Dossier 1976 24 de marzo 2016

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1976 24 de marzo 4 0 A Ñ O S 2016 · correpi.lahaine.org · correpi@fibertel.com.ar · F/correpi


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ste 24 de marzo se cumplen 40 años del inicio de la última dictadura cívico-militar. En el marco del avance implacable del ajuste, el saqueo y la represión que viene imponiendo el gobierno del presidente Mauricio Macri, con sus aliados, se acercan, en los próximos meses, otros aniversarios importantes para la lucha antirrepresiva de ayer y de hoy. En abril, se cumplen 25 años del asesinato de Walter Bulacio; en septiembre, 10 años de la segunda desaparición de Jorge Julio López y en diciembre, 15 años de la rebelión popular de 2001. Finalmente, en mayo de 2017 se cumplirán 30 años de la Masacre de Budge. Estos hitos se entrelazan, y no por casualidad, con nuestra propia historia como organización antirrepresiva. CORREPI no tiene una fecha de nacimiento precisa, sino que surgimos de un largo proceso que comenzó en las barriadas populares, primero con la organización de los vecinos y amigos del Negro, Willy y Oscar en Ingeniero Budge, luego con experiencias similares en otras zonas del conurbano. Esas incipientes experiencias terminaron de cristalizar y consolidarse orgánicamente a partir de la detención, tortura y muerte de un pibe de 17 años en la Ciudad de Buenos Aires. Pocos meses después de aquellas primeras y multitudinarias marchas juveniles por Walter y por todos, CORREPI tenía nombre y una definición sostenida hasta hoy de su objetivo: promover la organización y lucha contra toda forma de política represiva estatal. Cinco años después, al mismo tiempo que nacía el Encuentro Memoria Verdad y Justicia como espacio colectivo de confluencia en torno del 24 de marzo, y se unían el ayer y el hoy en sus primeras consignas, nació una de nuestras más eficaces herramientas para denunciar la represión en todas sus modalidades: el Archivo de Casos de personas asesinadas por el aparato represivo estatal, que llevamos a Plaza de Mayo por primera vez a fin de 1996, y que este año va a tener su 20ª actualización. Una recopilación que le pone nombre a los fusilados por el gatillo fácil, a los muertos en la tortura, desaparecidos, asesinados en comisarías y cárceles y a los caídos en la represión a las protestas, y nos

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permite, 20 años después, tener la foto de la situación represiva en Argentina en cada período post dictadura. Hoy, a 40 años del golpe que instaló la última dictadura cívico-militar, esos otros aniversarios que nos fueron moldeando como organización nos convocan a recorrerlos con sus actividades propias, como siempre, y con las reflexiones que cada uno de ellos propone, con incisiva actualidad. Por eso iniciamos esta serie de documentos con el 24 de marzo, y continuaremos a lo largo de los próximos meses, con las detenciones arbitrarias, la tortura y muerte en comisarías (abril, Walter Bulacio); las desapariciones en democracia (septiembre, Jorge Julio López); la represión y asesinatos en el marco de la protesta social (19 y 20 de diciembre) y la primera semilla de la lucha contra la represión en democracia (mayo de 2017, Budge). En ese marco, celebraremos también la vigésima actualización del Archivo de casos en noviembre, y, en definitiva, repasaremos nuestra propia historia de formación y consolidación como organización, en la más amplia historia de la gestación de la lucha contra la represión en democracia.

MARZO 2016

ABRIL 2016

SEPTIEMBRE 2016

DICIEMBRE 2016

MAYO 2017

1. 2. 3. 4. 5.

40 años del golpe civico militar. 25 años del asesinato d e Wa lt e r B u l ac i o . 10 años de la segunda desaparición de Jorge Julio López. 15 años de la rebelión popular de 2001. 30 años de la Masacre de Budge.

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El golpe y la dictadura E

l proyecto del autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional”, es decir, la dictadura cívico-militar impuesta en Argentina a partir del 24 de marzo de 1976, no era matar, secuestrar, sustraer menores, torturar y violar como fin en sí mismo, sólo porque fueran seres deleznables. La represión es una de las herramientas que utiliza el Estado, administrada por el gobierno de turno, para perpetuar la explotación, y adquiere distintas formas según la coyuntura. Los intereses hegemónicos del gran capital eligen muy bien, en cada momento, qué raza de perro de presa necesitan para asegurar y profundizar todo lo posible sus privilegios. El 24 de marzo marcó el inicio de una etapa en la que era necesario, para la clase dominante, agudizar la represión, debido al gran nivel de organización y lucha que el pueblo trabajador había alcanzado. El golpe militar vino a terminar de poner freno a la importante lucha que estaban llevando adelante muchos sectores de trabajadores y el pueblo organizado por mejorar sus condiciones de vida y, muchos de ellos, por

