Proyecto Baños Universales

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Proyecto para la implementación de “baños universales”

Introducción:

Desde la organización estudiantil Lupas creemos que es momento de abordar un debate serio en torno a uno de los espacios públicos más frecuentado por todes[1]: los baños. Actualmente, en nuestra facultad, como en la mayoría de las instituciones del ámbito público, contamos con baños que se encuentran divididos de manera tajante entre aquellos que son para varones y aquellos que son para mujeres, que nos llevan día a día a definir cuál de estos dos es nuestro género y a diferenciarnos binariamente en torno a esto. Es momento de abordar esta discusión, de preguntarnos de dónde surge la necesidad de dividir baños por género, de cómo es posible que se siga hablando de dos únicos géneros cuando ya es sabido que gran parte de la población no se siente identificada con ninguno de éstos, y de cuál es la función social que han cumplido y cumplen actualmente los baños públicos.

El proceso por la conquista de los derechos de las mujeres y las minorías sexo-genéricas que comenzó a tomar verdadera relevancia hacia fines de los ’60 y principios de los ’70, y que ha tenido avances y retrocesos (en nuestro país podemos encontrar dos grandes momentos de retrocesos en estas luchas: el período de la última dictadura militar y la década de los ’90), se reconstruye en el presente siglo con el surgimiento de nuevas organizaciones que irrumpen con nuevos debates y estrategias basadas en la denuncia y visibilización de sus demandas para poder avanzar en estas conquistas, incorporándolas a la agenda pública. Si nos remontamos al Siglo XX, veremos que fue un siglo en el que la educación primaria y secundaria, ha sido una de las principales herramientas para reproducir la profunda división binaria (varones y “señoritas”) siendo esta la clara expresión de cómo debía comportarse la sociedad. El Siglo XXI es, como hemos dicho, una etapa que ha marcado en varios ámbitos el inicio de una cultura de la comprensión e integración, resultado de las sucesivas conquistas que se han dado a partir de la lucha. Una muestra de esto, ha sido la sanción de la Ley de Educación Sexual integral (2006), que abre en el seno de la educación un debate en torno a la sexualidad con la posibilidad de abordarlo desde una perspectiva social, aunque cabe señalar que ésta muy rara vez ha sido aplicada.


Otro fruto de estos años de lucha y organización ha sido la Ley de Matrimonio igualitario (2010) que ha contribuido, no solo a permitir el casamiento de personas del “mismo sexo”, sino a visibilizar la existencia de estas identidades y a dejar en evidencia que tenemos todes los mismos derechos. Así también, en 2012 se sancionó la actual Ley de identidad de género, que permite a las personas reconocer su identidad libremente sin partir de ninguna premisa biológica. Aun así, el camino que queda por recorrer sigue siendo muy grande y creemos que es necesario continuar esta lucha en todos los ámbitos, para que la igualdad entendida desde la diversidad sea un pilar de cada espacio de nuestras vidas. Es en este sentido que impulsamos este proyecto para la transformación de los baños actuales, divididos entre "varones y mujeres", en Baños "Universales"; es decir, para todas las corporalidades, identidades y sexualidades. Consideramos a los baños como un espacio de gran importancia, puesto que es un ámbito tan frecuentado y tan naturalizado que lleva a fortalecer y reproducir los roles de feminidad y masculinidad heteronormativos, valores fundamentales para el sostenimiento del patriarcado, estructura social que consagra la superioridad masculina en todos los ámbitos sociales y que hoy representa un pilar de la violencia cotidiana. Por otro lado, es necesario problematizar la estructura actual de los baños, puesto que al ser percibidos como lugares plenamente privados e íntimos, se hace difícil abordar a nivel masivo un cuestionamiento de las asimetrías de género que los contemple como espacio de exclusión. De aquí se desprenden dos cuestiones: en primer lugar, estamos hablando de espacios ubicados en el ámbito público, donde el límite entre lo privado y lo público se hace muy difuso; en segundo lugar, seguimos las palabras de Kate Millet, quien afirma que: “lo personal es político”, de modo que no debería ser un tema menor problematizar lo que nos sucede en el plano de la “intimidad”.

Entendemos este cambio como un paso necesario para lograr una facultad más igualitaria e inclusiva, en la que todas las identidades tengan garantizado el derecho al acceso, permanencia y egreso, instancias que deben ser fomentadas por políticas que, como la que pretende llevar a cabo este proyecto, las hagan ser y sentir(se) parte de cada espacio de nuestra facultad. A su vez, debatir el papel de los baños públicos en el seno de la sociedad actual debería funcionar como un elemento de discusión más que contribuya a la profundización de otras disputas que debemos realizar en lo que concierne al género y la sexualidad, como la legalización del aborto, el fortalecimiento de una educación sexual realmente efectiva, la erradicación de cualquier tipo de discriminación en la salud pública, etc. A continuación desarrollaremos estos ejes y algunos otros que nos parecen centrales para abrir esta discusión al conjunto de la comunidad académica y que nos llevan a reafirmar nuestro compromiso con el fin de que los baños de la Facultad de Humanidades sean universales y para todes.


Fundamentación:

Lineamientos teóricos:

Para dar comienzo a cualquier debate vinculado al género, creemos fundamental explicar qué es lo que nos interesa rescatar de esta categoría. El término género no ha tenido una significación unívoca en la historia del feminismo. Ha sido tema de inagotables debates teóricos y ha sido revisado constantemente por los diversos feminismos. Incluso para algunes autores el concepto de “género” no tiene una fuerte relevancia teórica. En pocas y sencillas palabras, pensamos el género como un código de conductas, como una construcción histórica, social y cultural que asigna a los individuos una serie de características que las diferencian de otros y que obliga a los sujetos a reconfigurar sus subjetividades. La utilización de esta categoría (que contempla las disputas teóricas que se han dado al interior del feminismo) y su constante resignificación es la que nos ha permitido avanzar en la conquista de derechos. Compartimos las palabras de Eduardo Mattio, quien sostiene que [...] tal vez no baste con aprender a utilizar el término ‘género’ en los modos convencionales, o con dotarlo de nuevos y más beneficiosos significados. Nadie puede pensar que la emancipación dependa de usar las palabras apropiadas. Pese a eso, tal vez así se inicie la segura edificación de un escenario social más genuino, inclusivo y democrático. (Mattio, 2012: p. 100) Por este motivo, nos interesa avanzar en la discusión de la mano de esta categoría, más allá de que posea matices cuestionables desde un punto de vista teórico. Ahora bien, si queremos clarificar qué entendemos por “identidad de género”, resulta pertinente partir de la definición que se da en el Artículo N°2 de la Ley de Identidad de Género: Se entiende por identidad de género a la vivencia interna e individual del género tal como cada persona la siente, la cual puede corresponder o no con el sexo asignado al momento del nacimiento, incluyendo la vivencia personal del cuerpo. Esto puede involucrar la modificación de la apariencia o la función corporal a través de medios farmacológicos, quirúrgicos o de otra índole, siempre que ello sea libremente escogido. También incluye otras expresiones de género, como la vestimenta, el modo de hablar y los modales.


Más allá de la indudable importancia que han tenido en nuestro país leyes como la de Matrimonio Igualitario y la Ley de Identidad de Género, la disputa por la plena emancipación de los sectores que no se sienten reconocidos dentro el binomio ‘varón-mujer’ debe darse en todos los ámbitos. En este sentido, resulta indispensable reconocer que una de las claves para hacer efectiva una verdadera transformación es el terreno del lenguaje. Para esclarecer esta idea, es interesante retomar a la norteamericana Judith Butler, autora de valiosísimos aportes para los feminismos y las teorías de género. Tuvo que pasar mucho tiempo para que el “sistema de sexo/género”[2], una lectura establecida dentro del feminismo, lograra ser cuestionado y dejara en evidencia sus limitaciones. Butler revisa este paradigma y concluye en que, tanto la sexualidad como el género, son construidos discursivamente; de este modo, deja en claro el valor performativo[3] del género. Es decir, que en toda sociedad patriarcal operan mecanismos de poder que hacen que cada acto enunciativo, gestual y corporal, sea la repetición o reafirmación de un discurso hegemónico que nos impone una heterosexualidad obligatoria. Beatriz Preciado sigue esta línea y concluye en que “la heterosexualidad se presenta como un muro construido por la naturaleza, pero es sólo un lenguaje: un amasijo de signos, sistemas de comunicación, técnicas coercitivas, ortopedias sociales y estilos corporales” (Preciado, 2009: p. 140). Es de capital importancia, sobretodo en el marco de este proyecto, remarcar una y otra vez esta faceta heteronormativa que posee el lenguaje, tanto en su materia verbal como en lo visual y simbólico. Cuestionar los mecanismos heteronormativos y la idea de heterosexualidad obligatoria es necesario por dos razones fundamentales. Por un lado, porque esa perspectiva fortalece indiscutiblemente la lógica patriarcal, sistema que necesita perpetuarse en el binarismo “varón-mujer”, donde hay una notoria asimetría en lo que concierne a privilegios sociales e institucionales. Además, naturalizar las relaciones binarias refuerza la visión reproductivista de las mujeres, cuestión que a su vez, impone el cumplimiento de un rol maternal y doméstico. Por otro lado, porque deja en el terreno de la abyección cualquier identidad que se autoperciba por fuera del binomio tradicional. Partiendo de esta base, no deberían quedar dudas de que los baños públicos, tal como los conocemos hoy, con su separación tajante entre varones y mujeres, constituyen una arquitectura de la exclusión. Tampoco deberían quedar dudas que el lenguaje también juega un rol fundamental en este ámbito. Pensemos, por ejemplo, en el cartel que nos indica imperativamente dónde entrar: nos divide entre “Damas y caballeros”, exigencia que, desde el vamos, pone de manifiesto la búsqueda de una constante reafirmación acerca de cómo debemos comportarnos de acuerdo a nuestro sexo biológico: las mujeres como “damas”, los varones como “caballeros”; ya esto, por lo menos es arcaico. Ahora pensemos en la existencia de mingitorios en los baños masculinos, no puede ser casual. Los varones no orinan parados simplemente porque “pueden hacerlo”, ¿Cómo se explica, sino, el hecho básico de que no


exista una sola casa o espacio del ámbito privado que tenga instalado un mingitorio? Este tipo de urinarios operan como una tecnología de género que brinda un lugar para que el pene, máximo símbolo de la masculinidad heterosexual, pueda ser visto en público, a diferencia del baño de mujeres, donde toda suscitación de sexualidad debe permanecer en el espacio privado. Beatriz Preciado, afirma con toda lucidez que Mientras el baño de señoras es la reproducción de un espacio doméstico en medio del espacio público, los baños de caballeros son un pliegue del espacio público en el que se intensifican las leyes de visibilidad y posición erecta que tradicionalmente definían el espacio público como espacio de masculinidad. (Preciado, 2009: p. 17) En resumen, nos interesa destacar la relevancia impositiva que tiene la arquitectura de los baños, así como otros espacios del ámbito público que, como ya mencionamos, nos empujan a configurar nuestras subjetividades a partir de lo que la sociedad espera de nosotres. El patriarcado es uno de los máximos pilares del capitalismo y, en ese sentido, creemos que debemos dar una disputa a fondo en cada ámbito que se presente esta lógica binaria, patriarcal y reproductivista.

Antecedentes políticos en Argentina

En nuestro país, luego de más de treinta años de organización y lucha por parte de diferentes movimientos, como la Federación Argentina de Lesbianas, Gays, Bisexuales y Trans (FALGBT), se ha dado lugar a interesantes debates en relación al género y la sexualidad. Un ejemplo claro que fue resultado de estas luchas es la Ley de Matrimonio Igualitario, que fue sancionada el 15 de julio del 2010, pasados tres años desde la primera vez que se presentaron recursos de amparo en contra del Código Penal que impedía el matrimonio entre personas del “mismo sexo”. Así Argentina se convirtió en el primer país latinoamericano en reconocer este derecho. La aprobación de esta Ley causó el despertar del sector más reaccionario del país, con una clara oposición de la Iglesia Católica, aunque esta no fue la única reacción, ya que también surgieron "propuestas alternativas". Había sectores de la sociedad que apoyaban la unión, pero reclamaban que ésta reciba un nombre distinto, puesto que no podía denominársela de la misma manera con la que se llamaba a la unión de parejas heterosexuales. Finalmente, se logró que esta unión reciba el mismo nombre para todes, dejando de lado los géneros de las personas que la contraigan. Esto nos permitió poder apreciar cómo con el pasar de los años, un gran “mito”, una situación por demás establecida, fue perdiendo su validez hasta caer casi definitivamente. El número de parejas homosexuales que ejercieron su derecho fue incrementándose con los años, y como consecuencia de esto, su visibilización también lo hizo.


Esto puso en evidencia cómo aquellas personas que alegaban preocupación ante el matrimonio igualitario, basándose en la posibilidad de que generaran conflicto para los hijos y la discriminación que éstos podían llegar a sufrir en un futuro, debieron enfrentarse a una sociedad que se transformaba, que se adaptaba a estos cambios, que iba haciéndolos propios y comenzaba a desnaturalizar ciertas conductas que adoptaba como tradiciones. Dos años después de la sanción de la Ley de Matrimonio Igualitario, más precisamente el 9 de mayo de 2012, se sancionó la Ley de Identidad de género. A pesar de algunas críticas que podemos hacer, (como aspectos que no contempla, por ejemplo los vinculados a la salud en los post-operatorios) ha sido un gran avance en materia de derechos y además sirve como puntapié para continuar una serie de debates con mayor seriedad. Con la Ley de Identidad de Género, comienzan a contemplarse todas las identidades que se encontraban excluidas tras la utilización del binomio varón/mujer y se reconoce la capacidad de las personas de autopercibir su género, sin que este tenga que estar vinculado con su genitalidad, y le da el derecho a los individuos a cambiar el género que les fue asignado en el momento de su nacimiento y también la modificación de su nombre. Además, es la única ley de identidad de género no patologizante, lo cual no es un dato menor. Esta Ley resulta indispensable para el planteo del proyecto que proponemos actualmente. Consideramos que nuestra propuesta tiene eco en la definición de identidad de género que legisla la vigente ley y que es tarea de las organizaciones políticas, instituciones educativas, públicas y de todos los ámbitos, trabajar en pos de su plena implementación y cumplimiento. En nuestro país, la misma institución universitaria ha mostrado ciertos avances, en especial en lo administrativo (que se ha adecuado bastante a la ley de identidad de género), pero muchos de estos cambios no se han profundizado, ni se ha llevado un debate enriquecedor al conjunto de la comunidad académica, sobre todo en lo concerniente a planes de estudios, programas de las carreras, etc. Un ejemplo muy significativo ha sido la ordenanza que dictaminó el Consejo Superior de la Universidad Nacional de Córdoba, que contempla una serie de reformas administrativas, informáticas e institucionales para garantizar la integración de las personas trans en la Universidad. En el año 2012, en nuestra ciudad, el Consejo Superior de la UNLP aprobó un proyecto presentado por la FALGBT que ordenó declarar a la Universidad de La Plata como una institución libre de discriminación y que debe reconocer la identidad de género autopercibida en el ámbito académico. En el marco de este debate, nuestra Facultad también adhirió con su apoyo a esta legislación, así como a otras políticas como la legalización del aborto. Creemos que sería razonable que nuestra facultad contemple la necesidad de baños universales para erradicar cualquier forma de segregación. Con respecto a los baños, en concreto, sólo encontramos un antecedente en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social, donde se ha eliminado la división de los baños; aunque no ha sido en este caso el resultado de un debate que fomente la desnaturalización de las relaciones binarias y que llame


a una reflexión de la totalidad de las prácticas cotidianas en las personas afectadas por esta modificación. De todas formas, encontramos en este antecedente una prueba cabal de que los mitos construidos en torno a la vulnerabilidad y exposición de las mujeres en baños compartidos son falsos, debido a que no se registran denuncias formales.

Nuestro proyecto en la facultad

Tomando como referencia estos antecedentes en nuestra propia Universidad, creemos que es hora de ahondar en políticas concretas y verdaderamente inclusivas en nuestra Facultad, y que la implementación de baños universales debe ser un ejemplo a seguir por otras facultades y otras instituciones. No pensamos esto como algo simplemente simbólico, porque es un hecho concreto que en la cotidianeidad la arquitectura de los baños así constituida excluye al conjunto de las identidades disidentes. Además, pensamos nuestro proyecto con una visión de futuro, puesto que una política de esta magnitud debería funcionar como vehículo para promover estrategias que permitan el acceso de una mayor cantidad de personas a la universidad pública. El hecho de que existan ciertos sectores que se resisten a este tipo de cambios es el resultado de una débil formación histórica en políticas y discusiones de género, no por eso negamos que esta perspectiva haya comenzado a transformarse, pero aún queda mucho camino por recorrer. Nuestro proyecto forma parte de una historia de lucha, de compromiso por avanzar en debates y legislaciones que garanticen el cumplimiento de derechos que actualmente se encuentran violados y que permitan seguir generando cambios en pos de una sociedad más igualitaria. Estamos convencides de que la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación debe ser precursora en implementar cambios semejantes y en abrir e instalar debates de este tenor, ya que dentro de ella se estudian las Ciencias Sociales, se impulsa la formación y el pensamiento crítico de quienes la transitan, se aprende a historizar, a desnaturalizar y a poner en tela de juicio el sentido común, entre otras cosas. Es decir que nuestra facultad debe otorgar las herramientas teóricas necesarias para llevar adelante discusiones en torno a cuestiones tales como la sexualidad, la heteronormatividad, la invisibilización de identidades disidentes y la cuestión del género en general. A su vez, que esta institución sea la encargada de formar a les futures docentes y capacite a les estudiantes para que se desempeñen como educadores conlleva un compromiso especial, dado que somos nosotres les responsables de mantener estos debates latentes para poder de una vez y para siempre desterrar todo tipo de discriminación y estigmatización de nuestra sociedad.


VISTO que la legislación nacional y provincial, así como la de nuestra Universidad ha avanzado en políticas de inclusión y reconocimiento para quienes no se identifican dentro del binomio varón/mujer. Que además, el conjunto de la sociedad comienza a reconocerse, aceptarse y visibilizarse en sus diversidades y elecciones individuales; y

CONSIDERANDO Que los baños separados por género son el último espacio físico de nuestra facultad con algún tipo de división basada en el género de las personas. Que es momento de que todes tengamos los mismos derechos, que garanticen un mejor ingreso, permanencia y egreso por nuestra facultad. Que al ser nuestros edificios de reciente uso, es posible la adecuación estructural requerida.

PROPONEMOS: 1- La eliminación de distinciones genitales o de género a la hora de hacer uso de los baños de la facultad, y con ella la eliminación de rótulos que identifiquen baños con géneros y su reemplazo por nuevas señalizaciones que den cuenta de la diversidad de actores que los usamos a diario. Proponemos además, que estas modificaciones se hagan de inmediato una vez el proyecto esté aprobado. 2- Que durante el receso de verano se realicen las modificaciones edilicias necesarias para la obtención de baños acondicionados de igual manera, preparados para el uso de todas las personas, entendiendo la eliminación de los mingitorios del "baño de hombres" y su reemplazo por cubículos individuales como un punto central para esto. 3- Que sigan realizándose revisiones constantes del estado de los baños y con ellas las medidas necesarias para su buen funcionamiento. Destacamos la importancia de que las puertas funcionen correctamente, así como también la de contar siempre con elementos de higiene y una limpieza constante de los mismos. 4- Que al cabo de un año de la aprobación de esta resolución, se cree una comisión que evalúe el funcionamiento de los nuevos baños y su impacto en la FaHCE, con la atribución de proponer nuevos cambios si así lo creyera pertinente.


Bibliografía:

BUTLER, Judith. Cuerpos que importan: sobre los límites materiales y discursivos del ‘sexo’. Buenos Aires: Paidós, 2010 [1993].

BUTLER, Judith. Deshacer el género. Barcelona: Paidós, 2006 [2004].

BUTLER, Judith. El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad. Barcelona: Paidós, 2007 [1990].

COHENDOZ, Mónica. “Género (Gender)” en AMÍCOLA, José y DE DIEGO, José Luis. La teoría literaria hoy. Conceptos, enfoques, debates. La Plata: Al Margen, 2008.

MATTIO, Eduardo. “¿De qué hablamos cuando hablamos de género? Una introducción conceptual” En Morán Faúndes, José y otros (comp.). Sexualidades, desigualdades y derechos. Reflexiones en torno a los derechos sexuales y reproductivos. Córdoba: Ciencia, Derecho y Sociedad Editorial, 2012.

PRECIADO, Beatriz. “Terror anal: apuntes sobre los primeros días de la revolución sexual” en Hocquenghem, Guy/Preciado, Beatriz. El deseo homosexual/Terror anal. Barcelona: Melusina, 2009.

PRECIADO, Beatriz. “Basura y género. MEAR/CAGAR. MASCULINO/FEMENINO”, en: Revista Parole de Queer 2, 2009.


[1] Utilizamos la letra "e" en toda palabra que haga referencia a personas en general (sin distinción de género) pero que por regla debería ser escrita en masculino. De este modo, buscamos remarcar la dimensión sexista del lenguaje y las serias limitaciones que tiene.

[2] El concepto “sistema de sexo-género” fue el resultado, entre otras cosas, de las interpretaciones que las feministas hicieron a partir de obras fundantes de las teorías feministas, como El segundo sexo, de Simone de Beauvoir. Esta idea contemplaba que todo cuerpo nace sexuado, que el sexo es un atributo biológico y que el género no es más que la construcción cultural.

[3] El concepto de “performatividad” proviene de los estudios lingüísticos y hace referencia a aquellos actos de habla que presuponen un mandato desde el discurso mismo. En los estudios de género, un acto performativo, es el hecho discursivo que mediante la repetición, produce aquello que enuncia. Es decir, si las “unidades del discurso” enuncian sujetos heterosexuales, la sociedad va a producir sujetos heterosexuales.


