RED
LA
LUIS VELA
Relatos y otros escritos
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LA RED
2001-2012 3
Casa de la Cultura Ecuatoriana Núcleo de Tungurahua Bolívar 5-55 y Montalvo Telf.: 593 (03) 2820338 www.casadelacultura.gob.ec Lic. Germán Calvache Alarcón Presidente Ing. Hada Zurita Barona Secretaria Consejo Editorial Ec. Carmen Vásquez V. Dr. Nelson Silva Ch. Lic. Inés Zambrano M. Dr. Julio Saltos A. Lic. Galo Chávez F. Lic. Gerardo Coca C. LA RED © 2014 Luis Vela transket@hotmail.com www.dropr.com/transket Primera Edición - CCENT. Ambato - 2014 Portada: Tinta de Marcelo Vásconez Contraportada: Retrato (detalle) por Marcelo Vásconez Diagramación: Ridley Aldáz Telf: 0984611258 e-mail: ridleydis@hotmail.com Prohibida la reproducción sin autorización del autor
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A mis padres con amor
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Lo lindo de la vida es aquella pequeña marca de suavidad que nos deja ver el tiempo, todo se vuelve más real. La vida tiende a lo real. La música, la armonía; por supuesto, tu armonía y el bienestar tienden a la enfermedad que nos abruma. Y así, vos y yo, y ella en el laberinto. En la dirección más allá de Juárez.
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EN EL TEATRO Los espacios siempre nos dejan un sabor amargo cuando recordamos los fugaces momentos de gloria y derrota que llevan consigo. En aquellos efímeros instantes que nosotros percibimos inconclusos y expectantes se vierten candores que nosotros llevamos dentro, que dejamos ajenos sin un propósito, acaso, en ellos se guardan el silbido y la hoguera. Sus partículas ínfimas se desplazan con nuestra sonrisa. Sin su pronta marcha no quedaría ni un célebre o un amargo recuerdo, pues son ellos los espacios ocultos que nos muestran el espejo voraz por donde observamos nuestra sepultura. Cuando Antón, en épocas de frugales e intensos ritmos, dejaba la alianza que llevaría al encuentro; tan apática y misteriosa en los suburbios del sueño y la estancia. Cuántas noches la pregunta urgida en los escondites del polvo, el de los de cisnes rosas. Cuántas patrañas en este mundo tan fétido y enfermo, lo que ella detestaba con suma impaciencia y que él ocultaba cauteloso, siempre alegre, firme, efímero animal deseoso. 9
El sábado para Margot, la ansiedad extrema, el color cenizo de su fe daba claros brotes de ternura en el acto previo al compromiso. Esperaba impaciente a su corazón, que la llevaría de paseo por Corrientes, de luces toda ella quedarían en un as los destellos de su sonrisa mordaz. Ya tendría el ticket, la pregunta primera, para alguna función de temporada que se me apetece estreno de lleno, lo que imagina la guapa rubia del Plata. Todo su arsenal de tintes cálidos en posiciones convencionales para algún taxónomo urgido de texturas para cada una de sus bestias a etiquetar, así se disponían los juegos, las miles de posibilidades para múltiples ocasiones. Pensaba que el día no iba a ser alegre ni tranquilo, sino lluvioso, la certeza primera. Y pensaba en el gran paraguas negro, con ese mango de madera; el sobretodo en la cama, el estuche y el clavijero. Se escuchaba en la radio del living unos ruidos que recorrían por todo el pasillo, que llegaban a ella junto con el cerrar de la puerta de la habitación. Sus manos afiladas. El traje de noche, el último modelo de Praga. Allí, por el ventanal, no tan lejos ella veía hundirse sombras, en la profundidad de las paredes de los edificios contiguos alargadas sombras de tonos fríos, azulados en los bordes extremos y obscuros mantos negros en todos los bloques que se intercalaban con las luces amarillas, con todas aquellas 10
voces que se percibían atrás de aquellos muros, con todo el periódico regado en la alacena. Y a Margot las sombras siempre la habían puesto en sustos. Recordaba la obscuridad al subir las gradas hacia el piso segundo para atrapar algún otro que se habría refugiado en sus espacios ocultos. Pero ella recordaba la obscuridad de la obra en construcción, las cargosas bromas de sus primos, los celofanes que se estrujaban como luciérnagas en medio del vacío, los tropezones con los maderos expuestos, las luces mínimas que se expandían como centellas en el exterior, las sombras que se escabullían por las paredes internas del gran salón, lo que provocaba un temor que nacía de repente que se incrementaba poco a poco cuando tenía que internarse mucho más para encontrar a Fabricio, a Gustavo o a Paúl. Luego la trampa habitual, ya las escondidas en los obscuros pasadizos de la casa en construcción eran una jugarreta para los sustos, para los lloros de Margot. Nadie nunca ganaba nada, tan solo el gran susto, las risas de los niños sabidos y la nerviosa Margot que se arrinconaba, que ya iba con su aterido cuerpo a contarle de las fechorías de los niños a Don Lucho. El castigo habitual, que valía la pena todas las consecuencias, que valía un millón la cara de terror de Margot, era lo que se decían los primos. El cabello suelto con su tersura, con su tono melocotón la sacaba de los pérfidos recuerdos infantiles, ya para cepillarlo, 11
ya para plancharlo, para decorarlo, que debía tener caída natural. Mientras, algo irrumpía y no era la hora que giraba y giraba sino unos murmullos que con su almibarada cadencia se internaban en la mente de Margot. Un pianissimo en medio de aquel vacío cuando Holliday aparece como una sombra, como en un juego coqueto de taladros que poco a poco le taladraba el cerebro de una forma que nadie la había taladrado jamás. Romance in the dark, repetía una y otra vez, whit you, con énfasis mientras el piano, como en una corriente maravillosa, corría junto con los vientos y la base rítmica que la hacía caer en felicidad. Margot que se decía, Love me or leave me, se arremetía con su azul indefinible, con sus vientos que le hacían tener ganas de frutillas con crema, con todos los tugurios de New Orleans a los que nunca podrá llegar, con todos los blancos enamorándose en Nueva York, lo que imaginaba, lo que le hacía quebrar de alegría por segunda ocasión. Se veía con la vestimenta adecuada, con todos los LP’s en sus manos, en cama, con el calzado de rebaja que le había gustado. Ya debería despedirse de sus tinturas, de sus reflejos, de todo lo que en ella daban las luces y el disfraz. Antón ya esperaba impaciente que bajara Margot, le hubo de llamar en dos instancias y en la última Margot sintió un poco de urgencia en la voz de Antón. 12
—Siempre precavido, cómo se pudo olvidar de los tickets, mi amor. Cerraba la puerta y con ello una gran parte de ella, el móvil en su bolso verificaba y abría la puerta metálica del ascensor enrejado, luego la siguiente. En aquel modelo italiano de principios del siglo XX bajaba retocándose a última hora el movimiento del cabello, el brillo en sus labios almidonados en el reflejo del espejo comunal. Con su sobretodo negro tan plácida entraba al coche, se alejaban por Boedo entre la noche y las luces amarillas de los faroles que permutan en medio de la avenida. El frío había incrementado, las voces que pasaban con ganas de entrar en algún sitio se esparcían por la avenida, como la bruma entre los ventanales de los restaurantes, por dentro de los maxiquioscos, de las librerías abiertas las 24 horas, por cada uno de los transeúntes en marcha, tan apresurados con sus abrigos y los paraguas de tonos opacos, con un aroma muy suave de seducción. En medio de los espejuelos de los lentes una llovizna que se hacía del todo insoportable si tenías que contrastarla con aquel ventarroncillo que se sostenía por el largo de la avenida. Las luces en muestra, la gran luminaria con sus enormes carteles de fiesta, los programas a la vista por dentro de zaguanes luminosos y brillantes. Paseo La Plaza repleto, muchos a escuchar las “cándidas” comedias argentas que 13
nos arrinconaban con sus sonidos de cierre tan famosos. Las bufandas húmedas, las chamarras, los lentes lluviosos y las carcajadas se esparcían por el medio de aquel terso film en donde las luces se impregnaban en la retina de los transeúntes. La habitual salida de sábado por la noche si no fuera por esta lluviecita, ¡carajo! Pensaba Antón lo hermosa que estaba ella, con su vestido negro que le cabía perfecto, matizado con sus cabellos claros, con su blanca piel de mayo. La miraba como al principio, cuando todo había empezado; las salidas esporádicas desde la casa de sus padres, las primeras visitas al motel que detestaba. Veía a Natalia, que acomodaba a las últimas personas en una de las mesas del fondo con un desaire terrible por las noches en vela mientras tomaba otro trago más, mirando inalterable el polvillo que se refractaba por el medio del rojo, con toda esa sucesión de interminables pruebas de luz. El pequeño teatro repleto y la gente impaciente por el inicio del espectáculo. —Pero sí que me mentiste, no, Antón, que te habías olvidado los tickets, ¡ja!, vaya mentirilla. —Pero querida, estamos en buenas mesas, y si te hubiera dicho que tenía los tickets cuánto más hubieses tardado en arreglarte y en esto hay que ser puntual —aclaraba mientras veía cómo Margot absorbía de manera refinada su tequila 14
Sunrise. Las voces se apagaban de a poco, los acomodadores servían tragos en algunas mesas cuando se internó una música de cabaret que hacía prever que la comedia no habría de resultar aburrida. El primer acto de Así de Perras, con toda aquella melaza de danza y puterío que le gustaba a Margot, como aquellas siluetas en las paredes del fondo, se arremetían por la danza de aquellas mujeres en el escenario. Le gustó cómo las siluetas se truncaban unas con otras, cómo las luces daban un matiz diferente para cada una de aquellas damas, cómo la voz penetraba y se esparcía por el medio de la sala, cómo la música acaecía en cada uno de aquellos escenarios, unos graves y obscuros y otros luminosos y vibrantes. Se apegaba a Antón y se daba cuenta de que él miraba a la rubia actriz principal. —Te gusta la rubia, ¡no! —le decía con una voz muy débil que se aproximaba hasta él como una brisa de primavera. — ¡Shh!, no ves que están en escena —respondía más quedo y miraba a Margot con más ansias que nunca. Proseguiría el monólogo que debería ser la parte más exultante de la obra, pero que por su largo estadio y su poca impronta aburrió a Antón, que comentaba: 15
—Ya me cansó esta pendeja, no lo crees. —Sabes, querido, que a mí me encanta, hay algo en ella que me atrae. Antón se imaginaba una noche de trío con Margot y la rubia aquella y le gustaba, no le decía nada pero la veía, cómo la veía. Las risas del lugar se tomaban de los recodos de cada una de la mesas de los asistentes por una inflexión en la obra, para sacarlos de la zozobra del monólogo con algunas sucesiones jocosas que le hacían quebrar en llanto a Margot del puro gusto. —Cómo me hacen reír —decía y se secaba las lágrimas con su pañuelo. En el último acto, las sombras volvían a sus posiciones con la danza y su juguetón desparpajo en escena, luego un beso que tranzó los labios cerezas de Margot se devino en risotadas y chacota en escena. Un chirriar, y otro más fuerte se podían percibir de los engranajes de alguna polea del telón secundario. Los engranajes que cedían y las poleas, una de ellas en el escenario con todo el armatoste del telón, cayó como un rayo que parte la noche espesa. Esa caída no tendría importancia alguna si su dirección hubiese sido otra. El cráneo hecho añicos de la actriz principal debido 16
a la polea secundaria que le había destrozado en medio del telón que la cubría, y luego otro susurro en medio del frenesí, de la multitud absorta entre el llanto y la estupefacción. — ¡Uffff, qué suerte la nuestra! —dijo Margot clavando en medio del espacio oculto sus ojos de hembra. Buenos Aires Capital Federal 2009
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INCERTIDUMBRE Toda esta calma en este Atlántico, frío Atlántico de agosto. Este Pacífico que no existe, que ya no busca, te busca, que no te quiere encontrar. Cuando la música apareció para Antonio aún era muy joven. Todos los lunes pasaba por el inevitable hábito del viaje para la sopa de zapallo, para el alegre compartir con la abuela, como decía mamá, y para el beso de entrada, siempre. Era una de las costumbres más arraigadas desde hacía mucho, de antes que le diagnosticaran aquella brutal enfermedad al abuelo. Aquella morada que vio tocar su primera adusta sonata en los intervalos de su primitiva voz, luego los profundos signos vieron la luz de un último chanson tan raído por los rayos, la claridad que dejó a Victoria tan espléndida en aquellos vitrales y en los balcones de antaño. Preocupada por los maceteros, siempre, y por aceitar a todas las máquinas que viere. Aquel lugar de cientos de selecciones apiladas entre muros viejos, húmedos y con olor a naftalina; jaboneras de eucalipto en baños intactos con olor a pino, máquinas Singer repiqueteando y moviendo el vacío como quien mueve el 19
espiral abrasivo del tiempo con texturas múltiples que se intercalan en cada picotazo, (miles de ellos en unos cuantos minutos), o en aquellas revoluciones de la rueda. Angostos pasillos, y esquineros en lo profundo, la morada cálida y el pedal de Ann que amotina. Mas, su flotar se extinguía en el duro hábito del diario vivir impregnado de tantos recuerdos; los muros, que se suponía que existían, gravitaban inequívocos, los silenciosos espejos se disolvían uno a uno, maniatados en su espacio. Los cubrieron de mantos azules después de la declaración de mayo. Libros alquilados en endeudamientos per se, cientos de sucres invertidos en aquella empresa; la curiosidad que se sentía por los otros miles de decorados no conocidos era la culpable de noches en vela, de días en la soledad de sus páginas, en donde se desplazaba intacta, la ciencia ficción. Enarbolaba ella, la misa de domingo y el fuego. Bajar por la Cevallos, hacer el recorrido del Vía Flores, conversar con Diego sobre los paliativos adolescentes, eran algunas directrices que se anclaban en su mente. Bajar a dedo ya era cosa del pasado; el sonido del golpe, las cicatrices posteriores de la cirugía de Manolo acabarían con aquella peligrosa rutina. Decía que debían tratarse mejor, que no acabarían así. Caminaban entonces a media marcha y los escollos del día aminoraban la distancia. Las gradas novísimas, (la Yahuira ya no era la misma) aparecían como moldes indecisos en el 20
panorama habitual desde la Vicentina. Antonio pensaba que ahora tendría que aguantar otra vez el zapallo que él detestaba por Mama Carmelita. Pero el asunto del noviazgo con la Fer a Diego se le había puesto belleza. Ya al pasar por el centro se advertía una multitud de criaturas secundarias que aparecían como sombras extraviadas de un futuro incierto a un presente con tanto vaho, con tanto tufo del otro. Muy juntas siempre, tomadas de las manos unas, otros con cigarros, para muchos de los primeros en sus vidas. Ya en la esquina de la Montalvo, cuando todo no era sino murmullos y miradas sin par, parecía entender entonces el lío en el que estaba metido aquel otro individuo de sonrisa bonachona, de mente penetrante. La memoria de la que Antonio hacía gala, tenía unas lagunas mentales que Diego iba llenando poco a poco como quien llenare la nada con helio. Una densa marea de seres compulsivos, frágiles, inexactos, con trajes diversos encaraban su suerte. Todas sus vueltas (otras revoluciones en diferentes motores), todas se encontraban. Ahí los del secundario masculino, allí los del femenino que se contrastaban entre el privado y el estatal. Que todos se rodeaban y sus posiciones y tiempos propios y dispares todos, ayudando con la gracia de las niñas; sus chupetes rosas, sus labios carmín a los pensamientos que Antonio tendría que realizar para formular la tesis más apropiada y así ayudar a que su amigo, el “Mija”, pudiese tomar la decisión correcta. 21
Se había revolcado con la Katy, famosa, libertina. Después de aquella aventurilla Antonio acompañó a la sangrona de Cintia que no le caía para nada bien. Mientras esos otros dos tórtolos merodeaban los interiores de la primera imprenta, recordaba Antonio las conversaciones con las que creía poder aminorar aquel trauma de estar con Cintia. Ni las flores del jardín que se regaban por la grava, ni la brisa agradable de mayo, peor aún la vista romántica de la ciudad, le daban un respiro para esos silencios de dos.Así que con unos helados de barquillo en mano, después de agradecer al rengo del carrito destartalado de helado apelaban a las ideas comunes que pudieran tener entre sí. Decía que le gustaba la cachonda de la Katy, que la Fer no era igual, que todavía no llegaban más allá que de los besitos acostumbrados y eso lo estaba afectando. Mientras, poco a poco, avanzaban y la multitud acostumbrada de comienzo de semana se movía convulsa. Pasar por al lado de los vendedores ambulantes de ropa era cosa de todos los días de feria. Pero cientos de cuerpos se veían entre compradores muy apretados por las estrechas aceras de la Cevallos. Así que pasaban ya por los alrededores del mercado. Antonio, ahora con decisión, departía algún recuerdo que le remordía por dentro. La Anita, novia de interminables travesuras, se había ido a Alemania sin más, sin decir por lo menos pío. Traicionando la relación por un viaje infructuoso que no le había dejado sino tan solo marcas más duras que el recuerdo. La traición, perdonada tiempo después, se vio 22
anegada por dicha empresa; aquí, Anita, con palabras crueles, cortó en verdad, para decir a los cuatro vientos que ella había terminado con Antonio. ¿Recuerdas, Diego, la fiesta del Ambato Tenis Club? ¿Aquella en donde la anfitriona era la cuñada de Paty, la del patio de autos de segunda mano? Recuerdas que fuimos para arreglar las cosas. Vos con la dichosa Paty y yo con la Anita, bróder. Allí, cuando su trato para conmigo no fue más que de desprecio. Ella detrás de las rejas reconociendo firme que no estaba ahí por mí. Su vestido crema delicioso le cabía perfecto, me hizo saber también que yo no la iba a poder disfrutar, capaz sí la disfrutaría ese tal Luis Miguel. Pero ella decía siempre que sus amigos, que su vida, que todo —mierda cómo la extraño—. Cuando ingresaba por el jardín principal hacia el salón de baile. Por el césped, el olmo y la iluminación norteña. Un baile absurdo fue lo que vi, amigos de siempre con algunas conquistas varias, me cansé y fui a buscar un poco quizás de paz en los bancos muy cómodos del jardín principal. La Cristina, en el banco contiguo, las miles de cosas, el amor fresco con las cicatrices recientes en el decorado mordaz de aquella espera, sus ojos inclinados hacia el durazno, sus labios, el deleite de sus sonrisas en mí, el miedo por todo lo acontecido, ni un solo impulso por obtenerla nuevamente. Luego, ya sabes, Diego, mi flaqueza, el sexo débil que nos conquista, el olor a éxtasis que perdemos. La perdoné como 23
ella habría supuesto y fuimos donde el Pato, al edificio de siempre. Los besos se escuchaban brumosos y tiernos como gotas de cristal en mis oídos. Y luego el viaje, el Palacios como decorado, aquí: —Me voy a Alemania, ¿no te lo dije?, una y otra vez en mi cerebro. — ¡Entonces que se vaya a comer un buen trozo de lo que guste en Bonn!, fue lo que respondí. —La Fer te quiere, hermano, no hagas huevadas. La Katy es linda y seguro que si la dejas, iré a probar suerte. Pero no es para vos, tienes a alguien que en verdad te valora por lo que eres, no por un simple calentón de primavera. —Las cosas van a venir en cuanto el tiempo las traiga, hermano, no te presiones. Ahora me voy, que mi cuadra ya está muy lejos, ahora me toca el zapallo tan de mi abuelita. No te olvides de contarme luego los pormenores, ¡¡eh!! Mientras reían, aquellas criaturas andinas se alejaban. Sus uniformes caquis, los zapatos marrones y sus sueños en juego a la deriva.
