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ISSN: 0185-3716

D E L F O N D O D E C U LT U R A E C O N Ó M I C A J U N I O 2 0 1 2

No soy como los otros hombres que he conocido y me atrevo a creer que soy distinto de todos los que existen. Si no valgo más, al menos soy distinto a todos —J E A N -J A C Q U E S

ROUSSEAU

TRES SIGLOS CON ROUSSEAU Además

UN ADIÓS A MIGUEL DE LA MADRID

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E D I TO R I A L

D E L F O N D O D E C U LT U R A E C O N Ó M I C A

Joaquín Díez-Canedo Flores D I R E C TO R G E N E R A L D E L F C E

Tomás Granados Salinas D I R E C TO R D E L A G AC E TA

Alejandro Cruz Atienza J E F E D E R E DAC C I Ó N

Ricardo Nudelman, Martí Soler, Gerardo Jaramillo, Alejandro Valles Santo Tomás, Nina Álvarez-Icaza, Juan Carlos Rodríguez, Alejandra Vázquez C O N S E J O E D I TO R I A L

Impresora y Encuadernadora Progreso, sa de cv IMPRESIÓN

León Muñoz Santini ARTE Y DISEÑO

Juana Laura Condado Rosas, María Antonia Segura Chávez, Ernesto Ramírez Morales V E R S I Ó N PA R A I N T E R N E T

Suscríbase en www.fondodeculturaeconomica.com/editorial/ laGaceta/ lagaceta@fondodeculturaeconomica.com www.facebook.com/LaGacetadelFCE La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es una publicación mensual editada por el Fondo de Cultura Económica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227, Bosques del Pedregal, 14738, Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor responsable: Tomás Granados Salinas. Certificado de Licitud de Título 8635 y de Licitud de Contenido 6080, expedidos por la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nombre registrado en el Instituto Nacional del Derecho de Autor, con el número 042001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Postal, Publicación Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica. ISSN: 0185-3716

P O R TA DA

Ilustracion de Emmanuel Peña

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olitario, beligerante, autodidacta, contradictorio, exitoso a pesar de sí mismo: Jean-Jacques Rousseau es uno de los escritores, literarios y políticos, más sobresalientes de la historia. Sus obras le valieron la devoción de miles de lectores y la abominación de los poderosos; de ellas se desprenden nuevos modos de entender la convivencia y la educación de niños y jóvenes, el origen del Estado y el yo como personaje de la literatura intimista. El día 28 de este mes se celebran los 300 años de su nacimiento y en La Gaceta no hemos querido dejar pasar la oportunidad de mirar hacia este personaje descomunal, cuya presencia en el catálogo del Fondo es un nítido eco de la influencia que sigue ejerciendo. Si bien sólo hemos publicado dos breves textos escritos por el ginebrino —El origen de la desigualdad y Ensayo sobre el origen de las lenguas, que primero apareció en la colección emanada de esta publicación, Cuadernos de La Gaceta, y hoy puede incluso leerse como libro electrónico—, Rousseau está presente en la obra de autores como Cassirer y Berlin, en volúmenes sobre historia de la pedagogía y de las religiones, en antologías de textos literarios y un etcétera de gran diversidad: tratados de filosofía, estudios históricos, disquisiciones políticas. Arrancamos esta conmemoración recuperando el modo en que la censura eclesiástica quiso frenar entre nosotros la circulación de los libros con que Rousseau le cambió el rostro al mundo. El historiador José Abel Ramos Soriano ha sabido retratar a la Inquisición novohispana como censora; así encontró las prohibiciones para importar, vender, leer libros como El contrato social, con lo que se muestra que mientras México fue colonia española las autoridades se afanaron por contener la presencia del buen Juan Jacobo. Hoy sus ideas pueden contribuir a que ejerzamos nuestros derechos políticos, según se desprende del ensayo de José Fernández Santillán sobre la influencia del festejado en Norberto Bobbio. Con un par de fragmentos de libros, uno con más de una década en circulación, el otro con apenas unas semanas —de esa novedad ofrecemos también una reseña, del brillante Anthony Grafton—, cerramos el capítulo roussoniano. Algún texto sobre ese autor habríamos podido pedir a Miguel de la Madrid, fallecido a comienzos del pasado abril: hace más de medio siglo el ex director del Fondo escribió sobre los vínculos de Rousseau con el constitucionalismo mexicano. Con un responso sobre su labor editorial —escrito por quien tuvo a su cargo la selección de obras en la década en que De la Madrid encabezó al fce: Adolfo Castañón—, recordamos aquí al ex presidente. W

SUMARIO

ROUSSEAU  Friedrich Hölderlin 0 3 EL ROUSSEAU PROHIBIDO  José Abel Ramos Soriano 0 7 ROUSSEAU Y BOBBIO  José Fernández Santillán 0 9 LA VIDA SOCIAL DE ROUSSEAU  Robert Darnton 1 1 ROUSSEAU, RADICALISMO Y REVOLUCIÓN  Jonathan I. Israel 1 6 SPINOZA Y LAS RAÍCES HOLANDESAS DE LA ILUSTRACIÓN  Anthony Grafton 1 8 NOVEDADES DE JUNIO  2 0 CAPITEL  2 0 MIGUEL DE LA MADRID Y EL FONDO DE CULTURA ECONÓMICA  Adolfo Castañón 2 2

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POESÍA

Jean-Jacques no pudo atestiguar la influencia que su pensamiento tendría en la vida política de Francia. Menos aún imaginó que sus ideas influirían en el romanticismo, en particular a través de un escritor alemán que se identificaría plenamente con él. Convocamos aquí a Hölderlin a través de la pluma en castellano de García Terrés, uno de nuestros grandes poetas traductores, director de esta publicación hace tres décadas

Rousseau FRIEDRICH HÖLDERLIN

Abruma la estrechez de la jornada humana. No bien vas, miras y te asombras —ya es de noche; ahora duerme ahí donde a una distancia innumerable pasan los años de los pueblos. Habrá quien pueda ver más allá de su tiempo, si un dios le muestra el aire libre; tú permaneces nostálgico a la orilla: indignando a los tuyos, por ser sombra que nunca les dará su amor. Y aquellos que nombraste y prometiste, ¿dónde andarán esos nuevos amigos cuya mano te conforte, por qué rumbos atenderán, al menos una vez, tu verbo solitario? ¡Pobre hombre! Ni el eco te responde en la sala. Como los insepultos caminas errabundo en busca de reposo, pero nadie sabrá decirte cuál sería tu sendero seguro. ¡Alégrate! El árbol ha salido de la tierra nativa, pero sus amorosos y juveniles brazos lo derraman, y acaba melancólico bajando la cabeza. La vida lo desborda, el infinito lo rodea, bien que nada comprenda, aunque en su carne moran y a su presente fluye cálido y eficaz todo su fruto. ¡Has vivido! —Sí, también a tu rostro de lejos el sol lo alumbra de júbilo, con rayos que provienen de superiores épocas. Los heraldos hallaron por fin tu corazón. Los has oído, pues, has comprendido la voz del extranjero, descifrando su alma. A quien entiende basta la seña, y son las señas desde lejanas eras el habla de los dioses. ¡Maravilloso! Es como si hubiera siempre conocido la mente humana lo que nace y lo que traza el hondo estilo de la vida… Al primer signo sabe cuanto haya de cumplirse, y osado espíritu, imitando al águila que se anticipa al tranco de la borrasca, vuela delante de sus próximos dioses, profetizándolos. W Versión de Jaime García Terrés

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Ilustración: EMMANUEL PEÑA


DOSSIER

TRES SIGLOS CON ROUSSEAU He aquí nuestros regalos para el ginebrino tres veces centenario: un recorrido por las opiniones de la Inquisición novohispana sobre él y su obra, un ensayo sobre las incumplidas promesas de la democracia, un acta de bautismo como el primer antropólogo de la historia, un balance parcial de sus aportaciones a la Revolución francesa. Feliz cumpleaños, Juan Jacobo

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TRES SIGLOS CON ROUSSEAU

¿Cómo llegó Rousseau a la Nueva España? No en persona, desde luego, pero sí gracias a ejemplares de sus obras, que pronto merecieron la censura de la nefasta Inquisición. En este artículo se pasa revista a los edictos en los que se combatió al “herege” que postulaba un nuevo orden social y una educación radicalmente distinta. Por fortuna, Rousseau sigue entre nosotros; no así el Tribunal del Santo Oficio

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El Rousseau prohibido JOSÉ ABEL RAMOS SORIANO

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o se puede hablar del gran movimiento que fue la Ilustración en Francia sin que se nos vengan a la mente nombres como los de Voltaire, Rousseau, Diderot, D’Alembert, por mencionar sólo algunos de los más destacados, pues la lista podría ser bastante larga. En la redacción de la célebre Encyclopédie, ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des matières, obra cumbre del siglo xviii, participaron más de 200 colaboradores. En un grupo tan grande y diverso en ideas, fines, funciones, maneras de difundir sus pensamientos, etcétera, cada uno sobresalió en diferentes ámbitos. Pero los citados sobresalieron en muchos de ellos. Sin embargo, en esta ocasión me voy a referir principalmente al campo de la censura de libros, que tuvo gran relevancia durante la época, y en particular a Rousseau, a quien La Gaceta dedica parte de este número por cumplirse en el presente año el tricentenario del nacimiento del prolífico e influyente escritor. Pero antes de entrar de lleno al tema central de este artículo, quiero anotar el dato curioso de que, a menudo, a los cuatro autores citados se les menciona por pares: a Rousseau con Voltaire y a Diderot con D’Alembert. En este último caso, una razón importante para ello es que fueron los directores de la monumental Enciclopedia en 28 volúmenes, cuya

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publicación con serios tropiezos se llevó más de 20 años, entre 1750 y 1772. En cuanto a Voltaire y Rousseau, podríamos buscar motivos diversos sobre el porqué de su constante mención en pareja, pero, por ahora, nos limitaremos a una razón fundamental: los dos fueron autores de textos prohibidos por el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de España y, por ende, de la Nueva España. No fueron los únicos. También Diderot y D’Alembert cayeron en condenas, pero con una diferencia importante, como veremos poco más adelante. La lista de escritores vetados es larga. Hubo de los considerados herejes o heresiarcas; es decir, autores de herejías, famosos como los aludidos o menos célebres, o que en su tiempo gozaron de fama y que ahora han sido olvidados. De autores de esta clase se vetaba todo lo que saliera de su pluma, salvo algunas excepciones precisas, como veremos a continuación. Pero lo más común era que se condenaran obras concretas y no particularmente a sus creadores o, por lo menos, no a todo lo que éstos produjeran. PRÁCTICAS DE CONTROL Y OTROS PERSONAJES DE CUIDADO En España, el Santo Oficio de la Inquisición, que fue el tribunal que en se encargó principalmente de vigilar que se mantuviera la ortodoxia entre los fieles cristianos, publicó Índices de libros prohibidos, sin periodicidad fija cada determinado número de años, al igual que edictos en los que incluía el veto de ciertas lecturas, entre otras prácticas que consideraba contrarias a la fe y las costumbres cristianas. En la Nueva Espa-

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ña, aunque el tribunal debía acatar y tenía como base tanto los Índices como los edictos peninsulares, publicaba sus propios edictos de tiempo en tiempo, a veces en más de dos ocasiones por año. El edicto tuvo especial relevancia porque contenía todos los posibles comportamientos que los fieles debían evitar y denunciar, por lo que recibía el nombre de Edicto general de la fe. A quien desobedeciera sus disposiciones se le amenazaba con sufrir severas penas, como la excomunión y el pago de una fuerte sanción económica. En consecuencia, su promulgación se hacía en medio de una elaborada ceremonia. Los libros siempre estuvieron presentes en estos documentos, pero, sobre todo, entre mediados del siglo mencionado y principios del xix, periodo en el que puede considerarse que se sitúan los últimos tiempos del tribunal de la fe en el virreinato. Durante esta época, la mayoría de los edictos se dedicaron exclusivamente a consignar títulos y otros datos de los textos que no debían leerse, bajo la misma amenaza de sufrir las penas eclesiásticas y pecuniarias antedichas.1 Pero, como dije, en los edictos hubo autores que sí se mencionaron de manera especial: durante los siglos xvi y xvii, a Martín Lutero, Ulrico Zwinglio, Juan Calvino, Baltasar Pacimontano —apellido castellanizado de Baltasar Hubmaier o Hubmeier—, Gaspar Schuvencfeldio “y otros se-

1 Cfr. José Abel Ramos Soriano, Los delincuentes de papel. Inquisición y libros en la Nueva España, (1571-1820), México, inah-fce, 2011.

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TRES SIGLOS CON ROUSSEAU

ROUSSEAU MERECÍA PARA MUCHOS SU CONDENA TOTAL. ERA UN HOMBRE QUE YA NO SÓLO O PRINCIPALMENTE DISCUTÍA CUESTIONES TEOLÓGICAS O DE FE, COMO LOS HERESIARCAS DEL SIGLO XVI, SINO QUE PONÍA SOBRE EL TAPETE UN SINNÚMERO DE TEMAS Y COSTUMBRES; QUE LANZABA IDEAS REVOLUCIONARIAS SOBRE CONCEPTOS COMO NATURALEZA, HOMBRE, SENTIMIENTOS, VIRTUD, INDIVIDUO, SOCIEDAD, INFANCIA, MORAL

” mejantes”; en el siglo xviii se agregaron los nombres de Voltaire y Rousseau “y sus discípulos y secuaces”. Lutero, quien fue excomulgado por el papa León X desde 1521, había publicado sus 95 tesis en contra de la venta de indulgencias y cuestionado la existencia de la Iglesia misma, del clero y de los sacramentos del bautismo y la eucaristía. Había dado a la luz también otros varios textos polémicos que marcaron el inicio de movimientos protestantes que con diferentes denominaciones se extendieron rápidamente en Europa y por diferentes partes del mundo occidental, fragmentando seriamente a la Iglesia católica. Entre su variada producción escrita, el monje agustino tradujo por primera vez del griego al alemán el Nuevo Testamento, en tanto que la del Viejo la realizó con algunos colaboradores por su insuficiente conocimiento del hebreo. En el siglo xvi y hasta el xviii particularmente, se prohibió la lectura de los textos sagrados en lenguas “vulgares”, como el alemán, el francés, el inglés, el italiano, el castellano, etcétera, o sea los que hablaba el común de la gente. En general, no se consideraba conveniente, y esto se reflejó con claridad en España y sus dominios, donde el Santo Oficio los vetó expresamente en dichas versiones. Consideraba que las Sagradas Escrituras sólo debían ser leídas en lenguas cultas como el latín, el griego, el arameo o el hebreo. Es decir, lenguas que dominaban sobre todo teólogos preparados, capaces de interpretar correctamente los textos bíblicos. Colaboraron en los trascendentales movimientos rebeldes precisamente destacados personajes como los reformadores en Suiza Zwinglio y Calvino, este último francés; el anabaptista Pacimontano, también alemán como Lutero, así como Schuvencfeldio, quien atacaba directamente al libro fundamental del cristianismo al predicar que se debía hacer más caso de la inspiración interna que de la Sagrada Escritura. Sobre todos ellos la Inquisición dijo expresamente: “Los libros de los Heresiarcas, assi de los que después del dicho año [1515] inventaron, o renovaron heregias, como de los que son, o fueron Cabeças, o Caudillos de hereges, como Martin Lutero […] de qualquier titulo ò argumento, se prohiben del todo: mas no se prohiben los libros de Catholicos, en que andan, y estan insertos Fragmentos, o Tratados de Heresiarcas contra quien escriben. Ni de los dichos libros, y tratados se ha de borrar el nombre de los dichos Heresiarcas, pues para refutar sus errores se permite nombrarlos, como también en los libros de Historia, lo qual se declara para evitar escrupulos.”2 VOLTAIRE Y ROUSSEAU Tan peligrosos o más que ellos fueron considerados Voltaire y Rousseau, quienes pasaron a formar parte del selecto grupo de siete autores vetados por heresiarcas, entre varias decenas de escritores más, cuyas obras fueron condenadas por el Santo Oficio novohispano durante su ejercicio de dos siglos y medio. De Diderot y D’Alembert, por ejemplo, así como de otros hombres de letras, ya fueran antiguos o contemporáneos de la época colonial, famosos entonces y aún ahora, como Ovidio, Erasmo, Maquiavelo o Raynal, fueron condenadas varias obras, pero no fueron vetados ellos como autores, como en el caso de los cinco heresiarcas del siglo xvi y los dos filósofos ilustrados del xviii. Voltaire y Rousseau fueron agregados de la siguiente manera: “que si alguna o algunas personas […] hayan dicho ú hecho alguna cosa que sea contra nuestra Santa Fe Católica, y contra lo que está ordenado y establecido por la sagrada

