CLĂ SICOS DE NUESTRO TIEMPO
Rafael Herrera Gil Novelistas, poetas, dramaturgos
LO QUE CONTIENE Conocer a los autores
País
Obra
José DE LA CUADRA
Ecuador
Los Sangurimas
Jorge ICAZA
Ecuador
Huasipungo
Miguel Ángel ASTURIAS
Guatemala
El señor Presidente
Alejo CARPENTIER
Cuba
El recurso del método
Juan RULFO
México
Pedro Páramo
Jorge Luis BORGES
Argentina
De Ficciones: “Las ruinas circulares”
William FAULKNER
Estados Unidos
En la ciudad
‘Ernest HEMINGWAY
Estados Unidos
Historia natural de los muertos
Albert CAMUS
Francia
El extranjero
Pablo NERUDA
Chile
¨Poema 15”; De Canto General: “Alturas de Macchu Picchu”; “Walking around”
Camilo José CELA
España
La familia de Pascual Duarte
G. GARCÍA MÁRQUEZ
Colombia
Cien años de soledad
Carlos FUENTES
México
Cambio de piel
José SARAMAGO
Portugal
Ensayo sobre la ceguera
Mario VARGAS LLOSA
Perú
La ciudad y los perros
Isabel ALLENDE
Chile
La ciudad de las bestias
Bertold BRECHT
Alemania
La excepción y la regla
Samuel BECKETT
Irlanda
Esperando a Godot
Eugenio IONESCO
Rumania
El rey se muere
Tennessee WILLIAMS
Estados Unidos
Un tranvía llamado “Deseo”
Arthur MILLER
Estados Unidos
La muerte de un viajante
A. BUERO VALLEJO
España
Historia de una escalera
CLÁSICOS DE NUESTRO TIEMPO Generalmente se ha denominado clásicos a aquellos artistas: escritores, escultores, pintores, músicos o a filósofos que vivieron e hicieron obra relevante e inmortal en determinados momentos de la historia de la humanidad; así a griegos como Homero, Sófocles, Demóstenes, Sócrates, Aristóteles; a romanos como Virgilio, Horacio, Cicerón, en la antigüedad. A los que aparecieron en los llamados “Siglos de Oro” de Europa, S.XVI-XVII (hasta XVIII y XIX en la música), por el muy alto desarrollo que alcanzaron y por la aparición de creadores y pensadores sobresalientes en España, Italia, Inglaterra, Alemania. Austria, Francia: Cervantes, Lope de Vega, Calderón de la Barca, Góngora; Miguel Ángel, Da Vinci, Velásquez, Goya; Shakespeare; Beethoven, Mozart, Chopin, para señalar algunos es, son reconocidos como tales. Sin embargo, con el transcurso del tiempo se ha extendido la definición para considerar como clásicos a todos aquellos creadores de arte y pensamiento que con su obra han superado su época y siguen vivos por poseer un estilo superior en su lenguaje creativo, además de la validez y permanencia de aquello que dejaron como legado de su inteligencia a todos los seres humanos, sin importar época o idioma. Es decir, son universales. Entonces son clásicos lo mismo Sófocles, Lope de Vega, Calderón de la Barca que Beckett, Brecht, dramaturgos; Homero que Joyce, épicos; Cervantes que García Márquez, Vargas Llosa o Cela, novelistas; Píndaro, Horacio que Neruda, poetas; Miguel Ángel que Picasso, Dalí, pintores; Beethoven que Falla, músicos, puesto que seguimos gozando y aprendiendo de su obra sin importar cuándo la crearon sino sólo su trascendencia y actualidad. En todas las literaturas del mundo (para referirnos sólo a la escritura literaria) existen clásicos, y es a ellos a quienes vamos a presentar en este trabajo que hemos llamado CLÁSICOS DE NUESTRO TIEMPO, -un libro digital o “ebook”- donde incluimos escritores de diversos países del mundo, de lenguas diversas, todos traducidos al castellano, cuya obra aún se edita porque se los sigue leyendo y apreciando. La exigente y planificada selección de parte importante de la obra de cada autor (en varios casos) permitirá al lector el placer de ratificar la validez de su presencia en la historia literaria mundial y hará que nos acerquemos y disfrutemos de la magia de la palabra novelada, dialogada o poética; además hará que se cumplan objetivos de este trabajo: motivar a la lectura de las obras completas y brindar a los jóvenes lectores motivaciones para expresarse. Esta obra está dirigida a estudiantes y profesores secundarios puesto que el material literario seleccionado cumple las exigencias de los programas; del mismo modo que a los universitarios, y porque tiene una presentación objetiva y precisa del autor. Al asiduo lector le acercará a relevantes escritores y a formas diferentes de crear que satisfará al más exigente.
JOSE DE LA CUADRA (1904 - 1941) Este escritor fue parte de una generación de artistas ecuatorianos llamada “Generación del 30” que aglutinó pintores, narradores, poetas que nacieron a comienzos del S.XX y cuya obra floreció hacia 1930, influenciados por las ideas sociales de la revolución rusa y del llamado realismo social. Las dos regiones que los aglutinaron fueron la Costa y la Sierra y esa característica geográfica influirá en su obra narrativa. La figura más representativa, el maestro del "Grupo de Guayaquil" es José de la Cuadra quien superó el carácter regionalista de sus compañeros de generación y dejó una obra narrativa, sobre todo breve, que lo coloca no sólo como el más importante cuentista ecuatoriano, insuperado, sino el modelo que han seguido muchos de los relatistas de nuestro tiempo. De esos ¨cinco como un puño¨, (así se autodenominaron los 5 escritores costeños del Grupo: Joaquín Gallegos Lara, Demetrio Aguilera Malta, Enrique Gil Gilbert) de la Cuadra era el que más lejos estuvo, junto con Alfredo Pareja Diezcanseco (el quinto), de aquellos excesos en el tratamiento de lo social que caracterizó a los otros; de allí que su obra siempre es objetiva y literariamente excepcional. Conocedor de su pueblo costeño, creó y desarrolló una literatura del montubio que convirtió a Guayaquil, su ciudad, en la ¨capital montubia¨. Con El amor que dormía, siguiendo con Repisas y Horno, libros de bellas narraciones breves, después con una novela corta Los Sangurimas, y la novela inconclusa, Los monos enloquecidos, de la Cuadra ratificó sus excelentes dotes de narrador y su carácter de maestro de la cuentística ecuatoriana. Un extenso relato suyo titulado ¨La Tigra¨ fue llevado al cine y constituye una de las más representativas obras cinematográficas ecuatorianas de hoy.
LOS SANGURIMAS (Fragmento) PRIMERA PARTE El tronco añoso I. El origen Nicasio Sangurima, el abuelo, era de raza blanca, casi puro. Solía decir: —Es que yo soy hijo de gringo. Tenía su pelo azambado, revuelto en rizos prietos, como si por la cabeza le corriera siempre un travieso ciclón; pero era cabello de hebra fina, de un suave color flavo, como el de las mieles maduras. —Pelo como el fideo cabello de ángel, que venden en las pulperías, amigo. ¡Cosa linda! De esa mata de hilos ensortijados, las canas estaban ausentes. Por ahí, en esa ausencia, denotaba su presencia remota la raza de África. Pero don Nicasio lo entendía de otra manera: —¿Pa qué canas? Las tuve de chico. Ahora no. Yo soy de madera incorruptible. Guachapelí, a lo menos. Tras los párpados abotargados, enrojecidos, los ojos rasgados de don Nicasio mostrábanse realmente hermosos. Su pupila verdosa, cristalina, poseía el tono tierno de los primeros brotes en la caña de azúcar. O como la hierba recién nacida en los mangales. Esos ojos miran con lenta dulzura, plácidos y felices. Cuando joven, cierta vez, en Santo Domingo de los Colorados, una india bruja le había dicho a don Nicasio: —Tienes ojos pa un hechizo. Y don Nicasio repetía eso, verdadero o falso, que le dijera la india bruja, a quien fuera a buscar para curarlo de un mal secreto. Y se envanecía con ello. —Aquí donde me ven, postrado, jodido, sin casi poderme levantar de la hamaca, cuando mozo hacía daño... Le clavaba los ojos a una mujer... y ya estaba... No le quedaba más que templarse en el catre. ¡Hacía raya, amigo! ... Me agarraron miedo... ¡Qué monilla del cacao ...! Yo era pa peor...
A pesar del sol y de los vientos quemadores, quedaba en su piel un
fondo de albura, apreciable todavía bajo las costras de manchosidad, como es apreciable en los turbios de las aguas lodosas el fondo limpio de la arena. Y su perfil se volteaba, en ángulo poco menos que recto, sobre la nariz vascónica, al nivel de la frente elevada. —Es que soy hijo de gringo, pues. ¿No creen? —¿Y cómo que se llama Sangurima entonces, ño Nicasio? Sangurima es montubio, no gringo. Los gringos se mientan Jones, se mientan Juay; pero Sangurima no. —Que ustedes no saben. Claro, claro. Llevo el apelativo de mi mama. Mi mama era Sangurima. De los Sangurimas de Balao. —¡Ah...! II. Gente de bragueta —Gente brava, amigo. Los tenían bien puestos, donde deben estar. Con los Sangurimas no se jugaba naidien. Fijaba en el vacío su mirada de ojos alagartados y melancólicos, atrayendo recuerdos perdidos. —Gente de bragueta, amigo. No aflojaban el machete ni pa dormir. Y por cualquier cosita... ¡vaina fuera! Hablaba, además, con el gesto tan brusco como podía. —Eran del partido de García Moreno. Siempre andaban de acá pa allá con el doctor. Cuando la guerra con los países de Colombia, ahí estuvieron. III. Los amores del gringo Si ño Nicasio estaba de buen humor, se extendía en largas charlas acerca de los amores de su padre con su madre. —Mi mama era, pues, doncella cuando vino el gringo de mi padre y le empezó a tender el ala. A mi mama diz que no le gustaba; pero el gringo era fregao y no soltaba el anzuelo... —Su señora mama querría no más, ño Nicasio. Así son las mujeres, que se hacen las remolonas pa interesar al hombre. —Mi mama no era así, don cojudo. Mi mama era de otro palo. De veras no quería. Pero usté sabe que la mujer es frágil. Así es, ño Nicasio. No monte a caballo.
De este jaez continuaba la narración, interrumpida por observaciones del interlocutor, que colmaban de rabia al anciano. A lo que contaba, el gringo aquel de su padre apretó tanto el nudo que al fin ató lo que quería. —Y ahí fue que me hicieron a mí. Y bien hecho, como usté verá. —Así es, don Sangurima. —¡Ah...! —Claro que así es. —Claro. IV. Cuna sangrienta —Pero ahí no fue que paró la vaina... Cuando Mi papás'aprovechó de mi mama, nenguno de mis tíos Sangurimas estaban en la finca. ¡Andaban de montoneros con no sé qué general...! Igualitos eran a mi tío Ufrasio... Al primero que regresó, le fueron con el cuento. —¿Y...? —¡Nada! Mi tío Sangurima se calentó; buscó al gringo y lo mató. Mi mama no dijo esta boca es mía. Nací yo. Cuando nací, mi mama me atendió como pudo; pero en cuanto se alzó de la cama se fue a mi tío, lo topó solo, se acomodó bien y le tiró un machetazo por la espalda que le abrió la cabeza como coco. Nada más.
—¡Barajo, qué alma! —Así es, amigo. Los Sangurimas somoh así. —¿Y no siguió más el asunto? —Hubiera seguido; pero el papás de mi mama se metió por medio y ahí acabó el negocio. Porque lo que el papás de mi mama mandaba, era ley de Dios...
JORGE ICAZA (1906-1978) En la literatura ecuatoriana es la primera gran figura de la denominada Generación del 30, grupo de la Sierra, caracterizada por una enorme preocupación social, por un profundo compromiso político y por una gran decisión de denunciar los males que aquejaban a la sociedad ecuatoriana de ese tiempo, la mayoría de cuyos problemas no han sido superados, por lo que sigue estando vigente. Cuento, teatro, novela constituyen la obra de Jorge Icaza, aunque es en el campo narrativo donde su presencia tiene importante significado por el desarrollo de la tendencia llamada "indigenista", temática que se pone de manifiesto y tiene narradores importantes también en Bolivia y Perú, que junto con Ecuador poseen una enorme presencia del habitante de los Andes, el indio, motivo de obras no sólo de relato sino también de poesía y ensayo; precisamente su obra más representativa dentro de esta tendencia es la novela Huasipungo, relato crudo que descubre los grandes poderes que explotan y esclavizan al indio: el poder político, el económico y el religioso y donde la barbarie humana alcanza niveles de terrible crueldad. Es de advertir que sin ser la gran novela de Icaza, es la que más nombre y ediciones le ha significado. Dentro de esta línea temática están otras obras como Barro de la Sierra (cuentos), Huarapamushcas, Cholos, Media vida deslumbrados, Seis relatos, En las calles, con la que gano el Premio Nacional de Novela de 1935, Atrapados, que aparece en 1972 como una ratificación de su talento de narrador. Pero. su gran novela es la titulada El chulla Romero y Flores, en la que el análisis de la corrupción de la sociedad, de la burocracia y de la aristocracia quiteñas conforman un enorme cuadro, magistralmente tratado por el autor, unido a un estilo narrativo ágil y eficaz. El personaje central es éste llamado “chulla”, un hombre joven quiteño de abolengo, pero pobre, que finge tener lo que no tiene y quiere vivir como no puede y lleva por eso una carga de desilusión y pesimismo.
HUASIPUNGO (Fragmento) El viento, al estrellarse en la puerta de la choza de Andrés Chiliquinga, la abrió con imprudencia que dejó al descubierto sus entrañas miserables, sucias, prietas, sórdidas. En la esquina del fogón, en el suelo, la india Cunshi tostaba maíz- que era robado en el huasipungo vecino-; ella, llena de sorpresa y de despecho, presentó al viento intruso una cara adusta: ceño fruncido, ojos llorosos y sancochados en humo, labios entreabiertos en mueca de indefinida angustia. Al darse cuenta de lo que pasaba, ordenó al crío: -Vé longu, ajustá la tranca. Han de chapar lus vecinus. Sin decir nada, con la boca abierta y la manos enbarradas en mazamorra de harina prieta, el pequeño -había pasado de los cuatro añosse levantó del suelo y cumplió la orden poniendo una tranca -para él muy grande- tras la puerta. Luego vovió a su rincón, donde le esperaba la olla de barro con un poco de comida al fondo. Y antes de continuar devorando su escasa ración diaria echó una miradita coqueta y pedigüeña hacia el tiesto donde brincaban alegres y olorosos los granos de maíz.
-Estu ca para taiticu es. Vus ya comiste mazamurra. -advirtió la india interpretando el apetito del pequeño. -Uhuu... -Espera nu más. Unitus hemus de rubar a taita. Probanita para guagua, pes. A pesar de la esperanza el rapaz colgó la jeta, y, sin más preámbulos, se acurrucó en el suelo, puso la olla entre la piernas y terminó su mazamorra.
Después de hablar con los compañeros de la ladera del cerro mayor, donde el hambre y las necesidades de la vida se volvían cada vez más duras y urgentes -en esa zona se amontonaban en cuevas o en chozas improvista las familias de los huasipungueros desplazados de las orillas del río-, el cojo Andrés Chiliquinga descendió por el chaquiñán. Es de anotar que los indios que quedaron sin huasipungo por la creciente y toda la peonada de la hacienda -unos con amargura, otros con ilusión ingenuaesperaban los socorros que el amo, o el administrador, o el arrendatario de la tierras - desde siempre- tenían por costumbre repartir después de las cosechas. "¿Será para el día de Santitu Grande?" "¿será para el domingu?", "¿ será para la fiesta de mamá Virgen?" "¿será...?", "¿cuándu también ser, pes", se preguntaban íntimamente los runas a medida que pasaban los días. En realidad, los socorros -una fanega de maíz o de cebada-, con el huasipungo prestado y los diez centavos diarios del a raya -dinero que nunca olieron los indios, porque servía para abonar, sin amortización posible, la deuda hereditaria de todos los huasipungueros muertos- hacía el pago anual que el hacendado otorgaba a cada familia india por su trabajo.
Alguien del valle o de la montaña aseguraba que el patrón debía haberse olvidado de aquella costumbre, pero las murmuraciones que concurrían por el pueblo, eran distintas: "No... No dará socorros este año"
"Está comprando para llenar los trojes", "está comprando como loco..." "está comprando para imponer los precios más tarde cuando...", "nos joderemos nosotros también, cholitos", "no dará un grano a nadie. Nooo..."
Cuando la espera se volvió insufrible y el hambre era un animal que ladraba en el estómago, gran parte de los runas y de las longas de las propiedades de don Alfonso -en manada prieta, rumorosa e incontenible -llegaron hasta el patio de la hacienda. Como era muy temprano y además garuaba, cada runa buscó su acomodo por los rincones hasta el patio de la hacienda. Como era muy temprano y además garuaba, cada cual buscó su acomodo por los rincones hasta que el patrón se levante de la cama y decida buenamente oírles. Después de una hora de larga espera solicitaron de nuevo la ayuda del cholo Policarpio, que entraba y salía a cada momento de la casa: -Por caridad, pes, amu mayordomu. Socorritus...Socorritus venimus a
-Socorritus. -Amu mayordomu mismu sabe. Orgulloso y ladino el cholo por las súplicas de los indios y de las longas, repartía noticias de vaga esperanza. -Ya.. Ya se levantó el patrón, carajo. -Ojalá, pes. -Está tomando el café. No jodan tanto. -Taitiquitu. -Bravo está... Bravo... -Ave María. Dius guarde. Con el ceño fruncido y llevando un fuete en la diestra don Alfonso se presentó en el corredor que daba al patio. -¿Qué hay? ¿Qué quieren? -gritó con voz destemplada. De inmediato los indios y las longas, con diligencia mágica y en silencio al parecer humilde, se congregaron a prudente distancia del corredor. En los primeros segundos -incitándose mutuamente entre pequeños empujones y codazos- ninguno quiso comprometerse para
llevar hasta el patrón el ruego que urgía. Impaciente, dándose con el látigo en las botas, don Alfonso gritó de nuevo: -¿Qué quieren? ¿Qué? ¿Se van a quedar callados como idiotas? Algo turbado y con zalamería de perro adulón intervino el mayordomo -él t también aprovechaba con unas cuantas fanegas en los socorros-: -Verá , patrón. Han venido a suplicar a su mercé que haga la caridadcita...
-¿Eh? -La caridad pes. -¿Más?... ¿Más caridades de las que les hago, carajo? -cortó don Alfonso Pereira pensado liquidar de una vez el atrevimiento de la indiada. El sabía...
-¡Lus socorritus, pes! Muriendu de hambre el pobre natural. Sin nada. Siempre mismus dierun, su mercé -Atreviéronse a solicitar en coro los indios que formaban el grupo de los desplazados de las orillas del río. Y como si alguien hubiera abierto la compuerta de las urgencias físicas de aquella masa taimada y prieta, todos encontraron de inmediato algo que decir del hambre de los guaguas, de las enfermedades de los viejos, de la carishinería de las longas, de la tragedia de los huasipungos desaparecidos, de la miseria posible de otros años y de la imposible del que vivían. Rápidamente aquello se volvió un clamor de amenaza, caótica, rebelde, en donde surgían y naufragaban diversos gritos:
-¡Socorrus,taiticu! -¡Siempre hemus recibidu! -¡Siempreee! -¡Guagua, también!... ¡-Guarmi, también!... -Socorrus de maicitu para tostadu. -Socorrus de cebadita para mazamurra. -Socorrus de papitas para la fiesta. -¡Socorrus! Como encrespadas olas las súplicas invadieron el corredor de la casa de la hacienda envolviendo al amo, cada vez más nervioso, cada vez
más empapado en esa amargura fétida de las voces de la peonada. Pero don Alfonso, sacudiendo la cabeza, pudo gritar: -¡Basta! ¡Basta, carajo! -Taiticu. -¡Ya he dicho una y mil veces que no les he de dar! ¿Me entienden? ¡Es una costumbre salvaje! -¿Comu, pes, patroncitu? -Para eso les pago... Para eso les doy el huasipungo... -Socurritus también, pes. -¿Y siguen, carajo? ¡Fuera de aquí! ¡Fuera! Silenciaron de inmediato las quejas, pero la multitud permaneció inmóvil, petrificada, dura. Por la mente del amo cruzaron cálculos mezquinos: "Tengo que ser fuerte. Cuarenta o cincuenta quintales sólo para regalar a los roscas. ¡No! Se puede vender a buen precio en Quito. Para pagar el transporte. Para... Si no soy fuerte no participaré en los negocios de los gringos. ¡Oh! Han tropezado conmigo. ¡Con un hombre!". Maquinalmente Pereira dio uno, dos pasos hacia adelante, hasta ponerse en el filo de la primera grada de piedra del corredor. Arqueó luego con las dos manos el cabo flexible del látigo y, rompiedo el silencio, exclamó:
-¿Qué? ¿No han oído, carajo? Como un muro impacible permaneció la indiada. Ante semejante testarudez don Alfonso no supo qué decir por largos segundos. En un instante quizá se sintió perdido, ahogado por el que él creía un atrevimiento inaudito. ¿Qué hacer con ellos? ¿Qué hacer con su cólera?.
Casi enloquecido bajó las tres gradas de piedra, y, dirigiéndose al grupo más próximo , pudo agarrar a un longo por el poncho, sacudiéndole luego como a un trapo sucio mientras murmuraba maldiciones rotas. Al final el indio zarandeado rodó por el suelo. El mayordomo, temeroso por lo que podía acontecer -era demasiada turbia la furia congelada en los ojos de los indios-, levantó al caído mientras le reconvenía en alta voz para que se enteren todos: -No sean rústicos. No le hagan tener semejantes iras al pobre patrón. Se ha de morir. Se ha de morir no más. ¿Qué pasa, pes, con ustedes? ¿No entienden o no tienen shungo? A la sombra de las palabras del cholo don Alfonso se sintió mártir de su deber, de su destino. Con voz gangosa de fatiga alcanzó a gritar: -Estos... Estos me van a llevar a la tumba... Yo... Yo tengo la culpa, carajo... Por consentirles como si fueran mis hijos...
-Pobre patrón - insistió el mayordomo e instintivamente -defensa contra cualquier posible ataque de la indiada enloquecida-, montó en su mula.
El latifundista en cambio, inspirado en el ejemplo del señor cura, alzó los ojos y los brazos al cielo y con voz que exigía un castigo infernal para sus crueles enemigos, chilló: -¡Dios mío! ¡Mio! Tú, que ves desde las alturas... Tú, que muchas veces me has dicho que se más enérgico con estos runas salvajes... Ampárame ahora ¡Defiéndeme! ¿No me oyes? Un castigo ejemplar... Una voz...
La actitud y el ruego de don Alfonso contestaron a la peonada. Era peligroso para ellos cuando el sotanudo o el patrón se ponían a discutir con Taita Dios. Sí. Era algo superior a sus fuerzas de hombres sucios, humildes, desamparados. Olvidaron los socorros, olvidaron por qué estaban allí, olvidaron todo. Una ansia de huir se apoderó de ellos, y, de inmediato, unos sigilosamente, otros sin disimulo empezaron a desbandarse.
-¡Carajo! Suelten a los perros. ¡A los perros bravos! -gritó entonces el mayordomo transformando con diabólico cinismo sus bondades y sus temores en gritos y actitudes de verdugo. Los perros bravos y los aciales de los huasicamas y del mayordomo, más bravos todavía, limpiaron el patio en pocos minutos. Cuando volvió Policarpio junto al patrón le anunció con sinuosidad babosa: -Verá su mercé. Ahora, cuando perseguía a los runas, les alcancé a oír que juraban y rejuraban volver a la noche a llevarse de cualquier forma los socorros. -¿Cómo? -Están hambrientos. Pueden matar facilito. -Eso podrán hacer con algún pendejo, no conmigo. Tengo la fuerza en mis manos. -Asimismo es, pes -murmuró el cholo por decir algo. -Vuélate donde el teniente político y dile que me mande a los dos chagras que tiene de policías. Armados... -Bueno, patrón. -¡Ah! Y dile que telefonee a Quito. Que hable con el señor intendente en mi nombre y que le pida unos cuantos policías para dominar cualquier intento criminal de los runas. No te olvides: en mi nombre. El sabe bien...
-Sí. Cómo no, pes. Salió disparado el mayordomo y don Alfonso, al sentirse solo -los huasicamas son indios y podían traicionarles, la cocinera y las servicias son indias y podían callar-, fue presa de un miedo extraño, de un miedo infantil, torpe. Corrió a su cuarto y agarró la pistola del velador, y, con violencia enloquecida, apuntó a la puerta mientras gritaba: -¡Ya, carajo! ¡Ahora, indios puercos! Como sólo le respondió el eco de su amenaza se tranquilizó un tanto. No obstante, dio algunos pasos y miró receloso por los rincones. "Nadie... Soy un maricón...", se dijo, y guardó el arma. Luego, agotado por ese nerviosismo cobarde que le dejaron las impertinencias de los indios, se echó de bruces sobre su cama como una mujer traicionada. No lloró, desde luego, pero en cambio evocó sádicamente escenas macabras que comparaban el salvajismo de los runas. ¿Cómo mataron a don Víctor Lemus, el propietario de Tumbamishqui? Obligándole a caminar por un sendero de cascajos con las manos y los pies previamente despellejados. Y a don Jorge Mendieta echándole en la miel hirviente de la paila del trapiche. Y a don Manuel Ricardo Salas Jijón abandonándole en la montaña en el hueco de una trampa. Todo... Todo por pendejadas... Que se les da lo que ellos quieren... Que se les gana algún pleito de tierras o de aguas... Que las longas carishinas han sido violadas antes de hora... Que... Pequeñeces... Pendejadas...", pensó don Alfonso.
A la noche la presencia de los dos chagras armados y de Policarpio tranquilizó al latifundista. No obstante, una vez en la cama se dijo: ¨Estos criminales se levantarán algún día. ¡Ah!, pero para ese entonces no se les podrá ahogar como ahora... Como ahora... Entonces yo...Una voz clemente pulsó en la esperanza del gran señor de la comarca: "Que se jodan los que vienen atrás". -Sí. Que se jodan - murmuró con sonrisa de diabólico egoísmo don Alfonso en la oscuridad.
MIGUEL ANGEL ASTURIAS (1899-1974) El escritor guatemalteco es la primera gran figura de la novela hispanoamericana que trasciende el límite continental y se convierte en uno de los narradores más leídos de nuestro tiempo. Con sus libros de poemas, con los que comienza su trajinar literario y con la aparición de sus Leyendas de Guatemala, visión mágica del mundo maya, Asturias inicia una carrera literaria que lo conducirá al Premio Nobel de Literatura. La publicación de El señor Presidente en 1946 significó la aparición de una de las novelas capitales de la literatura mundial, no sólo hispanoamericana, por la autenticidad del relato, por la crudeza de sus escenas y porque sus personajes, a partir de la figura imprecisa pero evidente del Dictador, son representativos de la realidad social de nuestro Continente. A pesar de ser una novela ubicada en una época, la figura del tirano, sus actos, la incertidumbre y el temor que crea, los métodos de persecución que utiliza y la violación de todos los derechos no corresponden a ningún país y es más bien universal. Hay que añadir que Asturias creó en esta novela lo que se llamado “realismo mágico” o “real maravilloso”, que consiste, diciéndolo de manera muy simple, en la fusión de realidad y fantasía de manera tan inmensa que resulta imposible decir dónde comienza la una y termina la otra o viceversa. Posteriormente a esa obra Asturias publicó una serie de importantísima de novelas: Viento fuerte, El papa verde y Los ojos de los enterrados, que conforman una trilogía con predominio de lo sociológico sobre lo novelesco, Weekend en Guatemala, otra novela política y Mulata de tal, de clara presencia de mitos indígenas.
EL SEÑOR PRESIDENTE (Fragmento) La muerte del Mosco El sol entredoraba las azoteas salidizas de la Segunda Sección de Policía -pasaba por la calle una que otra gente-, la Capilla Protestante, -se veía una que otra puerta abierta-, y un edificio de ladrillo que estaban construyendo los masones. En la Sección esperaban a los presos, sentadas en el patio -donde parecía llover siempre- y en los poyos de lo corredores oscuros, grupos de mujeres descalzas, con el canasto del desayuno en la hamaca de las naguas tendidas de rodilla a rodilla y racimos de hijos, los pequeños pegados a los senos colgantes y los grandecitos amenazando con bostezos l os panes del canasto. Entre ellas se contaban sus penas en voz baja, sin dejar de llorar, enjugándose el llanto con la punta del rebozo. Una anciana palúdica y ojosa se bañaba en lágrimas, callada, como dando a entender que su pena de madre era más amarga. El mal no tenía remedio en esta vida y en aquel funesto sitio de espera, frente a dos o tres arbolitos abandonados, una pila seca y policías descoloridos que de guardia limpiaban con saliva los cuellos de celuloide, a ellas sólo les quedaba el Poder de Dios.
Un Gendarme ladino les pasó restregando al Mosco. Lo habían capturado en la esquina del Colegio de Infantes y lo llevaban de la mano, hamaqueando como un mico. Pero ellas no se dieron cuenta de la gacejada por estar atalayando a los pasadores que de un momento a otro empezarían a entrar los desayunos y a traerles noticias de los presos: “¡Que dice queeee... no tenga pena de él que ya siguió mejor! ¡Que dice queeee... la traiga unos cuatro riales de ungüento de soldado en cuanto abran la botica! ¡Que dice queeee... lo que le mandó a decir con su primo no debe ser cierto! ¡Que dice queeee... tiene que buscar un defensor y que vea si le habla a un tinterillo, porque ésos no quitan tanto como los abogados! ¡Que dice queeee... Le diga que no sea así, que no hay mujeres allí con ellos para esté celosa, que el otro día se trajeron preso a uno de esos hombres... pero que luego encontró novio! ¡Que dice queeee... la mande unos dos riales de rosicler porque está que no puede obrar!¡Que dice queeee... le viene flojo que venda el armario!”.
-¡Hombre, usté! -protesta el Mosco contra los malos tratos del polizonte, usté sí que como matar culebra ¿verdá? ¡Ya que soy pobre! Pobre pero honrado... ¡Y no soy hijo, ¿oye?, ni su muñeco, ni su baboso, ni su qué para que me lleve así! ¡De gracia agarraron ya acarriar con nosotros al Asilo de Mendigos para quedar bien con los gringos! ¡Qué cacha! ¡A la cran sin cola, los chumpipes de la fiesta! ¡Y siquiera lo trataran a uno bien!... No que ái cuando vino el shute metete de Míster Nos, nos tuvieron tres días sin comer, encaramados a las ventanas, vestidos de manta como locos...
Los pordioseros que iban capturando pasaban derecho a una de Las Tres Marías, bartolina estrechísima y oscura. El ruido de los cerrojos de
diente de lobo y las palabrotas de los carceleros hediondos a ropa húmeda y a chenca, cobró amplitud en el interior del sótano abovedado: -¡Ay, suponte, cuánto chonte! ¡Ay, su pura concección, cuánto jura! ¡”Jesupisto” me valga!... Sus compañeros lagrimeaban como animales con moquillo, atormentados por la oscuridad, que sentían que no se les iba a despegar más de los ojos; por el miedo estaban allí, -donde tantos y tantos habían padecido hambre y sed hasta la muerte- y porque les infundía pavor que los fueran a hacer jabón de coche, como a los chuchos, o a degollarlos para darle de comer a la policía. Las caras de los antropófagos, iluminadas como faroles, avanzaban por las tinieblas, los cachetes como nalgas, los bigotes como babas de chocolate... Un estudiante y un sacristán se encontraban en la misma bartolina. -Señor; si no me equivoco era usted el que estaba primero aquí. Usted y yo, ¿verdad? El estudiante habló por decir algo, por despegarse un bocado de angustia que sentía en la garganta. -Pues creo que sí... -respondió el sacristán, buscando en las tinieblas la cara
-Y... bueno, le iba yo a preguntar por qué está preso... -Pues que es por política, dicen... El estudiante se estremeció de la cabeza a los pies y articuló a duras penas: -Yo también... Los pordioseros buscaban alrededor de ellos su inseparable costal de provisiones, pero en el despacho del Director de la Policía les habían despojado de todo, hasta de lo que llevaban en los bolsillos, para que no entraran ni un fósforo. Las órdenes eran estrictas. -¿Y su causa? - siguió el estudiante. -Si no tengo causa, en lo que está usté; ¡estoy por orden superior! Al decir así el sacristán restregó la espalda en el muro morroñoso para botarse los piojos. -Era usted... -¡Nada!... -atajó el sacristán de mal modo-. ¡Yo no era nada! En ese momento chirriaron las bisagras de la puerta, que se abría como rajándose para dar paso a otro mendigo.
-¡Viva Francia! -gritó Patachueca al entrar. -Estoy preso... -franqueóse el sacristán. -¡Viva Francia! -... por un delito que cometí por pura equivocación. ¡Figúrese usté que por quitar un aviso de la Virgen de la O, fui y quité del cancel de la iglesia en que estaba de sacristán, el aviso del jubileo de la madre del Señor Presidente! -Pero eso, ¿cómo se supo...? -murmuró el estudiante, mientras que el sacristán se enjugaba el llanto con la punta de los dedos, destripándose las lágrimas en los ojos. -Pues no sé... Mi torcidura... Lo cierto es que me capturaron y me trajeron al despacho del Director de la Policía, quien, después de darme un par de gaznatadas, mandó que me pusieran en esta bartolina, incomunicado, dijo, por revolucionario. De miedo, de frío y de hambre lloraban los mendigos apeñuscados en la sombra. No se veían ni las manos. A veces quedábanse aletargados y corría entre ellos, como buscando salida, la respiración de la sordomuda encinta. Quién sabe a qué hora, a media noche quizá, los sacaron del encierro. Se trataba de averiguar un crimen político, según les dijo un hombre rechoncho, de cara arrugada color de brin, bigote cuidado con descuido sobre los labios gruesos, un poco chato y con los ojos encapuchados. El cual concluyó preguntando a todos y a cada uno de ellos si conocían al autor o autores del asesinato del Portal, perpetrado la noche anterior en la persona de un coronel del Ejército. Un quinqué mechudo alumbraba la estancia adonde les habían trasladado. Su luz débil parecía alumbrar a través de lentes de agua. ¿En dónde estaban las cosas? ¿En dónde estaba el muro? ¿En dónde ese escudo de armas más armado que las mandíbulas de un tigre y ese cincho de policía con tiros de revólver? La respuesta inesperada de los mendigos hizo saltar de su asiento al Auditor General de Guerra, el mismo que les interrogaba. -¡Me van a decir la verdad! -gritó, desnudando los ojos de basilisco tras los anteojos de miope, después de dar un puñetazo sobre la mesa que servía de escritorio. Uno por uno repitieron aquellos que el autor del asesinato del Portal era el Pelele, refiriéndose con voz de ánimas en pena los detalles del crimen que ellos mismos habían visto con sus propios ojos. A una seña del Auditor, los policías que esperaban a la puerta pelando la oreja, se lanzaron a golpear a los pordioseros, empujándolos hacia una sala desmantelada. De la viga madre, apenas visible, pendía una larga cuerda. -¡Fue el idiota! -gritaba el primer atormentado en su afán de
escapar a la tortura con la verdad-. ¡Señor, fue el idiota! ¡Fue el idiota! ¡Por Dios que fue el idiota! ¡El idiota! ¡El idiota! ¡El idiota! ¡Ese Pelele! ¡El Pelele! ¡El Pelele! ¡Ése! ¡Ése! ¡Ése! -¡Eso les aconsejaron que me dijeran, pero conmigo no valen mentiras! ¡La verdad o la muerte!... ¡Sépalo, ¿oye?, sépalo, sépalo si no lo sabe! La voz del Auditor se perdía como sangre chorreada en el oído del infeliz, que sin poder asentar los pies, colgado de los pulgares, no cesaba de gritar: -¡Fue el idiota! ¡El idiota fue! ¡Por Dios que fue el idiota! ¡El idiota fue! ¡El idiota fue! ¡El idiota fue!... ¡El idiota fue! -¡Mentira...! -afirmó el Auditor y, a pausa de por medio-, ¡mentira, embustero!... Yo le doy a decir, a ver si se atreve a negarlo, quiénes asesinaron al coronel José Parrales Sonriente; yo se lo voy a decir... ¡El general Eusebio Canales y el licenciado Abel Carvajal!... A su voz sobrevino un silencio helado; luego, luego una queja, otra queja más luego y por último un sí... Al soltar la cuerda, el Viuda cayó de bruces sin conciencia. Carbón mojado por la lluvia parecían sus mejillas de mulato empapadas en sudor y llanto. Interrogados a continuación sus compañeros, que temblaban como los perros que en la calle mueren envenenados por la policía, todos afirmaron las palabras del Auditor, menos el Mosco. Un rictus de miedo y de asco tenía en la cara. Le colgaron de los dedos porque aseguraba desde el suelo, medio enterrado -enterrado hasta la mitad, como andan todos los que no tienen piernas-, que sus compañeros mentían al inculpar a personas extrañas un crimen cuyo único responsable era el idiota. -¡Responsable...! -cogió el Auditor la palabrita al vuelo-. ¿Cómo se atreve usted a decir que un idiota es responsable? ¡Vea sus mentiras! ¡Responsable un irresponsable! -Eso que se lo diga él... -¡Hay que fajarle! -sugirió un policía con voz de mujer, y otro con un vergajo le cruzó la cara. -¡Diga la verdad! -gritó el Auditor cuando restallaba el latigazo en las mejillas del viejo- ¡... La verdad o se está ahí colgado toda la noche! -¿No ve que soy ciego?... -Niegue entonces que fue el Pelele... -¡No, porque ésa es la verdad y tengo calzones! Un latigazo doble le desangró los labios... -¡Es ciego, pero oye; diga la verdad, declare como sus compañeros...!
-De acuerdo -adujo el Mosco con la voz apagada; el Auditor creyó suya la partida-, de acuerdo, macho lerdo, el Pelele fue... -¡Imbécil! El insulto del Auditor perdióse en los oídos de una mitad del hombre que ya no oiría más. Al soltar la cuerda, el cadáver del Mosco, es decir, el tórax, porque le faltaban las dos piernas, cayó a plomo como péndulo roto.
-¡Viejo embustero, de nada habría servido su declaración, porque era ciego! -exclamó el Auditor al pasar junto al cadáver. Y corrió a dar parte al Señor Presidente de las primeras diligencias del proceso, en un carricoche tirado por dos caballos flacos, que llevaba de lumbre en los faroles los ojos de la muerte. La policía sacó a botar el cuerpo del Mosco en una carreta de basuras que se alejó con dirección al cementerio. Empezaban a cantar los gallos. Los mendigos en libertad volvían a las calles. La sordomuda lloraba de miedo porque sentía un hijo en las entrañas...
ALEJO CARPENTIER (1904-1980) Es el novelista mayor de la literatura cubana de nuestro tiempo, porque su obra tiene el carácter universal que proviene de sus viajes por Europa, especialmente, y de su conocimiento de la música, de la literatura, del folklore, sin que ello signifique el alejamiento de la temática de su pueblo y de su raza. Al contrario, en El reino de este mundo, una de sus novelas iniciales, por ejemplo, el tema antillano está presente, situación que se repite en Los pasos perdidos, que añade los contrastes entre la vida civilizada de las ciudades y la de la selva, pero que es también un análisis de la cultura, de los histórico, de la realidad americana. Otra novela suya, dentro de la técnica objetivista es El siglo de las luces. Pero la novela que trasciende y continúa esa línea referida al análisis de la realidad política latinoamericana es El recurso del método, en la que, siguiendo el método cartesiano, profundiza en la vida y obras de un dictador típico nuestro, con pujos de “tirano ilustrado”, que vive su ocio en París y lucha a muerte por el poder cuando sus protegidos quieren sustituirle. Los métodos que las tiranías utilizan tienen en esta novela su más objetiva presencia y se convierte en una lección y una advertencia sobre lo que una dictadura representa en la vida política de cualquier nación.
EL RECURSO DEL MÉTODO (Fragmento) Mejor es modificar nuestros deseos que la ordenación del mundo... DESCARTES Así, pues mañana el tren a Saint-Nazaire, de donde salía un buque para Nueva York, repleto de norteamericanos que, por haber visto a los alemanes demasiado cerca del Sena y sabiendo que ahora habría guerra para rato, con engorros y racionamientos, preferían volver a la otra orilla del océano. Después de la travesía, varios días de espera forzosa -como la otra vez, en el Waldorf Astoria. Acaso la posibilidad de asistir a alguna representación de la Madame Sans-Gêne de Umberto Giordano, cantada por Geraldine Farrar, cuyo estreno mundial anunciaba el Metropolitan Opera House (y aunque su hija lo tuviera por ignaro en materia de música porque, cierta vez, desconcertado y aburrido por los telúricos enredos del Oro del Rhin, con tanto lío de enanos, gigantes y ondinas, se había dormido en su palco, el Presidente era muy sensible a la coloratura de María Barrientos, a la magnífica energía lírica de Titta Rufo, a la pureza de timbre de los largos, sostenidos, increíbles calderones agudos de Caruso, voz de mágico prodigioso en cuerpo de tabernero napolitano...). Ofelia, después de haberse sacado eso en algún lugar de Suiza, había partido para Londres, huyendo del fastidio de una guerra cuyos daños se hacían sentir ya, según ella, en la falta de ballets rusos, orquestas de tango y fiestas de mucho vestir. En Inglaterra, en cambio, donde el reclutamiento era voluntario, se seguía llevando una vida bastante normal: iría, pues, a Stradford-on-Avon, con el propósito de completar su cultura shakespeariana. - ”A ver si ahora me la preña algún Fortimbras o algún Rosenkrantz”-había pensado el padre, sabiendo que nada de lo que pudiese ocurrir allá, en la patria, importaba a su hija, resuelta ya, desde hacía tiempo, a vivir por siempre en Europa, lejos -decía ella- de “ese país de mugre y grajo”, sin más diversiones que las retretas municipales, las fiestas familiares donde todavía se bailaban la polca, la mazurca y la redowa, y los saraos de Palacio donde las mujeres de ministro y generales se agrupaban en corro, lejos de los hombres trabados en cuentos verdes, para hablar de partos y malpartos, niños, enfermedades, fullerías de mucamas y muertes de abuelitas, intercambiando recetas para hacer flanes, yemas dobles, capuchinos, mazapanes y pan de gloria... Aquella noche, el Primer Magistrado y el Doctor Peralta se despidieron del Bois-Charbons de Monsieur Musard, bebiendo enormemente. Luego, con dos muchachas halladas de paso, fueron a holgarse en una lujosa casa de citas de la Rue Sainte-Beuve cuyo vestíbulo de entrada, adornado con cerámicas fabricadas por el padre de Léon-Paul Fargue, conducía a un ascensor de émbolo, folklórico y renqueante, que era largo casi como un rincón de comedor normando puesto en translación vertical. Tarde ya de regresó a la Rue de Tilsitt donde las maletas y baúles cerrados por Sylvestre se amontonaban en pasillos y salones. El Doctor Peralta mostró las fotografías pornográficas para estereoscopio perfeccionado -el Verascope Richard -que había comprado la víspera y
que, con sus imágenes dobles, daban un sorprendente efecto de relieve: “Mire... Mire ésta... Parece que el hombre estuviese vivo... Y a las dos mujeres no les falta un pelo... ¿Y qué me dice de esta combinación de cinco en fila?”... Pero, a pesar del mucho licor bebido, el Primer Magistrado tenía una borrachera lúcida y triste. Un enorme cansancio lo invadía ante el género de esfuerzo que había tenido que desplegar cuatro veces desde los inicios de su gobierno. Ahora, la recepción en Puerto Araguato. El tren de vagones viejos subiendo hacia la capital en medio de selvas donde las hojas de los árboles se confundían -no se sabía lo que aún pertenecía a los troncos y lo que de ellos se había desprendido a machete- con las hojas que techaban las chozas de aldehuelas tan tristes y obscurecidas por la universal vegetación que, en ellas, una risa hubiese desentonado como un indecente estallido de animalidad. Después, el discurso de rigor, pronunciado desde el balcón de Palacio. El traje de campaña, acaso oliente a alcanfor, vuelto a ser planchado por la Mayorala Elmira, insustituible ama de llaves, hembra de buen juicio, y, cuanto antojo había, dócil y complaciente quitapesares; el viaje al frente de guerra, esta vez hacia el sur del mapa -hace meses había sido hacia el norte; otras, hacia el este, el oeste. Ahora hacia el territorio de Las Tembladeras, con sus lagunas violáceas en perpetuo burbujeo y borborigmo de animales y reptiles ocultos bajo la engañosa quietud de las victoriarregias. Las marchas por caminos anegados, con las caras untadas de nauseabundas pomadas repelentes que sólo por una hora -apenas- defendían de las picadas de cien especies de cínifes. Aquél era un mundo de hibiscos sudorosos, falsos claveles -trampas de insectos-, espumas que de sol a sol enredaban y desenredaban sus volutas, hongos olientes a vinagre, floraciones grasientas sobre troncos podridos, harinas y limallas verdes, comejeneras en ruinas, céspedes arteros que roían el cuero de las botas, Y habría que perseguir por tales tierras al General Hoffmann, cercarlo, sitiarlo, acorralarlo, y, al fin, ponerlo de espaldas a una pared de convento, iglesia o cementerio, y tronarlo. “¡Fuego!” No había más remedio. Era la regla del juego. Recurso del Método.