Quito, 2006
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DAN EN EL VACÍO La ciudad luego de los destellos, de los bramidos, de la muchedumbre que generan aquellos oleajes que en la mar se precipitan una y otra vez sobre la grava gigantesca, sobre los muros que dividen su espacio, de las grandes luces que se reclinan sobre hojas secas que al caer se las ve en su aleteo que se mecen como castañuelas al ritmo de un himno paria, que corta al vacío a la brisa que mueve a cada una de aquellas cetrinas y el crujir con algún pisotón de mayo. Después de las prisas del señor, del economista que llega tarde a alguna junta, de los estudiantes que salen y luego entran en atraso para la Cátedra de Estética, de la abuela que se ha olvidado de sacar a su compañero canino para que no le ensucie el departamento, de la señora que deja a los guaguas con la niñera, del vagabundo al que golpea un oficial porque ya es hora de despertar y brindar el espacio para que otros ciudadanos puedan apreciar los mármoles de la fuente Cumandá, del inmenso automotor que se agolpa, aquel infernal tráfico en las horas pico, del mal genio conductor 26
del colectivo, de los porteros de cada uno de los edificios que baldean la acera contigua. Luego, la pesadumbre, el cansancio animal de otro día más que gira y el hastío, otro día más del maldito hábito y la cena, otro día más de besar a mamá, besar a Esteban, besar a Danielito que ya ha dado otro paso más y se lo ha perdido, que ya dice mamá. El velo lo cubre todo, el crepúsculo retorna a casa y nos deja otra sensación, aquella que nos da el vacío que sentimos en medio de nuestro pecho profundo, y como un estertor lo llenamos con deudas, con una botella de fernet con coca, lo llenamos con proyectos y sueños, que lo llenamos con hijos. Y allí se encuentra, como el moho de una casa húmeda, otro ser que no ha llegado a casa, que se ha quedado en medio camino, y Dan, en sueños, mucho más ausente. —Dan, despierta, Dan qué haces otra vez acá. Dan, vamos, por qué te has quedado por aquí, ya te he dicho que no te quedes dormido en medio del zaguán... —Quién me toca, quién es. — ¡Hey!, quién más va a ser que yo, la loca que te da un lugar, grandísimo loco. — ¡Ah!, Sara, que alegría sabes, creo, tú me has salvado. — ¿Dan, Alguien te ha lastimado? 27
—Unas mujeres muy guapas con ropajes blancos, quizás hayan querido arrebatarme de tu lado. —Y quiénes son, querido, qué te han hecho. —Ah... Sara, se han reído, quizás se me han reído con tan cruenta risa que hayan querido devorarme, tuve miedo, mucho miedo, pensaba que no podríamos ya hacer aquel viaje que prometiste ¿recuerdas? —No temas, Dan, aquí estoy, no temas, querido. —Pero ven, levántate, necesitas un baño, vamos, Dan, a mi departamento para que te quites este olorcito. ¡Ah!, Sara, solo piensa en descansar, en poder dormir y levantar su aterido cuerpo en la mañana, para poder pagar las cuentas, para poder seguir en curso. Tan juguetona es toda extensión, cosquilleándome, haciéndome sentir bien. Aquel olor que emana después de un baño de Sara penetra en la franela con que me seco, en estos guantes de algodón que toco, en toda esta extraña selección del espacio. Luego unas pequeñas estiradas muy suaves empiezan espaciadas e imperceptibles dando lugar a que las acciones posteriores sean posibles. El proceso sigue y mientras se desarrolla, los cosquilleos aumentan grado a grado que aumentan en dimensión. Los estiramientos posteriores de la piel tan extensa que sus repliegues y las líneas 28
de expresión se incrementan según el tiempo transcurre, se vuelven tan profundas parecería que la disposición de cada uno de aquellos suaves repliegues tuvieran voluntad propia cuando se agrupan y luego de un tirón, mucho más fuerte que el anterior, se vuelve a templar. ¡Ah!, la sonrisa se vuelve cada vez más amplia y mientras me veo más arrugado y luego de un tirón tan templado como una manivela que da dos revoluciones por vez que suelto una carcajada, primero una muy suave para las posteriores que los cosquilleos incesantes la hacen mucho más brutales a lo que quizás Bergson repudiaría. Veo en el reflejo del cristal aquellas deformaciones, la mirada se vuelve a replegar, quién es aquel, el de allá, quién es el que está allá al otro lado del cristal, quién me guía en los acontecimientos y en los cambios exteriores que en mí se producen, quién es ese que no soy yo, quién es aquel de aquella mirada mordaz, quién es ese que se deforma, que primero calmo y joven ahora se ve tan arrugado y feliz, de quién es aquel sonido animal que lo cubre todo. Nunca he podido mirarme al espejo sin sentir pavor por el otro, aquel que sus luces lo hacen tan diferente de mí, que su espacio es distinto al del mío, no sé cuál es su origen, será tan temeroso como yo. Algún día me atrapará, no me dejará volver, intimidará a Sara y vendrá por mí. —Me voy, Dan, ya sabes que hay comida en el refrigerador, 29
sírvete cuanto gustes y no olvides cerrar cuando te vayas... —Sara, espera, a dónde vas, no me dejes. Esta luz que pesa, qué origen tendrá, aquellos destellos millones me envuelven que me sofocan, y cada vez mellan en esto que soy en aquel animal en quien me encuentro, tan solo, tan réprobo. El aire que baja de aquellas laderas se torna en viento que alivia el camino, que acaricia mis cabellos que se eleven y cambien de posición, para que se abran aquellas miles de extensiones, aquellos miles de brazos viscosos que acarician mi rostro, que se posan en mi cabeza, que pretenden volar. Quito 2002 Buenos Aires Capital Federal 2007
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LA SRA. CLOD La Sra. Clod no era uno de aquellos seres que se olvida con facilidad. Aquel escozor que impacta, que se recrea en nuestro destartalado significado, atrae a un placer sutil en principio, y al hastío del todo en derredor. Luego, un poco tardío, aquel mórbido sentimiento surge y una respuesta irreductible es aquel aleteo de sus bronces que oculta. Y allí está, o parcialmente está, sin una respuesta totalmente clara. Borrosa imagen, como el vapor en un cuarto de baño destrozando a aquel rostro que se digna en sonreír mientras se diluye, y cuanto más rápido ocurre aquella disolución más grande se hace aquella intriga, el estado de aquella importancia que damos por llamar curiosidad, ¿dónde ocurrió?, preguntamos, y aquella sensación confortable de la memoria enraizada en unos corvos nos retoma, como tornos que hacia tierra se han dirigido, como si la gravedad los hubiera llamado y ellos dispuestos se habrían tornado gustosos hacia el centro. Ella, de un rostro alargado, de mentón empinado, una blanca tez eslava y unos pómulos ensanchados levemente en sus 32
bordes. Una nariz alargada continúa donde los años la han manchado lentamente. Pues no solo era el lunar ubicado en el bordillo de la fosa nasal izquierda, sino que una protuberancia sobresalía hacia la parte superior, una antena inhóspita en un inhóspito costado, a nivel del ojo derecho se posaba reluciente mientras su pálida tez ocultaba sus enormes ojos negros tan profundos y a los gatos pardos en su camuflar. Que todo su peso y el de su joroba caían tremendos en sus delicadas piernas deterioradas por tantos años, supongo. Doblábase a la izquierda, primero; a la derecha, luego, con lento ritmo, con certeza que su fin no tarda. Y Clod., con sus cortos cabellos blancos, con sus ropajes, con toda aquella pavorosa seguridad del homínido que no está erguido y con sus temblorosos miembros se deslizaba por el supuesto espacio. Las sensaciones que emanaban desde sus rejas, de sus límites que los míos no daban cabida ya para aceptar y es por eso, supongo, que hay una puerta y cadenas. Primero, suspicaz, no advertía su presencia, y en el día no recordaba que esta persona, de cierta manera tan real, estuviera presente. Cuando recordaba, el desprecio recordaba, sumado todo por lo antes expuesto a esta criatura del todo esquiva. Tan es cierto que sus brazos colgaban tan graciosamente como los del chico que acompañaba a la princesa de los mil años o aún más que le colgaban a T. S. Garp cuando en su fin procreaba. 33
Pero acá, ese aquel mismo gracioso impulso constituía tan solo un elemento más de todo aquel sistema de imposibilidad, crueldad y engaño. Aquella postura inferior, de ira ante todo al más mínimo cambio, allí se confundía entre los matices de la noche Avellaneda. De las sombras, de los sonidos tibios, sus idas, sus venidas del baño. De sus salidas esporádicas, más aún de sus permanencias con sus sonidos y sus sombras, y las sombras de sus arácnidos compañeros y sus telares irreductibles. Ella creada y los milenios, preparada quizás tan solo para aquello. Ahora que yo la observo con suma impaciencia ante todo, que mi ansiedad al servicio de la noche se ha posado como aquel velo que lo cubre todo de incertidumbre, que guarda un secreto en su ritmo, en aquel golpe diario de los tumbs, tumbs, tumbs, aquella base rítmica de campos shamánicos y la vida, del corazón que bulle, que resuena, que galopa hacia lo más profundo del ocaso, y ella tal cual aullaba, aullaba, aullaba... Avellaneda Provincia de Buenos Aires 2007
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MATILDA Yo llevo a todos los abismos la bendición de mis afirmaciones. Así hablaba Zaratustra
Su mirada adusta temblaba, temblaba como el belfo superior de un canino empapado, extraviado en las vías, en los rieles principales de Chimbacalle, buscando su jauría, queriendo encontrarse. Rastros de un paraje, y de aquel una aguja sujeta a una madeja interminable que en caída libre es desenvuelta, poco a poco, como que en su transcurso inalterable continúa, y en él aquellos mohosos tejos empotrados, apeándose entre miles de ellos que se apostan sobre las casonas, sobre las oficinas de información de la estación férrea, ya hace mucho desecha y olvidada. La lluvia poco a poco ya comenzaba a tomarse el sitio, mientras de soslayo se la apreciaba fragmentada, con luces tenues, con sombras corrosivas, retorciendo a cada uno de aquellos 36
objetos rugosos que tiritaban, el paso a otra sucesión, como a la apacible dirección del riego. Sumideros que se aunaban con miles de partículas metálicas dispuestas sobre miríadas de granito recorrían uno tras otro, uno sobre otro hasta los bordes del asfalto, desentramándose del vidrio esparcido que por el medio de la vía se adhería a las gomas rodantes; una y otra vez los coches en sentido Sur se escabullían por aquella que suponemos se encuentra en la torrencial fuerza de millones de moléculas que caen, que se destruyen. Y quizás aquella aniquilación, aquel velo que de máscara desvanecida de paso a otra, a su verdadera como fuerza primordial y apetecible elemento. Luego observamos a las enrolladas escalinatas de piedra que se refractan que se vuelven imposibles. La parte superior del muro, con sus casas homogéneas, con sus tules y rosas, con sus zaguanes, con aquella misma intensidad en los lapsos de aquel movimiento, rudo al principio, tosco y violento rebullía imperceptible mientras el intervalo se acortaba, y la extensión de aquella reacción, de aquel vibrar como en un tic inestable que en decrescendo se volvía más escurridizo, que se alojaba en los obscuros pasadizos de la conducta. Cruenta incursión de profundidad marina, adentrábase en eso que la asía, que no la dejaba desprenderse de su yo, más cuando el fervor de desprenderse era en extremo inexplicable, de una fuerza burlesca y maniatada con hilos de bufón, ¿tan sombrío y triste era eso, ese aquello que 37
acongojaba el alma de Matilda? Aquella mirada solaz en el interior de aquella extraña fuerza que la encajonaba era un ente invasor, de una substancia anormal, mientras su yo anhelaba el cálido cuerpo, aquella fuerza expulsábala sin remedio, encriptábase en un momento posterior, que se protegía de una irrupción, de un fallo que podría llegar a una aniquilación apresurada, dando cabida a su ansia, recuerdo en sumo confortable y una extensión más de su tan duro y desacompasado elemento. Mórbido propósito de seducción el sentirse propiedad de otro que creía el metal, la chapa indicada para su atracción magneto. Y era en instantes sucesivos desde aquel mismo instante que vertía su reflexión, que veía con suma claridad que era él, la falta de ese aquello que acongojaba el otro fenómeno que se mostraba tan claro, el de su alma primero y el de la aflicción después, que se encausaban como el Chanchán y el Paute en Pastaza. Con la misma intensidad en la suave luz que traspasaba por las calles henchidas, edificios bruscos al parecer viejos, franceses e italianos se deslizaban por el alfeizar de periodiqueros con sus consolas abiertas antes del alba, conversando con oficiales de azul que merodean. Mendigos en esquinas mustias, -el olvidotacheros después de una larga jornada, el manto miel cercano. El naciente rey entre fugas de violetas exfoliaba unos rojos naturales que de luces escépticas caían hacia el testarudo horror por el abismo contrastado. 38
La mirada atronada, melancólica, y la nostalgia corren por los rasgos curvos de los pómulos, se derraman tal cual las nubes de la aurora en el espacio infinito de las posibilidades. Matilda se acerca, en un hábito automático, al de la esquina vecina, baja tan lentamente como reflexiona sobre su empresa, tan dislocada y, tan disoluta se veía, poco a poco se aleja de ella. Luego se encuentra de nuevo en la organización de partículas, millones de ellas constituirse en ella, y piensa que no sería mejor dejar ese obtuso orgullo y llamarlo, dejar ese aniquilamiento sucesivo que se contrapone con su naturaleza, ¿con su propósito de hembra? Al asentir como un deja vú lejano vuelve por las mismas calles de piedra, realizando las compras en el mercado de San Telmo, fijándose en lo caro del tomate, de la frutilla y el de la pimienta, pero será mejor ir a ver los precios en el Sur, aquellas ráfagas que aludían y a su verdadero pensamiento, juicios que realizaba como centellas en el firmamento de mayo se contraponían a sus verdaderos propósitos y a la acciones subsiguientes que los va a realizar, que no le queda de otra. Pero los primeros días de octubre eran diferentes, aquel lúdico artificio especial, aquella fragancia herbal de rosedales regados a lo largo de la arboleda continúa cubierta por musgos e insectos, por luminosidad suicida en la acera. Las sombras nocturnas se pasean por ese aroma a vainilla que se amalgama hasta en el más insignificante y valioso espacio de este abismo, que se diluye poco a poco en aquel bolo humano, 39
todos muy apresurados y los coffeeshops abriendo, ebriedad y vino de los cuidadores de antaño principian, se pasean, vuelven y revuelven el souvenir llevadero de este enjambre de mierda, acoplándose en cada uno de los detalles de la invernal costumbre que produce el hábito animal, una y otra vez en lo sucesivo de días, luego meses, años, y los años dan paso a las generaciones y éstas al olvido. Jerónimo baldeaba la acera enfrente del hotel y Rodolfo barría la calle vacía, inundada, mientras con un lento ritmo desatinado, con su moño cuasi desparramado y sus pensamientos se acercaba Matilda. Un mensaje de texto es detectado por la humanidad femenina de este mamífero, su ritmo cardíaco aumenta así como la ansiedad se hace cada vez menos llevadera, se apresura, y en las escaleras deja su bolso de compras, con sus blancas y larguiruchas manos de nena atrae su móvil hasta la captura del mensaje y la idea se hace más espesa, como mercurio resbala por su retina y hasta su saliva desespera: “Matilda, tenemos que hablar, esto no puede seguir así”. Mientras su mirada se hacía cada vez más drástica por ser Luca el primero en doblegarse, eso es nuestro pensaba, el poder femenino, poder de contener, el retener, reptar y roer, hasta no dejar nada más y el vacío, la decadencia subsigue. Esto y más aquello, pensaba ya, porque aquí no puede ser pensaba, porque me tengo que ir de esta mierda. La terraza con sus alambres, el tendedero con los ropajes de 40
los clientes del Varela Hotel se movían ayudados por un pan nostálgico, con un rico frescor de primavera virginal. El astro rey era aludido por un centenar de espumosas y algodoneras, de nubes hermanadas en un día tan bello como el más rico de los parajes manabas en el canela del tinte con que la fachada era cubierta. El piso de la cocina yerto, comunal, ayudaban al quehacer de esta Matilda ahora tan feliz y maquiavélica hermana. Ya ha dejado todas las compras de lunes en su pieza y la vemos lavar los tomates y la cebolla luego de las papas y sacudirlas en el lavadero. Néstor, como era habitual, estaba sentado en su cómoda silla plástica propiedad del hotel, por supuesto, porque: —Yo no hago un gasto más que lo sumamente necesario. Y pegaba otro sorbo a su mate azucarado, con su gran edulcorante blanco. Mientras Matilda pelaba las papas preguntaba Néstor con una mirada de cuervo rapaz. — ¿Me haces acuerdo de tu nombre? —le decía, mientras dejaba a un lado su mate con sus manos perturbadas por su artritis reumatoide. — Sí me voy hacer mierda ¡y qué! —Matilda, ¡ah!...Matilda —repetía Néstor para asegurar en su memoria el apelativo distintivo para esta mujer joven que él 41
veía como un deleite, por su imposibilidad, que él creía como su pecado, -pobre pensamiento-. Y así como los pajarillos, los cantos de mirlos, de pechos amarillos y palomas obesas se mecían en el acústico espacio, del mismo modo las perezas de las diez de la mañana se mecían por el telar de almohadas, de sábanas y colchas extranjeras, de ojos aventureros en la planta baja. En la cocina Matilda picaba las cebollas y estaba por terminar de sacar el cuero al tomate. Néstor le comentaba de su periplo, el naufragio de sus nueve meses en el Hotel Varela. Matilda se acerca hasta el cuerpo de Néstor para prender un cigarro que lo tiene en la boca, y que se ha olvidado la fosforera en la pieza. —Gracias, Néstor —se la escucha. —No te preocupes, Matilda, luego me lo has de pagar. —Qué lindo día el de hoy che —Sabes que está hermoso —contesta el, cuervo—, en el noticiero anunciaron lluvia para la tarde, pero no creo que llueva. —Yo tampoco creo que llueva —sigue Matilda. — ¿Comes temprano?, pregunta Néstor. —Sí, lo que pasa es que ahora voy a entrar más temprano al laburo porque se enfermó la otra mesera. 42
— ¡Ah ya!, ¿y en dónde laburas? —En Bar Sur. —Ajá, acá nomás —dice Néstor. —Sí, acá en la esquina de Balcarce, por eso me vine para acá, un amigo de mi novio vivía aquí y me dijo que fuera a ver si había algo para quedarme. —Y cómo se llama el amigo de tu novio, porque aquí, como verás, conozco a todos, y posiblemente también a ese, tu amigo. —Paúl me recuerdo que era el nombre del flaco, sabes, Néstor, yo ni lo vi, habló con mi novio y le dio la dirección... Matilda se alejó y la mirada de Néstor la siguió mórbido. Bajó las escalinatas empinadas al corto pasillo, al barroco del techo que la siguió y penetró en su morada, luego dejó las cosas en un sector del placard. Ya arriba se dio cuenta de que Néstor miraba su alimento, y antes de que pronunciara palabra Néstor le dijo que se le iba a quemar la comida y que le había bajado la llama; se acercó y efectivamente la llama estaba mucho más baja, con agradecimiento muy quedo y desconfiado, cogió la cacerola y bajó hacia sus dominios. El movimiento en las afueras del hotel y más aún en Defensa 43
ya era el acostumbrado de todos los comienzos de semana; al 22 lo divisamos entre la multiplicidad de cuerpos que se dirigían a interminables acciones. Los anticuarios abiertos y los locales de diseño interior que daban muestras en sus vitrinas de renovación. La heladería y el locutorio cercano se sumaban, junto con el coqueto caminar de hembras vestidas, de roedores disfrazados de estudiantes de cinematografía, al pasar por fuera y dentro de McDonald’s y por fuera y dentro del film empotrado que era el velo diurno de esta maniatada que la conocemos, funesta, real. La calma del mediodía se tomaba de cada uno de los recodos del hotel, de las escaleras, los pasillos, y escuchábamos una melodía silbar, la acostumbrada de Jerónimo, a la que seguía la multiplicidad de pajarillos mientras baldeaba el patio principal, señal de que los baños del patio secundario habían sido aseados, y él con su uniforme azul de tela, con su gorro y sus bigotes se escabullía hacia la oficina principal, pues Jorge lo había llamado. El dueño sentado y él que entraba mientras el agua de la regadera de uno de los baños interiores del patio secundario era expulsada, que recorría cada centímetro de aquel cuerpo, voluptuosa desnudez de curvas y telarañas en el mate, de cerámicos faltantes, de inodoro incompleto, de comunal mierdero de veinte. Con sus ojos cerrados mientras recorría con sus manos y el jabón en aséptico movimiento, primero el rostro, luego el pecho acariciando de manera individual cada una de sus tetas, 44
luego dejaba el jabón y se tocaba sintiendo el interior de cada una de ellas, buscando algo. Pero si eres muy joven para buscar eso, es lo que recordaba mientras hacía su travesía diaria; pero uno nunca sabe, respondía en sus recuerdos, sus blancas tetas se mostraban ahora canelas comparadas con las líneas, marcas del sostén y de la tanga que daban su verdadera palidez, palidez porcelana. Recordaba entonces que Luca no había escrito más que aquella isla. Sus pasos y sus ojotas brasileñas sonaban con eco entre que salía de los baños y se aprestaba para subir por las escalinatas con dirección a su dormitorio. El espejo del pasillo de la planta baja la llama como la llaman las hojas en movimiento, con las cucarachas escabullidas en quién sabe qué lugar, se acerca presta, se mira en aquel reflejo, siempre es un lujo verme con luz solar, pensaba, se mira y se remira, sus líneas de expresión más profundas; bueno, ya no tengo 16, se dice. Se acerca hacia el espejo y ve que sus pupilas todavía están dilatadas, pero qué putas pupilas, mejor me cambio. — ¡Disculpa! che, fue sin querer, —escucha luego de un sacudón por aquel imprudente que no había advertido que Matilda estaba en el espejo de paso hacia lo baños de la planta baja y la había empujado y le había tocado las nalgas. — ¡Pero fíjate, negro! —dice con emputado aire mientras 45
sube las escalinatas y se aleja de aquel brusco encuentro. Two hours, escucha mientras pasa por la habitación 22, ya se me hace tarde, se apresura, y entra al cuarto. Ve que en el móvil hay otro mensaje de hace algunos minutos y no le da importancia. Se desnuda y la ropa lista en la cama la mira, los platos limpios después del lavado se encuentran junto con el alimento, y se pone las pantaletas. Ya vestida, y con su móvil en la chaqueta, recorre los mismos espacios que en la mañana, ahora apresurada abre el portón principal, se va al trabajo. Una multitud de copas de cristal se aprecian en el fondo, una a una limpiándolas el mesero con una servilleta de tela. Él, alto como ningún otro de sus compañeros, se agacha cada vez para realizar la acción repetitiva, y muchas veces en aquella acción se nota una amplia joroba mientras termina y agarra otra copa más. Su nariz aguileña, sus cabellos claros y sus largos brazos se ven atrás de una larga barra de maderos obscuros, entre tomillo, güisquis, coñac, jerez, tequilas, ginebra, vodkas, rones, licor de cacao, licor de banana, vinos de la más variada selección, una interminable variedad son divididos por color tamaño y necesidad. Un enorme espejo atrás del aparador refleja lo posterior de las botellas y todo el bar es reflejado en secciones, las cómodas sillas de la barra invisibles, todas las mesas, las más cercanas, así como el escenario para la velada nocturna, los sillones y las mesas frente al escenario en positivo, los pisos de media 46