ANEXO


BASURA Y GÉNERO MEAR/CAGAR. MASCULINO/FEMENINO Beatriz Preciado Más acá de las fronteras nacionales, miles de fronteras de género, difusas y tentaculares, segmentan cada metro cuadrado del espacio que nos rodea. Allí donde la arquitectura parece simplemente ponerse al servicio de las necesidades naturales más básicas (dormir, comer, cagar, mear…) sus puertas y ventanas, sus muros y aberturas, regulando el acceso y la mirada, operan silenciosamente como la más discreta y efectiva de las “tecnologías de género." Así, por ejemplo, los retretes públicos, instituciones burguesas generalizadas en las ciudades europeas a partir del siglo XIX, pensados primero como espacios de gestión de la basura corporal en los espacios urbanos, van a convertirse progresivamente en cabinas de vigilancia del género. No es casual que la nueva disciplina fecal impuesta por la naciente burguesía a finales del siglo XIX sea contemporánea del establecimiento de nuevos códigos conyugales y domésticos que exigen la redefinición espacial de los géneros y que serán cómplices de la normalización de la heterosexualidad y la patologización de la homosexualidad. En el siglo XX, los retretes se vuelven auténticas células públicas de inspección en las que se evalúa la adecuación de cada cuerpo con los códigos vigentes de la masculinidad y la feminidad. En la puerta de cada retrete, como único signo, una interpelación de género: masculino o femenino, damas o caballeros, sombrero o pamela, bigote o florecilla, como si hubiera que entrar al baño a rehacerse el género más que a deshacerse de la orina y de la mierda. No se nos pregunta si vamos a cagar o a mear, si tenemos o no diarrea, nadie se interesa ni por el color ni por la talla de la mierda. Lo único que importa es el GÉNERO. Tomemos, por ejemplo, los baños del aeropuerto George Pompidou de Paris, sumidero de desechos orgánicos internacionales en medio de un circuito de flujos de globalización del capital. Entremos en los baños de señoras. Una ley no escrita autoriza a las visitantes casuales del retrete a inspeccionar el género de cada nuevo cuerpo que decide cruzar el umbral. Una pequeña multitud de mujeres femeninas, que a menudo comparten uno o varios espejos y lavamanos, actúan como inspectoras anónimas del género femenino controlando el acceso de los nuevos visitantes a varios compartimentos privados en cada uno de los cuales se esconde, entre decoro e inmundicia, un


inodoro. Aquí, el control público de la feminidad heterosexual se ejerce primero mediante la mirada, y sólo en caso de duda mediante la palabra. Cualquier ambigüedad de género (pelo excesivamente corto, falta de maquillaje, una pelusilla que sombrea en forma de bigote, paso demasiado afirmativo…) exigirá un interrogatorio del usuario potencial que se verá obligado a justificar la coherencia de su elección de retrete: “Eh, usted: se ha equivocado de baño, los de caballeros están a la derecha.” Un cúmulo de signos del género del otro baño exigirá irremediablemente el abandono del espacio mono-género so pena de sanción verbal o física. En último término, siempre es posible alertar a la autoridad pública (a menudo una representación masculina del gobierno estatal) para desalojar el cuerpo tránsfugo (poco importa que se trate de un hombre o de una mujer masculina). Si, superando este examen del género, logramos acceder a una de las cabinas, nos encontraremos entonces en una habitación de 1x1,50 m2 que intenta reproducir en miniatura la privacidad de un váter doméstico. La feminidad se produce precisamente por la sustracción de toda función fisiológica de la mirada pública. Sin embargo, la cabina proporciona una privacidad únicamente visual. Es así como la domesticidad extiende sus tentáculos y penetra el espacio público. Como hace notar Judith Halberstam “el baño es una representación, o una parodia, del orden doméstico fuera de la casa, en el mundo exterior”. Cada cuerpo encerrado en una cápsula evacuatoria de paredes opacas que lo protegen de mostrar su cuerpo en desnudez, de exponer a la vista pública la forma y el color de sus deyecciones, comparte sin embargo el sonido de los chorros de lluvia dorada y el olor de las mierdas que se deslizan en los sanitarios contiguos. Libre. Ocupado. Una vez cerrada la puerta, un inodoro blanco de entre 40 y 50 centímetros de alto, como si se tratara de un taburete de cerámica perforado que conecta nuestro cuerpo defecante a una invisible cloaca universal (en la que se mezclan los desechos de señoras y caballeros), nos invita a sentarnos tanto para cagar como para mear. El váter femenino reúne así dos funciones diferenciadas tanto por su consistencia (sólido/líquido), como por su punto anatómico de evacuación (conducto urinario/ano), bajo una misma postura y un mismo gesto: femenino=sentado. Al salir de la cabina reservada a la excreción, el espejo, reverberación del ojo público, invita al retoque de la imagen femenina bajo la mirada reguladora de otras mujeres.


Crucemos el pasillo y vayamos ahora al baño de caballeros. Clavados a la pared, a una altura de entre 80 y 90 centímetros del suelo, uno o varios urinarios se agrupan en un espacio, a menudo destinado igualmente a los lavabos, accesible a la mirada pública. Dentro de este espacio, una pieza cerrada, separada categóricamente de la mirada pública por una puerta con cerrojo, da acceso a un inodoro semejante al que amuebla los baños de señoras. A partir de principios del siglo XX, la única ley arquitectónica común a toda construcción de baños de caballeros es esta separación de funciones: mear-de-pie-urinario/cagar-sentado-inodoro. Dicho de otro modo, la producción eficaz de la masculinidad heterosexual depende de la separación imperativa de genitalidad y analidad. Podríamos pensar que la arquitectura construye barreras cuasi naturales respondiendo a una diferencia esencial de funciones entre hombres y mujeres. En realidad, la arquitectura funciona como una verdadera prótesis de género que produce y fija las diferencias entre tales funciones biológicas. El urinario, como una protuberancia arquitectónica que crece desde la pared y se ajusta al cuerpo, actúa como una prótesis de la masculinidad facilitando la postura vertical para mear sin recibir salpicaduras. Mear de pie públicamente es una de las performances constitutivas de la masculinidad heterosexual moderna. De este modo, el discreto urinario no es tanto un instrumento de higiene como una tecnología de género que participa a la producción de la masculinidad en el espacio público. Por ello, los urinarios no están enclaustrados en cabinas opacas, sino en espacios abiertos a la mirada colectiva, puesto que mear-de-pie-entre-tíos es una actividad cultural que genera vínculos de sociabilidad compartidos por todos aquellos, que al hacerlo públicamente, son reconocidos como hombres. Dos lógicas opuestas dominan los baños de señoras y caballeros. Mientras el baño de señoras es la reproducción de un espacio doméstico en medio del espacio público, los baños de caballeros son un pliegue del espacio público en el que se intensifican las leyes de visibilidad y posición erecta que tradicionalmente definían el espacio público como espacio de masculinidad. Mientras el baño de señoras opera como un mini panóptico en el que las mujeres vigilan colectivamente su grado de feminidad heterosexual en el que todo avance sexual resulta una agresión masculina, el baño de caballeros aparece como un terreno propicio para la experimentación sexual. En nuestro paisaje urbano, el baño de caballeros, resto cuasi-arqueológico de una época de masculinismo mítico en el que el espacio público era privilegio de los hombres, resulta ser, junto con los clubes


automovilísticos, deportivos o de caza, y ciertos burdeles, uno de los reductos públicos en el que los hombres pueden librarse a juegos de complicidad sexual bajo la apariencia de rituales de masculinidad. Pero precisamente porque los baños son escenarios normativos de producción de la masculinidad, pueden funcionar también como un teatro de ansiedad heterosexual. En este contexto, la división espacial de funciones genitales y anales protege contra una posible tentación homosexual, o más bien la condena al ámbito de la privacidad. A diferencia del urinario, en los baños de caballeros, el inodoro, símbolo de feminidad abyecta/sentada, preserva los momentos de defecación de sólidos (momentos de apertura anal) de la mirada pública. Como sugiere Lee Edelman, el ano masculino, orificio potencialmente abierto a la penetración, debe abrirse solamente en espacios cerrados y protegidos de la mirada de otros hombres, porque de otro modo podría suscitar una invitación homosexual. No vamos a los baños a evacuar sino a hacer nuestras necesidades de género. No vamos a mear sino a reafirmar los códigos de la masculinidad y la feminidad en el espacio público. Por eso, escapar al régimen de género de los baños públicos es desafiar la segregación sexual que la moderna arquitectura urinaria nos impone desde hace al menos dos siglos: público/privado, visible/invisible, decente/obsceno, hombre/mujer, pene/vagina, de-pie/sentado, ocupado/libre… Una arquitectura que fabrica los géneros mientras, bajo pretexto de higiene pública, dice ocuparse simplemente de la gestión de nuestras basuras orgánicas. BASURA >GÉNERO. Infalible economía productiva que transforma la basura en género. No nos engañemos: en la máquina capital-heterosexual no se desperdicia nada. Al contrario, cada momento de expulsión de un desecho orgánico sirve como ocasión para reproducir el género. Las inofensivas máquinas que comen nuestra mierda son en realidad normativas prótesis de género. Utilizo aquí la expresión de Teresa De Lauretis Para definir el conjunto de instituciones y técnicas, desde el cine hasta el derecho pasando por los baños públicos, que producen la verdad de la masculinidad y la feminidad. Ver: Teresa De Lauretis, Technologies of Gender, Bloomington, Indiana University Press, 1989. Ver: Dominique Laporte, Histoire de la Merde, Christian Bourgois Éditeur, Paris, 1978; y Alain Corbin, Le Miasme et la Jonquille, Flammarion, Paris, 1982.


Judith Halberstam, “Techno-homo: on bathrooms, butches, and sex with furniture,” in Jenifer Terry and Melodie Calvert Eds.,Processed Lives. Gender and Technology in the Everyday Life, Routledge, London and New York, 1997, p. 185. Ver: Lee Edelman, “Men’s Room” en Joel Sanders, Ed. Stud. Architectures of Masculinity, New York, Princeton Architectural Press, 1996, pp. 152-161.


PROYECTO DE RESOLUCION : DE RESPETO Y RECONOCIMIENTO A LA IDENTIDAD DE GENERO AUTOPERCIBIDA EN LA UNIVERSIDAD NACIONAL DE LA PLATA

VISTO la necesidad que la Universidad Nacional de La Plata avance en Políticas no discriminatorias, inclusivas y de respeto de la identidad de género; y CONSIDERANDO: Que existen tratados y convenciones internacionales sobre Derechos Humanos tales como la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la Convención Sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer, la Convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanas odegradantes, instrumentos que gozan de jerarquía constitucional en nuestro país (Art. 75, inc. 22) y por tal condición los derechos allí consagrados deben ser garantizados por el Estado Argentino, arbitrando a través de sus diferentes grados, instancias y expresiones las acciones y políticas tendientes a su plena vigencia. Que la Resolución de la Asamblea General de Naciones Unidas sobre Derechos Humanos, orientación sexual e identidad de género, aprobada el 17 de junio de 2011 , la Resolución de la Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos del 7 de junio de 2011 y el Informe Temático elaborado por el Comisario de Derechos Humanos del Consejo de Europa sobre Derechos Humanos e Identidad de Género entre otros instrumentos reconocen a la identidad de género como causal de violaciones a los derechos humanos; Que los Principios de Yogyakarta se expresan sobre la aplicación de la legislación internacional de derechos humanos en relación a la orientación sexual y la identidad de género; Que la Constitución Nacional Argentina, en diferentes artículos consagra laigualdad ante la Ley y el ejercicio de todos los derechos civiles de los habitantes de la República Argentina, sin distinción alguna. Que distintos instrumentos y disposiciones legales marcan claros avances en materia de acceso a los derechos de todas las personas en igualdad de condiciones tales como: La aprobación de la Ley Nacional N° 25.673 que crea el Programa Nacional de Salud Sexual y Procreación Responsable, la Ley Nacional W 23.592 sobre actos discriminatorios, la Ley Nacional N° 26.618 de Matrimonio Civil, la Ley Nacional N° 26.657 sobre derecho a la protección de la Salud Mental; Que en el ámbito del Congreso de la Nación se encuentran en tratamiento diversos proyectos de ley sobre identidad de género y/o reasignación de sexo. Que en diferentes unidades académicas de esta universidad se ha dado tratamiento aprobado por los respectivos Consejos Directivos a normas de igual carácter que el aquí propuesto.


Que resulta oportuno y conveniente posibilitar en el ámbito de esta Universidad el ejercicio del derecho de las personas travestis, transexuales y transgénero a ser llamadas por el nombre elegido, es decir, aquel que han adoptado libremente en pleno ejercicio de los derechos humanos arriba aludidos; Que nuestra Universidad debe construir y desarrollar Políticas Públicas basadas en Derechos Humanos avanzando en la resolución de las necesidades de la sociedad que la contiene. Que en el ámbito del Consejo Superior -en su última reunión en diciembre del 2011- fue presentado por la Facultad de Periodismo y Comunicación Social, la resolución 25/2008 para adoptar la misma medida en toda la UNLP. Dicho presentación conto con el acompañamiento y el testimonio en primera persona de la alumna Claudia Vásquez Haro, a quien se le dio la palabra para escuchar en nombre de todas/os las personas trans, la necesidad y importancia de su pronta resolución. Que, tomando en consideración los proyectos presentados, los informes de las áreas pertinentes y los aportes del grupo de Investigación del observatorio de Comunicación Genero y Diversidad con Perspectiva en Derechos Humanos de La Facultad de Periodismo y Comunicación social de la UNLP, Que desde la Universidad Nacional de la Plata se debe avanzar en políticas que respeten la identidad de género, la dignidad e integridad de todas las personas;

El H. CONSEJO SUPERIOR DE LA UNIVERSIDAD NACIONAL DE LA PLATA ORDENA:

ARTíCULO 1: Declarar a la Universidad Nacional de La Plata una institución libre de discriminación por expresión e identidad de género. ARTíCULO 2: Establecer que todas las dependencias académicas y administrativas de la Universidad Nacional de La Plata deberán, en toda circunstancia, reconocer la identidad de género adoptada y auto percibida de cualquier persona a su solo requerimiento, cuando ésta no coincida con su nombre y sexo registrales. ARTíCULO 3. En cumplimiento de lo preceptuado en el artículo anterior, las Unidades Académicas y todas las dependencias académicas y administrativas de la UNLP deberán: 1. Arbitrar las reformas administrativas y de sistemas de información necesarias a fin de preservar la dignidad y privacidad de las personas. 2. Garantizar que las personas de la comunidad universitaria puedan solicitar la utilización del nombre elegido mediante la presentación de una nota, por única vez y con carácter de declaración jurada, ante la autoridad correspondiente de su Unidad Académica, tal como se especifica en el anexo 1° y 2° que acompaña a la presente.


3. Arbitrar las medidas necesarias para que los y las estudiantes puedan acreditar su identidad a todos los efectos que hubiere lugar en el ámbito de la Universidad Nacional de La Plata (exámenes, cursadas, trámites, servicios, entre otros) con su libreta o credencial estudiantil, documento en el que se consignará su identidad auto percibida. 4 . Asegurar que en toda instancia donde la Institución se dirija a una persona que haya realizado el trámite previsto lo haga utilizando su nombre elegido. ARTICULO 4°.- Garantizar dicho reconocimiento a través de políticas institucionales que contengan el acceso pleno a la Universidad en el marco de los derechos humanos tales como: 1. Promover acciones de sensibilización, formación y construcción de prácticas no discriminatorias en relación a la identidad y la expresión de género en todos los ámbitos de la comunidad universitaria. 2. Realizar investigaciones y relevamientos que permitan conocer los problemas que atraviesan las personas con identidad de género no normativas, en el ámbito de la Universidad Nacional de La Plata y en base a ello generar nuevas políticas institucionales elaboradas en articulación con las personas a las que atañe directamente y organizaciones civiles afines. 3. Promover que en la formación profesional se incluyan contenidos teóricos y prácticos que hagan referencia a normativas vigentes de derechos humanos y modos de intervención profesional que respeten la identidad y expresión de género de las personas. 4. Impulsar que las actividades de docencia, investigación y extensión tengan presentes fundamentos, objetivos y estrategias de intervención que hagan referencia a prácticas no discriminatorias y de respeto a los derechos de identidad y expresión de género. ARTíCULO 5°._ Instar a la Dirección de Salud de la Prosecretaria de Administración y Bienestar Universitario, a la Facultad de Ciencias Médicas, así como otras áreas de salud del ámbito universitario a la elaboración e implementación de protocolos de atención integral de la salud respetuosos de la identidad y expresión de género de las personas. ARTíCULO 6° .- La Pro Secretaria de Asuntos Estudiantiles y la Secretaría de Extensión junto a las Unidades Académicas y referentes en el tema, organizarán instancias de capacitación, sensibilización y observación de implementación de la presente, hasta tanto exista otro ámbito de competencia dentro de la UNLP. ARTíCULO 9° .- Aprobar como parte integrante de la presente el anexo 1 que establece los trámites necesarios para el registro académico y en las áreas centrales de la UNLP. ARTíCULO 10° .- Aprobar como parte integrante de la presente el anexo 2 que contiene el modelo de nota a presentar con carácter de declaración jurada. ARTíCULO 11° .- Comuníquese, Publíquese, dese amplia difusión y archívese.


Nuestros contactos Mail: federaci贸n@lgbt.org.ar Solis N潞 515 CABA


ANEXO 1

Trámite para registro académico y en áreas centrales de la UNLP. El presente anexo explicita algunos procedimientos que tienen por objeto garantizar la efectiva aplicación de la presente ordenanza, particularmente el Art 3° B Y de manera integral el resto del articulado. ESTUDIANTES INGRESANTES • La pre-inscripción deberá realizarse con el nombre registrado en el DNI. Finalizada la misma el/la estudiante podrá presentar una nota, con carácter de declaración jurada, solicitando el reconocimiento de su identidad de género auto percibida y su nombre elegido, siguiendo el modelo anexado a la presente, dirigida a la Decanola Director/a en la mesa de entradas de la Unidad Académica en la que se inscribe. • La autoridad de la Unidad Académica (Decano/a- Director/a) dictará una resolución reconociendo el nombre elegido. Copias de dicha resolución será remitidas a el/la interesado y al Área de Enseñanza de la Unidad Académica a los efectos de que ésta tramite las modificaciones necesarias en el sistema informativo (Guaraní) para que en todos los casos figure el nombre elegido salvo las excepcíones previstas por este anexo. La libreta y credencial universitaria se emitirán con la fotografía y el nombre elegidos. • Exceptuando los certificados analíticos y títulos; a partir del momento de aprobación de la mencionada resolución en toda la documentación referida a la/el estudiante en el ámbito de la UNLP se consignará su nombre elegido. • En los casos en los que los/as estudiantes necesiten certificaciones para ser presentadas fuera del ámbito de la UNLP, deberán requerirlo explícita y oportunamente a los efectos de que las dependencias implicadas puedan dar curso a dicha solicitud. ESTUDIANTES QUE YA ESTÁN CURSANDO CARRERAS EN LA UNLP • Los/as estudiantes que al momento de aprobación de la Ordenanza estén cursando carreras en la UNLP y deseen que en sus futuras actuaciones académicas y tramitaciones varias de la universidad se use su nombre elegido, deberán presentar la nota modelo anexada, dirigida a el/la Decano/a Director/a en la mesa de entradas de la Unidad Académica donde cursa. A los efectos de que éste trámite permita las modificaciones necesarias en el sistema informativo (Guaraní) para que en todos los casos figure el nombre elegido salvo las excepciones previstas por este anexo. La libreta y credencial universitaria se emitirán con la fotografía y el nombre elegidos. • Exceptuando los certificados analíticos y títulos a partir del momento de aprobación de la mencionada resolución en toda la documentación referida a la lel estudiante en el ámbito de la UNLP se consignará su nombre elegido.


• En los casos en los que los/as estudiantes necesiten certificaciones en las que sea necesario el empleo de su nombre legal/registral, deberán requerirlo explícita y oportunamente a los efectos de que las dependencias implicadas puedan dar curso a dicha solicitud. PARA LOS DOCENTES Y NO DOCENTES DE LA UNLP • Los y las mismas deberán presentar una nota a la autoridad de la Unidad Académica (Decano/a- Director/a) quien dictará una resolución reconociendo el nombre elegido. Copias de dicha resolución serán remitidas a el/la interesado y al área de enseñanza de la Unidad Académica a los efectos de que ésta tramite las modificaciones necesarias como incorporar el nombre elegido en los cronogramas de clases, encuestas estudiantiles y documentaciones que no impliquen incompatibilidades legales y que permitan el reconocimiento de sus antecedentes laborales y académicos.


ANEXO 2 Modelo de Nota La Plata....... .... ... ............... . Al Sr/a Decano/a, Directora/a de la Facultad/Escuela de la Universidad Nacional de La Plata S. / D. De mi consideración: Por la presente me dirijo a Ud. a los fines de informarle que me encuentro comprendido/a en los alcances de la Ordenanza Nª……. del HCS de la UNLP relacionada con Identidad de Género. En razón de lo expuesto le solicito tenga a bien administrar los mecanismos institucionales previstos por la normativa a fin de que en el futuro en mis tramitaciones y actuación académica en el marco de la UNLP se haga constar mi nombre elegido como se especifica en el anexo de dicha ordenanza. A los efectos que fuera necesario remito la siguiente información: DNI N°: Nombre legal: nombre/s apellido/s: Nombre elegido: nuevo nombre/s mismo apellido/s: Identidad auto percibida : Sin otro particular, me despido de Ud. Atentamente. Firmo esta nota con carácter de declaración jurada. Firma y aclaración: Teléfono/s: Correo electrónico de contacto:


¿DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE GÉNERO? UNA INTRODUCCIÓN CONCEPTUAL Eduardo Mattio*

En los últimos años, cada vez es más notoria la relevancia social y política que ha adquirido en nuestro país el término «género» 1. En los medios de comunicación, por ejemplo, frente a los habituales asesinatos de mujeres perpetrados por sus maridos, amantes o novios, se ha dejado de hablar de «crímenes pasionales» para hablar de «violencia de género». Algo parecido ocurre con la violencia doméstica; pese a que estamos lejos de erradicar semejante flagelo social, se ha vuelto habitual entender tales situaciones desde una «perspectiva de género» que desnaturaliza tales formas de violencia contra las mujeres. Por otra parte, el ámbito jurídico no ha sido ajeno a tales modificaciones culturales. Piénsese, por ejemplo, cuán significativos resultaron los argumentos de género para impulsar a nivel provincial una ampliación de la licencia materna postparto a 180 días. Otro tanto se puede decir de los debates en torno a la ley de identidad de género en el seno del Congreso Nacional: es inminente el reconocimiento legal de la identidad sexo-genérica autopercibida de las personas trans –transexuales, trangéneros, travestis–, con independencia de la que se les haya atribuido al momento de nacer. En relación a ello, por ejemplo, en octubre de 2011 el Honorable Consejo Superior de la Universidad Nacional de Córdoba dictó una ordenanza que no sólo * Doctor en Filosofía –Universidad Nacional de Córdoba–. Docente e Investigador en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba y en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Católica de Córdoba. Coordinador del Área de Filosofía del Centro de Investigaciones de la Facultad de Filosofía y Humanidades «María Saleme de Burnichon» –CIFFyH–.