Pero algo desasosegaba, esta vez, al Primer Magistrado. Y era un problema de palabras. Ahora, al regresar allá, antes de lucir nuevamente un uniforme de General que le sabía a gala postiza -ésa era la verdad- ya que él mismo se lo había echado encima, así con galones y todo, un día de alboroto juvenil conservándolo luego por aquello de que, en su país, general más, general menos...; ahora, antes de acrecerse en ecuestre estatua, antes de ceñirse las sonantes espuelas de jaripeo que en campaña usaba, habría que hablar, que pronunciar palabras. Y esas palabras no le venían a la mente, porque las clásicas, las fluyentes, las socorridas, las que siempre había usado en casos anteriores, parecidos a éste, de tanto haber sido remachadas en distintos registros, con las correspondientes mímicas gestuales, resultarían gastadas, viejas, ineficientes, en la actual contingencia. Cien veces contrariadas por sus actos, esas palabras habían pasado del ágora al diccionario, de la encendida catilinaria al repertorio de la retóricas, de la elocuencia oportuna al desván de los trastos, vaciadas de sentido, secas, yermas, inutilizables. Pilares de sus grandes discursos políticos habían sido durante años,
los términos de Libertad, Lealtad, Independencia, Soberanía, Honor Nacional, Sagrados Principios, Legítimos Derechos, Conciencia Cívica, Fidelidad a nuestras tradiciones, Misión Histórica, Deberes-para-con-la Patria, etc., etc. Pero ahora, esos términos (solía ser severo crítico de sí mismo) habían cobrado un tal sonido de moneda falsa, plomo con baño de oro, piastra sin rebrinco, que, cansado de las vueltas y revueltas de sus ruletazos verbales, se preguntaba con qué iría a llenar los espacios sonoros, los espacios escritos, de proclamas y admoniciones inevitables al emprenderse una acción militar -punitiva- como la que habría de iniciarse en breve. Aceptado antaño por una mayoría de compatriotas como el hombre de mano enérgica que, en un momento de crisis, de desórdenes, pudo enderezar los destinos del país, había visto su prestigio menguado, con alarmante deterioro de autoridad, tras de cada trácala, por él inventada, para permanecer en el poder. Se sabía odiado, aborrecido por los más, y la conciencia de ello le acrecía, por reacción contra lo exterior, las satisfacciones y gozos que hallaba en el servilismo, la solicitud, las adulancias, de quienes dependían de él, consustanciando sus intereses, su prosperidad, con el mayor alargamiento posible de un mandato olvidado de cuanto fuese legalidad y Constitución. Pero no podía ignorar que sus enemigos usaban de válidos argumentos cuando le echaban en cara sus crecientes concesiones a los gringos, puesto que los gringos, tonto hubiese sido negarlo, eran universalmente detestados en el Continente. Sabíamos todos que nos llamaban “latinos” y que, para ellos, decir “latinos” era decir chusma, morralla, mulatería y merienda de ñáñiga. (Hasta habían inventado el eufemismo de “latin colour”: para justificar, en los hoteles de Nueva York o de Washington, la forzosa admisión de altos personajes cuya tez fuese de matiz un tanto exótico)... Y seguía el Primer Magistrado pensando en su obligado discurso, sin que la imaginación se le mostrara propicia. Palabras, palabras, palabras. Siempre las mismas palabras. Y, sobre todo, nada de Libertad -con las cárceles llenas de presos políticos. Nada de Honor Nacional ni de Deberes-para-con-la-Patria -pues tales conceptos eran los que usaban siempre los militares alzados. Nada de Misión Histórica ni de Cenizas de Héroes, por la misma razón. Nada de Independencia que, en su caso, rimaba con dependencia. Nada de Virtudes -cuando se le sabía dueño de las mejores empresas del país. Nada de Legítimos Derechos -puesto que los ignoraba cuando chocaban con su personal jurisprudencia. El vocabulario, decididamente, se le angostaba. Y tenía un temible adversario delante, un tercio del Ejército soliviantado, y habría que hablar, y notaba el exasperado orador que estaba afónico, sin idioma -que ya no disponía de palabras útiles, dinámicas, estimulantes, porque las había malbaratado, las había mellado el filo, las había puteado, en despreciables escaramuzas, indignas de tal despilfarro. Como diría un campesino nuestro: “había quemado pólvora en zamuros”. -”Me voy poniendo viejo” -pensó. Y sin embargo había que inventar algo. Algo... Vació a sorbos cortos pero seguidos una de las cantimploras forradas de cuero, y, para aliviar la espera de lo que de adentro no le venía, tomó uno de los diarios de la mañana -Le Figaro- que estaba doblado sobre el escritorio. Ahí, en primera columna de primera plana, aparecía un artículo del Ilustre Académico, bien destacado y en especial recuadro. Sacando conclusiones de la Batalla del Marne...
JUAN RULFO (1918-1987) El escritor mexicano es uno de los narradores más importantes de la literatura hispanoamericana contemporánea, a pesar de lo exiguo de su producción. Efectivamente publicó sólo dos libros: El llano en llamas, que recoge quince cuentos que presentan el drama y la desesperación del campesino, y su novela Pedro Páramo, que es una de las más complejas por la presencia del tiempo psíquico antes que el físico, por la combinación de elementos reales y fantásticos. Las vivencias personales: su nacimiento en una zona totalmente indígena, su orfandad y consiguiente permanencia en un orfelinato, su trabajo como simple empleado público, marcan sin duda la orientación y filosofía de su obra y determinan un estilo narrativo propio, pero absolutamente válido.
PEDRO PÁRAMO (Fragmento) Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo. “No dejes de ir a visitarlo -me recomendó-. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte”. Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguía diciendo aun después que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas. Todavía antes me había dicho: -No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio... El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro. -Así lo haré, madre. Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta ahora pronto que comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo, el marido de mi madre. Por eso iba a Comala. Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saponarias. El camino subía y bajaba; “sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para el que viene, baja”. -¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo? -Comala, señor. -¿Está seguro de que ya es Comala? -Seguro, señor. -¿Y por qué se ve esto tan triste? -Son los tiempos, señor. Yo imaginaba ver aquello a través de lor recuerdos de mi madre; de su nostalgia, entre retazos, suspiros. Siempre vivió ella suspirando por Comala, por el retorno; pero jamás volvió. Ahora yo vengo en su lugar. Traigo los ojos con que ella miró estas cosas, porque me dio sus ojos para ver: “hay allí, pasando el puerto de Los Colimotes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarrilla por el maíz maduro. Desde ese lugar se ve Comala, blanqueando la tierra, iluminándola durante la noche.” Y su voz era secreta, casi apagada, como si hablara consigo misma... Mi madre. -¿Y a qué va usted a Comala, si se puede saber? -oí que me preguntaban. -Voy a ver a mi padre -contesté. -¡Ah! -dijo él. Y volvimos al silencio. Caminábamos cuesta abajo, oyendo el trote rebotado de los burros. Los ojos reventados por el sopor del sueño, en la canícula de agosto. -Bonita fiesta le va a armar -volví a oír la voz del que iba allí a mi lado-. Se pondrá contento de ver a alguien después de tantos años que nadie viene por aquí. Luego añadió:
-Sea usted quien sea, se alegrará de verlo. En la reverberación del sol, la llanura parecía una laguna transparente, deshecha en vapores por donde se traslucía un horizonte gris. Y más allá, una línea de montañas. Y todavía más allá, la más remota lejanía. -¿Y qué trazas tiene su padre, si se puede saber? -No lo conozco -le dije-. Sólo se que se llama Pedro Páramo. -¡Ah!, vaya. -Sí, así me dijeron que se llamaba. Oí otra vez el “¡ah!”del arriero. Me había topado con él en “Los Encuentros”, donde se cruzaban varios caminos. Me estuve allí esperando, hasta que al fin apareció este hombre. -¿Adónde va uste? -le pregunté. -Voy para abajo, señor. -¿Conoce un lugar llamado Comala? -Para allá mismo voy. Y lo seguí. Fui tras él tratando de emparejarme a su paso, hasta que pareció darse cuenta de que lo seguía y disminuyó la prisa de su carrera. Después los dos íbamos tan pegados que casi nos tocábamos los hombros. -Yo también soy hijo de Pedro Páramo -me dijo. Una banda de cuervos pasó cruzando el cielo vació, haciendo “cuar, cuar, cuar”. Después de trastumbar los cerros, bajamos cada vez más. Habíamos dejado el aire caliente allá arriba y nos íbamos hundiendo en el puro calor sin aire. Todo parecía estar como en espera de algo. -Hace calor aquí -dije. -Sí, y esto no es nada -me contestó el otro-. Cálmese. Ya lo sentirá más fuerte cuando lleguemos a Comala. Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno regresan por su cobija. -¿Conoce usted a Pedro Páramo? -le pregunté. Me atreví a hacerlo porque vi en sus ojos una gota de confianza. -¿Quién es? -volví a preguntar. -Un rencor vivo -me contestó él. Y dio un pajuelazo contra los burros, sin necesidad, ya que los burros iban mucho más adelante de nosotros, encarrerados por la bajada. Sentí el retrato de mi madre guardado en la bolsa de la camisa, calentándome el corazón, como si ella también sudara. Era un retrato viejo, carcomido en los bordes; pero fue el único que conocí de ella. Me lo había encontrado en el armario de la cocina, dentro de una cazuela llena de yerbas: hojas de toronjil, flores de castilla, ramas de ruda. Desde entonces lo guardé. Era el único. Mi madre siempre fue enemiga de retratarse. Decía que los retratos eran cosa de brujería. Y así parecía ser; porque el suyo estaba lleno de agujeros como de aguja, y en dirección del corazón tenía uno muy grande donde bien podía caber el dedo del corazón. Es el mismo que traigo aquí, pensando que podría dar buen resultado para que mi padre me reconociera. -Mire usted -me dice el arriero, deteniéndose-”¿Ve aquella loma que parece vejiga de puerco? Pues detrasito de ella está la Media Luna. Ahora voltié para allá. ¿Ve la ceja de aquel cerro? Véala; y ahora voltié
para este otro rumbo. ¿Ve la otra ceja que casi no se ve de lo lejos que está?. Bueno, pues eso es la Media Luna de punta a cabo. Como quien dice, toda la tierra que se puede abarcar con la mirada. Y es de él todo ese terrenal. El caso es que nuestras madres nos malparieron en un petate aunque éramos hijos de Pedro Páramo. Y lo más chistoso es que él nos llevó a bautizar. Con usted debe haber pasado lo mismo, ¿no? -No me acuerdo. -¡Váyase mucho al carajo! -¿Qué dice usted? -Que ya estamos llegando, señor. -Sí, ya lo veo. ¿Qué pasó por aquí? -Un correcaminos, señor. Así les nombran a esos pájaros. -No, yo preguntaba por el pueblo, que se ve tan solo, como si estuviera abandonado. Parece que no lo habitara nadie. -No es que lo parezca. Así es. Aquí no vive nadie. -¿Y Pedro Páramo? -Pedro Páramo murió hace muchos años. Era la hora en que los niños juegan en las calles de todos los pueblos, llenando con sus gritos la tarde. Cuando aún las paredes negras reflejan la luz amarilla del sol. Al menos eso había visto en Syula, todavía ayer, a esta misma hora. Y había visto también el vuelo de las palomas rompiendo el aire quieto, sacudiendo sus alas como si se desprendieran del día. Volaban y caían sobre los tejados, mientras los gritos de los niños revoloteaban y parecían teñirse de azul en el cielo del atardecer. Ahora estaba aquí, en este pueblo sin ruidos. Oía caer mis pisadas sobre las piedras redondas con que estaban empedradas las calles. Mis pisadas huecas, repitiendo su sonido en el eco de las paredes teñidas por el sol del atardecer. Fui andando por la calle real en esa hora. Miré las casas vacías; las puertas despostilladas, invadidas de yerba. ¿Cómo me dijo aquel fulano que se llamaba esta yerba? “La capitana, señor. Una plaga que nomás espera que se vaya la gente para invadir las casas. Así las verá usted.” Al cruzar una bocacalle vi una señora envuelta en su rebozo que desapareció como si no existiera. Después volvieron a moverse mis pasos y mis ojos siguieron asomándose al agujero de las puertas. Hasta que nuevamente la mujer del rebozo se cruzó frente a mí. -¡Buenas noches! -me dijo. La seguí con la mirada. Le grité. -¿Dónde vive doña Eduviges? Y ella señaló con el dedo: -Allá. La casa que está junto al puente. Me di cuenta que su voz estaba hecha de hebras humanas, que su boca tenía dientes y una lengua que se trababa y destrababa al hablar, y que sus ojos eran como todos los ojos de la gente que vive sobre la tierra. Había oscurecido. Volvió a darme las buenas noches. Y aunque no había niños jugando, ni palomas, ni tejados azules, sentí que el pueblo vivía. Y que si yo escuchaba solamente el silencio, era porque aún no estaba acostumbrado al silencio; tal vez porque mi cabeza venía llena de ruidos y de voces. De voces, sí. Y aquí, donde el aire era escaso, se oían mejor. Se
quedaban dentro de uno, pesadas. Me acordé de lo que me había dicho mi madre: “Allá me oirás mejor. Estaré más cerca de ti. Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos que la de mi muerte, si es que alguna vez la muerte ha tenido alguna voz.” Mi madre... la viva. Hubiera querido decirle: “Te equivocaste de domicilio. Me diste una dirección mal dada. Me mandaste al "¿dónde es esto y dónde es aquello?". A un pueblo solitario. Buscando a alguien que no existe.” Llegué a la casa del puente orientándome por el sonar del río. Toqué la puerta; pero en falso. Mi mano se sacudió en el aire como si el aire la hubiera abierto. Una mujer estaba allí. Me dijo: -Pase usted. Y entré.
JORGE LUIS BORGES (1899-1986) Este escritor argentino es quizá el más original cuentista de la literatura hispanoamericana contemporánea cuya obra ha sido traducida a muchos otros idiomas, particularmente por las exigencias de los círculos intelectuales europeos y por la fusión de inteligencia y estilo. Su cosmopolitismo y el dominio de varias lenguas le acercaron significativamente a otros temas de expresión literaria, diferentes a los que se habían enraizado en nuestro continente, por lo que es manifiesta su originalidad y muy propia su concepción filosófica sobre la cultura y el ser humano. Ensayista y poeta, su mayor renombre proviene de su obra narrativa, donde sus cuentos se caracterizan por sus juegos intelectuales, su capacidad para crear suspenso y establecer dimensiones en que se funden la realidad y la fantasía. El tiempo y el espacio son elementos que permanentemente giran en la obra de Borges y su prosa se caracteriza por ser precisa y casi matemática. Entre sus colecciones de cuentos se destacan Historia universal de la infamia, Ficciones, El Aleph, La muerte y la brújula y El informe de Brodie.
LAS RUINAS CIRCULARES (De Ficciones) And if he left off dreaming about you... Through the Looking-Glass, IV. Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal.
Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la media noche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastro de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas. El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los labradores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar. Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a mucho siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El
hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante el período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.
Los soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorce rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retornó el
corazón, invocó el nombre de un planeta, emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba, ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amansan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago había fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla). Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otro iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviara al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba. Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénega. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje. Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculo de la tarde y del alba, se prosternaba ante al figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal, ejecutaba idénticos ritos en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los
sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras pero le hablaron de un hombre mágico en un templo de Norte, capaz de hollar el fuego y no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio normal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡que humillación incomparable!,¡qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noche secretas. El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego, fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio ceñirse contra los nudos el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Estos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.
WILLIAM FAULKNER (1897 -1962) Importante autor norteamericano contemporáneo, quien alcanzó el Premio Nobel de Literatura en 1950. Como Faulkner y Steimbeck ejerció una gran influencia sobre los escritores latinoamericanos que en la década de los 60 se la conocería como el “boom”. Piloto de la Real Fuerza Aérea de Gran Bretaña durante la I Guerra Mundial, el retorno a su casa en el Sur de los Estados Unidos no va a ser fácil, precisamente por su actitud de no aceptar el mundo de posguerra. Pero ese tiempo le servirá para ir construyendo el universo particular de sus narraciones: la creación de Yoknapatawpha, un distrito en el estado de Mississippi, muy parecido a un reino mítico, pero vivo y completo en todos sus detalles; y, hacer que las historias que se viven en este distrito sean como la síntesis del "Sur Profundo". Lo mejor de sus novelas, ubicadas en Yoknapatawpha, cuya capital es Jefferson, son: Sartoris, El ruido y la furia, Mientras yo agonizo, Santuario, Luz de agosto, Absalón, Absalón, Los indómitos, Las palmeras salvajes, En la ciudad, Desciende, Moisés. Faulkner en todas ellas presenta diversidad de personajes y conflictos, agrupándose aquellos en plantadores y descendientes, pobladores de Jefferson, blancos, pobres, indios y negros; o adopta la división por familias. En todos los casos se advierte una estrecha vinculación de los grupos humanos que desfilan en sus novelas. Lo significativo de la obra de Faulkner es la presentación de la vida contemporánea del Sur de los Estados Unidos en un período en que considera existe una confusión moral y se hallan en plena decadencia social, puesto que no son ni siquiera capaces de defender lo que tienen e impedir un nuevo desastre, semejante al sufrido durante la Guerra Civil norteamericana.
EN LA CIUDAD (Fragmento) Montgomery Ward tardó dos años en volver. Fue el último soldado de Yoknapatawpha que volvió. Uno de los de la compañía de McLendon fue herido en la primera batalla en que participaron tropas americanas y volvió a Jefferson en 1918, con su uniforme y una condecoración. Luego, a principios de 1919, volvió el resto de la compañía, excepto dos soldados que habían muerto de gripe y unos pocos que habían fallecido en el hospital. Finalmente, en mayo, uno de los dos nietos mellizos del coronel Sartoris —el otro había muerto en el frente en julio del año anterior— volvió de la "British Air Forcé", pero ya sin uniforme. Compareció con un enorme coche de carreras que convirtió al pequeño "E.M.F." del alcalde De Spain en un juguete. Y se pasaba el día conduciendo a toda velocidad por la ciudad, en los intervalos entre los arrestos a que le sometía Mr. Connors por velocidad excesiva. El joven se estaba "readaptando". O al menos esto decía mamá. O sea, que Montgomery Ward, al parecer, no se "readaptaba" lo suficiente para poder volver a casa, y en cambio Bayard Sartoris había vuelto a casa pero no se readaptaba. Conducía su coche de manera tan alocada, entre Sartoris Station y Jefferson, que finalmente el coronel Sartoris, que odiaba los automóviles casi tanto como el abuelo y ni siquiera hubiese prestado a nadie dinero del Banco para que se comprase uno, se vendió el coche de caballos y los animales, y se hacía acompañar por Bayard en el automóvil, con la esperanza de que esto induciría a su nieto a conducir más despacio, antes de que se matara o matara a alguien. Así, pues, cuando Bayard mató a una persona, como todos esperábamos que ocurriría un día u otro, ésta fue su abuelo. Porque, aunque nadie lo sabía, el coronel Sartoris padecía del corazón; el doctor Peabody se lo había dicho tres años atrás, recomendándole especialmente que no se dejara llevar en automóvil. Pero el coronel Sartoris no se lo dijo a nadie, ni siquiera a su hermana, Mrs. Du Pre, que regentaba la casa. Se empeñó en ir y venir de su casa a la ciudad todos los días para conseguir que Bayard redujera la velocidad —y hasta se las compuso, no sé cómo, para que se casara con Miss Narcisa Benbow, con la esperanza de que el matrimonio le calmaría—, hasta que una mañana llegaron a la cima de una colina a unas cincuenta millas por hora, y había una familia de negros en una carreta, en medio de la carretera, y Bayard dijo: "Agárrese, abuelo", y metió el coche en la cuneta; no dio la vuelta de campana, ni puede decirse que el golpe fuese importante, pero el coronel Sartoris se quedó sentado en su sitio, con los ojos muy abiertos, muerto. De modo que el Banco se quedó sin presidente. Entonces descubrimos quiénes eran los propietarios de las acciones: el coronel Sartoris y el padre del alcalde De Spain —mientras vivió— poseía dos de los tres paquetes más importantes, y el viejo Will Varner, del "Recodo del Francés", poseía el tercero. Desde luego, había muchos más accionistas, de menor cuantía, como los Compson, los Benbow, los Peabody, Miss Eunice Habersham, nosotros, y un centenar de granjeros del distrito. Pero hasta que el alcalde De Spain fue elegido presidente del Banco y sucesor del coronel Sartoris no descubrimos que Mr. Flem Snopes llevaba años comprando
paquetes de acciones. De modo que Mr. De Spain podía contar con los votos de Will Varner, los de Flem Snopes y los suyos propios, y ello le bastó para ascender de vicepresidente a presidente, aunque Mrs. Du Pre y la viuda de Bayard —éste se había matado por fin piloteando un avión en un campo de pruebas de Ohio— no hubiesen votado por él. El mayor De Spain dimitió de su cargo de alcalde y vendió su agencia de automóviles para convertirse en presidente del Banco; y lo hizo a tiempo. El Banco del coronel Sartoris era un Banco nacional, porque, como dijo Ratliff, seguramente el coronel Sartoris había comprendido que así había de inspirar más confianza a los cuentacorrentistas de a diez dólares, sobre todo a las viudas y huérfanos, ya que las mujeres nunca han tenido mucha confianza en los tejemanejes de los hombres, y menos en cuestiones de dinero. Y Ratliff ya predijo que habiéndose producido un cambio en la presidencia, lo más probable era que el Gobierno enviara a alguien para inspeccionar los libros, aun cuando el plazo para la inspección reglamentaria no se había cumplido toda vía. Y, en efecto, los dos inspectores se presentaron un buen día a la puerta del Banco, a las ocho de la mañana, esperando a que alguien abriera y les dejara entrar; este alguien hubiera debido ser Byron Snopes; pero aquella mañana no compareció, de modo que los inspectores tuvieron que esperar a que llegara Mr. De Spain con su juego de llaves propio. Y a las ocho y cuarto, o sea, unos trece minutos después que los inspectores decidieron empezar a revisar los libros que llevaba Byron, Mr. De Spain averiguó, por mediación de los del "Hotel Snopes", que nadie había vuelto a ver a Byron desde el tren del Sur de las nueve veintidós de la noche anterior. Y hacia medio día todo el mundo sabía que Byron ya estaba seguramente en Texas, aunque probablemente no llegaría a México hasta el otro día. El inspector jefe necesito dos días enteros para poder decir en números redondos a cuánto ascendía el desfalco, pero por aquel tiempo ya se había convocado una reunión del consejo directivo del Banco, a la que asistió incluso Mr. Varner, en su despacho, y éste permaneció sentado, completamente impasible, cosa de un par de segundos, y luego se levantó y dijo: —Vamos a verlo. Y Ratliff nos estaba esperando. Era una tienda situada en la esquina con una avenida; había un pintor que estaba acabando de trazar las enroscadas letras en el cristal del escaparate, que decían: ATELIER MONTY y en el interior, al otro lado del cristal, vimos a Montgomery Ward con su gorra francesa —tío Gavin dijo que era una boina vasca— y en mangas de camisa. Pero no entramos por el momento. Tío Gavin dijo: —Vamonos. Dejémosle que acabe de instalarse primero. Pero Ratliff sugirió: —Tal vez yo pueda ayudarle. Pero tío Gavin me cogió por el brazo. —Si "atelier" significa estudio —dije yo—, ¿por qué no lo llama así? —Sí —dijo tío Gavin—. Esto es lo que me gustaría saber. Y Ratliff, aunque por fin entró, tampoco vio nada. Y dijo lo mismo que yo: —Estudio. . . ¿Por qué no lo llamará estudio?
—Ya lo sé —dijo Ratliff. No se lo preguntaba nadie. Como si dijéramos, no hacía más que pensar en voz alta. Me miró y guiñó el ojo dos o tres veces — ¡Estudio. . .! —dijo—. Es un estudio de fotógrafo. —Y volvió a guiñar el ojo—. Pero, ¿por qué? Sus hazañas guerreras han demostrado cumplidamente que Montgomery Ward no es el tipo adecuado para contentarse con una vida mediocre, como la que vivimos los que nos hemos quedado aquí, en el distrito de Yoknapatawpha. Por el momento esto fue todo cuanto logramos averiguar. Porque al día siguiente Montgomery Ward tapó los cristales de los escaparates con hojas de papel de diario, y mantuvo la puerta cerrada, de modo que sólo vimos que recibía paquetes por correo de la casa "Sears y Roebuck", de Chicago, y que abría la puerta de la tienda el tiempo justo para recibir estos paquetes. Luego, un jueves, cuando salió “El Clarión”, vimos que en primera página, ocupando casi la mitad de la misma, aparecía un anuncio de la inauguración oficial del taller, que decía, entre otras cosas: "Se invita especialmente a las damas". Y al pie: "Té". —¿Cómo? —dije yo—. Creí que iba a ser un estudio de fotógrafo. —Y lo es —dijo tío Gavin—. Sólo que te dan una taza de té por el mismo precio. Aunque eso es tirar el dinero, porque todas las mujeres de la ciudad y la mitad de los hombres irían igualmente, sólo para averiguar por qué tuvo la puerta cerrada. Porque mamá ya había dicho que ella iría. —Y tú también irás —dijo a tío Gavin. —Muy bien —dijo éste—. Entonces, la mayoría de los hombres. Y estuvo en lo cierto. Montgomery Ward tuvo que prolongar la inauguración durante todo el día para atender al gentío que acudió. Aunque la tienda hubiese estado vacía, tal como se la alquilaron, hubiese tenido que hacer entrar a los invitados por grupos. Ahora apenas cabían una docena de personas a la vez, tan lleno estaba el local de materiales: había unas cortinas negras en las paredes, que llegaban al suelo, y cuando uno las hacía correr, tirando de un cordón, aparecían unas ampliaciones fotográficas enormes, y era como si uno mirara por una ventana. Montgomery Ward dijo que las fotografías representaban una vista de París, los puentes del Sena, la Torre Eiffel y Notre Dame. Había también sofás con cojines negros, y mesas con vasos y tazas, y dentro de ellas algo quemaba y despedía un perfume dulzón. Al principio uno no se daba cuenta de la cámara, pero luego sí la veía. Había una puerta cerrada, en la parte trasera, y Montgomery Ward dijo: —Esta es la cámara oscura. No está abierta todavía. —¿Cómo, por favor? —dijo tío Gavin. —Es la cámara oscura —repitió Montgomery Ward—. Pero no está abierta todavía. —¿Se supone que debemos esperar que se abra al público un cuarto oscuro? —dijo tío Gavin. Pero en aquel momento Montgomery Ward ya estaba distraído sirviendo otra taza de té a Mrs. Rouncewell. Porque había también un jarrón de flores en el estudio, y en el anuncio de la inauguración que se había publicado en el Clarion, decía: "Flores de Rouncewell", aunque, como le dije a tío Gavin: —¿De qué otra parte podían ser las flores en Jefferson, sino de la
tienda de Mrs. Rouncewell? Y tío Gavin me dijo que probablemente Mrs. Rouncewell había pagado la mitad del anuncio, además de proporcionar aquel jarrón con seis rosas demasiado abiertas, sobrantes de un entierro. Luego volvió a mirar un momento la puerta cerrada y después estuvo observando cómo Montgomery Ward servía el té a Mrs.Rouncewell. Y nos fuimos. Teníamos que irnos, para dejar sitio a los que querían entrar. —¿Cómo puede permitirse el lujo de regalar té a todo el mundo? —dije yo. Esto es sólo el primer día —dijo tío Gavin. Es sólo un cebo, cebo para las damas. Pero lo que yo me pregunto es para qué necesitaba que todas las señoras de Jefferson acudieran al estudio al mismo tiempo. Y cuando dijo estas palabras, me pareció estar oyendo al propio Ratliff. A éste le vimos salir de la ferretería cuando pasábamos por allá. —¿Ya ha tomado el té? —le dijo tío Gavin. —Té -dijo Ratliff. ---No lo preguntó. Sólo lo dijo. Y guiñó el ojo a tío Gavin. —¿Acaso tiene que estarlo? —dijo Ratliff. —Sí —dijo tío Gavin—. Lo mismo dije yo. —Tal vez yo pueda averiguarlo —añadió Ratliff. —¿Confía en ello? —dijo tío Gavin. —Tal vez oiga hablar del asunto —contestó Ratliff. —No lo creo —dijo Tío Gavin. —Tal vez lo averigüe otra persona, u otras personas, y yo lo oiga comentar por casualidad —dijo Ratliff. Y esto fue todo por el momento. Montgomery Ward no volvió a invitar a té al público, pero poco después empezaron a aparecer fotografías en el escaparate. Eran caras conocidas: madres con sus hijos, estudiantes de la escuela superior, y jovencitas con su uniforme de graduadas; y de vez en cuando una pareja de recién casados, envarados, incómodos, con una expresión como de desafío, y una línea blanca que se dibujaba entre el pelo recién cortado y la tez tostada por el sol o bien una pareja que llevaba cincuenta años de matrimonio; y era curioso observar que aunque les conocíamos de toda la vida, no nos habíamos dado cuenta de cuánto se parecían entre sí; estos últimos, los matrimonios viejos, solían mostrar una expresión de sorpresa, aunque no quedaba claro si era una sorpresa de verse fotografiados o de darse cuenta de pronto de que llevaban tantos años de matrimonio. Tiempo después, empezamos a observar que en el escaparate se exponían no sólo las mismas caras, sino las mismas fotografías de ellas, algunas de las cuales llevaban ya dos años en él, como si, de pronto, en cuanto Montgomery Ward abrió su taller de fotógrafo, la gente hubiese dejado de graduarse o de casarse o de seguir estando casados. Pero lo curioso era que Montgomery Ward no cerraba el negocio. Tal vez hiciera nuevas fotografías y no las exponía, o quizá se limitaba a sacar copias de las viejas, justo para pagar el alquiler y no tener que cerrar la tienda. El caso es que, de pronto, nos dimos cuenta de que cuando parecía trabajar más era de noche; en realidad parecía como si ahora todos sus clientes fuesen hombres; la pieza de delante, la que había inaugurado con tanta pompa, solía permanecer a oscuras, mientras que los clientes entraban y salían por la puerta
trasera, la que daba al cuarto oscuro. Y por cierto que viendo a aquellos hombres nadie hubiese sospechado que pudieran desear ser fotografiados. Sea como fuere, el negocio de Montgomery Ward parecía ir alcanzando popularidad, cada día más; en el segundo verano descubrimos que llegaban a Jefferson muchos hombres —generalmente jóvenes— procedentes de otros pueblos y ciudades, y que todos entraban por la puerta trasera, de noche, seguramente para encargar o recoger sus copias fotográficas. —No, no —dijo tío Gavin a Ratliff—. No puede ser eso. Simplemente, no es posible que se haga una cosa así en Jefferson. —También había quien aseguraba que no se podía abrir un Banco en Jefferson —replicó Ratliff. —Pero ella tendría que comer algo —dijo tío Gavin—. Montgomery tendría que sacarla a la calle de vez en cuando, para que respirase aire libre e hiciera un poco de ejercicio. —¿A quién tendría que sacar a la calle? —dije yo. —Pues todavía es menos probable que se trate de alcohol —dijo Ratliff—. Al menos lo otro suele ser una actividad pacífica y silenciosa, mientras que el trasiego de whisky. . —¿Qué es lo otro? —dije yo. No podía ser whisky, ni tampoco jugo. Grover Cleveland Winbush —-el que en otro tiempo había sido socio de Ratliff en el café hasta que Mr. Flem Snopes le echó a la calle, y ahora era vigilante nocturno— también había pensado en ello. Grover Cleveland fue a ver a tío Gavin antes de que a éste se le ocurriera llamarle a él o a Buck Connors, y le dijo que había pasado las últimas noches vigilando el estudio de Montgomery Ward, y que, como consecuencia de lo que había observado, estaba plenamente convencido de que en el cuarto oscuro no se bebía ni se jugaba; dijo también que todos estábamos orgullosos del buen nombre de nuestra ciudad y que todos aspirábamos a librarla de la menor mancilla y de la corrupción de las grandes ciudades, pero que nadie participaba de tales sentimientos en grado mayor que él. Había sacrificado horas enteras de la noche, cuando podía quedarse tranquilamente en su silla, esperando la hora de la ronda siguiente, para vigilar el estudio de Montgomery Ward, y ni una sola vez había oído ruidos de dados, o había podido sospechar que los clientes saliesen bebidos u oliendo a alcohol. Grover Cleveland contó a tío Gavin que incluso una vez, en pleno día, a pesar de que no sólo tenía el derecho sino el deber de estar durmiendo en aquella hora —lo mismo que en aquel preciso momento, en que estaba sacrificando su descanso para informar a tío Gavin como procurador del distrito que era—, a pesar de que carecía de orden de registro y de que, en justicia, le correspondía a Buck Connors efectuar aquella gestión, él —Grover Cleveland —había entrado en el estudio de Montgomery Ward por la puerta principal, con el propósito de colarse de rondón en el cuarto oscuro, aunque para ello tuviera que derribar la puerta, puesto que los habitantes de Jefferson habían contratado sus servicios como vigilante nocturno precisamente para mantener la ciudad libre de vicios tales como la bebida y el juego, cuando con gran sorpresa por su parte, Montgomery Ward no sólo no intentó detenerle sino que, sin esperar siquiera a que se lo pidiera abrió de par en par la puerta del cuarto oscuro e invitó a Grover Cleveland a entrar
en él y echar una ojeada. Así, pues, Grover Cleveland estaba ya tranquilo, y deseaba que los habitantes todos de Jefferson lo estuvieran también: en el cuarto trasero del taller de Montgomery Ward no se bebía ni se jugaba ni se practicaba ninguna otra clase de vicio o corrupción que pudiera obligar a los buenos cristianos de Jefferson a lamentar haber puesto su confianza en Grover Cleveland. Y lo había hecho, no sólo porque era su deber de vigilante, sino como ciudadano de Jefferson, y si alguna vez podía hacer algo por tío Gavin, siempre que fuese algo que no se interfiriera con sus deberes, bastaría que tío Gavin se lo pidiera.
ERNEST HEMINGWAY (1899 -1961) Otro de los grandes narradores que los Estados Unidos ha dado a la literatura mundial de todos los tiempos y cuya influencia se advierte en muchos escritores, particularmente entre los latinoamericanos que emergieron con fuerza y originalidad en la década de los 60. El estilo de su obra narrativa se caracteriza por el empleo de un lenguaje de expresiones comunes -incluso la jerga callejera- y su obra total tiene como objeto el hombre sencillo y su mundo vital y presenta una amplia variedad de sucesos primitivos, de crueldad y brutalidad y que son narrados sin aparente sentimiento, sin esa activa participación del autor a través de sus fuerzas propias y personales. Las dos fuentes nutricias de la narrativa de Hemingway son el placer y gusto por la aventura, la entrega al peligro -que caracteriza la propia existencia del autor-; la segunda es la reflexión ante la vida misma, que consiste en la búsqueda constante del sentido último de la existencia. Sus más representativos libros son: Fiesta, Adiós a las armas, Por quién doblan las campanas, Las verdes colinas del África, Al otro lado del río y entre los árboles, Las nieves del Kilimanjaro, El viejo y el mar. Esta última novela constituye uno de los más bellos logros del autor, porque representa la lucha permanente del hombre por vencer, a pesar de las dificultades que esa lucha conlleva. Premio Nobel 1964.
UNA HISTORIA NATURAL DE LOS MUERTOS (Fragmento) Siempre me pareció que se ha omitido la guerra como campo de observación para el naturalista. Tenemos encantadores y exactos relatos y descripciones de la flora y de la fauna de la Patagonia, escritos por el extinto W. H. Hudson; el reverendo Gilbert White ha relatado cosas interesantísimas de las abubillas, en sus ocasionales y poco comunes visitas a Selborne, y el obispo Stanley nos ha dejado una valiosa, aunque popular "Historia de los Pájaros". ¿No podemos acaso ofrecer al lector algunos hechos nuevos y racionales acerca de los muertos? Así lo espero. Cuando el perseverante viajero Mungo Park se hallaba desfallecido en la vasta aridez de un desierto africano, desnudo y solo, considerando contados los minutos de su vida; cuando no parecía tener otro recurso que dejarse caer y morir, sus ojos se posaron sobre una flor de extraordinaria belleza. "Aunque la planta entera —dijo— no era más grande que uno de mis dedos, no pude completar la delicada conformación de sus raíces, sus hojas y sus flores, sin sentir admiración. El Ser que había plantado, regado y llevado a la perfección, en esa oscura parte del globo, algo que parecía de tan pequeña importancia, ¿podría contemplar con indiferencia el sufrimiento de las criaturas creadas a su imagen y semejanza? Seguramente, no. Reflexiones como ésta, me impidieron entregarme a la desesperación. Olvidando el hambre y la fatiga, seguí adelante, seguro de que el socorro se hallaba cerca, y no quedé decepcionado". "Con predisposición a maravillarse y adorar de una manera parecida —dice el obispo Stanley—, ¿puede estudiarse cualquier rama de la Historia Natural, sin aumentar la fe, el amor y la esperanza que, cada uno de nosotros, necesitamos en nuestro viaje por el desierto de la vida?". Veamos, entonces, qué inspiración podemos hallar en los muertos. En la guerra, los muertos, por lo general, son los machos de la especie humana, aunque esto no ocurre en verdad con los animales, ya que con frecuencia he visto yeguas muertas entre los caballos. Otro aspecto interesante de la guerra, es que en ella el naturalista tiene la oportunidad de observar la muerte de las mulas. En veinte años de observación en la vida civil no he visto jamás una mula muerta y comencé hasta a abrigar dudas respecto a que esos animales fueran realmente mortales. En raras ocasiones he visto algo que tomé por una mula muerta, pero una observación más cuidadosa me demostró que eran criaturas vivientes que parecían muertas debido a que se hallaban en absoluto reposo. Pero en la guerra, esos animales sucumben casi de la misma manera que el caballo más común y menos rudo. La mayoría de las mulas muertas que he visto se hallaban a lo largo de los caminos de montañas o yacían al pie de empinados declives, donde habían sido arrojadas para librar el camino de tales estorbos. Parecían hallarse más en su ambiente en las montañas, donde estamos acostumbrados a su presencia y resultaban menos incongruentes allí que donde las vi más tarde, en Esmirna, donde los griegos, después de caballos con las patas rotas ahogándose en las aguas poco profundas, exigía un Goya para que las pintara. Aunque hablando literalmente apenas podríamos aceptar la idea de que pidieran
un Goya, puesto que sólo hubo un Goya —muerto hace mucho tiempo—, y es dudoso en extremo que si esos animales hubieran podido pedir algo, prefirieran una representación pictórica de su situación, en lugar de exigir que los ayudaran en su horrorosa condición. Con respecto al sexo de los muertos, es un hecho que nos acostumbramos a que todos los muertos sean hombres, que la vista de un cadáver de mujer resulta casi chocante. La primera vez que tuve ocasión de contemplar la inversión del sexo habitual de los muertos, fue después de la explosión de una fábrica de materiales de guerra, situada en la campiña cerca a Milán, en Italia. Llegamos a la escena del desastre en camiones, por caminos sombreados por álamos y bordeados de estanques que contenían múltiples diminutas vidas animales, que no pude observar claramente debido a las grandes nubes de polvo que levantaban los vehículos. Al llegar donde había estado la fábrica de municiones, algunos de nosotros fuimos destinados al patrullaje alrededor de grandes depósitos de municiones, que por una u otra razón no habían estallado. Otros recibieron la orden de combatir un fuego que se había extendido a los campos adyacentes. Al concluir esta última tarea se nos ordenó efectuar la búsqueda de cadáveres en la inmediata vecindad y los alrededores. Hallamos y llevamos a una "morgue" improvisada una buena cantidad de ellos, y debo admitir con franqueza, que me sentí asombrado de ver que éstos eran de mujeres, en lugar de hombres, como habitualmente. En aquella época las mujeres no habían comenzado a llevar todavía los cabellos cortos como lo hicieron años más tarde en Europa y en América, y lo más perturbador, tal vez, debido a que no era a lo que estábamos acostumbrados, fue la presencia, y, en ocasiones, la ausencia de los cabellos largos. Recuerdo que después de haber buscado muertos completos comenzamos a recoger fragmentos. Muchos de éstos se hallaban alejados de las alambradas de púas que rodeaban la fábrica y por las partes todavía existentes, de las que hallamos muchas, lejos del perímetro de la fábrica, pudimos darnos cuenta cabal de la tremenda fuerza de la explosión.
A nuestro retorno a Milán, recuerdo que uno o dos de nosotros hablamos del caso y estuvimos de acuerdo en que la calidad de irrealidad y el hecho de que no hubiera heridos, había quitado al desastre mucho del horror que podría haber tenido. El agradable, aunque polvoriento retorno a través de la hermosa campiña lombarda también fue una compensación por la desagradable tarea cumplida. Y al volver, mientras cambiábamos impresiones, estuvimos de acuerdo en que había sido, en realidad, afortunado que el fuego —que había estallado justamente antes de que llegáramos— fuera dominado con tanta rapidez y antes de que alcanzara los grandes montones de municiones que no habían estallado. Estuvimos también de acuerdo, en que el recoger los fragmentos era una tarea extraordinaria y que resultaba asombroso que el cuerpo humano volara en pedazos, no siguiendo las líneas anatómicas normales, sino tan caprichosamente como la fragmentación de una granada explosiva. Un naturalista, para lograr exactitud en sus observaciones, debe restringir éstas a un período limitado. Tomaré, pues, en primer lugar, el que siguió a la ofensiva austríaca de junio de 1918, en Italia, como uno de aquellos en que los muertos se hallaron en mayor número.
