos gritándole: ¡vos no sos nuestro papá!, y disparábamos como rata por tirante, pero en venganza apedreábamos con bolas de barro el frente de la casa. Con las hondas y el morral al cuello, nos íbamos juntando piedras, buscando las más redondas para que se acomoden como anillo al dedo en la suela de la honda. Era como un imán, ir a hondear a la loma, caminar en medio de los pajonales donde los guaipos, con un estruendo, salían de debajo de nuestros pies y nos daban un julepe bárbaro que nos hacía acordar a las amenazas de la abuela, pues ya se iba haciendo carne en nosotros que un día nos iba a llevar el diablo, ese diablo cornudo de cola inquieta y cuernos provocativos que se merecen en la cola un nudo, o dos, tres, más… en nombre de Poncio Pilatos. Gateábamos detrás de una torcaza. Pilili siempre me decía “callate, shhh”. Cuando escuchábamos un estremecedor ruido de cadenas que nos paralizó a todos. En nuestra cabeza, con todos los pelos en punta, solo veíamos a la abuela y al diablo, y como autómatas, en un susurro en coro: ¡Padre Nuestro que estás en los cielos, bendito TU eres entre todos nosotros!... El ruido, ya infernal, se acercaba, y nuestros


pies no se decidían a disparar, cuando alguien dijo “rajemos, patitas pa qué te quiero”. Aterrorizados corrimos como locos, saltando zanjas imposibles de saltar en épocas normales, a los tropezones con los guaipos, que asustados hacían más aspaviento. Una víbora nos vio pasar y se apiadó de nosotros, perdonándonos que la hayamos despertado. “Que injusta es la vida, con la historia que me echaron encima”. Un trueno retumbó en la loma, mezclado en el ruido de las cadenas y el olor a azufre que nos perseguía. Con un refucilo, pasábamos por la gruta de San Cayetano, ya con el repique de gotas grandes, todavía frías en esa época de año. Hasta los gitanos, que estaban acampando entre los millones de pedazos de baterías, como un hormiguero gigante, se asustaron y blasfemaron porque pisamos una alfombra que tomaba sol y apresurados, la guardaron para que no se mojara. Jadeando, entramos por el zaguán enchastrando todo de barro y de pánico. La abuela pegó el grito en el cielo. Nos metimos debajo de la cama gritando. ¡Vimos al diablo, abuela! ¡Vimos al diablo! Rápido, trajo la botella de agua bendita, la del cura Escobar, y nos roció en la cabeza. Sentimos que nuestros erizados cabellos se acomodaron. Yo les dije, cachafaces del diablo, que Satanás los va a llevar un día. Si no fuera porque rezo por ustedes, no sé adónde estarían ahora. Vamos, todos juntos, a rezar. ¡Y fuerte! Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tu eres entre todas mujeres… Esa noche nos orinamos todos en la cama. Todos, al otro día, a sacar los maltrechos colchones al sol. El susto se nos iba pasando, a pesar de que la abuela nos hacía acordar a cada rato. “Que ya van a ver, como sigan portándose mal…” A la semana, le sacamos el agua bendita a la