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una transformación social con el horizonte del socialismo. Un fuerte movimiento obrero clasista, en alianza con un combativo movimiento estudiantil, con la presencia de organizaciones revolucionarias, incluso armadas, se venía desarrollando en un marco de auge de masas que había empezado a amenazar la gobernabilidad del sistema. Así llegó el golpe, con el objetivo de aniquilar una generación comprometida con un cambio social que revirtiera el orden vigente, y con la manda imperial expresa de establecer las bases para garantizar el normal desenvolvimiento del nuevo modelo de acumulación capitalista. La herramienta elegida fue el terrorismo de estado, con su saldo de 30.000 desaparecidos, sus hijos secuestrados, tortura y asesinatos, no sólo para los militantes, sino contra el conjunto del pueblo trabajador. Era imprescindible, para la recomposición y consolidación del sistema, que se había visto jaqueado por el incipiente movimiento revolucionario, eliminar todo el movimiento social (gremialistas clasistas, militantes barriales,

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cristianos de base, alfabetizadores, dirigentes estudiantiles, etc.); separar a esos referentes del conjunto de pueblo y disciplinar con el miedo a los militantes de partidos burgueses con alguna posibilidad de radicalizarse a medida que la lucha creciera. De la mano con el aspecto militar de su guerra de clases, también se abocaron a instalar las premisas de una cultura diferente, individualista, de consumo, que habría de aumentar en calidad con el tiempo, muy especialmente en los ‘90. Siete años después, sus fines concretos estaban cumplidos, con la baja del salario real, la disminución de la participación de los trabajadores en la renta nacional, el disciplinamiento del aparato sindical con el monopolio de burócratas que no ponían en peligro las bases económicas del modelo, y el aniquilamiento físico y moral de las organizaciones revolucionarias y armadas. Completaba el escenario la deslegitimación de todas las organizaciones y personas que pretendieran poner en discusión el sistema.

La aplicación del terrorismo de estado se propuso que las futuras generaciones aprendieran que podían, eventualmente y en el marco democrático, reclamar alguna reivindicación puntual, pero Nunca Más plantear un verdadero cambio de las relaciones sociales en Argentina. “Reorganizados” el capital y el trabajo, sólo quedaba pendiente el problema de la legitimidad. El siguiente paso era instaurar un gobierno “legítimo”, que proclamara el respeto a las leyes, la seguridad jurídica, el fortalecimiento de las instituciones y la defensa de la propiedad privada, para llevar adelante la segunda etapa de los objetivos diseñados por el Departamento de Estado de EEUU. Neutralizado todo proyecto de cambio en las relaciones sociales existentes, había llegado el momento de instrumentar la “institucionalidad” a través de la transición “democrática”, que continuara y profundizara el modelo de dominación, sobre la base de la “paz social” lograda a sangre y fuego.

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Y volvió la democracia E

n diciembre de 1983, volvió la democracia, que, para entonces, ya emergía como la nueva política de gerenciamiento internacional del capitalismo. La realidad continental y nacional demostraba que, logrados los fines principales con el gobierno militar, otros objetivos serían mejor cumplidos por los gobiernos democráticos. Ya no hacían falta las dictaduras, ni el Plan Cóndor. Las políticas económicas que la dictadura no había llegado a profundizar, serían implementadas desde gobiernos constitucionales “presentables”, legitimados en su origen electoral, sobre el terreno yermo dejado por el aniquilamiento físico de la resistencia y el terror impuesto a la sociedad en su conjunto. Desde el imperio se imponía en todo el continente la línea de la defensa de la “gobernabilidad democrática” y el fortalecimiento de sus instituciones. La represión explícita de la dictadura, cumplida su función de exterminio y “limpieza contrainsurgente”, cedía el paso a más sutiles métodos orientados al control social. En este escenario, se empezaron a hacer visibles otras formas represivas, dirigidas a disciplinar y controlar de manera difusa, invisibilizada y naturalizada, que tardaron en ser reconocidas como parte de una política de estado por el movimiento tradicional de DDHH, centrado en la más inmediata y pesada herencia de la dictadura, la lucha contra la impunidad que resultó de las leyes de obediencia debida y punto final, y los indultos. Por eso, mientras, para muchos, las únicas tareas pendientes eran el reclamo del juicio y castigo a los represores y la pelea por la libertad


