Memorias de Madrigal

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Lo que el tiempo se llevó Teodoro Portillo Garzón

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Madrigal a vista de Pájaro Madrigal ayer y hoy. - Lugares de encuentro La Solana El Casino El taller de Eliseo El comercio de Fabio Los Caños y el Pozo Artesiano - Personajes y personajillos Don Juan, el cura Don Jacinto Barceló, el Mago Serenos, alguaciles y sacristanes Antonio y Genoveva Mariano, el “Feo” - Trabajos y Juegos Oficios y tareas El Agua en la vida de Madrigal Escuelas Juegos y diversiones Así cazaban perdices - Las fiestas y los gozos San Antón Septiembre Los toros de Madrigal La vendimia y algo más Días de matanza - La hora del cambio El regadío Mulas y tractores La concentración parcelaría - - Epílogo

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Lo que el tiempo se llevó Teodoro Portillo Garzón

Prólogo

El autor de este manojo de memorias vive hace ya muchos años en los Estados Unidos de Norteamérica, lejos -¡demasiado lejos! - de Madrigal, que es su pueblo. Vive cerca de la costa del Pacífico y bastante cerca de Canadá, a unas 14 horas en avión de su Madrigal. Digamos a que a unos 13.000 o 14.000 kilómetros de su recordada Villa. Nada puede extrañar que este madrigaleño, desterrado tan lejos de su pueblo, esté enfermo de nostalgia y se pase muchas horas del día recordando cosas y personas de su Madrigal.

Muchas veces ha soñado despierto recordando sus años de niño y de joven, vividos en Madrigal. Un día, se le ocurrió poner por escrito esos recuerdos, y fue acumulando memorias de la vida de un pueblo castellano de hace más de 50 años. Amontonó los recuerdos del taller de Eliseo, tan cercano a su casa, o de la solana de la tía Melania, o del casino donde pasó tan buenos ratos "al amor de la lumbre” de la estufa, charlando de cientos de cosas con sus amigos, de sus bailes, de sus juegos de mesa, de los borregos de la Semana Santa.

Llenó papeles con los recuerdos de personajes de aquellos lejanos años: Don Juan el cura, Don Jacinto el capellán de las monjas, Mariano el “Feo”, Antonio y Genoveva, Barceló el mago, Francisco el sacristán. Trasladó de la memoria al papel el recuerdo de las escuelas por donde pasó. Desde la escuela de párvulos de la “señá” Candelas hasta que empezó el bachillerato y se fue a estudiar lejos de Madrigal. Recordó por escrito los oficios que había en Madrigal en aquellos años y que ya no existen muchos de ellos, los de la labranza de la tierra y los complementarios de ella, los oficios de antes de la tecnología y la industria moderna. A Mariano el “Feo” le hizo el modelo de los mozos de labor, de los que araban los barbechos, los que sembraban a mano el trigo, los que hacían las mil y una labores de la labranza, los que trabajaban en las eras, los héroes callados del campo castellano. Antonio es el jornalero prototipo, el que cuidaba los majuelos, el que hacía las faenas menores en una casa de labranza, el segador incansable de los tórridos veranos.

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Con mucho esfuerzo, fue rebuscando en los pliegues de la memoria los recuerdos lejanos que se negaban a mostrarse claramente y a presentarse en la pantalla de la memoria. Busca y rebusca, hurga y escarba, hasta que aparecía el nombre esquivo, el recuerdo semiolvidado y lograba componer el cuadro más o menos completo y presentable. Así fueron reviviendo los juegos de los niños: las bolas, las tabas, la peonza, la dola. Y los de las niñas en la plazuela de los Herradores: la comba, al corro, la pita, las prendas. Siguiendo

con los recuerdos, el autor trató de pintar – no sé que lo haya conseguido – las fiestas y acontecimientos que jalonaban cada año la vida de Madrigal: El día de san Antón y las carreras de burros. Las fiestas del Cristo con sus corridas de toros. Trató de pintar las escenas de la muerte del tío “Romanones” y los elegantes y esculturales “cortes” de “Cotito”. De revivir los alegres días de la vendimia y del dulce arrope, los de la matanza de diciembre, de morcillas y longanizas.

Iba escribiendo el autor para dar rienda suelta a su nostalgia de Madrigal, para guardar sus recuerdos en el papel para él sólo y hacerle el confidente de su constante morriña. El autor iba recreando en su memoria todo o casi todo lo que recordaba del Madrigal de sus años juveniles: sus personajes y personajillos, su modo de vida agrícola y labradora, sus ambientes, sus maneras de jugar y divertirse, su arte de trabajar la tierra, sus fiestas y sus acontecimientos más notorios.

Llegó un tiempo en que este sistema de vida, este modelo vital, empezó a cambiar, a olvidarse y a dar paso a otro ritmo de existencia. Llegó el regadío. Las mulas dejaron paso a los tractores. El esquema del campo agrícola se transformó por obra de la concentración parcelaria.

Un día, pensó el autor que lo que escribía para él solo era algo que podía interesar a más gente, a los madrigaleños que vivían en Madrigal y a los que les ha tocado en suerte ¿en mala suerte? - vivir lejos de Madrigal para ganarse la vida lejos de la Muralla y la Torre. Que podía interesar a muchos que quieran recordar como se vivía hace 50, 60 años en los pueblos labradores, cómo era la vida de esos pueblos perdidos en sus campos, lejos de las ciudades, de los periódicos, de las revistas, de la vida intelectual.. Se daba cuenta de que después de los años 50 ha habido un giro copernicano en esa vida rural y había que conservar de algún modo la memoria de esa vida y comunicársela a las generaciones nuevas que no la han conocido. No es mejor ni peor que otros modos de vida. Pero, solo por haber existido y haber sido un modo de vida agrícola por muchos años y aun por mucho siglos, es digna de conservarse de alguna manera y de ser trasmitida a otros. Vinieron a confirmarle en esta idea, unas palabras leídas en la “Tercera de ABC” de Gonzalo Anes, Director de la Real Academia de la Historia a propósito de este mismo tema. Decía así el Director de la Academia de la Historia: “¿Cómo expresar, para que puedan revivirse mentalmente, las costumbres agrarias antes de los cambios que originó la mecanización del campo? Quienes hemos vivido lo de antes recordamos muy bien la persistencia de actitudes, de costumbres y de tradiciones con orígenes ancestrales, perdidas tantas veces en la noche de los tiempos. Pudimos vivir, en nuestra infancia y juventud, las grandes transformaciones de las actitudes tradicionales, conservadas hasta entonces en su esencia durante milenios... Se conservaban costumbres y tradiciones durante siglos, permanecían fieles a sus orígenes ancestrales. Se mantuvieron en lo esencial, hasta que se transformó la relación hombre-naturaleza. Ocurrió este cambio al tecnificarse el campo y al ser arrumbados los viejos aperos de labranza... A quienes hemos vivido estos cambios, nos parece que podemos entender mejor el pasado, en todas sus épocas, por haber sido testigos de sus supervivencia y del final de ellas en los últimos decenios. A quienes nazcan ahora, les resultará difícil representar en sus mentes lo no vivido, por mucha información que reúnan, oral, escrita y gráfica... Haber estado presentes en el cambio quizá nos faculte para establecer un contacto más intenso y más profundo con las mentes de quienes fueron sus protagonistas, del que puedan conseguir quienes estudien, en el futuro esas transformaciones”.

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Este manojo de memorias queda, con estas palabras tan autorizadas, como ungido y transformado. Ha sido elevado, de unas memorias personales muy privadas y de interés para muy pocos, a casi un documento histórico, al testimonio de una época que se terminó hace décadas y se transformó en un sistema de vida totalmente distinto. Este manojo de memorias puede ser como un museo de ese pasado reciente en el que se conservan esos modos de vivir, de trabajar, de divertirse, de ser hombres y mujeres.

No ha querido el autor otra cosa que componer un álbum de memorias con fotos amarillentas y de color sepia, como esos álbumes familiares que se hojean siempre con sentimientos de gusto y tristeza, tanto por los que han vivido los acontecimientos reflejados en las fotos, como por los que no conocieron ni esas escenas ni esos personajes Quiere mostrar como fue Madrigal antes de la televisión y los videojuegos, antes del supermercado y los refrigeradores, antes de los tractores y las cosechadoras, antes del regadío y la concentración parcelaria. Todos nos resistimos a que nuestro mundo muera para siempre y por eso queremos conservarle en el recuerdo. Eso es lo que ha querido el autor: llenar el álbum con las fotos perfectas que captan, inmóviles, la vida y milagros de los madrigaleños de hace décadas. Sabe que no ha conseguido unas buenas fotos, que no son lo nítidas y luminosas que él quería, que el álbum está incompleto y es pobre y con poca luz. Pero está satisfecho porque lo ha intentado y eso es bastante ya.

Teodoro Portillo Garzón

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Madrigal a vista de pĂĄjaro

Madrigal ayer y hoy ... Tras las cuestas del campo ondulado de esta parte de Castilla, tras las cuestas de la MoraĂąa.

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Madrigal ayer y hoy

Se puede llegar a Madrigal desde los cuatro puntos cardinales de la Rosa de los Vientos: Desde Medina del Campo, por el Norte; desde Cantalapiedra, por el Oeste; desde Peñaranda, por el Sur, o desde Arévalo, por el Este. Cualquiera que sea el camino por el que vayamos a Madrigal, siempre se nos aparecerá el pueblo en la lejanía, a muchos kilómetros de distancia. Tras las cuestas del campo ondulado de esta parte de Castilla, tras las cuestas de la Moraña. Lo primero que vemos siempre, a lo lejos, por encima del surco mas alto de la loma, es la Torre de San Nicolás, la "Torre", recta y vertical, cuadrada, maciza y firme y, al mismo tiempo, graciosa y esbelta, como un vigía eterno, como un caballero andante, que guarda y vela sus armas ante el horizonte preciso que cielo y tierra dibujan, guardando los tejados y las chimeneas y... las murallas y los castillos y las puertas. La Torre es Madrigal. Es el símbolo, la idealización de Madrigal. La Torre está allí, clavada detrás de la cuesta, y va apareciendo poco a poco sobre los surcos de tierra parda, primero el chapitel negro y brillante, como la punta de la lanza; luego la almena continua del "cerco", por ultimo, el cuerpo cuadrado y macizo de ladrillos pardo-rojizos, tostados hace siglos en horno de alfarero y más tostados por siglos de soles de la Castilla pura y dura. La Torre, vista en el horizonte lejano, ha acelerado siempre los latidos del corazón de los madrigaleños que vuelven a su Villa. Viniendo de Arévalo, tenemos la más bella vista de Madrigal. Desde las lejanas cuestas de Villanueva del Aceral, ya se ve la Torre y se adivina, brumoso, el caserío y la muralla. Pasado Barromán, nada mas subir la cuesta que cierra el valle del río Zapardiel, se ve Madrigal más cerca y más claro, desparramadas sus casas, calles y plazas por la suave pendiente de la colina donde se asienta. La Torre y la iglesia de San Nicolás, en lo mas alto, destacando por su volumen. La iglesia de Santa María, alzándose sobre el cabezo que es su pedestal natural, tirando a blanca, sin llegar a serlo del todo. Las dos iglesias con sus respectivas y desiguales torres, en la parte mas alta de la colina, parecen el mayoral y el zagal que apacientan el rebaño de casas que se desparraman al sol por la falda de la colina, hasta la misma muralla. A la altura de la Calzadilla, se distingue perfectamente todo Madrigal: desde la Ronda de Santa María, hasta la ronda de San Nicolás; desde el Alto y el Barrio Nuevo, hasta las huertas y la Cava. Se dibujan claramente las calles que bajan desde la Plaza y el Ayuntamiento, hasta la parte más baja: calle del Tostado y calle del Cristo, calle de Arévalo y calle de Sanguino. Junto a la muralla, en la parte mas baja, destacan los grandes edificios del Real Hospital y el Convento de las Monjas, la Puerta de Arévalo y los lienzos de muralla y los castillos que dan a la Cava. Todo Madrigal esta en el escenario perfecto, una mañana de sol, desplegado en orden, con sus casas, calles, plazas y plazoletas, con sus iglesias y palacios. ¡Perfecta escenografía!. Entremos ya en su recinto amurallado. Lo hacemos por la Puerta de Arévalo. Esta puerta ha sido reconstruida recientemente, junto con un lienzo de muralla que arranca de ella hacia el Oeste. Sus ladrillos nuevos, de un rojo subido, la cal nueva y blanca de los entrepaños no hablan precisamente de siglos y de soles. La reconstrucción parece que ha respetado la vieja arquitectura en sus líneas maestras. Pero como toda reconstrucción, ha perdido el encanto de lo añejo y la magia de lo auténtico. Se la ve muy nueva, pero no es historia. Se la ve bonita, pero no grandiosa. Seguimos por la calle de Arévalo, a la sombra de la altísima pared de la huerta de las Monjas. A la derecha hay bonitos chales modernos, que no encajan muy bien en el ambiente medieval del lugar. Pero, ¡qué le vamos a hacer!. Así es la vida. La construcción no se puede parar. Después de todo, quedan mejor los chales de ladrillo y rejas de hierro que la casucha de adobe de la Muerta que estaba antaño, pegada el Castillo. Doblamos la esquina del Pradillo y pasamos delante del antiguo Parador Nacional de Turismo. Esta cerrado y parece abandonado. Fue una bonita idea que apenas si floreció y duró el tiempo de un suspiro. Le inauguró el General De Gaulle en su única visita a España. Después, nadie supo promocionar un turismo cultural para traer a Madrigal visitantes a conocer nuestros monumentos y nuestra historia. Enfrente del cerrado Parador, el palacio de Don Juan II nos mira con sus dos torretas laterales y sus ventanas, veladas con celosía de ladrillos. Detrás de sus muros, callados y austeros, nació, hace mas de 500 años, una niña rubia, de ojos azules. Su padre el Rey Don Juan el Segundo así lo proclamó al concejo y pueblo de Segovia: "Fago vos saber que por la gracia de Nuestro Señor, la Reyna Doña Isabel, mi mui cara e mui amada muger encaesció de una infanta". Con el tiempo, esta infanta dio una vuelta a la Historia de España. La pusieron por nombre Ysabela y llegó a ser la primera Reina de España: Isabel I de Castilla. Este palacio es el centro histórico y sentimental de Madrigal. El santuario más sagrado de su Historia y de toda la Historia de España. Sin este palacio, sin Isabel, Madrigal no sería nada, y España no

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sería la que ha sido. Aquí nació la España moderna. Aquí terminaron los Reinos feudales de la España medieval. Aquí nació el Estado Moderno. El Estado de la Unidad, de la Autoridad, de la Grandeza. ¡Aquí nació Isabel I de España!. ¡Benditos ladrillos, benditos muros que oyeron el primer vagido de aquélla niña rubia, que vieron el primer resplandor de sus ojos azules aquel lejano 22 de Abril de 1451!. Seguimos un poco más por la misma calle o por en medio del Pradillo y nos topamos con la imponente fachada del Real Hospital de la Purísima Concepción. Columnatas y balaustradas de piedra berroqueña en armoniosa grandeza. Abajo, las columnas de fuste liso sostienen un entablamento de líneas rectas para formar un portal digno de tan hermoso edificio. Arriba las airosas columnas sostienen un tejadillo que cubre una galería regia. El conjunto es hermoso, imponente y más propio del palacio de un príncipe renacentista que de un hospital para pobres. La fachada sur, que mira a la plaza de toros no es menos hermosa ni grandiosa. La serie de arcos y columnas adosadas que simulan los ladrillos y la galería, adornada por columnas de madera, forman una noble, sobria y solemne arquitectura de sencillas y grandiosas líneas herrerianas que bien merece ser del palacio de un cardenal italiano del "settecento" o de un virrey de Perú. Precisamente, a esta galería se abrían las alcobas donde curaban sus dolencias los pobres de solemnidad o morían cristianamente cuando les llegaba su hora. Con esta grandeza, con esta elegancia, con esta belleza, ejercían la caridad cristiana los nobles madrigaleños de otros tiempos; De esta manera hospedaban y cuidaban a los más pobres y así dotaron a una casa de caridad, con estos fastos y grandezas. ¡Vive Dios, que hicieron a este Hospital el más bello edificio que en Madrigal existe hoy!. En la conjunción del ala este y el ala sur, como eje y centro de todo el Hospital esta la capilla o iglesia del Santísimo Cristo de las Injurias. Allí tenemos los madrigaleños la venerada imagen del "Cristo", nuestro patrono, nuestro protector y el centro de la devoción de los madrigaleños. En la mente de los constructores del Hospital era la capilla del Cristo el eje del edificio y la razón de la caridad que en él se impartía. Demos las gracias más entusiastas a la Escuela Taller de Madrigal que con su trabajo y dedicación han mantenido el más bello monumento madrigaleño, el Real Hospital de la Inmaculada Concepción, en su auténtico esplendor de siempre. Han hecho una obra de restauración y embellecimiento digna de todo encomio. Subiendo por la calle del Tostado nos roba la mirada la Torre, la Torre de San Nicolás. Se alza delante de nosotros como un gigante que crece según nos acercamos. Imponen su mole y su verticalidad. Con respeto y sin temores, miremos cara a cara a la Torre. Enmarcada por las buenas casas de la calle del Tostado que conservan sus fachadas de ladrillo castellano y naciendo por encima de los tejados de la iglesia, se disparan al cielo sus sesenta y cinco metros. Por encima del tejado de la casa curato, en su parte mas baja aparecen dos arcos ciegos y se remata su primer cuerpo con dos cornisas paralelas de lado a lado. En el segundo cuerpo se abren dos arcos campaneros sin campanas. Una tercera cornisa y el tercer cuerpo donde las campanas asoman sus bronces y llaman a los fieles a la iglesia. Por encima, otra cornisa mas y el "cerco" con sus remates de ladrillos. Luego la base del chapitel con dos arcos de medio punto y el airoso chapitel como la punta de la lanza del caballero de Madrigal. ¿O tal vez es el yelmo del caballero? Líneas verticales, líneas horizontales, arcos de medio punto, el bronce tañedor de las campanas. ¡La gloria y el orgullo de Madrigal!. ¡Esa es la Torre, nuestra Torre!. A la sombra de esa airosa y emblemática Torre, se cobija uno de los más bellos conjuntos arquitectónicos, de más fuerte sabor castellano y mudéjar de Madrigal: la plaza de San Nicolás. Al norte, la iglesia de San Nicolás, con su imponente fachada de ladrillo. A la izquierda esta la casa curato, con un arco ciego en su fachada, bien enmarcado por dos columnas y friso, donde se mostraba hace años un fuste de piedra, que se decía fue la horca donde ahorcaron, por orden de Don Felipe II, al célebre y novelesco personaje Gabriel de Espinosa, el "Pastelero" de Madrigal. Hoy sólo existe el arco sin nada que exponer dentro de él. La fachada de la iglesia cierra la plaza por ese lado. Destacan las capillas del baptisterio y de la Saleta, que dejan en medio de ellas espacio para un atrio de entrada a la iglesia. A la derecha, se admiran los ábsides románico-mudéjares con sus típicos arcos ciegos de ladrillo en su mas pura expresión. Enfrente de esta monumental fachada de San Nicolás, están los "Soportales", bella y austera portalada con hermosos arcos y columnas de piedra, digno cerramiento de la monumental plaza de San Nicolás. La muralla de Madrigal es, sin lugar a ninguna duda, el monumento más antiguo y más grandioso de todos los que tiene Madrigal y, lamentablemente, el peor conservado, el mas castigado por el tiempo y la desidia. De tal modo que hoy, solo nos quedan unos restos, unas pobres ruinas aquí y allá, sin línea de continuidad, un tenue vestigio de lo que debió ser en su mejor momento, en sus primeros siglos. ¿Dónde están las mas de 60 torres que levantaron los constructores? ¿Dónde los lienzos de muralla en tantos sitios perdidos?.

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Ya en 1302, los caballeros de Arévalo arrancaron, usando las ideas feudales de su tiempo, del Rey Fernando IV, el "Emplazado", la orden que les permitiera destruir las murallas de Madrigal, que era su feudo y se negaba a rendirles pleitesía. Después, el tiempo y la desidia hicieron su parte y nos dejaron la muralla en el triste estado en que la contemplamos hoy. De las murallas, casi es mejor no decir más. ¡Hay tan pocos lienzos visibles!.¡Tan pocos castillos que se puedan admirar!. ¡Tan mal reparados y reconstruidos! Lo que debería ser el mayor orgullo de Madrigal, su hermosa, antigua y enigmática muralla, la hemos visto caer con indiferencia, hasta la hemos ayudado a caer alguna vez y la vemos desaparecer sin hacer mucho por conservarla. Hoy son mas unos pobres muros de las lamentaciones que, lo que debiera ser, un orgullo nacional. ¡Una lágrima y un lamento por la muralla de Madrigal!. No nos lamentemos más. Las murallas muestran las inevitables heridas del tiempo, pero siguen siendo un envidiable marco para el pueblo de mas bello nombre de todas las Españas. Tenemos un pueblo hermoso en su presente, grandioso en su pasado, admirado por sus hijos ilustres. Tenemos a la Reina más grande de España como nuestra más gloriosa paisana. Podemos pasear por sus calles y plazas; podemos admirar la Torre, el palacio de Don Juan II, el Real Hospital, el conjunto de la Plaza de San Nicolás, sobria, castellana, noble y señorial. Sí, podemos estar, sin duda, orgullosos de nuestro Madrigal de ayer y de hoy. Teodoro Portillo

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Lugares de Encuentro

Lugares de encuentro La Solana El Casino El taller de Eliseo El comercio de Fabio Los CaĂąos y el Pozo Artesiano ... La solana de la tĂ­a Melania era una de las mejores del pueblo.

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La Solana

La solana de la tía Melania era una de las mejores del pueblo. Era una rinconada mirando al Sur, con las tres paredes del recodo bien recogidas, con unos aleros bajos y salientes que no dejaban pasar los aires fríos del cierzo, que, en invierno, es el que manda en Castilla. De las tres paredes, la del fondo es la de la fachada de la casa de la tía Melania, la de la derecha es la del pajar y la de la izquierda es la de la cuadra donde el Tío Ramón el "Zumbón" guarda la burra y se acuestan las gallinas. La Melania tiene bien enjalbegadas las tres paredes para que la solana sea más limpia y acogedora. En cierto modo, esta solana es su sala de recibir. Más o menos. Cuando al sol de febrero le da por calentar un poco, es hora de dejar la bufanda, el mantón y la cocina y salir a la solana y ponerse al sol como los lagartos. Ya dice el refrán que "en febrero, busca la sombra el perro", aunque no siempre sea así. Cuando de verdad calienta el sol, las nubes dejan el cielo despejado y el cierzo se retira Dios sabe donde, es cuando las solanas se ponen en su salsa y la gente deja las cocinas y sale a respirar aire puro y calentarse al sol que es de todos y a todos llega gratis. En la solana de la tía Melania, allá por la Huerta de Marazuela, entre la calle de la Plata y la Ronda de Santa María, sólo se juntaron el primer día la Melania, Ramón el "Zumbón", que es su marido y un nieto pequeñajo, que aquel día estaba al cuido de la Melania y el Zumbón porque su madre había ido a Ávila como testigo en un juicio contra el "Yayo" grande, que había dado un mordisco al Sr. Sebastián, el "Sereno" y le había arrancado casi una oreja una noche de borrachera.. También se puso al sol, en el lugar más resguardado del rincón, el bobo de Muñomé, que venía a pedir por aquellos pueblos de la Moraña "un cacho e´ pan, por amor de Dios" y conocía bien cuál era el mejor sitio de la solana de la tía Melania. Ese primer día hizo frío. El sol calentaba poco más que un candil mal atizado, el cierzo se metía en remolinos por entre los aleros y dejaba espeluznados a los cuatro cada vez que se colaba en el rincón.. Por eso la Melania no se había quitado la toquilla sobre los hombros ni el "Zumbón" la bufanda alrededor del cuello. El nieto lucía casi a todas horas un par de mocos de la nariz a la boca y sólo tenía la cara limpia cuando su abuela se la restregaba con el moquero llevándose en él la mocarrá del párvulo. Al bobo de Muñomé le daba igual, había pasado en la calle muchos fríos en lo más crudo del invierno y la solana con sus remolinos de viento y su poco sol le parecía casi la gloria. No estuvieron mucho tiempo en la solana. Mucho antes del repique de las campanas de San Nicolás del mediodía ya se habían ido todos: la Melania, el "Zumbón” y su nieto a la cocina de su casa a buscar el amor de la lumbre y el bobo de Muñomé a seguir pidiendo el cacho de pan por las casas de los ricos en la Plaza de Santa María. Diez o quince días más tarde, el tiempo se asentó un poco y empezó a calentar el sol, como lo había dicho el Calendario Zaragozano. El día lucía hermoso y reluciente. El viento no se movía apenas y la solana estaba invitando a venir a las comadres del barrio a calentarse al gran brasero del padre sol. A media mañana, empezaron a llegar gentes de la Ronda, de la plaza de Quemadillos y de la Calle del Pozo, cada mujer con su taburete o silla de enea y su labor de aguja para pasar el tiempo haciendo algo útil. La primera que sacó el taburete fue la Melania. Le arrimó a la pared, junto a la puerta de su casa y arrellanó en él sus refajos y su humanidad. También sacó un cestillo de mimbre blanca lleno de calcetines y medias para repasar y zurcir. Entre las medias y calcetines venían dos ovillos de hilo, de los llamados por todas las mujeres cañas de zurcir y las agujas prendidas en ellos, además de un huevo de madera de encina, de mucha utilidad para rematar un zurcido de calidad. La Melania sacó la primera media, una media corta, de las que se sujetan con liga por debajo de la rodilla. Metió la mano hasta llagar al pie. En el talón había un roto por donde se veían los dedos de la Melania. Dejó caer por la media abajo el huevo de madera, brillante y pulido por los miles de zurcidos hechos con él. Le colocó con la mano detrás del agujero del talón, estiró la media alrededor del huevo, metió la aguja, ya enhebrada con hilo de zurcir, por los bordes del desperfecto y, con la habilidad que le daba su larga experiencia, fue cubriendo el butraco con un tejido nuevo, entrelazando puntadas contra puntadas. La media quedó casi nueva, sin rastro de agujero. Así pasó la Melania gran parte de la mañana, zurciendo y repasando medias y calcetines, sin que esta labor de sus manos la absorbiese toda la atención. Al mismo tiempo que daba a la aguja, no dejaba de dar a la lengua, en conversación con las vecinas del corro, que tenían igualmente, las manos ocupadas en alguna labor y las lenguas sueltas para el comentario, el chisme, la cháchara y el cuento sobre vidas ajenas. Cuando se encuentran tres o cuatro mujeres juntas, con tiempo por delante para charlar a su antojo, enseguida se prende el chisme, y la murmuración dura horas. La solana es un lugar ideal para que surja

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este chismorreo.. ¡Pobres de las que caigan en las lenguas de las mujeres de la solana! Allí les van a poner como no digan dueñas y los trapos sucios de sus vidas los van a sacar al sol, es decir, los van a poner en los oídos de los que estén suficientemente cerca para oír. Aquella mañana de sol, en la solana de la tía Melania, se habían reunido un buen corro de especialistas del chismorreo. Allí estaba María la "Roja", Ruperta la del "Chovo", Petra la "Coneja", Isidora la "Liendrina" y otras que no se me acuerdan y que son de la misma lengua. Todas ellas, con las manos ocupadas en labores de aguja o similares y las lenguas sueltas y pregoneras.. María la "Roja" echaba un remiendo a una sábana que estaba un poco pasada en algunos sitios. Ruperta la "Chova" estaba tejiendo unos calcetines a su marido, hacía calceta con cuatro agujas, Petra la "Coneja" remendaba unos pantalones de uno de sus muchos hijos, rotos por la rodilla, Isidora la "Liendrina", hacía honor a su mote, estaba peinando a su hija Isidorina, pasándole una y otra vez la lendrera por el pelo. Todas hablaban casi a la vez del tema del día: La "sita " Juanita, la de Doña Micaela, había llegado de Madrid, hacía dos días, en el coche de línea y se había bajado de él con un niño de pecho en los brazos. Todas las mujeres de la solana afirmaban con toda seguridad y certeza que el niño era de la Juanita. "¿De quién iba a ser, si no?"sentenciaba la Melania. La "Coneja" decía, mientras pegaba el remiendo en la rodilla de los pantalones del hijo - "Eso se venía venir. A quién se le ocurre dejar ir a Madrid a una chica sola, joven y bonita, con dinero y alegre como unas castañuelas. Y que no me digan que estaba en casa de su tía Regina, que pal caso es lo mismo que poner al zorro a guardar las gallinas. La tal Regina fue siempre alegre de cascos, o mejor dicho, un buen pendón, que dio mucho que hablar en el pueblo y más aún cuando se fue a Madrid a trabajar de secretaria. No pondría yo en sus manos a una hija mía, ¡en la vida!.". La "Roja", con la autoridad que le daba, o así lo creía ella, el haber servido en casa de Doña Micaela, afirmaba sus opiniones como artículos de fe: "La "Sita" Juanita y su madre, Doña Micaela, nunca se entendían, estaban de pelea a toas las horas. Doña Micaela nunca quiso a Ramón, el de Don Genaro, para novio de la Juanita y la Juanita, basta que se lo quisiá quitar su madre de la cabeza, para que se emperrase más con el condenao Ramón, que la verdá es más bruto que un “arao". "Cosas de la gente rica - terció la "Chova" - ¿Qué pero “puen” poner al Ramón?. A bruto no hay quien le gane, esa es la “verdá”, pero a rico tampoco. Es hijo único y encima su padre tie más tierras que toa la parentela de Doña Micaela y don Manuel juntos". "Hija mía - Defendió la "Roja" a su señorita - Doña Micaela tie en más lo de bruto que lo de rico y no le quiere a Ramón para yerno por muchas obrás que tenga su padre, ni aunque tuviá cien veces más. Por ahí vienen toas las cuestiones entre la madre y la hija y por eso mi "sita" Micaela y don Manuel, su marido, dijeron que lo mejor era mandar a la Juanita an ca de su tía Regina a Madrid. Y la verdá, que yo no hubiá mandao a una hija mía a casa de la "sita" Regina nunca en la vida". "Bueno, lo que ha resultao - volvió a insistir la "Chova" - es que la Juanita se ha venío de Madrid con un niño en brazos y ahora tol pueblo la tie en la boca, a ella, al niño y a su madre, que buenos pesares tendrá de haberla puesto en casa de su hermana Regina. Y a to esto, to el mundo dice que el niño es del Ramón. Tos sabemos que el Ramón se fue a Madrid y allí estuvo más de dos meses. De seguro que se fue derecho a casa de la "sita" Regina y allí encontró a la Juanita, se acabó la ausencia, se dieron unos besos, unos achuchones y, claro está, algo más tuvo que haber para venir al mundo el crío, ya sus figuráis." La solana estaba en su mejor salsa con estas y parecidas conversaciones. Todas las mujeres estaban atentas a los detalles que daban las enteradas. Los hombres, en cambio, estaban a lo suyo. Ramón el "Zumbón" y dos más de su quinta, Rosendo, el "Nícalo" y Alejandro, el "Esquilador", hablaban, como siempre, de sus recuerdos cuando estuvieron en el cuartel haciendo la "mili", hacía de ello un porrón de años. Cada uno inventaba sus hazañas de soldado todo lo que podía y se hacían los héroes de pacotilla en cada episodio relatado. El tío "Carlancas", demasiado viejo, dormitaba al sol sin hacer caso ni de unas ni de otros, sentado en un banquillo demasiado bajo, apoyadas las dos manos en su gancho pinto y con la guinda del moco brillando en la punta de la nariz. Tampoco hacían caso los niños que jugaban entre mujeres y viejos con mulas y carros imaginarios, representadas las mulas, por unas medias herraduras y los carros, por unas latas de sardinas, o las niñas que tenían entre sus manos las muñecas de trapo que les habían hecho sus hermanas mayores. A las doce en punto, cuando las campanas de San Nicolás daban el toque de mediodía, se levantó la sesión de costura y cotilleo, de dormir y jugar, y la solana se quedó sola. Todo el mundo se fue a su casa en busca de la sopa, los garbanzos, el tocino y el relleno, que habían estado a la lumbre, cociendo en el puchero toda la mañana.

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Después de comer, se volvió a llenar la solana con las mismas gentes de la mañana. Ahora con el estómago lleno, el Zumbón y los de su quinta dejaron de hablar del cuartel, tan lejano en el tiempo y se entregaron, junto con el Carlancas, a la dulce siesta calentada por el sol de las dos de la tarde. Sólo se necesitaba un taburete para sentarse y saber guardar el equilibrio dando cabezadas. El sol y los garbanzos en la barriga hacían lo demás. Por la tarde, el sol picaba más de la cuenta y casi todas las mujeres que salieron a la solana a esas horas su pusieron un pañuelo blanco a la cabeza, para que el sol no se las metiera en los sesos. Los viejos no se quitaban las boinas, que lucían todos los colores, del negro al pardo y al gris, ala de mosca: La boina era su coraza contra los vientos fríos del invierno y, ahora, contra el sol picante de las dos de la tarde de un día primaveral. Podían dormir su siesta sin peligro de insolación. Las dos de la tarde era la hora que escogían las mujeres para jugar su partida de cartas: una brisca de seis o un julepe inocente de a céntimo el tanto. La Melania sacó una baraja de cartas oscuras y abarquilladas, una mesita baja que tenía en el portalillo de su casa, arrimó cada una su taburete o silla de enea a la mesita y se formó la timba que duraría horas. La solana de la Melania la Zumbona era el casino al aire libre de los pobres del barrio, bajo el padre sol y a la abrigada de las tres paredes encaladas del rincón.

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El Casino

El casino es un elemento esencial en la vida de Madrigal. Es, ni más ni menos que el centro de la vida social del pueblo y así ha sido por siempre. El casino de hace 50 años cumplía este cometido mucho mejor que lo pueda hacer ahora. Entonces, sin televisión, sin discotecas, sin casi cine, el casino tenia que ser ese centro de diversión y esparcimiento, el único lugar donde la vida social reunía a los madrigaleños. Podemos decir con toda veracidad que había dos casinos o que el casino tenia dos caras distintas: el casino de todos los días y el casino de las grandes fiestas. El casino de la partida después de comer y el casino de los bailes y del teatro. Y estos dos aspectos tenían escenarios distintos. El casino de diario, el de la partida, tenia sus reales en el salón de juego de la primera planta. El casino de las fiestas encendía sus luces y oropeles en el salón de abajo, que estaba cerrado como un santuario basta que llegaban los días grandes y se abría en contadas ocasiones a lo largo de todo el año. Dejadme soñar un poco y rememorar aquel salón de juego tan entrañable y tan acogedor, ni enfático ni vulgar, serio y noble dentro de lo que la nobleza pueda significar en un pueblo castellano. Mesas de oscura madera, pulidas por las muchas horas de uso de los jugadores, con su cuadro central que era de madera por un lado y por el otro guardaba o descubría, según los casos, el verde tapete, asociado con el vicio del juego. En realidad, el verde tapete era solo el cómplice de un pasatiempo inocente en sí mismo: la partida diaria de muchos madrigaleños. Sobre estas oscuras mesas, sobre esos verdes tapetes, se jugaba un tute subastado o un inocente y ruidoso mus. A lo sumo se jugaba en una mesa, y no siempre, un tresillo entre los mas viejos y sesudos contertulios. Se ha llamado al tresillo el honorable juego y bien llamado esta así. Honorable y complicado. Sus variantes en las jugadas, en el valor de las cartas, sus estrategias para salir airoso el "hombre" o el "contra”. Si el resultado del juego es "bola", "codillo" o "puesta". Si tienes "estuche mayor" u otros "estuches". El modo de contar los tantos; todo es complicado y absorbente de la atención. Para los que nunca supimos jugar al tresillo, los jugadores parecían un poco seres extraños y admirados; algo así como sacerdotes de un rito incomprensible, con su lenguaje arcano y un poco ininteligible. Causaban admiración y un poco de respeto. Para aprender a jugar al tresillo se necesita mucho tiempo, ver muchos juegos y, sobre todo, ser admitido en la rebotica, donde siempre se ha jugado al tresillo entre el boticario, el medico, el cura y alguno otro personaje con dignidad y con tiempo para jugar. Por lo menos, eso es lo que se lee en muchas novelas costumbristas del siglo pasado. Si alguien quería jugar dinero en los juegos de envite y azar, también tenia su sitio en el casino. Allí había una mesa de jiley. Era una mesa para ocho jugadores y solía estar en un cuartito pequeño sin puerta al que llamaban el "cuarto del crimen". Era tan pequeño que sólo cabía la mesa Con los jugadores y los mirones tenían que estar de pie porque no cabían mas sillas. Quizá era una manera de tener a los mirones lejos del juego. A ningún jugador le gustaba tener detrás a nadie, sobre todo si el mirón tenia fama de "gafe", persona que da mala suerte. Allí, en el "cuarto del crimen" se jugaba a veces fuerte y se contaban anécdotas de jugadores que perdieron en una noche miles de duros. Yo creo que nunca se perdían grandes sumas porque los jugadores eran casi siempre los mismos. Lo que quiere decir que unas noches ganaban unos y otras noches, los otros y el dinero siempre quedaba, a la larga, en las mismas manos. Tengamos un recuerdo emocionado de la estufa, con su corro de sillas, invitando a la tertulia a los que no jugaban. (Hoy la estufa es un cacharro casi desconocido). Los radiadores y la calefacción central la han desterrado a los desvanes o a las chatarrerías. Con la estufa del casino, se ha perdido aquel corro que se formaba en invierno, se han ido tantas conversaciones, tantas discusiones, tantos buenos ratos y tantos recuerdos que no pueden volver mas que en la añoranza, nunca en la realidad. Allí, al pie de la estufa, había quien se echaba su siestecita. Otros leían el periódico, el "Diario de Ávila" o el" ABC" o el "Ya". Se hablaba de la cosecha, de la remolacha, de los nuevos tractores que empezaban a llegar y a desplazar a las mulas. Había temas que se discutían por días y semanas, como la concentración parcelaria, cuando se hizo en Madrigal. En la discusión de este tema se conocía, enseguida, a los que estaban en contra y los que estaban en pro. "Que si vamos a coger mas trigo con la concentración..., que si van a ganar mas los que tienen mas tierras y los pobres se quedaran con lo mismo... que yo quiero mis tierras que son de mis padres y no las cambio por nada..., que si es imposible que me den la misma calidad de tierras que yo tengo ahora... que si aquí me dejó mi abuela, aquí me encontrara cuando vuelva... que si esto, que si lo otro" Discusiones eternas, interminables. Alrededor de la estufa se entablaba todos los días la discusión más democrática y civil que se pueda imaginar. Era un pequeño congreso sin reglas y sin presidencia, pero con mucha energía y, a veces, con voces muy altas. Consignemos otro recuerdo amable a la mesa de billar. ¡Solitaria y callada mesa de billar!, que nunca vio sobre su tapete campeonatos a tres bandas, ni casi nunca sentía correr por su piel verde las tres bolas de

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marfil de la carambola. Todo el año estaba quieta y callada en su rincón, olvidada de todos. En el invierno se convertía en el guardarropa de los socios, que dejaban sobre ella sus abrigos y gabardinas: ¡Humilde servicio de una noble mesa de billar! Pero en la Semana Santa cobraba todo el protagonismo que no tenia en el resto del año. Sobre su terso paño verde corrían las ocho bolas de los "borregos" y en el agujero abierto en uno de sus rincones estaba escondida la diosa Fortuna con sus pares y nones. ¡Entonces si que era la mesa de billar la protagonista!. Decenas de socios y forasteros se apiñaban alrededor de sus bandas, hacían sus apuestas a pares o a nones y miraban, anhelantes, al jugador que tenia bajo su palma las ocho bolitas de marfil que lanzaba al agujero de enfrente buscando los pares de la buena suerte y encontrando a veces los nones de la mala. Esos días de la Semana Santa la callada mesa de billar era la tentación para muchos: los apartaba de las procesiones y de los Sermone de esos días santos, los retenía en busca de la esquiva suerte y, después, a veces los castigaba con la pérdida de su dinero. ¡Diabólico protagonismo el de esta triste mesa de billar!. Como aliada del diablo, parece que susurraba a los oídos de los madrigaleños: "No vayas a la iglesia estos días de Semana Santa, deja las procesiones con los cristos y las vírgenes. Deja al Nazareno y al Sepulcro, olvídate del sermón de las Siete Palabras, quédate a mi lado a ganar muchas pesetas" Luego, lo de siempre. Después del pecado, la penitencia: Las pesetas se escapaban de la cartera, después de muchas apuestas y, ya de noche, se iba el pecador a su casa con la amargura en la boca, la cartera vacía y el miedo a las voces que iban a dar su mujer y su suegra cuando abriese la puerta. ¡Diabólico protagonismo de una mesa de billar!. Y por si alguien no supiera que cosa son los "borregos" vamos a explicar aquí vamos a decirlo en verso en que consiste la cosa, como se Juega este Juego. Para jugar, se precisa un billar con agujero en un rincón. El que juega se pone en el otro extremo. Los "borregos" son las bolas ocho en numero, por cierto, que lanzan los jugadores, que salen de entre sus dedos y ruedan por el tapete y llegan al agujero que esta enfrente del que juega al otro lado del ruedo (Llamo ruedo a la mesa de billar que es el albero). Si entran pares va ganando si entran nones va perdiendo, y tiene que dejar ya a otro jugador el puesto. El jugador pone encima del tapete sus dineros que los demás los igualan apostando contra ellos. El que juega ha de aguantar tres tiradas por lo menos y en cada tirada gana justo el doble del dinero de la apuesta. En la tercera ya puede dejar el puesto y llevarse lo ganado en los tres previos aciertos. Si es valiente el jugador aguantara más intentos aumentando la ganancia o se caerá sin remedio

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y perderá lo ganado desde que empezó su juego. Este es el juego que juegan bastantes madrigaleños en Semana Santa. Este, el juego de los "borregos" .