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condena toda forma de discriminación por razones de identidad o expresión de género, sino que contempla algunas reformas administrativas, informáticas e institucionales orientadas a garantizar la inclusión efectiva de las personas trans en el ámbito universitario. Estos y otros ejemplos permiten estimar la diversidad de situaciones en que el término «género» favorece la comprensión y la eventual resolución de ciertas prácticas sociales de discriminación. Frente a este panorama en el que la noción de género ha servido, con mayor o menor suerte, para suscitar escenarios menos discriminatorios respecto de las mujeres y de las llamadas «minorías sexo-genéricas», la opinión de la jerarquía de la Iglesia Católica no ha sido favorable a la circulación del término. De hecho, en muchos documentos e intervenciones públicas las autoridades eclesiásticas han condenado unánimemente lo que han dado en llamar «ideología de género». En el parágrafo 40 del «Documento de Aparecida», por poner un caso, el Episcopado Latinoamericano señala: Entr e los presupuestos que debilitan y menoscaban la vida familiar encontramos la ideología de género, según la cual cada uno puede escoger su orientación se xual, sin tomar en cuenta las diferencias dadas por la naturaleza humana. Esto ha provocado modificaciones legales que hieren gravemente la dignidad del matrimonio, el respeto al derecho a la vida y la identidad de la familia (2008: 56).

Como puede verse, para tales sectores religiosos más conservadores la adopción del término acarrea consecuencias penosas respecto de la integridad de la familia heterosexual, monogámica y reproductiva. Es más, es responsable de todas aquellas reformas jurídicas que en nuestra región han permitido equiparar los derechos de las parejas gays y lesbianas a los de las heterosexuales o que brindan algún reconocimiento legal a las familias homoparentales, reformas que en conjunto lesionan gravemente las buenas costumbres y los valores religiosos tradicionales. Más aún, quienes condenan el uso del término «género», también encuentran en su significado una justificación para la despenalización o legalización del aborto. De allí, la necesidad que expresan tales sectores sociales de evitar su divulgación. Es bueno aclarar que no será esta última interpretación, la de los sectores religiosos más conservadores, la que defenderé a lo largo de este capítulo. En lo que sigue, por el contrario, mostraré el modo en que la noción de género ha proporcionado en las últimas décadas una herramienta emancipa86


toria tanto a las luchas de los movimientos de mujeres como a los colectivos LGTB –lesbianas, gays, trans y bisexuales–. Teniendo en mente ese objetivo, en la primera sección de este capítulo consideraré la interpretación tradicional que ha hecho el feminismo de dicha noción a partir de su distinción del término «sexo», y explicitaré algunos beneficios y perjuicios teórico-políticos que supuso tal diferenciación. En la segunda parte, me detendré en otra significación que el feminismo materialista y el transfeminismo han intentado recuperar respecto de la noción de género, i.e., daré cuenta de sus orígenes biomédicos y de las consecuencias que tal apropiación ha suscitado en las luchas del feminismo y de la diversidad sexual de las últimas décadas. Finalmente, a modo de conclusión, propondré muy brevemente una solución a la difícil tarea de reconciliar ambas tradiciones del término género.

1. La distinción sexo-género en la tradición feminista: sus ventajas y limitaciones En 1949, Simone de Beauvoir publicaba «El segundo sexo», un libro que sería verdaderamente inspirador para la teoría y la praxis feminista de la segunda mitad del siglo pasado. Uno de sus pasajes más memorables señala: No se nace mujer: se llega a serlo. Ningún destino biológico, psíquico o económico define la figura que reviste en el seno de la sociedad la hembra humana; es el conjunto de la civilización el que elabora ese producto intermedio entre el macho y el castrado al que se califica de femenino. Únicamente la mediación de otro puede constituir a un individuo como un Otro (Beauvoir, 2007: 207).

Más allá de lo que Beauvoir haya querido significar con esa afirmación –particularmente, con la distinción entre la hembra biológicamente natural y la mujer culturalmente constituida a partir de aquella–, lo cierto es que muchas autoras feministas encontraron allí una distinción que se volvería fundamental para el «feminismo de la segunda ola»2 : la distinción entre sexo y género (Haraway, 1995: 221; Butler, 2001: 142-143). Como señala Judith Butler, ese conocido pasaje permitió suponer al feminismo (1) que el sexo es un atributo biológico, dado, necesario, inmutablemente fáctico –ser macho, ser hembra–; (2) que ser humano equivale a ser sexuado; (3) que el «género», 87


en cambio, es «la construcción cultural variable del sexo» –ser varón, ser mujer–; y por consiguiente, (4) que la categoría «mujeres», entonces, «es un logro cultural variable, un conjunto de significados que se adoptan o utilizan dentro de un campo cultural». Con lo cual, es claro que «nadie nace con un género: el género siempre es adquirido» (Butler, 2001: 142-143). En otras palabras, la distinción tradicional que el feminismo defendió entre sexo y género supone concebir que los cuerpos nacen sexuados, es decir, vienen a este mundo como machos o hembras y que sólo por un proceso de socialización, históricamente variable, son constituidos respectivamente como varones y mujeres. En palabras de Gayle Rubin, «el sistema de sexo/género es el conjunto de disposiciones por el cual una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana y satisface esas necesidades humanas transformadas» (1998: 17). Si cabe decirlo en estos términos, la naturaleza biológica es la responsable de nuestro hardware sexual y los procesos culturales son los que elaboran por diversos medios nuestro software genérico. Dicho esto, cabe agregar que la distinción sexo-género no tuvo un carácter meramente descriptivo, sino más bien una pretensión crítica y desestabilizadora respecto de los modos de organización social de las relaciones entre los sexos. En palabras de Donna Haraway, [g]énero es un concepto desarrollado para contestar la naturalización de la diferencia sexual en múltiples terrenos de lucha. L a teoría y la práctica feministas en torno al género tratan de explicar y de cambiar los sistemas históricos de diferencia sexual, en los que «los hombres» y «las mujeres» están constituidos y situados socialmente en r elaciones de jerarquía y antagonismo (1995: 221).

Como ha señalado Joan Scott, en las décadas del setenta y del ochenta, esta herramienta permitió que las feministas se preguntaran cómo y en qué condiciones se han definido los diferentes roles y funciones para cada sexo; cómo los auténticos significados de las categorías «hombre» y «mujer» variaron según las épocas y el lugar; cómo se cr earon e impusieron las normas reguladoras de la conducta sexual; cómo las cuestiones de poder y de los der echos se imbricaron con las cuestiones de la masculinidad y de la feminidad; cómo afectaron las estructuras simbólicas a las vidas y las prácticas de la gente común; 88


cómo se forjaron las identidades sexuales desde el interior y contra las prescripciones sociales (2008: 14).

Es efecto, el estudio de los sistemas de género como sistemas binarios que oponen la hembra al macho, lo masculino a lo femenino, no sobre la base de la igualdad, sino más bien en términos jerárquicos y asimétricos (Conway, Bourque y Scott, 1998: 177), contribuyó a desacralizar los roles sociales culturalmente asignados a varones y mujeres. Si el género es una interpretación cultural y variable, no hay un modo unívoco de entender la feminidad o la masculinidad. El «ser mujer» –y por extensión, el «ser varón»– no puede ser entendido como una identidad «natural» o «incondicionada», sino más bien como roles sociales culturalmente asignados, que por su carácter contingente son susceptibles de ser resignificados. No obstante, pese a que la noción de género permitió deconstruir el «determinismo cultural» que canonizaba ciertos modos hegemónicos de entender el binomio varón-mujer, las feministas de la segunda ola no fueron igualmente enfáticas a la hora de derruir el «determinismo biológico» que se resguarda en el binomio macho-hembra, con lo cual «las formulaciones de una identidad esencial como mujer o como hombre permanecieron analíticamente intocadas y siguieron siendo políticamente peligrosas» (Haraway, 1995: 227). En otras palabras, muchas feministas continuaron idealizando ciertas expresiones de género como verdaderas y originales –concretamente, las de las mujeres blancas, heterosexuales, de clase media–, dando lugar así a nuevas formas de jerarquía y exclusión dentro de las filas del feminismo. Tal como ha mostrado Butler, ciertas concepciones y prácticas feministas han permanecido sujetas a una perspectiva heterocentrada en la que (1) el binarismo de género –varón/mujer– tiene como correlato indiscutible la diferencia sexual biológica –macho/hembra–; (2) hay una relación causal o expresiva entre sexo/género/deseo –si se nace macho, entonces se es varón, por consiguiente, se desea a mujeres; o bien, si se nace hembra, entonces se es mujer, por consiguiente, se desea a varones–; (3) se presupone una coherencia o unidad interna entre sexo/género/deseo que requiere de una heterosexualidad estable y de oposición (Butler, 2001: 55). 89


Frente a esto, a inicios de los noventa, Butler sugería que la teoría feminista no debía «prescribir una forma de vida con género» sino más bien «abrir el campo de las posibilidades para el género sin dictar qué tipos de posibilidades debían ser realizadas» (2001: 10). Es decir, no debía canonizar las formas tradicionales de concebir la masculinidad o la feminidad sino más bien evidenciar la inestabilidad intrínseca de tales expresiones. En otras palabras, en un texto fundacional y revolucionario como «El género en disputa» – 1990–, Butler se proponía desestabilizar «el orden obligatorio de sexo/género/deseo», es decir, la pretendida naturalidad del vínculo causal o expresivo entre tales términos (Butler, 2001). Un régimen de regularidad semejante, lejos de estar inscripto en la naturaleza humana, es para Butler el producto contingente de lo que denominaba matriz heterosexual, esto es, «la rejilla de inteligibilidad cultural a través de la cual se naturalizan cuerpos, géneros y deseos». Es decir, un modelo discursivo/epistémico hegemónico de inteligibilidad de género, que supone que para que los cuerpos sean coherentes y tengan sentido debe haber un sexo estable expresado mediante un género estable (masculino expresa macho, femenino expresa hembra) que se define históricamente y por oposición mediante la práctica obligatoria de la heterosexualidad (Butler, 2001: 38; la traducción es nuestra).

Es decir, tal matriz de inteligibilidad funciona como un marco u horizonte en el que los cuerpos son leídos y significados, y a partir del cual se regulan los modos disponibles y viables de vivir y actuar «como mujeres» o «como varones». De tal modo, aquellos cuerpos, géneros o deseos que transgredan de alguna forma los modelos regulativos que tal matriz impone, están expuestos a las más diversas formas de sanción social –burlas, persecuciones, descrédito moral, falta de reconocimiento jurídico, social o cultural, e incluso, la muerte–. Habida cuenta de tales propósitos, el aspecto más interesante de su propuesta es la redescripción que ofrece de la noción feminista de género, es decir, su concepción performativa del género. Contra la presuposición de sentido común que concibe cualquier actuación de género como expresión de una determinada identidad de género mayormente estable –i.e., actuamos como mujeres porque tenemos una identidad femenina–, Butler toma en cuenta la sugerencia nietzscheana de que «no hay ningún ‘ser’ detrás del 90


hacer». Para esta autora, entonces, el género no es un atributo sustantivo que precede a nuestras actuaciones –performances– masculinas o femeninas; el género siempre es un hacer, aunque no un hacer por parte de un sujeto que se pueda considerar preexistente a la acción. […] no hay una identidad de género detrás de las expresiones de género; esa identidad se constituye performativamente por las mismas «expresiones» que, según se dice, son resultado de ésta (Butler, 2001: 58).

En otras palabras, Butler entiende que, como en cualquier otro drama social ritual, toda actuación –performance– de género no es más que el efecto de la repetición de un conjunto de significados establecidos socialmente: El género no debe interpretarse como una identidad estable o un lugar donde se asiente la capacidad de acción y de donde resulten diversos actos, sino, más bien, como una identidad débilmente constituida en el tiempo, instituida en un espacio exterior mediante una repetición estilizada de actos (Butler, 2001: 171-172).

Ahora bien, es importante aclarar que con esta redescripción crítica del concepto de género, la autora norteamericana se desmarca de dos malentendidos que su perspectiva podría suscitar. Por una parte, Butler evita concebir al género de manera «voluntarista» –es decir, nadie elige el género que ha de actuar frente a los demás como si se tratase de la indumentaria con la que nos vestimos cada día–. En revisiones posteriores de su teoría, Butler subraya el abordaje discursivo que implica su propuesta: «la performatividad», aclara, «debe entenderse, no como un ‘acto’ singular y deliberado, sino, antes bien, como la práctica reiterativa y referencial mediante la cual el discurso produce los efectos que nombra» (Butler, 2002: 18). Es decir, desde que venimos al mundo somos colocados en un horizonte discursivo heterocentrado en el que somos reconocidos o como varones o como mujeres. Piénsese, por ejemplo, lo que desencadena la afirmación de un ecógrafo o una osbtetra cuando anuncia: «¡Es una nena!». Según Butler, la emisión de dicho enunciado no supone el reconocimiento de una identidad preestablecida, sino que produce performativamente la identidad que nombra, en tanto coloca a esa porción de carne humana bajo las regulaciones sociales que las categorías de género presuponen. 91


En segundo lugar, su concepción performativa de género evita también todo compromiso «constructivista». Es decir, su manera de entender el proceso de generización no presupone una superficie de inscripción –el cuerpo– que estaría sexuada de antemano. En «Cuerpos que importan» –1993–, Butler va más lejos todavía y explicita que la «sexuación» del cuerpo también es un efecto performativo: «las normas reguladores del ‘sexo’ obran de una manera performativa para constituir la materialidad de los cuerpos y, más específicamente, para materializar el sexo del cuerpo, para materializar la diferencia sexual en aras de consolidar el imperativo heterosexual» (2002: 18). Eso no quiere decir que el discurso origine, cause o componga de manera exhaustiva el cuerpo sexuado; en todo caso, lo que Butler señala es que no hay un cuerpo puro que descanse por debajo de las categorías sexuales, génericas o raciales con las que es marcado desde su nacimiento, sino que dicho cuerpo nos es dado, se nos hace perceptible a la luz de categorías socialmente compartidas que no sólo tienen un carácter descriptivo, sino que además tienen una fuerza normativa ineludible (2002: 31) 3. Es decir, tales regulaciones no sólo habilitan la emergencia del «yo» como sujeto reconocible –por ejemplo, macho, blanco, heterosexual–; la matriz discursiva de inteligibilidad al tiempo que «orquesta, delimita y sustenta aquello que se califica como ‘lo humano’» (Butler, 2002: 26), produce simultáneamente una esfera densamente poblada de sujetos ilegibles o inviables a la que se priva todo reconocimiento (Butler, 2002: 19-26). De allí, entonces, la necesidad de reconocer la contingencia que supone dicho horizonte de inteligibilidad, y con ello, la siempre abierta posibilidad de subvertirlo.

2. El género en el paradigma biomédico Frente a la distinción tradicional entre sexo y género divulgada por el feminismo de los setenta y de los ochenta, otras perspectivas posfeministas4 han puesto en evidencia los orígenes biomédicos del concepto de género con el objeto de devolver al término otras potencialidades emancipatorias, ignoradas por la versión feminista clásica. Como Donna Haraway señala: La política feminista de la «segunda ola» en torno al «determinismo biológico» frente al «construccionismo social» y la biopolítica de las diferencias 92


de sexo/género tienen lugar dentro de campos discursivos preestructurados por el paradigma de la identidad de género cristalizado en los cincuenta y sesenta. El paradigma de la identidad de género era una versión funcionalista y una versión esencializante de la frase de Simone de Beauvoir ‘una no nace mujer’ (1995: 225).

Es decir, la distinción tradicional entre sexo y género no es una invención original de la agenda feminista de los sesenta, sino que en realidad supone una operación redescriptiva del feminismo sobre lo que Haraway ha denominado «paradigma de la identidad de género», i.e., un horizonte transdisciplinario en el que han confluido diversos componentes y tecnologías: una lectura instintualista de Freud; el énfasis en la somática sexual y en la psicopatología por parte de los sexólogos del siglo XIX (Kraft-Ebing, Havelock Ellis) y de sus seguidores; el continuo desarrollo de la endocrinología bioquímica y fisiológica a partir de los años veinte; la psicobiología de las diferencias de sexo surgida de la psicología comparativa; las hipótesis múltiples sobre el dimorfismo sexual hormonal, cromosómico y neural convergentes en los años cincuenta; y las primeras cirugías de cambio de sexo alrededor de 1960 (Haraway, 1995: 224-225).

Este panorama tan heterogéneo, posterior a la Segunda Guerra Mundial, es el que Beatriz Preciado ha intentado referir con el nombre de «episteme posmoneysta», en alusión al Dr. John Money –polémico sexólogo norteamericano, cuyas intervenciones teóricas acerca de la sexualidad habrían de reemplazar a las de la sexología decimonónica o a las del psicoanálisis freudiano–. En el primer volumen de la «Historia de la sexualidad» –1976–, Michel Foucault daba cuenta del tránsito de una «sociedad soberana» a una «sociedad disciplinaria» mostrando el desplazamiento desde una forma de poder que decide y ritualiza la muerte, a una nueva forma de poder que desde el siglo XVII administra la vida –del cuerpo individual y del cuerpo social– en términos técnicos de población, salud pública e interés nacional. Esta nueva forma de biopoder, como la llama Foucault, tiene un particular interés por normalizar un aspecto de la vida en que confluyen el disciplinamiento de los cuerpos y la regulación de las poblaciones: la sexualidad5. De cara a tales afirmaciones, Preciado (2009) entiende que la descripción del momento biopolítico presente propuesta por Foucault ha ignorado sistemáticamente las 93


tecnologías del cuerpo –biotecnológicas, quirúrgicas, endocrinológicas, etc.– y de representación –fotográficas, cinematográficas, televisivas, etc.– que han proliferado durante la segunda mitad del siglo pasado. Tales transformaciones exigen, según Preciado, la consideración de una nueva forma de episteme6 , ni soberana ni disciplinaria, capaz de dar cuenta del impacto de las nuevas tecnologías del cuerpo. Este modelo posmoneysta de gestión de los cuerpos «se caracteriza no sólo por la transformación del sexo en objeto de gestión política de la vida, sino sobre todo por el hecho de que esa gestión se opera a través de las nuevas dinámicas del tecnocapitalismo avanzado» (Preciado, 2009: 21). Dicha episteme supuso la invención de la noción de «género», y con ello, la disolución de la rígida noción de «sexo» del discurso médico decimonónico. Utilizado por primera vez por John Money a inicio de los años cincuenta, el término «género» permitió hablar de «la posibilidad de modificar hormonal y quirúrgicamente el sexo de los niños intersexuales nacidos con órganos genitales que la medicina considera indeterminados» (Preciado, 2009: 21-22). En ese contexto, el término «género» no sólo abre «la posibilidad de usar la tecnología para modificar el cuerpo según un ideal regulador preexistente de lo que un cuerpo humano (femenino o masculino) debe ser» (Preciado, 2009: 22), sino que contiene en sí un efecto disruptivo inesperado: permite una inédita auto-gestión biotecnológica del cuerpo que no sólo pone en evidencia el carácter construido del sexo, sino que se erige como una insospechada forma de resistencia, como una reapropiación de las tecnologías del género capaz de producir nuevas formas de subjetivación (Preciado, 2009: 23-24). Es decir, esta primera versión del término «género» no sólo ha sido un mecanismo a través del cual la medicina intervino sobre ciertos cuerpos considerados anómalos, justificando la adecuación quirúrgica de las personas transexuales y de los niñ*s intersex según los cánones de heteronormalidad vigente, sino que ha dado lugar, sobre todo entre las personas trans, a nuevas formas de agenciamiento corporal –en concreto, el recurso a tecnologías quirúrgicas y hormonales de transformación de sí–, inéditas antes de la episteme posmoneysta. En otras palabras, como sugiere Patricia Soley-Beltrán (2009), la utilización feminista de la distinción sexo-género supuso un desplazamiento en el uso de la noción de «género». Lo que era una noción «psicológica» proveniente del discurso biomédico de los años cincuenta, habría de convertirse desde los sesenta en una noción «sociológica». El psicopatólogo norteameri94


cano Robert Stoller, por ejemplo, entendía que la «identidad nuclear de género» era «la propia imagen de uno mismo como perteneciendo a un sexo específico». En consecuencia, en los «casos» de «transexualidad verdadera» se suponía que el «género» era una convicción interior de que el sexo asignado al nacer era incorrecto. La existencia de semejante convicción, monitoreada por la ciencia médica, justificaba entonces la devolución de los cuerpos transexuales a la normalidad del binomio macho-hembra, mediante una cirugía de reasignación sexual. Como puede verse, tal operación supone otra concepción completamente diferente del binomio sexo-género. Mientras que en el discurso feminista de la segunda ola, el género se concibe como una forma variable y contingente de relación social entre los sexos, y el sexo como una configuración biológica mayormente estable y cierta que no determina las definiciones colectivas de feminidad y masculinidad; en el discurso biomédico de los años cincuenta el género es entendido como una convicción subjetiva, psicológica, fija e inmodificable, independiente de la configuración del cuerpo sexuado. Este último, en cambio, es percibido como un objeto maleable en virtud de los avances tecnológicos producidos a lo largo del siglo XX (Soley-Beltrán, 2009: 32-33). Tal concepción, reitero, que sirvió para intervenir sobre ciertos cuerpos considerados anormales a fin de sujetarlos a las demandas del contrato heteronormativo, es también, como lo atestiguan los «Principios de Yogyakarta», un recurso emancipatorio que posibilita la autotransformación del propio cuerpo en virtud de la identidad de género autopercibida7 . Un ejemplo cabal de esta reapropiación subversiva de los orígenes biomédicos de la noción de género puede encontrarse en la obra de Beatriz Preciado. El relato que ofrece en su «Manifiesto contra-sexual» –2002– se asienta sobre una doble estrategia redescriptiva. Por una parte, (1) atribuye al género no sólo un carácter performativo, sino primordialmente prostético. Por otra parte, (2) entiende que el sexo –y no sólo el género– es una «tecnología biopolítica» que asegura la hegemonía heterosocial. La tecnología heteronormativa –jurídica, médica o doméstica– por la que los seres humanos son reducidos con mayor o menor violencia a «cuerpos-varones» o «cuerpos-mujeres», es para Preciado una «máquina de producción ontológica» que adquiere su eficacia de la invocación performativa por la que los sujetos devienen cuerpos sexuados. Como ha subrayado Butler, emisiones tales como «es una nena» no sólo tienen un carácter constata95


tivo, sino que, en tanto citaciones ritualizadas de la ley heterosexual, «son trozos de lenguaje cargados históricamente del poder de investir un cuerpo, como masculino o como femenino, así como de sancionar los cuerpos que amenazan la coherencia del sistema sexo/género hasta el punto de someterlos a procesos quirúrgicos de ‘cosmética sexual’» (Preciado, 2002: 24). Pese a las virtudes del planteo butleriano, Preciado entiende que el género no sólo es performativo, es decir, no sólo sería «un efecto de las prácticas culturales lingüístico-discursivas» (2002: 25), sino que supone ineludibles «formas de incorporación». A juicio de Preciado, Butler parece haber olvidado la materialidad que involucra todo proceso de generización, i.e., la inscripción corporal que conlleva toda «performance de género». Como han objetado sus críticos transexuales o transgéneros, la in-corporación de una identidad de género no es tan sólo una «performance teatral» sino que involucra «tecnologías de trans-incorporación» que quedan fuera de la escena, y que no sólo acontecen en los cuerpos transgéneros y transexuales, sino que operan en los cuerpos considerados «normales» (Preciado, 2002: 75; Cabral, 2007: 94-95). De tal suerte, señala Preciado, el género «es ante todo ‘prostético’, es decir, no se da sino en la materialidad de los cuerpos. Es puramente construido y al mismo tiempo enteramente orgánico». Como señalará en «Biopolítica de género», [e]l análisis performativo de la identidad cier ra un ciclo de reducción de la identidad a un efecto del discurso que ignora las tecnologías de incorporación específicas que funcionan en las diferentes inscripciones per formativas de la identidad. El concepto de performance de género, y más aún el de identidad per formativa, no permite tomar en cuenta los procesos biotecnológicos que hacen que determinadas per formances «pasen» por naturales y otras, en cambio, no. El género no es sólo un efecto performativo; es sobre todo un proceso de incorporación prostético (Preciado, 2009: 31).