de los presos políticos “residuales”, desde abajo y a la izquierda se fue forjando, desde finales de los ’80, un nuevo movimiento antirrepresivo, centrado en la organización y lucha contra la represión en democracia. La masacre de Budge, el asesinato del militante cristiano de base Agustín Ramírez en Solano y la detención, tortura y muerte de Walter Bulacio en la ciudad de Buenos Aires, fueron los principales hechos, aunque no los únicos, que empezaron a poner sobre el tapete el gatillo fácil, las detenciones arbitrarias, la aplicación sistemática de la tortura en lugares de detención, las muertes en cárceles y comisarías, y la desaparición de personas, naturalmente mucho menos sistemática que en la década de plomo, con particular incidencia sobre jóvenes previamente hostigados por la policía. Más de 30 años después, es evidente la incidencia de estas modalidades represivas, que encuentran su origen en la necesidad del estado capitalista -gobierne quien gobierne- de garantizar la opresión a través del control y el disciplinamiento social, y que se dirige de manera preponderante a los sectores más vulnerables de la sociedad, a los más pobres, y entre ellos, a los más jóvenes, que son además su mayoría. A la par, y a medida que la clase trabajadora fue recomponiendo sus lazos, y comenzaron a emerger formas organizativas antiburocráticas que retomaron las herramientas históricas de la lucha obrera, del paro al piquete, los gobiernos recrudecieron también la aplicación de una represión selectivamente dirigida a esos sectores organizados, encarnados en delegados de base, comisiones internas y sindicatos recuperados. Si a mediados de los ’90 era una novedad usar la expresión “criminalización de la protesta”, hoy está firmemente arraigada en el conjunto del pueblo trabajador, y forma parte del núcleo de consignas centrales que enarbola el Encuentro Memoria Verdad y Justicia, que hace 20 años convoca a marchar el 24 de marzo tras la bandera de la lucha contra la represión y la impunidad “de ayer y de hoy”.

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Los gobiernos pasan, la represión queda 1 9 7 6

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n breve repaso por los principales hitos represivos de los sucesivos gobiernos post dictadura permite confirmar que la represión, en sus diferentes modalidades, siempre pasada por el tamiz de las necesidades de la etapa, es una herramienta más en el arsenal de las políticas de estado de todo gobierno en una sociedad dividida en clases. Desde el 10 de diciembre de 1983, pasaron por la Casa Rosada Alfonsín, Menem, De la Rúa, Puerta, Rodríguez Saá, Duhalde, Néstor y Cristina Kirchner. Algunas gestiones fueron breves –incluso brevísimas-, otras se extendieron una década o más. Cada uno de ellos, sin perjuicio de sus características, estilos y discurso propio, así como de las diferencias derivadas de qué sectores de la burguesía mejor representaron, dejó su marca en el historial represivo del país. El gobierno de Alfonsín inauguró la cuenta de los desaparecidos en democracia que hoy tiene más de 200 nombres, sin contar los miles de mujeres secuestradas por redes de trata, en Rosario, en el mismo mes de diciembre de 1983 que asumió. Luego vendrían otros, como Carlos Samojedny, Francisco Provenzano, Iván Ruiz y José Alejandro Díaz, capturados con vida después de la represión en el cuartel de la Tablada y nunca más encontrados, ni vivos ni muertos. Para cuando terminaba su mandato, los muertos del gatillo fácil y en cárceles y comisarías era de más de un centenar, aun cuando sólo la Masacre de Budge, en mayo de 1987, trascendió masivamente a partir de la movilización vecinal.

Las celdas de las comisarías, a fines de 1989, estaban llenas de jóvenes pobres cazados durante los saqueos del apresurado final. En los diez años siguientes, bajo la presidencia de Carlos Menem, los asesinados por el aparato represivo estatal fueron más de 700. Uno de ellos era un pibe de Aldo Bonzi, hincha de San Lorenzo y Los Redondos. La movilización juvenil y estudiantil que denunció multitudinariamente en la calle la detención ilegal, tortura y muerte de Walter Bulacio se cruzó con las movidas del conurbano, con Budge y otros barrios en los que se empezaba a militar contra la represión policial, y terminó de configurar lo que desde entonces llamamos CORREPI. El asesinato del obrero metalúrgico Víctor Choque, el 12 de abril de 1995, y exactamente dos años después, el de la trabajadora Teresa Rodríguez, nos recordó que también en democracia hay asesinados en la represión a las movilizaciones y protestas populares. El 17 de diciembre de 1999, una semana después de que asumiera la presidencia Fernando De la Rúa, el radical secundado por el Frepasista Carlos “Chacho” Álvarez, la Gendarmería Nacional, en un operativo coordinado con la policía correntina, desalojó a los trabajadores autoconvocados del Puente General Belgrano. Mauro Ojeda y Francisco Escobar se sumaron a la lista de asesinados en la represión a la protesta, que pronto crecería con Aníbal Verón y otros tres compañeros, y se completaría en la represión a las jornadas de rebelión popular del 19 y 20 de

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diciembre de 2001 hasta llegar a 45. En esos mismos dos años de gobierno, se acumularon más de 400 nuevos muertos por el gatillo fácil, la tortura y en cárceles y comisarías. Después de los pasos fugaces de Puerta y Rodríguez Saá, llegó a la casa de gobierno Eduardo Duhalde, que en un año y tres meses de gobierno nos costó otros dos centenares y medio de pibes asesinados o muertos en las mazmorras, además de Darío y Maxi, asesinados en el Puente Pueyrredón. Finalmente, el 25 de mayo de 2003 se inició la etapa de los tres gobiernos kirchneristas, que se extendería por 12 años.

