Biografia de Picasso

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Nerio Antonio Tello

PABLO PICASSO el revolucionario

Selecci贸n Personajes Vanguardistas


Tello, Nerio Picasso, el revolucionario - 1ªed. - Buenos Aires: Editorial Alfaguara, 2003. 172 p.; 20x14 cm. (Personajes Vanguardistas) ISBN 987-550-302-9 1. Título - 1. Picasso-Biografía

© 2003. Nerio Tello © 2003. De esta edición: Selección Personajes Vanguardistas ® Casa matriz: Avda. San Juan 777 (C1147AAF) Buenos Aires - República Argentina Colección dirigida por Juan Carlos Kreimer y Nerio Tello Diseño de portada: Marina Cortón Corrección: Cristina Cambareri Impreso en Argentina Printed in Argentina Primera edición: junio de 2003 cc:22333 ISBN 987-550-302-9 Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso escrito de la editorial


Hay pintores que transforman el sol en una mancha amarilla, pero hay otros que, gracias a su arte y a su inteligencia trasnsformaro una mancha amarilla en el sol. Pablo Picasso



Índice Prólogo

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Capítulo I •

El estilo salvaje

11

Capítulo II •

Los primeros azules

21

Capítulo III •

París tiene perfume de mujer

29

Capítulo IV • El

color y la furia

41

Capítulo V •

La audacia cúbica

51

Capítulo IV •

Cubismo analítico. Cubismo sintético

61

Capítulo VII •

Paseo por el clasicismo

75

Capítulo VIII • Un

mundo surrealista

87

Capítulo IX •

La danza del pintor solo

95

Capítulo X •

Guernica o la sublimación del terror

105

Capítulo XI •

La guerra en el alma

123

Capítulo XII •

La luz de la resistencia

137

Capítulo XIII •

La tradición en manos de un rebelde

149

Capítulo XIV •

Los colores de la bella muerte

167

Ideario: Picasso

en primera persona

Bibliografía recomendada

183 187



Prólogo

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ocos artistas han generado tanta controversia, discusión y admiración como Pablo Picasso (1881-1973). Una obra monumental, en cantidad y calidad; una vida exuberante y prolongada; escándalos de alcoba y magníficos desplantes hacen de Picasso un verdadero personaje. Pero sin duda la mayor justicia está en descubrirlo y reconocerlo como el mayor artista del siglo xx. Durante más de ochenta años de vida artística y más de veinte mil trabajos, el pintor andaluz sorprendió y descolocó una y otra vez al mundo del arte con una obra no sólo anticonvencional, potente y original, sino absolutamente revolucionaria. Picasso seguramente no habría sido quien fue, de no ser por la magnífica cofradía de contemporáneos en la que desfilaron de Rousseau a Matisse, de Braque a Juan Gris, de Gertrude Stein a Alfred Jarry, de Bretón a Cocteau, de Paul Eluard a... Pero sin duda, el siglo tampoco habría sido lo que fue, sin la presencia grandilocuente, transgresora y especular de un pintor, escultor, grabador, dibujante

Prólogo 7


y hasta poeta que hacía de las manchas amarillas soles nuevos con la intuición de un niño y la impronta de un hombre que aun desguarnecido resiste desde la creativa trinchera de la imaginación. Así como la historia de la cultura reconoce al Renacimiento y luego al Impresionismo como los grandes hitos de la pintura occidental, el siglo xx se rinde ante el cubismo; y al decir cubismo surge, indeleble, el nombre de Pablo Picasso. Polifacético y gruñón, desconsiderado y pasional, extrovertido y oculto a la vez, Picasso es todo eso y mucho más. Es, fundamentalmente, un ser desnudo y vulnerable vestido de invencible minotauro, en cuya piel sensible el mundo deja su rastro de llagas y cicatrices y él las devuelve hechas pintura. Varias esposas, unos cuantos hijos, una multitud de libros y películas que lo ensalzan o condenan, son apenas un síntoma de la personalidad de este hombre nacido para destacarse. En su siglo, que asoma como la aurora del progreso y la profecía cumplida, el arte intuye la fragmentación y el desvelo, la desarmonía y el caos. La guerra, las muerte, el genocidio, las promesas quebrantadas de una ciencia arrebatadoramente seductora y atrozmente desequilibrante quedan plasmadas en una obra revulsiva y desestructurante que viene a cuestionar los propios cánones de la belleza y erige al feísmo como categoría artística.

8 Prólogo




Capítulo I

EL ESTILO SALVAJE

Ciencia y caridad − Cuatro gatos y un joven salvaje

U

na pendiente pronunciada conduce del castillo de Gibralfaro, que espía desde las alturas de Málaga, al centro de la orgullosa capital portuaria de la provincia del mismo nombre en la región andaluza. La imponente plaza de toros, ahora silenciosa, se engalana los días de las corridas. Más allá, el puerto pesquero y la estación marítima bullen de trabajadores, compradores y curiosos. Málaga es una isla liberal que despierta a la industria, y se acomoda a medias a la restauración real. Desde 1875 los sectores monárquicos respiran cierta tranquilidad en España. La restitución de Alfonso XII, hijo de la destronada Isabel II, trae un período de paz y armonía. La nueva constitución, para responder a las necesidades del momento, regula una monarquía limitada en la cual la Corona se reserva las prerrogativas del poder ejecutivo y dispone sobre la vida parlamentaria. La orgullosa España disfruta aún de las migajas de un imperio donde, otrora, nunca se ponía el sol. En la casa de don José Ruiz Blasco nada de esto importa. Su mu-

El estilo salvaje 11


jer, la menuda María Picasso López, está a punto de dar a luz ese 25 de octubre de 1881. La llegada del primogénito tiene a todos nerviosos. Hacia la media tarde, los alaridos del bebé apuran las hojas endebles del otoño y alertan a los vecinos de que algo había empezado a cambiar en Málaga. El niño, pequeño, robusto y de ojos vivaces, recibe todos los nombres soñados por sus padres y abuelos: Pablo Diego José Francisco de Paula Juan Nepomuceno María de los Remedios Crispín Crispiniano de la Santísima Trinidad Ruiz Picasso. Don José, a quien sus vecinos conocen como «el profesor», es un mediocre pintor que se gana la vida como maestro en la Academia de Bellas Artes y como conservador del Museo Municipal. Cuando el niño cumple cuatro años, nace su hermana Dolores, y tres años más tarde, Concepción, a quien familiarmente llaman Conchita. La destreza del pequeño Pablo no pasa inadvertida para el padre, un maestro atento y sensible. En septiembre de 1891, en el esplendor del otoño malagueño, don José Ruiz se traslada con toda su familia a La Coruña. El puesto de profesor de la Escuela de Bellas Artes de esa ciudad gallega promete mejores perspectivas que el competitivo ambiente de la ciudad andaluza. Pablo es enviado al bachillerato del Instituto de la Guarda al tiempo que continúa con sus estudios artísticos en el centro donde enseña su padre. Pequeño y travieso, el niño, que no representa los diez años que tiene, continúa asombrando a sus pares y a sus profesores. Pablo progresa rápidamente, sobre todo en el dominio del dibujo. Para mantener informados sobre las novedades familiares a los parientes malagueños, diseña y produce dos «revistas»: Azul y blanco y La Coruña. En ellas incluye, con gran ingenio, noticias de la ciudad y de su familia, chistes y relatos. Aparece también la constante alusión al lluvioso tiempo coruñés. Los dibujos muestran su asombrosa capacidad de captación de la realidad circundante, mezclada con reflexiones infantiles sobre las cosas y hechos de la vida cotidiana. En la Escuela de Bellas Artes, Pablo se especializa en dibujo de adorno; pasa luego al dibujo de figura, a la copia de yeso y finalmente a la pintura y copia del natural. Su deslumbrante destreza deja, sin embargo, resquicios de inquietud en su padre. El ya adolescente Pablo se

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las ingenia para violentar las reglas, empecinado, al parecer, en crear su propia técnica. Sus primeros cuadros, de formato pequeño, registran el entorno inmediato y se caracterizan por una decidida utilización del color y una singular capacidad para resolver las cuestiones espaciales. En la primavera de 1895 la muerte de la pequeña Conchita sacude a la familia. Pablo, que tenía una especial atracción por su hermanita menor, queda consternado. Ante este descarnado escenario, don José Ruiz decide que lo mejor es dejar La Coruña. El profesor logra que lo asignen en la prestigiosa escuela de Bellas Artes conocida como Llotja (la Lonja), en Barcelona. Los Ruiz Picasso deciden pasar ese verano en Málaga. Durante su estancia, don Salvador Ruiz, tío del incipiente artista, director de sanidad del puerto de la ciudad, decide contribuir con la promisoria carrera del adolescente. Le asigna una beca de cinco pesetas diarias y le cede habitación en sus oficinas del puerto, para que monte allí su estudio. Incluso contrata a un viejo marinero para que le sirva de modelo. El novel pintor «decepciona» a todos: en pocos días el retrato está terminado, el tío acuciado por encontrar otro modelo y el viejo marinero sin su grato trabajo. El cuadro pasaría a integrar la colección del museo de Montserrat, de Barcelona. Por esos años incursiona en un género clásico: Retrato de viejo y Hombre con boina, ambos de 1895, revelan la intención de un acercamiento esencial al personaje. Antes de partir hacia Barcelona, su padre accede a llevar a Pablo, que está por cumplir catorce años, al Museo del Prado, en Madrid. Instalados en la ciudad catalana, don José se plantea un gran desafío: lograr que su hijo sea admitido en la Lonja, donde exigen veintiún años como edad mínima. El jurado se deslumbra por el dominio técnico y la calidad de dibujo del joven aspirante, y también por el hecho de que resuelve en menos de una semana una prueba para la que normalmente se conceden quince días. Barcelona impresiona vivamente al joven. El esplendor económico había abierto las puertas a la Europa culta. El arquitecto Antoni Gaudí (1852-1926) había empezado a poner su sello en la ciudad frente al Mediterráneo. El modernismo (popularizado en Francia

El estilo salvaje

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como art noveau) se abría a un verdadero cosmopolitismo. Por primera vez en su vida el joven se siente pleno. Pero no sólo el arte está en la calle. El crecimiento industrial había generado el más importante núcleo obrero del país. El anarquismo y el socialismo revolucionario se disputan las voluntades de los trabajares. Bajo el cariñoso pero severo contralor paterno, Pablo se encamina hacia su formación de pintor académico y burgués. Cuando se distrae mirando las manifestaciones obreras desde la terraza de su casa, recibe la inmediata reprimenda del profesor que tiene pensado otro destino para ese joven, quizá el verdadero artista de la familia. Al año siguiente, el precoz pintor participa por primera vez de una exposición. Presenta su tela Primera comunión, firmado por Pablo Ruiz. Este óleo, de 166 x 118 cm, es su primer intento ambicioso por mostrarse como un «pintor profesional». El centro de la escena muestra a un hombre severo y reconcentrado, vestido de negro, alIado de su pequeña hija reclinada ante el altar. La tradición pictórica indicaba que no se trataba de un hombre sino de un símbolo. Representa la devoción y la rectitud. No es extraño que ese hombre lleve la figura de su padre y no sólo por el hecho de ahorrarse un modelo. Don José Ruiz aparece con su eterna barba rubia y su despojada delgadez. Los críticos han observado en esta obra, y otras inmediatas, un cierto alargamiento de la figura que recuerdan a El Greca (1541-1614), el pintor manierista considerado el primer gran genio de la pintura española, que impresionara vivamente a Pablo en su visita a El Prado. Poco después, este cuadro obtiene una mención honorífica en la Exposición Nacional de Bellas Artes de Madrid. El niño ha roto el círculo protector de su familia y comienza a proyectarse en el gran mundo.