2 Ramos Soriano, op. cit., p. 328.

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Escritura y adoptando las inepcias de los modernos libertinos Voltaire, Rousseau, y sus discípulos y secuaces, leyendo ó manteniendo en su poder los libros de estos, o cualquiera otro de los prohibidos en los Expurgatorios [o Índices de libros prohibidos españoles] y Edictos posteriores”.3 Además, el que de estos “modernos libertinos” se proscribieran todas sus obras no impidió que se citaran de ellos también textos específicos. De Voltaire, entre otros, sus Romans et contes philosophiques [Novelas y cuentos filosóficos], publicados en Londres en 17734 y La raison par alphabet [La razón por alfabeto], de 1769, un grueso volumen suplemento de la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert que discutía de manera poco ortodoxa, ponía en tela de duda o contradecía principios establecidas por la Iglesia. Esta obra fue condenada por contener “proposiciones heréticas, erróneas, blasfemas, injuriosas a la majestad de Dios, a sus soberanos atributos y a la Iglesia; eversivas de la revelación, sediciosas, y contrarias no solo a la Religión, sino también al bien y quietud de los Estados y Reynos, y a la paz interior de las familias, con desprecio de las Sagradas Escrituras y de toda autoridad divina y humana.”5 ROUSSEAU Y de Rousseau, también entre otros, su Disertation sur l’origine de l’inegalité des hommes [Disertación sobre el origen de la desigualdad de los hombres], en cuya condena el tribunal detalla: “Y recelando, que del mismo Autor se hayan introducido tal vez, o se introduzcan en adelante, algunas otras Obras, desde ahora las declaramos todas prohibidas, como de autor herege, que esparce y siembra errores opuestos à la Religion, à las buenas costumbres, al gobierno civil, y justa obediencia debida à los legítimos Soberanos, y Superiores.”6 Por supuesto, también condenó de manera precisa sus tres mayores éxitos e influyentes textos en la política, la educación y la literatura, entre otros ámbitos, respectivamente: El contrato social,7 el Emilio8 y la Nueva Eloísa,9 los tres publicados dentro de un corto periodo de dos años, entre 1761 y 1762. El primero, sólo por citar dos ideas radicales, preconizaba la soberanía popular en contra de la vigente de la autoridad monárquica, así como la subordinación total de la Iglesia al Estado. Apareció por primera vez en París en 1762 y fue objeto de numerosas reediciones y traducciones, lo que es muestra de su amplia difusión en diferentes lugares, incluida la Nueva España, a pesar de sus ideas revolucionarias y los esfuerzos de autoridades civiles y religiosas por impedirlo. Fue proscrita en Madrid en 1764 y en la Nueva España se vetó en su traducción castellana impresa en Londres en 1799. Aquí su lectura se consideró tan dañina que mereció la mitad del citado edicto de 1803, sólo junto con otra publicación abiertamente contraria al tribunal de la fe: Bororquia, o la víctima de la Inquisición. Sobre este otro también pequeño y exitoso libro como El contrato social, el tribunal de México ordenó tajantemente “arrancar de la mano de los fieles la venenosa cizaña que el hombre enemigo ha meditado sembrar en el campo del Señor

3 Archivo General de la Nación, ramo Edictos, edicto del 21 de enero de 1815. 4 agn, r. Edictos, edicto del 15 de junio de 1776. 5 agn, r. Edictos, edicto del 24 de noviembre de 1781. 6 agn, r. Edictos, edicto del 18 de agosto de 1764. 7 Contrato social, o principios del derecho público, Londres, 1799. agn, r. Edictos, edicto del 17 de diciembre de 1803. 8 Emile, ou de l’education, agn, r. Edictos, edicto del 18 de julio de 1764. 9 Julie, ou la nouvelle Héloïse. Lettres de deux amants habitants d’une petite ville au pied des Alpes [recueillies et publiées par Jean-Jacques Rousseau] (Julia o la nueva Eloísa, Cartas de dos amantes habitantes de una pequeña villa al pie de los Alpes [reunidas y publicadas por Jean-Jacques Rousseau]. “3 t. o más” Ibidem.

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por medio de esta Novela que se puede llamar el compendio de cuantos vituperios, infames calumnias y ridículas falsedades han vomitado los enemigos de la Religión contra el Santo Oficio”.10 El Emilio, cuya primera edición data de 1762, fue más popular y perseguido que el anterior, debido a que, entre muchas razones, proponía una educación moral sin la religión. Fue prohibido en Madrid en 1764, poco más de un año después de que hiciera lo mismo el Parlamento francés, y condenado a la hoguera en París y Ginebra como a cualquier hereje contumaz de épocas anteriores. En cuanto a su autor, la publicación le valió el decreto de su detención, por lo que se refugió con amistades de diferentes lugares de Suiza, Inglaterra y Francia, además de que marcó el inicio de la tremenda persecución que sufrió durante varios años. Por otra parte, sus críticas constantes a principios, instituciones y costumbres establecidos, así como sus creencias religiosas deístas, ocasionaron que se incrementaran la enemistad, las desavenencias y los ataques ya no sólo de autoridades, sino también de destacados miembros de distintos medios sociales y de antiguos aliados. Varios de ellos eran hombres de letras, como los enciclopedistas ateos, entre los que se encontraba Diderot y Voltaire, su compañero de condenas inquisitoriales generalizadas para toda su obra escrita. Julia, o la nueva Eloísa, o carta de dos amantes, por último, prohibida por la Inquisición de México en 1803, fue el mayor éxito literario de Rousseau y para muchos también el más grande de su época. Fue publicada por primera vez en Ámsterdam en 1761 y la historia de los dos enamorados enterneció, a veces hasta las lágrimas, a numerosos lectores. Su nombre recuerda a Heloïse, la alumna del célebre filósofo y teólogo medieval Abelardo (Pierre Abaillard, 10791142), quien, al igual que la Julia de Rousseau, fue seducida por su preceptor. Así pues, Rousseau merecía para muchos su condena total. Era un hombre que ya no sólo o principalmente discutía cuestiones teológicas o de fe, como los heresiarcas del siglo xvi, sino que ponía sobre el tapete un sinnúmero de temas y costumbres; que lanzaba ideas revolucionarias sobre conceptos como naturaleza, hombre, sentimientos, virtud, individuo, sociedad, infancia, moral, etcétera, antes considerados como perfectamente definidos y aceptados. SIN EMBARGO… Rousseau también fue considerado, desde su propio tiempo y aún ahora, como uno de los más grandes pensadores de la lengua francesa, por lo que los intentos por impedir la lectura de sus escritos fueron en vano. Muestra palpable de ello son las numerosas ediciones de sus obras y su amplia circulación en tierras lejanas a sus lugares de actuación. En la Nueva España, simplemente analizando los expedientes inquisitoriales, no sólo aparecen consignadas en los edictos, sino, lo que es más importante, en las denuncias que se presentaron sobre libros prohibidos que circulaban efectivamente en el virreinato.11 No podía ser de otra manera con alguien que dominaba los más diversos campos del saber. La filosofía, la política, la pedagogía, la literatura, el lenguaje, el teatro, la música, la botánica y otras ramas del conocimiento más le deben grandes aportaciones. W José Abel Ramos Soriano es investigador de la Dirección de Estudios Históricos, del INAH.

10 agn, r. Edictos, edicto del 17 de diciembre de 1803. 11 Ramos Soriano, op. cit., passim.

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TRES SIGLOS CON ROUSSEAU

Al comenzar el mes próximo habremos de concurrir a las urnas. Para emitir nuestro sufragio puede ayudarnos esta exposición sobre las “falsas promesas” de la democracia que expuso Norberto Bobbio en un ensayo sobre el futuro de este sistema político. Detrás de cada una de ellas es posible hallar el ideario de Rousseau; este texto es, así, un ejemplo de la vitalidad de sus audaces concepciones políticas

A RT Í C U LO

Rousseau y Bobbio JOSÉ FERNÁNDEZ SANTILLÁN

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asta donde recuerdo, Norberto Bobbio no dedicó algún libro o capítulo específico a JeanJacques Rousseau. Empero, su dilatada obra está salpicada de referencias al gran pensador ginebrino. Valga el presente ensayo como tributo a las conmemoraciones de los trescientos años del natalicio del autor de El contrato social. Sugiero escudriñar la presencia de Rousseau en el escrito de Bobbio “El futuro de la democracia”, que abre plaza y da título al libro que recopila ocho ensayos que Bobbio escribió, precisamente sobre esta forma de gobierno.1 Allí Bobbio destaca que la democracia se contrapone a todas las formas de gobierno autocrático. Ella, dice este pensador turinés, está “caracterizada por un conjunto de reglas (primarias o fundamentales) que establecen quién está autorizado

para tomar las decisiones colectivas y bajo qué procedimientos.2 Pero no basta que a los individuos se les reconozca el derecho de participar directa o indirectamente en la definición de las decisiones colectivas ni que la regla fundamental de la democracia sea la regla de la mayoría. Es preciso una tercera condición: “es necesario que a quienes deciden les sean garantizados los llamados derechos de libertad de opinión, de expresión de la propia opinión, de reunión, de asociación, etcétera, los derechos con base en los cuales nació el Estado liberal.”3 Esos derechos de libertad son el requisito del funcionamiento del sistema democrático. De hecho, el Estado liberal y el Estado democrático son interdependientes en una doble vía: “1] en la línea que va del liberalismo a la democracia, en el sentido de que son necesarias ciertas libertades para el correcto ejercicio del poder democrático; 2] en la línea opuesta, la que va de la democracia al liberalismo, en el sentido de que es indispensable el poder democrático para garantizar la existencia y la persistencia de las libertades fundamentales.”4

Hecha esta aclaración, Bobbio propone un mecanismo para juzgar el estado actual de la democracia: marcar la diferencia entre los ideales de la democracia y lo que hoy tenemos frente a nuestros ojos, es decir “la democracia real”. Con el propósito de confrontar esos ideales con la realidad política contemporánea, Bobbio ubica seis “falsas promesas” de la democracia: el nacimiento de la sociedad pluralista, la reivindicación de los intereses, la persistencia de las oligarquías, el espacio limitado, el poder invisible y el ciudadano no educado. En todas ellas, a mi parecer, se contrastan los ideales roussonianos con “la cruda realidad”. Por lo que atañe al “nacimiento de la sociedad pluralista”, debemos decir que, a diferencia de la pluralidad de poderes que hoy surcan a la sociedad, Rousseau pensó que la democracia iba a ser regida por la voluntad general emanada de un solo centro de poder, esto es, la asamblea popular. A ese único centro de poder Rousseau lo llamó el “yo común”.5 Veamos lo que dejó escrito en El contrato social: “el acto de asociación produce un cuerpo moral y colec-

1 Norberto Bobbio, Il futuro della democrazia, Turín, Einaudi, 1984, pp. 2-31 [hay edición en español: El futuro de la democracia, México, fce, 1986, pp. 13-31].

2 Ibidem, p. 4 [edición en español, p. 14]. 3 Ibidem, p. 6 [edición en español, p. 15]. 4 Ibidem, p. 7 [edición en español, idem].

5 Para un análisis más acucioso sobre el concepto “yo común”, cfr. José Fernández Santillán, Hobbes y Rousseau, presentación de Norberto Bobbio, México, fce, 2005, pp. 138-155.

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TRES SIGLOS CON ROUSSEAU

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tivo compuesto por tantos hombres como votos tiene la asamblea, el que recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. Esta persona pública que se forma de la unión de todas las otras, tomó alguna vez el nombre de ciudad y ahora toma el nombre de república o de cuerpo político, el que es llamado por sus miembros Estado en cuanto es pasivo, soberano en cuanto es activo, potencia en comparación con sus semejantes.”6 A contrapelo de este modelo monocrático, lo que hoy tenemos es la poliarquía, vale decir, una estructura de poder extremadamente diversificada. Por lo que hace a “la reivindicación de los intereses”, la democracia ideal prefiguró que en ella predominaría la representación política. Los intereses generales estarían por encima de los intereses particulares. De manera correspondiente los representantes no deberían estar sometidos a un mandato obligatorio, para que los representantes fuesen realmente de la nación y no de este o aquel grupo o persona. En consecuencia, la sociedad que se forma debe ser gobernada con base en la voluntad general: “La primera y más importante consecuencia de los principios establecidos es que la voluntad general sólo puede dirigir las fuerzas del Estado de acuerdo con el propósito para el cual fue instituido, que es el bien común, porque si la oposición de los intereses privados ha hecho necesaria la institución de la sociedad, a su vez el acuerdo de estos mismos intereses la ha hecho posible. Precisamente lo que hay de común entre estos intereses forma el vínculo social.”7 El problema es que la evolución de la democracia caminó en sentido contrario: “Jamás una norma constitucional ha sido tan violada como la prohibición de mandato imperativo; jamás un principio ha sido tan menospreciado como el de la representación política.”8 Los llamados “representantes populares” no van a los congresos o a los parlamentos a velar por el interés general, sino por los de su partido. Es más, a veces ni siquiera por los de su partido, sino por los de una facción dentro de ese partido. En cuanto a “la persistencia de las oligarquías”, esta se liga a la tesis del elitismo de acuerdo con la cual las sociedades son gobernadas por grupos minoritarios. En El futuro de la democracia, Bobbio hace una referencia a Rousseau en los siguientes términos: “El principio fundamental del pensamiento democrático siempre ha sido la libertad entendida como autonomía, es decir, como capacidad de legislar para sí mismo, de acuerdo con la famosa definición de Rousseau, que debería tener como consecuencia la plena identificación entre quienes ponen y quienes reciben una regla de conducta, y,

por tanto, la eliminación de la tradicional distinción, en la que se apoya todo el pensamiento político, entre gobernantes y gobernados.”9 Esa famosa definición de la libertad como autonomía se encuentra en el último párrafo del capítulo viii, del primer libro de El contrato social: “el impulso del solo apetito es esclavitud, mientras que la obediencia a la ley que nosotros mismos nos hemos dado es la libertad”.10 En la República de Rousseau el individuo desempeña una doble función, como ciudadano y como súbdito. “Respecto a los miembros, éstos toman el nombre de pueblo, colectivamente, y se llaman separadamente ciudadanos como miembros de la ciudad o participantes de la autoridad soberana y súbditos como sometidos a la misma autoridad.”11 El pueblo como cuerpo soberano contrata con los privados como súbditos. Condición que hace todo el artificio y el diseño de la maquinaria política. En contraste, lo que vemos es una estructura de poder en la que los grupos han tomado el mando. No el pueblo, sino, precisamente, las élites son las que tienen en sus manos las riendas del poder. El tema del “espacio limitado” está relacionado con la dificultad para extender la democracia política a la esfera social: “Después de la conquista del sufragio universal, si todavía se puede hablar de una ampliación del proceso de democratización, dicha ampliación se debería manifestar, no tanto en el paso de la democracia representativa a la democracia directa, como se suele considerar, cuanto en el paso de la democracia política a la democracia social, no tanto a la respuesta a la pregunta ‘¿quién vota?’ como en la contestación a la interrogante ‘¿dónde vota?’.12 El problema es que, hoy en día, en los dos grandes bloques institucionales que predominan en la sociedad, la empresa y el gobierno, el poder fluye de arriba hacia abajo y no a la inversa. El poder autocrático, que Rousseau trató de resolver mediante la asunción de la democracia como poder horizontal, prevalece como poder vertical. Vayamos ahora al “poder invisible”. Una de las características de la democracia desde su fundación en la antigua Grecia es que las decisiones deben tomarse a la luz del día, a la vista de todos, sin secretos de por medio. La democracia es conocida también como el ejercicio “del poder sin máscaras”. Este espíritu que reivindica la visibilidad está presente en la obra de Rousseau cuando habla de la asamblea popular como la máxima autoridad de la República. Allí los ciudadanos deliberan sin tapujos. Quienes son designados para desempeñar el gobierno quedan siempre bajo la vigilancia de la asamblea soberana: “El Estado existe por sí mismo, mientras que

6 J.-J. Rousseau, “Du contrat social”, Oeuvres complètes, vol. iii, París, Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, 1964, pp. 361-362. 7 Ibidem, p. 368. 8 Norberto Bobbio, Il futuro della democrazia, p. 12 [edición en español, p. 19].