abuela para mojar las piedras para la honda. Tomamos coraje todos para ir a la loma, sin olvidarnos de llevar el rosario de la primera comunión de Pilili. Ese día yo lo vi como un príncipe europeo, gesticulando impávido ante la sensación de que Cristo se desasía en su boca. También llevamos un pan cada uno, y una cabeza de ajo para matar los parásitos. Casi llegábamos a la punta de la loma. Paramos a comer el pan con ajo. Nos hicimos la señal de la cruz, tratando de rezar el Credo que nunca pudimos aprender. Creo en Dios, Padre todo poderoso… Se escuchó un trueno lejano. Pero muy cerca nuestro, el ruido de cadenas nos dejó con el Credo y el pan en la boca. Reaccionamos como guerreros. Cargamos las hondas con las piedras mojadas en el agua bendita del cura Escobar. Avanzamos gateando como perdices. No nos faltaban ganas de correr hasta la gruta de San Cayetano y ponernos a rezar extasiados, mirando las promesas de piernas, manos, ojos y cuerpos enteros que nos fascinaban, entre miles de frascos con flores marchitas, miles de velas y olores a devoción, a milagros y letanías. Pilili fue el que tiró la primera piedra, que se perdió entre el ruido de cadenas y el olor a azufre. Otra gateada y todos hicimos una descarga. Antes de que caigan las piedras benditas, ya ante nuestros ojos apareció una langosta gigante, amarilla, entera, con las iniciales de Vialidad de la Nación. El ruido de cadenas y su graznido, por falta de aceite, hizo desvanecer la ilusión de enfrentar a ese diablo cornudo, de cola inquieta y cuernos provocativos, que bien se merece en la cola varios nudos, como la lengua de mi abuela, que por Poncio Pilato que tanto la quise, le hago nudos en mi pañuelo para que descanse en el cielo.


Estaba sentado bajo el algarrobo, ese gigantesco árbol de detrás de la estación de trenes de Pueblo Blanco. Las vías del ferrocarril habían dividido al pueblo en dos: la banda, y la otra banda. El árbol cobijaba a su cría, como una gallina protectora bajo sus alas. La galería de la estación era un lugar especial para el encuentro de parroquianos, pues el tren era la única vía de comunicación. Ahí se encontraban todos, los que estaban por viajar, los que venían a despedirlos, los que esperaban a alguien o esperaban simplemente una carta o no esperaban nada, solo venían a pasar el tiempo, mirar, oír, comprar el diario. El tren pasaba una vez por semana. Desde el amanecer, todos los días se desarrollaba la feria, hasta la una o dos de la tarde. Vendedoras de naranjas, limones, mandarinas, manzanas de Mendoza, bananas de Clorinda, zapallos, papas y cebollas. Un boliviano vendía ropa de todas las marcas, hasta Marlboro y Kodak. El paraguayo “amarilla” vendía cosas prácticas como corta uñas, corta plumas, espejos, cartas de truco y de loba, con chicas rubias y provocativas. Por encargo, cuando viajaba a Asunción, podía traer de casi todo: radios, pantuflas, guitarras. Una vez a la semana venía el viejo Archibaldo, de barba blanca, verdosa por la coca, que vendía pomadas para todos los males. La más pedida era la Viborina, a base de grasa de serpiente, original de la ciudad de La


Paz, como las pequeñas latitas de Belladona y Vaselina. No solo vendían por dinero. Todos aceptaban el trueque. Gallinas, huevos, cueros de zorro, de iguana, o de carpincho, pájaros vivos, pichones de loro. También llegaban mujeres wichis, con sus yiscas de increíble belleza y teñidas con colores naturales, y morteros de palo santo. Y tobas, que llegaban de casi veinte leguas, desde el Río Pilcomayo, con ponchos de lana fina de ovejas, de bonitos diseños inspirados en la Madre Tierra, serpientes, vinchucas, ranas, hijos y parte de la Pachamama. Miraba el esplendor del gran Chaco, los yuchanes, palos borrachos, con sus capullos blancos, la tierra, en su danzar frenético, despedía a la bola de fuego que expandía un rojizo penetrante, que rápidamente se iba convirtiendo en un violáceo. Y el día se iba. Los minutos que transcurren entre el día y la noche, siempre me traen recuerdos tristes. O más bien incertidumbre. Quizás por eso, porque no es de día ni de noche, me parece que a los sapos les pasa lo mismo, a los grillos y a muchos niños de padres separados, internos en un colegio. Sentado en el tronco del árbol, en el mismo lugar donde esa noche dormiría, podía ver con toda claridad el bar de Doña Fecunda, que no estaba a más de una cuadra. El movimiento en el bar era inusual: habia varios coches, en lugar de los caballos de casi todos los días. Más temprano, cuando había ido a comprar una tira de pan, pude ver como regaban el patio y la pista de baile, acomodaban mesas, una al lado de la otra, y las forraban con papel de envolver. El Suncho, revoleando su látigo, dirigía el trabajo, sin poder evitar sus babas. Estaba como dueño de casa y buscaba corresponder con eficacia, por la protección que Doña Fecunda le brindaba. Me atendió ella, la mujer que habia llegado hacía dos años desde Asunción, con sus dos hijas, Dolores y Virtudes, hijas de su primer marido, el andaluz, con quién en su juventud habia compartido por varios años el contrabando hormiga entre Clorinda y Puerto Sajoña. Pero un día él se entusiasmó con un contrabando, no tan