Las estrategias represivas del kirchnerismo

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l kirchnerismo emergió, después de la rebelión popular de diciembre de 2001 y la movilización que finalizó con la masacre del puente Pueyrredón, como fracción dirigente del PJ, con el mandato de estabilizar la crisis política y recomponer la institucionalidad. En un primer momento, el presidente Néstor Kirchner se dedicó a sumar voluntades, a través de una política de cooptación y seducción de referentes de los más diversos ámbitos y orígenes, que pronto conformaron la “transversalidad”, esa especie de protoplasma kirchnerista que reunió, bajo la consigna del “proyecto nacional y popular”, a una buena cantidad de referentes y organizaciones, algunos de los cuales se proclamaban antiimperialistas, anticapitalistas o de izquierda. Dos fueron los ejes centrales para consolidar esa imagen. Por una parte, el gobierno asumió pleno protagonismo en la reapertura e impulso de los juicios contra represores de la dictadura, promoviendo la anulación de las leyes de impunidad y constituyéndose como querellante, a través de las secretarías de DDHH nacionales y provinciales, en las principales causas. En la misma línea, se sucedieron actos de fuerte con-

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tenido simbólico, como el retiro de los cuadros de Videla y otros genocidas del colegio militar, los reiterados actos en la ESMA, el Parque de la Memoria o Campo de Mayo, inaugurando monumentos o museos alusivos. La “política de DDHH” expresada en esas y otras iniciativas, se convirtió, así, en la marca distintiva del gobierno kirchnerista. Paralelamente, el gobierno adoptó un discurso de “no represión”. Encabezados por el propio Kirchner, que a la semana de asumir declaró: “No quiero criminalizar la protesta social”¹ , todos los integrantes del gobierno, y en especial los encargados del área de seguridad, dijeron cosas parecidas. Efectivamente, en los primeros meses de su gestión, no hubo mayores episodios de represión a movilizaciones o manifestaciones populares, y ello generó un clima de expectativa. Los piquetes y cortes de rutas que habían caracterizado los años anteriores, fueron reemplazados por el acompañamiento casi simbólico a los dirigentes que subían a los despachos oficiales para reunirse con Kirchner, con su hermana Alicia, con alguno de los Fernández o con funcionarios de segunda y tercera línea como Sergio Berni o Carlos Kunkel, y volvían para anunciar las promesas logradas, con lo que el gobierno no tuvo mucha necesidad de reprimir, pues no había situaciones de gran confrontación. Pero, para quien quisiera ver, había claras señales de que ni el discurso de los derechos humanos, ni la promesa de no reprimir la protesta social, respondían a otra causa que la necesidad de legitimación de un gobierno asumido con un muy escaso capital electoral, y que, una vez logrado el suficiente consenso, el aparato de fuerza estatal retomaría explícitamente su tarea disciplinadora sobre los trabajadores y el pueblo. La designación de funcionarios de larga historia represora en sectores claves de los ministerios, secretarías y direcciones fue una de esas señales inequívocas², acompañada por una nueva versión, políticamente correcta, de la tesis de la “inseguridad ciudadana”, a la que se sumó una campaña mediática de estigmatización como “violenta” de toda modalidad de lucha que no se limitara a dialogar con el gobierno para consen-