9 Ibidem, p. 14 [edición en español, p. 20]. 10 J.-J. Rousseau, “Du contrat social”, p. 365. 11 J.-J. Rousseau, “Emile”, libro v, Oeuvres completes, vol. iv, p. 840. 12 Norberto Bobbio, Il futuro della democrazia [edición en español, p. 21].

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el gobierno no existe más que por vía del soberano.”13 Cuán diferentes serían las cosas si realmente se respetase este principio de subordinación del poder a la ley y a la transparencia, pero la verdad es que el poder tiene una tendencia irresistible a ocultarse,14 a tomar las decisiones lejos de la mirada indiscreta de los ciudadanos. Tenemos, por último, al “ciudadano no educado”. Para Rousseau el gran reto de la democracia consiste en transformar súbditos en ciudadanos. El mecanismo fundamental para dar ese paso es la educación. Por eso el Emilio o de la educación y El contrato social fueron publicados casi al mismo tiempo (1762): uno es complemento del otro. A un modelo de hombre, corresponde un modelo de sociedad. Hombres degenerados no pueden producir más que instituciones corruptas, así como hombres perfeccionados producirán instituciones virtuosas. De esto se da cuenta Bobbio cuando escribe: “No se entiende a Rousseau si no se comprende que, a diferencia de todos los otros iusnaturalistas para los cuales el Estado tiene la tarea de proteger al individuo, para Rousseau el cuerpo político que nace del contrato social tiene la misión de transformarlo.”15 A todas luces hay una distancia entre los ideales roussonianos y la realidad que vivimos todos los días. Pero hay que diferenciar esas “falsas promesas”: asuntos como la sociedad pluralista, la presencia de elites en competencia entre sí, son características positivas como lo han reconocido diversos autores, entre ellos Schumpeter.16 Pero hay otros problemas que deben ser remediados, como el predominio de los intereses particulares sobre el interés colectivo, el espacio limitado, el poder invisible y la falta de educación del ciudadano. Para encarar los retos de la democracia, Bobbio se remite a los valores que caracterizan a esa forma de gobierno: la tolerancia, la no violencia, la renovación gradual de la sociedad y la fraternidad. Con todo y eso, tengo para mí que el gran motor de la democracia es la educación cívica. Ésa es la clave como bien lo visualizó Rousseau. W José Fernández Santillán, académico del Tec de Monterrey, es autor, además del libro mencionado en las notas al pie, de Locke y Kant: ensayos de filosofía política (Política y Derecho, 1992) y de la antología Norberto Bobbio: el filósofo y la política (Política y Derecho, 2002). 13 J.-J. Rousseau, “Du contrat social”, p. 399. 14 Elias Canetti escribe lo siguiente: “El secreto ocupa la misma médula del poder.” Esta frase por demás contundente se encuentra en Masa y poder, Barcelona, Muchnik Editores, 1994, p. 304. 15 Norberto Bobbio, “Il modelo giusnaturalistico”, en Michelangelo Bovero, Società e Stato nella filosofia politica moderna, Milán, Il Saggiatore, 1979, p. 68. 16 J. A. Schumpeter, Capitalism, Socialism and Democracy, Londres, Allen & Unwin, 1987 [hay edición en español: Capitalismo, socialismo y democracia, Barcelona, Orbis, 1983].

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TRES SIGLOS CON ROUSSEAU

Con su habitual finura discursiva y argumental, Darnton presenta aquí algunas estampas de la vida de Rousseau; por su capacidad para “salir” de su cultura y observarla desde afuera, el historiador estadounidense lo considera el primer antropólogo de la historia. Hemos tomado este texto de El coloquio de los lectores (Espacios para la Lectura, 2003), una original antología de textos darntonianos preparada por Antonio Saborit

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La vida social de Rousseau La antropología y la pérdida de la inocencia ROBERT DARNTON

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uando en 1938, Claude Lévi-Strauss localizó a los tupi-kawahib en las profundidades de la selva amazónica, enfrentó un problema que aún ocupa el centro de eso que los franceses llaman “ciencias sociales”: ¿cómo darle sentido al Otro? Ningún otro europeo había puesto los ojos en ese segmento de la humanidad, una de las últimas tribus perdidas aún no tocada por una tesis doctoral. Su idioma era impenetrable, su mundo mental estaba fuera del alcance de Lévi-Strauss. De modo que dobló su tienda de campaña y empezó a recorrer de regreso el camino hacia la civilización, aferrándose al único ítem en su bagaje cultural que parecía ofrecerle una salida de la jungla: los escritos de Rousseau. Pensar en Rousseau era una manera de hacer a un lado la vegetación de la selva y sus reflexiones encajaron de maravilla en el recuento filosófico de la experiencia que Lévi-Strauss publicaría en 1955 como Tristes trópicos. Sin embargo, Lévi-Strauss no invocó la trillada idea de Rousseau como filósofo del primitivismo. Dejando al lector en lo más hondo del Amazonas, Lévi-Strauss interrumpió su relato con un análisis del Discurso sobre las artes y las ciencias, el Discurso sobre el origen de la desigualdad y El contrato social de Rousseau. ¿Por qué este largo rodeo por la literatura francesa?, uno se pregunta. Mi respuesta es que Lévi-Strauss reconoció en Rousseau a un ancestro tribal. Cada época crea a su propio Rousseau. Ha habido el Rousseau robespierrista, el romántico, el progresista, el totalitarista y el neurótico. Yo quisiera proponer a Rousseau el antropólogo. Él inventó la antropología del mismo modo que Freud inventó el psicoanálisis. Nada de lo que escribió correspondería a los

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patrones de la revista American Anthropologist. Pero si releemos sus escritos desde una perspectiva fresca, nos podremos enterar de lo que es vivir las contradicciones de un sistema cultural y superarlas al entender a la cultura misma. Desde luego que la antropología tiene otros padres fundadores. Pero su genealogía luce diferente ahora que las disciplinas académicas se han agrupado en nuevas configuraciones. En lugar de la vieja división tripartita —ciencias naturales, ciencias sociales, humanidades—, comienza a emerger una nueva coalición de las ciencias humanas. Reúne disciplinas relacionadas con la interpretación de la cultura —ciertas variantes de la antropología, de la sociología, de la historia, de la crítica literaria y de la filosofía— en contra de aquéllas dedicadas a descubrir las leyes de la conducta. En lugar de indagar la causa de los hechos, las nuevas humanidades tratan de comprender el funcionamiento de los sistemas simbólicos. Tratan de pensarse a sí mismas en formas de pensar ajenas y tratan de ver cómo es que las formas de pensar dan forma a los esquemas de conducta. Estudian la conducta más como una actividad que como un cuerpo inerte de ideas: como algo más cercano a la materia de la política que a la bodega de los museos; y por tanto ya deben estar preparadas para reconocer a Rousseau. Él se topó por primera vez con el problema central de las ciencias humanas una tarde calurosa del verano de 1749. Caminaba de París hacia Vincennes, en donde tenía la intención de visitar a su amigo Denis Diderot. Las cinco millas de camino pasaban por el Hôpital des Enfants Trouvés, en donde Rousseau abandonara a su hijo natural, hasta llegar a la fortaleza medieval en la que entonces estaba encerrado Diderot por publicar sus heréticas Cartas sobre los ciegos. Con el sol pegándole de lleno, Rousseau sacó un ejemplar de la revista literaria que se había traído para leer en el camino. Su vista se detuvo en el anun-

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cio del tema que proponía la Academia de Dijon para un concurso de ensayo: “El progreso de las ciencias y de las artes ¿ha contribuido a corromper o a purificar las costumbres?” Dice Rousseau: “Así que hube leído esto se abrieron a mis ojos nuevos horizontes y me volví otro hombre […] Incapaz de respirar mientras caminaba, me dejé caer bajo uno de los árboles que estaban junto a la avenida; y me pasé ahí una media hora en tal estado de agitación que cuando me incorporé me di cuenta de que el frente de mi chaqueta estaba empapado completamente de lágrimas aunque no me di cuenta de que estuviera llorando […] Si hubiera podido escribir tan sólo un fragmento de lo que vi y sentí debajo de ese árbol, con qué claridad habría expuesto las contradicciones del sistema social.” La historia está plagada de momentos de revelación. Pensemos en Arquímedes en su baño, en Pablo en el camino a Damasco, en Newton bajo el manzano; pero aun en el caso de que esas escenas hayan sucedido realmente, llegan a nosotros rodeadas de tanta mitología que tendemos a eliminarlas. Rousseau ciertamente hizo un mito con su propia vida. Sin embargo, no podemos meternos en sus Confesiones separando la retórica de la realidad, porque él arregló su propio yo con la ficción. Más vale tomarlo al pie de la letra y con sus propias palabras, y preguntar por qué el tema propuesto le pareció tan significativo en el camino hacia Vincennes. Porque Rousseau lo tradujo en términos personales: ¿Cuál es el sentido de mi vida?, ¿qué es lo que he hecho mal? Buscar una respuesta lo conduciría de sus oscuros orígenes a las “contradicciones del sistema social”, esto es, a fin de cuentas, hacia la antropología. El itinerario de Rousseau por la sociedad del siglo xviii es sorprendente, incluso concediéndole algo al elemento mítico que está presente en su relato. Hijo de un relojero en la frágil república de Ginebra, Rousseau vino al mundo en una posición modesta dentro de la jerarquía social y al poco tiempo se sumió hasta

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CADA ÉPOCA CREA A SU PROPIO ROUSSEAU. HA HABIDO EL ROUSSEAU ROBESPIERRISTA, EL ROMÁNTICO, EL PROGRESISTA, EL TOTALITARISTA Y EL NEURÓTICO. YO QUISIERA PROPONER A ROUSSEAU EL ANTROPÓLOGO. ÉL INVENTÓ LA ANTROPOLOGÍA DEL MISMO MODO QUE FREUD INVENTÓ EL PSICOANÁLISIS

” el fondo. Su madre murió; su padre desapareció; sus parientes se encargaron de arreglar su ingreso como aprendiz con un abogado y con un grabador, pero el niño no se disciplinó. Un domingo en la tarde, cuando jugaba con los amigos afuera de los muros de la ciudad, Rousseau escuchó el toque de queda. Corrieron hacia la puerta. Demasiado tarde: estaba cerrada. Tendrían que pasar la noche fuera y a la mañana siguiente recibir el castigo a su negligencia. Como era la segunda ocasión que a Rousseau le daban de varazos por la misma falta, Jean-Jacques, un adolescente de quince años, le dio la espalda a Ginebra y cogió camino. Durante los trece años siguientes vivió de un lado para otro. Como converso a sueldo del catolicismo, en Turín, conoció el precio de su alma: veinte francos —el sueldo de una semana de un trabajador no calificado—. Como lacayo en una propiedad de nobles, midió la distancia entre los extremos de los gentiles y los villanos, y se dio cuenta de cuál era su lugar. Vagando por los Alpes, urdió una estratagema para obtener comida de los campesinos exhibiendo una fontaine de Héron que al parecer cambiaba el agua por vino. Al volver a Annecy, se fue a vivir con Madame de Warens sin volverse empleado, ya que no hacía nada para ganarse el sustento, o era un mantenido, pues a ella, entre las sábanas, la llamaba “Mamá”. En una excursión por Suiza, Rousseau tomó un cuarto en una posada, comió hasta saciarse y a la mañana siguiente avisó que no tenía dinero para pagar la cuenta. Más adelante logró mantenerse dando clases de música, aunque a duras penas podía leer una partitura. De hecho, llegó a organizar un concierto en Lausana, usando un nombre supuesto, pero los músicos lo sacaron del podio carcajeándose. En su momento, Rousseau halló un mejor modo de hacerse de dinero en efectivo: un falso archimandrita de la iglesia ortodoxa griega que recababa fondos para restaurar el sagrado sepulcro en Jerusalén. Haciendo las veces de intérprete y presentador, Rousseau condujo al griego a lo largo de un divertido viaje por Friburgo, Berna y Soloturn. En la última parada, el embajador francés, quien había trabajado en Constantinopla, vio a través del disfraz del archimandrita y lo mandó arrestar. Pero Rousseau se las arregló para convertir este tropiezo en una ventaja. Por medio de una confesión bien estructurada, se ganó la protección del embajador y salió de Soloturn con cien francos y cartas de recomendación para conseguir trabajo como tutor en París. Hasta este punto, el relato parece encajar en el molde de muchos relatos picarescos. Si Mark Twain lo hubiera contado, habría sonado como las aventuras del duque y el rey en Huckleberry Finn. Si hubiese salido de la pluma de Voltaire, se habría transformado en una retahíla de insultos —apóstata, lacayo, ladrón, gigoló, hombre de confianza— en forma de coplas rimadas, como en El pobre diablo. Pero en la versión de Rousseau, el relato posee una extraña cualidad poética. Es un idilio sobre la inocencia perdida y tiene una dimensión social que ha logrado eludir la atención de la mayoría de los comentaristas. La primera mitad de las Confesiones nos lleva por todos los niveles de una sociedad altamente estratificada, del mundo de los trabajadores manuales y de los siervos al de los aristócratas y embajadores. También nos lleva a las afueras de la jerarquía de los “estados” sociales bien definidos y nos mete en el interior de la población flotante del Antiguo Régimen. Artesanos itinerantes, trabajadores inmigrados, limosneros, desertores, actores, montañeses, ladrones: estos hombres sin rumbo fijo inundaban el paisaje social. Incluían una subespecie peculiar, la del intelectual estafador, quien vivía de su ingenio, divirtiendo, seduciendo, suplicando, instruyendo y ganándose la confianza donde quiera que hubiera un protector que estafar o unos centavos que ganar. Los intelectuales estafadores aparecen en los primeros capítulos de las Confesiones, en especial en el rela-

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to que ofrece Rousseau de la propiedad de Madame de Warens, que él recordaba como un Jardín del Edén invadido constantemente por las serpientes: Bagueret, hombre de confianza que mermaba la bolsa de la dama después de fracasar en su intento de hacer fortuna con Pedro el Grande; Wintzenried, peinador itinerante que aprendiera a hablar como bel-esprit parisino seduciendo marquesas; y, sobre todo, Venture de Villeneuve, músico errante cuya llamada en la puerta, una tarde del invierno de 1730, adquirió en la memoria de Rousseau el sonido de los citatorios fatales a París. Según la reconstrucción que hiciera Rousseau, Venture era un parisino puro: mal hablado pero bien vestido y con todo un anecdotario sobre actrices, óperas y bulevares. Perturbó a Jean-Jacques: ¿qué gloria podría ser mayor que la de hacerse de una figura en la República de las Letras? El joven Rousseau trató de moldearse a sí mismo bajo el arquetipo parisino. Con la ayuda de Mamá, compró el traje apropiado, aprendió a usar el sable, tomó clases de baile y estudió música. Durante un tiempo, Rousseau compartió habitación con Venture y hasta llegó a adoptar una parte del apellido de Venture como un alias —Vaussore de Villeneuve— cuando en Suiza emprendió su gira embaucadora como maestro de música. Ese camino llevaba inevitablemente a París: no el París dorado de los salones, sino el París de los escritores a destajo. Armado con sus cartas de recomendación, Rousseau intentó colarse varias veces en los salones. Pero cuando se presentó ante Madame Bezenval, lo primero que ella pensó fue en mandarlo a comer con la servidumbre. Madame de Boze le hizo un sitio en su mesa. Pero al pasarle la comida, Rousseau tomó un bocado con su tenedor en lugar de primero tomar el plato y luego servirse una porción —una metida de pata que ella registró gracias a la intervención de uno de sus entrometidos sirvientes que se encontraba a las espaldas de Rousseau—. La conciencia de clase se crea a partir de pequeñas heridas como éstas. A pesar del tutelaje de Mamá, Rousseau las experimentó todos los días. Tenía demasiado sucias las uñas para dominar el código de la alta sociedad (le monde). Así que se retiró a un territorio neutral, como el del Café Maugis, entre cuyos tableros de ajedrez se volvió cliente regular, y como el cabaret de Madame La Salle, en donde escuchaba a los jóvenes acomodados ufanarse de sus aventuras con las bailarinas de la ópera. Frecuentemente estas aventuras concluían con la entrega de un recién nacido al Enfants Trouvés. Así que Rousseau se apropió del ejemplo a seguir cuando su propia amante quedó embarazada. Thérese la Vasseur no bailaba en la ópera. Lavaba la ropa en la casa de Rousseau y no entendió cuando él le explicó cómo era que las honnêtes gens se deshacían de sus críos. Finalmente su madre se lo explicó. La anciana reconocía que Rousseau era un Monsieur que, en caso de que él quisiera unirse con su hija, podría sacar a toda la familia de la indigencia. No porque Jean-Jacques hubiera hecho dinero. Había sido incapaz de colar su sistema de notación musical, no había encontrado patrocinador para una ópera y no había logrado que la Comédie Italienne montara su Narcissus. Pero después de abandonar las esperanzas de ingresar a le monde como una figura literaria, aterrizó en un trabajo secretarial en la rica propiedad de Madame Dupin. Esto le produjo novecientos francos anuales, suficientes para mantener a Thérese y para darle de comer a la mayor parte de la familia. Ésta era la situación de Rousseau en octubre de 1749 cuando se dirigía a visitar a Diderot en Vincennes. Las circunstancias de Diderot a duras penas eran mejores. Al igual que Rousseau, venía de una familia de artesanos. No había podido ascender muy alto en la República de las Letras y se había comprometido con una mujer de muy pocos méritos en la escala social —la hija de una lavandera— a la que no sólo amaba sino con la que se casó. Los dos hombres lucharon contra los mismos obstáculos en el