hormiga. Eran pescados gordos que lo engancharon, y se fue para Buenos Aires. Los últimos días, no se cansó de amar a Doña Fecunda, de día y de noche, mientras le prometía que no quería volver a verla cargando bolsas de harina sobre la cabeza, ni sonriendo e insinuándose a los gendarmes cuando el paso se ponía difícil, porque el andaluz era celoso. Él le decía palomita blanca, cuñataí y porá, me gustaría vivir contigo en la selva y al lado del río, dar de comer a los tucanes, naranjas en la mano, tocar la guitarra, sin gendarmes cerca, que lo tenían cansado por los cínicos y arrogantes que eran. Y transeros. El andaluz se fue. Con los brasileños que ella no conoció. Llevaban un cargamento de no sé qué, hace de esto ya 18 años. Nunca más supo nada el andaluz. De aquellos últimos amores, de día y de noche, arriba y debajo de la cama, nacieron Dolores y Virtudes. Él le habia hablado tanto de las dos novias que habían dejado el amuñécar, en Granada, que ellas les puso sus nombres. Pues le pareció mucha casualidad cuando, con mucho dolor, tuvo la virtud de parir a esas dos hermosas niñas. Y lo primero que pensó fue en los nombres de las novias de su marido, en su tierra natal. Dolores y Virtudes, 17 años después, eran dos hermosas mujeres que habían heredado el cabello negro y los ojos verdes de su padre. Altas como Doña Fecunda, con un porte vikingo, estas dos obras de arte se completaban con el aporte del padre de Doña Fecunda, que era guaraní. Las dos, con tanta virtud y dolor, ayudaban a criar a sus ocho hermanos, de varios padres de todos los colores, aunque predominaban rubios y de ojos claros. Ellas se cuidaban. Se habían criado atendiendo el bar. Casi siempre entre hombres borrachos y pendencieros. Ocuparse de sus hermanos como si fueran propios las habían hecho tomar distancia de los hombres, sabiéndose herederas del calor y la fecundidad de Doña Fecunda. Mientras ella me vendía la tira de pan, vi a Dolores y Virtudes, muy arregladas, una con un vestido amarillo


y la otra con un vestido rojo, ajustados a sus cuerpos, allí adonde la Madre Tierra depositó todos sus encantos. Me contaron que esa mañana había venido el doctor, director del hospital, que, alabando la fama de sus comidas, había contratado para esa noche, 2 de noviembre, día de la medicina, una cena para 33 personas, entre médicos, enfermeras, autoridades y hermanas del Sagrado Corazón, laicas venidas de España hace varios años para trabajar en la misión wichi; dos de ellas también trabajaron en el hospital como enfermeras del cuerpo y del alma. En una zona donde las almas se achicharran del calor y el corazón se hace duro como el quebracho, las hermanas preparaban pociones para ablandar corazones endurecidos y salvar almas achicharradas. La fórmula de las pociones había sido traídas por Sor María, a escondidas del convento de Jerez. Eran manuscritos originales fechados en el año 1629. El único cambio era que, en vez de grasa de jabalí ibérico, contenían la misma cantidad de grasa de iguana macho. Decía Sor María que estaba probada su eficacia, pues el otro día, cuando llevaron al hospital al Intendente de corazón endurecido con un ataque al hígado, ella le dio tres días seguidos la poción ablandadora, y al cuarto día, cuando vio al Suncho con los pantalones que eran puras hilachas le regaló uno de sus pantalones y le compró un babero nuevo, que el Suncho no se sacó hasta el día de su muerte, que fue muchos años después, de pena por la muerte de Dona Fecunda, que terminó todos los días de su destino, muy fecunda, dejando 16 hijos, 48 nietos y 12 bisnietos. Sentado bajo el árbol, yo miraba la noche, coqueando despacio, como masticando la vida. Me imaginaba a Dolores y Virtudes sirviendo las mesas, ñoquis de mandioca, chipás paraguayas, chupín de bagre. Me parecía ver cómo, con disimulo, se chupaban los dedos. La música también era inusual. Siempre se escuchaba chamamé, polka y chacarera, pero ahora sonaban valses, tangos instrumentales y algunas zambas clásicas, especialmente me acuerdo de Zamba de