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suar “soluciones”. Sería necesario que trascurriera más de un año para que, al menos en parte, se advirtiera el carácter netamente represor del gobierno kirchnerista. Al mismo tiempo que el gobierno instalaba su discurso de tolerancia a las movilizaciones populares, se intensificó, por carriles menos oficiales, una campaña dirigida a demonizar todo tipo de reclamo que no fuera explícitamente dialoguista. Poco a poco, los medios de comunicación construyeron la idea de que los cortes de rutas, los piquetes y, por extensión, todo tipo de manifestación callejera, eran actos de naturaleza violenta y antidemocrática. Hábilmente, no se cuestionaba el derecho a protestar ni la pertinencia de los diferentes reclamos, sino que el embate se dirigía a las formas y métodos, con el argumento central de la equivalencia de los derechos de manifestantes y el “resto de la sociedad”, que sin ser el destinatario de la protesta se veía entorpecido para circular libremente. En el clima general de distensión que se impuso desde esos primeros días de gobierno, los hechos represivos que ocurrieron entre junio y agosto de 2003 no tuvieron la menor repercusión, o, a lo sumo, fueron presentados como “desbordes inorgánicos” de algún integrante de las fuerzas de seguridad³. Paralelamente, se agudizó la persecución de militantes por la vía judicial, especialmente reactivando expedientes antiguos4. Poco después, hubo un sutil cambio en el discurso, expresado por el ministro de interior Aníbal Fernández, que, en referencia a los piqueteros, dijo: “No vamos a reprimirlos, pero tienen que desaparecer”5. Para entonces, y aunque los medios lo seguían ignorando, ya se acumulaban los hechos represivos en todo el país. El episodio más significativo, y el más silenciado de todos, ocurrió el 9 de octubre de 2003, en la provincia de Jujuy. Alrededor de 5.000 personas se movilizaron a la comisaría de Libertador San Martín, donde cinco días antes había muerto Cristian Ibáñez, de 20 años, mientras la policía lo torturaba. La manifestación, que reunía prácticamente un tercio de la población local, fue reprimida con refuerzos llegados de la capital de

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1. Diario Clarín, 03/06/2003. 2. El primer ministro de justicia, seguridad y derechos humanos de Kirchner fue Gustavo Béliz, discípulo de Escribá Balaguer, hombre del Opus Dei, ex ministro de Menem, ex compañero de fórmula de Domingo F. Cavallo y principal impulsor en Argentina de la política de control social denominada “broken window”. Conformaban su equipo Norberto Quantín, y su colega Campagnoli, dos de los fiscales apodados “Centauros” porque tienen cabeza de fiscal y cuerpo de patrullero de la federal, y el ex árbitro de fútbol Castrilli, famoso por su autoritarismo. 3. El 9 de junio de 2003, personal de infantería de la Cría. 8ª que custodiaba los negocios del empresario Brukman, lesionó al periodista Alejandro Goldin. En julio, compañeros del Movimiento Pampeano por los Derechos Humanos sufrieron amenazas, y en la ciudad de Buenos Aires, integrantes de la Asamblea Popular de Villa Crespo sufrieron persecución y amenazas por parte de la Cría. 25ª de la PFA. En agosto hubo una escalada de amenazas y atentados contra militantes de DDHH en Rosario. 4. Por ejemplo, el iniciado contra varios referentes nacionales de organizaciones de desocupados por el “entorpecimiento del tránsito” en un bloqueo del Polo Petroquímico de Dock Sud ocurrido en febrero de 2002, otra contra Rubén Sobrero de la Unión Ferroviaria Seccional Oeste y una tercera contra el ceramista Raúl Godoy, de la fábrica Zanón. Apenas semanas después de asumido el nuevo gobierno, un dirigente de trabajadores desocupados del Chaco fue condenado por el delito de daño a un patrullero provincial. 5. Página/12, 27/11/2003.

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la provincia. La gente se defendió, arrojando piedras a la comisaría. Pronto, los efectivos dejaron el armamento antitumulto y empezaron a disparar con balas de plomo. Luis Marcelo Cuéllar, joven militante de la CCC, cayó fusilado. Fue tan efectivo el operativo de silenciamiento en torno a ese primer asesinato en una manifestación durante el gobierno de Néstor Kirchner6, que el nombre de Cuéllar, salvo muy puntuales excepciones, no sería mencionado nunca más. Ni siquiera se lo recordaría cuando, cuatro años después, en el otro extremo del país, fue asesinado en similar situación el maestro Carlos Fuentealba. Casi simultáneamente, el gobierno nacional puso a prueba el consenso. En el mes de octubre de 2003 hubo una serie de declaraciones y trascendidos de funcionarios, desde el presidente y el jefe de gabinete, hasta ministros y secretarios de diversas áreas, que delinearon la nueva estrategia. Ahora, la divisoria establecida era entre la “protesta social lícita” y la “protesta ideológica”, que, por exclusión, quedaba estigmatizada como ilícita. Una fuente oficial no identificada lo explicó así al diario Página/12: “La idea del gobierno es desarticular al piqueterismo (...) dando trabajo primero a los beneficiarios de los planes Jefas y Jefes de Hogar, después a los piqueteros sensatos y a los piqueteros amigos (kirchneristas), y