Ciencia y caridad A principios de 1897, Pablo Ruiz completa su segunda (y por cierto última) obra pictórica académica: Ciencia y Caridad. El lienzo de dos metros y medio de ancho por dos de alto muestra a

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una moribunda en su lecho acompañada por una monja, que carga un niño, supuestamente hijo de la enferma. El médico, un hombre respetable y grave, le toma el pulso mientras observa su reloj. El médico no es sino don José Ruiz, con su ascética delgadez, esta vez encarnando el saber y la solidaridad y preocupación humanas. Pablo, de dieciséis años, sigue atentamente los dictados de ese hombre sabio y silencioso. Planificada y realizada con suma dedicación, la obra denota el control severo del padre del artista. La temática del cuadro es absolutamente trivial. Don José conoce la debilidad del público burgués por las escenas patéticas. La técnica tampoco delata originalidad, considerando que ya hace más de una década Claude Monet (1840-1926) había alcanzado un reconocimiento importante como referente de la escuela impresionista. Sin embargo, en esa obra, inscripta en el realismo social, aparecen rasgos que comienzan a delatar el sentir de joven artista. El marco que rodea a la enferma es de despojada e inocultable pobreza: las manchas en la pared, el camastro desvencijado y la desnudez del entorno. El artista, al parecer, sospecha que la enfermedad, y desde ya la orfandad simbolizada en el niño acunado por la monja, son consecuencia de la pobreza. Esta sutil presencia del escenario triste y miserable adelanta, sin duda, su contristada visión del mundo que se plasmará luego en su época azul. En octubre de 1897, sus padres deciden que el muchacho está reclamando un mejor marco educativo. Parte hacia Madrid, y allí ingresa en la Real Academia de San Fernando. Se matricula en dibujo y ropaje y en paisaje. Pero el adolescente muestra su fibra discutiendo acaloradamente con sus maestros. Lo irrita el naturalismo pueril de paisajes soleados, cargados de dorados y bermellones. Sus ojos inquietos se posan ahora sobre los expresionistas. Lo deslumbra vivamente El grito, la sofocante y tortuosa pintura del artista noruego Edvard Munch (1863-1944). En el invierno de ese año decide dejar la escuela para disgusto de su familia y por cierto de su otrora generoso tío Salvador Ruiz, quien le retira la beca. Así, a los dieciséis años, el precoz pintor se lanza en su «aventura independiente». Dibuja en cualquier lugar y a toda hora; con su ha-

El estilo salvaje • Ciencia y caridad 15


bitual soltura y agilidad toma apuntes a lápiz o a carboncillo, sobre todo de los particulares personajes que rodean los alrededores del castizo barrio de Lavapies, donde vive. Parte del día lo pasa en el Museo del Prado, donde centra su interés en El Greca, en el barroco Velázquez (1599-1660) y, sobre todo, en el pintor, grabador y dibujante Francisco de Gaya (1746-1828). El frío madrileño, la magra alimentación y la soledad llevan al adolescente a la cama. Enfermo de escarlatina, la familia acude en su busca y regresa a Barcelona. El silencio temeroso de su madre y el ceño fruncido de su padre transforman el otrora tibio clima del hogar. Ante tal escenario acepta pasar una temporada en Harta de Ebro (Tarragona), pueblo natal de su amigo Manuel Pallarés. Enclavado entre cerros y rodeado de exuberante naturaleza, comienza a disfrutar el primer tramo de su largo, voluntario y por cierto eterno exilio. No lo sabe, pero ya no volverá a la casa de sus padres sino ocasionalmente antes de su partida definitiva a Francia. Entre su profusa obra se destaca en este período Costumbres de Aragón.

Cuatro gatos y un joven salvaje A comienzos de abril de 1899, casi un año después de su partida, regresa a Barcelona. El adolescente despeinado y algo retraído es ahora un joven de baja estatura y espaldas anchas. Un mechón rebelde irrumpe en su profusa frente destacando aún más su mirada atenta y su enfático discurso. Es un joven singularmente atractivo. Durante su bucólico retiro, Pablo permanece ajeno a los acontecimientos que sacuden a España. La guerra con los Estados Unidos barre con los últimos vestigios de un imperio que languidece. Los movimientos independentistas cubanos (1895) derivan en un interesado apoyo de una potencia naciente, los Estados Unidos. España, confiada en las glorias de otros tiempos, emprende una guerra que le será desastrosa. En 1898 la corona pierde Cuba, Puerto Rico y Filipinas, entre otros territorios. Cuando Pablo llega a Barcelona, en febrero de 1899, nada hace suponer que el país acaba

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de pasar por una de las experiencias más traumáticas del siglo. La ciudad parece vivir en una fiesta continua. Los restaurantes repletos de gente; los teatro, circos y exposiciones congregan a multitudes. La ciudad vive una inesperada pujanza. Los capitalistas españoles de ultramar, espantados por la guerra, regresan a la madre patria, sobre todo a las ciudades industriales, lo que justifica el dinamismo de la economía y la cultura barcelonesas. Con apenas dieciocho años y cierto tímido reconocimiento de sus pares, se vincula rápidamente con la vanguardia artística de la mano de su amigo Jaime Sabartés. Es él quien lo conduce por primera vez hasta la cervecería Els Quatre Gats (Los cuatro gatos), un local premeditadamente misterioso situado en la planta baja de la casa Martí, un edificio modernista obra del arquitecto Josep Puig i Cadafalch. En esa pocilga turbia, inundada de humo y transpirada de alcohol, se reúnen músicos, poetas, escultores, arquitectos, críticos y pintores, bajo el denominador común del inconformismo. En sus mesas se debaten todos los temas y se erigen los primeros dioses del siglo que asoma: el dramaturgo noruego Hernrik Ibsen (1828-1906) quien ya ha dado a conocer Casa de Muñecas y Los pilares de la sociedad; el novelista francés J. K. Huysmans (1848-1907), que pregona el impresionismo literario; el dramaturgo simbolista belga Maurice Maeterlinck (1862-1949); la producción musical del controvertido Richard Wagner (1813-1883), y sobre todo las provocadoras ideas del filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900). Entre los concurrentes a Els Quatre Gats están el artista y dramaturgo Santiago Rusiñol, líder indiscutible del grupo, el crítico y escultor Miguel Utríllos, el elegante retratista Ramón Casas, el afectuoso Ramón Pichot y el pintor de vagabundos Isidro Nonell. El anfitrión es el inquieto Pere Romeu, dueño del café y luego director de una revista que toma el mismo nombre del mítico local. La publicación los mantenía al tanto de las vanguardias parisinas, norte de cualquier artista que se precie. El clima de Els Quatre Gats, entre bohemio y decadente, mezcla los ideales anarquistas y un desesperado deseo por rebelarse contra el orden existente; esto se traduce en un deseo urgente de sufrir como «poetas malditos», y probar en ese «sufrimiento» su

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completa integridad. Entre la pasión y el enfrentamiento, el grupo discute y admira la obra del pintor del «Molin Rouge», Henri de Toulouse-Lautrec (1864-1901); y atiende a los nuevos planteamientos de Paul Gauguin (1848-1903). Nunca falta una mención al omnipresente El Greca. Más allá de las admiraciones compartidas, el joven Picasso mantiene una curiosa independencia estética. A partir del naturalismo de los primeros dibujos realizados al regresar de Horta de Ebro, la sinuosidad y el lirismo de la línea modernista comienzan a adueñarse del trazo de Picas so. Así lo revelan sus trabajos como ilustrador, iniciados con la portada para el menú de EIs Quatre Gats, donde aparece la influencia del art nouveau, caracterizado por la tendencia a utilizar líneas curvas y ondulantes semejantes a latigazos. Simultáneamente aparecen en su obra, dentro de la misma estética pero simplificando las formas, una serie de dibujos cuyo tema principal es la enfermedad y la muerte. Cercano al expresionismo de Munch, emerge de sus cuadros una masa cromática en la que se mezclan verdes y violetas con rojos y amarillos, aplicada con una pincelada deshecha que apenas sugiere las formas. Sus largas noches en Els Quatre Gats no detienen su obra. Su pincel, severo, con tendencias geometrizantes, lo muestra como alguien que está «buscando su estilo». Curiosamente pasa de una experiencia a otra con una facilidad cercana al capricho. Esta versatilidad y esta búsqueda, serán, sin embargo, su sello de artista. Mientras otros buscan un estilo, Pablo pinta. «Quizás en el fondo yo sea un pintor sin estilo. Con frecuencia, el estilo es algo que fija al pintor en la misma perspectiva, en la misma técnica, en la mismas formulaciones año tras año, a veces toda la vida. Se le reconoce de inmediato, ya que es siempre el mismo traje o el mismo corte de ¡raje. Con todo, hay grandes pintores con estilo. Yo personalmente no soy nada ortodoxo, soy más bien un “salvaje”. No me sujeto a reglas, por eso no tengo estilo», dirá, ya en su madurez. En mayo de 1900 un cuadro viaja a Francia: Los últimos momentos. La firma el todavía ignoto Pablo Picasso. Ya ha desterrado el Ruiz de su apellido, quizá por las desavenencias profundas con su padre. Expuesto entre una multitud de obras en la Exposición Uni-

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versal de París, la pintura no pasa inadvertida. De todos modos, la gran estrella de la exposición es la «electricidad». A pesar del enorme disfrute de la vida catalana, el joven rebelde prepara sus valijas. En octubre piensa festejar sus diecinueve años en el centro del mundo: París, que aún no lo espera. Será la cuna de su nuevo nacimiento. La cuna del pintor más grande del siglo que amanece.

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Capítulo II

LOS PRIMEROS AZULES

París segunda visión − La adolescencia de la pintura

E

l siglo, como una premonición del progreso, nace cargado de novedades. La compañía Eastman presenta su cámara fotográfica, que hará popular esa práctica «artística». Las familias ricas ahora pueden inmortalizarse en un papel brillante que refleja bastante certeramente los rasgos físicos de las personas. La electricidad, gran vedette de la Exposición Universal de París realizada en abril de 1900, da fundamentos serios para empezar a hablar del siglo de la luz. En agosto, los habitué de Els Quatre Gats lloran la muerte de Nietzsche y se edita en alemán La interpretación de los sueños, de Sigmund Freud, una obra llamada a sorprender y rever ciertas cuestiones fundamentales del alma humana. A finales de octubre de ese asombroso 1900, Picasso emprende su primer viaje a París. El joven artista, con sus diecinueve años recién cumplidos, carga telas, pinceles e ilusiones que no defraudará. Lo acompañan Carles Casagemas y Manuel Pallarés. De la estación de ferrocarril se dirigen a Montparnasse, al suroes-

Los primeros azules 21


te de París. Las calles anchísimas y empedradas, el fragor de los tranvías y esas magníficas construcciones, dan a Montparnasse un particular encanto. Los tres camaradas se alojan en el estudio de Isidro Nonell, ubicado cerca del cementerio. Desde allí organizan sus visitas a los museos, sobretodo al Louvre. El joven Picasso disfruta de una verdadera fiesta para sus ojos. Escudriña por primera vez en los originales de Edgar Degas (1834-1917), Gauguin, Van Gogh, Paul Cézanne (1839-1906) y sobre todo Toulousse-Lautrec, que influirá en los trabajos parisinos del incipiente pintor malagueño. Las relaciones de su anfitrión le facilitan un vínculo con el industrial catalán Pedro Mañach, devenido marchand, quien le compra algunas obras y, sobre todo, le presenta a una persona que influirá mucho en el futuro cercano del pintor: Berthe Weill, en cuyas galerías expondrá reiteradamente. La oferta de Mañach de otorgarle una asignación mensual de ciento cincuenta francos a cambio de cierta cantidad de obras y la promesa de organizarle una exposición en París, completaron un viaje que no podría haber sido más fructífero. Salvo por un detalle. En el atelier parisino quedan algunas escenas populares, otras tomadas de los teatros y una bella composición de una parej a abrazada. Tras un romance repentino y fogoso, su entrañable amigo y modelo Casagemas es desairado por la bella Germanie. Pablo decide volver a Barcelona en busca de una cura para Carles, preso del desconsuelo. En el atelier parisino quedan algunas escenas populares, otras tomadas de los teatros y una bella composición de una pareja abrazada. En Navidad está de regreso en la casa de sus padres. Tras unos días de intercambio de frases circunstanciales, parte para Málaga. En un infructuoso intento por alegrar a CarIes, lo pasea por las fondas y prostíbulos andaluces, pero no logra despertar una sonrisa en el contrito rostro de su amigo. Esta es sólo una escala. El trashumante. de los caballetes apunta hacia Madrid donde lo espera una nueva experiencia. Carles Casagemas decide hacer un último intento por alcanzar los bellos ojos de Germanie y parte hacia París. Picasso, a quien ya empiezan a reconocer por su apellido, tiene

22 Los primeros azules


intenciones de desarrollar su carrera en España. En Madrid, donde permanece hasta mayo de ese año, pinta Mujer en azul, obra presentada en la Exposición Nacional de Bellas Artes, donde alcanza una mención de honor. A esta altura no necesita tener delante un modelo o una realidad concreta a la hora de pintar un cuadro, sino que su subjetividad le permite dar vida a personajes inventados. El 17 de febrero, a poco de llegar a París, Casagemas se suicida. La noticia golpea duramente a Picasso. La imagen de su amigo volvería recurrentemente en los cuadros que crea ese verano en Madrid. Quizá su obra culminante sea Evocación. El entierro de Casagemas, donde se puede apreciar que el pintor ha ingresado en otra galaxia estética. En estos meses de afiebrada y compungida creatividad, Picasso trabaja recurrentemente sobre los mismos climas y colores. Retrata a melancólicos pintores y poetas bohemios, prostitutas tristes, mendigos lastimosos, ciegos deambulando y seres con deformidades físicas. Desde ya abundan las mujeres pobres cargadas de niños hambrientos y parejas de amantes desolados. La obra temprana de Picasso muestra los rasgos sobresalientes de alguien señalado para cambiar la historia. El alargamiento de los miembros, la espiritualidad de esos seres desgarrados y la peculiaridad cromática muestran la clara, y asumida, influencia de El Greca. Pero lo realmente llamativo es el viraje al azul como color predominante, que viene a acentuar la sensación de tristeza y frialdad. El recurso de marcar el clima con color es una cosa aún inédita. Hasta ese momento, ningún pintor había apoyado su obra en el predominio cromático. Picasso utiliza ese recurso claramente antinatural, pero de gran eficacia psicológica, para construir gran parte de su obra temprana, que luego recibiría el nombre de «épocaazul». A partir de allí, y en gran parte de su obra posterior, la unidad cromática aparecerá como síntoma indeleble de su pintura. No sabe, o no quiere, prescindir del uso del color como acento intelectual y emocional de su pintura. O quizá lo busca deliberadamente. Lo extraño es que siendo el uso del color, por lo antinatural, decididamente racional, genera en el observador una profunda empatía enraizada en lo más profundo de su emoción. Quizas allí se

Los primeros azules 23


explica aquella decisión de «trabajar con tres colores; trabajar con demasiados colores, hace impresionista».