El salón de arriba era el reino de los hombres. Allí se jugaba la partida, se tomaba café, se charlaba de las cosas de los hombres, se jugaban juegos de envite y azar, se jugaba a los borregos. Las mujeres estaban poco menos que vetadas y prohibidas en el salón de arriba. Rarísima era la ocasión en que se veía a alguna mujer sentada a una mesa del salón de arriba. Su lugar era el salón de baile. Allí estaban en su elemento, allí se sentían reinas y princesas, allí triunfaban y recibían la veneración y pleitesía de los hombres. El salón de baile se abría en muy contadas ocasiones: El día de San Nicolás, en Noche Vieja, por los Carnavales y en las fiestas del Cristo. Quizá, en alguna boda muy rumbosa de algún socio. O en verano, cuando estaban en el pueblo los estudiantes y los pocos veraneantes, se organizaba un baile más informal. Eran pocos los bailes, por eso eran mas esperados y más disfrutados, por eso se recordaban y se recuerdan muchísimo más. ¿Quién no recuerda la emoción del primer baile, el primer pasodoble, dando pisotones, con pasos inseguros, mirando alrededor con susto y con temblores de novato?. Las mamás están sentadas en las banquetas arrimadas a lo largo de las paredes. Las mamás miran con ojos críticos y censores. "Ese mequetrefe está apretando demasiado a mi niña y no sé que intenciones se trae. A la próxima vuelta, le voy a cantar las cuarenta". Cuando pasaba la pareja de la niña y el mequetrefe frente a la mamá, a esta se le alegraba la cara y con una sonrisa un poco celestinesca, les decía: "Hacéis una bonita pareja y bailáis muy bien; pero no me la aprietes tanto, querido, que me le vas a arrugar el vestido”. La niña se ponía colorada como una amapola y al mequetrefe le ardían las orejas, rojas, como pimientos morrones. Y, en cuanto se les pasaba el sonrojo, seguían bailando como peonzas, olvidados de la mamá, de las arrugas del vestido y del mundo circundante, metidos en la burbuja del amor que empezaba a abrirse como una flor y a envolverlos con el sutil aroma de su encanto. ¡Cuántos noviazgos comenzaron en el bendito salón de baile del casino! ¡Cuántos matrimonios se anudaron dando vueltas a los sones de la música de los Chuberdos! ¡Cuánto amor nació y creció envuelto en las ásperas notas que arrancaba Pastora Casado al viejo y desafinado piano!. El piano estaba en una tarima, en el rincón cerca de la ventana. Pastora tocaba y nunca podía bailar porque era la única persona que sabía tocar y sin ella no había baile, cuando no estaban los Chuberdos. Estos tocaban desde el escenario, que estaba en otro lado y ellos eran siempre los que tocaban en los días de fiestas. Algunas veces, venia una orquestina de Ávila o de Medina. Quizá algún año por los Carnavales o en las fiestas del Cristo, y eso cuando había un presidente o una junta del casino más rumbosos, que se atrevían a gastarse el dinero de la sociedad y no tenían miedo a las críticas que siempre venían después. Los bailes más grandes eran los de las fiestas del Cristo, y el mejor de todos, donde iba mas gente y con los mejores trajes, era el del mismo día del Cristo, el del día 14 de septiembre. Comenzaban muy tarde. Estaban anunciados para las once, pero nadie quería ser el primero en llegar y estar solo en el salón esperando a que llegasen los demás. Las primeras parejas empezaban a llegar cerca de las doce y hasta bien después de esa hora no se animaba la cosa y estaba el baile en su salsa. Luego duraba hasta las seis de la madrugada y los mas animados se quedaban hasta la hora del encierro del día siguiente. Los muchachos se iban a sus casas a por los caballos para ir a buscar a los toros en la Cañada donde los tenía guardados Casiano o Chula, hasta la hora del encierro. Los bailes de Carnaval eran famosos. Se podía ir disfrazado pero no llevar la cara cubierta por careta. El casino era una Sociedad decente y no se podían permitir los atrevimientos a que se podía prestar el anonimato de una careta sin rostro. Muchos se disfrazaban con caretas y se iban a los otros bailes: el de Abajo, en el salón del Hospital, o al de Casa Carlota. Luego cuando llegaban al casino se quitaban la careta en la puerta de entrada y se convertían en personas más formales. El baile más bonito y más simpático era el de lunes de Carnaval: el baile infantil. Las mamas vestían a sus retoños con los más variopintos disfraces hechos por ellas mismas, a veces ayudados por la modista de la casa. Sus niños iban vestidos de soldados, de "botones de hotel", de payasos, de "Pierrot", de mosqueteros, y las niñas de muñecas, de damas antiguas, de pastoras, de cenicientas, de un etcétera muy largo, hasta donde daba de sí la imaginación y los recursos de las mamas del casino. Los niños y niñas disfrutaban de lo lindo comiéndose los caramelos y pastas con los que eran obsequiados por la Directiva. Claro que las que disfrutaban y se entusiasmaban hasta el sumum eran las mamás, que estaban durante

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todo el baile sentadas en las banquetas, contemplando a sus cachorros y comentando con las vecinas de al lado las peripecias del traje y su confección y lo bien que le sentaba a su niño o niña. Cada mamá estaba plenamente segura que el disfraz de su niño era el mejor y se le hinchaba el pecho pensándolo y disfrutándolo en su interior. Un año, cuando yo tendría como seis, me disfrazaron de payaso con un traje rojo y verde y otro año, llegué vestido de niña antigua con un traje con muchas puntillas y faldas en miriñaque. A todos les decía que mi nombre era Teodomira. El salón de baile del casino es o era un estuche donde quedaron prendidos muchos emocionados momentos, muchos recuerdos tejidos de dulces recuerdos, el pasado de una juventud alegre y divertida. ¡Juventud, divino tesoro, /que te vas para no volver./ ¡Cuando quiero llorar no lloro/ y a veces lloro sin querer!.

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El Taller de Eliseo

En mi recuerdo, el taller de Eliseo es el lugar de los mejores momentos de mi niñez. Allí jugué mucho y me divertí jugando, aprendí muchas cosas, empecé a conocer a las personas. Fue para mí, un mundo en pequeño que se abría cada mañana para darme un día distinto, para traerme una nueva aventura infantil. Tal vez, todo el encanto que tiene ahora en mi recuerdo esté sólo en la añoranza de los días de la niñez. Si uno va a ver, el taller de Eliseo no tenía ningún encanto ni belleza; era un caserón viejo y más bien sucio, mal cubierto por un tejado de vigas desiguales y mal alineadas, de paredes de adobe, de suelo siempre lleno de virutas, aserrín y tierra, con unos bancos de carpintero toscos y unos cajones en las paredes para guardar las herramientas del oficio. Era un taller de carpintero, taller de "carretero" de pueblo. ¿Qué más va uno a pedir al taller de un "carretero" de pueblo?. Bueno, sí, había algo que atraía los ojos a todo el que llegaba y que parecía fuera de lugar. A la derecha, según se entraba y en sitio bien visible, estaba la maquina de serrar, una imponente estructura de acero de más de dos metros de alta, con su plataforma reluciente y sus dos volantes, uno arriba y otro abajo, abrazados por la cinta de acero de dientes amenazadores y terribles. Era el centro y el orgullo del taller. Entonces, era algo no visto en ningún pueblo del contorno. Esa máquina ennoblecía y engrandecía el pobre taller. Yo la veía como un terrible demonio, sentado en un trono de acero frió, algo terrible, que podía, en un tris, cortarte un dedo y hasta un brazo. Creo que este temor había sido creado por el propio Eliseo, para tenernos a los chicos apartados de tan realmente peligroso instrumento. Cuando estaba funcionando, no me acercaba a ella a menos de tres metros. El ruido que hacia, cuando serraba, era el de un chillido agudo y estridente que atemorizaba más que los dientes de la cinta cortadores y temibles. Cuando aserraba un tronco grueso de negrillo o encina, a veces se ahogaba y casi se paraba; el chillido, entonces, se hacía más grave, más apagado, como el rugir de un dragón cansado: Para animarla a seguir cortando, Eliseo, con una brocha que tenía colgada de la misma máquina, untaba la cinta del aceite de una lata y retiraba un poco el tronco de los dientes de la sierra; la máquina cogía fuerza otra vez y seguía mordiendo el viejo tronco con casi la misma furia, hasta el siguiente desfallecimiento. Volvía Eliseo a untar el mágico aceite y volvía la sierra a morder furiosa. Hasta que el corte llegaba al final del tronco, que se abría en dos como una nuez. La sierra entonces subía el tono de su chillido y le mantenía un momento como un grito de victoria. Aprendí en el taller muchas cosas. A enderezar clavos viejos sobre una "maza"; a cepillar tablas, primero con cepillo y después con garlopa; a clavar clavos correctamente; a pintar con brocha gorda y hasta a "filetear" con pincel fino en tablas de carro nuevo sin salirme del cordón que había marcado el "gramil". La enseñanza, la impartía Eliseo a sus hijos Daniel y Jesús, que eran de mi misma edad y yo la recibía como aprendiz honorario. Eliseo tenía su código de maestro carpintero, sin duda heredado de su padre, el señor Ulpiano, metido en unos sencillos refranes y cuentos del oficio, que repetía muchas veces, como buen pedagogo, para grabarlos bien en la cabeza de sus aprendices: "Si quieres hacer del hierro cera, trabájale sobre madera”, nos decía cuando enderezábamos clavos viejos sobre una "maza". "El aceite no es Dios, pero hace milagros”, afirmaba convencido, cuando sacábamos un viejo tornillo oxidado dentro de una vieja puerta, después de haberle echado unas gotas de aceite para "aflojarle" y sacarle sin grandes dificultades. "Metro, regla, escuadra y nivel, y el ojo cágate en él". O contaba el cuento aquel del maestro que al morir dejó en su testamento aquella manda a sus oficiales: "Mando a mis oficiales, a mis oficiales mando, que cuando venga el repelo vuelvan la mano". Este cuento nos lo echaba, cuando se nos clavaba el cepillo en la tabla que estábamos cepillando porque la veta tenia un "repelo" (un cambio de dirección) "A la sierra, tocino y al serrador, vino". "El que bien cuadrea, bien ochavea, pero mejor redondea", "A la encina, no hay madera que la doble; la dobló el roble, pero el alcornoque no". "Si quieres trabajar a gusto, marca bien y traza justo". O decía, con su voz aguda y sus ojos inquisitivos: ¿A que no sabes quien inventó la "traba"? (la separación de los dientes de la sierra, uno a derecha y otro a izquierda). Cuando contestábamos con un "no sé". Decía en tono sentencioso: "Pues la traba, la inventó el diablo. Una noche entró en el taller de San José, le cogió le sierra de mano y le trabó los dientes (los separó a derecha y a izquierda). Creyó el diablo que le había hecho una maldad a San José. Pero a la mañana siguiente, San José encontró que la sierra corría mucho mejor y dio gracias a Dios". Eliseo era un hombre de bien y un buen artesano en todos los sentidos de la palabra. Sabia su oficio y trabajaba bien. Por eso, tenia buen número de parroquianos y de los más ricos del pueblo. El taller era punto de reunión de labradores, que iban a encargar algún trabajo para su labranza y de desocupados, que iban al taller a matar el tiempo. A veces, se juntaban varias personas al mismo tiempo y se formaba una tertulia. Si la calidad de los contertulios lo merecía, Maria, la hermana de Eliseo, sacaba

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de su casa, aneja el taller, las sillas de mimbre fuera de la puerta y los contertulios podían fumar sus cigarrillos, que dentro del taller, por el evidente riesgo de incendio, nadie lo hacia. En esas tertulias, como en todas, se hablaba de todo lo humano y lo divino. Había asiduos que tenían más voz y voto que otros. Recuerdo al señor Olegario, al señor Jerónimo, el de Blasconuño, a Román, que era primo de Eliseo y hablaba un lenguaje cervantino, porque se había leído el Quijote no sé cuantas veces, a mi tío Alejandro Galicia, que era el que más gritaba y, aunque casi nunca tenia razón, todos terminaban por dársela porque nunca se daba por vencido en sus testarudas opiniones. Otro gran personaje de las sillas de mimbre a la puerta del taller era la señora Juana, la Madre de Eliseo, siempre de negro, siempre sentada, casi inmóvil por el reuma de muchos años. El trabajo de todos los días en el taller era siempre parecido: arreglos de piezas o aperos de labor o hacer aperos nuevos: arados romanos (todavía se usaban en mi niñez hasta que llegaron los tractores), con el "dental" de Madera de encina y la "mancera" y el timón de negrillo, la "cama" de madera de fresno y luego de hierro; rastras para rastrar los sembrados nuevos y para recoger las parvas en el verano; carretillos para llevar los cantaros a coger agua al Pozo Artesiano o a los Caños. Los dos trabajos que más me llamaban la atención eran la construcción de un carro nuevo y la de los ataúdes. Cuando moría alguna persona, avisaban a Eliseo. Eliseo se ponía inmediatamente a hacer la "caja" , que era diferente según la categoría del muerto, claro está. Las "cajas" de los ricos iban forradas de tela negra por fuera, clavada con tachuelas doradas y por dentro, de tela blanca de raso, haciendo unos frunces menuditos. En la tapa, clavaba un crucifijo de adorno y unos ángeles de metal dorado y a los costados, unos agarraderas también de metal Las cajas de los pobres eran más sencillas y más humildes, naturalmente. Las pobres tablas sin cepillar se las pintaba de negro por fuera, con una pintura hecha de polvos y por dentro con pintura blanca, también de polvos. Algunas veces, me permitió Eliseo pintar las "cajas" de los pobres. Sobre la áspera madera, corría la brocha empapada en el liquido negro que mal cubría las pobres tablas si no se daban muchas manos. Hasta me dejó alguna vez clavar las tachuelas doradas sobre la tela negra de las "cajas" de los ricos. siempre, ver hacer una “caja" era emocionante y ayudar a Eliseo en ella era más aún. Otro trabajo que me entusiasmaba era la construcción de un carro nuevo. Era un proceso muy largo y complicado. Con muchas fases y operaciones distintas, que duraba meses. Algunas partes del carro se hacían de antemano y se guardaban en el fondo del taller, hasta que se usaban en un carro cualquiera. Las ruedas eran partes prefabricadas que se guardaban hasta que se necesitaban La construcción de las ruedas era de lo más vistoso, más curioso y más complicado de los trabajos del taller. Las ruedas se preparaban en invierno, cuando había menos trabajo de temporada. Se empezaba por la "maza", que es el centro de la rueda, donde va a estar el eje del carro. Para la "maza”, usaban madera de fresno, que daba unas virutas, cuando la trabajaban, olorosas y de color rosa pálido, casi de color carne. Primero se torneaban en un torno muy primitivo, que usaba el Motor de la sierra como fuerza motriz. Después, se marcaban con mucha meticulosidad las cajas donde iban a encajar los radios: los dieciséis rectángulos de las marcas tenían que estar equidistantes y cubrir todo el perímetro de la maza. Luego venia la operación de perforar los agujeros, que tenía una dificultad adicional: eran rectángulos en la superficie y penetraban en disminución como una pirámide truncada hacia el centro. En cada rectángulo, previamente trazado, se perforaban dos agujeros con barreno de mano y luego con escoplo y mazo se escuadraban a la perfección, usando unas plantillas para dar la forma y Medidas exactas. Una vez torneada y perforada la maza, la ponían unos cinchos de hierro para que no se abriese y ya esta lista para que la pongan los radios, que en el taller siempre se llamaron los "rayos" Poner los "rayos" era una operación también espectacular. Las mazas se metían en unos bidones llenos de agua, plantados en la calle y se ponían a hervir por varias horas para que la madera hinchase. Luego, en caliente, ponían las mazas en el suelo y dos oficiales del taller, con unos mazos de mango largo, metían, a golpes, los dos radios opuestos en sus respectivos agujeros. Este trabajo le dirigía siempre Eliseo. Enderezaba los "rayos" en la posición correcta con unas palancas en el momento en que recibían el mazazo. Las mazas y los radios ya puestos en su sitio, recibían las "pinas", que son las piezas curvas que forman la circunferencia exterior de la rueda. Con los encajes ya hechos a escoplo, dos en cada “pina", se acoplaban a los radios y se sujetaban con unas cuñas que unían las dos pinas adyacentes. La rueda está lista casi. Sólo falta el aro que la ciñe y el "buje" en el centro de la maza, donde irá el eje del carro. Los aros vienen de la fragua de Pedro el Herrero. Los oficiales de la fragua los traen rodándolos por la calle. Operación bien difícil que requiere habilidad y fuerza. El enorme aro de casi dos metros de diámetro y de muchos kilos de peso va saltando par los cantos del empedrado y las desigualdades de la calle de un pueblo de hace cincuenta años: hay que llevarle a buena velocidad para que no caiga al suelo.

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Acoplar los aros a la rueda era también vistoso. Los chicos hacíamos en la calle una hoguera en círculo con trozos de madera de deshecho, poníamos tres pilas de ladrillos en el círculo de fuego. El aro le tendían, horizontal, apoyado en los ladrillos para que recibiese el fuego en toda su circunferencia y dilatase un poco con el calor. Cuando estaba bien caliente, casi al rojo, tres hombres le cogían con punteros que metían por los agujeros de la cara de rodaje y le asentaban sobre las pinas de la rueda que estaba tendida en el suelo. El hierro caliente quemaba la madera de las pinas. Unos golpes dados en el canto del aro le ajustaban a la rueda hasta que quedaba en posición. Los muchachos echábamos agua con unos botes sobre el aro y las pinas para que no se quemasen. El aro enfriaba y ajustaba a la rueda formando un solo bloque. Unos clavos fijaban el aro a la rueda definitivamente. Se metía el buje en el centro de la maza, a golpes de mandarria, y ... la rueda estaba lista. Mucho trabajo, habilidad y conocimiento del oficio, ponía Eliseo en la construcción de las ruedas: la rueda es un objeto de artesanía, es casi una obra de arte. Es el producto de una época y de unos tiempos que se han ido para no volver. ¡Lástima!. El resto del carro era mucho más fácil, aunque llevaba mucho tiempo. Ajustes y encajes de una madera en otra para formar la caja, sostenida por la viga central y cerrada por los laterales. Tanto la viga como los largueros laterales eran de madera de negrillo y las tablas del forro del piso y de los laterales eran de pino. Cuando la caja estaba lista, la ponían el eje sobre las alzas, la metían las dos ruedas en las puntas del eje, le engrasaban, ponían las sonoras volanderas y ponían la chaveta en la ranura que tenia le punta del eje para que la rueda no saliese de su sitio. El carro está listo en bruto. Falta el arte final, falta la pintura. Se encargaba de esta tarea, Teodoro, el hermano de Eliseo, que estaba enfermo desde hacia muchos años y no podía hacer otros trabajos más fuertes. Trasladaban el carro a otro taller y allí le pintaba Teodoro con brocha gorda por dentro y por fuera; las tablas, de un color, los largueros, de otro. Las tablas de los lados exteriores las adornaba con flores, pájaros y volutas y fileteaba los cordoncillos. Una verdadera obra de arte. Una artesanía, digna de un museo. El carro estaba terminado, listo para llevárselo el labrador que se le encargó a Eliseo. El mozo mayor de la casa traía la mejor pareja de mulas de la cuadra, las metía bajo el yugo nuevo, las apretaba las cinchas y sacaba el carro a la calle, al trote de las mulas, sonando las volanderas hasta la casa del amo. El ama sacaba sus mejores pastas caseras y el vino del año para celebrar el "alboroque". En la fiesta estaban los mozos de la casa, los vecinos, los amigos y los oficiales del taller, con Eliseo al frente. El taller de Eliseo era un pedazo de la vida de antaño, la que se fue para siempre, la que nos deja esta nostalgia de los años de nuestra infancia. Todo se hacia allí con las manos, a golpes de maza y de escoplo. a golpes de garlopa, escofina y azuela, con escuadra y gramil, con regla y plantilla. A ritmo de hombres, a ritmo de las estaciones del año, entre parlas y tertulias .Así vivían y trabajaban los hombres de mi tierra y de mi tiempo.

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El comercio de Fabio

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abio era un buen comerciante, que sabía su oficio y siempre tenía las cosas mas necesarias para sus parroquianos. De joven, se fue a Madrid de dependiente de comercio a una tienda de ultramarinos de mucha categoría y allí aprendió su oficio. Se casó con una prima y recibió en dote el comercio que tenía su suegro en Madrigal. Ese era el comercio de Fabio. Era un mundillo completo. Mejor dicho, el resumen de un mundo estaba allí entre las cuatro paredes que encuadraban el comercio de Fabio. Todavía mejor, en el comercio de Fabio había dos mundos: El que estaba detrás del mostrador y el que estaba delante. Se llamaba, en los pocos anuncios que hacia Fabio, "Comercio de Ultramarinos". Artículos de Ultramar, de América, se suponía que eran los que allí se vendían. Y la verdad, que fuera del chocolate, que se hacía con cacao americano y los polvos de añil para teñir de azul algunas prendas de vestir, no había allí ningún artículo americano ni de lejos.. Allí podías encontrar todo lo que se comía en Madrigal, excepto carne o pescado, casi todo lo que se vestía y muchas cosas que se usaban en las labranzas, en las casas y en los talleres de Madrigal. El comercio de Fabio estaba en la plazuela de los Herradores, haciendo esquina con la calle Medina. Una puerta ancha, encristalada daba luz castellana al recinto. Un mostrador en forma de "U" ocupaba buen espacio y dejaba en medio sitio para los compradores y para los barriles de aceitunas gordales, manzanillas, negras y barraqueñas así como los fardos de atiños y cajones de madera que guardaban cajas de boinas o de otras cosas, cuerdas y sogas para las mulas y cosas así. Detrás del mostrador había un Arca de Noe, o un gran cajón de sastre, con mil artículos de todo lo que se podía pedir. A la izquierda estaban los estantes de la ferretería y artículos del hogar: cazuelas y sartenes, cristalerías y cubiertos, cerraduras, candados, bisagras, cerrojos, puntas y clavos, tornillos y tuercas de todas clases y tamaños. En los estantes de la derecha se alineaban las cajas que contenían los carretes de hilo de todos los colores y medidas, las cañas de lo mismo y los ovillos de lana para tejer, las cintas y cintajos que necesitaban las buenas amas de casa, los agujones de hacer punto, las agujas de ganchillo, las alpargatas de goma y de cáñamo, las zapatillas de invierno en su tiempo, los sombreros de paja en verano, las boinas en todo tiempo... En el centro, lo que se llamaba pomposamente ultramarinos, que componían el núcleo principal del comercio de Fabio. En cajones bajos, cada uno con su cogedor, los garbanzos gordos y los pedrosillanos, las alubias finas del Barco y las de La Bañeza, las alubias pintas y las rojas, las lentejas, el arroz, los fideos y la sopa de lluvia y de letras. Mas arriba se apilaban las cajas de galletas: marías, de vainilla, pastas y bollos de Portillo, los chocolates, el dulce de membrillo, guardado bajo un fanal de cristal “por si las moscas”; los caramelos de muchas formas y colores guardados en tarros altos de cristal, bolas de anís y un etcétera que no sabría yo enumerar. En el mismo mostrador estaba el bacalao al lado de la cuchilla con que lo cortaban. Las latas abiertas, una con chicharro o sardinas en escabeche, otra con sardinas en aceite. El medio barrilete de las sardinas arenques, saladas como demonios. En una esquina del mostrador, la zafrilla del aceite, junto con las medidas para servirlo, de cuartillo, de panilla y de media panilla. Había artículos de temporada, que no se vendían el resto del año, En noviembre, Fabio tenia las tripas de vaca por mazos, el pimentón de la Vera dulce y picante, el orégano y demás especias que se necesitaban para las matanzas. Por Navidad nunca faltaban los turrones de Alicante, de Jijona y de Guirlache, los mazapanes, los higos, nueces y castañas, para los más ricos y para los más pobres. Antes de comenzar el verano, el espacio delante del mostrador estaba lleno de los fardos de atiños para atar los haces, pilas de sombreros de paja, horcas y bieldos atados en mazos, hoces de buen acero y piedras para afilarlas, varas de fresno, cuerdas y sogas de todos los calibres para la era y los acarreos. Al principio de Septiembre, la gente se surtía de lo que iba a necesitar en las fiestas del Cristo: una botella de coñac y otra de anís, galletas y pastas caseras o bollos de Portillo para agasajar a los forasteros que llegaban esos días de fiesta. En el comercio de Fabio se encontraba de todo o de casi todo. Por lo menos, todo lo que los madrigaleños pudieran necesitar. Lo que no había allí lo compraban en casa de los Drogueros o en la droguería de Julián "Guerrita", que también tenían lo suyo, en cantidad y en variedad. El otro mundo que se veía en el comercio de Fabio, estaba del mostrador hacia fuera. No me refiero a los barriles de las aceitunas ni a los fardos de atiños ni a las horcas y varas de fresno que por allí estaban

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siempre, Me refiero al catálogo de tipos de personas y personajes que por allí pasaban y se mostraban en todo su color. Los parroquianos de siempre eran l as mujeres: amas de casa o criadas de servir. Algunas señoras que les gustaba hacer la compra grande para el verano, para los segadores que servían a “compango" o para los mozos de labor de la casa que comían en verano en casa del "amo". Entonces el "ama" se llevaba una hoja de tocino para completar lo que le quedaba de la matanza del año anterior. Compraba garbanzos y alubias y arroz por medios sacos, chorizos de Cantimpalos por latas enteras. Dar de comer a cinco segadores y dos rapaces y cuatro a cinco mozos durante casi tres meses no es labor fácil y requiere unas despensas muy bien surtidas. Solo lo saben los que veían comer a aquellos hombres, que metían entre pecho y espalda lo que les echaran y un poco más. Solo así podían resistir los tremendos trabajos del verano en las labranzas de Castilla. La señora se presentaba en el comercio con la criada, que llevaba una gran cesta, que no le servía de mucho, porque tenían que mandar siempre a un mozo con el carro a llevarse el compango que pesaba muchos kilos. La señora se mostraba como tal, exigía buena calidad en todo lo que compraba, porque.- "Yo no doy de comer mal a mis criados y en mi casa siempre hemos presumido de dar de comer como nadie". De paso se llevaba para ella algunas cosillas que veía detrás del mostrador: unos cuchillos de mesa, una puntilla para unas batas que estaba haciendo para los calores del verano, unas galletas "Chiquilín" de Artiach, que a su marido le gustaban mucho tomarlas a las once con una copa de Jerez. Fabio atendía a estas señoras siempre personalmente y según pesaba y apartaba el pedido iba anotando en un libro de cuentas, en la pagina que encabezaba con el nombre del "amo" de aquella casa.. Porque con todo su señorío, la cuenta no la pagaban hasta San Miguel, pasado el verano. Era la costumbre. También iban a comprar al comercio de Fabio, las amas de casa de Triana o de Cantarranas, de la calle Arévalo, de la del Pimiento, del Alto o del Barrio Nuevo. Medio Madrigal era parroquiano de Fabio y por allí recalaba casi todos los días a comprar los garbanzos y el arroz o el bacalao, el chocolate para la merienda de los pequeños, las sardinas en escabeche o las aceitunas negras para cenar, aliñadas con cebolla picada, pimentón y mucho aceite y vinagre. Mujeres de los jornaleros y de los mozos de labor. También pasaban por allí las pobres viudas que criaban gallinas como podían para vender los huevos y, con lo que sacaban, poder comprar unas patatas y unas colas de bacalao con lo que podían cenar sin pasar hambre. Los chiquillos eran buenos clientes de Fabio. Los mandaban las madres a comprar lo que necesitaban a ultima hora: un carrete o una caña de hilo, unas bisagras para la puerta que estaba arreglando su padre, una perra gorda de sal que se le había acabado anoche precisamente, cualquier cosa. Los chiquillos salían siempre con un caramelo, una castaña pilonga o una galleta que les daba Fabio. Fabio, que no tenia hijos, quería mucho a los niños. A los más pequeños, que iban con sus madres, les cogía en brazos, les llevaba a los tarros de caramelos y les dejaba meter la mano en ellos para coger los caramelos que les cabía en sus manitas, que nunca llegaban a tres. Fuera del mostrador estaban también los viajantes de comercio que venían a ofrecer sus mercancías a Fabio. Representantes de casas de comercio de Barcelona o de Valladolid, o quizá solo de Medina que iban a hacer el pedido de seis fardos de bacalao o de calzos para los arados o de atiños para la siega. Otros traían el muestrario en sus maletas y las abrían delante de todos los curiosos. Llenaban el mostrador con sus cajas y muestras: las boinas bilbaínas, las alpargatas de cáñamo, las zapatillas de invierno o la ferretería y el menaje de cocina se exhibía todo nuevo y reluciente, Fabio escogía y, sin hacer mucho caso de los encomios de los viajantes, que, como buhoneros, siempre alababan sus agujas, hacía un pedido modesto y seguro de que se vendería bien, porque solo compraba cosas corrientes, de buena venta, necesarias y sin lujos.

Un personaje del comercio, sin ser del comercio, era “Pucherito", era el que siempre traía los pedidos de Medina. De los almacenes de Medina o de los paquetes que llegaban a nombre de Fabio Garzón a la estación de Medina en "gran velocidad" o en “pequeña velocidad". "Pucherito" se dedicaba, con su carro y sus mulas al "porte", a traer cosas y cajas y fardos de Medina o de Arévalo. Fabio era un buen cliente para los portes de "Pucherito". El Sr. Frutos, con su blusa negra, traía, a lomo de sus mulas, desde Santibáñez de Béjar o desde la Vera, las aceitunas negras, gordales y barraqueñas, pero sobre todo traía el aceite en pellejos, que el mismo se encargaba de descargar en la gran zafra que tenía Fabio en la trastienda. El Sr. Frutos era un hombre suave como el aceite que transportaba, que siempre hacia su afirmaciones diciendo: "¡Ah! Justamente, justamente". Don Juan el cura se pasaba un buen rato por las mañanas en el comercio e Fabio, casi siempre de pie, a veces sentado en un fardo de atiños, dando palique a las parroquianas y sobre todo gastando bromas

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inocentes a los niños. “A que no sabes que cosa es que tiene cara de gato y no es gato, orejas de gato y no es gato, rabo de gato y no es gato". Si el chiquillo no sabia responder, Don Juan le decía: “Pues gata, majadero, gata", Si el chiquillo ya se sabía el cuento de otra vez anterior y contestaba que era una gata, Don Juan le decía entre risotadas inocentes: "Pues álzale el rabo y bésale la caca". Otro personaje del comercio de Fabio, era Don Alejandro Galicia, que vivía al lado mismo. Como nunca tenia nada que hacer, se pasaba allí buenos ratos de las mañanas o de las tardes charlando con la gente, casi siempre discutiendo a voces sobre los más nimios temas y acabando siempre con la razón de su parte, porque todos se la daban gustosos, convencidos por lo alto de las voces, que no por los argumentos. Este era el mundillo del comercio de Fabio, por el que pasaba medio Madrigal y se llevaba a casa las cosas de comer y de no comer.

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Los caños y el pozo artesiano

En Madrigal, el agua ha sido escasa siempre. Me refiero al periodo de tiempo que se puede recordar y en el que hemos vivido los madrigaleños que aún vivimos y recordamos. Las dos fuentes públicas de suministro de agua de Madrigal eran hace ya años los Caños y el Pozo Artesiano. Las dos en los dos lados de la Plaza del Cristo. Las dos siempre fueron escasas, daban unos chorros menguados y raquíticos que colmaban la paciencia de los aguadores o aguadoras y no colmaban tan rápidamente el cántaro puesto debajo de su chorro, que era lo que buscaba. De las dos fuentes, la más antigua fue la de los Caños, al Oeste de la plaza. No sé el tiempo que estuvo dando agua a Madrigal ella sola. Desesperando a todos con sus chorrillos raquíticos. Los caños eran dos tubos metálicos que soltaban el agua sin interrupción haciendo que, cuando no se recogía en los consabidos cántaros, se perdiera gran cantidad de ella. Si se hubiera almacenado en un depósito conveniente, hubiera aliviado un poco la penuria de los aguadores. Era la fuente donde bebíamos, sudando por las carreras y el polvo, los chiquillos en los días antes del Cristo, cuando jugábamos a los toros entre las vigas y los trabajadores que estaban cerrando la plaza para las corridas. El conjunto de la fuente, como monumento, era agradable a la vista. Era un paredón de piedra de granito, rematado por un frontón de líneas griegas, flanqueado por dos bolas sobre pedestales piramidales. Creo recordar que había en el centro de la pared una inscripción tan borrosa que nadie gastaba un minuto en descifrarla. Esto indica que la fuente era más vieja de lo que nadie podía pensar. El tiempo había borrado con su buril inapelable los orígenes y los autores de la fuente. El agua, sin hacer caso de historias y autores, seguía corriendo a su paso cansino, sin prisas y sin pausas. Los Caños eran el remate y punto final de una traída de aguas desde cerca de El Villar de Matacabras. Allí, cerca de la aldea del Villar, hubo una fuente antaño, que bien podría haber sido la fuente donde nacía la Cava y que originalmente hubiera dado agua al arroyo, que siempre le hemos conocido seco. Que la fuente del Villar fuese la fuente de la Cava no es una afirmación hecha a humo de pajas. Es una deducción hecha al considerar la proximidad de la Cava y el acueducto. El acueducto corría paralelo a la Cava en toda su longitud, desde la toma de aguas hasta que las entregaba a los Caños y a los cántaros. Por otra parte la Cava siempre ha estado sin agua, salvo la que recogía de la lluvia en las tormentas de verano o en los inviernos muy lluviosos. ¿No quiere esto decir que los Caños y su acueducto han robado el agua a la Cava?. Con el agua de los caños o sin ella, pronto se hubiera quedado la Cava sin agua, de todas maneras. La traída de aguas desde la fuente en el Villar hasta la plaza del Cristo era una buena obra de ingeniería hidráulica, aunque fuera de orden menor. Consistía la cañería en un canal cubierto con un arco continuo de ladrillo siguiendo el nivel necesario para que vertiese el agua hacia Madrigal, lo que era bien fácil, ya que seguía el nivel de la Cava que corría en esa misma dirección, unos pies más abajo del canal. A trechos de unos cien metros, más o menos, había unos registros en forma de cubos de ladrillo rematados por una pirámide, totalmente cerrados. Que sólo se abrían, cuando se necesitaba hacer un registro de la cañería, destapando una ventana tapiada en una de sus caras. Eran los célebres Pocillos. Se cuenta una anécdota graciosa a propósito de los Pocillos. El tío Juan Galdrián, hombre ingenioso, y decidor, cuando era un muchacho, estaba de rapaz con una cuadrilla de segadores en Lomoviejo o Ataquines. Le dio una diarrea propia del verano y tuvo que quedarse en el pajar donde dormía la cuadrilla por lo débil que se quedó. El ama de la casa, mujer caritativa y buena cristiana, fue a verle y le ofreció un pocillo de chocolate para cortarle la diarrea y llenarle un poco el estómago. El chaval le contestó con su socarronería y gracia de siempre: <<No, señora, no me dé Vd. un pocillo; con una herrada tengo bastante>>. El pocillo que él tenía en la mente para componer el chiste, era el de la cañería de los Caños. El Pozo Artesiano era otra cosa. Era algo moderno y significaba progreso y novedad. Había sido construido en pleno siglo XX, habían intervenido en su construcción grandes y ruidosas máquinas que habían perforado un agujero misterioso hacia las entrañas de la tierra, hasta nadie sabía dónde. Todo era novedad y progreso, era el siglo XX que se plantaba en el centro de Madrigal. (Bueno, un poco desviado. Exactamente, cerca del Pradillo y enfrente de la Capilla del Cristo). Cuando estaba en construcción el Pozo Artesiano, esto es lo que pensaban los madrigaleños, sin duda. Los Caños eran el pasado, eran el atraso, eran la escasez y la pobreza. El Artesiano sería el futuro y la abundancia. Bien pronto, se dieron cuenta los madrigaleños que sus esperanzas puestas en el Artesiano no iban a llegar a las alturas que ellos se imaginaban y deseaban. En las pruebas que los perforadores obtenían del caudal de agua a diversas profundidades, lo obtenido no era como para echar las campanas al vuelo.

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Apenas rebasaba el caudal de los Caños. Seguían perforando con la esperanza de encontrar un caudal mayor que no defraudase las expectativas y no convirtiera el trabajo ya hecho en un fracaso. Vano intento. Lo que salía de aquel agujero era poco más que un chorro escaso, que rebasaba el tubo de acero de la boca de la perforación desmañadamente, sin fuerza ni presión. Tuvieron que dejar de perforar, porque las máquinas no daban para más y contentarse con el agua que salía. No era un fracaso en toda regla, pero se parecía bastante a eso. Y como el que no se contenta es porque no quiere, se buscaron bondades y ventajas al Pozo Artesiano. Daba, desde luego, más agua que los Caños y sobre todo era mucho más fina y con ella se cocían muy bien los garbanzos, mientras que la de los Caños era caliza y a los garbanzos los dejaba duros y ásperos. Pasaron los años y el Artesiano siguió dando su escaso chorro que, mal que bien, y con el concurso de los Caños, iba dando de beber a los madrigaleños. En esta situación, no todos estaban contentos y se buscaban los modos de mejorar las cosas del agua. Hasta que un día, por los años 30, se propuso en una sesión del Ayuntamiento, el "plan de mejora de aguas", según le apellidó con pomposo lenguaje burocrático, el Sr. Secretario de la Corporación Municipal. Alguien, en la histórica sesión, tal vez el mismo Secretario, propuso que "era preceptivo obtener el informe de los expertos" (otra vez las palabras burocráticas del Secretario brillaban en el Acta de la Sesión), antes de tomar una decisión que podía costar muchos miles de pesetas, que entonces eran escasas en las arcas del Ayuntamiento. Era alcalde, en aquel año, mi tío Fabio Garzón y, tal vez saltándose un poco las reglas municipales, acudió por su cuenta y riesgo al que para él era un experto en esa y otras materias, en el que confiaba por sus conocimientos y saberes universitarios: A su cuñado Adolfo Portillo: es decir, mi padre. Don Adolfo se fue al mismísimo Pozo Artesiano a observar in situ, en el lugar mismo de los hechos, como marchaban las cosas. Observó la cola de personas esperando la vez para llenar sus cántaros, calculó, reloj en mano, el tiempo que tardaba un cántaro en llenarse y el número de cántaros que se llenaban en un día y calculó que el pozo tenía que dar dos veces más agua que lo que daba para llenar las necesidades de Madrigal. De nada serviría perforar otro pozo al lado para tener más agua. Aparte los altos costos del proyecto, al llegar con ese segundo pozo al mismo manto de agua, la presión en cada uno de ellos sería de la mitad y darían entre los dos la misma cantidad. Había que aumentar la presión del agua. La solución de este problema, según el experto, era tomar la salida del agua unos metros más abajo de la superficie. Según la teoría de los pozos artesianos como vasos comunicantes, si una rama de los vasos se corta más abajo que la otra, la presión de salida por esa rama cortada será mayor. No sé si esta fue la explicación que dio mi padre en su informe de palabra, pero esta es la razón física y científica del caso. Con este informe en la cabeza, Fabio Garzón se fue a la siguiente sesión del Ayuntamiento, expuso lo que su cuñado le había dicho, y por unanimidad se aprobó el proyecto, sin pedir por escrito un informe preceptivo a los expertos en la materia. Las protestas del Secretario sobre que no se estaban cumpliendo las reglas que había que cumplir en las decisiones municipales fueron acalladas por la unanimidad de la aprobación. Disculpen que me esté inventando unas sesiones municipales, un Secretario puntilloso con los reglamentos y unas actas de la Corporación, que desconozco si existen o no. Yo era muy pequeño en aquel entonces Lo cierto es que Fabio Garzón acudió a Adolfo Portillo y este le propuso lo de bajar la salida de aguas unos metros y esto fue lo que se hizo finalmente.

Se abrió un tremendo hueco de unos 15 metros de largo por 6 u 8 de ancho y 4 de profundo, se hicieron unas escaleras en un lateral para bajar al fondo, se instalaron dos grifos o llaves de presión y unos depósitos para recoger el agua que seguía manando del pozo cuando nos se llenaban cántaros. En efecto, ahí abajo, la presión era mayor y se llenaba un cántaro en la mitad de tiempo que en la superficie. Problema resuelto. ¡No del todo!. El problema de escasez de agua y de tiempo de llenado se había mejorado, pero no quedaba resuelto por completo. Tal vez los madrigaleños consumían menos agua de los Caños y más del Artesiano, tal vez y sencillamente, consumían más agua. El caso es que las colas continuaban en el Artesiano. Las escaleras, a derecha e izquierda, estaban siempre llenas con los cántaros (era la forma de hacer la cola) y las colas traían peleas y las peleas dejaban cántaros rotos y hasta narices rotas y cabezas descalabradas con los cántaros o sus cascos. Pero no todo fueron males. El Artesiano era un punto de encuentro. Las mocitas iban por las tardes al Artesiano por agua y era una buena ocasión para ponerse esa batita de percal tan mona, de arreglarse un poco y de olvidarse de las faenas de la casa de todo el día. Era el tiempo de dar libertad a la lengua, todo el día callada, y hablar de todo lo acontecido en el barrio o en la casa. Los novios acompañaban a las novias y mientras los cántaros hacían la cola en las escaleras, las parejas de tórtolos se arrullaban por el Pradillo o por la plaza del Cristo. El Artesiano era otro centro que arremolinaba alrededor de él a la gente de Madrigal. Era un lugar de vida y de encuentro. Alguien le llamó, con mucho acierto, el "casinillo".