mi esperanza. Me estaba adormeciendo con las imágenes de la barbaridad que habían visto mis ojos días atrás. Un camión, mercader de la vida, había salido para Córdoba, cargado con 15.000 pichones de loros para vender, sin pensar que el loro no se reproduce en cautiverio, pues la fecundidad del loro es una de las máximas expresiones del amor en libertad, ya que la algarabía de sus amores únicamente se produce en pleno vuelo. Aparte que el loro come las vainas del algarrobo, el jugo gástrico ablanda las semillas en su estómago y las caga en pleno vuelo casi listas para germinar. Pensaba en esto cuando pasó un joven, muy apurado, con dos perros. Me llamo la atención y lo seguí con la mirada, camino derechito a golpear la puerta de Doña Fecunda, tan fuerte que desde aquí escuché con toda claridad el tun tun tun. Lo hicieron pasar. Salió en pocos minutos, más apurado aún. Pasó a diez metros del algarrobo, y se perdió en la oscuridad, de donde había venido. Me acordé de cuando era niño, criado con el convencimiento de que tenía que ser un profesional. Una de mis primeras “vocaciones” fue la de médico, para ir algún día a África, después, ingeniero civil, pues un tío estaba triunfando con una empresa de camiones volquetes caja baco, haciendo caminos en la selva impenetrable, donde iban levantando campamentos, buscando canteras para el ripio y la arena. Un nombre grabado en mi memoria es Bambiche, un gigante de más de dos metros, del que nunca nadie supo su edad. Era bueno como el pan de harina negra, con manos increíbles. En 17 minutos cargaba 11 metros cúbicos de ripio. No comía casi nada. Coqueaba y tomaba alcohol puro, rebajado con jugo, cascaras de naranjas, y un poco de azúcar quemada, Cachurrin. Trabajaban hasta de noche, alumbrados con lamparas de querosén, entre nubes de zancudos y tábanos bañados en sudor. Mi tío parecía un americano, con su guayabera, pañuelo al cuello, lentes de sol y sombrero panamá. Llegaba con su auto nuevo, una rural RAMBLER, a supervisar los trabajos y decía:


_ M`hijo, somos protagonistas de la conquista de la tierra. El progreso es como bola de nieve que no se parará nunca. Quizás tu empresa sea de haces espaciales, trabajando materiales de otros planetas, o construyendo ciudades espaciales. Después, mi otra vocación fue la de arqueólogo, impactado por las películas de expediciones a ciudades y culturas perdidas. Después fue nada. No quería saber nada, nada, confundido con los cambios de casa, el cautiverio en un colegio interno, las peleas de mis padres. Mi madre, muy católica, todo el día en la escuela, la legión de María, la Liga de Madres, y rezar el rosario todos los días. Mi padre no creía en Dios, y despotricaba contra la iglesia, mientras triunfaba en el comercio y la política. Tuvo un cura muy amigo, el cura Amén. Con él se amanecía jugando a la loba. Era su consejero en estrategias políticas, un personaje especial, barrigudo y de cabeza pequeña, casi pelada. Tenía mucho público en la misa del domingo, pues todos salían contentos. A los pobres, les hablaba con gran comprensión de sus problemas, asegurándoles que serían los primeros en entrar al reino de los cielos y sentarse en el banquete celestial. A los ricos, le decía que pensaran en los pobres, y que fueran cuidadosos con lo que les daba Dios, que entrarían segundos, pero que entrarían, si eran bueno administradores de sus riquezas. A los otros, los vagos, o los que vivían en la inercia, los que robaban las ropas de las sogas, las gallinas de los gallineros, y las naranjas de las quintas, le decía que también entrarían, aunque terceros, pero que como la bondad de Dios es infinita en el Cielo hay lugar para todos, amén. Así que todos contentos, las limosnas de los pobres siempre eran más generosas. Era como un seguro social, quizás por la escases del banquete de la tierra se querían asegurar el banquete celestial. La noche era esplendida. Millones de estrellas danzaban a la vida. En realidad, me parecía estar en la fiesta de los médicos. Virtudes, con su vestido amarillo, ceñido al


cuerpo, se contoneaba de aquí para allá. Yo conversaba con Sor María sobre Granada, los árboles y el problema actual de los moros. No podía dormir. Estaba sentado bajo el algarrobo, cuando de pronto sentí que de nuevo pasaba gente. Ahora no era uno sino dos hombres, de sombreros y bombachas. Y 4 perros. Todos muy apurados, hablando en voz alta. Iban hacia la puerta azul. Me pico la intriga y traté de escuchar. ¡Qué puede ser! Carajo. Tiene que venir con nosotros. Golpearon la puerta azul. Pum, pum, pum. Doña Fecunda por favor. Buscamos al médico Garaboto. Van a esperar un momento que yo lo llamaré. Medio rezongando, esperaron. El médico salió y les pregunto qué querían, que estaba ocupado. Ellos dijeron que Don Fausto los mandaba a buscar un médico, pues su hija seguía mal, con fiebre, embarazada de varios meses. El médico les dijo que ya le había mandado la receta, según los síntomas que le habían explicado. Pero doctor, Don Fausto nos dice que eso no está bien, que usted perdone, pero su hija sigue mal. Él quiere que usted vaya a verla. El doctor se rasco la barbilla, pensando en lo bien que estaba disfrutando de la comida y la charla. Bueno, decile a Don Fausto que no se preocupe, que no es grave, que voy enseguida. No muy conformes, salieron los hombres y los perros más apurados que antes. Pasaron delante de mí, y se perdieron en la oscuridad. Tentado estuve de preguntarles, pero los veía muy apurados. Algo grave pasaba. Me intrigaba. Llegó a mi cabeza la imagen del doctor Abón, el que me había despertado por unos meses la vocación de ser médico de mi pueblo. Fumaba tres paquetes diarios de cigarrillos negros. Era muy flaco y se amanecía jugando a la loba con el cura Amén, mi padre, y otros. El