Lo interesante de esta reformulación es que no sólo da cuenta del carácter construido del género, sino que –contra todo resabio esencialista– instala la posibilidad de intervenir en dicha construcción (Preciado, 2002: 76). Es decir, no sólo pone de manifiesto la violencia física y discursiva que entraña todo proceso de generización, sino que, en virtud de esa violencia, vuelve evidente la posibilidad de resistirla (Larramendy, 2005: 240). Si el género 96


que se nos atribuye es una imposición performativa y prostética, cabe la posibilidad de modificarlo, de subvertirlo, de reemplazarlo, de intervenir sobre él: El hecho de que haya tecnologías precisas de producción de cuerpos «normales» o de normalización de los géneros no conlleva un determinismo ni una imposibilidad de acción política. Al contrario. Dado que la multitud queer lleva en sí misma, como fracaso o r esiduo, la historia de las tecnologías de normalización de los cuerpos, tiene también la posibilidad de intervenir en los dispositivos biotecnológicos de producción de subjetividad sexual (Preciado, 2005: 161).

En fin, desarticulado el prejuicio metafísico que nos concibe portadores de una naturaleza humana inalterable, se hace posible pensarnos como cyborgs, esto es, como «animales tecnológicos» que a lo largo de su historia natural han in-corporado la tecnología –no sólo para prolongar su cuerpo, sino para modificarlo– en vista de los desafíos que les impone el entorno. En el marco de este relato antiesencialista, Preciado asocia a la concepción prostética del género una concepción tecnológica del sexo que radicaliza la subversión de toda identificación sexo-genérica. En la línea del correctivo que Teresa de Lauretis había ofrecido de la concepción foucaultiana de la tecnología de la sexualidad8 , Preciado piensa que el sexo, y no sólo el género, «es una tecnología de dominación heterosocial que reduce el cuerpo a zonas erógenas en función de una distribución asimétrica del poder entre los sexos (femenino/masculino), haciendo coincidir ciertos afectos con determinados órganos, ciertas sensaciones con determinadas reacciones anatómicas» (2002: 22). De esta forma, la tecnología sexual es para Preciado una especie de «mesa de operaciones» abstracta que, dividiendo y fragmentando el cuerpo de modo muy preciso, «recorta órganos y genera zonas de alta intensidad sensitiva y motriz (visual, táctil, olfativa…) que después identifica como centros naturales y anatómicos de la diferencia sexual» (2002: 22, 102103). En la medida que el deseo, la excitación sexual o el orgasmo son el resultado de una economía tecnológica que identifica los órganos reproductivos como órganos sexuales, no sólo se sacrifica en dicho altar quirúrgico la sexualización de la totalidad del cuerpo, sino que se autoriza la explotación material de un sexo sobre el otro. Se canoniza una heteropartición de los cuerpos que no sólo reduce la superficie erótica de los cuerpos a los órganos 97


sexuales reproductivos, sino que privilegia al pene como «único centro mecánico de producción del impulso sexual» (Preciado, 2002: 22). De este modo, la maquinaria contra-sexual de Preciado se coloca más allá del debate entre esencialistas y constructivistas. Es decir, ignora la habitual identificación del género como la «construcción social de la diferencia sexual en diferentes contextos históricos y culturales», correlativa del prejuicio según el cual el sexo y la diferencia sexual serían dependientes de funciones biológicas inalterables (2002: 126, 76). Superando lo que podríamos llamar el «Mito –biológico– de lo Dado», esto es, el presupuesto metafísico común a esencialistas y constructivistas según el cual el cuerpo entraña una estructura mayormente estable, como el código genético, los órganos sexuales, las funciones reproductivas –fundamento último de la identidad de los sujetos sexuados, el «último resto de la naturaleza»–, Preciado no sólo deconstruye la cartografía «hetero» –straight– del cuerpo sexuado, una arquitectura precisa que regula «el contexto en el que los órganos adquieren su significación (relaciones sexuales) y se utilizan con propiedad, de acuerdo a su naturaleza (relaciones heterosexuales)» (2002: 26-27); sino que vuelve borrosos los límites entre la naturalidad de los cuerpos y la artificialidad de las tecnologías (Preciado, 2002: 127). Señalando los modos específicos en que la tecnología se «hace cuerpo» –por ejemplo, a través de los tratamientos hormonales, las dietas, el fitness, los trasplantes de órganos, las siliconas, la ortodoncia, los implantes capilares, etc.–, es decir, evidenciando «esta relación promiscua entre la tecnología y los cuerpos», se emplaza un nuevo orden corporal –posthumano– en el que ni la biología, ni la cultura se imponen como destino.

Conclusiones Como hemos visto hasta aquí, el término «género» no ha revestido una unívoca significación en la historia reciente del feminismo. Más aún, diversas autoras han puesto de manifiesto la pérdida de «su filo crítico» (Scott, 2008: 15), su reducción a la noción de diferencia sexual (De Lauretis, 2000: 33) o su completa irrelevancia teórica (Butler, 2011: 68). Pese a eso, lo cierto es que la noción de género sigue alentando las luchas del movimiento de mujeres o del colectivo LGTB, no sin generar ciertas ambigüedades y conflictos. Como señala Leticia Sabsay: 98


quizá la productividad del concepto se sustente, justamente, no en una cerrada coherencia monolítica, sino al contrario, en su rica y contradictoria multiplicidad. Podría pensarse que si es que el concepto aún funciona, es gracias al hecho de que los feminismos siguen discutiendo qué es el género y cuál es su productividad como herramienta de análisis. De hecho, a la luz de las transformaciones de los últimos treinta años, que todavía pueda funcionar como instrumento analítico seguramente se debe en parte a que se ha dado como un concepto inestable (2011: 42).

Ya en su versión feminista clásica –el «sistema sexo-género»–, ya en la apropiación transfeminista del paradigma biomédico, el «género» sigue deportando beneficios emancipatorios que no habría que menospreciar. En la definición del feminismo de la segunda ola, señalé, mientras que el género es la interpretación cultural –variable y contingente– de la diferencia sexual – mayormente estable–; en el marco del paradigma de la identidad de género, en cambio, el género es una convicción subjetiva –fija y estable– que justifica las modificaciones tecnológicas del cuerpo sexuado –mayormente maleable–. En el primer caso, hemos visto, el feminismo encontró una manera de desestabilizar la aparente inmutabilidad de roles sociales opresivos que garantizan la relación jerárquica y asimétrica entre hombres y mujeres. En el segundo caso, el transfeminismo halló una herramienta para adaptar los aparentes límites del propio cuerpo a la identidad de género autopercibida. Es seguro que ambas versiones del género presuponen compromisos teóricos disímiles y en conflicto; es posible que una y otra perspectiva habiliten agendas políticas no fáciles de reconciliar. Sin embargo, bajo una mirada pragmática y estratégica, es posible pensar que uno y otro vocabulario, útiles para diversos propósitos sociales, aún sigan siendo beneficiosos a la hora de modificar por medio de estrategias siempre nuevas un imaginario patriarcal, androcéntrico y heteronormativo difícil de desmoronar. Pensemos, por ejemplo, en el ideario maternalista que sigue gobernando la vida de muchas mujeres en nuestro medio: mientras se siga creyendo que su finalidad natural es la de ser madres, no habrá posibilidad de que puedan atribuirse a sí mismas otras metas sociales –llevar una vida profesional plena, aspirar a los mismos cargos y salarios que los varones, etc.– o de que se conciban como propietarias de su propio cuerpo –ser libres de abortar cuando lo crean necesario, dedicarse al trabajo sexual sin coacciones y en condiciones salubres, etc–. En ese sentido, la noción tradicional de género bien puede seguir siendo útil 99


para derruir ciertas concepciones universalistas acerca de lo que la feminidad y la masculinidad deben significar. Por otra parte, es claro que la apropiación subversiva de la noción biomédica de género cumple otros propósitos emancipatorios no menos deseables. En la medida que proporciona a cada sujeto la autonomía para gestionar la transformación del propio cuerpo de acuerdo a la identidad de género autopercibida, no sólo hace posible que cada persona pueda tramitar libremente los modos de vivir su corporalidad y/o su subjetividad más allá del binomio macho-hembra, sino que confiere a toda persona el derecho a percibir del Estado el reconocimiento legal –en el más amplio sentido de la palabra– de la identidad de género adoptada, aun cuando ésta no coincida con el género asignado al nacer o con el nombre y sexo registrados en su documentación, sin que medien pericias patologizantes. No otra cosa persigue una ley de identidad de género integral. ¿Podemos, entonces, en vista de tales beneficios, darnos el lujo de abandonar una herramienta –imperfecta e inestable– que aún sigue deparando provecho emancipatorio? Como puede suponerse, son muchas las demandas y las necesidades que justifican la lucha de las mujeres y de las minorías sexo-genéricas. Para satisfacerlas plenamente, tal vez no baste con aprender a utilizar el término «género» en los modos convencionales, o con dotarlo de nuevos y más beneficiosos significados. Nadie puede pensar que la emancipación dependa de usar las palabras apropiadas. Pese a eso, tal vez así se inicie la segura edificación de un escenario social más genuino, inclusivo y democrático.

Notas Pese a la diversidad de significados que connota esta palabra en español, aquí la usar emos en el estricto sentido que le han dado el feminismo y los estudios de género. En inglés es posible distinguir –no así en español– entre «genus» –los géneros lógicos y biológicos–, « genre» –los géneros literarios, artísticos, cinematográficos, etc.– y « gender» –los roles sociales de masculinidad y feminidad–. A lo largo de este capítulo, trataremos de examinar y problematizar las connotaciones que ha ido adquiriendo en las últimas décadas esta última significación. 2 Con «feminismo de la segunda ola» se alude a aquel momento de la militancia feminista que se desarrolló entre los años sesentas y setentas del siglo pasado. Si en la primera ola del feminismo el objetivo fundamental de la actividad emancipatoria de los movimientos de mujeres consistía en la superación de cier tos obstáculos legales a la igualdad –piénsese por ejemplo en la lucha de las sufragistas–, las feministas de la segunda ola ampliaron los límites de su agenda, extendiendo sus demandas a cuestiones tales como la sexualidad, la institución familiar, el mundo laboral y, sobre todo, a los llamados «derechos reproductivos». 1

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3 En una entr evista reciente, interrogada acerca de la distinción sexo-género, Butler señalaba: «No estoy segura de que la distinción entre sexo y género siga siendo importante. Algunos antropólogos en los años ochenta y noventa afirmaban que el sexo era un hecho biológico, y el género, la interpretación social o cultural de ese hecho biológico. Ahora, sin embargo, los historiadores de la ciencia han demostrado que las categorías de sexo han cambiado con el tiempo, que ahora usamos criterios diferentes para deter minar el sexo… No se puede decir que el género sea una forma cultural y el sexo simplemente un asunto biológico, porque la biología misma tiene una historia social y no siempre ha considerado el sexo de la misma manera». Y agregaba: «¿Existe un buen modo de categorizar los cuerpos? ¿Qué nos dicen las categorías? Creo que las categorías nos dicen más sobre la necesidad de categorizar los cuerpos que sobre los cuerpos mismos. A mí me resultó interesante la distinción entre sexo y género porque permite, como decía Beauvoir, diferenciar entre anatomía y función social, de modo que se podría tener una anatomía cualquiera pero la forma social no estaría determinada por la anatomía» (2011: 68-70). 4 Desde los años noventa del siglo pasado, el feminismo de la tercera ola –o también, posfeminismo– supuso una crítica radical de las concepciones, prácticas y agendas del feminismo de la segunda ola, en particular, del modelo único de mujer que presuponía dicha forma de activismo. Esta forma radicalizada y heterogénea de concebir el feminismo no sólo supuso una crítica antiesencialista de ciertas definiciones universalistas de la feminidad –en concreto, la de las mujeres blancas, universitarias, burguesas, heterosexuales–, sino que involucró una revisión profunda del posicionamiento feminista respecto de cuestiones tales como el trabajo sexual, la pornografía, las mujeres trans, etc. En ese marco posfeminista no sólo encontramos los feminismos materialistas y naturalistas y los transfeminismos a los que haremos alusión en la presente sección, sino también el feminismo postestructuralista de Butler resumido en el apartado anterior. 5 Foucault había entendido al sexo como una tecnología dependiente de ciertos dispositivos de poder-saber desplegados por la burguesía desde fines del siglo XVIII con el propósito de asegurar su hegemonía como clase. Dichos mecanismos se ponen en práctica a través de la pedagogía, la medicina y la demografía, suponen la intervención de entidades estatales creadas con ese fin y tienen como objeto fundamental la regulación de la institución familiar. El recurso a tales dispositivos, a saber, la histerización del cuerpo femenino, la pedagogización de la sexualidad infantil, la socialización de las conductas procreadoras y la psiquiatrización del placer per verso, hace suponer a Foucault al menos dos cosas: (1) que las prescripciones y prohibiciones que tales mecanismos generan en relación a la se xualidad lejos de inhibirla, reprimirla u ocultarla, la producen –del mismo modo que la industria produce bienes de consumo y, así, crea deter minadas relaciones sociales–; y (2) que la sexualidad deja de ser una cuestión laica, íntima, reservada a lo privado, para conver tirse en una cuestión de Estado, sujeta a sus regulaciones (De Laur etis, 2000: 46-47; Foucault, 1995). 6 En el vocabulario de Foucault, se ha llamado episteme –o también «campo epistemológico»– a la estructura subyacente que circunscribe el campo del conocimiento, es decir, el horizonte que delimita los modos en que los objetos son percibidos, agrupados y definidos. En sentido estricto, no es una creación humana, sujeta a la voluntad de los sujetos cognoscentes; es más bien el lugar en el cual el hombre es situado y en el que conoce y actúa de acuerdo a las regulaciones estructurales que dicha episteme impone. 7 En los «Principios de Yogyakarta» se enuncia: «La identidad de género se refiere a la vivencia interna e individual del género tal como cada persona la siente profundamente, la cual podría corresponder o no con el sexo asignado al momento del nacimiento, incluyendo la vivencia personal del cuerpo (que podría involucrar la modificación de la apariencia o la función corporal a través de medios médicos, quirúrgicos o de otra índole, siempre que la misma sea libremente escogida) y otras expresiones de género, incluyendo la vestimenta, el modo de hablar y los modales» (2006: 6). 8 El problema con la perspectiva defendida por Foucault, observa de Lauretis, es que «no concibe la sexualidad como radicada en el género, con una for ma masculina y otra femenina, sino que la considera única e igual para todos, y por tanto masculina». Es decir, la sexualidad entendida como construcción y representación sigue siendo en Foucault una concepción patriarcal, androcéntrica en la que la sexualidad femenina, en el mejor de los casos, es «una mera proyección de la masculina, su

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opuesto complementario, su extrapolación» (De Lauretis, 2000: 48) con lo cual se desconoce el modo diversificado en que la tecnología-género constituye los sujetos/cuerpos masculinos y femeninos.

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IDENTIDAD DE GÉNERO Ley 26.743 Establécese el derecho a la identidad de género de las personas. Sancionada: Mayo 9 de 2012 Promulgada: Mayo 23 de 2012 El Senado y Cámara de Diputados de la Nación Argentina reunidos en Congreso, etc. sancionan con fuerza de Ley: ARTICULO 1º — Derecho a la identidad de género. Toda persona tiene derecho: a) Al reconocimiento de su identidad de género; b) Al libre desarrollo de su persona conforme a su identidad de género; c) A ser tratada de acuerdo con su identidad de género y, en particular, a ser identificada de ese modo en los instrumentos que acreditan su identidad respecto de el/los nombre/s de pila, imagen y sexo con los que allí es registrada. ARTICULO 2° — Definición. Se entiende por identidad de género a la vivencia interna e individual del género tal como cada persona la siente, la cual puede corresponder o no con el sexo asignado al momento del nacimiento, incluyendo la vivencia personal del cuerpo. Esto puede involucrar la modificación de la apariencia o la función corporal a través de medios farmacológicos, quirúrgicos o de otra índole, siempre que ello sea libremente escogido. También incluye otras expresiones de género, como la vestimenta, el modo de hablar y los modales. ARTICULO 3º — Ejercicio. Toda persona podrá solicitar la rectificación registral del sexo, y el cambio de nombre de pila e imagen, cuando no coincidan con su identidad de género autopercibida. ARTICULO 4º — Requisitos. Toda persona que solicite la rectificación registral del sexo, el cambio de nombre de pila e imagen, en virtud de la presente ley, deberá observar los siguientes requisitos: 1. Acreditar la edad mínima de dieciocho (18) años de edad, con excepción de lo establecido en el artículo 5° de la presente ley. 2. Presentar ante el Registro Nacional de las Personas o sus oficinas seccionales correspondientes, una solicitud manifestando encontrarse amparada por la presente ley, requiriendo la rectificación registral de la partida de nacimiento y el nuevo documento nacional de identidad correspondiente, conservándose el número original. 3. Expresar el nuevo nombre de pila elegido con el que solicita inscribirse. En ningún caso será requisito acreditar intervención quirúrgica por reasignación genital total o parcial, ni acreditar terapias hormonales u otro tratamiento psicológico o médico.


ARTICULO 5° — Personas menores de edad. Con relación a las personas menores de dieciocho (18) años de edad la solicitud del trámite a que refiere el artículo 4º deberá ser efectuada a través de sus representantes legales y con expresa conformidad del menor, teniendo en cuenta los principios de capacidad progresiva e interés superior del niño/a de acuerdo con lo estipulado en la Convención sobre los Derechos del Niño y en la Ley 26.061 de protección integral de los derechos de niñas, niños y adolescentes. Asimismo, la persona menor de edad deberá contar con la asistencia del abogado del niño prevista en el artículo 27 de la Ley 26.061. Cuando por cualquier causa se niegue o sea imposible obtener el consentimiento de alguno/a de los/as representantes legales del menor de edad, se podrá recurrir a la vía sumarísima para que los/as jueces/zas correspondientes resuelvan, teniendo en cuenta los principios de capacidad progresiva e interés superior del niño/a de acuerdo con lo estipulado en la Convención sobre los Derechos del Niño y en la Ley 26.061 de protección integral de los derechos de niñas, niños y adolescentes. ARTICULO 6° — Trámite. Cumplidos los requisitos establecidos en los artículos 4° y 5°, el/la oficial público procederá, sin necesidad de ningún trámite judicial o administrativo, a notificar de oficio la rectificación de sexo y cambio de nombre de pila al Registro Civil de la jurisdicción donde fue asentada el acta de nacimiento para que proceda a emitir una nueva partida de nacimiento ajustándola a dichos cambios, y a expedirle un nuevo documento nacional de identidad que refleje la rectificación registral del sexo y el nuevo nombre de pila. Se prohíbe cualquier referencia a la presente ley en la partida de nacimiento rectificada y en el documento nacional de identidad expedido en virtud de la misma. Los trámites para la rectificación registral previstos en la presente ley son gratuitos, personales y no será necesaria la intermediación de ningún gestor o abogado. ARTICULO 7° — Efectos. Los efectos de la rectificación del sexo y el/los nombre/s de pila, realizados en virtud de la presente ley serán oponibles a terceros desde el momento de su inscripción en el/los registro/s. La rectificación registral no alterará la titularidad de los derechos y obligaciones jurídicas que pudieran corresponder a la persona con anterioridad a la inscripción del cambio registral, ni las provenientes de las relaciones propias del derecho de familia en todos sus órdenes y grados, las que se mantendrán inmodificables, incluida la adopción. En todos los casos será relevante el número de documento nacional de identidad de la persona, por sobre el nombre de pila o apariencia morfológica de la persona. ARTICULO 8° — La rectificación registral conforme la presente ley, una vez realizada, sólo podrá ser nuevamente modificada con autorización judicial. ARTICULO 9° — Confidencialidad. Sólo tendrán acceso al acta de nacimiento originaria quienes cuenten con autorización del/la titular de la misma o con orden judicial por escrito y fundada. No se dará publicidad a la rectificación registral de sexo y cambio de nombre de pila en ningún caso, salvo autorización del/la titular de los datos. Se omitirá la publicación en los diarios a que se refiere el artículo 17 de la Ley 18.248. ARTICULO 10. — Notificaciones. El Registro Nacional de las Personas informará el cambio de documento nacional de identidad al Registro Nacional de Reincidencia, a la Secretaría del Registro Electoral correspondiente para la corrección del padrón electoral y a los organismos


que reglamentariamente se determine, debiendo incluirse aquéllos que puedan tener información sobre medidas precautorias existentes a nombre del interesado. ARTICULO 11. — Derecho al libre desarrollo personal. Todas las personas mayores de dieciocho (18) años de edad podrán, conforme al artículo 1° de la presente ley y a fin de garantizar el goce de su salud integral, acceder a intervenciones quirúrgicas totales y parciales y/o tratamientos integrales hormonales para adecuar su cuerpo, incluida su genitalidad, a su identidad de género autopercibida, sin necesidad de requerir autorización judicial o administrativa. Para el acceso a los tratamientos integrales hormonales, no será necesario acreditar la voluntad en la intervención quirúrgica de reasignación genital total o parcial. En ambos casos se requerirá, únicamente, el consentimiento informado de la persona. En el caso de las personas menores de edad regirán los principios y requisitos establecidos en el artículo 5° para la obtención del consentimiento informado. Sin perjuicio de ello, para el caso de la obtención del mismo respecto de la intervención quirúrgica total o parcial se deberá contar, además, con la conformidad de la autoridad judicial competente de cada jurisdicción, quien deberá velar por los principios de capacidad progresiva e interés superior del niño o niña de acuerdo con lo estipulado por la Convención sobre los Derechos del Niño y en la Ley 26.061 de protección integral de los derechos de las niñas, niños y adolescentes. La autoridad judicial deberá expedirse en un plazo no mayor de sesenta (60) días contados a partir de la solicitud de conformidad. Los efectores del sistema público de salud, ya sean estatales, privados o del subsistema de obras sociales, deberán garantizar en forma permanente los derechos que esta ley reconoce. Todas las prestaciones de salud contempladas en el presente artículo quedan incluidas en el Plan Médico Obligatorio, o el que lo reemplace, conforme lo reglamente la autoridad de aplicación. ARTICULO 12. — Trato digno. Deberá respetarse la identidad de género adoptada por las personas, en especial por niñas, niños y adolescentes, que utilicen un nombre de pila distinto al consignado en su documento nacional de identidad. A su solo requerimiento, el nombre de pila adoptado deberá ser utilizado para la citación, registro, legajo, llamado y cualquier otra gestión o servicio, tanto en los ámbitos públicos como privados. Cuando la naturaleza de la gestión haga necesario registrar los datos obrantes en el documento nacional de identidad, se utilizará un sistema que combine las iniciales del nombre, el apellido completo, día y año de nacimiento y número de documento y se agregará el nombre de pila elegido por razones de identidad de género a solicitud del interesado/a. En aquellas circunstancias en que la persona deba ser nombrada en público deberá utilizarse únicamente el nombre de pila de elección que respete la identidad de género adoptada. ARTICULO 13. — Aplicación. Toda norma, reglamentación o procedimiento deberá respetar el derecho humano a la identidad de género de las personas. Ninguna norma, reglamentación o procedimiento podrá limitar, restringir, excluir o suprimir el ejercicio del derecho a la identidad de género de las personas, debiendo interpretarse y aplicarse las normas siempre a favor del acceso al mismo. ARTICULO 14. — Derógase el inciso 4° del artículo 19 de la Ley 17.132.