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El Artesiano fue una chispa de inspiración para muchos. Se inventaron unas tablillas con un cordel o alambre para retener los resortes de las llaves de presión de los grifos. Con ellas, aliviaban el cansancio de los dedos que habían de tener presionadas las llaves los minutos que tardaba el cántaro en llenarse. Se inventaron los carretillos para llevar cuatro cántaros, en lugar de dos, poniendo una tabla cruzada con tres huecos: el del medio que coincidía con el hueco delantero del carretillo y los dos de los lados para llevar dos cántaros más. Las ruedas de los carretillos, que eran en principio de hierro y eran muy cansadas y sonoras al rodar sobre el empedrado, fueron sustituyéndose por ruedas de goma, que eran más descansadas y cómodas. Surgieron los aguadores que vendían el agua a las casas y se ganaban unas pesetillas cuando no había otro trabajo mejor. Esta es la historia de las fuentes de agua de Madrigal que he ido buscando en la memoria mía personal y de algunos madrigaleños, ya viejos, que conservan en la suya estos acontecimientos, que parecen baladíes a los muchos. Pero son parte importante de muchas vidas de madrigaleños, de los que peinamos canas o no peinamos nada, porque las calvas no se peinan. Forman, en el recuerdo, el marco de Madrigal en aquellos años pobres, pero honrados. Con tan poca agua, apenas si nos bañábamos, no regábamos nuestros raquíticos jardines, ni teníamos piscinas. Pero eran aquellas escasas aguas nuestro sustento vital y hoy son nuestro recuerdo que forma, como siempre, una dulce añoranza.

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Personajes y personajillos

Personajes y personajillos Don Juan, el cura Don Jacinto Baceló, el Mago Sereno, alguaciles y sacristanes Antonio y Genoveva Mariano el "Feo" ... A las 11 de la mañana de cualquier día soleado de invierno, un cura camina lentamente por la calle que va al Pradillo desde la Plaza de los Herradores.

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Don Juan, el cura

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las 11 de la mañana de cualquier día soleado de invierno, un cura camina lentamente por la calle que va al Pradillo desde la Plaza de los Herradores. Es un cura grande y desgarbado. La sotana, que pardea por muchos sitios, le cuelga sin mucha elegancia y no llega a los tobillos. En la mano derecha lleva un bastón, mas bien un gancho pinto, con contera de hierro, en el que se apoya al dar sus pasos inseguros. Se aprecia claramente que es cojo, con una rodilla rígida. Por ello al caminar, se bambolea a un lado y a otro. La figura negra y grande parece que llena toda la calle entre las tapias de las huertas. Con la contera de hierro del gancho va dando golpes a las piedras sueltas de la calle con una magnífica puntería que indica que tiene mucha practica en ese deporte. Es Don Juan el cura. Todo el mundo le conoce y él conoce a todo el mundo. Con cada persona que topa en su camino, se para a decirle una palabra y hasta para charlar un rato sin prisa. Habla muy deprisa, tartamudeando un poco. Al salir de su casa, en el sombrío de la Plaza de Herradores, ha hecho una primera escala en el comercio de Fabio, su primo. Allí, sin sentarse, apoyado en el gancho pinto, ha hablado con cada uno de los parroquianos de Fabio. Su preferencia son los niños, a los que siempre les gasta bromas inocentes. "A que no sabes tú decir con los dientes apretados: “yo no puedo comer carne". El niño intenta pronunciarlo, pensando que es muy difícil decirlo. Aprieta los dientes y dice: "Yo no puedo comer carne". Don Juan le contesta con una sonrisa más inocente que la del propio niño: "¡pues come mierda!". y una carcajada de Don Juan celebra la gracia: "Caíste, majadero". El niño se pone un poco triste por que se siente engañado por el cura grande y esta a punto de echarse a llorar. Don Juan saca una caja de pastillas "Juanola" con sabor a regaliz y le da una pastilla minúscula al niño que recobra su sonrisa. Todos los presentes se ríen de las gracias de Don Juan. Don Juan sigue su paseo hasta el Pradillo, a tomar el sol del invierno y a decir una palabra a cada mujeruca que pasa con el carretillo por agua del pozo artesiano. "Como no te des prisa, tu marido va comer hoy los garbanzos duros. Porque el puchero ha dejado de cocer hace mucho rato desde que saliste de casa. ¡Anda, mujer!, vete tranquila que es una broma de este cura". "Que cosas “tié” este Don Juan. Cuando salí de casa, ya tenía yo los garbanzos cocidos y “requetecocidos”. A una la gusta echar una parrafada cuando sale de casa por agua y nada malo hay en ello" ."Claro que no, Mujer, también a mí me gusta la parrafada y si no murmuras ni criticas, no ofendes a Dios. Yo sé que tú eres buena y cristiana y tus garbanzos deben saber a gloria a tu marido. Vete con Dios". Don Juan era un niño grande en todo, en sus palabras y en sus actos. Era la inocencia en persona y no entendía la maldad del mundo. En una ocasión un vecino de la calle de Arévalo, se llegó a casa de Don Juan y le espetó estas palabras: "Don Juan, vengo a que me dé Vd. El nombre más feo que encuentre Vd. en el santoral para ponérsele a la hija que me ha nacido ayer" "Pero, majadero, ¡cómo se te ocurre esa barbaridad para tu hija!".- "Es que estamos discutiendo mi mujer y yo sobre el nombre de la niña: Mi mujer quiere que se llame como su madre y yo quiero que se llame como la mía. Como no nos ponemos de acuerdo, la vamos a poner el nombre más feo que me encuentre Vd." Don Juan le dio un nombre horrible, Cunegunda o Eufrasia o Eutorpia, vaya Vd. a saber lo que encontró el buenazo de Don Juan en su santoral. El hombre se fue satisfecho a casa y el domingo siguiente, cuando fue a San Nicolás a bautizar a la niña, le dio al párroco el nombrecito que le buscó Don Juan. La niña fue bautizada con el nombre de marras y cuando a los pocos días, encontró Don Juan al padre de la criatura y le preguntó por la Cunegunda o Eufrasia, el pobre hombre se echó a llorar.- "Don Juan, se me murió la semana pasada, la pobrecita no pudo aguantar el nombre". Yo creo que el buenazo de Don Juan, se sintió un poco culpable y hasta llamó por la noche al párroco de San Nicolás para que le confesara y le absolviera de la culpa que pudiera tener en el envenenamiento por nombre raro.

Don Juan siempre estuvo enfermo desde que salió del seminario de Ávila. Enfermo de corazón y enfermo del pulmón. Siempre estaba huyendo de las gripes y de los catarros y cuando los cogía, en vez de un inocente catarro, se le convertía en una quincena de cama y en fiebre tremenda. Por esta razón, desde bien joven, no tuvo nunca parroquia ni cura de almas, siempre estuvo en su casa sin hacer nada más que cuidar su salud endeble. En su casa, tenia una habitación convertida en capilla, con su altar y sus ornamentos para celebrar misa todos los días que le dejaban sus enfermedades. Su madre, Doña Jerónima, asistía a la misa de su hijo y comulgaba en ella a diario. También acudía a la misa de Don Juan alguna vecina o no tan vecina que le había encargado una misa por sus muertos. En la habitación-capilla hacía un 28


frió tremendo en invierno y los asistentes estaban abrigados hasta las orejas durante la celebración de la misa. Don Juan aguantaba el frío con los ornamentos delgaditos y luego se iba a desayunar a la cocina donde su madre le tenía un brasero de cisco con unas brasas que calentaban los pies bajo las faldillas de la mesa-camilla. El resto del cuerpo lo calentaba con una manta sobre los hombros mientras se tomaba el chocolate caliente, que calentaba más que el brasero y la manta. La casa de Don Juan era el sitio de tertulia de los curas de Madrigal. Entonces había cuatro curas en el pueblo: el capellán de las Monjas, Don Jacinto, El capellán del Hospital y del Cristo, D. Paco, El párroco de Santa Maria y el de San Nicolás. Allí se jugaba un poco a las cartas, se hablaba de todo y se tomaba el chocolate que preparaba Doña Jerónima. La tertulia se hacia siempre en casa de D. Juan porque no salía nunca de casa por la noche, por temor al relente. Pero con tanto cuidarse, vivió más que todos los curas que acudían a su tertulia. D. Juan enterró a D. Jacinto, a D. Paco y a dos párrocos de San Nicolás. Pero D. Juan no resistió mucho la falta de su madre. Cuando Doña Jerónima murió, D. Juan no sobrevivió mucho tiempo, se murió enseguida, incapaz de acostumbrarse al ama que le buscaron y que no podía tener el tacto y el cariño de su madre. La plaza de Herradores, donde vivía D. Juan, perdió algo, que no sé qué es, cuando le enterraron. Perdió un cura grandón y desgarbado, una sonrisa infantil, unas bromas inocentes y un espíritu de bondad que no era de este mundo.

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Don Jacinto

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on Jacinto era menudo y corto de talla, la cara redonda y tostada por el sol hasta parecer un negrito de África de tonos claros. Era gran aficionado a la caza y a esa afición se debía, sin duda, el color cetrino de su menuda y redonda cara. Don Jacinto era el capellán de las Monjas y sus quehaceres de todos los días se reducían a decir la misa para las monjitas del Convento y a rezar su breviario. Por las tardes se le veía paseando con los otros sacerdotes en el paseo de Afuera o por la carretera de Arévalo. Por las mañanas paseaba por la plaza del Cristo o en la solana delante de su casa, que era una dependencia del Convento en la planta alta con un hermoso balcón a la corralada de entrada al Convento, justo de cara al sur, donde daba mas fuerte el sol. Don Jacinto vivía una vida tranquila y modesta ( su magra paga de capellán no debía de dar para muchas alegrías) Vivian con él, en la casa de la capellanía, su madre, una mujer muy anciana y enferma, creo que paralítica, y su hermana que atendía a todos los quehaceres de la casa. Contaban las malas lenguas - que siempre las hay en todas partes - que a Don Jacinto le gustaba el vino, además del vino de la misa, y que por las mañanas entraba en la cantina de Catalina, la "Gata", que estaba al otro lado de la plaza del Cristo, junto al puente de la Cava, y salía siempre con una botella metida en el bolso de la sotana. Esa era, siempre según las malas lenguas, su ración para todo el día, que se bebía pacíficamente en su casa, para no dar escándalo a nadie, entre cigarro y cigarro. Don Jacinto era un buen fumador de cigarrillos que liaba con parsimonia y poca habilidad. Siempre los dejaba jorobados por el medio y gordos como un dedo pulgar. La misa la decía todos los días muy temprano, a las ocho. Los días entre semana iban a su misa unas pocas beatas, las monjas, por supuesto, su hermana y la recadera de las monjas, que vivía en una casita en la misma corralada de Don Jacinto. Le ayudaba a misa siempre Eusebito, que era el sacristán del Convento de toda la vida, un viejecito delgado y gruñón, siempre vestido de negro, al que le daban ataques epilépticos. Los domingos, se llenaba la iglesia de las monjas de gente que le gustaba oír misa bien de mañana y cumplir con la obligación pronto para tener el día disponible para otras cosas. Era la misa de las criadas de servicio y de toda la gente que tenía que trabajar en casa, madres con hijos pequeños, personas con enfermos crónicos que hay que cuidar constantemente, cazadores que querían salir pronto al cazadero y gente así. Un domingo, salió Don Jacinto, como siempre, a decir su misa. Puso el cáliz sobre el altar, bajo los dos pasos hasta ponerse a los pies de la tarima y empezó el salmo del "Introito”, contestado puntualmente por el bueno de Eusebito. Se inclinó reverentemente Don Jacinto para rezar el "Confiteor" y al erguirse después de acabarle, hizo un extraño, movimiento de brazos como si quisiera abrazarse el estómago. Eusebito no se dio cuenta de nada. Don Jacinto se inmovilizó y empezó como a temblar, agarrándose siempre el estómago con las dos manos. Doña Ana María, la esposa de Don Justino el médico, que tenía su reclinatorio muy cerca de las gradas del altar mayor, al lado del altar de Santa Mónica, advirtió los movimientos de Don Jacinto tan extraños y pensó, como mucha gente, que se estaba poniendo malo, que le había dado un fuerte dolor de estómago y que podía caerse al suelo de un momento a otro. Se levantó de su reclinatorio, miró hacia atrás y le hizo una señal a su marido, que estaba en los bancos, atrás, cerca del coro de las monjas, donde se sentaban los hombres. Don Justino, que también había visto los raros meneos de Don Jacinto, cruzó la iglesia y se llegó hasta el altar, se acercó a Don Jacinto y le preguntó algo en voz baja, seguramente le preguntaría que es lo que le pasaba. Don Jacinto le contestó, en la misma voz baja, algo, que nadie entendió, naturalmente, pero que a todos los asistentes a la misa dejó grandemente intrigados. Don Justino llamó con un gesto de cabeza a su hijo Julián, que también estaba en los bancos cerca del coro, para que subiese al altar. Evidentemente se necesitaba más ayuda. La cosa parecía grave. La gente, respetuosa, miraba y callaba y pensaba que Don Jacinto estaba bien enfermo. "¡Pobre Don Jacinto! Debe de estar muy malito", pensaba la gente para sus adentros. Entre Don Justino, su hijo Julián y Eusebito rodearon a Don Jacinto y, empujándole suavemente, le llevaron hacia la sacristía, mientras Don Jacinto caminaba a pasitos muy cortos, como si arrastrase los pies por el suelo. Entraron los cuatro en la sacristía y allí estuvieron un buen rato, como diez o quince minutos, mientras los fieles imaginaban los males que estuvieran aquejando al pobre de Don Jacinto y cuchicheaban entre sí sobre el suceso. Salió primero Don Justino y detrás su hijo Julián con caras alegres y casi bailándoles la risa en los ojos. Enseguida Eusebito y Don Jacinto, que no tenía mala cara ni le había cambiado el color cetrino de siempre. Empezó la misa otra vez, como si nada, y siguió toda la ceremonia hasta terminar normalmente. Los fieles no pudieron oír bien la misa aquel domingo. Tenían la mente haciendo cábalas de lo que le había pasado en el altar a Don Jacinto, que no podían explicárselo por más que cavilaban. Los cuchicheos se sucedieron durante toda la misa,

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ciertamente, Don Jacinto se había sentido mal y a punto estuvo de caerse al suelo. Eso lo habían visto todos. Luego subió Don Justino al altar, se le llevó a la sacristía y al poco rato salió Don Jacinto tan campante, como si no le hubiera pasado nada. Don Justino era tenido por un buen médico por todos los madrigaleños. Pero lo que hizo aquella mañana más parecía milagro de santo que curación de médico. Se acabó la misa y salieron todos los fieles con ganas de preguntar a Don Justino sobre el mal de Don Jacinto y del remedio que le aplicó y que dio resultados tan maravillosos a la vista de todos. Cuando tuvo un gran corro alrededor, a la puerta de la iglesia, Don Justino habló en voz bien alta para que lo oyeran todos: "Don Jacinto está bien. No le ha pasado nada grave. Ya le han visto como ha dicho su misa como siempre y está perfectamente. Lo que le ha pasado ha sido un accidente sin importancia. Esta mañana, cuando se vistió en su casa, se olvidó ponerse el cinto para sujetarse los pantalones. Cuando empezaba la misa se dio cuenta que se le escurrían los pantalones al suelo y trató de agarrárselos como pudo sin que nadie se diera cuenta del caso. Por fin se le cayeron y no sabía que hacer para evitar el ridículo. Mi hijo Julián y yo, como vieron todos, fuimos en su ayuda, le metimos en la sacristía como pudimos, sin que se vieran los pantalones arrastrando por el suelo, debajo del alba. Se los subimos, se los sujetamos con el cinto de mi hijo Julián y se acabó el problema. Eso es todo". Los del corro dieron un suspiro de alivio y estallaron en una general carcajada, que no pudieron evitar, a pesar del respeto que les merecía un sacerdote en el momento de decir misa. Esta anécdota me la contó Tomás Portillo, el “Cojo de Don Justino” Conociendo lo guasón que fue siempre Tomás, nunca pude averiguar si fue cierta la anécdota o invención de su ingenio.

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Ha llegado Barceló

Los chiquillos gritan por todas partes, como si fuera una consigna, estas mismas palabras: "¡Ha llegado Barceló!,"¡Ha llagado Barceló!". Madrigal ha amanecido agitado y conmovido por estas palabras de la chiquillería, por estos gritos de bienvenida o de esperanza cumplida. "¡Ha llegado Barceló". ¿Quién es este Barceló? ¿Quién es este personaje tan esperado, que llega por fin y hace gritar así a los chiquillos y a los mayores? ¿Quién es el esperado, quién es el llegado, quién es el deseado?. Barceló fue un personaje pintoresco, simpático, con don de gentes, yo diría, con palabra muy usada hoy y a veces con abuso palpable, carismático. Comparándole con los personajes populares de la época, yo diría que era una mezcla de León Salvador, el gran vendedor de relojes en las ferias, de Rámper, el magnífico payaso de antes de la guerra y de Boby Deglané, el genial presentador de la radio y después, de la televisión. Un día, llegó a los pueblos de Castilla, allá, por los años de antes de la guerra, los hipnotizó con su buena labia, los ilusionó con mil fantasías pintorescas y los entretuvo por las noches con sus variedades. Porque era todo esto precisamente: hipnotizador, ilusionista y entretenedor, y su género era, eso, las variedades, o como se decía entonces, las "varietés". Barceló era, por los años 30, en los pueblos de Castilla donde actuaba año tras año, el genio de las "varietés", el iluminador de las noches penumbrosas de los pueblos, el esperado para alegrar los aburridos días de laboreo y trabajo, de quehaceres domésticos, de monotonía y aburrimiento. Para mí, era un genio de la publicidad, que se sabía presentar con los oropeles de la Antigua Farsa, como un Mago Merlín, como portador de los dones de las musas de la danza, la música y la alegría. Los que le conocisteis, recordadlo, y los que no, imaginadlo, o, mejor seguidme en la pobre descripción y relato que voy a tratar de hacer. Nadie sabe de donde era exactamente. Por su acento no se podía decir si era valenciano, aragonés, andaluz o castellano. El nada decía y mantenía el suspenso de su origen para que las gentes cavilasen e inventasen su procedencia. Era parte de su estrategia y de su don de la publicidad. Con su camión cargado con los telones del escenario, su vestuario, sus cajas de prestidigitador y su numerosa familia, se presentó en Madrigal un año, allá por 1932 o 1933. Se pudiera decir, como el clásico latino, que llegó, vio y venció. La primera vez entusiasmó a los madrigaleños y los dejó prendidos de su gancho "hasta el próximo año", según sus palabras de despedida. Barceló tenía bien montado su espectáculo a base de canciones y bailes que representaban su mujer y sus hijas, numerosos chistes, contados con gracia suprema por él mismo, sesiones de magia y prestidigitación, realizadas por el propio Barceló y rematado todo ello por el gran final de la sesión de hipnotismo en la que Barceló se crecía y se agigantaba hasta ser él sólo todo el espectáculo. Unos días antes de su llegada, hacía que el Sr. Cleofé, el alguacil encargado de ellos, diese un pregón por todo el pueblo anunciando su venida. El Sr. Cleofé con su voz ronca y cascada diría más o menos así: " Se hace saber... a todo el público en general... que el sábado que viene... se presentará el gran mago e ilusionista Barceló... con su espectáculo de "varietés"... en el salón del Hospital... Las entradas a precios módicos... se despacharán en la puerta del salón". Yo supongo que este pregón, el primer año, no causaría mucha impresión en la gente. Muchos pensarían: "Unos cómicos más que vienen a matar el hambre por estos pueblos". Pero a la primera representación, la gente quedó embobada, fascinada, entusiasmada, enajenada, prendida en el gancho del espectáculo tan bien organizado y ameno. El éxito permitió a Barceló repetir el espectáculo tres días más a salón lleno. Los años siguientes, el pregón de Cleofé, anunciando a Barceló, ya venía siendo esperado con ganas. Y, cuando se presentó la "trouppe" en su camión y recorrió el pueblo, anunciando por un altavoz rechinante que "¡ha llegado Barceló!", el espectáculo estaba montado y asegurado. La chiquillería corría detrás del camión y coreaba la bienvenida con alegría y a voz en grito: "¡Ha llegado Barceló!". "¡Ha llegado Barceló!". Las amas de casa lo repetían a la puerta de sus casas, de vecina a vecina. Los hombres salían de las cantinas a ver pasar el camión desde donde saludaban los hijos y las hijas de Barceló, vestidos con sus más elegantes trajes de actuación y el mismo Barceló saludaba desde la cabina mientras hablaba delante del micrófono que trasmitía al altavoz. Ese desfile en plan de gran parada de circo ya era un espectáculo. A las siete de la tarde comenzaba el verdadero espectáculo. A esa hora ya estaba todo el mundo en su sitio. En el "patio de butacas", digámoslo así, se apretujaba el pueblo llano. Muchos habían traído por la tarde sus sillas y las habían plantado adelante, cerca del escenario, en filas apretadas, dejando un espacio

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entre sus sillas y el escenario para los chiquillos que se sentaban en el suelo. Detrás de las sillas había sitio para los que veían el espectáculo de pie, que se movían siempre hacia delante y se apretaban cada vez más unos a otros. En los palcos que había entre las columnas, al lado izquierdo, se acomodaban las mejores familias, en la mejor posición de vista y de separación del pueblo llano. Al levantarse el telón, delante de los decorados que formaban la escena, siempre se encontraba Barceló, con smocking y corbata de pajarita. Se hacía silencio en el público lentamente. Barceló presentaba a su compañía de "varietés", que venía de representar sus grandes éxitos en Madrid y Barcelona, en Bilbao y Valencia y en todas las grandes capitales de España, como Medina del Campo y Cantalapiedra, (risas). "Y ahora la gran bailarina Pepita Barceló interpreta para Uds. la Danza del Fuego" Salía de escena Barceló y entraba su hija mayor, Pepita, con un vestido vaporoso de tul semitransparente, unas plumas en la cabeza y unas cintas en las manos que agitaba mientras evolucionaba por el escenario, era la "vedette" del espectáculo, una preciosa criatura de 18 años en todo el esplendor de su juventud, que yo creo que, sólo con presentarse en el escenario ya había enamorado a todos los jóvenes madrigaleños. La segunda hija, cantaba con bastante buena voz un cuplé de los que estaban de moda: "la violetera" o "Pichi" o algo muy conocido entonces.. El hijo mayor hacía de payaso y se daba de bofetadas sonoras con su padre que le secundaba en el diálogo y en la actuación. Luego otra pareja de hijos menores bailaba una jota aragonesa con muchos saltos y cabriolas en las tablas del escenario. Entre número y número, Barceló contaba chistes. Lo hacía con gracia, porque era un artista nato y la gente reía con todas las ganas. Después de los bailes y las canciones, venía la segunda parte, que era el centro del espectáculo, donde Barceló sobresalía como un verdadero artista ."Y ahora, el gran ilusionista Barceló, el Mago más grande de Europa, - presentaba su hijo mayor, mientras el padre se echaba encima una capa de raso con vueltas rojas y se calaba una chistera de dandy calavera, - ¡Ante Uds., Barceló!" Y salía con aire de misterio al escenario vestido con su capa y su chistera, mientras los ayudantes colocaban cajas y paños y los mil cachivaches que usan los ilusionistas para sus trucos. Durante media hora se sucedían las maravillas más inesperadas delante de los cientos de ojos asombrados. Surgían flores de papel debajo de los pañuelos. Salían pañuelos atados por las esquinas de un tubo donde habían sido metidos sueltos. Desaparecían prendas de los espectadores casi delante de los ojos de todos. Sacaba el consabido conejo de su chistera, ante las risas y el asombro del público. Todos los lugares comunes de la prestidigitación los ofrecía Barceló con indudable buen gusto y limpieza como para tener al auditorio pendiente de sus palabras y sus manos por mucho tiempo. El número final, el verdadero "clímax", era el número de hipnotismo. Barceló le daba mucho misterio y suspense y lograba tener a los cientos de madrigaleños del salón del Hospital con la boca abierta y el corazón latiendo deprisa durante todo el tiempo de su ejecución. Siempre llamaba a varios voluntarios del público para ser hipnotizados y siempre subían al escenario los más simples e inocentes. Barceló, se quitaba las gafas de miope y sus ojos parece que se hacían más profundos y penetrantes. Los voluntarios Se ponían en fila delante del público. Barceló los miraba al fondo de los ojos a cada uno, mientras les cogía las sienes con las dos manos y les daba unos pases misteriosos con las yemas de los dedos sobre los ojos cerrados. A los pocos segundos quedaban dormidos uno después de otro, los sentaba en sillas y los obligaba a hacer lo que les iba indicando de palabra, aunque fuese lo más absurdo y ridículo. Uno lloraba porque se le había muerto la burra, otro se quería desnudar delante de todos porque le decía el hipnotizador que hacía mucho calor, otro lavaba la ropa restregando una sábana imaginaria entre sus manos como una buena lavandera, otro bailaba con una escoba, mientras el público estallaba en carcajadas. Al final, unas ligeras cachetadas les despertaba y les devolvía a la realidad y con ojos de asombro se escapaban del escenario para perderse entre el auditorio un poco avergonzados de haberse atrevido a subir al escenario y dejarse hipnotizar. Yo supongo ahora, después de haber visto y recorrido mundo, que el espectáculo de Barceló debió de ser un pasable espectáculo, que para aquellos años 30 y para un pueblo como el Madrigal de entonces, sin cine, sin televisión, sin modo de asomarse al mundo, parecería un espectáculo de gran ciudad que se dignaba venir a los pueblos de la Castilla pobre y gris. A la salida se dirían unos a otros: "¡Vaya espectáculo que tiene este tío!.Nunca hemos visto cosa igual en Madrigal". No es de extrañar que el espectáculo de Barceló se repitiese por tres días más y siempre a salón lleno. Y menos de extrañar es que volviese año tras año y siempre tuviera el mismo éxito. Barceló era un verdadero mago que transformaba a Madrigal durante unos días y le convertía en un pueblo pendiente de su espectáculo, entregado al asombro y a la admiración, al comentario y a la alabanza. Y no sólo eran unos días de magia los que dejaba en Madrigal, mientras estaba allí el mago. Dejó en los chavales el gusto por la prestidigitación y el hipnotismo. Yo sé de algunos amigos de aquellos años que se compraron por correo libros de ilusionismo e hipnotismo y practicaban los trucos en sus casas y hasta se atrevieron a intentar hipnotizar a algún amigo, no sé si con algún éxito.

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¿Qué fue de este curioso personaje que llenó de ilusión los pueblos como Madrigal, que hipnotizó con su labia y su innegable don de teatro, que iluminó las oscuras noches de Madrigal y de otros pueblos de los años 30 y que hizo que le recordemos ahora con nostalgia? Desapareció sin dejar rastro, como si de uno de sus juegos de ilusionismo se tratara. Llegó la guerra del 36 y desapareció de la escena por el foro. Con el tiempo surgió la leyenda, o las leyendas. Unos dijeron que, unos días antes de estallar la guerra, en algún pueblo de Valladolid, a la hora de la despedida, se marchaba en su camión desplegando una bandera roja con la hoz y el martillo y cantando la "Internacional". A la semana siguiente cayó en manos de los victoriosos falangistas y le fusilaron por "rojo". Otros contaban que en los primeros días de la guerra se había pasado a los "rojos" por los pueblos del sur de Ávila hasta Madrid. Nada cierto de todas estas versiones. Barceló era un hombre leyenda y siguió siendo leyenda hasta el final. Y aun después del supuesto final, fue leyenda y espectáculo. Porque muchos años después de la guerra volvió a aparecer el gran mago Barceló por los pueblos de Castilla repitiendo sus luces y brillos de “varietés”, de magias y de hipnotismos. El ave Fénix surgía de sus cenizas.

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Serenos, alguaciles y sacristanes

Serenos, alguaciles y sacristanes eran personajes del Madrigal de otros tiempos. No digo que estos personajes hayan hecho historia, pero si estaban en la vida de todos los días, eran parte muy importante del diario quehacer de Madrigal, como de todos los pueblos. Los alguaciles eran los representantes del Ayuntamiento de día, como eran los serenos los representantes durante la noche, eran la "autoridad" ante todo el mundo. Los sacristanes eran personajes dentro de las iglesias y en los actos más solemnes de la vida de todas las personas: en las bodas, los bautizos, los entierros y las misas de difuntos. Eran personajes de segunda fila todos ellos; no eran los protagonistas, pero sí los que más se veían y más cerca del pueblos llano estaban en cada caso. No sé si existen en Madrigal los serenos todavía. A buen seguro no serán como los de antaño, ni tendrán la misión que tenían los antiguos. Los serenos de hace sesenta años eran los guardianes de la noche, los relojes hablados y los meteorólogos de entonces. Al menos eran los encargados de decir a gritos el estado del tiempo durante el recorrido que hacían por las calles del pueblo y de dar la hora. Se reunían en un cuartelillo en la plaza de San Nicolás y allí se guardaban del frío, en invierno, calentándose en un mal brasero o estufa mientras no estaban de "ronda", dando la hora y vigilando la paz del pueblo. Cada hora, salían los tres o cuatro serenos que había, a cantar la hora y decir el estado del tiempo. "Las doce en punto y sereno". Esto quería decir que eran las doce de la noche y que no había nubes. "Las tres y media y nublado" significaba que era esa hora, más o menos y que había nubes en el cielo. "Las dos y cuarto y lloviendo" indicaba la hora y la lluvia, que los labradores estarían esperando, a lo mejor, con unas ganas que no les dejaba dormir tranquilos. Los labradores serían, pienso yo, los que más atentos estaban ala ronda de los serenos y a lo que decían del tiempo. Antes de dormirse de nuevo, sabían más o menos, lo que iba a hacer al día siguiente y hasta decidían lo que iban a hacer mañana: binar el barbecho de tal tierra, echar mineral en tal otra, aricar o arrastrar el trigo que apuntaba entre los terrones. En el verano, tenía mi hermano Adolfo por costumbre pasear con el “Morucho”, el sereno y cuando amenazaba un chaparrón de esos repentinos, corrían hasta la casa del Sr. Senén, el tejero para avisarle del amenazante chaparrón. Todos los muchos hijos de Senén salían descalzos, abrochándose los pantalones para recoger a toda prisa la “obra” que tenían tendida en el secadero. Los serenos eran, así, un poco los ángeles de la guarda de todos. Pocas veces ocurría nada importante en las noches de Madrigal: Algún borracho en días de fiesta que escandalizaba de más con sus voces. Alguna pelea familiar que dejaba oír las voces fuera de casa. Poca cosa para un pueblo como Madrigal. Después de cada ronda, que duraba unos 15 ó 20 minutos, los serenos se guardaban en el cuartelillo de la plaza, donde siempre se quedaba de guardia el cabo de serenos, por si alguna persona acudía en busca de ayuda. Recuerdo un caso, en que los serenos fueron protagonistas. En una de sus rondas, a altas horas de la noche, encontraron tendido en el suelo a un hombre, evidentemente borracho, dando voces sin sentido. Se trataba de uno de los "Yayos", celebres por sus borracheras y por las peleas que tenían entre sí los miembros de la familia. Trataron de levantarle y de llevarle a su casa y él respondió a dentelladas en las piernas de los serenos que se habían reunido. Acudió, por casualidad, el alcalde, que era en aquel entonces mi primo Andrés Roldán, noctámbulo empedernido. Se acerco al “Yayo”, que estaba todavía en el suelo, sin las precauciones debidas y el "Yayo" le metió un mordisco en la pierna que le llevó parte del pantalón y hasta algo de carne se le quedo entre los dientes. El alcalde se tuvo que ir a casa de nuestro común tío Justino, el médico, a que le diera unos puntos de sutura en la pierna mordida. Los serenos se llevaron al "Yayo" a la cárcel a que se le pasara, allí, al fresco, la borrachera, pero, ante los ataques a mordiscos del borracho y la imposibilidad de reducirle de otro modo, tuvieron que pedir una escalera de mano a uno de los vecinos, tenderle en ella como Dios les dio a entender y atarle con cuerdas para inmovilizarle. Así le llevaron a la cárcel y, creo que le dejaron atado a la escalera toda la noche. Del único sereno del que me acuerdo es del Sr. David, el cabo de serenos. Todas las noches se pasaba por la casa de mi tío Fabio, que entonces era el alcalde, a "dar el parte", que nunca era un parte ni nada parecido. Era sólo un contacto entre el alcalde y el servidor del orden sin mayor trascendencia. El Sr. David, de pie, junto a la puerta, enfundado en un pardo capote, se fumaba un cigarro en el comedor, donde todos estábamos sentados a la mesa, se hablaba de las cosas más sencillas y corrientes y se despedía con un: "Ustedes pasen una buena noche". El Sr. David fue cabo de serenos muchos años, hasta que se murió, yo creo.

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Los

alguaciles eran otros personajes segundones dignos de recordar. Por las mañanas estaban en las oficinas del Ayuntamiento y servían allí de mandaderos o recaderos del secretario y de los oficiales. Ellos llevaban los oficios y citaciones a las casas de los afectados, cobraban los impuestos a los puestos de venta ambulantes que se ponían en la plaza de San Nicolás o del Cristo, daban cuerda al reloj del Ayuntamiento, llenaban de carbón la estufa de las oficinas y hacían todos los oficios que se necesitaban dentro y fuera del Ayuntamiento. Pero el oficio más notorio, no digamos el más importante, era el de pregoneros. Los alguaciles eran los pregoneros del Ayuntamiento. Los periódicos hablados del pueblo, para que nos entendamos mejor. Con una especie de cuerno de caza, tocaban una llamada de atención con una nota larga, seguida de otras dos más cortas. Era la señal entendida por todos de que, detrás, venía un bando del Ayuntamiento. "Que tal día se empezaba a pagar la rastrojera. Que tal día y a tal hora vendrían los cobradores a cobrar la contribución. Que tal día se "tallaban los quintos de este año”. Que tal día “los dueños de perros tenían que llevarlos a vacunar a tal sitio y a pagar la contribución correspondiente". A través de las voces de los alguaciles, la gente se enteraba de lo que se cocinaba en el Ayuntamiento, de lo que había que pagar al Ayuntamiento por impuestos. Vamos, de las obligaciones de todo hijo de vecino. También eran pregoneros en beneficio de los particulares. Eran los anunciantes de los acontecimientos y eventos que pudieran interesar a la gente: "El Sr. Gervasio el pescadero ha traído sardinas frescas, chicharro y palometa". "El Sr. Tomás Blanco ha matado un novillo y tiene carne de todos los precios", "De Medina ha venido un camión con naranjas de Valencia, o con guindas de Toro, o con nueces y castañas", "Que los de Ávila tenían plantado su baratillo en los portales de la plaza de San Nicolás con telas y sábanas, mantas y cortes de traje, camisas, calzoncillos, calcetines y zapatos a los mejores precios". Eran los pregoneros, como he dicho, los periódicos hablados del pueblo, Mitad "Gaceta Oficial", mitad "sección de anuncios por palabras". Todos nos acordamos de los pregoneros mejores de nuestro tiempo, Agustín, el "Mutilado", con su voz medio quebrada de fumador empedernido y su figura flaca y un poco torcida por la herida sufrida en la Guerra Civil. Yo recuerdo con nostalgia al Sr. Cleofé, figura menuda y corta, chaqueta de pana, color de ala de mosca, una nube en un ojo y la voz quebrada y ronca, cuando decía con la frase ritual de todo pregón: "Se hace saber al publico en general, que tal día llegará a Madrigal la compañía de teatro del gran mago Barceló". Los días de fiesta, “cuando se repicaba en gordo”: los días en que el Ayuntamiento en pleno asistía a misa en San Nicolás o en el Cristo, los alguaciles y los serenos iban detrás del Alcalde y los Concejales, vestidos con ropas de domingo y con unas gorras de plato azules por todo uniforme, que se quitaban al entrar en la iglesia y llevaban bajo el brazo o en el puño izquierdo, con marcialidad casi militar. Los sacristanes eran otros de los personajes dignos de recuerdo de los tiempos pasados. En las misas de los domingos de San Nicolás y de Santa María, tocaban el órgano y cantaban la "Misa de Angelis" con la voz que, a cada uno, le había dado Dios. A lo mejor, el órgano sonaba a zambomba de Navidad y la voz gangosa no se la oían ni los hombres que se sentaban en el coro, tapada por los resoplidos del órgano. En las misas de difuntos, en los cabos de año y en los funerales de cuerpo presente, el sacristán cobraba tanta importancia casi como el señor cura. Ningún funeral a cabo de año de persona medianamente importante podía pasar sin órgano y sacristán, cantando el "dies irae" o los responsos interminables, alternando con el señor cura en carrera vertiginosa, pisando las respuestas del sacristán a las invocaciones del señor cura. Hasta en alguna boda rumbosa, el sacristán de turno se atrevía a tocar al órgano una "marcha nupcial" o algo que se parecía y a cantar una "Ave Maria" de Schubert con todos los gorgoritos que creía más oportunos. Recuerdo un sacristán de Santa Maria que era muy cegato y gastaba unas gafas de autentico culo de vaso y que toda su familia tenía las mismas gafas de culo de vaso por una miopía semejante. Por cierto ese sacristán cegato no cantaba mal del todo y sus misas se podían soportar bastante bien. Ciertamente el sacristán más famoso y que recuerdo con más gusto era sin duda Francisco, el sacristán de San Nicolás. Era pequeño, casi un enano, pero con una gran personalidad. Tenia una mujer grande para cualquier hombre, pero para él, era de una diferencia de tamaño que asustaba casi. Es difícil saber cómo pudo enamorar tal niñato a tal mujerona. Se decía que el sacristancillo pegaba a su señora y la tenía dominada. ¡Nunca pude entenderlo, vamos!. Como el sueldo de sacristán debía de ser muy magro y no serviría para mantener a una familia, a pesar de lo que le tocase de los responsos, Francisco tenia una actividad mercantil, a la que le sacaba bastante más que al oficio de sacristán: Se dedicaba a comprar huevos por las casas, en Madrigal y en los pueblos vecinos y se los mandaba a un hermano que viví a en Madrid y tenia una pollería en un mercado. Después de la misa de difuntos de la mañana, se cogía su bicicleta en la que tenia acomodados dos cajas

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para llevar los huevos y salía a buscarlos por las calles de Madrigal y de Bercial, Barromán, Mamblas, Horcajo o Rasueros. En aquellos tiempos que no había granjas avícolas, debía de ser un buen negocio, aunque un poco aperreado, dando pedales por aquellos caminos de entonces. Se cuenta que un día recibió un telegrama de su hermano que estaba en Salamanca y que iba hacia Madrid en el coche de línea Salamanca-Madrid y que decía así: "Si tienes huevos, sal a la carretera". Un clásico texto de telegrama, conciso y claro, me parece a mí. Parece que al telegrafista que le recibió, que era nuevo en Madrigal, no le pareció así y antes de mandar el telegrama con el chico de los recados a casa del destinatario, estuvo a punto de llamar al cuartel de la Guardia Civil para evitar, a lo que le pareció al cuitado telegrafista, un duelo a muerte en la carretera de Peñaranda. Su sentido del secreto profesional se lo impidió. Sólo se lo dijo a su mujer, que conocía al sacristán y a su negocio ambulante de huevos. Ella le explicó a su timorato marido de que huevos se trataba y que, aunque el sacristancillo pegaba a su mujerona algunas veces; esta vez, la sangre no iba a llegar al río.¡Serenos, alguaciles y sacristanes. Recuerdos del Madrigal de ayer!