duela, y retratos de la más variada selección de artistas y personajes públicos se ven en las paredes hueso seccionadas por la disposición de los licores y la división de la alacena; el espejo se ve enorme desde el portón de principios del siglo XX, y se ve a unas pocas personas, entre ellas al buena onda del Beto. —Desea algo más, señor —preguntaba Matilda a un hombre de mediana edad, obeso, con lentes y un monóculo en el bolsillo de una camisa blanca. —Por favor, me traes otra ginebra, ¿quieres algo más, querida? —preguntaba a una mujer mucho más joven que él. —Para mí otro sexo en la playa —decía mientras la obesa compañía se imaginaba no un trago y Matilda se retiraba con el pedido. —La tercera semana consecutiva y otra mujer, cómo es posible, por eso es que yo no confío en los hombres, todos son unos perros. —No levantes la voz —le decía Beto—, no ves que te puede escuchar, y este es un Fiscal, así que no hagas escándalo Matilda. —Pero yo te digo que todos los hombres son cortados por la misma tela. — ¿Y las mujeres? 47
—Ya vas, Beto no comiences, che. —Pero si la que comienza eres vos. — A ver, aquí tienes la ginebra y el sex in the beach, — ¡Ah ya!, Carlos, me saliste gringo, ¡no! —Esta Matilda sí que está hecha una chula —le decía Carlos a Beto mientras Matilda se alejaba a la mesa del fondo donde estaban los sillones y la luz era un poco más tenue. —Depende con los ojos que la mires, sabes que yo con la que tengo me sobra. — ¡Uuyyy!, Beto, que pasó, mano, no ves lo que tienes al lado, ¡bro! —Bueno, pero tiene novio. — ¡Y qué! Lo bueno de atender a este, decía Matilda luego de haber dejado el pedido en la mesa correspondiente, es que da buenas propinas. La otra semana me dejó 20 pesos, y bueno ya es algo. —Creo que le gustas —le decía Beto. —Sí me parece, porque siempre me mira como raro, pero me importa un rábano con tal de que me siga dando sendas propinas yo me dejó, total aquí no ha de entrar —respondió 48
Matilda. Rieron. La luz de media tarde rebotaba por Balcarce, intersección Estados Unidos, rebotaba entre los edificios antiguos, entre los locales de cueros, los gay-friendly’s del frente, y la tienda de víveres de la esquina; rebotaba por las vidrieras de los edificios de apartamentos hacia las retinas de los callejeros, por la calle también les rebotaba una que otra moneda y de aquellas también rebotaba la luz talvez que se filtraba por los ventanales obscuros con letras de Bar Sur al interior y con fugas para pasar hasta los pies de Faustino, hasta la piel de Natalia, sentada en el sillón de la puerta principal donde recibía a cada uno de los clientes... —Fausto —le decía Rosa por no gustarle el nombre del fiscal—, y qué vamos hacer para las vacaciones, a dónde me vas a llevar, ¡ah!, querido. Faustino pensaba que la misma pregunta le habría hecho su esposa y su pequeña hija Kelly, qué le voy a decir a esta ahora. —No sé, Rosita, todavía falta, ya lo hemos de ver, querida, ahora toma, que luego nos vamos a relajar a otro lado. Mientras se sonrojaba, Rosa Bianchineli, azafata de Lan, engullía con una delicadeza refinada cada sorbo del trago y veía con ojos de sexo al Fiscal de la Nación. 49
—Me parece que estás equivocado, Ale, la obra de Bergman no pasa de ser un fallido intento por instaurar un decadentismo expresionista. Si vemos, como tú ya lo has mencionado, el film Persona, tan solo aquella disección del yo, aquella disposición lineal de los eventos. Acciones internas que tienen lugar en cada uno de los estímulos, quizás para quebrantarla, para enmarcar la verdadera fortaleza humana; del miedo en primer término y la búsqueda como reacción a la primera. El del explorador innato en nosotros, he aquí la dicotomía del ser, una simple interpretación psicológica de los hechos enfermizos que producen las relaciones, sean estas en pareja, o la simple interacción con el entorno. Mientras Alejandro, a todo esto seguía moviendo la cabeza con signo negativo. —Me tienes que disculpar, Victoria, no sé de qué me hablas, nena —interrumpía la disertación de Victoria—, para mí Bergman es uno de los mayores logros del siglo XX. Aminorar a un genio como este que se nos fue es rebajar los logros humanos por comprendernos y comprender a este irracional sentido de nuestra existencia. —Ale, yo no he tocado el tema de que no sea un genio, tampoco te discuto que sea de vanguardia, pero lo que sí te puedo decir, que su intención no fue apearse ante aquel naturalismo, como el de Palacio. En la cena de La hora del lobo, el cercenamiento de las orbitas oculares de uno de los personajes no hace sino pensar en esta modernidad decadente, que se vuelve cada vez más impersonal y selectiva, que se ordena en cajas de fósforos 50
o de zapatos y luego se desintegra en una jornada, en una para complacer a Baco, para complacer a nuestro Dionisios que nos enfrenta, que nos humilla... Unas risas entrecortadas sobresalen de los labios de Alejandro y luego sigue entre dientes sin que alcance a escuchar Victoria, esta ecuatorianita... —Sabes, Victoria, otro rato seguimos, tenemos que irnos, van a dar las cuatro de la tarde. Victoria todavía no puede bajar de ese estado de euforia con que se toma cada debate, mira su reloj y dice algo desconcertada. —Sí, ya es tarde, aquí la vida pasa al vuelo. Pide la cuenta, y al salir ven a Bar Sur en la esquina, se apea hacia Ale y le dice: —Cuándo me llevas allá, Ale. —Victoria, vos sí que me vas a salir cara. Se alejan para virar por Giufra, se ve el letrero del limonero al frente de las mesas que se posan en la acera y de donde Victoria y Alejandro se levantaron para concurrir a su reunión de trabajo. —Todo en orden, Don Faustino —le decía Natalia al ver que el Fiscal estaba por marcharse y del brazo de este la 51
encantadora buena moza de la azafata. —Sí, Naty, la atención impecable como siempre. —Me alegro, entonces, hasta otro momento —le decía Faustino a Natalia que quería despedirse con un beso. Rosa lo jala y lo lleva para afuera. Él, con un tres cuartos, y ella con un abrigo negro que hacía juego con su sexi vestido de noche se dirigían hacia el exterior donde los esperaba, en el garaje de siempre, su minicooper del año. A Matilda, con el uniforme de trabajo, se la ve en una de las sillas de la barra, y, a lo lejos, dentro de una oficina pequeña que se encuentra arriba de la recepcionista y al lado izquierdo de Natalia, unas escaleras de madera rústica. Prohibido el paso hasta para la mayoría de la servidumbre del Bar, se distingue. Leonor, la administradora encargada, mira por entre aquella ventanilla hacia el exterior y se persuade de manera incómoda que Matilda, una de las nuevas, nuevas, está descansando en una de las sillas dispuestas para los clientes. Sigue con la contabilidad y su ordenador titila, dónde puse el cargador, se dice mientras el ícono de la batería se pone en rojo. Leonor rebusca por dentro de un mueble pequeño con muchos cajones y encuentra la extensión AC, la conecta y puede ver cómo el color verde regresa a su conector y puede continuar con su trabajo. Al revisar por sexta vez su móvil se percata de que ha tenido una llamada perdida y un nuevo mensaje, ahora más cómoda 52
dentro de la pequeña cocina no puede resistir a su curiosidad y revisa el mensaje de Luca: Urgente “Matilda, ahora salgo para tu trabajo, llevo tu cámara, sé que la necesitas”. Sí que lo traigo muerto, piensa Matilda mientras Emilia entra hacia la cocina y le dice que ha llegado nueva clientela a sus mesas y que están esperando atención. Mientras ve a Emilia se distingue en sus ojos una felicidad inusual, una felicidad de veras. —Pero qué pasará con esta, —se escucha a la esposa de Jorge, de Rajadell Art Gallery y se disculpa con una de sus viejas amistades alemanas, una señora con rostro bonachón, que con un vestido azul escarlata se acerca hasta Celia y le dice no hay problema, querida, en un perfecto español. —Claro que me preocupo, Mimi, acá venimos a que nos atiendan. Mimi Stockman, crítica de Leipzig, recorre la mirada por aquel bar que no conocía, aunque conocía muy bien a Celia Rajadell. —Qué querrá —se preguntaba aquella hija de los Nibelungos. —En qué piensas tanto, Mimi... 53
—Buenas tardes, señoras, disculpen la demora, estaba polveándome la nariz, cosas de mujeres. Ustedes entenderán —se dirigía Matilda hacia la mesa seis. —No te preocupes, hija, claro que te entendemos —decía Celia ahora mostrándose educada y sin ansiedad. —Qué desean, señoras —preguntaba la mesera. —Bueno, Mimi, qué deseas, querida amiga. —Ah... yo voy a tomar un capuchino irlandés por favor, con un poco de coñac si tuvieras la amabilidad. Celia se sorprende por los increíbles adelantos en el tratamiento del español. — Y usted, señora —dice Matilda. —Yo, querida, deseo unos brownies con chocolate de tableta, por favor. —Qué cantidad de calorías, Celia, vas a engordar. —Mimi, a veces hay que darse estos pequeños gustitos, ¿no lo crees? Antes de que se vaya Matilda, Celia dice: —Me olvidaba, querida, y unas dos empanadas de pollo, por favor. —Sí, señoras, ya les traigo el pedido. 54
—Qué encantadora mesera, no lo crees, Celia. —Sí, Mimi, pero sabes que es nueva, no la había visto por acá... —Y qué mona, querida. —Claro, es argentina, ¡che! —prosigue Celia. —Hablando de belleza, Mimi, ya sé que recién acabas de llegar de Colonia y no te quiero perturbar con las actividades que vas a realizar, pero, ¿en estos primeros días has rescatado algo novedoso de nuestra plástica? Miriam Stockman crítica, catedrática de la Universidad de Colonia, respondía aminorada y muy cuidadosa: —Sabes, Celia, que en estos días no he tenido tiempo para ver algo nuevo, pero vos sabes que me gusta mucho Xul Solar. —Sí, amiga, ¿a quién no?, lo que yo te pregunto es algo joven, novedoso. —Sabes, Celia que Solar en el mercado europeo y más en el estadounidense es muy joven, pero si te refieres a talento naciente, sabes que me interesaron algunos grabados de Kiutca... —Mimi, yo quería saber talentos de nuestra galería, si te interesa alguno, o has visto algo novedoso en nuestro negocio, hermana. 55
Mimi pensaba: ¿hermana? —No te puedo decir nada pero para qué mentirte, Celia, sí vi uno que me agradó. Donatti me parece que era el nombre, y que era algo de jardines, que no logro recordar. Celia ya sabía del fresco que había abierto la curiosidad de la germana. —Mimi, se llama Jardines Fantásticos II. —Ese mismo —mentía Mimi. ¿Y no mentía Celia también? El tiempo se cubrió de ruedas y métrica, de espacios que se definían como sus divisiones, unas pequeñas y otras inmensas tal cual la inmensa obscuridad absoluta en las profundidades de los océanos terrestres. La lógica de lo irracional daba su sentido onomatopéyico a aquella X gigantesca como la rueda giratoria de nuestra masa celeste, y así como la intuimos, sucediéndose, como los ciclos vitales o los lunares, hasta los de celo en nuestros hermanos, criaturas peludas y no tan diferentes a nosotros los conciliadores de Dios, los de los disfraces, criaturas sacudidas por el horror. No tenemos otra alternativa que la de conceptuar y es allí que se abre ese otro fantasma, aquel otro velo, el de la extensión. Y que nos movemos, que nos desvanecemos, tal cual Matilda al contestar aquella llamada hiperbólica, la angustia poco a poco, 56
la preocupación luego, la acción, ¿qué hago? La voz de Luca le clavaba, una y otra vez: “Matilda, estoy en San Juan y Balcarce, me detuvieron, me confundieron con un ratero; ven, te necesito, me han quitado tu cámara”. Así terminaba la corta llamada. Matilda notó la cagadera de Luca. Ahora qué le digo a Leonor, ¡y mi cámara! —Beto —decía Matilda algo descontrolada—, necesito que me ayudes, me puedes reemplazar unos minutos. —Y eso, Matilda ¿qué pasó? —Que tengo que ir a ver a mi novio que se ha metido otra vez en un quilombo. — ¿Qué pasó, Matilda, algo grave ocurrió? —No sé, Beto, luego te cuento, ¿me cubres por favor? —Sí, anda rápido ahora que Leonor está concentrada en la contabilidad, pero no te demores, ¡eh! —Volveré lo más rápido que pueda, Beto, y gracias. Matilda corría apresurada calle abajo, se preguntaba una y otra vez mientras llevaba su mano derecha al bolsillo de su chaqueta para ver si se encontraba su móvil en el lugar correspondiente, si Luca se encontraría todavía en la esquina 57
de San Juan. Con sus pensamientos encadenando ideas, una tras otra, mientras marcaba el número, pensaba cómo podría reclamar lo que legalmente era suyo. Las casas, viejas casas coloniales se tomaban las últimas resplandecientes luces que Apolo llevaba a otro espacio, quizás a otro mundo donde Sísifo estaría tramando otro entramado juego, para zafarse, para eludir otra pesada carga, otra enorme piedra. Quién sabe si ahora es una piedra. Muchachas, murmurando muy quedas una de otra, pasaban con sus risas, caricias que a la luz iluminábala, abuelas con sus carritos, las compras y el crepúsculo. Los perros defecando entre las piedras y las hiedras crecidas en los flancos de las veredas observando el espectáculo del ocaso. Un hombre sube por Carlos Calvo con un traje azul y unos charoles que relucen. Matilda pasa junto a Balcarce y se imagina a Luca ya en San Juan; a Luca con un beso entre sus almidonados labios, imaginándose que no se lo llevaron, que se escapó otra vez con esa suerte que de él surgía, una suerte muy conocida entre los suyos. Castagnino salía de su casa, y Jorge, como siempre, con sus muecas y sus lentes y su barba y su ejemplar de National Geographic y sus monedas en los bolsillos se posaban en segundo plano mientras Matilda, ya muy cerca de Humberto Primo, los dejaba con sus vidas, tan separadas, tan solas, tan 58
lejanas. Un viento frío empezó y muy rápidamente se veía los faroles y las hojas que se movían como en una danza; la enredadera que cruzaba y el viento se movía ahora entre los dedos y Matilda escucha, vuelve a marcar y escucha, nadie contesta. La angustia se iba apoderando del alma de Matilda, venía como liberada de una prisión felina, con apetito tenaz, los claxon fortísimos por un imprudente que cruzaba en verde. Pero dónde estás, Luca, prorrumpía quebrando el vacío con su sonido, aquel mismo sonido que años antes reclamaba atención y cuidado. De la esquina de Humberto Primo se aprecia a los oficiales de turno que resguardan el lugar, allí, por fuera de la cancha de indor, se ve a dos oficiales salir de la caseta para conversar con la única mujer de la fuerza del contingente. Luego de murmurar se percatan que alguien los ve fijamente desde la otra esquina, una silueta huidiza por los claros obscuros del lugar, más obscuros en contraste con las únicas luces de la avenida y los autos que pasan presurosos calle abajo. Matilda, sin percatarse aún que los oficiales han tomado curiosidad por su presencia, se ve empujada por una extraña fuerza, sin tomar decisión alguna se acerca este enjambre de duda, en donde la angustia se posa tan plácida e inescrutable. Al avanzar la ven desde la caseta con decisión minúscula y entre ellos murmuran. 59
—Señores oficiales, buenas tardes, ¿no saben de un chico que han tomado por ladrón en la esquina de San Juan?, ¿saben algo de este caso? Un oficial, el más viejo de los tres, con un rostro mortecino y bigotes blancos, con un pitillo entre los labios le dice, tajante: —Querida, si nosotros supiésemos de todos los ladrones agarrados seríamos dioses, señorita, y no, no sabemos nada al respecto. —Pero señor —decía Matilda con una voz quebradiza—, mi novio ha sido confundido por ladrón y le han quitado una cámara fotográfica que es de mi propiedad, me dijo que estaba arrestado en San Juan y Balcarce y no ha sido mucho el tiempo en el que él me ha hecho este llamado, señor, y he venido como un rayo, puesto que por suerte trabajo cerca. Luego un oficial, que rondaría la tercera década, le pregunta: —Y usted, señorita, ¿en dónde trabaja? —En Bar Sur, señor policía. —Sí, cómo no, pero usted, señorita, qué anda haciendo juntándose con chorros; por lo que se ve, usted es una mujer respetable. —No, señor —le dice Matilda al oficial—, Luca no es ningún chorro, que lo han confundido, y no sé qué hacer, estoy 60
desesperada. Luego de unos segundos, los oficiales se miran y la oficial Gómez, una mujer de cuarenta años, se acerca y dice: —Señorita, si usted va a la Segunda, quizás allí le puedan dar razón de su novio, porque nosotros, la verdad, no sabemos nada. —Y qué es la segunda, señorita, —pregunta Matilda a la oficial. —Escúcheme, la Segunda es la jefatura encargada para esta zona de San Telmo, tiene que ir hablar allí en Perú, entre Humberto Primo y Carlos Calvo, allí le van a dar razón de él, posiblemente lo han encontrado culpable y lo han llevado para investigaciones, pero debe apurarse, puede que lo trasladen a las cárceles de Tribunales y allí va a necesitar a un abogado defensor. A Matilda se le heló la sangre, como una serpiente sentía todo el cuerpo entumecido ya no de angustia sino de terror. El oficial con mayor antigüedad asiente, y le dice: —No se angustie, señorita, estos casos pasan aquí, si de verdad es culpable ya debe estar en prisión, pero sí, vaya a ver allí, ellos le han de dar razón.
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Luego de salir de su ofuscación da las gracias a los policías de turno. Y ahora qué hago, se decía, si no vuelvo enseguida me va a matar Leonor, y pobre Beto, por encubrirme lo van retar. Mientras se aleja Matilda por Humberto Primo escucha unos murmullos de los oficiales, unas risillas muy quedas y brutales. Pasa por la iglesia iluminada donde en domingo es natural que la orquesta evoque un adiós nonino, o un allegro marcato, se ve que en su mirada una chispa resuena y la cambia, y por completo renace por una fuerza desde las profundidades de ella, que no sabe qué es, que la siente, que antes con los ojos vidriosos a pasos de quebrarse ahora se transfigura, de un recuerdo, de una ilusión. Y se dice: ¡ni ellos me lo van a quitar! mientras se aleja junto con la noche y sus horas...
Buenos Aires Capital Federal 2008
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Otros escritos
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ECOS Tantos son los ecos, este laberinto consagrado. Mi mano apretando el último peldaño de esta pared inamovible. Pared de perros, de arrecifes con olor a ti, de naranjas y tules que se devastan en este, tu laberinto. Sabés qué son los ecos, los temores, los buitres que arremeten en épocas de estío, los que me han paralizado. Sus picos llenos de lágrimas sediciosas, sus vivos ojos de noviembre que me quieren encontrar. Pero recuerdo la noche tras el laberinto, tras los cuchillos afilados, tras aquella iluminación Avellaneda. De los mares de rostros, de los hijos de Sísifo que se quieren encontrar. Luego volteo, volteo y miro, es tu luz, ¡sí!, tu luz dentro del laberinto, dentro de este, tu laberinto consagrado.
Ambato 2012
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AMOR Siento que todas las cosas tienen un pavor inigualable, pues es mi pavor que las envuelve y me muestra a ese pavor trastocado, como un buen cristal que me enseña mi propio reflejo, pero que no estimo como propio, pues es distinto a mí. Sí, distinto a ese pavor que recuerdo al cruzar todas esas calles que son una sola, o al escupir al aire palabras que caen como pianos de cola, una y otra vez en mi rostro moro. Y vuelvo a ver y ahí está diluyéndose en el vacío mi concepción del tiempo, del espacio, del amor. O diría, con propiedad, de ese amor al que nunca quiero ver llegar y que lo extraño con esta furia de niño prófugo, diciendo palabras soeces en tu rostro brujo, tocándote las nalgas en llamas cuando tan solo quieres tomar un café con este tu macho alfa. Pero vos bien sabes que el omega que soy extraña tus pecas misteriosamente bellas. Dónde está esa Cris que me veía hundirme en los espejos sin temor y que ahora gozaría de cuánto he crecido y la llevaría a hundirse en las fauces de esta 65
ciudad que es ese otro espejo. Que vea cómo embisto ahora estas calles que ya me aburren y se asustan (los más locos) de este otro loco (mis cuadros psicóticos, sobre todo) que no salió del cascarón para hacer medias tintas, que le mostraría toda esta improvisación performática que he creado con un decorado del Plata, que la embestiría con más ahínco que esas veces mediocres de las cuales me avergüenzo. Esta, mi alétheia, no necesita de vos, es una pena cómo extraño a esa vos de antaño, a ese otro personaje ahora inexistente que vive en el imaginario y del cual me alimento junto con el recuerdo de tus nalgas implacables; esas flamas que alumbran mi dolor y mi melancolía. Me voy, sí, me voy. Ya no quisiera viajar siempre tan solo. Preferiría... tus pequeños besos de arroz, o tus caricias con tu narigucha exquisita.
Buenos Aires Capital Federal 2010
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DISTORSIÓN Hoy caminé como mucho lo que he recorrido en un mediodía de ida y vuelta a la plaza Miserere, claro está desde Congreso. Sería oportuno decir que no solo era la distancia aproximada que hay desde la plaza Congreso a Plaza Miserere sino que tal vez fuera más allá de Loria el tramo que recorrí. Pero mucho dista de las obscuras calles de Pueyrredón, y luego, claro, Jujuy. La distancia entre los vagabundos mugrosos y la gente en toda su expresión, expresión digo; de hurto, venta en todo su esplendor, transacción. Y es seguro mucho más bancable, la Rivadavia muy nacida entre, digamos, Riobamba y que no debería de pasar del locutorio aquel. Claro, claro, fui allá pero nunca llegué, estoy yendo, en un ir constante en el océano profundo a encontrar esa molécula justa. Aquella que ya es ella y también que lo es todo, o en todo caso, también yo. Estoy en una fábula de Zenón mucho más gore, mucho más high tech. Venimos a VER al UNO que es múltiple, ese fue el recorrido que está siendo, captas, aquel. Buenos Aires Capital Federal 2009
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PALABRAS SUELTAS Intento reivindicarme, comer, ser feliz; correr, saltar, reírme sin sarcasmo. Reírme de ti, reírme más de mí. Pero todo, ya sabes que no tiene otro orden más que tus labios inquietos que creímos divinidad eterna que se convierte luego en algo flatulento, obsoleto, cargado de ironía. Quisiera no saber muchas cosas para cagarme de la risa y ser feliz más fácilmente. Pero así no es la puta vida. Los profesionales te dicen que se acaba el tiempo, que hay ciclos, que se acaba un período. Yo me cago de la risa de sus delimitaciones, fronteras y suspicacias de mierda. Pero las relaciones se dividen como los años y mis recuerdos. Así que, en un punto, no sabemos lo que es moral y lo que es violencia. Tan solo te quisiera despojar de tu piel blanca para ponerla de trofeo en algún soporte cibernético —que crearía el epígrafe por el cual me muevo—. Para oler mientras escucho tus gemidos apáticos, tu piel tenebrosa que te faltaría cuando quisieras rozar a otra que ya no está más conmigo. Quisiera volar como cuando niño, 68
pero tĂş me dejas abajo buscando, en este basural infecto, tu signo que se ha perdido en algĂşn diluvio antiguo, el nombre de tu cazador, el nombre de tu presa. Buenos Aires Capital Federal 2010
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ONE TO ONE Nos gustan en apariencia las mismas cosas, pero la verdad es que somos distintos. A él le gustan los bosques escabrosos por donde quizás el Horla en noches de grandes lunas aparezca como decorado ominoso en donde Lovecraft guardaba el nitrógeno líquido y el hacidero. A mí me gustan los campos Elíseos que Calvino describe como zafiros hilos devenidos por medio de redes arbóreas a la española tierra, lo que daría como resultado Reyes Parias esfumándose por el firmamento. Los bucólicos decorados de Joyce me importan, y los domingos después de las siete de la noche por San Telmo. A él le gusta el aire viciado de los suburbios porteños donde ha encontrado la risa y el espanto. Yo gusto de las galerías, los cafés conchetos, los barrios del buen perfume y el suave silencio de la cadencia en la voz argentina de alguna porteña de Barrio Norte o Recoleta. Pero hay algo como para él, como para mí que nos gusta más allá de las ropas, la moda y el cuidado; el disfraz. Nos gusta disfrazarnos del otro. Un hombre bien pulido y discreto 70
por los fríos y sórdidos barrios de los suburbios porteños, y otro desaliñado en medio de vestiduras de Manhattan por los centros conchetos. Y es así que en nosotros la fría angustia del rechazo nos da este juego, el de intercambiarnos de roles, de disfrazarnos habitualmente el uno del otro, para así, en el no aceptarnos como somos, conseguir un cierto equilibrio, un cierto juego de puzzle que quizás algún rato descifremos.