ARTICULO 15. — Comuníquese al Poder Ejecutivo Nacional. DADA EN LA SALA DE SESIONES DEL CONGRESO ARGENTINO, EN BUENOS AIRES, A LOS NUEVE DIAS DEL MES DE MAYO DEL AÑO DOS MIL DOCE. — REGISTRADA BAJO EL Nº 26.743 — AMADO BOUDOU. — JULIAN A. DOMINGUEZ. — Gervasio Bozzano. — Juan H. Estrada.


La tecnología del género* Teresa de Lauretis Deseo agradecer a mis alumnos/as del seminario de Historia de la Conciencia sobre Temas en teoría feminista: tecnologías de género por sus comentarios y observaciones y a mi colega Hayden White por su lectura cuidadosa de este ensayo, todos/ as ellos/as me ayudaron a formular más claramente algunos de los problemas aquí discutidos.

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Tomado de Technologies of Gender. Essays on Theory, Film and Fiction, London, Macmillan Press, 1989, págs. 1-30.


En los escritos feministas y en las prácticas culturales de los años 60 y 70, la noción de género como diferencia sexual era central para la crítica de protesta, la relectura de las representaciones culturales y narrativas, el cuestionamiento de las teorías de la subjetividad y la textualidad, para la escritura, la lectura, y para el carácter de espectador/a. La noción de género como diferencia sexual ha fundamentado y sustentado las intervenciones feministas en la arena del conocimiento formal y abstracto, en los campos cognitivos y epistemológicos definidos por las ciencias sociales y físicas tanto como por las ciencias humanas o humanidades. Al mismo tiempo e independientes de aquellas intervenciones se elaboraban prácticas y discursos específicos, y se creaban espacios sociales (espacios generizados, en el sentido de los “espacios de mujeres” [women’s room], tales como los grupos CR, los comités de mujeres dentro de las disciplinas, los Estudios de la Mujer [Women’s Studies], los periódicos o medios de información colectivos feministas, etc.) en los cuales la diferencia sexual misma podía afirmarse, consignarse, analizarse, especificarse o verificarse. Pero esa noción de género como diferencia sexual y sus nociones derivadas -cultura de mujeres, maternidad, escritura femenina, femineidad, etc.- se han tornado, ahora, una limitación, algo así como una desventaja para el pensamiento feminista. Al enfatizar lo sexual, la diferencia sexual es en primera y última instancia una diferencia de las mujeres respecto de los varones, de lo femenino respecto de lo masculino; y aún la noción más abstracta de diferencias sexuales que resulta no de la biología o de la socialización sino del significado y de los efectos discursivos (el énfasis aquí está puesto menos en lo sexual que en las diferencias en tanto différance), termina siendo, en última instancia, una diferencia (de mujer) respecto del varón, o mejor, la instancia misma de la diferencia en el varón. El hecho de que se siga planteando la cuestión del género en uno u otro de estos términos, cuando la crítica al patriarcado ya ha sido completamente delineada, mantiene al pensamiento feminista atado a los términos del patriarcado occidental mismo, contenido en el marco de una oposición conceptual que está “siempre lista” inscripta en lo que Fredric Jameson llamaría “el inconciente político” de los discursos culturales dominantes y sus “narrativas principales” subyacentes -sean ellas biológicas, médicas, legales, filosóficas o literarias- y, de esta manera tenderá a reproducirse a sí mismo, a retextualizarse, aún en las reescrituras feministas de las narrativas culturales, como veremos. El primer límite de diferencia(s) sexual(es), entonces, es que constriñe al pensamiento crítico feminista dentro del marco conceptual de una oposición sexual universal (la mujer como la diferencia respecto del varón, ambos universalizados; o la mujer como diferencia tout court, y por esto igualmente universalizada) que hace muy difícil, si no imposible, articular las diferencias de las mujeres respecto de la Mujer, es decir, las diferencias entre las mujeres o, quizás más exactamente, las diferencias dentro de las mujeres. Por ejemplo, las diferencias entre las mujeres que usan velo, las mujeres que “visten la máscara” (en palabras de Paul Laurence Dunbar, frecuentemente citado por las mujeres escritoras norteamericanas negras), y las mujeres que “se enmascaran” (el término es de Joan Riviere) no pueden entenderse como diferencias sexua-

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les. 1 Desde ese punto de vista, no existirían diferencias en absoluto, y todas las mujeres no serían sino copias de diferentes personificaciones de alguna arquetípica esencia de mujer, representaciones más o menos sofisticadas de una femineidad metafísico-discursiva. Una segunda limitación de la noción de diferencia(s) sexual(es) es que trata de retener o de recuperar el potencial epistemológico radical del pensamiento feminista dentro de las paredes de la casa principal, tomando prestada la metáfora de Audre Lorde antes que la nietzscheana prisión del lenguaje, por razones que en este momento parecerán superficiales. Por potencial epistemológico radical quiero decir la posibilidad, ya emergente en los escritos feministas de la década de los 80, de concebir al sujeto social y a las relaciones de la subjetividad para la socialización de otro modo: un sujeto constituido en el género, seguramente, no sólo por la diferencia sexual sino más bien a través de representaciones lingüísticas y culturales, un sujeto en-gendrado también en la experiencia de relaciones raciales y de clase, además de sexuales; un sujeto, en consecuencia, no unificado sino múltiple y no tanto dividido como contradictorio. Para comenzar a especificar esta otra clase de sujeto y articular sus relaciones con un campo social heterogéneo, necesitamos una noción de género que no esté tan ligada con la diferencia sexual como para ser virtualmente coextensiva con ella y, como tal, por una parte, se presuponga al género como derivado no problemáticamente de la diferencia sexual mientras, por otro lado, pueda ser subsumido en las diferencias sexuales como un efecto del lenguaje o como puramente imaginario, nada que ver con lo real. Este lazo, esta mutua contención entre género y diferencia(s) sexual(es), necesita ser desatada y deconstruida. Puede ser un punto de arranque pensar al género en paralelo con las líneas de la teoría de la sexualidad de Michel Foucault, como una “tecnología del sexo” y proponer que, también el género, en tanto representación o auto-representación, es el producto de variadas tecnologías sociales -como el cine- y de discursos institucionalizados, de epistemologías y de prácticas críticas, tanto como de la vida cotidiana. Podríamos decir entonces que, como la sexualidad, el género no es una propiedad de los cuerpos o algo originalmente existente en los seres humanos, sino el conjunto de efectos producidos en los cuerpos, los comportamientos y las relaciones sociales, en palabras de Foucault, por el despliegue de una tecnología política compleja.2 Pero debe decirse ante todo, y de ahí el título de este ensayo, que pensar al género como el producto y el proceso de un conjunto de tecnologías sociales, de aparatos tecno-sociales o bio-médicos es, ya, haber ido mas allá de Foucault, porque su comprensión crítica de la tecnología del sexo no tuvo en cuenta

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Para más discusiones de estos términos, ver de LAURETIS, Teresa ed., Feminist Studies/ Critical Studies, Bloomington, Indiana University Press, 1986, especialmente los ensayos de Sondra O’Neale y Mary Russo. FOUCAULT, Michel, The History of Sexuality. Vol.I: An Introduction, trad. Robert Hurley, Nueva York, Vintage Books, 1980, pág. 127. [Hay traducción castellana, Historia de la sexualidad, Madrid, Siglo veintiuno, 1977]

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la instanciación diferencial de los sujetos femeninos y masculinos, y al ignorar las conflictivas investiduras de varones y mujeres en los discursos y las prácticas de la sexualidad, la teoría de Foucault, de hecho, excluye, si bien no impide, la consideración del género.

Procederé a establecer una serie de cuatro proposiciones en orden decreciente de auto-evidencia y luego volveré sobre ellas para elaborarlas con más detalle. (1) El género es (una) representación, lo que no quiere decir que no tenga implicaciones concretas o reales, tanto sociales como subjetivas, para la vida material de los individuos. Todo lo contrario. (2) La representación del género es su construcción, y en el sentido más simple se puede afirmar que todo el arte y la cultura occidental es el cincelado de la historia de esa construcción. (3) La construcción del género continúa hoy tan diligentemente como en épocas anteriores, por ejemplo, como en la era victoriana. Y continúa no sólo donde podría suponerse -en los medios, en la escuela estatal o privada, en los campos de deportes, en la familia, nuclear o extendida o de progenitura únicapara resumir, en lo que Louis Althusser ha llamado los aparatos ideológicos del Estado. La construcción del género continúa también, aunque menos obviamente, en la academia, en la comunidad intelectual, en las prácticas artísticas de vanguardia y en las teorías radicales y hasta y por cierto especialmente, en el feminismo. (4) En consecuencia, paradójicamente, la construcción del género es también afectada por su deconstrucción; es decir por cualquier discurso, feminista u otro, que pudiera dejarla de lado como una tergiversación ideológica. Porque el género, como lo real, es no sólo el efecto de la representación sino también su exceso, lo que permanece fuera del discurso como trauma potencial que, si no se lo contiene, puede romper o desestabilizar cualquier representación.

1. Buscamos género en el American Heritage Dictionary of the English Language y encontramos que es primariamente un término clasificatorio. En gramática es una categoría por la que se clasifican palabras y formas gramaticales de acuerdo no sólo al sexo o a la ausencia de sexo (que es una categoría particular llamada género natural y típica del idioma inglés, por ejemplo) sino también por otras características, por ejemplo, las morfológicas en lo que se llama género gramatical en las lenguas romances. (Recuerdo un trabajo de Roman Jakobson titulado El sexo de los cuerpos celestiales en el que, luego de analizar el género de las palabras para Sol y Luna en una gran variedad de lenguajes, llegó a la refrescante conclusión de que no hay ningún patrón que sustente la idea de una ley universal determinante de la masculinidad o la femineidad del Sol o de la Luna. ¡Gracias al cielo!).

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El segundo sentido de género dado en el diccionario es clasificación de sexo; sexo. Esta proximidad entre gramática y sexo, sumamente interesante, no se encuentra entre las lenguas romances (las que, se cree comúnmente, son habladas por gente más romántica que la anglo-sajona). El español género, el italiano genere y el francés genre no tienen directamente la connotación de un género personal, que es trasmitido, en cambio, por la palabra para el sexo. Y por esta razón, podría parecer que la palabra genre adoptada del francés para referir a la clasificación específica de las formas artísticas y literarias (en primer lugar la pintura) está también desprovista de toda denotación sexual, como lo está también la palabra genus, la etimología latina de género, usada en inglés como un término clasificatorio en la biología y en la lógica. Un interesante corolario de esta peculiaridad lingüística del inglés, o sea la aceptación del género que refiere al sexo, es que la noción de género que estoy discutiendo, y por lo tanto la totalidad de la enmarañada cuestión de la relación del género humano con la representación, son totalmente intraducibles a cualquier lengua romance, un pensamiento sensato para quien pudiera estar tentado de adoptar una visión internacionalista, no digo universal, del proyecto de teorizar sobre el género. Volviendo al diccionario, entonces, encontramos que el termino género es una representación; y no sólo una representación en el sentido en el que cada palabra, cada signo, refiere (representa) a su referente, ya sea un objeto, una cosa o un ser animado. El término género es, en efecto, la representación de una relación, ya sea que pertenezca a una clase, a un grupo o a una categoría. El género es la representación de una relación, o, si puedo, por un momento, entrometerme con mi segunda proposición, el género construye una relación entre una entidad y otras entidades que están constituidas previamente como una clase, y esa relación es de pertenencia; de este modo, el género asigna a una entidad, digamos a un individuo, una posición dentro de una clase y, por lo tanto, también una posición vis-a-vis con otras clases preconstituidas. (Estoy usando el término clase deliberadamente, pero aquí no quiero significar clases social(es), porque deseo retener la comprensión de Marx de clase como un grupo de individuos ligados por determinaciones sociales e intereses -incluyendo, muy puntualmente, la ideología- la que no es ni elegida libremente ni fijada arbitrariamente). Así, el género representa no a un individuo sino a una relación, y a una relación social; en otras palabras, representa a un individuo en una clase. El género neutro en inglés, una lengua que se apoya en el género natural (notamos, al pasar, que natural está siempre presente en nuestra cultura desde el comienzo mismo que es, precisamente, el lenguaje) se atribuye a palabras referidas a entidades sin sexo o asexuadas, objetos o individuos marcados por la ausencia de sexo. Las excepciones a esta regla muestran la sabiduría popular del uso: una criatura [child] es neutro en género, y su modificador posesivo correcto es its -como me enseñaron cuando aprendí inglés hace muchos años- aunque la mayoría de la gente use his y algunos más reciente y raramente y hasta inconsistentemente usen his o her. Aunque una criatura tiene un sexo por naturaleza, no adquiere un género hasta que se vuelve (o sea hasta que sea significado/a como) niño

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o niña.3 Lo que la sabiduría popular sabe, entonces, es que el género no es el sexo, un estado natural, sino la representación de cada individuo en términos de una relación social particular que pre-existe al individuo y es predicada en la oposición conceptual y rígida (estructural) de dos sexos biológicos. Esta estructura conceptual es lo que las científicas sociales feministas han designado el sistema sexogénero. Las concepciones culturales de lo masculino y lo femenino como dos categorías complementarias aunque mutuamente excluyentes en las que los seres humanos están ubicados, constituye en cada cultura un sistema de género, un sistema simbólico o sistema de significados que correlaciona el sexo con contenidos culturales de acuerdo con valores sociales y jerarquías. A pesar de que los significados cambien en cada cultura, un sistema sexo-género está siempre íntimamente interconectado en cada sociedad con factores políticos y económicos.4 Siguiendo esta línea de pensamiento, la construcción cultural de sexo en género y la asimetría que caracterizan a todos los sistemas de género a través de las culturas (aunque en cada una en un modo particular) son entendidos como ligados sistemáticamente a la organización de la desigualdad social.5 El sistema sexo-género, en suma, es tanto una construcción sociocultural como un aparato semiótico, un sistema de representación que asigna significado (identidad, valor, prestigio, ubicación en la jerarquía social, etc.) a los individuos en la sociedad. Si las representaciones de género son posiciones sociales que conllevan diferentes significados, entonces, para alguien ser representado y representarse como varón o mujer implica asumir la totalidad de los efectos de esos significados. Así, la proposición que afirma que la representación de género es su construcción, siendo cada término a la vez el producto y el proceso del otro, puede ser reformulada más exactamente: la construcción del género es tanto el producto como el proceso de su representación. 2. Cuando Althusser escribió que la ideología representa no el sistema de relaciones reales que gobiernan la existencia de los individuos, sino la relación 3

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No necesito detallar otras excepciones bien conocidas en el uso del inglés tales como el de embarcaciones y de automóviles y de naciones como femeninas. [N.T. Esto no sucede en castellano]. Ver SPENDER, Dale, Man Made Language, Londres, Routeledge y KEGAN, Paul, 1980, para un examen útil de los problemas suscitados en la investigación sociolingüística feminista anglo-americana. Acerca de los problemas filosóficos de género en el lenguaje, y especialmente su subversión en prácticas de escrituras por el empleo estratégico de pronombres personales, ver WITTIG, Monique, The Mark of Gender, FEMINIST ISSUES 5, nº 2 (Fall 1985): 3-12. Ver ORTNER, Sherry B. y WHITEHEAD, Harriet, Sexual Meanings: The Cultural Construction of Gender and Sexuality, Cambridge, Cambridge University Press, 1981. El término sistema sexo/género, fue usado primero por RUBIN, Gayle, The Traffic in Women: Notes toward a Political Economy of Sex, en Toward an Antropology of Women, ed. REITER, Rayna, Nueva York, Monthly Review Press, 1975, págs. 157-210. COLLIER, Jane F. y ROSALDO, Michelle, Politics and Gender in Simple Societies, en ORTNER y WHITEHEAD, Sexual Meanings, pág. 275. En el mismo volumen ver también ORTNER, Sherry B., Gender and Sexuality in Hierarchical Societies, págs. 359-409.

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imaginaria de esos individuos con las relaciones reales en las que ellos viven y que gobiernan su existencia, estaba también describiendo, a mi modo de ver, el funcionamiento del género.6 Pero, se objetará, que el equiparar género con ideología es una reducción o una sobresimplificación. Ciertamente Althusser no lo hace, y tampoco el pensamiento marxista tradicional, donde el género es algo así como una tema marginal, algo limitado a la cuestión de la mujer.7 Porque, como la sexualidad y la subjetividad, el género está ubicado en la esfera privada de la reproducción, la procreación y la familia y no en la esfera pública, social, de lo superestructural, a la que la ideología pertenece y es determinada por las fuerzas económicas y las relaciones de producción. Y más aún, continuando con la lectura de Althusser, encontramos el enunciado enfático Toda ideología tiene la función (que la define) de constituir individuos concretos como sujetos (p.171). Si sustituimos género por ideología, la proposición todavía tiene sentido, pero con un leve cambio de términos. El género tiene la función (que lo define) de constituir individuos concretos como varones y mujeres. En ese cambio es precisamente donde se puede ver la relación de género con ideología y vérselo también como un efecto de la ideología del género. El cambio de sujetos a varones y mujeres marca la distancia conceptual entre dos órdenes de discurso, el discurso de la filosofía o teoría política y el discurso de la “realidad”. El género es dado (y dado por sentado) en el último, pero excluido en el primero. Aunque el sujeto de la ideología althusseriano se deriva más del sujeto de Lacan (que es un efecto de significación, fundado en un falso reconocimiento) que del sujeto de clase unificado del humanismo marxista, es también un sujeto sin género, y tampoco ninguno de estos dos sistemas consideran la posibilidad -y menos aún el proceso de constitución- del sujeto femenino.8 Por lo tanto, por la propia definición de Althusser, estamos autorizadas a preguntar, si el género existe en la realidad, si existe en las relaciones reales que gobiernan la existencia de los individuos pero no en la teoría filosófica o política, entonces, ¿qué representa, por

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ALTHUSSER, Louis, Ideology and Ideological State Apparatuses (Notes Towards an Investigation, en Lenin and Philosophy, Nueva York, Monthly Review Press, 1971, pág. 165. Están incluidas en el texto referencias subsiguientes de este trabajo. Cf. The Woman Question: Selections from the Writings of Karl Marx, Frederick Engels, V. I. Lenin, Joseph Stalin, Nueva York, International Publishers, 1951. Una exposición clara acerca del contexto teórico del sujeto en la ideología de Althusser puede encontrarse en BELSEY, Catherine, Critical Practice, Londres, Methuen, 1980, págs. 5665. En la teoría del sujeto de Lacan, “la mujer” es, por supuesto, una categoría fundamental, pero precisamente como “fantasía” o “síntoma” para el varón, como explica Jacqueline Rose: La mujer está construida como una categoría absoluta (excluida y elevada al mismo tiempo) una categoría que parece garantizar esa unidad del lado del varón...El problema es que una vez que la noción de mujer ha sido tan inexorablemente expuesta como una fantasía, entonces cualquier pregunta semejante [la pregunta por su propia jouissance] se vuelve casi imposible de hacer (LACAN, Jacques, Feminine Sexuality, ROSE, Jacqueline, Nueva York, W. W. Norton, 1982, págs. 47-51. Sobre los sujetos de Lacan y de Althusser juntos, ver HEATH, Stephen, The Turn of the Subject, CINE-TRACTS, nº 8, Summer-Fall 1979, 32-48.

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último, de hecho, sino la relación imaginaria de los individuos con las relaciones reales en las que viven?. En otras palabras, la teoría althusseriana de la ideología es ella misma prisionera y ciega de su propia complicidad con la ideología de género. Pero esto no es todo: lo más importante y lo que va más al punto de mi argumento es que, en la medida en que una teoría pueda ser validada por los discursos institucionales y adquirir poder o control sobre el campo de los significados sociales, la teoría de Althusser puede funcionar en sí misma como una tecnología del género. La novedad de la tesis de Althusser radica en su percepción de que la ideología opera no solo semi-autónomamente desde el nivel económico sino también, fundamentalmente, por medio de su compromiso con la subjetividad (La categoría de sujeto es constitutiva de toda ideología, escribe en la p.171). Es, entonces, paradójico y hasta muy evidente que la conexión entre género e ideología -o la comprensión del género como una instancia de la ideología- no podría haber sido establecida por él. Pero la conexión ha sido explorada por otra vía, por algunas pensadoras feministas quienes también son marxistas. Michèle Barrett, una de ellas, afirma que no sólo es la ideología un lugar primario de construcción del género, sino que la ideología de género...ha jugado un papel importante en la construcción histórica de la división capitalista del trabajo y en la reproducción de la fuerza de trabajo, y en consecuencia es una fiel demostración de la conexión integral entre la ideología y las relaciones de producción.9 El argumento de Barret (propuesto originalmente en su libro de 1980 Women’s Oppression Today) se inscribe en el contexto del debate producido en Inglaterra por la teoría del discurso y otros desarrollos post-althusserianos de la teoría de la ideología y, más específicamente, por la crítica de la ideología promovida por el periódico feminista británico m/f sobre las bases de las nociones de representación y diferencia trazadas desde Lacan y Derrida. Barret cita el trabajo de Parveen Adams A Note on the Distinction between Sexual Division and Sexual Difference, donde la división sexual refiere a las dos categorías mutuamente excluyentes de varones y mujeres como dadas en la realidad: En términos de diferencias sexuales, por otra parte, lo que se debe captar es, precisamente, la producción de diferencias a través de sistemas de representación; el acto de la representación produce diferencias que no pueden ser conocidas de antemano.10 La crítica de Adams a una teoría (marxista) feminista de la ideología que descansa en la noción de patriarcado como dado en la realidad social (en otras palabras, una teoría basada en el hecho de la opresión de las mujeres por los varones) reside en que tal teoría está basada en un esencialismo, sea biológico o sociológico, que asoma aún en el trabajo de aquellas que, como Juliet Mitchell, podría insistir en que el género es un efecto de la representación. En los análisis feministas, sostiene

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BARRET, Michèle, Ideology and the Cultural Production of Gender, en Feminist Criticism and Social Change, ed. NEWTON, Judith y ROSENFELT, Deborah, Nueva York, Methuen, 1985, pág. 74. ADAMS, Parveen, A Note of the Distinction between Sexual Division and Sexual Differences, M/F, nº 3, 1979, 52 (citado en BARRETT, pág. 67).