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Antonio y Genoveva

Antonio y Genoveva formaban un matrimonio de jornalero y criada que eran representativos de los hombres y mujeres de los niveles más modestos de la sociedad de Madrigal. No sé cuantos años llevaban casados cuando yo les conocí. Entonces tenían tres hijas, entre seis y doce años de edad. Era un matrimonio perfecto, bien avenido, compartiendo lo poco que tenían, sin aspirar a más y felices, dentro de lo que cabe. Vivian en una casita en la calle Arévalo, de sala con alcoba por dentro, cocina y corral. En aquella casa no faltaba ningún día el cocido de garbanzos con tocino y chorizo y un hueso para dar sabor. Genoveva administraba el cerdo de la matanza para que durasen todo el año las presas en el cocido. Genoveva era una mujer muy de su casa que sabía hacer de un duro seis pesetas. Con las pocas pesetas del jornal de su Antonio se las arreglaba para tener a sus hijas bien vestidas y limpias como los gorriones de la calle, a su casa bien enjalbegada por fuera y limpia por dentro y a su Antonio con los pantalones de pana bien zurcidos y con las piezas de los remiendos donde los zurcidos no alcanzaban a cubrir los deterioros del uso y del trabajo. Genoveva añadía, a las pesetillas del jornal de Antonio, lo que podía con sus trabajos en casa de los señoritos. Allí estaba siempre que se la necesitaba: para la limpieza general antes del Cristo, para la matanza de diciembre, para la colada de la semana, para atender a un enfermo, para echar una mano en la cocina o en la limpieza. Yo creo que los señoritos si no eran generosos, sí le pagaban bien en dinero o en ”especie" (unos garbanzos o alubias de su cosecha, una pieza de tocino, sobras de la cena o la comida de los señoritos que era la cena para su familia, un vestido de las niñas en buen uso que Genoveva se encargaba de arreglar para que sentase bien a alguna de sus hijas). Genoveva se sentía bien pagada y estaba siempre dispuesta a volver cuando la requiriesen. A Antonio no le faltaba el jornal en casa de los señoritos y la habilidad de Genoveva para hacer de un duro seis pesetas, hacían de aquella casa un hogar casi perfecto. Los jornaleros, en otros tiempos, dedicaban la mayor parte de su trabajo al cuidado de los majuelos, a podarlos, escardarlos y mullirlos, a sulfatarlos y tenerlos listos para la vendimia en su momento. Cuando la vid se perdió en Madrigal por la filoxera a principio de siglo, sólo quedaron unos pocos majuelos en producción y la mayor parte de los jornaleros de Madrigal se quedó sin esa fuente de trabajo más o menos permanente y llegó a Madrigal el paro de muchos jornaleros durante largos meses del año. Antonio era el comodín. En una casa más o menos grande, siempre hay trabajos que hacer en los corrales, en las paneras, en el campo, en las cuadras: que hay que arreglar una puerta en el gallinero o en una pocilga, que hay que limpiar el corral de basuras, que hay que arreglar los canalones de los tejados, o ayudar a capar a los marranos, o ir por leña al pinar de la casa con un mozo que lleva el carro, o arreglar las tejas del pajar después del último vendaval. Antonio era, por supuesto, el encargado de las labores de los majuelos de la casa de los señoritos, que alguno había todavía. Y en el verano, Antonio formaba cuadrilla con otros jornaleros de su confianza y era la "hoz" primera en la siega de la cosecha de los señoritos. La siega no entraba en el jornal de cada día del año. Siempre se hacia el trato con el señorito y se convenía a un tanto alzado toda la siega. Son tantas obradas de cebada, tantas de algarrobas, tantas de garbanzos, tantas de trigo, a tanto la obrada, son tantas pesetas por toda la siega del verano, que luego se las repartía la cuadrilla según el trabajo de cada uno (hoces, rapaz atador o rapaz de las comidas). Antonio siempre hacía el trato al seco, o sea, sin comidas. En este trato, tenían mejor soldada que a compango, en el que la comida que Proporcionaba el "amo" era parte de la soldada. Genoveva se encargaba de hacer las comidas para la cuadrilla, porque sabía dar de comer bien a los segadores y ahorrarse unas pesetas en la compra del condumio. Genoveva estaba todo el día a la lumbre preparando las comidas de los segadores. Por la mañana, a las ocho ya estaba el chico de las comidas a la puerta de la casa de Genoveva a recoger el "almuerzo", en realidad segundo desayuno (el primero lo comían los segadores al acabar la primera vuelta de siega a las cinco de la mañana, un buen cantero de pan con cebolla y un vaso de vino). El almuerzo que había preparado Genoveva era para cinco hombres y dos rapaces y parecía el almuerzo de una cuadrilla de gigantes: una cazuela de sopas de ajo con mucho pan, otra cazuela de garbanzos, dos panes de a kilo y un botijo panzudo de lo menos cuatro cuartillos de vino tinto y otro más grande con agua. El rapaz y Genoveva lo acomodaban en las aguaderas del burro de modo que no se cayera ni una gota de la comida o del vino y el chaval se montaba en el burro y le picaba para llegar al hato a la hora justa del almuerzo. Los hombres, después del trabajo tan duro de la siega durante tres o cuatro horas, se lo comían en un decir Jesús, daban una afilada a las hoces y... vuelta al tajo. La comida del medio día era siempre la misma: cocido con sopa de fideos bien espesa, garbanzos

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abundantes y las tres presas consabidas, chorizo, tocino y relleno, una pieza de cada una de estas presas para cada segador o rapaz. Una pieza de estas la reservaban siempre para la merienda con un buen trozo de pan. Un vaso de vino completaba la comida. El resto del vino lo iban bebiendo en las paradas que hacían para afilar las hoces cada par de vueltas segando. La comida de la noche la hacían en casa de Genoveva en la cocina y también era pantagruélica como todas las otras. El trabajo tan atroz de la siega exigía comidas de ese calibre para mantener las energías necesarias. Comían como gigantes, trabajaban como titanes y dormían como angelotes las pocas horas que tenían para ello. Porque se acostaban a las nueve de la noche y se levantaban a las tres de la mañana para estar en el tajo segando a las cuatro o cuatro y media cuando empezaba a clarear el día y seguían segando todas las horas del día bajo un sol de plomo derretido, agachados y caminando en esa posición tan incómoda, con la hoz en la mano derecha, cogiendo el puño de mies con la mano izquierda y depositándole en el surco, formando la gavilla. Los dos rapaces van detrás de las hoces (los segadores) recogiendo las gavillas con las horquillas de madera, amontonándolas para formar el haz al que el atador pone el atiño de esparto y le ata bien fuerte de un modo muy simple y seguro para que le carguen en el carro de estacones y le lleven a la era. Tremendo trabajo era la siega en aquellos tiempos. Trabajo de galeotes, de sol a sol, bajo un calor sofocante y aplastante, en posición que rompía las espaldas y partía los riñones. Los segadores de aquella época merecerían un monumento grandioso en medio de Castilla y el reconocimiento de toda la nación a la labor más dura de todas las del campo. Estas páginas son un recuerdo emocionado a aquellos hombres, que como Antonio, trabajaban como titanes y daban el primer paso en la recogida del trigo del pan nuestro de cada día. Quitémonos el sombrero ante estos centenares de hombres que, con su esfuerzo y su trabajo constante y callado, duro y tenaz, recorrían las tierras de Madrigal y de toda la España cerealista, arrancando de la tierra la dorada cosecha y dejándola lista para la era.

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Mariano "El Feo"

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ariano el "Feo" era en realidad un hombre de buena planta, de facciones correctas y, por supuesto, nada feo. Lo del "Feo" era el mote heredado de su padre, el Sr. Fructuoso, que si era un hombre feo de verdad: De tez renegrida, rostro surcado de arrugas, labio caído y nariz ancha y aporrillada: parecía un gnomo o un trasgo el pobre Sr. Fructuoso. Mariano heredó de su padre el mote aunque no el físico y heredó también el oficio: como su padre, era mozo de mulas y como su padre llegó, por meritos propios y por trabajo bien hecho, a ser mozo mayor en casa de mi tío Fabio. Como todo mozo de labor que se preciara, gastaba el uniforme de todos los hombres de campo de la época, el traje de pana de cordoncillo, color ala de mosca por el uso continuado bajo el sol, el viento y la lluvia, pantalones atados con un cintillo por debajo de la rodilla, abarcas en los pies y gorra o boina en la cabeza que sólo se quitaba ante las personas de respeto cuando entraba en su casa con el consabido: "Da Vd. Su permiso". Como todos los mozos de labor, Mariano hizo el trato con el "amo" por San Miguel para todo el año. Convino en las pesetas de la soldada y en la "senara" que haría con las mulas del "amo". Entonces el dinero no era todo lo que se ganaba; también se ganaba en especie. La senara era el trabajo que hacía el mozo con las mulas y los aperos del "amo" en las cuatro o cinco obradas que tenía, en las que sembraba su trigo o su cebada, con lo que se ayudaba para redondear la soldada de todo el año. Los mozos de labor ganaban buena soldada, además con la senara cogían trigo para tener el pan para todo el año, cebada para cebar el marrano y hasta los garbanzos del cocido de cada día. Mariano vivía bien, dentro de lo que era la vida de antaño. Como mozo mayor de la labor, tenía a su cargo el cuidado de las mulas, una obligación que era de todos los días del año, días de trabajo y domingos sin excepción. Estar encasa del amo el primero por la mañana para echarlas el primer pienso, dejarlas bien acomodadas en la cuadra al volver del trabajo, echarlas por encima una manta en los días fríos del invierno para que no se constipasen, darlas el pienso antes de irse a su casa a cenar y volver después para echarlas el último pienso antes de acostarse. Antes del último pienso, entraba en el comedor a planear el trabajo del día siguiente con el amo: «Digo yo, que mañana podíais ir a aricar el trigo de la" Alhóndiga" que me han dicho que esta muy crecido y conviene arroparle un poco antes de que llueva y no se pueda entrar en la tierra» -decía mi tío. Mariano contestaba: «Si nos da tiempo y acabamos temprano, de allí tendríamos que ir a aricar el trigo del Guijar que está para ello también. Ah, y mañana dejo en casa a la mula “Cordobesa”, que ha tenido retortijones hoy y sería bueno que la viera el veterinario. Mi tío confiando en lo que decía Mariano, daba su aprobación y quedaba decidido el plan del día siguiente. Mariano comunicaba las órdenes del amo a los otros mozos cuando llegaban a la cuadra el día siguiente y se cumplían al pie de la letra. En Madrigal, había entonces, en los años de mi niñez unas quinientas o seiscientas mulas de labor, que hacían el trabajo que hoy se hace con muchos y potentes tractores. No se daban las labores tan profundas como hoy, ni se hacían las labores con la perfección con la que lo hacen hoy las máquinas. Pero el trabajo de la pareja de mulas, guiada por la mano amiga del mozo, con la dedicación y el cariño con que lo hacían Mariano el "Feo" y los mozos de aquel tiempo, suplía la fuerza de las máquinas y ponía en las besanas, en los campos de trigo, el trabajo bien hecho y la satisfacción por la cosecha abundante que llegaba a la era en verano. Mariano el "Feo" como mozo mayor, estuvo presente cuando mi tío Fabio compró la "Sevillana" y la "Sultana" a los tratantes de mulas de Maranchón Mariano las miraba los dientes para ver los años que tenían, sin fiarse de lo que decía el tratante, las cogía por el ramal y las corría por la carretera para ver como estaban de patas y de bríos. Cuando el trato se cerró, Mariano el "Feo" se llevó las mulas a la cuadra de casa, tan orgulloso de la buena compra hecha como el “amo”, presumiendo de pareja nueva, como si, en realidad, las mulas fueran suyas. Al llegar a la cuadra, las pasó la carda para sacarlas más brillo aún y las contempló satisfecho como si de un hijo recién nacido se tratara. Mariano, como mozo mayor, era el encargado de la siembra de todas las tierras del "amo". Operación de la mayor importancia y que requería unos conocimientos y una experiencia de años. De una buena siembra dependía, en buena medida, el éxito de la cosecha. No se conocían apenas las máquinas sembradoras y casi nadie confiaba en ellas. La siembra se hacía a mano, con la técnica conservada por siglos y siglos. En tiempo de sementera, que coincidía mas o menos con el mes de octubre, Mariano estaba sembrando muchas horas al día y era el personaje más importante de la labor del "amo". Por la noche, en la panera, extendía tres o cuatro fanegas del mejor trigo del año, bien zarandeado sin pajas ni granzas, ni tierra, limpio y dorado como chorros de oro, le regaba con "piedra lipe", (una solución de sulfato de cobre) para

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matar gorgojos y males que pudiera tener de la panera y le dejaba secar toda la noche. A la mañana siguiente, le ensacaba en los costales y los cargaba en el carro. Salían del corral por las puertas carreteras abiertas, primero el carro, que guiaba siempre Mariano, con los costales de la siembra, la sembradera, las cebaderas, cargadas con cebada y paja para que tuvieran las mulas el pienso del mediodía, alguna reja de repuesto y las "meriendas" de los mozos. Las otras parejas de mulas salían detrás con los arados colgados del yugo, la reja y el dental delante y la punta del timón arrastrando par el suelo. Cada mozo iba detrás de su pareja con la aijada en la mano o montado en una de las mulas. Salían por una de las puertas de la muralla y, por los caminos carreteros, caminaban hasta la tierra señalada por el "amo" la noche antes. Desenganchaban el carro, llenaba Mariano la sembradera con el trigo de uno de los costales y se la cargaba al hombro. La sembradera era un costal al que le habían atado un cornijón con un lado de la boca, de modo que se pudiese cargar con unos kilos de trigo, 15 ó 20 y se tuviera la boca encima del pecho y abierta. Así el sembrador me tía la mano fácilmente y la sacaba con el puño lleno de trigo que esparcía por los surcos con un movimiento rítmico y preciso. Bella estampa la del sembrador, en medio de la llanura, pisando los surcos recién abiertos, caminando con paso seguro y ritmo mientras reparte generosamente el trigo fecundo que nos dará el pan de mañana. Recia estampa de los hombres del campo de Castila, que pisan fuerte la tierra, miran al frente y reparten la semilla, que fructificará más tarde en los trigos ondulantes, llenos de espigas cargadas de grano dorado. En la luz tenue del amanecer o del atardecer, la figura del sembrador, cargado con la sembradera, contando los surcos que va a cubrir con la simiente, va repartiendo el trigo con el puño lleno, puño adelante y puño al costado, cruzando el pecho, alternando con cada paso la dirección de la descarga, es una bella estampa. Detrás vienen las yuntas arrastrando el arado y tapando el trigo que deja el sembrador sobre los surcos. Escenas que ya no se repetirán más y que sólo podemos revivir en el recuerdo emocionado del tiempo, que pasó, atropellado par la máquina, el motor y la técnica. El hombre, que entonces lo era todo, es ahora el servidor de la máquina que lo hace todo mas eficazmente, pero más deshumanizado, más impersonal. Mariano, sembrando en una cuesta, a contraluz contra el cielo, es una figura poética, de perfiles bíblicos y de resonancias épicas. Merece los bronces del monumento, los pinceles de los pintores y las romanzas de las zarzuelas. El tractor feo y ruidoso, mastodóntico e inanimado no puede inspirar ni a los poetas ni a los artistas. Los mozos de labor, con Mariano a la cabeza, estaban todo el año haciendo las muy variadas labores del campo. Después de los días de la sementera, había que hacer el barbecho. Primero, alzando las pajas de la ultima cosecha, luego, binando y terciando: al barbecho se le daba tres y hasta cuatro "vueltas" para que al año siguiente el trigo sembrado sobre él diera la mejor cosecha. Había que repartir el abono mineral en las tierras recién sembradas dos veces: el abono de otoño y el abono de primavera. Había que repartir la basura de los muladares, había que aricar en los primeros días de la primavera para matar las malas hierbas que nacían entre el trigo nuevo, o arrastrar los trigos con el cañizo para arroparlos. Pero cuando las labores del campo que hacían los mozos, dirigidos por Mariano el "Feo", llegaban a su cumbre y mayor altura era en el verano. La actividad era frenética y fatigante y sólo con una energía y una fuerza verdaderamente sobrehumanas se podía dar fin a los trabajos durísimos del verano. En esos meses, de junio a septiembre, las actividades de la labor se trasladaban a la era. Se empezaba por construir la cabaña, con haces de sarmientos o manojos o con cualquier cosa que pudiera cubrir los palos cruzados o los cañizos que formaban un ángulo agudo. La cabaña era, para los mozos, el lugar de dormir las pocas horas de la noche, de guardar el botijo con el agua más o menos fresca, el lugar de comer y de echarse las siestas en las horas de más calor. El mismo día que se levantaba la cabaña, venía la primera mies para formar las hacinas y las parvas y la era estaba en todo su apogeo. Así seguía el trajín por muchos días de junio, julio y agosto y alguno de septiembre, hasta que se recogía toda la mies, se trillaba y se limpiaban los montones y los "peces", se recogía el grano y se metía la paja en los pajares. La era duraba así hasta los días cercanos al Cristo. La era se despertaba con el sol y se ponían todos en movimiento de inmediato. Mariano y los otros mozos enganchaban las mulas a los carros, que tenían entonces puestos los estacones, y salían a acarrear para la tierra que había sido segada el día anterior. Los haces, atados con los atiños de esparto, estaban regularmente distribuidos por los surcos formando filas. Los carros caminaban por los surcos que no tenían haces y dos mozos con los horcones, a derecha e izquierda, pinchaban los haces y los iban cargando en el carro donde Mariano los iba colocando, ("cargaba el carro", según la expresión que se usaba). Operación nada fácil, porque los haces, ensartados en los estacones, levantaban sobre la caja del carro, más de dos metros. Se necesitaba fuerza para subir los haces hasta los estacones con el horcón, fuerza y habilidad de Mariano para recibirlos, acomodarlos y situarlos en el lugar justo para aprovechar todo el espacio del carro y para subir más de medio metro por encima de los estacones, formar un arco

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perfecto en lo alto del carro y llevar la carga bien repartida, de modo que el carro vaya bien equilibrado, para que las mulas no vayan sobrecargadas si el carro va delantero o levantadas si el carro va trasero. Y sobre todo para evitar, que en el camino hasta la era, el carro malpara y sea el hazmerreír de la gente que vea el "parto" (un carro “paría” cuando estaba mal cargado y los haces se venían abajo). Al llegar a la era se descargaban los carros a mano, haz por haz, levantándolos hasta la punta de los estacones los que estaban pinchados en ellos. En el suelo se quitaban los atiños y se formaba con la mies la hacina. Allí estaba hacinada hasta que se sacaba de ella la parva redonda, de medio metro de alta. Después del desayuno en la cabaña, se empezaba la trilla, primero se hacía con trillos de tabla y pedernal, con las piedras clavadas en hileras en la tabla. Mas tarde se emplearon trillos metálicos de cuchillas redondas, que eran buenos en las parvas con paja larga, pero no servían para la paja corta y apenas si desgranaban las espigas convenientemente Cuando la paja empezaba a desmenuzarse y quedaba un poco corta por la cara de arriba de la parva, se daba una "torna" con las horcas de palo: se daba la vuelta a la parva para sacar de abajo la mies que no estaba cortada y dejarla en la cara de arriba para que la desmenuzaran los trillos. Una parva tenía tres o cuatro tornas al día. La trilla la hacíamos los chiquillos montados en los trillos, sentados en cualquier cosa, con el látigo en la mano para animar a las mulas que se dormían andando o se ponían a comer de la mies que pisaban. En el Monte, donde se trillaba con bueyes, la trilla era mucho más pesada, porque los bueyes eran mucho más lentos y el que se dormía era el chiquillo que trillaba sentado en el trillo. En la era no paraba nadie. Todo era trajín continuo. A veces había dos a tres parvas al mismo tiempo: una de trigo, otra de avena y otra de algarrobas y se pasaba con los trillos de una a la otra, mientras los mozos daban una torna a una o a otra parva. Al final de la tarde, después de un día entero pasando los trillos dando vueltas por ella, la parva estaba trillada. Se había quedado reducida a un espesar de 10 a 15 centímetros, la paja estaba corta y el grano suelto. Era la hora de recoger la parva con la rastra o cañiza y formar el montón. Si hacia viento, los mozos se ponían a limpiar a bieldo los montones que ya estaban trillados. Consistía esta operación en coger la mies trillada, que estaba recogida en un montón en forma de cono, con el bieldo y tirarla a lo alto para que el viento se llevase la paja, más ligera, y cayera el trigo, más pesado, en tierra. De esta forma se separaba el trigo de la paja, que formaba un montón aparte donde la depositaba el viento. De igual forma se separaba el trigo de las "granzas", que eran los trazos de espigas no desgranados del todo por el trillo, que por su peso específico quedaban a medio camino entre el trigo y la paja. Las granzas se echaban a la parva que se estaba trillando para que se desgranaran bajo el trillo convenientemente. Si no hacía viento, se limpiaba el montón con máquina de limpiar, que era un artilugio que cribaba y zarandeaba la mies trillada y le daba viento producido por unas aspas que se llevaba la paja por atrás, mientras dejaba caer el trigo limpio por delante por un plano inclinado. Había máquinas limpiadoras que se movían a motor y otras más modestas tenían que moverlas a brazo mediante una gran manivela. Al atardecer, era la hora de recoger el trigo limpio y ensacarlo en los costales. Mariano, como mozo mayor, era el encargado de medir el trigo con la media fanega. Llenaba la medida, la enrasaba con el rasero y la metía en la boca del costal. El amo llevaba la cuenta de las fanegas que se recogían cada día y las sumaba a las de los días anterior es para saber, al final del verano, a cuantas fanegas había ascendido la cosecha del año. Mariano y los demás mozos cargaban el carro con los costales de trigo, le llevaban por las calles al trote de las mulas, sonando las volanderas, hasta la panera del amo y le descargaba en las trojes. Así terminaba un día de trabajo en la era. Luego venía, por la noche, la cena en casa del amo y a dormir a la cabaña hasta que el sol saliese al día siguiente.

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Trabajos y juegos

El Juego del marro.

El abuelo SenĂŠn, en su tejar

- Trabajos y Juegos Oficios y tareas El Agua en la vida de Madrigal Escuelas Juegos y diversiones AsĂ­ cazaban perdices ... Los tiempos cambian. La historia avanza. La vida sigue y no para hasta que llega la muerte...

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Oficios y tareas

Los tiempos cambian. La historia avanza. La vida sigue y no para hasta que llega la muerte. Son estas, verdades que se pueden comprobar en todas partes y en todos los tiempos. Por ejemplo, en Madrigal, o en cualquier pueblo de la Castilla de ayer y de hoy. El modo de vida ha cambiado con los años. La gente vive a otro ritmo, trabaja de manera diferente. Los tractores en el campo, los automóviles en el pueblo y la televisión en las casas han desterrado al trabajo con las manos, la fuerza animal como única energía disponible y el ritmo humano y humanista de trabajar antaño. Hoy, las generaciones jóvenes, de menos de 40 años, no sospechan siquiera cómo vivían, como trabajaban y como disfrutaban sus abuelos, o incluso sus padres. Veamos como vivían y trabajaban los madrigaleños hace cincuenta, sesenta años. La vida, en Madrigal siempre estuvo girando alrededor de la agricultura, de la labranza. El ochenta o noventa por ciento de los madrigaleños vivían, entonces, directamente de la labranza del campo. Indirectamente el cien por cien de los madrigaleños vivía de lo que el campo daba. Lo que quiere decir que el ochenta o noventa por ciento eran labradores de una o de otra manera: Labradores, dueños de labranza, mozos de labor, jornaleros, segadores, pasto res, etc. que dedicaban su tiempo integro a la labranza. Al lado de ellos había otros oficios que estaban en cercana relación con los trabajos agrícolas y eran complementarios de la labranza propiamente dicha. Veamos un muestrario. Los carreteros deben ser los primeros en mostrarse aquí. Eliseo sería el mejor representante de los carreteros, dedicado mañana y tarde a hacer carros, arados, cañizas o rastras y todos los aperos de una labranza. Los carreteros eran los primeros auxiliares de los labradores: los que les proporcionaban los mejores instrumentos de trabajo agrícola. En el taller de Eliseo ya hemos visto como trabajaban los carreteros haciendo carros y otros aperos. Desde que la vida agrícola se modernizó, desde que las labores del campo se hacen con tractores y con maquinaria metálica, los carreteros han tenido que desaparecer. No creo que haya ni en Madrigal ni en ningún pueblo agrícola de Castilla, un solo carretero que dedique su tiempo al completo a hacer carros y aperos de campo. Estrechamente relacionados con los carreteros, estaban los herreros. Vamos a visitar la fragua de Pedro "El Herrero" y ver como trabajaba Pedro y sus hermanos. En un rincón está el hogar: una meseta de adobe donde el carbón arde sin parar. Hasta el carbón llega, por un tubo debajo de los adobes, el aire que sopla un enorme fuelle de tapas de maderas renegridas por muchos años de hollín y humos, de cueros más negros aún. Casi en medio del taller o fragua está el yunque, que Pedro siempre llama bigornia, asentado en un tajo de madera. Apoyados en el tajo están dos a tres machos, martillos grandes que usan a dos manos los ayudantes del herrero. En este momento están "echando calzas" a las rejas de un labrador. En el hogar, hay metida una reja, despuntada por el uso, entre los carbones al rojo y junto a ella un trozo de barra cuadrada de hierro, un tocho. Cuando Pedro manda, un ayudante, que es un mozo de labor de la labranza para la que están calzando las rejas, saca la reja del fuego agarrándola par el rabo, mientras Pedro agarra con unas tenazas enormes el tocho de hierro. Reja y tocho salen del fuego al rojo vivo. Ponen la reja sobre el yunque y el tocho de hierro sobre la reja. Pedro "puntea" con el martillo el lugar donde deben golpear los machos. Dos mozos manejan los machos y golpean con fuerza donde el martillo de Pedro señala. El martillo y los machos suenan a fragua: tin, tan, tan; tin, tan, tan; tin, tan, tan. El tocho se pega a la reja y forma un solo cuerpo con ella. Con un cortafrío corta Pedro la parte que sobra del tocho, con el martillo va dando forma a la punta de la reja, mientras el hierro va perdiendo color. Todavía al rojo, la reja y la punta nueva que le han añadido las mete Pedro en una pila de agua recién sacada del pozo para "templarla" y que adquiera casi la dureza del acero. Toda la operación se hace a un ritmo rápido para aprovechar el calor que recibió el hierro en el fuego. También hace Pedro en su fragua tornillos y barras roscadas para los carros, los aros de hierro que son las llantas de las grandes ruedas de los carros, abrazaderas y clavos para los arados romanos. Los ejes de los carros, los bujes donde van las puntas de los ejes, las "calzas" de los arados y algunas otras piezas, las encarga a Medina o a Alaejos de donde vienen preparadas ya. Los tractores arrinconaron el sistema agrícola antiguo y las fraguas, como la de Pedro, pasaron a mejor vida junto con los carreteros como Eliseo. O mejor, las fraguas de antaño se han convertido en los talleres de reparación de tractores de hogaño. El trabajo en el campo, la labranza de las tierras de "pan llevar" requería varios y pintorescos oficios a su alrededor para preparar o completar las faenas del campo. Estaban los trilleros, que venían a Madrigal por la primavera, como las cigüeñas, cargados con sacos pesadísimos, en los que traían las piedras de pedernal para los trillos. Se sentaban en los corralones de las casas de los labradores, buscando las “abrigadas” y el sol en los días de cierzo frío, que también los hay

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en marzo o abril. Daban la vuelta a los trillos viejos y los tendían al revés, con las piedras al aire. Sacaban las piedras viejas con un escoplo despuntado y clavaban las nuevas a golpe de martillo en las ranuras de las tablas. En menos que canta un gallo tenían un trillo listo para navegar en las "parvas" de trigo o cebada, para cortar las pajas y romper las espigas y sacar el grano, lleno y dorado del trigo, claro y alargado de la cebada. Los trilleros, que venían de no sé dónde, con sus sacos de pedernales, sus martillos y sus escoplos, se esfumaron para siempre, se quedaron en esa tierra de no se sabe. El Sr. Tomás, "Careta", era el prototipo de los zarandeadores. Apenas empezaba el otoño, entraba Tomás en faena preparando el trigo para la siembra Con su arnero en la mano y su meneo de brazos, era, en las paneras, el "amo". Gira la criba en sus manos, el trigo pinta espirales entre el cincho de la zaranda, que baila entre los brazos de Tomás con cadencias de baile cachondo. Con ese meneo, limpia Tomás el trigo de semillas indeseadas, de restos de granzas, de tierra y arena y le deja limpio como el oro, listo para la siembra. También en otoño, llegaban a Madrigal los tratantes de mulas: los "Maranchones". Los llamaban así porque eran de un pueblo de Guadalajara, que se llama Maranchón. Venían, vestidos de blusas negras, con látigos finos de tralla blanca en las manos y con reatas de mulas nuevas que dejaban en las cuadras de la posada de Vicente, en la carretera de Peñaranda. Lo primero que hacían era ir por la tarde al casino, a la hora del café. Pronto encontraban allí a los dos o tres labradores que necesitaban añadir a sus cuadras una apareje de mulas nuevas aquel año. “Este año, traigo unas mulas del Pirineo que son cosa buena de verdad”, - Decía el tratante de la blusa negra, mientras echaba los dos terrones de azúcar al café que le acababa de servir Maximiano. Manuel Tavera o el Sr. Arturo Pérez o quien necesitase una mula o una pareja de ellas, escuchaba las alabanzas de los Maranchones sin creerse mucho de lo que decían, porque sabían muy bien que cada buhonero alaba sus agujas, y bien pronto se ponían de acuerdo para ir a ver el ganado tan ponderado a la posada de Vicente. Sacaba el tratante cuatro o cinco mulas castañas o de pelaje negro,, relucientes, nerviosas, con la cabezada nueva de cáñamo, sacando chispas del empedrador con las herraduras recién puestas, cuando las tocaba el Maranchón los flancos con el látigo fino. Las palmeaba las ancas para tranquilizarlas y volvía a ponderar la calidad del ganado que traía siempre. El mozo mayor de Manuel Tavera o el del Sr. Arturo estaban presentes, como es natural y sus opiniones eran siempre importantes y a veces concluyentes. Eran ellos siempre los encargados de hacer con las mulas la prueba “a tira ramal”, que consistía en hacerlas correr por la carretera sujetas por el ramal para ver como estaban de patas y de bríos. Entre amo y mozo mayor escogían la mula o las mulas que les habían parecido mejores. Se hablaba del precio: "Seis mil reales, ocho mil reales". Se daban la mano el labrador y el tratante de Maranchón y quedaba cerrado el trato. Por ese tiempo llegaban también los portistas. Venían con grandes carros y con buenas parejas de mulas al yugo otras parejas al tiro. Los portistas eran los compradores del trigo de la cosecha del verano pasado. Venían en cualquier tiempo del año, pero la primara visita era por San Miguel, al final de septiembre. En el casino, buscaban a los labradores que querían vender el trigo que guardaban en las paneras. "Este año el trigo está más barato. Ha habido muy buena cosecha en Andalucía y los precios se han venido abajo"Decía el portista, mientras meneaba con la cucharilla el azúcar de su café en el velador del casino. Pronto aparecía el vendedor, que estaba de acuerdo con el precio bajo porque tenía necesidad de dinero. Se iban a la panera, veían el trigo, calculaba el portista el porcentaje de desperdicio que tenia el grano, discutían todo esto el comprador y vendedor y llegaban, por fin, a un acuerdo en el precio. Luego llegaba "Manojo", un hombrón alto y cuadrado, siempre de pantalón de pana, atado bajo la rodilla con cintillos de cuero, con faja de lana negra ceñida a los lomos. Cogía la media fanega y empezaba a medir, enrasar y llenar costales a buen ritmo. En poco tiempo habían llenado 30 costales, que eran los que cabían en el carro del portista. Enganchaban las mulas al yugo, ponían delante las dos mulas del tiro y salían a buena marcha, carretera de Medina adelante con su carga de trigo, camino de las fabricas de harina que lo consumían. Al comienzo del verano, o al final de la primavera, entraban a trabajar los esquiladores. Por esas fechas, las ovejas tenían buen vellón de lana con el que se habían abrigado todo el invierno. Con el comienzo de los calores de mayo y junio, el abrigo de lana les pesaba mucho y les daba más calor del que convenía. Había que quitarles el abrigo y dejarles ligeras de ropa. Eso era lo que hacían los esquiladores. Esa lana valía mucho dinero y era el momento de ganárselo. El día del esquileo, retenían al rebaño de ovejas en la "cija", las metían en un rincón, bien juntas para que se dieran calor y sudaran, retenidas con unos cañizos. Parece que se las esquilaba mejor en esas condiciones. Los pastores y el zagal iban sacando a las ovejas, una a una, agarrándolas por el vellón a la altura del lomo y las ponían a los pies del esquilador. Este las ataba las manos con un atiño y las dejaba inmovilizadas panza arriba. Con unas enormes tijeras de hojas muy anchas, iban cortando el vellón, que caía a un costado de la mansa oveja. Empezaban a cortar por la barriga y daban la vuelta al pobre animal por el lomo hasta sacar el vellón entero como si fuera un abrigo de pieles. A veces la tijera cortaba un

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poco más abajo de la lana y abría un ojal en la carne. La sangre brotaba de la herida y teñía de rojo la blanca o negra lana. La herida la curaban los esquiladores con un curioso medicamento: Echaban en ella una pizca de negro de humo, que los esquiladores llamaban “moreno” y que no era otra cosa que polvo de ceniza de las fraguas. El polvo negro restañaba la herida inmediatamente y evitaba que las moscas se posaran en ella y la infectaran. Solían gastar unas bromas los esquiladores a los chiquillos que se acercaban por la cija a ver la faena del esquileo. Decía el esquilador al chiquillo más cercano: “Echa una mano y trae el “moreno”, muchacho. El chiquillo le traía. "Ahora, echa un poco en la herida y escupe en los polvos". Al hacerlo el chaval, los polvos volaban por el soplido que salía junto con la saliva y le tiznaban la cara, sin que se diera cuenta de que tenía la cara como un moro. Todos reían, menos el chaval, que no sabía por que lo hacían los demás. Hasta que le traían un espejo y se veía el tizne. Ahora los esquiladores usan máquinas de cortar eléctricas, más rápidas y más seguras. Las tijeras y los polvos de fragua son cosa del pasado, sin sentido y sin significado para los chavales que vayan hoy a ver una faena de esquileo. las faenas del campo se hacían todas ellas usando la fuerza animal: Mulas en el término del pueblo; bueyes en las casas del Monte. Las mulas y los bueyes eran la fuente de energía y requerían sus cuidados para conservarla en buen estado y que rindiera convenientemente. Los veterinarios tenían que curarlas de los dolores de tripa, de los catarros y otros males. Para eso los labradores tenían la "iguala" con el veterinario – el contrato de cuidado de los animales de trabajo - y le pagaban por año, aunque no tuviera que ir ni una sola vez por la cuadra a tratar a una mula. Los herradores, que a veces eran empleados del veterinario y se llamaban "mancebos, no sé por qué, cuidaban de las patas de las mulas, mejor dicho de sus pezuñas. La misión de los herradores era poner herraduras en los cascos de las mulas para que no se gastasen pisando terrones y cantos en los surcos cuando araban y en los caminos cuando tiraban de los carros. El mozo llevaba a la pareja o parejas de mulas que necesitaban calzarse, porque ya habían gastado las herraduras que tenían. Las ataban por el ramal a una argolla alta que hacia que la mula levantara la cabeza y se dejara herrar sin problemas. Si la mula era un poco "resabiada" y no se dejaba herrar fácilmente, la ponían el "acial", instrumento de tortura medieval, que consistía en dos palos entre los que se sujetaba el belfo de la bestia para que el dolor la inmovilizara. Normalmente las mulas se dejaban herrar sin ninguna dificultad. El mozo levantaba la pata por detrás y ponía el casco hacia arriba. El herrador desprendía la herradura vieja con unas tenazas, quitaba los clavos del casco y le asentaba, cortando parte con el “pujavante”. Cogía una herradura del tamaño del casco de la mula, la probaba, la ajustaba a martillo sobre un pequeño yunque para darle la forma exacta del casco y se la clavaba con clavos de herrador. Los clavos salían por los costados del casco. Los doblaba con el martillo y cortaba el sobrante de ellos con las tenazas. Así, a las cuatro patas de la mula, una por una. Las mulas volvían a su cuadra con "zapatos" nuevos, pisando fuerte los cantos de la calle. En verano, había un oficio curioso y castizo. El porquero. Era un pastor de puercos que los llevaba a los rastrojos cercanos al pueblo a comer las espigas que habían dejado los segadores y que no habían encontrado las espigadoras. Por las mañanas, bien temprano, pasaba por las calles el porquero tocando un cuerno para avisar a la gente que era hora de echar el marrano a la calle. Estampa como esta la inmortalizó Cervantes en el capítulo del Quijote donde cuenta la llegada del caballero a la venta donde se armó caballero. Salía el porquero por las calles tocando su cuerno quijotesco y recogía los marranillos para que engordaran con el trigo de los rastrojos. Al atardecer, regresaban porquero y piara y volvía cada marrano a su pocilga, no sin antes cobrarse el porquero una curiosa forma de comisión: Cuando un cochino soltaba el “cagajón”, con perdón, el porquero ponía la mano por donde iba a salir y recogía la mierda que guardaba en una lata que, al efecto, llevaba consigo. Es que entre el excremento marranil iban muchos granos de trigo sin digerir. El porquero los aprovechaba par a echárselos a sus gallinas que escarbaban con fruición la mierda marranera para encontrar y aprovechar los granos. No hablamos de los pastores porque estos no han cambiado casi nada de entonces a acá. La más notable diferencia sería tal vez el transistor que tienen los pastores de hoy y que no tuvieron sus abuelos. Los pastores eran, como los de hoy, trabajadores solitarios, sin más compañía que sus ovejas y su perro. Al margen de la vida de labranza, había otros oficios que también van desapareciendo, empujados por el progreso y los tiempos. Ya nadie conoce el trabajo de los chocolateros, de los colchoneros, de los carboneros, de los tejeros y cacharreros, ni casi de los zapateros remendones y de los sastres. Vamos a recordarlos y a revivir estampas del Madrigal de hace 50 años. Los chocolateros eran pasteleros en Medina o Arévalo, quizá en Peñaranda. Venían a Madrigal, contratados por las casas de los labradores ricos para que les hicieran el chocolate para todo el año. Ellos traían el cacao, los moldes para hacer las tabletas y las señoras de la casa ponían los cacharros y los cucharones, el azúcar y la harina para hacer la pasta. En la caldera, puesta al fuego sobre las trébedes,

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fundían una mezcla de cacao, azúcar y harina, en proporciones que eran siempre secreto del chocolatero, El liquido espeso que de allí salía, lo vertían sobre los moldes preparados en una mesa y lo dejaban enfriar hasta que estuviera duro. Luego desprendían de los moldes las tabletas con las onzas bien marcadas. Este chocolate será, después, el desayuno de los señores, la merienda de los chiquillos y el convite de las tertulias en las salas de recibir. Los chocolateros eran los artífices del españolísimo chocolate que tanto tono ha dado en las novelas de época cuando la protagonista le servía con picatostes o huesillos en las reuniones de la buena sociedad de los pueblos. Otro oficio de primavera era el de los colchoneros. Antes de la entrada de verano las amas de casa hacían una limpieza general de la casa. Limpiaban bien todos los rincones, los cajones de las cómodas, los armarios, fregaban a conciencia los suelos con lejía, jalbegaban la fachada y, sobre todo, hacían de nuevo los colchones que estaban duros, con la lana hecha pelotas de borra, apelmazada y lastimando los riñones de sus maridos. Para esa tarea, llamaban a los colchoneros. El día antes habían deshecho el colchón, habían lavado la tela en el pilón y estaba limpia para que el colchonero hiciera el colchón después de esponjar la lana como ellos sabían hacerlo Colocaban toda la lana apelmazada del colchón en el suelo, en un sitio empedrado y al que habían barrido bien con escoba monjariega. Armados de vara de fresno o tal vez de mimbre larga y flexible, sacudían varazos al montón de lana. La vara se hundía en la lana y salía con vedijas enganchadas a ella. Varazo tras varazo, golpe tras golpe, las pelotas de borra se rompen, se abren, se esponjan. La lana queda hinchada y la borra se hace vedija suelta y fofa. La lana bien vareada se colocaba después sobre la tela del colchón recién lavada. El colchonero la distribuye bien pareja, la cubre con parte de la tela y sentado al lado de lana y tela, la cose con aguja curva por el costado. La ensarta en medio las cintas por los ojetes de la tela y sujeta así la lana para que no se ruede al mover el colchón. El colchón esta listo para que el marido del ama duerma a la pata suelta la primera siesta del año y muchas siestas más. Los sastres hacían trajes, como es de suponer. Pero también daban vuelta a los trajes un poco gastados por el uso. Arreglaban trajes y gabanes de los hijos más grandes para los más pequeños. Para los trajes nuevos, la gente se compraba el "corte" en Medina o en Arévalo, se lo llevaba a su sastre y discutían como iba ser la chaqueta, si cruzada o recta, de dos o de tres botones, con chaleco o sin chaleco, con uno o con dos pantalones. El sastre tomaba, al destinatario del traje, las medidas reglamentarias (tanto de manga, tanto de pecho, tanto de cintura, tanto de pantalón y de tiro) y las anotaba en un cuaderno escolar que tenia en el cajón de la mesa, junto con las tijeras de cortar y los jaboncillos de señalar y las agujas y el hilo y muestras de tela y un etcétera que hacían decir que era un "cajón de sastre" todo lo que fuera un revoltijo de cosas en poco espacio. Famosos fueron algunos sastres, como Juventino, que era muy corto de vista y cuentan que una vez, arrimaba tanto la cara a la tela para coser que se cosió la gorra a la tela. Los "Sastres" eran una familia entera que se dedicaba a ese oficio. Eliseo el "Sastre" era todo un señor, alto y delgado, siempre bien vestido, como si fuera el hombre anuncio de su propio negocio. Los trajes nuevos se solían hacer con tiempo suficiente para estrenarlos el día del Cristo o los de los novios, para el día la boda, naturalmente. Los más elegantes y más pudientes se los hacían en Valladolid o en Salamanca. Los mozos de labor y los jornaleros se conformaban con estrenar el día del Cristo un pantalón de pana o una chaqueta de lo mismo o sacaban, para ir a la misa del día del Cristo, el traje de la boda, aunque se hubiera quedado pequeño. Todos procuraban estrenar algo para el Cristo y los sastres hacían su agosto preparando trajes y pantalones y chaquetas para estrenar. Los zapateros era mayormente remendones. Se dedicaban a echar medias suelas o suelas enteras y tacones a los zapatos y botas de los que las usaban, que muchos no conocían otro calzado que las abarcas de ruedas de auto y los trapos de lona. Vienen al recuerdo algunos zapateros, como "Tarraque", que era uno de los primeros jugadores de fútbol de Madrigal, que corría el campo con más entusiasmo y velocidad que eficacia y que, por supuesto era el que tenia a punto los balones y hasta hacía botas para jugar, o, por lo menos, les ponía tacos cuando se gastaban. "Noedo" era zapatero y alguacil o sereno a tiempo. Fina estampa costumbrista, la del zapatero, sentado en su silla baja, con su mandilón de cuero, rodeado de zapatos viejos por el suelo, golpeando la suela con su martillo o cosiendo la media suela al zapato, agujereando con la lezna y ensartando los cabos y tirando a dos manos de ellos. Recuerdo un poco nostálgico y tristón. Los tejeros hacían tejas y ladrillos para la construcción. Tenían el tejar al aire libre, fuera del pueblo, junto a las eras. En una explanada muy llana y barrida, tendían los ladrillos, hechos con el barro que habían mojado y batido antes. Transportaban el barro en unas carretillas, con una pala cogían una porción y lo descargaban en el "mencal", el molde para hacer los ladrillos, que estaba en el suelo, apretaban el

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barro en el molde, le pasaban la mano mojada para alisar la superficie y listo. La fabricación de las tejas era más complicada. Tenían una base curva de madera, que era el mencal, con la forma de la teja, sobre este echaban el barro y con una lata curvada con la misma forma del mencal daban la forma definitiva. Cuando las "labores", (así llamaban a los ladrillos y tejas sin cocer) estaban secas al sol, las metían en el horno, excavado en la peña. Colocaban los ladrillos de modo que siempre hubiera huecos entre ellos. Atizaban el horno con paja por un “bocín” que tenía en la parte baja. La llama subía por entre los ladrillos y calentaba por igual en todo el horno. Luego cerraban el “bocín” por donde habían metido la paja y le dejaban enfriarse lentamente por dos o tres días, y salían los ladrillos, rojos y perfectos. Al recuerdo vienen Senen el "Tejero" y sus hijos, delgados, altos y morenos como gitanos finos. Tenían el tejar en una hondonada junto al "Barrero", el lavajo junto a las eras de la carretera Medina. Personajes de Madrigal de antaño eran también los vendedores callejeros más diversos y pintorescos.