Buenos Aires Capital Federal 2009
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LA NIÑA Una niña siempre viene a mi cuarto en las noches, dice mamá. Ella, cuando viene, me habla de que no la dejan dormir por todo ese ruido que hay en la esquina, allí en donde se encuentra la dichosa cantina. Que siempre dice: ¿la ha encontrado? A quién, pregunto una y otra vez. A ella, dice, a la señora que me da una posada en su cuarto cuando sale a trabajar. Pero al escuchar tanta bulla vengo a verla para decirle si me puedo quedar un rato por acá para conversar, para no estar tan sola. Y mamá decía, enérgica, así que hijo cuando por algún acaso veas a la niña esta, haz como yo. Le tienes que decir muy tranquilo y cordial: —Vaya no más, hija, vaya a su cuarto que si la veo, le diré a la 72
señora que ha venido a visitarme usted. —No se preocupe, que ya mismo se han de callar los borrachos esos, y que Dios la acompañe. Y así, la niña, muy linda con ojos muy verdes, piel blanca, rizos miel muy largos se va cantando y sale a la acera exterior, luego desaparece. —No ves, hijo, que es la hija de la dama tapada que viene a pedir un poco de consuelo y, sobre todo, hijo, nunca te asustes, que si te asustas la niña en vez de irse feliz, se va a poner a gritar y gritar con una furia que no es de este mundo, porque ella no sabe que es un espectro y al darse cuenta ella se asusta y luego ya no se va a querer ir a su casa, hijo, me entiendes. —Sí, mami, no se preocupe.
Y pensaba con tristeza que su Alzheimer estaba avanzando con rapidez.
Buenos Aires 31 de octubre del 2009.
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EN LA NOCHE Siempre oigo esos pasos, no lo sé, parecería que aquellos provienen de fuera. Abro la cortina y ya todo silencio; el pasillo desierto, las luces blancas en medio de la obscuridad, el cielo que resuena en el firmamento. Venus, allá, en la lejanía, los edificios a obscuras, todo tan normal como siempre. Pero cierro la cortina y otra vez esos pasos que golpean en las escaleras, en el techo tan opaco; esos pies supuestos que golpean una y otra vez en el espacio dado, aquellos murmullos que se riegan por todo el recinto y me río, no sé, la verdad, pero me río de ellos, de todos aquellos sonidos. Pero los pasos adquieren mayor ímpetu en mi interior, que asimilo en medio del tránsito del sueño como un vozarrón de cobre que se instala en la plácida noche. Como unos tambores que se mueven al ritmo de una opereta macabra; al ritmo de saltimbanquis alados; tristes, perezosos y enfermos. Vuelve el chiflar de los arbustos vecinos y el teclear lejano de una Triumph que gatillea con furia en la monda tarde, y allí el resoplar prologa a la otra sucesión de vástagos sonidos 74
incesantes. Cuánto más podré disfrutar de aquella macabra opereta de animales náufragos, de prisioneros gozosos de aquel claustro que es su morada, mi morada; un claustro mortal, claro está.
Buenos Aires 26 de octubre del 2009.
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6.6 BILLONES Y YO Me gusta la multitud, aquella multitud que sale una y otra vez, que se desliza despavorida, que se encuentra sin poder verse ni ella misma. Aquella rápida mirada que se oculta atrás de un esmoquin, de unos lentes de sol, detrás de aquellas cautelosas manicures con olor de mercado. La acetona que se desvanece como muchos otros objetos, quizás como los que trasladan de uno a otro espacio los instrumentos necesarios para la música. Pero muy probablemente no escapen más allá que del dormitorio donde se encuentra el sistema de audio. Desear que aquellas ondas traspasen todo aquel velo que es nuestro sentido, en donde los objetos y la abstracción no tienen significado, que ni siquiera las melodías que se predisponen para su vuelo se encuentren, que se las lleve y que sepulten a todo nuestro sistema, a toda nuestra profunda comprensión. Que se dirijan allá, más allá, hacia las raíces inciertas en donde nuestra herencia genética se recrea en un profundo temblor desconocido. 76
Y sí, me gusta la multiplicidad de cuerpos con tiempos que distan uno de otro. Sus relojes que marcan horas distintas, que entre aquellas distintas horas en lugares comunes se encuentren, para recorrer juntos, para correr juntos aquella maratón de simulacros y engaños. Que sí, que me gusta la real inmensa multitud. Y que si me gusta es tan solo para ocultarme de ella, para pasar incierto y una sombra conocida ser.
Buenos Aires 2008
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LEJANA El grito nació como un relámpago (simple, atisbado) velando todo lo que ya estaba en escena. Necio tomó el portón con un pitillo entre los dientes y su voz ronca, opaca, descendió hasta la mirada que Nadja prorrumpía gentil desde sus delicados labios. La vio, miró dentro del gran salón, luego, no dio lugar a testimonio; agarró el hierro 5, hizo su trabajo (le reventó el cráneo), y la tiró dentro del gran salón con cientos de cuerpos descompuestos. —Otra más para la colección india. El grito de otros ojos no se hizo esperar más. ... Todo se alejaba.
Ambato 2011
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PTB Luisa estaba en la sala; todo giraba en mi cabeza y las preguntas, las que nunca se acabarían, una y otra vez en mi cabeza; la sonrisa de Paula y los latidos de Maurice en mi cabeza, una y otra vez. Pero qué pasaba en esta pequeña habitación donde años atrás me había encerrado. Las paredes infectas, las sábanas en donde me había revolcado con Paula, allí, una y otra vez y nada más que un breve gemido de mis pupilas que se escarban en toda aquella maraña de vueltas interminables que en mi cabeza se derriten como mondas lucecillas fugaces, estrellarse en el moho de mis pensamientos. El vacío que se filtraba como gas mostaza entre los muebles viejos, las manecillas de los relojes entre los fragmentos extenuados, las fisuras que se bambolean mientras el agua se precipita hacia todas las vestimentas. Despertar y allí como un grillete en los cojones la conciencia. Él, aquel yo aterido, ultrajado en medio de esta nada de verga, obtuso en posición fetal sentía al vacío maniqueando un yo mucho más brutal y tormentoso. 79
Maurice, una y otra vez en este coco, que ya lo puedo confundir con el cuco y el cuco tan solo otra inflexión más de este vacío que se extiende entre todas esas maniatadas, de esos embolsos de tintura y fantasía otra vez en el dormitorio que me encierra, que me retiene. No sé, tendré que ir a ver qué quiere esta maldita marrana infecta que no sabe el paradero, que no sabrá el recorrido para todo este laberinto. En este paralelepípedo mugroso la voz, esta voz que me aliena, que me devasta. –Y esta perra que no viene.
Buenos Aires 2009
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LA RED Mira esas pequeñas criaturas que se mueven a lo lejos; míralas. Son hombres. Michel Houellebecq
—Pero qué le pasa, pues, Don Humberto, ahora Ud. tan melancólico, no ve que el día está lindo, por qué no va a pasear un poco, a estirar las piernas que se le van a entumecer ahí sentado. —No, hija, ahora no estoy con ánimos para nada, solo quiero otra de estas para pasar el rato, que luego vuelvo a mi cuarto a descansar. Ya Gloria pensaba: —Descansar, ¿de qué?, no había hecho nada más que pasar sentado toda la mañana y parte de la tarde ahí, en el mismo banquillo donde acabó de almorzar, y ahora que va cayendo ya el sol, se presta para su tercera cerveza. 82
—Pero verá que es la tercera, ¡no! Le decía al viejo con el tono de quien va a anotar todo con minuciosa empresa. Don Humberto, con su mirada perdida hacia el mundo de los rostros, asentía de una misteriosa angustia que le carcomía, que lo hacía presa fácil de la nostalgia y del frágil cuerpo, talvez pensando en Antonio, que no lo había visitado ya hacía mucho. —Así es, hija, lo que uno ha trabajado durante tanto y ni siquiera estos desgraciados… Se refería a los políticos en cuestión. —Le dan a uno lo que se merece, con estos miserables ciento cincuenta dólares cómo crees que vivo y yo que me deslomé trabajando para estos hijosdepucta, cómo crees que me siento ahora que no puedo ni siquiera comprar las medicinas que necesito, no ves que hasta a ti te debo, y por cierto ya con esto cuánto hace la cuenta, hija. La estanciera, una señora jovial que no pasaría de su tercera década, dueña de la fonda que venía adjunta con la hostal en donde vivía Humberto. La mayoría de los residentes pagaban comida y dormida, realmente muy conveniente el lugar y no era lo que se diría un porquezuelo. Gloria, ya en la esquina, la esquina por supuesto de las cuentas 83
a pagar, luego de echar un ojo a lo que tenía anotado en un libro grande, con muchas hojas, y que por su color cobre me recordaría al desierto cercano a Ica. Deteniendo su atención en el nombre del anciano, se dirige calma hacia Humberto, y con un tono suave, como con un hilillo de voz, le dice: —Ya son cincuenta dólares, querido. —No ves, hija, ya ahí se me va medio mes, pero no pierdas cuidado que el lunes próximo cobro, querida. —No se preocupe, Don Humberto, yo sé que Ud. es un hombre cumplidor, pero yo le digo que no se le vaya a hacer más grande la cuenta, cómo va a pagar la comida. —Sí, hija, tienes razón, creo que con esta más es suficiente y me voy a recostar que estoy tan cansado. El barcillo solitario, tan solo Humberto y Gloria conversando sabe Dios de qué, sobre cualquier cosa que haga transcurrir al terráqueo, supongo, al tiempo indescifrable, tan voraz y paciente. La peculiar afelpada obscuridad que en ocasiones de bruma se toma las locaciones de Ladrón de Guevara, se desliza ascendente mientras avanza. Primero veremos al coliseo traspasado por aquella aterciopelada neblina que se apodera poco a poco del sector con un fuerte manto nebular. En el decorado caminamos lentamente y recordamos aquellos 84
largos años, aquella sensación de invierno londinense y todos los abrigos. Reaccionamos lentamente y pronunciamos nuestro desconcierto, pero es Ladrón de Guevara, ¡no!, y para asegurarnos que no nos hemos ido, que seguimos aún, tocamos el portón de la Politécnica y se desvanece, o quizás lo desvanecen aquellas como nubecillas gigantonas que se nos arremolinan en los dedos, en nuestros rostros, entre las bufandas atrincheradas en mondos cuellos nocturnos también se posan mientras una fría ventisca nos hace regresar y la mirada con nosotros, veremos cómo un cigarrillo consumido casi al caer por la rendija se pierde y vemos que sí, que seguimos allí, tras ver detrás aquella curva cerrada desgarbada en aquella colinilla descendente que hemos dejado y con una extraña tranquilidad nos quejamos de nuestro dolor y nuestros helados dedos tiesos se entumecen, ¿imprudencia, acaso? Reímos nerviosos, anhelamos lo inexistente y recordamos el vacío. Los dedos del encuadre siguiente se agitan mientras nosotros esperamos un poco más de suerte, se nos va el encuadre, y en medio de un aroma conocido que en el viento frío se percibe hemos de observar sus largos pasos como el prólogo de aquel día, que para Humberto quizás sea el fin, para otros en cambio recién acaricia el inicio de la faena diaria traspasada por el otro velo insoluble, el de los cuartillos y zaguanes velados por la obscuridad.
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Antonio, que bajaba hacia la 12 de octubre con un apuro no menos esperado, la ansiedad de tener ya una hora de atraso, y pensaba algo inquieto. —Puctamadre, lo mismo de siempre. Y silente con su rostro tenso, hacía el mismo tic con sus dedos de lo que ya Humberto se quejaba hacía tanto tiempo Pero las luces, incluyendo las de los autos, de uno quizás otro, no aportaban en demasía, tan solo siluetas, de las que seguramente tendrías que cuidarte. Violeta, con una calma de otro mundo, había esperado entre tanto cuarenta minutos, por cierto que ella dijo ya estar atrasada, pero al ver cinco minutos, luego diez minutos, ahora ya con sus manos resignadas dibujaba algo con mucha soltura. Por qué esperó, diría tiempo más tarde Antonio sentado en alguna parte del lejano mundo. Las hojas iban bamboleándose unas contra otras según Antonio se movía, y más cuando aceleraba el paso para llegar, aunque ya muy cerca se lo escuchaba decir: —Pero nadie sabe lo que puede ocurrir. A muy pocos metros de la Carrión reconoció a Violeta y apretó mucho más el tranco: — ¡Qué puta suerte tengo! —pensaba. 86
—Qué horitas son estas de llegar, pues, querido —decía Violeta dejando a un lado el lapicero y el cuaderno en donde dibujaba. —Lo que pasó fue que... Trató de responder, y con una leve sonrisa que elevó más sus delicados rasgos, tomó el brazo de Antonio y le dijo: —No importa, Antony, vamos, luego me cuentas que tengo hambre. —Con la espera creo que me merezco una buena cena, ¡no! La veía delicada, cual hembra sombrerera, por supuesto, justamente a los ojos claros de Antonio. —Ya, Violet, qué quieres, —asentía Antonio con resignación. —Vamos al X, ahí pedimos alguna variedad de carnes y bebemos algo, qué te parece. —Vamos, pues. Así Violeta, con sus trazos que luego tendrían que ser analizados por la grafología, se arrimaba hacia una velada que casi, casi, la recogería del basural. Al otro lado de la ciudad todos dormían, quizás el de la 22 todavía no llegaba, pero en el húmedo cuarto del entre piso, el frío había penetrado en los huesos del anciano. Se hubo de 87
despertar por un dolor terrible en las rodillas, ya ni el chal con el que dormía lo protegía del temporal quiteño. Levantó su cuerpo adolorido hacia el velador cercano, de un cajón sacó un frasco de vidrio donde todos los parches absorbentes de la semana se encontraban, y sacó uno que le bastaba para aquella madrugada. —Estos parches sí que son una fortuna. Luego acostado y mucho más calmado pensaba otra vez en su hijo: —Qué será del Antonio... Unos pies con prisa se escuchaban llegando por la Universitaria a la esquina del Seguro Social, la soledad de la empinada avenida acentuaba su ir, se veía agitado, caían algunas gotas de sudor al abrigo que llevaba puesto y su rostro enjuto daba señales de querer llegar rápido. En el redondel, que ya lo esperaba, se divisaba a un oficial. —No, este no da lata. Y así de refilón el oficial no le hizo caso al sujeto engarbado. En la esquina siguiente, Manu se sorprendió y saludó a la casera de la tripa mishqui. — ¡Qué!, hasta esta hora estará acá afuera, casera, ¿le pasó algo? 88
—Sí, joven, es que le estoy esperando al Negro. Se refería a su esposo. —Hace más de tres horas que se fue, dijo que volvía con la camioneta para llevar las cosas y hasta la fecha ni rastro, y vea que hasta la preocupación se me ha ido, que no venga borracho, nomás, una buena tunda es la que se va a ganar por estar en esas cantinas, que le tengo prohibido, ay, carajo, estos hombres... Decía Victoria con una desazón apreciable mientras tomaba asiento nuevamente en el taburete con toda la carga a su diestra. —Ya ha de volver, no se preocupe y bueno, bueno otro día le hago el gasto, que estoy de apuro.
Luego de tocar el timbre dos veces, vio que nadie salía a abrir la puerta de aquella casa antigua, de las típicas que existían en las colinas de San Juan. —Pues creo que se le ha dañado otra vez el timbre al Zambito. Y luego, con un leve movimiento, tocaba la puerta con una de sus monedas, el nerviosismo apreciable, quizás recordando lo que le había dicho el Zambo tiempo atrás: —Verás que a mi casa no irás a estar molestando. 89
Y con eso quién se iba a querer asomar a la casa del Zambo. Tocó dos veces la puerta metálica y en aquella madrugada cuando se escuchaba tan solo el suave crepitar de las hojas sacudidas por el silbar del viento andino, de fondo alguna sirena en fuga urgida, el sonido de los ladridos guardianes de los perros que estaban en el patio frontal de la casa se los percibía terribles. —Con eso quién no se va a despertar, —pensaba. Las luces del cuarto del fondo se encendieron presurosas, y Manu vio algo asombrado la rapidez de la reacción, el nerviosismo lo alertaba y alguien del fondo salía, no lo reconocía por la obscuridad que se tomaba el lugar y mientras mostraba valor supo decir: —Zambo, soy yo, Manu, oye, soy yo el de la Floresta, ¿te acuerdas? —Yo soy el hermano, qué quieres. —Dónde está el Zambo. —Está durmiendo, ¡¡qué quieres!! —Llámale, que me urge. Luego, en un instante, algo lo hizo vibrar, un sacudón que lo envolvió. 90
— ¡Chugcha tu madre!, no te dije que acá no vinieras. Salía el Zambo detrás y el eco que se extendía por la densa obscuridad se perdía en repeticiones cada vez más lejanas. —Oye, sabes que sí, —contestaba en un tono apacible para calmar al molesto dealer—, pero no ves que me fui al Guayas, no te dije, loco, perdí tu número y bueno, qué iba a hacer. —Venir temprano entonces. —Anda Wilmer adentro que ya voy yo. Le decía al hermano que tenía unas ganas de romperle el cogote al personaje este, por sacarlo de su camita, de su novelita. Mientras el viento con más fuerza resoplaba bajando cada vez más la temperatura, el Zambo, Agustino Toalombo, su nombre de pila en tributo a su abuelo al que él detestaba, por cierto, preguntaba: —Pendejo, qué te doy. —Tengo cuarenta dólares y ya sabes. —Bueno, bueno, espera un poco. Las rejas principales del lugar daban su sentido carcelario, cómico que el reo no estuviere dentro sino en el exterior. Luego Manu desmejoraba. 91
—Bueno, el Zambo siempre ha cumplido. Quince minutos pasaron luego de que Manu se hubo de sentar en el banquillo de cemento enfrente de los subibajas y él con vista a los bosques del Pichincha advirtió: —Ya sale. —Pero acá no vuelvas a estas horas, —le decía el Zambo ahora más tranquilo. —Aquí tienes el nuevo número. —Está bien. —Y qué tal te fue por allá, loco. …—Ya he de venir para pegarnos unos encebollados, también un par de chelas y disculparás nomás —decía Manu bajando por el obscuro graderío, mientras se alejaba.
Los carros parqueados a los costados de la calle, de la mayoría de estas calles empedradas, diseñadas para los más afilados ganchos de moda y el confort, que risueños con almas de tiniebla se miran, se percibía algo impasible por la Reina Victoria, y era alguien confortable asaltado con arma de fuego. Le apuntaba el malhechor y le pedía las llaves del coche, al no dárselas, un tiro que resonó en el espacio traslúcido de los 92
bares cercanos alertó a los guardias privados. El malhechor nunca fue atrapado, la mujer del abaleado gritaba, deliraba demencial, mientras un guardia se acercaba al desafortunado y le miraba el pecho en donde se había producido el impacto, le tocaba, lo movía, como queriendo verificar su defunción y en una sorprendente trama, ¡Lázaro! El inmóvil cuerpo recuperaba el aliento, la hembra se callaba. Don Adolfo Pineda se paraba y se quitaba la chaqueta, luego la camisa y su chaleco antibalas. —En esta época ya no se está seguro en ningún lado... Ya en el X Bar vemos a los dos psicólogos, luego de haber finalizado la cena, traer unas copas de vino a los ex compañeros de carrera, hablar sobre lo que para ese día les tenía reunidos. —Así, qué piensas, Violet —preguntaba expectante—, tienes idea de lo que puede ser.