El ejército austríaco se había visto obligado a hacer una retirada forzosa y luego, un avance para recuperar el terreno perdido, de modo que, después de la batalla, las posiciones eran casi las mismas, excepto por la presencia de los muertos. Hasta que se entierran, los muertos cambian de aspecto cada día. El cambio de color en la raza caucásica es del blanco al amarillento, del amarillento al verde, y de éste al negro. Si se deja lo bastante al calor, la carne comienza a parecerse al alquitrán de hulla, especialmente en las heridas desgarrantes, donde se hace visible con claridad la iridiscencia del alquitrán de hulla. El muerto se agranda cada día que pasa hasta que, a veces, se hace demasiado grande para su uniforme, llenándolo hasta que éste parece estar lo suficientemente ajustado para estallar. Los miembros pueden aumentar en toda su periferia hasta un tamaño increíble y las cabezas llegan a estar tan tensas y redondeadas como los globos aerostáticos. Lo que más sorprende, luego de su progresiva corpulencia, es la cantidad de papeles que se encuentran diseminados alrededor de los muertos. Su posición final, antes de ser enterrados, depende en gran parte de la colocación de los bolsillos de sus uniformes. En el ejército austríaco, esos bolsillos se encuentran en la parte posterior de los breeches, y a poco, todos yacen, en consecuencia, boca abajo y con los fondillos de los bolsillos vueltos al revés y todos los papeles que tenían en los bolsillos diseminados en la hierba, a su alrededor. El calor, las moscas, las posiciones de los cuerpos en el campo de batalla, y la cantidad de papel diseminada a su alrededor, son impresiones que se retienen. No puede recordarse, en cambio, el olor de un campo de batalla en tiempo caluroso. Se recuerda que tal olor ha existido, pero nada que nos ocurra podrá hacerlo volver a nuestra pituitaria. Es distinto al olor de un regimiento que puede llegarnos de pronto mientras viajamos en un automóvil por la calle. Al mirar por las ventanillas, distinguimos perfectamente a los hombres quejo han traído a nuestra nariz. Pero el anterior, desaparece por completo de nuestra memoria olfativa, tal como cuando hemos estado enamorados: recordamos las cosas que han ocurrido, pero no podemos reconstruir la sensación. Nos preguntamos qué podría haber hallado aquel perseverante viajero, Mungo Park, en un campo de batalla, para restaurar su confianza. Siempre hay amapolas entre el trigo a fines de junio y julio; y los árboles de morera se hallan cubiertos de hojas. Pueden verse las ondas de calor elevarse de los cañones ocultos, donde el sol los alcanza a través de la pantalla de las hojas. La tierra se vuelve de un amarillo brillante en los bordes de los agujeros donde cayeron las granadas de gas de mostaza. Pocos viajeros respirarían a pleno pulmón el aire de temprano verano y menos aún pensarían como Mungo Park, en aquellos formados a su propia imagen. Lo primero que se observa en los muertos es que, malheridos, mueren como animales. Algunos perecen rápidamente de una herida tan pequeña que no se creería capaz de matar a un conejo. Mueren de pequeñas heridas, como los conejos mueren a veces por dos o tres granos de munición que apenas parecen haberles tocado la piel. Otros mueren como gatos; con el cráneo roto y un trozo de hierro dentro del cerebro; quedan allí tirados durante dos días, como los gatos se arrastran hasta la carbonera con una bala en el cerebro y no mueren hasta que alguien les corta la cabeza. Tal vez los gatos no mueran
entonces, ya que dicen que tienen siete vidas; no lo sé, pero la mayoría de los hombres, en la guerra, mueren como animales; no como hombres. Nunca había visto lo que llaman muerte natural, de modo que culpaba de la muerte a la guerra, y como el perseverante viajero, Mungo Park, sabía que existía algo más, ese algo más siempre ausente. Por fin lo vi. La única muerte natural que observé, fuera de las que son consecuencias de la pérdida de sangre —que no son tan malas— fue la muerte por enfermedad conocida como gripe española. En ella, los enfermos se ahogan en moco, sofocados. Cuando llega el fin se transforman nuevamente en niños, conservando su fuerza de hombres y llenan las sábanas como si fuera un simple pañal, con una vasta y final catarata amarillenta que fluye y avanza aún después de la muerte. De modo que ahora quisiera contemplar la muerte de uno de los que se llaman a sí mismos "humanistas" que es la razón por la cual estamos viviendo aún ese perseverante viajero, Mungo Park y yo; y tal vez viviremos lo bastante para asistir a la muerte verdadera de los miembros de esa secta literaria y contemplar su noble fin. En mis meditaciones como naturalista se me ha ocurrido que aunque el decoro es excelente, si deseamos mantener la raza debemos realizar actos indecorosos, puesto que la misma posición prescrita para la procreación es indecorosa; muy indecorosa. Y se me ha ocurrido que eso es lo que fueron y son esas gentes: criaturas de una cohabitación decorosa. Pero, sin tomar en cuenta como han nacido, espero ver el fin de unos pocos y especulo acerca de cómo podrán tratar los gusanos esa esterilidad largamente preservada, con sus folletos de prístina belleza y su lujuria convertida en notas al pie, hechos una verdadera ruina. Aunque tal vez sea legítimo tratar de esos ciudadanos en la historia natural de los muertos —aunque esa designación nada significa ya en la época en que se publica esta obra— es, no obstante, injusto para los otros muertos, que no murieron voluntariamente en su juventud, que no eran dueños de revistas y muchos de los cuales sin duda ni siquiera habían leído un semanario, a los que hemos visto en los días calurosos con una media pinta de gusanos trabajando allí donde habían estado sus bocas. No siempre hacía calor para los muertos. Gran parte de las veces estaba allí la lluvia que los bañaba por entero —cuando yacían en ella— y ablandaba la tierra, donde estaban sepultados y en ocasiones seguía hasta convertir la tierra en lodo y ellos quedaban al descubierto y había que enterrarlos de nuevo. O bien en invierno, en las montañas, había que meterlos en la nieve y cuando ésta se derretía en primavera, algún otro tenía que enterrarlos. Bellos campos de enterramiento tenían en las montañas. La guerra en las montañas es la más bella de todas las guerras y en una de aquellas, en un sitio llamado Pocol, enterraron a un general a quien un tirador le había atravesado la cabeza de un balazo. Ahí está cómo se equivocan esos autores que escriben libros titulados "Los generales mueren en la cama". Porque este general murió en una trinchera excavada en la nieve muy alta en las montañas, llevando un sombrero de alpinista con pluma de águila y que ostentaba al frente un agujero donde no cabía el meñique y otro agujero atrás, donde podríamos meter el puño —si era un puño pequeño y si queríamos ponerlo allí—, y mucha sangre en la arena. Era un gran general, como también lo era el general
Von Behr, que mandó a las tropas bávaras del Alpenkorps en la batalla de Caporetto y fue muerto en su automóvil de campaña por la retaguardia italiana cuando avanzaba en Udine al frente de sus tropas. Los títulos de esos libros deberían ser "Los generales suelen morir en la cama", si hemos de mantener alguna exactitud en tales asuntos. En las montañas, la nieve también cae sobre los muertos, fuera de la estación de primeros auxilios, en el lado protegido, por la montaña misma, de cualquier bombardeo. Los han llevado sus compañeros a una zanja cavada en la ladera antes de que la tierra se helara. Fue en una de esas zanjas donde un hombre —cuya cabeza había sido rota como se puede romperán jarrón de flores, aunque todavía mantenía completa sostenida por las membranas y un vendaje hábilmente aplicado, empapado y endurecido—, con la estructura de su cerebro desorganizada por el trozo de hierro que había en él, yacía allí día y noche, noche y día. Los camilleros pidieron al médico que entrara y le echara una mirada. Lo habían visto cada vez que hacían un viaje con los heridos y hasta cuando no lo miraban, lo oían respirar. Los ojos del médico estaban rojos y tenía los párpados hinchados casi a punto de estallar debido a los gases lacrimógenos. Miró al hombre dos veces; la primera a la luz del día y la segunda a la luz de una linterna. Esa escena de la visita con la luz de la linterna podría haber sido un bello motivo para Goya. Después de examinarlo por segunda vez, el médico creyó a los camilleros, que decían que el hombre estaba todavía vivo. —¿Y qué quieren que haga? —preguntó el médico. No querían que hiciera nada. Pero después de un rato le pidieron permiso para llevarlo fuera y dejarlo con los heridos graves. —¡No! ¡No! ¡No! —dijo el médico , que estaba muy ocupado—. ¿Qué pasa? ¿Tienen miedo de él? —No nos gusta oírlo aquí en medio de los muertos. No lo escuchen. Si lo llevan fuera tendrán que volverlo a traer nuevamente. Eso no nos importa, capitán doctor. ¡No! —exclamó el médico—. ¿Me oyen?, ¡no! —¿Por qué no le da usted una sobredosis de morfina? —preguntó un oficial de artillería que estaba aguardando para que le vendara una herida que tenía en el brazo. ¿Cree usted que ése es el único uso para el que destino la morfina? —preguntó—. ¿Le gustaría que lo operara a usted sin morfina? Tiene usted una pistola. Vaya y mátelo usted mismo. —El ya ha sido herido —dijo el oficial—. Si alguno de ustedes los médicos hubieran sido heridos se comportarían de otra manera. —Gracias. Muchas gracias —exclamó el médico blandiendo una pinza—. Mil gracias. ¿Y qué hay de estos ojos? —se los señaló con la pinza—. ¿Le gustaría a usted tenerlos así? —Gases lacrimógenos. Nos consideraríamos felices si sólo fueran gases lacrimógenos los que nos molestaran. —Y ustedes dejan el frente y corren aquí con los ojos enrojecidos para que los evacuemos. ¡Y a veces sólo se han restregado los ojos con cebollas! —Está usted fuera de sí. No tomo en cuenta sus insultos. Está usted loco. Los camilleros entraron. —Capitán doctor —dijo uno de ellos.
—¡Fuera de aquí! —gritó el médico. Salieron. —Voy a matar a ese hombre —exclamó el oficial de artillería—. Soy humano. No puedo dejarlo sufrir. — ¡Mátelo! —gritó el médico—. Mátelo. Asuma usted la responsabilidad, si quiere. Yo elevaré el informe correspondiente. Herido, muerto por un teniente de artillería en el primer puesto de curas de urgencia. ¡Mátelo! ¡Vaya, mátelo! —Usted no es un ser humano. —Mi misión es la de curar a los heridos; no la de matarlos. Eso lo dejo para los caballeros de artillería. —¿Por qué no se preocupa usted de ellos, entonces? —Ya lo he hecho. He hecho por ellos todo lo que pude hacer. —¿Por qué no lo manda usted abajo por el transbordador? —¿Por qué me hace usted preguntas? ¿Es usted acaso mi superior? ¿Está usted al mando de este puesto de curas? Hágame el favor de contestar. El teniente de artillería no dijo nada. Los demás que se hallaban en la habitación eran soldados. No había ningún otro oficial. ¡Contésteme! —dijo el médico sosteniendo una aguja con las pinzas—. ¡Déme una respuesta! ¡Me c. . .! —gritó el oficial de artillería. ¡Ah! ¿Si? ¿De modo que dice usted eso? Está bien, está bien. Ya veremos. El teniente de artillería se puso de pie y se dirigió a él. ¡Me c. . . en usted. . . y en su madre y en su hermana! El médico le arrojó a la cara un plato lleno de tintura de yodo. Al acercársele, enceguecido, el oficial llevó la mano a su pistola. El médico dio vuelta rápidamente a su alrededor, lo hizo caer y luego le dio varios puntapiés arrancándole la pistola, con sus manos cubiertas por guantes de goma. El teniente quedó sentado en el suelo tapándose los ojos con la mano que no estaba herida. —¡Lo mataré! —gritó—. ¡Lo mataré en cuanto pueda ver! —Yo soy el jefe —dijo el médico—. Todo está perdonado desde que usted ha reconocido que soy el jefe. Y no puede matarme porque tengo su pistola. ¡Sargento! ¡Ayudante! ¡Ayudante! —El ayudante está manejando el transbordador —dijo el sargento. —Lave usted los ojos a este oficial con alcohol y agua. Tiene tintura de yodo en ellos. Tráigame la palangana para lavarme las manos. Luego atenderé a este oficial. —¡No me tocará! —Sujételo fuertemente. Desvaría un poco. Entró uno de los camilleros. —Capitán doctor. —¿Qué quiere usted? —El hombre que estaba en la cueva. . . —¡Fuera de aquí! —Ha muerto, capitán. Me pareció que le gustaría saberlo. —¿Ve usted, mi pobre teniente? Hemos disputado sin objeto. ¡En tiempo de guerra, disputar así por una tontería! —¡Me c. . .! —dijo el teniente de artillería. Todavía no podía ver—. ¡Me ha cegado usted?
—No es nada —dijo el médico—. Sus ojos quedarán perfectamente. No es nada. Una discusión sin objeto alguno. ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! —aulló de pronto el teniente—. ¡Me ha cegado! ¡Me ha cegado! Sujételo fuertemente —dijo el médico—. Siente un dolor muy fuerte. Sujételo bien. Ahí está cómo se equivocan esos autores que escriben libros titulados "Los generales mueren en la cama". Porque este general murió en una trinchera excavada en la nieve muy alta en las montañas, llevando sombrero de alpinista…
ALBERT CAMUS (1913 -1960) Escritor francés nacido en Argel, es otro de los autores fundamentales de nuestro siglo. Pero el campo de su actividad intelectual no es sólo el de la novela, sino también el del ensayo y el teatro. En el campo del pensamiento, si bien comienza coincidiendo con Jean Paul Sartre, posteriormente toman caminos diferentes, porque Camus analiza el absurdo desde el punto de vista de la divergencia entre lo subjetivo y lo objetivo, como diría él mismo del "divorcio entre el impulso del hombre hacia lo eterno y el carácter finito de la existencia". Entonces se sitúa más allá del nihilismo existencialista y da paso a la esperanza, al sentido de la medida y la creación, frente a la desmesura y la destrucción. Sus planteamientos de orden filosófico están recogidos en El mito de Sisifo y El hombre rebelde, pero, de algún modo los hará más tangibles en su novela capital (y una de las más importantes de nuestro tiempo) llamada El extranjero, la cual aparece en plena Segunda Guerra Mundial (1942), y recoge el espíritu del hombre auropeo, atrapado y extrañado de su propia tierra, despojado de todo, hasta de un pensamiento coherente y lógico, en medio del caos existente. tras novelas de Camus son: La peste, La caída, El exilio y el reino; en el campo de teatro -había sido autor, actor, director, escenógrafo- destacan: Los justos, El malentendido, Calígula, Estado de sitio; particularmente estas dos últimas tuvieron un éxito extraordinario durante los meses que estuvieron en escena en París. Cuando en 1957 Albert Camus asistió a Estocolmo para recibir el Premio Nobel de Literatura diría: "Acepto este premio que concedéis a un francés de Argelia".
EL EXTRANJERO (Fragmentos) PRIMERA PARTE La playa no estaba muy lejos, pero iríamos en autobús y así illegaríamos más rápidamente. Raimundo creía que su amigo se alegraría al vernos llegar temprano, íbamos a partir cuando Raimundo, de golpe, me hizo una señal para que mirara enfrente. Vi un grupo de árabes pegados contra el escaparate de la tabaquería. Nos miraban en silencio, pero a su modo, ni más ni menos que si fuéramos piedras o árboles secos. Raimundo me dijo que el segundo a partir de la izquierda era el individuo y pareció preocupado. Sin embargo, agregó que la historia ya estaba concluida. María no comprendía muy bien y nos preguntó de qué se trataba. Le dije que eran unos árabes que odiaban a Raimundo. Quiso entonces que partiéramos en seguida. Raimundo se irguió, rió y dijo que era necesario apresurarse.
Bajamos a los arrabales de Argel. La playa no quedaba lejos de la parada del autobús, pero tuvimos que cruzar una pequeña meseta que domina el mar y que baja luego hacia la playa. Estaba cubierta de piedras amarillentas y de esfódelos blanquísimos que se destacaban en el azul, ya firme, del cielo. María se entretenía en deshojar las flores, golpeándolas con el bolso de hule. Caminamos entre filas de pequeñas casitas de cercos verdes o blancos, algunas hundidas con sus corredores bajo los tamarindos; otras, desnudas en medio de las piedras. Desde antes de llegar al borde de la meseta podía verse el mar inmóvil y, más lejos, un cabo soñoliento y macizo en el agua clara. Un ligero ruido de motor se elevó hasta nosotros en el aire calmo. Y vimos, muy lejos, un pequeño barco pescador que avanzaba imperceptiblemente por el mar deslumbrante. María recogió algunos lirios de roca. Desde la pendiente que bajaba hacia el mar vimos que había ya bañistas en la playa.
El amigo de Raimundo vivía en una pequeña cabañuela de madera en el extremo de la playa. La casa estaba adosada a las rocas y el agua bañaba los pilares que la sostenían por el frente. Raimundo nos presentó. El amigo se llamaba Masson. Era un individuo grande, de cintura y espaldas macisas, con una mujercita regordeta y graciosa, de acento parisiense. Nos dijo en seguida que nos pusiésemos cómodos y que había peces fritos, que había pescado esa misma mañana. Le dije cuánto me gustaba su casa. Me informó que pasaba allí los sábados, los domingos y todos los días de asueto. "Me llevo muy bien con mi mujer", agregó, precisamente, su mujer se reía con María. Por primera vez, quizá pensé verdaderamente en que iba a casarme.
Masson me preguntó entonces si quería pasear con él por la playa. "Mi mujer siempre duerme la siesta después de almorzar. A mí no me gusta hacerlo. Tengo que caminar. Siempre le digo que es mejor para la salud. Pero, después de todo, tiene derecho a hacerlo". María declaró que se quedaría para ayudar a la señora de Masson a lavar la vajilla. La pequeña parisiense dijo que para eso era necesario echar a los hombres. Bajamos los tres.
El sol caía a plomo sobre la arena y el resplandor en el mar era insoportable. Ya no había nadie en la playa. En las cabañuelas que bordeaban la meseta, suspendidas sobre el mar, se oían ruidos de platos y de cubiertos. Se respiraba apenas en el vapor de piedra que subía desde el suelo. Al principio Raimundo y Masson hablaron de cosas y de personas que yo no conocía. Comprendí que hacía mucho que se conocían y que hasta habían vivido juntos en cierta época. Nos dirigimos hacia el agua y caminamos por la orilla del mar. De vez en cuando una pequeña ola más larga que otra venía a mojar nuestros zapatos de lona. Yo no pensaba en nada porque estaba medio amodorrado con tanto sol sobre la cabeza desnuda.
De pronto, Raimundo dijo a Masson algo que no oí bien. Pero al mismo tiempo divisé en el extremo de la playa, y muy lejos de nosotros, a dos árabes de albornoz que venían en nuestra dirección. Miré a Raimundo y me dijo: "Es él". Continuamos caminando. Masson preguntó cómo habrían podido seguirnos hasta allí. Pensé que debían habernos visto tomar el autobús con el bolso de playa, pero no dije nada.
Los árabes avanzaban lentamente y estaban ya mucho más próximos. Nosotros no habíamos cambiado nuestro paso, pero Raimundo dijo: "Si hay gresca, tú, Masson, tomas al segundo. Yo me encargo de mi individuo. Tú, Meursault, si llega otro, es para ti". Dije: "Sí", y Masson metió las manos en los bolsillos. La arena recalentada me parecía roja ahora. Avanzábamos con paso parejo hacia los árabes. La distancia entre nosotros disminuyó regularmente. Cuando estuvimos a algunos pasos unos de otros, los árabes se detuvieron. Masson y yo habíamos disminuido el paso. Raimundo fue directamente hacia el individuo. No pude oir bien lo que dijo, pero el otro hizo ademán de darle un cabezazo. Raimundo golpeó entonces por primera vez y llamó en seguida a Masson. Masson fue hacia aquel que se le había designado y golpeó dos veces con todas sus fuerzas. El otro se desplomó en el agua con la cara hacia el fondo y quedó algunos minutos así mientras las burbujas rompían en la superficie en torno de su cabeza. Raimundo había golpeado también al mismo tiempo y el otro tenía el rostro ensangrentado. Raimundo se volvió hacia mí y dijo: "Vas a ver lo que va a cobrar". Le grité: " ¡Cuidado! ¡Tiene cuchillo!" pero Raimundo tenía ya el brazo abierto y la boca tajeada.
Quedar aquí o partir, lo mismo daba. Al cabo de un momento volví hacia la playa y me puse a caminar. Persistía el mismo resplandor rojo. Sobre la arena el mar jadeaba con la respiración rápida y ahogada de las olas pequeñas. Caminaba lentamente hacia las rocas y sentía que la frente se me hinchaba bajo el sol. Todo aquel calor pesaba sobre mí y se oponía a mi avance. Y cada vez que sentía el poderoso soplo cálido sobre el rostro, apretaba los dientes, cerraba los puños en los bolsillos del pantalón, me ponía tenso todo entero para vencer al sol y a la opaca embriaguez que se derra-maba sobre mí. Las mandíbulas se me crispaban ante cada espada de luz surgida de la arena, de la conchilla blanqueada o de un fragmento
de vidrio. Caminé largo tiempo. Veía desde lejos la pequeña masa oscura de la roca rodeada de un halo deslumbrante por la luz y el polvo del mar. Pensaba en el fresco manantial que nacía detrás de la roca. Tenía deseos de oír de nuevo el murmullo del agua, deseos de huir del sol, del esfuerzo y de los llantos de mujer, deseos, en fin, de alcanzar la sombra y su reposo. Pero cuando estuve más cerca vi que el individuo de Raimundo había vuelto. Estaba solo, reposaba sobre la espalda, con las manos bajo la nuca, la frente en la sombra de la roca, todo el cuerpo al sol. El albornoz humeaba en el calor. Quedé un poco sorprendido. Para mí era un asunto concluido y había llegado allí sin pensarlo. No bien me vio, se incorporó un poco y puso la mano en el bolsillo. Yo, naturalmente empuñé el revólver de Raimundo en mi chaqueta. Entonces se dejó caer de nuevo hacia atrás, pero sin retirar la mano del bolsillo. Estaba bastante lejos de él, a una decena de metros. Adivinaba su mirada por instantes entre los párpados entornados. Pero más a menudo su imagen danzaba delante de mis ojos en el aire inflamado. El ruido de las olas parecía aún más perezoso, más inmóvil que a mediodía. Era el mismo sol, la misma luz sobre la misma arena que se prolongaba aquí. Hacía ya dos horas que el día no avanzaba dos horas que había echado el ancla en un océano de metal hirviente. En el horizonte pasó un pequeño navío y hube de adivinar de reojo la mancha oscura porque no había cesado de mirar al árabe.
Pensé que me bastaba dar media vuelta y todo quedaría concluido. Pero toda una playa vibrante de sol apretábase detrás de mi. Di algunos pasos hacia el manantial. El árabe no se movió. A pesar de todo, estaba todavía bastante lejos. Parecía reírse, quizá por el efecto de las sombras sobre el rostro. Esperé. El ardor del sol me llagaba hasta las mejillas y sentí las gotas de sudor amontonárseme en las cejas. Era el mismo sol del día en que había enterrado a mamá y, como entonces, sobre todo me dolían la frente y todas las venas juntas bajo la piel. Impelido por este ardor que no podía soportar más, hice un movimiento hacia adelante. Sabía que era estúpido, que no iba a librarme del sol desplazándome un paso. Pero di un paso, un solo paso hacia adelante. Y esta vez, sin levantarse, el árabe sacó el cuchillo y me lo mostró bajo el sol. La luz se inyectó en el acero y era como una larga hoja centellante que me alcanzara en la frente. En el mismo instante el sudor amontonado en las cejas corrió de golpe sobre mis párpados y los recubrió con un velo tibio y espeso. Tenía los ojos ciegos detrás de esta cortina de lágrimas y de sal. No sentía más que los címbalos del sol sobre la frente, indiscutiblemente, la refulgente lámina surgida del cuchillo, siempre delante de mi. La espada ardiente me roía las cejas y me penetraba en los ojos doloridos. Entonces todo vaciló. El mar cargó un soplo espeso y ardiente. Me pareció que el cielo se abría en toda su extensión para dejar que lloviera fuego. Todo mi ser se distendió y crispé la mano sobre el revólver. El gatillo cedió, toqué el vientre pulido de la culata y allí, con el ruido seco, y ensordecedor todo comenzó. Sacudí el sudor y el sol. Comprendí que había destruido el equilibrio del día. El silencio
excepcional de una playa en la que había sido feliz. Entonces, tiré aun cuatro veces sobre un cuerpo inerte en el cual las balas se hundían sin que se notara. Y era como cuatro breves golpes que daba en la puerta de la desgracia. SEGUNDA PARTE IV Aun en el banquillo de los acusados es siempre interesante oír hablar de uno mismo. Durante los alegatos del Procurador y del abogado puedo decir que se habló mucho de mí y quizás más de mí que de mi crimen. ¿Eran muy diferentes, por otra parte, esos alegatos? El abogado levantaba los brazos y defendía mi culpabilidad, pero con excusas. El Procurador tendía las manos y denunciaba mi culpabilidad, pero sin excusas. Una cosa, empero, me molestaba vagamente. Pese a mis preocupaciones estaba a veces tentado a intervenir y el abogado me decía entonces: "Cállese, conviene más para la defensa". En cierto modo parecían tratar el asunto con prescindencia de mí. Todo se desarrollaba sin mi intervención. Mi suerte se decidía sin pedirme la opinión. De vez en cuando sentía deseos de interrumpir a todos y decir: "Pero, al fin y al cabo ¿quién es el acusado? Es importante ser el acusado. Y yo tengo algo que decir" Pero pensándolo bien no tenía nada que decir. Por otra parte, debo reconocer que el interés que uno encuentra en atraer la atención de la gente me dura mucho. Por ejemplo, el alegato del Procurador me fatigó muy pronto. Sólo me llamaron la atención o despertaron mi interés fragmentos, gestos o tiradas enteradas, pero separadas del conjunto.
Si he comprendido bien, el fondo de su pensamiento es que yo había premeditado el crimen. Por lo menos, trató de demostrarlo. Como él mismo decía: "Lo probaré, señores, y lo probaré doblemente. Bajo la deslumbrante claridad de los hechos; en primer término, y en seguida en la oscura iluminación que me proporcionara la psicología de esta alma criminal". Resumió los hechos a partir de la muerte de mamá. Recordó mi insensibilidad, mi ignorancia sobre la edad de mamá, el baño del día siguiente con una mujer, el cinematógrafo, Fernandel, y por fin, el retorno con María. Necesitó tiempo para comprenderle en ese momento porque decía "su amante" y para mí ella era María. Después se refirió a la historia de Raimundo. Me pareció que su manera de ver los hechos no carecía de claridad. Lo que decía era plausible. De acuerdo con Raimundo yo había escrito la carta que debía atraer a la amante y entregarla a los malos tratos de un hombre de "dudosa moralidad". Yo había provocado en la playa a los adversarios de Raimundo. Este había resultado herido. Yo le había pedido el revólver. Había vuelto sólo para utilizarlo. Había abatido al árabe tal como lo tenía proyectado. Había tirado una vez. Había esperado. Y "para estar seguro de que el trabajo estaba bien hecho", había tirado aún cuatro balas, serenamente, con el blanco asegurado, de una manera en cierto modo, premeditada.
"Y bien, señores", dijo el Abogado General": Acabo de reconstruir delante de ustedes el hilo de acontecimientos que condujo a este hombre a matar con pleno conocimiento de causa.
Insisto en esto", dijo, pues no se trata de un asesinato común, de un acto o irreflexivo que ustedes podrían considerar atenuado por las circunstancias. Este hombre, señores, este hombre es inteligente. Ustedes le han oído, ¿no es cierto? Sabe contestar. Conoce el valor de las palabras. Y no es posible decir que ha actuada sin darse cuenta de lo que hacía". Yo escuchaba y oía que se me juzgaba inteligente. Pero no comprendía bien cómo las cualidades de un hombre común podían convertirse en cargos aplastantes contra un culpable. Por lo menos, era esto lo que me chocaba y no escuché más al Procurador hasta el momento en que le oí decir: "¿Acaso ha demostrado por lo menos arrepentimiento? Jamás, señores. Ni una sola vez en el curso de la instrucción este hombre ha parecido conmovido por su abominable crimen". En ese momento se volvió hacia mi, me señaló con el dedo, y continuó abrumándome sin que pudiera comprender bien por qué. Sin duda no podía dejar de reconocer que tenía razón. Yo lamentaba mucho mi acto. Pero tanto encarnizamiento me asombraba. Hubiese querido tratar de explicarle cordialmente, casi con cariño, que nunca había podido sentir verdadero pesar por cosa alguna. Estaba absorbido siempre por lo que iba a suceder, por hoy o por mañana. Pero, naturalmente, en el estado en que se me había puesto, no podía hablar a nadie en este tono. No tenía derecho de mostrarme afectuoso, ni de tener buena voluntad. Y traté de escuchar otra vez porque el Procurador se puso a hablar de mi alma. Decía que se había acercado a ella y que no había encontrado nada, señores jurados. Decía que, en realidad, yo no tenía alma en absoluto y que no me era accesible ni lo humano, ni uno solo de los principio morales que custodian el corazón de los hombres. "Sin duda", agregó, "no podríamos reprochárselo. No podemos quejarnos de que le falte aquello que no es capaz de adquirir.
PABLO NERUDA (1904 -1973) Este escritor chileno llamado en realidad Neftalí Ricardo Reyes –aunque más conocido por su pseudónimo- es una figura universal de la poesía escrita en lengua castellana porque su obra ha sido traducida prácticamente a todas las lenguas y valorada, difundida y vigente. Neruda comienza su carrera literaria con la publicación de sus poemarios La canción de la fiesta, Crepusculario y Veinte poemas de amor y una canción desesperada, libros de notas emocionales, de corte sentimental cercanos al romanticismo, aunque se empieza a advertir ya al poeta original, particularmente a partir del segundo de los nombrados. Es con su Tentativa del hombre infinito cuando se encuentra uno con el poeta que quiere romper con el pasado con lo sintáctico, con la estructura del verso. Desde El hondero entusiasta, pasando por Residencia en la tierra y concluyendo en Las furias y las penas, nos encontramos con una poesía cargada de imágenes emocionales e inconcientes y su tono se hace angustiado, semejante la mundo en el que estaba viviendo: muerte, caos, cosas sin sentido. Fuerzas emocionales le conducen inclusive llega hasta los linderos de lo subconciente.
Los hechos de la Guerra Civil Española le llevaron a escribir su España en el corazón, libro lleno de desolación, odio amor, dolor -Neruda vivía en Madrid cuando estalló la lucha- y compromiso político. Para muchos su Canto General es el libro fundamental de la poesía nerudiana; allí está América, su geografía, su historia dolorosa y heroica, su flora, su fauna. La fuerza imaginativa y la pujanza de su corazón latinoamericano conmueven por su belleza y autenticidad. Navegaciones y regresos, Las uvas y el viento, Odas elementales, Nuevas odas elementales, Las piedras del cielo, Incitación al nixonicidio son otras importantes obras de Pablo Neruda, toda una poesía cargada de esa impresionante fuerza creadora que la llena de imágenes y metáforas, con evidentes huellas del romanticismo que no pudo eludir aunque lo quisiera. Su obra en prosa Confieso que he vivido , que él llama “Memorias”, publicada en 1974, obra póstuma, es una autobiografía que emociona y presenta al ser humano y su tránsito terrestre sin esconder ni eludir nada. En 1971 obtuvo el Premio Nobel de Literatura.
POEMA 15
Me gustas cuando callas porque estás como ausente, y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca. Parece que los ojos se te hubieran volado y parece que un beso te cerrara la boca. Como todas las cosas están llenas de mi alma emerges de las cosas, llena del alma mía. Mariposa de sueño, te pareces a mi alma, y te pareces a la palabra melancolía. Me gustas cuando callas y estás como distante. Y estás como quejándote, mariposa en arrullo. Y me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza: déjame que me calle con el silencio tuyo. Déjame que te hable también con tu silencio claro como una lámpara, simple como un anillo. Eres como la noche, callada y constelada. Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo. Me gustas cuando callas porque estás como ausente. Distante y dolorosa como si hubieras muerto. Una palabra entonces, una sonrisa bastan. Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto. De CANTO GENERAL Alturas de Macchu Picchu VI Entonces en la escala de la tierra he subido entre la atroz maraña de las selvas perdidas hasta ti, Macchu Picchu. Alta ciudad de piedras escalares, por fin morada del que lo terrestre no escondió en las dormidas vestiduras. En ti, como dos líneas paralelas, la cuna del relámpago y del hombre se mecían en un viento de espinas. Madre de piedra, espuma de los cóndores. Alto arrecife de la aurora humana. Pala perdida en la primera arena. Ésta fue la morada, éste es el sitio: aquí los anchos granos del maíz ascendieron y bajaron de nuevo como granizo rojo. Aquí la hebra dorada salió de la vicuña
a vestir los amores, los túmulos, las madres, el rey, las oraciones, los guerreros. Aquí los pies del hombre descansaron de noche junto a los pies del águila, en las altas guaridas carniceras, y en la aurora pisaron con los pies del trueno la niebla enrarecida, y tocaron las tierras y las piedras hasta reconocerlas en la noche o la muerte. Miro las vestiduras y las manos, el vestigio del agua en la oquedad sonora, la pared suavizada por el tacto de un rostro que miró con mis ojos las lámparas terrestres, que aceitó con mis manos las desaparecidas maderas: porque todo, ropaje, piel, vasijas, palabras, vino, panes, se fue, cayó a la tierra. Y el aire entró con dedos de azahar sobre todos los dormidos: mil años de aire, meses, semanas de aire, de viento azul, de cordillera férrea, que fueron como suaves huracanes de pasos lustrando el solitario recinto de la piedra. VII Muertos de un solo abismo, sombras de una hondonada, la profunda, es así como al tamaño de vuestra magnitud vino la verdadera, la más abrasadora muerte y desde las rocas taladradas, desde los capiteles escarlata, desde los acueductos escalares os desplomasteis como en un otoño en una sola muerte. Hoy el aire vacío ya no llora, ya no conoce vuestros pies de arcilla, ya olvidó vuestros cántaros que filtraban el cielo cuando lo derramaban los cuchillos del rayo, y el árbol poderoso fue comido por la niebla, y cortado por la racha. Él sostuvo una mano que cayó de repente desde la altura hasta el final del tiempo. Ya no sois, manos de araña, débiles hebras, tela enmarañada: cuanto fuisteis cayó: costumbres, sílabas raídas, máscaras de luz deslumbradora. Pero una permanencia de piedra y de palabra: la ciudad como un vaso se levantó en las manos de todos, vivos, muertos, callados, sostenidos
de tanta muerte, un muro, de tanta vida un golpe de pétalos de piedra: la rosa permanente, la morada: este arrecife andino de colonias glaciales. Cuando la mano de color de arcilla se convirtió en arcilla, y cuando los pequeños párpados se cerraron llenos de ásperos muros, poblados de castillos, y cuando todo el hombre se enredó en su agujero, quedó la exactitud enarbolada: el alto sitio de la aurora humana: la más alta vasija que contuvo el silencio: una vida de piedra después de tantas vidas.
VIII Sube conmigo, amor americano. Besa conmigo las piedras secretas. La plata torrencial del Urubamba hace volar el polen a su copa amarilla. Vuela el vacío de la enredadera, la planta pétrea, la guirnalda dura sobre el silencio del cajón serrano. Ven, minúscula vida, entre las alas de la tierra, mientras -cristal y frío, aire golpeado apartando esmeraldas combatidas, oh agua salvaje, bajas de la nieve. Amor, amor, hasta la noche abrupta, desde el sonoro pedernal andino, hacia la aurora de rodillas rojas, contempla el hijo ciego de la nieve. Oh, Wilkamayu de sonoros hilos, cuando rompes tus truenos lineales en blanca espuma, como herida nieve, cuando tu vendaval acantilado canta y castiga despertando al cielo, qué idioma traes a la oreja apenas desarraigada de tu espuma andina? Quién apresó el relámpago del frío y lo dejó en la altura encadenado, repartido en sus lágrimas glaciales, sacudido en sus rápidas espadas, golpeando sus estambres aguerridos, conducido en su cama de guerrero, sobresaltado en su final de roca? Qué dicen tus destellos acosados? Tu secreto relámpago rebelde antes viajó poblado de palabras?
Quién va rompiendo sílabas heladas, idiomas negros, estandartes de oro, bocas profundas, gritos sometidos, en tus delgadas aguas arteriales? Quién va cortando párpados florales que vienen a mirar desde la tierra? Quién precipita los racimos muertos que bajan en tus manos de cascada a desgranar su noche desgranada en el carbón de la geología? Quién despeña la rama de los vínculos? Quién otra vez sepulta los adioses? Amor, amor, no toques la frontera, ni adores la cabeza sumergida: deja que el tiempo cumpla su estatura en su salón de manantiales rotos, y, entre el agua veloz y las murallas, recoge el aire del desfiladero, las paralelas láminas del viento, el canal ciego de las cordilleras, el áspero saludo del rocío, y sube, flor a flor, por la espesura, pisando la serpiente despeñada. En la escarpada zona, piedra y bosque, polvo de estrellas verdes, selva clara, Mantur estalla como un lago vivo o como un nuevo piso del silencio. Ven a mi propio ser, al alba mía, hasta las soledades coronadas. El reino muerto vive todavía. Y en el Reloj la sombra sanguinaria del cóndor cruza como una nave negra. Walking around Sucede que me canso de ser hombre. Sucede que entro en las sastrerías y en los cines marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro navegando en un agua de origen y ceniza. El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos. Sólo quiero un descanso de piedras o de lana, sólo quiero no ver establecimientos ni jardines, ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores. Sucede que me canso de mis pies y mis uñas y mi pelo y mi sombra.
Sucede que me canso de ser hombre. Sin embargo sería delicioso asustar a un notario con un lirio cortado o dar muerte a una monja con un golpe de oreja. Sería bello ir por las calles con un cuchillo verde y dando gritos hasta morir de frío. No quiero seguir siendo raíz en las tinieblas, vacilante, extendido, tiritando de sueño, hacia abajo, en las tripas moradas de la tierra, absorbiendo y pensando, comiendo cada día. No quiero para mí tantas desgracias. no quiero continuar de raíz y de tumba, de subterráneo solo, de bodega con muertos, aterido, muriéndome de pena. Por eso el día lunes arde como el petróleo cuando me ve llegar con mi cara de cárcel, y aúlla en su transcurso como una rueda herida, y da pasos de sangre caliente hacia la noche. Y me empuja a ciertos rincones, a ciertas casas húmedas, a hospitales donde los huesos salen por la ventana, a ciertas zapaterías con olor a vinagre, a calles espantosas como grietas. Hay pájaros de color de azufre y horribles intestinos colgando de las puertas de las casas que odio, hay dentaduras olvidadas en una cafetera, hay espejos que debieran haber llorado de vergüenza y espanto, hay paraguas en todas partes, y venenos, y ombligos. Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos, con furia, con olvido, paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia, y patios donde hay ropas colgadas de un alambre: calzoncillos, toallas y camisas que lloran lentas lágrimas sucias.
CAMILO JOSÉ CELA (1916-2002) Considerado el más importante novelista español del S. XX, su trascendencia literaria se ratifica por su aceptación como miembro de la Real Academia Española de la Lengua y por los incontables premios que en su país se han concedido a las obras por él escritas. Su gran conocimiento de las tierras y las gentes de su país; su preocupación por descubrir y señalar los males de la sociedad española, hacen de Cela un verdadero testigo de su tiempo. Los personajes que desfilan por las páginas de las obras de este autor son profundamente humanos y viven sus circunstancias con patetismo y, a veces, descarnado realismo. Su primera gran novela, La familia de Pascual Duarte, publicada en 1942, "irrumpe en el yermo y desolado paisaje de nuestras letras y constituye una autentica revelación por la audacia y originalidad del tema y por el carácter bronco y desgarrado del clima humano y vital que se refleja en sus páginas. En ellas la literatura española retorna al mundo popular y campesino, poblado por seres primitivos y elementales, en cuyos instintos primarios y pasiones salvajes alienta la barbarie ancestral marcada por la violencia y el odio", se ha dicho. Nosotros añadiríamos que con esta novela Cela crea una nueva forma de narrar que se ha llamado "tremendismo", porque las situaciones que viven los personajes rebasan ampliamente las situaciones comunes para ir hacia lo desgarrador y brutal. Otras importantes novelas de este autor son Pabellón de reposo, Mrs. Caldwell habla con su hijo, La catira, Garito de hospicianos, La colmena. En 1989 recibió el Premio Nobel de Literatura y en 1995 el Premio “Cervantes”, reconocimientos que ratifican la trascendencia de su obra en la literatura en lengua castellana y su vigencia entre los narradores contemporáneos.
LA FAMILIA DE PASCUAL DUARTE (Fragmento) X Siete días desde mi retorno habían transcurrido, cuando mi mujer, que con tanto cariño, por lo menos por fuera, me había recibido, me interrumpió los sueños para decirme: —Estoy pensando que te recibí muy fría. —No, mujer! —Es que no te esperaba, ¿sabes?, que no creí verte llegar. . . —Pero ahora te alegras, no? —Si, ahora me alegro. . . Lola estaba como traspasada, se la notaba un gran cambio en todo lo suyo. —¿Te acordaste siempre de mí? —Siempre, ¿por qué crees que he vuelto? Mi mujer volvía a estar otro rato silenciosa —Dos años es mucho tiempo. . . -Mucho —Y en dos años el mundo da muchas vueltas. . . —Dos, me lo dijo un marinero de La Coruña. ¡No me hables de La Coruña! ¿Por qué? —Porque no. ¡Ojalá no existiese La Coruña! Ahuecaba la voz para decirme esto, y su mirar era como un bosque de sombras. ¡Muchas vueltas! ¡Muchas! —Y una piensa: en dos años que falta. Dios se lo habrá llevado. —¿Qué más vas a decir? — ¡Nada! Lola se echó a llorar amargamente. Con un hilo de voz me confesó: —Voy a tener un hijo. —¿Otro hijo? -Sí. Yo me quedé asustado —¿De quién? — ¡No preguntes! —¿Que no pregunte? ¡Yo quiero preguntar! ¡Soy tu marido! Ella soltó la voz. ¡Mi marido que me quiere matar! Mi marido que me tiene dos años abandonada! ¡Mi marido que me huye como si fuera leprosa! Mi marido. . . ¡No sigas! Si mejor era no seguir, me lo decía la conciencia. Mejor era dejar que el tiempo pasara, que el niño naciera. . . Los vecinos empezarían a hablar de las andanzas de mi mujer, me mirarían de reojo, se pondrían a cuchichear en voz baja al verme pasar. . . —¿Quieres que llame a la señora Engracia? —Ya me ha visto. —¿Qué dice? —Que va bien la cosa. —No es eso. . . No es eso. . . —¿Qué querías? —Nada. . . , que conviene que entre todos arreglemos la cosa. Mi mujer puso un gesto como suplicante. —Pascual, ¿serías capaz? —Sí, Lola; muy capaz. ¿Iba a ser el primero? —Pascual; lo siento con más fuerza que ninguno, siento que ha de vivir. . .
—¡Para mi deshonra! —O para tu dicha, ¿qué sabe la gente? —La gente, ¡vaya si lo sabrá! Lola sonreía, con una sonrisa de niño maltratado que hería a la mirada. —Quién sabe si podremos hacer que no lo sepa! —¡Y todos los sabrán! No me sentía malo —bien Dios lo sabe—, pero es que uno está atado a la costumbre como el asno al ronzal. Si mi condición de hombre me hubiera permitido perdonar, hubiera perdonado, pero el mundo es como es y el querer avanzar contra corriente no es sino vano intento. —¡Será mejor llamarla! —¿A la señora Engracia? —Sí. —¡No, por Dios! ¿Otro aborto? Estar siempre pariendo por parir, criando estiércol? Se arrojó contra el suelo hasta besarme los pies. ¡Te doy mi vida entera, si me la pides! —Para nada la quiero. ¡Mis ojos y mi sangre, por haberte ofendido! —Tampoco. —Mis ojos y mis pechos, mi madeja de pelo, mis dientes! Te doy lo que tú quieras, pero no me lo quites, que es por lo que estoy viva! Lo mejor era dejar de llorar, llorar largamente, hasta caer rendida, con los nervios destrozados, pero ya más tranquila, como más razonable. Mi madre, que la muy desgraciada debió ser la alcahueta de todo lo pasado, andaba como huida y no se presentaba ante mi vista. Hiere mucho el calor de la verdad! Me hablaba las menos palabras posibles, salía por una puerta cuando yo entraba por la otra, me tenía —cosa que ni antes sucediera, ni después habría de volver a suceder— la comida preparada a las horas de ley, da pena pensar que para andar en paz haya que usar del miedo!, y tal mansedumbre mostraba en todo su ademán que hasta desconcertado consiguió llegarme a tener. Con ella nunca quise hablar de lo de Lola; era un pleito entre los dos, que nada más que entre los dos habría de resolverse. Un día la llame, a Lola, para decirla: —Puedes estar tranquila. —¿Por qué? —Porque a la señora Engracia nadie la ha de llamar. Lola se quedó un momento pensativa, como una garza. —Eres muy bueno, Pascual, —Sí; mejor de lo que tú crees. —Y mejor de lo que yo soy. ¡No hablemos de eso! ¿Con quién fue? ¡No lo preguntes! —Prefiero, saberlo, Lola. —Pero a mí me da miedo decírtelo. —¿Miedo? —Sí; de que lo mates —¿Tanto lo quieres? —No lo quiero. —¿Entonces? —Es que la sangre parece como el abono de tu vida. . . Aquellas palabras se me quedaron grabadas en la cabeza como un fuego, y como fuego grabadas conmigo morirán. —¿Y si te jurase que nada pasará? —No te creería. —¿Por qué?