París, segunda visión En Madrid, junto al escritor catalán Francisco de Asís Soler, se embarca en la aventura de editar una revista literaria, Arte joven. La publicación, en la que Picas so deposita grandes expectativas, sólo dura cinco números. Esta nueva frustración lo decide a regresar a Barcelona. Sus compañeros de Els Quatre Gats siguen llorando la pérdida de Casagemas. A pesar del reconocimiento, de una relativa tranquilidad económica, de estar rodeado por amigos, el pintor siente una extraña picazón que lo conmina a partir. A mediados de junio, viaja por segunda vez a París. Pedro Mañach, su mecenas, intranquilo por la falta de noticias acerca del trabajo del pintor, reclama su presencia. Picasso llega cargado con material suficiente para organizar una exposición que se lleva a cabo en los meses de junio y julio de 1901, en la Galería Vollard; gracias a ésta, Picasso puede prolongar su estancia en París por espacio de seis meses. La capital francesa descubre a un nuevo Picasso. Los fuertes contrastes cromático s con «tonalidades violentas, de colores abigarrados (...) que al primer golpe de vista producían el efecto de colorines de baraja», según su amigo Sabartés. Por esos días, el punto de referencia pictórico es una monumental muestra de Vicent van Gogh, muerto en 1890, que en vida no había conseguido vender un solo cuadro. Otro referente es una retrospectiva monumental de Honoré Daumier (1808-1879), dibujante y caricaturista, cuyas obras, de gran crudeza y dramatismo, tratan lo cotidiano desde una óptica de marcada protesta social. Tanto por la temática como por la inesperada irrupción de esos azules dramáticos, Mañach censura severamente al pintor, quien sólo atina a mirarlo sin contestar. Su repentino orgullo lo deja sin mecenas y, desde ya, sin recursos. Aquel joven relativamente alegre

24 Los primeros azules • París, segunda visión


y fresco ha devenido en un ser grave y huraño. Siempre malhumorado, comienza a distanciarse también de sus amigos. Por si no fuera suficiente, en esos días llega la noticia de la muerte de Toulouse-Lautrec, el gran pintor y cartelista de la bohemia parisiense de Montmartre. Tenía sólo treinta y seis años y si bien Picas so no lo conocía personalmente, admira profundamente su obra. Se lamenta no haber hecho un esfuerzo por visitarlo en el castillo de Malromé, en Gironde, donde había pasado sus últimos meses. Rota la sociedad con Mañach, vuelve a Barcelona el crudo enero de 1902. Tiene veintiún años, pero sus ojos profundos y su frente augusta parecen desmentir su juventud. Barcelona no parece muy dispuesta a financiar al rebelde, quien muestra las uñas pero todavía no su talento. Alejado del grupo de Els Quatre Gats, que al parecer ya no colma sus necesidades, realiza ilustraciones publicitarias y cartelería. Su obra profundiza el tema de la miseria y la soledad. Una huelga general estalla en Barcelona, y Picasso presencia por primera vez ese cuadro inédito de una ciudad paralizada tomada por los obreros. La calle se transforma en un virtual campo de batallas. Mientras tanto, en París sigue la fiesta. Por primera vez logran atrapar la voz del gran Enrico Caruso en un disco plano y negro de goma laca modelada sobre una base niquelada que reproduce, con aceptable fidelidad, un aparato al que los entendidos llaman fonógrafo o gramófono y cuyo distintivo es su gran bocina, como una gigantesca flor abierta. En octubre de 1902, ante una oferta de Berthe Weill para exponer en su sala, parte nuevamente hacia París; es su tercer viaje a la capital del mundo. Lleva consigo obras donde recrea corridas de toros y algunos retratos de alto contenido dramático. En todos predomina el mismo aterido azul: las pieles, los fondos, los ropajes, las máscaras. Los colores han ido desapareciendo del lienzo y todo quedará reducido a las sutiles variaciones del azul único, que crea la atmósfera desolada y nocturna. y en el centro de sus cuadros, sus «solitarios»; seres abstraídos y pensativos, replegados sobre sí: La bebedora de ajenjo, Viejo guitarrista ciego, Pobres a la orilla del mar, La planchadora... Los primeros azules • París, segunda visión 25


La adolescencia de la pintura Cuando Picasso llega con sus azules a París, las batallas pictóricas se libran entre ríos de colores. El joven e impulsivo Henri Matisse (1869-1954), de rigurosa formación clásica, se gana rápidamente el mote de rebelde de la clase y por cierto justifica su condición de disidente. Formado dentro del impresionismo, el descubrimiento de Paul Gauguin, Paul Cézanne y Vincent van Gogh modificaría sensiblemente su mirada de la pintura. El uso del color, la configuración de las formas y la indagación de planos espaciales llevan a su enfrentamiento con el puntillismo de Henri Edmond Cross y Paul Signac, sus camaradas también rebeldes, pero no tanto. Estos experimentaban con la yuxtaposición de pequeñas pinceladas (a menudo puntos) de pigmento puro para crear estímulos visuales de color intenso sobre la superficie del cuadro. Matisse adopta esta técnica, pero aplica pinceladas más amplias al tiempo que rechaza la paleta de tonos naturalistas empleada por los impresionistas. Irrumpen los colores violentos, introducidos sobre todo por van Gogh, para crear un mayor énfasis expresivo. El decidido colorido y el trazo excesivo del dibujo, desprovisto de dramatismo lumínico, otorgan una intensa fuerza poética a estas obras. En la capital francesa, la nueva corriente inspirada por Matisse es el cotilleo de tout París. Poco tiempo más tarde, el grupo que sigue al rebelde francés sería catalogado como fauves (fieras), lo que derivaría en una nueva, fugaz, pero contundente corriente pictórica: el fauvismo. La impetuosa irrupción del fenómeno hizo que algunos la catalogaran como la crisis de adolescencia de la pintura. La muestra de Picasso en la galería de Weille permite sobrevivir malamente los meses siguientes. No es poca la ayuda que recibe de alguien a quien había conocido en su anterior visita y con quien comienza a entretejer una profunda y larga amistad: Max Jacob (1876-1944 ). El pequeño Max, sensible poeta, aloja a Picasso en su casa y hasta lo sostiene económicamente mientras tiene trabajo. Cesanteado, la vida de ambos vuelve a ser insostenible. La magra alimentación hace estragos cuando el ominoso invierno francés penetra por las rendijas del desvencijado atelier de Montmartre. 26 Los primeros azules • La adolescencia de la pintura


A finales de enero de 1903 regresa a Barcelona. Está delgado y con escaso entusiasmo por la vida. Sólo la pintura lo exalta y consume. En esos días comienza a trabajar sobre Madre con niíio enfermo, donde aparecen nuevamente dos temas recurrentes: la enfermedad y la maternidad, y sobre La vida, la obra culminante de su época azul. Allí plasma la figura de una pareja desnuda enfrentando a una recurrente madre con niño, en un clima gravemente azul.

Los primeros azules • París, segunda visión 27



Capítulo III

PARÍS TIENE PERFUME DE MUJER

La Bateau-Lavoir − El barro y el oro La época rosa - Saltimbanquis

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oco sabe el apasionado Picasso del ancho mundo. Su piel absorbe, su instinto de animal respira y expira, y el siglo, como animal asombroso, se despereza ante su indiferencia. ¿Qué une a esos jóvenes. ariscos, refugiados en la humedad creativa de Montmartre, con el siglo de la nueva ciencia? Poco o nada en verdad, pero en sus entrañas están dando forma a un arte nuevo y revolucionario, acorde con los tiempos. A principios de este siglo la verdad deja de ser patrimonio de algunos; la ciencia se desdice, los sistemas claudican, y el arte, finalmente, elige el costado menos cómodo, el más irritante. Un arte que azuza a la fiera dormida. En la primavera de 1905, a los veintiséis años, Albert Einstein (18791955) da a conocer los fundamentos de la ley de la relatividad. En el fondo de su teoría se encuentra el hallazgo de que toda medición del espacio y del tiempo es subjetiva. Desarrolla un pensamiento basado en dos premisas: el principio de la relatividad, según el cual París tiene perfume de mujer 29


las leyes físicas son las mismas en todos los sistemas de inercia de referencia, y el principio de la invariabilidad de la velocidad de la luz, según el cual la velocidad de la luz en el vacío es constante. Einstein y muchos otros hacen de la luz la gran protagonista del siglo que despierta. En muy poco tiempo se conocerá la lámpara incandescente que comienza a justificar para el común de la gente la invención de la electricidad. También de la luz se valdría un naciente entretenimiento. Si bien los hermanos Louis y Auguste Lumiere habían logrado la primera hazaña de proyectar imágenes en movimiento en 1895, precisamente en París, los habitantes del nuevo siglo son los que empezarán a disfrutar los asombrosos horizontes de este nuevo arte: el cinematógrafo. El arte fotográfico, que insumía gran cantidad de tiempo y complicados procedimientos, empieza a simplificarse gracias a la aparición de sobresalientes mejoras en los negativos en blanco y negro. En 1907, los hermanos Lumiere sorprenden con los primeros materiales comerciales de película en color, que hasta ese momento se tomaban con cámaras de tres exposiciones. Esos adelantos no son ajenos a la evolución de la pintura. Por esos años, Matisse escribió: «El pintor ya no debe preocuparse por detalles insignificantes, pues para eso está la fotografía, que lo hace mucho mejor y más rápido». La afirmación einsteniana de que no existe el tiempo absoluto y de que cambiando el tiempo cambia el espacio, se trasladará, inconscientemente, al universo artístico. La relativización de las explicaciones positivistas derivarían en una reacción ilTacional, como se calificaría a la postre al arte cubista que estaba germinando en la cabeza de algunos de los locos de Montparnasse. En Austria, Sigmllnd Freud (1856-1939) echaba leña al fuego de las ideas al develar un espacio misterioso y oculto del alma humana: el inconsciente. Estas cuestiones, sumadas a los avances de la medicina de la mano de Marie Curie (1867-1934) o Robert Koch (1843-1910) quien comenzaba a ganarle la batalla a la temible tuberculosis, preocupan escasamente a los bohemios del París de principios de siglo, pero algo había flotando en ese ambiente que terminaría asociando la ciencia y el arte. Por otro lado, a comienzos del siglo xx ingresan en Europa obje-

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tos de bronce, marfil y madera proveniente de las colonias africanas y de Oceanía. Reciben el nombre genérico de «arte negro» y salvo los etnólagos, pocos se interesan por esos objetos «salvajes, primitivos». Pero serán, poco después, un hito en el nuevo movimiento artístico.

La Bateau-Lavoir En abril de 1904, a los veintidós años, Picasso decide viajar a París donde, salvo ocasionales regresos a España, se establecerá definitivamente. Se instala en un ruinoso edificio de la rue Ravignan, en el bohemio barrio de Montmartre. No muy lejos de allí había muerto por amor Casagemas, pero también allí había conocido al poeta y pintor Max Jacob que sería su amigo de toda la vida. Max, pequeño, afeminado y sumamente divertido, lo había entrevistado para una publicación artística parisina en su primera estadía. El desparpajo del joven, cinco años mayor que Picasso, pero de un aspecto adolescente, subyuga al pintor malagueño quien lo integra rápidamente a su cofradía de amigos. También deambulan por el barrio, y de hecho comparten penurias y hambre, el escritor André Salmon, el poeta y novelista Guillaume Apollinaire (1880-1918), y muchos otros, como el pintor español Juan Gris (1886-1927), que se incorporará más tarde a la aventura cubista, y el pintor italiano Amedeo Modigliani (1884-1920), cuyas líneas suaves y delicadas definen un estilo inigualable. Picasso llega pobremente vestido. Su frondoso equipaje está constituido por cajas de pinceles, pinturas y una decenas de cuadros predominantemente azules. Entre ellos lleva las últimas producciones en Barcelona: La vida y sus Mujer e hijo con pañuelo (1903), Mujer con pañuelo (1903) y Mujer con casco de pelos (1904) que dejan estupefactos a la cofradía parisina. El número 13 de la rue Ravignan da a una escalera tormentosa que conduce, no sin penurias, hasta el destartalado ático de un edificio casi innoble. El verano pasa rápidamente y los fríos del otoño delatan la incomodidad del cuchitril. Max Jacob, asiduo concurrente,

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lo bautiza Bateau-Lavoir, es decir, barco lavadero, en alusión a las barcazas que surcan el Sena. Hasta la Bateau-Lavoir llegan asiduamente el llamativo Apollinaire, robusto, bien alimentado y excéntrico, y el sutil André Salmon. Entre risotadas y alguna bebida espirituosa, no dejan de quejarse del viento que perfora las paredes de la Bateau. También suele quejarse, aunque Picas so sabe cómo apaciguarla, Madeleine, que le sirve de modelo y padece el frío de las madrugadas invernales que el pintor combate quemando papel en un costado de la habitación. Cierta noche, cuenta el inefable Max, acorralados por el frío y el hambre, Picasso y él deciden suicidarse. La vida no tenía sentido, ni siquiera en Montmartre. Lo más simple y al alcance de sus economías es, piensan, una soga. Uno de ellos debe salir a buscar ese elemento. Jugados a suerte y verdad, Picasso es señalado por la fortuna para merodear por las calles del barrio buscando el instrumento adecuado para terminar con el padecimiento. Max, envuelto en una vaga colcha, espera. En la oscuridad, sopla un viento blanco que doblega las más férreas voluntades. Picasso deambula con más frío que convicción por las calles vacías. Hasta que de pronto, al borde mismo del Sena, se tropieza con una muchacha delgada, vestida de negro que, pálIda y melancólica, mira el lento transcurrir del río. «Es ella, la muerte», se dice el pintor. Pero no, esa mujer lánguida de pelo rojizo es la vida. Fernande Olivier acompaña a Picasso hasta su refugio. Max está allí, revisando su inventario final. Cuando los ve entrar, pega un respingo. Picasso señala a esa muchacha espigada: «No encontré una soga», dice y sonríe por primera vez en varios días. Fernande es lo que se llama por entonces una joven liberada. Elegante y refinada, es conocida en el ambiente artístico por haber modelado para varios escuálidos artistas. La mujer se queda esa noche, y luego otra, y otra, hasta que estuvo instalada en la vida del artista sin que la pareja tomara cuenta cabal de cuándo había tomado la decisión. «Sólo nos preocupaban nuestras cosas y no veíamos a nadie. Únicamente a Apollinaire, Max Jacob, Salmon... ¡Menuda aristocracia!:», bromeaba Picasso.