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mismo medio. Mientras fatigaba el camino hacia Vincennes, Rousseau vio a su amigo como una víctima del despotismo. Años después, cuando evocó la vida de ambos escritores a sueldo, Diderot vio a Rousseau como el sobrino de Rameau. Ese último punto puede ser imposible de probar, cuando menos a la satisfacción del ejército de expertos de Diderot. Pero yo veo algunas similitudes sorprendentes entre el antihéroe de El sobrino de Rameau y el héroe de las Confesiones de Rousseau. Los dos eran músicos. Los dos eran adictos al ajedrez. Los dos eran unos genios medio locos y unos fabulosos excéntricos. Los dos vivían en los márgenes de la buena sociedad, subsistiendo de las migajas que les daban los ricos y los poderosos, y los dos subvirtieron la moral convencional, exponiendo más adelante la hipocresía del mismo código que los condenaba. Que Rousseau sirviera o no en efecto como modelo para la obra maestra de Diderot es un problema “académico”. Pero al imaginar a Rousseau como el sobrino de Rameau, uno se puede hacer una idea de su manera de pensar en el camino a Vincennes. Vagaba en un salvajismo moral y llegó, como él dijo, “presa de una agitación que parecía delirio”. ¿Corrompió o purificó a la moral el progreso de las artes y de las ciencias? El problema planteado por la Academia de Dijon llegó a la existencia de Rousseau. Pero él no respondió en términos personales; no todavía. Tampoco adoptó la sencilla postura que a veces se le atribuye: el hombre es naturalmente bueno, la sociedad es mala. El Discurso sobre las ciencias y las artes adelantó un argumento más sutil que atravesaría todos los escritos posteriores de Rousseau: la cultura corrompe y la cultura absolutista corrompe absolutamente. En lugar de novelar sobre cierto estado primitivo de la naturaleza, Rousseau vio que la moral era un código cultural, las reglas no escritas de la conducta, del conocimiento y del gusto que mantenían unida a la sociedad. El hombre no podía prescindir de eso, porque el hombre desprovisto de la cultura era el bruto hobbesiano, privado de una existencia ética. Pero el hombre altamente civilizado, l’homme du monde que dividía su tiempo entre la ópera y el cabaret La Salle, era peor todavía. Al civilizarse a sí mismo, Rousseau llegó a reconocer a la civilización por lo que era: un proceso de corrupción. Ese reconocimiento le dio de lleno en el camino a Vincennes. Al apartarse del camino, se apartó de la cultura dominante de su época y se convirtió en el primer antropólogo. Claro que Rousseau no expresó su intuición en el lenguaje de Lévi-Strausss. Aunque se respaldara en la cuerda antropológica de la literatura francesa, en especial en las ideas de Montaigne y Montesquieu, lo que Rousseau escribió fue una jeremiada, una obra de retórica pura y de tal poder poético que logró sobrecoger a sus lectores. A las imágenes convencionales de su tiempo —sagas orientales y sofisticaciones romanas—, Rousseau opuso las imágenes de un pueblo vigoroso y simple: guerreros franceses, indios de América, republicanos suizos y holandeses. Esparta derrotaba a Atenas y Rousseau se regocijaba: “¡Oh, Esparta, oprobio eterno de una doctrina vana!” “Oh, Virtud, ciencia sublime de las almas sencillas…” En la actualidad, las exclamaciones pueden sonar huecas, pero hace dos siglos y medio sonaron como un abierto desafío al tono cultural prevaleciente: el bon ton de los salones. Rousseau los atacó abiertamente; al desarrollar el “gusto”, la “amabilidad”, la “urbanidad” y los “beaux esprits” que “sonríen con desdén ante esas dos antiguas palabras, patria y religión”. Las artes y las ciencias eran instituciones políticas hasta la médula. La sofisticación de los salones reforzaba el despotismo de Versalles. Y todos los hombres de letras

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que actuaban en los salones fueron condenados como agentes de corrupción —todos “menos uno”: Diderot. El estallido de Rousseau se puede leer como un juicio a la Encyclopédie de Diderot y d’Alembert, la cual lleva el subtítulo de “Diccionario razonado de las artes y las ciencias”. Pero los enciclopedistas se mantuvieron juntos e incluso lograron prosperar unos cuantos años más luego de la publicación del Discurso sobre las ciencias y las artes. Diderot, liberado de la cárcel, vio la impresión de los primeros volúmenes y se enfrascó en una borrasca de controversias cada vez mayores. Rousseau siguió colaborando con artículos. Y en el “Discurso preliminar” de la Encyclopédie, d’Alembert descartó el ensayo de Rousseau como una paradoja elocuente, por lo que Rousseau renunció a colaborar con los enciclopedistas. La notoriedad literaria convirtió a Rousseau en un colaborador de la sociedad de los salones. Los mecenas abrieron sus bolsillos. La misma amante del rey intervino para que su ópera Le Devin du village se representara ante la corte. Al poco tiempo, Rousseau estuvo a punto de conocer al rey y de recibir una pensión real. El éxito de su ataque al monde lo había convertido en su prisionero, y así enfrentó una segunda crisis que lo llevó a su rompimiento final con el sistema cultural del Antiguo Régimen. El éxito de Rousseau sólo confirmó el diagnóstico de su fracaso. Al volver de sus correrías en los salones se puso a reflexionar en lo que le pasaba a él y a Thérese. Por tercera vez ella estaba embarazada, mientras él trabajaba en su segundo discurso, el Discurso sobre el origen de la desigualdad, el que metió a concursar por el premio que ofrecía la Academia de Dijon en 1754. Este segundo ensayo llegó más lejos y fue más profundo que el primero. Empezaba con una dedicatoria apasionada a la república de Ginebra, a la que Rousseau imaginaba como una Esparta calvinista, y pasaba a exponer la desigualdad social como un producto del mismo proceso civilizatorio que denunciara en el primero de sus discursos. Sin embargo, Rousseau lo escribió echado en la cama y dictándolo a la madre de Thérese, quien le servía de secretaria, sirvienta y cómplice para la tarea de abandonar a los niños. En su Prefacio a Narciso (1753), Rousseau había proclamado que abandonaría sus primeras obras frívolas como si fueran muchos hijos naturales. Ahora producía más panfletos y tenía que abandonar a más niños. Su forma de moralizar se había convertido en una moda. Él mismo era una moda: una especie de animal salvaje sacado de las filas más bajas de la sociedad y exhibido para la fascinación de los que estaban en lo más alto. Al mostrar su rusticidad y representar el papel del “oso”, como se conocía a Rousseau, él se hizo cómplice del juego: “Arrojado al monde sin tener el tono debido y sin tener la capacidad de adquirirlo […] fingía despreciar la amabili-

dad que yo era incapaz de practicar.” La celebridad había transformado al intelectual transa y al escritor a sueldo en un oso bailarín. Rousseau perdió algo en el proceso: su yo, el JeanJacques original de su mítica Ginebra. Al volverse insoportable el sentimiento de pérdida, Rousseau rompió con le monde. Lo primero que hizo fue cambiar su manera de vestir. Renunció a su peluca, a su sable, a sus medias blancas, a su reloj y —con la ayuda de un ladrón— a sus cuarenta y dos camisas de fina tela. Se negó a ir a recoger su pensión real. Renunció a su cargo y empezó a trabajar como copista de música con un ínfimo salario por página. Finalmente, en abril de 1756, se largó de París. Instalado en una cabaña que le facilitara Madame d’Epinay en el parque de Montmorency, inició el intenso periodo de escritura que habría de concluir seis años después, luego de la publicación de tres libros que alteraron el rumbo de la historia cultural: La nueva Eloísa, Emilio y El contrato social. Cada uno de estos libros desarrolló un aspecto de la revelación de Rousseau en el camino a Vincennes. Cada uno pegó en el centro de la sabiduría convencional sobre algún tópico relevante: la literatura, la educación y la política. Pero el golpe más duro de todos fue en el cuarto libro, el menos convencional y el más doloroso, porque éste consumó la ruptura de Rousseau con le monde al romper sus vínculos con sus amigos philosophes, sobre todo Diderot. Esta obra, Carta a d’Alembert sobre el teatro (1759), era una apasionada protesta de más de cien páginas en contra de la sugerencia de que en Ginebra se fundara un teatro. D’Alembert filtró esta insinuación en su artículo sobre Ginebra en la Encyclopédie y Rousseau la atacó como si se tratara de la idea más ruin en el siglo más ruin en la historia. ¿Por qué? ¿Por qué motivo se enfurecía este creador de obras de teatro y de óperas ante la proposición, al parecer inocente, de que se construyera un teatro en su tierra natal? Atrás de d’Alembert, Rousseau vio a Voltaire, quien entonces vivía en las afueras de Ginebra; detrás de Voltaire veía a Diderot y a los demás enciclopedistas; atrás de ellos, al mundo de la sofisticada cultura parisina; y detrás de eso, al sistema político del Antiguo Régimen. Todo penetraba a todo lo demás y la cultura era la fuerza que mantenía la cohesión del conjunto. Por lo tanto, Rousseau veía al teatro como una institución profundamente política y condenó a los grandes sacerdotes del escenario —Voltaire, d’Alembert y Diderot— como agentes de la corrupción política. Concedía que el teatro pudiera tener cabida en la monarquía de Francia. Al refinar el gusto y corromper la moral, el teatro reforzaba la mezcla de aristocracia y autoritarismo de Luis XIV. Sin embargo, si se llegaba a implantar un teatro en Gial cuerpo político. Porque las renebra envenenaría env

públicas no fundaban su vida en las elecciones libres sino en la cultura política republicana: un asunto de fraternizar en clubes, competir en juegos al aire libre y cantar en el coro en los festivales cívicos que Rousseau habría de idealizar en La nueva Eloísa (1761). Cuando abordó directamente la teoría política en El contrato social (1762), Rousseau desarrolló el lado positivo de lo que presentó negativamente en la Carta a d’Alembert. La cultura aparecía ahora como el elemento crucial en la democracia. El argumento se enredó cuando Rousseau trató de explicar cómo la “voluntad general” se expresaría por sí sola en un sistema de votos. Pero esta confusión desaparecía en el último capítulo, en donde reveló que aquello que a fin de cuentas unía a los ciudadanos en una forma de gobierno era una religión civil: no una versión del otro mundo del cristianismo sino un patriotismo espartano que abarcara todo. Los patriotas obedecían la “voluntad general” espontáneamente. Querían el bien común porque estaban vinculados por una cultura común, fuente de toda la moral. Eran virtuosos por la virtud de su ciudadanía y libres por su moral. En un sistema así, las sanciones importaban menos que la educación y las elecciones menos que los festivales. Esa lección no se perdió con los revolucionarios franceses, quienes siempre desfilaron por las calles celebrando la libertad y las virtudes cívicas. Cuando se la mira desde el presente, la religión civil de Rousseau puede parecer amenazadora —premonición de las manifestaciones de Núremberg— o familiar —una primera versión de los espectáculos en el intermedio de un juego de futbol—. Como sea, da la impresión de que Rousseau señaló algo importante. Puede parecer extraño que mezclemos el ondear de las banderas y el futbol, o que nuestro presidente se tome el cuidado de ajustar su discurso inaugural con la patada inicial de la gran final del futbol. Me parece que Rousseau lo habría comprendido. Al recorrer la enorme distancia social que separaba a los talleres de Ginebra de los salones parisinos, Rousseau aprendió a reconocer las formas simbólicas del poder. Expresó su intuición en una anticuada retórica moral. Sólo que la moraleja de su relato resultó verdaderamente moderna, el tipo de cosa que fue capaz de abrirle los ojos a Lévi-Strauss en el corazón de las tinieblas amazónicas. W

Traducción de Antonio Saborit Robert Darnton, historiador, dirige la red de bibliotecas de la Universidad de Harvard. El FCE planea poner en español su reciente The Devil in the Holy Water, un estudio sobre la difamación en los siglos XVII a XIX.

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Reproducimos aquí parte del epílogo a La Ilustración radical, en el que Israel hace una valoración del pensamiento de Rousseau y hermana a Spinoza con el ginebrino, miembros ambos de esa familia de pensadores que destruyeron las concepciones medievales de autoridad y de donde surgió el germen de nuestras actuales ideas sobre la razón y la libertad

F R AG M E N TO

Rousseau, radicalismo y revolución JONATHAN I. ISRAEL

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l funeral público de Mirabeau, escoltado por la Guardia Nacional y una gran multitud, que culminó con un entierro en medio de la austera arquitectura clásica de lo que sería llamado de ahí en adelante el Panthéon, marca el advenimiento de un sorprendente fenómeno cultural. En la cripta ya se encontraban los restos de Descartes, el gran pensador que en algún sentido fue progenitor de la Ilustración, algo que muchos consideraban bastante apropiado aunque sólo fuera porque su legado filosófico había sido parcialmente suprimido por Luis XIV. Unos pocos meses después, en julio, los restos de Voltaire fueron transferidos allí y una vez más la ocasión estuvo marcada por festividades públicas y evidente entusiasmo, siendo la visión generalizada que la Revolución era en parte fruto de sus escritos. Le siguieron otros philosophes y hombres de Estado revolucionarios, siendo por mucho el más importante Rousseau, quien fue

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desenterrado de su tumba en su retiro rural y reubicado allí en octubre de 1793 en medio de la aclamación general. Pero también hubo eliminaciones: los restos de Mirabeau fueron sacados de allí más tarde por iniciativa de Robespierre, cuando se supo que durante sus últimos meses había tenido vínculos secretos con la corte. La verdad es que el total de grands hommes glorificados en el Panteón, hasta 1794, fueran philosophes o no, fueron muy pocos. No obstante, hubo numerosos contextos y sucesos revolucionarios en los cuales se honró a otros philosophes y se reconoció su importancia en la preparación del terreno para la Revolución, así como en darle forma a su sesgo conceptual. Mientras que ningún otro philosophe fue invocado con tanta frecuencia como lo fueron Voltaire y Rousseau, las contribuciones igualitarias y radicales de Fontenelle, Diderot, Helvétius, Morellet, Raynal y Mably —este último, una influencia importante en el subordinado jacobino de Robespierre, Saint Just— fueron amplia y exageradamente reconocidas. En especial entre el liderazgo artístico e intelectual de la Francia revolucionaria, la convicción de que el igua-

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litarismo, el republicanismo y la moral sin la Revelación eran los frutos de un largo proceso llevado adelante por un ejército de pensadores y escritores que se remontaban a un siglo antes, se volvió profundamente arraigada. En una réplica a los alegatos conservadores que argumentaban que los revolucionarios estaban atacando la religión y la moral, Sylvain Maréchal admite lo primero pero niega firmemente lo último, invocando “¡Estudioso Bayle, virtuoso Spinoza, sabio Fréret, modesto Du Marsais, honesto Helvétius, sensible d’Holbach!” Todos ellos athées que abiertamente rechazan al Dios de los cristianos y, como los sabios escritores filosóficos, les pregunta cómo alguien podía concebiblemente acusar a tales hombres de haber “desmoralizado al mundo”. Por el otro lado, si bien pocos pusieron un gran interés en los orígenes y las fuentes de la tradición filosófica radical —y mientras que se pensaba que muchos philosophes recientes habían influido en el curso de la Revolución, entre ellos un puñado de savants genuinamente conocedores que participaron activamente y a la larga se volvieron sus víctimas, tales como el girondino marqués de Condorcet,