—Porque no puede ser, Pascual, eres muy hombre! —Gracias a Dios, pero aún tengo palabra. Lola se echó en mis brazos. —Daría años de mi vida porque nada hubiera pasado. —Te creo. —Y porque tú me perdonases! —Te perdono, Lola. Pero me vas a decir. . . -Sí. Estaba pálida como nunca, desencajada, su cara daba miedo, un miedo horrible de que la desgracia llegara con mi retorno, la cogí la cabeza, la acaricié, la hablé con más cariño que el que usara jamás el esposo más fiel; la mimé contra mi hombro, comprensivo de lo mucho que sufría, como temeroso de verla desfallecer a mi pregunta. —¿Quién fue? — ¡El Estirao! —¿El Estirao? Lola no contestó. Estaba muerta, con la cabeza caída sobre el pecho y el pelo sobre la cara. . . Quedó un momento en equilibrio, sentada donde estaba, para caer al pronto contra el suelo de la cocina, todo de guijarrillos muy pisados. . .
XV Un nido de alacranes se revolvió en mi pecho y, en cada gota de sangre de mis venas, una víbora me mordía la carne. Salí a buscar al asesino de mi mujer, al deshonrador de mi hermana, al hombre que más hiel llevó a mis pechos; me costó trabajo encontrarlo de huido como andaba. El bribón tuvo noticia de mi llegada, puso tierra por medio y en cuatro meses no volvió a aparecer por Almendralejo; yo salí en su captura, fui a casa de la Nieves, vi a la Rosario... ¡Cómo había cambiado! Estaba aviejada, con la cara llena de arrugas prematuras, con las ojeras negras y el pelo lacio; daba pena mirarla, con lo hermosa que fuera. -¿Qué vienes a buscar -¡Vengo a buscar un hombre -Poco hombre es quien escapa del enemigo -Poco.. -Y poco hombre es quien no aguarda una visita que se espera. -Poco.. ¿Dónde está -No sé; ayer salió -¿Para dónde salió -No lo sé -¿No lo sabes -No -¿Estás segura -Tan segura como que ahora es de día Parecía ser cierto lo que decía; la Rosario me demostró su cariño cuando volvió a la casa, para cuidarme, dejando al Estirao. -¿Sabes si fue muy lejos? -Nada me dijo. No hubo más solución que soterrar el genio; pagar con infelices la furia que guardamos para los ruines, nunca fue cosa de hombres. -¿Sabías lo que pasaba? -Sí. -¿Y tan callado lo tenías? -¿A quién lo había de decir? -No, a nadie.
.. En realidad, verdad era que a nadie había tenido a quien decírselo; hay cosas queno a todos interesan, cosas que son para llevarlas a cuestas uno solo, como una cruz de martirio, y callárselas a los demás. A la gente no se le puede decir todo lo que nos pasa, porque en la mayoría de los casos no nos sabrían ni entender. La Rosa se vino conmigo. -No quiero estar aquí ni un solo día más; estoy cansada. Y volvió para casa, tímida y corno sobrecogida, humilde y trabajadora como jamás la había visto; me cuidaba con un regalo que nunca llegué -y, ¡ay!, lo que es peor-, nunca llegaré a agradecérselo bastante. Me tenía siempre preparada una camisa limpia, me administraba los cuartos con la mejor de las haciendas, me guardaba la comida caliente si es que me retrasaba... ¡Daba gusto vivir así! Los días pasaban suaves como plumas; las noches tranquilas como en un convento, y los pensamientos funestos --que en otro tiempo tanto me persiguieran- parecían como querer remitir. ¡Qué lejanos me parecían los días azarosos de La Coruña! ¡Qué perdido en el recuerdo se me aparecía a veces el tiempo de las puñaladas! La memoria de Lola, que tan profunda brecha dejara en ¡ni corazón, se iba cerrando y los tiempos pasados iban siendo, poco a poco, olvidados, hasta que la mala estrella, esa mala estrella que parecía corno empeñada en perseguirme, quiso resucitarlos para mi mal. Fue en la taberna de Martinete; me lo dijo el señorito Sebastián. -¿Has visto al Estirao? -No, ¿por qué? -Nada; porque dicen que anda por el pueblo. -¿Por el pueblo? -Eso dicen. -¡No me querrás engañar! -¡Hombre, no te pongas así; como me lo dijeron, te lo digo! ¿Por qué te había de engañar? Me faltó tiempo para ver lo que había de cierto en sus palabras. Salí corriendo para mi casa; iba como una centella, sin mirar ni dónde pisaba. Me encontré a mi madre en la puerta. -¿Y la Rosario? Ahí dentro está. -¿Sola? -Sí, ¿por qué? Ni contesté; pasé a la cocina y allí me la encontré, removiendo el puchero. -¿Y el Estirao? La Rosario pareció como sobresaltarse; levantó la cabeza y con calma, por lo menos por fuera, me soltó -¿Por qué me lo preguntas? -Porque está en el pueblo. -¿En el pueblo? -Eso me han dicho. -Pues por aquí no ha arrimado. -¿Estás segura? -¡Te lo juro! No hacía falta que me lo jurase era verdad, aún no había llegado, que aunque había de llegar al poco rato, jaque como un rey de espadas, flamenco
como un faraón. Se encontró con la puerta guardada por mi madre. -¿Está Pascual? ¿Para qué le quieres? -Para nada; para hablar de un asunto. -¿De un asunto? -Sí de un asunto que tenemos entre los dos. -Pasa. Ahí lo tienes en la cocina. El Estirao entró sin descubrirse, silbando una copla. -¡Hola Pascual! -¡Hola Paco! Descúbrete que estás en una casa. El Estirao se descubrió. -¡Si tú lo quieres! Quería aparentar calma y serenidad, pero no acababa de conseguirlo; se le notaba nerviosillo y como azarado. -¡Hola, Rosario! -¡Hola, Paco! Mi hermana le sonrió con una sonrisa cobarde que me repugnó; el hombre también sonreía, pero su boca al sonreír parecía como si hubiera perdido la color. -¿Sabes a lo que vengo? -Tú dirás. -¡A llevarme a la Rosario! -Ya me lo figuraba. Estirao, a la Rosario no te la llevas tú. -¿Que no me la llevo? -No. ¿Quién lo habrá de impedir? -Yo. -¿Tú? -Sí, yo, ¿o es que te parezco poca cosa? -No mucha... En aquel momento estaba frío como un lagarto y bien pude medir todo el alcance de mis actos. Me tenté la ropa, medí las distancias y, sin dejarle seguir con la palabra para que no pasase lo de la vez anterior, le di tan fuerte golpe con una banqueta en medio de la cara que lo tiré de espaldas y como muerto contra la campana de la chimenea. Trató de incorporarse, desenvainó el cuchillo, y en su faz se veían unos fuegos que espantaban; tenla los huesos de la espalda quebrados y no podía moverse. Lo cogí, lo puse orilla de la carretera, y le dejé. -Estirao, has matado a mi mujer... -¡Que era una zorra -Que serla lo que fuese, pero tú la has matado. Has deshonrado a mi hermana.. -¡Bien deshonrada estaba cuando yo la cogí -¡Deshonrada estaría, pero tú la has hundido! ¿Quieres callarte ya? Me has buscado las vueltas hasta que me encontraste; yo no he querido herirte, yo no quise quebrarte el costillar... -¡Que sanará algún día, y ese día! -¿Ese día, qué…? -¡Te pegaré dos tiros igual que a un perro rabioso! -¡Repara en que te tengo a mi voluntad -¡No sabrás tú matarme! -¿Que no sabré matarte? -No
-¿Por qué lo dices? ¡Muy seguro te sientes! -¡Porque aún no nació el hombre Estaba bravo el mozo -¿Te quieres marchar ya -¡Ya me iré cuando quiera -¡Que va a ser ahora mismo! -¡Devuélveme a la Rosario -¡No quiero -¡Devuélvemela, que te mato! -¡Menos matar! ¡Ya vas bien con lo que llevas! -¿No me la quieres dar? -¡No El Estirao, haciendo un esfuerzo supremo, intentó echarme a un lado. Lo sujeté del cuello y lo hundí contra el suelo. -¡Échate fuera! -¡No quiero! Forcejeamos, lo derribé, y con una rodilla en el pecho le hice la confesión: -No te mato porque se lo prometí... -¿A quién? -A Lola. -¿Entonces, me quería? Era demasiada chulería. Pisé un poco más fuerte... La carne del pecho hacia el mismo ruido que si estuviera en el asador... Empezó a arrojar sangre por la boca. Cuando me levanté, se le fue la cabeza -sin fuerzapara un lado.
GABRIEL GARCIA MARQUEZ (1928-2014) El escritor latinoamericano más leído en el Siglo XX y cuya obra ha sido traducida prácticamente a todos los idiomas es el colombiano Gabriel García Márquez, Premio Nobel de Literatura 1982. No hay duda que es la figura cumbre del insuperable “boom” de la novela que llevaría a este continente a presentar una pléyade de escritores de gran nivel. Su tarea literaria iniciada en el campo periodístico sería el sendero que le abriría la ruta hacia la creación de obras narrativas cortas y largas, permanentemente embellecidas por un estilo que lo ha convertido en el mayor exponente del “realismo mágico”. Con la novela La hojarasca se inicia el ciclo “macondiano” de la narrativa de García Márquez; después publicará El coronel no tiene quien le escriba, su libro de cuentos Los funerales de la mama grande y su novela La mala hora, que concluye con la aparición de su obra más grande Cien años de soledad, novela de novelas de la literatura del Siglo XX, sólo superada en la historia literaria por la genial Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes. La universalidad del creador de esta obra monumental llevará a reconocer en el colombiano un genio creativo inigualable y conducirá a la escritura de centenares de artículos, tesis y libros, como el de Mario Vargas Llosa titulado García Márquez: historia de un deicidio. A pesar de la importancia de esta novela, o a partir de ella, los lectores de todo el mundo están siempre pendientes de la publicación de otras obras de García Márquez. Así han ido apareciendo La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, El otoño del patriarca, Crónica de una muerte anunciada, El amor en los tiempos del cólera, El general en su laberinto, Memoria de mis putas tristes. El reconocimiento a la permanencia de García Márquez en la literatura contemporánea es unánime.
CIEN AÑOS DE SOLEDAD (Fragmento) El coronel Aureliano Buendía promovió treinta y dos levantamiento armados y los perdió todos. Tuvo diecisiete hijos varones de diecisiete mujeres distintas, que fueron exterminados unos tras otro en una sola noche, antes de que el mayor cumpliera treinta y cinco años. Escapó a catorce atentados, a setenta y tres emboscadas y a un pelotón de fusilamiento. Sobrevivió a una carga de estricnina en el café que habría bastado para matar un caballo. Rechazó la Orden al Mérito que le otorgó el presidente de la república. Llegó a ser comandante general de las fuerzas revolucionarias, con jurisdicción y mando de una frontera a la otra, y el hombre más temido por el gobierno, pero nunca permitió que le tomaran una fotografía. Declinó la pensión vitalicia que le ofrecieron después de la guerra y vivió hasta la vejez de los pescaditos de oro que fabricaba en su taller de Macondo. Aunque peleó siempre al frente de sus hombres, la única herida que recibió se la produjo él mismo después de firmar la capitulación de Neerlandia que puso término a casi veinte años de guerras civiles. Se disparó un tiro de pistola en el pecho y el proyectil le salió por la espalda sin lastimar ningún centro vital. Lo único que quedó de todo eso fue una calle con su nombre en Macondo. Sin embargo, según declaró pocos años antes de morir de viejo, ni siquiera eso esperaba la madrugada en que se fue con sus veintiún hombres a reunirse con las fuerzas del general Victorio Medina.
-Ahí te dejamos a Macondo -fue todo cuanto le dijo a Arcadio antes de irse-. Te lo dejamos bien procura, que lo encontremos mejor. Arcadio le dio una interpretación muy personal a la recomendación. Se inventó un uniforme con galones y charreteras de mariscal, inspirado en las láminas de un libro de Melquíades, y se colgó al cinto el sable con borlas doradas del capitán fusilado. Emplazó las dos piezas de artillería a la entrada del pueblo, uniformó a sus antiguos alumnos, exacerbados por sus proclamas incendiarias, y los dejó vagar armados por las calles para dar a los forasteros una impresión de invulnerabilidad. Fue un truco de doble filo, porque el gobierno no se atrevió a atacar la plaza durante diez meses, pero cuando lo hizo descargó contra ella una fuerza tan desproporcionada que liquidó la resistencia en media hora. Desde el primer día de su mandato Arcadio reveló su afición por los bandos. Leyó hasta cuatro diarios para ordenar y disponer cuanto le pasaba por la cabeza. Implantó el servicio militar obligatorio desde los dieciocho años, declaró de utilidad pública los animales que transitaban por las calles después de las seis de la tarde e impuso a los hombres mayores de edad la obligación de usar un brazal rojo. Recluyó al padre Nicanor en la casa cural, bajo amenaza de fusilamiento, y le prohibió decir misa y tocar las campanas como fuera para celebrar las victorias liberales. Para que nadie pusiera en duda la severidad de sus propósitos, mandó que un pelotón de fusilamiento se entrenara en la plaza pública disparando contra un espantapájaros. Al principio nadie lo tomó en serio. Eran, al fin de cuentas, los muchachos de la escuela jugando a gente mayor. Pero una noche, al entrar Arcadio en la tienda de Catarino, el trompetista de la banda los saludó con un
toque de fanfarria que provocó las risas de la clientela, y Arcadio lo hizo fusilar por irrespeto a la autoridad. A quienes protestaron, los puso a pan y agua con los tobillos en un cepo que instaló en un cuarto de la escuela. “¡ Eres un asesino!”, le gritaba Ursula cada vez que se enteraba de alguna nueva arbitrariedad. “Cuando Aureliano lo sepa te va a fusilar a ti y yo seré la primera en alegrarme". Pero todo fue inútil. Arcadio siguió apretando los torniquetes de un rigor innecesario, hasta convertirse en el más cruel de los gobernantes que hubo nunca en Macondo. “Ahora sufran la diferencia”, dijo don Apolinar Moscote en cierta ocasión. “Esto es el paraíso liberal.” Arcadio lo supo. Al frente de una patrulla asaltó la casa, destrozó los muebles, vapuleó a las hijas y se llevó a rastras a don Apolinar Moscote. Cuando Ursula irrumpió en el patio del cuartel, después de haber atravesado el pueblo clamando de vergüenza y blandiendo de rabia un rebenque alquitranado, el propio Arcadio se disponía a dar la orden de fuego al pelotón de fusilamiento. -¡Atrévete, bastardo! -gritó Ursula. Antes de que Arcadio tuviera tiempo de reaccionar, le descargó el primer vergajazo. “Atrévete, asesino”, gritaba. “Y mátame también a mí, hijo de mala madre. Así no tendré ojos para llorar la vergüenza de haber criado un fenómeno.” Azotándolo sin misericordia, lo persiguió hasta el fondo del patio, donde Arcadio se enrolló como un caracol. Don Apolinar Moscote estaba inconsciente ,amarrado en el poste donde antes tenía al espantapájaros despedazado por los tiros de entrenamiento. Los muchachos del pelotón se dispersaron, temerosos de que Ursula terminara desahogándose con ellos. Pero ni siquiera los miró. Dejó a Arcadio con el uniforme arrastrado, bramando de dolor y rabia, y desató a don Apolinar Moscote para llevarlo a su casa. Antes de abandonar el cuartel, soltó a los presos del cepo. A partir de entonces fue ella quien mandó en el pueblo. Restableció la misa dominical, suspendió el uso de los brazales rojos y descalificó los bandos atrabiliarios. Pero a despecho de su fortaleza, siguió llorando la desdicha de su destino. Se sintió tan sola, que buscó la inútil compañía del marido olvidado bajo el castaño. “Mira en lo que hemos quedado”, le decía, mientras las lluvias de junio amenazaban con derribar el cobertizo de palma. “Mira la casa vacía, nuestro hijos desperdigados por el mundo, y nosotros dos solos otra vez como al principio.” José Arcadio Buendía, hundido en un abismo de inconsciencia, era sordo a sus lamentos. Al comienzo de su locura anunciaba con latinajos apremiantes sus urgencias cotidianas. En fugaces escapadas de lucidez, cuando Amaranta le llevaba la comida, él le comunicaba sus pesares más molestos y se prestaba con docilidad a sus ventosas y sinapismos. Pero en la época en que Ursula fue a lamentarse a su lado había perdido todo contacto con la realidad. Ella lo bañaba por partes sentado en el banquito, mientras le daba noticias de la familia. “Aureliano se ha ido a la guerra, hace más de cuatro meses, y no hemos vuelto a saber de él”, le decía, restregándole la espalda con un estropajo enjabonado. “José Arcadio volvió, hecho un hombrazo más alto que tú y todo bordado en punto de cruz pero sólo vino a traer la
vergüenza a nuestra casa.” Creyó observar, sin embargo, que su marido entristecía con las malas noticias. Entonces optó por medirle. “No me creas lo que te digo”, decía, mientras echaba cenizas sobre sus excrementos para recogerlos con la pala. “Dios quiso que José Arcadio y Rebeca se casaran, y ahora son muy felices”. Llegó a ser tan sincera en el engaño que ella mismo acabo consolándose con sus propias mentiras. “Arcadio ya es un hombres serio -decía-, y muy valiente, y muy buen mozo con su uniforme y su sable.” Era como hablarle a un muerto, porque José Arcadio Buendía estaba ya fuera del alcance de toda preocupación. Pero ella insistió. Lo veía tan manso, tan indiferente a todo, que decidió soltarlo. El ni siquiera se movió del banquito. Siguió expuesto al sol y la lluvia, como si las sogas fueran innecesarias, porque un dominio superior a cualquier atadura visible lo mantenía amarrado al tronco del castaño. Hacia el mes de agosto, cuando el invierno empezaba a eternizarse, Ursula pudo por fin darle una noticia que parecía verdad.
-Fíjate que nos sigue atosigando la buena suerte -le dijo-. Amaranta y el italiano de la pianola se van a casar. Amaranta y Pietro Crespi, en efecto, habían profundizado en la amistad, amparados por la confianza de Ursula, que esta vez no creyó necesario vigilar las visitas. Era un noviazgo crepuscular. El italiano llegaba al atardecer, con una gardenia en el ojal, y le traducía a Amaranta sonetos de Petrarca. Permanecía en el corredor sofocado por el orégano y las rosas, él leyendo y ella tejiendo encaje de bolillo, indiferentes a los sobresaltos y las malas noticias de la guerra, hasta que los mosquitos los obligaban a refugiarse en la sala. La sensibilidad de Amaranta, su discreta pero envolvente ternura habían ido urdiendo en torno al novio una telaraña invisible, que él tenía que apartar materialmente con sus dedos pálidos y sin anillos para abandonar la casa a las ocho. Habían hecho un precioso álbum con las tarjetas postales que Pietro Crespi recibía de Italia. Eran imágenes de enamorados en parques solitarios, con viñetas de corazones flechados y cintas doradas sostenidas por palomas. “Yo conozco este parque en Florencia”, decía Pietro Crespi repasando las postales. “A veces, ante una acuarela de Venecia, la nostalgia transformaba en tibios aromas de flores el olor de fango y marisco podrido de los canales. Amaranta suspiraba, reía, soñaba con una segunda patria de niños, con ciudades antiguas de cuya pasada grandeza sólo quedaban los gatos entre los escombros. Después de atravesar el océano en su búsqueda, después de haberlo confundido con la pasión en los manoseos vehementes de Rebeca, Pietro Crespi había encontrado el amor. La dicha trajo consigo la prosperidad. Su almacén ocupaba entonces casi una cuadra, y era un invernadero de fantasía, con reproducciones del campanario del Florencia que daban la hora con un concierto de carillones, y cajas musicales de Sorrento, y polveras de China que cantaban al destaparlas tonadas de cinco notas, y todos los instrumentos músicos que podían imaginar y todos los artificios de cuerda que se podían concebir. Bruno Crespi, su hermano menor, estaba al frente del almacén, porque él no se daba abasto para atender la escuela de música. Gracias a él la calle de lo Turcos, con su deslumbrante exposición de chucherías, se transformó en un remanso melódico
para olvidar las arbitrariedades de Arcadio y la pesadilla remota de la guerra. Cuando Ursula dispuso la reanudación de la misa dominical, Pietro Crespi le regaló al templo un armonio alemán, organizó un coro infantil y preparó un repertorio gregoriano que puso una nota espléndida en el ritual taciturno del padre Nicanor. Nadie ponía en duda que haría de Amaranta una esposa feliz. Sin apresurar los sentimientos, dejándose arrastrar por la fluidez natural del corazón, llegaron al punto en que sólo hacía falta fijar la fecha de la boda. No encontrarían obstáculos. Ursula se acusaba íntimamente de haber torcido con aplazamiento reiterados el destino de Rebeca, y no estaba dispuesta a acumular remordimientos. El rigor del luto por la muerte de Remedios había sido relegado a un lugar secundario por la mortificación de la guerra, la ausencia de Aureliano, la brutalidad de Arcadio y la expulsión de José Arcadio y Rebeca. Ante la inminencia de la boda, el propio Pietro Crespi había insinuado que Aureliano José, en quien fomentó un cariño casi paternal, fuera considerado como un hijo mayor. Todo hacía pensar que Amaranta se orientaba hacia una felicidad sin tropiezos. Pero al contrario de Rebeca, ella no revelaba la menor ansiedad. Con la misma paciencia con que revelaba la menor ansiedad. Con la misma paciencia con que abigarraba manteles y tejía primores de pasamanería y bordaba pavorreales en punto cruz, esperó a que Pietro Crespi no soportara más las urgencias del corazón. Su hora llegó con las lluvias aciagas de octubre. Pietro Crespi le quitó del regazo la canastilla de bordar y le apretó la mano entre las suyas. “No soporto más este espera”, le dijo. “ No casamos el mes entrante.” Amaranta no tembló al contacto de sus manos de hielo. Retiró la suya, como un animalito escurridizo, y volvió a su labor.
-No seas ingenuo, Crespi -sonrió-, ni muerta me casaré contigo. Pietro Crespi perdió el dominio de sí mismo. Lloró sin pudor, casi rompiéndose los dedos de desesperación, pero no logró quebrantarla. “No pierdas el tiempo”, fue todo cuanto dijo Amaranta. “Si en verdad me quieres tanto, no vuelvas a pisar esta casa.” Ursula creyó enloquecer de vergüenza. Pietro Crespi agotó los recursos de la súplica. Llegó a increíbles extremos de humillación. Lloró toda una tarde en el rebozo de Ursula, que hubiera vendido el alma por consolarlo. En noches de lluvia se le vio merodear por la casa con un paraguas de seda, tratando de sorprender una luz en el dormitorio de Amaranta. Nunca estuvo mejor vestido que en esa época. Su augusta cabeza de emperador atormentado adquirió un extraño aire de grandeza. Importunó a las amigas de Amaranta, las que iban a bordar en el corredor, para que trataran de persuadirla. Descuidó los negocios. Pasaba el día en la trastienda, escribiendo esquelas desatinadas que hacía llegar a Amaranta con membranas de pétalos y mariposas disecadas, y que ella devolvía sin abrir. Se encerraba horas y horas a tocar la cítara. Una noche cantó. Macondo despertó en una especie de estupor, angelizado por una cítara que no merecía ser de este mundo y una voz como no podía concebirse que hubiera otra en la tierra con tanto amor. Pietro Crespi vio entonces la luz en todas las ventanas del pueblo, menos en la de Amaranta. El dos de noviembre, día de todos los muertos, su hermano abrió el almacén y encontró todas las lámparas encendidas y todas las cajas musicales destapadas y todos
los relojes trabados en una hora interminable, y en medio de aquel concierto disparatado encontró a Pietro Crespi en el escritorio de la trastienda, con las muñecas cortadas a navaja y las dos manos metidas en una palangana de benjuí. Ursula dispuso que se le velara en la casa. El padre Nicanor se oponía a los oficios religiosos y a la sepultura en tierra sagrada. Ursula se enfrentó. “De algún modo que ni usted ni yo podemos entender, ese hombre era un santo”, dijo. “Así que lo voy a enterrar, contra su voluntad, junto a la tumba de Melquíades.” Lo hizo, con el respaldo de todo el pueblo, en funerales magníficos. Amaranta no abandonó el dormitorio. Oyó desde su cama el llanto de Ursula, los pasos y murmullos de la multitud que invadió la casa, los aullidos de las plañideras, y luego un hondo silencio oloroso a flores pisoteadas. Durante mucho tiempo siguió sintiendo el hálito de lavanda de Pietro Crespi al atardecer, pero tuvo fuerzas para no sucumbir al delirio. Ursula la abandonó. Ni siquiera levantó los ojos para apiadarse de ella, la tarde en ue Amaranta entró en la cocina y puso la mano en las brasas del fogón, hasta que le dolió tanto que no sintió más dolor, sino la pestilencia de su propia carne chamuscada. Fue una cura de burro para el remordimiento. Durante varios días anduvo por la casa con la mano metida en un tazón con claras de huevo, y cuando sanaron las quemaduras pareció como si las claras de huevo hubieran cicatrizado también la úlceras de su corazón. La única huella externa que le dejó la tragedia fue la venda de gasa negra que se puso en la mano quemada, y que había de llevar hasta la muerte.
Arcadio dio una rara muestra de generosidad al proclamar mediante un bando el duelo oficial por la muerte de Pietro Crespi. Ursula lo interpretó como el regreso del cordero extraviado. Pero se equivocó. Había perdido a Arcadio, no desde que vistió el uniforme militar, sino desde siempre. Creía haberlo criado como a un hijo, como crió a Rebeca, sin privilegios ni discriminaciones. Sin embargo, Arcadio era un niño solitario y asustado, durante la peste del insomnio, en medio de la fiebre utilitaria de Ursula, de los delirios de José Arcadio Buendía, del hermetismo de Aureliano, de la rivalidad mortal entre Amaranta y Rebeca. Aureliano le enseñó a leer y escribir, pensando en otra cosa, como lo hubiera hecho un extraño. Le regalaba su ropa para que Visitación le redujera, cuando ya estaba de tirar. Arcadio sufría con sus zapatos demasiado grandes, con sus pantalones remendados, con sus nalgas de mujer. Nunca logró comunicarse con nadie mejor que lo hizo con Visitación y Cataure en su lengua. Melquíades fue el único que en realidad se ocupó de él, que le hacía escuchar sus textos incomprensibles y le daba instrucciones sobre el arte de la daguerrotipia. Nadie se imaginaba cuánto lloró su muerte en secreto, y con qué desesperación trató de revivirlo en el estudio inútil de sus papeles. La escuela, donde se le ponía atención y se le respetaba, y luego el poder con sus bandos terminantes y su uniforme de gloria, lo liberaron del peso de una antigua amargura. Una noche en la tienda de Catarino alguien se atrevió a decirle: "No mereces el apellido que llevas". Al contrario de lo que todos esperaban, Arcadio no lo hizo fusilar.
-A mucha honra -dijo- no soy un Buendía.
Quienes conocían el secreto de su filiación pensaron por aquella réplica que también él estaba al corriente, pero en realidad no lo estuvo nunca. Pilar Ternera, su madre, que le había hecho hervir la sangre en el cuarto de daguerrotipia, fue para él una obsesión tan irresistible como lo fue primero para José Arcadio y luego para Aureliano. A pesar de que había perdido sus encantos y el esplendor de su risa, él la buscaba y la encontraba en el rastro de su olor de humo.
CARLOS FUENTES (1928- 2012) Escritor mexicano que estudió en Argentina, Chile, Brasil, Estados Unidos y otros países iberoamericanos gracias a las funciones diplomáticas de su padre. Se licencia en Leyes en la UNAM y se doctora en Suiza y trabaja en diversos organismos estatales hasta 1958. Con Emmanuel Carballo funda y dirige la Revista Mexicana de Literatura y colabora en “Siempre”; en 1960 funda “El Espectador”. Muy joven publica su libro de cuentos Los días enmascarados (1954), que recibe una buena acogida por parte de crítica y público. Publica luego La región más transparente, Las buenas conciencias y con La muerte de Artemio Cruz se consolida su prestigio como escritor. Más tarde nos encontramos con un relato llamado Aura, de corte fantástico, el libro de cuentos Cantar de ciego y la novela corta Zona sagrada En 1967 publica Cambio de piel con la que obtiene en España el Premio “Biblioteca Breve”, libro prohibido por el franquismo, y por su novela Terra nostra recibe el Premio “Rómulo Gallegos” de 1977, que servirá como consolidación de su notable tarea de narrador de prestigio mundial. En 1982 publicó su pieza teatral Orquídeas a la luz de la luna, que se montó y estrenó en Harvard y es una crítica a la política exterior de EEUU. Por sus notables méritos recibió el Premio Nacional de Literatura de México en 1984, el Premio “Miguel de Cervantes” en 1987 y ese mismo año es elegido miembro del Consejo de Administración de la Biblioteca Pública de Nueva York; es condecorado con la Legión de Honor francesa (1992), la Orden al Mérito de Chile (1993) y el Premio Príncipe de Asturias (1994), entre otros numerosos honores. Recibe el Premio Real Academia Española de Creación Literaria en 2004 y posteriormente publica Todas las familias felices (2006), La voluntad y la fortuna (2008) y Adán en Edén (2009). Sus últimas obras aparecen en 2011, el ensayo La gran novela latinoamericana y el libro de cuentos breves, Carolina Grau. Una inteligencia atenta al presente y sus inquietudes, el profundo conocimiento de la psicología del mexicano y una cultura de alcance universal hacen de su obra un punto de referencia indispensable para el entendimiento de su país. Además de su labor como literato destaca por sus ensayos sobre literatura y por su actividad periodística paralela, escribiendo regularmente para el “New York Times”, Diario 16, El País y ABC. Su intensa vida académica se resume con los títulos de catedrático en las universidades de Harvard y Cambridge (Inglaterra), así como la larga lista de sus doctorados honoris causa por las Universidades de Harvard, Cambridge, Essex, Miami y Chicago, entre otras. El escritor fallece en 2012 a los 83 años en la capital mexicana
CAMBIO DE PIEL (Fragmento) 1 UNA FIESTA IMPOSIBLE EL NARRADOR termina de narrar una noche de septiembre en La Coupole y decide emplear el apolillado recurso del epígrafe. Sentado en la mesa de al lado, Alain Jouffroy le tiende un ejemplar de Le temps d’un livre: ... comme si nous nous trouvions à la veille d’une improbable catastrophe ou au lendemain d’une impossible fête ... Terminado, el libro empieza. Imposible fiesta. Y el Narrador, como el personaje del corrido, para empezar a cantar pide permiso primero. HOY, al entrar, sólo vieron calles estrechas y sudas y casas sin ventanas, de un piso, idénticas entre sí, pintadas de amarillo y azul, con los portones de madera astillada. Sí, sí, ya sé, hay una que otra casa elegante, con ventanas que dan a la calle, con esos detalles que tanto les gustan a los mexicanos: las rejas de hierro forjado, los toldos salientes y las azoteas acanaladas. ¿Dónde estarían sus moradores? Tú no los viste. Él ve a cuatro macehuales que llegan a Tlaxcala sin bastimento, con la respuesta seca. Los caciques están enfermos y no pueden viajar a presentar sus ofrendas al Teúl. Los tlaxcaltecas fruncen el entrecejo y murmuran al oído del conquistador: los de Cholula se burlan del Señor Malinche. Los tlaxcaltecas murmuran al oído de Cortés: guárdate de Cholula y del poder de México. Le ofrecen diez mil hombres de guerra para ir a Cholula. El extremeño sonríe. Sólo precisa mil. Va en son de paz. Pero alrededor de ellos, en estas calles polvosas, sólo pululaba una población miserable: mujeres de rostros oscuros, envueltas en rebozos, descalzas, embarazadas. Los vientres enormes y los perros callejeros eran los signos vivos de Cholula este domingo 11 de abril de 1965. Los perros sueltos que corrían en bandas, sin raza, escuálidos, amarillos, negros, desorientados, hambrientos, babeantes, que corrían por todas las calles, rascándose, sin rumbo, hurgando en las acequias que después de todo ni desperdicios tenían: estos perros con ojos que pertenecían a otros animales, estos perros de mirada oblicua, mirada roja y amarilla, ojos irritados y enfermos, estos perros que renqueaban penosamente, con una pata doblada y a veces con la pata amputada, estos perros adormilados, infestados de pulgas, con los hocicos blancos, estos perros cruzados con coyotes, de pelambre raída, con grandes manchas secas en la piel: esta jauría miserable que acompañaba, sin ningún propósito, el pulso lento de este pobre pueblo, el viejo panteón del mundo mexicano. Un pueblo miserable de perros roñosos y mujeres panzonas que ríen al contarse bromas y noticias secretas, en una voz inaudible, de inflexiones agudas, de sílabas copuladas. No se oye lo que dicen. Las huestes españolas duermen junto al río. Los indios les hacen chozas y las vigilias se prolongan. Escuchas, corredores de campo, noche fría. En la noche llegan los emisarios de Cholula. Traen gallinas y pan de maíz. Cortés, con la camisa abierta al cuello y d pelo desarreglado, se sujeta el cinturón y ordena a sus lenguas agradecer
las ofrendas de Cholula, colocadas alrededor del fuego de la choza del capitán. Jerónimo de Aguilar, botas cortas y pantalón de algodón. Marina, trenzas negras y mirada irónica. ¿No vieron hoy a sus hijos? Mujeres de frente estrecha y encías grandes y dientes pequeños, mujeres envejecidas prematuramente, peinadas con trenzas cortas y chongos secos, envueltas en los rebozos, barrigonas, con otro niño en los brazos, o tomado de la mano, o cargado sobre la espalda, o sostenido por el propio rebozo. Esos hombres con sombrero de paja tiesa y barnizada, camisas blancas, pantalones de dril, que pasaban lentamente sobre las bicicletas o caminaban con los manubrios entre las manos, esos jóvenes de un color chocolate parejo y cabello de cerdas tiesas, esos hombres gordos de bigotes ralos, botas de cuero gastado, camisas almidonadas, esos soldados con la pistola a la cintura, las gorras ladeadas, los rostros cortados por un navajazo, esas cicatrices lívidas en la mejilla, el cuello, la sien, esas nucas rapadas, esos palillos entre los dientes; reclinados contra las columnas del larguísimo portal de la gran plaza pobre y vacía. Al amanecer, salen de la dudad. Desde lejos brillan las cuarenta mil casas blancas de la urbe religiosa. Recorren una tierra fértil, de labranza, en torno a la dudad torreada y llana. Desde el caballo, Hernán Cortés aprecia los baldíos y aguas donde se podría criar ganados pero mira también, a su alrededor, la multitud de mendigos que corren de casa en casa, de mercado en mercado, la muchedumbre descalza, cubierta de harapos, contrahecha, que extiende las manos, masca los elotes podridos, es seguida por la jauría de perros hambrientos, lisos, de ojos colorados, que los recibe al entrar a la ciudad de torres altas. Han dejado atrás los sembradíos de chile, maíz y legumbres, los magueyes. Cuatrocientas torres, adoratorios y pirámides del gran panteón. Desde las explanadas, las plazas y las torres truncas, se levanta el sonido de trompetas y atabales. Los caciques y sacerdotes los esperan, vestidos con las ropas ceremoniales. Algodón con hechura de marlotas. Braseros de copal con los que sahúman a Cortés, Alvarado y Olid. Pero dejan caer los braseros y agitan las insignias al percibir la presencia de los tlaxcaltecas. Los enemigos no pueden penetrar el recinto de Cholula. Cortés ordena a los tlaxcaltecas hacer sus ranchos fuera de la ciudad y entra con la guardia de cempoaltecas, la hueste española, y las piezas de artillería. Desde las azoteas, la población se asoma, en silencio, con espanto y alborozo, a ver los caballos, los monstruos rubios y alazanes, las piezas de fuego, las ballestas y cañones, las escopetas y los falconetes. Y los atabales chillan y rasgan el aire.
¿Para qué? ¿Para salir a ese jardín seco con una pérgola al centro donde una banda cacofónica tocaba interminablemente chachachás y, al descansar, era sustituida por los altoparlantes que alternaban los discos de twist con esa voz del locutor que los dedicaba a señoritas de la localidad? ¿Para ver esas horripilantes estatuas frente al portal? Hidalgo en bronce con el estandarte de la Guadalupe en la mano y ese letrerito. Recuerdo a los venideros. Y Juárez en baño de oro con esa cara solemne. Fue pastor, vidente, y redentor. Cortés hace su discurso. No adoren ídolos. Abandonen los sacrificios. No coman carne de sus semejantes. Olviden la sodomía y demás torpedades. Y den su obediencia al rey de España, como ya lo han hecho otros caciques poderosos. Los de Cholula responden: No
abandonaremos a nuestros dioses, aunque sí obedeceremos a vuestro rey. Los dignatarios sonríen entre sí. Conducen a los españoles a las grandes salas de aposento y durante dos días reina la paz. Pero al tercero ya es día sin comida. Los viejos sólo les llevan agua y leña. Se quejan y dicen que no hay maíz. Los indios se apartan de los españoles. Ríen y comentan en voz baja. Los caciques y los sacerdotes han desaparecido. El enviado de Moctezuma les dice: no lleguen a México. La ciudad silenciosa flota en rumores, gritos quedos y un lejano hedor de sangre. De noche, han sido sacrificados siete niños a Huitzilopochtli; han sido ofrecidos para propiciar la victoria. Cortés da la alerta y manda traer, a la fuerza, a dos sacerdotes del Cu mayor. Enfundados en sus ropas de algodón teñido de negro, los sacerdotes revelan a doña Marina los propósitos ocultos de Moctezuma y los cholultecas. Los españoles han de ser acapillados y se les dará guerra. Moctezuma ha enviado a los caciques de Cholula promesas, joyas, ropas, un alambor de oro y una orden para los sacerdotes: sacrificar a veinte españoles en la pirámide. Veinte mil guerreros aztecas están escondidos en los arcabuesos y barrancas cercanos, en las casas mismas de Cholula, con las armas listas. Han hecho mamparas en las azoteas y han cavado hoyos y albarradas en las calles para impedir la maniobra a los caballos de los teúles. Hoy, al llegar, caminaron a lo largo del portal, bajo la arcada desteñida, verde, gris, amarillo pálidos, descascarados, entre los olores de la tienda de abarrotes, estropajo, jabón, queso añejo, y la ostionería que estaba al lado, donde el dueño había dispuesto dos mesas de aluminio y siete sillas de latón al aire libre, aunque nadie consumía las ostras sueltas que nadaban en grandes botellones de agua gris. Las oficinas ocupaban la parte central de la arcada. La Presidencia Municipal, la Tesorería, la Comandancia del Tercer Batallón. Los tinterillos vestidos de negro, los soldados de rostros fríamente sonrientes, lejanos, despreocupados. Un piso de mosaico rojo frente a la Comandancia de Policía. Escobas y cepillos, costales, hilos y cables, petates, chiquihuites en la jarciería de los Hermanos García, precavidos, con un rótulo sobre la entrada de su almacén: «Sin excepción de personas no quiero chismes». Cortés toma consejo. Uno; se debe torcer el camino e irse por Huejotzingo a la Gran Tenochtitlán, que está a veinte leguas de distancia. Otro: debe hacerse la paz con los de Cholula y regresar a Tlaxcala. Este: no debe pasarse por alto esta traición, pues significaría invitar otras. Aquel: debe darse guerra a los cholultecas. El extremeño de quijadas duras decide: simularán liar el hato para abandonar Cholula. Pasan la noche armada, con los caballos ensillados y frenados. Las rondas y vigías se suceden. La noche de Cholula es callada y tensa. Las fogatas se apagan. Una vieja desdentada penetra en el aposento de los españoles y aparta a Marina. Le ofrece escapar con vida de la venganza de Moctezuma y, además, le promete a su hijo en matrimonio. Todo está preparado para dar muerte a los teúles. Marina agradece, pide a la vieja aguardar y llega hasta Cortés. Revela lo que sabe. Caminaron sin hablar, cansados, contagiados por la vida muerta de este pueblo, acentuada por el intento falso de bullicio que venía del altoparlante con su twist repetido una y otra vez, en honor de la señorita Lucila Hernández, en honor de la simpática Dolores Padilla, en honor de
la bella Iris Alonso; en la bicicletería del portal, tres jóvenes con el torso desnudo engrasaban, hacían girar las ruedas, canjeaban albures y sonreían idiotamente cuando pasaron Franz e Isabel, Javier y Elizabeth. Los olores del azufre emanaban de esos baños donde una mujer, en el umbral, mostraba sus caderas floreadas mientras azotaba con la palma abierta a un niño que se negaba a entrar y en el registro de electores un pintor pasaba la brocha sobre la fachada, borrando poco a poco la propaganda electoral antigua, la CROM con Adolfo López Mateos, y la reciente, la CROM con Gustavo Díaz Ordaz y el salón de billares “El 10 de Mayo” estaba vado, detrás de sus puertas de batientes, debajo de un aviso: “se prohíbe jugar a los menores de edad”, y un viejo con chaleco desabotonado y camisa a rayas sin cuello frotaba lentamente el gis sobre la punta del taco y bostezaba, mostrando los huecos negros de su dentadura y una mujer se mecía en un sillón de bejuco frente al consultorio médico que ocupaba la esquina y se anunciaba con letras plateadas sobre fondo negro, enfermedades de niños, de la piel y venéreo-sífilis, análisis de sangre, orina, esputo, materias fecales... Los despiertan las risas de los indios. Con la aurora, todo Cholula ríe. Cortés se desplaza al Gran Cu con sus tenientes y parte de la artillería. Se enfrenta a los caciques y sacerdotes. Los reúne en el patio central del templo. Están listas las ollas con sal, chile y tomates: las ollas para los veinte españoles cuyo sacrificio ha ordenado el Emperador de la Silla de Oro, el Xocoyotzin. Cortés les habla desde su caballo y da la orden de soltar un escopetazo contra los dignatarios. Los caciques caen con el algodón manchado; la sangre se pierde en la pintura negra de los cuerpos y los trajes de los sacerdotes. Relinchan los caballos en las calles. Truenan las escopetas y ballestas. Las yeguas de juego y carrera; los alazanes tostados; los overos; los caballos zainos embisten contra los guerreros de Cholula y de México; los penachos surgen de las barrancas y el ruido ensordecedor de tambores, trompas, atabales, caracolas y silbos sale al encuentro del estruendo de la pólvora, las pelotas del cañón, los tiros de bronce, las ballestas armadas y sus nueces, cuerdas y avancuerdas: los tlaxcaltecas entran a Cholula, aullando, armados de rodelas, espadas montantes de dos manos y escudos acolchados de algodón: prenden fuego, raptan a las mujeres, las violan en las azoteas mientras en las calles se libra la lucha cuerpo a cuerpo, entre penachos de pluma y cascos de fierro, entre las flechas zumbonas y los arcos fatigados; la trenza de cuerpos oscuros y cuerpos blancos, los jubones y las pecheras de acero, las mantas de chinchilla rasgadas, las hondas y piedras, los falconetes y las ballestas tirando a terrero, los gritos, las trompetas, los silbos, el copal incendiado en los templos, las barricas de pulque rotas a hachazos y las calles empapadas de alcohol espeso y repugnante mezclado con la sangre, los costales de grano rasgados a espadazos y vaciados en los umbrales, el cazabe y el tocino en los hocicos de los perros rápidos y silenciosos, las varas tostadas clavadas en los pechos, las hondas y piedras silbando por el aire y, al fin, las divisas que caen, blancas y rojas, mientras los tlaxcaltecas corren por las calles con el oro, las mantas, el algodón y la sal, con los esclavos reunidos en muchedumbres desnudas y Cholula hiede, hiede a sangre nueva, a copal eterno, a tocino babeado, a pulque impregnado de tierra, a vísceras, a fuego. Cortés manda incendiar las torres y casas fuertes, los soldados vuelcan y destruyen los ídolos, se encala un humilladero
donde poner la cruz, se libera a los destinados al sacrificio y las voces corren, después de cinco horas de lucha y tres mil muertos que yacen en las calles o se queman en los templos incendiados. –Son adivinos. Los teúles adivinan las traiciones y se vengan. No hay poder contra ellos. Se abre la ruta de la Gran Tenochtitlán y sobre las ruinas de Cholula se levantarán cuatrocientas iglesias: sobre los cimientos de los cúes arrasados, sobre las plataformas de las pirámides negras y frías en la aurora humeante del nuevo día. Los vi cruzar la plaza hacia San Francisco, el convento, la iglesia, la fortaleza rodeada del muro almenado, antigua barrera de resistencia contra los ataques de indios, y entrar a la enorme explanada. Tú, Elizabeth, te hiciste la disimulada cuando pasaste junto a mí, pero tú, Isabel, te detuviste, nerviosa, y lo bueno es que nadie se fijó porque todos estaban admirando el espacio abierto, uniforme, apenas roto por tres fresnos, dos pinos y una cruz de piedra en el centro y al fondo el ángulo recto de la iglesia y la capilla. La iglesia tiene una arquería y una portería tapiadas, con más almenas en el remate de la portada, el frontispicio amarillo y los contrafuertes almenados, de piedra parda moteada de negro. Javier indicó hacia el ojo de buey de la fachada: los motivos de la escultura indígena –la sierpe, siempre, dos veces, habrás pensado, dragona– rodeaban, en piedra, la claraboya. Javier leyó la inscripción labrada sobre la puerta, encima de las urnas en relieve. IHS
JOSE SARAMAGO (1922-2010) Este escritor portugués, que fue reconocido con el Premio Nobel de Literatura en 1998, es un indudable ejemplo de lo que hace el talento natural si se a la tenacidad, inteligencia creativa y capacidad de descubrimiento. Es el único que en esa lengua ha recibido el máximo galardón de las letras del mundo. Su educación formal se redujo a la cerrajería mecánica, que no pudo terminar; sin embargo es la época en que conoció a los grandes escritores clásicos, cuyos textos recordaría siempre y hasta podía recitarlos en su vejez. A pesar de estas limitaciones producto de la pobreza, tempranamente empezó su tarea creadora y nos ha dejado una enorme obra en el campo de la novela, el teatro, la poesía, el ensayo y el periodismo, por ello ha recibido el reconocimiento de numerosas universidades del mundo, de las cuales fue nombrado “doctor honoris causa” y de muchas organizaciones y países que se sumaron a destacar sus singulares dotes de escritor y el estilo casi poético que lo caracteriza.
