La tierra se estremeció y todo quedó en silencio. Desperté en la oscuridad. Hacia frío. No sentía mi cuerpo. Mi mente trataba de recordar lo que había pasado y de pronto me pegó, como balde de agua fría, el sonido de la alarma, un estallido y nada. Vi las imágenes en mi cabeza como una película en cámara rápida, sin sonido. Me vi corriendo hacia la puerta, me vi bajando las escaleras, me vi saliendo a una calle desierta. Fantasías. Traté de gritar pero me había quedado sin voz, traté de moverme, de patalear pero mis brazos y piernas estaban dormidos. El tiempo dejó de tener sentido, no sabía si era de día o de noche, si había pasado una hora o un día. El cuerpo ya no me dolía pero mi mente era la que me atormentaba cada segundo. Maldije a Dios, maldije al destino, maldije a la vida que se me escapaba por haberme puesto en el ojo de la catástrofe; pero nunca maldije a los ingenieros, ni a los arquitectos que construyeron mi edificio, no se me ocurrió pensar en las autoridades que otorgaron los permisos, ni en quienes pusieron los ladrillos y las estructuras que sostenían mi hogar, el lugar más “seguro” sobre la tierra. La tierra se estremeció y derrumbó certezas, seguridad y confianza. La tierra se estremeció y destapó corrupción y fallas en el sistema. La tierra se estremeció y apagó voces, inmovilizó cuerpos. La tierra se estremeció y todo quedó en silencio.
Ya no podré... Ya no podré ir a la escuela. Ya no podré jugar con mis amigos. Ya no podré sacar a pasear a mi perro. Ya no podré ir al cine. Ya no podré ver la tele. Ya no podré ir al parque. Ya no podré jugar futbol. Ya no podré nadar. Ya no podré bailar ballet. Ya no podré comer pizza. Ya no podré conocer a mi hermanito. Ya no podré ir a la universidad. Ya no podré tener novia. Ya no podré festejar mi cumpleaños. Ya no podré viajar. Ya no podré casarme. Ya no podré tener hijos. Ya no podré tener nietos. Ya no podré trabajar. Ya no podré reír. Ya no podré llorar. Ya no podré...