Antonio
—Bueno, sabes que tendría que estudiar el caso, pero a simple vista esto está raro. —Sabes que sí... —comentaba Antonio. —Cuándo le hiciste el test. —Ahí está la fecha. —Ah… cierto, ya la vi—. —Así que al mal tiempo darle prisa, ¿no lo crees, Violet? 93
Mientras una risa se escudaba, los recodos de las copas exaltaban a otras que chocaban y al lejano tiempo que juntos habrían pasado, mientras Violeta se tocaba con sus manos haciendo triquiñuelas, jugarretas que las tenía desde niña y que siempre habían molestado a Antonio. —Pero sigues siendo la misma pícara de siempre ¿no, Violet?, y no has dejado tus mañas. —Ya vas, Antony. —Y por cierto, cómo está tu padre. —Sabes que ahí, en la pensión donde vive. —No lo has ido a visitar, Antonio. Aquel tono empleado por Violeta se entendía de dos formas; o quería algo de él, o estaba enojada. Y esto era una sutil mezcla de las dos clases. —Sabes que con el trabajo en el diario, estoy como muy atareado, ya con una cosa, ya con otra. —Sabes que así es, pero el querer... y lo sabes, verdad. —Sí, sí, ya lo sé, lo cierto es que con el viejo de un rato acá como que ya no nos estamos entendiendo. —Oye, querido, pero es lo único que tienes, no vaya a ser que un día de estos lo pierdas y eso sí te va a causar remordimiento. 94
Asintiendo Antonio y viéndola fijamente a los ojos decía: —Si lo he pensado, Violet, pero la verdad es que con el viejo ya no se puede, si quiero irle a visitar, pero cuando yo esté más tranquilo, sin mucha tarea. Entre tanto la multitud del lugar, cada uno en sus mesas muy acomodados, escuchaban aquel tributo a Jinsop que hacía recordar en sus cadencias a las de Gainsbourg. La melodía de volvamos a empezar se extendía entre todos, aquel leve roce del recuerdo. Junto, los meseros de blanco servían tragos, y con mayor claridad podemos apreciar los cuadros estáticos, ahí, en las extrañas paredes del lugar, ya hacía más de un mes, arte moderno como lo llamaban, y alguien siempre se acercaba y decía: ¿Pero qué es esto? Mientras Violeta bebía un trago de su espumante y algunos chicos festejaban algún aniversario, preguntaba: —Y la enfermedad, ¿cómo la lleva? — ¡Ah, sí!, bueno, ahí va, con sus reumas de siempre, pero no está grave, con esas pastillas que le dan en el Seguro ya está. Luego un chirriar y el sonido prosigue, ¡¡¡¡¡traaass!!!!! Se escuchó de fondo, unos platos en trizas junto con algunas copas luego de caer, y el mesero, después de la colisión con restos en su bandeja, la odiosa limpieza subsigue, mientras el imprudente que salía de los sanitarios tomaba otro tequila y 95
fue cuando aprovechó Antonio y dio un giro a la conversación por estar cansado ya de las preguntas sobre su viejo, se acordó de algo que no quería dejar pasar. — ¿Y te casaste, no? Violeta, un poco extrañada por la pregunta de Antonio, más extrañada de cómo se había enterado le dijo: —Sabes, me casé hace como tres años, después de incorporarme. —Y cómo te va. —Bien, con una nena que es mi amor. Y Violeta que pone un semblante algo nostálgico. —Y con él... —Que al principio ya sabes, todo felicidad, pero después se complicaron las cosas y estamos ya en planes de separarnos. —Así ya tan pronto. —Sabes que sí, mejor así, —decía ahora enérgica ella. —Si no nos entendemos, mejor que sea rápido, así la bebe no sufre tanto. —Ya lo creo. Tono empleado para disuadir la llaga reciente luego el 96
inevitable tropo. — ¿Y tu trabajo? —Eso va mejor. — Te acuerdas del centro de Diagnóstico preventivo de Luis Antropovich, querido. —Ah, sí, cómo no, lo recuerdo claramente, allá ibas a realizar tus prácticas, ¿no? —Exactamente. —Fue una suerte trabajar allí, Antony, me tratan de maravilla y ya van a ser cinco años, no me quejo... —Me alegro por vos, Violet. Y en el rostro el escozor mínimo en una noche de pasado y de rímel en el tacho. —Pero a ti no te ha de ir tan mal, supongo, siempre fuiste un busca vidas. —Sabes que no está mal pero podría estar mejor y para serte sincero vos has tenido más suerte, porque lo que es yo sí me quejo, allí en el diario trabajo todo el día sin descanso y para lo que me pagan. —Pero qué más da, hay que hacer de tripas corazón. 97
Lo decía con un desdén típico del alma serrana, mientras la mujer reía. —Ya no lo había escuchado hacía tanto, Antony. Su sonrisa colmaba todas las expectativas de Antonio, un leve roce de sus piernas, por entre las patas de la mesa, encarnizaba más el juego y él bajando de sus nubes le decía: —Y Violet, regresando al tema, crees que me puedes dar una mano. —Déjame ver cómo hago, pero creo que voy a tener un tiempo para ayudarte. Así que mejor si me dejas los test que le has hecho y tus notas sobre el hombre este y vemos en qué te puedo ayudar. —Te agradezco un mundo, Violet, sabes que yo no estoy en condiciones para dar ningún resultado de estos linda. —Ya lo sé, cariño. —Pero no te preocupes, que yo veré qué puedo hacer… Antonio no se había dado cuenta de lo que había producido, pero Violeta con eso se sintió despojada de su carga, de todo lo que había pasado, ese linda le dio un aire mucho más sensual de lo que Antonio hubiese imaginado. Aquella cena era la primera desde hacía mucho y cómo lo había deseado. “Pero qué estará pasando con la nena”, pensaba... 98
En una de las nuevas galerías que se habían apropiado de la ciudad, alguien nota a otro conocido del medio en donde estos eventos se suscitan. —Oye, D., ve, ahí está, yo qué te dije. —Bueno, pero no hagas escándalo, luego vas y ves qué le sacas. En las Galerías Pacífico un ambiente del Neodeco se respira, una galería que consta de cuatro salas acogedoras, salas con todo lo necesario para las nuevas muestras a las que este negocio apunta, la mayor parte plástica. Pero hoy es un día especial, no solo por las festividades de Guápulo, algo agobiante ya a estas alturas del partido, pero que para la mayoría de los visitantes, les impregnaba un tono especial en el semblante, talvez reacción hacia alguna hormona desconocida que les ponía aquellos ojos expectantes para la presentación de hoy. La muestra artística de una Banda algo longeva en el circuito Under, que dará un concepto, algo mucho más comprometido. Mientras alguien hace callar a un niño, hijo talvez de alguno de aquellos, Breto pide algo sentado en un sofá con una mesita caoba y ve cómo la mesera se aleja. Ya luego, D., con sus anteojos de sol, caminaba de un lado para el otro de la gran sala, sus cabellos entrelazados por Agustino Descalzi, su diseñador corporativo, hacían de ella una Medusa ambulante. Preocupada por el inicio del evento, que no faltase 99
nada, hacían recordar sus gustos por la literatura de autores beatniks en donde su piel tersa, que estaba abrillantada en un color lóbrego al ocre, musicalizaban sus recuerdos de Miller o Bukowski, sobre todo de Kerouac, sus largas manos de pianista, lo dicho por Mariano, su profesor de música del colegio a la madre de la artista. —Pero mire qué lindas manos tiene su hija, doña Leonor, sin duda alguna son de pianista. Y la madre, con un orgullo de no sé qué, se alzaba y decía dirigiéndose a la hija: —Sí, mija, para el otro año empiezas a cursar en el conservatorio de la Toledo. La hija miraba con ojos de asentir. Y el profesor le decía: —Muy bien hace, doña Leonor, muy bien. Y eso ya hace más de 12 años en el conservatorio de Toledo, una de las mejores pianistas clásicas de la época. Luego se relajaba por un rato tan siquiera que luego la veías caminar dos trechos largos y uno corto para regresar rápidamente donde la Tálata y le decía: —Pero quiero que todo salga bien en la filmación ¡ah! Mientras todas las luces blancas resplandecían los rostros de los artistas que se engalanaban en el camarín, aquella sala 100
suficiente amplia para todos ellos y entre eso que se le escucha a D., ella paseaba sin hallarse, luego se calma, luego... —Espero que me traigas ahora sí lo que te pedí, por favor, Naty. Era lo que le decía Breto a la mesera que se había confundido de pedido, había traído un vino tinto, distinto del brandy que Breto había pedido. Él, ya cansado de esperar el inicio del evento, está con unas ganas algo canijas. Luego se apagan las luces. Por fin, lo decía algo agobiado, guarda los apuntes. Ya empezaba el evento... —Alto ahí Uds., papeles. Se le escuchaba decir a un oficial que estaba en una de las tantas esquinas de la Mariscal, los otros oficiales que estaban en el patrullero observaban, cuando Piru respondió: —Sabe, mi sub, lo busco pero no sé dónde se me ha perdido. —Así que trabajando sin papeles, bueno, adentro, ¡carajo! — respondía el cabo Mayorga a unos cuantos travestis que no tenían papeles, y algunos extranjeros también entre ellos. —Mi capi, cómo arreglamos, no sea así. 101
—Pero cómo quieren arreglar, pues. Sin papeles aquí, cómo quieren arreglar, adentro, adentro he dicho. Y antes que el cabo llamara a los compañeros que estaban en el patrullero, se le acercó la Roberta, un travesti que si no supiera que es en verdad trava, nadie se daría cuenta y pasar por mujer no le sería nada difícil, cuando le tocó el final de la espalda al cabo y le dijo cerca de la oreja: —Papi, qué quieres que te haga, yo te hago lo que quieras y no te preocupes de la guita que a ti yo no te cobro, mi amor. Cuando el cabo escuchó aquel comentario, se relajó y sintió algunos extraños cimbrones atrás, entre la espalda, la miró fijo y para no perder la autoridad dijo: — ¡Zafa, Zafa! de aquí, maricón, que yo soy bien macho ¡carajo! Con sus manos muy expresivas alejaba a la Roberta y luego asintiendo dijo: —Bueno, bueno, cuánto juntan, rápido, carajo. Mientras todos ellos estaban en apuros rejuntando lo poco o mucho que habían logrado, se escuchó: —Ya está, aquí hay cincuenta, mi capi —decía Piru. —Pero con cincuenta no me limpio ni el traste —se renegaba el señor policía. 102
—Bueno, bueno, muchachas, ustedes que no han dado, cuánto tienen. Piru se dirigía a un par de travestis flacuchentos y que no eran lo que se diría unos caramelos. —Ya está, mi capi, vea, hay setenta y no hay más, es lo que hay. Y con un rostro repulsivo hacía todos ellos, con su obesa cara les decía: —Presta, presta, pero que no les vuelva a ver por aquí, me oyeron. —No se preocupe, mi capi. Mientras el cabo Mayorga, de reojo, mira a la Roberta y se aleja en el patrullero con los otros individuos del trío dinámico. Luego de un rato que todos los travestis estaban alejándose, pasa Manu por la Veintimilla y se acerca a unos de ellos. —Qué onda, linda, —se dirigía a la Roberta. —Nada, amor, solo que estos cerdos otra vez en sus redadas, ya ves, nos sacaron setenta dólares. — ¡Huy!, de la que me salvé —dijo Manu un poco alterado y mientras se alejaba la patrulla que no se había ido sino solo se había dado la vuelta para despistar y la Roberta parada en 103
la esquina esperando algún cliente vio a los oficiales y pensó: —No creo que sean los mismos. Y se diluyeron sus esperanzas cuando vio en la parte trasera al cabo Mayorga, cuando él se bajó, tomó a la Roberta de la cintura. —Bueno, mija, vengo por lo mío. Lo subió al patrullero y se alejó por la Juan León Mera, a otro destino, quien sabe a cuál de todos. El péndulo sigue su incesante marcha, triscando con lo sucesivo, envolviéndolo hojaldrada a aquel tiempo amorfo que en nosotros cobra vida. Aquel que en los nocturnos recodos de descanso os confluye, para que aquellas fatigadas gacelas que se entretienen en el festín de la diaria labor se recuesten. Pues que en su bamboleo se constituyen en rostros comunes, que se encuentran habituales unos con otros, unos contra otros son los que más su hábito los mantiene en sed, que constituye aquella máquina gigantesca que es el temible antifaz en donde se refugia la realidad aparente. Para que la puntillada final no llegue, dice, para que no la despojen de su único valor, de su inexistente valor, que se diluye paso a paso, que se enclaustra en los cuerpos, que en su fricción los desgasta, los corroe, que los aniquila. Así allí para su alimento, ¡enfrentadme!, advierte, y los seres aniquilados aparecen, hombres con solo un antifaz que os presta, ¿es tan generosa?, es ella, pues no advertís que 104
en ti se esconde, que en ella nosotros deseamos protección, y que del tan solo préstamo ya en la orilla funesta del descanso nos ve arrodillados, suplicantes, que en la maldita euforia nos inmolamos por un poco más de candidez, de cálido alivio, de muerte en miles de fracciones diarias. Que es allí en donde encuentra forma, que se cobra, y en lo sucesivo ella otra vez a solas, encerrada en muros obscuros, en alacenas carcomidas por cientos de polillas clandestinas y luego la luminosidad de aquella única televisión encendida nos molesta las retinas, pero no os preocupéis, que es tan solo Breto sentado en su sofá de medianoche, departiendo con su íntimo eficaz mecanismo de control, y los comerciales de cada cuarto de hora lo levantan ahora de su abismal encuentro con una de sus series preferidas, La Dimensión desconocida ya regresa... se escucha por el estéreo de la televisión. Él ya en la cocina se prepara un sánduche, toma de la nevera otra cerveza, se dirige a la sala, deja los alimentos en la mesa y se va para el baño, en donde encuentra alivio y su vejiga respira. Él solo en calzoncillos y una camiseta con un eslogan, «muerte a los artistas», se sienta y espera atento la continuación, talvez maquinando el desenlace del capítulo de estreno de esta madrugada de jueves, qué jueves aquel… Las máquinas repiquetean con su teclear cada una de las fisuras que en los muros de la sala de edición se veían tan claramente corroídas por los años de humedad. Aquel abrupto sonido rebotaba desde aquellas mohosas fisuras y se confundía con los 105
cientos de papeles amontonados entre las varias mesas de cada uno de los editores del periódico. Aquel heterogéneo sonido, con su tratatatata, triscando al vacío con un polimorfo teclear bailoteando, abrazando los rostros estoicos que martillaban con sus falanges habituadas, con sus yemas el taladrazo final, lo que se escucha, miles de aquellos riffs ahora en el aire, en el film lo que se podía apreciar fuera de la gran sala, que en tiempo anterior se vestía de gala y recibía a los más acomodados para las danzas que en ese entonces se daban cita. Ahora, confundidos en la humareda, unos residuos químicos, de asbesto, de nicotina exhalaban las pipas ardientes, de no tan solo uno de aquellos fatigados trabajadores. Las mesas dispuestas eran del todo muy pintorescas, en principio el orden horizontal y las del rededor daban una sensación a Le Carré en el aire. El mediodía pegaba intensamente entre la grava de la avenida, y con un fuerte manto cubría la ciudad. La hora de que en esta sala editorial se observara el letrero de no fumar se veía tan lejana, y aún más distante para sustituir a aquellas máquinas, viejas máquinas compañeras. Pero cuando los tableros y el espuma flex se dieron paso para separar a cada una de aquellas personas y las consolas, las que decíanse oficinas se mostraban tan lúgubres y el tiempo encerrado allí sin panorama visual, tan solo un bloc que se teñía de blanco y en sus filos trazos azules o negros, según la preferencia del editor en cuestión, era un todo, un paralelepípedo hosco y el hastío un compañero habitual. 106
—Ya acabaste el artículo sobre esos guambras, —decía don Figueroa algo serio a Breto, que no acababa el artículo ya hacía varios días. —Sabes que ya hasta la tarde lo termino, Lucho. —Pero no te olvides que tiene que salir el sábado, ¡no! —le decía el jefe con voz de mando. —No te preocupes, que ya lo tengo casi concluido. Y así, don Figueroa, como le decían en la oficina, algunos por temor, otros por respeto, que al parecer era lo mismo, se alejaba... La máquina de Breto pegaba con más fuerza y resignado a ya no almorzar se concentró y con asombro vio cómo fluía con más ímpetu aquel artículo, como bien decía el Figueroa, de los guambras en cuestión. Los años que han transcurrido en Breto se mostraban abrasadores en cada pensamiento, en cada conjugación de silogismos que se entreveraban unos con otros, el tono que no debía permanecer aburrido ni lento eran lo que le habían dado estos años a Breto. Era uno de aquellos expertillos en la crítica de arte, música especialmente, sobre todo de las nuevas formas del movimiento musical. Siempre habían defraudado con las expectativas de Breto todo el movimiento que se desenvolvía en la urbe, pero como todo ser humano se acostumbra a lo que hay, como bien diría el pampeño Rodolfo Sarmiento. Y es así que en 107
sus años de estudio en la escuela de Bellas Artes había sido uno de los primeros impulsadores de las nuevas corrientes artísticas, mas tan solo decir que conformó la primera revista especializada en arte moderno chulla y que tantas burlas y brutales críticas tuvo que afrontar, cuando comparaba en las charlas placenteras el maravilloso trabajo de Palestrina con algún joven talento que, al parecer, no superaba los dieciséis y todos reían. Y Breto decía, pero si hoy el segundo Medioevo lo que es… y volvían las risas en derredor. El magazine, luego de varios años de fracaso tras fracaso se pensaba que se iba a retirar de circulación, pero su último tiraje de tan solo 50 ejemplares les había dado un nuevo respiro, ya el reconocimiento de Amalia en las tablas parisinas y en las de Viena, que tan solo con tres años de intervalo entre aquellas risas seguiría el reconocimiento de aquella mujer que gustaba del bajo continuo, que la chanson y que mi juglar guacamayo reía cuando lo releía, años más tarde, al tratar a Breto de esta manera. La publicación de esos cincuenta ejemplares tuvo una repercusión brutal cuando veían, en aquella revistita de ese aquel jocoso joven que gustaba de primeras audiciones, todo el periplo de la maestra por aquellas ciudades europeas que supo abordar de una manera magistral al preguntar sobre su gata, que siempre la lleva en su bolso para que no le falte alguien con quien conversar, o qué pensás de Mendelsohn, le decía, ¿y de Jaramillo? ¡Oh!!, mi juglar guacamayo comenzaba, 108
no hay nada peor que no encontrar helado de guanábana, querido. Y así, poco a poco, tuvo más acogida entre el público de primeros años y ya empezaban a interesarse algunos maestros. Que recuerda con claridad y con una gran sonrisa las letras impresas al final, en el fondo de tapa, cópiese y distribúyase con comodidad y precaución. Y así uno de los maestros interesados en la producción que realizaba Breto, le habría dicho: —Guambra, vos estás en buen camino, dale nomás, que el camino es largo. Y se alegraba Breto. Así fue como, poco a poco, se interesaría por las artes combinadas, ya seguía los rastros de viejos compañeros, que la pintura, que el teatro, ya la escultura y aparecían más producciones que le gustaban a Breto. Y es así como encontró a la Montana y Garay, hoy consagrados, una corporación artística de Mariano Medina, un artista plástico, uno de los primeros en probar con las artes combinadas en sus muestras. Más quizás el teatro y la música lo motivaban, es así que actores teatrales interactuaban entre la gente, más bien seleccionando a cada actor una determinada zona que representaban, según el concepto de la obra en mención, lo más difícil era que la gente que asistía al evento no se diese cuenta de que eran actores aquellos sujetos, y la música en vivo, eso siempre le había interesado a Medina, en sus preferidos, sobre todo por 109
las obras de Fritz Lang, que Marx Ernst y Grosz, que los Entremeses, decía, Jerome Van Aken siempre en la punta de la lengua. Habría de interesarle esa mezcla de gusto como un expresionismo alemán venía a matizar con un hiperrealismo metafísico holandés, como sospechaba ya Dalí. Aunque para aquellos años habría de descubrir a algunos artistas ahora con renombre. Con sus artículos se había hecho un nombre aunque a tumbos, Breto, pues todo un luchador con sus rasgos fuertes y mirada profunda seguía en la cómoda silla. —Si no fuera por esta preciosura, no sé cómo habría podido escribir aquí en este escondrijo es lo que pensaba mientras ya no le faltaba nada para terminar. Tan solo Juan Camacho estaba presente, el fin de la jornada había concluido hacía unas 2 horas, y Juan, por la demora en la hora del almuerzo, tenía que acabar de editar toda la sección de deportes, y le falta todavía un largo trecho. Breto lo miraba con una desconfianza algo sumisa, como se ve a lo que no entiendes y se preguntaba por qué a los otros hombres les gustaba tanto, era algo que no entendía Breto y lo veía a Juan apasionado redactando lo que sería el editorial para el final de la primera temporada, un hombre flacucho y bonachón con algunas marcas de viruela en sus brazos, pero de ahí un hombre que no daba lata, como diría Figueroa. —Es un buen muchacho y un gran redactor —se lo escuchaba hablar en la mesa ejecutiva cuando Manuel, un hombre ya de edad avanzada y que era el jefe de la sección política, decía: 110
—Será de sacar a ese flacucho que me da mala espina. Figueroa había defendido tiempo atrás a Juan Camacho, luego de que a sus orejas llegase ese cuentito, le fue a agradecer con una botella de coñac que le gustaba a Figueroa, y con una alegría disimulada le decía al Juan: —No, no se preocupe, que tan solo lo hice por el bien del diario, Ud. trabaja y no ha tenido ningún altercado, no veo motivo alguno para que tenga que dejar el diario, —le respondía Figueroa con una voz impostada, y desde ese día Breto le había visto con más entusiasmo a Juan, siempre un poco atrasado, pero que redactaba como todo un comentarista el mismo se había asombrado: —Oye, Breto, —se escucha en eco que lo llama Juan. —Oye, Breto, —repite el nombre más fuerte por ver que no respondía, y pensaba que no lo había escuchado. —Qué quieres, no ves que estoy camellando. —No, solo quería decirte si nos vamos a tomar algo después del trabajo. —No sé, Juanito. —Sabes que ya estoy por acabar, ¿y vos? — No te preocupes, que en casa lo termino. 111