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Como es de esperar, el idilio, apasionado, no está exento de tramos tormentosos o patéticos. Pero sin duda Fernande está destinada a cambiar radicalmente la vida del pintor. Será ella con quien parirá la aventura del cubismo, pero antes, en virtud de ese inquietante amor, el pintor abandonará los predominantes azules por una nueva gama cromática: el rosa. En esos días de amor y hambre, Picasso conoce a los hermanos Stein, dos intelectuales adinerados de origen estadounidense, que se habían instalado hacía poco en París. No sería poca la influencia de ambos en la historia del pintor. Leo Stein tenía el porte de un profesor universitario: calvo, de anteojos con marcos de oro, barba rojiza y cierta mirada maliciosa. Gertrude Stein (1874-1946) es una mujer macisa y de voz y actitudes masculinas. Además de ser una prolífica escritora, pasaría a la historia como una de las primeras mecenas de comienzos del siglo xx. Lúcida, inteligente y noble, Piccaso encontraría inspiración y apoyo en esa mujer cuya energía desbordante y frondosa cuenta bancaria serían vitales para el nacimiento del movimiento cubista.

El oro y el barro De la raquítica comodidad de la Bateau, sólo soportable en el magnífico lecho de Fernande, Picas so pasa a la opulenta mesa de los Stein, donde semanalmente se reúne con lo más granado de la intelectualidad parisina. En los intervalos, la pandilla de la Bateau deambula por una ciudad que disfruta de los esplendores de la Belle Époque, como se la bautizará posteriormente. En las faldas del Montmartre y casi como una provocación, el circo Medrano los convoca diariamente. La relación entablada entre los jóvenes pintores y poetas con los artistas trashumantes es intensa y constante. Estos jóvenes idealizan las condiciones de vida de los pobres malabaristas del camino. Picasso encuentra en ese mundo una metáfora del universo del arte. Los sentimientos y pasiones de esos artistas errantes al margen del mundo burgués del otro lado del Sena, bien pueden encarnar los

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ideales de la libertad. Quizá eso lo lleva a pintar los arlequines una y otra vez, dormidos o posando, alegres, solitarios, en grupo. La Bateau es algo más que un atelier. Salmon quería escribir sobre su puerta: Aurendez-vous des poétes (El punto de encuentro de los poetas). Escrita o no, esa frase resume el espíritu del desvencijado altillo del tercer piso de la rue Ravignan. l grupo alterna rutinas con acontecimientos inesperados. Entre las primeras, están las visitas al Lapin Agite (El conejo ágil), un popular centro de juergas de Montmartre propiedad de Pére Frédé. En los días de abundancia riegan la mesa con ajenjo, y en los de escasez se lamentan del tiempo perdido. Picasso inmortalizará al lugar y a su propietario en su obra En el «Lapin Agite» (Arlequín con copa, 1905), en donde aparece él mismo vestido de arlequín, y al fondo, Pére Frédé empuñando una guitarra. La diaria visita al circo Medrano suele continuarse con la excursiones por el Sena hasta la Closerie de Lilas. La mítica brasserie ubicada en el barrio de Saint-Germaine no es sino una taberna oscura y húmeda que en verano suele habilitar un jardín con mesas. Por allí pasaron el poeta Verlaine y los jóvenes Lenin y Trotski, cuando soñaban con la revolución proletaria. La tercera gran rutina es, como se dijo, un día formal en la casa de los Stein. Pero siempre hay lugar para las sorpresas: la delirante visita de Alfred Jarry, eljoven y célebre autor de Ubú Rey, conmociona a la Bateau y al vecindario, casi tanto como un prolongado homenaje a Henri Rousseau, el aduanero, que desde su inusitada bondad, disfruta azorado del inesperado homenaje de esos jóvenes rebeldes y alegres. Pequeño, semi calvo y con gran bigote a la moda de la época, Herni Rousseau (1844-1910) está por cumplir sesenta años cuando Picasso se cruza en su camino. Apacible burócrata, pinta por las tardes con la indolencia de un niño. De no haber sido quizá por el gran pintor malagueño, que se enamoró de una de sus obras y se la compró con sus magros ingresos, y la posterior intervención del carismático Apollinaire, la obra de Rousseau podría haber estado destinada al olvido. Considerado uno de los precursores del naif y uno de los artistas más notables de la historia, sus colores fuertes,

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los diseños planos y las temáticas imaginativas, sorprendieron e invitaron a la imitación. En pleno despliegue impresionista, cuando recrudecía la polémica con los posimpresionistas y el fauvismo daba pie a múltiples escándalos, el aduanero Rousseau, un pintor sin formación y sin historia, se solaza con una obra para «consumo de gente modesta y sin formación». Este pintor «aficionado», es la antítesis del pensamiento bohemio de principios de siglo. Sin embargo, con su «pintura ingenua» se adelanta a un deseo que rumiaba en el fondo de los jóvenes artistas: volver a la espontaneidad infantil. El cubismo primero, el arte bruto luego y desde ya la irrupción naif surgida en la posguerra son deudores a veces no reconocidos de la obra de este oscuro funcionario, hijo de un hojalatero, que amaba los colores puros y las gentes simples. Cuando Picasso lo invita por primera vez a la Bateau, Rousseau ingresa a un mundo desconocido para él, y por cierto, fascinante. Silencioso, apocado y humilde, recorre los últimos años de su vida como una suerte de extrañamiento: horarios trastocados, admiración, ruidosas amistades. Mientras, sigue pintando. Pocas imágenes quedan del Picasso de esos años. Sin duda la fotografía todavía no es un arte al alcance de la cofradía de la Bateau, pero quedan muchos testimonios directos de la mano del pintor quien garabatea permanentemente en lápiz o carbonilla, escenas de su vida cotidiana. Gracias a esos testimonios se puede entender la importancia que tuvo la irrupción de Fernande en su vida. Una de las escasas fotos del período muestra a un Picasso sereno. Su amplia frente rectangular enmarca magníficamente sus ojos redondos y profundos. El pelo, partido casi al medio, deja caer dos mechones oscuros y rebeldes como dos cuernos invertidos. En esa imagen viste un abrigo de corderoy y luce, a modo de corbata, un gran pañuelo anudado. Ese definitorio año 1904, Picasso realiza su primer grabado importante, La comida frugal, y poco después se lanza en una nueva etapa creativa que la historia del arte identificará como la «época rosa».

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La época rosa La mirada retrospectiva sobre la vida y la obra de las personas obliga a esquematismos que no siempre se corresponden con la realidad. El mundo del arte reconoce a Picasso por un período azul (entre 1901 Y 1904) Y una época o período rosa, que se extiende desde este último año hasta 1906. Sin embargo, los contemporáneos de Picasso, y seguramente él mismo, no hicieron esta tajante diferenciación. Si bien es observable la mutación en el uso del color preponderante, del azul al rosa, esto no justifica disociar totalmente la obra de uno y otro período. Tras tres años de reflejar personajes solitarios e indigentes, a partir de 1904 Picasso pone el acento en nuevos temas y nuevos asuntos formales. Ese año pinta un cuadro que llama Mujer con corneja, realizado en carboncillo, pastel y acuarelas sobre papel. Es una obra mediana, de 65 x 50 centímetros, que muestra a una hermosa mujer (en rigor, la hija de Pére Frédé, el dueño de Lapin Agile) con el rostro levemente inclinado hacia una corneja negra. Sobresalen los contornos decididos y los contrastes entre los negros, rojos y azules. Hay además un deliberado contraste entre formas abiertas y cerradas, pequeñas contra grandes, claridad contra oscuridad, ingenuidad (en el rostro) contra agresividad (en la imagen de la corneja). Sobre el fondo azul se recorta claramente el cuerpo y el asiento de la mujer que se confunden en un tono rosa ligeramente anaranjado. En otro plano, el rostro blanco ca1cáreo de la muchacha genera una tensión con el profundo negro de la corneja. La imagen es profundamente sugestiva, acentuada por la reconcentración de la mujer y su fina mano, de dedos muy largos, acariciando a la corneja.quines le permite incorporar un recurso geométrico: los rombos de sus coloridos trajes. Esta impronta será determinante en el período cubista. Hay una lectura superficial de la obra de Picasso que adjudica esta mutación del azul al rosa como un paso entre su tristeza de artista solitario y pobre y la alegría del amor y sus primeros éxitos, también en el plano material, como pintor. Mirando la obra de Picasso en forma retrospectiva se comprende cómo el cambio,

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e incluso la convivencia de diferentes estilos en un mismo período, son una constante en la vida del pintor. Así como el color implica una ruptura con lo anterior, la persistencia de ciertas imágenes marca una continuidad. La aparición de los arlequines, bufones y artistas de variedades (quizá como una herencia invisible del malogrado Toulouse) viene a reemplazar a sus pobres, desvalidos y lisiados. Pero de alguna manera continúa con su temática. También los arlequines son marginales y comparten con sus criaturas anteriores la impronta del desprestigio social. También son melancólicos y solitarios, aunque, es cierto, irradian cierta dignidad y seguridad en sí mismos. Por último, la presencia de los arlequines le permite incorporar un recurso geométrico: los rombos de sus coloridos trajes. Esta impronta será determinante en el período cubista. Otra constante es el regreso de madres con pequeños hijos, aunque por cierto se trata de imágenes predominantemente tiernas, lejos del patetismo azul. En este período sí se observan algunos rasgos distintivos. Se suaviza la amarga expresión de los personajes, característica de la etapa anterior, las figuras están trazadas con un dibujo firme y rotundo, no exento de cierta lírica elegancia, aunada con las variaciones de unas tonalidades rosas y acres. Madre e hijo (Saltimbanquis), La boda de Pierrette y Familia de arlequines (todas de 1905) son las obras culminantes del período. Es importante recalcar, sin embargo, que toda la temática picassiana, tanto del período anterior como del rosa, están surcadas por el inconformismo y el antiacademicismo que recorre Europa. El ya mítico Jarry con su Padre Ubú (protagonista de la farsa Ubú Rey) encarna al pensamiento burgués devenido en salvajismo. Su obra será preponderante para el posterior surgimiento del movimiento dadá, el surrealismo y finalmente el teatro del absurdo. Sumergido en esa vorágine, Picasso también encarna la transgresión. Como gran parte de los jóvenes intelectuales y artistas de su tiempo, sus ideas viran hacia la izquierda. Un anarquismo que rechaza el oden social y rinde tributo a una idea del mundo basada La representación de marginales y solitarios primero, y de artistas delezna-

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bles más tarde, ubican a Picasso en las antípodas del arte oficial, donde dominan los retratos de vida mundana y de ataviadas damas de la sociedad. Temática y formalmente, Picasso, y muchos otros, se suma a una suerte de resistencia a todo lo que huela a burgués.

Saltimbanquis Así como el período azul culmina en La vida, el hito del período rosa es Familia de Saltimbanquis (1905). La obra, de dos metros por dos, es una larga y trabajosa elaboración iniciada un año antes, al principio del período rosa, y del que se conoce más de una versión. La obra muestra a una familia de comediantes al aire libre, en el camino, en un paisaje apenas sugerido. Las seis figuras están distribuidas en dos bloques, el primero de los cuales, integrado por cinco figuras de pie, ocupa gran parte de la superficie y contrasta con la figura de la derecha, una solitaria joven sentada. Las tres personas de pie del primer grupo, con el agregado de dos niños, otorgan al cuadro gran armonía que se equilibra, frágil y riesgosamente, con la joven sentada. El rojo y el azul y un amarillo decididamente mezclado con azules y marrones, aparecen como los colores dominantes. Además, hay un frugal empleo de los incoloros de la luz, y algunos blancos y negros. Si bien la composición aparece como equilibrada y serena, los críticos han coincidido en que una mirada más detallada y cercana provoca en el espectador «una desconcertante irritación». Años más tarde, el crítico Carsten-Peter Warncke, en su libro Pablo Picasso observa detalles por demás significativos. Al personaje central, corpulento y vestido de rojo, que se destaca ostensiblemente en el cuadro, «le resultaría imposible estar realmente de pie: ¡le falta la mayor parte de la pierna derecha!», observa el crítico. Ese «error» no es obra de la casualidad. «Gracias a esos errores en la figura más importante del cuadro, tanto desde el punto de vista formal como temático, Comienza a tambalearse la aparente lógica de la representación, que resalta al echar la primera mirada.»