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Adams, el concepto de un sujeto femenino descansa sobre una homogénea opresión de las mujeres en un estado, la realidad, dado previamente a las prácticas representacionales (pág. 56). Al señalar que esa construcción del género no es más que el efecto de una variedad de representaciones y prácticas discursivas que producen diferencias sexuales no conocidas de antemano (o, en mi propia paráfrasis, el género no es más que la configuración variable de posicionalidades sexo-discursivas), Adams cree que puede evitar la simplicidad de una relación antagónica que está siempre lista entre los sexos que, a sus ojos, es un obstáculo, tanto para los análisis como para las prácticas políticas feministas (pág. 57). Estoy de acuerdo con la respuesta que da Barret en este punto, especialmente en cuanto a sus implicaciones para las políticas feministas: Nosotras no necesitamos hablar de división sexual como siempre lista ahí; nosotras podemos explorar la construcción histórica de las categorías de masculinidad y femineidad sin estar obligadas a rechazar que, históricamente específicas como son, ellas no obstante existen hoy en términos sistemáticos y hasta predictivos (Barrett, págs. 70-71). Sin embargo, el sistema conceptual de Barrett no permite una comprensión de la ideología de género en términos teóricos específicamente feministas. En una nota agregada en la reedición de 1988 del ensayo que he estado citando, reitera su convicción de que la ideología es un lugar extremadamente importante de la construcción del género pero que debería entendérsela más como una parte de una totalidad social que como una práctica o un discurso autónomos (p.83). Esta noción de totalidad social y el espinoso problema de la relativa autonomía de la ideología (en general, y presumiblemente de la ideología de género en particular) respecto de los medios y las fuerzas de producción y/o de las relaciones sociales de producción permanecen muy vagos y no resueltos en los argumentos de Barrett, quien se vuelve menos puntual y menos comprometida a medida en que continúa con la discusión de los modos en los que la ideología de género es (re)producida en la práctica cultural (literaria). Otra manera potencialmente mas útil de plantear la cuestión de la ideología de género está sugerida, aunque no desarrolada totalmente, en el ensayo de 1979 de Joan Kelly The Doubled Vision of Feminist Theory. Una vez que se acepta que la noción feminista fundamental es que lo personal es político, Kelly afirma que no es posible mantener que hay dos esferas de realidad social: la privada, la esfera doméstica de la familia, la sexualidad y la afectividad, y la esfera pública del trabajo y la productividad (que incluiría todas las fuerzas y la mayoría de las relaciones de producción, en términos de Barrett). En cambio, podemos imaginar varias clases interconectadas de relaciones sociales, relaciones de trabajo, de clase, de raza, y de sexo/género: Lo que vemos no son dos esferas de realidad social, sino dos (o tres) conjuntos de relaciones sociales. Por ahora, podría denominarlas relaciones de trabajo y de sexo (o de clase y de raza, y de sexo/género).11 No solamente los

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KELLY, Joan, Women, History and Theory, Chicago, University of Chicago Press, 1984, pág. 58. En el texto hay referencias subsiguientes a este trabajo.

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varones y las mujeres están posicionados/as en forma diferente en esas relaciones, sino que -éste es un punto importante- las mujeres son afectadas de manera diferente en los diferentes conjuntos. La doble perspectiva del análisis feminista contemporáneo, continúa Kelly, es en la que podemos ver los dos órdenes, el sexual y el económico, operando conjuntamente: en cualquiera de las formas históricas que toma la sociedad patriarcal (feudal, capitalista, socialista, etc.), un sistema sexo-género y un sistema de relaciones productivas operan simultáneamente...para reproducir las estructuras masculino-dominantes y socioeconómicas de ese orden social particular (pág. 61). En esta doble perspectiva, por ende, es posible ver bastante claramente la obra de la ideología del género: el lugar de la mujer, o sea, la posición asignada a las mujeres por nuestro sistema sexo/género, como ella enfatiza no es una esfera separada o un dominio de existencia sino una posición dentro de la existencia social general (pág. 57). Ese es otro punto muy importante. Porque si el sistema sexo-género (al que prefiero llamar género tout court para retener la ambigüedad del término, lo que lo hace eminentemente susceptible al control de la ideología tanto como de la deconstrucción) es un conjunto de relaciones sociales obtenidas a lo largo de la existencia social, entonces el género es ciertamente una instancia primaria de la ideología y, obviamente, no sólo para las mujeres. Más aún, es indiferente respecto de si los individuos particulares se ven a sí mismos/as primariamente definidos/as (y oprimidos/as) por el género como las feministas culturales blancas, o primariamente definidas (y oprimidas) por la raza o las relaciones de clase como las mujeres de color.12 La importancia de la formulación de Althusser acerca de la función subjetiva de la ideología -otra vez, en suma, que la ideología necesita un sujeto, un individuo concreto o una persona para obrar sobre ella- aparece ahora más claramente y, como desearía proponer, más central para el proyecto feminista de teorización sobre el género como fuerza político-personal, tanto negativa como positiva. Afirmar que la representación social de género afecta a su construcción subjetiva y que, viceversa, la representación subjetiva del género -o autorepresentación- afecta a su construcción social, deja abierta una posibilidad de agencia y de auto-determinación en el nivel subjetivo e individual de las prácticas cotidianas y micropolíticas que Althusser mismo podría claramente rechazar. A pesar de todo, yo reclamaría esta posibilidad aunque pospongo la discusión hasta las secciones 3 y 4 de este ensayo. Por el momento, volviendo a la proposición 2 que fue reformulada como La construcción de género es tanto el producto como el proceso de su representación, puedo reescribirla: La construcción del género es el producto y el proceso de ambas, de la representación y de la auto-representación.

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Ver, por ejemplo, COLLINS, Patricia, The Emerging Theory and Pedagogy of Black Women’s Studies, FEMINIST ISSUES 6, nº 1 Spring 1986, 3-17; DAVIS, Angela, Women, Race and Class, Nueva York, Random House, 1981; y HOOKS, Bell, Ain’t a Woman: Black Women and Feminism, Boston, Long Haul Press, 1981.

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En la medida en que concierne a una teoría de género, ahora debo discutir con Althusser un problema adicional y es que en su visión, la ideología no deja nada afuera. Es un sistema infalible cuyo efecto es borrar sus propias huellas completamente, de modo que, cualquiera que esté en la ideología, capturado/a en sus redes, se cree a sí mismo/a fuera y libre de ella. No obstante, hay un afuera, un lugar donde la ideología puede verse como lo que es: mistificación, relación imaginaria, engaño; y ese lugar es, para Althusser, la ciencia o el conocimiento científico. Este no es el caso del feminismo y de lo que propongo llamar, para evitar ulteriores equivocaciones, el sujeto del feminismo. Por la frase el sujeto del feminismo entiendo una concepción o una comprensión del sujeto (femenino) no sólo distinto de la Mujer con mayúscula, la representación de una esencia inherente a toda las mujeres (que puede verse como la Naturaleza, la Madre, el Misterio, la Encarnación del Demonio, el Objeto del Deseo y del Conocimiento [masculinos], la Condición Femenina Propiamente Dicha, la Femineidad, etc.), sino también distinta de las mujeres, de las reales, seres históricos y sujetos sociales que son definidos por la tecnología del género y engendradas realmente por las relaciones sociales. El sujeto del feminismo en el que pienso es uno no tan definido, uno cuya definición o concepción está progresando, en éste y otros textos críticos feministas; y, para insistir el punto una vez más, el sujeto del feminismo, muy semejante al sujeto althusseriano, es un constructo teórico (una manera de conceptualizar, de comprender, de explicar ciertos procesos, no las mujeres). Sin embargo, es diferente del sujeto de Althusser, que siendo completamente en la ideología, se cree a sí mismo/a fuera y libre de ella: el sujeto que veo emergiendo de los escritos corrientes y de los debates dentro del feminismo está al mismo tiempo dentro y fuera de la ideología de género y es consciente de estarlo, consciente de ese doble tironeo en direcciones opuestas, de esa división, de esa visión doble. Mi propio argumento en Alicia ya no iba en ese sentido: la discrepancia, la tensión y el constante deslizamiento entre la Mujer como representación, como el objeto y la condición misma de la representación, y, por otra parte, las mujeres como seres históricos, sujetos de relaciones reales, están motivadas y sostenidas por una contradicción lógica e irreconciliable en nuestra cultura: las mujeres están a la vez dentro y fuera del género, a la vez dentro y fuera de la representación.13 Esas mujeres continúan deviniendo la Mujer, continúan atrapadas en el género como el sujeto althusseriano lo está en la ideología, y nosotras persistimos en esta relación imaginaria aun cuando sabemos, como feministas, que no somos eso, sino que somos sujetos históricos gobernadas por relaciones sociales reales, que incluyen centralmente al género; tal es la contradicción sobre la que debe construirse la teoría feminista y su misma condición de posibilidad. Obviamente, entonces, el feminismo

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DE LAURETIS, Teresa, Alice Doesn’t: Feminism, Semiotics, Cinema, Bloomington, Indiana University Press,1984. [Hay traducción castellana, Alicia ya no: Feminismo, Semiótica, Cine, Madrid, Ediciones Cátedra, 1992].

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no puede catalogarse como ciencia, como un discurso o una realidad fuera de la ideología, o afuera del género como una instancia de la ideología.14 De hecho, el cambio en la conciencia feminista que se produce en esta década puede decirse que ha comenzado (si se necesita una fecha) en 1981, el año de la publicación de The Bridge Called My Back, la colección de escritos de las mujeres radicales de color editado por Cherrie Moraga y Gloria Anzaldúa, la que fue seguida en 1982 por la antología de Feminist Press editada por Gloria Hull, Patricia Bell Scott y Barbara Smith con el titulo All the Women Are White, All the Blacks Are Men, but Some of Us Are Brave.15 Fueron estos libros los que primero hicieron asequibles para todas las feministas los sentimientos, los análisis y las posiciones políticas de las feministas de color, y sus críticas del feminismo blanco, la corriente principal. El cambio en la conciencia feminista que fue impulsado inicialmente por trabajos como éstos resulta mejor caracterizado por la conciencia y el esfuerzo de trabajar la complicidad del feminismo con la ideología, tanto con la ideología en general (incluyendo el liberalismo clásico o burgués, el racismo, el colonialismo, el imperialismo y, podría agregar también, con algunas salvedades, el humanismo) como con la ideología de género en particular, es decir, con el heterosexismo. Dije complicidad, no adhesión plena, porque es obvio que el feminismo y la plena adhesión a la ideología de género, en las sociedades centradas en lo masculino, son mutuamente excluyentes. Y agregaría, además, que la conciencia de nuestra complicidad con la ideología de género y las divisiones y contradicciones que sirven

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Acerca de la crítica feminista de la ciencia, FOX KELLER, Evelyn, Reflections on Gender and Science, New Haven, Conn., Yale University Press, 1985 expresa: Una perspectiva feminista acerca de la ciencia nos enfrenta a la tarea de examinar las raíces, las dinámicas y las consecuencias de... lo que debe ser llamado el sistema ciencia-género. Esto nos conduce a preguntarnos cómo las ideologías de género y ciencia se moldean una a la otra en su construcción mutua, cómo la construcción funciona en nuestros acuerdos sociales y cómo afecta a los varones y a las mujeres, a la ciencia y a la naturaleza (pág. 8). [Hay traducción castellana, Reflexiones sobre género y ciencia, Valencia, Edicions Alfons el Magnànim, 1989]. Desplazándonos desde la cuestión de la mujer en ciencia para examinar las distintas epistemologías que animan la crítica feminista de la ciencia, HARDING, Sandra, The Science Question in Feminism, Ithaca, N.Y., Cornell University Press, 1986, plantea alguna cuestiones teóricas cruciales considerando las relaciones entre conocimiento y ser, entre epistemología y metafísica y las alternativas a las epistemologías dominantes desarrolladas para justificar los modos de búsqueda de conocimiento de la ciencia y las formas de ser en el mundo (pág. 24). Las críticas feministas de la ciencia, argumenta, han producido una colección de cuestiones conceptuales que amenzan tanto a nuestra identidad cultural como a una sociedad democrática y socialmente progresista, como a nuestro núcleo de identidades personales en tanto individuos genéricamente diferentes (págs. 28-29). Es apropiada una última referencia en este contexto: WARREN, Mary Ann, Gendercide, Towota, N.J., Rowman y Allanheld, 1985, un estudio sobre la creciente tecnología de la selección de sexo, reseñada por MINDEN, Shelley, en The Women’s Review of Books, febrero de 1986, págs. 13-14. This Bridge Called My Back fue publicado originalmente por Persephone Press en 1981. Ahora está disponible en su segunda edición, reimpresa por Kitchen Table, Women of Color Press, Nueva York, 1983.

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a ella son lo que debe caracterizar hoy a todos los feminismos en los Estados Unidos, ya no sólo a las mujeres de clase media blancas que fueron las primeras forzadas a examinar nuestra relación con las instituciones, con las prácticas políticas, con los aparatos culturales, y entonces también con el racismo, el antisemitismo, el heterosexismo, el clasismo, etc.; porque la conciencia de complicidad con las ideologías de género de sus culturas y subculturas particulares está también emergiendo en los escritos más recientes de las mujeres negras y latinas y de aquellas lesbianas, de cualquier color, que se identifiquen a sí mismas como feministas.16 Hasta qué grado esta más nueva o emergente conciencia de complicidad actúa con o contra la conciencia de opresión, es una cuestión central para la comprensión de la ideología en estos tiempos posmodernos y poscoloniales. Esta es la razón por la que a pesar de las divergencias, de las diferencias políticas y personales y del empeño que encierran a los debates feministas dentro y a través de líneas sexuales, raciales y étnicas, podemos mantener la esperanza de que el feminismo seguirá desarrollando una teoría radical y una práctica de transformación sociocultural. Para que ello ocurra, sin embargo, debe retenerse la ambigüedad del género; y esto es sólo aparentemente una paradoja. No podemos resolver o disipar la incómoda condición de estar al mismo tiempo dentro y fuera del género o bien por desexualizarlo (haciendo del género meramente una metáfora, una cuestión de differánce, de efectos puramente discursivos) o por androginizarlo (alegando la misma experiencia de condiciones materiales para ambos sexos en una clase, raza o cultura determinada). Pero me he anticipado a lo que discutiré más adelante. Me he extralimitado nuevamente, ya que no he trabajado aún en la tercera proposición, la que establece que la construcción de género a través de su representación continúa hoy tanto o más que en otros tiempos. Comenzaré con un muy simple ejemplo cotidiano y luego continuaré con pruebas más elevadas. 3. La mayoría de nosotras -las que somos mujeres; no se aplicará a quienes son varones- cuando completa un formulario, probablemente examina el casillero F antes que el M. Difícilmente ocurriría que marcáramos el M. Sería como hacer trampa o, peor, como no existir, como borrarnos del mundo. (Para los varones marcar el casillero F, aunque estuvieran tentados de hacerlo, tendría otra serie de implicaciones). Porque en el preciso instante en que por primera vez marcamos el cuadradito al lado de la F, ingresamos oficialmente en el sistema sexo-género, en las relaciones sociales de género y devenimos en-gendradas [en-gendered] como mujeres; es decir, no es sólo que las demás personas nos consideren mujeres, sino que desde ese momento nosotras mismas nos hemos estado representando como mujeres. Ahora bien,

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Ver, por ejemplo, CLARK, Cheryl, Lesbianism: An Act of Resistance, y QUINTANALES, Mirtha, I Paid Very Hard for My Inmigrant Ignorance ambos en This Bridge Called My Back, MORAGA, Cherrie From a Long Line of Vendidas, y RADFORD-HILL, Sheila, Considering Feminism as a Model for Social Change, ambos en de LAURETIS, Feminist Studies/Critical Studies, y BULKIN, Elly, BRUCE PRATT, Minnie y SMITH, Barbara, Yours in Struggle: Three Feminist Perspectives on Anti-Semitism and Racism, Brooklyn, N.Y., Long Haul Press, 1984.

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pregunto, ¿no es eso lo mismo que decir que la F al lado del casillero que marcamos al llenar el formulario se nos ha adherido como un vestido de seda mojado? ¿O que mientras creíamos que marcábamos la F en el formulario, en realidad la F nos marcaba a nosotras?. Este es, por supuesto, el proceso descripto por Althusser con la palabra interpelación, el proceso por el cual una representación social es aceptada y absorbida por un individuo como su (de ella o de él) propia representación y así volverse, para ese individuo, real, aún cuando en realidad es imaginaria. No obstante, mi ejemplo es demasiado simple. No explica cómo se construye la representación y cómo entonces se la acepta y se la absorbe. Para este propósito vayamos ante todo a Michel Foucault. El primer volumen de la Historia de la sexualidad de Foucault ha tenido gran influencia, en especial su atrevida tesis de que la sexualidad, comúnmente pensada tanto natural como íntima y privada, es en realidad completamente construida en la cultura de acuerdo con los propósitos políticos de la clase social dominante. El análisis de Foucault comienza con una paradoja: las prohibiciones y regulaciones relativas a los comportamientos sexuales, ya sean hablados por autoridades religiosas, legales o científicas, lejos de constreñir o reprimir la sexualidad, por el contrario la han producido y continúan haciéndolo en el sentido en que la maquinaria industrial produce bienes o comodidades y al hacerlo, también produce relaciones sociales. De ahí la noción de tecnología del sexo, que define como un conjunto de técnicas para maximizar la vida que han sido desarrolladas y desplegadas por la burguesía desde finales del siglo XVIII para asegurar su supervivencia de clase y su hegemonía permanente. Esas técnicas involucran la elaboración de discursos (clasificación, medición, evaluación, etc.) acerca de cuatro figuras privilegiadas u objetos de conocimiento: la sexualización de los niños y del cuerpo femenino, el control de la procreación y la psiquiatrización del comportamiento sexual anómalo como perversión. Estos discursos implementados a través de la pedagogía, la medicina, la demografía y la economía, fueron fijados o sostenidos por las instituciones del estado y se tornaron especialmente focalizados en la familia; sirvieron para difundir e implantar, en el sugestivo término foucaultiano, esas figuras y modos de conocimiento en cada individuo, familia e institución. Esta tecnología, remarcó, hizo del sexo no sólo un asunto secular, sino también un asunto del estado; para ser más exactos, el sexo se convirtió en una materia que requería del cuerpo social en su totalidad y virtualmente de todos sus individuos, que se pusieran a sí mismos bajo vigilancia.17 17

FOUCAULT, M., The History of Sexuality, pág. 116. El parágrafo precedente aparece también en otro ensayo de este volumen, The Violence of Rethoric, [hay traducción castellana, La violencia de la retórica. Consideraciones sobre representación y género, en TRAVESÍAS, Año 2, nº 2, (octubre 1994)] escrito antes que este trabajo, cuando primero consideré la aplicabilidad de la noción de Foucault de tecnología de sexo para la construcción del género. Escribí: Así como es iluminador su trabajo para nuestra comprensión de los mecanismos de poder en las relaciones sociales, su valor crítico está limitado por su descuido por lo que, después de él, podríamos llamar la tecnología del género, las técnicas y estrategias discursivas por las cuales es construido el género.

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La sexualización del cuerpo femenino ha sido ciertamente una figura u objeto de conocimiento favoritos en los discursos de la ciencia médica, la religión, el arte, la literatura, la cultura popular, etc. Desde Foucault han aparecido varios estudios que consignan el tema, más o menos explícitamente, en su esquema histórico metodológico;18 pero la conexión entre mujer y sexualidad y la identificación de lo sexual con el cuerpo femenino, tan penetrante en la cultura occidental, había sido, desde hacía mucho, una preocupación mayor de la crítica feminista y del movimiento de mujeres con independencia de Foucault, por supuesto. En particular la crítica de cine feminista se había ocupado de ese tema con un esquema conceptual que, aunque no procedía de Foucault, no era, sin embargo, del todo disímil. Desde un tempo antes de la publicación del primer volumen de Historia de la sexualidad en Francia (La volonté de savoir, 1976) las teóricas feministas del cine habían estado escribiendo acerca de la sexualización de la estrella femenina en la narrativa del cine y analizando las técnicas cinemáticas (iluminación, encuadre, edición, etc.) y los códigos cinemáticos específicos (por ejemplo, el sistema de la mirada) que construye a la mujer como imagen, como el objeto de la mirada voyeurista del espectador; y habían desarrollando un relevamiento y una crítica de los discursos psico-sociales, estéticos y filosóficos que subyacen en la representación del cuerpo femenino como el sitio primario de la sexualidad y del placer visual.19 El entender al cine como una tecnología social, como un aparato cinemático fue desarrollado en la teoría del cine contemporáneamente con el trabajo de Foucault, pero independientemente de él; más bien, como la palabra apparatus sugiere, fue influenciado directamente por el trabajo de Althusser y Lacan.20 Hay pocas dudas, en todo caso, de que el cine -el aparato cinemático- es una tecnología de género como he argumentado a lo largo de Alicia ya no, espero que convincentemente, si bien no con estas mismas palabras, La teoría del aparato cinemático está más interesada que la de Foucault en responder a ambas partes de la pregunta de la que partí: no sólo cómo es construida por la tecnología dada la representación del género, sino también cómo es asimilada subjetivamente por cada individuo al que esa tecnología se dirige. Para la segunda parte de la cuestión, la noción crucial es el concepto de espectador/a, que la teoría

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Por ejemplo, POOVER, Mary, Scenes of an Indelicate Character: The Medical Treatment of Victorian Women, REPRESENTATIONS, nº 14 (Spring 1986) 137-68; y DOANE, Mary Anne Clinical Eyes: The Medical Discourse, un capítulo de su libro The Desire to Desire: “The Woman’s Film” of the 1940s, Bloomington, Indiana University Press, 1987. Aunque pueden encontrarse referencias más detalladas del trabajo feminista en cine en Alice Doesn’t, deseo mencionar dos textos críticos fundamentales, ambos publicados en 1975 (el año en que Surveiller et Punir [Discipline and Punish] de Foucault apareció por primera vez en Francia) [Hay traducción castellana, Vigilar y castigar, Madrid, Siglo XXI]: MULVEY, Laura, Visual Pleasure and Narrative Cinema, SCREEN 16, nº 3 (Agosto 1975), 6-18; y HEATH, Stephen, Narrative Space, ahora en Questions of Cinema, Bloomington, Indiana University Press, 1981, págs. 19-75. de LAURETIS, Teresa y HEATH, Stephen, eds., The Cinematic Apparatus, London, Macmillan, 1980.