Breto pensaba irse con este, qué será, y luego de un rato que lo pensaba Juan le dijo: — Entonces qué mismo. — Sabes, Juan, que estoy cansado y no sé, me quiero ir a dormir. — A bueno, entonces para otra ha de ser. —Sí, otro rato. Un silencio, el habitual silencio mohoso del rechazo luego de que Breto respondiera, a este le sucedió otro y el sonido, los pasos y que cerraron la puerta del antiguo salón. Breto, ahora ya solo, se refugiaba en los pensamientos de sus deudas, y ya sospechaba, comenzaría el embargo de los pasivos que había adquirido en tiempo de bonanza, ahora con deudas hasta el cuello, se le daban vueltas y vueltas, alados por caballos feroces, con coces atroces que le hacían quebrar en llanto, luego se apaga todo, Breto se esfuma y luego piensa en pasar a tomar un trago por donde Mariana, pero luego se esfuma… La ciudad nuevamente a obscuras y los locales comerciales van cerrando, los faroles se encienden y un perro busca en el basural algún alimento paras sus ansias. Todos los buses repletos, con los vidrios humedecidos por el calor de los transportados, y Breto se imagina la congestión en la Marín mientras camina con dirección a casa. Con su abrigo marrón, 112
herencia de años infantiles, se escuda del viento frío que resopla por la avenida, había salido del café de Mariana, y no se ha quedado mucho tiempo, por encontrarse sorprendido por Juan que estaba en la esquina del pequeño café tomando un coñac, y la efusividad con que lo había recibido había minado y acortado su visita. Ahora, ya próximo a su departamento, donde se sorprende por un hombre que deja unos papeles en su buzón. Al llegar a la esquina, el hombre con su moto ya se había alejado del lugar. Breto abre el buzón y recoge los papeles recién llegados. —Qué será, —pensaba. Prende las luces de la sala, deja los papeles sobre la mesa de centro, enfrente de la televisión, mientras sube hacia el dormitorio. Se saca el abrigo, lo pone en el placard en donde se encuentran los otros compañeros de estancia del recién llegado, luego el sweater y su camisa, los pantalones, los zapatos que lo asfixiaban y se ponía más confortable. Se veía en el espejo y recordaba los años anteriores y el cabello abultado que lo habían beneficiado para sus ligues, ahora ya medio calvo y con unas ojeras notorias nada vivificantes resplandecían los libros de fotografía que estaban regados por las escaleras. Antes de entrar en la cocina vuelve la vista hacia los papeles en espera, se acerca los ve y nos los toca, pone la radio de música en el dial correspondiente, un clásico de Breto cada 113
vez llegado del trabajo, se reconocen después los compases de Cuadros para una Galería, ya con sus pantuflas y su camiseta clásica de Perdidos en el espacio se escucha que la sartén calienta algunas sobras de las dejadas del arroz con pollo de la mañana, abre la nevera y saca de allí algunos tomates y cebolla colorada, unos dos huevos y un aguacate. —No voy a comer solo eso. Luego coge la tabla de madera de la alacena y empieza a picar los tomates, las cebollas y un morrón. Al aguacate lo cortó, le quitó la pepa, lo puso en un recipiente de plástico y empezó a batir. Lo anteriormente picado incorporó y con los dos huevos se hizo una tortilla. El arroz ya listo lo puso en un plato tendido y con el guacamole que hubo de preparar lo llevó al comedor, ya todo dispuesto y la mesa de laurel corrió hacía la cocina para que no se quemara la tortilla. Viró la tortilla con una técnica de muñeca, a la tortilla la vemos cambiar de lado en el aire y luego de otros pocos minutos la puso junto con lo demás, donde se hubo de sentar a comer y luego en su cabeza decía, mañana lavo. Un Swing aparecía, que se filtraba de repente como una gotera en el techo, en el zinc, se acordó Breto que los días viernes el programa de Manuel Saer daba paso a Arturo Sandoval, un poco hastiado ya de las big bands que años anteriores habían sido su pasión, prende la televisión blanco y negro y sintoniza las noticias... 114
La casa extrañaba, se diría, las pasiones viejas de Breto, se había cubierto de un desierto aquella comarca, las paredes color hueso, los pisos de media duela, las alfombras tendidas y los libros regados por todo el sector no daban un encuadre de optimismo. En las manos de Breto vemos un ejemplar de Broch, que lo estaba hojeando mientras la televisión seguía su curso incesante de burdo camino para el lustroso hombre de barba y pantuflas de las 1000 palmas Shaolin. Esperaba algo entumecido, como todos los días, el comienzo de otro más de los episodios de aquella serie de medianoche pasadas, tendría que hojear un montón siendo las nueve de la noche, tal vez avanzará hasta la Galería de los enanos, talvez se cansase y tomará otro más de las decenas en el piso, talvez preferiría para esos días algún ensayo, quizás el de La Risa, de sabe Dios quién... —Qué cosa rara, no lo crees, Juan. Y Juan, concentrado en el periódico, que no se había informado en todo el día de lo que pasaba, como se dice, en el mundo, para la conversación diaria, para tener algo que decir, para no decir nada, talvez, se dirigía con tono apacible hacía Mariana, una de sus viejas amigas de la infancia. —Qué es lo raro, Marianita. Contestaba con su tono de antaño, que recordaba con mucho agrado Mariana, la del cafecito de la Patria. 115
—Sí, muy raro que Breto se haya ido tan pronto, no lo crees, Chelo. Chelo era el apodo de Juan Marcelo Camacho, el de siempre. —Por qué lo dices, Marianita, en este tiempo todos tenemos prisa, algo que hacer, quizás, o talvez el cansancio le ganó, como me supo decir. —No, yo no lo creo, porque él siempre que viene, y lo hace con frecuencia, se tarda por lo menos hasta las once menos cuarto, y siempre bebe coñac y menos de tres nunca lo he visto tomar, hasta que ahora pidió un café y se fue tan rápido. —Talvez —decía Juan Camacho reflexionando sobre lo que escuchaba. —Talvez no se siente cómodo con mi presencia. —Cómo crees, Chelo, si tú eres una linda persona. Lo decía apasionada. —Sí, ya lo creo, pero no se le puede caer bien a todo el mundo, Marianita. —Y por qué lo dices. —Será que yo le propuse tomar algo después del trabajo y me dijo que estaba cansado, y luego ve lo que pasó. —Yo no lo creo, querido. 116
Juan, un poco confundido pero muy seguro de que su hipótesis era la más acertada, tomó nuevamente el periódico y se disponía a pasar a la página de política, quería enterarse de lo que pasaba en esa época tan caótica, y luego otra vez Mariana desde el mostrador pensativa hablaba: —Yo creo diferente, Chelo, me parece que Breto se fue rápido porque tiene cita. —Bueno, eso sí que yo no sé, y por qué lo dices. —Sabes que yo a Breto lo conozco desde hace varios años, desde que estaba casado con Lisette, y eso es ya hace algún tiempo, luego que ella se fue para Alemania, bueno, desde que ella lo dejó, nunca hasta la fecha lo vi con mujer alguna, me imagino que ya se cansó de sentir pena por sí mismo y se compuso, quizás ya esté de novio, quién sabe. — Yo no lo creo, pero quién te dice que no puede ser verdad, Marianita, quién te dice que no. Luego, nuevamente Juan hojea para poder informarse en la página de Política, pues es muy cómico trabajar en un diario y no enterarse de las otras secciones y por fin puede comenzar la lectura y dice: —Marianita, otro coñac. Porfa. —Cómo no, Chelo, ya te lo paso... 117
Una fila enorme que daba la vuelta por el Banco del Pichincha ya era habitual en la 10 de Agosto frente a El Ejido, todos los comienzos de mes era el mismo escenario para este propósito, porque aquí no tan solo un escenario era lo que predominaba. Ancianos venidos de diferentes lugares de la capital de un país que en tiempo anterior ni en los mapas de los grandes noticieros aparecía. Algunos bastones coquetos y lustrosos contrastaban con otros óxidos metálicos que se apoyaban en criaturas cansadas. Los automóviles y los vendedores ambulantes se abrían paso por este enjambre de angustias y desconsuelo, vemos por allí casi en medio de esta fila enorme, en donde muchos venidos desde la 5 am para esperar que atiendan a las 8 am, estaban cansados por ser ya las 11am, y todavía no había esperanzas de atención, y una voz conocida, aburrida ya de lo mismo, como bien diría Humberto, charlaba con su viejo amigo, el Gato Riofrío. —Oye, pero a esto hay que cambiarlo, no crees, Gato. — Y qué quieres cambiar, pues hombre, —le respondía. —Siquiera que modernicen esta huevada, pues ñañón. —Aquí parado desde las 6 y todavía ve, pero ve, hermano, ya va a ser el mediodía y uno sigue aquí parado, esperando a estos pelmazos, y por esta miseria que pagan. —No te alteres, Humberto, ves que siempre ha sido lo mismo, no te acordarás. 118
—Bueno, sí, pero uno que ha trabajado siquiera para que le atiendan breve. —Pero es así la realidad, querido Humberto. Contestaba el gato algo resignado ya por los años transcurridos. Luego unos gritos: — ¡Cójanle al ladrón! Un niño, de unos ocho años, rápidamente se escabullía y se abría paso entre la multitud, muy presuroso por entre el Gato y Humberto con ojos de añoranza veía pasar al pequeñín con dirección a la Basílica, y un policía obeso quería agarrarlo, el pequeñín se había sacado unos mangos verdes de la casera de la esquina del puente del guambra y el policía, resignado y jadeante, se detenía y decía: — ¡Hay estos guambras de mierda! —Ahí está lo que te digo, Gato, después ya no ha de haber qué comer y cómo vamos a estar todos, con la ley de la selva —Eso no pasará, Humberto. — Pero cómo crees que no, ve a esos carcosos, dónde están los taitas. —Qué mierda que se ha convertido toda esta porquería desde que descubrieron ese petróleo esto se ha vuelto un infierno. 119
—No te atormentes —decía el Gato. —Eso va a ser beneficioso para la patria. —Va a atraer divisas extranjeras, y vamos a poder importar maquinaria y tecnología. — Yo no estaría tan seguro, Gato. —Ve, a nosotros que le hemos dado los mejores años de nuestra vida a este país, ve cómo nos tratan, nos tratan como basura. —Ahora tú me dices que va a mejorar solo por esa cosa del petróleo, yo no lo creo. Luego una voz muy gruesa y profunda del fondo de la fila, que en este caso era el principio de la serpenteada, decía: —Los jubilados, a la mano el documento. —Bueno, por fin, no lo crees, —le decía Humberto a los ojos grises del Gato que habían cambiado por el tiempo, supongo. —Humberto, ponte bien sino después nos sacan de la fila y eso sí que sería muy cómico. Con documento en mano, se escuchaba otra vez a esa voz profunda.
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Y poco a poco empezaban a entrar aquellos hombres en el Seguro Social, bueno a cobrar sus intereses de tantos años de sacrificio... En algunas circunstancias, cuando la temible catástrofe de acontecimientos se agrupa simultáneamente y da lugar a un ensortijamiento de hechos impensados que en apariencia se dan natural y progresivamente, no advertimos sus mallas, que nos circunscriben a un y absoluto resultado, que en aquella marejada de acontecimientos se prescriben con anterioridad su único y ya antes pensado hecho, que sin lugar a dudas no tiene ningún carácter deductor. Y es así que como los hechos en algunas circunstancias inexorables se posan sobre una dirección ya designada, que cabalgan sobre ellas como un efebo en ciernes y el fin es tan solo un matiz más del todo. Así mismo los procesos cerebrales somáticos están unívocamente unidos con los procesos químicos que ella sufre según las diferentes reacciones, resultados de aquellos estímulos, algunos hasta mortales, que los encierra y los circunscribe a un y absoluto resultado, en algunos casos crónica patología por lo externo, realidad de mierda, belleza realidad. Mientras Breto abría con una calma extraña aquella multitud de papeles que se habían apeado hacía algunas horas en su mueble de sala sin ser ultrajados por la conciencia, mordía un sánduche de los que le gustaban y sin más prisa sacaba uno a uno los papeles que el Banco había enviado por impagos desde ya hacía algunos años. Habían ya iniciado el proceso 121
de embargo de los bienes por un monto superior a los cien mil dólares, y Breto caía en angustia, sabía que iba a llegar el momento de enfrentarse con los hechos consumados por los actos realizados tiempo atrás, y ahora ha llegado aquel delicado y fastuoso momento de desenmascararse, de abrirse camino hacia otra realidad en donde la hora, aquella majestuosa del naufragio ha dado inicio. El sonido del agua se escuchaba caer en la bañadera y de la regadera se la veía expulsada, los colores pasteles del cerámico azul cubrían la superficie toda limpiay las sombras del inodoro del lavabo y el de la puerta de ingreso se las veía por dentro, siluetas, resultantes por la interferencia de las puertas de la bañadera delimitando el reducido espacio. Una luz tenue también se veía reflejada por la ventana superior del cuarto de baño. Mientras alguna alondra cantaba y se emparejaba sobre el comienzo del día un portazo se escucha, ya entra Breto, una radio pequeña es la que llevaba entre el brazo, la deja sobre la tapa del inodoro y sale otra vez. Va camino al dormitorio y trae otro casete, uno más del que tenía ya la radio, sale del dormitorio, sus pantuflas y un toallón grande, agarra del cuarto de planchar y sale con destino al baño. Aprieta el botón de play y se escucha a Hendrix, remember es la que abre paso, pues ya ha estado a medio andar el casete Experience. El vapor del agua caliente empaña el espejo y Breto se desnuda, abre la puerta de la bañadera, ve que la tina esta lista y cierra el curso del agua, él se introduce 122
mientras los inciensos están consumiéndose, alguna vela encendida... se recuesta totalmente relax... luego de una hora de baño Breto está desayunando el acostumbrado café con leche acompañado de tostadas con huevo duro y un batido de banano, es viernes y está un poco tarde, debe salir al trabajo. Pocos minutos antes del mediodía, Breto prende su pipa, cierra algunos papeles y las copias del papel calco en su casillero y se dispone tranquilo mientras transcurre por el corredor hacia el exterior de la sala de edición para disfrutar de su hora de almuerzo. Sus pasos cortos y su mirada hacia las paredes de su transcurso hacen notar algo que le inquieta, que no ha dejado de molestarlo durante toda la mañana de trabajo, ahora, en su descanso, baja por las escaleras del edificio hacia el subsuelo donde se dispone el alimento para los trabajadores del diario El País. Seguía Breto fumando su pipa y algunas personas subían hacia la sala de edición entre ellos vemos a Juan Camacho, que sube rápido y con algún atraso en andas. Breto no nota la presencia por estar agobiado por sus pensamientos que le bloquean el sentido de la atención, el tan solo desea disfrutar del descanso y, Juan como vemos, se disponía a otro día de larga jornada. En el punto de intersección los dos editores no se notan y Breto consume otra bocanada de su tabaco mientras en su derecha mano vemos un folder azul que lo lleva algo despreocupado. Sigue y en dirección exterior entra Antonio hacia el edificio, Antonio nota la presencia de Breto y como es acostumbrado acelera 123
el paso y lo intercepta antes que tome el tramo final para el subsuelo y le dice mientras le toma por la espalda: —Hola, Breto, mucho movimiento, ¡ah! Breto de sopetón reacciona, sale de su ensimismado mundo, nota que es Antonio y responde algo desconcertado: —Hola, Antonio, nada, hombre, un poco floja anda toda la cosa, uno que otro evento, pero nada del otro mundo. Antonio, con un aspecto alegre, lo analiza y dice: —Breto, a dónde ibas, no tienes un minuto, que tengo que hablar contigo. —Bueno, Antonio, me iba al subsuelo para comer que tengo un hambre que parecen dos. Sacándole una sonrisa responde Antonio: —Yo tampoco he comido, no quieres que te acompañe y así conversamos tranquilamente. Al escuchar lo dicho por Antonio, Breto pone un semblante de asentimiento, pero en su interior se ve molesto por la compañía, no por Antonio sino por la soledad que le era arrebatada por el compartir y con voz amiga responde: —Vamos, Antonio, vamos, bajemos y veamos qué hay. En el lobby del edificio se aprecia el ajetreo del movimiento 124
de las noticias de comienzo de fin de semana mientras ya están ingresando al patio de comidas. Breto se acerca hacia Roberto, el cocinero y encargado de las comidas del lugar, le pregunta: —Qué preparaste hoy, Roberto. —Para hoy tienes: cerdo con espinacas, pollo a la provenzal, o tallarines con estofado, y lo que se hizo de sopa es: locro, crema de espárragos o sopa de pollo. Luego regresa hacia Antonio, que lo seguía muy de cerca, le dice: —Escuchaste, Antonio. —Sí, yo voy a comer pollo con crema de espárragos. —Y Ud., qué va a pedir, Breto. —Yo voy a comer el cerdo con espinacas y la misma crema de espárragos y un batido de mora, si me haces el favor. —Bueno, no se preocupe que ya los atiendo, vayan a sentarse. Antonio olvidábase de la bebida, regresa hacia Roberto y le dice: —Que sean dos batidos. Y Roberto asintiendo regresa a la cocina. 125
Antonio sigue el camino habitual hasta el fondo del patio de comidas. Breto, apacible en su acostumbrado asiento se encuentra, se dispone a abrir el folder azul, saca un artículo. Antonio aparece y se sienta mientras se arregla para la comida, pone su portafolio y el saco en una silla contigua mientras ve que alguien más entra a comer y se dirige a Breto con una mirada provechosa. Luego de algunos minutos de espera llega la comida a la mesa de Breto. —Gracias, Roberto. —Bueno, provecho, Antonio. —Lo propio. Mientras el alimento transcurría su dirección debida y poco a poco comenzaba a llenarse el patio de comidas Antonio decía algo como esto: —Sabes, Breto que hablé con una amiga, es psicóloga clínica y me va a ayudar a resolver algunas dudas que tengo sobre el caso de tu amigo. —¿De qué caso me hablas Antonio?. —Sobre lo que hemos hablado en mi oficina, recuerdas. —Ah, sí, pero tú no eres clínico, Antonio. 126
—Sí, ya lo sé, pero con las pruebas que le hice, que son habituales entre todos los trabajadores, fui donde mi amiga y me dijo que le llamara el lunes próximo para concretar una cita. — ¿Una cita, Antonio?, que te pasa hombre, primero tendrías que hablar con Gutiérrez de esto. —Tienes toda la razón, pero si tiene problemas lo mejor es que me ayudes para resolver este asunto. —Ya lo creo, pero está loco o qué, hay alguna evaluación preliminar. —Nada de eso lo importante ahora es que le convenzas para que asista a la terapia. —Bueno, Antonio, sabes que yo no soy el que necesita terapia y es que yo estoy con muchas cosas encima, estoy muy ocupado, de estar interesado, si tú me dices que va a mejorar en el trabajo con mucho gusto acepto, pero si es para sacarte una duda que tienes, sabes, si es por eso mi respuesta es totalmente negativa. —Sabes que le va ser beneficioso para su vida, sin duda. —Entonces deja ver cómo hago pero encárgate nomás de concertar la cita, yo lo convenzo y gracias por la preocupación. El barullo de los comensales se percibía fuerte ahora por 127
ser ya la una de la tarde y era la hora del almuerzo en masa, Breto solo, ya se había despedido de Antonio y degustando otro batido de mora analizaba con más rigurosidad aquella redacción. Una tarde especial de bruma que cubría a San Francisco se apreciaba con más nitidez desde los balcones vecinos y a las piedras que resplandecían con la luminosidad del sol que sin motivo daba tregua y se posaba cálido, veían pasar el ajetreado panorama que se podía observar en el salón de la fonda, mientras los autos pasaban presurosos y los pordioseros dormían en las gradas del sector, se veía a más de los acostumbrados comensales residentes de la hostal a otros acostumbrados que por el tiempo transcurrido se hacían habituales, pero siempre existían algunos otros que eran ajenos, que pasaban desapercibidos, tan solo un lugar más en reserva, lo que eran y ahora que pasaban una y otra vez las bandejas para servir se escucha entre el barullo a doña Leonor que hablaba con Guillermo: —Se había dado cuenta Ud., Guillermo —decía la señora ya entrada en años. —De qué mi señora. —Que los días lindos como los de hoy eran más habituales en nuestra época. Se prosternaba ante Guillermo con una nostalgia añeja. 128
—Sabe que Ud. tiene mucha razón, Leonor, ahora el aire está más viciado, y claro, no se puede esperar mucho de lo viciado. —Qué ocurrido que es Ud. Respondía con un agrado que le cubría sus arrugadas manos y dirigiéndose a un mesero: — ¡Pst!, ¡Luchito, Luchito! Repite para que le escuche: —No me traerías un postre, por favor. Se dirigía a Luis González, un hombre joven que trabajaba hacía poco tiempo en el salón de Gloria. —Sí, Seño, ya le traigo, espéreme, solo dejo estos platos y ya la atiendo. A Luis se lo ve con muchos platos en las manos que se ordenan uno sobre otro mientras se va para la parte trasera en donde se encuentra la cocina. —Y vea, Leonor, creo que tenemos buena espalda. —Por qué lo dice, Guillermo. Mostraba algo de curiosidad. —Se dio cuenta de que al entrar estábamos apenas unas pocas personas, y ahora, vea, con esto ya no se puede, tendría que 129
agrandar el local, no lo cree. —Sí, bueno, pero recuerde, Guillermo, que ya es la 1 pm y es hora de almuerzo. —Bueno, Sra. puede ser pero tenemos buena espalda de eso no hay duda. Decía Guillermo a Leonor, que no creía para nada en su hipótesis. —Aquí tiene, Seño, ahora solo hay flan, tenga. Le mostraba Luis el postre a Leonor por al lado de unos cuantos platos hondos que venían con dirección de servido, la sopa de pollo de los días viernes... Gloria, que estaba atenta y un poco atareada cobrando lo servido, vio que Humberto se sentó en la mesa acostumbrada y pensaba: —Qué le pasaría, que hasta ahora baja a comer. Un poco extrañada porque no le había visto en toda la mañana y sabía que el hábito de Humberto era ingerir a las doce menos cuarto el alimento. Mientras la humareda acostumbrada de la parrilla del patio ingresa hacia el salón, vemos caminar a Gloria, que siempre es un agrado, como dice Guillermo, en el patio y ella con sus ojos azabache sale hacia la parrilla y con un tono de mando le 130