Los panaderos, el pan que habrán hecho en el horno por la noche y de madrugada, lo repartían a media mañana para que llegase a las mesas, al mediodía, reciente, crujiente y casi caliente. El "tío Tache" lo repartía en una mula torda que llevaba unos aguaderones de mimbre blanca, en los que iban las "medianas" tapadas por una sabana blanquísima. Llegaba a la puerta de la casa, llamaba al llamador y gritaba: "¡La gadúa!". Era el nombre que daba a la "mediana" u hogaza. Salía el ama o la criada con la "tarja" en la mano, recogía una a dos "medianas" tibias y crujientes mientras el tío Tache hacía con la navaja una a dos muescas en la arista de la "tarja". Esta era la contabilidad que llevaban para la venta del pan a crédito. Al final de mes, contaban las muescas en la “tarja" y sabían los panes que habían vendido los panaderos y recibido los clientes y que éstos tenían que pagar a aquellos. Sencillo y eficaz. Los fresqueros vendían el pescado que les había llegado por la mañana en el coche de Medina o que ellos mismos habían ido, en bicicleta, a recoger al tren, a Cantalapiedra. Lo vendían, llevando la caja con el pescado en un carretillo de mano, en la que iban mezclados sardinas y palometas, merluzas y pescadillas, congrios y salmonetes, almejas y besugos. Buenos vendedores de este alimento fueron el Sr. Benito el “sardinero", el Sr. Gervasio el “Pescadero" y su hijo Félix, que supieron vender fresco un alimento que se echa a perder tan fácilmente, en tiempos en que no había refrigeración y los transportes eran tan lentos. Los fruteros y los hortelanos vendían, en burros con aguaderos, la fruta que traían de fuera o la hortaliza que cultivaba en las huertas del pueblo. Todos se anunciaban con pregones de lo que vendían para que las mujeres salieran de la casa y compraran la mercancía que cargaban en el burro paciente y manso. Una vendedora muy singular era la Sra. Juana “la lucilinera”, que vendía "lucilina", o sea, petróleo para alumbrado. Entonces había alguna casa de pobre que no tenía electricidad y tenían que alumbrarse con candiles de “lucilina”. Yo he conocido y padecido esos candiles de lucilina, hechos por los hojalateros, en las casas del Monte cuando pasábamos temporadas de verano haciendo la era. La lucilinera llevaba su mercancía en un recipiente de hojalata con un grifo a un costado, por donde salía el liquido y llenaba una medida de cuartillo o de “panilla", para vender a las clientas, que nunca compraban mucha mayor cantidad. Curioso personaje el de la “lucilinera", que desapareció cuando la luz eléctrica entró en todas las casas. Los cacharreros venían de Cantalapiedra y traían en sus burros cántaros, botijos, pucheros de barro, cazuelas y barreños, que repartían por el pueblo al grito de: "El cacharreeero”. Los domingos y días de fiesta había un vendedor muy especial y muy querido por los chiquillos en las calles de Madrigal, generalmente en sitios fijos: los portales de la plaza de San Nicolás, la plaza del Cristo, el Cantón de los Piñoneros. Eran, precisamente, los piñoneros. Llevaban unas grandes cestas que colocaban en el suelo donde exhibían todo el arco iris de las delicias infantiles: piñones, cacahuetes, caramelos, peladillas y piñones dulces, regaliz, castañas asadas en invierno, todas las chucherías que, en todo tiempo, han sido las delicias de la chiquillería. Por una "perra gorda" llenaban el bolsillo de un chaval de cacahuetes o de piñones. Por una "perra chica" podías comprar dos barras de regaliz o un caramelo. Por casi nada, un chiquillo tenia algo que roer o chupar para toda la tarde. ¡Benditas sean la Sra. Juana o la Sra. Lucia o el Sr. Isidoro, las piñoneras y los piñoneros que nos alegraron tantas tardes de domingo en los portales de la plaza de San Nicolás o en la plaza del Cristo!. Este pequeño muestrario de oficios, tareas y faenas quiere traer a la memoria la vida diaria de Madrigal, hace cincuenta años y más. Quiere ser un recordatorio de los modos de vida y trabajo de los madrigaleños de antaño, de los modos de vida y trabajo que ya no existen, que se quedaron muertos a un lado del largo camino que hemos recorrido todos desde entonces hasta hoy.

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El agua en la vida de Madrigal

Madrigal se asienta en Castilla, en la seca meseta central de España, en la estepa. Llueve poco, lo suficiente para que el trigo prospere en los surcos y llegue a espigar y granar en la espiga en medio de los calores del verano. El agua en la estepa se la tiene por más importante que en ninguna otra parte. Los hombres del campo viven mirando al cielo, esperando que lleguen las nubes, y esperando, cuando llegan, a que se resuelvan en la lluvia refrescante y vivificadora. Yo creo que los hombres de la estepa solamente sonríen cuando llueve. En la lluvia, está para ellos el pan, la vida, el futuro. No debe extrañar que la sonrisa asome a sus labios cuando el cielo se pone gris y las nubes empiezan a soltar el agua que llevan en sus barrigas. El agua es vida siempre y en todas partes, en las nubes y en el suelo; en las fuentes y en el río o el lavajo, El labrador castellano ve la vida, más que nada, en las nubes. Están más visibles, tal vez; más encima de la cabeza. Y de ellas se ve venir el agua que cubre campos, sembrados y barbechos, prados y eriales. Los ríos son escasos en Castilla, los lagos apenas si existen, los lavajos sólo son unas manchas de agua quieta entre los trigales, donde van a beber las ovejas del rebaño más cercano y donde cantan las ranas al anochecer. En Madrigal, el agua ha sido siempre escasa y no estaba muy visible nunca. Aunque, la verdad, no estaba lejos de la superficie y se la encontraba fácilmente cavando un poco. No llovía mucho, pero el agua se quedaba cerca, a pocos palmos bajo el suelo. En todas las casas, había en el corral su correspondiente pozo, casi siempre con un brocal de piedra y la pila al lado, donde bebían las mulas y otros animales domésticos el agua que sacaban Mariano el Feo y los otros mozos. El pozo de casa de mi tío Fabio estaba entre el gallinero y el breval, no lejos de la cuadra de las mulas. Encima del brocal, descansaban la polea, la soga y la herrada (el cubo), en espera de la mano amiga que sacase del pozo, oscuro y freso, el agua vivificadora. Del pozo se sacaba el agua para beber el ganado de corral, para el uso de la cocina y el fregadero, para lavar la colada de la semana, con el pilón (la artesa de madera) al pie de la pila o montado sobre ella. Ahí se lavaban y limpiaban a fondo las tripas del marrano en los fríos días de matanza. Sin que casi nadie lo advirtiese, el pozo daba vida a la casa entera, su agua apagaba la sed de los animales y limpiaba la cocina y los suelos de la casa. También en el campo el agua se mostraba cercana. Los lavajos retenían en sus cuencos el agua de lluvia y la retenían por todo el año, hasta en verano, en que nos bañábamos los chavales en sus aguas, limpias hasta que topábamos con los pies en el légano del fondo y todo se enturbiaba. Bien cerca del pueblo, estaba el Barrero, el lavajo más famoso de Madrigal. En él se miraba, como en un espejo, la fea cabezota de la torre la Cantona, que era un castillo de la muralla, roto y descarnado por el tiempo implacable, y que estaba muy cerca del Barrero. Del Barrero sacaba Senén el agua para hacer el barro de los ladrillos y tejas que cocía en su horno. ¡Cuántas veces hemos jugado por allí los hijos de Senén que eran de mi edad y otros chicos! Un poco mas lejos, en el camino de Cantalapiedra, estaba otro lavajo bien conocido, Jalbegona. Era el preferido por la chavalería para bañarnos en los días calurosos del verano. Yo siempre cruzaba a nado los treinta metros de diámetro para mostrar mis habilidades natatorias, que casi nadie tenía. El nombre de Jalbegona le vendría, digo yo, de que en sus fondos encontraban las mujeres de Madrigal el légano, con el que jalbegaban o enjalbegaban el fondo de las cocinas, el humero, para tapar lo negros hollines que dejaban los humos de las pajas quemadas. El jalbiegue era un modesto ingrediente para sustituir a la cal en las cocinas. En el camino de Rasueros estaban los Anteojos: dos lavajos redondos unidos por un canalillo que componían la figura de unas gafas o anteojos que le daban nombre. Otra muestra de agua somera, bajo el suelo, la teníamos en los pozos de los "rompidos". El rompido era un pedazo de tierra que el "amo" le dejaba gratis a un criado o jornalero de la casa para que allí sembrara sus patatas para todo el año, sus alubias y lechugas. Generalmente era una tira de tierra de la finca del amo, de unos metros de ancha que estaba cerca de algún prado bajo o de una zanja donde era fácil encontrar agua a poca profundidad. En la linde de la tierra y el prado, el beneficiado con el rompido cavaban pozo. A un par de metros o menos, encontraba el agua que necesitaba para regar sus patatas y lechugas. De ahí la sacaba con un viejo artilugio que se encuentra en todos los pueblos antiguos del Mediterráneo: el cigüeñal y el varal. El tronco de un árbol con dos ramas en horquilla se clavaba al pie del pozo. En la horquilla se montaba un balancín (el cigüeñal). En un extremo, un peso (una piedra grande, una herrada cargada de cantos) y en el otro, el que caía encima del pozo, se enganchaba el varal, una vara delgada y larga que tenía atada la herrada en la punta de abajo. Con un sencillo movimiento, un hombre y hasta un niño, bajaba el varal, con la herrada en la punta, hasta el pozo. Metía la herrada en el agua y le daba un ligero impulso hacia arriba. El peso en el otro extremo del balancín o cigüeñal hacía lo demás: la herrada, cargada de agua, subía fácilmente y el aguador la descargaba en el brocal. De allí, por las

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regaderas previamente preparadas, llegaba el agua vital hasta los canteros y las eras donde verdeaban las patatas, las lechugas, los pimientos, melones o sandías refrescantes, algunas de cuyas piezas acabarían en la mesa de los amos en agradecimiento por la cesión del rompido. Había un rompido cerca de los prados que estaban pasados los desmontes de la carretera a Arévalo, en el que más de una vez mis amigos y yo hemos robado melones y sandías al anochecer. En los campos, sobre todo en los sitios bajos, surgían algunas fuentes, que manaban agua si no abundante, si suficiente para las necesidades de la gente de antaño. La Fuente Nueva, en la carretera de Arévalo, nada más salir del Castillo, daba agua suficiente para que muchas mujeres fuesen allí a lavar sus coladas de la semana. En el camino de Bobadilla, a un kilómetro o así de la puerta de Cantalapiedra, había otra fuente, la Redecilla, muy frecuentada también por las lavanderas. A la Redecilla iba en busca del agua, para su negocio de gaseosas, Pedro Rubio con un carretón en el que acomodaba 15 ó 20 cántaros y que arrastraba un burro guiado o montado por un mocetón corto y lento que era el ayudante imprescindible de la fábrica de gaseosas más famosa de Madrigal. En el Monte Alto, había otra fuente, cerca del río Trabancos y al pie de la carretera a Cantalapiedra, donde se surtían de agua para beber y lavar, todas las casa del Monte. Allí iban las mujeres y los niños de los montaraces con los burros y las aguaderas cargadas con los cántaros a llevarse el agua un poco cárdena y salobre con el apagaban su sed y hervían sus garbanzos. Me acuerdo como si fuera hoy mismo cuando iba yo por agua, montado en el burro, con otro chaval, hijo del montaraz o de algún pastor, con las aguaderas de mimbre oscura sobre la albarda. No había chorro para coger el agua. Teníamos que meter el cántaro en el agua que rebosaba de una pileta cubierta y sacarle lleno y rezumando por todas partes. Hoy no hay ya pozos en las casas. Se han secado y los han cegado para evitar accidentes. Los lavajos han desaparecido. No hay espejo de agua en que se mire la cabezota de la Cantona, ni hay lavajos entre los trigales para que beban las ovejas o canten las ranas. ¿Quién se acuerda de los rompidos y los pozos con cigüeñal y varal? Son memorias del neolítico. Las fuentes han dejado de manar. Ya no hay lavanderas que planten sus pilones al pie de la fuente y tiendan su ropa blanca en la hierba del prado cercano. Hoy, los regadíos con potentes motobombas y riego por aspersión han cambiado el paisaje totalmente. A mejor, por supuesto; no sólo en los económico, sino en lo estético. Se ha perdido la gracia bucólica y antigua del pozo, la fuente y el lavajo, que hablaban de escasez. Se ha ganado en verdor, en riqueza, se ha conseguido un paisaje desconocido en la Castilla seca, acostumbrada al trigo, al barbecho y las pajas de septiembre. Antes, sólo se veía el verde de los trigos en primavera. Después secadales por doquier. Hoy, el regadío pone manchas de verdor extensas y lujuriantes que son un regalo para los ojos y riqueza para todos. codicia con que guarda un beduino el agua en el desierto con el sentido de propiedad que tienen tan desarrollado los niños desde bien temprano.

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Escuelas

A lo largo de la vida de una persona, de los que ya contamos por décadas en lugar de por años, ha habido muchos cambios en la vida de un pueblo como Madrigal. Las escuelas es una de esas cosas que han cambiado mucho con los años o con las décadas.

En mi recuerdo, la primera escuela a la que asistí, (si es que se puede llamar escuela, mejor sería llamarla guardería infantil, aunque en aquellos tiempos no se usaba esa palabra), fue la escuela de la "Señá" Candelas. Lo que entonces se llamaba escuela de párvulos o parvulario, por mal nombre, "la escuela de los cagones". Allí íbamos chiquillos de medio pueblo. Supongo que habría otras escuelitas del mismo estilo por otros barrios. Hablo de la que conocí; que otros recuerden la que les tocó vivir .

La "Señá" Candelas era una mujer grande - o así nos

parecía a los renacuajos de hombre que asistíamos a su escuelita - huesuda y angulosa de cara, vestida siempre con refajos negros y con pañuelo negro a la cabeza. Era además coja y la faltaban bastantes dientes en la boca. Era la clásica estampa de una bruja de cuentos de miedo, pero ésta era la realidad, así era la "Señá" Candelas. Lo cierto es que no inspiraba el miedo que inspiran las brujas, porque, por lo poco que yo recuerdo y por el éxito que como "maestra" de párvulos tuvo, era una buena mujer y cumplía su cometido de retener y entretener a los pequeños con muy buenos resultados, y hasta de enseñarlos algunas cosas.

Los recuerdos no están muy claros y no quisiera inventar nada. Tal vez a la estampa le falte luz y los contornos resulten borrosos. Pero, hagamos un esfuerzo de memoria y tratemos de pintar el cuadro con la mayor veracidad y exactitud que podamos.

La "Señá" Candelas reunía unos 25 o 30 pequeñajos, entre los dos y los cinco años. El "aula" era el portal de su casa y en los días mas fríos trasladaba a sus "discípulos" a la cocina. Cada uno de ellos se sentaba en su banquilla de madera, que los padres habían llevado el primer día de "clase" Yo supongo ahora que las "clases" las daba la "Señá" Candelas solo en el buen tiempo, porque en el invierno, en los días más crudos, su casa no reunía las mínimas condiciones de calor y comodidad para que los pequeños estuviesen toda una mañana allí. El “programa” de las "clases" consistía en aprender a rezar, cantando, el Padre Nuestro, el Ave Maria, la Salve y el Credo, en aprender el alfabeto y no sé si algo más. Por lo menos aprendíamos a convivir unos con otros, a conocer otros niños que no fueran nuestros hermanos y vecinos y a llorar un poco menos cuando sufríamos un contratiempo de los que se tienen en tan corta edad. Uno de los más dolorosos y más frecuentes era la pérdida de la botella:

Cada niño llevaba consigo, cada mañana, una botella con agua para beber, como una medida de higiene para no beber todos del vaso de la "Señá" Candelas, en las que se hubieran quedado pegados los mocos de cada nariz y se hubieran repartido por cada cara y cada boca que bebiera después. La botella la guardaba cada niño con el celo y la codicia con que guarda un beduino el agua en el desierto, con el sentido de propiedad que tienen tan desarrollado los niños desde bien temprano.

Algunos la dejaban en el suelo, junto a la banquilla de madera; otros la tenían abrazada todo el tiempo y cuando bebían, en vez de agua fresca, bebían un caldo insípido, a la temperatura de 37 grados centígrados. Era igual, el agua de mi botella sabia a gloria y tanto bebía uno de ella, que a media mañana ya se había acabado el agua de las botellas y la “Señá" Candelas tenia que rellenarla de uno de sus cantaros con la ayuda de un embudo de hojalata, de los que hacia el Sr. Emilio el "Hojalatero". En estos continuos trasiegos de la botella, de las manos a la boca, era inevitable que se rompiera más de una vez alguna de ellas contra los cantos rodados del empedrado del portal o contra las baldosas de barro de la cocina de la "Señá" Candelas. En cuanto sonaban los cristales rotos contra el suelo, la "Señá" Candelas acudía todo lo deprisa que la permitía su cojera a recoger con una escoba y un recogedor los cristales desparramados por el suelo entre los chiquillos para evitar cortaduras. El dueño de la botella rota comenzaba a llorar hasta que se cansaba y al mismo tiempo, estallaba el coro de los demás niños a cantar, con repetición machacona y música de pocas notas, la cantinela de rigor: "iPooobre boteeella, pooobre

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boteeella, pooobre boteeella!" El coro repetía el estribillo hasta que se cansaban o la atención era llamada a otra cosa.

La "Señá" Candelas era una mujer imaginativa y mañosa. Los "culos” de botellas rotas en su escuelita no los tiraba a la basura; los clavaba en el suelo de su portal, entre las piedras del empedrado y así formaban un bonito mosaico de piedras y vidrio de diversos colores, repartidos caprichosamente por el suelo del humilde portal. El suelo adquiría un colorido curioso y extraño y era, al mismo tiempo, un recuerdo de las botellas rotas y de las lágrimas vertidas por los desbotellados niños. Supongo que, no quedaría ni un solo niño que no pagase el tributo de su botella y de sus lagrimas, un día u otro, para embellecer el suelo del portal de la "Señá" Candelas. La siguiente escuela, a la que asistí, fue la del Colegio de la Capilla. Allí, un grupo de maestros había montado un colegio de "pago", al que acudíamos los niños de las mejores familias de Madrigal. Los salones de la casona de la Capilla eran los salones de las clases. No recuerdo mucho de esta escuela porque estuve muy poco tiempo en ella. Sólo recuerdo que era uno de los más pequeños y que allí aprendí a escribir palotes en los cuadernos con falsilla que se estilaban entonces. Tengo en mi memoria, como una foto descolorida, los recreos en el cortinal u ortigal, que era un corralón grande de la casona y que por aquel entonces servia de patio de recreo a los alumnos del colegio.

Los alumnos de la capilla

Recuerdo también la rabieta que cogí el día que se hicieron las fotos de todo el colegio en las que yo no pude aparecer porque, no sé por qué razón, ese día no fui a clase y al día siguiente, cuando me enteré, estuve llorando todo el día. Y es una pena, porque esas fotos colectivas de la clase, son luego un recuerdo imborrable de todos los amigos, congelados en la foto en la edad que nunca más se va a repetir.-- "Mira, éste es Alejandro Bellido, y este otro es Juanito el "Moreno" y más arriba está su hermano "Nino”. Aquí está mi hermano Adolfo, vestido de marinero y en esta otra fila está mi hermano Fermín, junto a su inseparable amigo Alejandro Cabrera" Es verdad que una imagen vale por mil palabras. No sé por qué motivo, el colegio de la Capilla desapareció. Mis hermanos Fermín y Adolfo fueron internos al colegio de Santa María de Nieva, junto con otros muchos estudiantes de Madrigal. Yo, que entonces tenia seis años, fui a parar a la escuela publica, que entonces estaba en el propio edificio del Ayuntamiento. Entonces, en las escuelas públicas, no había más que dos clases para chicos: una que se daba en el gran salón de sesiones del primer piso para los más pequeños y otra, la de los mayores, que estaba en el salón de la derecha de la planta baja. En ésta, de los mayores, el maestro se llamaba Don Leocadio, y tenía un hijo al que llamábamos "Cayito" o el "Veludo" porque siempre tenia dos "velas”, dos mocos más o menos secos entre las narices y la boca. Me acuerdo del nombre de Don Leocadio, que no era mi maestro y no soy capaz de acordarme del maestro de la clase de los pequeños, de mi propia clase. Yo me sentaba en la 52


primera mesa, que era, como todas, un pupitre corrido con banco largo sin respaldo, con cajones independientes que se abrían levantando la tapa. Unos agujeros redondos alojaban los tinteros, y una ranura cerca de ellos servía para dejar el palillero con la plumilla de acero. No existían los bolígrafos ni se conocían casi las plumas estilográficas. Las cuentas las hacíamos en la pizarra con el pizarrín y las borrábamos con saliva, o, como decíamos, con "escupicina" y la palma de la mano. Poco higiénico, pero muy eficaz. A mí me daban en casa un pedazo de tela para borrar la pizarra, pero nunca lo sacaba del bolsillo por miedo a que se rieran de mí y me llamaran mariquita o niñato. Tengo un recuerdo bien clavado en la memoria de aquella escuela que desapareció muy pronto. A mi lado, se sentaba Pedrito Barrado, hijo del Sr. Pedro Barrado, el taxista. Por algún motivo que no recuerdo, empezamos a pelearnos, aprovechando una ausencia del maestro, supongo. De las palabras, pasamos a los puñetazos y yo terminé la pelea cogiendo el palillero y clavándole la pluma en una mano al bueno de Pedrito Barrado. Corrió la sangre y el susto hizo que la pelea terminase como por encanto. Al llegar a casa, al mediodía, mi padre se había enterado del incidente. Nada más llegar a casa, me reprendió con dureza (Nunca me pegó). Me cogió por un brazo y me llevó hasta la casa de los Barrado, que estaba en la calle Empedrada. Allí me obligó a pedir perdón a Pedrito delante de su padre y su madre y a darnos un abrazo de amigos. Los Barrado no querían que yo hiciese tal cosa que les parecía humillante y lo excusaban como cosa de chiquillos, pero mi padre no cedió en su propósito, hasta que no pedí perdón y di el abrazo. A mitad de curso, nos trasladamos desde las clases del Ayuntamiento hasta las Escuelas Nuevas o Escuelas Graduadas. El salto del viejo salón, de suelo de tarima carcomida por la polilla, a los salones nuevos del grupo escolar, con grandes ventanas, que los daban luminosidad y alegría, fue espectacular. Los nuevos pupitres dobles, con asientos abatibles y respaldo, hacían anticuadas las mesas del gran salón del Ayuntamiento. Además los dos salones antiguos se convirtieron en cuatro grados modernos con cuatro maestros, como en las capitales. Mi maestro se llamaba Don Jerónimo y no recuerdo de él más que estaba siempre que tenía un rato libre, haciendo, sobre una tablilla, un bajorrelieve con masilla que modelaba con unas espátulas de madera. Ni idea tengo de que figura modelaba. Las Escuelas Graduadas fueron obra de la Dictadura de Primo de Rivera y se terminaron en tiempo de la República. Los políticos republicanos las presentaban como un gran triunfo del progreso y de las nuevas ideas republicanas, cosa que no es cierta por completo. Entonces, los chiquillos no sabíamos nada de eso. La única diferencia con el salón de la vieja escuela era que las Escuelas Nuevas no tenían el crucifijo que antes colgaba en la pared encima de donde se sentaba el maestro y le sustituyeron por un cromo cursilón, de muchos colorines, en el que aparecía una alegoría de la Republica, como una señora más bien tetuda y metida en carnes, con una corona de castillos en la cabeza y un manto con los colores de la bandera republicana, que la caía hasta los pies y seguía como un camino tricolor sobre un mapa de España y que comenzaba en Jaca, en el norte y llegaba hasta Madrid, en el centro. Cuando quitaron los crucifijos de las escuelas, las señoras de la buena sociedad, se dedicaron a hacer cordones con hilo de carrete y a colgar en ellos pequeños crucifijos para que todos los niños que quisieran, los llevaran colgados del cuello. Con ello querían decir que los republicanos quitaban el crucifijo de las escuelas, pero nadie podía quitar el crucifijo del pecho de los niños. Fue un bonito gesto de los católicos contra la irreligiosidad de la Republica. Se contaba que, cuando uno de los hijos de Senén el "tejero", que era uno de los prebostes de la "Casa del Pueblo" socialista, llegó a su casa con el crucifijo al pecho, su padre se lo arrancó y lo tiró al pozo. El crucifijo fue arrancado del pecho del niño, pero no de su corazón. El niño se llamaba y se llama Felipe Doyágüez. Hoy es un santo y ejemplar sacerdote. Y Muy querido por todos. Del maestro que mejor me acuerdo es de Don Juan Pollos. Después de las clases ordinarias nos daba clase particular a Carmelo López Ferrero, a Antero Fernández de la Mela y a mí. Nos enseñó Ortografía con un curioso método, que resulto muy eficaz. Nos escribía unas tiras de papel a máquina con palabras de dudosa ortografía, escritas unas bien y otras mal. Nosotros teníamos que escribirlas correctamente con la ayuda de un pequeño diccionario que nos hizo comprar. En un solo curso aprendimos a escribir, con “v” o con “b”, con “h” o sin ella, las palabras de uso más corriente. Luego nos preparó para el ingreso en el bachillerato con el mismo buen éxito. Yo estudié con Don Juan Pollos el primer año de bachillerato y también aprobé todas las asignaturas en el Instituto de Ávila. Después de aquel primer año de bachillerato, no pisé más ninguna escuela de Madrigal. Las chicas no tuvieron la misma suerte que los chicos: no tuvieron escuelas graduadas ni edificio nuevo. Había dos escuelas de chicas, una, en la que daba clase Dª. Teresa Querol, que estaba en la calle de los Ángeles, en una casa del ayuntamiento y otra cuya maestra era Doña Casilda y que estaba encima de la cárcel, en una casa muy antigua en la esquina de la calle del Tostado y plaza de san Nicolás, donde hoy

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está la Caja de Ahorros. En esta casa y en esta clase educó Doña Casilda a tres o cuatro generaciones de niñas de Madrigal. Doña Casilda era una solterona simpática y parladora, menuda y atildada, que era querida por todo el mundo que la trataba de cerca, chicos o grandes. Era una mujer muy religiosa, la podíamos llamar beata. Era de misa y comunión diarias. Siempre en la junta directiva de las Hijas de María, de la Adoración Nocturna, de la cofradía de la Virgen del Carmen y de cuanta cofradía o hermandad hubiera en las iglesias de Madrigal. En todos los actos religiosos que se celebraran, estaba Doña Casilda en primera fila y cuando se cantaba en esos actos, se oía su voz potente y bien timbrada, sobresaliendo por encima de todas y casi siempre desafinando un poco. En todas las procesiones estaba ella con sus escapularios y su rosario en la mano, cantando con su brío acostumbrado. Doña Casilda fue una verdadera institución del viejo Madrigal. Las malas lenguas contaban que a Doña Casilda le gustaba el vino y que los colores que aparecían constantemente en su cara menuda a eso precisamente se debían. Se decía que su fiel criada Nemesia, a la que siempre trató como una amiga, más que como una sirvienta, era la encargada de ir a la taberna de Gerardo, al otro lado de la plaza de San Nicolás, a comprar la botella todos los días. A mí siempre me pareció ésta una calumnia absurda y sin sentido. No soy capaz de imaginar a la exquisita y espiritual Doña Casilda bebiendo vinazo en la soledad de su casa, ni mucho menos bajo los efectos de una cogorza. Bulos y chismes de pueblo y nada más. Aquí tenemos que terminar hablando de la finura y la simpatía natural que se transparentaba en todos los actos y palabras de Doña Casilda.

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Juegos y diversiones

Madrigal ha sido un pueblo lúdico, amante del juego y de la diversión, como todos los pueblos de Castilla y de cualquier región de España. En los pueblos, hace 50 ó 60 años, el juego en general y cada una de sus manifestaciones en particular tenía una mucho mayor importancia y categoría que la que pueda tener hoy. Recuérdese que no existía Televisión, que el cine apenas si llegaba a los pueblos, que otras diversiones, como el teatro o los títeres, que eran la versión pueblerina del circo, eran acontecimientos muy escasos y que, por lo mismo, cobraban un importancia mayúscula y no podían ser el pan nuestro de cada día, aunque a muchos les hubiera gustado que así fuera. Vamos a hacer una primera distinción entre los juegos de los niños y los juegos de los mayores. Bien quisiera traer a la memoria aquellos juegos de niño con toda la pasión que poníamos en ellos, con toda la satisfacción que de ello sacábamos, con el color y el calor que tenían para nosotros esos juegos en la calle. Y, en cuanto a los juegos de los mayores, quisiera pintar con pincelada colorida los detalles más vistosos, las estampas más costumbristas y la gracia en el desarrollo del juego que los conocedores podían apreciar bien. En los juegos de niños, había un calendario de todo el año por el que se distribuían a lo largo de los meses cada uno de los juegos, no se si con precisión astronómica o con un poco más o menos de aproximación. Lo cierto es que no todo el año estábamos jugando a la peonza, ni todo el año era estación de bolas o de tabas. Había unos meses que se jugaba a la peonza, luego venían las bolas, después las tabas o los bolos. Igual cosa sucedía con los juegos de los adultos. La calva tenia su temporada alrededor de la Semana Santa, la pelota o frontón, la suya y pocas veces se superponían las temporadas unas sobre otras. Empecemos con las bolas. No soy capaz de recordar cuando empezaba la temporada de las bolas. Me parece recordar que se jugaban en invierno, ya asomando la primavera. En mis tiempos había dos clases de bolas en las manos y en los bolsillos de los chavales: Las de barro cocido, que llamábamos de "sabas", porque el primero que las vendió en Madrigal fue mi abuelo Sabas Garzón en su comercio de la plaza de Herradores. Eran las más baratas, creo que daban diez por una perra chica en cualquier comercio, pero también eran las más malas, se partían en dos con mucha facilidad, sobre todo jugando como se jugaba en Madrigal. Las de piedra, o bolas de verdad, eran de un material más duro ( algún cemento y mármol machacado desconocido) y duraban mucho más. Y, por supuesto, tenían más valor en el juego. Equivalía cada una de piedra a tres o cinco de sabas. Había jugadores que sólo jugaban bolas de piedra. Las de sabas, las tenían en muy poco aprecio y se las reservaban a los más pequeños. Es que los grandes jugadores se cotizaban alto en el juego. En Madrigal, se jugaba a las bolas entre los cantos del empedrado. En otros pueblos se solía jugar en tierra y las bolas rodaban sobre la tierra más o menos llana. En Madrigal, era el juego mucho mas difícil, aquí no rodaban las bolas; había que tirar a la bola contraria por el aire y acertarla desde que salía de la mano hasta que topaba la bola del contrario sin más apoyos que el tino y puntería del jugador. Hacíamos el "gua", quitando un canto del empedrado. Ese era el punto de partida de la jugada. El contrario colocaba su bola en un canto plano que tenia que estar a distancia de por lo menos cinco palmos. Los grandes jugadores lo ponían mas lejos aún. El jugador que le tocaba tirar, marcaba un palmo desde el borde del gua, apoyaba en ese punto el dedo meñique de la mano izquierda y en el dedo pulgar, que quedaba arriba, apoyaba su mano derecha a la altura de la muñeca. Entre el pulgar y el índice doblado, descansaba la bola, como la piedra en la catapulta romana. El pulgar engatillado en el dedo corazón, disparaba su potencia apuntando con todo cuidado a la bola enemiga. El acierto y puntería se veían en el golpe que recibía la bola contraria, que salía disparada lejos de su piedra. El fallo hacía que la bola lanzada rebotara en las piedras y tenia como castigo el que el jugador contrario la disparase desde el canto de bola. Si este tiro acertaba a la bola, este jugador tenia que hacer gua para ganar la tirada. Estoy seguro que había más incidencias en el juego pero no puedo recordarlas por más que lo rebusco en la memoria. El juego en los cantos del empedrado requería una mayor puntería que en el juego en tierra y sobre todo necesitaba una mayor potencia de tiro, porque la bola salía del dedo hasta la bola del contrario como un disparo de cañón por elevación. ¡Era hermoso el juego de bolas o del gua! Se necesitaba tino y destreza, al mismo tiempo que potencia de tiro y fuerza en el pulgar. ¿No lo recordamos todos con nostalgia y cariño? Después de las bolas, de pronto surgían las peonzas como los hongos al sol de octubre después de un día de lluvia. Nadie sabía como aparecían las peonzas. Un buen día, los hermanos Bellido, el "Moreno", o Félix el de la "Patita" o el "Jaro", llevaba su peonza a la escuela. Al día siguiente, todos los chavales tenían en sus bolsillos la peonza y, en cuanto salían al recreo, estaban tirando de cordel y haciendo bailar cientos de peonzas en la tierra del patio. Porque todos teníamos en nuestras casas las

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peonzas a los más poderosos peones, guardados desde el año anterior en la mesita de noche o en el cajón donde atesorábamos nuestros pocos, pero más preciados juguetes a instrumentos de diversión. Allí teníamos escondidos, el tirador, llamado en otras partes tirachinas, las bolas, cuando no se jugaba al "gua", las tabas, la pistola de madera para jugar a guardias y ladrones... Los mil cachivaches que cualquier chaval de pocos años guardábamos y usábamos en nuestros juegos de todo el año. También, algunas veces, había que ir al comercio de Fabio a comprar una peonza nueva. Llegabas allí, te sacaba Rufo, el dependiente, la caja de las peonzas y te dejaba que rebuscases a gusto hasta que encontrases la peonza que te cuadraba. Porque no cualquier peonza era buena. Las había mas gordas y panzudas o más afiladas y largas. Había que encontrar una que no tuviese ninguna raja abierta en la madera. Había que mirar bien el pico, que estuviese bien recto, para que no temblase al bailarla y bien hincado para que no se saliese al apretarle con el cordel. El cordel, había que escogerle bien. Tenia que ser de cáñamo, no de otra fibra y del calibre justo. Una vez comprado, le atábamos un hilo en la punta para que no se deshiciera, y en el otro extremo, le dábamos un nudo, en el que poníamos una chapa de botella o una perra chica perforada, o simplemente, hacíamos un "chorizo" con el cordel sobrante. Allí tenia que haber algo en donde se agarrase la mano en el momento de tirar la peonza. Las peonzas nuevas del comercio tenían unas rayas, marcadas por el lomo, desde el pico hasta la panza, para que no se corriese el cordel. La culata venía pintada de rojo y en la parte más alta tenían un rabo, que llamábamos la perinola, que siempre se la quitábamos, porque era un adorno propio de chicas o de señorito de ciudad, no de un chaval de pueblo. Si alguien hubiera sacado una peonza con perinola, todos los chicos se le habrían reído y le habrían llamado marica por lo menos. Nadie se atrevía a sacar una peonza con perinola. Además de las peonzas, que eran las mas corrientes, estaban los peones. Los peones eran mas pesados, más poderosos y tenían una forma un poco distinta de las peonzas. No eran tan panzudos, eran más cónicos, mas alargados, con la culata mas plana y no eran torneados, sino hechos a mano. A mí, me hizo Eliseo uno de madera de encina, a azuela, que era una maravilla. El pico, se le puso Pedro el Herrero de un clavo de herrador, bien redondeado con la lima y clavado en caliente con mucho cuidado, el peón sujeto en el tornillo para que no se abriese. Estaba tan bien hecho que se "dormía" en la mano y bailaba mas tiempo que ninguna peonza de mis amigos. Un peón o peonza se "dormía" cuando se quedaba quieto en tierra o en la mano sin moverse del sitio, girando sin cesar. Era la gran prueba que delataba a una buena peonza. Las peonzas o peones corredores y saltarines no valían para nada, nadie los quería. Se jugaba al corro. Con la punta de la peonza, marcábamos un círculo, más o menos grande. Jugábamos en equipos: dos contra dos o tres contra tres. Unos ponían dentro del círculo sus peonzas, tirándolas al centro desde fuera, sin pisar la raya. El equipo contrario tenia que sacarlas del círculo con sus propias peonzas mientras bailaban. Había tres maneras de sacarlas: la "picada", el "tope" y la "macetá". Con la picada, buscábamos clavar la peonza del contrario al tirar la nuestra, o por lo menos, que nuestra peonza, al caer en tierra, tocase a la del contrario y la desplazase del lugar donde estaba y, si podía, la sacase del corro. Era una operación difícil y de mucho tino y puntería. El tope se hacia cogiendo la peonza en la mano, mientras bailaba en el suelo, y dando con ella a la contraria con un movimiento de la mano de atrás a adelante. La macetá se hacia cuando a la peonza le quedaba muy poco baile. Se cogía a la peonza, y, con un movimiento de vaivén previo, como para coger fuerza, se la impulsaba hacia la del contrario, como si fuéramos a dar una bofetada con la peonza en la palma. Si acertabas bien, este golpe era siempre definitivo para sacar a la peonza mas pesada del corro y echarla bien lejos. También se jugaba al corro de dinero. En lugar de peonzas, se ponía en el corro una perra gorda por cada jugador. El juego consistía en sacarlas de picada, a tope o de maceta. Jugar de dinero no estaba bien visto, se consideraba un poco vicioso y solo jugaban los más grandones, nunca los pequeños. En el patio de las Escuelas Nuevas o en la plaza de Santa Maria o en la Plaza del Cristo o en el Barrio Nuevo o en cualquier sitio donde hubiera suelo de tierra ¡qué partidas de peonzas se jugaban! ¿Las recordáis los que estáis a mucha distancia de aquellos años de niño?. Las tabas era un juego muy de pueblo, muy campestre. La taba es un hueso de la pata de las ovejas y cabras, que debe de ser el equivalente de la rótula humana, con una configuración muy particular y que por eso mismo se prestaba al azar de las posiciones distintas. Una vez bien pelada de pellejitos y adherencias, bien limpia y blanqueada, la taba tiene una cara que es la que llamábamos carne, en forma de “S” doble, otra cara que llamábamos por mal nombre el culo y dos caras distintas, pero para el juego daba igual porque no significan nada, no tienen ninguna significación, que son el alto y el bajo. Las tabas se jugaban de tres en tres. Se ponían las carnes arriba, se sostenían los culos en los dedos y se tiraban al aire dando vueltas. Caían en el suelo y las más de las veces caían alto o bajo, sin ninguna consecuencia. Cuando caía una de ellas de carne, ganaba el que tiraba. Si alguna caía de culo, perdía lo que se jugase,

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dinero, o tabas o cromos y también perdía la vez de tirar. Era un juego de azar y se prestaba a jugar dinero. Por eso no era bien visto por los más pequeños y era mas apreciado por los mocetes y chicarrones. Los bolos era un deporte algo parecido a los bolos montañeses. Eran seis bolos que se alzaban a unos cuantos metros del jugador, que tenia que derribarlos todos menos uno con tres monagas, especie de huevo largo de madera de encina. Los bolos y las monagas los hacían los carreteros en sus talleres. Mis bolos estaban hechos, naturalmente, por mi vecino Eliseo y estoy seguro que no los había mejores en todo el pueblo. Había juegos que no necesitaban de nada para jugarlos. Bastaba con correr y saltar y cierta habilidad para hacerlo. Uno de estos juegos era la dola. Uno de los jugadores, señalado por sorteo, se ponía doblado por la cintura, con las manos apoyadas en las rodillas. Era el "burro" Los otros jugadores saltaban por encima de él, apoyando las manos en su espalda, mientras cantaban o recitaban unos malísimos pareados: "A la una, daba la mula. A las dos, daba el reloj. A las tres, los tres niñitos de San Andrés. A las cuatro, el tortazo (y se daba al burro un tortazo en el culo). A las cinco, el pellizco. (Pellizco al burro). A las seis, baja el perrito a beber. A las siete, el cachete (se daba otro golpe al burro). A las ocho, el bizcocho. A las nueve, baja y bebe. A las diez, dale el espolique y échate a correr. (Golpe con el talón al momento de saltar y a correr). Había otro recitado para la dola sin espoliques ni cachetes. Se cantaba así, más o menos: San Isidro labrador/ muerto le llevan en un serón/ el serón era de paja/ muerto le llevan en una caja/ la caja era de pino/ muerto le llevan en un pepino/ el pepino era de aceite/ muerto le llevan a San Vicente/ San Vicente ya era viejo/ muerto le llevan en un pellejo/ el pellejo era de vino/ muerto le llevan hasta el espino. Y seguía más, pero yo no me acuerdo de esos pareados que nos hacían pasar horas jugando a dola. Otro juego de correr y esconderse era la zágala. Venia a ser una variante del juego del escondite. Uno, sacado a suerte, se quedaba de zágala, contando hasta veinte con los ojos tapados en la "puá". Los demás jugadores se escondían. El zágala iba buscando por los alrededores. Cuando descubría a uno de los escondidos, decía las palabras mágicas: "Zágala en Daniel o en Goyo o en Juanito" y salía corriendo para llegar a la puá antes que el descubierto. Si el descubierto llegaba a la puá antes que el zágala, este perdía y seguía buscando. El zágala sólo se libraba de su puesto en el juego si descubría a todos los jugadores y llegaba antes que ellos a la puá. Entonces le sustituía el primero que había sido descubierto. Se pasaban muy buenos ratos jugando a la zágala, sobre todo al anochecido o ya de noche ¿Los recordáis?. En los días que precedían a la fiesta del Cristo, había un juego muy propio de ese tiempo, era el de los toros. Mientras se armaba la plaza del Cristo para las capeas, entre los palos para levantar las cantarillas y las vigas que iban a cerrar la plaza, yo creo que todos los chiquillos de Madrigal, desde el Barrero y el Barrio Nuevo hasta la Cava. Desde la Carretera de Peñaranda hasta la Puerta de Arévalo, desde Cantarranas y Triana hasta la Huerta de Marazuela, todos los chavales de Madrigal acudían a la plaza del Cristo a jugar a los toros. Unos hacían de toros, otros de caballos y otros de toreros. Los "toros" se los traía del Paseo de Fuera en un perfecto encierro con caballos y corredores de a pie. Se los encerraba en el toril imaginario señalado por una raya en el suelo. Luego se les toreaba en forma, con cortes al estilo de Cotito y hasta con capotes de colchas viejas traídas de casa. Lo más espectacular de esa fiesta de toros anticipada eran siempre los encierros: entrar corriendo todos por el puente de los Caños en la plaza, ya señalada por los palos tendidos en el suelo o montados en los soportes de escalera. No es fácil olvidar esas corridas llenas de sudores y cansancio, entre polvo y fatiga, jugando a ser Cotito o el maletilla forastero, que daba unos capotazos a su mejor amigo que hacia de toro. Jugar al toro en los días de vísperas del Cristo, en la plaza donde se iban a correr los toros de verdad, era una experiencia que la hemos tenido todos los chavales de Madrigal. Era y es una tradición que no podía faltar. Por eso la recordamos como un componente más de las fiestas del Cristo: era el prólogo en tono menor de los días que se avecinaban de toros y fiestas en honor del Santo Cristo de las Injurias. Las chicas también tenían sus juegos, "propios de su sexo", como decían las crónicas de sociedad de la época. Las chicas jugaban a prendas, al corro, a la pita, a la comba. El juego de las prendas lo jugaban las niñas mayores, las pollitas, las que iban a la escuela de Doña Casilda y a veces invitaban a los muchachos de su edad, como un principio del eterno juego del amor, en embrión apenas visible. La que o el que pagaba la prenda a veces tenía que "sufrir" el castigo de dar un beso al que o a la que más le gustase. Otras veces el pago de la prenda era mucho más inocente: ir hasta un árbol cercano, dar la vuelta y besar una piedra donde antes había estado sentado y cosas así de infantiles e inocentes. Las chicas también jugaban al corro, cantando las ingenuas, tiernas y nostálgicas canciones de corro que todos recordamos de memoria: "Estaba el señor Don Gato / sentadito en su tejado". E Iban cantando la historia del gatito enamorado que "se ha caído del tejado /se ha roto siete costillas / y la puntita del rabo".