En el campo de la novela sus obras más representativas son: Memorial del convento, El evangelio según Jesucristo, En el nombre de Dios, El año de la muerte de Ricardo Rey,, La balsa de piedra, En sayo sobre la ceguera, Todos los nombre, Caín.
ENSAYO SOBRE LA CEGUERA (Fragmento) Se iluminó el disco amarillo. De los coches que se acercaban, dos aceleraron antes de que se encendiera la señal roja. En el indicador del paso de peatones apareció la silueta del hombre verde. La gente empezó a cruzar la calle pisando las franjas blancas pintadas en la capa negra del asfalto, nada hay que se parezca menos a la cebra, pero así llaman a este paso. Los conductores, impacientes, con el pie en el pedal del embrague, mantenían los coches en tensión, avanzando, retrocediendo, como caballos nerviosos que vieran la fusta alzada en el aire. Habían terminado ya de pasar los peatones, pero la luz verde que daba paso libre a los automóviles tardó aún unos segundos en alumbrarse. Hay quien sostiene que esta tardanza, aparentemente insignificante, multiplicada por los miles de semáforos existentes en la ciudad y por los cambios sucesivos de los tres colores de cada uno, es una de las causas de los atascos de circulación, o embotellamientos, si queremos utilizar la expresión común. Al fin se encendió la señal verde y los coches arrancaron bruscamente, pero enseguida se advirtió que no todos habían arrancado. El primero de la fila de en medio está parado, tendrá un problema mecánico, se le habrá soltado el cable del acelerador, o se le agarrotó la palanca de la caja de velocidades, o una avería en el sistema hidráulico, un bloqueo de frenos, un fallo en el circuito eléctrico, a no ser que, simplemente, se haya quedado sin gasolina, no sería la primera vez que esto ocurre. El nuevo grupo de peatones que se está formando en las aceras ve al conductor inmovilizado braceando tras el parabrisas mientras los de los coches de atrás tocan frenéticos el claxon. Algunos conductores han saltado ya a la calzada, dispuestos a empujar al automóvil averiado hacia donde no moleste. Golpean impacientemente los cristales cerrados. El hombre que está dentro vuelve hacia ellos la cabeza, hacia un lado, hacia el otro, se ve que grita algo, por los movimientos de la boca se nota que repite una palabra, una no, dos, así es realmente, como sabremos cuando alguien, al fin, logre abrir una puerta, Estoy ciego. Nadie lo diría. A primera vista, los ojos del hombre parecen sanos, el iris se presenta nítido, luminoso, la esclerótica blanca, compacta como porcelana. Los párpados muy abiertos, la piel de la cara crispada, las cejas, repentinamente revueltas, todo eso que cualquiera puede comprobar, son trastornos de la angustia. En un movimiento rápido, lo que estaba a la vista desapareció tras los puños cerrados del hombre, como si aún quisiera retener en el interior del cerebro la última imagen recogida, una luz roja, redonda, en un semáforo. Estoy ciego, estoy ciego, repetía con desesperación mientras le ayudaban a salir del coche, y las lágrimas, al brotar, tornaron más brillantes los ojos que él decía que estaban muertos. Eso se pasa, ya verá, eso se pasa enseguida, a veces son nervios, dijo una mujer. El semáforo había cambiado de color, algunos transeúntes curiosos se acercaban al grupo, y los conductores, allá atrás, que no sabían lo que estaba ocurriendo, protestaban contra lo que creían un accidente de tráfico vulgar, un faro roto, un guardabarros abollado, nada que justificara tanta confusión. Llamen a la policía, gritaban,
saquen eso de ahí. El ciego imploraba, Por favor, que alguien me lleve a casa. La mujer que había hablado de nervios opinó que deberían llamar a una ambulancia, llevar a aquel pobre hombre al hospital, pero el ciego dijo que no, que no quería tanto, sólo quería que lo acompañaran hasta la puerta de la casa donde vivía, Está ahí al lado, me harían un gran favor, Y el coche, preguntó una voz. Otra voz respondió, La llave está ahí, en su sitio, podemos aparcarlo en la acera. No es necesario, intervino una tercera voz, yo conduciré el coche y llevo a este señor a su casa. Se oyeron murmullos de aprobación. El ciego notó que lo agarraban por el brazo, Venga, venga conmigo, decía la misma voz. Lo ayudaron a sentarse en el asiento de al lado del conductor, le abrocharon el cinturón de seguridad. No veo, no veo, murmuraba el hombre llorando, Dígame dónde vive, pidió el otro. Por las ventanillas del coche acechaban caras voraces, golosas de la novedad. El ciego alzó las manos ante los ojos, las movió, Nada, es como si estuviera en medio de una niebla espesa, es como si hubiera caído en un mar de leche, Pero la ceguera no es así, dijo el otro, la ceguera dicen que es negra, Pues yo lo veo todo blanco, A lo mejor tiene razón la mujer, será cosa de nervios, los nervios son el diablo, Yo sé muy bien lo que es esto, una desgracia, sí, una desgracia, Dígame dónde vive, por favor, al mismo tiempo se oyó que el motor se ponía en marcha. Balbuceando, como si la falta de visión hubiera debilitado su memoria, el ciego dio una dirección, luego dijo, No sé cómo voy a agradecérselo, y el otro respondió, Nada, hombre, no tiene importancia, hoy por ti, mañana por mí, nadie sabe lo que le espera, Tiene razón, quién me iba a decir a mí, cuando salí esta mañana de casa, que iba a ocurrirme una desgracia como ésta. Le sorprendió que continuaran parados, Por qué no avanzamos, preguntó, El semáforo está en rojo, respondió el otro, Ah, dijo el ciego, y empezó de nuevo a llorar. A partir de ahora no sabrá cuándo el semáforo se pone en rojo. Tal como había dicho el ciego, su casa estaba cerca. Pero las aceras estaban todas ocupadas por coches aparcados, no encontraron sitio para estacionar el suyo, y se vieron obligados a buscar un espacio en una de las calles transversales. Allí, la acera era tan estrecha que la puerta del asiento del lado del conductor quedaba a poco más de un palmo de la pared, y el ciego, para no pasar por la angustia de arrastrarse de un asiento al otro, con la palanca del cambio de velocidades y el volante dificultando sus movimientos, tuvo que salir primero. Desamparado, en medio de la calle, sintiendo que se hundía el suelo bajo sus pies, intentó contener la aflicción que le agarrotaba la garganta. Agitaba las manos ante la cara, nervioso, como si estuviera nadando en aquello que había llamado un mar de leche, pero cuando se le abría la boca a punto de lanzar un grito de socorro, en el último momento la mano del otro le tocó suavemente el brazo, Tranquilícese, yo lo llevaré. Fueron andando muy despacio, el ciego, por miedo a caerse, arrastraba los pies, pero eso le hacía tropezar en las irregularidades del piso, Paciencia, que estamos llegando ya, murmuraba el otro, y, un poco más adelante, le preguntó, Hay alguien en su casa que pueda encargarse de usted, y el ciego respondió, No sé, mi mujer no habrá llegado aún del trabajo, es que yo hoy salí un poco antes, y ya ve, me pasa esto, Ya verá cómo no es nada, nunca he oído hablar de alguien que se hubiera quedado ciego
así de repente, Yo, que me sentía tan satisfecho de no usar gafas, nunca las necesité, Pues ya ve. Habían llegado al portal, dos vecinas miraron curiosas la escena, ahí va el vecino, y lo llevan del brazo, pero a ninguna se le ocurrió preguntar, Se le ha metido algo en los ojos, no se les ocurrió y tampoco él podía responderles, Se me ha metido por los ojos adentro un mar de leche. Ya en casa, el ciego dijo, Muchas gracias, perdone las molestias, ahora me puedo arreglar yo, Qué va, no, hombre, no, subiré con usted, no me quedaría tranquilo si lo dejo aquí. Entraron con dificultad en el estrecho ascensor, En qué piso vive, En el tercero, no puede usted imaginarse qué agradecido le estoy, Nada, hombre, nada, hoy por ti mañana por mí, Sí, tiene razón, mañana por ti. Se detuvo el ascensor y salieron al descansillo, Quiere que le ayude a abrir la puerta, Gracias, creo que podré hacerlo yo solo. Sacó del bolsillo unas llaves, las tanteó, una por una, pasando la mano por los dientes de sierra, dijo, Ésta debe de ser, y, palpando la cerradura con la punta de los dedos de la mano izquierda intentó abrir la puerta, No es ésta, Déjeme a mí, a ver, yo le ayudaré. A la tercera tentativa se abrió la puerta. Entonces el ciego preguntó hacia dentro, Estás ahí. Nadie respondió, y él, Es lo que dije, no ha venido aún. Con los brazos hacia delante, tanteando, pasó hacia el corredor, luego se volvió cautelosamente, orientando la cara en la dirección en que pensaba que estaría el otro, Cómo podré agradecérselo, dijo, Me he limitado a hacer lo que era mi deber, se justificó el buen samaritano, no tiene que agradecerme nada, y añadió, Quiere que le ayude a sentarse, que le haga compañía hasta que llegue su mujer. Tanto celo le pareció de repente sospechoso al ciego, evidentemente, no iba a meter en casa a un desconocido que, en definitiva, bien podría estar tramando en aquel mismo momento cómo iba a reducirlo, atarlo y amordazarlo, a él, un pobre ciego indefenso, para luego arramblar con todo lo que encontrara de valor. No es necesario, dijo, no se moleste, ya me las arreglaré, y mientras hablaba, iba cerrando la puerta lentamente, No es necesario, no es necesario. Suspiró aliviado al oír el ruido del ascensor bajando. Con un gesto maquinal, sin recordar el estado en que se hallaba, abrió la mirilla de la puerta y observó hacia el exterior. Al otro lado era como si hubiera un muro blanco. Sentía el contacto del aro metálico en el arco superciliar, rozaba con las pestañas la minúscula lente, pero no podía ver nada, la blancura insondable lo cubría todo. Sabía que estaba en su casa, la reconocía por el olor, por la atmósfera, por el silencio, distinguía los muebles y los objetos sólo con tocarlos, les pasaba los dedos por encima, levemente, pero era como si todo estuviera diluyéndose en una especie de extraña dimensión, sin direcciones ni referencias, sin norte ni sur, sin bajo ni alto. Como probablemente ha hecho todo el mundo, había jugado en algunas ocasiones, en la adolescencia, al juego de Y si fuese ciego, y al cabo de cinco minutos con los ojos cerrados había llegado a la conclusión de que la ceguera, sin duda una terrible desgracia, podría ser relativamente soportable si la víctima conservara un recuerdo suficiente, no sólo de los colores, sino también de las formas y de los planos, de las superficies y de los contornos, suponiendo, claro está, que aquella ceguera no fuese de nacimiento. Había llegado incluso a pensar que la oscuridad en que los ciegos vivían no era, en definitiva, más que la simple ausencia de luz, que lo que llamamos ceguera es algo que se limita a cubrir la
apariencia de los seres y de las cosas, dejándolos intactos tras un velo negro. Ahora, al contrario, se encontraba sumergido en una albura tan luminosa, tan total, que devoraba no sólo los colores, sino las propias cosas y los seres, haciéndolos así doblemente invisibles. Al moverse en dirección a la sala de estar, y pese a la prudente lentitud con que avanzaba, deslizando la mano vacilante a lo largo de la pared, tiró al suelo un jarrón de flores con el que no contaba. Lo había olvidado, o quizá lo hubiera dejado allí la mujer cuando salió para el trabajo, con intención de colocarlo luego en el sitio adecuado. Se inclinó para evaluar la magnitud del desastre. El agua corría por el suelo encerado. Quiso recoger las flores, pero no pensó en los vidrios rotos, una lasca larga, finísima, se le clavó en un dedo, y él volvió a gemir de dolor, de abandono, como un chiquillo, ciego de blancura en medio de una casa que, al caer la tarde, empezaba a cubrirse de oscuridad. Sin dejar las flores, notando que por su mano corría la sangre, se inclinó para sacar el pañuelo del bolsillo y envolver el dedo como pudiese. Luego, palpando, tropezando, bordeando los muebles, pisando cautelosamente para no trastabillar con las alfombras, llegó hasta el sofá donde él y su mujer veían la televisión. Se sentó, dejó las flores en el regazo y, con mucho cuidado, desenrolló el pañuelo. La sangre, pegajosa al tacto, le inquietó, pensó que sería porque no podía verla, su sangre era ahora una viscosidad sin color, algo en cierto modo ajeno a él y que, pese a todo, le pertenecía, pero como una amenaza contra sí mismo. Despacio, palpando levemente con la mano buena, buscó la fina esquirla de vidrio, aguda como una minúscula espada, y, haciendo pinza con las uñas del pulgar y del índice, consiguió extraerla entera. Envolvió de nuevo el dedo herido en el pañuelo, lo apretó para restañar la sangre, y, rendido, agotado, se reclinó en el sofá. Un minuto después, por una de esas extrañas dimisiones del cuerpo, que escoge, para renunciar, ciertos momentos de angustia o de desesperación, cuando, si se gobernase exclusivamente por la lógica, todo él debería estar en vela y tenso, le entró una especie de sopor, más somnolencia que sueño auténtico, pero tan pesado como él. Inmediatamente soñó que estaba jugando al juego de Y si fuese ciego, soñaba que cerraba y abría los ojos muchas veces, y que, cada vez, como si estuviera regresando de un viaje, lo estaban esperando, firmes e inalteradas, todas las formas y los colores, el mundo tal como lo conocía.
MARIO VARGAS LLOSA (1936) La obra narrativa de este escritor peruano le ha ubicado como uno de los escritores más importantes de la literatura hispanoamericana y mundial del Siglo XX. Es que a la diversidad temática, a un estilo ágil y atractivo, se une el desarrollo de técnicas de contar muy originales, sin embargo válidas y universales. Ganador de importantes reconocimientos literarios, su carrera de escritor se inicia con el libro de cuentos titulados Los jefes, pero su fama empieza con la aparición de su novela La ciudad y lo perros, una terrible visión de la Escuela Militar de Lima, que le mereció dos premios internacionales: el “Biblioteca Breve”, en 1962 y el "De la Crítica", en l963, y la traducción a una veintena de idiomas. De su gran creatividad nacen importantísimas obras: La casa verde, ganadora del Premio de la Crítica de 1966 y del “Rómulo Gallegos” de 1967, novela que narra cinco historias simultáneas y refleja la inventiva del autor para desarrollar técnicas de contar; Los cachorros, Conversación en la catedral, Pantaleón y las visitadoras, La tía Julia y el escribidor, La guerra del fin del mundo, Historia de Mayta, ¿Quién mató a Palomino Mollero? y Lituma en los Andes, entre las más importantes. A más de obra narrativa Vargas Llosa ha escrito valiosos trabajos ensayísticos y lo sigue haciendo en periódicos del mundo. Fue candidato a la Presidencia del Perú, habiendo sido derrotado por Fujimori; de esa experiencia saldría un acérrimo crítico, especialmente por el autoritarismo del mandatario, que lo condujo al autoexilio en que vive.
LA CIUDAD Y LOS PERROS (Fragmento) Al llegar a las faldas del cerro, Gamboa comprobó que los cadetes estaban realmente fatigados; algunos corrían con la boca abierta y el rostro lívido, y todos tenían los ojos clavados en él; en sus miradas Gamboa veía la angustia con que esperaban la voz de alto. Pero no dio esa orden; miró las circunferencias blancas, las laderas desnudas, ocres, que descendían hasta hundirse en el campo de algodones, y, al otro lado de los blancos, varios metros más arriba, la cresta del cerro, una gran comba maciza, esperándolos. Y siguió corriendo, primero junto al cerro, luego a campo abierto, a toda la velocidad que podía, luchando por no abrir la boca, aunque sentía él también que su corazón y sus pulmones reclamaban una gran bocanada de viento puro; las venas de su garganta se hinchaban y su piel, desde los cabellos hasta los pies, se humedecía con un sudor frío. Se volvió todavía una vez, para calcular si se habían alejado ya unos mil metros del objetivo y luego, cerrando los ojos, consiguió apresurar la carrera dando saltos más largos y azotando el aire con los brazos; así llegó hasta los matorrales que alborotaban la tierra salvaje, fuera del sembrío, junto a la acequia indicada en las instrucciones de la campaña como límite del emplazamiento de la primera compañía. Allí se detuvo y sólo entonces abrió la boca y respiró, los brazos extendidos. Antes de dar media vuelta, se limpió el sudor de la cara, a fin de que los cadetes no supieran que él también estaba agotado. Los primeros en llegar a los matorrales fueron los suboficiales y el brigadier Arróspide. Luego llegaron los demás, en completo desorden: las columnas habían desaparecido, quedaban sólo racimos, grupos dispersos. Poco después, las tres secciones se reagrupaban formando una herradura en torno a Gamboa. Éste escuchaba la respiración animal de los ciento veinte cadetes, que habían apoyado los fusiles en la tierra.
-Venga los brigadieres -dijo Gamboa. Arróspide y otros dos cadetes abandonaron la fila-. Compañía, ¡Descanso!. El teniente se alejó unos pasos, seguido de los suboficiales y de los tres brigadieres. Luego, trazando cruces y rayas en la tierra les explicó detalladamente los diferentes movimientos del asalto. -¿Comprendida la disposición de los cuerpos? -dijo Gamboa y sus cinco oyentes asintieron-. Bien. Los grupos de combate comenzarán a desplegarse en abanico desde que se dé la orden de marcha; desplegarse quiere decir no ir como carneros sino separados, aunque en una misma línea. ¿Comprendido?. Bien. A nuestra compañía le corresponde atacar el frente Sur, ese que tenemos delante. ¿Visto?. Los suboficiales y brigadieres miraron el cerro y dijeron. “Visto”. -¿Y qué instrucciones hay para la progresión, mi teniente?.-murmuro Morte. Los brigadieres se volvieron a mirarlo y el suboficial se ruborizó.
-A eso voy -dijo Gamboa-. Saltos de diez en diez metros. Una progresión intermitente. Los cadetes recorren esa distancia a t oda
carrera y se arrojan, al que entierre el fusil le parto el culo a patadas. Cuando todos los hombres de la vanguardia estén tendidos, toco silbato y la segunda línea dispara. Un solo tiro. ¿Entendido? Los tiradores saltan y progresan diez metros, se arrojan. La tercera línea dispara y progresa. Luego comenzamos desde el principio. Todos los movimientos se hacen a mis órdenes. Así llegamos a cien metros del objetivo. Allí los grupos pueden cerrarse un poco para no invadir el terreno donde operan las otras compañías. El asalto final lo dan las tres secciones a la vez, porque el cerro ya está casi limpio y quedan apenas unos cuantos focos enemigos.
-¿Qué tiempo hay para ocupar el objetivo? -preguntó Morte. -Una hora -dijo Gamboa-. Pero eso es asunto mío. Los suboficiales y brigadieres deben preocuparse de que los hombres no se abran ni se peguen demasiado, de que nadie se quede atrás y deben estar siempre en contacto conmigo, por si los necesito. -¿Vamos adelante o en la retaguardia, mi teniente? -preguntó Arróspide.
-Ustedes con la primera línea, los suboficiales atrás. ¿Alguna pregunta? Bueno, vayan a explicar la operación a los jefes de grupo. Comenzamos dentro de quince minutos. Los suboficiales y brigadieres se alejaron a paso ligero, Gamboa vio venir al capitán Garrido y se iba a incorporar, pero el Piraña le indicó con la mano que permaneciera como estaba, en cuclillas. Ambos quedaron mirando a las secciones que se desmenuzaban en grupos de doce hombres. Los cadetes se apretaban los cinturones, anudaban los cordones de sus botines, se encasquetaban las cristinas, limpiaban el polvo de los fusiles, comprobaban la soltura de la corredera. -Esto sí les gusta -dijo el capitán-. Ah, pendejos. Mírenlos, parece que fueran a bailar. -Sí -dijo Gamboa-. Se creen en la guerra. -Si algún día tuvieran que pelear de veras -dijo el capitán-, éstos serían desertores o cobardes. Pero, suerte para ellos, acá los militares sólo disparamos en las maniobras. No creo que el Perú tenga nunca una verdadera guerra. -Pero, mi capitán, -repuso Gamboa-. Estamos rodeados de enemigos. Usted sabe que el Ecuador y Colombia esperan el momento oportuno para quitarnos un pedazo de selva. A Chile todavía no le hemos cobrado lo de Arica y Tarapacá. -Puro cuento -dijo el capitán, Con un gesto escéptico-. Ahora todo lo arreglan lo grandes. El 41 yo estuve en la campaña contra el Ecuador. Hubiéramos llegado a Quito, pero se metieron los grandes y encontraron una solución diplomática, qué tales riñones. Los civiles terminan resolviendo todo. En el Perú, uno es militar por las puras
huevas del diablo. -Antes era distinto -dijo Gamboa. El suboficial Pezoa y los siete cadetes que lo acompañaron, regresaban corriendo. El capitán lo llamó. -¿Dio la vuelta a todo el cerro? -Sí, mi capitán. Completamente despejado. -Van a ser las nueve, mi capitán -dijo Gamboa-. Voy a comenzar. -Vaya -dijo el capitán. Y agregó, con repentino mal humor-: Sáqueles la mugre a esos ociosos. Gamboa se acercó a la compañía. La observó largamente, de un extremo a otro, como midiendo sus posibilidades ocultas, el límite de su resistencia, su coeficiente de valor. Tenía la cabeza algo echada hacia atrás; el viento agitab su camisa comando y unos cabellos negros que asomaban por la cristina. -¡Más abiertos, carajo! -gritó- ¿Quieren que los apachurren? Entre hombre y hombre debe haber cuando menos cinco metros de distancia ¿Creen que van a misa?. Las tres columnas se estremecieron. Los jefes de grupo, abandonado la formación, ordenaban a gritos a los cadetes que se separaran. Las tres hileras se alargaron elásticamente, se hicieron más ralas. -La progresión se hace en zigzag -dijo Gamboa; hablaba en voz muy alta, para que pudieran oírlo los extremos-. Eso ya lo saben desde hace tres años, cuidado con avanzar uno tras otro como en la procesión. Si alguien se queda de pie, se adelanta o se atrasa cuando yo dé la orden, es hombre muerto. Y los muertos se quedan encerrados sábado y domingo. ¿Está claro? Se volvió hacia el capitán Garrido, pero éste parecía distraído. Miraba el horizonte, con los ojos vagabundos. Gamboa se llevó el silbato a los labios. Hubo un breve temblor en las columnas. -Primera línea de ataque. Lista para entrar en acción. Los brigadieres adelante, los suboficiales a la retaguardia. Miró su reloj. Eran las nueve en punto. Dio un pitazo largo. El sonido penetrante hirió los oídos del capitán, que hizo un gesto de sorpresa. Comprendió que, durante unos segundos, había olvidado la campaña y se sintió en falta. Vivamente se trasladó junto a los matorrales, detrás de la compañía, para seguir la operación. Antes de que cesara el sonido metálico, el capitán Garrido vio que la primera fila de ataque, dividida en tres cuerpos, salía impulsada en
un movimiento simultáneo: los tres grupos se abrían en abanico, avanzaban a toda velocidad desplegándose adelante y hacia los lados, igual a un pavo real que yergue su poderoso plumaje. Precedidos de los brigadieres, los cadetes corrían doblados sobre sí mismos, la mano derecha aferrada al fusil, que colgaba perpendicular, el cañón apuntando al cielo de través, la culata a pocos centímetros del suelo. Luego escuchó un segundo silbato, menos largo pero más agudo que el primero y más lejano -porque el teniente Gamboa también corría, de medio lado, para controlar los detalles de la progresión-, y al instante la línea, como pulverizada por una ráfaga invisible, desaparecía entre las hierbas: el capitán pensó en los soldados de latón de las tómbolas cuando el perdigón los derriba. Y en el acto, los rugidos de Gamboa poblaban la mañana como seres eléctricos -”¿porqué se adelanta ese grupo? Rospigliosi, pedazo de asno, ¿quiere que le vuelen la cabeza?, ¡cuidado con enterrar le fusil!”-; y nuevamente se escuchaba el silbato y la línea cimbreante surgía de entre las hierbas y se alejaba a toda carrera y, poco después, al conjunto de otro silbato, volvía a desaparecer de su vista y la voz de Gamboa se distanciaba y perdía: el capitán escuchaba groserías insólitas, nombres desconocidos, veía avanzar la vanguardia, se distraía por momentos, en tanto que las columnas del centro y de la retaguardia comenzaban a hervir. Los cadetes, olvidando la presencia del capitán, hablaban a voz en cuello, se burlaban de los que avanzaban con Gamboa: “El negro Vallano se arroja como un costal, debe tener huesos de jebe; y esa mierda del Esclavo , tiene miedo de rasguñarse la carita”.
De pronto, Gamboa surgió ante el capitán Garrido, gritando: “Línea de ataque: lista para entrara en acción.” Los jefes de grupo levantaron el brazo derecho, treinta y seis cadetes quedaron inmóviles. El capitán miró a Gamboa: tenía el rostro sereno, los puños apretados, y lo único excepcional era su mirada móvil: brincaba de un punto a otro, se animaba, se exasperaba, sonreía. La segunda línea se desbordó por el campo. Los cadetes se empequeñecían, el teniente corría de nuevo, el silbato en mano, la cara vuelta hacia la formación. Ahora el capitán veía dos líneas, extendidas en el campo, sumiéndose en la tierra y resurgiendo, alternadamente, llenando de vida el campo desolado. No podía saber ya si los cadetes ejecutaban el salto como prescribían los manuales, dejándose caer sobre la pierna, el costado y el brazo izquierdo, ladeando el cuerpo de tal modo que el fusil antes que tocar el suelo, golpeara sus costillas, ni si las líneas de ataque conservaban sus distancias y los grupos de combate mantenían la cohesión, ni si los brigadieres continuaban a la cabeza, como puntas de lanza y sin perder de vista al teniente. El frente comprendía unos cien metros de vista del teniente. El frente comprendía unos cien metros y una profundidad cada vez mayor. De pronto, Gamboa reapareció ante él, el rostro siempre sereno, los ojos afiebrados, tocó el silbato y la retaguardia, encuadrada por los suboficiales, salió despedida hacia el cerro. Ahora eran tres las columnas que avanzaban, lejos de él, que había quedado solo, junto a los matorrales espinosos. Permaneció en el sitio unos minutos, pensando en lo lentos, los torpes que eran los cadetes, si los comparaba con los soldados o con los alumnos de la
Escuela Militar. Luego caminó detrás de la compañía a ratos, observaba con los prismáticos. Desde lejos, la progresión sugería un movimiento simultáneo de retroceso y avance: cuando la línea delantera estaba tendida, la segunda columna progresaba a toda carrera, superaba la posición de aquélla y pasaba a la vanguardia; la tercera columna avanzaba hasta el emplazamiento abandonado por la segunda línea. Al avance siguiente, las tres columnas volvían al orden inicial, segundos después se desarticulaban, se igualaban. Gamboa agitaba los brazos, parecía apuntar y disparar con el dedo a ciertos cadetes y, aunque no podía oírlos, el capitán Garrido adivinaba fácilmente sus órdenes, sus observaciones.
Y súbitamente, oyó los disparos. Miró su reloj. “Exacto, pensó. Las nueve y media en punto.” Observó con los prismáticos; en efecto, la vanguardia se hallaba a la distancia prevista. Miró los blancos, pero no alcanzó a distinguir los tiros acertados. Corrió unos veinte metros y esta vez comprobó que las circunferencias tenían una docena de perforaciones. “Los soldados son mejores, pensó; y éstos salen con grado de oficiales de reserva. Es un escándalo.” Siguió avanzando, casi sin quitarse los prismáticos de la cara. Los saltos eran más cortos; las columnas progresaban de diez en diez metros. Disparó la segunda línea y, apenas apagado el eco, el silbato indicó que las columnas de adelante y atrás podían avanzar. Los cadetes se destacaban diminutos contra el horizonte, parecían brincar en el sitio, caían. Un nuevo silbato y la columna que estaba tendida disparaba. Después de cada ráfaga, el capitán examinaba los blancos y calculaba los impactos. A medida que la compañía se acercaba al cerro, los tiros era mejores: las circunferencias estaban acribilladas. Observaba las caras de los tiradores; rostros congestionados, infantiles, lampiños, un ojo cerrado y el otro fijo en la ranura del alza. El retroceso de la culata conmovía esos cuerpos jóvenes que, el hombro todavía resentido, debían incorporarse, correr agazapados y volver a arrojarse y disparar, envueltos para una atmósfera de violencia que sólo era un simulacro. Porque el capitán Garrido sabía que la guerra no era así.
En ese momento vio la silueta verde que hubiera podido pisar si no la divisaba a tiempo, y ese fusil con el cañón monstruosamente hundido en la tierra, en contra de todas las instrucciones sobre el cuidado del arma. No atinaba a comprender qué podían significar ese cuerpo y ese fusil derribados. Se inclinó. El muchacho tenía la cara contraída por el dolor y los ojos y la boca muy abiertos. La bala le había caído en la cabeza: un hilo de sangre corría por el cuello. El capitán dejó caer los prismáticos que tenía en la mano, cargó al cadete, pasándole un brazo por las piernas y otro por la espalda y echó a correr, atolondrado, hacía el cerro, gritando: “¡Teniente Gamboa, teniente Gamboa!” Pero tuvo que correr muchos metros antes que lo oyeran. La primera compañía -escarabajos idénticos que escalaban la pendiente hasta los blancos -debía estar demasiado absorbida por los gritos de Gamboa y el esfuerzo que exigía el ascenso rampante para mirar atrás. El capitán trataba de localizar el uniforme claro de Gamboa
o a los suboficiales. De pronto, los escarabajos se detuvieron, giraron y el capitán se sintió observado por decenas de cadetes. “Gamboa, suboficiales, gritó,. ¡Vengan, rápido!” Ahora los cadetes se descolgaban por la pendiente a toda carrera y él se sintió ridículo con ese muchacho en los brazos. “Tengo una suerte de perro, pensó. El coronel meterá esto en mi foja de servicios.” El primero en llegar a su lado fue Guamba. Miró asombrado al cadete y se inclinó para observarlo, pero el capitán gritó: -Rápido, a la enfermería. A toda carrera. Los suboficiales Morte y Pezoa cargaron al muchacho y se lanzaron por el campo, velozmente, seguidos por el capitán, el teniente y los cadetes que, desde todas direcciones, miraban con espanto el rostro que se balanceaba por efecto de la carrera: un rostro pálido, demacrado, que todos conocían. -Rápido -decía el capitán-. Más rápido. De pronto , Gamboa arrebató el cadete a los suboficiales, lo echó sobre sus hombros y aceleró la carrera; en pocos segundos sacó una distancia de varios metros. -Cadetes -gritó el capitán-. Paren el primer coche que pase. Los cadetes se apartaron de los suboficiales y cortaron camino, transversalmente. El capitán quedó retrasado, junto a Morte y Pezoa. -¿Es de la primera compañía? -preguntó. -Sí, mi capitán -dijo Pezoa-. De la primera sección. -¿Cómo se llama? -Ricardo Arana, mi capitán. - Vaciló un instante y añadió: -Le dicen el Esclavo.
ISABEL ALLENDE (1942) Esta escritora nacida en Lima cuando su padre era diplomático allìí pero chilena porque era su origen, es hoy una de las más populares novelistas iberoamericanas cuya obra ha sido traducida a más de 27 idiomas. Su parentesco con Salvador Allende y su convicción política le ocasionaron los conflictos que caracterizaron la vida de los chilenos contrarios a Pinochet. Desde el punto de vista literario su obra creativa es producto de situaciones espontáneas, y aunque se advierta un lugar, una época, los personajes y la historia se van dando por sí solos sin que haya un plan que los conduzca. Algunos de sus libros son producto de cartas o reflexiones personales, como se advierte en La casa de los espíritus y Paula, novela que escribió por su hija. Allende ha hecho del humor una parte integral de su escritura, ya sea periodística o de ficción, destacando que esa alternativa viene desde su etapa de periodista. En su novela El zorro: Comienza la leyenda, publicada en el 2005, desentraña la historia de ese personaje celebre de la California colonial y La ciudad de las bestias es una novela de aventuras que le sirvió para encontrar otras facetas de la narrativa que la han hecho tan popular.
LA CIUDAD DE LAS BESTIAS (Fragmento) El abominable hombre de la selva Quien boca tiene, a Roma llega”, era uno de los axiomas de Kate Coid. Su trabajo la obligaba a viajar por lugares remotos, donde seguramente había puesto en práctica ese dicho muchas veces. Alex era más bien tímido, le costaba abordar a un desconocido para averiguar algo, pero no había otra solución. Apenas logró tranquilizarse y recuperar el habla, se acercó a un hombre que masticaba una hamburguesa y le preguntó cómo podía llegar a la calle Catorce con la Segunda Avenida. El tipo se encogió de hombros y no le contestó. Sintiéndose insultado, el muchacho se puso rojo. Vaciló durante unos minutos y por último abordó a uno de los empleados detrás del mostrador. El hombre señaló con el cuchillo que tenía en la mano una dirección vaga y le dio unas instrucciones a gritos por encima del bullicio del restaurante, con un acento tan cerrado, que no entendió ni una palabra. Decidió que era cosa de lógica: debía averiguar para qué lado quedaba la Segunda Avenida y contar las calles, muy sencillo; pero no le pareció tan sencillo cuando averiguó que se encontraba en la calle Cuarenta y dos con la Octava Avenida y calculó cuánto debía recorrer en ese frío glacial. Agradeció su entrenamiento en escalar montañas: si podía pasar seis horas trepando como una mosca por las rocas, bien podía caminar unas pocas cuadras por terreno plano. Subió el cierre de su chaquetón, metió la cabeza entre los hombros, puso las manos en los bolsillos y echó a andar. Había pasado la medianoche y empezaba a nevar cuando el muchacho llegó a la calle de su abuela. El barrio le pareció decrépito, sucio y feo, no había un árbol por ninguna parte y desde hacía un buen rato no se veía gente. Pensó que sólo un desesperado como él podía andar a esa hora por las peligrosas calles de Nueva York, sólo se había librado de ser víctima de un atraco porque ningún bandido tenía ánimo para salir en ese frío. El edificio era una torre gris en medio de muchas otras torres idénticas, rodeada de rejas de seguridad. Tocó el timbre y de inmediato la voz ronca y áspera de Kate Coid preguntó quién se atrevía a molestar a esa hora de la noche. Alex adivinó que ella lo estaba esperando, aunque por supuesto jamás lo admitiría. Estaba helado hasta los huesos y nunca en su vida había necesitado tanto echarse en los brazos de alguien, pero cuando por fin se abrió la puerta del ascensor en el piso once y se encontró ante su abuela, estaba determinado a no permitir que ella lo viera flaquear. —Hola, abuela —saludó lo más claramente que pudo, dado lo mucho que le castañeaban los dientes. —¡Te he dicho que no me llames abuela! —lo increpó ella. —Hola, Kate. —Llegas bastante tarde, Alexander. —¿No quedamos en que me ibas a recoger en el
aeropuerto? —replicó él procurando que no le saltaran las lágrimas. —No quedamos en nada. Si no eres capaz de llegar del aeropuerto a mi casa, menos serás capaz de ir conmigo a la selva —dijo Kate Coid—. Quítate la chaqueta y las botas, voy a darte una taza de chocolate y prepararte un baño caliente, pero conste que lo hago sólo para evitarte una pulmonía. Tienes que estar sano para el viaje. No esperes que te mime en el futuro, ¿entendido? —Nunca he esperado que me mimaras —replicó Alex. —¿Qué te pasó en la mano? —preguntó ella al ver el vendaje, empapado. —Muy largo de contar. El pequeño apartamento de Kate Coid era oscuro, atiborrado y caótico. Dos de las ventanas —con los vidrios inmundos— daban a un patio de luz y la tercera a un muro de ladrillo con una escalera de incendio. Vio maletas, mochilas, bultos y cajas tirados por los rincones, libros, periódicos y revistas amontonados sobre las mesas. Había un par de cráneos humanos traídos del Tíbet, arcos y flechas de los pigmeos del África, cántaros funerarios del desierto de Atacama, escarabajos petrificados de Egipto y mil objetos más. Una larga piel de culebra se extendía a lo largo de toda una pared. Había pertenecido a la famosa pitón que se tragó la cámara fotográfica en Malasia. Hasta entonces Alex no había visto a su abuela en su ambiente y debió admitir que ahora, al verla rodeada de sus cosas, resultaba mucho más interesante. Kate Coid tenía sesenta y cuatro años, era flaca y musculosa, pura fibra y piel curtida por la intemperie; sus ojos azules, que habían visto mucho mundo, eran agudos como puñales. El cabello gris, que ella misma se cortaba a tijeretazos sin mirarse al espejo, se paraba en todas direcciones, como si jamás se lo hubiera peinado. Se jactaba de sus dientes, grandes y fuertes, capaces de partir nueces y destapar botellas; también estaba orgullosa de no haberse quebrado nunca un hueso, no haber consultado jamás a un médico y haber sobrevivido desde a ataques de malaria hasta picaduras de escorpión. Bebía vodka al seco y fumaba tabaco negro en una pipa de marinero. Invierno y verano se vestía con los mismos pantalones bolsudos y un chaleco sin mangas, con bolsillos por todos lados, donde llevaba lo indispensable para sobrevivir en caso de cataclismo. En algunas ocasiones, cuando era necesario vestirse elegante, se quitaba el chaleco y se ponía un collar de colmillos de oso, regalo de un jefe apache. Lisa, la madre de Alex, tenía terror de Kate, pero los niños esperaban sus visitas con ansias. Esa abuela estrafalaria, protagonista de increíbles aventuras, les traía noticias de lugares tan exóticos que costaba imaginarlos. Los tres nietos coleccionaban sus relatos de viajes, que aparecían en diversas revistas y periódicos, y las tarjetas postales y fotografías que ella les enviaba desde los cuatro puntos cardinales. Aunque a veces les daba vergüenza presentarla a sus amigos, en el fondo se sentían orgullosos de que un miembro de su familia fuera casi
una celebridad. Media hora más tarde Alex había entrado en calor con el baño y estaba envuelto en una bata, con calcetines de lana, devorando albóndigas de carne con puré de patatas, una de las pocas cosas que él comía con agrado y lo único que Kate sabía cocinar. —Son las sobras de ayer —dijo ella, pero Alex calculó que lo había preparado especialmente para él. No quiso contarle su aventura con Morgana, para no quedar como una babieca, pero debió admitir que le habían robado todo lo que traía. —Supongo que me vas a decir que aprenda a no confiar en nadie —masculló el muchacho sonrojándose. —Al contrario, iba a decirte que aprendas a confiar en ti. Ya ves, Alexander, a pesar de todo pudiste llegar hasta mi apartamento sin problemas. —¿Sin problemas? Casi muero congelado por el camino. Habrían descubierto mi cadáver en el deshielo de la primavera —replicó él. —Un viaje de miles de millas siempre comienza a tropezones. ¿Y el pasaporte? —inquirió Kate. —Se salvó porque lo llevaba en el bolsillo. —Pégatelo con cinta adhesiva al pecho, porque si lo pierdes estás frito. —Lo que más lamento es mi flauta —comentó Alex. —Tendré que darte la flauta de tu abuelo. Pensaba guardarla hasta que demostraras algún talento, pero supongo que está mejor en tus manos que tirada por allí —ofreció Kate. Buscó en las estanterías que cubrían las paredes de su apartamento desde el suelo hasta el techo y le entregó un estuche empolvado de cuero negro. —Toma, Alexander. La usó tu abuelo durante cuarenta años, cuídala. El estuche contenía la flauta de Joseph Coid, el más célebre flautista del siglo, como habían dicho los críticos cuando murió. «Habría sido mejor que lo dijeran cuando el pobre Joseph estaba vivo», fue el comentario de Kate cuando lo leyó en la prensa. Habían estado divorciados por treinta años, pero en su testamento Joseph Coid dejó la mitad de sus bienes a su ex esposa, incluyendo su mejor flauta, que ahora su nieto tenía en las manos. Alex abrió con reverencia la gastada caja de cuero y acarició la flauta: era preciosa. La tomó delicadamente y se la llevó a los labios. Al soplar, las notas escaparon del instrumento con tal belleza, que él mismo se sorprendió. Sonaba muy distinta a la flauta que Morgana le había robado. Kate Coid dio tiempo a su nieto de inspeccionar el instrumento y de agradecerle profusamente, como ella esperaba; enseguida le pasó un libraco amarillento con las tapas sueltas: Guía de salud del viajero audaz. El muchacho lo abrió al azar y leyó los síntomas de una enfermedad mortal que se adquiere por comer el cerebro de los antepasados. —No como órganos —dijo. —Nunca se sabe lo que le ponen a las albóndigas —replicó su abuela.