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feminista del cine ha establecido como concepto generizado, es decir, los modos en los cuales cada espectador/a individual es apelado por la película, los modos en los cuales su identificación (femenina o masculina) es solicitada y estructurada en el film mismo,21 están íntima e intencionalmente, conectados con el género del espectador/a, aunque no siempre explicitamente. En ambos, en los escritos críticos y en las prácticas del cine de mujeres, la exploración de la condición de espectadora femenina está dándonos un análisis sutilmente articulado, de las modalidades de ver cine por las mujeres y formas cada vez más sofisticadas de dirección al hacer cine (como se discute en los capítulos 7 y 8). Este trabajo crítico está produciendo un conocimiento del cine y de la tecnología del sexo al que la teoría de Foucault no podría conducir, en sus propios términos, ya que ahí la sexualidad no es entendida como generizada, como teniendo una forma masculina y una forma femenina, sino que se la toma como una y la misma para todos y, consecuentemente, como masculina (discusiones posteriores sobre este punto se encontrarán en el capítulo 2). No estoy hablando de la libido, que Freud decía que era sólo una, y pienso que puede haber estado en lo cierto. Estoy hablando aquí de la sexualidad como una construcción y una (auto)representación, y que ambas sí tienen una forma femenina y una forma masculina, a pesar de que en el esquema mental centrado en lo masculino o patriarcal la forma femenina es una proyección de la masculina, su opuesto complementario, su extrapolación, la costilla de Adán, como se suele decir. Así que, aún cuando esté localizada en el cuerpo de la mujer (vista, escribió Foucault, como completamente saturada con la sexualidad, pág. 104), la sexualidad es percibida como un atributo o una propiedad del varón. Como Lucy Bland afirma en respuesta a un artículo sobre la construcción histórica de la sexualidad en términos foucaultianos -un artículo que no sorprendentemente omite lo que ella considera uno de los aspectos centrales de la construcción histórica de la sexualidad, es decir su construcción como género específico- las concepciones variadas de la sexualidad a través de la historia occidental, aunque diversas entre sí, se han basado en el contraste permanente entre la sexualidad masculina y la femenina.22 En otras palabras, la sexualidad femenina ha sido invariablemente definida en contraste tanto como en relación al varón. La concepción de la sexualidad sostenida por las feministas de la primera ola, hacia el cambio de siglo, no fue una excepción: si ellas reclamaban la castidad y se oponían a toda actividad sexual porque degrada a las mujeres al nivel de los varones, o si clamaban por una libre expresión de la función natural y calidad espiritual del sexo de parte de las mujeres, era porque el sexo significaba

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En el texto fílmico en particular, pero siempre por medio del aparato completo, incluyendo los géneros cinemáticos, la industria fílmica, y la historia de la máquinacinematográfica completa, como Stephen Heath la ha definido. (The Cinematic Apparatus: Technology as Historical and Cultural Form, en de LAURETIS y HEATH, The Cinematic Apparatus, pág. 7). BLAND, Lucy, The Domain of the Sexual: A Response, SCREEN EDUCATION, nº 39 (Summer 1981), pág. 56. En el texto están incluidas referencias subsiguientes de este trabajo.

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intercambio heterosexual y primariamente penetración. Es recién en el feminismo contemporáneo que han aparecido las nociones de una sexualidad de las mujeres diferente o autónoma y de identidades sexuales no-masculino- relacionadas. Pero igual, Bland observa, el desplazamiento del centro de la escena sexual del acto sexual como penetración queda como una tarea que aún hoy nos preocupa (pág. 67). La polaridad masculino/femenino ha sido y sigue siendo un tema central en casi todas las representaciones de la sexualidad. Para el “sentido común”, la sexualidad masculina y la femenina se erigen como distintas: la sexualidad masculina es entendida como activa, espontánea, genital, fácilmente elevada por “objetos” y fantasías, mientras que la femenina es pensada en términos de su relación con la sexualidad masculina, básicamente como expresión y respuesta al varón. (pág. 57)

De aquí la paradoja que estropea la teoría de Foucault, al igual que otras teorías contemporáneas radicales pero androcéntricas: para combatir la tecnología social que produce la sexualidad y la opresión sexual, esas teorías (y sus políticas respectivas), negarán al género. Pero negarlo es ante todo negar las relaciones sociales de género que constituyen y legitiman la opresión sexual de las mujeres y, en segundo lugar, negar al género es permanecer en la ideología una ideología que (ni coincidentemente ni, por supuesto, intencionalmente) en forma manifiesta está al auto-servicio de los sujetos generizados masculinos. En su libro colectivo, las autoras de Changing the Subject discuten acerca de la importancia y los límites de la teoría del discurso y desarrollan sus propias propuestas teóricas desde una crítica pero también desde una aceptación de las premisas básicas del postestructuralismo y la deconstrucción.23 Por ejemplo, aceptan la destitución postestructuralista del sujeto unitario y la revelación de su carácter constituyente y no constituido, (pág. 204) pero mantienen que la deconstrucción del sujeto unificado, el individuo burgués (el sujeto-como-agente) no es suficiente para una comprensión precisa de la subjetividad. En particular, el capítulo de Wendy Hollway Gender difference and the production of subjetivity postula que lo que cuenta para el contenido de la diferencia de género son los significados genérico-diferenciados y las posiciones permitidas diferentemente a los varones y a las mujeres en el discurso. Así, por ejemplo, como todos los discursos sobre la sexualidad son genéricamente diferenciados y en consecuencia múltiples (hay al menos dos en cada instancia específica o momento histórico), las mismas prácticas de (hetero)sexualidad son, del mismo modo, para significar diferentemente a mujeres y a varones, porque ellos están siendo leídos a través de discursos diferentes (pág. 237). El trabajo de Hollway concierne al estudio de las relaciones heterosexuales como el sitio primario donde la diferencia de género es re-producida (pág. 228)

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HENRIQUES, Julian, HOLLWAY, Wendy, URWIN, Cathy, VENN, Couze y WALKERDINE, Valerie, Changing the Subject: Psychology, social regulation and subjectivity, London, Methuen, 1984. Subsiguientes referencias a este trabajo se incluyen en el texto.

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y se basa en el análisis de materiales empíricos extraídos de relatos de individuos de sus propias relaciones heterosexuales. Su proyecto teórico es ¿cómo podemos entender la diferencia de género de una manera que pueda dar cuenta de los cambios?. Si no hacemos esta pregunta, el cambio de paradigma desde una teoría biologicista a una del discurso de la diferencia de género, no constituye un gran avance. Si el concepto de discursos es sólo un reemplazo de la noción de ideología, entonces nos quedamos con una de dos posibilidades. O la explicación ve a los discursos como repitiéndose mecánicamente a sí mismos, o -y esta es la tendencia de la teoría materialista de la ideología- los cambios en la ideología se siguen de cambios en las condiciones materiales. De acuerdo a tal uso de la teoría del discurso la personas son víctimas de ciertos sistemas de ideas que están fuera de ellas. El determinismo discursivo surge en contra del viejo problema de la agencia, típico de toda suerte de determinismos sociales. (pág. 237)

La “laguna” en la teoría foucaultiana, como ella la ve, consiste en su explicación de los cambios históricos en los discursos. El acentúa la relación mutuamente constitutiva entre poder y conocimiento: cómo cada uno constituye al otro para producir las verdades de una época particular. Antes que igualando poder y opresión, Foucault los ve como productores de significados, valores, conocimientos y prácticas, pero ni positivos ni negativos intrínsecamente. Sin embargo, Hollway advierte, él todavía no da cuenta acerca de cómo la gente es constituida como resultado de ciertas verdades que se vuelven corrientes antes que de otras (pág. 237). Ella entonces reformula, y redistribuye, la noción de poder de Foucault sugiriendo que el poder es lo que motiva (y no necesariamente de una manera conciente o racional) las “investiduras” individuales en posiciones discursivas. Si en cualquier momento hay algunos discursos sobre la sexualidad rivales y hasta contradictorios -más que una única, abarcadora o monolítica ideología- entonces lo que hace que uno/a tome una posición en un cierto discurso antes que otra es una “investidura” (este término traduce el alemán Besetzung, una palabra usada por Freud y convertida al inglés como catexia), algo entre un compromiso emocional y un interés creado, en el poder relativo (la satisfacción, el premio, la retribución) que esa posición promete (pero que no necesariamente siempre satisface). El de Hollway es un intento interesante de reconceptualizar el poder de tal manera que la agencia (antes que la elección) pueda existir para el sujeto, y especialmente para aquellos sujetos que han sido (percibidos como) “víctimas” de la opresión social o inhabilitados especialmente por el monopolio discursivo del poder-saber. Esto no sólo puede explicar por qué, por ejemplo, las mujeres (que son personas de un género) han tenido históricamente diferentes investiduras y así han tomado posiciones diferentes de género y de prácticas sexuales e identidades (celibato, monogamia, no monogamia, frigidez, rol sexual actuado [sexual-role playing], lesbianismo, heterosexualidad, feminismo, antifeminismo, posfeminismo, etc.), sino que también permite explicar, a la vez, el hecho de otras dimensiones mayores de diferencia social tales como clase, raza y edad intersectadas con género para favorecer o no ciertas posiciones (pág. 239), tal como Hollway sugiere.

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Sin embargo, su conclusión de que cada relación y cada práctica es un lugar de cambios potenciales tanto como de reproducción no dice qué relación con la potencialidad para el cambio en las relaciones de género -si es un cambio tanto de conciencia como un cambio en la realidad social- puede ofrecer resistencia a la hegemonía de los discursos. ¿Cómo los cambios en la conciencia afectan o producen cambios en los discursos dominantes? O de otra manera, ¿las investiduras de quiénes reditúan mayor poder relativo? Por ejemplo, si decimos que ciertos discursos y prácticas, si bien marginales con referencia a instituciones, pero no obstante disruptivos u oposicionales (por ejemplo, el de las mujeres de cine y el de los colectivos de salud, las revisiones por parte de los Women’s Studies y de los Afro-American Studies del canon literario y de los planes de estudio, la creciente crítica del discurso colonial) tienen el poder de “implantar” nuevos objetos y modos de conocimiento en sujetos individuales ¿se sigue que estos discursos de resistencia o contra-prácticas (como Claire Johnston llamó al cine de los años 70 “contra-cine”) pueden volverse dominantes o hegemónicos? Y si es así ¿cómo? ¿O no necesitan volverse dominantes para que cambien las relaciones sociales? Y si no, ¿cómo cambiarán las relaciones sociales de género? Puedo resumir estas preguntas en una como sigue: si, como Hollway escribe, la diferencia de género es...reproducida en las interacciones cotidianas de las parejas heterosexuales, a través de la negación del carácter relacional de la subjetividad, no unitario, no racional (pág. 252), ¿que persuadirá a las mujeres a investir otras posiciones, otras fuentes de poder capaces de cambiar las relaciones de género, cuando ellas hubieran asumido la posición corriente (de hembra en la pareja), en primer lugar porque esa posición les permite, como mujeres, un cierto poder relativo? Lo que estoy tratando de decir, por más que acuerdo con Hollway en la mayor parte de su argumentación y a pesar que me agrada su esfuerzo por redistribuir el poder entre la mayoría de nosotras, es que para teorizar como positivo el poder “relativo” de los/las oprimidos/as por las relaciones sociales corrientes se necesita algo más radical, o quizás más drástico, de lo que ella parece querer asegurar. El problema se agrava por el hecho de que las investiduras estudiadas por Hollway se consiguen y se afianzan por medio de un contrato heterosexual; es decir, su objeto de estudio es el lugar mismo en el cual las relaciones sociales de género y, por lo tanto, la ideología de género son re-producidas en la vida cotidiana. Cualquier cambio que pueda resultar en eso, no obstante que pueda ocurrir, es semejante a cambios en la “diferencia de género”, precisamente, más que cambios en las relaciones sociales de género: cambios, en suma, en la dirección de mayor o menor “igualdad” de las mujeres con los varones. Aquí el problema está puesto claramente en evidencia, en la noción de la(s) diferencia(s) sexual(es), su fuerza conservadora limitando y trabajando contra el esfuerzo de repensar sus propias representaciones. Creo que para imaginar al género (varones y mujeres) de otra manera, y (re)construirlo en otros términos que aquellos dictados por el contrato patriarcal, debemos dejar el esquema de referencia centrado en lo masculino en el cual género y sexualidad son (re)producidos por el discurso de la sexualidad masculina o, como Luce Irigaray ha escrito tan bien, de la hom(m)osexualidad. Este ensayo podría constituir un mapa aproximado de los primeros pasos de la salida.

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Desde otro marco de referencia completamente distinto, Monique Wittig ha subrayado el poder de los discursos para “hacer violencia” en la gente, una violencia que es material y física, aunque producida tanto por los discursos abstractos y científicos como por los discursos de los medios masivos de comunicación. Si el discurso de los sistemas teóricos modernos y de la ciencia social ejerce(n) poder sobre nosotros, es porque trabajan con conceptos que nos tocan estrechamente... Funcionan como conceptos primitivos en un conglomerado de toda clase de disciplinas, teorías e ideas corrientes que llamaré el pensamiento conservador. (Ver El pensamiento salvaje de Claude Lévi-Strauss). Ellos conciernen a mujeres, hombres, sexo, diferencia y toda la serie de conceptos que soportan esa marca, incluyendo a otros tales como historia, cultura y lo real. Y a pesar de que ha sido acep-tado en años recientes que no hay cosas tales como la naturaleza, que todo es cultura, permanece allí dentro de esa cultura un núcleo de naturaleza que resiste el examen, una relación excluida de lo social en el análisis; una relación cuya característica está ineluctablemente en la cultura tanto como en la naturaleza y que es la relación heterosexual. La llamaré, la relación obligatoria entre varón y mujer.24

Afirmando que los discursos de la heterosexualidad nos oprimen en el sentido en que nos previenen de hablar a menos que hablemos en sus términos (pág. 105), Witting recobra el sentido de la opresión del poder tal como está imbricado en los conocimientos controlados institucionalmente, un sentido que de alguna manera se había perdido al dar lugar al énfasis de la versión foucaultiana del poder como productivo y, en consecuencia, como positivo. Mientras que sería difícil refutar que el poder es productor de conocimientos, significados y valores, parece bastante obvio que debemos distinguir entre los efectos positivos y los opresivos de tal producción. Y esto no es una cuestión para la práctica política únicamente, sino, como Wittig nos recuerda enérgica-mente, es especialmente una cuestión para plantearse respecto de la teoría. Reescribiré, entonces, mi tercera proposición: La construcción de género prosigue hoy a través de varias tecnologías de género (por ejemplo, el cine) y de discursos institucionales (por ejemplo, teorías) con poder para controlar el campo de significación social y entonces producir, promover e “implantar” representaciones de género. Pero los términos de una construcción diferente de género también subsisten en los márgenes de los discursos hegemónicos. Ubicados desde afuera del contrato social heterosexual e inscriptos en las prácticas micropolíticas, estos términos pueden tener también una parte en la construcción del género, y sus efectos están más bien en el nivel “local” de las resistencias, en la subjetividad y en la auto-representación. Retomaré este punto en la sección 4. En el último capítulo de Alicia ya no, usé el término experiencia para designar al proceso por el cual se construye la subjetividad para todos los seres

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WITTIG, Monique, The Straight Mind, FEMINIST ISSUES, nº1 (Summer 1980), 106-107. Subsiguientes referencias a este trabajo se incluyen en el texto.

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sociales. Buscaba definir la experiencia más precisamente como un complejo de efectos de significado, hábitos, disposiciones, asociaciones y percepciones, resultantes de la interacción semiótica del yo y del mundo externo (en palabras de Ch. Peirce). La constelación o configuración de efectos de significado que llamo experiencia cambia y es reformada continuamente para cada sujeto con su compromiso continuo con la realidad social, una realidad que incluye -y para las mujeres, centralmente- las relaciones sociales de género. Porque, tal como empecé a argumentar en ese libro siguiendo las visiones críticas de Virginia Woolf y Catherine Mac Kinnon, la subjetividad y la experiencia femeninas descansan necesariamente en una relación específica con la sexualidad. Y aunque desarrollada insuficientemente, esta observación me sugiere que lo que estoy tratando de definir con la noción de un complejo de hábitos, asociaciones, percepciones y disposiciones que la engendran a una como mujer, lo que estaba tratando de dar a entender era precisamente la experiencia de género, los efectos de significado y las autorepresentaciones producidas en el sujeto por las prácticas socioculturales, los discursos y las instituciones dedicadas a la producción de mujeres y varones. Y seguramene no fue casual, entonces, que mi análisis haya sido concerniente al cine, a la narrativa y a la teoría. Porque ellas mismas son, por supuesto, tecnologías de género. Ahora bien, afirmar que la teoría (un término genérico para cualquier discurso teorético que procure dar cuenta de un objeto particular de conocimiento, y en realidad construya ese objeto en un campo de significado como su propio dominio de conocimiento, el dominio llamado frecuentemente disciplina) es una tecnología de género puede parecer paradójico, dado el hecho que he lamentando a través de la mayoría de estas páginas; es decir, que las teorías que están disponibles para ayudarnos y que delinean el pasaje desde la sociabilidad a la subjetividad, desde los sistemas simbólicos a la percepción individual o desde las representaciones culturales a la auto-representación -un pasaje en espacios discontinuos, debería decir- son o bien indiferentes al género o incapaces de conceptualizar un sujeto femenino.25 Son indiferentes al género, como las teorías de Althusser y de Foucault, o los trabajos tempranos de Julia Kristeva o de Umberto Eco; o bien, si efectivamente se preocupan por el género, como lo hace la teoría freudiana del psicoanálisis (más que cualquier otra, en realidad, con excepción de la teoría feminista), y si efectivamente ofrecen entonces un modelo para la construcción del género en la diferencia sexual, sin embargo, su diseño del terreno entre la sociabilidad y la subjetividad es tal que deja al sujeto femenino irremediablemente prisionero en los pantanos patriarcales o varado en alguna parte entre el demonio y el profundo mar azul. Sin embargo, y éste es mi argumento en este libro ambos tipos de teorías y las ficciones que ellas inspiran, contienen y promueven alguna representación de género, no menos que lo que hace el cine.

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Puede también sonar paradójico afirmar que la teoría es una tecnología social en vista de la creencia común que la teoría (y en forma similar la ciencia) es lo opuesto a la técnica, al empírico saber-cómo, pericia manual, conocimiento práctico o aplicado, en resumen, todo lo que se asocia al término tecnología. Pero confío que todo lo dicho tan largamente en este ensayo me exime de la obligación de definir otra vez lo que entiendo por tecnología.

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Un ejemplo es el trabajo iluminador de Kaja Silverman sobre subjetividad y lenguaje en psicoanálisis. Al afirmar que la subjetividad es producida a través del lenguaje y que el sujeto humano es semiótico y, por tanto, también un sujeto generizado, Silverman hace un esfuerzo valiente, en sus palabras, para crear un espacio para el sujeto femenino dentro de [sus] las páginas, aunque este espacio fuera solo negativo.26 Y, por cierto, en el esquema lacaniano de su análisis, la cuestión de género no encaja, y el sujeto femenino puede ser definido sólo vagamente como un punto de resistencia (pág. 144, pág. 232) a la cultura patriarcal, como potencialmente subversivo (pág. 233), o como estructurado negativamente en relación al falo (pág. 191). Esta negatividad de la mujer, su carencia o trascendencia de las leyes y procesos de significación tiene una contraparte en la teoría psicoanalítica postestructuralista, en la noción de femineidad como una condición privilegiada, una cercanía a la naturaleza, el cuerpo, el costado maternal o el inconciente. Sin embargo, estamos prevenidas, esta femimeidad es puramente una representación, una posicionalidad dentro del modelo fálico de deseo y significación; no es una cualidad o una propiedad de las mujeres. Lo que equivale a decir que la mujer, como sujeto de deseo o de significación, es irrepresentable, o, mejor, que en el orden fálico de la cultura patriarcal y en su teoría, la mujer es irrepresentable excepto como representación. Pero aún cuando difiere de la versión lacaniana predominante en crítica literaria y teoría del cine, y aún cuando efectivamente pone la cuestión de cómo una se convierte en una mujer (como hace, por ejemplo, la teoría de las relaciones objetales, que ha interesado a las feministas tanto, si no más, que Lacan o Freud), el psicoanálisis define a la mujer en relación con el hombre, desde dentro del mismo esquema de referencia y con las categorías analíticas elaboradas para dar cuenta del desarrollo psicosocial del varón. Esta es la razón por la que el psicoanálisis no se dirige, no puede dirigirse, a la compleja y contradictoria relación de las mujeres con la Mujer, que en cambio define como una simple ecuación: mujeres = Mujer = Madre. Y ése, tal como he sugerido, es uno de los efectos más profundamente arraigados de la ideología de género. Antes de pasar a considerar las representaciones de género que están contenidas en otros discursos corrientes, de interés para el feminismo, deseo volver brevementee a mi propia posición vis-à-vis el problema de comprender al género tanto a través de una lectura crítica de la teoría como a través de las configuraciones cambiantes de mi experiencia como feminista y como teórica. Si no pude dejar de ver, aunque no lo haya podido formular en mis primeros trabajos, que el cine y las teorías narrativas eran tecnologías de género,27 no fue sólo porque había leído a Foulcault y a Althusser (que no habían dicho nada acerca del género) y a Woolf y a MacKinnon (que sí lo hicieron), sino también porque había absorbido como mi experiencia (a través de mi propia historia y compromiso en la realidad social y en

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SILVERMAN, Kaja, The Subject of Semiotics, Nueva York, Oxford University Press, 1983, pág. 131. Subsiguientes referencias a este trabajo, se incluyen en el texto. Encuentro que escribí lo siguiente, por ejemplo: La narrativa y el cine apelan al consentimiento de las mujeres y por un excedente de placer esperan seducir a las mujeres en la femineidad, (Alice Doesn’t, pág. 10).