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"Ya le llevan a enterrar / por la calle del pescado / y al olor de las sardinas /el gato ha resucitado / Es por eso que se dice / cuatro vidas tiene un gato". O aquella otra canción en que una niña dice: "Tengo una muñeca / vestida de azul / con su camisita / y su canesú / La saque a paseo / se me constipó / la llevé al médico / con mucho dolor" y sigue cantando la niña que el doctor la receta "que la de jarabe / con un tenedor". No dejemos en el saco aquella: "quisiera ser tan alta coma la luna / ay, ay, coma la luna / para ver los soldados de Cataluña/ ay, ay, de Cataluña", y tantas y tantas canciones de corro, ingenuas, infantiles y tiernas, que, ahora, después de los años, lejos de aquellas plazas y plazuelas donde sonaban en boca de las niñas, nos llegan a la memoria como un rayo de luz claro y trasparente de la lejana niñez que se fue hace mucho para no volver. Las chicas también saltaban a la comba, la cuerda movida por dos niñas para que una tercera “entrase" y saltase al ritmo del giro que le daban. Unas veces, saltaban solamente, entrando todas y saliendo en fila; otras, saltaban hasta que perdían; otras veces les daban un “chorizo", un ritmo crecientemente acelerado; otras veces, saltaban y cantaban al mismo tiempo, coma aquello de: "El cocherito, leré / me dijo anoche, leré / que si quería, leré / montar en coche leré / y yo le dije, leré / con gran salero, leré / no quiero coche, leré / que me mareo, leré", Las que daban a la cuerda, la levantaban a cada “leré" y hacían un bucle encima de la cabeza de la que saltaba. Otra canción de comba era aquella que dice: “Al pasar la barca/ me dijo el barquero/ las niñas bonitas/ no pagan dinero", Esta se cantaba dando a la comba floja sin que la cuerda subiese por encima de la cabeza, solo balanceada debajo de los pies. Y otras muchas igual de bonitas y encantadoras, que ahora tenemos que lamentar no poder encontrar entre las sombras de la memoria. Las chicas también jugaban a la pita, el juego que en otras partes llaman la rayuela. Señalaban en tierra unos cuadros con variadas figuras, tiraban una teja al primer cuadro y, con un solo pie, saltando a la pata coja, llevaban la teja por todos los cuadros de la pita, sin pisar ninguna raya y sin que la teja quedase nunca encima de ninguna de las rayas por las que cruzaba. Era un juego de equilibrio y de gracia femenina que se adivinaba en todas las niñas. Las chicas y los chicos jugábamos en cualquier momento, después de nuestras obligaciones, que se limitaban a ir a la escuela, sentarnos a la mesa a la hora de comer y meternos en la cama a la hora de dormir. Siempre estábamos jugando, en todas partes jugábamos. Mi campo preferido de juego era la plazuela de los Herradores. ¡Cuántas horas, cuántas tardes enteras pasamos jugando allí los que vivíamos cerca y los que Vivian mas lejos! No nos importaba ni el frío ni el calor, Lo mismo nos daban los helados días de invierno, que los calurosos del verano a los suaves y templados de la primavera o del otoño. Cierro los ojos y veo la plazuela, llena de niños y niñas, corriendo, saltando y gozando de horas y horas de juego, alrededor de aquella solitaria farola, que parecía presidir y cuidar nuestros gritos, nuestro bullicio, nuestras alegrías y... algún llanto y alguna pelea también. La gente mayor también tenia sus juegos. Vamos a recordar dos de los más enraizados en la cultura castellana, muy representativos de nuestra vida de pueblo agrícola y campestre. Uno es el juego de pelota, otro es el de la calva. Dos manifestaciones de fuerza, majeza, hombría y aguante de nuestros mozos mas duros y mejor hechos de entre los madrigaleños. La pelota siempre se jugó, naturalmente, en el juego de pelota (que nunca, en Madrigal, se llamo frontón) Hubo uno en la carretera de Peñaranda, el juego de pelota de "la Colores". Luego se levantó otro en el Paseo de Afuera. En uno y en otro se jugaba a la pelota a mano, nunca se usaron palas ni paletas. La mano sola, la mano con callos de trabajar en el campo, la mano dura y áspera de la horca y la hoz, la mano de la esteva y la azada, la del pico y la pala y también la mano del señorito, del estudiante, pero mano dura y endurecida en el valiente juego de pelota. "El uniforme”. La camisa blanca, los pantalones ajustados y a veces sujetos con la faja, las alpargatas de cáñamo y alguna vez, un pañuelo, atado en la frente para retener el sudor. Hermosos partidos en las mañanas claras de primavera o en las tardes calientes de comienzo del verano, con un sol de fuego y muchos mirones a ver el juego entre los de Arévalo y los del pueblo, o entre los señoritos y los que trabajan en el campo. Saques de fuerza y pegada hasta la raya de atrás, difíciles de devolver si no se tenía la misma fuerza. Pelotas dejadas en la misma raya de baja que hacían correr al contrario para levantar la pelota y dejar un mate imposible de devolver. Espectáculo de fuerza y color, de luz y de hombría, castellano y morañego de pura cepa. Otro espectáculo y juego con hondas raíces castellanas es el de la calva. Un palo en ángulo abierto plantado en el suelo, unos cantos redondos y largos de mucho peso, los calveros, mucha fuerza y mucho brío, mucha ligereza y mucha puntería y jugadores de nombre y solera hacían de la calva el juego de los días de primavera, los de Semana Santa. En las cantinas del "Tío Deme" o de Catalina "La Gata" de la Plaza del Cristo había siempre buena provisión de calvas y de calveros. Se armaba la partida, los jugadores iban al corral a buscar la calva, a escoger los calveros, cada uno con el peso apropiado a su

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fuerza, luego a pedir el cuartillo de vino o el litro de limonada que iban a consumir en la partida sudorosa y salían al medio de la plaza o al paseo de Afuera. Plantaba la calva el encargado, que era un poco como el arbitro o las dos calvas, una en cada extremo de la tirada, echaban al aire la perra gorda para decidir quien comenzaba a tirar y se disparaba el primer canto que daba en la calva y la hacía saltar por los aires dando vueltas. Fuerza, ligereza y tino, Espectáculo de pueblo castellano en domingo de primavera. Gallardía de los hombres de Madrigal que descansaban de las faenas duras del campo, lanzando piedras de tres kilos a veinte metros de distancia para hacer saltar por el aire la calva volandera. Con indudable acierto y visión castellana, se fomentan estos deportes de la pelota y la calva y se potencian con concursos y premios dados por los Ayuntamientos en las fiestas populares. ¡Dignos son los promotores de nuestra loa y alabanza!.

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Así cazaban perdices

En 1942 un grupo de cazadores de Madrigal mató 15,000 perdices y nunca disparó un solo tiro. Podía ser el titular de un periódico de la época. Pero no lo es. Es un simple hecho real que no apareció en ningún periódico. No se sabe cómo empezó todo. Pero yo creo que la palanca más poderosa que puso en marcha la organización de las cuadrillas y el plan de caza fue el hambre de la posguerra. Ya se sabe que el hambre aguza el ingenio y en los años 40... ¡había mucho hambre! Hay que contar también con la chispa natural de los hombres de Triana y Cantarranas, dos barrios de las afueras de Madrigal, pegados a la muralla, allá por la Ronda de San Nicolás. Un gran sentido de cohesión, de solidaridad y cooperativismo que nadie les había enseñado, pero que estaba latente en los hombres de esos barrios, se manifestó en la caza de la perdiz en cuadrilla. Los hombres de Triana y Cantarranas, por el hambre y el ingenio, se hicieron cazadores de una manera original, eficaz y deportiva. Un día de caza se desarrollaba siempre así, mas o menos: Antes de que el sol asome detrás de la cuesta del cementerio, ya se están reuniendo los hombres en la puerta de Medina o dentro de la taberna del mismo castillo. Ya echan a andar por detrás de las eras, uniformados con pantalón y chaqueta de pana, abarcas y gorra negra. Treinta hombres seguidos por otros tantos perros caminan por los senderos de la estepa al cazadero escogido de antemano. Es un día frío del mes de febrero, nada propicio para esta clase de caza. Pero hay que salir a buscarse el jornal que no cae por otra parte. Caminan a paso rápido y llegan al sitio escogido, allá por el Cordel o la Puebla, cuando el sol aún esta bajo. Sin perder tiempo, como un rito preestablecido, los hombres se dividen en dos grupos casi iguales. Uno se va derecho al pinarejo que se ve a la izquierda mirando al Monte y se despliega en fila detrás de los primeros pinos. El otro grupo se abre al mismo tiempo en una gran "mano" que abarca casi un kilómetro y camina lentamente girando alrededor del pinar: son los ojeadores, cuya misión es levantar las perdices que estén "amonadas" en las pajas o en los barbechos por donde pasa la "mano". Apenas si hablan o gritan para levantar las perdices, simplemente caminan, manteniendo la fila en la posición conveniente para cubrir todo el terreno y no dejar atrás ni una sola perdiz. Los perros, con sus idas y venidas, cubren los grandes huecos entre uno y otro ojeador. Uno de estos ojeadores, casi al final de la "mano”, avisa que ha visto un bando de perdices. Delante de él como a unos 50 metros "apeonan" 5 ó 6 perdices entre los surcos. Los perros se lanzan sobre ellas y las obligan a levantar el vuelo. Como si las mandasen o las dirigiesen por telepatía, todas las perdices vuelan ruidosamente derechas al pinar donde están apostados los hombres del primer grupo: van al "perdedero" que es su querencia o su refugio cuando las obligan a salir del campo abierto. Allí están los hombres, apostados con sus perros, y en cuanto aterrizan, cansadas de su rápido vuelo y "apeonan" buscando el abrigo de los primeros carrascos, los hombres del "perdedero” se echan encima con sus perros y todas acaban en la boca de los perros y... en el morral de los cazadores. Una y otra vez se repite la misma escena. La "mano" cubre el terreno a conciencia, levanta los bandos de perdices que están en el terreno del ojeo y van a parar al "perdedero" y al morral de los apostados allí. A mediodía, se juntan todos a comer el cacho de pan con algo más para engañar el hambre. Un trago de vino de la bota completa el condumio. También hacen un rápido recuento. Ya tienen treinta y ocho perdices en los morrales o colgadas del cinto. Los hombres de Triana y Cantarranas son incansables. Siguen dando "manos”, una tras otra, hasta que se pone el sol. Y al final del día se llevan a casa noventa y dos perdices. No ha sido un día muy productivo, pero no está mal para un día frío y con viento. Los días de calor las perdices dan vuelos más cortos, se cansan antes y se aprovecha mejor el tiempo. La torre de San Nicolás se ve apenas a la luz del crepúsculo detrás de las cuestas. Los hombres de Triana y Cantarranas, cansados, enfilan hacia la torre, camino del descanso. Vuelven por los caminos polvorientos con paso más lento, comentando los casos del día. El perro de "Bodigo" camina en tres patas, “aspeado”. El terreno está muy "áspero" y el perro sangra por la huella, herido por las pajas o los terrones resecos de los surcos.

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Entran al pueblo por la puerta de Medina. Paran un rato en la taberna a tomarse un trago del vino nuevo, a dejar las perdices del día, y... a casa, a cenar. Por la noche, después de la parva cena en casa, se reúne de nuevo toda la cuadrilla en la misma taberna del castillo. Juliete, el del coche de Ávila, está allí hace un rato, apurando su café de puchero. Es el momento de hacer negocio. Julito es el comprador de las perdices cazadas cada día. Mañana las llevará a Ávila y se las comerán los turistas en "Casa Patas" o en "Pikío" o en otros restaurantes de lujo. Hoy están a quince pesetas por pieza. 90 perdices a 15 Ptas. son 1.350 Ptas. a repartir entre los 30 hombres. Las dos perdices que sobran son, una para Julito y otra para Lola la tabernera. Así son de rumbosos los hombres de Triana y Cantarranas, aunque ellos no prueben una perdiz casi nunca. De este modo simple, en un año, aseguran que mataron 15.000 perdices los hombres de Triana y Cantarranas. El término de Madrigal y el de los pueblos del contorno fueron los escenarios de esta proeza. Lo cierto es que los cazadores de escopeta protestaron ante la autoridad competente, alegando que esas cuadrillas estaban acabando con las perdices en la comarca y no dejaban ninguna para que ellos pudieran cazarlas. Ellos pagaban sus licencias de caza y su porte de armas. En cambio esas cuadrillas eran de cazadores furtivos sin licencia ni nada que se pareciese. La autoridad competente era el sargento de la Guardia Civil, quien escuchó muy atento el alegato de los cazadores de escopeta. El sargento de la Guardia Civil dictó una sentencia salomónica. Un día que salió de pareja al campo, se topó con la cuadrilla, (las malas lenguas dicen que fue a buscarla a propósito). Pidió las licencias de caza. Nadie, en el grupo, sabia nada de eso. Y los metió en la cárcel por 24 horas por cazar sin licencia. Luego los soltó y les dijo que podían cazar cuanto quisieran con una condición: todas las noches tenían que pasar por el cuartel a decirle donde iba a ser el cazadero del siguiente día. De esta forma, nunca una pareja de la Guardia Civil tropezó más con la cuadrilla y pudieron cazar sin que nadie les pidiera la licencia de caza y ganar así una peseta que les permitió, a ellos y a sus familias, pasar los años del hambre ganando decentemente un sueldo que no hubieran tenido de otro modo.

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Las fiestas y los gozos

Bajada de autoridades a la plaza

Los toros en la plaza del Cristo

- Las fiestas y los gozos San Antón Septiembre Los toros de Madrigal La vendimia y algo más Días de matanza ... Septiembre era un mes muy especial en la vida de los madrigaleños de antaño y creo que de los de siempre...

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San Antón

Aquel año fue bastante especial. Quedaron varias cosas muy bien grabadas en mi memoria de niño: La primera, era que aquel año iba a tomar la Primera Comunión. Ya empezaban las clases de catecismo intensivo con Don Luciano, el cura párroco de San Nicolás. Ya habían decidido los mayores que yo tenía "uso de razón" y eso significaba que ya me consideraban casi un hombre La segunda, y de bastante peso, por cierto, es que ese año, mi tío Fabio había comprado un burro. Se lo compró al Sr. "Polvorilla", el barbero y ¡claro! el burro se llamó, desde el primer día, "Polvorilla", No era un burro nuevo, ni mucho menos un "buche", Pero yo creo que mi tío Fabio hizo una muy buena compra por los 20 duros que pagó al Sr. "Polvorilla", Para mí, desde luego, fue el mejor regalo que me pudo hacer. Era un burro rucio, casi cano del todo, de bastante buena alzada, o así me lo parecía a mí, que levantaba poco más del metro, En los trabajos que hacía en casa, siempre se portó como un burro cabal: lo mismo si iba al pozo artesiano por agua, con la albarda bien ceñida y las aguaderas con los cuatro cántaros, que si Antonio le llevaba a una tierra, cargado con un saco de mineral, que si iba hasta el Monte del Baladrón llevando en las aguaderas lo que fuera necesario en el Monte para la temporada que pasábamos allí. Fue un burro cabal y bueno, que duró muchos años en casa y siempre hizo su tarea bien. El tercero y bien hermoso recuerdo de aquel año fue la fiesta de San Antón. Aquel año iba a ser el primero en que iba yo a ir a la carrera de San Antón. Tenía ya burro, tenía "uso de razón" y me iban a dejar ir solo a la carrera. ¡Cómo lo iba yo a olvidar!. Como una semana antes del día de San Antón, vinieron a casa los esquiladores y estuvieron casi una tarde entera trabajando con "Polvorilla". Le esquilaron el lomo a tijera. Le señalaron una línea a cada lado de la crin en el cuello. Y sobre todo hicieron una obra de arte en las ancas: Tallaron a tijera una leyenda que decía "Viva mi amo" y la enmarcaron con una guirnalda que arrancaba del rabo y bajaba por los dos lados de las ancas. "Polvorilla" quedó precioso, aunque él no lo demostrase mucho. Yo sí que estaba orgulloso con el burro así esquilado. Porque el "viva mi amo" se refería a mí, naturalmente. No esculpieron "viva Teodoro" porque el esquilador que lo hacía no sabía escribir mi nombre y solo sabía poner "viva mi amo" y creo que con alguna falta de ortografía. Me parece que puso "biba mi amo". Llegó el día de San Antón. Amaneció con niebla y helando clavos, como es lo suyo en el mes de enero. Bien de mañana, llegó Mariano el "Feo" vestido muy elegante con el traje de la boda. Echó de comer a las mulas con mucho cuidado para no manchar el traje y sacó al corral a las dos mulas nuevas que había comprado mi tío Fabio a los tratantes por San Miguel. Con todo el cuidado del mundo empezó a cardarlas desde la cruz hasta las pezuñas. Las dejó limpias y relucientes como dos ascuas. Luego las trenzó las colas, entretejiendo con los pelos unas cintas de colores y se las ató en forma de moño usando la cinta como remate. Entró en casa para decirle al "señorito" que las mulas estaban listas. Salimos todos al corral a verlas y a admirarlas. Mi tío Fabio le dijo al “Feo": “¡Buen trabajo, Mariano!. Estas mulas van a ser la mejor pareja que reciba la bendición del santo esta mañana". A mi tío Fabio se le veía orgulloso con su pareja de mulas nuevas. No lo podía disimular. Todos estábamos con el mismo orgullo en la cara. Yo me pasé por la cuadra para ver a "Polvorilla", le di unas palmadas en el anca y me metí en la cocina a calentarme un poco porque en el corral hacía un frío que cortaba. Mariano, el "Feo" emparejó las mulas atándolas por las cabezadas nuevas, subió a la mula del asiento y salió por la puerta carretera más orgulloso que si las mulas fueran de él mismo. De seguro, que pasó por su casa para que su mujer, Benita, le viera luciendo las dos mejores mulas del pueblo. Desayune rápidamente, me puse el abrigo y me fui a la iglesia de Santa María a ver la bendición de las mulas y caballos. El Sr. Cura estaba en el cancel de la iglesia, revestido de capa pluvial. El monaguillo, al lado con el acetre y el hisopo. Mas de 50 mulas y como una docena de caballos subían por la cuesta suave y corta que arranca de la Costanilla, pasaban delante del cancel y el Sr. Cura les daba un golpe de hisopo a cada pareja o cada caballo. Los mozos que los montaban se quitaban la gorra y se persignaban con timidez y se besaban el dedo gordo en señal de respeto religioso. Las mulas daban la vuelta a la iglesia y volvían a bajar por la misma cuesta, luego seguían por la calle de Sánchez Moyano, subían por delante del Casino, pasaban delante del Ayuntamiento, plaza de Santa María y calle de la Costanilla para completar la vuelta. Después seguían dando las mismas vueltas hasta que consideraban los jinetes que habían lucido bien el ganado. La gente estaba apostada a lo largo del recorrido, guardándose del frío como podía, admirando el desfile y comentando sobre las mejores mulas que pasaban delante de ellos. Seguro que aquel año alguno dijo más o menos esto: "Menudo par de mulas que lleva el "Feo" hoy. Buena compra hizo Fabio este otoño pasado. Pa mi modo de ver, esas mulas son las mejores del pueblo hoy día".

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Mariano el "Feo" volvió con las dos mulas a casa estallándole los botones de la camisa de orgullo. Mi tía Patri sacó una bandeja con pastas y un vaso de vino que Mariano se tomó con mucha parsimonia en el comedor con el consabido brindis de siempre: "A la salud de ustedes". Por la tarde, nada más comer, entre mi hermano Adolfo, la “Chocha” y yo, adornamos a "Polvorilla" como estaba mandado: Albarda nueva, manta de cuadros a colores sobre ella, cabezada con cintas de colores y cascabeles. Y yo, con mi mejor traje sobre la manta, más orondo que sancho Panza encima de su rucio, alegre como unas Pascuas y considerándome más hombre que lo que mis ocho años representaban. Subí por la plazuela de Herradores, llegué hasta la plaza de San Nicolás y hasta el Ayuntamiento. Allí empezaba la carrera o, mejor dicho, el desfile de los burros y los niños, dando las mismas vueltas que por la mañana habían dado las mulas. Por la tarde de aquel frío día de enero, la temperatura había mejorado. El sol había levantado la niebla y brillaba calentando un poco la escena de los chiquillos alegres, cabalgando encima de los burros, enjaezados con colores chillones. El desfile duraba toda la tarde, o por lo menos hasta que empezaba a hacerse de noche, que lo hacía muy pronto en esa época del año. El día de San Antón se adelantaba el Carnaval y entre los chiquillos y los burros se veían algunas máscaras y disfraces. Aquel año, los "Manarros" se disfrazaron de payasos con un oso de circo. El oso era un chaval vestido con pieles de oveja negra, la cara pintada con negro de humo y los dientes de patata. Llevaba una vejiga de cerdo en la punta de una vara con la que arreaba buenos trastazos a todo el que se acercaba. Los "Manarros" se divirtieron mucho y los chiquillos que hacíamos corro, más. No se me olvidará el día de San Antón de aquel año: Mariano el "Feo" paseó las dos mejores mulas de Madrigal, Yo monte por primera vez solo en "Polvorilla y di vueltas hasta cansarme alrededor de la cuesta de Santa María. Y los "Manarros" tocaban el pandero y hacían bailar al oso ceñido con pieles de oveja negra, mientras arreaba buenos trastazos con la vara y la vejiga a los chiquillos que se descuidaban.

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Septiembre Septiembre era un mes muy especial en la vida de los madrigaleños de antaño y creo que de los de siempre. Era el mes en el que terminaba el verano, se acababan los calores insoportables, se clausuraban las eras con su ajetreadas actividades al sol. Y era el mes que nos traía las fiestas del Cristo: esa semana mágica en la que cambiaba todo en la vida de Madrigal, en la que los toros eran el centro de atención y diversión de todos. Septiembre era el mes que ponía fin al verano y a las eras que eran el resumen y el meollo del verano. Las eras estaban en la parte más alta del pueblo, donde soplaba más el viento, que siempre fue tan necesario para la limpia. Iban desde la carretera de Peñaranda hasta el camino de Lomoviejo. Las puertas de Cantalapiedra y de Medina, al oeste y al norte estaban rodeadas de eras de todos los tamaños y categorías, desde las eras de los labradores más modestos, de una pareja o dos de mulas hasta la era de las grandes casas que tenían muchas mulas y carros en la faena del verano. En las eras más modestas, el suelo era de tierra apisonada, la cabaña era pequeña y las parvas parecían de juguete. En las eras de las grandes labranzas se hacían unas grandes hacinas con la mies que traían cada día muchos carros de altos estacones, las parvas parecían plazas de toros y los "peces", formados con las parvas trilladas durante muchos días, guardaban en sus moles muchas fanegas de trigo o de cebada.. En todas las eras, el trabajo era agotador, el sol inclemente hacía sudar por igual a todos y el trigo era siempre dorado, la cebada salía más blanca y las algarrobas tenían siempre su acostumbrado color chocolate. En todas las eras, la paja era paja volandera que se la llevaba el viento; el trigo dorado llenaba por las tardes los costales de fuerte lona y los carros salían de las eras, entraban por las puertas de los castillos de Medina o Cantalapiedra y corrían sobre los cantos de las calles, llevando los costales calientes hasta la panera, completando, con su carga, el duro y largo ciclo de la cosecha. El trigo en la panera era la corona de gloria que le hacía descansar tranquilo en su cama, por la noche, al labrador que lo había encerrado en los trojes. El trabajo que había empezado en el lejano octubre con la siembra en los surcos recién abiertos, la larga espera de casi un año viendo crecer el trigo, la cebada y la avena, los garbanzos, las algarrobas y las lentejas, esperando las lluvias que nunca llegaban a su debido tiempo, temiendo las heladas tardías o los calores tempranos: los temores y las esperanzas de recoger el fruto del trabajo de un año, se terminaban y culminaban con los costales que se descargaban en la panera en los atardeceres de verano. En septiembre, el verano terminaba. Venían días de viento más frío, las nubes cubrían a veces el claro cielo y algunos años, caían cuatro gotas en las eras ya casi vacías, con lo que se ponía punto final al verano. Lo que significaba más claramente el fin del verano, era la recogida de la paja. En los primeros días de septiembre, en las eras ya no quedaba casi nada más que la paja que se había amontonado donde la habían dejado los bieldos y las máquinas limpiadoras. A los carros les habían quitado los estacones de acarrear haces y morenas y les habían puesto unas altas redes de esparto para cargar la paja. La paja se guardaba en los pajares, llevada por los carros entre sus redes enormes, porque, aunque no era tan valiosa como el trigo, cumplía unas importantes misiones a lo largo de todo el año. La paja habría de llenar los pesebres, con un puñado de cebada, para que comieran las mulas y todos los animales de los labradores. La paja habría de servir de cama para las mulas en la cuadra y para las ovejas en la cija. La paja será la lumbre de todos los días en la cocina. La paja terminará, desde la cuadra, la cija y la cocina, en el muladar, donde se hará basura que ha de abonar las tierras en los fríos días de invierno. Así la paja cumplía un ciclo completo, desde los haces hasta el muladar y el abono de las tierras, sin que se perdiera nada de lo que llenaba las eras en los mejores días del verano. En los últimos días de eras, en septiembre, por las calles de Madrigal, se veían los carros cargados de paja hasta bien arriba, dejando paja por todos los rincones, llevada por el viento de septiembre. Descargaban los carros en la calle debajo mismo de los bocines de los pajares. Un hombre, con un gario en la mano, (horca ancha que recogía la paja como si fuera una cuchara), iba metiéndola por el bocín (ventana alta, pegada al techo) del pajar. Allí dentro los chiquillos solíamos pasarlo muy bien repartiendo la paja que llegaba por el bocín y pisándola para que entrara más en el mismo espacio. Nos poníamos llenos de polvo, que no nos conocía ni la madre que nos parió, pero lo pasábamos en grande metidos en el pajar, respirando polvo por todas partes. La paja, en los primeros días de septiembre era omnipresente. Estaba en la era, en las calles, se metía el fino tamo por las rendijas de las viejas puertas y por las ventanas mal ajustadas. Daba en los ojos, se metía por las narices y los pulmones la sentían dentro y trataban de expulsarla a golpe de tos y

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estornudos. Cuando uno se sonaba las narices, el pañuelo quedaba con una mancha casi negra del polvo inhalado con el aire respirado. Definitivamente, septiembre era el fin del verano, de los días vividos despreocupadamente a pleno sol. Ahora, enseguida, vendrán los días de escuela, los días de la obligación y de la disciplina. Pero también traía septiembre los días del Cristo. El Cristo y sus fiestas son el centro de todo el año en el calendario de Madrigal. El Cristo y su fiesta no sólo era el día 14 de septiembre. Eran muchos días de fiesta y muchos días de preparación para todos los madrigaleños. Todo comenzaba con la subasta para el arrendamiento de la plaza. El Ayuntamiento daba una cantidad de dinero y el arrendador, el que se quedaba con la subasta, se comprometía, con ese dinero y lo que sacase por las entradas del corredor del hospital y del tablado de más abajo y del arrendamiento del ambigú del salón del Hospital, a costear la fiesta. En ese costo entraba el arrendamiento de los toros y el pago de la banda que amenizaría la fiesta. Casi siempre eran los mismos los que pujaban en la subasta. Entre ellos nunca faltaba Pablo Herrero, un personaje digno de una novela de García Márquez, que casi todos los años se quedaba con la plaza. Para los chiquillos de Madrigal, el Cristo empezaba cuando los obreros traían las primeras vigas con las que cerraban la plaza de los toros. Ese día, nos dábamos cita en la plaza del Cristo todos los chiquillos de Madrigal. Allí estaban los del Barrio Nuevo, los del Alto de las Vistillas, los de Santa María y los de San Nicolás, los de las Rondas, los de Cantarranas y los de Triana. Allí estaba el todo Madrigal de la gente menuda. Saltando entre los maderos que cerrarían la plaza por la parte de los Caños y del Pradillo, haciendo columpios con los maderos que cerrarían días más tarde la cantarilla del centro, de las Monjas y del ambigú, los cientos de chavales del todo Madrigal corrían, saltaban, chillaban y se peleaban, metidos en el ambiente de fiesta que se avecinaba y se adivinaba ya entre esos maderos. Allí se jugaba todos esa días al toro, claro está. Se escenificaban encierros por el paseo de Fuera. Se señalaban, con unas rayas sobre la tierra, toriles casi imaginarios donde se encerraban a los toros del fingido encierro. Unos hacían de caballos, otros de toros, otros de toreros. Entre todos se hacía como un ensayo general de la representación de lo que días más tarde serían, en esa misma plaza, en esa misma arena, las corridas de verdad, donde jugarían con toros de verdad el Cotito, Laíllo, el Majito y otros que siento no recordar. El día 13, era "La Víspera", empezaba la fiesta. Cohetes desde los balcones del Ayuntamiento, repique general de campanas en todas las iglesias. Por la noche baile en la plaza del Cristo, fuegos artificiales con "castillos" y "ruedas" y tracas y la alegría de todos y la esperanza de unas fiestas para disfrutar a tope todos y cada uno de los días, hasta el cansancio, el agotamiento y la ronquera. El día 14, era "el día del Cristo". El día de estrenar el traje o el vestido en la misa solemne en la Capilla del Cristo. El día del sermón de campanillas en esa misa. El día de la gran comilona en casa con los forasteros que nos han llegado. El día del café, copa y puro en el casino, unos; en el bar, otros o en la taberna, donde se invita a los forasteros a los que no se les deja pagar nunca. El día, en cuya noche se llenan los bailes del Casino, de la Carlota o del salón de abajo con "pilongos" y forasteros. Los bailes para que las chicas estrenen los vestidos que se hicieron casi en secreto y que ahora lucen como las modelos en la pasarela. Bailes hasta la madrugada, que algunos prolongan hasta la salida del sol y más allá, hasta la hora del encierro, del primer encierro de las fiestas. Luego los días de toros, los días en los que los toros lo llenan todo, de la mañana hasta la noche. Desde que amanece, desde que abre uno los ojos hasta que los cierra por la noche cansado y rendido, molidos los huesos, ronco de gritar y ronco del polvo de la plaza. La memoria retiene los momentos más destacados: el revolcón que la vaquilla proporcionó al que nunca se atrevió a ponerse delante de los cuernos, los pases del maletilla de turno y los aplausos que le siguieron, el corte perfecto del Cotito, el revuelo dentro de la cantarilla del medio cuando se metió entre los palos la vaquilla roja, la vuelta al corral de cada toro arropado por los cabestros y seguido por los "valientes" que saben que el toro no se va a volver en ese momento. Y los bailes en la arena de la plaza, entre toro y toro y las corridas de los bailadores buscando el refugio de los carros, entre gritos de miedo y alegría cuando sonaba el cornetín anunciando el siguiente toro. O simplemente retiene uno en la memoria los carros cargados de gente gritando y cantando porque sí y porque no, el espectáculo del gentío lleno de colores, de sombrillas, de sombreros, de pañuelos, de varas y garrotas. Los piñoneros vendiendo los piñones frescos que llevan en las cribas cuando no hay peligro de toro o vaquilla. El arco iris inmenso de colores, sonidos y olores de la multitud alegre que es la gran protagonista de la fiesta.

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Y llegan a acabarse las fiestas. Y llega el día de la "Abuela", el día después, cuando se acabaron los toros y el jolgorio y sólo queda un último baile por la tarde en la plaza en el que casi nadie baila por el cansancio y la tristeza de que las fiestas del Cristo de ese año se terminaron. Septiembre traía un último acontecimiento cada año: la vendimia, la dulce vendimia, con el olor de los pámpanos y de las uvas en sazón, con el olor delos lagares abiertos, con el olor del mosto nuevo, con el olor del arrope en la cocina y en la despensa, que trae a la memoria esa sinfonía de olores. ¡Septiembre!

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Los toros de Madrigal

Hace muchos años que no he estado en Madrigal, un día de toros, por las fiestas del Santísimo Cristo de las Injurias. Ese sería mi gusto y mi deseo. Al menos, tengo el consuelo de recordar los días de toros ya lejanos en el tiempo y siempre cercanos en el recuerdo. A mi memoria vienen escenas de aquellos años pasados, mis años de niño y de joven, cuando la vida se la vive mas intensamente y las vivencias se clavan en la memoria y se atornillan en ella para siempre y se las puede rememorar casi con la claridad de los acontecimientos actuales. Días soleados de septiembre fiestero. Frescas mañanas. Mañana de encierro. La gente llena el Paseo de Fuera y hasta llega a los muros carcomidos del Convento de los Agustinos. El pie ligero, calzado con alpargatas de cáñamo, pisa un poco nervioso el polvo del Paseo. Los toros del encierro deben estar cerca del Villar y de allí hasta aquí se plantan en un santiamén. La alegría y el nervio se palpan en el aire. Fresca mañana de encierro. La gente comenta que en este encierro viene un toro enorme que ha corrido ya muchas plazas y sabe latín. El miedo se extiende por los corrillos de los valientes que aguantan hasta que se ven a toros y caballos dar vuelta a los muros del Convento y enfilar el Paseo. Mas atrás. En el puente sobre la Cava, detrás de los palos del cercado que encarrilan a los toros hasta la plaza, se oye el mismo miedoso comentario del toro grande y con saberes que viene en este encierro: "A Madrigal siempre mandan unos toros más grandes que a ningún otro pueblo porque saben que aquí se les da mucha leña y los ganaderos quieren imponer un poco de respeto para que los mozos no apaleen a los bichos". (Entonces los toros eran alquilados y el ganadero tenia interés en que los toros volvieran al corral en buena forma para poder aprovecharlos para otras corridas o para el matadero. No teníamos un Ayuntamiento tan rumboso como el de ahora que regala los toros y paga todos los gastos como un papá rico. Los toros, a pesar de los malos augurios y de los miedos que sembró el rumor, entraron en la plaza como si fueran corderitos y nadie vio la fiereza del toro grande que tanto miedo repartía por los corrillos de los que esperaban el encierro en las entradas a la plaza. Sí, había un toro grande como un buey, blanco con manchas marrones, de cuerna grande y abierta. Pero la gente debió pensar que era un cabestro más. Aunque nadie le vio el cencerro al cuello. La gente se fue tranquilizando y se olvidó un poco del toro grande, una vez que los toros estaban bien cerrados en el corral del Hospital. La tranquilidad duró hasta que salió el segundo toro de la mañana, después del toro del Alba. Por la puerta del corral del Hospital, salió un torazo alto y largo, blanco, con manchas marrones de cabeza ancha y corniabierta, que, a pesar de su peso, corrió la plaza ligero de pies sin encontrar a nadie en su camino. Barrió la plaza, como se decía en la jerga de los entendidos en toros. Solo algún valiente le llamaba muy de lejos, y el toro, sabiéndose el amo de la plaza, trotaba hasta donde el valiente salía corriendo en busca del refugio de los palos o del carro. Los maletillas asomaban por algún rincón sus capotes y los escondían raudos antes de que se acercara el monumental cornúpeta. El publico mantenía un silencio temeroso, presagiando algo trágico. Solo salía de las gargantas un grito al unísono cuando el animal se arrancaba hacia algún mozo que le llamaba desde la más prudente de las distancias. El toro se había plantado entre la cantarilla del centro y la de las monjas y desde allí repartía miedo y carreras a todo alrededor de la plaza. De pronto, un hombre gordo y de unos sesenta años de edad, salió de la cantarilla de las Monjas, se adelantó unos pasos y llamó al torazo con un saco en la mano. La gente ahogó un grito antes de que saliese de la garganta y se quedaron todos mudos de terror. Todos vieron que se trataba del "Tío Romanones" de Blasconuño. Todos los años, después de vender las gaseosas que traía en un saco, metía una vara de la boca al cornijón del mismo saco y formaba así una muleta rudimentaria con la que improvisaba unos pases a la vaquilla que le parecía mas a propósito para su hombrada. El "Tío Romanones" nunca hacia estas proezas porque tuviera unas copas de más, no; lo hacía porque le salía del cuerpo y siempre se le conoció sobrio y serio en sus cosas, hasta en los pases con el saco. Pero aquella temeridad con aquel toro enorme, cuando nadie se atrevía con el morlaco, ni Cotito, ni los maletillas, ni nadie, era pasarse de la raya con mucho, era un suicidio. La gente estaba asustada hasta la paralización, el corazón en la garganta y el terror en los ojos, que miraban sin querer mirar. El "Tío Romanones", plantado a un metro de la rueda de un carro próximo a los palos de las Monjas, llamó al toraco. El bicho embistió al saco que estaba en la mano del "Tío Romanones" como un tren, se revolvió con furia unos metros más adelante y volvió a la carga. El "Tío 'Romanones" le esperó con el saco en su

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sitio y se pasó al morlaco por el pecho. Pero tuvo que dar un paso atrás porque el bicho le comía el terreno. Se preparó para la tercera embestida, la pasó bien pero tuvo que dar otro paso atrás. Al cuarto pase, el "Tío Romanones" estaba peligrosamente cerca de la rueda del carro. Todavía dio un quinto pase; pero al sexto, el toro, que conocía el juego y buscaba el cuerpo más que el saco, le enganchó por la ingle, le clavó contra la rueda, le sacó lejos del carro y le corneó en el suelo todo lo que quiso. Todo pasó en segundos. Algún valiente de verdad llamó al torazo y le sacó de encima del "Tío Romanones" y se le llevó a otra parte de la plaza. Metieron al "Tío Romanones" entre los palos de la cantarilla de las Monjas y luego a la corralada de entrada al convento. El buen hombre tenía varias cornadas graves. Le salían los intestinos por entre el pantalón y la camisa y su sangre manchó de rojo la arena de la plaza. La gente lloraba y gritaba sin casi haber visto nada porque se tapaba los ojos para no ver el horror y porque todo paso en un abrir y cerrar de ojos; pero percibían la gravedad de lo que había pasado y se preguntaban si el toraco inmenso no le habría matado al pobre del "Tío Romanones”. La autoridad decidió echar al torazo al campo para que allí le recogieran los ganaderos y se le llevasen con los mansos a su dehesa. En ese momento se acabo la corrida de la mañana y la gente se escapó a sus casas a comentar la tragedia, a desahogar su terror y a averiguar noticias del "Tío Romanones". Rápidamente se extendió la noticia: El "Tío Romanones" había muerto en el Hospital. Don Justino el médico no pudo hacer nada por él y solo certificó su defunción " por asta de toro", con las palabras precisas que se usan en los partes médicos para describir, las cornadas mortales. Es la única muerte, que se sepa, que ha habido en la plaza de Madrigal. También el Cristo echa un capote a los mozos, como dicen que hace San Fermín en los encierros de Pamplona. Pero esta vez el "Tío Romanones" tentó demasiado a la Divina Providencia citando a aquel torazo poderoso que sabía tanto. Otros recuerdos de los toros de Madrigal vienen a las mentes. La cogida del "Rojo, el Molondro, al que atropelló un cabestro cuando salía a recoger al toro que estaba en plaza, para meterle en el corral. El Rojo tenia una hernia enorme, que se llamaba por mal nombre una “potra”, que no le impedía correr en las tardes de toros y hasta arrimarse alguna vez, aunque creo que lo haría siempre ayudado por unas copas de mal vino o de coñac peleón. En esta ocasión, al atropellarle el cabestro y hacerle rodar por el suelo, todo el mundo exclamó: “Adiós a la “potra" del "Rojo", ya se la operó el cabestro”. Pero lo cierto es que el "Rojo" se levantó del suelo, raudo como el viento,, echó a correr en busca del refugio de los palos y todo quedó en el susto, que, por cierto, le duró toda la vida, porque nunca más se le vio correr delante de un toro o de una vaquilla. O aquella cogida a un mozo de Arévalo, al que la vaquilla de turno le arrancó el pantalón y le dejó, las vergüenzas al aire. El pobre muchacho se tuvo que tapar con una mano atrás y otra adelante o quizás las dos adelante para que las risas no fueran mayores. Por supuesto, las risas duraron toda la tarde y se llegaron a oír hasta en el Barrio Nuevo y en las eras. Luego la gente averiguó que el mozo de Arévalo se llamaba Pirulo y todo el mundo coreaba el pareado por las calles casi como el himno de las fiestas de los toros de aquel año: «Cuidado, Pirulo. Que se te ve el culo». Un recuerdo que se gravó en la memoria de todos porque se repitió muchas veces durante muchos años y lo hizo con una elegancia y una gracia imperecedera, es el de la figura del "Cotito". No sé mucho del Cotito. No sé de qué familia era, ni en que barrio vivía entonces. Solo tengo en mi memoria bien grabada su figura de bailarín gitano, su cuerpo delgado y flexible como una mimbre, su bigotillo muy de la época, pero sobre todo sus movimientos y su ligereza ante los toros, con la única defensa de su vara de fresno para tocar apenas el morro del toro y frenarle la arrancada. Le recuerdo siempre con una camisa blanquísima, abierta a lo legionario basta casi la cintura, calzado con unas alpargatas de cáñamo, con un pantalón ajustado y su vara de fresno delgada en la mano. Era toda una estampa para que la inmortalizara con sus pinceles Julio Romero de Torres entre sus gitanas morenas o para que le cantara en sus romances García Lorca junto con los Camborios y los Heredias y los Montoyas. Estampa gitana sin ser gitano, gracia andaluza siendo castellano viejo. Su especialidad era el "corte", el toreo al quiebro, a cuerpo limpio, con los pies ligeros y la gracia del pase ante los cuernos del toro, haciéndole doblar sin que pudiera embestir. Se parece un poco al juego de los banderilleros clavando las banderillas al quiebro. Pero el corte es más elemental, más salvaje. Tiene un sabor más áspero, sin adornos ni filigranas, con la escueta belleza de lo autentico, de lo natural y lo espontáneo. El Cotito era un maestro indiscutido e indiscutible en al arte del corte. De todos los muchos que se dedicaron al corte en muchos años, el único que queda en el recuerdo, y de un modo vivo y brillante, es Cotito. Os invito a revivir una tarde de toros del tiempo de Cotito. Todos sabéis como se hacia el corte. Pero pasemos en la memoria la película de un toro a las cinco de la tarde, que es una hora muy taurina.