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dejar aislados a los piqueteros ideológicos. (...) Al que quede afuera porque quiera quedarse afuera, lo esperaremos con el Código Penal en la mano”7. Unos meses después de ese globo de ensayo, las declaraciones oficiales, aunque seguían en la línea de la “tolerancia”, anunciaban el cambio. El ministro del interior, Aníbal Fernández, aseguró que el gobierno “no va a criminalizar la protesta social, pero cuando uno se pasa de la raya hay que cumplir con lo que dice la ley”. Para la misma época, el secretario de seguridad, Alberto Iribarne, aclaró: “Cuando decimos que no vamos a criminalizar la protesta social estamos haciendo esa diferenciación: que una cosa es el delito y otra la protesta social”. Para mediados de 2004, el riesgo de cargar con un costo político por reprimir estaba prácticamente conjurado. Desde su inauguración, el gobierno se propuso no repetir experiencias anteriores como el Puente de Corrientes, el 20 de diciembre o el 26 de junio, porque sabía que eso generaría reacciones como las que sufrieron De La Rua o Duhalde. Su discurso de “no represión”, combinado con la intensa campaña a través de voceros y aliados mediáticos que denunciaban la supuesta “inacción” del gobierno frente a la protesta social y exigían una intervención represiva, en poco más de un año, le permitió pasar a la fase siguiente.

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6. El responsable directo, el gobernador kirchnerista Eduardo Fellner, fue premiado, luego del recambio presidencial, con la jefatura de la cámara de diputados. 7. Página/12, 26/10/2003, nota “Una política para los piqueteros”. 8. El detalle no es menor. Seguridad, que dirige a la PFA, prefectura y gendarmería, estuvo históricamente en el ministerio del interior. Cuando Duhalde asumió la presidencia después del 20/12/2001, designó a Juan José Álvarez en justicia y DDHH, pero le sumó la conducción del aparato de seguridad, traspasando la secretaría en cuestión. Allí permaneció durante la gestión Béliz, y sólo tras su renuncia, volvió a interior para ser manejada por Aníbal Fernández. Cuatro años después, Cristina Kirchner designó a A. Fernández en justicia y DDHH, pero le mantuvo el control de las fuerzas de seguridad, traspasando nuevamente la secretaría.

En agosto de 2004, la Subsecretaría de Seguridad Interior, de la que dependen las fuerzas de seguridad federales, hasta ese momento dependiente del Ministerio de Justicia, regresó a la órbita del Ministerio del Interior, bajo la conducción de Aníbal Fernández8. Se hizo notar el agravamiento de las imputaciones hacia los manifestantes, con el uso frecuente de figuras muchas veces no excarcelables, totalmente desvinculadas de las supuestas conductas punibles y sobre la base de elementos probatorios especulativos. A lo largo del año, hubo más de medio centenar de presos políticos en todo el país, record absoluto desde 1983, imputados por delitos como coacción agravada, prepotencia ideológica o entorpecimiento de la explotación comercial de un establecimiento que impedían su excarcelación; el poder judicial intensificó la delegación de las supuestas investigaciones en las agencias policiales, que aportaban como prueba sus informes de “inteligencia” y eran miles los procesados con grave riesgo de ser condenados y encarcelados. Estaba cumplida la misión de acumular consenso para reprimir, sin perder el rótulo ya asegurado de “gobierno de los derechos humanos”. Sobre esa base, la segunda y tercera gestión del gobierno kirchnerista avanzaron en la utilización de una serie de herramientas represivas que

ningún gobierno democrático anterior usó con tanta intensidad, como las patotas oficiosas, y la militarización territorial. El asesinato del militante del PO Mariano Ferreyra, en el marco del ataque del grupo de choque de la Unión Ferroviaria de José Pedraza es ejemplo máximo de la primera, así como los episodios de las Heras son prueba de la segunda. La sanción, no de una, sino de siete leyes “antiterroristas”, en consonancia con las exigencias imperiales, y el incontestable incremento del gatillo fácil, las detenciones arbitrarias, la tortura y las muertes en cárceles y comisarías, los fusilados en manifestaciones (21 entre 2003 y 2015) y los presos políticos que superaron todo índice desde 1983, marcaron un gobierno que se caracterizó por aplicar toda la represión necesaria, con todo el consenso posible, con el saldo objetivo de casi 3.100 asesinados por el gatillo fácil o en lugares de detención, y 21 fusilados en la represión a manifestaciones populares. El avance notable de la militarización de los barrios, con multiplicación de fuerzas y efectivos, y las reformas legislativas que incluyen las leyes antiterroristas dictadas por cuenta y orden del imperialismo, completan el panorama de la represión estatal, ahora administrada por el gobierno de CAMBIEMOS.