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Una vista más detenida del cuadro hace comprender al observador que la escena es irreal, ficticia. «Cada zona del cuadro -observa Warncke- tiene su propia perspectiva. Una vez más, Picas so crea una pieza maestra sobre el problema de la relatividad de la perspectiva artística.» La irrupción de esos arlequines en la obra de Picasso podría interpretarse como su deslumbramiento inicial por ese mundo circense. Y esto es parcialmente cierto. Sucede que esos saltimbanquis ensimismados, cuyo desafío final es, a través de sus cabriolas, crear la ilusión de la superación de la gravedad, le ofrecen al pintor la oportunidad de reflexionar sobre las apariencias y las formas. Y simultáneamente, «provoca» al espectador con una visión absolutamente alejada de su propia, racional y terrenal, vida. Cuestiones aleatorias pero vitales marcan definitivamente este período rosa. Vende, a sumas interesantes, sus primeras obras. Sus grandes compradores son los hermanos Stein, y el marchand Berthe Weill, en cuya galería realiza las primeras exposiciones parisinas. Al parecer el juego con el volumen de las figuras lo lleva a redescubrir el interés por la escultura, que no había vuelto a practicar desde 1899, cuando realizó su primera experiencia escultórica. En pleno apogeo de su producción “rosa”, inesperadamente Picasso acepta una invitación del escritor Tom Schilperoort para visitar Holanda. En el verano de 1905 parte en tren para la pequeña localidad de Schoorl. Un nuevo giro empieza a observarse en la obra del artista. Una comezón interior le dice que terminó el tiempo de los arlequines y la preponderancia cromática del período.

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Capítulo IV

EL COLOR Y LA FURIA

Niños desnudos − Bañistas y bocetos

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l tren que lo lleva a Holanda hace paradas circunstanciales en Haarlem y Alkmaar. Sus breves paseos por estas pequeñas ciudades y su estancia en Scood le descubren un paisaje y una cultura totalmente diferente. Picasso no necesita más. Con su caballete y su caja de pinturas, detiene la vida en la localidad holandesa y febrilmente se lanza al color. Las tres holandesas (1905) remite a Las tres gracias, el cuadro de tema mitológico pintado hacia 1635 por Rubens (1577-1640). El gran pintor barroco representa a Áglae, Eufrósine y Talía, diosas griegas de la alegría, el encanto y la belleza, en una obra de refinada composición, que emana sensualidad y vitalidad. Picasso recuerda claramente la impresión que le había producido la obra del flamenco en su visita a El Prado, de la que realizó no pocos bocetos. El cuadro de Picasso, realizado en aguada y tinta china, representa tres campesinas típicas, con una figura central contenedora, al igual

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que la obra de Rubens, vestida de azul. Las mujeres de los costados visten en rojos y blancos. El cuadro evidencia una búsqueda de cierto equilibrio clásico en esas formas estatuarias. En París, el mundo del arte está ante un incendio y el español parece tomar distancia del gran debate. Los impresionistas, nacidos a finales del siglo XIX como reacción contra el arte oficial, buscan una representación espontánea y directa del mundo, por lo cual se centran en los efectos que produce la luz natural sobre los objetos. Sus principales figuras están en su madurez expresiva, y sus postulados, empujados por el nuevo siglo, han entrado en crisis. En el año 1900, Edgar Degas tiene sesenta y seis años; Claude Monet, sesenta; Camille Pissarro cumple setenta años; Auguste Renoir, cincuenta y nueve; Alfred Sisley había muerto el año anterior y Berthe Morisot, cinco años antes, a punto de cumplir los sesenta. Los impresionistas se preocupan más por captar la incidencia de la luz sobre el objeto que por la exacta representación de sus formas, la luz al difuminar los contornos refleja los colores de los objetos circundantes en las zonas de penumbra. Eliminan así los detalles minuciosos y sólo sugieren las formas, empleando para ello los colores primarios -cyan, magenta y amarillo- y los complementarios -naranja, verde y violeta-. Consiguen así ofrecer una ilusión de realidad aplicando directamente sobre el lienzo pinceladas cortas y yuxtapuestas. La retina del observador desde una distancia óptima aumenta la luminosidad mediante el contraste de un color primario con su complementario. Cercano y distante a la vez a los impresionistas, Paul Cézanne es considerado el verdadero padre del arte moderno. Durante toda su vida lucha (a veces infructuosamente, según su sentir) por alcanzar una síntesis de la representación antinaturalista, la expresión personal y la abstracción pictórica. Su obra, y su persona por cierto, influencian grandemente la obra de dos jóvenes y colosos pintores: Henri Matisse y Pablo Picasso. Ambos liderarían los dos movimientos más revulsivos del momento. El fugaz pero decisivo fauvismo de Matisse y el transgresor y perdurable cubismo de Picasso. Matisse, que había pasado ya los treinta años, es el mayor de los jóvenes rebeldes y, por cierto, el más talentoso. Sostiene que el co-

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lor es capaz de «expresar cualquier cosa sin necesidad de relieve y de modelado». «Yo siento por medio del color», le gustaba repetir a sus seguidores. La naturaleza, sin embargo, sigue siendo su referente: «... el arte es una imitación de la naturaleza. Semejante obra de arte también se revelará como fecundo, porque está dotada de la misma belleza luminosa que es propia de las obras de la naturaleza». Esta será la diferencia esencial con Picasso y el desarrollo del cubismo. El incipiente fauvismo de principios de siglo había congregado una interesante cofradía. El año 1905 estos nuevos exponentes del arte hacen su irrupción en el Salón de Otoño. Integran el grupo, además de Matisse, André Derain, Maurice de Vlaminck, Raoul Dufy, Georges Braque, Henri Manguin, entre otros. El desarrollo más significativo aportado por el líder fauvista es librarse del claroscuro, tan caro a los impresionistas. Para ello crea ese concepto de «equivalentes cromáticos» que consiste en reemplazar los claros y oscuros que indican luz y sombra, por colores cálidos y fríos. En su caso particular, traducidos en el uso del naranja y el azul. Ante tamaña irrupción del color, del empaste y la exageración, un crítico aplica el término fauves, literalmente «fieras», a los artistas del grupo, como etiqueta peyorativa. Sus integrantes nunca aceptaron el término fauves pues, de hecho, no describe de ningún modo su intención subjetiva ni el lirismo de sus imágenes. Sin embargo, nunca despegarían de ese mote. Así como el deslumbrante colorido de las paletas de van Gogh y Gauguin es el antecedente inmediato de los fauves, la metódica aplicación de «equivalentes cromáticos estructurales» preconizada por Cézanne cimentará el cubismo. Niños desnudos Tras su paseo holandés, Picasso regresa a París. Sus nuevas obras muestran la tendencia a abandonar su paleta multicolor y el período rosa deviene en el uso intenso de un rojo mono cromático que puede observarse en sus niños desnudos (Los adolescentes, Los dos

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hermanos, Muchacho desnudo) y sobre todo en Muchacho desnudo conduciendo un caballo (1906), donde los rojos viran decididamente hacia los tonos terrosos. En su segundo y fugaz paso por París había conocido, en casa de los Stein, a Matisse y a André Derain (1880-1954). Picasso coincide con ellos en la tendencia a usar el color y la forma no determinada por la naturaleza sino en forma autónoma, es decir, obedeciendo a las leyes de la pintura. En la primavera de 1906 viaja con Pernande a Gosol, en la provincia de Lérida, muy próxima a Andorra, donde permanecen hasta agosto. En esa pequeña localidad montañosa acrecienta su interés por el modelado y los volúmenes, así como la inclinación hacia los tonos ocres, la simplificación de la figura y las primeras desproporciones. La obra de Picasso entra en una nueva fase marcada por la influencia del arte griego, ibérico y africano. El célebre Retrato de Gertrude Stein (1905-1906) revela un nuevo descubrimiento hecho por Picasso: las máscaras. Tras varias experimentaciones, en el otoño de ese año culmina el famoso retrato que sería la llama inicial de su evolución posterior. Utiliza la corpulenta figura de la poeta norteamericana para jugar con las formas. Descuida ex profeso la perspectiva y las relaciones de las diferentes partes de la figura. La cabeza aparece como un bloque sin relación con el cuerpo. En ella, la nariz y los ojos parecen agregados como formas independientes. El rostro, hierático, adquiere la forma de una máscara. No sin razón se querrá ver en esta expresión una reproducción de las máscaras australianas recientemente llegadas a Europa. Esta composición pétrea también guarda relación con el apellido de la modelo, Stein, que en alemán significa piedra. El propio pintor declara ante la obra: «No trabajo frente a la verdad, sino antes de ella y con ella». Alejado de todo convencionalismo y, por cierto, de la actitud complaciente de los retratistas clásicos, el Retrato de Gertrude Stein quizá se hubiera convertido en un escándalo si su destinataria no hubiera sido la sensible escritora quien quedó admirada por la obra, orgullosa de ser homenajeada. Intuyó inmediatamente que ese sólido pintor de veinticinco años llegaría muy lejos.

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Reafirmando su tendencia a la máscara, en ese mismo tiempo pinta varios autorretratos que culminan en Autorretrato con paleta (1906). El artista da un paso más adelante: renuncia a la técnica pictórica convencional y contrapone de manera descarnada los contornos, líneas y superficies, con el propósito de evitar la semejanza con un ser humano verdadero. Picasso tiene una imagen de hombre maduro: su amplia frente, ahora descubierta por su pelo corto, su nariz firme y sus anchas espaldas aparecen delineadas por trazos firmes y esquemáticos. Sus ojos, siempre dominantes, están enmarcados en sus cejas largas y arqueadas. En estas y otras obras del período, como El peinado (1906), los contornos de las figuras empiezan a disolverse, la estilización va desapareciendo y los rostros se vuelven esquemáticos. El espacio comienza a perder entidad real. Todo ello evoca la idea de descomposición de la forma y de la realidad entera, como expresión máxima de lo que el artista, una vez superado el primer contacto sensual, siente interiormente acerca de ella. Su amigo Sabartés escribe: «Estaba en el estado de ánimo especial para comprender el mensaje de Rimbaud. Arrancaremos a la pintura de su vieja costumbre de imitar, para darle soberanía. El acto material no será más que un medio para evocar las expresiones estéticas». Bañistas y bocetos En agosto de 1906 regresa a París. En la Bateau, como siempre, están las sonrisas encantadas de Apollinaire y Max Jacob y una novedad que ha impresionado a ambos: el fauvista Derain acaba de presentar un cuadro novedoso: Bañistas. La obra, una recreación de las Cinco Bañistas del maestro Cézanne, de 1887, busca alcanzar la pretendida síntesis preconizada por el maestro, quien curiosamente muere ese año, y las formas esenciales que Derain había descubierto y admiraba, tanto en las obras del arte negro como en las creaciones populares. A pesar de que muchos estudiosos consideran a Bañistas un antecedente del cubismo, en realidad el furioso Derain no puede despren-

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derse de su sujeción a la verosimilitud. El respeto reverencial por el arte de los museos condiciona su pincel y así como el fauvismo se diluye como un brote adolescente -que tendrá luego sus rebrotes cíclicos-, también Derain pierde, por temor o excesivo cuidado, la oportunidad de sumergirse en la gran aventura plástica del siglo. Tras el primer deslumbramiento ante el cuadro, Apollinaire, con su sutil sarcasmo, escribirá: «Después de estos períodos juveniles, Derain se orientó hacia la sobriedad y la mesura». Picasso no dudará en dar el salto. Desde hace varias semanas trabaja en unos bocetos que culminarán en Las señoritas de Aviñón (1907). Efectivamente, tras el invierno, Picasso se aboca a una gran tela que ocupa el centro de sus preocupaciones. Inspirada en las casas de citas del barrio Chino de Barcelona, el primer boceto muestra un hombre con un cráneo en su mano sentado entre cinco mujeres desnudas. En un costado se ve un estudiante con un paquete debajo del brazo y en primer plano dos naturalezas muertas: flores y frutas. En el segundo boceto, Picasso hace desaparecer las frutas, y el hombre ha sido sustituido por una mujer. En una tercera versión desaparece el estudiante, reemplazado por una nueva mujer. Al parecer, tantas figuras comienzan a molestar al artista. Realiza alrededor de diecisiete bocetos o composiciones preliminares. A medida que avanza en los bocetos, la composición se simplifica al punto de quedar convertida en sólo cinco formas de mujeres desnudas. La obra terminada muestra esas cinco figuras femeninas, tres de las cuales parecen mirar al observador, con sus máscaras privadas de humanidad. Por primera vez los rostros no son trágicos ni graves. Son, al decir de algún crítico, «problemas desnudos, cifras blancas sobre la pizarra». Es el principio de la pintura-ecuación. La versión final demora en completarse. Trabaja arduamente sobre los rostros. Transforma las narices en virtual es triángulos isósceles destacadas por las pinceladas blancas y amarillas. Luego unos toques de amarillo y azul dan relieve a algunos cuerpos. Su paleta se vuelve austera, de tonos limitados. Finalmente, descontento con ese monocromatismo, incorpora algunos rosas, blancos y grises. Agotado y feliz, inquieto y transpirado, Picasso termina su obra y su visión le causa escalofrío. Toma la gran tela y la da vuelta contra la pa-