cura Amén, que era pelado, murió muy viejo, y de tanto mandar gente al cielo le volvió a crecer el pelo, por lo que mucha gente pensaba que había muerto santo. El doctor Abón tenía fama de bueno, pero no logró convencer a mi abuela para operarla del hígado, pues tenía varias piedras, según las primeras radiografías que se hicieron en la zona. Obligada por mis tías, ella aceptó hacerse las radiografías, con su plan en la mano, pues sus hijas la presionaban para que se operara. Como era tan buena, les pidió un tiempo. Y se fue a ver a una vieja india chaguanca que vivía en el monte con 8 nietos, 14 perros, 3 loros que se iban a amar en el espacio hasta Santa Cruz de las Sierras y volvían a su aro de bicicleta con nuevas recetas de los guaraníes para su india vieja. También vivían con ella un zorro negro y un oso hormiguero. Mi abuela volvió, muy radiante y contenta, con tres botellas de tres cuartos de un líquido espeso y oscuro. Lógicamente, muy bien escondidas en la mantilla traída por su suegra de Granada. De una de las botellas, tenía que poner medio vaso, todas las noches, con un huevo adentro, casero y claro, y tomar al otro día antes de que amaneciera con los gallos. La segunda botella era para condimentar cada día una ensalada de ataco, hinojo y alfalfa tierna. Con la tercera, que parecía de tabaco negro, tenía que echar un poco en un lavador y empaparse sus largos cabellos y después lavarse los pies. Un mes después, la llevaron a hacerse otra radiografía porque decían que no estaba bien, que se la notaba rara. Las piedras habían desaparecido. Todos los meses, mi abuela iba a visitar a la india vieja con un paquetito de hojas de coca, yerba mate, y alguna otra cosa. Volvía contenta, para seguir rondando por la casa. Mi intriga me llevaba a observar la puerta azul de Doña Fecunda, que seguía cerrada. Se escuchaba música movida. Me imagine a Dolores y Virtudes bailando, pues seguramente estarían en la mira de algunos médicos, varios cordobeses, rápidos y recién recibidos. En eso aparecieron los dos hombres jóvenes, seis


perros y un señor bien gaucho al que se le notaba el enojo. Escuché: Va a saber este doctorcito quién es Don Fausto Morales. Que seré pobre; pero malo cuando me buscan las costillas. ¿Qué pasa? Y no pude más permanecer tan cómodo, sentado bajo el algarrobo. Me fui con cuidado, detrás de ellos. La puerta retumbó con los golpes de los grandes puños de Don Fausto. Se abrió la puerta. Entró derecho. Los otros dos quedaron afuera. Se dirigió directamente al doctor Garaboto, que estaba sentado en la cabecera de la mesa contando anécdotas de su época de estudiante, que con tanto sacrificio se había recibido, que en casi 8 años en ese pueblo había llegado a director y para el próximo año ya se volvía a la ciudad de Córdoba para poner una clínica privada, así sus hijos podían seguir la carrera de medicina. No pudo seguir hablando. Se puso blanco cuando se dio cuenta de que un hombretón de casi dos metros y bigotes lo encañonaba con su revólver, por lo menos 45. Perdone, doctor, mi hija se muere, pasó una hora y por lo visto no tiene apuro. Así que usted viene conmigo ahora mismo. Pero Don Fausto, piense… Nada, doctor. Que mi hija se muere. Delante de mis ojos pasaron Don Fausto, que no bajaba el revólver, y los dos hombres escoltándolo, seguidos por los perros. Se perdieron en la oscuridad. En la fiesta de la medicina se armó un alboroto. En la miraba de Doña Fecunda se notaba su complacencia con la comprensión del amor de madre que siempre emanaba de su aliento fecundo. La que se puso mal fue Sor María, que dijo que se marchaba y no quiso que la llevaran en el auto que alguien le ofreció. Salió cuando llegaba un médico diciendo que la hija de Don Fausto estaba fuera de peligro, después de un parto muy difícil asistida por el doctor Garaboto. Y que él también estaba fuera de peligro. Pero Sor María, aunque más tranquila, salió a la