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El macrismo: Ajuste y represión contra el pueblo E

n los escasos tres meses de la nueva gestión, se acumulan los aprestos y avances represivos, nuevamente indispensables frente al plan de ajuste que ya cobró decenas de miles de despedidos, de la mano de tarifazos, devaluación, paritarias a la baja, nuevo endeudamiento externo, y otra serie de medidas antipopulares. Con el triunfo electoral de CAMBIENOS, por primera vez en la historia reciente la derecha más conservadora llegó al gobierno por la vía institucional. Por primera vez, también, una misma fuerza política concentra en sus manos el poder de fuego del aparato federal (PFA, gendarmería, prefectura, PSA), más los servicios de inteligencia federales, junto al poderoso aparato bonaerense, el de la CABA, y las demás provin-

cias, como Mendoza y Jujuy, gobernadas por sus aliados radicales. Apoyado sobre la firme base construida en el gobierno anterior, el macrismo rápidamente mostró sus cartas. Además del perfil de los elegidos para dirigir el área9, y de los reiterados episodios represivos contra trabajadores (Cresta Roja, estatales de La Plata, etc.), una de las primeras medidas en el ámbito de la represión, fue el decreto que declaró la emergencia nacional en seguridad. Su principal consecuencia es que el poder ejecutivo nacional, y los provinciales que adhieran, pueden, sin siquiera los tibios controles y formalidades existentes, cambiar el destino de partidas presupuestarias y hacer contrataciones directas, o sea, tienen libre manejo de la caja 9. Ver “Comando unificado para la represión” en http://correpi. lahaine.org/?p=1593.

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para incrementar el poder de fuego del aparato represivo estatal frente al “delito complejo y crimen organizado”. El decreto incluye en ese concepto varios delitos de los habitualmente usados para la persecución política, como la asociación ilícita “organizada para cometer delitos por fines políticos” (art. 210 CP) y la asociación ilícita calificada (art. 210 bis CP) y los creados por las leyes antiterroristas sancionadas en la década pasada: asociación ilícita terrorista (art. 41 quinquies CP) y financiación del terrorismo (art. 306 CP). La “ley de derribo” de aeronaves, que naturalmente implica la ejecución sumaria de sus tripulantes y pasajeros, ha sido quizás el aspecto que más se ha comentado de la norma. No ha recibi-

do mayor atención mediática, en cambio, que el decreto autorice a convocar personal retirado de la Policía Federal, Prefectura, Gendarmería y Policía Aeroportuaria, con excepción de condenados o procesados por delitos de lesa humanidad y pasados a retiro por razones disciplinarias. No es menor recordar que los fusilamientos de gatillo fácil, la aplicación de torturas y otros hechos represivos en democracia no son calificados por los tribunales como “delitos de lesa humanidad”, por lo que tranquilamente cualquier represor, incluso condenado, puede ser reincorporados. La segunda y central medida del macrismo en materia de represión fue el Protocolo de Actuación de las Fuerzas de Seguridad en Manifestaciones Públicas, aprobado por el Consejo

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de Seguridad Interior reunido en Bariloche, con el consenso ampliamente mayoritario de los gobernadores provinciales. Más conocido como Protocolo Antipiquetes, el dispositivo en cuestión expresa la continuidad de un esquema legal represivo que cobró especial relevancia con las leyes antiterroristas del período kirchnerista y el frustrado intento de una norma similar en 2014, como lo pidió la por entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner en su discurso del 1° de marzo en ocasión de inaugurar las sesiones ordinarias del Congreso. El decreto establece que las movilizaciones deberán comunicarse previamente, fijando recorrido y estarán sujetas a aprobación de la autoridad, pese a lo cual, si las autoridades deciden levantarlas, se concederán entre 5 y 10 minutos para hacerlo sin el uso de la fuerza. Cualquier otra manifestación no anunciada y autorizada, será considerada espontánea, y, como tal, disuelta sin ningún requisito ni intimación previa. Se establece un cerco perimetral para el trabajo de la prensa, que implica, además de la restricción a ese trabajo, una imposibilidad concreta de filmar y revelar prácticas represivas por fuera de los registros de las mismas fuerzas. La limitación a la prensa hubiera impedido, por ejemplo, la actuación determinante del fotógrafo independiente que retrató el paso a paso criminal de la policía de Duhalde contra Darío y Maxi el 26 de junio de 2002, o el de los periodistas

que filmaron el ataque de la patota de Pedraza en octubre de 2010, que costara la vida al compañero Mariano Ferreyra. En una clara reedición del Proyecto X del anterior gobierno, se autoriza la filmación de las fuerzas represivas para ser utilizadas en sede judicial y se habilita la filmación de reuniones previas, o la identificación de los organizadores, con la excusa legal de prevenir o evitar la comisión de esos delitos como daño o corte de calles. La unificación de la PFA y la Metropolitana, y la bendición judicial a las detenciones arbitrarias por el Tribunal Superior de Justicia de la CABA se inscriben en la misma línea. Así, con puño de hierro, el gobierno de Cambiemos va perfeccionando sus herramientas para el control y disciplinamiento social sobre el pueblo, al tiempo que se apresta a reprimir con más dureza aún a los trabajadores organizados. Una vez más, se pone a prueba la capacidad de lucha organizada de los trabajadores y el pueblo para lograr que sus urgencias se impongan sobre las del poder, como lo vienen demostrando las masivas movilizaciones, como la de los trabajadores estatales del 24 de febrero, que derrotaron en la práctica al protocolo. Es en este escenario que nos movilizamos el 24 de marzo de 2016, a 40 años del golpe cívico-militar, con la particularidad de la presencia en nuestro país del presidente de EEUU, Barack Obama.