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red, allí permanecerá unas semanas hasta que se decida a mostrada. Al final de la primavera, Picasso reúne en la Bateau a la cofradía: sus amigos Max Jacob y Salmon, el ex fauvista Braque, Leo Stein y el consagrado Matisse. Todos, sin excepción, quedan petrificados. Ninguno se anima a decir nada; un silencio espeso recorre el atelier. Picasso cree escuchar cómo Matisse y Leo murmuran a sus espaldas. Braque, nuevo y sincero amigo, comenta: «A pesar de tus explicaciones, es como si quisieras hacemos tragar estopa o beber petróleo para vomitar fuego». Max y otros amigos que lo visitan le manifiestan su desorientación, al tiempo que alguien le recomienda que «no siga por ese camino». Muchos salen cabizbajos del atelier de la rue Ravignan. «Una gran pérdida para el arte francés», alcanza a murmurar uno de ellos. El crítico Félix Feneón fue más lejos aún. Le apoya el brazo sobre el hombro y le espeta con aire paternal: «Es interesante, muchacho mío; deberías dedicarte a la caricatura». La experiencia es singularmente fuerte para Picasso. Por primera vez el transgresor no es comprendido. ¿Está loco acaso? Se preguntan. A pesar de intuir que había dado el paso fundamental para la nueva pintura del siglo, volvió a dar vuelta el cuadro. Una de las pocas excepciones la constituye el crítico y marchand Daniel-Henry Kahnweiler, quien conoce a Picasso por esos días. Su aire aristocrático, su rostro rechoncho y su ropa finísima, a primera vista no le caen bien. Pero accede a dar vuelta su obra para una nueva vista. Kahnweiler queda extasiado. «El asalto del cielo», alcanza a expresar en su francés marcadamente germánico. Años más tarde escribirá sobre la obra: «Es el comienzo del cubismo, su plimer brote. Lucha desesperada, al asalto del cielo, que afronta todos los problemas de una sola vez. ¿Y cuáles son esos problemas? Son los problemas fundamentales de la pintura: la representación de los objetos coloreados en tres dimensiones sobre una superficie plana, y su incorporación en la unidad de esa superficie... No la ilusión de la forma producida por medio del claroscuro, sino la demostración de la tridimensionalidad, gracias al diseño trazado sobre la superficie plana. No es una “composición” complaciente, sino una estructura inexorable y articulada.» (La Montée du Cubisme)

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Según Picasso, es Salmon quien finalmente bautiza el cuadro como Les demoiselles d’Avignon (Las señoritas de Avignon). De donde surge una nueva justificación: «Yo vivía a dos pasos de la calle Avignon. Luego, la abuela de Max (Jacob) era originaria de Avignon. Decíamos un montón de tonterías acerca de aquel cuadro. Una de las mujeres era la abuela de Max, otra, Fernande, todas en un burdel de Avignon...» A la distancia es difícil entender el impacto que produce la obra de Picasso. Debería hablarse más bien de conmoción. Es el gran escándalo de la pintura moderna. Todavía no lo saben cabalmente: ni él ni sus críticos. Pero se está frente a un acto de violación del arte contemporáneo. Es una verdadera guerra destructiva contra la tradición. Años más tarde, declararía: «Estoy orgulloso de decirlo, jamás he considerado la pintura como un arte de simple juego, de distracción; yo he querido, mediante el dibujo y el color, puesto que éstas eran mis armas, penetrar siempre más adelante en el conocimiento del mundo de los hombres, a fin de que este conocimiento nos libere a todos cada día más; yo he tratado de decir, a mi manera, lo que consideraba como lo más veraz, lo más justo, lo mejor, y esto era naturalmente siempre lo más bello, bien lo saben los grandes artistas.» (L’Humanité, París, entrevista, 1944)

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Capítulo V

LA AUDACIA CÚBICA

Umbral hacia lo desconocido

E

l siglo, al parecer, avanza confiado en la apropiación y socialización del progreso. A la iluminación eléctrica callejera se suma la aparición del famoso modelo T de la empresa Ford, que en los próximos veinte años vendería 15 millones de vehículos. Por su parte, los descubrimientos del doctor Robert Koch empiezan a aplicarse esperanzadoramente a los enfermos de tuberculosis. El crecimiento económico de Francia y la estabilidad monetaria dan razones a quienes calificaron ese tiempo como Belle Époque. En los cenáculos culturales se comenta la novedosa obra del poeta moderni sta nicaragüense Rubén Darío (1867-1916), quien acaba de debutar en Europa con sus Cantos de vida y esperanza. En el mundo pictórico reinan las ideas del recientemente fallecido Cézanne, del aduanero Rousseau, que está siendo descubierto por los galeristas, y el arte negro que de moda deviene en influencia. Los jóvenes artistas discuten durante horas los pensamientos de Cézanne: «En la naturaleza, todo se modela según la esfera, el cono

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y el cilindro. Hay que aprender a pintar sobre la base de estas formas simples, y entonces podrá uno hacer todo lo que desea». En los meses previos y posteriores a Les demoise!les d’Avignon, Picasso insiste con su afiebrada tendencia a bocetar. Una línea, lo sabe, en sí misma está vacía de contenido. No constituye una representación; sin embargo, genera imágenes. Para él, como para sus contemporáneos, toda representación se debate entre dos ideas: la coincidencia con el objeto real que representa y la ausencia de una significación imitativa. De esto desprende una intuición que será fundamental para su posterior desarrollo estético: toda representación que imita a la naturaleza apela a elementos que no se corresponden unos a otros. Es decir, las líneas, separadas del objeto, nada significan. Así, un nuevo lenguaje formal debe contener una mínima cantidad de elementos imitativos y la mayor parte de elementos autónomos. En el libro ya mencionado, el crítico y biógrafo Carsten-Peter Warncke se detiene sobre el trabajo que hace Picasso acerca de la figura humana: «...utiliza un método simple y convencional para representar el rostro. Traza dos líneas irregulares, más o menos paralelas para indicar el ancho y la forma de la nariz, y las completa a un lado con una capa de líneas de sombreado también paralelas.... (Más adelante) extiende de manera inorgánica las líneas paralelas del lomo de la nariz, de modo que las líneas de sombreado pasan a ser campos gráficos autónomos. Luego desplaza los elipsoides de los ojos y configura la cabeza como una forma innatural compuesta por líneas rectas y curvas». Este proceso da la apariencia de máscara que adquieren las figuras de Picasso y que engendran una imagen extraña y desestabilizadora en el observador. Este método de libre combinación también lo aplica al color. Apela a los colores básicos, sin graduaciones, y por cierto extraños a la realidad del objeto. No satisfecho con esta experimentación formal, Picasso plasma esas nuevas ideas en su obra, Les demoiselles..., pintada sobre una tela de 243,9 cm x 233,7 cm. Es decir, un rectángulo vertical que da la sensación de ser un cuadrado. La ambigüedad comienza desde la forma y el tamaño de la tela.

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«Cuando se va derecho al grano, todo lo que se tiene es uno mismo. Eres un sol con mil rayos en tu vientre. Lo demás es nada», afirma Picasso. Pero, por cierto, no todo es poesía. Con el inmenso cuadro mirando a la pared, Picasso espera, ansioso, una voz, aunque sea una sola, que lo comprenda, que lo aliente a seguir. En la penosa pobreza de la Bateau de la rue Ravignan sólo se escuchan los gritos desaforados de Fernande. Si bien en los primeros bocetos la mujer había alcanzado a identificar su propio rostro, como una suerte de amoroso homenaje, también creyó intuir otros rostros femeninos de mujeres cercanas. No le divertía la historia de la abuela de Max y enumeraba a voz en cuello las mujeres con las que Picasso se acostaba. El pintor la miraba en silencio, con una mueca cínica, y continuaba pintando. Sabartés solía decir, con gran elegancia, que a Picasso «le gustaba mucho experimentar sexualmente». El joven y entusiasta marchand Kahnweiler vino a confirmar su intuición de artista. A este se le suma George Braque que, tras su encuentro con Picasso, abandona la aventura fauvista. Braque, un año menor que el andaluz, hijo de un pintor de paredes de Normandía, había ingresado a la Academia de Bellas Artes. Poco después, deslumbrado por Matisse y André Derain, se une a los fauvistas. «Puesto que no amaba el romanticismo, esta pintura física me gustaba», afirma. Su poderosa cabeza de cabello negro y emulado y sus espaldas y cuello de luchador le dan una apariencia de peleador callejero, que él se empeña en acentuar. Informal y cuidadosamente desprolijo, Braque es además un ser inteligente, sensible y desconfiado. Si bien traba amistad inmediata con Picasso, Femande ve en él una nueva «mala influencia» para su compañero el artista. Cuando Braque descubre a Cézanne, su conciencia artística pega un vuelco. Su posterior llegada a la Bateau, sus diálogos con Picasso y la visión de Les demoiselles... serán definitorias: «casi con el efecto de un revulsivo», confiesa Braque. Tras superar rápidamente el estupor que le genera la obra de Picasso, aislado en su atelier de la rue Orsel, Braque se lanza febrilmente sobre una nueva experiencia. A comienzos del invierno de

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1908 elabora, en el mayor secreto, su Gran Desnudo. Se trata de una figura monumental de ritmos curvos, contrastantes, barrocos, con los contornos remarcados, que algunas veces distribuyen los volúmenes que aparecen torcidos. Predominan en la obra los grises sobrios, azules, marrones y rosas. Si bien la obra es consecuencia directa de Les demoiselles picassiana, provoca un escándalo aún mayor. El normando había comprendido el mensaje, se trata de recrear la naturaleza, no imitada. A propósito de la obra de Braque, el espléndido Apollinarie escribe: «No es necesario detenerse sobre la expresión sumaria de esta composición, pero se debe reconocer que Braque realizó sin desmayos su voluntad de construir». Cuando en noviembre, presenta su Gran Desnudo en la galería de Kahnweiler, los amigos de Picasso gritan «¡Plagio!». Sólo él no se deja engañar. Estas telas de Braque y los trabajos que él mismo está realizando tienen analogías: las mismas geometrías sólidas y rudas y similares armonías cromáticas. Sin embargo, la actitud espiritual es diferente. Eso lo percibe Picasso. El sujeto puede ser reconducido al objeto, dice la aún vaga teoría que sustentan. Pero mientras Braque se somete a la figura, Picasso se esfuerza por destruirla, por deformarla para reconstruirla mejor. Esa sutil percepción de gran artista le hacen decir: «¡Braque es mi mujer!». Es decir, Picasso declara su superioridad, y no es, la historia lo dirá, una mera fanfarronería. Lo cierto es que uno y otro, con igual energía y potencia, se lanzan a la aventura revolucionaria que modificará los preceptos del arte occidental vigentes desde el renacimiento. Por primera vez aparece una palabra, cubismo, identificando esa nueva expresión. Algunos sostienen que fue Matisse quien acuñó el término. Frente a una obra de Braque, en 1908, habría dicho: «Parecen pequeños cubos». El crítico Louis Vauxceller toma el término con sentido despectivo: «Braque desprecia la forma, reduce todo, lugares, figuras, casas, a esquemas geométricos, a cubos». Más adelante habla de «audacia cúbica», «geometrías ignorantes» y «cubos descoloridos».