Sobresaltado, Alex observó con desconfianza los restos de su plato. Con Kate Coid era necesario ejercer mucha cautela. Era peligroso tener un antepasado como ella. —Mañana tendrás que vacunarte contra medía docena de enfermedades tropicales. Déjame ver esa mano, no puedes viajar con una infección —le ordenó Kate. Lo examinó con brusquedad, decidió que su hijo John había hecho un buen trabajo, le vació medio frasco de desinfectante en la herida, por si acaso, y le anunció que al día siguiente ella misma le quitaría los puntos. Era muy fácil, dijo, cualquiera podía hacerlo. Alex se estremeció. Su abuela tenía mala vista y usaba unos lentes rayados que había comprado de segunda mano en un mercado de Guatemala. Mientras le ponía un nuevo vendaje, Kate le explicó que la revista International Geographic había financiado una expedición al corazón de la selva amazónica, entre Brasil y Venezuela, en busca de una criatura gigantesca, posiblemente humanoide, que había sido vista en varias ocasiones. Se habían encontrado huellas enormes. Quienes habían estado en su proximidad decían que ese animal —o ese primitivo ser humano— era más alto que un oso, tenía brazos muy largos y estaba todo cubierto de pelos negros. Era el equivalente del yeti del Himalaya, en plena selva. —Puede ser un mono... —sugirió Alex. —¿No crees que más de alguien habrá pensado en esa posibilidad? —lo cortó su abuela. —Pero no hay pruebas de que en verdad exista... — aventuró Alex. —No tenemos un certificado de nacimiento de la Bestia, Alexander. ¡Ah! Un detalle importante: dicen que despide un olor tan penetrante, que los animales y las personas se desmayan o se paralizan en su proximidad. —Si la gente se desmaya, entonces nadie lo ha visto. —Exactamente, pero por las huellas se sabe que camina en dos patas. Y no usa zapatos, en caso que ésa sea tu próxima pregunta. —¡No, Kate, mi próxima pregunta es si usa sombrero! — explotó su nieto. —No creo. —¿Es peligroso? —No, Alexander. Es de lo más amable. No roba, no rapta niños y no destruye la propiedad privada. Sólo mata. Lo hace con limpieza, sin ruido, quebrando los huesos y destripando a sus víctimas con verdadera elegancia, como un profesional —se burló su abuela. —¿Cuánta gente ha matado? —inquirió Alex cada vez más inquieto. —No mucha, si consideramos el exceso de población en el mundo. —¡Cuánta, Kate! —Varios buscadores de oro, un par de soldados, unos comerciantes... En fin, no se conoce el número exacto. —¿Ha matado indios? ¿Cuántos? —preguntó Alex. —No se sabe, en realidad. Los indios sólo saben contar
hasta dos. Además, para ellos la muerte es relativa. Si creen que alguien les ha robado el alma, o ha caminado sobre sus huellas, o se ha apoderado de sus sueños, por ejemplo, eso es peor que estar muerto. En cambio, alguien que ha muerto puede seguir vivo en espíritu. —Es complicado —dijo Alex, que no creía en espíritus. —¿Quién te dijo que la vida es simple? Kate Coid le explicó que la expedición iba al mando de un famoso antropólogo, el profesor Ludovic Leblanc, quien había pasado años investigando las huellas del llamado yeti, o abominable hombre de las nieves en las fronteras entre China y Tíbet, sin encontrarlo. También había estado con cierta tribu de indios del Amazonas y sostenía que eran los más salvajes del planeta: al primer descuido se comían a sus prisioneros. Esta información no era tranquilizadora, admitió Kate. Serviría de guía un brasileño de nombre César Santos, quien había pasado la vida en esa región y tenía buenos contactos con los indios. El hombre poseía una avioneta algo destartalada, pero todavía en buen estado, con la cual podrían internarse hasta el territorio de las tribus indígenas. —En el colegio estudiamos el Amazonas en una clase de ecología —comentó Alex, a quien ya se le cerraban los ojos. —Con esa clase basta, ya no necesitas saber nada más — apunto Kate. Y agregó—: Supongo que estás cansado. Puedes dormir en el sofá y mañana temprano empiezas a trabajar para mi. —¿Qué debo hacer? —Lo que yo te mande. Por el momento te mando que duermas. —Buenas noches, Kate... —murmuró Alex enroscándose sobre los cojines del sofá. —¡Bah! —gruñó su abuela. Esperó que se durmiera y lo tapó con un par de mantas.
BERTOLT BRECHT (1898 - 1956) Considerado la figura cumbre del teatro del S. XX, este poeta y dramaturgo alemán ha dejado para la historia de las artes de la representación, no sólo importantísimas obras, sino, sobre todo, una serie de nuevos conceptos teatrales y de formación del actor. La primera etapa del teatro brechtiano (Baal, Tambores en la noche, En la jungla de las ciudades, Hombre por hombre) concluye con la primera gran obra: La ópera de tres centavos y resume algunos de los criterios teatrales de Brecht: el sentido antiburgués, el sarcasmo y la desilusión, la revalorización artística de las facetas desconocidas del hombre y de la sociedad y el teatro "épico"; además la introducción de la música que estará permanentemente viva en las obras de este autor. El segundo período está dominado por principios ideológicos marxistas, la oposición de la lógica de las ideas "abstractas" (superstición, prejuicios, patrañas) y la nueva lógica de los hechos "concretos", es decir un sistema de opiniones ligadas a la realidad social. Sobresalen las obras La excepción y la regla, Los Horacios y los Curiacios, y algunas que corresponden a su actitud antifascista: Terror y miseria del tercer Reich y Los fusiles de madre Carrar. Sin embargo, la más destacada es Santa Juana de los mataderos, escrita hacia 1929 y ambientada en Chicago, Estados Unidos. Algunos de los principios del teatro "épico" y del "extrañamiento" brechtiano pueden resumirse así: a) el espectador se convierte en observador y se despierta su actividad; b) el hombre es un objeto de investigación, variable y a la vez modificador, es decir un proceso; c) los acontecimientos que se presentan en escena no deben sucederse imperceptiblemente, sino que es necesario que quede entre ellos un espacio por donde pueda entrar en juego la facultad de juzgar; d) Por lo tanto, las partes de la historia han de yuxtaponerse cuidadosamente, dando a cada una de ellas su estructura propia de pequeña pieza dentro de la pieza. La tercera etapa del teatro de Brecht está representada por 5 obras fundamentales: Vida de Galileo (Galileo Galilei la han llamado otros), Madre Coraje y sus hijos, El señor Puntila y su criado Matti, La buena alma de Sezuán y El círculo de tiza caucasiano. En ella se advierte una fusión de fantasía e intención política, densidad humana y ordenamiento del pensamiento. El mundo de estas obras ha adquirido gravedad, se ha vuelto complejo, pero hay una irreprimible esperanza por un mundo mejor. La tensión moral y artística en que las sitúa determinan su riqueza dialéctica, su ironía y su humor.
LA EXCEPCIÓN Y LA REGLA (Escenas) PERSONAJES: Comerciante Guía Coolí Dos policías Tabernero Juez La mujer del coolí Guía de la segunda caravana Dos jueces LOS ACTORES: Vamos a contarles La historia de un viaje, El de un explotador y dos explotados. Observen con atención la conducta de esta gente: La encontrarán rara, pero admisible, Inexplicable, aunque común, Incomprensible, mas dentro de las reglas. Desconfíen del acto más trivial y en apariencia sencillo, Y examinen, sobre todo, lo que parezca habitual. Les suplicamos expresamente: No acepten lo habitual como una cosa natural. Pues en tiempos de desorden sangriento, De confusión organizada, De arbitrariedad consciente, De humanidad deshumanizada, Nada debe parecer natural Nada debe parecer imposible de cambiar. I CARRERA EN EL DESIERTO (Una pequeña expedición marcha apresuradamente en el desierto). COMERCIANTE (a sus dos acompañantes, el guía y el coolí que lleva el equipaje): Rápido, haraganes. Pasado mañana tenemos que llegar al puesto Han. Cueste lo que cueste debemos lograr un día de ventaja. (Al público). Soy el comerciante Karl Langman y viajo a Urga para ultimar los detalles de una concesión. Detrás vienen mis competidores. El que llegue primero cierra el trato. Gracias a mi astucia, a mi energía para vencer dificultades y a mi mano dura con el personal, logré recorrer la distancia en la mitad del tiempo habitual. Lamentablemente, mis competidores desarrollan igual velocidad. (Mira hacia atrás con su anteojo largavista). ¡Vean un poco, otra vez pisándonos los talones! (Al guía). ¿Por qué no apuras al changador? Te empleé para eso, pero ustedes quieren pasear a costa mía. . . ¿Sabes cuánto me cuesta este viaje? Claro, el dinero no es de ustedes. Si
no colaboran conmigo, me quejaré en Urga a la agencia de colocaciones. GUIA (al changador): Vamos, camina más rápido. COMERCIANTE: No hablas como es debido, nunca serás un verdadero guía. Debí tomar uno más caro. Están acortando distancia a cada momento. ¡Pégale de una vez! No soy amigo de los golpes, pero ahora son necesarios. Si no llego primero, estoy arruinado. Empleaste de changador a tu propio hermano. Confiésalo. Es pariente tuyo y por eso no le pegas. ¡Si los conoceré yo. . .! Crueldad les sobra. ¡Pégale o te despido! Luego podrás reclamar tu salario ante la justicia.¡Por amor de Dios, que nos alcanzan! COOLI (al guía): Pégame, pero no con todas tus fuerzas, porque si debo llegar al puesto Han tengo que ahorrar energías. (El guía golpea al coolí). GRITOS DESDE ATRÁS: ¡Hola! ¿Es este el camino de Urga? ¡Somos gente de paz! ¡Espérennos! COMERCIANTE (no responde ni tampoco se da vuelta): ¡Que el demonio se los lleve! ¡Adelante! Serán tres días de apurar a mi gente, los dos primeros con injurias, el tercero prometiendo que en Urga todo se arreglará. Mis competidores no dejan de pisarme los talones, pero durante la segunda noche no pienso detenerme. Así me habrán perdido de vista cuando llegue al puesto, el tercer día, uno antes que ellos. (Canta): El no haber dormido me dio ventaja. Apurarlos me hizo adelantar. El hombre débil se queda atrás y el fuerte llega primero. II AL FINAL DE LA RUTA TRANSITADA COMERCIANTE (frente al puesto Han): Henos aquí en el puesto Han. Gracias a Dios, llegué un día antes que cualquier otro. Mis hombres están exhaustos. Además se sienten amargados. No sirven para batir records. No saben luchar. ¡Miserable chusma! Naturalmente, no se atreven a decir nada, pues gracias a Dios existe aún la policía para mantener el orden. DOS POLICÍAS (se acercan): ¿Todo bien, señor? ¿Está satisfecho con el camino? ¿Conforme con el personal? COMERCIANTE: Todo en orden. Hice el viaje en tres días, en lugar de cuatro. El camino está a la miseria, pero yo consigo lo que me propongo. ¿En qué estado se encuentra la ruta a partir de aquí? ¿Qué viene ahora? LOS POLICÍAS: Ahora, señor, viene el desierto Jahí, totalmente deshabitado. COMERCIANTE: ¿Se puede lograr escolta policial? LOS POLICÍAS (alejándose): No, señor, somos la última patrulla que encontrará. III DESPIDO DEL GUIA EN EL PUESTO HAN GUIA: Desde que hablamos con los policías nuestro comerciante parece cambiado. Su tono es muy distinto, casi amistoso. Eso nada tiene que ver con el ritmo del viaje, ya que tampoco aquí, en esta última
parada antes del desierto Jahí, nos detendremos para descansar. No sé cómo hacer para llevar al changador, tan agotado, hasta Urga. Esta cordialidad del comerciante me inquieta mucho. Temo que esté tramando algo. Anda mucho de un lado a otro, sumido en cavilaciones. Nuevos pensamientos, nuevas vilezas. Pero de todos modos el changador y yo tenemos que aguantarlo. De lo contrario, no nos pagará y nos despedirá en mitad del desierto. COMERCIANTE (se acerca): Toma un poco de tabaco. Aquí tienes papel para cigarrillos . Por una pitada son capaces de tirarse al fuego. ¡Qué no harían por llevarse ese humo a la garganta! Gracias a Dios nuestro tabaco alcanza para tres viajes a Urga. GUIA (recibiendo el tabaco. Aparte): ¡Nuestro tabaco! COMERCIANTE: Sentémonos, amigo. ¿Por qué no te sientas? Un viaje como éste acerca a los hombres. Si no quieres, puedes quedarte de pie. Ustedes tienen también sus costumbres. Yo generalmente no me siento contigo y tú, a tu vez, no lo haces con el changador. Sobre estas diferencias está construido el orden del mundo. Pero podemos fumar juntos. . . ¿o no? (Se ríe). Eso es lo que me gusta de ti. Es también una especie de orgullo. Junta, pues, todo el equipaje y no olvides el agua. Dicen que hay pocos pozos en el desierto. Además, amigo mío, quisiera prevenirte: ¿viste cómo te miró el changador cuando lo trataste rudamente? Había algo en su expresión que no indicaba nada bueno. No obstante, deberás ser más enérgico con él los próximos días, pues tendremos que apurar la marcha. Y es haragán. La región hacia la que nos dirigimos es desierta y posiblemente allí muestre su verdadera cara. Sí, tú eres mejor; ganas más y no tienes que transportar ninguna carga. Razón suficiente para que el otro te odie. Harás bien en mantenerte alejado de él. (El guía se dirige por la puerta abierta al patio contiguo. El comerciante se ha quedado solo). ¡Qué gente más rara! (El comerciante permanece sentado y en silencio. El guía inspecciona al lado el trabajo del changador. Luego se sienta y fuma. Cuando el coolí ha terminado, se sienta también y recibe del guía tabaco y papel de cigarrillos, iniciando con él una conversación).
COOLI: El comerciante dice siempre que hace un bien a la humanidad sacando petróleo de la tierra, que si se hace salir el petróleo del suelo, habrá trenes y se extenderá el bienestar. Dice que aquí mismo habrá trenes. ¿De qué viviré yo entonces? GUIA: Tranquilízate. No habrá trenes tan pronto. Oí decir que cuando encuentran petróleo, guardan el secreto. Al que tapa el pozo se le paga por callarse. Por eso se apura tanto el comerciante. No es petróleo lo que busca, sino el precio del silencio. COOLI: No lo entiendo. GUIA: Nadie lo entiende. COOLI: La marcha por el desierto será cada vez peor. Espero que mis pies aguanten hasta el fin. GUIA: Seguramente. COOLI: ¿Hay bandidos por aquí? GUIA: Solamente hoy tendremos que cuidarnos, pues alrededor del puesto se reúne toda clase de gentuza. COOLI: ¿Y más adelante? GUIA: Una vez que pasemos el río Mir, será cuestión de no perder de vista los pozos de agua. COOLI: ¿Conoces el camino?
GUIA: Sí. (El comerciante ha oído hablar y escucha detrás de la puerta). COOLI: ¿Es difícil de cruzar el río Mir? GUIA: En esta época del año, generalmente no; pero cuando crecen las aguas, la corriente es tan fuerte que quien lo hace arriesga la vida. COMERCIANTE: ¡Pero habla realmente con el changador! Con él sí puede estar sentado y fumar: COOLI: ¿Qué se hace en esos casos? GUIA: A veces es necesario esperar una semana para poder cruzar sin peligro. COMERCIANTE: ¡Qué descaro! Hasta le aconseja que se tome todo el tiempo que quiera y cuide bien su preciosa vida. Es un tipo peligroso. Incluso será capaz de defenderlo. No hay nada que hacer. No es hombre para esto. . . Si no le da por hacer algo peor. En suma, a partir de hoy van a ser dos contra uno. Es evidente que tiene miedo de tratar con fuerza a quien lleva bajo: su mando, ahora que vamos a cruzar un paraje desolado. No tengo más remedio que quitarme de encima a ese individuo. (Se acerca al lugar en que se hallan los otros dos). Te mandé controlar si se está haciendo bien el equipaje. Veamos si cumples mis órdenes. (Tironea de la correa de un bulto hasta que se rompe). ¿A esto llamas hacer bien un bulto? Una correa rota es un día perdido. Pero esto es justamente lo que quieres: parar. GUIA: Yo no quiero parar. Y la correa no se rompe si no se la tironea tanto. COMERCIANTE: ¡Cómo! ¿Encima me contradices? ¿Se rompió o no la correa? Atrévete a decirme a la cara que no se ha roto. No se puede contar contigo para nada. He cometido un error al tratarte dignamente. Ninguno de los dos se lo merece. Un guía que no inspira respeto al personal no me sirve. Pareces más adecuado para changador que para guía. Hasta podría creer que tratas de sublevar al personal! GUIA: ¿Por qué? COMERCIANTE: Sí, eso es lo que quieres saber. Terminemos. Quedas despedido. GUIA: Pero usted no puede despedirme así, a mitad de camino. COMERCIANTE: Puedes estar contento de que no presente mi queja en la agencia de colocaciones de Urga. Aquí tienes el salario que te corresponde hasta este punto. (Llama al tabernero, quien acude). Usted es testigo; le he pagado. (Al guía). Desde ya te digo que es mejor que no vuelvas a aparecer en Urga. (Lo mira de arriba abajo). Nunca llegarás a nada. (Va con el tabernero a la otra habitación). Reanudo el viaje enseguida. Si me pasa algo, usted es testigo de que salí de aquí solo con este hombre. (Señala al coolí, El tabernero indica con ademanes que no entiende nada. El comerciante queda perplejo). No me entiende. Así no habrá quien pueda decir adonde he ido. Y lo peor de todo es que estos sinvergüenzas saben que no hay nadie. (Se sienta y escribe una carta).
GUIA (al coolí): Cometí un error al sentarme a tu lado. Ten cuidado, ese hombre es malo. (Le alcanza su botella de agua). Guarda esta cantimplora como reserva. Escóndela. Si llegan a perderse, con seguridad que te quitará la tuya. ¿Y cómo harías para encontrar la ruta? Te enseñaré el camino.
COOLI: Mejor no lo hagas. No debe oírte hablando conmigo. Si me despide, estoy perdido. Nada le obliga a pagarme, ya que no pertenezco a ningún sindicato, como tú. Puede hacerme cualquier cosa. COMERCIANTE(al tabernero): Entregue esta carta a la gente que llegará mañana aquí, en viaje hacia Urga. Yo proseguiré solo con mi changador. TABERNERO (asiente con la cabeza y toma la carta): Pero no es un guía. COMERCIANTE (para sí): ¡Ah, así que entiende! Antes no quiso entender. . Conoce el asunto. No quiere ser testigo en estas cosas. (Al tabernero, rudamente). Indique a mi changador el camino a Urga. (El tabernero sale y explica al coolí el camino a Urga. Este, a su vez, asiente con la cabeza, viva y reiteradamente, en señal de comprensión). Veo que habrá lucha. (Saca su revólver y lo limpia, cantado:) El hombre débil perece y el fuerte triunfa. ¿Por qué la tierra debe entregar su petróleo? ¿Por qué el coolí debe cargar mi equipaje? Hay que luchar por el petróleo Contra la tierra y el coolí. Y en esta lucha el lema será: El hombre débil perece y el fuerte triunfa. (Listo para emprender el viaje, pasa al otro patio). ¿Conoces el camino ahora? COOLI: Sí, señor. COMERCIANTE: Andando ,entonces. El comerciante v el coolí salen. El tabernero y el guía los siguen con la mirada). GUIA: No sé si mi colega entendió realmente. Tardó muy poco para comprender. VII EL REPARTO DEL AGUA COMERCIANTE: ¿Por qué te has detenido? COOLI: Patrón, la carretera ha terminado. COMERCIANTE: ¿Y qué? COOLI: Patrón, si me pegas, no lo hagas en el brazo lastimado. No conozco el camino de aquí en adelanté COMERCIANTE: Pero si el hombre del puesto Han de lo explicó. COOLI: Sí, patrón. COMERCIANTE: Cuando te pregunté si lo habías comprendido, me dijiste que sí. COOLI: Sí, patrón. COMERCIANTE: ¿Y no lo habías comprendido? COOLI: No, patrón. COMERCIANTE: ¿Entonces por qué dijiste que sí? COOLI: Tenía miedo de que me echases. Sólo sé que no debemos perder de vista los pozos de agua, COMERCIANTE f; Entonces, síguelos. COOLI: Es que no sé dónde están. COMERCIANTE: Sigue andando. Y no trates de burlarte de mí. Sé muy bien que has pasado por aquí otras veces. (Siguen caminando). COOLI: ¿Pero no sería mejor esperar a los que vienen detrás?
COMERCIANTE: No. (Siguen caminando). COMERCIANTE Quieres decirme a dónde vas? Estamos yendo hacia el norte. El este es por allá. (El coolí sigue en esa dirección). ¡Alto! ¿Qué te ocurre? (El coolí se detiene, pero evita la mirada del comerciante). ¿Por qué no me miras a los ojos? COOLI: Creía que el este estaba allí. COMERCIANTE: ¿Qué te has creído , pillo? Ya te voy a mostrar cómo se guía a la gente. (Le pega). ¿Sabes ahora dónde queda el este? COOLI (gritando): ¡En el brazo, no! COMERCIANTE: ¿Dónde está el este? COOLI: ¡Ahí! COMERCIANTE (furioso): ¿Ahí? ¡Pero tú ibas hacia allá! COOLI: No, patrón. COMERCIANTE: ¿Me vas a decir que no ibas hacia allá? (Le pega). COOLI: Sí, patrón. COMERCIANTE: ¿Dónde están los pozos del agua? (El coolí calla. El comerciante, aparentemente tranquilo). Acabas de decir que sabías dónde se encontraban los pozos. ¿Lo sabes? (El coolí calla. El comerciante le pega). ¿Lo sabes? COOLI: Sí. COMERCIANTE (le pega): ¿Lo sabes? COOLI: No. COMERCIANTE: Dame tu cantimplora. (El coolí se la entrega). Podría considerar que ahora toda el agua me corresponde a mí porque tú me has guiado mal. Pero no lo hago: la comparto contigo. Bebe tu trago, y andando. (Consigo mismo). Perdí el control. No debí castigarlo en esa forma. (Siguen la marcha). COMERCIANTE: Ya estuvimos aquí. Mira las huellas. COOLI: Si es así, no hemos podido alejarnos mucho del camino. COMERCIANTE: Arma la carpa. Tu cantimplora está vacía. La mía también. (El comerciante se sienta, mientras el coolí arma la carpa. El comerciante bebe de su cantimplora a escondidas. Consigo mismo). No debe darse cuenta de que aún tengo para beber; de lo contrario, con que sólo le quede una chispa de razón en la cabeza, me va a matar. Si se acerca le pego un tiro. (Saca su revólver y lo apoya sobre las rodillas). Si por lo menos pudiéramos llegar al pozo por donde acabamos de pasar. Tengo la garganta reseca. ¿Cuánto tiempo puede un hombre soportar la sed? COOLI: Tengo que darle la cantimplora que me facilitó el guía. De lo contrario, cuando nos encuentren, si yo estoy con vida y él medio muerto de sed, me procesarán. (Toma la cantimplora y se dirige hacia el comerciante. Este lo advierte de pronto y no sabe si el coolí lo ha visto beber o no. Pero el coolí no lo vio beber. Sin decir nada, quiere alcanzarle la cantimplora. El comerciante, creyendo que se trata de una piedra grande con la cual el coolí pretende asesinarlo, grita con fuerza). COMERCIANTE: ¡Suelta esa piedra! (Y cuando el coolí, sin entender, sigue con la mano extendida para alcanzarle la cantimplora, el comerciante lo mata de un tiro). Tenía razón. Te lo buscaste, animal.
VIII CANCIÓN DE LOS TRIBUNALES, (Cantada por los actores mientras transforman el escenario en una sala de audiencias). Tras las hordas de bandidos llegan los jueces. Muerto el inocente, los jueces se reúnen y condenan. Sobre la tumba de la víctima se asesina su derecho. Las sentencias de los jueces caen como puñales asesinos. ¡Ay! Pero con el puñal era suficiente. ¿Por qué tenía que agregarse la sentencia? Mira esos buitres. ¿Hacia dónde vuelan? Huyen del desierto, donde la comida falta. Pero los tribunales les darán de comer, Y hacia allí huyen los asesinos. Allí esconderán los bienes robados Envueltos en el papel en que está escrita la ley. JUEZ: ¿Encontraron la piedra con que el coolí lo amenazó? GUIA II: Ese hombre (señala al guía I) la sacó de la mano del muerto. (El guía muestra la cantimplora). JUEZ: ¿Es ésa la piedra? ¿La reconoce? COMERCIANTE: Sí, es esa. GUIA: A ver qué tiene dentro esta piedra. (Vierte el agua). JUEZ II: Es una cantimplora, no una piedra. Quería alcanzarle agua. JUEZ III: Es evidente que no tenía intención de matarlo. GUIA (abraza a la viuda): ¿Ves? ¡Te lo decía, es inocente! Logré una prueba excepcional. Antes de que salieran del puesto Han le di esta cantimplora. El tabernero es testigo de que es mía. TABERNERO (consigo mismo): ¡Tonto! ¡Ahora sí que estás perdido! JUEZ: Esto no puede ser verdad. (Al comerciante). ¡Sugieren que él le estaba ofreciendo de beber! COMERCIANTE: Debió ser una piedra. JUEZ: No, no fue ninguna piedra; usted mismo ve que es una cantimplora. COMERCIANTE: Pero yo no podía suponer que era una botella de agua. No había razón alguna para que ese hombre me diera de beber. Yo no era amigo suyo. GUIA: Pero de hecho le dio de beber. JUEZ: ¿Pero por qué le dio de beber? ¿Por qué? GUIA: Seguramente pensó que el comerciante tendría sed. (Los jueces cambian sonrisas entre sí). Quizá por humanidad. (Los jueces sonríen nuevamente). Quizá por estupidez, pues no creo que tuviera algo en contra del comerciante. COMERCIANTE: Entonces debió ser muy estúpido. Ese hombre sufrió un daño por mi culpa, quizá para el resto de su vida. ¡El brazo! Hasta habría hecho muy bien en querer vengarse. GUIA: Hubiera sido justo.
COMERCIANTE: A mi lado, al lado de un hombre que tiene mucho dinero,^ marchaba él por una suma irrisoria. Pero el camino era igualmente difícil para ambos. GUIA: Hasta eso admite. COMERCIANTE: Cuando estaba cansado, se lo castigaba. GUIA: ¿Y eso está bien o no? COMERCIANTE: Pensar que el coolí no me hubiese matado en la primera ocasión es suponer que no tenía cabeza. JUEZ: Usted reconoce, con razón, que el coolí debía odiarlo. Al matarlo, por lo tanto, ha asesinado usted a un inocente; pero sólo porque no sabía que era inofensivo. A veces le ocurre lo mismo a nuestra policía. Tiran contra una masa de tranquilos manifestantes, sólo porque no pueden imaginar cómo esa gente los baja del caballo y los lincha. Esos policías, en realidad, tiran sólo por miedo. Pero tener miedo es una muestra de que razonan bien. Por lo que usted declara, no pudo pensar que el coolí fuese una excepción. COMERCIANTE: Sí, hay que atenerse a la regla y no a la excepción. JUEZ: ¡Sí, eso es! ¿Qué motivo pudo tener el coolí para dar de beber a su torturador? GUIA: Ningún motivo razonable. JUEZ (canta): La regla es: ojo por ojo, diente por diente. Tonto es quien pretende una excepción. El hombre cuerdo nunca puede esperar que su enemigo le ofrezca bebida. (Al tribunal). Pasamos a cuarto intermedio para deliberar. Los jueces se retiran. GUIA (canta): En el sistema que hemos creado Ser humanitario es una excepción. Quien es humano sufre las consecuencias. Teme a quien te parezca amistoso. No dejes que nadie se acerque a ayudarte. Si a tu lado hay un hombre sediento, Cierra pronto los ojos, tápate los oídos. Si a tu lado alguien jadea, No te acerques cuando te implora ayuda. ¡Ay de aquel que se deja arrastrar! Das de beber a un hombre Y el que bebe es un lobo. GUIA II: ¿No temes quedarte sin trabajo para siempre? GUIA: Tenía que decir la verdad. GUIA II (sonriendo): Bueno, si tenías que hacerlo. . . (Vuelven los jueces).
JUEZ (al comerciante): El tribunal le formula una última pregunta: ¿se ha beneficiado usted con la muerte del coolí? COMERCIANTE: Todo lo contrario. Lo necesitaba para el negocio que debía hacer en Urga. ¡El llevaba los mapas y las tablas de medidas que me eran indispensables! Yo solo no estaba en condiciones de transportar todas mis cosas. JUEZ: ¿Entonces no logró hacer su negocio en Urga? COMERCIANTE: ¡Claro que no! Llegué tarde. Estoy arruinado. JUEZ: Si es así, pasaré a dictar sentencia: el tribunal considera suficientemente probado que el coolí no se acercó a su patrón con una piedra en la mano, sino con una cantimplora. Pero aun tomando en cuenta este hecho, resulta más admisible que el coolí quisiera matarlo con la cantimplora que darle de beber. El changador pertenecía a una clase de hombres que tienen motivos verdaderos para sentirse en situación de desventaja. Para gente como él es lógico y nada más que lógico querer defenderse contra un reparto injusto del agua. Más aún, hasta puede parecerle justo a esta clase de gente, según su mentalidad limitada y unilateral, basada únicamente en la realidad, vengarse de su torturador. Cuando llegue el día de ajustar cuentas, sólo ellos podrán ganar. El comerciante no pertenece a la clase a que pertenecía el changador. Por eso tenía que ponerse en guardia. El comerciante no podía esperar un acto de camaradería por parte del changador, tan mal tratado, según él mismo lo declaró. Su razón le decía que estaba amenazado al extremo. Por fuerza debía preocuparse en una región totalmente despoblada. La falta de policía y de tribunales le daba a su empleado la posibilidad de sacarle su parte de agua con violencia. Por lo tanto, el acusado obró justificadamente en defensa propia, y tanto da que haya sido amenazado realmente o que sólo se creyera amenazado. Teniendo en cuenta las circunstancias expuestas, debió sentirse amenazado. Por ello, se exime de culpa y cargo al acusado, y no se hace lugar al pedido de la mujer del muerto.
LOS ACTORES: Así termina la historia de un viaje. Lo han oído y presenciado. Han visto lo habitual, Lo que constantemente se repite. Y sin embargo les rogamos: Consideren extraño lo que no lo es. Tomen por inexplicable lo habitual. Siéntanse perplejos ante lo cotidiano. Traten de hallar un remedio frente al abuso Pero no olviden que la regla es el abuso.
SAMUEL BECKET (1906 - 1982) Importante autor teatral nacido en Irlanda. Empezó su tarea creativa escribiendo en inglés; posteriormente se radicó en París y a partir de entonces su obra ha sido escrita en francés. Sin duda uno de los escritores que mayor influencia ejerció sobre él fue su compatriota y célebre escritor James Joyce. Su inclinación hacia el nihilismo lo condujo finalmente a realizar lo que se ha dado en llamar "el teatro del absurdo"; la mayor parte de sus personajes son seres condenados a la inmovilidad e impotencia y sometidos a un fatalismo irreversible, a la desesperanza y a la imposibilidad de toda redención. Sus obras más representativas son: Esperando a Godot, Final de partida, La última cinta, Días felices, todas dentro del teatro, aunque escribió también poesía y novela. En 1969 recibió el Premio Nobel de Literatura.
ESPERANDO A GODOT (Escenas)
POZZO - ¿Qué sucede ahora? VLADIMIR — Mi amigo se ha lastimado. POZZO - ¿Y Lucky? VLADIMIR - ¿Así que es él? POZZO - ¿Cómo? VLADIMIR - ¿Así que es él? POZZO - ¿Cómo? VLADIMIR - ¿Se trata de Lucky? POZZO - No comprendo. VLADIMIR - Y usted, ¿usted es Pozzo? POZZO — Pues claro que soy Pozzo. VLADIMIR — ¿Los mismos de ayer? POZZO - ¿De ayer? VLADIMIR — Ayer nos vimos. (Silencio) ¿No lo recuerda? POZZO — No recuerdo haberme encontrado con nadie ayer. Pero mañana no recordaré haberme encontrado con alguien hoy. No cuente conmigo para salir de dudas. Y basta ya. ¡En pie! VLADIMIR — Usted lo conducía a San Salvador para venderlo. Usted habló con nosotros. El bailó. Usted veía. POZZO — Si usted lo dice. Déjeme, por favor. (Vladimir se aparta). ¡En pie! VLADIMIR - Se levanta. Lucky se levanta, recoge el equipaje. POZZO - Hace bien. VLADIMIR - ¿A dónde se dirige? POZZO — No me preocupo por eso. VLADIMIR - ¡Cómo ha cambiado! (Lucky, cargado con el equipaje, se coloca delante de Pozzo.) POZZO — ¡Látigo! (Lucky deja el equipaje en el suelo, busca el látigo, lo encuentra, se lo da a Pozzo, vuelve a recoger el equipaje). ¡Cuerda! (Lucky deja el equipaje en el suelo, pone el extremo de la cuerda en la mano de Pozzo, vuelve a recoger el equipaje) VLADIMIR - ¿Qué hay en esa maleta? POZZO — Arena. (Tira de la cuerda) ¡En marcha! (Lucky se pone en movimiento, Pozzo le sigue). VLADIMIR - Un momento. (Pozzo se detiene. La cuerda se tensa. Lucky cae, tirándolo todo. Pozzo se tambalea, suelta la cuerda a tiempo, vacila. Vladimir le sostiene.^. POZZO - ¿Qué ocurre? VLADIMIR - Ha caído. POZZO — Pronto, levántele antes de que se duerma. VLADIMIR — ¿No se caerá usted si lo suelto? POZZO - No creo. Vladimir da unas patadas a Lucky. VLADIMIR — ¡Levántate! ¡Cerdo! (Lucky se pone de nuevo en pie, recoge el equipaje) Se ha levantado. POZZO (tiende la mano) - ¡Cuerda! (Lucky deja las maletas en el suelo, pone el extremo de la cuerda en la mano de Pozzo, vuelve a recoger el equipaje.)
VLADIMIR — No se marche todavía. POZZO - Me voy. VLADIMIR — ¿Qué hacen cuando caen en donde nadie puede ayudarles? POZZO — Esperamos a poder levantarnos. Después proseguimos la marcha. VLADIMIR — Antes de irse, dígale que cante. POZZO - ¿A quién? VLADIMIR-A Lucky. POZZO - ¿Qué cante? VLADIMIR — Sí. O que piense. O que recite. POZZO — Pero si es mudo. VLADIMIR - ¡Mudo! POZZO — Absolutamente. Ni siquiera puede gemir. VLADIMIR - ¡Mudo! ¿Desde cuándo? POZZO (furioso de repente) — ¿No ha terminado de envenenarme con sus historias sobre el tiempo? ¡Insensato! ¡Cuándo! ¡Cuándo! Un día, ¿no le basta?, un día como otro cualquiera, se volvió mudo, un día me volví ciego, un día nos volveremos sordos, un día nacimos, un día moriremos, el mismo día, el mismo instante, ¿no le basta? (Más calmado). Dan a luz a caballo sobre una tumba, el día brilla por un instante, y, después, de nuevo la noche. (Tira de la cuerda). ¡En marcha! Salen. Vladimir les sigue hasta el límite del escenario, mira cómo se alejan. Ruido de caída, subrayado por la mímica de Vladimir, anuncia que han caído otra vez. Silencio. Vladimir va hacia Estragón, le contempla un momento, después lo despierta. ESTRAGÓN (gestos alocados, palabras incoherentes. Por fin) — ¿Por qué nunca me dejas dormir? VLADIMIR - Me sentía solo. ESTRAGÓN - Soñaba que era feliz. VLADIMIR — Esto nos ha servido para pasar el rato. ESTRAGÓN -Soñaba que. . . VLADIMIR — ¡Cállate! (Silencio) Me pregunto si está ciego de verdad. ESTRAGÓN - ¿Quién? VLADIMIR — ¿Un verdadero ciego diría que carece de la noción del tiempo? ESTRAGÓN - ¿Quién? VLADIMIR - Pozzo. ESTRAGÓN - ¿Está ciego? VLADIMIR - Nos lo ha dicho7~ ESTRAGÓN - ¿Y qué? VLADIMIR — Me ha parecido que nos veía. ESTRAGÓN — Lo has soñado. (Pausa). Vayámonos. No podemos. Es cierto. (Pausa). ¿Seguro que no era él? VLADIMIR - ¿Quién? ESTRAGÓN - Godot. VLADIMIR - Pero, ¿quién? ESTRAGÓN - Pozzo. VLADIMIR — ¡No, por supuesto que no! (Pausa). No, no.
ESTRAGÓN — De todos modos, me levantaré. (Se levanta penosamente). ¡Ay! VLADIMIR — Ya no sé qué pensar. ESTRAGÓN — ¡Mis pies! (Vuelve a sentarse, intenta descalzarse). ¡Ayúdame! VLADIMIR — ¿Habré dormido mientras los otros sufrían? ¿Acaso duermo en este instante? Mañana, cuando crea despertar, ¿qué diré acerca de este día? ¿Que he esperado a Godot, con Estragón, mi amigo, en este lugar, hasta que cayó la noche? ¿Que ha pasado Pozzo, con su criado, y que nos ha hablado? Sin duda. Pero, ¿qué habrá de verdad en todo esto? (Estragón, que en vano se ha empeñado en descalzarse, vuelve a adormecerse, Vladimir lo mira). El no sabrá nada. Hablará de los golpes encajados y yo le daré una zanahoria. (Pausa). A caballo entre una tumba y un parto difícil. En el fondo del agujero, pensativamente, el sepulturero prepara sus herramientas. Hay tiempo para envejecer. El aire está lleno de nuestros gritos. (Escucha). Pero la costumbre ensordece. (Mira a Estragón). A mí también, otro me mira, decidiéndose: Duerme, no sabe, que duerme. (Pausa). No puedo continuar. (Pausa). ¿Qué he dicho?
(Va y viene, agitado, por fin se detiene cerca de la lateral izquierda, mira a lo lejos. Por la derecha el muchacho de la víspera. Se detiene. Silencio). MUCHACHO — Señor. . . (Vladimir se vuelve). Señor Albert. . VLADIMIR — Vuelta a empezar. (Pausa. Al muchacho). ¿No me reconoces? MUCHACHO - No, señor. VLADIMIR — ¿Fuiste tú quien vino ayer? MUCHACHO - No, señor. VLADIMIR — ¿Es la primera vez que vienes? MUCHACHO - Sí, señor. Silencio. VLADIMIR - De parte del señor Godot MUCHACHO - Sí, señor. VLADIMIR — ¿No vendrá esta noche? MUCHACHO - No, señor. VLADIMIR —Pero vendrá mañana. MUCHACHO - Sí, señor. VLADIMIR - Seguro. MUCHACHO - Sí, señor. Silencio. VLADIMIR — ¿Te has encontrado con alguien? MUCHACHO - No, señor, VLADIMIR - Otros dos... (duda).. . hombres. MUCHACHO — No he visto a nadie, señor, Silencio. VLADIMIR - ¿Qué hace el señor Godot? (Pausa). ¿Me oyes? MUCHACHO - Sí, señor. VLADIMIR - ¿Y pues? MUCHACHO — No hace nada, señor. Silencio. VLADIMIR - ¿Qué tal está tu hermano?
MUCHACHO - Está enfermo, señor. VLADIMIR — Quizá fuera él quien vino ayer. MUCHACHO - No lo sé, señor. Silencio. VLADIMIR - ¿El señor Godot, lleva barba? MUCHACHO - Sí, señor. VLADIMIR - ¿Rubia o. . . (duda). . . o morena? MUCHACHO (duda) — Creo que blanca, señor. Silencio. VLADIMIR — Misericordia. Silencio. MUCHACHO — ¿Qué debo decirle al señor Godot, señor? VLADIMIR — Le dirás —(se interrumpe)— le dirás que me has visto. (Pausa, Vladimir avanza, el muchacho retrocede. Vladimir se detiene, el muchacho se detiene). Dime, ¿estás seguro de haberme visto, no me dirás mañana que nunca me has visto? (Silencio. Vladimir da un brusco salto hacia adelante, el muchacho escapa como una flecha. Silencio. El sol se pone, la luna sale. Vladimir permanece inmóvil. Estragón se despierta, se descalza, se pone en pie, con los zapatos en la mano, los deja delante de la rampa, se dirige hacia Vladimir, le mira). ESTRAGÓN - ¿Qué te ocurre? VLADIMIR - Nada. ESTRAGÓN - Yo me voy. VLADIMIR - Yo también. Silencio. ESTRAGÓN - ¿He dormido mucho? VLADIMIR - No sé. Silencio. ESTRAGÓN - ¿A dónde iremos? VLADIMIR - No muy lejos. ESTRAGÓN — ¡No, no, vayámonos lejos de aquí! VLADIMIR - No podemos. ESTRAGÓN - ¿Por qué? VLADIMIR — Mañana debemos volver. ESTRAGÓN - ¿Para qué? VLADIMIR - Para esperar a Godot. ESTRAGÓN - Es cierto. (Pausa). ¿No ha venido? VLADIMIR - No. ESTRAGÓN — Y ahora ya es demasiado tarde. VLADIMIR - Sí, es de noche. ESTRAGÓN — ¿Y si lo dejamos correr? (Pausa). ¿Y si lo dejamos correr? VLADIMIR — Nos castigaría. (Silencio. Mira el árbol). Sólo el árbol vive. ESTRAGÓN (mira el árbol) - ¿Qué es? VLADIMIR - El árbol. ESTRAGÓN - No, ¿qué clase de árbol? VLADIMIR - No sé. Un sauce. ESTRAGÓN — Ven a ver. (Arrastra a Vladimir hacia el árbol. Quedan inmóviles ante él. Silencio). ¿Y si nos ahorcáramos? VLADIMIR ~ ¿Con qué?
ESTRAGÓN — ¿No tienes un trozo de cuerda? VLADIMIR - No. ESTRAGÓN - Pues no podemos. VLADIMIR - Vayámonos. ESTRAGÓN — Espera, podemos hacerlo con mi cinturón. VLADIMIR –Es demasiado corto. ESTRAGON –Tú me tiras de las piernas. VLADIMIR — ¿Y quién tirará de las mías? ESTRAGÓN - Es cierto. VLADIMIR — De todos modos, déjame ver. (Estragón desata la cuerda que sujeta su pantalón. Este, demasiado ancho, le cae sobre los tobillos. Miran la cuerda). La verdad, creo que podría servir. ¿Resistirá? ESTRAGÓN - Probemos. Toma. (Cada uno coge una punta de la cuerda y tiran. La cuerda se rompe. Están a punto de caer.) VLADIMIR — No sirve para nada. Silencio ESTRAGÓN — ¿Dices que mañana hay que volver? VLADIMIR Sí. ESTRAGÓN — Pues nos traeremos una buena cuerda. VLADIMIR - Eso es. Silencio ESTRAGÓN - Didi. VLADIMIR - Sí. ESTRAGÓN - No puedo seguir así. VLADIMIR - Eso es un decir. ESTRAGÓN — ¿Y si nos separásemos? Quizá sería lo mejor. VLADIMIR — Nos ahorcaremos mañana. (Pausa). A menos que venga Godot. ESTRAGÓN - ¿Y si viene? VLADIMIR — Nos habremos salvado. (Vladimir se quita el sombrero —el de Lucky— mira el interior pasa la mano por dentro, lo sacude, se lo cala). ESTRAGÓN - ¿Qué? ¿Nos vamos? VLADIMIR — Súbete los pantalones. ESTRAGÓN - ¿Cómo ? VLADIMIR -Súbete los pantalones. ESTRAGÓN — ¿Que me quite los pantalones? VLADIMIR — Súbete los pantalones. ESTRAGÓN - Ah, sí, es cierto. (Se sube los pantalones). Silencio. VLADIMIR - ¿Qué? ¿Nos vamos? ESTRAGÓN - Vamos. No se mueven. TELÓN.