oscuridad acompañada por Dios, seguramente rezando, o no, con malos pensamientos por lo ocurrido. Yo también volví al árbol, caminando despacio y pensando. Pensando en años atrás, en bares de estudiantes que terminaban el secundario y debatían por noches enteras eso que se llama vocación. Muchos coincidían que las de más futuro eran las de medicina y abogacía. Años atrás habían sido filosofía, psicología, antropología, bellas artes... Después, ingeniero electrónico, economía, inglés, para llegar a ejecutivo y estar preparado para entrar a alguna multinacional, que eso si era de futuro. En eso estaba cuando el alboroto fue más grande. Un auto arrancó bastante fuerte. Algunos gritaban. Yo también salí disparando. Llegué cuando el auto había llevado a Sor María al hospital, según decía casi agonizando, pues a una cuadra nada más, del bar, una camioneta Ford, seguramente un borracho embravecido, atropelló a Sor María, que iría absorta en sus pensamientos sobre este pueblo de almas endurecidas. El borracho se escapó y lo estaban siguiendo. Ya sabían quién era. El Suncho se puso tan mal que revoleaba el rebenque y se tiraba al suelo, mojado por sus babas. Doña Fecunda se tomó tres copas de ginebra seguidas. Y quedó consternada. Dolores y Virtudes, con un abanico de palmeras, le echaban aire. La gente, alborotada, comentando, tomó el camino al hospital. Al Suncho lo acostaron en la piecita del fondo. Ese amanecer se murió Sor María. De cien kilómetros a la redonda, empezó a llegar gente de todos los colores, miles de wichis con sus hijos cabalgando en sus caderas, tobas del Pilcomayo, chaqueños gauchos, paraguayos, turcos, bolivianos y gringos. Fue velada en iglesia de la Misión. Miles de personas hicieron cola para despedirla y prender velas, que llegaron a diez mil. Por suerte, el “turco” tenía justo una camioneta entera para vender. Frente a la policía, donde estaba el borracho, miles de personas gritaban pidiendo por él. Los policías


ya lo estaban por entregar cuando llegó una Toyota de gendarmería, con armas largas que lo trasladó a Formosa. Mientras las autoridades se comunicaban por el telégrafo del correo con el obispo de Formosa, quién se llamó urgente a Madrid, las otras hermanas, con una gran fortaleza, permitieron que una india vieja de cabellos blancos, ayudada por ellas, cubriera el cuerpo de Sor María, antes de vestirla con un ungüento preparado con grasa de serpiente yarará, semillas de cemil machucadas y flores de chaguar, secas y hechas polvo. Así se conservó fresca y lozana. Tres días y tres noches fue velada. Los nativos no se movieron. Parados y en silencio, renovando las velas que se iban terminando y dejando todo tipo de objetos pequeños, como plumas, yiscas, animalitos de madera, botijos con agua y figuras de cerámica. A los tres días justo llegó un avión, directamente de España. Un hermano de ella que era médico, la acondicionó para llevarla a su pueblo natal, pero su alma no se iría nunca más de aquí. Volaba con los loros en esa máxima expresión de amar, amar en el espacio. Yo, después del acontecimiento bullicioso y dramático de esa noche del día de la medicina, volví a recostarme bajo el majestuoso algarrobo. Y en mi cabeza, recostada en las raíces del árbol y agitada por las imágenes de esa noche oscura, fue cayendo en el mundo de los sueños, mundo mágico dónde uno se puede montar en un caballo blanco y volar planeando en los más recóndito de la mente milenaria. Después de planear con mi caballo blanco, que sería el caballo blanco de la vocación, me desperté con un gran susto. El bulto negro y difuso escapaba al tropel. Manoteé el cuchillo paraguayo que descansaba a mi costado y de un salto pude ver cómo un burro se atoraba con la bolsa de yerba Taragui en su hocico. Él también se asustó al verme, largó la bolsa y salió disparado, alejándose en ese amanecer. Solo, solo, debajo del algarrobo. Caminé a despedir a Sor María que, en su caballo blanco, ya cabalgaba por el cosmos.


Un señor muy elegante llegó al otro día a mi casa. Trataba de ser simpático, mientras yo pensaba que la simpatía no se compra en ningún shopping. Lo saludé muy intrigado, pues vaya a saber qué venía a buscar por este rancho. Se presentó como candidato a diputado por el partido del pueblo… mientras yo pensaba de qué pueblo será este señor, pues aquí nadie usa corbata ni zapatos de charol. Habló por más de dos horas de proyectos y grandezas, y varias veces mencionaba que ya había llegado la hora, mientras yo pensaba que por su importancia tendría mucho que hacer y que ya era hora que se fuera a hacer sus cosas. Pero no, lo que decía era que ya había llegado la hora de un gran cambio para el pueblo, devolviendo todo lo que nos habían quitado, de cambiar el rancho por una casita de hormigón armado en la ciudad, una escuela con ascensor y también computadoras y en primer lugar un trabajo digno en una gran fábrica de hamburguesas que iban a instalar cuando él fuera diputado. Pero para todo eso, mi amigo, es que yo vengo a pedirle su voto y también el de su mujer, pues para ella también hay grandes proyectos, como una gran lavandería