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TRES SIGLOS CON ROUSSEAU

ROUSSEAU, RADICALISMO Y REVOLUCIÓN

“el último de los philosophes”—, ningún otro pensaComo en el caso de Diderot —y Spinoza, cuya obra dor de la Ilustración tuvo tantos discípulos como indudablemente conocía—, el punto de partida de Rousseau. El concepto político primordial en la Rousseau es que el hombre debe vivir de acuerdo con mente y la retórica de Robespierre era que los de- la naturaleza. La educación y la formación del indivifectos y fallas de los hombres individuales (quienes, duo reflejan una evolución importante de la humanino obstante, eran todos políticamente iguales) de- dad, en la que las capacidades y facultades más primibían contrarrestarse afirmando el “bien común”, tivas se desarrollan primero y el uso de la razón, que que él entendía como la voluntad del pueblo consi- él veía como un compuesto de todas las otras facultaderado en su conjunto, esto es, el “interés general”. des, emerge al final y con gran dificultad. Emilio creRobespierre derivaba esta noción, el hilo conductor ce y se convierte en un joven que representa el ideal de sus principios políticos, de la “voluntad general” social del “hombre de la naturaleza” de Rousseau y de Rousseau. Él y Saint Just, antes y durante el Te- cuya vida está basada en las necesidades y aspiraciorror, se consideraban a sí mismos republicanos de nes auténticas de los hombres, carece de frivolidad, principios profundamente igualitarios, encargados vicios, cortesías vacías, adicción a las modas y el dede eliminar lo que fuera corrupto y superfluo, y se seo de agradar usual en la sociedad. Es un modelo de inspiraban sobre todo en Rousseau. La dificultad honestidad, trato sencillo y confianza en sí mismo. primordial de Robespierre era la desconcertante La fase culminante de la educación de Emilio, esto brecha entre lo que el pueblo, o una parte incom- es, su aprender a vivir de acuerdo con la Naturaleza, prensiblemente vasta del pueblo, de hecho quería y rechazando la cultura y las ideas convencionales y la austera “voluntad general” de Rousseau basada confiando en sus propias ideas, es su iniciación en las en el “bien común”. El desafío esencial que enfren- ideas del vicaire saboyano. taba la Revolución, como lo expresó en noviembre Los principales ingredientes del planteamiento de 1792, era prácticamente idéntico a aquél identi- de Rousseau, como lo expresó en la profession de foi, ficado por los radicales Spinosistes de principios del son un rechazo radical a la tradición, la Revelación y siglo xviii: “el secreto de la libertad radica en ilus- toda autoridad institucionalizada, la negación del estrar a los hombres mientras que el de la tiranía radi- cepticismo como algo puramente teórico pero impoca en mantenerlos en la ignorancia”. sible en la realidad —dado que la mente del hombre Las ocasiones ceremoniales y simbólicas de las está tan organizada que tiene que creer en algo— y el fases más radicales de la Revolución invocaban a principio de que el universo está “en movimiento, y Rousseau y sus ideas centrales. Así, la ceen sus movimientos regulados, uniformes remonia realizada en el sitio de la demoy sometidos a leyes constantes”; no obstanlida Bastilla, organizada por un destate, las “primeras causas del movimiento no cado director artístico de la Revolución, están en la materia”; pues la materia “reciJacques-Louis David, en agosto de 1793 be el movimiento y lo comunica pero no para marcar la inauguración de la nuelo produce”. De esto Rousseau deduce que va constitución republicana —un suceso “una voluntad mueve el universo y anima que vendría poco después de la abolición a la naturaleza”, rechazando rotundamenfinal de todas las formas de privilegio te el ateísmo sistemático de d’Holbach, feudal—, consistió en una cantata basaHelvétius y, sobre todo, su antiguo aliado da en el deísmo democrático panteísta Diderot. “La materia móvil según deterLA ILUSTRACIÓN de Rousseau, como lo expuso en la celeminadas leyes —afirma Rousseau— me brada Profession de Foi d’un vicaire savopresenta una inteligencia” y también “un RADICAL La filosofía yard del libro 4 de Emilio. En mayo de fin común que me es imposible percibir.” y la construcción 1794, cuando Robespierre oficialmente Por lo tanto, “creo que el mundo está golanzó el culto al Ser Supremo como par- de la modernidad, bernado por una voluntad poderosa y sa1650-1750 te de su contraofensiva en contra de los bia”. En relación con el lugar del hombre en “descristianizados” jacobinos que figuel universo, Rousseau subraya la paradoja J O N AT H A N raban entre sus oponentes —a quienes de que “el cuadro de la Naturaleza no me veía bajo el pernicioso influjo de filósofos ofrece sino armonía y proporciones, el del I. ISRAEL ateístas tales como Diderot, Helvétius y género humano sólo me ofrece confusión, d’Holbach—, enfatizó la necesidad de un filosofía desorden”. Traducción de Ana culto público, insistiendo en sus funcioHay mucho en la sociedad, de acuerdo nes republicanas y citando expresamente Tamarit con Rousseau, que está extraviado o es su1ª ed., 2012, 1 004 pp a Rousseau como el arquitecto de la nueperfluo y necesita eliminarse, pero el punva religión cívica. 978 607 16 0881 9 to de partida tiene que ser una valoración $650 No obstante, si bien la filosofía de del hombre reflexionada filosóficamenRousseau resultó por mucho más atractite. La clave, argumenta, es reconocer que va e influyente, y fue más profunda y original que la existe una dualidad básica, dos principios divergende la mayor parte de los philosophes invocados por tes en el hombre, uno que lo eleva a la persecución de la Revolución, sus ideas radicales centrales y las de verdades eternas, el otro que lo arrastra hacia abajo, sus derivados (y en alguno casos gacetilleros) utópi- adentro de sí mismo, haciéndolo esclavo de sus pacos, protosocialistas y materialistas ateístas como siones. Le concede a Diderot y otros predecesores raMorellet, Mably, Mirabeau, d’Holbach, Naigeon, dicales que el ponerse a uno mismo en primer lugar, Maréchal, Saint Just y Babeuf, surgieron y tomaron con la motivación enraizada en el impulso de la autoforma principalmente a finales del siglo xviii. Tam- preservación, es “una inclinación del hombre”. Pero poco representa Rousseau, no más que Voltaire o el insiste en que el “primer sentimiento de justicia” es resto, una serie básicamente nueva de conceptos y igualmente innato en el hombre y esencial para su planteamientos. Por el contrario, cualquier apre- sensibilidad; “dejemos que aquellos que dicen que el ciación apropiada del papel y la grandeza de Rous- hombre es una criatura simple —en clara alusión a seau tiene que conceder que su pensamiento surge Spinoza y Diderot— eliminen esas contradicciones de un largo, casi obsesivo, diálogo con las ideas ra- y les aseguro que no habrá más que una sustancia”. dicales del pasado (en muchos casos filtradas a tra- Continuando su diálogo con los viejos y los nuevos vés de la mente de su antiguo camarada Diderot). El Spinosistes, concuerda en que debemos “reconocer periodo profundamente productivo de creatividad que sólo hay una sustancia”, si es que todas las cuaque disfrutó Rousseau en su retiro rural fuera de lidades elementales conocidas por nosotros, ya sea París en los años 1756-1762, durante el cual escri- que estén dentro o fuera del hombre, pueden unirse bió sus tres obras maestras —La nueva Eloísa (1761), en uno y el mismo ser. “Pero si hay cualidades que son El contrato social (1762) y Emilio (1762)—, comenzó mutuamente excluyentes, entonces hay tantas suspoco después de su rompimiento con su insepara- tancias diferentes como exclusiones haya.” ble aliado, Diderot, y terminó con el escándalo púEl diálogo con los Spinosistes continúa en las úlblico provocado por Emilio y su sonora profession timas etapas de la profession. “Sin duda, no soy libre de foi. Ésta fue una obra muy denunciada como irre- de no desear mi propio bienestar”, admite Rousseau, ligiosa y sediciosa y se prohibió formalmente, y se atacando la doctrina de la necesidad establecida por expidió una orden para arrestar a Rousseau, quien Spinoza, Collins y su antiguo amigo, “pero ¿se desse vio obligado a huir cerca de Berna en un exilio prende de aquí que no soy mi propio amo porque no temporal. Escrito al mismo tiempo que El contrato puedo ser otro más que yo mismo?” “No es la palasocial, Emilio, junto con esa obra, constituye la de- bra libertad lo que carece de sentido”, concluye, sino claración más completa y madura del pensamiento la palabra necesidad. De aquí, Rousseau llega a uno de de Rousseau, posicionándose como la piedra angu- sus argumentos básicos —y punto de divergencia con lar de un nuevo radicalismo potente que es a la vez la tradición spinozista—: que “el hombre está animafilosófico, político y moral. do por una sustancia inmaterial”. Al proponer una

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doctrina de las “dos sustancias” en el hombre, Rousseau cree que ha encontrado la clave de la naturaleza humana y, por tanto, también de la política. Al igual que Descartes, Rousseau argumenta que una de las sustancias en el hombre es indisoluble e inmortal, llámese el alma. Partiendo de aquí también fue capaz de argumentar a favor de una forma de recompensa y castigo en el más allá y de la absoluta cualidad del bien y el mal. Su convicción de que había sorteado a Diderot y a Spinoza sólo agudizó el sentimiento de agravio de Rousseau durante su exilio en Suiza. Cuando comenta, en julio de 1762, con qué horreur lo consideraban los pastores protestantes locales, afirma que “Spinoza, Diderot, Voltaire, Helvétius son, en mi opinión, santos”. Unos pocos meses después, se quejó en una carta al arzobispo de París que “al ateo” se le había permitido vivir y propagar su doctrina en paz mientras que él, Rousseau, “el defensor de la causa de Dios”, había sido vergonzosamente expulsado de Francia. A su metafísica deísta y su doctrina de la sustancia y la moral, Rousseau agregó su filosofía política basada en la idea de la “voluntad general”. Aquí otra vez el gran pensador estuvo elaborando en cercano diálogo con sus predecesores, más que introduciendo algo nuevo en términos generales. La personalidad de Rousseau y su apasionado temperamento, el fervor con el cual posteriormente rechazó elementos del nuevo Spinosisme de Diderot y Helvétius tienen su contraparte, evidente, en una fuerte propensión, anterior a la década de 1750, a aceptar y descansar excesivamente en las formulaciones de Diderot. En su origen, el término “voluntad general” era de Diderot y fue empleado en la Encyclopédie, por ejemplo, en el artículo “Droit naturel”, de este último, para denotar el bien común, colectivo, en cualquier grupo o sociedad, un bien que, de acuerdo con Diderot, es el único bien superior y absoluto que nos permite definir lo que es “justo” e “injusto”, “bueno” o “malo”, dado que el individuo siempre está llevado a buscar sólo su propio bienestar, de modo que inevitablemente “las voluntades particulares resultan sospechosas”. Mientras que la voluntad individual puede ser buena o mala, “la voluntad general es siempre buena: nunca ha engañado y nunca engañará”. A esto se refería Spinoza con el dictamen del “bien común” y constituye la más importante de todas las afinidades que vinculan a Spinoza, Diderot y Rousseau. Como se sabe, la “voluntad general” de Rousseau no es la misma que la de Diderot o el “bien común” de Spinoza. Esta última es una concepción mucho más elaborada que, a diferencia de la primera, sólo puede realizarse en el contexto de la sociedad civil, bajo un Estado y no en el estado de naturaleza. Pero esto no altera el hecho de que surge en oposición consciente al sistema de Diderot y todavía sigue siendo una variante de lo que, desde el inicio mismo de Spinoza y Van Enden, es el único criterio posible para juzgar el “bien” y el “mal” una vez que se ha desechado la autoridad eclesiástica y la Revelación, a saber, el bien común definido como lo que mejor sirve a los intereses de la sociedad como un todo. Especialmente destacable en el pensamiento de Rousseau es su mezcla de elementos contradictorios de la corriente moderada y radical de la Ilustración. En su énfasis en la existencia de un Creador y primer impulsor, en las dos sustancias, en la inmortalidad del alma y la cualidad absoluta del “bien” y el “mal” en la ética, se alinea con la Ilustración moderada y rechaza la tradición radical de Spinoza y Diderot. Pero en su rechazo radical a la autoridad y la tradición, su deslegitimación de las estructuras sociales y políticas de la época, su igualitarismo, panteísmo subyacente y, sobre todo, la doctrina de la “voluntad general”, está indiscutiblemente alineado con una tradición filosófica radical que se remonta a mediados del siglo xvii. Spinoza, Diderot, Rousseau: los tres basan su concepción de la libertad individual en la obligación del hombre a someterse a la soberanía del bien común. W

Jonathan I. Israel es profesor de historia moderna de Europa en el Institute for Advanced Study, en Princeton.

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TRES SIGLOS CON ROUSSEAU

Aunque un tanto mellada por la posmodernidad, la Ilustración sigue pareciéndonos esa metamorfosis esencial gracias a la cual el Occidente adquirió los rasgos con que hoy lo reconocemos. Jonathan I. Israel sostiene, en un libro que comienza a circular, que lo más profundo de ese cambio tiene su origen sobre todo en el pensamiento de Spinoza, cuyo radicalismo y trascendencia no han sido suficientemente valorados

RESEÑA

Spinoza y las raíces holandesas de la Ilustración ANTHONY GRAFTON

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lguna vez fuimos modernos? ¿O filosóficos? O ilustrados? Hoy muchos empezamos a dudarlo, especialmentesi vivimos en el lugar que se veía a sí mismo como el mejor fruto de la Ilustración y la modernidad: los Estados Unidos de América. Con presidentes que buscan una guía divina, científicos que atacan la evolución y gobiernos que destinan fondos públicos a asociaciones de caridad sectarias, es cada vez más difícil reconocer en nuestra vida pública aquella república que crearon Franklin y Jefferson; al mismo tiempo, la cultura popular está transformando a algunos de los alegres filósofos, padres de nuestra bella nación, en inverosímiles caballeros, cristianos y muy devotos. También en las universidades, aunque de forma distinta, la modernidad y la Ilustración ahora son insultos técnicos: constituyen un código para referirse a las enormes prisiones estilo Piranesi que hoy habitamos o al Estado vigilante que registra nuestras conversaciones y conoce cada uno de nuestros movimientos (aunque, tristemente, no lo suficiente como para prevenir que algunos de nosotros ataquemos el orden cultural en el que estamos inmersos). Ninguno de estos acontecimientos parece alterar a Jonathan Israel. La Ilustración de la que él habla es buena y moderna. Democrática, igualitaria y secular, se opone al dominio de la monarquía sobre sus súbditos, del hombre sobre la mujer, del clero sobre los laicos y de los amos sobre los esclavos. Su embestida cambió el mundo y terminó con

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estructuras sociales, políticas e intelectuales que se habían mantenido casi sin cambios a pesar del Renacimiento y la Reforma. Es cierto que la Reforma había derribado a la iglesia occidental europea —única, sagrada e indivisible— de la Edad Media, pero Aristóteles aún reinaba en las universidades, fueran luteranas, calvinistas o católicas, así como en las jerarquías sociales. Para derribar a Aristóteles y a las jerarquías, al sacerdocio y a la opresión, fue necesario —como pasó con las colosales estatuas de Ramsés— un sismo como el que provocó la Ilustración; y más importante aún, desde el restringido punto de vista del historiador, Israel sabe con precisión dónde acumuló fuerza esta aplastante nueva ola: en los Países Bajos durante la segunda mitad del siglo xvii. El movimiento filosófico fundado por Baruch de Spinoza fue la raíz de la Ilustración y se convirtió en su núcleo; esta “Ilustración radical”, como Israel la llama, comenzó como la razonada discrepancia de un atento judío holandés en contra de las estructuras de autoridad que todos a su alrededor aceptaban, y se convirtió en un mensaje revolucionario que fue ganando adeptos y movilizándolos hasta formar células de activistas en todas partes, desde la Nápoles de Vico hasta el Londres de Toland. Tradicionalmente los historiadores anglosajones han descrito la Ilustración en términos similares a los de Voltaire: un movimiento francés que surgió, en su mayoría, de raíces inglesas. Israel se propone demoler esta concepción y remplazarla con algo completamente distinto: su Ilustración se inició en los Países Bajos y en ocasiones prosperó con más vehemencia en Alemania y Escandinavia que en la Francia absolutista dominada por sacerdotes.