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Umbral hacia lo desconocido «Cuando inventamos el cubismo, no tenía absolutamente la intención de inventar el cubismo, sino de expresar todo cuanto había en nosotros. Ninguno definió un programa de acción: nuestros amigos poetas, que seguían de cerca nuestros esfuerzos, nunca nos lo dictaron», confiesa Picasso. Lo que Braque y Picasso realizan entre los años 1908 y 1914 es una de las hazañas más prodigiosas de toda la historia del arte. Pero esa propuesta estética, como bien lo dice Picasso, no es fruto de un planeamiento intelectual, sino del deseo de representar algo que ellos sentían. La obra de Picasso, sobre todo, carga con el pasado y el presente más actual, aunada a su búsqueda personal de la esencia de la realidad. Y para ello debe superar una barrera, la apariencia física. Es decir, la forma y el espacio. Los sucesivos procesos de depuración están ligados además a la escultura ibérica, que el artista «descubre» en los museos franceses, y al arte negro. Es decir, hay un intento de regreso a la ingenuidad del arte primitivo, libre de todo prejuicio. Este descubrimiento del primitivismo se traduce en muchos artistas como una ocasión de polémica o para realizar ejercicios de variaciones formales. A Picasso, en cambio, el primitivismo le permite descubrir su verdadera naturaleza. Su temperamento irrumpe sin censuras y dispara contra todo convencionalismo. Así, sin inhibiciones, interpreta el primitivismo de la manera más provechosa y menos literaria; no lo deslumbra esa iconografía diferente, sino que en esas formas elementales se descubre a sí mismo. Ese primitivismo desnuda al mejor Picasso, y él no se abochorna con esa desnudez, sino todo lo contrario, se deja arrastrar violentamente por la espontaneidad, la fidelidad a los impulsos, las pasiones y los sentimientos. Su pintura fluye así, descarnada y explícita. Según Margarita Pérez Grande (Prólogo a Picasso, de Roland Pemose), «una vez que el artista estuvo convencido de haberlos dominado absolutamente, de no poder ir más allá por los caminos tradicionales -porque se ha llegado ya al límite de la apariencia visible y el

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paso siguiente queda ya fuera del mundo de los sentidos, aunque la experiencia de la realidad siga partiendo de ellos-, su genio siempre decidido e impetuoso, traspasó el umbral hacia lo desconocido». Mientras Les demoiselles... continúan mirando a la pared, Picasso realiza nuevas experimentaciones. Varias naturalezas muertas, un famoso retrato del marchand Vollard y algunos desnudos muestran una línea que comienza a superar la distribución convencional en planos delantero, central y trasero, así como la tradicional delimitación entre motivo y entorno. Estas obras intentan acentuar la concordancia entre figura y fondo, los colores crean formas geométricas y la perspectiva se fractura por el uso de la luz y la sombra que ya no están ordenadas por un principio espacial. En mayo de 1909, mientras Picasso viaja con Fernande a Barcelona, Braque se retira hacia La Roche-Guyon. Al parecer, el ruido provocado por su propia obra no le permite escuchar sus ideas con claridad. Si bien la pareja no pasa su mejor momento, la mujer confía en que la tranquilidad campestre de Harta de Ebro, aquel idílico paisaje donde lo refugió Manuel Pallarés en su desventura adolescente, ayudará al artista y a la relación. En la localidad serrana se aboca a pintar paisajes. Por primera vez evita la figura humana, lo que le posibilita dejar de lado, aunque sea momentáneamente, las implicaciones ideológicas y emotivas a las que lo habían arrastrado sus anteriores trabajos. La fábrica, El depósito de agua, Casas en la colina, Fábrica de Ladrillos en Tortasa (1909), entre otras, le permiten concentrarse en aspectos técnicos y visuales. Los críticos sostienen que a través de estas obras Picasso comienza a «racionalizar» las vistas de Cézanne. Las líneas rectas se imponen como límites del color, y los volúmenes parecen dar la sensación de poseer una tridimensionalidad engañosa. El juego cromático también sufre un cambio. Su paleta, que tiende ahora hacia los grises, acres y verdes oscuros, se apaga. Aplica la misma técnica a algunos retratos de Fernande, con 10 que descompone los rasgos anatómicos en planos independientes. Así, partes del rostro, por ejemplo la mejilla o el cuello, aparecen en planos más cercanos que la nariz, lo que sin duda perturba la mirada del espectador.

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La forma acentúa la contradicción interna, lo que favorece la descomposición y la deformación. El observador tiene la sensación de estar frente a una imagen reflejada en un espejo roto. Esto conduce a una representación cada vez más hermética; y la lectura de la obra llega a ser, a menudo, indescifrable. Estos trabajos, señalados como una «evolución» en el lenguaje del pintor, fueron negados sistemáticamente por el propio Picasso. «Siempre que he tenido algo que decir, lo dije del modo que consideraba el mejor. Motivos diferentes exigen métodos diferentes», afirma. Tras el verano de 1909 Picasso regresa a París. Su popularidad ha trascendido las fronteras francesas. Desde las grandes capitales concurren a ver su obra. Vollard y Kahnweiler, orgullosos de contarse entre los íntimos del artista, lo favorecen comprando gran parte de su producción. La bonanza económica y la insistencia de Fernande por dejar el cuchitril helado de la rue Ravignan, deciden la mudanza de la pareja a un enorme estudio de varias habitaciones en el boulevard Clinchy de París. Por fin el artista se da el gusto de colgar en sus paredes las obras que ha ido adquiriendo a medida que su economía se lo permite. Entre otras, ocupan un lugar de privilegio las piezas que le había comprado al aduanero Rousseau; una pequeña tela de JeanBaptiste Camille Corot (1796-1875), un delicado paisaje realista y romántico; y un retrato, regalo de Matisse. «¿Qué es en definitiva un pintor?», se pregunta el siempre ocurrente autor: «Es un coleccionista que querría hacerse con una colección confeccionando él mismo los cuadros que le gustan de los demás pintores. Es eso en principio, pero después se transforma en algo diferente». Ese otoño, en atelier nuevo y cómodo, Picasso realiza su famosa escultura Cabeza de Mujer sobre un retrato de Fernande Olivier. En esta cabeza de tamaño casi natural el artista juega con los principios básicos de la técnica pictórica que se conocería como cubismo analítico: las superficies de la Cabeza... parecen entremezclarse y entrechocar. Realizada en yeso, luego vaciada en bronce, esta Cabeza... está considerada la primera escultura cubista.

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«El principio dominante en la estructura es el equilibrio entre volumen y vacío. Las partes más importantes, como las órbitas de los ojos, la nariz y los labios, corresponden a las formas naturales del modelo. Sólo en la frente, los pómulos y el cuello son excavados relieves invertidos. Esa inversión es reforzada en las zonas del cuello y la nuca, engendrando un ritmo autónomo que aporta una gran impresión dinámica a la composición plástica», describe CarstenPeter Warncke (Pablo Picasso). Entre 1909 Y 1911 Picasso produce y experimenta siguiendo su reconocido estilo: con pasión y altísima productividad. No deja sin embargo de visitarse con amigos con quienes comparte largas y encendidas discusiones sobre arte, política y mujeres. Los contertulios se gastan bromas sobre el reciente Nobel de Medicina, Paul Ehrlich, quien ha descubierto un remedio contra la sífilis. El otro gran tema del año es el Manifiesto futurista del poeta italiano Filippo Tommaso Marinetti. Sus adherentes buscan captar la sensación de movimiento apelando a la superposición de acciones consecutivas, una especie de fotografía estroboscópica, o una serie de fotografías tomadas a gran velocidad e impresas en un solo plano. De corta existencia, su influencia alcanza las obras de Marcel Duchamp, Fernand Léger y Robert Delaunay. Picasso los mira de reojo: «Los futuristas son impresionistas de ideas», dirá. Mientras, la relación con Fernande ha caído en el marasmo. La vitalidad animal del pintor de veintinueve años, lo mantiene al acecho, o atacando a otras mujeres, según las recriminaciones de la sufrida esposa, que día a día llora sobre los hombros de Gertrude Stein.

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Capítulo VI

CUBISMO ANALÍTICO - CUBISMO SINTÉTICO

Papiers Collés - El derecho del pintor - Cuerpos pintados «

T

oda obra procede siempre, más o menos, de otra», dijo Picasso intentando tranquilizar a sus amigos celosos de la obra de Braque. No es una postura, por cierto; es una convicción. El mayor revolucionario del siglo se declara deudor. Una deuda que por cierto excede a la tradición pictórica y de la que quizá ni él es totalmente consciente. Su tiempo está madurando, ya no como una flor sino como una pústula. El siglo XIX había visto revolcarse a héroes y villanos en la turbia danza de la expansión imperial, en la que costaba diferenciar unos de otros. La orgullosa Europa mostraba a sus hijos «los tesoros» del África negra, y tapaba con tierra el reguero de cadáveres e ignominias. Ya Baudelarie había escandalizado a los civilizados franceses con Las flores del mal (1857). «Quizás el porvenir pertenezca a los hombres desclasados», había profetizado. Veinte años más tarde, Rimbaud tiraría sus piedras sobre los poderosos: «No entiendo las leyes», denunció. «No tengo sentido moral; soy un bruto», dijo el quizá más grande poeta del siglo.

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Uno y otro se exiliaron voluntariamente. Como luego lo haría Gauguin entre los maoríes, o el pintor alemán Emil Nolde en los mares del sur, o Max Pechstein en las islas Palan, o Paul Klee y August Macke en Túnez, o el escultor Ernest Barlach que bebió del antiguo arte ruso, o van Gogh, que en su luminoso retiro de Arlés dejó los más maravillosos amarillos, una oreja y marcas en las paredes de un loquero. Más cerca, al lado de Picasso, Apollinaire, el virtual «relator» del cubismo naciente, escribiría sobre el pintor y quizá sobre su tiempo: «Caminas hacia Auteuil, caminando quieres volver a casa / para dormir entre tus fetiches de Oceanía y de Guinea: / son los Cristos de otro signo y de otra fe. / Son los Cristos menores de las esperanzas oscuras». Esos Cristos menores son los que cultivan Picasso y Braque. El uno, pequeño, a veces suave, de ojos abarcadores, pero de pincel salvaje, repentista. El otro, tosco, de mirada entrecerrada, escurridizo, pero moderado en su pintura. «Amo la regla que corrige la emoción, amo la emoción que corrige la regla», le gusta decir a Braque haciendo alarde de su sutil inteligencia que contrasta con su aspecto de normando intratable. Y el «civilizado» Picasso lo mira desde su sillón más cómodo y gastado, con las piernas abiertas, y la lengua presta. Y allí, en su francés prestado, lanza su diatriba: «Antes, los cuadros se encaminaban a su conclusión por grados... Un cuadro era una suma de adiciones. Pero para mí un cuadro es una suma de destrucciones... ¿Cómo puede un espectador vivir mi cuadro, como lo viví yo? Un cuadro me viene de lejos, ¿quién sabe desde cuándo? Lo dibujé, lo vi, lo hice y sin embargo, mañana no veré ni siquiera yo lo que hice. ¿Cómo se puede penetrar en mis sueños, en mis instintos, en mis deseos, en mis pensamientos, que han empleado tanto tiempo en elaborarse y en venir a la luz, sobre todo para captar de ellos aquello que les puse, quizá a pesar de mi voluntad?». Cierto día, Braque sorprende a Picasso con una técnica rudimentaria ignorada por el andaluz. Pintor de brocha gorda en su juventud, maneja algunos secretos que aplica a sus cuadros. Utiliza el «peine de pintor», o sea, un simple utensilio que se usa para aplicar me-

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cánicamente líneas paralelas, para imitar las vetas de la madera, lo que le permite una mayor manipulación de las ilusiones plásticas. Picasso copia este procedimiento en una serie de naturalezas muertas como su Violín «Jolie Eva», un magnífico lienzo de 1912, y Guitarra «j’ aime Eva» y Violín, copa, pipa y tintero, entre otros. En estas obras incorpora letras del alfabeto que buscan demostrar la arbitrariedad de los signos que dejan de funcionar con su sentido primigenio para convertirse en arte. En 1911 se produce la primera exposición «cubista». Curiosamente no integran esa muestra colectiva Picasso ni Braque. Detrás de ese nuevo rótulo se agrupan artistas como Albert Gleizes, Robert Delaunay y Fernand Léger, entre otros. Montada en el Salón de los Independientes, la muestra desata un escándalo similar al de los fauvistas en 1905. Entre los antecedentes, los artistas mencionan los trabajos de Cézanne y los cuadros que Braque presentó en 1908. Nadie menciona a Picasso. El asunto es que Picasso, y en menor medida Braque, han dejado su obra en manos de comerciantes de arte. Entre ellos, el galerista Vollard, Daniel Kahnweiler y los hermanos Stein. Es decir, Picasso no es un pintor de galerías ni menos aún de salones oficiales. Su obra es un producto de «entendidos» y sus mejores piezas engalanan colecciones privadas. El escándalo provocado por los llamados «cubistas» coloca en el centro de la escena a Braque, y también a Picasso, aunque este es «un producto para entendidos». Varias publicaciones intentan explicar, con diversa fortuna, qué es el cubismo. Salmon es uno de los primeros que advierte que Las señoritas... es el cuadro fundante de la nueva corriente. Por su lado, Apollinaire realiza una serie de acercamientos a la obra de sus amigos en la revista Soirées de Paris y más tarde en su libro Los pintores cubistas. «El tema no cuenta, o cuenta muy poco... -escribe el poeta-. Picasso estudia un objeto como un cirujano disecciona un cadáver». Este «descubrimiento» del cubismo por el gran público, coloca a Picasso en una situación inmejorable. Adorado y combatido en iguales proporciones, es reconocido sin embargo como el gran artista cubista. Braque es juzgado, injustamente, como un mero «so-

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cio minoritario». También la cotización de las obras guarda esa relación. Más allá de esta imagen hacia afuera, Picas so siempre considera a Braque como su igual y le reconoce singulares aportes a la naciente estética. Ese año sus obras visitan galerías de Berlín, Amsterdam y Nueva York. En 1912 Braque introduce nuevos elementos al mundo del cubismo. La estructura superficial del cuadro, le explica a Picasso, no debe estar determinada solamente por los óleos o los lápices, sino por elementos traídos de su anterior oficio de blanqueador de paredes. Mezcla yeso y arena para diseñar superficies rugosas. Hace su aparición la «materialidad», donde la textura tiene su posibilidad expresiva. Traslada estas ideas a esculturas construidas con papel o cartón y luego pintadas como si se tratara de un cuadro. Más adelante, estos cartones o papeles se constituyen en medios autónomos de expresión. Picasso valora mucho estos aportes que sirven, según reconoce, para ampliar el sistema intelectual del idioma cubista. La técnica del papiers collés (papeles pegados) le permite a Picasso incorporar palabras o frases de sentido enigmático para el observador inadvertido, pero no así para sus amigos más cercanos. La inscripción «Ma Jolie» (Mi tesoro) que aparece tanto en el nombre de los cuadros como en las telas, hacen referencia a una «llueva joya» en el harén del pintor: Eva Gouel. La joven, introducida por el pintor Louis Marcoussis, de quien era amante, viene a cambiar radicalmente el humor de Picasso. La relación con Fernande muere lentamente a causa de la decepción que el pintor siente por no haber tenido un hijo. Eva, que se hacía llamar Marcelle, es de una belleza delicada y de carácter muy dulce. Los amigos de Picas so ven otra faceta, la de la mujer fría y calculadora. El apasionamiento de Picasso, sin embargo, no le permite ver sino su furiosa belleza. En 1912, Eva queda inmortalizada en un dibujo cubista: Desnudo femenino, donde aparece la mención de «Je t’aime Eva». Fernande, que aún era su compañera oficial, rechinó y rompió más de un utensilio caro al pintor, quien en estas circunstancias se limitaba a presenciar la escena como un ingenuo espectador, mientras mordisqueaba indolentemente el cabo de un pincel.