dice a Marco: —Pero cierren bien esa puerta, ¡por, favor! Luego ella cierra el madero y se acerca hacia donde Humberto: — ¿Está bien, don Humberto? —Estoy bien, Glorita, solo que estoy un poco extrañado. —De qué, vea. —Sabes que el lunes que te pagué, dejé la plata en donde acostumbro. Pero ahora que veo me faltan como treinta dólares y no sé qué se hicieron. — ¿Ya buscó bien? —Ayer toda la noche me pasé buscando y no encuentro la plata. —No se preocupe, ahora coma que luego le ayudo a buscar el dinero. —Bueno, querida. Gloria proseguía: —Sabe que hoy le recomiendo llapingacho. —Está rico, ¡no! Lo decía cómico. 131
—Lo de siempre. —Bueno, y me traes un consomé, por favor. —Bueno, ya se lo traen y el jugo de siempre. —Sí, hija, lo de siempre. —Y de postre hay flan, verá. —Bueno, bueno —decía Humberto con desazón acomodado en una de las primeras mesas del gran salón. Con su andar Gloria movía pasiones y se apreciaban algunos ojos que miraban impacientes entre los inhabituales con algún pensamiento en andas, sin duda, luego lo llama a Luis y le dice que le sirva a Humberto. —Ya, ya voy, solo dejo estos platos y ya. Qué le sirvo. —Pero mira cómo has cambiado —le decía Leonor al otro extremo de la fonda a D. que había acompañado a su amiga Isadora a visitar a su abuela, que vivía, como ella decía, en el centro histórico. —Hija, ya estás convertida en toda una mujer, querida. Lo decía nostálgica. Luego la abraza y besa sus mejillas contestando: —No ve que ya crecí, Leo. 132
Decía D. a Leonor recordando los años en los que ella había jugado en la casa de los Montenegro. — ¿Y a mí no me vas a besar, abuelita? —pregunta Isadora, un poco celosa pero muy contenta y efusiva. —Sí, hija, cómo no. —Sabes, abuelita, que te fuimos a buscar a la casa, pero Victoria me dijo que habías salido, y como siempre no le dices nada, ella, pobre, no sabía dónde estabas. —Bueno, hija ya sabes cómo soy. —Les presento al doctor Guillermo Echeverría —dice Leonor un poco descontrolada ya que se había olvidado de la compañía. —Guillermo, esta es mi nieta Isadora, que está por recibirse en Letras. —Mucho gusto. —Y ella es Brenda, una gran artista y amiga de mi nieta. —Mucho gusto, muchachita. —Igualmente. Y luego Isadora interrumpe: —Disculpe, doctor. 133
Luego le corta Guillermo: —Me agradaría, niñas, que a mí se refieran con mi nombre no con mi asignación, por favor, yo soy Guillermo. Y luego Isadora replanteándose dice: —Bueno, Guillermo y qué especialidad tiene. —Bueno, hija, sabes que mi doctorado es en Estética del Arte Postmoderno. —Ya... entonces Ud. es artista, Guillermo. —No, encanto, yo me recibí en Filosofía y mi especialidad es la Estética. —Qué interesante —Sí, chicas, el Sr. Guillermo es uno de los pocos excelsos críticos de arte que hay en nuestra República —acota Leonor, enorgulleciéndose de su amistad y Guillermo que le dice: —Vea Ud., me hace poner colorado más de lo que soy. Unos pasillos de Carlota Jaramillo se logran distinguir de la rokola que se encuentra a medio camino y que en medio de los tejados y las paredes chocan y se riegan por el espacio de rumores y sendas carcajadas roncas cubiertas de bruma y humo aparrillado. Luis, un poco más holgado, ya sin mucha tarea se acerca 134
donde Gloria y le dice: —Sabe, Gloria. —Qué pasa, Luis. —Nada, solo que, verá, fui a servirle como me dijo a don Humberto y luego que ya le sirviera todo y también el postre luego de que ya acabó de comer y que recogí sus platos, me dijo que le sirviera el postre que no le había dado, y me insistió tanto que no tuve otra opción que darle otro flan. —No te preocupes, Luis, la preocupación debe ser, anda, anda, y gracias —dice Gloria, contrariada y sospechando algo que ya no era un simple olvidón. —Y Ud., Brenda a qué se dedica —pregunta el Doc. —Sabe, Guillermo, soy música. —Qué interesante. Y qué estilo de música es la que realiza. —Sabe, Guillermo nuestro estilo es Indie. —Sabe, Brenda, que yo no he escuchado ese estilo musical, yo tan solo conozco a Brams, Bach, Bartok, Gluck. —¿... Sí…? yo también comparto ese gusto, digo, yo aprecio un poco más el impresionismo francés como el almuerzo para un fauno o talvez alguna sinfonía como la Alpina. —Ya veo que te gusta la música, muchachita. 135
—Sí, Guillermo, amo la música, —dice D., un poco molesta porque la llamara muchachita. —Sí, Guillermo —añade Leonor cortando un poco la tensión—. Brendita ha estudiado piano desde los diez años. —Y en dónde estudiaste. —Espere un momento, Guillermo, vamos por partes—. Primero le voy a contar qué es el Indie. Y Guillermo, viéndola con unos ojos profundos, con algún recuerdo en andas, talvez su antaño y joven yo escuchaba. —El Indie, querido Guillermo, es el estilo que da nombre a toda las bandas que se autogestionan y no tienen un sello multinacional que les financie. Es decir que nosotros componemos, producimos, organizamos etc. Y en cuanto al estilo propiamente dicho varía según el origen de los integrantes. Puede que en Inglaterra se apegue más al folk inglés, o al breat pop. Aquí hacemos lo que podemos. —Qué interesante, Brenda. Luego Isadora viéndola a Leonor cortando el diálogo le dice: —Sabes, abuelita que no tengo mucho tiempo y disculpen por interrumpir pero vine para que me prestes plata, que no tengo. —Cuánto quieres, hija. 136
—Necesito como cincuenta dólares. —Toma las llaves de la casa y ve en el velador de mi dormitorio junto a mi cama, saca del primer cajón la cartera negra y de ahí toma la plata, hija, luego vienes y me das las llaves, ¿está bien? —Gracias, abue, y verás que te pago. —Bueno, hija. Luego Isadora pregunta: — ¿Me acompañas, Brenda? —No, que te ha de acompañar, hija, déjala que está conversando —dice Leonor. —Sí, Isa, ve, que me quedo hasta que vuelvas. —Bueno, bueno. Mientras toma prisa y se pierde con dirección al Teatro Bolívar se escucha —Y bueno, hija —prosigue el Doc.—, en dónde has estudiado todos estos años. Luego D. lo mira, luego mira a Leonor que está atenta al diálogo y dice: —Sabes, Guillermo, que yo he estudiado en el conservatorio de Toledo durante estos años. 137
—Ya veo, hija. —Y Ud., Guillermo, debe saber del conservatorio. Habla orgullosa D. —Sí, cómo no, la Sra. Amalia es una de mis antiguas amistades, y conozco de su prestigio, querida. Continuando Guillermo dice: —Y, Brenda, en dónde se puede escuchar tu arte, por lo que me dices, me dejas intrigado. Una risilla se le escapa y responde: —Sabe, Guillermo, que el jueves pasado tuvimos un espacio en las Galerías Pacífico. —Ya veo, querida, sabes que todavía no he ido al lugar, es una nueva galería si mal no me equivoco. —Sí, Guillermo, está ubicada allí, casi al llegar a la plaza Argentina. —Sí, sí—. Y cómo les fue. —Sabes, Guillermo, que dimos un show muy bueno y no es por echarme flores. Luego Leonor dice: —No, hija, échate nomás, si tocas como un ángel. 138
Guillermo prosigue: —Y hubo alguna repercusión, hija. —Sí, verá Guillermo, todos los artistas invitados asistieron y hubo una publicación del show en la sección cultural del diario El País. —Ya veo. —Pero no me gustaron algunas cosas que dijeron... —Peor que no digan nada, no te parece, hija. —Sí, ya lo creo. Luego Leonor comenta: —Pero Guillermo, ¿Ud. no trabajaba en el diario? Lo dijo como un recuerdo lejano y no tan convincente. —Sí, Sra., sabe Ud. que los dos únicos críticos de arte que había en ese diario éramos Breto K. y yo, luego yo me cansé de las niñerías de los diarios y me fui, pero yo trabajaba ya hacía algún tiempo cuando Breto, el crítico actual, recién comenzaba. Luego D sorprendida dice: —Sí, Guillermo, Breto es el crítico que escribió aquel artículo. —Quién más pudo haberlo hecho, querida. 139
—Entonces Ud. era el jefe Guillermo. —Sí, querida, Breto trabajaba bajo mi supervisión. —Y cómo se lo debe tratar, Guillermo. —Sabes que siempre ha sido un tipo raro, un poco introvertido, muy fluctuante pero de ahí es una buena persona. —Pero no te preocupes, hija, si ya has logrado que Breto se fije en ti, te va a seguir el rastro y eso es bueno, no te parece. —Sí, me parece bárbaro, pero ojalá que en otra diga más de bueno. —Recuerda, hija, que en lo que te metiste no es nada fácil. Luego que por un rato estaba atenta Leonor ahora regresa la mirada a la calle como sintiendo a su nieta: —Ya viene. Mientras D y Guillermo siguen conversando, entra Isa, un poco apurada. —Pero, hija, no te demoraste nada, querida. —No, abuelita, vine echa un rayo porque nos tenemos que ir ya que se nos hace tarde. Y regresando la mirada D. dice si es verdad ya se nos ha hecho tarde luego dirigiéndose a donde Guillermo le dice: 140
—Mucho gusto en conocerlo y gracias. —De nada, hija, y que te vaya bien. —Hasta luego, Guillermo —se despide Isa. —Hasta luego, querida, y un gusto. —Chao, abuelita, y ya le dejé a la Victoria más tranquila. Se ríe mientras responde: —Bueno, querida, y no te irás a gastar como loca. —Hasta luego, Leo. Besa a Leonor y antes de que se vaya le dice junto a Guillermo: —Sería bueno que algún día vaya a ver alguna presentación de la Brendita, Guillermo. Y Guillermo dice: — Sí, nos ponemos en contacto cuando guste. Luego Guillermo saca una de sus tarjetas, se la aproxima a D. y dice: —Aquí llámame cuando vayas a hacer algo serio, hija. —Gracias —responde la carita de ashulla resentida. —Apúrate, que se nos hace tarde —le dice Isa. 141
—Ya voy —contesta infantil y mientras se alejan D. mira la tarjeta de Guillermo, una tarjeta muy clásica y pulcra que dice: Guillermo Echeverría, pensador estético. —Vesijue —D. comenta. Mientras ahora se desvanecen y las piedras junto con ellas. Los rayos de sol pegaban ahora con más fuerza en el campo, se había ido la nubosidad que les impedía desprender su poderío y los jugadores de la Liga barrial San Juan-Miraflores, sentían el cambio de ambiente mientras estaban en una jugada de ataque, las miradas de Agustino se veían más expectantes y se escucha decir: —Cállate, Diablo, no ves que están atacando —le decía el Zambito. —Ya, ya pero agarra rápido que no está bien prendido, loco. Y con calma, estira el brazo y lo agarra y se escucha ¡gooool! —Chugcha tu madre, otra vez la misma huevada, 1 a 0, nos van a ganar otra vez, qué mierda. Se escucha el quejido en un graderío exclusivo, arriba de la cancha de tierra se encontraba una saliente, jardín de una casa antigua en donde antaño veían pasar los partidos. Y luego escuchamos: 142
—Zambo mira, —le decía el Diablo. —Qué cosa. —Nada, ahí viene tu amigo, que no le he visto en tiempos. —Quién, ¡ah!! —regresando curioso la vista hasta afuera, a la calle. Mientras vemos en el horizonte toda la parte norte de la capital y al Antisana, que aparece en este día despejado, se inserta Manu en primer plano alegre acercándose hasta donde el Agustino. —Pero vean, nomás, qué nos trajo la marea —decía el Zambo un poco inquieto. —Qué más, Zambito, a los años, loco —decía Manu. —Qué dice, Manu, disculparás nomás la puteada del otro día, solo que no puedes ir a mi casa así nomás, no ves que los rayas siempre están pilas. —Ya lo sé, Zambo, y disculparás que era de urgencia. —Te acuerdas del Diablo, no. —Sí. —Qué onda, loco —saludaba al Diablo, que lo recordaba perfectamente. 143
—Y qué haces visitando a los pobres, Manu. Sacándole una risa Manu responde: —Nada, vine por lo prometido, ya sabes que lo prometido es deuda, Zambito. —Sí, qué bien, pero ven y siéntate, pana, pero verás que encebollado ya no hay, ya se fue la casera. —Entonces que sean las chelas, loco. —Ya dices. Los nenes pasaban por fuera del enrejado, los pájaros revoloteaban el terso film, en el espacio se deslizaban como en un celofán almibarado y ya las texturas del césped que protegían a un sinfín de hormigas en procesión hacia alguna cucaracha masacrada se veían los pies de Manu, que se desprendían del tronco grueso, del eucalipto fenecido y encima los tres y el perro mínimo jugando con alguna mosca infecta. —Y qué tal te fue por el Guayas. —Nada, solo que fui a ver qué resultaba. —Y qué pasó. —Nada, no pasó es nada, pana. —Pero te quedaste un buen tiempo, no. 144
Interrumpe el Diablo, algo atorado: —Toma, toma, Manu, agarra. Con el porro en mano Manu contesta: —Sí, sabes que me quedé donde una prima que hace años que no la había visto y ya sabes que estar en Guayaquil siempre es un placer. —Sí, loco, el Guayas es bacán. Luego de fumar le pasa el porro al Zambo y el Diablo pregunta: —Y qué hiciste el jueves que fuiste donde el Zambo, Manu. —Nada, solo de urgencia con unos amigos que estaban tocando en una de las galerías, por la 6 de Diciembre, y querían algo de güiros. —Ah, ya. —Y vos, cómo has pasado, Wilmer —dice Manu. —Ya sabes, en Solanda, lo mismo de siempre, a veces en la Pío, por donde el Enano, pero aquí como todos los domingos con un poco de fútbol, que siempre calma los ánimos. —Sí, así es, Diablo. Y luego Manu viendo algo que le gusta, añade: —Y de quién es esto, ah. 145
—Mío —responde el Zambo. Y Manu: —Está bonito, ah, muy bonito. —Dónde te lo compraste. —No, es un regalo de un paciente que no tenía con qué pagar y bueno… —Me dijo que lo trajo de Machu Picchu. —Ya, está relindo, loco. —Sí, ese sweater es lo más —responde el Diablo. Y luego riéndose Manu, dice —Sí, loco, ¡es lo más! Despacio, despacio, con calma, escucha la melodía correr, no la obligues, mija, tienes que sentir cómo fluye, la música tiene que ir como un río incesante, y no olvides la acentuación en el correspondiente sitio del compás, vamos, mija, sí, así es, vamos ahora con el in crescendo... y rodaba, rodaba, caída incesante, dirigidas incorpóreas, travelling pata físico instantáneo, luego se incrustaba... —Hey, Brenda, hey, loquita, vuelve, dónde estás...
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Aquel recuerdo en D. tomaba una fuerza extrema, “sensible tibieza”, el rostro de Amalia Toledo en las clases de Piano I, venía a D. sin ningún intermediario, solo dos, los de siempre, y aquella caída repentina en aquel abismo que es nuestra mente la dejaba exhausta, no es menor que nuestro cuerpo no soporte tanto aquel etéreo, luego volvía... —Por qué me miras así, hey, Manu, qué te pasa, que, ¿te gusto? —Miren quién volvió, ¡ah! —De qué hablas, loco. Luego todos ríen. —Pero qué les pasa, que soy su payaso del día. —Nada, Brenda —dice el Arroz. —Solo que, chama, creo que te hicieron efecto los honguitos, loquita. —Así creo, no ves que te fuiste un par de minutos. —Pero qué, no vale irse un par de minutos, si Uds. se pierden años, ¡ah! Y otra risa comunal se incrustaba en aquella ladera, que bajaba incesante y se quebraba, el eco alado retozaba en la lejanía. —Así, qué mismo, cómo arreglamos, Turco. 147
Le decía Benito al Turco, dueño de la locación apetecida por los músicos, que aparecían ahora ya sentados en las gradas de enfrente con todos los artefactos para el recital que estaba preparado para la noche. —Sabes, Benito, que lo de siempre, hermano, no te puedo ofrecer más. —O sea que Turco ahora también vamos a tocar por las chelas y nada más. —Es lo que hay, no te puedo ofrecer más. —Pero si nosotros hicimos hasta los afiches, ve, ahí están. Y Benito, con toda la seguridad que hacía falta, se acerca a la puerta, mientras mira cómo baja una camioneta negra que le cuesta un poco por la empinada y angosta calle, agarra un afiche que está en la puerta del bar y le dice: —Aquí está la dirección del bar y todo, y tú me dices que solo vamos a tocar por las chelas, viejo, ya no se puede trabajar así, ñañín, ya no, hermano, dicen que los músicos en este país nos comemos la camisa pero ve, hermano, nosotros estamos ya por la medias. Con una risa al unísono asiente el Turco y le dice: —Hermano, vamos así, cuántos son los de la banda. —Somos los 4 de siempre y a unos que hay que dejarlos pasar, 148
ya sabes, los panas. —Que sea así, 80-20 de lo que la gente consuma, qué te parece. —Qué te parece que sea ese porcentaje por las entradas vendidas, ¡y ya!, no te jodo más con la bebida, ¡ah! —Benito, las cosa son así, ya sé que vos estás en esto desde hace ratón, pero el bar es mío, a Uds. no les conoce casi nadie y bueno, el bar es mío, si te parece, loquito, que sea el 15-85 de las entradas más la bebida y nada más te ofrezco, yo no puedo perder, pues, pana. Benito mirando los otros ojos, mórbido asentía aquella propuesta, de las mejores que ha conseguido. Luego regresa donde estaban los otros y les llama, pues que se aparten de los demás para hablar de negocios. Vemos al Pato, al Arroz y al Gato, que se acercan y le preguntan curiosos: —Y qué mismo, Beno. —Saben, panelas, que he hecho un buen trato, 15-85 de las entradas y el guaro. Ellos, acostumbrados a trabajar por la bebida, en sus ojos se veía la felicidad que les iluminaba los rostros, y bueno, ahora les tocaba la carga. 149
—Ahora sí que hay que subir a ver el escenario, panitas. La luz entraba desde la terraza que estaba en la parte externa desde la barra, en donde se puede apreciar abajo la avenida que nos lleva hasta el redondel de la Vicentina, los arbóreos, cetrino paraje enfrente, y de la rectangular terraza se desprendían en el horizonte múltiples terrazas descendentes, otras que ascendían por la ladera caprichosa, enredadera de almas inquietas. —Sí, aquí va la bataca, no, Pato. —Sí, me parece que está bien. —Creo que sí alcanza todo, no, Arroz —le preguntaba Benito al Arroz, el bajista del grupo. —Me parece que nos vamos a acomodar bastante bien, no hay drama. —Bueno, entonces muchachos, vayan a traer las cosas para preparar el sonido —decía el dueño a los artistas, artistas del hambre, como K muy bien lo ha desarrollado. El deleite de la charla amiga venía, fluía ya adentro del recinto, en aquel pubart, unos de los pocos lugares que la capital puede ofrecer música under en vivo, muestras de plástica de distinto tipo, recitales poéticos para el bolsillo exhausto en el mejor de los casos. Un bar pequeño, muy confortable, que se dividía en tres espacios; el espacio para la banda, con algunas mesas se 150
encontraba en el fondo del recinto; la segunda, más cercana a la entrada del pub, que conducía a la barra en donde podías conversar más tranquilo con muchos afiches pegados en las paredes y algunas fotos de la escena allí, y en donde las luces se volvían más tenues era la terraza en donde se disponía de un par de sillones, la mesa y unas velas para relajar el ambiente confortable que quedaba como un acierto de jaula. —Qué lindos atardeceres que están haciendo, no, Isa. —Ni que lo digas, Brendita, y a los años que bajo al socavón, mija, no he venido ve en tiempos. —Pero, mija, si solo tienes que llamar y bajamos, cuál es el drama. —Sí, ya sé que tú eres de mundo, querida. Reían. —Sabes que he estado con mucho estudio en la Facu, ya quiero terminar con esto, que me tiene harta. —Claro, mija. —Y cierto, cómo te va con Lucho. — ¿No sabías? —No sabía qué, Isa. — ¡Uyy!, si al Lucho ya lo dejé hace ratón miguelito. 151
— ¡De verdad!—. Pero si se veía que eso iba en serio. —Sabes, Brenda, que yo también pensé lo mismo, pero no sé, algo pasó, creo que me cansé de estar con él, siempre lo mismo, no cambiaba, el mismo peinado, los mismos lugares, las mismas posi... ¿ya sabes, no? —Sí, sí. —Eso aburre, no. Se reían. —Y entonces, qué piensas hacer ahora. —No, nada, para eso mejor me vine con vos, para ver si me presentas a uno de esos amigos tuyos con los que te vi afuera. —Pero qué te pasa, Isa, con esos que quieres perderte, amiga. —No sé, cosa de probar, ¿no crees? —Sí, ya lo creo, cosa de probar. —Sí, así talvez hoy sea mi día de suerte. Las dos damas que compartían no advirtieron que venían el Benito y el Pato hasta entrar a la terraza. —Pero qué pasa, D., o sea que no estás tomando. Y luego que D. saca la mano, la que no estaba a la vista, se ve un porro que lleva a su boca en el perímetro delimitado. 152
—Bueno, Beno, ya veo, y las chelas, loco. Benito se ríe y le pone un par de cervezas en la mesa. —Bueno, ojalá que a mí me trataras así en tus recitales. —Y D. que recordaba asintiendo. —No es culpa, Beno, sabes que a veces eso a mí se me escapa de las manos. Luego de que Benito hace una mueca: —Pero bueno, D., no te preocupes ahora, y que no me vas a presentar a tu amiguita… Mientras salía el Pato detrás tratando de agarrar lo que se pudiese, como él muy bien diría. —Amiga. —Aquí está, él es Benito y él es Pato. —Ella, muchachos, es Isadora, Isa para los panas. —Hola, Isa —decía el Pato. —Qué onda, nenita, ¿te vas a quedar al concert? —preguntaba Benito. —Sí, sabes que para eso vine exclusivamente. — Ya veo. 153
—Espero que te guste el show entonces, nos veremos. —Luego nos vemos, D. Mirando veía alejarse al Benito y en su mirada faltaba algo, luego regresando y la mirada con ella observa al Pato, que ya le había abordado a la Isa. D. que apaga el porro, los deja solos; a ver qué pasa, pensaba, algo nerviosa, y entraba a la caverna de Dionisios ¿acaso? Apolo se alejaba y sus caballos exaltados por el recorrer exhaustos retozaban y en la grava desprendían las últimas formas dispersas que se refractaban, que cegaban, ¡maravilla! Los acordes últimos se apeaban ante una diminuta multitud, lo clásico, y se tomaban las últimas medidas. —Qué te parece, Gato, está sonando, ¡no! —Sí, ñañín, creo que hay que ecualizarle mejor, pero ya va. —El sonido me parece que zafa, Arroz. — Bueno, entonces vamos un chance afuera. — Hey, Pato, vamos. Luego de que han quedado de acuerdo con la disposición del burdo escenario, salen y exaltan un poco sus mentes luego deben entrar, quizás luego habrá que ir a buscarlos.