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En una era en que prolifera el miniaturismo histórico, es estimulante encontrar un académico dispuesto a cubrir techos y paredes con un espléndido fresco siempre en expansión. Israel propone una gran tesis histórica, de la misma clase que los historiadores solían apreciar con deleite y que ahora ya no está de moda. Además lo hace con estilo y detalle, exhibiendo pleno dominio de los textos, los archivos, los ambientes locales y las corrientes internacionales, todo lo cual suscita inmediata admiración. Esta obra opera en distintos niveles; en primer lugar, ofrece una historia social del mundo intelectual en las postrimerías del siglo xvii y los comienzos del xviii. Según Israel, la Ilustración radical echó raíces y floreció dentro de una nueva matriz cultural, la cual pudo surgir sólo a finales del siglo xvii. Durante esos años, la República de las Letras era un Estado imaginario que se extendía por toda Europa; sus ciudadanos trataban, de forma más sistemática que cualquiera de sus predecesores, de asimilar todo el conocimiento no sólo a sus sistemas, sino también a sus bibliotecas, como en la magnífica rotonda de Wolfenbüttel donde Leibniz desarrolló una de sus numerosas y barrocas máquinas para procesar información. Concibieron nuevas formas para mantenerse al tanto de la producción de libros en un momento de increíble proliferación de obras, así como de teorías y debates que provenían de todos los frentes. Por ejemplo, escritores, editores y sociedades de eruditos crearon periódicos que examinaban a detalle las nuevas publicaciones, mientras que en las universidades las cátedras de “historia literaria” ofrecían a los estudiantes una visión general del universo del conocimiento, una visión adereza-

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da con chismes sobre los mismos eruditos, al estilo de una lingua franca de la temprana edad moderna. Por encima de todas las cosas, debatían: lo hacían a través de una correspondencia interminable, o en las academias, bibliotecas y en esas nuevas salas para el debate público, los cafés, donde los hombres leían y discutían los manuscritos o los boletines con noticias, ya impresos, que no hacía mucho habían comenzado a circular de forma regular, una o dos veces por semana; y los salones, donde hombres y mujeres desarrollaron un nuevo estilo de conversación y una nueva clase de vida intelectual. Los ciudadanos de esta república imaginaria discrepaban en numerosos e importantes aspectos, desde las bases de la metafísica hasta la identidad de la iglesia verdadera, pasando por la estructura del sistema planetario. Sin embargo, coincidían en un punto importante que minimizaba sus diferencias: sólo la razón determinaría el resultado de sus debates (y no el apoyo de alguna autoridad política o eclesiástica). En la República de las Letras los luteranos se encontrarían con los calvinistas, los franceses con los alemanes, los hombres con las mujeres, no como amalecitas dignos de escarnio, ni como creaturas inferiores a las cuales dominarían, sino como seres racionales, iguales a ellos y con pleno derecho a ser escuchados. Siguiendo a Jürgen Habermas —aunque de forma menos crítica que la mayoría de los historiadores lo hacen ahora—, Israel trata las décadas alrededor de 1700 como la época en que surgió una esfera pública europea: un mundo en el que las cuestiones más apremiantes, tanto públicas como privadas, se convirtieron en tema de debates sin restricciones que cruzaron fronteras lingüísticas y políticas, un espacio libre en el que el ciudadano común reclamó el derecho a criticar las acciones de sus gobernantes. Según Israel, las peligrosas ideas de Spinoza se expandieron como cultivos de penicilina en un medio rico en nutrientes. Si bien la censura formal continuaba en su apogeo —y no sólo en tierras de católicos, apunta el autor con razón, sino también en la Holanda calvinista—, los afanosos copistas reproducían a mano obras demasiado peligrosas, ya fuera temporal o permanentemente, como para ser llevadas a la imprenta; la Ética del mismo Spinoza es un ejemplo. Los editores hábiles encontraron formas ingeniosas de empaquetar libros condenados: usaban falsas identidades editoriales y portadas engañosas para ocultar —pero también para insinuar— el verdadero contenido de las bombas literarias que lanzarían contra la realeza y el clero. El manual radical de hermenéutica de Lodewijk Meyer, Philosophia S. Scripturae Interpres [Filosofía, intérprete de las sagradas escrituras] —cuya portada se distinguía por consignar a Eleutheropolis como lugar de impresión—, sostenía que sólo la filosofía sería capaz de aclarar los pasajes “oscuros e inciertos” de la Biblia; por ejemplo, señalaba que la creación ex nihilo era imposible y que cualquier debate acerca de la trinidad carecía de sentido. Inspiradas en los textos de Spinoza, las novelas de Denis Vairesse y Symon Tissot evocaban felices sociedades deístas que sabían, al igual que Spinoza y Meyer, que Dios había dirigido la Biblia a judíos primitivos y supersticiosos, no a hombres sabios. Las esporas llegaron aún más lejos gracias a sermones audaces, fieros debates teológicos, pequeños panfletos y tratados de múltiples volúmenes sobre Moisés. Israel rastrea el avance del radicalismo de Spinoza igual que un Sam Spade de la historia, siempre dispuesto a entrar en los más peligrosos callejones hacia donde lo lleve su investigación. Al parecer rastreó todos los manuscritos de cada uno de los heterodoxos clásicos, desde Bodin hasta Boulainvilliers, y mucho más, y demuestra que algunos textos que nunca llegaron a la imprenta, o que no llegaron sino hasta los siglos xix y xx, también suscitaron animados debates durante este periodo. Israel descubre nidos de libros perversos y ponzoñosos en lo que parecerían ser respetables bibliotecas de toda Europa, como la del ministro de literatura del príncipe Federico —que a partir de 1736 se convertiría en Federico II el Grande—, Étienne Jordan, quien en público profesó su creencia en una deidad y registró hasta el último rincón de Europa en busca de textos filosóficos clandestinos. Israel resume las carreras de docenas de radicales olvidados, a los que conoce por haberlos leído directamente en las fuentes y de los que traza vívidos perfiles que se convierten en uno de los mayores placeres de este libro. Aunque

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algunos materiales provienen de fuentes secundarias, Israel les ha sacado el máximo provecho posible, consultándolos en bibliotecas de Europa oriental o del sur de California, así como en una sobresaliente variedad de archivos. Su erudición políglota es digna de respeto. Durante los últimos veinte años numerosos académicos —entre los que sobresalen nombres como Anne Goldgar, Dena Goodman y Françoise Waquet— han realizado nuevos mapas y recuentos de la República de las Letras; sin embargo, la topografía de Israel es la más exhaustiva y la mejor informada de todas. Los buenos historiadores británicos saben que “la geografía se encarga de los mapas mientras que la historia se encarga de las personas” e Israel, un magnífico historiador británico, está de acuerdo. Su propósito no es trazar el mapa del mundo intelectual como si éste hubiera sido una entidad coherente y estable, sino mostrar que sus fronteras y contornos se movían y cambiaban conforme Spinoza y sus aliados las invadían. La Ilustración radical se mueve tanto en el tiempo como en el espacio y busca descubrir cómo fue que el pensamiento occidental se volvió moderno en el lapso de unas cuantas décadas. Para sostener su argumento Israel primero debe aclarar una serie de puntos secundarios. Para empezar, afirma que Spinoza llegó por sí mismo a su posición radical con respecto a la Biblia y a la supremacía de la razón sin ayuda alguna de estímulos externos, como podría haber sido el libro de Isaac La Peyrere de 1655 sobre los preadamitas. Israel reconstruye una larga serie de remotos debates en torno a Spinoza y las interrogantes planteadas por él; gracias a su dominio de la historia holandesa, alemana y escandinava, demuestra que algunas controversias —cuyos protagonistas resultan mucho menos conocidos por los estudiosos de la Ilustración que, por ejemplo, el caso de Calas— en realidad obligaron a las autoridades políticas y eclesiásticas a emprender enérgicos y a menudo contradictorios esfuerzos de intervención. Polémicas como la que produjo la crítica de Louis Wolzogen en contra de Meyer (un trabajo cartesiano demasiado racionalista para muchos teólogos ultraortodoxos), o la serie que desató el panfleto del —a fin de cuentas bien intencionado— Johannes Bredenburg, desembocaron en una guerra de panfletos que involucró a muchas partes, las cuales generaron un sinfín de réplicas, contestaciones y refutaciones. Israel rastrea la influencia de Spinoza en escritores tanto importantes como secundarios; afirma, así, que su radicalismo sistemático proporcionó los cimientos intelectuales indispensables para el ataque de Balthasar Bekker en contra de las creencias en las brujas, la nueva hermenéutica y la nueva filosofía de la historia de Giambattista Vico, los ataques de John Toland contra la superstición y el Traité des trois imposteurs [Tratado de los tres impostores], un best-seller clandestino del que han sobrevivido cerca de doscientos ejemplares. Jonathan Israel despliega la misma erudición sobre los enemigos del nuevo radicalismo como sobre sus defensores. Uno de los aspectos más ingeniosos de este interesantísimo libro es su demostración de que numerosos observadores críticos y enemigos de la Ilustración radical, como Johann Franz Buddeus, uno de los precursores de la historia de la filosofía, describen a los radicales en términos similares a los que él utiliza: según Israel, lo que esos historiadores vieron eran vectores de un contagio intelectual que se remontaría hasta Spinoza. El autor concluye —de forma breve pero elocuente— que el concepto moderno de la Ilustración tomó forma mucho después del periodo mismo, durante ese parteaguas que fue la revolución francesa y como parte de un esfuerzo sistemático por crear un canon de héroes nacionales; así, su recreación de la primigenia Ilustración radical constituye un intento por demoler los mitos históricos que, en parte, surgieron por motivos políticos. La Ilustración radical, igual que otras de sus obras, se desborda de fascinantes materiales de todo tipo, tan ricos y variados que ninguna reseña podría hacerle justicia. Sin embargo, la tesis principal del libro no provocará la aceptación de todos los lectores. La forma en que se presenta el material plantea ciertos inconvenientes: Israel adopta un agudo tono polémico sin identificar —con excepción de algunos casos— al destinatario de su ira. Aunque discute brevemente La crisis de la conciencia europea, de Paul Hazard,

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no somete a ese clásico a un análisis y una crítica sistemáticos, ni trata abiertamente y con detalle —lo cual para un lector inexperto podría representar un problema— sus desacuerdos con otros especialistas del periodo, desde pioneros como el mismo Hazard, Erich Haase y Hugh Trevor-Roper, pasando por autoridades académicas como Richard Popkin, Frank Manuel y Margaret Jacob —estudiosos que hace tiempo insisten en la importancia de estas décadas—, hasta llegar a jóvenes historiadores no británicos como Silvia Berti y Winfred Schroder —cuyas ediciones críticas de textos y análisis exhaustivo de fuentes han sido de suma importancia—. En ocasiones Israel deja ver que después del trabajo de Hazard ningún tratamiento general de la Ilustración le ha hecho justicia suficiente a los datos con los que él trabaja. Sin duda esto es verdad; sin embargo, sus parcas referencias a los estudios modernos dan la extraña impresión de que nadie los ha estudiado en lo absoluto. Sólo un lector experimentado, capaz de seguir las abundantes notas al pie de Israel, sabrá a qué tesis se refiere y en qué debates está participando. Además, Israel no siempre se resiste al peligro —común en su oficio— de “la gran tesis”, esa tendencia de los historiadores a exagerar la importancia de los materiales en que se basan sus ideas y a restársela a otros textos y problemas. Por ejemplo, muestra más interés en la filosofía que en la filología; en consecuencia, rara vez hace mención a los precursores de la erudición bíblica en los siglos xv y xvi, así como tampoco considera lo radical de los métodos humanistas cuando se aplicaban a textos que merecían autoridad absoluta. En forma más general, considera de reciente creación la República de las Letras francesa, así como sus provincias alemana y escandinava, y no como una descendiente directa de la respublica litterarum, de habla latina, propia de los humanistas —y que Paul Dibon, Marc Fumaroli y Peter Miller ya analizaron con mucho detalle—. Cuando Israel insiste en que la obra de Spinoza dio forma a la de Vico, en realidad ignora la amplia gama de textos históricos y situaciones que —según han demostrado otros estudiosos, como Paolo Rossi, Gianfranco Cardini y Joseph Levine— interesaban profundamente al maestro napolitano de las ciencias humanas. El siglo xvii de Israel deja poco espacio para debates sobre la cronología histórica y bíblica o para la célebre Querelle des Anciens et des Modernes [Debate de los antiguos y los modernos], mientras que el siglo xvii de Vico, por el contrario, sí ofrece amplio espacio para ambos temas. En este caso debo admitir que este reseñista habla pro domo. Sin embargo, puedo anticipar que un buen número de lectores cuyo mayor interés sean los autores considerados tradicionalmente como parte de la Ilustración —Locke, en particular— sentirán que Israel presenta interpretaciones cuestionables, sin considerar en profundidad la evidencia en contra de sus argumentos. Este libro, polémico y rico, presenta una perspectiva y erudición que sólo podemos envidiar. Provocará que muchos dix-huitiemistes miren con más cuidado al norte y al occidente. Probablemente provocará discusiones y debates interminables, en especial sobre las virtudes de la Ilustración, un punto en el que concuerdo absolutamente con el autor. Pondrá, asimismo, las décadas alrededor de 1700 en un lugar más cercano al corazón de la historia intelectual angloamericana. No creo que el libro demuestre la tesis de Israel, ni por lo que toca a Spinoza ni por lo que toca a la unidad y el impacto de la Ilustración radical, pero, como bien decía A. J. P. Taylor, la perfección es estéril. El entusiasmo de Jonathan Israel, su erudición y su disposición para enfrentarse a nociones históricas ampliamente aceptadas convierten este libro en un gran logro, un logro que lo hace merecer —como sus protagonistas podrían haber dicho— la gratitud de todo el mundo intelectual. W Traducción de Dennis Peña. Anthony Grafton, académico de la Universidad de Princeton, es autor de Los orígenes trágicos de la erudición (Historia, 1998). Entre octubre y diciembre de 2011 La Gaceta publicó su luminoso ensayo “El libro se desmaterializa”. Esta reseña se publicó en The Times Literary Supplement; agradecemos la autorización del autor para reproducirla aquí.

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Ilustración: E M M A N U E L P E Ñ A

CAPITEL

Fuentes de inspiración

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os mudanzas, de índole radicalmente distinta, en otros tantos señores Fuentes sirven para agregar una hebra a la tupida red que une la vida con los libros. La sorpresiva muerte de Carlos a mediados del mes pasado y la ansiada reubicación de la Librería Madero, capitaneada por Enrique, hace algunas semanas producen un fuerte desbalance en el ánimo, que no permite que la tristeza o la felicidad sean plenas. El final de una vida fecunda y la planeada resurrección de esta Delicatessen de libros —es una tienda de ésas, pues ahí se comercia con finos alimentos (del espíritu) y se hacen recomendaciones expertas para lectores sibaritas— nos recuerdan la celeridad y el capricho con que se pasan las páginas del tiempo.

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an menudeado las expresiones dolientes por la partida del autor de La muerte de Artemio Cruz —esta publicación se prepara para contribuir muy pronto a ese coro no de plañideras monocordes sino de lectores con puntos de vista singulares—. Desde el Fondo puede hacerse un dilatado retrato del más cosmopolita de nuestros escritores contemporáneos, pues con este sello aparecieron algunas de sus obras más aplaudidas, pero es posible ofrecer algunas estampas de su carácter y su ética desde las entrañas de esta institución —el archivo donde descansa parte de la correspondencia entre el escritor y los sucesivos directores de la editorial—, con lo que tal vez se aprecien facetas menos conocidas de Carlos Fuentes.

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ras ser removido Arnaldo Orfila Reynal de la dirección del fce, y luego de la fundación de Siglo XXI Editores, en noviembre de 1965 Fuentes solicitó al Fondo —en una carta redactada en Milán, con copia a su editor italiano, Giangiacomo Feltrinelli, y al periodista mexicano José Pagés Llergo— que sus regalías fueran entregadas a aquél “como mi contribución personal al éxito de una empresa que reúne a los mejores intelectuales de mi país y, asimismo, como un acto de solidaridad con la extraordinaria obra realizada por el Dr. Orfila, a lo largo de diecisiete años, en el Fondo”. Con una prosa encorsetada, la editorial respondió a esa cachetada con guante blanco explicando que no pensaba atender la petición que ponía en evidencia un agudo conflicto político. Ese distanciamiento con el Fondo no entrañó una ruptura definitiva, acaso porque, como decía Fuentes en una carta a José Luis Martínez de junio de 1978, “los escritores somos (o debemos ser) como las putas: hay que trabajar siempre en el mismo burdel; si no, ¿dónde te buscan los clientes?”