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Papiers collés Dos trozos de periódico pegados en una tela, dos líneas en carbonilla y algunas zonas sombreadas dan origen a Violín (1913/1914), considerado uno de los cuadros más espirituales y bellos del cubismo. Procede cortando una página de periódico en dos partes. Pega uno de los trozos de papel, cortado irregularmente, sobre la tela y sobre él dibuja la parte superior de un violín, con las características volutas. Siguiendo los principios del cubismo analítico agrega líneas para descomponer toscamente las formas. El texto del periódico resulta perfectamente legible pero pierde por completo su objetivo funcional. La otra mitad de papel la aplica en la parte superior derecha, pero dada vuelta. Es decir que funciona tanto como fondo como también en contraposición al recorte anterior. Los papeles juegan antagónicamente equilibrados por el blanco del fondo. El papel amarillento agrega sugestión, en tanto que estos elementos contradictorios (fondo blanco, carbonilla y papel, contrapuesto) generan una sutil tensión. A través de la técnica del papel pegado, Picasso da rienda suelta a su exuberante creatividad. Cuando la mayoría de los cubistas sucumben al geometrismo asfixiante, el andaluz saca a relucir toda su parafernalia de recursos. Uno de los grandes biógrafos de Picasso, Pierre Cabanne, refleja así este período: «Constantemente animado por el gusto violento de pintar, había tenido que hacer un esfuerzo casi sobrehumano para imponer e] rigor y la lógica de un “arte depurado y sobrio, cuyas apariencias, a veces todavía rígidas, no tardarían en humanizarse”, profetiza Apollinaire en 1911». De 1912 data su primer collage (Naturaleza muerta con asiento de rejilla) y el primer assemblage (Guitarra de chapa). Este renacer creativo es adjudicado por muchos a la relación con Eva y a la separación definitiva de Fernande. Su nueva armonía sentimental no sólo alienta su creatividad sino que finalmente y por primera vez en su larga relación, Picasso celebra un contrato con Daniel-Henry Kahnweiler. A finales de ese año, a través de una carta, el pintor se compromete a venderle exclusivamente a él toda su producción a partir de ese año. Picasso se

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reserva el derecho a retener cinco obras por año y los dibujos que considera necesarios para desarrollar su trabajo. La carta-contrato del artista remata: «Usted se remitirá a mi juicio para decidir si un cuadro está terminado o no». Ese invierno se desata una suerte de polémica entre el nuevo «apoderado» Kahnweiler y el díscolo Apollinaire. Según el marchand, el poeta, devenido en gran amigo del pintor Robert Delaunay (18851941), estaba desvirtuando con sus escritos el espíritu cubista. Delaunay, miembro de la cofradía desde los primeros pasos, está por esos días abandonando el cubismo, para embarcarse en un nuevo estilo, el orfismo, que se centra en las formas circulares y en los colores brillantes. Tanto Picasso como Braque se niegan a terciar en el debate. Al parecer, ninguno de los dos se sentía «padre de la criatura cubista» o por lo menos no estaban dispuestos a pelearse con el bueno de Apollinaire por «cuestiones teóricas». El propio poeta había escrito: «Ni siquiera conmigo, que creo ser su mejor amigo, se ha pronunciado jamás Picasso de un modo global sobre el arte, y eso que hemos hablado montones de veces sobre arte... Nunca ha expuesto su doctrina en frases lapidarias, jamás ha presumido de ser dueño de un sistema». Los dichos de Apollinaire y el silencio del pintor al respecto hablan claramente de una profunda convicción del artista: nada es propio, todo deviene de otra cosa. A esta altura, la obra de Picasso toma un giro, al principio imperceptible, pero que la historia del arte identificará como cubismo sintético. El racionalismo y la austeridad cromática del cubismo analítico deviene en una concepción más libre, menos prejuiciosa y, por cierto, más colorida. Tanto Picasso como Braque se lanzan a esta nueva búsqueda; sólo unos pocos podrán seguirlos. Entre ellos, Juan Gris, un pintor talentoso y modesto que, llegado de España el lustro anterior, ha encontrado en Picasso su maestro y guía. La relación entre ambos, sin embargo, no terminaría bien. Según amigos comunes, el pintor andaluz cela el talento del joven Gris, unos pocos años menor que él; un posterior vínculo contractual de Gris con Kahnwei1er, despielta sus irracionales celos. «Que tenga talento vaya y pase», parece decir; «pero que además sea español y

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tenga el mismo marchand, es algo que no se puede soportar». En la primavera de 1913, Picasso y Eva se instalan en un amplio piso con taller incluido en la calle Schoelcher, en el barrio de Montparnasse. Barrio y vivienda dan cuenta del ascenso social del pintor, que ahora frecuenta los cafés Coupole y la Rotonde. Allí los artistas se cruzan con pequeños burgueses en busca de lustre y dispuestos a gastar sus dineros por el afán de codearse con esos seres excéntricos cuya genialidad no alcanzan a entender. Las visitas a la casa de Gertrude Stein comienzan a espaciarse. El pintor sale poco de noche: su tiempo se reparte entre su inclaudicable fiebre creativa y su renacer amoroso. En esos días, una nueva tormenta ennegrece su horizonte. Muere su padre en Barcelona. La antigua rencilla con su progenitor había devenido en una decidida incomunicación e intolerancia mutua. El anciano, el pintor fracasado, huraño y neurasténico, no entendía la pintura de su hijo, y eso desesperaba a Picasso. Los últimos encuentros habían sido breves e insoportables. Eso hizo más dura la noticia. Él, con su orgullosa trascendencia, le ha dado el golpe de gracia a ese anciano que se sentía pintor y que se apagó lenta y rabiosamente ahogado en su frustración. Están junto a él Eva, el eterno Max y el poeta enorme de cara buena, Apollinaire. Ante el desolado espectáculo, escribe: «Los artistas son, ante todo, hombres que desean convertirse en inhumanos». Ese verano Picasso muda su troupe a Céret, en la zona rural francesa. Allí van la etérea Eva, que busca un poco de calor para un catarro crónico; un felicísimo Max Jacob, que había encontrado en Eva una confidente; el excesivo Braque, a quien acompaña su modelo y amante: la pintora Marie Laurencin, y Juan Gris. Picasso, enancado en algunos días de tristeza y otros de febril producción, sorprende a sus amigos con nuevas obras. Además del papel, incorpora serrín, aceites, cenizas, arena y yeso. Las superficies lisas compiten con texturas y rugosidades, con grumos iluminados por el color, una paleta que se torna rozagante. Surgen así Vaso y botella de Bass, Instrumentos de música, Violín azul, Botella de Suze (1913-1914), entre tantos otros.

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El derecho del pintor De regreso al otoño parisino pinta Mujer en camisa en un sillón (1914), una obra rebosante de rara belleza que se transformará en una pintura de culto para el principal movimiento artístico de la década siguiente: el surrealismo. En Mujer..., Picasso le da una nueva resignificación a los papeles pintados. Incorpora elementos del arte negro, por ejemplo, los pechos dobles, y detalles del barroquismo con una dosis de fantasía y, por cierto, humor. Si bien el rostro mantiene el esquematismo cubista, se detiene en múltiples detalles naturalistas, como el bordado de la camisa, las franjas del sillón y el dibujo de las costillas, entre otros. El joven poeta Paul Eluard (1895-1952), uno de los más conspicuos surrealistas, escribirá sobre Mujer...: «La enorme y escultural masa de esa mujer en su sillón, la cabeza del tamaño de una esfinge, los senos clavados en el pecho contrastan maravillosamente... con las facciones menudas, de pelo ondulado, la deliciosa axila, las costillas salientes, la vaporosa camisa, el sillón blanco y confortable...» Esta obra, junto a otras de esa época, como Mujer sentada, Naturaleza muerta con fruta, cuchillo y diario (1914), inauguran una época, en cierta manera, paródica del cubismo. En marzo de 1914 se realiza un fastuoso remate de obras de arte. La venta, se supone, vendrá a dar un espaldarazo al cubismo o enterrarlo definitivamente. Están presentes con sus trabajos Matisse, Bonnard, Derain, Gauguin, van Gogh, Utrillo, Vlamink, Matzinger, Marie Laurencin y, entre muchos otros, Picas so. Lo curioso, y que pocos saben, es que las obras del andaluz son todas anteriores a Las señoritas de Avignon. El remate se transforma en un verdadero suceso y en el primer reconocimiento público y popular para Picasso. Todas sus piezas obtienen precios récord, especialmente Familia de saltimbanquis, que obtiene la escalofriante cifra de ¡once mil quinientos francos! Por Gauguin y van Gogh se pagan cuatro mil francos y por Matisse, cinco mil. Muchos consideran una exageraclOn los precios pagados y hay quienes incluso se preguntan sobre el real valor de su obra. Cierto

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día, en casa de Gertrude, leen una crítica sobre la obra de Picasso: «Pinta muy bien, ¿por qué se burla de la gente?», se pregunta el crítico. A lo que Picasso, enfurecido, responde: «Dicen que puedo pintar mejor que Rafael, y quizá tengan razón. Pero aunque dibuje también bien como Rafael, tengo pleno derecho a elegir mi camino y deben reconocérmelo. Pero no, no quieren, dicen que no». El 28 de julio de 1914, un episodio localizado en el Imperio AustroHúngaro y Serbia (el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Habsburgo, heredero del trono austro-húngaro, en Sarajevo) se transforma en un enfrentamiento armado a escala europea. El Imperio le declara la guerra a Rusia ello de agosto de 1914, y en pocos días el conflicto se extiende a toda Europa y Medio Oriente. Treinta y dos naciones se enfrentan en la primera guerra masiva y virtualmente global. Veintiocho, denominadas «aliadas» o «asociadas», entre las que se encuentran Gran Bretaña, Francia, Rusia, Italia y los Estados Unidos, se enfrentan a la coalición de los Imperios centrales (Alemania, Austria-Hungría, el Imperio otomana y Bulgaria). El luminoso amanecer del siglo se desvela ante su primera y horrenda pesadilla. Ya nada volverá a ser como antes. Miles de franceses marchan al frente, los extranjeros regresan convocados por sus patrias o expulsado por un repentino brote xenófobo. El mundo plácido y encantado del progreso incesante esconde su cabeza en una cueva tenebrosa y no sabe si será posible nuevamente el optimismo. Cuerpos pintados La tridimensionalidad buscada por el cubismo lleva a Picasso de regreso a su pasión escultórica, que había cultivado brevemente hacia 1905. Realiza su Violín de chapa metálica, recortada, plegada y pintada y luego atada con alambre. Reaparecen sus rojos y azules rutilantes, los planos coloreados, los entramados. Y remitiendo a su Guitarra (1913) de cartón pintado del año anterior, pemuta e invierte los volúmenes: ciertas partes que deberían encontrarse en un plano anterior cambian de ubicación con otras que deberían estar en planos posteriores.

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Pero quizá sea su Copa de ajenjo (1914), una escultura serial, la que mejor simboliza su búsqueda estética. Realiza un modelo en cera y plastilina y pinta luego los vaciados en bronce. La copa tiene forma de cáliz y en cada uno de los seis ejemplares, descompone su transparencia espacial en secciones individuales planas. Le agrega una pequeña cuchara real que sostiene un terrón de azúcar, modelado en cera. El artista hace desaparecer la distinción entre realidad e imitación. La copa es una transformación visual de un objeto que juega de copa, la cucharita es real, y el terrón de azúcar es una reproducción. Así confrontan formas naturales (cucharita y terrón de azúcar) con la representación cubista (copa). Las diferentes coloraciones que le da a cada copa, determinan distintos niveles de percepción. Este juego con las formas llega a su último nivel de experimentación. Ahondar en la deformación habría implicado abordar otro lenguaje artístico. El cubismo llega así a su desarrollo extremo. Mientras tanto, París se transforma en un lugar triste: Eva, aquejada por una delgadez cadavérica, admite que la tuberculosis le ha ganado la batalla a sus pulmones; sus amigos están exiliados o en el frente. A finales de ese año, se refugia en Avignon. Allí no llegan los ecos de la guerra, pero la guerra está.

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