La muerte de angélica Recamier

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La muerte de

angélica Recamier

Mack Ruiz Alquichire



La muerte de angélica Recamier. Siete años después, Sanberf por fin se encuentra cara a cara con la mujer de cabellos volcánicos, y con un gesto atrevido que logró percibir en ella, supo que era el momento perfecto para entregarle la carta a Jack. ¿Por qué le mintió en sus letras? ¿Por qué un demonio querría condenarse un siglo más a la agonía de la soledad?

Mack Ruiz Alquichire


Para la inmortalidad de lo que fuimos


"Bésame, muérdeme, incéndiame, que yo vengo a la tierra sólo por el naufragio de mis ojos de macho en el agua infinita de tus ojos de hembra" Pablo Neruda


Apreciado, Te escribo esta carta sin tener presente una fecha para entregártela, pero no hay nadie más en este mundo que te pueda contar la verdad sobre lo que ocurrió la noche del 28 de junio en Kinstong. Voy a empezar por responderte aquella pregunta que me hiciste y que tanto esquivé: Esa noche yo estaba en casa de la señorita Recamier. Sé que tu odio hacia mi crecerá por confesártelo después de tantos años, pero no permitas que ese sentir se apodere de ti, no, en este momento no, no debemos perder la cordura. Pero mantener este secreto en silencio me consume, socava mi ser cada vez que te veo tan enamorado. No te preocupes, te daré todos los detalles, tal cual como te gusta.


Tu concierto final empezaba a las diez de la noche, recuerdo muy bien que quince minutos antes me encontraba merodeando alrededor del lugar y me viste para que te diera la única información que necesitabas: "angie no está". Eso fue suficiente para que salieras a la tarima con menos preocupación, pero en ti notaba algo diferente, tenías otra mirada, por un momento llegué a pensar que ese hombre que se disponía a cantar no eras tú; y creo que acerté. No quería perderte de vista, pero cuando abriste la boca para cantar aparecí inmediatamente en la habitación de Recamier, estaba acostada en la cama con las manos sobre su pecho sosteniendo una radio encendida, pero sin audio, y uno de sus dedos estaba colocado suavemente sobre la rueda del volumen; estaba dispuesta a oír tu concierto. Estuve allí de pie viéndola, pero no se movió sino hasta treinta minutos después, justo cuando empezó a llover. Se levantó y dejó a un lado la radio, después de frotarse los ojos se acercó a la ventana a contemplar la lluvia. No sé si ella escuchó lo mismo que yo, pero en esa lluvia solo resonaba tu maldita voz. Luego de unos quince minutos en los que le sonrió a las gotas que se deslizaban por el cristal, sacó del armario un cuadernillo; se acercó nuevamente a la ventana y la abrió, y cada que vez que leía algo arrancaba la página y la lanzaba hacia afuera. Esa vez estaba seguro que ella y yo veíamos lo mismo, las paginas se incineraban en la brisa hasta convertirse en hojas de otoño.


Algunas palabras que ella decía las logré distinguir, "Dientes Musicales", "Ojos Pardos", "Cintura Magnánima", "Caminos Pálidos". Recordé que eso le escribías cuando estabas enamorado de ella. Todos los poemas que le diste los arrojó a la lluvia y allí se quemaron. Eran las once de la noche, salió de su casa con una gabardina de color ocre que la cubría de pies a cabeza, antes de ello, sacó una libreta más que escondía dentro del piano, arrancó algunas páginas, otras las rasgó tirándolas al piso y otras las guardó con ella; dejó la ventana abierta y finalmente partió. La seguí durante todo su recorrido, su destinó era la plaza principal, ni siquiera tuvo miedo de algunos drogadictos que estaban allí. Se detuvo frente al monumento central, la lluvia no cesaba, cada vez era más fuerte, pero ella seguía ahí, sonriendo sin mojarse, pensando quizá en su padre que en vida frecuentaba ese lugar para cantarle a los pobres. Me acuerdo muy bien de él, hace muchos años visité este mismo lugar solo para oír la voz de aquel a quien llamaban "El Dragón de la Plaza Kinstong", decían que era magia pura y sí que lo era. En aquel tiempo él solo tenía veintisiete años, curiosamente la misma edad que su hija ahora mismo.


Al cabo de unos minutos empezó a leer más páginas, escuché algo sobre olores y sonidos inolvidables, relatos sobre algunos besos, y algo sobre un hombre sin corazón que cavaba un hoyo para morir. Al final leyó un escrito que no logré captar, pero que le causó mucho dolor, tanto así que derramó algunas lágrimas que se ocultaron en la lluvia. A las once y cincuenta y nueve de la noche, justo antes de cumplir sus veintiocho años, inundada en su lamento se quitó la gabardina y dejó que las gotas por fin tocaran su cuerpo. Alrededor de su hermosa desnudez giraban sin parar todos los poemas envueltos en llamas, ella se percató de tan mágica escena y antes de morir calcinada, cambió su llanto por una radiante sonrisa. Observé que su cuerpo no tenía ninguna herida, se trataba una vez más de la muerte de un alma. Así que llevé su cuerpo hacia donde estaban los drogadictos, tomé sus jeringas y le inyecté en sus brazos heroína.


A partir de aquí ya sabes el resto, y ya sabes también porqué a veces no estoy contigo y me desaparezco, tal cual como ocurrió aquella noche. Yo estoy presente en cualquier lugar en el que se encuentre tu esencia, tu alma; y esa noche sentí tu alma no en el concierto, sino al lado de la Recamier. Si tan solo hubieras decidido ir a verla esa noche, si tan solo hubieras renunciado a todo lo demás, si tan solo hubieras aparecido en su ventana en ese momento cuando ella más te necesitaba, quizá esa misma noche todo sufrimiento acabaría. Espero me comprendas Jack, pero debía guardar silencio hasta tener la certeza de que nuestra misión estaba por terminar. ... y espero tú sigas con esa imponente sonrisa, así como la última vez que te vi... señorita Recamier. Sanberf.



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