JEAN GENET (1910-1986) Es un escritor francés nacido y fallecido en París. Este controversial autor es en prisión donde empieza a realizar sus trabajos literarios que tienen un carácter autobiográfico y en 1948, cuando ha pasado tres años en la cárcel y está a punto de ser condenado a cadena perpetua, la intercesión ante el Presidente de la República de artistas como Jean Paul Sartre, Jean Cocteau, Pablo Picasso hizo que se le concediera un indulto.
Para ese tiempo ya había publicado novelas, obras de teatro y varios textos poéticos, pero una parte de su obra ya había sido objeto de censura porque elogiaba, por ejemplo, la homosexualidad, cosa prohibida entonces, y el ladrón tenía un carácter heroico. A finales de los 60 Sartre escribe un duro ensayo sobre su vida y obra, que lo lleva al activismo político y es así que participa en los hechos de mayo del 68 criticando la actitud de la policía contra los argelinos residentes en Francia e interviene en actos organizados por los “panteras negras” en los Estados Unidos o siendo uno de los testigos occidentales de la represión del gobierno israelí contra el pueblo palestino en 1982, señalan sus biógrafos.
En 1984 la Academia Francesa le concede el Premio Nacional de las Letras. En Las criadas, el autor se sumerge en el mundo de ellas, quienes agobiadas y reprimidas por su condición social se encuentran al límite de la cordura, desesperadas por definirse a sí mismas y encontrar un rol en la sociedad. Magistralmente el dramaturgo realiza el cambio de papeles y la inversión entre el bien y el mal como técnicas para subrayar la falsedad de los valores sociales. Las hermanas protagonista, Clara y Solange Demeutier, personajes misteriosos y verdaderas almas siamesas, son destacadas por Jean Genet, componiendo el engranaje de un proceso ritual, el cual propone en varios niveles una búsqueda desesperada. El autor no juega, tampoco se divierte ni intenta divertir. La Señora no es la Señora, Solange no es Solange, Clara no es Clara y cualquiera de las tres puede ser una de las otras; indudablemente “las dos sirvientas pueden ser corporaciones y un ser doble”, se ha dicho.
LAS CRIADAS (Escena)
(Personajes que aparecen: Clara y Solange). La habitación de LA SEÑORA. Muebles Luis XV. Encajes. En el fondo una ventana abierta que da a la fachada del inmueble de enfrente. A la derecha la cama. A la izquierda la puerta y una cómoda. Flores por todas partes. Anochecer. CLARA (de pie en combinación, de espaldas a la coqueta. Su ademán —tiende el brazo—y su tono, serán de un trágico exacerbado). —¡Y estos guantes! Estos eternos guantes. Mira que te lo he dicho y repetido que los dejaras en la cocina. Con eso, me figuro, esperas enamorar al lechero. No, no, no mientas. Es inútil. Cuélgalos encima del fregadero. ¿Cuándo comprenderás que esta habitación no hay que profanarla? Todo, absolutamente todo lo que viene de la cocina es esputo. Sal. Y llévate tus esputos. Pero para. (Durante este discurso, SOLANGE estaba jugando con un par de guantes de goma y observaba sus manos enguantadas, a veces juntando los dedos y otras veces separándolos.) No te prives, hazte la mosquita muerta. Y sobre todo, no te des prisa. Tenemos tiempo de sobra. ¡Sal! (SOLANGE, de repente, cambia de actitud y sale humildemente sujetando con la punta de los dedos los guantes. CLARA se sienta ante la coqueta. Olfatea las flores, acaricia los objetos de aseo, se cepilla el pelo, se arregla la cara.) Prepare mi vestido. De prisa, no tenemos tiempo. ¿No está aquí? (Se vuelve.) ¡Clara! ¡Clara! (Entra SOLANGE.) SOLANGE. —Que la señora tenga la bondad de disculparme. Estaba preparando la infusión (pronuncia la infución) de la señora. CLARA. —Prepare mis trajes. El vestido blanco de lentejuelas. El abanico, las esmeraldas. SOLANGE. —Sí, señora. ¿Todas las joyas de la señora? CLARA. —Sáquelas. Quiero escoger yo misma. Y claro está, los zapatos de charol. Esos que tanto codicia usted desde hace años. (SOLANGE saca del armario algunos estuches. Los abre y los dispone sobre la cama.) Para su boda, me figuro. Confiese que la sedujo. Que está usted embarazada. Confiéselo. (SOLANGE se pone en cuclillas sobre la alfombra y escupiendo sobre los zapatos les saca brillo.) Ya le dije, Solange, que evitara los esputos. Que duerman en su cuerpo, hija mía, y que se pudran en él. ¡Ja! ¡Ja! (Ríe nerviosa.) Que el caminante extraviado se ahogue en ellos. ¡Ja! ¡Ja! Es usted feísima, tesoro mío. Inclínese más y mírese en mis zapatos. (Alarga el pie y SOLANGE lo examina.) ¿Se figura que es cosa grata para mí saber que mi pie está envuelto entre los velos de su saliva? ¿Entre la bruma de sus pantanos? SOLANGE (de rodillas y muy humilde). —Deseo que la señora esté guapa. CLARA. —Lo estaré. (Se arregla ante el espejo.) Usted me odia, ¿verdad? Me ahoga con sus atenciones, con su humildad, con las espadañas y la reseda. (Se levanta y dice en un tono más bajo.) Es un estorbo inútil. Hay demasiadas flores. Es mortal. (Se mira otra vez.) Estaré guapa. Más de lo que pueda usted serlo en su vida. Porque con este cuerpo y esta cara nunca podrá seducir a Mario. Ese joven lechero
ridículo nos desprecia y si le ha hecho un hijo... SOLANGE. —¡Oh!, pero si yo nunca he... CLARA. —Cállese, idiota. Mi vestido. SOLANGE (lo busca en el armario, apartando otros). —El vestido rojo. La señora se pondrá el vestido rojo. CLARA. —He dicho el blanco con lentejuelas. SOLANGE (dura). —Lo siento. Esta noche la señora llevará el vestido de terciopelo escarlata. CLARA (ingenuamente). —¿De verdad? ¿Por qué? SOLANGE (fría). —No puedo olvidar el pecho de la señora bajo los pliegues de terciopelo. ¡Cuando la señora suspira y habla al señor de mi fidelidad! Un traje negro le sentaría mejor a su viudedad. CLARA. —¿Cómo? SOLANGE. —¿Tendré que precisar? CLARA. —¡Ah! Te refieres... Muy bien. Amenázame. Insulta a tu ama. Solange, ¿te refieres, verdad, a las desgracias del señor? Tonta. No es éste el momento de recordármelo, pero de esta indicación voy a sacar gran provecho. ¿Sonríes? ¿Lo dudas? SOLANGE. —Aún no ha llegado el momento de resucitar... CLARA. —¿Mi infamia? ¡Mi infamia! ¡Resucitar! ¡Qué palabra! SOLANGE. —¿Señora? CLARA. —Ya veo a dónde quieres ir a parar. Ya oigo el zumbido de tus acusaciones. Desde el principio me insultas, andas buscando el momento de escupirme en la cara. SOLANGE (digna de compasión). —Señora, señora, aún no hemos llegado ahí. Si el señor... CLARA. —Si el señor está en la cárcel, es gracias a ti. ¡Atrévete a decirlo! ¡Atrévete! ¡No tienes pelos en la lengua! ¡Habla! Yo obro clandestinamente, camuflada por mis flores. Pero nada puedes contra mí. SOLANGE. —La palabra más insignificante le parece una amenaza. Que recuerde la señora que soy la criada. CLARA. —Por haber denunciado al señor a la policía, por haber aceptado venderle, yo estaría a tu disposición. Y eso que yo hubiera hecho peor aún. Mejor. ¿Crees que no sufrí? Clara, yo obligué a mi mano, ¿me oyes?, la obligué lentamente, firmemente, sin error, sin tachaduras, a trazar esa carta que iba a mandar a mi querido al presidio. Y tú, en vez de sostenerme, me desafías. ¡Hablas de viudedad! El señor no está muerto, Clara. Al señor, de presidio en presidio, le llevarán hasta la Guayana quizá. Y yo, su querida, loca de dolor le acompañaré. Formaré parte del convoy. Compartiré su gloria. Hablas de viudedad; el vestido blanco es el luto de las reinas. Clara lo ignoras. ¡Te niegas a darme el vestido blanco! SOLANGE (fríamente). —La señora llevará el vestido rojo. CLARA (con sencillez). —Está bien. (Severa.) Dame el vestido. ¡Qué sola estoy y sin amigos! Veo en tus ojos que me odias. SOLANGE. —La quiero. CLARA. —Como se quiere al ama, supongo. Me quieres y me respetas. Y esperas mi donación, la cláusula a tu favor. . . SOLANGE. —Haré lo imposible... CLARA (irónica). —Ya sé. Me tiraría al fuego. (SOLANGE ayuda a CLARA a ponerse el vestido.) Abroche. No estire tanto. No intente liarme. (SOLANGE se arrodilla a los pies de CLARA y arregla los
pliegues del vestido.) Evite rozarme. Échese hacia atrás. Huele a fiera. ¿De qué infecta buhardilla donde por la noche vienen a visitarla los criados, trae usted esos olores? ¡La buhardilla! ¡La habitación de las criadas! ¡El desván! (Con donaire.) Si hablo del olor de las buhardillas, Clara, es mero recordatorio. Allí... (Señala un punto de la habitación.) Allí las dos camas turcas separadas por la mesilla de noche. Allí la cómoda de pino con el altarcito a la Virgen. Eso es, ¿verdad? SOLANGE. —Somos infelices. Me entran ganas de llorar. CLARA. —Es cierto. Pasemos por alto nuestras devociones a la virgen de yeso, nuestro arrodillar. Ni siquiera hablaremos de las flores de papel... (Ríe.) ¡De papel! ¡Y el ramillo de palma bendita! (Señala las flores de la habitación.) ¡Mira estas corolas abiertas en mi honor! Soy una virgen más guapa, Clara. SOLANGE. —Cállese. CLARA. —Y allí la dichosa ventanuca por donde el lechero medio desnudo salta hasta su cama. SOLANGE. —La señora va muy lejos. La señora. . . CLARA. —¡Sus manos! Que sus manos no vayan tan lejos. ¡Cuántas veces se lo murmuré! Apestan a fregadero. SOLANGE. —¡La cola! CLARA. —¿Cómo? SOLANGE (arreglándole el vestido). —La cola. Le estoy arreglando la cola de su vestido. CLARA. —¡Apártese, sobona! (A SOLANGE le da en la sien un taconazo con su zapato Luis XV. SOLANGE, en cuclillas, se tambalea y retrocede.) SOLANGE. —Ladrona, ¿yo? ¿Cómo? CLARA. —Digo sobona. Si usted se empeña en lloriquear, hágalo en su buhardilla. Aquí, en mi habitación, sólo acepto lágrimas nobles. El bajo de mi vestido algún día estará cuajado de ellas, de lágrimas preciosas. Arregle mi peto, puta. SOLANGE. —¡La señora se encoleriza! CLARA. —¡Entre sus brazos perfumados la cólera me lleva! Me levanta, despego, arranco... (Da un taconazo en el suelo.) ... y me quedo. ¿El collar? Pero date prisa, no nos dará tiempo; si el vestido es demasiado largo haz un dobladillo con imperdibles. (SOLANGE se levanta y va a buscar el collar en un estuche, pero CLARA se adelanta a ella y se apodera de la joya. Sus dedos han rozado los de SOLANGE; horrorizada, CLARA retrocede.) Guarde las manos lejos de las mías, su contacto es inmundo. Dése prisa. SOLANGE. —No hay que exagerar. Sus ojos se encienden. Alcanza usted la orilla. CLARA. —¿Cómo? SOLANGE. —Los límites, las fronteras. Señora, tiene usted que guardar las distancias. CLARA. —¡Qué lenguaje, hija mía! Clara. Te vengas, ¿verdad? Sientes que se acerca el instante en que abandonas tu papel... SOLANGE. —La señora me comprende muy bien. La señora me adivina. CLARA. —Sientes que se acerca el instante en que dejarás de ser la criada. Vas a vengarte. ¿Te preparas? ¿Afilas tus uñas? ¿Te despierta el odio? Clara,
no olvides. Clara, ¿me oyes? Pero, Clara, ¿no me oyes? SOLANGE (distraída). —La oigo. CLARA. —Gracias a mí tan solo existe la criada. Gracias a mis gritos y a mis gestos. SOLANGE. —La oigo. CLARA (chilla). —Existes gracias a mí y me desafías. No puedes saber lo penoso que es ser la señora, Clara, ser el pretexto de tus melindres. Un poco más y dejarías de existir. Pero soy buena, pero soy guapa y te reto. Mi desesperación de amante me embellece aún más. SOLANGE (con desprecio). —¡Su querido! CLARA. —Mi desdichado querido, contribuye a mi nobleza, hija mía. Me engrandezco más y más para reducirte y exaltarte. Echa mano de todas tus artimañas. ¡Es la hora! SOLANGE. —¡Basta! ¡Dése prisa! ¿Está lista? CLARA. —¿Y tú? SOLANGE (primero suavemente). —Estoy lista, estoy harta de ser un objeto de asco. Yo también la odio. . . CLARA. —Cálmate, hija mía, cálmate. (Da golpecitos en el hombro de SOLANGE para incitarla a la serenidad.) SOLANGE. —¡La odio! La desprecio. Ya no me impresiona. Resucite el recuerdo de su querido para que la proteja. ¡La odio! Odio su pecho lleno de exhalaciones balsámicas. ¡Su pecho... de marfil! ¡Sus muslos... de oro! ¡Sus pies... de ámbar! (Escupe en el vestido rojo.) ¡La odio! CLARA (sofocada). —¡Eh! ¡Eh!, pero... SOLANGE (avanzando hacia ella). —Sí, señora, hermosa señora mía. ¿Se cree que todo le estará permitido hasta el final? ¿Cree que puede robarle la belleza al cielo y privarme de ella? ¿Elegir sus perfumes, sus polvos, su laca para las uñas, la seda, el terciopelo, el encaje y privarme de ellos? ¿Y quitarme al lechero? ¡Confiese! ¡Confiese lo del lechero! Su juventud, su lozanía, la conmueven, ¿verdad? Confiese lo del lechero. Porque Solange le dice a usted mierda. CLARA (enloquecida). —¡Clara, Clara! SOLANGE. —¿Qué dice? CLARA (susurrando). —Clara, Solange, Clara. SOLANGE. —Claro que sí. ¡Clara le dice mierda! Clara está aquí más clara que nunca. ¡Luminosa! (Le da un bofetón a CLARA.) CLARA. —Clara, Clara... Usted... ¡oh! SOLANGE. —La señora se creía protegida por sus barricadas de flores. Salvada por un destino excepcional, por el sacrificio. Pero no contaba con la rebelión de las criadas. Mire cómo se acerca, señora. Va a estallar y a desinflar su aventura. Ese señor no era sino un triste ladrón y usted una... CLARA. —Te prohíbo... SOLANGE. —¿Prohibirme? ¡Qué chiste! La señora está atónita. Su cara se altera. ¿Desea un espejo? (Le tiende a CLARA un espejo de mano.) CLARA (mirándose con gusto). —Me hace más bella. El peligro me da una aureola y tú, Clara, eres todo tinieblas. SOLANGE. —...del infierno. Ya lo sé. Conozco el disco. Leo en su cara lo que hay que contestarle. Iré, pues, hasta el final. Las dos criadas están aquí —¡las fieles criadas!—. Embellézcase para humillarlas. Le
hemos perdido el respeto. Estamos envueltas, mezcladas en nuestras exhalaciones, en nuestras pompas, en nuestro odio hacia usted. Vamos tomando cuerpo, señora. No se ría. Por favor, sobre todo no se ría de mi grandilocuencia. CLARA. —Váyase. SOLANGE. —Para servirla, también, señora. Vuelvo a mi cocina. En ella encontraré mis guantes y el olor de mis dientes. El eructo silencioso del fregadero. Usted tiene sus flores y yo mi fregadero. Soy la criada. Usted, usted, eso sí, no me puede profanar. Usted me lo pagará en el paraíso si es necesario. Preferiría seguirla hasta allí antes que abandonar mi odio a la puerta. Ríase un poco, ríase y rece de prisa, muy de prisa. ¡Ha llegado a lo último, querida! (Golpea a CLARA en las manos y CLARA protege su garganta con ellas.) ¡Quite las zarpas! Deje ver su frágil cuello. No tiemble. No se estremezca. Obro rápida y silenciosamente. Sí, voy a volver a mi cocina, pero antes termino mi tarea. (De repente suena el despertador. SOLANGE se para. Las dos mujeres se acercan la una a la otra, emocionadas, y escuchan pegadas la una a la otra.) ¿Ya? CLARA. —Démonos prisa. La señora va a volver. (Empieza a desabrocharse el vestido.) Ayúdame. Se acabó... y no pudiste llegar hasta el final. SOLANGE (ayudándola. Con tono de tristeza). —Siempre ocurre lo mismo. Y por tu culpa. Nunca estás lista a tiempo. No puedo rematarte. CLARA. —Lo que nos quita tiempo son los preparativos. Ten en cuenta que... SOLANGE (le quita el vestido). —Vigila la ventana. CLARA. —Ten en cuenta que nos da tiempo. He dado cuerda al despertador para que podamos guardarlo todo. (Se deja caer cansada en la butaca.) SOLANGE. —Hace un tiempo bochornoso esta noche. El día entero ha sido bochornoso. CLARA. —Sí. SOLANGE. —Y nos mata, Clara. CLARA. —Sí. SOLANGE. —Ya es la hora.
EUGENIO IONESCO (1912-1994) Escritor rumano cuya casi total producción teatral ha sido escrita en lengua francesa y cuyas obras han alcanzado una notable importancia en la historia del teatro del S. XX. Crítico de la sociedad y del hombre, el teatro de Ionesco está cargado de una excepcional virulencia; es que él combate no las instituciones sino la mala fe de sus representantes, la hipocresía de los dirigentes, la tontería intolerable de la burguesía. Los personajes de Ionesco han deformado su lenguaje y los actos de su vida y caen en la extravagancia. Algunas de las más representativas obras de este autor son: La cantante calva, Jack o la sumisión, El rinoceronte, Las sillas, Víctimas del deber, Asesino sin gajes, Amadeo, o ¿cómo salir del paso?, El rey se muere. En El rey se muere Ionesco constata que la única realidad es el Hombre; el que comunica vida al mundo, pero a cambio de lo cual se encadena a un tiempo determinado, a un determinado espacio, a un nacimiento y a una muerte. "El ha hecho vivir al mundo, pero el mundo ingrato le hace morir a él". Cuanto más libre, más soberano, más eterno se cree el hombre, más dolorosamente descubre su contingencia.
EL REY SE MUERE (Escena) PERSONAJES: Berenguer 1a, el Rey; La reina Margarita, primera esposa del rey Berenguer 1º; La reina María, segunda esposa del rey Berenguer lo.; el Médico, que es también cirujano, verdugo, bacteriólogo y astrólogo; Julieta, asistenta, enfermera; el Alabardero EL MEDICO.— ¡Echaremos mucho de menos a Vuestra Majestad! Y lo diremos. Queda prometido. EL REY.— No me quiero morir. MARÍA.— ¡Ay! ¡Se le ha puesto blanco el cabello de repente! (En efecto, los cabellos del Rey se han vuelto blancos). Las arrugas se acumulan sobre su frente, sobre su rostro. Ha envejecido de pronto catorce siglos. EL MEDICO.— ¡Qué de prisa ha pasado de moda! EL REY.— Los reyes deberían ser inmortales. MARGARITA.— Tienen una inmortalidad provisional. EL REY.— Me habías prevenido demasiado pronto. Me avisas demasiado tarde. No quiero morir. . . No querría. Que me salven, puesto que no puedo salvarme a mí mismo. MARGARITA.— Culpa tuya es si te encuentras desprevenido, hubieras debido prepararte. Nunca has tenido tiempo. Estabas condenado, había que pensar en ello desde el primer día, y después, todos los días, cinco minutos cada día. No era mucho. Cinco minutos todos los días. Después, diez minutos, un cuarto de hora, media hora. Así es como se va uno entrenando. EL REY.— Había pensado hacerlo MARGARITA.— Nunca en serio, nunca profundamente, nunca con todo tu ser. MARÍA.— Estaba viviendo. MARGARITA.— Demasiado. (Al Rey). Hubieras debido conservar esto como pensamiento permanente en el trasfondo de todos tus pensamientos. EL MEDICO.— Nunca ha sido previsor, ha vivido al día como un cualquiera. MARGARITA.— Siempre estabas concediéndote demoras. A los veinte años, decías que ibas a esperar a los cuarenta para comenzar el entrenamiento. A los cuarenta. . . EL REY.— ¡Tenía tan buena salud, era tan joven! MARGARITA.— A los cuarenta, te propusiste esperar hasta los cincuenta. A los cincuenta.. . EL REY.— ¡Estaba lleno de vida! ¡Ay, qué lleno estaba de vida! MARGARITA.— A los cincuenta, querías esperar a los sesenta. Has cumplido sesenta años, noventa, ciento veinticinco años, doscientos, cuatrocientos. Ya no ibas aplazando los preparativos para dentro de diez años, sino para dentro de cincuenta. Después, lo has ido dejando siempre para el próximo siglo. EL REY.— Precisamente ahora tenía intención de comenzar. Si pudiera contar con un siglo más de vida tal vez tendría tiempo de ir pensando en ello.
EL MEDICO -Majestad, no os queda más que poco más de una hora. Señor, preciso es que lo hagáis todo en una hora. MARÍA.— No va a tener tiempo, no es posible. Hay que darle tiempo. MARGARITA.— Eso es lo imposible. Pero, en una hora, tiene tiempo de sobra. EL MEDICO.— Una hora bien empleada vale más que siglos de negligencia. Cinco minutos bastan, diez segundos conscientes. Le dan una hora: sesenta minutos, tres mil seiscientos segundos. Tiene suerte. MARGARITA.— Ha vagabundeado por los caminos. MARÍA.— Hemos reinado, él ha trabajado. ALABARDERO.— Los trabajos de Hércules. MARGARITA- Chapucería. (Entra Julieta). JULIETA.— ¡Pobre Majestad, pobre Señor, siempre haciendo novillos! EL REY.— Soy como un estudiante que se presenta a examen sin haber hecho sus deberes. Sin haber preparado la lección. . . MARGARITA (al Rey).- No te preocupes. EL REY.— Como un comediante que no sabe el papel el día del estreno, y que tiene agujeros, agujeros, agujeros. Como un orador a quien empujan a la tribuna, y no sabe la primera palabra de su discurso, y no sabe siquiera a quién se dirige. No conozco a ese público, no quiero conocerlo, no tengo nada que decirle. ¡En qué estado estoy! ALABARDERO (anunciando).— El Rey hace alusión a su estado. MARGARITA.— En qué ignorancia. JULIETA.— Querría seguir haciendo novillos durante varios siglos. EL REY.— Me gustaría repetir el curso. MARGARITA.— Tienes que examinarte. Este curso no tiene repeticiones. EL MEDICO.— Vuestra Majestad no puede impedirlo. Nosotros tampoco. No somos sino los representantes de la medicina, que no hace milagros. EL REY.— ¿Está el pueblo al corriente? ¿Le habéis avisado? Quiero que todo el mundo sepa que el Rey va a morir. (Se precipita hacia la ventana, la abre merced a un gran esfuerzo, porque cojea un poco más). Buenas gentes, voy a morir. Escuchadme, vuestro Rey va a morir. MARGARITA (al Médico).— Es menester que no le oigan. Impida que le oigan. EL REY.— ¡No toquéis al Rey! Quiero que todo el mundo sepa que voy a morir. (Habla a gritos). EL MEDICO.- Es un escándalo. EL REY.— ¡Pueblo, tengo que morir! MARGARITA.— Esto ya no es un rey, es un cerdo al que están degollando. MARÍA.— No es más que un rey, no es más que un hombre. EL MEDICO.— Majestad, pensad en la muerte de Luis XIV, en la de Felipe II, en la de Carlos Quinto que durmió veinte años en su ataúd. Vuestra Majestad tiene el deber de morir dignamente. EL REY.— ¿Morir dignamente? (Gritando en la ventana). ¡Socorro! Vuestro rey va a morir. MARÍA.—Pobre Rey. Mi pobre Rey. JULIETA.— No sirve de nada gritar.
(Se oye un eco débil, a lo lejos; " ¡El Rey va a morir"). EL REY- ¿Oís? MARÍA.— Yo oigo, oigo. EL REY.— Me responden, puede que me salven. JULIETA-No hay nadie. (Se oye el eco (“¡Socorro!"). EL MEDICO.— No es más que el eco que responde con retraso. MARGARITA.— Él retraso acostumbrado en este reino en que todo funciona tan mal. EL REY (apartándose de la ventana).— No es posible. (Volviendo a acercarse a la ventana). Tengo miedo. No es posible. MARGARITA.— Se figura que es el primero que va a morir. MARÍA.— Todo el mundo es el primero que se muere. MARGARITA-Es muy penoso. JULIETA.— Llora como un cualquiera. MARGARITA.— Su terror no le inspira más que vulgaridades. Yo esperaba que hubiese pronunciado hermosas frases ejemplares. (Al Médico). Os encargo de la crónica. Le prestaremos las bellas palabras ajenas. Si es menester, las inventaremos. EL MEDICO.— Le prestaremos sentencias edificantes. (A Margarita). Cuidaremos vuestra leyenda, Majestad. EL REY.— (en la ventana).— ¡Pueblo, socorro. . . Pueblo, socorro! MARGARITA.— ¿Quieres acabar, Majestad? Te fatigas en vano. EL REY (en la ventana).— ¿Quién quiere darme su vida? ¿Quién quiere dar su vida al Rey, su vida al buen Rey, su vida al pobre Rey? MARGARITA- ¡Indecente! MARÍA.— Que intente todas sus probabilidades, hasta las más improbables. JULIETA.— Porque, como no hay nadie en el país. (Sale). MARGARITA-Hay los espías. EL MEDICO.— Hay los oídos enemigos que están acechando en las fronteras. MARGARITA.— Su miedo nos va a cubrir a todos de vergüenza. EL MEDICO.— Ya no responde el eco. Su voz ya no tiene alcance. Por mucho que grite, su voz se detiene. No llega ni hasta la cerca del jardín. MARGARITA (mientras el Rey gime).— Brama. EL MEDICO.— No le oímos más que nosotros. El mismo ya no se oye. (El Rey se vuelve. Da algunos pasos hacia el centro del escenario). EL REY.— Tengo frío, tengo miedo, lloro. MARÍA.— Se le entumecen los miembros. EL MEDICO.— Está baldado de reuma. (A Margarita). ¿Una inyección para calmarle? (Julieta aparece con un sillón de ruedas para enfermo, con dosel, corona y regias insignias). EL REY.— No quiero inyecciones. MARÍA.— Nada de inyecciones. EL REY.— Sé de sobra lo que eso quiere decir. He hecho dar inyecciones. (A Julieta). No te he dicho que traigas ese sillón. Quiero
pasear, quiero tomar el aire. (Julieta deja el sillón en un rincón del escenario, y sale). MARGARITA.— Siéntate en el sillón. Te vas a caer. (El Rey vacila, en efecto). EL REY.— No acepto. Quiero estar en pie. (Julieta vuelve trayendo una manta). JULIETA.— Vuestra Majestad estaría más cómodo con una manta sobre las rodillas y una bolsa de agua caliente. (Sale). EL REY.—No. ¡Quiero estar en pie, quiero gritar! ¡Quiero aullar! (Da gritos). ALABARDERO (anunciando].— ¡Su Majestad aúlla! EL MEDICO (a Margarita).— No aullará mucho tiempo. Conozco el proceso. Se va a cansar. Se detendrá, nos hará caso. (Julieta entra, trayendo una bata de abrigo y la bolsa de agua caliente). MARGARITA (al Médico).— Tenía, sin embargo, los más grandes sabios para que se lo explicasen. Y teólogos, y gentes de experiencia, y libros que nunca ha leído. EL REY.— No he tenido tiempo. MARGARITA.— Decías que tenías tiempo de sobra. EL REY.— No he tenido tiempo, no he tenido tiempo, no he tenido tiempo. JULIETA- Y dale con ello. MARGARITA.— Siempre lo mismo. EL MEDICO.— Más bien mejora. Gime, llora, pero, de todos modos, empieza a razonar. Se queja, se expresa, protesta, lo cual quiere decir que empieza a resignarse. EL REY.— No me resignaré nunca. EL MEDICO.— Puesto que dice que no quiere resignarse, es señal de que se va a resignar. Pone en tela de juicio la resignación. Se plantea el problema. MARGARITA.- ¡Al fin! EL MEDICO.— Majestad, habéis hecho ciento ochenta veces la guerra. A la cabeza de vuestro ejército, habéis participado en dos mil batallas. Primero, en un caballo blanco con penacho rojo y blanco muy vistoso y no habéis tenido miedo. Después, cuando modernizasteis el ejército, en pie sobre un tanque o sobre el ala de un avión de caza a la cabeza de la formación. MARÍA.- ¡Era un héroe! EL MEDICO.— Habéis rozado mil veces la muerte. EL REY.— No hacía más que rozarla. No era para mí, lo sentía. MARÍA.— Eras un héroe, ¿lo oyes? Recuérdalo. MARGARITA.— Has hecho asesinar por este médico y verdugo aquí presente. . . EL REY.— Ejecutar, no asesinar. EL MEDICO (a Margarita).— Ejecutar, Majestad, no asesinar. Yo obedecía órdenes. Era un mero instrumento, un ejecutante más que ejecutor, y lo hacía eutanásicamente. Además, lo lamento. Perdón. MARGARITA (al Rey).— Digo: Has hecho matar a mis padres, tus hermanos rivales, a nuestros primos primeros y segundos, a sus familias, sus amigos, sus ganados. Has hecho incendiar sus tierras.
EL MEDICO.— Su Majestad decía que, de todos modos, algún día se habían de morir. EL REY.— Era por razón de Estado. MARGARITA.— Tú también mueres por razón de Estado. EL REY.— Pero si el Estado soy yo. JULIETA- ¡Infeliz! ¡En qué estado! MARÍA.— El era la ley, por encima de las leyes. EL REY- Ya no soy la ley. EL MEDICO.— Lo admite. Va cada vez mejor. MARGARITA.— Lo cual facilita las cosas. EL REY (gimiendo).— Ya no estoy por encima de las leyes, ya no estoy por encima de las leyes. ALABARDERO (anunciando).— ¡El Rey ya no está por encima de las leyes! JULIETA.— Ya no está por encima de las leyes, pobre viejo. Es como nosotros. Parece mi abuelo. MARÍA.— Pobre chiquillo, pobre hijo mío. EL REY.— ¡Un niño! ¡Un niño! ¡Entonces, vuelvo a empezar! Quiero volver a empezar. (A María). Quiero ser un bebé, tú serás mi madre. Entonces, no me vendrán a buscar. No sé leer, no sé escribir, no sé contar. Que me lleven a la escuela con los otros chiquillos. ¿Cuánto son dos y dos? JULIETA.— Dos y dos son cuatro. MARGARITA (al Rey).- Lo sabes. EL REY.— Es ella que ha apuntado. . . ¡Ay, no puede uno hacer trampas! ¡Ay, ay, tantas gentes nacen en este momento, nacimientos innumerables en el mundo entero! MARGARITA-No en nuestro país. EL MEDICO.— La natalidad se ha reducido a cero. JULIETA.— No brota ni una lechuga, ni una hierba. MARGARITA.— La esterilidad absoluta por culpa tuya. MARÍA.— No quiero que lo abrumen. JULIETA.— Puede que todo vuelva a brotar. MARGARITA- Cuando él haya aceptado. Sin él. EL REY.— Sin mí, sin mí. Se van a reír, van a comer, van a danzar sobre mi tumba. No habré existido nunca. ¡Ah, que se acuerden de mí! Que lloren, que se desesperen. Que perpetúen mi memoria en todos los manuales de Historia. Que todo el mundo sepa mi vida de memoria. Que todos vuelvan a vivir. Que los estudiantes y los sabios no tengan más tema de estudio que yo, mi reinado, mis hazañas. Que se quemen todos los demás libros, que se destruyan todas las estatuas, que se ponga la mía en todas las plazas públicas. Mi imagen en todos los Ministerios, en las oficinas de todas las sub-prefecturas, en los despachos de los interventores del fisco, en los hospitales. Que den mi nombre a todos los aviones, a todas las naves, a los carretones de mano y a los vehículos movidos a vapor. Que se olviden todos los demás reyes, los guerreros, los poetas, los tenores, los filósofos y que no exista más que yo en todas las conciencias. Un solo nombre de pila, un solo apellido para todo el mundo. Que aprendan a leer deletreando mi nombre. B-e-Be, Berenguer. Que yo esté por encima de los iconos, que esté por encima de todos los
millones de cruces en todas las Iglesias. Que se digan Misas para mí, que yo sea la Hostia. Que todas las ventanas iluminadas tengan el color y la forma de mis ojos, ¡que los ríos dibujen en las llanuras el perfil de mi rostro! Que me llamen eternamente, que me supliquen, que me imploren. MARÍA.— Puede que vuelvas. EL REY.— Puede que vuelva. Que conserven mi cuerpo intacto en un palacio, sobre un trono, que me sirvan alimentos. Que toquen músicos para mí, que vírgenes se retuerzan a mis pies fríos. (El Rey se ha puesto en pie para decir este monólogo).
TENNESSEE WILLIAMS (1911-1983) Se dice que este dramaturgo expresa en sus obras una forma de realismo psicológico aunque escribió sus piezas reflejando una terrible violencia Muy joven publicó poesía, ficción y teatro, diversidad que le acompañó durante toda su carrera literaria. Fue un entusiasta dramaturgo en sus años universitarios, dirigiendo un pequeño grupo de teatro en San Luis. En 1939 ganó un premio del “Group “Theatre” con una serie de piezas breves, buscó un agente y adoptó definitivamente su nombre artístico, para dedicarse exclusivamente a escribir. En 1945 estrenó en Broadway El zoo de cristal, que aportaba elementos nuevos a la escena teatral: un lirismo desconocido y personajes perfectamente creados. Con Un tranvía llamado deseo Williams llevó a Broadway la violencia, la sexualidad y el carácter sureño, una combinación que se consideró a partir de entonces su firma teatral. Esta obra es un engranaje perfecto de trama, personajes, pensamiento y lenguaje, espectáculo y expresión de pasiones, un verdadero drama del siglo XX. Se ha afirmado que “Tres relaciones importantes son destacables cuando se habla del teatro de Tennessee Williams. La primera es su admiración por Anton Chejov y la indudable influencia que recibe del maestro ruso. La segunda se refiere a la necesidad de unos actores formados en las técnicas psicologistas de Stanislavski para la representación de su teatro, actores que fueron proporcionados por la academia de teatro “Actor’s Studio”, fundada por Lee Strasberg. La tercera a la que referirse es la relación que el teatro de Williams mantuvo siempre con los estudios cinematográficos, pues un gran número de sus dramas se convirtieron en guiones de películas de Hollywood de enorme éxito, con actores tan señeros como Paul Newman, Marlon Brando o Liz Taylor. Esas películas, de la mejor época del cine norteamericano, pertenecen ya a la mítica cinematográfica”.
UN TRANVIA LLAMADO DESEO Escena segunda (Más tarde. Alrededor de las dos de la mañana). (Blanche y Mitch entran por el foro izquierda, avanzando lentamente por la calle. Pasan junto a la Negra, que cruza de derecha a izquierda, cantando una melodía melancólica. («Mi hogar no está aquí, Señor.») Blanche trae su sombrero, su bolsa y el ramo de flores. Mitch, una ridícula muñeca que ha ganado en alguna parte. Ahora en la voz y en los ademanes de Blanche se nota el agotamiento total que sólo puede conocer una personalidad neurasténica. Mitch se muestra impasible, pero deprimido. Van hacia el porche, Blanche se acerca a la puerta cerrada). BLANCHE: -Bueno... MITCH (junto a la columna de la derecha): -Bueno... (La Negra se aleja y desaparece.) Creo que debe ser muy tarde... y usted, está cansada... BLANCHE: -¿Cómo volverá a su casa? MITCH (se le acerca): -Iré a pie al Bourbon y tomaré un tranvía de la madrugada. BLANCHE (riendo, con aire sombrío): -¿Sigue chirriando sobre las vías a estas horas ese tranvía llamado Deseo? MITCH (tristemente): -Temo que no se ha divertido mucho esta noche, Blanche. BLANCHE: -Soy yo quien le ha estropeado la noche a usted. MITCH: -No, ni hablar. Pero me pareció en todo momento que no la... divertía mucho. BLANCHE: -Es que yo, simplemente, no me mostré a la altura de las circunstancias. Eso es todo. (Se vuelve hacia el primer término izquierda, en el porche.) Creo que nunca me esforcé tanto por ser alegre y nunca fracasé tan lamentablemente. MITCH: -¿Por qué lo intentó si no se sentía alegre, Blanche? BLANCHE (hurga en su bolsa): -Simplemente, estoy obedeciendo a la ley de la naturaleza. MITCH: -¿Qué ley es ésa? BLANCHE: -La que dice que la dama debe entretener al caballero... ¡o no se juega! Trate de encontrar la llave de la puerta en esta bolsa. (Se la tiende.) Cuando estoy cansada, tengo rígidos los dedos. MITCH (hurga en la bolsa y saca una llave): -¿Será ésta? BLANCHE: -No, querido... Ésa es la llave de mi baúl, que pronto habré de preparar. MITCH: -¿De modo que piensa marcharse pronto? BLANCHE (mirando las estrellas): -He pasado aquí más tiempo del que debía. MITCH (que ha hallado otra llave): -¿Será ésta? BLANCHE: -¡Eureka! Querido, abra la puerta mientras miro por última vez el cielo. (Contempla fijamente las estrellas. Mitch abre la puerta, repone la llave en la bolsa de Blanche, y se queda parado con aire torpe, detrás de ella.) Estoy buscando a las Pléyades, las Siete Hermanas, pero esas muchachas no han salido esta noche. (Escudriña el cielo, buscándolas.) ¡Oh, sí que están! ¡Ahí las veo! ¡Dios las bendiga! Todas se vuelven a casa en pandilla, después de su partidita de bridge... (Se vuelve hacia
Mitch.) ¿Abrió la puerta? ¡Bravo! (Toma la bolsa.) Bueno... Supongo que usted... querrá irse, ahora... MITCH (a su derecha): -¿Puedo... hum... darle un beso de... las buenas noches? BLANCHE (enojada): -¿Por qué me pregunta siempre si puede? MITCH: -No sé si usted quiere que la bese o no. BLANCHE: -¿Por qué lo duda tanto? MITCH: -La noche en que detuvimos el automóvil junto al lago y la besé, usted... BLANCHE: -Querido, si hice objeciones no fue al beso. El beso me gustó muchísimo. Fue su otra... familiaridad... lo que me sentí obligada... a desalentar... ¡No porque me causara resentimiento! ¡En absoluto! En realidad, me halagó un poco el que usted... ¡me deseara! ¡Pero, querido, usted sabe muy bien que una muchacha soltera, una muchacha que está sola en el mundo, debe dominar firmemente sus emociones, o está perdida! MITCH (con solemnidad): -¿Perdida? BLANCHE (apartándose un poco): -Creo que usted está acostumbrado a las muchachas a quienes les gusta perderse. Ésas que se pierden inmediatamente, en la primera cita. MITCH (dando un paso hacia ella): -Me gusta que usted sea como es, exactamente tal como es, porque en toda mi... experiencia... nunca conocí a una mujer como usted. (Blanche lo mira gravemente y luego estalla en carcajadas, ocultando la cabeza contra el hombro de Mitch.) ¿Se ríe de mí? BLANCHE (acariciándole la mejilla): -No, no, querido. No... No me río de usted. (Entra en el apartamento, él la sigue.) El señor y la señora de la casa no han vuelto aún, de modo que entre. (Arroja el sombrero, la bolsa, los guantes y las flores sobre la mesa.) Nos echaremos un trago de medianoche. No encendamos las luces... ¿no le parece? (Mitch cierra la puerta de calle y va hacia el dormitorio. Blanche está junto a la mesa mirando al foro.) La otra habitación es más cómoda... Entre. (Él así lo hace.) Estos ruidos en las tinieblas son mi búsqueda de licor. MITCH: -¿Quiere beber? BLANCHE (llevándole dos vasos y empujándolo más aún al interior del dormitorio): -¡Quiero que usted beba! ¡Se ha mostrado inquieto y solemne durante toda la noche, y yo también! Ambos hemos estado inquietos y solemnes, y ahora, en estos últimos instantes de nuestra vida que pasamos juntos... (Blanche ha vuelto al armario y está encendiendo un fósforo.) Quiero crear... joie de vivre! (Acerca el fósforo a una vela insertada en la botella, que saca del armario.) Estoy encendiendo una vela. MITCH: -Buena idea. BLANCHE (trae la vela encendida a la mesa): -Seremos muy bohemios. ¡Fingiremos que esto es un pequeño café de la Orilla Izquierda, en París! (Avanza hacia él con una botella de licor que ha sacado del estante más alto del armario.) ¡Yo soy la Dama de las Camelias! Usted es... ¡Armand! ¿Entiende el francés? MITCH (encogiéndose de hombros, riendo): -No. No, no entiendo francés. BLANCHE (acercándosele): -Voulez-vous coucher avec moi ce soir? Vous
ne comprenez pas? Ah! Quelle dommagel ¡Quiero decir que es una suerte! He encontrado un poco de licor, lo suficiente para dos tragos sin dividendos... (Vierte la bebida en los vasos que sostiene Mitch.) MITCH (bebe): -Esto está... ¡bueno! (Blanche bebe. Lleva su vaso y la botella al tocador, se vuelve hacia Mitch y traslada el vaso de éste y la muñeca al mismo sitio. Se limpia las manos con una toalla de papel que saca del tocador, y que luego tira al cesto.) BLANCHE: -¡Siéntese! ¿Por qué no se quita la chaqueta y se afloja el cuello? MITCH: -Más vale que no me la quite. BLANCHE: -No. Quiero que esté cómodo. MITCH (sentándose en la butaca): -No... Me avergüenza mi modo de sudar. Tengo la camisa pegada al cuerpo. BLANCHE: -El sudor es sano. Si la gente no sudara, se moriría a los cinco minutos. (Le ayuda a quitarse la chaqueta.) Bonita chaqueta. (La agita con delicadeza.) ¿De qué material es? MITCH: -Lo llaman alpaca. BLANCHE: -¡Ah! Alpaca. MITCH: -Es una alpaca muy liviana. BLANCHE: -Una alpaca muy liviana. MITCH: -No me gusta usar ni siquiera en verano una chaqueta lavable porque transpiro mucho. BLANCHE: -¡Ah! (Cuelga la chaqueta sobre el respaldo de la silla del tocador.) MITCH: -Y no me parece adecuado. Un hombre corpulento debe tener cuidado con lo que viste para no parecer demasiado torpe. BLANCHE: -Usted no es demasiado corpulento. (Arrima la silla sin respaldo a la izquierda de Mitch y se sienta frente a él.) MITCH: -¿Le parece? BLANCHE: -Su tipo no es delicado. Tiene una estructura ósea maciza y un físico imponente. MITCH: -Gracias. En la última navidad me admitieron en el New Orleáns Athletic Club. BLANCHE: -¡Oh, me parece muy bien! MITCH: -Fue el mejor regalo que me han hecho en mi vida. Allí trabajo con las pesas. Y nado y me conservo en buenas condiciones físicas. Cuando empecé, tenía el vientre blando, pero ahora está duro. Tan duro que un hombre podría golpeármelo sin lastimarme. (Se levanta y se le acerca.) ¡Golpéeme! ¡Vamos, golpéeme! (Se golpea él mismo en el vientre.) ¿Ve? BLANCHE (golpeándolo suavemente en el vientre y apoyando luego la mano contra él): -¡Dios mío! MITCH (acercándosele a la butaca y flexionando sus músculos): -Blanche... Blanche... Adivine cuánto peso. BLANCHE: -Oh. Yo diría que cerca de noventa kilos. MITCH (acercándosele para que ella lo examine): -¡Oh, no! No. Adivine de nuevo. BLANCHE (volviéndose para enfrentarlo): -¿No tanto? MITCH: -No. Más. BLANCHE: -Bueno. Usted es alto y puede llevar mucho peso sin que su
aspecto sea desgarbado. MITCH: -Peso noventa y cinco kilos y mido un metro ochenta y siete centímetros descalzo. Y ése es mi peso desnudo. BLANCHE: -¡Oh, santo Dios! ¡Da miedo! MITCH (con malestar): -Mi peso no es un tema muy interesante. (Pausa.) ¿Cuál es el suyo? BLANCHE:-¿Mi peso? MITCH: -Sí. BLANCHE (se pone de pie y se adelanta, con los brazos tendidos melindrosamente): -¡Adivine! MITCH: -¡Permítame que la levante! BLANCHE (tendiéndole los brazos): -¡Sansón! (Desecha la idea y luego la reconsidera.) Adelante... ¡Levánteme! Mitch la levanta, y la hace girar en torno suyo. MITCH (alzándola en vilo): -Usted es liviana como una pluma. BLANCHE (Mitch la baja, pero sin soltar su talle. Ella simula recato): -Ahora, puede soltarme. MITCH:-¿Qué? BLANCHE (alegremente): -Digo que me suelte, caballero. (Mitch trata de besarla, abrazándola torpemente.) Vamos, Mitch. El hecho de que Stanley y Stella no estén en casa no es motivo para que usted no se porte como un caballero. MITCH (oprimiéndola contra él): -Abofetéeme, simplemente, cuando exceda los límites. BLANCHE (tratando de liberarse): -Eso no será necesario. Usted es un caballero nato, uno de los pocos que quedan en el mundo. No quiero que me crea remilgada y una maestra de escuela solterona. Sólo pasa que... bueno... creo que tengo, simplemente... ¡unos ideales anticuados! (Se oye tocar el piano. Mitch la suelta, va rápidamente hacia la puerta de calle, y se queda parado con un pie en el porche, mirando afuera. Blanche se acerca al baúl y se queda allí, ajustándose el vestido.) MITCH (con voz poco firme): -¿Dónde están esta noche Stanley y Stella? BLANCHE: -Han salido. Con el señor y la señora Hubbell, que viven arriba. MITCH: -¿Adónde han ido? BLANCHE: -Creo que pensaban ir a una première de medianoche, en Loew's State. MITCH: -Alguna vez debiéramos salir todos juntos. BLANCHE: -No. No, ésa no sería una buena idea. MITCH: -¿Por qué? BLANCHE: -¿Es usted un viejo amigo de Stanley? MITCH (con un dejo de amargura): -Estuvimos juntos en el 241. BLANCHE: -¿Supongo que él le hablará a usted con franqueza? MITCH:-Claro. BLANCHE (dando un paso hacia Mitch): -¿Le ha hablado de mí? (Deja de oírse el piano.) MITCH (cerrando la puerta y volviéndose hacia Blanche): -No mucho. BLANCHE: -A juzgar por su modo de decirlo, parecería que sí. MITCH: -No, no me ha dicho gran cosa. (Se le acerca.)