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El toro ha dado dos vueltas a la plaza, barriendo los espacios abiertos y se ha quedado en medio mirando campanudo, como el toro de Osborne de los anuncios de carretera. Un poco separados del circulo que forman los más audaces y más cerca del toro, dos o tres mozos, entre ellos Cotito, casi en plan de maestro de ceremonia, se sitúan convenientemente. Uno frente a la cabeza del animal y otro frente al rabo. Este último corre hacia el toro, que mira a otro lado, y llega cerca del testuz. El toro gira para acometerle en el momento que pasa el mozo cerca de los cuernos. La vara en manos del mozo toca el morro del toro que se para en seco, mientras el mozo sigue alejándose del peligro. Seguido, entra otro mozo por el rabo, haciendo girar al toro y parándole con la vara de fresno cuando están mas cerca hombre y toro. Entra el tercero en la misma forma y sigue la danza del toro que gira y el hombre que escapa de los cuernos, una vez y otra y otra. Los mozos han hecho la "noria" con el toro, impotente para tocar a ninguno, quieto y clavado en el mismo sitio, girando en el mismo sentido siempre, engañado por el hombre que se le viene encima, pero se retira, justo, en el momento que está mas cerca. Es un bello ballet, solemne y trágico entre el hombre y el animal, jugando con la muerte con gracia y belleza. Cotito era el mejor de todos los cortadores. Su figura alta y delgada, de gitano lorquiano, con su camisa blanca como bandera, su zancada larga y rápida, pero rítmica y tranquila, sus entradas precisas, por el punto exacto para hacer que el toro doblase en el momento justo, la gracia de la escapada, saliendo de los mismos cuernos y la parada a escasos metros del animal, a sabiendas de que el toro se queda clavado sin perseguirle. Todo esto hacía de los cortes de Cotito algo singular. Se veía en él la gracia, el arte, ¡sí, señor!, el arte del corte en sus más puras esencias. Aquello era dominio del toro, aquello era una secuencia de ballet, con Cotito como protagonista y el toro como comparsa. ¿Qué extraño que la gente aplaudiera y gritase de alegría, adivinando, sin saberlo, que estaba presenciando un espectáculo lleno de arte y de gracia innata en uno de los hijos de Madrigal?. No sé de ningún caso en que le tocaran la música en medio de una de estas "faenas”, pero sí que lo tenia bien merecido. La música, y los trofeos, y los premios que supongo que nunca tuvo en sus buenos tiempos. ¿Sabe alguien si alguna vez Cotito fue cogido por un toro? Yo no lo sé y a todos nos parece casi imposible que hubiera un toro que fuera capaz de engancharle. Tenia tales facultades y sabia tanto de toros que ni él se exponía ante ningún toro resabiado, ni ningún toro era capaz de superar la velocidad de sus piernas y la rapidez de sus reflejos. En verdad, parecía que no había peligro, cuando Cotito se plantaba delante de cualquier toro y le hacía el corte con los más puros acentos y con el estilo más cuidado que él ponía en su ejecución. Cotito es, en mi memoria, el resumen y compendio de los toros de Madrigal.

Tengo entendido que fue el asesor oficial del presidente de los concursos de corte que se celebran en las Fiestas. A buen seguro que lo haría con tanta precisión como sus cortes de antaño. Cotito murió hace unos años y ya no está con los toros en medio de la plaza ni en el palco presidencial asesorando en los concursos de corte. Sigue en nuestra memoria hoy y por mucho tiempo. Los que vivís en Madrigal, cada año revivís las alegrías de las capeas y mantenéis en la memoria fresca las escenas y las imágenes de las últimas corridas. Los que vivimos lejos, solo nos queda el recurso de los recuerdos antiguos, de la nostalgia de los viejos tiempos. Añoranzas, nostalgia, recuerdos... Estamos lejos en el tiempo y en el espacio de aquellos toros y aquellas fiestas, pero las vivimos en nuestra pantalla interior como si el espectáculo pasase aquí y ahora. Los de mi quinta y quintas cercanas paladeamos estos recuerdos con suave y dulce tristeza, con la indefinible morriña de la tercera edad que recuerda la propia juventud cada día más lejana.

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La vendimia y algo más

La vendimia es un tema literario y artístico que ha sido tratado en cuadros, libros y periódicos, en el teatro y en la poesía, hasta no quedar un aspecto de ella sin conocer, exaltar y ennoblecer por toda clase de artistas que la han tratado. Yo no voy a hacer nada que se parezca a un canto o un himno a la vendimia. Simplemente voy a relatar como era la vendimia en Madrigal, 50 ó 60 años atrás. Voy a rememorar lo que mis ojos de niño vieron en los majuelos y en los lagares y en las casas de Madrigal. La vendimia ha sido una fiesta en todas partes y en todos los tiempos. Era una fiesta en aquel Madrigal de los años de mi niñez. Pero no voy a empezar a recordar la fiesta y el holgorio de la vendimia. Primero, voy a irme más atrás, en el tiempo y en el ciclo agrícola de cada año. ¿De cuándo son las viñas -los majuelos como decimos los madrigaleños -de Madrigal? Se pierde el recuerdo en la noche de los tiempos. Cervantes, en una de sus "Novelas Ejemplares" ensalza el vino de Madrigal como uno de los vinos dignos de recordación entre los nobles e ilustres vinos de su tiempo. En "la Celestina", de Fernando de Rojas, se elogia el vino de Madrigal, también. El buen vino de Madrigal tiene historia y soporte literario. En las bodegas de las familias con apellidos más sonoros de Madrigal se conservaban cubas con soleras dignas del más noble Jerez o Montilla, que los herederos de tan ilustres familias se esforzaban por conservar, añadiendo a las cubas, los mejores vinos del año que podían encontrar. A principios de este siglo, llegó a los majuelos de Madrigal la terrible plaga que asoló los mejores viñedos de media Europa: la filoxera, el diminuto ácaro que roía las cepas de las vides y dejaba a las plantas muertas y secas en poco tiempo. No sé si los majuelos que hemos conocido hace 50 años eran supervivientes de la terrible plaga o eran nuevas plantaciones con vides americanas, más resistentes a la filoxera, injertadas en las variedades de la tierra, (albillo, verdejo o tempranillo). En Francia por esa misma época, replantaron los viñedos de sus regiones vinícolas con las mismas variedades originales, pero traídas de Chile, a donde habían sido exportadas las vides francesas un siglo antes. Es difícil creer que los majuelos de Madrigal fueron replantados con vides americanas. Entonces había un dicho, muy negativo, que decía que: "Pinar y majuelo, que lo plante mi abuelo". Y no pienso yo que nuestros abuelos estuvieran tan boyantes, a principios del siglo veinte, como para hacer nuevas plantaciones de majuelo. Eran tiempos más bien difíciles y de escasez. El dicho del pinar y el majuelo se justificaba. Los tiempos no estaban, precisamente, para hacer inversiones a largo plazo en un producto agrícola, que, entonces era secundario en la economía de los labradores de Madrigal. Los majuelos de mis años de niño eran pocos en Madrigal, de escasa producción y los vinos que se producían no pasaban de la categoría de vino corriente de mesa, aunque con sus buenos grados de alcohol. Lo cierto es que, aun con pocos majuelos y de poca categoría vinícola, la época de la vendimia era una época alegre y jocunda. Para llegar a esta época alegre y fiestera, los majuelos habían pasado antes, durante todo el año, por unos trabajos y atenciones poco conocidas y no tan agradables y festivas. Antes de la entrada del último invierno, los jornaleros que sabían hacer estas cosas, habían podado las cepas, habían cortado los sarmientos y habían dejado las cepas peladas. Los sarmientos los habían tejido en manojos para que, luego que se secaran en las tenadas, se convirtieran, durante los más crudos días del invierno, en olorosas ascuas, en las cocinas de los señores de los majuelos. Al llegar la primavera, los mozos de labor habían aricado todo el majuelo entre las cepas, donde ya apuntaban los brotes de los nuevos sarmientos, para matar las malas hierbas. Los jornaleros habían “mullido" cada cepa con azada y con mimo, arropando cada una de las plantas con tierra. Habían sulfatado las cepas, una a una, con “piedralipe", como ellos decían y que no era más que el muy conocido "caldo bordelés" para combatir la filoxera, el mildeu y otras enfermedades de la vid. Habían injertado cepas con variedades apropiadas, habían plantado nuevas cepas donde había faltas y habían cuidado cada majuelo con dedicación, habilidad y conocimiento. Después de un año de cuidados y mimos de majuelos y cepas, al llegar septiembre, las cepas estaban en todo su esplendor y los racimos de uvas, jugosas, olorosas y brillantes como joyas a la luz del sol, colgaban de los sarmientos, esperando, en plena maduración, la mano de los vendimiadores. La vendimia comenzaba por San Miguel, que es el 29 de septiembre. Los calores del verano y las duras faenas de la siega y la era ya habían pasado. Las fiestas del Cristo con sus bailes y sus corridas de toros se empezaban a olvidar. Los días claros de otoño, con sol templado y aires suaves eran los mejores del año y de verdad invitaban a disfrutar de la vida al aire libre, en el campo. La vendimia tenía asegurado casi siempre un perfecto escenario de días soleados y claros con temperaturas agradables y placenteras.

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"El jueves, vamos a vendimiar el majuelo del “Guijar" -había decretado días antes el “amo" delante del mozo mayor. Los demás mozos se enteraban al día siguiente cuando aquél les trasmitía, en la cuadra, la orden de”amo". Se había avisado a las mujeres y los muchachos que iban a ser los vendimiadores. Se juntaban los cestos y cuévanos necesarios. El lagar ya estaba apalabrado para el jueves. El jueves muy de mañana, con algo de niebla quizás, de seguro, con rocío abundante en el suelo, se van juntando los vendimiadores en el corral de la casa del “amo". Se suben en los carros, bien apercibidos de sombreros de paja y pañuelos a la cabeza, porque el sol todavía pica por San Miguel, y parten cantando la ultima canción que se canta por aquellos días por la radio: la “Parrala" u "Ojos Verdes" o “Angelitos Negros". O aquella jota castellana que dice: En el medio de la mar hay una lechuga de oro. Hay una lechuga de oro, y yo le digo a mi amor vete a cortarle el cogollo. La alegría estaba asegurada en la vendimia.

Ya han llegado los carros, cargados de vendimiadores, al majuelo señalado por el "amo". El sol ya está alto. Los mozos y mozas se distribuyen en las filas de cepas, dos en cada fila con un cesto al lado para llenarle con la dulce carga de los racimos en sazón. Empiezan su trabajo, desde la cepa junto a la linde, cortando racimo tras racimo y echándolos en el cesto, pasando de una cepa vendimiada hasta la siguiente, avanzando lentamente entre las cepas, cada uno en su fila, hasta la cepa de la linde de enfrente. Las manos están ocupadas, cortando racimos y comiendo las uvas mas maduras que se hacen agua en la boca. Y esas bocas, cuando no comen uvas dulces y olorosas, cantan o lanzan alegres pullas a los otros vendimiadores. Los cestos se van llenado y los mozos de labor los cargan al hombro hasta el carro, que está en la linde, con las mulas enganchadas y los tapiales bien ajustados, delante y detrás, para que no se escape ni un racimo, ni una uva, y llegue la carga intacta al lagar. Fila a fila, los vendimiadores van vendimiando las cepas, van despojándolas de su dulce y rica carga de uvas, mientras el día se va haciendo más caliente y luminoso. Los ánimos de los mozos y mozas se van caldeando también, las canciones no paran, las pullas arrecian y empiezan los lagarejos entre unos y otras ¿Os acordáis de los lagarejos? Son las bromas propias de los vendimiadores, bromas de pueblo y de mozos. Con un racimo pequeño, que cabe bien en la mano, se acerca un mozo a una moza con cara de manzana roja y carnes macizas, la agarra por donde puede y le restriega el racimo por la cara, estrujando las dulces uvas y dejando cara, cuello y ropas pringosas y empapadas, llenas de berretes por el zumo y el polvo del revolcón. Las mozas se desquitan. Se juntan en cuadrilla, persiguen al mozo del lagarejo, le tumban en el suelo, entre los surcos y, bien sujeto por todas, le "cantan los gallos", es decir le abren la bragueta y allí le meten mano, en el mejor y más literal de los sentidos, y con las manos de las mozas entran buenos puñados de uvas que se revientan en tan caliente nido y dejan esas partes y sus alrededores pringosas y chorreantes de mosto y tierra, y al mozo, humillado y sin ganas de repetir la faena del lagarejo. ¡Bromas de pueblo! Había malicia y picardía, que duda cabe, en las mozas buscando la bragueta del chaval y lo que debajo de ella estaba, pero la broma se hacía delante de todos los demás vendimiadores, a la luz del sol, sin buscar un oculto sentido ni una torcida intención que nadie tenía. Las del cantagallo siempre eran las mas atrevidas, las más jaraneras, entre las que siempre estaban en primera fila y con más uvas que nadie, Felisa "la Chocha" o "la Blanca" o "la Turina". Un día de vendimia siempre tenía una buena comida, que el "amo", o mejor dicho, el "ama" preparaba para todos los vendimiadores. Era una comida alegre, una comida regada con buen vino del año anterior y con mucha alegría derrochada por todos los participantes que se sentaban en corro, junto a los carros y los canastos, junto a las mulas que comían su pienso en las cebaderas. Mozos y viejos, mulas y carros, canastos y sombreros, al sol de las tardes de otoño. Buena comida y mejor vino, alegría y regocijo sano y primitivo. Esa era la vendimia de mis años infantiles. La faena de recolección terminaba en el campo cuando se llenaban los carros hasta arriba con los racimos en sazón. Del majuelo, al lagar. El carro va bien cargado y las mulas caminan despacio por los caminos, levantando nubes de polvo dorado. Desde la misma entrada del pueblo, por la puerta de Arévalo, en todas las calles, por donde van los carros cargados de uvas, los chiquillos piden racimos a gritos. El mozo que va de pie, junto al tapial trasero, se siente generoso y tira racimos dorados o morados que los chiquillos cogen en el aire. También ellos participan de la alegría y de la abundancia de la vendimia. Llegan al lagar, donde todo esta preparado para recibir las uvas del "amo". El silo está limpio del último mosto exprimido de la anterior carga de uvas de otro "amo". El piso del lagar está lavado con abundante

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agua del pozo, la pila de pisar acaba a de ser barrida y fregada a conciencia. La prensa esta reluciente con sus maderos y sus hierros recién lavados. El carro entra a reculas y deja su dulce y aromática carga en la misma puerta del lagar. Los lagareros cogen un racimo y prueban las nuevas uvas. Aprueban el grado de madurez y de dulzura, mientras escupen las semillas. Con pinchos -horcas de hierro -llenan de uvas la pila de pisar y dos hombres, con los pantalones remangados hasta la rodilla y descalzos, empiezan a pisarlas. El mosto chorrea entre los pies de los lagareros y corre en un hilillo hasta el silo. Suben otros dos hombres y siguen pisando las doradas uvas, sigue corriendo el mosto en regato más grande, sonando el chorro cuando cae en el silo profundo. Es un momento mágico y evocador. El lagar está en la luz de la media tarde. Los hombres pisan la uva con ritmo de baile ritual. El mosto corre por el suelo y resuena al caer en el silo. Un nuevo vino comienza a gestarse y el dios Baco preside, invisible, la ceremonia gloriosa. Los lagareros cargan la uva de la pila, apenas rota por sus pies, en la prensa redonda que esta en el centro del lagar. Entre las tablas laterales, escurre el mosto generoso y corre hasta el silo. Ponen la tabla del cierre y los maderos cruzados sobre las uvas. Montan el cabezal sobre el tornillo del centro. Meten la barra de palanca en su lugar y dos hombres la mueven a derecha e izquierda, apretando la prensa. Ahora el mosto sale por todas partes, entre las tablas de los lados y corre en arroyos y se despeña en el silo con clamores y cantares. El silo se va llenando de mosto y el aire del lagar, de un aroma dulzón. Esta noche, el mosto descansa en el silo. Mañana, los lagareros le meterán en los pellejos de trasporte, oscuros y brillantes, se los cargarán a la espalda, sosteniéndolos con una trenza que les cruza la frente y, con paso rápido y seguro, casi al trote, cruzaran las calles de Madrigal, hasta la bodega del "amo". Allí los descargan en las cubas de roble que esperan la dulce carga. Los primeros pellejos los que tienen el mosto más limpio y trasparente, los han dejado en un par de tinajas que tiene el "amo" en la panera. Una es para el arrope y otra es para la chichorra. La bodega, una vez que llegó a las cubas todo el mosto de los majuelos, se cierra a cal y canto para que el mosto fermente sin ruidos ni sobresaltos. No se abrirá hasta que el mosto sea ya vino joven y transparente. El mismo día que llega el mosto a las tinajas de la panera, las mujeres de la casa del "amo" están preparadas para el gran día del arrope. Es un día de trabajo duro y largo, de trajinar en la cocina muchas horas hasta que, por la tarde, puedan recoger el dulcísimo y delicioso fruto de tanto trabajo. En la tinaja del mosto para el arrope, lo primero que hacen es echar una tierra especial, que han comprado en Medina o en Arévalo, para filtrar el mosto que todavía esta turbio y sucio. Esta tierra se va posando en el fondo, arrastrando consigo la suciedad que esta suspendida en el mosto. En la lumbre de la cocina, han quitado la paja de garrobaza y hay, en su lugar, unos buenos tarugos de leña, ardiendo con hermosa llama..Entre ellos, un enorme cacharro, mitad sartén, mitad caldera, asienta sus grandes patas. Le llenan de mosto limpio y trasparente, al que añaden toda clase de frutas de la estación: higos, calabaza cortada en trozos, peras, melocotones, cáscaras de naranja, cualquier cosa que se ha producido en árboles o plantas de huerta. Es muy importante que la fruta esté medio verde, que no esté madura. La madurez y el dulzor lo obtendrán en la sartén. Lo más apetitoso, sobre todo para los niños, son las pipas de calabaza, ensartadas en un hilo como collares. Cuando salen del arrope, empapadas en su dulzura, hinchadas de tanto hervir y blandas, son la delicia de los chiquillos. La gran sartén hierve con su rica carga por horas. Necesita tiempo y fuego para convertir el mosto en el líquido espeso y color de ámbar que es el arrope, donde nadan o se hunden todas las frutas que echaron. Hay que saber darle el punto al arrope, el color, la consistencia de miel. Esa, es prerrogativa del "ama" o de la criada vieja que tiene en su memoria todos los saberes y sabores de la cocina. La dulzura y el aroma están en el mosto y están garantizados. Descargan la gran sartén en las ollas y pucheros, donde se conservará el delicioso postre todo el año. Vuelven a llenar la sartén con más mosto y más frutas. Vuelven a calentar y a hervir por horas el compuesto, hasta que el arrope, color de miel, está listo. Termina el día y terminan las mujeres de la casa del "amo" de hacer arrope. Ahora a limpiar la cocina, los cacharros, la sartén, los barreños donde picaron la fruta. A dejar el suelo reluciente y limpio como siempre. El arrope, guardado en las ollas en la despensa, será el más delicioso postre de todo el año, o la más sabrosa merienda, untado sobre una rebanada de pan moreno y cortezoso. Había en la panera del "amo" otra tinaja con mosto. Esa se dejaba, tranquila, reposar con el mosto hasta la boca y bien tapada con tapa de madera. Hasta dentro de 15 ó 20 días no se destapará. Entonces, el mosto estará fermentando, "cociendo", dicen los entendidos. Es el momento de la chichorra. La chichorra, en ese momento es un líquido no muy limpio, casi color tierra. No lo mires y bébetelo en puchero de

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barro para no verlo sucio y terroso. En vaso de cristal no apetece. Es mitad mosto, mitad vino nuevo. Es el mosto en mitad del proceso de fermentación. Es dulce porque aún es mosto. Y ya sabe a vino porque ya se está haciendo. Tiene burbujas de gas que pican en la nariz y sabe casi como un champaña dulce. Es un sabor difícil de describir. Bébelo y disfrútalo. Seguro que recordaras siempre el sabor de la chichorra. Puedes beber la chichorra en la cocina del "amo", donde puedes estar seguro de que la chichorra es de la mejor calidad, o en cualquier taberna que tengan un ramo de escoba, colgado junto a la puerta. Esa es la señal de que allí se vende chichorra. Tiene poco alcohol la chichorra y se bebe con ganas y con satisfacción. Pero, ¡cuidado!, a lo mejor, "no emborracha, pero agacha a la muchacha", según un dicho muy madrigaleño. De esas cantinas de chichorra, ha salido "a gatas" mas de un bebedor demasiado confiado en que la chichorra tiene pocos grados. Majuelos, lagares, arrope, chichorra. Vendimias alegres, cocinas olorosas, bodegas acogedoras. ¿Existen todavía estos lugares, estas faenas y trabajos? ¿O sólo viven en el recuerdo? Yo alimento mi nostalgia con estos recuerdos. Que están vivos en mi memoria.

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Días de matanza

La noche antes, yo estaba excitadísimo, apenas pude dormir a mi hora de siempre. Solo el cansancio de un día ajetreado me rindió y pude por fin dormir. La cosa no era para menos. Al día siguiente iba a comenzar la matanza. Eso sucedía una vez al año y eran tres días de ajetreo y de acontecimientos que se salían de lo corriente. A la mañana siguiente, ya me había levantado antes de que se hiciese de día. Me lavé la cara como los gatos y apenas desayuné en la cocina, llena de grandes barreños, de ollas de todo tipo y de la gran caldera de cobre, que bajaba del sobrado en estas ocasiones. En la despensa de al lado, estaban reposando las tripas de vaca que habían sido lavadas y limpias a cuchillo la tarde antes. Las tripas de vaca, la gente las compraba en los comercios del pueblo, en el Comercio Nuevo o en casa Fabio, por varas o por mazos, (un mazo era lo que se necesitaba para embutir los chorizos de un cerdo). Apenas desayuné malamente, salí a la calle a esperar a Halifernes (este era su verdadero nombre, aunque parezca mentira; el apodo, por el que se le conocía, era "Furris"). Era un personaje la mar de curioso: borracho empedernido, objeto de burlas y de pullas por parte de la chiquillería, que le ponían furioso cuando le llamaban "Cuácaro" y echaban a correr cuando amenazaba con sacar la navaja y soltaba todos los tacos de su repertorio, que eran muchos. Furris era el "matachín", el personaje más importante del gran acontecimiento de la matanza. Tardaba mas de la cuenta, o así me lo parecía a mí, que me comía la impaciencia. Por fin llegó el hombre, flaco y esmirriado, con cara de malas pulgas, como siempre, con el aspecto de un viejo legionario: en la cara un chirlo y un ojo vaciado. Llegaba sobrio, como buen profesional que era. Traía en un saco los instrumentos que le iban a hacer falta esa mañana: el gancho largo, un cuchillo largo y estrecho, otro más ancho y una media guadaña. Nada más llegar "Furris", se tomó una copa de aguardiente para matar el gusanillo y todos pasamos al corral. Allí estaban Antonio, el de Genoveva, Mariano el "Feo" y otros dos mozos, Venancio, el marido de Felisa la "Chocha", Rufo, el dependiente del comercio de mi tío Fabio y los chavales: Félix el de la "Patitas”, Jesús, el de Eliseo, el" Jaro”, mi hermano Adolfo y yo. Las mujeres estaban todas muy ocupadas en la cocina, preparando ollas, barreños y pucheros y calentando agua en la gran caldera de cobre. “Furris" dio la orden con voz de mando: “¡Abrir la pocilga!". Mientras, él estaba cerca de la puerta con el gancho en la mano preparado a actuar en cuanto apareciese el marrano. Asomó la cabezota y el morro chato un tanto asustado y "Furris” aprovechó el susto para clavarle el gancho puntiagudo en la papada colgante con un movimiento de mete y saca. Al mismo tiempo tiró del gancho hacia sí para asegurarle bien y quedo preso en la herida el tremendo animal de más de cien kilos de peso. Enseguida se echaron al marrano dos hombres y le agarraron par las orejas arrastrándole hacia fuera de la pocilga a donde se quería volver ante el ataque del "Furris". Otros dos hombres le agarraron por las patas traseras y entre todos le levantaron en vilo. El bicho chillaba como un condenado y manoteaba y se rebullía para escapar a tantas manos que le agarraban por todas partes. Pero no pudo escapar a su destino, que en ese momento era una mesa tocinera que estaba en medio del corral. Allí le subieron los cuatro hombres y "Furris" con su garfio de hierro siempre tirante para que el dolor no le dejara moverse. Le tendieron sobre la mesa con la cabeza fuera y le sujetaron las manos con la esquina de la mesa para inmovilizarle lo más posible. La "Chocha" puso en el suelo un gran barreño debajo de la cabeza del cerdo y "Furris" puso el mango del gancho en mis manos, que temblaban de miedo y de emoción. Cogió el cuchillo estrecho. Sin apenas dudar un instante, busco, palpando con la mano en la papada, el lugar preciso y clavó la hoja hasta el puño. De inmediato salió un chorro de sangre roja oscura que cayó, salpicando en el barreño. El animal dio un gruñido en tono más bajo y siguieron unos chillidos más débiles cada vez, hasta que se quedó quieto y flácido después de un estertor. La "Chocha" meneaba la sangre en el barreño con una gran cuchara de palo y siguió meneando hasta que salió toda la sangre de la herida de la papada. Al final solo salía un hilillo que se hacía por momentos más delgado hasta que se cortó del todo. El barreño se lo llevaron a la cocina entre la "Chocha" y su marido. "Furris” empujó al animal muerto, mientras inclinaba la mesa tocinera y el cerdo cayó pesadamente al suelo. Le arrastraron entre todos al lugar apropiado en medio del corral, le pusieron sobre la barriga con las manos y las patas a los costados para sostenerle en posición y le echaron encima pajas largas de trigo y pajas de las llamadas escobas, cubriéndole par completo. "Furris” prendió las pajas con su mechero y rápidamente las llamas

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envolvieron al cerdo tendido en el suelo. "Furris" movía hábilmente con un palo largo las pajas en llamas para quemar bien toda la piel del cerdo. Esta ceremonia tiene par finalidad quemar los pelos, las cerdas de la piel del marrano, para que quede sin tersa la corteza del tocino. Cuando se acabaron las llamas, Antonio barrio el lomo del cerdo con una escoba monjariega para quitarle las cenizas y barrió igualmente los costados del cerdo donde quedaban algunas pajas ardiendo todavía “Furris" tomó en las manos la media guadaña y, a horcajadas sobre animal, le raspó a conciencia para arrancarle los pelos que quedasen pegados a la piel y para limpiarle de ceniza y de toda la porquería que tienen los marranos siempre pegada a la piel. Entre dos hombres y usando unos palos de cañizo le dieron vuelta al marrano y le pusieron barriga arriba con las patas ya tiesas. Le echaron unas pajas por la barriga y las encendieron de nuevo para quemarle las cerdas de aquella parte. "Furris" volvió a pasarle la barriga con la media guadaña y dejó al bicho limpio y reluciente con ese color dorado de corteza medio tostada. Mientras, le arrancaba, retorciendo, las pezuñas de las cuatro patas y las arrojaba a los chicos que observábamos, atentos, todas las operaciones que se desarrollaban delante de nosotros, con los ojos abiertos como platos. Con un corte seco de la media guadaña, cortó el rabo, que le tiró también, como un trofeo, a los chavales. Le repartimos entre todos como buenos amigos y le comimos con fruición, como el primer bocado que proporcionaba el cerdo, de los muchos y buenísimos que guardaba entre su pellejo y que los iría dando a lo largo del tiempo. Igualmente cortó las dos orejas y las puso en mis manos. Mariano el "Feo" sacó su navaja cabritera, me pidió las orejas y las hizo tiras desde la punta hasta la base. A mí me dio la primera tira, la más tierna. El resto lo repartió entre todos los presentes. Estaba la carne todavía caliente y medio asada por el fuego de las pajas, con un sabor a tocino fresco y a ternilla crujiente. Tieso y rígido por las llamas, con las patas apuntando al cielo en gesto ridículo, pusieron al cerdo sobre una escalera de mano y entre cuatro hombres le subieron encima de la mesa tocinera "Furris”, con el cuchillo ancho, abría al cerdo en canal desde la boca hasta el ano. Al primer corte, aparecía una faja blanca y temblorosa, era el tocino fresco y tierno de la barriga. Después aparecía el peritoneo tenso y tirante, de color malva. Cuando le pinchó "Furris” con el cuchillo, se destensó silbando el aire que le hinchaba, al salir por el agujero. Luego le cortó y salieron de golpe las tripas hinchadas y violáceas, asomando sus vueltas y revueltas. Abría con mano segura el pecho cortando las costillas y el esternón y dejó al descubierto el corazón y los pulmones, el estómago y las tripas, entre las que asomaba la gran masa roja del hígado. Con mano maestra cortó la traquea y el esófago, desprendió los bofes (los pulmones) y el corazón, cortó el diafragma y, desprendiendo hábilmente las adherencias que los unían a las paredes del vientre, fue sacando, primero el estómago, luego las tripas engarzadas al peritoneo, el hígado, los riñones y dejó vacío el interior del cerdo. Los bofes y el corazón los depositó en un barreño que trajeron de la cocina la "Chocha" y Genoveva. Las tripas y el estómago, en otro y el hígado y riñones, en un tercero más pequeño; trozos de grasa que iba cortando de la cavidad del vientre y del pecho los colocaba en un cuarto barreño pequeño para rellenar las morcillas más tarde. El cerdo, ya vaciado de todo su interior, le volvieron a colocar en la escalera y llevaron a una panerilla donde le colgaron de una viga, cabeza abajo, para que escurriese la sangre que quedase dentro en una cazuelita puesta debajo del hocico. Las faenas del corral habían terminado esta mañana. Serían entonces como las diez de la mañana; el sol se asomaba, tímido entre unas nubes cárdenas. Hacía frío, pero ninguno lo sentíamos. Los ojos no se cansaban de mirar y todo parecía nuevo y desconocido, aunque era un ritual que se repetía todos los años y era viejo y tenía siglos de tradición detrás de cada operación. Los hombres se marcharon cada uno por su lado a trabajar en otras faenas; para ellos, la matanza había terminado. Las mujeres empezaron ahora de verdad las faenas de la matanza. La "Chocha" y Genoveva se llevaron el barreño de las tripas y el estómago hasta cerca del pozo para limpiarlo. Primero el estómago; le abrieron y le dieron vuelta. Le rasparon con los cuchillos sobre una tabla, mientras Antonio echaba cubos de agua hasta que todo quedó blanco y terso. Lo mismo hicieron con las tripas. Las desenredaron del peritoneo, las sacaron toda la porquería, raspándolas con los cuchillos sobre la tabla hasta dejarlas sin nada de grasa, casi trasparentes, listas para llenar en ellas las morcillas. Las más anchas servirán después para los chorizos gordos y la tripa del "cagalán" para los lomos embutidos o embuchados. Mientras tanto, en la cocina, la Inés, tía Patri, tía Benita y la criada, no paraban un momento. Ya habían cuajado la sangre que llevó la "Chocha" en el barreño, habían picado los grandes trozos marrón oscuro en pedazos más pequeños y los mezclaron con arroz, grasa, cebolla, que ya estaba picada desde el día anterior, pimentón, sal, orégano y otras especias. En cuanto llegaron del corral las tripas limpias, sin perdida de tiempo, empezaron a embutir las morcillas. Era una operación bien delicada. Mi tía Benita y la Inés eran las directoras. Había que apretar bien la masa de sangre cuajada, junto con la cebolla, el arroz y el resto, mientras embutían con el dedo gordo a través de un embudo corto y ancho de punta en el que la tripa estaba ensartada y se iba extendiendo conforme se llenaba. De vez en cuando pinchaban la tripa ya llena con una aguja, para sacar el aire y que quedase la morcilla más apretada.

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Cuando llegaba a cierta largura, cortaban la tripa y la ataban por las puntas haciendo un semicírculo. Una vez llenas todas las tripas, metieron la primera tanda en la caldera, donde hervía el agua hacía rato, colgándolas par la cuerda que ataba las puntas en un palo que atravesaba la caldera. La Inés seguía pinchando las morcillas colgadas en la caldera con el agujón largo y salía de ellas el líquido y la grasa, enturbiando el agua. Solo el ojo culinario de la Inés sabía cuando estaban las morcillas suficientemente cocidas. Entonces sacaba el palo con todas ellas colgando y las dejaba en un barreño limpio. Volvía a llenar el palo con otra sarta de morcillas y las metía en el agua de la caldera, que cada vez estaba más oscura y más espesa por los restos que salían de las morcillas al pincharlas. Todas las mujeres estaban en actividad en la cocina: embutiendo morcillas, atándolas, metiéndolas en la caldera, pinchándolas con el agujón, sacando las morcillas ya cocidas hinchadas y relucientes. Cuando las morcillas estuvieron todas cocidas, la caldera contenía un caldo grasiento, oscuro y oloroso que atraía el olfato y abría el apetito: Las famosas y apetitosas "zorraspas". Para entonces ya era mediodía pasado y se acercaba la hora de comer. Las "zorraspas" serán el caldo para unas sopas de pan, que estarán llenas de sabor, de olor y de calor. Todavía me acuerdo de las sopas de "zorraspas" que comía el primer día de matanza como el plato más sabroso de todo lo que se comen en esos días, delicioso al paladar y al olfato. La morcilla la llamó Baltasar de Alcázar, en su “Cena jocosa", " Oh, gran señora, digna de veneración". Y las "zorraspas" son su alma, su espíritu hecho caldo, la esencia de todo su sabor, el resumen y compendio de los sabores y olores de la morcilla. En cuanto se terminaron de hacer las morcillas, como si la caldera hubiera trasmitido el hecho por telepatía, empezaron a llegar a la cocina, vecinas y amistades, en busca de su ración de "zorraspas", cada una con su puchero o cazuela que la Inés iba llenando con un gran cazo. Después de comer, (¡y qué comida!: sopa de "zorraspas", probadura de morcilla, tocino de papada, callos -estómago- asados, hígado y riñones a la brasa), seguía la faena en la cocina. Limpiar el suelo y los cacharros, fregar la caldera por dentro y por fuera y dejarla reluciente y como nueva. Todo ha de quedar listo par el día siguiente, porque mañana seguirá el trabajo para todos. El segundo día de la matanza, empezó con la llegada de "Furris", que era siempre el protagonista En la panerilla, el cerdo seguía colgado de la viga. "Furris" arrimó la mesa tocinera al lomo del cerdo y cuando le descolgaron poco a poco, el animal quedó, casi sin esfuerzo, tendido en ella en la posición justa para empezar a destazarle, es decir a cortarle en pedazos y separarlos par partes y clases. Primero, "Furris" separó las dos grandes hojas de tocino del resto del cerdo. Metió la punta del cuchillo a la altura del pecho, entre tocino y costillas y le pasó de arriba abajo mientras caía la hoja al costado y aparecía la carne y los huesos, de un color rojo pálido, casi rosado. Una vez separadas las dos hojas, las llevaron a la cocina para salarlas con sal gorda. Tenían que conservarse casi todo el año y la sal era el conservante único que existía entonces. Con mano hábil, sacó los dos jamones, los lomos y los solomillos, que son las partes más nobles del cerdo y tienen un tratamiento especial para que sean lo mejor y más sabroso de toda la matanza. Separó la carne de los huesos. Mondó los huesos hasta dejarlos casi sin carne adherida. Partió con la cuchilla grande y pesada las costillas y las separó del espinazo, dejando los dos costillares listos para el adobo, el espinazo lo partió en tres o cuatro partes para que fuese a parar al barreño del adobo también. ¡Qué cocidos saldrán después de esos huesos y qué alubias con costilla adobada, olorosas y riquísimas, comeremos después!. La carne llegará a la cocina en un gran barreño para que Inés la seleccione: la más magra para la longaniza y el chorizo gordo, la más grasienta para los chorizos y la que tiene más tendones y grasa para los chorizos de bofes, mezclada con los bofes o pulmones, y la peor de toda, (si se puede hablar de algo peor en el cerdo, que todo lo tiene bueno), para hacer los "farinatos", mezclada con miga de pan. Con la carne han llegado a la cocina las mantecas, los pedazos de grasa que no son tocino y que se van a fundir a fuego en la gran caldera de cobre mientras se hace el picadillo. La manteca propiamente dicha, se meterá en grandes latas y se usara para cocinar y para conservar longanizas y lomo, metidos entre ella. la parte sólida que queda son los chicharrones con los que se van hacer las ricas tortas de chicharrón, que son pieza importante de la pastelería de los pueblos. "Furris" con el destace, ha terminado su misión en la matanza. Cobró su paga, se llevó sus morcillas, su pedazo de callo y su parte de carne, se metió en el cuerpo sus buenos vasos de vino y se marchó, contento como unas Pascuas a seguir con otra matanza o a emborracharse a conciencia en cualquier taberna, de camino a su casa. En la cocina empieza el día del picadillo Las mujeres se sientan en sillas bajas, tienen al lado los barreños con la carne, ya separada por la Inés y encima de las rodillas las tablas de picar carne. Pican a mano la mejor carne para la longaniza y el chorizo gordo; así la carne conserva todo su jugo y la longaniza es más rica. En una mesa, está montada la maquina de picar carne, con la que se pica la de los chorizos. La maquina la corta con sus cuchillas y la espachurra un poco, con lo que pierde un poco de jugo y sabor, pero el tiempo es importante y hay que usar la maquina. Yo he dado a la manivela muchas 77


veces mientras Inés o la "Chocha" metían los trozos de carne por la tolva de la maquina y salía el picadillo par detrás. La faena de picar carne a mano o a maquina dura todo el día. La carne picada cae en los grandes barreños, donde la adobarán más tarde: un barreno para la longaniza, otro par los chorizos, otro para los bofes y otro para los farinatos. AI final del día, Inés adoba cada barreño según su calidad. La longaniza, con el mejor pimentón de la Vera, mitad dulce y mitad picante, un poco de orégano, cominos y sal. Echado a ojo, amasado a mano por la "Chocha" y probado por la Inés y mi tía Benita. Cuando estuvo en punto de gusto, se metieron el barreño en la despensa a reposar, hasta el día siguiente. La misma operación para los otros barreños y a reposar en la despensa. Limpian la cocina y hasta mañana que se termine la matanza. Pero, esta noche, ya podemos cenar picadillo, frito en la sartén, y mojar pan en él y comer el pan rojo y lleno de todo el sabor que puso la Inés en el adobo. El tercer día es el del embutido. El chorizo gordo se embute en la tripa gorda a mano, con la embutidera; la carne se mete con la mano y se empuja con el dedo gordo. Sobre la tabla de picar se va extendiendo el chorizo. Allí, le pican para sacarle el aire, le atan y le dejan listo para colgarle en la despensa más fría para que se cure en condiciones. La longaniza la embuten a máquina. En lugar de las cuchillas de cortar la carne ponen una embutidera especial de pico largo, ensartan la tripa en ese pico, meten el picadillo por la tolva y, al dar manivela, sale el picadillo por la embutidera y se mete en la tripa que se mueve según recibe la carne y se llena con ella. La Inés va picando la tripa llena para sacar el aire y va apretando con la mano; ata y corta según le parece y va dejando las longanizas listas para la despensa. Los chorizos siguen después, con el mismo ritual: máquina, picar, apretar, atar y retirar. En la despensa van colgando todo el embutido en las vigas del techo, en los clavos que hay en ellas. El techo parece plaza de feria, llena de guirnaldas rojas. Los chorizos, en el techo son la alegría de la abundancia y la tranquilidad del futuro, bien abastecido para todo el año. El ama de casa los mira y sonríe satisfecha, aunque esté cansada del ajetreo de tres días de matanza. Falta embutir los lomos en la tripa del "cagalán". Es operación bien difícil y trabajosa. Hay que evitar que se rompa la tripa y hay que meter el lomo, bien untado de pimentón y aceite por una tripa que es más estrecha que el propio lomo. El resultada bien merece la pena. El lomo embuchado es la pieza maestra de la matanza. Luego será el bocado principesco de todo el cerdo. Y no queda ya más que limpiar todos los cacharros que han intervenido en todas las operaciones de la matanza: los barrenos, las tablas de picar carne, los cuchillos, la máquina de picar y embutir, toda la cocina y toda la casa y... a descansar de una faena bien dura, pero que tiene unos resultados llenos de sabor y de satisfacción. Días de matanza, días de añoranza, días de recuerdos de la vida de antaño; la que se marchó para siempre; la que solo queda en el recuerdo de los viejos: El corral con la hoguera, la cocina con las grandes lumbres, los barreños, los olores, los sabores. El frío de diciembre. Días sin escuela. Matanza, matanza, recuerdos, nostalgia.