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los espacios generizados de las comunidades feministas) el método analítico y crítico del feminismo: la práctica de la auto-conciencia. Porque la comprensión de la propia condición personal como mujer en términos sociales y políticos y la constante revisión, revaluación y reconceptualización de esa condición en relación a la comprensión de otras mujeres de sus posiciones sociosexuales, generan un modo de aprehensión de toda realidad social que se deriva de la conciencia de género. Y desde esta aprehensión, desde este conocimiento personal, íntimo, analítico y político de la fuerza penetrante del género, no hay retorno a la inocencia de la “biología”. Esta es la causa por la que encuentro imposible compartir las creencias de algunas mujeres en un pasado matriarcal o en un contemporáneo reino “matrístico” presidido por la Diosa, un reino de tradición femenina, marginal y subterráneo y, más aún, positivo y bueno, amante de la paz, ecológico, matrilineal, matrifocal, no indoeuropeo, etc.; en suma, un mundo no tocado por la ideología, la lucha racial y de clase ni por la televisión; un mundo no problematizado por las demandas contradictorias y las gratificaciones opresivas del género tal como yo, y seguramente esas mujeres también, experimentamos cotidianamente. Por otra parte, y en gran medida por las mismas razones, encuentro igualmente imposible dar lugar al género ni como una idea esencialista y mítica del tipo que acabo de describir, ni como la idea liberal-burguesa estimulada por los anuncios de los medios: algún día, pronto quizás, las mujeres tendrán sus carreras, sus propios apellidos y su propiedad, hijos/ as, maridos y/o amantes femeninas de acuerdo a sus preferencias y todo sin alterar las relaciones sociales existentes y las estructuras heterosexuales a las que nuestra sociedad, y muchas otras, están atadas firmemente. Aún este escenario que, honestamente debo admitir, asoma suficientemente a menudo en el fondo de un cierto discurso feminista sobre el género, aún este Estado Ideal de igualdad de género, no es suficiente para disuadirme de afirmar al género como una cuestión radical para la teoría feminista. Y así llego a la última de las cuatro proposiciones.

4. El estado ideal de igualdad de género, tal como acabo de describir, es un blanco fácil para los deconstructivistas. Concedido. (A pesar de que no es del todo una figura de paja porque es una representación real, es como si lo fuera: simplemente vaya al cine en su próxima salida y podrá verla). Pero además de los ejemplos flagrantes de la representación ideológica del género en cine, donde la intencionalidad de la tecnología está virtualmente puesta en primer plano en la pantalla; y además del psicoanálisis, cuya práctica médica es más una tecnología de género que su teoría, hay otros sutiles esfuerzos para contener el trauma del género: la ruptura potencial del tejido social y del privilegio del varón blanco que podría sobrevenir si se difundiera esta crítica feminista de género como producción ideotecnológica. Consideremos, por ejemplo, la nueva ola de escritos críticos masculinos sobre el feminismo que han aparecido últimamente. Filósofos varones escribiendo como mujer, críticos varones leyendo como una mujer, varones en el feminismo. ¿Qué es esto? Claramente es un hommage (el juego de palabras es demasiado tentador como para no hacerlo) ¿pero para qué fin? Porque la mayor parte en forma de menciones

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breves o de escritos ocasionales, esos trabajos no avalan ni valorizan en los medios académicos el proyecto feminista per se. Lo que ellos valoran o legitiman son ciertas posiciones dentro del feminismo académico, esas posiciones que sirven o bien a uno o a ambos: a los intereses críticos personales y a los asuntos teóricos androcéntricos.28 Como se señala en la introducción a la reciente colección de ensayos sobre Gender and Reading, hay evidencia de que los varones son “lectores resistentes” de la ficción de las mujeres. Más exactamente, no es que los varones no puedan leer los textos de las mujeres, en realidad es que no quieren.29 En la medida en que la teoría avanza, la evidencia es muy fácil de comprobar mediante una rápida ojeada al índice de nombres de cualquier libro que no se identifique a sí mismo específicamente como feminista. La pobreza de referencias tanto a críticas femeninas como feministas es tan consistente que una podría estar tentada, como hizo Elaine Showalter, de dar la bienvenida al pasaje a la crítica feminista por parte de (prominentes) teóricos varones.30 Y la tentación puede ser irresistible si, como los editores de Gender and Reading, uno/a está interesado/a en que esas discusiones de diferencia de género no impidan el reconocimiento de la variabilidad individual y del suelo común compartido por todos los humanos (pág. xxix; énfasis agregado).

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Ver SHOWALTER, Elaine, Critical Cross-Dressing: Male Feminists and the Woman of the Year, Raritain 3, nº 2 (1983), 130-49; SPIVAK, Gayatri Chakravorty Displacement and the Discourse of Woman in Desplacement: Derrida and After, ed. KRUPNICK, Mark, Bloomington, Indiana University Press, 1983, págs. 169-95; RUSSO, Mary, Female Grotesques: Carnival and Theory, en de LAURETIS, Feminist Studies/Critical Studies, págs. 213-229; y JARDINE, Alice et al, eds., Men on Feminism, Nueva York, Methuen, 1987. FLYAN, Elizabeth A. y SCHWEICKART, Patrocinio P. eds., Gender and Reading: Essays on Readers, Texts and Contexts, Baltimore, John Hopkins University Press, 1986, p. xviii. Este pasaje en la introducción remite específicamente al ensayo de FETTERLEY, Judith, Reading about Reading, págs. 147-64. Referencias subsiguientes a este volumen están incluidas en el texto. El énfasis programático de tal rechazo está corroborado por la evidencia histórica que Sandra Gilbert y Susan Gubar aportan para documentar la formación de una respuesta retrógrada de misoginia intensificada con la cual los escritores (modernistas) varones saludaron la entrada de las mujeres en el mercado literario desde finales del siglo diecinueve, en su ensayo Sexual Linguistics: Gender, Language, Sexuality, New Literary History 16, nº 3 (Spring 1985), 524. SHOWALTER, Critical Cross-Dressing, pág. 131. Sin embargo, como Gilbert y Gubar también señalan, tal movimiento no es inaudito o necesariamente desinteresado. Puede ser -¿y por qué no?- que el esfuerzo de los escritores (varones) europeos desde la Edad Media por transformar la materna lingua, o lengua materna (la vernácula) en un cultivado patrius sermo, o habla paterna (en los términos de Walter Ong), como un instrumento más adecuado para el arte, haya sido un esfuerzo para sanar lo que Gilbert y Gubar llamaron la herida lingüística masculina”: “Duelo y vigilia por el patrius sermo perdido, modernistas y posmodernistas masculinos transforman la vernácula materna en una nueva aurora del patriarcado en la que pueden despertar los viejos poderes de la Palabra del Padre, GILBERT y GUBAR, Sexual Linguistics, págs. 534-35.

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Los límites y el riesgo de esta visión del género como diferencia genérica aparecen especialmente manifiestas cuando, en uno de los ensayos de la colección que propone A Theory for Lesbian Readers, Jean Kennard se encuentra acordando con Jonathan Culler (según Showalter) y re-inscribe sus palabras y las de él en las suyas propias: Leer como una lesbiana no es necesariamente lo que ocurre cuando una lesbiana lee...La hipótesis de una lectora lesbiana [es lo que] cambia nuestra aprehensión de un texto dado.31 Irónicamente, o, diría mejor, gracias a la mano de Dios, este último enunciado contradice y va en dirección opuesta al propio proyecto crítico de Kennard, claramente establecido unas pocas páginas antes: Lo que deseo sugerir aquí es una teoría acerca de la lectura que no simplifique demasiado el concepto de identificación, que no subsuma la diferencia lesbiana bajo un universal femenino...Es un intento de sugerir una manera en que las lesbianas podrían releer y escribir acerca de los textos. (pág. 66) La ironía está en que el enunciado de Culler -en la línea de la desconstrucción derrideana, que es el contexto de esta afirmación- intenta hacer al género sinónimo de la(s) diferencia(s) discursiva(s), diferencias que son efectos del lenguaje o de posiciones en el discurso, y así ciertamente independientes del género del lector (esta noción de diferencia ya fue mencionada a propósito de la crítica que le hizo Michèle Barret). Lo que Kennard está sugiriendo, entonces, es que Culler puede leer no sólo como una mujer sino también como una lesbiana, y eso subsumiría la diferencia lesbiana no sólo bajo un universal femenino sino también bajo el universal masculino (que el mismo Jonathan Culler podría no aceptar representar, en nombre de la différance). La mano de Dios es bienvenida porque el presentimiento crítico y la presunción inicial de Kennard (que las lesbianas leen en forma diferente de las mujeres comprometidamente heterosexuales tanto como de los varones) son muy correctas, en mi opinión; solamente, deben ser justificadas, o rendir cuenta por otros medios que las teorías masculinas de la lectura o la psicología de la Gestalt (porque además de Lacan y Derrida, por vía de Culler, Kennard extrae su teoría de la lectura polar de la teoría de Joseph Zinker sobre las características opuestas o polaridades). Para los propósitos del tema que estamos tratando, la mano de Dios puede ser personificada en la evaluación crítica que hace Tania Modleski de la hipótesis Showalter-Culler: Para Culler, cada etapa de la crítica feminista vuelve cada vez más problemática la idea de “experiencia de mujeres”. Poniendo en cuestión esta noción, Culler logra abrir un espacio para las interpretaciones feministas masculinas de los textos literarios. Así, en un punto él cita la observación de Peggy Kamuf acerca del feminismo como una

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KENNARD, Jean E., Ourselves behind Ourselves: A Theory for Lesbian Readers, en FLYNN y SCHWEICKART, Gender and Reading, pág. 71. Aquí Kennard cita y readapta (al reemplazar la palabra mujer por la palabra lesbiana) a CULLER, Jonathan On Deconstruction: Theory and Criticism after Structuralism, Ithaca, N.Y., Cornell University Press, 1982, págs. 49 y 50; en la pág. 50 Culler mismo cita a Showalter. [Hay traducción castellana de la obra Sobre la deconstrucción, Madrid, Cátedra, 1992].

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forma de lectura y pide prestado un término, bastante irónicamente, de Elaine Showalter para sugerir que “leer como una mujer” es en última instancia no una cuestión del género efectivo de cualquier lector/a: una y otra vez, Culler habla sobre la necesidad para la crítica de adoptar lo que Sholwater ha llamado la “hipótesis” de una mujer lectora en lugar de apelar a la experiencia de los/as lectores/as reales.32

Entonces, al mostrar cómo Culler acepta el relato de Freud en Moisés y el monoteísmo y por tanto especula que una crítica literaria propensa a indagar los significados legítimos de un texto debe ser vista como “patriarcal”, Modleski sugiere que Culler es él mismo patriarcal justo en el punto en que parece ser más feminista; cuando se arroga a sí mismo y a otros críticos masculinos la habilidad de leer como una mujer por “hipotetización” de las mujeres lectoras (pág. 133). Una crítica feminista, concluye, repudiaría la “hipótesis” de una lectora mujer y promovería en cambio la real lectora femenina.33 Paradójicamente, como señalo en el capítulo 2 con referencia a la postura de Foucault acerca del tema de la violación, algunos de los más sutiles intentos de contener este trauma de género están inscriptos en los discursos teóricos cuyo mayor propósito explícito es deconstruir el status quo en el Texto de la Cultura Occidental: la filosofía antihumanista y la deconstrucción derrideana misma, tal como aparecen reformados en los estudios literarios y textuales en la academia anglonorteamericana. En su análisis de la noción de femineidad en la filosofía francesa contemporánea, Rosi Braidotti ve a esta noción como central para sus preocupaciones principales: la crítica de la racionalidad, la demistificación de la subjetividad unificada (el individuo como sujeto del conocimiento), y la investigación de la complicidad entre conocimiento y poder. La crítica radical de la subjetividad, argumenta, ha resultado focalizada en un número de cuestiones concernientes al rol y al status de la “femineidad” en el esquema conceptual del discurso filosófico.34 Este interés parece ser una extraordinaria co-ocurrencia de fenómenos: el renacimiento del

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MODLESKI, Tania, Feminism and the Power of Interpretation: Some Critical Readings, en de LAURETIS, Feminist Studies/Critical Studies, pág. 132. Referencias subsiguientes a este trabajo están incluidas en el texto. Ver también, en el mismo volumen, MILLER, Nancy K.,Changing the Subject: Authorship, Writing, and the Reader, págs. 102-120. La lectora femenina real de Modleski parece paralela a las lectoras lesbianas de Kennard. Por ejemplo, y cito de su conclusión, Kennard afirma: La lectura polar, entonces, no es una teoría de la lectura lesbiana, sino un método particularmente apropiado para lectoras lesbianas, pág. 77. Este enunciado, sin embargo, es también puesto en cuestionamiento por la preocupación de la autora, unas pocas líneas más abajo, para satisfacción de todas las posibles lectoras: La lectura polar permite la participación de cualquier lectora en cualquier texto y así abre la posibilidad de disfrutar la más amplia gama de experiencia literaria. Al final, esta lectora queda confusa. BRAIDOTTI, Rosi, Modelli di dissonanza: donne e/in filosofia, en MAGLI, Patrizia, ed., Le donne e i segni, Urbino, Il lavoro editoriale, 1985, pág. 25. Aunque, como entiendo, se consigue una versión inglesa de este artículo, ésta y las subsiguientes referencias incluidas en el texto están traducidas por mí, de la versión italiana.

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movimiento de mujeres, por una parte, y la necesidad de reexaminar los cimientos del discurso racional percibida por la mayoría de los filósofos europeos, por la otra. Braidotti continúa, entonces, la discusión sobre las formas múltiples que asume esa femineidad en el trabajo de Deleuze, Foucault, Lyotard y Derrida, y concurrentemente, el rechazo firme de cada filósofo de identificar la femineidad con las mujeres reales. Por el contrario, es solamente abandonando la insistencia en la especificidad sexual (género) que las mujeres, como ellos lo ven, podrían ser el grupo social mejor calificado (porque son oprimidas por la sexualidad) para adoptar un sujeto radicalmente “otro”, des-centrado y de-sexualizado. Así, desplazando el tema del género sobre una ahistórica figura de la femineidad puramente textual (Derrida); o cambiando la base sexual del género bastante más allá de la diferencia sexual, sobre un cuerpo de placeres difusos (Foucault) y superficies investidas libidinalmente (Lyotard), o en un lugar-corporal de afectividad indiferenciada, y por lo tanto un sujeto liberado de la (auto)representación y los constreñimientos de la identidad (Deleuze); y finalmente por desplazamiento de la ideología, pero también de la realidad -la historicidad- del género sobre este sujeto difuso, descentrado o deconstruido (pero ciertamente no femenino); así es que, paradójicamente otra vez, estas teorías hacen su apelación a las mujeres, nombrando el proceso de tal desplazamiento con el término deviniendo mujeres (devenir-femme). En otras palabras, sólo negando la diferencia sexual (y el género) como componentes de la subjetividad en las mujeres reales, y por lo tanto negando la historia de la opresión y la resistencia política de las mujeres, tanto como la contribución epistemológica del feminismo para la redefinición de la subjetividad y la sociabilidad, pueden los filósofos ver en las mujeres el depositario privilegiado del futuro de la humanidad. Eso, observa Braidotti, no es más que el viejo hábito mental [de los filósofos] de pensar lo masculino como sinónimo de universal...el hábito mental de traducir a las mujeres como metáfora (págs. 34-35). Que ese hábito es más viejo, y por lo tanto más duro de romper que el sujeto cartesiano, puede explicar la omisión predominante, cuando no es desprecio directo, que los intelectuales varones tienen por la teorización feminista, a pesar de gestos ocasionales en la dirección de las luchas de las mujeres o la concesión de status político al movimiento de mujeres. Esto no impediría y de hecho no impide a las teóricas feministas la lectura, relectura y reescritura de sus trabajos. Por el contrario, la necesidad de la teoría feminista de continuar su crítica radical de los discursos dominantes de género, tal como estos son, al mismo tiempo que intentan eliminar por completo la diferencia sexual, es mucho más insistente desde que la palabra postfeminismo fue pronunciada, y no en vano. Esta clase de deconstrucción del sujeto es efectivamente una manera de recontener a las mujeres en la femineidad (Mujer) y reposicionar la subjetividad femenina en el sujeto masculino, como quiera que sea definido. Además, cierra la puerta en la cara del sujeto social emergente al cual estos discursos supuestamente están tratando de ubicar, un sujeto constituido a través de una multiplicidad de diferencias en la heterogeneidad material y discursiva. Nuevamente, entonces, reescribo: si la desconstrucción de género inevitablemente produce su (re)construcción, la pregunta es ¿en qué términos y en interés de quiénes es producida la de-re-construcción?

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Volviendo al problema que procuré elucidar en la discusión del ensayo de Jean Kennard, la dificultad que encontramos al teorizar la construcción de la subjetividad en textualidad se incrementa y la tarea es proporcionalmente más urgente cuando la subjetividad en cuestión es en-gendrada en una relación con la sexualidad que es por completo no representable en los términos de los discursos hegemónicos sobre la sexualidad y el género. El problema, que es un problema para todos/as los/ as eruditos/as y docentes femninistas, es uno que enfrentamos casi diariamente en nuestro trabajo, es decir, que la mayoría de las teorías disponibles de lectura, escritura, sexualidad, ideología o cualquier otra producción cultural, están construidos sobre narrativas masculinas de género, tanto edípicas o anti-edípicas, limitadas por el contrato heterosexual; narrativas que tienden persistentemente a re-producirse a sí mismas en las teorías feministas. Ellas tienden a, y lo harán así a menos que una resista constantemente, recelosa de su rumbo. Esta es la razón por la que la crítica de todos los discursos concernientes al género, incluidos aquellos producidos o promovidos como discursos feministas, continúan siendo tan vitalmente una parte del feminismo como lo es el actual esfuerzo de crear nuevos espacios de discurso, de reescribir las narrativas culturales y de definir los términos de otra perspectiva, una perspectiva desde “otra parte”. Porque, si esta perspectiva no se ve en ningún lado, no se da en ningún texto, no se la reconoce como una representación, no es que nosotras -feministas, mujeres- no hayamos, todavía, tenido éxito en producirla. Es, más bien que lo que hemos producido no es recognoscible, precisamente, como una representación. Porque esa “otra parte” no es algún distante pasado mítico o alguna historia futura utópica: es la otra parte del discurso aquí y ahora, los puntos ciegos, o el fuera de plano de sus representaciones. La pienso como espacios en los márgenes del discurso hegemónico, espacios sociales cavados en los intersticios de las instituciones y en las grietas y resquebrajaduras de los aparatos del poder-saber. Y es allí donde pueden formularse los términos de una diferente construcción de género, términos que sí tengan efecto y se afiancen en el nivel de la subjetividad y de la autorepresentación: en las prácticas micropolíticas de la vida de todos los días y en las resistencias cotidianas proporcionan tanto la agencia como los recursos de poder o de habilitar investiduras; y en las producciones culturales de las mujeres feministas, que inscriben ese movimiento dentro y fuera de la ideología, que cruzan de atrás para adelante los límites -y las limitaciones- de la(s) diferencia(s) sexual(es). Quiero ser muy clara respecto de este movimiento de atrás para adelante a través de los límites de la diferencia sexual. No me refiero a un movimiento de un espacio a otro más allá o afuera de él: digo, desde el espacio de una representación, la imagen producida por representación en un campo discursivo o visual, hacia el espacio exterior de la representación, el espacio exterior del discurso, que podría, entonces, pensarse como “real”; o, como diría Althusser, desde el espacio de la ideología al espacio del conocimiento científico y real; o, nuevamente, desde el espacio simbólico construido por el sistema sexo-género a una “realidad” externa a él. Porque, claramente, no existe una realidad social para una sociedad dada fuera de su particular sistema sexo-género (la categoría mutuamente excluyente y exhaustiva de lo masculino y lo femenino). A lo que me refiero, en cambio, es a un movimiento desde el espacio repre-sentado por/en una representación, por/

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en un discurso, por/en un sistema sexo-género, hacia el espacio no representado aunque implícito (invisible) en ellos. Hace un momento usé la expresión fuera de plano, tomada de la teoría del cine: el espacio no visible en el cuadro pero que puede inferirse a partir de lo visible en el cuadro. En el cine clásico y comercial, el fuera de plano es, de hecho, borrado, o, mejor, refundido y encerrado en la imagen por las reglas cinemáticas de la narrativa (entre ellas, el primero, el sistema toma/reverso de toma). Pero el cine de vanguardia ha mostrado que el fuera de plano existe concurrentemente y a lo largo del espacio representado, lo ha hecho visible reparando su ausencia en el cuadro o en la sucesión de cuadros, y ha mostrado que incluye no sólo a la cámara (el punto de articulación y perspectiva desde el que la imagen se construye) sino también al espectador (el punto donde la imagen es recibida, re-construida y re-producida en/ como subjetividad). Ahora bien, el movimiento dentro y fuera del género como representación ideológica, que digo que caracteriza al sujeto del feminismo, es un movimiento de atrás para adelante entre la representación de género (en su marco de referencia centrado en lo masculino) y lo que esa representación omite o, más significativamente, vuelve no representable. Es un movimiento entre el espacio discursivo (representado) de las posiciones que los discursos hegemónicos vuelven disponibles y el fuera de plano, la otra parte, de esos discursos: esos otros espacios tanto discursivos como sociales que existen, desde que las prácticas feministas los han (re)construido, en los márgenes (o “entre líneas”, o “a contrapelo”) de los discursos hegemónicos y en los intersticios de las instituciones, en prácticas de oposición y en nuevas formas de comunidad. Esas dos clases de espacios no están ni en oposición uno con otro ni eslabonados en una cadena de signicación, pero coexisten concurrentemente y en contradicción. El movimiento entre ellos, por lo tanto, no es el de una dialéctica, de una integración, de una combinatoria, o de la différance, sino que es la tensión de la contradicción, de la multiplicidad y de la heteronomía. Si bien en las narrativas principales, cinemáticas y otras, las dos clases de espacios están reconciliados e integrados, como el hombre incluye a la mujer en su hu(man)idad, su ho(m)osexualidad [N.T. juego de palabras entre man, woman, (man)kind y ho(m)osexuality], sin embargo, las producciones culturales y las prácticas políticas del femnismo los han mostrado como espacios separados y heterónomos. Así, habitar ambas clases de espacios al mismo tiempo es vivir la contradicción que, he sugerido, es la condición del feminismo aquí y ahora: la tensión de un doble esfuerzo en direcciones contrarias -la negatividad crítica de su teoría, y la positividad afirmativa de sus políticas- es tanto la condición histórica de existencia del feminismo como su condición teórica de posibilidad. El sujeto del feminismo es en-gendrado allí. Es decir, en otra parte.

Traducción de Ana María Bach y Margarita Roulet

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