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asi un año después de establecer tan certero símil, el propio Martínez informaba al escritor que, durante un reciente viaje a Chile, había encontrado en el suplemento dominical de El Mercurio un artículo de Fuentes (“Tocqueville para los ochenta”), distribuido por la Agencia efe pero que los socarrones editores

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pero que aún tiene cuantiosas cuentas pendientes. centzontle 1ª ed., 2012, 95 pp. 978 607 16 0946 5 (pasta dura) $75 978 607 16 0945 8 (rústico) $65

por La ruta de Aqueronte, esta novela muestra nuevamente el talento de Rojas Rebolledo para entretejer la historia y la ficción en cautivadores relatos, sin caer en los facilismos humorísticos que el tema de esta novela sugiere. letr as mexicanas 1ª ed., 2012, 247 pp. 978 607 16 0934 2 $180

LA SOMBRA DEL FUTURO Reflexiones sobre la transición mexicana ROGER BA RTR A

“Si queremos entender la sociedad en que vivimos no tenemos más remedio que sumergirnos una y otra vez en la sombra del futuro”, afirma Bartra en el texto que da nombre a este pequeño volumen, en el que se presenta una conferencia y seis artículos muy oportunos en esta hora en que los ciudadanos tendremos que ejercer el derecho a elegir gobernantes. Bartra reúne aquí sus recientes reflexiones sobre el deterioro de nuestro sistema político, de las cuales no salen bien parados ni los partidos ni la sociedad; tanto los unos como la otra parecen atrapados en la convivencia de lo “no contemporáneo”: ideas, instituciones y prácticas propias de otras épocas que hoy se manifiestan sin armonía e impiden el diálogo y los acuerdos mínimos. Irónico y penetrante, el autor de La jaula de la melancolía vuelve aquí al diagnóstico social e incluso esboza la medicina que se requiere para romper la inmovilidad política y así concluir la transición democrática que tantas ilusiones despertó

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BÁLANO EDUA R D O ROJA S R EBOL L ED O

EL ÚLTIMO EXPLORADOR Narrada por un cercano amigo del protagonista —lo que abre la puerta a su intimidad, ámbito esencial de la trama como se verá—, esta novela relata la trágica y no exenta de humor vida de Hugo von Nagel, heredero en quinta generación de una peculiar característica física que determinó su existencia: poseer un pene descomunal, de 13 pulgadas de circunferencia. Con dicha hombría desmesurada y habitante de la Europa decimonónica, Hugo enfrentará las más diversas aventuras y desventuras dentro de los salones y burdeles parisinos, en donde los celos, las relaciones consumadas y las fallidas, las amistades, las envidias y los escándalos trazarán una trepidante historia que posee como telón de fondo al convulso continente, su aristocracia y burguesía. Antecedida, en el fce,

A LBERTO CHIM A L

Pocos autores contemporáneos han recorrido con tal cuidado los senderos del cuento como Alberto Chimal. Con más de 15 títulos dedicados a este género, es reconocido hoy como uno de los escritores más destacados del país que con su obra ha llevado la literatura —fantástica, de ciencia ficción, sobre la depravación— hacia nuevos derroteros. En este volumen, con el cual se integra al catálogo del fce, presenta una serie de relatos que poseen como común denominador a Horacio Kustos, el delirante alter ego de Chimal y el explorador mentado en el título, quien, a diferencia de Colón o Vasco da Gama, sabe trasponer los límites del tiempo y del espacio. Así, de las maneras más excéntricas y en su incansable

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NOV EDA D ES

búsqueda de maravillas y hechos sobrenaturales, el protagonista da con lugares tan sorprendentes como la casa más segura que jamás se haya construido (y de la que deberá escapar), una papelería del Polo Sur, hoteles subacuáticos o la Atlántida; así como con personajes increíbles entre los que figuran inmortales alcohólicos o reencarnados nostálgicos. letr as mexicanas 1ª ed., 2012, 159 pp. 978 607 16 0947 2 $180

PARA LEER A GEORGES BATAILLE SEL ECCIÓN DE IGNACIO DÍ A Z DE L A SER NA Y PHILIPPE OL L É -L A PRU N E P R E S E N TA C I Ó N D E I G N A C I O DÍ A Z DE L A SER NA

EXTRAÑOS Amores homosexuales en el siglo XIX GR A H A M ROBB

Tras haber dedicado gran parte de su trabajo a estudiar las vidas de Victor Hugo, Baudelaire, Balzac y Rimbaud, Robb consagró quince años de investigación a un tema que, aun con las recientes conquistas alcanzadas en los campos jurídico y social, sigue siendo un tabú: la homosexualidad. Aquí presenta una rica aproximación a las prácticas, concepciones, censuras y cultura que existían alrededor de ella en el siglo xix, principalmente en Europa y Estados Unidos. Haciendo uso de textos literarios, fuentes primarias e investigaciones previas, elabora una historia social de la homosexualidad que posee el gran valor de no centrarse únicamente en los casos paradigmáticos sino en desmenuzar las formas, códigos y espacios que encontraban las relaciones entre gente del mismo sexo. Dividida en tres secciones, primero estudia el trato que los homosexuales enfrentaron desde la medicina y las leyes; después, sus vidas y amores (donde rescata los procesos de construcción de identidad y solidaridad) y, al final, elementos capitales de lo que el autor denomina “cultura gay”. Afín a este libro por su abordamiento histórico es Gay. La identidad homosexual de Platón a Marlene Dietrich, de Paolo Zanotti (Noema, 2011). historia 1ª ed., 2012, 397 pp. Traducción de Martí Soler 978 607 16 0925 0 $390

Al arranque de este volumen, en el esclarecedor texto introductorio de Díaz de la Serna, se recupera una cita con la que el propio Bataille intentó (in)definirse: “No soy un filósofo, sino un santo, quizás un loco.” Y es que si algo puede sostenerse del autor francés fallecido hace medio siglo es que hurgó en los terrenos más disímbolos del pensamiento y que escapó a todo tipo de etiqueta. Ya sea desde la etnología, la historia del arte, la economía, la filosofía o la sociología, el suyo fue un pensamiento trasgresor y libre que se plasmó en novelas, ensayos o poesía. Esta obra, coordinada por Díaz de la Serna y Ollé-Laprune (quien ya había preparado dos títulos dentro de esta serie: uno dedicado a Aimé Césaire y otro a Michel Leiris), conjunta en dos secciones, “Ensayo” y “Prosa varia”, una vasta selección de escritos con los que el lector podrá acercarse y conocer mejor la obra de este escritor difícil de asir; este tomo ayudará a ir más allá de sus bien conocidos Historia del ojo y El erotismo. tezontle Traducción de Glenn Gallardo 1ª ed., 2012, 678 pp. 978 607 16 0871 0 $450

ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS LEW IS CA R ROLL

Ilustraciones de Rébecca Dautremer ¿Una nueva versión de Alicia en el país de las maravillas? Podría sonar empalagoso e incluso innecesario, pero como sucede con los clásicos siempre pueden encontrarse nuevas lecturas y esto es lo que ofrece la presente edición. Y no se trata de la

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lectura textual (abierta a tantas interpretaciones como lectores existan en el mundo, de ésta o de cualquier otra versión) sino de la que realiza Rébecca Dautremer en las asombrosas ilustraciones que dan cuerpo al libro. Alejada de las representaciones con las que crecimos de Alicia y el delirante mundo al que accede por seguir a un conejo, Dautremer construye una nueva estética sobre la niña (más cercana a Alice Liddell, la fuente de inspiración de Carroll), así como sobre los paisajes y variopintos personajes que pueblan el relato, envolviéndolos en un discurso plástico en los que se conjugan elementos contemporáneos y guiños humorísticos con gran maestría. Todo ello hace de esta versión una obra sorprendente para los lectores de todas las edades, fiel al original pero con enorme valor en sí misma. clásicos del fondo Traducción de Luis Maristany 1ª ed., 2012, 139 pp. 978 607 16 0814 7 $350

POR EL COLOR DEL TRIGO TOÑO M A L PICA

Dedicada al señor Werth y a Saint-Exupéry, esta novela celebra y dialoga con El principito, esa cumbre de la literatura infantil que, a su vez, fue dedicada a León Werth, “el mejor amigo que [Antoine] tenía en el mundo” y que por aquellos años se encontraba con frío y hambre en un París ocupado por los nazis. Así, evocando partes de este clásico y entremezclando elementos de la vida de su autor, Malpica cuenta la historia de Tonio —tal vez un híbrido del Antonio mexicano y del Antoine francés—, un joven oficinista cuya pasión es la aeronáutica y que poco a poco descubre su amor por la escritura. En su caso, es el Bribonzuelo el que aparece una mañana en su escritorio y, aunque extraído de uno de sus relatos, establece una relación con él que lo acompañará a lo largo de su vida y sus vuelos, en los que descubrirá al amor y la amistad. Escrita con gracia y talento, esta novela está además ilustrada con sutileza por Iban Barrenetxea, quien es uno de los mejores ilustradores de la península Ibérica. los especiales de a la orilla del viento Ilustraciones de Iban Barrenetxea 1ª ed., 2012, 67 pp. 978 607 16 0924 3 $130

del diario anunciaban como “especial para El Mercurio”, lo que sugería afinidad entre autor y editor. Tras enterarse “con verdadero escándalo” de esa manipulación, Fuentes escribió a Carmen Balcells —la agenta literaria a la que en otra misiva identifica como ‘Mamma Boom’, por su decidida intervención en el surgimiento de esa explosión narrativa latinoamericana— una carta en la que rogaba a su representante ser “sumamente severa con la agencia efe”, pues había experimentado asombro, “por no decir horror, al verme publicado por ese diario fascistoide que colaboró activamente en la caída de Salvador Allende […] y que desde entonces no ha cejado en su labor de denigramiento rabioso contra mis amigos muertos y vivos […] siento que los insulto al colaborar, de la manera que sea, con los instrumentos publicitarios del fascismo chileno”.

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a atención de Fuentes al uso político de sus textos no era menor que la que llegó a poner a ciertas minucias editoriales. Constan en el archivo del Fondo algunos originales, casi todos sin muchas señales de cómo se gesta un libro, salvo el de Agua quemada, el cuarteto de relatos que iba a llamarse Ciudad perdida; también se conservan las fotocopias de la edición de Mondadori de Constancia y otras novelas para vírgenes que sirvieron para parar la tipografía de nuestra publicación y para enmendar españolismos que algún corrector peninsular impuso groseramente, pues es difícil pensar que el panameño más mexicano de la historia dijera pistacho, manequín u, horror de horrores, cacahuete. Pero nada más enfático que la nota escrita a mano con la que Fuentes se dirigió a los “Señores tipógrafos y correctores” que a finales de los años ochenta tuvieron a su cargo la edición de Cristóbal Nonato: “Ruego respetar escrupulosamente la puntuación, la ortografía y los juegos tipográficos de este original.”

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espeto semejante, pero en el otro extremo de la ruta del libro: el de la venta, ha venido practicando Enrique Fuentes desde hace más de dos décadas. En marzo reciente su Librería Madero abandonó el local que ocupaba en esa calle del centro histórico para volver a enraizarse en la Antigua Casa de la Acequia —donde en 1898 habría nacido el fundador del Fondo, Daniel Cosío Villegas—, que para propósitos postales quiere decir Isabel La Católica 97, a unos paso del Claustro de Sor Juana. Con la mudanza se agregó al nombre del establecimiento el adjetivo antigua, acaso más preciso para la mercancía que ahí se expende que para el flamante negocio o para la actitud siempre juvenil de este otro Fuentes que tanta inspiración despierta. La mera supervivencia fue la meta durante los primeros años en que el actual dueño estuvo al frente de un negocio fundado a comienzos de los años cincuenta, pues lo adquirió recargado de deudas. La inexperiencia como librero Fuentes la combatió con pasión por el libro sobre México, el libro con cierto pedigrí —por difícil de hallar, por su belleza tipográfica o de encuadernación, por su trayectoria entre bibliotecas—, el libro abandonado en algún puesto callejero pero que aún puede acoger a algún lector.

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onocedor de la estirpe de su oficio, Enrique Fuentes confía en el poder de la palabra impresa. Busca desde luego hacer negocios pero sobre todo aspira a que la lectura prospere entre su clientela. Algo hay de fetichista en todo librero de obras raras, pero también de eremita, pues es capaza de practicar ese desapego radical que es dar a otro un ejemplar que tanto trabajo costó conseguir. Que su pujanza perdure y que siga entregado a su credo, expresado por él mismo en un texto de próxima aparición: “vender es mantener un diálogo respetuoso de unas personas con otras”. W TOMÁS GRANADOS SALINAS

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Fotografía: FCE

Al comenzar abril terminó la vida de Miguel de la Madrid Hurtado. Si su principal logro personal fue ocupar la Presidencia de la República en los años ochenta, a quienes trabajaron con él en el Fondo les gusta pensar que su paso por esta institución fue igualmente importante. En reconocimiento a la década y pico en que ocupó la dirección del FCE, este texto destaca sus aportaciones y su pertenencia plena al mundo del libro

Miguel de la Madrid y el Fondo de Cultura Económica ADOLFO CASTAÑÓN

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unque Miguel de la Madrid (1934-2012) tomó posesión como director del Fondo de Cultura Económica el 15 de enero de 1990), algunos pensábamos, desde los escritorios de la editorial, que ese señor algo se traía con el libro y su cultura en vista del aluvión de coediciones que en los años de su gobierno como presidente iban llegando al Fondo: desde la serie México: Setenta y Cinco Años de Revolución, las coediciones con la Secretaría de Salud hasta la Antología de la Planeación con la Secretaría de Programación y Presupuesto, pasando por las coediciones con la Secretaría de Energía, Minas e Industria Paraestatal (llamadas a documentar las empresas mismas que se iban desincorporando para salir del atolladero económico en que estaba el país). Cierto: el Fondo siempre había tenido nexos más o menos próximos y peculiares con el Estado, y parte de su función era y es la de documentar y dejar constancia escrita de los desarrollos, evoluciones y circunvoluciones del Estado, como muestra por ejemplo la serie Estructura Económica y Social de México (1ª ed., 1951). No se puede negar sin embargo que, con el presidente Miguel de la Madrid —nacido curiosamente el mismo año (1934) en que fue fundada la editorial que dirigiría durante once—, la fórmula de publicar libros de referencia sobre las acciones del Estado alcanzó una plenitud hasta entonces no vista. El hacedor, al transformarse en productor de la memoria, no podía dejar de transformarla y, al hacerlo, operar en el paisaje cambios en la memoria de su hacer. II Suele separarse la gestión de Miguel de la Madrid Hurtado como presidente de la República (1982-1988) de su tarea editorial posterior al frente del Fondo de Cultura Económica (1990-2000). Para muchos, esta elección resultaba inexplicable, y se le llegó a etiquetar por algún comentarista como una inocua “terapia ocupacional”. Después de once años de trabajar con él estrechamente como gerente editorial del Fondo, pues don Miguel me confirmó en el puesto que desempeñaba desde la gestión de don Jaime García Terrés en 1985, tengo una impresión muy distinta. No era ni mucho menos un hombre ajeno a los libros. Se había formado en la Facultad de Derecho, junto a maestros como Mario de la Cueva, atendido las clases de Manuel Pedroso, Eduardo García Máynez y Antonio Martínez Báez. Desempeñó la cátedra de Teoría del Estado, al igual que su amigo y ex jefe, el también presidente José López Portillo. Formaba parte de lo que se ha dado en llamar infortunadamente la elite de la tecnocracia. Dio clases en la Facultad de Derecho y se desempeñó como investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas. Esta parte de su formación académica se tradujo en El pensamiento económico en la Constitución mexicana de 1857 —que fue su tesis de licenciatura—, La soberanía popular en el constitucionalismo mexicano y las ideas de Rousseau (1960) y Estu-