automática y un comedor para los niños donde se comerá de primera, pues las hamburguesas tendrán cada día de la semana un gusto distinto. Que le parece todo eso, a cambio de sus votos, y yo mismo, cuando sea diputado, lo voy a ayudar para que venda bien su rancho y le voy a dar una casita en el barrio nuevo, que se va a llamar El Porvenir. ¿Qué le parece el nombre? Está bien, señor, yo le voy a dar mi voto, pero tiene que prometer muy poco. Yo quiero seguir en mi rancho, donde me ha parido mi mamá, aquí he criado a mis ocho hijos, aquí han aprendido a andar a caballo, a cantar en caja, a cuidar las ovejas, a carnear y a hacer charqui, a podar las viñas, a buscar leña, a juntar chañar y entre todos hacemos arrope. Mis hijas mujeres, de la mano de su madre, han aprendido a hilar la lana, a tejer colchas, ponchos y peleros, a fabricar queso y a cuidar las gallinas, también a torcer el cogote a un pollo para hacer un puchero. La más grande de las chinitas ya se ha casado y me ha dado un nietito, pero viven aquí no más, todos amontonados, y mi hijo el mayor también se ha juntado y ya tiene dos guaguas, y también está aquí, amontonados. Por eso yo le pido que me haga una promesa a cambio de los votos: que a cada uno de ellos les dé un pedazo de tierra, porque ellos saben hacer de todo lo que hace falta aquí para vivir y producir. Hasta la casa la saben construir, y no va a hacer falta que usted le dé una casa construida, pues ellos la van a hacer según nuestras necesidades y nuestro gusto, de adobe y piedra, como nuestros antepasados. Así que si le parece bien, hagamos el trato no más, yo voy a buscar una hoja de papel y ahí, bien clarito, ponemos que nosotros lo vamos a votar a usted y si usted gana nos va a entregar una parcela para cada familia, donde ellos puedan criar sus hijos con dignidad, donde se pueda tener árboles frutales y también puedan jugar las guaguas, un pedazo para sembrar maíz y otro para alfalfa, para los caballos, una manada de ovejas para que nos den lana,


un par de chachitos para carnear en invierno. O sea, señor, que la parcela no sea grande pero que alcance para vivir con dignidad, y si usted nos da, hasta le voy a llevar el mejor queso para que usted lo coma con su familia. Bueno, sí está de acuerdo, entonces voy a buscar la hoja de papel. Porque señor, hasta ahora, lo que yo veo de todos los gobiernos que van pasando, que las tierras van quedando en manos de las grandes empresas, que dicen que son casi todas de los gringos, y a nosotros, la gente del pueblo, que somos bien argentinos, nos van amontonando en los barrios de la ciudad y ahí no podemos tener ni siquiera una gallina, y últimamente ni siquiera un trabajo, pues a las empresas que están llegando les dan todas las tierras y ni siquiera nos ocupan para trabajar, porque no nos necesitan, porque traen cada día más maquinas, hasta están hablando que van a traer máquinas para cosechar la uva y después van a traer para podar, también. Así es, señor. Yo por lo menos, para mis hijos, no le pido ni casas de cemento ni un empleo, le pido muy poco, simplemente una parcela de tierra para que vivan dignamente y hagan patria haciendo lo que saben. Bueno, señor, firme aquí abajito, pero ponga bien clarito que está conforme con lo que vale nuestro voto. El señor muy elegante primero torció el cogote, después, ya recuperado, firmó con arrogancia, prometiendo que daría una parcela a todos los argentinos de buena voluntad, y hasta prometió que haría un puente para el río Chujcha, y donde no había río, haría un río también.



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