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Breto había finalizado su acostumbrado desayuno cuando en medio de un día brumoso sonaba el teléfono. —Sí, aló, —Breto contestaba. —Me hace el favor, ese es el domicilio de Breto K. —Sí, con el mismo, con quién tengo el gusto. —Sabe que el motivo de mi llamado es para informarle, ya que no se ha presentado a la citación que le hemos enviado desde nuestro Banco, para poder llegar a un acuerdo sobre los montos correspondientes a su deuda, me veo obligado a comunicarle que el Banco WS ha iniciado una causa en su contra. —Qué, cómo dice... quién habla, identifíquese, por favor. —Ernesto Covralor, abogado, para servirlo. —Pero qué, cómo que me han iniciado una causa, me puede explicar con más detenimiento. —Sabe que se le va a informar con más detenimiento en la fecha correspondiente, al 7 de Julio del año en curso, se le va a enviar un segundo comunicado a su domicilio con esto quiero decir que el Banco lo está enjuiciando por los pagos incumplidos a su deuda correspondiente. —Pero es muy poco tiempo. 155
—Sr. K, tendrá que buscar ayuda profesional para poder afrontar este problema, hasta entonces. Y sin más que un leve mugido de Breto, que no encontró forma más apropiada para expresarse sobre este infortunio que cubría sus pensamientos, quizás con la misma bruma que se magnificaba en el exterior en Breto encontraba formas distintas y vías mucho más recónditas, tanto es así que solo se sentó y con sus ojos cubiertos de bruma retozaba silente. Breto, en situaciones de agobio, sentía con mucha intensidad que se encontraba encerrado en un cuarto muy pequeño, en un cuarto obscuro y con cientos de telarañas a su alrededor, había ocasiones que hasta las podía sentir, y cuando niño siempre esperaba con mucho temor a los arácnidos gigantescos en los que se creía, él creía en suma voraces, pero nunca aparecían. Las telarañas siempre habían producido en la imaginación de Breto un lapsus temporoespacial, en donde se perdía y por temor a que aquellas telarañas no lo soltaren más, que no lo dejaren escapar, se introducía completamente en la tina y resistía el mayor tiempo posible debajo del agua, esto siempre lo confortaba y poco a poco desaparecía aquel encierro. En una ocasión, cuando por primera vez sintió esa sensación, Maru no sabía qué pasaba cuando lo vio inmóvil en el patio trasero, tenía cinco años, con los ojos vidriosos y un brutal entumecimiento corporal. Maru no sabía qué ocurría con su hijo, luego el desconcierto y aquella sensación de pérdida produjeron un terror insospechado en el alma de 156
Maru. Breto no respondía y cada vez se ponía de un tinte azul, primero muy claro luego de pasar varios minutos ya no era aquel azul escarlata sino que se había transformado en un morado que se iba negreando poco a poco, según pasaba el tiempo; empezaba en las uñas, luego en las yemas de los dedos, la madre de aquel terror pasó a una sensación de muerte por no saber cómo lo podía sacar de aquel estado; primero lo acarició, luego agarró el cuerpo inmóvil de Breto y lo azotó fortísimo, tampoco funcionó. Luego, cuando vio que a Breto le costaba respirar, Maru, con ojos de fiera, lo llevó a la bañadera y con agua fría lo bañó con el uniforme del jardín que traía, abrió la regadera y, como si lo hubiera traído de vuelta de un largo pero muy lejano lugar, reaccionó poco a poco con unos alaridos de miedo y Maru respiraba tranquila. Desde esa mañana de julio, Breto, con su pantalón azul marino y su camisa blanca, había encontrado un secreto, aquel secreto que perduraría hasta la muerte de Maru, aquel secreto que fue puliendo y sofisticando, como aquel fresco que dura largos años de trabajo para darse por finalizado.
Un domingo a la mañana, cuando la luz haya penetrado desde lo lejano, podremos ver cómo se posa poco a poco y con mayor intensidad mientras avanza el astro benefactor en las paredes exteriores de las construcciones cercanas, también veremos que los arbóreos centrales, descendentes por la avenida crujen con un cascabeleo incesante los cientos sino 157
miles de hojas arreboladas de calma, que se confunden con los rostros de seres venideros de alguna jornada deportiva. Una luz miel, un perro defecando en el césped contiguo a la arboleda consumida por la grava muy cercana, una mujer que entra en la tienda con unas ojeras de sueño se encuadran de pronto en algún punto en la lejanía de la conciencia de esta mujer tranquila que reposa en el dormitorio sin ninguna prenda más que la almidonada almohada y el graso cabello de su esposo, que le cubre parte del pómulo derecho, se desbastan por el polvillo que brilla y forma un haz de luz que traspasa quizás hasta la misma forma de dos. Hay momentos, a veces estallidos de su mente, que la envuelven y no la dejan ser en tranquilidad, es así cuando ellas se dan cita, que las retiene en un estado semiconsciente, que se ocultan, se esconden de los juicios que ella pueda establecer en alguna forma oportuna en momentos de flaqueza, y así allí, tendida no podríamos suponer nada menos que lo ya establecido. Ella, que recordaba y los matices tomando los ensueños de ese casi despertar, de ese no estar, y estar tan vivo como no se puede estar en otra circunstancia más que en ella, nos hacen vibrar con un puñado de malestar, y las vibraciones posteriores de ese esperpento modo de medición del tiempo nos destemplan nuestros tímpanos, podríamos gruñir y lastimar así, allí, su despertador de las ocho podría cómodamente ir hacia el otro mundo. Pero Violeta no pensaba en eso, realmente no pensaba en nada, su mente era quien la llevaba sin ninguna atadura, sin 158
que la conciencia pudiese tomar forma o por lo menos no una forma completamente dominante, y ella retozaba y su cuerpo recordaba los otros quejidos, gemidos de miedo por la soledad cegadora. —Pero qué te pasa, Lu, por qué esa carita de gata arrepentida —hablaba Diego después de haber recibido un baño y veía a Violeta en el filo de la cama que estaba soñolienta con las manos sobre su rostro, luego Diego se apoya en sus muslos y le toma las manos. —Sabes, Diego, no sé qué hacer con nuestra situación. —De qué hablas, Lu. —Sabes muy bien de lo que hablo. — ¡De esta situación de mierda! en que estamos metidos. —Yo no sé qué hacer, si nos separamos o nos unimos, pero no esta situación de sexo casual, qué parezco acaso, tu perra de turno. Se iba molestado y poco a poco aumentaba el volumen y la tensión de la conversación. —Baja el tono, Lu, no ves que la nena todavía duerme. —Sí, claro, ahora te preocupas de la nena, pero dónde está tu preocupación cuando vas a ver a tus amiguitos o quizás a 159
alguna de tus amiguitas consentidas. —Pero de qué hablas, Lu, oye, lo de ayer pasó porque talvez tenía que pasar, ahora no digas nada sobre mi preocupación de mi hija, yo nunca voy a descuidarla y sobre nosotros, ve, tú eres la que no quieres regresar conmigo, no te acuerdas lo que me dijiste la última vez. —Pero claro que me acuerdo, cómo no me voy a acordar si ese mismo día a la noche te encontré con esa tal Sofy. —Pero Lu, yo no estaba solo con ella, estábamos en grupo, solo amigos de la facultad tomando unos tragos, y ve, eso yo ya te lo dije la otra vez y no me gustaría tampoco que con tus celitos infundados me vayas a decir algo sobre el amor que yo le tengo a la Mile porque sabes muy bien cuánto le amo a mija. Diego, cerca de la ventana que da al garaje, le pregunta a Lu. —Pero qué, ¿ya no me amas, Lu? Luego Violeta que le mira a los ojos y recordaba el baile de gala de cuarto año, donde lo conoció con su traje azul, sus ojos saltones y su voz romántica, se quiebra, se le crispan los ojos y el sollozo continúa. —Pero, ¿cómo crees que no te amo, Diego? Moqueaba. —Tú eres el padre de nuestra hija. 160
Y Diego que se acerca. —Pero no llores, corazoncito, Lu, sabes que yo también te amo y no sé qué hiciera si te perdería, de verás, todo este tiempo fuera de ti y de mija han sido un calvario. Asintiendo Violeta, aún con algunas lágrimas encima, veía al animal amado mientras se dirigía a la ducha. La habitación de Violeta recordaba muy bien las noches cuando novios, aquellas noches, después de la primera por cierto, en que ella en manos de su verdugo amado mandaron al otro mundo al himen yerto, y las posteriores mientras Violeta se acostumbraba, luego fueron brutales y las adcequias de sed y el éxtasis de siempre, qué puto éxtasis, ¿no? El escozor de aquella pequeña riña se hubo de diluir por completo ya en la hora de la preparación del almuerzo. La niña ya despierta estaba jugando en la sala con Diego que tenía entre sus manos muchas pequeñas piezas para armar, mientras piensa en dónde colocarlas para poder completar ese paraje de UNICEF, la hija le pasa otra de las piezas y se escucha ya como entra Violeta haciendo las compras del domingo. —Mami, mami. Se le escucha a Milena, de tres años, caminar hacia Violeta y ella con unos ojos de infinito amor la abraza y la eleva por los 161
aires, hasta acercarla al tumbado con aquellos filos blancos en el límite con la pared. — ¿Cómo está mi nena linda, cómo está? Se le escucha consentir a la hija, mientras Diego pregunta: — ¿Pero trajiste el camarón cebra Lu? —Cómo se me olvidó. Y con una cara desconcertada, quiere ver dentro de las bolsas de compras para verificar el extravío, mientras Violeta pone otro semblante y le dice: —Ves que caíste, te engaño facilito, ¡no!—. Cómo crees que no voy a traer el camarón si tengo unas ganas de un buen ceviche. — ¡Uff!, ya me iba a comprar solito. —Pero cómo crees que no te lo voy a traer si tú, mi amor, cocinas un ceviche de lujo. Y luego la hija le dice: —Papi, papi. —Sí, hija, qué quieres. —Pero no va a chavar el yuego. Era muy cómico que remplazaba las consonantes por otras y 162
se diría que los términos supuestos tenían otra connotación en sus aparentes significados, talvez más reales, talvez más... —No, hija, después, que ahora me toca cocinar... Y unos minutos después. —Pero qué rico que huelen los camarones, gordo. —Parece que sí han sido buenos. Se ríen. — ¿Y, Lu? —Qué bonito. Y Violeta le toca el cabello para sentirlo más de ella, para decir quizás su pertenencia. — ¿Cómo te va en el trabajo? —Sabes, Diego, que no habido muchos cambios desde la última vez, lo que sí, ahora que me lo mencionas, sí hay una cosa novedosa. — ¿Y qué pasó, Lu? —Sabes que hace un par de semanas atrás me llamó Antonio, ¿te acuerdas de él? —Sí, era tu novio. 163
Mientras oculta sus celos entre los tomates y el ají macho continuaba Violeta: —Sabes que me llamó, y me pidió que nos viéramos para charlar sobre algo en el que él necesitaba mi ayuda. — ¿Y para qué te buscó, Lu, le ocurrió algo? —No, tontuelo. —Sabes que estaba preocupado sobre unos resultados que sacó del test de Rochard de un empleado del diario en donde trabaja. —Pero él no es clínico, Lu. —Por eso mismo me explica que para eso necesitaba mi ayuda, quería que verificara sus datos y que diera un diagnóstico, él no puede dar ninguno de estos resultados. — ¿Y qué le dijiste? —Sabes que acepté la cita, y ahí me indicó sus dudas sobre aquel empleado. —Y bueno, aceptaste ayudarle entonces. —Sabes que sí, tomé las pruebas que le hizo, y bueno, quedó en llamarme para concertar una cita y talvez quiera que inicie terapia. —Y vos, ¿qué viste, Lu? 164
—Nada, sabes que me intriga un poco, pero quisiera conocerlo y así daría un resultado más objetivo, talvez iniciar desde cero todo el análisis. —Entonces que sí le vas ayudar en serio, Lu. —Sí, cómo no le voy ayudar al Antonio, Diego, talvez algún día yo también necesite de él. Mientras Diego estaba sacando los camarones de la olla dejaba a un lado aquellos celos y recordaba lo que estaba preparando; tomaba otro bocado de su cerveza mientras su hija atrás camina, camina, camina.
—Pero, ¿y no le vas a llamar a Lisette para que te ayude a pagar la deuda que ella te dejó, hermano? —Sabes qué, Gutiérrez, no le voy a decir nada. —Pero hermano, te van a dejar en la calle, y acuérdate de los intereses. —Sí, Alfonso, estoy cagado, dicen que estamos en sazón por ella, pero a mí ya con esto no solo me han trasquilado, hermano. —Pero sabes, Breto, tendrías que iniciar una demanda contra Lisette, porque ella es quien debe pagar todo esto. 165
—No puedo hacer nada de eso, Alfonso, no te acuerdas de que el préstamo que hicimos, como decía ella para irnos los dos, estaba a mi nombre; es cierto que ella era mi esposa, pero el crédito estaba a mi nombre y cuando nos divorciamos, se liberó de la deuda, más bien se escapó de ella. —Pero, Breto, ¿y por qué no pagaste las mensualidades del préstamo? —Sabes que al principio sí lo hacía, hasta que un día decidí no pagar más. — ¿Y por qué Breto?, sabías que un buen día te iban a embargar todo. —Sabes que sí lo pensé, y bueno, no sé qué me pasó, pero cuando me di cuenta ya tenía un año de mora, y bueno ahora ya son 4 años. —Pero, ¿y ahora, Breto?, con la paga del diario no vas a poder afrontar todo esto, hermano. —Sabes, Alfonso, que ya no importa, si yo solo en esa casa me pone nostálgico, que se la lleven, y con el dinero que he reunido en estos años me podré alquilar algo pequeño, y ya. —Pero tienes que contratar a un abogado para que pueda negociar tu deuda, Breto.
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—Ya lo sé, voy a ver cómo hago pero creo que no voy a tener problemas para hacerlo. Y las imágenes anteriores, las que de ella rescataba, se iban meciendo en su interior, recordaba los primeros apretones caminando por el sendero del parque La Carolina, su risa cándida de hembra enamorada, sus pantalones, más quizás el crema con su camisa blanca y ese chalequito un tono más obscuro que el del pantalón, recordaba, y en su recuerdo su éxtasis en celo, sus cabellos, espiga cabellera, sus grandes ojos claros y aquella marca en su mano derecha, un accidente de niña, como ella decía por ser machona, pero en aquel instante no se le notaba sino como un reflejo quizás de su alma posterior de aquel estado que la envolvió y la llevó lejos, y aún más lejos de él y quizás ya habría cobrado por todos esos días que para Breto seguían siendo memorables tragedias. Los ladridos de los perros de Gutiérrez rugieron como leones, aquellos hermanos caninos que desde cachorros en las manos de Gutiérrez los dejaron en la canastita de mimbre para que se los llevara alguien que los quisiera, como le había dicho Juan, por no tener más espacio en su casa. Y aquellos seres, ahora enormes seres caninos, allí los veías y recordaban el juego, cuando rodaban uno con otro, cachorros lindos, como decía Alfonso, ahora también pero ya no con tanta animosidad y frecuencia como en aquellos días, eso sí, nunca han olvidado la alegría de jugar con su amigo y guardián, Gutiérrez siempre lo hacía, por lo menos una vez a la semana. Ahora, molestos, 167
se paseaban de un lugar a otro del patio frontal por unos bulliciosos salidos del bar de la esquina, sin duda, borrachos que molestaban y los perros nerviosos, más Emilio, el más feroz, se paseaba como fiera y los seres pasaban... Cuando Breto se servía un trago más de los que estaban tomando, un poco de güisqui para que las penas pasaran, como bien se dijo anteriormente, se proponía a decirle para lo que había ido hacia Las Casas. En los sillones se enclaustraba la luz y la sombra de Gutiérrez, se regaba por el espacio de las sillas de la sala, los ceniceros estaban repletos y Breto decía: —Pero Alfonso, no te vine a preocupar con mis problemas. —Pero cómo crees, hermano, somos o no somos amigos. Se reían. —Sabes, hermano. —Qué pasa, Breto. Alfonso hablaba ahora serio. — ¿Te acuerdas de Antonio? —Sí claro como no. —El otro día habló conmigo por una preocupación que tiene contigo, hermano. —Pero qué problema tengo con él, Breto. 168
—Ninguno que yo sepa. —Solo me dijo que necesitas terapia, hermano. — ¿Que yo qué? —Sí, me dice Antonio que fue donde una amiga suya que es clínica y le mostró tus pruebas y que están preocupados sobre los resultados, quiere que accedas a analizarte con una profesional, me dijo que él te concertará una cita. —Pero qué pasa, Breto, no sabía que era obligación ir donde un analista. —No, Alfonso, no es ninguna obligación, pero Antonio me supo explicar que te puede hacer bien y te va a ayudar para tu vida, hermano. —Pero, Breto. si yo estoy bien, hermano, no creo que esté desequilibrado. —Sabes que yo no puedo decirte nada y menos obligarte a que vayas, Alfonso, pero anda y escucha lo que te dice Antonio y ahí decides. —Sabes, Breto, no estoy seguro, hermano, pero qué voy a ir a donde ese tal Antonio, eso tenlo por seguro, porque no te creo que yo tenga ningún problema, de esos menos aún, qué, estoy loco, o qué.
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—No, Alfonso, relájate, hermano, los dos sabemos que el que debería estar loco soy yo, hermano. Y luego se reían al unísono viéndose los rostros y tomando otro trago de sus vasos de cristal. —Hermano pero tomarás, fondo blanco tiene que ser. Y la noche, con las estrellas en su cenit, miraba plácidamente aquel queso gruyer que es nuestra malvada luna mientras recorría su órbita y todas las órbitas con ella, todo. Las cosas, sabía Gloria, que no estaban bien entre Antonio y Humberto, las pocas ocasiones que había visto a Antonio visitar a su padre le eran lejanas, pero fuertemente se habían posado las discusiones o las incomprensibles necedades de ambas partes. Estaba muy preocupada, Gloria, por lo que creía le estaba afectando a Humberto. El dinero que nunca pudo encontrar en la habitación, aunque hubo de pasar parte del día en aquel cuarto, rastreando los recuerdos de Humberto, los posibles escondites del dinero y aún más problemática la búsqueda siendo que en ningún otro lugar Humberto ponía el dinero más que en su baúl verde, en aquel compartimiento especial para el dinero. Así que tuvo que revolver el armario, buscar en medio de los zapatos de charol, en cada una de las camisas, en las guayaberas, en los pantalones, en todos los cajones del armario, del velador, y de los demás compartimientos. Tan solo pudieron hallar los parches de menta para el dolor muscular, una afeitadora encontrada 170
tras mover el pesado peinador de caoba, algunas monedas escurridizas que se posaban en los recodos del dormitorio, los ropajes, los objetos, todo fue expuesto, nunca hubo de hallarse el dinero perdido de Humberto, y el afligido no podía recordar en dónde lo había puesto. Gloria, preocupada más desde aquel día, pensaba en llamar a Antonio para que fuera a ver a Humberto, informarle lo que le estaba ocurriendo, quizás un poco de dinero pedirle para que Humberto sobreviviese otro mes en aquel lugar donde Gloria le daba cobijo. Pero como siempre, pensaba ella, le quiero mucho a don Humberto, pero esto es un negocio y no puede ser justo para él ni para mí. Así que Gloria, un domingo de aquellos días de fuertes ventarrones salió, después de ver a Humberto jugando cuarenta y ver que 38 no juega, se condujo por la inmensa grava que es todo este escondite, escondite con gradas eléctricas, con pasamanos de aluminio, con puertas de cartón. Su preocupación no tenía que pasar más allá de las cuentas que Humberto debía cancelar, pero en ella había un sentimiento de protección nacido ya hacía mucho. Recordaba las conversaciones que le ayudaron a superar la muerte de su madre. Los duros días de aprendizaje al frente del negocio familiar. Pasó la Mariana de Jesús y se sorprendió al ver unos lentes obscuros grandísimos que le cubrían el rostro a un hombre con pantalón de lino, pensaba que no le quedarían nada bien a ella, pero que iba a probar con otro modelo, que necesita unos lentes de sol. Toda la gente de mediodía se veía 171
despreocupada, se veía pasar mucha más gente en el trolebús con dirección al sur. Todos los fines de semana era una barbaridad el centro histórico, pensaba Gloria, y los pasivos pasajeros con dirección al norte ya paraban en La Carolina, ya cruzaban la Y los planteamientos de Gloria se volvían más claros al llegar a la estación. No recordaba qué alimentador tenía que tomar para llegar a la Rumiñahui, y mientras recordaba entró para tomar algún jugo, estaba con sed y el sol que no daba tregua. Ya arriba del alimentador recordaba la casa de la Paty en la avenida de la Prensa, veía cobrar en cada estación que paraba a la chica de traje azul, luego les daba el boleto, decenas de ellos se los podía apreciar luego de bajar. Se la veía difusa, entrar al edificio donde esperaba que se encontrara Antonio… Buenos Aires Capital Federal 2007
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INDICE 9
En el Teatro Incertidumbre
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Dan en el Vacio
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Sra. Clod
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Matilda
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Otros Escritos
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La Red
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“CASA NUEVA”
Casa de la Cultura Ecuatoriana Núcleo de Tungurahua. se terminó de imprimir en Ambato 2014. /casacultura.nucleotungurahua
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Cuando gran parte de la narrativa contemporánea ha caído en una suerte de desazón, desidia, o, mucho peor, en esa avanzada políticamente correcta que da prestigio, fama y encumbra a niveles en donde ya la escritura pasa a segundo plano, llegan, como por arte de magia, que en verdad demuestran trabajo, constancia y pasión, los relatos de Luis Vela para refrescarnos la memoria y recordarnos que la literatura existe por sobre cualquier nimia eventualidad. Existe, en este libro, como un universo lleno de condicionantes, con un narrador que va labrando la historia con un lenguaje de elipsis y frases que cortan el tiempo con una voz particular. Sencillo sería decir que esa voz es incorrecta o provocadora, pero eso significaría caer en la tentación de confundir el todo con las partes. Y es que Luis Vela es un artista, así lo conocí, como un apasionado por lo que crea, por lo que transmite, por lo que vive; como un ser de la noche y del encierro intencional para encontrarse en el silencio, para ser por un momento y atreverse a entrar en ese universo creado por él mismo y hacerlo desde otras cicatrices. Desde otros soles, otras experiencias, otros amores, otro pulso y latido. Uno en el que todo es premura, no apuro; azoro, ruido y destellos; rompimiento entre la crueldad y la inocencia; quietud en la intensidad del hecho. Búsqueda, en definitiva, de la luz, de una luz, del infinito, que están ahí aunque se hagan esperar o precisamente por eso.
Juan Secaira Primera Edición - CCENT. Ambato - 2014 Bolívar 5-55 y Montalvo Telf.: (03) 2820338 www.casadelacultura.gob.ec