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La hora del cambio

Los segadores

Carro agrícola de viga tirado por mulas - La hora del cambio El regadío Mulas y tractores La concentración parcelaría ... Los años 50 fueron unos años que marcaron historia en la vida de Madrigal. Fueron los años en que empezó el regadío y el cultivo de la remolacha...

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El regadío

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os años 50 fueron unos años que marcaron historia en la vida de Madrigal. Fueron los años en que empezó el regadío y el cultivo de la remolacha. ¿Cómo y por qué comenzaron los labradores de Madrigal a sembrar remolacha y a emplear el regadío? No es fácil responder a esa pregunta. Tal vez se empezó en algún otro pueblo cercano, Cantalapiedra o Rágama o Cantiveros. Vaya Vd. a saber. Algún avispado labrador de Madrigal lo vio o se lo contaron y decidió empezar ese nuevo cultivo en sus tierras mejores de las Camas o la Vega. Creo que el mérito de ser el primero, de ser el pionero en plantar una tierra de regadío en grande fue Andrés Sanz, que lo hizo en una finca de muchas obradas que tenía en el término de Moraleja. Para tener una tierra de regadío, lo primero que hace falta es tener agua con qué regar, digo yo. Y en el término de Madrigal, del Monte a la raya de Barromán y desde Blasconuño a la raya de Rasueros, nadie veía agua por ninguna parte para poder regar un cantero de lechugas. Se regaban las huertas cerca del pueblo o dentro del pueblo mismo con las norias, que debían ser más antiguas que la "Tata". El sistema de noria es, sin duda una reliquia que nos dejaron los moros, que eran unos maestros en el arte de regar y de cuidar las huertas y los frutales. Se dice que la huerta de Valencia y de Murcia es obra de los moriscos que se quedaron en España después de la expulsión de moros por los Reyes Católicos. Y las norias son obra de moros, las de Madrigal y las de todas partes. Pero para regar en grande, como pedía el cultivo de la remolacha, las norias no hubieran servido para mucho. Aparte de que la noria es el instrumento para sacar el agua del pozo y lo que hacía falta era agua para regar por muchos días en el tórrido verano de la meseta. Se podía encontrar agua en los prados bajos y en las zanjas que cruzaban por terrenos húmedos. Pero no era el agua abundante que se necesitaba. Por supuesto que el agua había que buscarla bajo el suelo, había que cavar pozos y ver de encontrarla lo más cerca que fuera posible. Así, que Andrés Sanz, hombre inteligente, emprendedor y valiente, señaló unos rectángulos gigantes, en su finca de Moraleja y dijo: "¡A cavar aquí!". ¿Por qué señaló aquellos sitios? Ni él mismo lo sabía. ¿Fue corazonada o saberes de zahorí que conocía que allí había agua?. Lo que fuese. El caso es que allí encontraron agua y abundante, que era lo que buscaba el valiente de Andrés. Se llenaron los enormes vasos de 2 metros de ancho por 7 u 8 de largo con unos dos metros de agua. Se instaló en un costado una motobomba grande y enseguida salió un enorme chorro de agua que brillaba bajo el sol primaveral como buen augurio de una nueva época que empezaba para Madrigal. Sembró Andrés Sanz la semilla de remolacha que había conseguido de unos amigos de Valladolid, señaló unas eras y canteros en la tierra y las regaderas correspondientes, y con el antiguo y artesanal sistema de abrir bocas y cerrar bocas en la regadera con el legón o azadón, fue llevando el agua donde quería y llenaba los canteros hasta rebosar y las eras se empapaban de agua fresca y vivificadora y las semillas de remolacha, recién sembradas, salían en brotes tiernos y crecían y cubrían de un verde nuevo y brillante la parda tierra. El campo aquel se transformó de un barbecho pardo y terronoso en un manto verde y vivo, en algo nuevo y desconocido en Madrigal. Muchos labradores fueron a Moraleja a ver la finca de Andrés Sanz. Primero, cuando cavaban los pozos y después, cuando sembró la remolacha y la vieron crecer y llenar de verdor los terrones pardos. Vieron el milagro, desconocido en el pueblo, del nacimiento de la vida vegetal por la unión del agua y la tierra. Y se convencieron de que Andrés estaba triunfando en una nueva empresa. No siempre fue esto tan claro. Cuando empezó la obra de los pozos en aquella tierra de Moraleja, hubo de todo. Los que lo veían como una cosa que pudiera ser buena y los que, desde el primer momento, sólo veían el fracaso y la pérdida de mucho dinero. La aventura de Andrés Sanz fue tema de discusión por muchos días alrededor de la estufa del Casino. "Eso no puede terminar bien de ninguna manera. Por estos pueblos no hay agua casi por ninguna parte y lo difícil es dar con ella. A lo mejor tiene que cavar treinta pozos para dar con ella en uno sólo y eso cuesta mucho dinero. "Toda la vida hemos labrado el secano y aquí no hay más que hacer que arar los terrones y esperar la lluvia que es la que nos da el trigo. Lo demás son cuentos de caminos". Otros se callaban o decían sin comprometerse a nada: "Ya veremos lo que sale, si es con barba San Antón y si no, la Purísima Concepción". Algunos pocos se atrevían a apoyar a Andrés Sanz en su empresa. Hubo uno que hasta se atrevió a decir: "Pues yo no tengo el dinero que tiene Andrés, pero si le tuviera, también abriría pozos y sembraría remolacha. Yo no soy de los que dicen, aquí me dejó mi abuela; aquí me encontrará cuando vuelva".

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Lo

cierto es que muchos tomaron buena nota de lo que hacía Andrés Sanz y sin dar un cuarto al pregonero, hicieron sus planes a la chita callando y, al año siguiente estaban cavando pozos y preparando tierra para la remolacha y el riego. Bien pronto se supo que en cualquier parte del término había agua a unos 5 ó 6 metros de profundidad. La fiebre de la remolacha se extendió como una benéfica peste por todos lados y, a los dos años, cada labrador tenía su finca de regadío para acompañar a la cosecha de secano. Se cavaron muchos pozos enormes, lo que dio origen a una nueva industria: la de cavadores de pozos. En este tipo de trabajo, fueron los primeros y los más hábiles cavadores la gente del barrio de Triana y de Cantarranas. Eran gente dura y constante, acostumbrados al trabajo durísimo de la siega. Pero sobre todo eran gente que sabían trabajar en equipo. Lo habían ensayado años antes en la caza de la perdiz en cuadrilla y ahora lo ponían una vez más en práctica para esta nueva oportunidad que se les venía a las manos. En aquella ocasión, en los duros años 40, en plena posguerra, con poco trabajo y mucho hambre, vieron un filón de plata al alcance de su mano en las perdices que corrían por el campo. Sin armas ni posibilidad de tenerlas, se las ingeniaron para cazarlas a la carrera, con sus perros, fieles compañeros de siempre, y formando cuadrillas de muchos hombres que cazaban con unas reglas y habilidades no aprendidas. En los años formaron también cuadrillas para abrir pozos. Se repartieron el trabajo y, con sólo la fuerza de sus brazos y unas simples herramientas, como picos y palas y cestas de mimbre o covanillos y un rústico torno de madera, abrieron la tierra y sacaron a la luz el agua que escondía bajo los terrones secos, dando el primer paso, un paso de gigante, para la prosperidad de la labranza de Madrigal. Dos o tres hombres picaban con los pesadísimos picos la dura peña, otros retiraban la tierra arrancada a golpes de pico, otros llenaban los canastos de mimbre y los enganchaban en la soga unida al torno, otros movían la manivela del torno y subían a fuerza de brazos la pesada carga, otros la apilaban lejos del pozo para evitar derrumbes. Todos trabajaban como una máquina perfectamente engrasada. Y todo el equipo recibía del labrador un tanto fijo por la hechura del pozo. Trabajaban a destajo y se repartían la ganancia según un reglamento no escrito, sin reclamos ni problemas, ni pleitos entre ellos. Los hombres de Triana y Cantarranas, con su sentido de la solidaridad y del trabajo en equipo, escribieron otra página más en la historia de Madrigal digna de ser recordada con orgullo por todos los madrigaleños. Así lo recordamos aquí y ahora como ellos merecen. El regadío y la remolacha o las patatas se extendieron por el campo, poniendo manchas verdes y refrescantes en la seca estepa castellana. Con el rápido crecimiento de tierras de riego, vinieron pronto los problemas. Se sacaba más agua del que podían reponer las escasas lluvias y el nivel de la capa freática fue bajando peligrosamente. Algunos pensaron que se acababa el agua y se acababan los regadíos. Ante esta dificultad, se buscó la solución y surgió otra industria: la de los barrenos. En el fondo y en las paredes del enorme pozo se daban barrenos de 15 ó 20 metros de profundidad y se buscaba con ellos otras vetas de agua que llenasen el gigantesco vaso del pozo. El "Mutilado" y su equipo de hombres y máquinas agujerearon los pozos todos y los volvieron a llenar del agua que se negaba a manar en sus paredes. Esta operación prolongó un poco más el regadío, aportando un agua extra que estaba más allá del nivel del pozo mismo. Simplemente, el nivel del primer manto freático se agotó pronto porque no era muy abundante y fueron muchos los pozos que sacaron agua de él. Con los barrenos se llegó a un segundo manto que también se agotó en unos años. Pero hasta que se agotó siguieron regando los labradores y siguieron sacando muchas toneladas de remolacha en cada temporada. La tercera etapa del regadío es la actual. En ella, se abandonaron los pozos y todo su complicado y costoso sistema de apertura y mantenimiento. Con poderosas máquinas perforadoras se hicieron pozos entubados hasta profundidades que llegaron a los 100 y 150 metros. Se instalaron unas poderosas motobombas en esas profundidades y se sacaron y se están sacando las aguas de un tercer manto freático que parece mucho más abundante que las dos anteriores. Veremos lo que nos dura. Ya se van viendo mermas que pueden indicar un futuro agotamiento no muy lejano. En esta última etapa, la tecnología ha venido en ayuda de los labradores y la están aplicando y usando con generosidad. Casi todas las fincas de regadío están electrificadas. Las motobombas son hoy más potentes y sacan el agua que necesitan en menos tiempo. Las regaderas son ya historia del pasado. Hoy tienen tubos enterrados, que son las cañerías madres que llevan el agua a toda la finca y de la que salen los tubos superficiales que distribuyen el agua por aspersión a todas las plantas. Hasta tienen relojes reguladores que abren y cierran las secciones que se van a regar a las horas convenidas, sin necesidad de estar presente nadie. La tecnología está ya en los campos de Madrigal. Están los labradores a la altura de los agricultores europeos. Como se dice ahora, están homologados con los labradores de Francia o Alemania. Lo malo es que también están, como los alemanes, franceses y holandeses, sometidos a las normas que dictan en Bruselas los tecnócratas y burócratas de la Unión Europea y tienen que respetar

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cupos y hectáreas para no pasarse de la producción que asignan a cada nación los comisarios europeos. Son los gajes de los tiempos. Por un lado te enseñan la zanahoria y por otro te amenazan con el palo. Restricciones y limitaciones aparte, la agricultura en Madrigal, como en el resto de Castilla y de toda España, ha dado un salto de gigante desde aquellos días memorables de los primeros pozos y de los primeros intentos de convertir el secano en regadío. Pero es que para llegar a donde estamos ha tenido que recorrerse el camino entero desde los primeros, tímidos, pasos hasta el presente actual con su futuro esperanzador y sus problemas amenazadores.

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Mulas y tractores

Hubo tres acontecimientos, que se dieron casi simultáneos, que fueron el vuelco copernicano en la vida de Madrigal: La llegada de los tractores, el comienzo del regadío y la concentración parcelaria. Antes de esos tres cambios tan de patas arriba, que fueron como dar la vuelta al calcetín (sacar lo de dentro y ponerlo a fuera) en la vida de Madrigal y de los madrigaleños, la vida tenía otro ritmo, otra cadencia. Era una vida que había sido ensayada por siglos y todos la representaban a las mil maravillas y sin sentirlo, con toda facilidad y naturalidad. Se trabajaba y se disfrutaba en tempo de "lento maestoso", sin prisas, sin muchas ambiciones, viviendo y dejando vivir la vida. Se vivía y trabajaba como lo hicieron nuestros abuelos y tatarabuelos y los tatarabuelos de nuestros tatarabuelos. El centro y el meollo de esa vida antigua y que había sido invariable por muchos siglos eran las mulas. Las mulas eran toda la fuerza de trabajo en el campo. Eran, dada su importancia económica un capítulo muy serio en el presupuesto de cada casa. Las mulas arrastraban los arados y los carros y portaban y ponían por alto la vida entera de los pueblos castellanos. En cada casa de labor había mulas en la cuadra. En unas, muchas; en otras, pocas. En todas, las necesarias para hacer las labores que había que hacer. Las mulas las traían los Maranchones, tratantes de Maranchón, un pueblo de Guadalajara, que tenían la habilidad de tener el monopolio del comercio de mulas en gran parte de Castilla. Todas las labores que se hacían en el campo, o casi todas, las hacían las parejas de mulas, llevadas por la mano amiga del hombre, en armónico entendimiento entre el animal y el mozo. En octubre, en la sementera, las mulas tiraban del arado que tapaba el trigo recién sembrado. Más tarde hacían el barbecho de las tierras que aquel año descansaban, o aricaban entre los surcos donde el trigo verdeaba en la primavera, o arrastraban el carro cargado con la basura del corral o el abono mineral que esparcirían los mozos por los surcos. En el verano, las mulas llevaban los carros de estacones a cargar los haces de la mies recién segada y los traían llenos hasta más arriba de los estacones por los caminos polvorientos, hasta la era. Allí tiraban del trillo, dando vueltas incansables en la redonda parva hasta el atardecer y recogían, con la cañiza o rastra, la parva, una vez bien trillada. Y las mulas llevaban al trote, airosas y alegres, el carro de sonoras volanderas, cargado con los costales rebosantes de limpio trigo hasta la panera, donde terminaba el largo camino de todo un año de labor. Las mulas eran el motor de todo el trabajo del campo, prestaban su fuerza en todas las labores más fuertes de arrastrar y cargar. Arrastraban y cargaban aperos, instrumentos, de madera en su mayor parte: arados romanos sin más hierro que la reja y la calza; carros de madera en su casi totalidad, trillos de madera y pedernal, rastras de madera, todos colgados de los yugos que asentaban entre el cuello y el pecho de las mulas. Así trabajaban el campo los madrigaleños de hace más de 50 años, ayudados por las noble y callada colaboración de las mulas. Pero llegó la revolución. Llegó el primer tractor a las calles de Madrigal, despertando temores y curiosidad. La gente le miraba y daba vueltas a su rededor. Le veían unos como un monstruo de hierro, lleno de ruidos ensordecedores; otros veían en él la fuerza y la riqueza; no faltaban los que le veían como un gran juguete inútil que sólo se podían permitir los más ricos, pero que nunca podría sustituir a las mulas de toda la vida. En el casino, alrededor de la estufa, los comentarios no tardaron en aparecer y crecer con los días. El dueño del tractor aseguraba que las labores que daba no las podía hacer ninguna pareja de mulas; que, sólo con vender las mulas de su cuadra y el ahorro de cebada del pienso de sus mulas por un año, podía pagar la mitad de un tractor y la otra mitad la pagaría con las fanegas de más que pensaba sacar labrando con tractor. Los tradicionales veían al tractor como un intruso que iba a hacer más daño que provecho. Y sobre todo un tractor era carísimo, costaba un riñón y si venía un mal año podría ser la ruina del que le comprase sin tentarse antes los pantalones. Hubo quien se atrevió a apostar que tres parejas de mulas hacían más labor y mejor hecha que un tractor. Todas estas discusiones bizantinas se acabaron cuando el dueño del tractor invitó a todos a ver con sus propios ojos la labor que iba a dar en una tierra que tenía en las Camas al día siguiente. Allá fueron muchos, convocados por la curiosidad. Vieron como se clavaba la reja en la tierra y sacaba de abajo lo que nunca había sacado un arado romano. Penetraba diez centímetros más que las rejas corrientes y dejaba la tierra esponjosa y suelta. El final de todo este palabrerío de casino y estufa llegó cuando, al verano siguiente, vieron que las tierras labradas con tractor tenían unos trigos que no tenían comparación con los de ningún otro y su dueño había cogido muchas más fanegas por obrada que nadie. Al año siguiente, había tres o cuatro tractores arando las tierras de Madrigal. Tres años más tarde, casi todos los labradores tenían su propio tractor y arados de vertedera o de disco y un remolque para el

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trasporte, que sustituía a los carros. Y las mulas, poco a poco, fueron desapareciendo de las cuadras y de los lugares de trabajo. Por las calles se oían los motores retumbando en las paredes, los disparos de los gigantescos “Lanz” con su único pistón, o los más suaves ronroneos de los “Fordson” o los “Ferguson” o los “Massey Harrys”. Los años 50 fueron los años que trajeron los tractores a los labradores de Madrigal. Pero no podemos olvidar que hubo un precedente muchos años antes que pudo haber sido el comienzo de una nueva época en la agricultura de Madrigal y que, por razones diversas e imprevisibles, fracasó. Aunque sea algo muy personal, tengo que contar como fue. Adolfo Portillo, ¡mi padre!, El año 1930 fue el iniciador de una época nueva en la agricultura. Se compró maquinaria arrastrada por mulas, desconocida entonces: trisurcos de vertedera, máquina sembradora, máquina segadora y atadora, fue el primero en usar los abonos químicos en abundancia. Ese año se empeñó hasta los ojos en la compra de maquinaria y abonos. Dio unas labores profundas y fertilizó las tierras como para coger la mejor cosecha del siglo. Lo hubiera conseguido, si el año hubiera sido uno de tantos, corriente como todos. Pero aquel año fue uno de los más húmedos que se recuerdan. Llovió como pocas veces lo hace en Castilla. Todos los labradores cogieron una buena cosecha de trigo, salvo en las tierras muy bajas que se encharcaron. Las tierras de mi padre, con unas labores profundas y cargadas de abono, se ahogaron de agua y el trigo que salió en medio del suelo encharcado se perdió sin remedio. Mi padre fue el único que no tuvo cosecha aquel malhadado año. Con los muchos gastos que había hecho, se arruinó irremisiblemente. Si hubiera sido un año normal, seco, como suelen serlo en Castilla, mi padre hubiera cogido una extraordinaria cosecha y, hoy, hubiera sido recordado como el pionero de la agricultura moderna en Madrigal. No fue así y tuvieron que pasar veinte años más hasta que llegaron los tractores a los campos de Madrigal. La llegada de los tractores cambió la vida en Madrigal y en todos los pueblos de Castilla. Los carreteros se quedaron sin trabajo. Ya no tenían que hacer carros, ni arados romanos, ni yugos. Los herradores no tenían mulas a las que poner herraduras Los herreros transformaron sus fraguas en talleres mecánicos para atender las averías de los tractores y componer los aperos que arrastraban. Los mozos de labor que atendían y manejaban las mulas o se convirtieron en tractoristas o se hicieron jornaleros y empezaron a incrementar las filas de los parados. Nació una gasolinera para vender el combustible de tantos motores como caminaban por las calles y los caminos del pueblo. La puso, con magnífica visión, Eliseo, el Carretero, que suavemente fue cambiando su taller de carretero en taller mecánico y se hizo expendedor de gasolina y gasoil. En principio traían el gasoil en bidones de 200 litros y Eliseo los traspasaba a otros bidones de los dueños de los tractores con una bomba de mano. Un poco más tarde, le puso la CAMPSA un surtidor en toda regla en la plazuela de los Herradores, delante de sus casa. Allí iban a repostar los tractores, arrastrando los remolques en los que cargaban los bidones de gasoil, llenando de ruido la otrora tranquila plazoleta. La paz idílica y el silencio de antes, se transformaron en el bullicio y la agitación de la agricultura mecanizada. Las cosechas eran muchísimo mejores, se cogía mucho más trigo por obrada, se trabajaba menos duramente en el campo, pero todo esto tuvo su precio: se perdió paz y silencio y la vida empezó a caminar a otro ritmo. Era el progreso que venía de la mano de los tractores; se perdía el reposo de una vida de siglos.

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La concentración parcelaria

En Madrigal, como en toda Castilla y en otras muchas partes de España, la tierra estaba muy repartida y muy dividida. Las sucesivas herencias y los muchos hijos en las familias labradoras convirtieron a las grandes heredades en muchas y pequeñas parcelas de labranza. Lo que podía haber sido una gran heredad de una familia acomodada, a lo largo de los años y de los siglos, por las herencias entre muchos hijos, se tenía que dividir y subdividir repetidas veces y las fincas únicas, se repartían en tantas como hijos tenía el padre y las heredades con varias fincas grandes, se volvían a dividir entre la siguiente generación. De este modo, con el tiempo las fincas se hicieron pequeñas y múltiples. Esta situación era algo tan común y corriente que nadie advertía los inconvenientes que tenía. Con el sistema de labranza antiguo, se notaba muy poco las desventajas que esta situación podía tener. Se mandaban dos parejas de mulas a arar una tierra y otras dos a otra y en un día se hacía la aranza de las dos parcelas sin mayores problemas. La mano de obra y las fuerzas de trabajo – las mulas – estaba tan divididas como la tierra y se complementaba una cosa con la otra. cuando llegaron los tractores a las tierras de Madrigal, la cosa cambió. Nadie tenía dos tractores en aquellos primeros días de la mecanización para mandar a cada uno a hacer dos labores distintas en dos tierras pequeñas. Con un solo tractor que araba mucho más rápido que las mulas y muchas finquitas, había que gastar mucha gasolina en los caminos de una finca a otra para arar tres parcelas en un mismo día. No era un sistema que pareciese muy económico. En el Ministerio de Agricultura de aquellos años, a alguien se le ocurrió que se debía enfrentar este problema y resolverlo desde las alturas con una decisión ministerial. Se preparó una Ley de Concentración Parcelaría y se puso en práctica de inmediato. Con ingenieros y técnicos del Ministerio se iban a realizar las operaciones difíciles y muy costosas de convertir las muchas parcelas de una heredad en unas pocas que sumasen la misma extensión y de equivalente calidad productiva. Y todo esto, en un término municipal para todos los labradores de ese municipio y para todas las fincas del término. La labor era peliaguda y no era nada fácil llevarla a feliz término. La Ley de Concentración Parcelaria no era un “ordeno y mando” de obligatorio cumplimiento para todo el mundo labrador. Era una ayuda del Ministerio a los pueblos que la pidiesen y que estuvieran de acuerdo con la operación. Se requería que el pueblo donde se iba a hacer la concentración, estuviese de acuerdo en hacerla y la pidiese al Ministerio como un solo hombre. Nunca fue una imposición del Gobierno. Ahí estaba, precisamente, la dificultad del asunto. Entremos de lleno en el relato de cómo se hizo la concentración en Madrigal para ver el meollo del problema y cómo se fue resolviendo poco a poco. La idea de la concentración en Madrigal, empezó a gestarse en las cabezas mejor preparadas y más inteligentes de los labradores ricos. Estos señores leyeron en los periódicos lo que en realidad era la Concentración Parcelaría y las ventajas que traía a los labradores todos. Pasó un tiempo. Y empezaron las operaciones previas para realizar la Concentración en Cantalapiedra, donde muy pronto se pusieron de acuerdo los labradores y solicitaron al Ministerio de Agricultura la Concentración. Con este precedente en un pueblo tan cercano, los tres o cuatro labradores grandes de Madrigal que fueron los promotores, se pusieron manos a la obra a hacer campaña entre los demás labradores para conseguir el consenso entre todos o una mayor parte para pedir la Concentración. Ya se sabe lo reacios que son las gentes del campo para aceptar las cosas nuevas y desconocidas, sobre todo si les tocan al bolsillo y a sus tierras. Poner de acuerdo a los muchos labradores de Madrigal, grandes y pequeños, con distintos intereses unos y otros, no debió de ser nada fácil. Los promotores tuvieron que gastar mucha saliva, mucha labia y muchísimo tiempo para encontrar los apoyos para su idea, para ampliar el grupo de los convencidos y para llegar a un número de firmas en el documento de petición que fuera el requerido por el Ministerio. Fueron de casa en casa tratando de convencer a los más reacios, que eran, en principio, casi todos. Convocaron reuniones en el casino y en el ayuntamiento. Repitieron una y mil veces los argumentos de la conveniencia de tener pocas fincas y más grandes de las que tenían. Enronquecieron de tanto hablar y tanto discutir días y días en reuniones personales y en reuniones multitudinarias. Hasta llevaron a los más recalcitrantes a Cantalapiedra a que vieran como iban quedando las fincas, cuando se llegó en este pueblo a la fase de nuevas fincas concentradas. Costó mucho esfuerzo y trabajo convencer a muchos de algo que no veían como necesario ni ventajoso, de algo que no habían tenido nunca y que sin ello habían estado tan ricamente toda la vida. El lema para la mayor parte de los labradores es: “Aquí me dejó mi abuela, aquí me encontrará cuando vuelva”. Sacarles de ese paso era un asunto muy arduo y muy difícil.

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El casino era el lugar donde las discusiones sobre el tema de la Concentración se repetían todos los días por unos y por otros. Alrededor de la estufa en los días del invierno aquel se dieron muchas voces en pro y en contra de la Concentración. Los que más gritaron en esas discusiones fueron, sin duda los que se oponían con todas sus fuerzas a la Concentración. Los argumentos eran muy variados y todos muy apasionados. Más que razones y argumentos esgrimían cabezonadas y corazonadas. “Quien se va a creer que me van a dar a mí la misma calidad de tierra que tengo yo ahora. Los que más tienen serán los que van a sacar mayor tajada, como siempre. Y los que tenemos menos seguiremos teniendo menos que antes. Porque el pez grande siempre se ha comido al pez chico en todo momento”. Otros se aferraban a lo suyo y no lo querían soltar. “ Pues a mí que me dejen lo que heredé de mis padres y no quiero gangas que me regalen. Yo no quiero ni tierras más grandes ni mejores que las que tengo. Yo lo que quiero es lo que me dejaron mis padres, las tierras que me dejaron mis padres”. Había también el grupo de los inmovilistas, el de los que no querían cambiar nada, porque les daban miedo los cambios. “Así hemos estado siempre y no hemos llegado a ricos, pero tampoco nos hemos muerto de hambre. Aquí me dejó mi abuela; aquí me encontrará cuando vuelva”. Cambiar este modo de pensar y sentir era bien difícil. Tuvo que costar mucho esfuerzo, mucha mano izquierda y mucha habilidad y dialéctica para convencerles de que estaban en un error y que a todos convenía la Concentración. Después de muchos dimes y diretes, se llegó a un acuerdo, se llenaron los papeles que pedía el Ministerio de Agricultura y se mandó la solicitud de Concentración para el término de Madrigal de la Altas Torres. Llegaron ingenieros y peritos agrónomos al pueblo. Se entrevistaron con muchos o con todos los labradores y comprobaron en persona el grado de aceptación de las operaciones de Concentración. Lo primero que hizo este equipo de técnicos fue un nuevo Catastro: Una planificación de todo el término municipal. Midieron todas y cada una de las fincas existentes, los caminos, las zanjas, los prados, los pinares, los majuelos, etc. y presentaron en al Ayuntamiento los planos de ese nuevo catastro para que todos los examinasen y estuvieran de acuerdo con ellos. Además dieron a cada propietario una copia de los planos de sus fincas para que los examinase en su casa con detenimiento y cuidado y expusiese los errores que pudiera haber en cuanto a extensión de sus fincas. Estos trabajos duraron muchos meses hasta ver el resultado de los planos del catastro en las manos de todos y cada uno de los propietarios. Pero, cuando vieron los planos y todo el trabajo realizado y comprobaron la seriedad de las operaciones y cómo se estaba realizando un trabajo de tanta envergadura, empezaron los más reacios a la Concentración a ceder en su oposición y a ver que se hacían las cosas con seriedad y bien hechas y que sus dudas no serían ya tan fuertes. Vino la siguiente fase de los trabajos de la Concentración: La clasificación de todas y cada una de las fincas por su calidad productiva. No era igual el valor de una finca en las “Camas” o en la “Vega”, de muy buena calidad, que otra en el “Cordel” o en la “Puebla”. Y había muchas calidades intermedias entre una buenísima y otra muy mala. Para la clasificación de fincas se nombró a una comisión de labradores, creo que eran diez o doce, que escogió cinco tipos de tierra, que las numeraron 1ª, 2ª, 3ª, 4ª y 5ª con lo que abarcaron todas las calidades de tierras del término de Madrigal, desde las mejores hasta las más malas. Estos cinco tipos serían los puntos de comparación cuando hicieran las clasificaciones de cada finca.. Para las tierras de la 1ª categoría se buscó una finca-tipo, la de Don Fulano de tal en las “Camas”. Para la 2ª categoría, se escogió la de don Zutano en la “Vega” como tipo. Y así en las otras categorías de calidad. Así, cuando se fuera a calificar una finca cualquiera, se la comparaba con la finca-tipo más parecida y se buscaba la calidad exacta de la finca o de cada parte de finca, si tenía dos calidades, una en los bajos, más fresca y otra en los altos más seca y con tierra de menos fondo, por ejemplo. Con estas cinco fincas-tipo se tenía las varas de medir para todas las fincas del término, para calificar todas y cada una de las fincas que había antes de la concentración. Vino la fase de clasificación. Cada mañana, salía el equipo de clasificación con un Perito Agrónomo al frente por los caminos a calificar las fincas de aquella parte del término. Llegaban a una finca de Fulano, la recorrían en todas direcciones. La hacían un agujero con una azada pequeña para ver la profundidad del suelo laborable. Cogían puñados de tierra y los deshacían entre los dedos. El Perito preguntaba: “¿Qué categoría creen que tiene esta finca, 2ª o 3ª? ¿Cómo la de la Vega de don Zutano o como la de la “Alhóndiga de Dª. María?” – Que eran los tipos de esas categorías. Cada uno de los componentes del grupo daba su opinión. “Pues yo creo que es mejor que la de Dª. María y peor que la de Don Zutano” – decía uno. Y todos los demás estaban de acuerdo o discrepaban. Entonces el Perito seguía preguntando: “¿Es como la de Don Zutano, o un poco peor? ¿Podemos decir que es una categoría 2ª B o 2ª C?. Se ponían todos de acuerdo y se calificaba a la finca como categoría 2ª C. El perito anotaba en los planos que llevaba la categoría asignada por unanimidad.

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El Perito me invitó en una ocasión a que acompañase a la comisión de calificación a ver cómo se hacía el trabajo. Querían que hubiese muchos testigos que vieran la seriedad del trabajo calificador. Llegamos a una finca de mi hermana. Entonces el Perito me explicó que cuando calificaban una finca, si estaba presente alguien relacionado con el propietario, debería apartarse para no influir en la calificación. Yo me retiré unos pasos y dejé que deliberaran sobre la calidad de la finca de mi hermana. Cuando terminaron, me llamaron y seguimos a la siguiente. De esta forma, se calificaron todas y cada una de las miles de tierras del término de Madrigal.

Yo

creo que esta fue la fase más difícil y más complicada de todas las que tuvo el proceso de concentración. Porque se trataba de contentar a todos o a casi todos los labradores en lo que ellos más querían y estimaban: en el aprecio de sus propias fincas. En la fase siguiente, la de reclamaciones a la calificación, debieron trabajar los ingenieros y peritos como nunca lo habían hecho. Hubo muchísimas reclamaciones, era lo natural. Pero a todas se dio audiencia y explicación. Y, al final todos quedaron más o menos contentos. En la siguiente fase, la de concentración propiamente dicha, en la que se constituían las nuevas fincas más grandes que sustituían a las antiguas más pequeñas y numerosas, los ingenieros y peritos trabajaron calladamente en sus despachos y en sus planos durante muchos meses sin que nadie viese su esfuerzo y maestría. Después se vio su trabajo plasmado en los planos definitivos del catastro nuevo y se pudo apreciar el ímprobo trabajo que habían realizado. Los planos fueron expuestos en el salón de actos del ayuntamiento en muchas mesas repartidas por todo el espacio del gran salón. Allí estaba el resultado de los muchos meses de trabajos diversos y complicados del proceso de transformar un término municipal del tamaño y complicación del de Madrigal en otro más acorde con los nuevos tiempos y la nueva forma de labrar la tierra con los nuevos instrumentos de labranza que ya se tenían entonces y que se preveía que aumentarían con el tiempo. Hubo un nuevo periodo de reclamaciones, que fue tan largo y complicado como el primero o más, si cabe, que fue resuelto con la misma habilidad de convicción y con la realidad de las cosas bien hechas que convencieron a todos... o casi todos, porque es imposible que no haya descontentos entre los labradores de mi pueblo y de todos los pueblos en materia de fincas propias. A todos se les entregó los planos donde estaban todas y cada una de sus fincas nuevas con la calcificación de sus categorías y calidades. Solo faltaba entrar todos y cada uno en posesión de las nuevas fincas después de escriturarlas debidamente ante notario y de registrarlas en el Registro de la Propiedad, que no fue pequeña labor legal y de papeleo, habida cuenta de la cantidad de fincas distintas que eran nuevas con linderos nuevos y medidas distintas a las que había anteriormente. Con la concentración se trazaron caminos nuevos en todo el término, más racionales que los complicados caminos anteriores. De modo que toda finca nueva tenía acceso por alguno de los caminos nuevos, desapareciendo así todas las anteriores servidumbres de paso. Se trazaron y excavaron nuevas zanjas de drenaje mucho más racionales que las que había antes. Las únicas fincas que no fueron modificadas y no entraron en la concentración fueron los pinares y alamedas, las viñas, las fincas de regadío y los prados. Estas fincas quedaron en manos de sus antiguos dueños sin ninguna modificación. Y se tuvieron en cuenta, sobre todo los regadíos, para añadirle al lado nuevas fincas a sus dueños para que pudiera ampliar el regadío ya existente. Pronto se vio el resultado positivo de la concentración parcelaria. Se podían usar los tractores y la nueva maquinaria agrícola con unos criterios mucho más económicos y de rendimiento. La productividad de las fincas se multiplicó. Los labradores compraron tractores mucho más poderosos que daban labores mucho más profundas y que sacaban tierra del fondo que nunca había visto la luz. Ya se podían ver fincas grandes casi hasta donde abarcaba la vista cubiertas de trigos o cebadas apretadas y tupidas que anticipaban una gran cosecha en el verano. La concentración parcelaria transformó de arriba a bajo la agricultura de Madrigal.

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Epilogo Si el lector se ha atrevido a patear hasta el final este áspero barbecho y ha conocido más o menos el modo de vida de hace ya muchos años de un pueblo castellano, que aquí se llama Madrigal de las Altas Torres y en otras partes tendrá otro nombre tan sonoro, quizá, o más apagado y llano, puede sacar conclusiones o hacer algunas cavilaciones y razonamientos pertinentes a ese modo de vida que ha transitado por estas páginas que acaba de leer. Una conclusión, que por obvia, salta a la vista, es que los pueblos de España han experimentado un cambio de unas dimensiones y una profundidad que bien merecen una reflexión y unas consideraciones acordes con esas dimensiones y profundidad. No pueden pasar esos cambios desapercibidos, como si todo en esa vida agrícola hubiera seguido una marcha con el mismo paso Otra consideración, que no se puede quedar en el tintero, es que estos cambios se han ¡do desenvolviendo en un periodo de tiempo muy corto, hablando en tiempo histórico, en un espacio de tiempo muy pequeño - de unos 50 ó 60 años -, ha habido un giro copernicano en la vida agrícola de los pueblos, concluido en la vida de una generación o poco más. Mi generación, la que ya está a punto de entregar el testigo o ya le ha entregado, ha conocido el arado romano y el trillo de pedernales y, con muy pocos pasos intermedios, está disfrutando de la televisión digital, los teléfonos celulares y los ordenadores, por poner sólo unos ejemplos más de cada día. Hemos sobrevivido a este salto mortal sin descoyuntamos un solo hueso y hemos disfrutado de todos los inventos y novedades de estos últimos años con la mayor naturalidad. La última consideración que se me ocurre es que hemos asistido al nacimiento de un mundo nuevo, hemos sido testigos del último acto de un drama vital que no volverá a ser representado nunca más. El taller de Elíseo, el comercio de Fabio, la estufa del casino, don Juan el cura, Barceló, el pozo artesiano y sus colas de cántaros, la “señá” Candelas y sus cagones, Mariano el “Feo” sembrando a mano o en la era, Cotito delante de un toro en los días del Cristo, son fotos desteñidas y descoloridas de un álbum viejo que no van a cobrar vida nunca y no se podrán volver a ver jamás. Han sido sustituidas por otras realidades que forman nuestro entorno vital de cada día. Los tractores con calefacción y aire acondicionado, las cosechadoras gigantes que se tragan hectáreas de cereal en pocas horas. Los coches rodando por las calles o aparcados en todos los rincones. Las vacaciones, al fin del verano, de los labradores en Benidorm o en Praga o en Cuba. Las subvenciones de la Unión Europea a los labradores por cultivar tal planta o por no cultivar tal otra. El euro en vez de la peseta de siempre En nuestras retinas, en nuestra memoria quedan las últimas escenas de ese gran teatro del mundo que desapareció delante de nuestros ojos. El trabajo con las manos, con la colaboración callada de las mulas, con los aperos de madera, con los ritmos tranquilos de las estaciones y el tempo pausado de una vida más humana y natural, se terminaron allí, cuando llegaron los tractores, cuando se abrieron los pozos en las tierras que iban a ser de regadío, cuando la concentración parcelaría descoyuntó la antigua propiedad de las tierras y la volvió a reconstruir de otra manera, cuando llegó a Castilla y a Madrigal la agricultura moderna, cuando se dejó de hablar de obradas y fanegas y se empezó a calcular en hectáreas y kilos Hemos sido testigos de un sistema de vida que duró milenios, hasta la llegada de los tractores. Un sistema de vida que vivimos nosotros, que heredamos de nuestros padres y éstos lo recibieron de los suyos y a través de cientos de generaciones fue la vida casi inalterada por siglos y siglos. Desde la Edad Media hasta casi hoy, la vida agrícola en los pueblos fue siempre la misma y con los modos de trabajo del campo iban unidos todos las costumbres y hábitos de los pueblos, los juegos y las diversiones, los lugares de encuentro y las fiestas a lo largo del año. Ese esquema vital se mantuvo inalterado por siglos y se terminó hace casi nada Los que no han conocido la vida medieval casi de los pueblos de hace 60 años, no es fácil que puedan imaginarla y mucho menos recrearla de alguna manera. Eso es lo que he querido hacer en estas páginas: tratar de recrear una vida, que fue la mía y la de los de mi generación, contando memorias, empapadas de nostalgia y sentimiento, de los tiempos de mi niñez y juventud. Si lo he conseguido, me doy por contento. Si no he sabido hacerlo, al menos me siento satisfecho con sólo haberlo intentado . Teodoro Portillo Garzón

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Han colaborado: Diseño y Composición: Ana Zurdo. Programación Web: Paco G. Doyágüez. Revisión: Adolfo Portillo Garzón y Dionisia Manso. Fotografías: Adolfo Portillo, Goyo Calvo, Jesús Gutiérrez, Joaquín Hernández, José Mª. Rodríguez, Mertxe Illera, Fotos Nava y Paco González. Portada: Luis Dorado

Revisión Julio 2003: Adolfo Portillo Garzón Todas las fotos que aparecen en este Libro electrónico han sido entresacadas de la Web de www.madrigal-aatt.net, y son fruto de la colaboración de sus visitantes y amigos. Fecha de edición: ENERO 2003.

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