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o es necesario extendernos demasiado sobre la promoción y apoyo de las sucesivas administraciones norteamericanas en golpes militares en América Latina, incluida la dictadura instalada en Argentina en 1976, con instrumentos de alcance continental como el Plan Cóndor y su aporte a la formación de represores con la Escuela de las Américas. Menos visible, pero igual de condicionante, es la política de colaboración en materia represiva del imperialismo norteamericano con los gobiernos democráticos posteriores. Esta colaboración se expresa en la instrucción militar e ideológica de las fuerzas armadas, de seguridad e, inclusive, de funcionarios del Estado. La formación bajo el auspicio norteamericano sigue los lineamientos estratégicos esbozados en los Documentos Santa Fe (I, II y IV), y es una política estratégica continental. En ese marco se inscriben los ejercicios militares conjuntos, de los que los gobiernos argentinos participan sistemáticamente (270 en los últimos 12 años). Cuando se observan en su conjunto, se puede ver claramente una coordinación aceitada, en el plano estratégico, de todos los estados del hemisferio. Hay ejercicios de los que participan muchas naciones, como los Unitas Fase Atlántico o Pacífico (operaciones navales combinadas), los Panamax, o el Cabañas (ejercicio de contrainsurgencia). El argumento legitimador es, en general, la necesidad de formar una eventual fuerza multinacional para operaciones de paz (léase de contrainsurgencia), con mandato de la ONU (léase del Consejo de Seguridad), o la realización de operaciones de asistencia humanitaria o de alivio de desastres. Otros son regionales, o bilaterales, siempre dirigidos a proteger objetivos hemisféricos estratégicos para EEUU.

Otra muestra de la incidencia de EEUU en la formación de política represiva en los países latinoamericanos son los “cursos de formación” en los que se entrenan los represores, en su mayoría grupos especiales de las fuerzas de seguridad, y, en esta etapa, en menor medida las fuerzas armadas. En el caso argentino, un total aproximado de 5.300 represores han sido instruidos por los Estados Unidos en los pasados 12 años, según informa públicamente el Departamento de Estado. Dado que una parte del informe es reservado y no se publica, es posible estimar que los “estudiantes” argentinos son muchos más. Se trata de programas con eje en contrainsurgencia, antiterrorismo y antinarcóticos, en los que se brinda entrenamiento y capacitación técnica y profesional, con un poderoso componente ideológico, la formación de los represores en la cultura del american way of life, como está detallado en el documento Santa Fe II. A este cuadro es necesario agregar, por un lado, la formación de militares y policías en los centros regionales, como la “International Law Enforcement Academie” (ILEA), de El Salvador y el Centro Regional de Entrenamiento de Lima, Perú, que apunta a funcionarios civiles del área de seguridad. Entre el año 2005, que se creó la primera ILEA, y 2013, se impartieron 177 cursos y se entrenaron 5.952 represores de todo el continente. El repudio popular a la visita del presidente Obama no se limita, entonces, al rol jugado por anteriores gestiones de gobierno de su país antes y durante la dictadura, sino a su política actual, potenciada bajo el macrismo, que se apresuró a tener aprobada la rendición ante los fondos buitres justo antes que su jefe político pisara tierra argentina.

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A organizarse y luchar E

n estos 32 años, vimos –y sufrimos- cómo cada gobierno aportó lo suyo para endurecer el sistema penal en contra de los pobres, y verificamos que lo único que crece incesantemente en Argentina es el presupuesto de las fuerzas de seguridad, así como aumenta la cantidad de efectivos, y se crean nuevos cuerpos policiales. Durante cada gestión debimos organizarnos por la libertad de los presos políticos, contra la legislación cada vez más represiva, y para denunciar que, en conjunto, todos esos gobiernos nos han robado más de

4.700 vidas desde el fin de la dictadura, 70 asesinados en la represión a marchas y movilizaciones desde 1995; más de 200 desaparecidos; un 20% del total de femicidios cometidos por integrantes de las fuerzas de seguridad; miles de luchadores sometidos a procesos penales con riesgo de prisión, y hasta una condena a prisión perpetua, como en el caso de los trabajadores petroleros de Las Heras. Con unidad, organización y lucha, seguiremos dando batalla en el nuevo escenario que nos impone el macrismo, contra el ajuste, el saqueo y la represión.


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