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dios de derecho constitucional (1980). Obtuvo en 1965 una maestría en administración pública en la Universidad de Harvard. Como presidente —es muy sabido— le tocó recibir un país en profunda crisis económica, proceder a la privatización de numerosas empresas públicas, establecer una planeación económica del país a largo plazo, fundar la Secretaría de la Contraloría General de la Federación, instaurar en el df la Asamblea de Representantes e inducir diversas reformas en el ámbito público, en particular en el económico. De la Madrid promovió también una pieza clave para la sociedad del futuro: la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, en cuya organización se incorporaron diversas innovaciones que la ponen en cierto modo a la vanguardia de instrumentos parecidos. Al igual que Plutarco Elías Calles, a Miguel de la Madrid le tocó poner las bases de una reorganización radical del país y preparar su ingreso al gatt, peldaño previo para suscribir otros acuerdos internacionales de gran envergadura, como el Tratado de Libre Comercio. Lo singular y notable es que don Miguel —como le llamé en el fce desde el primer día— tuvo la posibilidad de ir documentando editorialmente, con libros y memorias, muchas de sus acciones de gobierno, traduciendo libros, encargándolos, organizándolos o actualizándolos, ya fuese desde la presidencia de la República o desde la dirección del Fondo, que pudo ocupar durante casi dos sexenios, lapso que le permitiría practicar con premeditada serenidad esa vasta operación de organización informativa de su propia gestión presidencial y, en parte, de la de su heredero en el poder. De ahí que el periodo que en México va de 1983 a 1988 resulte hoy susceptible de una lectura historiográfica panorámica. A Miguel de la Madrid se le debe ese México documentado cabalmente. Desde su dirección, por ejemplo se enriquecieron y transformaron, modernizaron y revaloraron la colección de Economía y sus diversas series, empezando por la revista emblemática, El Trimestre Económico, dirigida entonces por Carlos Bazdresch y cuya existencia precedió a la de la mismísima editorial fundada por el ilustre Daniel Cosío Villegas. Se contrataron libros cuya trascendencia se puede medir por el número de autores dignos del Premio Nobel y de otros galardones, o por su valor clave y emblemático como el testimonio de don Antonio Ortiz Mena, secretario de Hacienda de 1958 a 1970: El desarrollo estabilizador: reflexiones sobre una época (1998). Alrededor de Bazdresch, quien era asistido por Lucía Segovia, se congregaron no pocos jóvenes estudiantes que se formaban en El Colegio de México y que estaban dispuestos a traducir, dictaminar, revisar, leer galeras, cotejar, en fin: a realizar casi todas las artes de la edición, que, desde luego, manejaba con envidiable destreza Lucía, inapreciable colaboradora, hija del no menos ilustre Rafael Segovia, quien también fue autor del fce, consejero y encaminador de manuscritos. Así se iba tejiendo la urdimbre del hospitalario laberinto de aquel catálogo llamado a ser como el vasto mural de una época y de un continente, el mexicano. Por todos esos motivos y razones que fueron obras, es muy probable, como ya se puede empezar a constatar, que ese periodo crezca en la estima así nacional como

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M I GU EL D E L A M A D R I D Y EL FC E

regional y aun internacional, ya que fue objeto de una cuidadosa envoltura conceptual e intelectual. En este ámbito, por ejemplo, su gobierno impulsó iniciativas como la de Contadora o la del Grupo de los Ocho (que luego se volverían Veinte), las cuales tendrían, desde luego, no pocas repercusiones editoriales. Durante sus años de gestión al frente del fce se dio impulso al conocimiento y difusión de las historias de cada uno de los países latinoamericanos y de cada uno de los estados de la república (la Breve historia de la Argentina de José Luis Romero entre las primeras, o la Historia de Nayarit de Jean Meyer entre las segundas), se renovó la colección Tierra Firme y se publicaron antologías de pensamiento político de la región, colecciones y proyectos como el Fideicomiso Historia de las Américas —dirigido por Alicia Hernández Chávez—, la colección Archivos de la Literatura Latinoamericana y del Caribe, en colaboración con la unesco, animada por Amos Segala, o la serie de Periolibros, hecha también con la unesco, Iberia y una red de diarios asociados gracias al entusiasmo de Federico Mayor Zaragoza, Germán Carnero y del propio don Miguel. Ese desarrollo no se hubiese dado sin el trabajo en sincronía de las filiales y sucursales que durante la administración de Miguel de la Madrid se desarrollaron por el mapa: en España, Arturo Azuela y la antigua amiga y condiscípula Margarita de la Villa (promotora entusiasta de la biblioteca Premio Cervantes, coeditada con la Universidad de Alcalá de Henares), a quienes tocó encabezar la operación europea del Fondo; en Perú, Blanca Varela; en Colombia, Silvia Charry Lara; en Venezuela, Pedro Tucat; en Chile, Julio Sau, por sólo mencionar algunos, pero será Alejandro Katz quien desde Buenos Aires desarrolle un programa editorial capaz de hacer juego con el de la casa sede. Un instrumento axial para comprender la acción editorial del fce es su Junta de Gobierno, el organismo rector y tutelar de la institución. Don Miguel siempre estuvo atento a los consejos y pareceres de esta rueda de personas e instituciones notables. Uno de sus rasgos es que sabía escuchar, por ejemplo, los consejos de un filósofo y escritor como Alejandro Rossi, de un historiador como Andrés Lira o de bibliófilos y ex directores como José Luis Martínez y Jaime García Terrés, en ese severo espacio donde se codeaban contralores, representantes de la banca y de diversas secretarías, colegios y universidades. Don Miguel era, lo repito, capaz de escuchar y por lo mismo de resumir el sentido de una reunión cotejándolo con el del paisaje o historia ambiente. Una fortuna. III Un momento clave al inicio de su administración sería la concesión en 1990 del Premio Nobel a Octavio Paz en Estocolmo. Octavio Paz (1914-1998) había pactado con Hans Meinke de Círculo de Lectores de Barcelona, desde meses antes de que se le concediera el premio, la edición de sus Obras completas editadas por él mismo y a partir —lo supe después— de esa suerte de ensayo general que fue México en la obra de Octavio Paz (1987), cuyos tres volúmenes me había tocado en suerte cuidar un par de años antes. La generosidad de Meinke y la buena inteligencia que se dio entre ambos hizo posible el milagro editorial de que se publicasen casi simultáneamente las obras del autor de El arco y la lira, Piedra de sol y El laberinto de la soledad en esmeradas ediciones al cargo de un equipo encabezado por el propio Paz, con la colaboración del poeta y editor colombiano Nicanor Vélez (1959-2011) y, por la parte mexicana, la escritora y editora Ana Clavel, Lorenzo Ávila, Pedro Torres Aguilar, Miriam Grunstein, el suscrito y, a partir de 1998, Marie-José Paz, su viuda, representante legal y consejera. Entre 1991 y 2004 se publicaron 13 volúmenes, en coedición de Círculo de Lectores y el Fondo, de la Obra completa de Octavio Paz. Esta serie no sólo fue una de las joyas de la corona editorial: vertebró y le dio congruencia al catálogo del Fondo de Cultura Económica a lo largo de esos años y quizá más allá. Además de las obras del propio Paz, se publicarían libros y obras de autores afines como Salvador Elizondo, Juan García Ponce, Tomás Segovia, Alejandro Rossi, Teodoro González de León, Julieta Campos, Álvaro Mutis, Ida Vitale, Blanca Varela, Fernando de Szyszlo, Enrico Mario Santí, Jaime García Terrés, Eduardo Lizalde, José Luis Rivas, Coral Bracho, Fabienne Bradu, Alberto Blanco, Juan Villoro y Enrique Krauze, entre muchos. Otro autor clave para ensayar, para entender desde adentro el periodo editorial de don Miguel al frente del fce es su amigo y compañero generacional Carlos Fuentes (1928-2012), quien publicó entonces con el Fondo obras como Valiente mundo nuevo (1990), Geografía de la novela (1993), La campaña (1990), Constancia y otras novelas para vírgenes (1990) y esa historia de la cultura hispanoamericana que es El espejo enterrado (1992), obra basada originalmente en una serie de programas para televisión en inglés y en cuya versión española colaboré con entusiasmo, como generosamente dejó constancia el autor. Fuentes conocía a don Miguel desde los tiempos universitarios y desde la época de El Espectador, si no es que antes. Había una corriente de simpatía mutua, junto con Jaime García Terrés y Enrique González Pedrero, quienes curiosamente fueron también directores del Fondo, y Víctor Flores Olea, a la sazón presidente fundador del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Todos ellos habían sido discípulos del legendario profesor trasterrado de Teoría del Estado don Manuel Pedroso, ese maestro insigne del exilio español a quien Fuentes recordaría en alguna de sus evocaciones. Otro amigo de ese grupo era Bernardo Sepúlveda Amor. Un recuerdo: cierta noche, recién inaugurada la nueva torre del Fondo en el Ajusco, advertí un movimiento misterioso, pues a veces me quedaba hasta tarde: eran los amigos de don Miguel que habían ido a visitar su despacho y a conocer aquellos espacios, aquellos pisos todavía medio deshabitados y encantados por su flamante novedad, guiados, me parece, por su arquitecto Teodoro González de León. Don Miguel estaba orgulloso del edificio. “El hábito no hace al monje, pero lo ayuda”, solía decirme con una sonrisa irónica. Yo guardaba silencio. Sabía que, de todos modos, él estaba consciente de que, para ejercer el monacato, hay que observar ciertas disciplinas. Y él, ¿quién lo duda?, era un hombre disciplinado. No sólo eso. Tenía tacto, olfato, estaba atento al equilibrio y a las proporciones y, por ende, a la armonía. Ese sentido del equilibrio, esa prudencia son quizás uno de sus rasgos característicos como editor atento a la custodia de las diversas fuerzas y líneas que se entretejen en un catálogo, espejo vivo del país que le tocó reorganizar y volver legible. Una construcción amplia tiene muchas bóvedas y arcos, ábsides. Otra columna miliar de la construcción editorial fue la colección originalmente llamada La Ciencia desde México, creada por Jorge Flores Valdés y Alejandra Jáidar para celebrar el 70 aniversario del Fondo en la administración de Jaime García Terrés. Con De la

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Madrid la colección cobró nuevos bríos, cambió de nombre, pero no de calidad ni de anatomía; siguió siendo responsabilidad de una editora clave en aquellos años, la licenciada María del Carmen Farías, quien desde el principio supo convocar autores, promover y estimular a un participativo e industrioso consejo editorial (conformado entre otros por el mismo Flores Valdés, Leopoldo García Colín, Julieta Fierro, José Sarukhán, Adolfo Martínez Palomo). Además de los libros mismos, Farías y su equipo concebirían un concurso para premiar los mejores ensayos sobre los libros publicados en la colección. Operación y concurso tuvieron éxito y lograron hacer el milagro de que numerosos estudiantes de diversos niveles se dieran a la lectura. Una editorial trabaja a largo plazo y sus proyectos se deben hacer con no poca anticipación. Durante la breve pero fecunda gestión de Enrique González Pedrero, se realizó con gran fortuna la contratación de la Colección de Códices Mexicanos, en coedición con la firma austriaca Akademische Druck und Verlagsanstalt. Se decidió que los códices llevaran, además del texto que traía la edición alemana, unos cuadernos explicativos preliminares que escribirían especialistas como Ferdinand Anders, Maarten Jansen y Luis Reyes García. Se publicaron en esa colección muchos códices con felices resultados de ventas, público y estima intelectual. Esta nueva aportación se injertaba —el arte del editor es arte de injertos— sobre proyectos previos de la editorial a los que se sumarían nuevos códices y colecciones ad hoc como la Colección Puebla, creando así un incomparable tesoro cuyas resonancias e irradiaciones todavía se cosechan. El apoyo a la educación básica y media se venía abriendo paso como una preocupación editorial ya desde los años de José Luis Martínez, García Terrés y González Pedrero. Con la administración de De la Madrid el proyecto, que ya estaba en marcha, de crear una serie de libros de texto para secundaria, maduró, se propagó y cobró nuevos alientos, estantes y colecciones. Con la maestra Carolina Cordero a la cabeza, se produjeron los libros de texto de secundaria correspondiente a diversas disciplinas y niveles, con el concurso de especialistas como Silvia Alatorre y Pablo Escalante, entre muchos otros. A don Miguel le preocupaba promover la lectura entre quienes por limitaciones físicas no podían hacerlo. La colección Entre Voces, que recoge la voz de escritores del presente y del pasado, surgió con ese propósito bajo la dirección de Luz María Frenk. El primer volumen publicado fue el de Jaime Sabines; siguieron y siguen muchos otros. También desde luego lo desvelaba la idea de promover la lectura con libros de muy bajo costo en pequeño formato, como los que publicaron entonces Penguin, Alianza y Feltrinelli. Entre nosotros la corrección se llamó Fondo 2000. Cultura para Todos; la coordinó Jorge F. Hernández, el ahora famoso novelista y escritor. Ahí se publicaron obras de Paz, Fuentes y Reyes, y hasta el mismo Quijote, entre muchas más. Esta vasta y compleja operación de cartografía regional y de análisis crítico del pasado inmediato o del futuro inminente (se publicaron, por ejemplo, un libro sobre los países con régimen de partido único: Democracias diferentes, de T. J. Pempel, no recuerdo bien si recomendado por Federico Reyes Heroles, y otro sobre el problema de las drogas: El combate de las drogas en América, de Peter H. Smith) no se podía haber dado sin una profunda transformación administrativa que, sintomáticamente, se dio casi en paralelo al cambio de edificio desde la antigua sede en Parroquia y Universidad hasta la actual en el Pedregal rumbo al Ajusco. Esa transformación —casi se diría transmutación— nos permitió asomarnos a quienes participamos de y en ella al presente porvenir del país, al nuevo futuro que ya estaba tocando a las puertas. ¡Hasta en eso fuimos afortunados! Así el Fondo transitó en breve tiempo de una administración doméstica a una compleja, fundada en la nueva arquitectura informática; todo esto se dio a través de la instauración de un sistema de obras en proceso, de una red de sistemas cruzados, de costos automatizados y de sistemas de producción editorial virtuales y digitalizados. Sobra decir que prosperó un conjunto de siglas y acrónimos que daban a la nueva administración un aire en cierto modo hermético: sco, ciso, sig, casern, etcétera. Ese conjunto convergente de complejos procesos no se podía haber dado sin la presencia y la mirada de un urbanista apasionado de la ciudad de los libros, de las ciudades invisibles de la información. Tampoco se podía haber dado sin la guía de un catálogo y el respaldo de una biblioteca. Y si para la documentación de su gestión presidencial fue clave la participación de la historiadora Alejandra Lajous, a quien le encargó la obra medular Las razones y las obras, armada por un equipo de historiadores profesionales entre los que recuerdo a Rosa Pretelín, para la decantación y orientación de las actividades futuras serían esenciales la reformulación cabal, íntegra y acuciosa del catálogo del fce y el apoyo de la biblioteca Gonzalo Robles. Este santuario creció como era previsible y contó con la atención afanosa de Julia de la Fuente y de Rosario Martínez Dalmau. Con De la Fuente se trabajó en el primer catálogo digital del Fondo y, más adelante, lo que se llamaría Catálogo Patrimonial. Para llegar a éste era necesario ponderar la actualidad de las obras publicadas durante 70 años y, por ello, se encargaron estudios e investigaciones a especialistas que serían revisados por los comités editoriales. Una de las contribuciones esenciales de su administración fue precisamente la creación e institucionalización de estos comités que, en ciertos momentos, llegaron a tener un gran ascendiente sobre la contratación y producción. Una presencia indispensable para estas actividades fue la de Lucía Guzmán, nieta de don Martín. Otra de las novedades mayores de la administración de don Miguel como director del Fondo y que llegaría a convertirse en un pilar fue la creación de la colección de libros para niños A la Orilla del Viento, que tuvimos la fortuna de arrancar con un ser excepcional: el editor de libros para niños Daniel Goldin, quien supo dar a la colección un impulso y un carisma incontestables. Daniel me había sido presentado por Alejandro Katz, quien antes de volar a Argentina a trabajar en la sucursal formó parte de la redacción de La Gaceta, en la cual colaboramos Christopher Domínguez Michael, José Luis Rivas, Francisco Hinojosa, David Medina Portillo y Tedi López Mills. En 1987 nos había tocado a don Jaime García Terrés y a mí recibir en Palacio Nacional el Premio Nacional de Periodismo y de Información de manos del entonces presidente De la Madrid. Una de las cosas que nunca le pregunté a don Miguel fue si cuando nos dio ese premio ya sabía que algunos años más tarde él sería, como director del Fondo, uno de los herederos de esa preciada presea. W Adolfo Castañón fue gerente editorial del Fondo entre 1985 y 2002 (entre 1990 y 2000, bajo la dirección de De la Madrid)

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