BLANCHE: -Me refiero a lo que ha dicho. ¿Cuál sería, a su entender, la actitud de Stanley para conmigo? MITCH: -¿Por qué me pregunta eso? BLANCHE: -Le diré... MITCH: -¿No se entiende con él? BLANCHE: -¿Qué opina usted de eso? MITCH: -Opino que Stanley no la entiende. BLANCHE (acercándose a la mesa): -Esto es hablar con eufemismos. De no mediar la circunstancia de que Stella pronto tendrá un hijo, la vida me habría resultado insoportable aquí. MITCH: -¿Stanley no es... amable con usted? BLANCHE: -Es insufriblemente grosero. Hace lo imposible por ofenderme. MITCH: -¿En qué forma, Blanche? BLANCHE: -En todas las formas imaginables. MITCH: -Me sorprende oír eso. (Se aparta de ella.) BLANCHE: -¿De veras? MITCH (enfrentándola): -Bueno, yo... No comprendo cómo se puede ser grosero con usted. BLANCHE: -Se trata, realmente, de una situación horrible. Le explicaré... Aquí, no hay intimidad. Entre esas dos habitaciones, sólo están esas cortinas. De noche, Stanley se pasea por el apartamento en paños menores. Y tengo que pedirle que cierre la puerta del baño. Esa vulgaridad está de más. Usted me preguntará, sin duda, por qué no me voy. Le hablaré con franqueza. El sueldo de una maestra apenas si alcanza para vivir. El año pasado no pude ahorrar un solo centavo, de modo que debí venir a pasar el verano aquí. Por eso tengo que aguantar al marido de mi hermana. Y él tiene que aguantarme a mí, contrariando tanto sus deseos al parecer... ¡Sin duda, Stanley le habrá dicho lo mucho que me odia! MITCH: -No creo que Stanley la odie. BLANCHE: -Me odia. ¿Por qué me insultaría, en caso contrario? La primera vez que lo vi, pensé: «¡Ese hombre es mi verdugo! ¡Ese hombre me destruirá!». A menos que... MITCH: -Blanche... Blanche... BLANCHE: -¿Qué pasa, querido? MITCH: -¿Puedo hacerle una pregunta? BLANCHE: -Sí. ¿Cuál? MITCH: -¿Qué edad tiene usted? BLANCHE (hace un gesto nervioso y va hacia el sofá): -¿Por qué quiere saberlo? MITCH: -Le hablé a mi madre de usted y me preguntó: «¿Qué edad tiene Blanche?» (Pausa.) BLANCHE (se sienta a la izquierda en el sofá y lo mira): -¿Le habló usted a su madre de mí? MITCH: -Sí. BLANCHE: -¿Por qué? MITCH: -Le dije lo buena que era y la simpatía que me inspiraba.
BLANCHE: -¿Fue sincero al decirlo? MITCH (sentándose a su lado): -Usted sabe que sí. BLANCHE: -¿Por qué quería saber mi edad su madre? MITCH: -Mamá está enferma. BLANCHE: -¡Cuánto lo siento! ¿Algo serio? MITCH: -No vivirá mucho. Quizá sólo le quedan unos pocos meses de vida y le preocupa que mi porvenir no esté resuelto. Quiere que me establezca antes de que ella... (Su voz está ronca de emoción. Aparta los ojos de Blanche.) BLANCHE: -Usted la quiere muchísimo, ¿verdad?... (Mitch asiente, con aire infortunado.) Creo que usted tiene una gran capacidad de devoción. Se sentirá solo cuando ella se muera. (Mitch la mira y asiente.) Comprendo qué significa eso. MITCH: -¿Sentirse solo? BLANCHE: -También yo amé a alguien y perdí a la persona a quien amaba. MITCH: -¿Murió? ¿Era un hombre? BLANCHE: -Era un niño, nada más que un niño, cuando yo era una muchachita aún. A los dieciséis años, descubrí... el amor: de golpe y en forma muy completa, demasiado completa. Fue como si a una le mostraran bajo una luz cegadora algo que siempre había estado en la penumbra; así descubrí el mundo. Pero fui desdichada. Me desilusioné. En aquel niño había algo distinto, una nerviosidad, una suavidad, una ternura que no parecían las de un hombre, aunque distaba de parecer afeminado... Y, con todo... aquello estaba allí. Acudió a mí en busca de ayuda. Yo no lo sabía. ¡No supe nada hasta después de casarnos, cuando nos fugamos y volvimos y sólo adiviné que yo no había logrado satisfacerlo en cierta forma inimaginable y no podía darle la ayuda que él necesitaba, pero de la cual no podía hablar! Temblaba aferrándose a mí... ¡Pero yo no lo sacaba, resbalaba y caía allí con él! Yo no lo sabía. No sabía nada, salvo que lo amaba insoportablemente, pero sin poder ayudarle ni ayudarme a mí misma. Luego, lo descubrí. En la peor de las formas imaginables. Entrando repentinamente en una habitación, que creía vacía... y que no lo estaba, porque había allí dos personas... el niño con quien me había casado y un hombre mayor que él, su amigo desde hacía años... (Blanche se interrumpe, se levanta, va a primer término.) Más tarde, fingimos que no se había descubierto nada. Sí, todos fuimos en automóvil al casino de Moon Lake,muy ebrios y riendo sin cesar. ¡Bailamos «La Varsoviana»! (Se oyen unos compases de «La Varsoviana», que luego se extinguen.) Repentinamente, en plena danza, el niño con quien me había casado se zafó de mis brazos y salió corriendo del casino. Unos pocos instantes más...¡y sonó un tiro! Salí a toda prisa, todos salimos... ¡y rodeamos aquella cosa horrible que estaba al borde del lago! No pude acercarme, había demasiada gente. Entonces, alguien me cogió el brazo. «¡No se acerque más! ¡No querrá verlo!» ¿Ver? ¿Ver qué? Entonces, oí voces que decían: «¡Allan! ¡Allan! ¡El hijo de los Grey!». ¡Se había metido un revólver en la boca y había disparado, volándose... la tapa de los sesos! (Desfallece, se cubre el rostro.) Fue porque, en la pista de baile... no pudiendo contenerme, yo le había dicho de improviso: «¡Lo sé! ¡Lo he
visto! ¡Me das asco!». (Vuelve a oírse «La Varsoviana.») Y entonces, el reflector que iluminaba el mundo se apagó y nunca hubo para mí desde aquel día una luz más intensa que la de esta vela de cocina... Mitch se levanta, se le acerca, se queda a su lado. MITCH: -Usted necesita a alguien. Y yo también. ¿Podríamos unirnos usted y yo, Blanche? Ella se vuelve hacia él, lo mira, se abrazan, se besan. Cesa bruscamente «La Varsoviana.» BLANCHE: -A veces... hay Dios... ¡tan rápidamente!
ARTHUR MILLER (1915-2005) Publicó una veintena de obras solamente, una novela, relatos cortos, libros de viajes y algún ensayo sobre teatro. Vivió en Brooklyn y realizó diversos trabajos de supervivencia en su juventud, antes de decidir convertirse en escritor tras una lectura de “Los hermanos Karamazov” de Dostoievski. Con su primera obra de teatro, siendo estudiante de periodismo, ganó un importante premio teatral, pero su primer gran éxito en los escenarios vino en 1947 con Todos eran mis hijos, que se representó en Broadway durante todo un año. Como esta primera obra de éxito, muchas de las obras de Miller giran en torno a las relaciones entre padres e hijos. Ya en 1949, Miller estrenó la que habría de convertirse en un clásico norteamericano: La muerte de un viajante. En una familia, tratada desde el realismo, se ponen en escena los recuerdos, aspiraciones y alucinaciones de un fracasado de mediana edad. En esta obra juega un gran papel el escenario interior y exterior, que alienta la expresión de la intimidad de los personajes, aunque tenga una resonancia social muy amplia. La obra refleja la tendencia de una civilización mecanizada y deshumanizada. Su pieza Crisol (1953) es una alegoría y denuncia del Comité de Actividades Antiamericanas del senador McCarthy, instigador de la “caza de brujas” al comienzo de la guerra fría. Sigue siendo la obra de Miller que se representa con mayor frecuencia. Su obra se volvió realidad cuando él mismo fue llamado a declarar ante el comité en base a falsas acusaciones. Miller, a diferencia de otros autores y actores, se comportó con gran honradez y dignidad en este trance. Panorama desde el puente (1955) es la pieza en la que el autor reproducía el tema de la llegada de inmigrantes a Estados Unidos, y por la que obtendría el segundo Pulitzer. Sus siguientes obras fueron acogidas en Broadway con gran frialdad, lo que provocó su alejamiento de los escenarios durante casi una década. Regresó con Después de la caída (1964), una obra que se consideró antes biografía que obra dramática, pues apareció dos años después de la trágica muerte de Marilyn Monroe, que fue su esposa. En 1968, en plena época de revolución juvenil, estrenó El precio, en la que vuelve a sus temas de siempre: la responsabilidad individual, las relaciones entre hermanos y las relaciones conflictivas entre generaciones. Siguió publicando hasta 1994, sin tener la atracción de los años anteriores.
LA MUERTE DE UN VIAJANTE (Escena) (La luz que incide sobre Willy se va extinguiendo. La caldera de gas empieza a brillar a través de la pared de la cocina, cerca de las escaleras, una llama azul bajo una espiral roja.) LINDA (tímidamente): ¿Qué tiene contra ti, Willy, cariño? WILLY: Qué cansado estoy. No hablemos más. (Biff regresa lentamente a la cocina. Se detiene y mira la caldera.) LINDA: ¿Le pedirás a Howard que te permita trabajar en Nueva York? WILLY: Es lo primero que haré mañana. Todo se arreglará. (Biff saca un tubo de goma que estaba detrás de la caldera. Horrorizado, vuelve la cabeza hacia la habitación de Willy, todavía débilmente iluminada, de donde surge el tarareo apremiante pero monótono de Linda.) WILLY (contemplando la luz de la luna a través de la ventana): Ostras, mira la luna moviéndose entre los edificios! (Biff se enrolla el tubo de goma en la mano y sube rápidamente las escaleras.) Segundo acto Se oye una música alegre. El telón se alza mientras la música se desvanece. Willy, en mangas de camisa, está sentado a la mesa de la cocina tomando café, el sombrero en el regazo. Linda le llena la taza cuando puede. WILLY: Un café buenísimo. Te deja tan satisfecho como toda una comida. LINDA: ¿Te hago unos huevos? WILLY: No, date un respiro. LINDA: Pareces muy descansado, cariño. WILLY: Por primera vez en varios meses, he dormido como un tronco. Imagínate, dormir hasta las diez un martes por la mañana. Los chicos han salido muy temprano, ¿verdad? LINDA: A las ocho ya estaban fuera. WILLY: ¡Bien hecho! LINDA: Ha sido tan emocionante verles salir juntos... ¡Cómo huele la casa a loción de afeitar! WILLY (sonriendo): Hum... LINDA: Biff parecía otro esta mañana. Estaba muy ilusionado, y tan impaciente por ir al centro y ver a Oliver. WILLY: Ese chico va a cambiar. No hay duda, algunos hombres tardan más que otros en... estabilizarse. ¿Cómo vestía? LINDA: Se ha puesto el traje azul, y estaba muy guapo. Con ese traje parecía un..., ¡alguien importante! (Willy se levanta de la mesa. Linda le sostiene la chaqueta.) WILLY: No hay duda, no hay ninguna duda. A ver si me acuerdo de comprar unas semillas cuando vuelva a casa esta tarde. LINDA (riendo): Sería estupendo, pero ahí no llega bastante sol. Ya no crecerá ninguna planta. WILLY: Aún estamos a tiempo, pequeña, tendremos una casita en el campo, cultivaremos verduras, criaremos gallinas... LINDA: Sí, querido, aún estamos a tiempo.
(Willy se aparta de la chaqueta que ella sostiene. Linda le sigue.) WILLY: Y ellos se casarán y vendrán a pasar los fines de semana. Construiré una casita para invitados. Como tengo tantas herramientas, y tan buenas, lo único que me hará falta será algo de madera y un poco de calma. LINDA (alegremente): Te he cosido el forro. WILLY: Podría construir dos casas de invitados, y así vendrían los dos. ¿Ha decidido Biff cuánto va a pedirle a Oliver? LINDA (ayudándole a ponerse la chaqueta): No lo ha dicho, pero supongo que diez o quince mil. ¿Hablarás hoy con Howard? WILLY: Sí. Se lo diré a las claras. Tendrá que librarme de la carretera. LINDA: Y otra cosa, Willy. No te olvides de pedirle un pequeño anticipo, porque tenemos que pagar la prima del seguro. Nos van a cobrar recargo por demora. WILLY: ¿Cuánto es? ¿Ciento...? LINDA: Ciento ocho con sesenta y ocho. Volvemos a andar escasos de dinero. WILLY: ¿Por qué? LINDA: La reparación del coche... WILLY: ¡Ese maldito Studebaker! LINDA: Y queda el último pago de la nevera... WILLY: ¡Pero si acaba de estropearse otra vez! LINDA: Sí, cariño, ya es vieja. WILLY: Te dije que deberíamos haber comprado una nevera bien anunciada. Charley compró hace veinte años una General Electric, y la hija de puta sigue funcionando de maravilla. LINDA: Pero, Willy... WILLY: ¿Quién ha oído hablar del frigorífico Hastings? ¡Por una sola vez en mi vida, me gustaría tener algo que funcione como Dios manda antes de que se estropee! ¡Siempre estoy compitiendo con los chatarreros! Acabo de pagar el coche y está en las últimas. La nevera consume correas como una puñetera maniaca. Calculan la duración de estos chismes, sí, la calculan para que, en cuanto termines de pagarlos, dejen de funcionar. LINDA (abrochándole la chaqueta al tiempo que él se la desabrocha): En total, con unos doscientos dólares saldremos adelante, querido. Pero en esa suma está incluido el último pago de la hipoteca. Después de ese pago, la casa será nuestra, Willy. WILLY: ¡Al cabo de veinticinco años! LINDA: Biff tenía nueve años cuando la compramos. WILLY: Bueno, eso es algo serio. Hacer frente a una hipoteca durante veinticinco años es... LINDA: Es una hazaña. WILLY: ¡La cantidad de cemento y madera que he usado para reconstruir esta casa! Ya no encontrarás una sola grieta en ninguna parte. LINDA: Bueno, hemos cumplido con nuestro objetivo. WILLY: ¿Qué objetivo? Vendrán unos desconocidos, se mudarán aquí y eso será todo. Ojalá Biff se quedase con esta casa y formara una familia...
(Empieza a irse.) Adiós, voy a llegar tarde. LINDA (recordando algo de repente): ¡Ah, se me olvidaba! Tienes que reunirte con ellos para cenar. WILLY: ¿Yo? LINDA: En el restaurante Frank, en la Cuarenta y Ocho, cerca de la Sexta Avenida. WILLY: ¿Cómo es eso? ¿Y tú, qué? LINDA: No, sólo vosotros tres. ¡Te van a ofrecer una comilona! WILLY: ¡No me digas! ¿A quién se le ha ocurrido la idea? LINDA: Biff se me acercó esta mañana y me dijo: «Dile a papá que queremos invitarle a una comilona». Tienes que estar allí a las seis. Tú y tus dos hijos vais a cenar juntos. WILLY: ¡Vaya! Será estupendo. Voy a dejar pasmado a Howard, pequeña. Confío en lograrlo, qué puñeta! LINDA: ¡Así se habla, Willy! WILLY: ¡No volveré a la carretera durante el resto de mi vida! LINDA: ¡Las cosas están cambiando, Willy, lo noto! WILLY: No hay duda. Adiós, se me hace tarde. (De nuevo, empieza a irse.) LINDA (llamándole mientras corre a la mesa de la cocina en busca de un pañuelo): ¿Llevas tus lentes? WILLY (las busca, palpándose los bolsillos, y retrocede): Sí, sí, llevo loss lentes. LINDA (dándole el pañuelo) Y un pañuelo. WILLY: Sí, un pañuelo. LINDA: ¿Y la sacarina? WILLY: Sí, la sacarina. LINDA: Ten cuidado con las escaleras del metro. (Ella le besa, y se le ve una media de seda que le cuelga de la mano. Willy repara en ella.) WILLY: ¿Quieres dejar de zurcir medias? Por lo menos mientras yo esté en casa. No sabes lo nervioso que me pone. Te lo pido por favor. (Linda esconde la media en el puño cerrado mientras sigue a Willy por el frente del escenario, delante de la casa.) LINDA: Recuerda que es en el restaurante Frank. WILLY (al pasar por el proscenio): Tal vez ahí crezcan bien remolachas. LINDA (riendo): Pero si lo has intentado muchas veces... WILLY: Es verdad. Bueno, hoy no trabajes más de la cuenta. (Desaparece por la esquina derecha de la casa.) LINDA: ¡Ten cuidado! (Linda saluda a Willy agitando el brazo mientras él se aleja. De repente suena el teléfono. Linda corre por el escenario, entra en la cocina y descuelga el auricular.) LINDA: ¿Diga? ¡Hola, Biff! Cuánto me alegro de que llames, acabo... Sí, claro que se lo he dicho. Sí, no lo he olvidado, estará allí a las seis. Escucha, estaba deseando decírtelo. ¿Recuerdas ese pequeño tubo de goma del que te hablé? ¿El que estaba conectado a la tubería del gas en la caldera? Esta mañana decidí bajar al sótano, quitarlo y destruirlo. ¡Pues ha desaparecido! ¡Figúrate! ¡Lo ha quitado él mismo, no está ahí! (Escucha.) ¿Cuándo? Ah, entonces lo quitaste tú. No..., nada, es que había confiado en que lo hubiera quitado él mismo. No, no estoy
preocupada, cariño, porque esta mañana se ha ido muy animado, ¡como en los viejos tiempos! Ya no tengo miedo. ¿Has visto al señor Oliver?... Bueno, entonces espera ahí. Y cáusale buena impresión, hijo. No sudes demasiado antes de verle. Y pásalo bien con papá. ¡Es posible que también él tenga grandes noticias!... Eso es, un empleo en Nueva York. Y esta noche sé amable con él, cariño. Sé afectuoso, porque no es más que un barquito en busca de puerto. (Está temblando de pesadumbre y, al mismo tiempo, de alegría.) Oh, eso es estupendo, Biff. Le salvarás la vida. Gracias, hijo mío. Rodéale con un brazo cuando entre en el restaurante, sonríele... Así me gusta... Adiós, cariño... ¿Llevas encima el peine?... Muy bien. Adiós, Biff, querido. (Hacia la mitad de la conversación telefónica, Howard Wagner, de treinta y seis años, aparece empujando una mesita con ruedas, de las que se utilizan para las máquinas de escribir, sobre la que hay un magnetófono, y procede a conectarlo. La mesa está en la zona delantera del escenario, a la izquierda. La luz que ilumina a Linda se desvanece lentamente mientras se intensifica la de Howard. Ocupado en conectar el aparato, Howard se limita a echar un vistazo por encima del hombro cuando Willy aparece.) WILLY: ¿Se puede? HOWARD: Hola, Willy, pasa. WILLY: Quisiera hablar contigo, Howard. HOWARD: Siento hacerte esperar. Enseguida estoy por ti. WILLY: ¿Qué es eso, Howard? HOWARD: ¿No lo habías visto nunca? Es un magnetófono. WILLY: Ah, vaya. ¿Podemos hablar un momento? HOWARD: Graba el sonido. Ayer lo recibí, y me ha enloquecido. Es el aparato más extraordinario que he visto en mi vida. Me he pasado la noche en vela con él. WILLY: ¿Para qué sirve? HOWARD: Lo he comprado para dictar, pero puedes hacer cualquier cosa con él. Escucha esto. Anoche lo grabé en casa. Lo primero es de mi hija. Fíjate. (Mueve el mando y se oye la canción «Haced que ruede el tonel» silbada.) Escucha el silbido de la niña. WILLY: Es como en la vida real, ¿no? HOWARD: Tiene siete años. Fíjate en ese tono. WILLY: Quisiera pedirte un pequeño favor... (El silbido se interrumpe y se oye la voz de la hija de Howard.) voz DE LA HIJA: «Ahora tú, papi». HOWARD: ¡Está loca por mí! (Se oye la misma canción silbada.) ¡Ése soy yo! ¡Ja! (Guiña un ojo.) WILLY: ¡Lo haces muy bien! (El silbido se interrumpe de nuevo. El aparato permanece un momento en silencio.) HOWARD: ¡Chist! Escucha esto. Es mi hijo. (Voz DEL HIJO: «La capital de Alabama es Montgomery; la capital de Arizona es Phoenix; la capital de Arkansas es Little Rock; la capital de California es Sacramento...». (Y así sucesivamente.) HOWARD (alzando los cinco dedos de una mano): ¡Sólo cinco años,
Willy! WILLY: ¡Algún día será locutor! (Voz DEL HIJO (continúa): «La capital de...». HOWARD: Ya lo ves..., ¡por orden alfabético! (El aparato enmudece bruscamente.) Espera un momento. La criada tropezó con el cable y lo desenchufó. WILLY: Desde luego, es un... HOWARD: ¡Calla, por Dios! (Voz DEL HIJO: «Son las nueve, hora del reloj Bulova, así que he de irme a dormir». WILLY: Esto es realmente... HOWARD: ¡Espera un momento! Ahora viene mi mujer. (Aguardan.) (Voz DE HOWARD: «Vamos, di algo». (Pausa.) «Bueno, ¿vas a hablar?» (Voz DE LA ESPOSA: «No se me ocurre nada que decir». (Voz DE HOWARD: «Vamos, habla, está girando». (Voz DE LA ESPOSA (tímidamente, vencida): «Hola». (Silencio.) «Oh, Howard, no puedo hablarle a este...» HOWARD (apaga el magnetófono): Ésa era mi mujer. WILLY: Es una máquina maravillosa. ¿Podemos...? HOWARD: Créeme, Willy, voy a enviar a paseo la cámara de fotos, la sierra de cinta y todas mis aficiones. Es la diversión más fascinante que he visto en mi vida. WILLY: Creo que me compraré uno. HOWARD: Claro, hombre, sólo cuesta ciento cincuenta. No se puede vivir sin él. Supón que quieres oír a Jack Benny, pero no puedes estar en casa a la hora en que lo retransmiten. Bueno, pues le dices a la criada que encienda la radio cuando sale Jack Benny, y este aparato graba automáticamente la emisión... WILLY: Y cuando vuelves a casa... HOWARD: Puedes volver a las doce, a la una, cuando te dé la gana, agarrar un trago, sentarte, apretar un botón, ¡y ahí está el programa de Jack Benny en plena noche! WILLY: Me voy a comprar uno, definitivamente, porque muchas veces estoy en la carretera y pienso en los buenos programas de radio que debo de estar perdiéndome. HOWARD: ¿No tienes radio en el coche? WILLY: Bueno, sí, pero ¿a quién se le ocurre encenderla? HOWARD: Oye, ¿no deberías estar en Boston? WILLY: De eso quería hablarte, Howard. He pensado en no seguir viajando. HOWARD: ¡No seguir viajando! ¿Qué vas a hacer entonces? WILLY: ¿Recuerdas lo que me dijiste por Navidad, en la fiesta del personal? Me dijiste que tratarías de encontrarme un puesto para mí aquí, en la ciudad. HOWARD: ¿En esta empresa? WILLY: Sí, claro. HOWARD: Ah, sí, sí, lo recuerdo. Pues mira, Willy, no he encontrado ningún puesto. WILLY: Verás, Howard. Los chicos ya son adultos, ¿sabes? Ya no necesito tanto dinero. Si pudiera ganar..., digamos, sesenta y cinco
dólares a la semana, tendría suficiente. HOWARD: Sí, Willy, pero... WILLY: Te diré por qué, Howard. Hablando con franqueza, así, entre los dos..., la verdad es que estoy un poco cansado. HOWARD: Claro, Willy, lo comprendo. Pero eres viajante, Willy, y nuestro negocio se basa en el trabajo de los viajantes. Aquí, en la oficina, sólo tenemos media docena de vendedores. WILLY: Bien sabe Dios, Howard, que jamás le he pedido un favor a nadie. Pero ya estaba en la empresa cuando tu padre te traía aquí en brazos. HOWARD: Ya lo sé, Willy, pero... WILLY: Tu padre, que en paz descanse, se me acercó el día en que naciste para preguntarme qué me parecía el nombre de Howard. HOWARD: Y te estoy agradecido, Willy, pero es que ahora no hay aquí ninguna vacante. Si la hubiera, te la daría enseguida, pero la verdad es que no la hay. (Busca su encendedor. Willy, tras recogerlo de la mesa, se lo da. Pausa.) WILLY (con creciente enojo): Todo lo que necesito para comer son cincuenta dólares a la semana. Sólo eso, Howard. HOWARD: Pero ¿dónde voy a meterte, hombre? WILLY: Mi capacidad como vendedor está fuera de duda, ¿no es cierto? HOWARD: Sí, pero esto es un negocio, amigo mío, y cada uno tiene que hacer lo que le corresponde. WILLY (con desesperación): Déjame que te cuente una cosa, Howard... HOWARD: Porque tienes que admitir que el negocio es el negocio. WILLY (enojado): Por supuesto, el negocio es el negocio, pero escúchame un momento. No comprendes lo que te estoy diciendo. Cuando era un muchacho, a los dieciocho o diecinueve años, ya estaba en la carretera. Y me preguntaba si la venta tendría futuro para mí, porque en aquel entonces suspiraba por irme a Alaska. Piensa que, en Alaska, uno encontraba oro tres veces al mes, y me apetecía ir allá, a darme un paseo, por así decirlo. HOWARD (con muy escaso interés): No me digas. WILLY: Pues sí, mi padre vivió muchos años en Alaska. Tenía espíritu aventurero. Los miembros de nuestra familia se distinguían por la confianza en sí mismos. Pensé en ir allá con mi hermano mayor y tratar de localizarle, y quizás instalarnos en el norte con nuestro padre. Y estaba casi decidido a irme, cuando conocí a un viajante en el hotel Parker House de Boston. Se llamaba Dave Singleman, tenía ochenta y cuatro años y había recorrido treinta y un estados vendiendo su género. El viejo Dave subía a su habitación, ¿comprendes?, se ponía unas zapatillas de terciopelo verde, nunca lo olvidaré, descolgaba el teléfono y llamaba a los agentes de compras, y sin salir nunca de la habitación, a los ochenta y cuatro años, se ganaba la vida. Al ver eso, comprendí que la venta era la mejor profesión que uno podía desear, porque, ¿qué podía ser más satisfactorio, a los ochenta y cuatro años, que visitar veinte o treinta ciudades, descolgar el teléfono y comprobar que tanta gente se acuerda de ti, te quiere y te ayuda? ¿Sabes?, cuando murió (y, por cierto, murió como un viajante, con sus zapatillas de terciopelo verde, en el vagón para fumadores del tren que cubre la línea Nueva York, New Haven y Hartford),
pues bien, cuando murió, cientos de viajantes y clientes asistieron a su entierro. Luego, durante meses, flotó una atmósfera de tristeza en muchos trenes. (Se levanta. Howard no le ha mirado.) En aquellos tiempos, la personalidad contaba más en la profesión, Howard. Había respeto, camaradería y gratitud. Hoy todo es rutinario y no hay ocasión de cultivar la amistad o de desplegar la personalidad en el trabajo. ¿Comprendes lo que quiero decir? Ya no me conocen.
ANTONIO BUERO VALLEJO (1916-2000) Una de las figuras más sobresalientes de la creación teatral española del S. XX. Inicialmente inclinado hacia las artes plásticas, las abandonaría definitivamente para dedicarse a la creación dramática, situación que le ha dado un definitivo prestigio en ese campo de la creación. Su obra Historia de una escalera le abriò el camino hacia un sitial preponderante de la escena española, puesto que ganó en 1949 el Premio "Lope de Vega", máximo galardón que en el campo teatral se concede en la península, y en el mismo año otro premio por Las palabras en la arena. Como una ratificación de su calidad de escritor, en 1986 ganó el Premio “Cervantes”. Sus obras En la ardiente oscuridad, Madrugada, Irene o el tesoro, Hoy es fiesta, Las cartas boca abajo, expresan las preocupaciones en las que se ve el hombre por vencer la angustia producida por la mediocridad de su vida cotidiana. Otras de sus obras más representativas son: Un soñador para un pueblo, El concierto de San Ovidio, Aventura en lo gris.
HISTORIA DE UNA ESCALERA Drama en tres actos (La obra no está dividida en escenas numeradas). ACTO I (Un tramo de escalera con dos rellanos, en una casa modesta de vecindad. En el segundo rellano hay cuatro puertas —I, II, III, IV—. De las familias que viven en estos cuartos sólo una, la formada por Don Manuel y su hija Elvira, disfruta de holgura económica gracias a que Don Manuel ha montado una agencia que empieza a dar dinero. En otro de los cuartos habitan Doña Asunción, señora enlutada, venida a menos y su hijo Fernando, un joven muy guapo y arrogante, lleno de ambición, que, sujeto a un empleo modestísimo, no puede soportar su pobreza, reacciona amargamente contra todos, incluso contra su madre. Elvira se halla enamorada de Fernando, y éste de otra bonita muchacha de la vecindad, Carmina. Las circunstancias, carácter y movimiento de estos personajes, así como de los demás que figuran en este acto —las vecindonas, ya más que maduras, Paca y Generosa, las muchachas Trini y Rosa y Pepe y el joven Urbano—, van siendo descritos por el autor en los apartes interca-lados en el texto en la forma que reproducimos. Toda la acción se desarrolla en la escalera entre las personas que suben o bajan o se estacionan en los rellanos). DOÑA ASUNCIÓN. ¿Qué haces? FERNANDO — (Desabrido) Ya lo ves. DOÑA ASUNCIÓN- (Sumisa). ¡Estas enfadado? FERNANDO. No. DOÑA ASUNCIÓN ¿Te ha pasado algo en la papelería? FERNANDO. No. DOÑA ASUNCIÓN. ¿Por qué no has ido hoy? FERNANDO. Porque no. (Pausa). DOÑA ASUNCIÓN. ¿Te he dicho que el padre de Elvirita nos ha pagado el recibo de la luz? FERNANDO.— (Volviéndose hacia su madre). ¡Sí! ¡Ya me lo has dicho! (Yendo hacia ella). ¡Déjame en paz! DOÑA ASUNCIÓN. ¡Hijo! FERNANDO. ¡Qué inoportunidad! ¡Pareces disfrutar recordándome nuestra pobreza! DOÑA ASUNCIÓN. ¡Pero, hijo! FERNANDO.— (Empujándola y cerrando de golpe). ¡Anda, anda para adentro! (Con un suspiro vuelve a recostarse en el pasamanos. Pausa. Urbano llega al primer rellano. Viste traje azul mahón. Es un muchacho fuerte y moreno, de fisonomía ruda pero expresiva: un proletario. Urbano comienza a subir la escalera y se detiene al verle).
URBANO. ¡Hola! ¿Qué haces ahí?' FERNANDO Hola, Urbano. Nada. URBANO. Tienes cara de enfado. FERNANDO. No es nada. URBANO. Baja al "casinillo". (Señalando el hueco de la ventana). Te invito a un cigarro. (Pausa). ¡Baja, hombre! (Fernando empieza a bajar sin prisa). Algo te pasa. (Sacando la petaca). ¿No se puede saber? FERNANDO - (Que ha llegado). Nada, lo de siempre. . . (Se recuestan en la pared del "casinillo". Mientras hacen los pitillos). ¡Que estoy harto de todo esto! URBANO- (Riendo). Eso es ya muy viejo. Creí que te ocurría algo. FERNANDO. Puedes reírte. Pero te aseguro que no sé cómo aguanto. (Breve pausa). En fin, ¡para qué hablar! ¿Qué hay por tu fábrica? URBANO. ¡Muchas cosas! Desde la última huelga de metalúrgicos la gente se sindica a toda prisa. A ver cuando nos imitáis los dependientes. FERNANDO No me interesan esas cosas. URBANO Porque eres tonto. FERNANDO ¿Me quieres decir lo que sacáis en limpio de esos líos? URBANO Fernando, eres un desgraciado. Y lo peor es que no lo sabes. Los pobres diablos como nosotros nunca lograremos mejorar de vida si no nos ayudamos. Y eso es el sindicato. ! Solidaridad! Esa es nuestra palabra. Y sería la tuya si te dieses cuenta que no eres más que un triste hortera. Per como te crees un marqués! FERNANDO No me creo nada. Sólo quiero subir, ¿comprendes?. !Subir! Y dejar toda esta sordidez en que vivimos. URBANO Y a los demás que nos parta un rayo. FERNADO ¿Y qué tengo yo que ver con los demás? Nadie hace nada por nadie. Y vosotros os metéis en el sindicato porque no tenéis arranque para subir solos. Pero eso no es camino para mí. Yo sé que puedo subir y subiré solo. URBANO ¿Se puede uno reír? FERNANDO Haz lo que te dé la gana. URBANO (Sonriendo) Escucha, papanatas. Para subir solo, como dices, tendrías que trabajar todos los días diez horas en la papelería; no podrías faltar nunca, como lo has hecho hoy... FERNANDO ¿Cómo lo sabes? URBANO !Porque lo dice tu cara simple! Y déjame continuar. No podrías tumbarte a hacer versitos ni a pensar en las musarañas; buscarías trabajos particulares para redondear el presupuesto y te acostarías a las tres de la mañana contento de ahorrar sueño y dinero. Porque tendrías que ahorrar, ahorrar como una urraca, quitándolo de la comida, del vestido, del tabaco... Y cuando llevases un montón de años haciendo eso, y ensayando negocios y buscando caminos, acabarías por verte
solicitando cualquier miserable empleo para no moriste de hambre...No tienes tú madera para esa vida. FERNANDO Ya lo veremos. Desde mañana mismo... URBANO (Riendo) Siempre es desde mañana. ¿Por qué no los has hecho desde ayer o desde hace un mes? (Breve pausa) Porque no puedes. Porque eres un soñador... Y un gandul (Fernado le mira lívido, conteniéndose y hace un movimiento para marcharse). Espera, hombre, no te enfades. Todo esto te lo digo como un amigo. (Pausa). FERNANDO (Más calmado y levemente despreciativo) Sabes lo que te digo. Que el tiempo lo dirá todo. Y que te emplazo para dentro... de diez años, por ejemplo. Veremos para entonces quién ha llegado más lejos: si tú con tu sindicato o yo con mis proyectos. URBANO Ya sé que yo no llegaré muy lejos y tú tampoco llegarás. Si yo llego llegaremos todos. Pero lo más difícil es que dentro de diez años sigamos subiendo esta escalera y fumando en este “casinillo”. FERNANDO Yo, no. (Pausa) Aunque quizás no sean muchos diez años. URBANO (Riendo). ¡Vamos! Parece que no estás muy seguro. (Pausa). FERNANDO. No es eso, Urbano. ¡Es que le tengo miedo al tiempo! Es lo que más me hace sufrir. Ver cómo pasan los días y los años. . . sin que nada cambie. Ayer mismo éramos tú y yo dos crios que veníamos a fumar aquí, a escondidas, los primeros pitillos. . . ¡Y hace ya diez años! Hemos crecido sin darnos cuenta, subiendo y bajando la escalera, rodeados siempre de los padres, que no nos entienden; de vecinos que murmuran de nosotros y de quienes murmuramos. . . Buscando mil recursos y soportando humillaciones para poder pagar la casa, la luz y las patatas. . . (Pausa). Y mañana o dentro de diez años que pueden pasar como un día, como han pasado estos últimos. . . , ¡sería terrible seguir así!, subiendo y bajando la escalera, una escalera que no conduce a ningún sitio; haciendo trampas en el contador, aborreciendo el trabajo. . . , perdiendo día tras día. . . (Pausa). Por eso es preciso cortar por lo sano. URBANO. ¿Y qué vas a hacer? FERNANDO. No lo sé. Pero ya haré algo. URBANO. ¿Y quieres hacerlo solo? FERNANDO. Solo. URBANO. ¿Completamente? (Pausa). FERNANDO. Claro. URBANO. Pues te voy a dar un consejo. Aunque no lo creas, siempre necesitamos de los demás. No podrás luchar solo sin cansarte. FERNANDO. ¿Me vas a volver a hablar del sindicato? URBANO. No. Quiero decirte que, si verdaderamente vas a luchar, para evitar el desaliento necesitarás. . . (Se detiene).
FERNANDO. ¿Qué? URBANO. Una mujer. FERNANDO. Ese no es problema. Ya sabes que. . . URBANO. Ya sé que eres un buen mozo con muchos éxitos. Y eso te perjudica; eres demasiado buen mozo. Lo que te hace falta es dejar todos esos noviazgos y enamorarte de verdad. (Pausa). Hace tiempo que no hablamos de estas cosas. . . Antes, si a tí o a mí nos gustaba Fulanita, nos lo decíamos en seguida. (Pausa). ¿No hay nada serio ahora? FERNANDO- (Reservado). Pudiera ser. . . URBANO. No se tratará de mi hermana, ¿verdad? FERNANDO. ¿De tu hermana? ¿De cuál? URBANO. De Trini. FERNANDO. No, no. URBANO. Pues de Rosita, ni hablar. FERNANDO. Ni hablar. (Pausa). URBANO. Porque la hija de la señora Generosa no creo que te haya llamado la atención. . . (Pausa. Le mira de reojo con ansiedad). ¿O es ella? ¿Es Carmina? (Pausa). FERNANDO. No. URBANO— Ríe y le palmotea la espalda) ¡Está bien, hombre! ¡No busco más! Ya me lo dirás cuando quieras. ¿Otro cigarrillo? FERNANDO. No. (Breve pausa). Alguien sube. (Miran hacia el hueco). URBANO. Es mi hermana. (Aparece Rosa, que es una mujer joven, guapa y provocativa. Al pasar junto a ellos los saluda despectivamente, sin detenerse, y comienza a subir el tramo). ROSA. Hola, chicos. FERNANDO. Hola, Rosita. URBANO. ¿Ya has pindongueado bastante? ROSA — (Parándose). ¡Yo no pindongueo! Y, además, no te importa. URBANO. ¡Un día de estos le voy a romper las muelas a alguien! ROSA. ¡Qué valiente! Cuídate tú la dentadura, por si acaso. (Sube. Urbano se queda estupefacto por su descaro. Fernando ríe y le llama a su lado. Antes de llamar Rosa en el III, se abre el I y sale Pepe. El hermano de Carmina ronda ya los treinta años y es un granuja achulado y presuntuoso. Ella se vuelve y se contemplan, muy satisfechos. El va a
hablar, pero ella le hace señas de que se calle, y le señala el "casinillo", donde se encuentran los dos muchachos ocultos para él. Pepe la invita por señas a bailar para después, y ella asiente, sin disimular su alegría. En esta expresiva mímica los sorprende Paca, que abre de improviso). PACA. ¡Bonita representación! (Furiosa, zarandea a su hija). ¡Adentro, condenada! ¡Ya te daré yo diversiones! (Fernando y Urbano se asoman). ROSA. ¡No me empuje! ¡Usted no tiene derecho a maltratarme! PACA. ¿Que no tengo derecho? ROSA. ¡No, señora! ¡Soy mayor de edad! PACA. ¿Y quién te mantiene? ¡Golfa, más que golfa! ROSA. ¡No insulte! PACA.— (Metiéndola de un empellón). ¡Anda para adentro! (A Pepe, que optó desde el principio por bajar un par de peldaños). ¡Y tú, chulo indecente! ¡Si te vuelvo a ver con mi niña te abro la cabeza de un sartenazo! ¡Como me llamo Paca! PEPE. Ya será menos. PACA. ¡Aire! ¡Aire! ¡A escupir a la calle! (Cierra con ímpetu. Pepe baja sonriendo con suficiencia. Va a pasar de largo, pero Urbano le detiene por la manga) URBANO. No tengas prisa. PEPE.— (Volviéndose con saña). ¡Muy bien! ¡Dos contra uno! FERNANDO — (Presuroso). No, no, Pepe. (Con sonrisa servil). Yo no intervengo; no es asunto mío. URBANO. No. Es mío. PEPE. Bueno, suelta. ¿Qué quieres? URBANO.— (Reprimiendo su ira y sin soltarle). Decirte nada más que si la tonta de mi hermana no te conoce, yo sí. Que si ella no quiere creer que has estado viviendo de la Luisa y de la Pili después de lanzarlas a la vida, yo sé que es cierto. ¡Y que como vuelvas a verte con Rosa te juro por tu madre que te tiro por el hueco de la escalera! (Lo suelta con violencia). Puedes largarte. (Le vuelve la espalda). PEPE. Será si quiero. ¡Estos mocosos! (Alisándose la manga). ¡Que no levantan dos palmos del suelo y quieren medirse con hombres! ¡Si no mirara. . . ! (Urbano no le hace caso. Fernando interviene, aplacador). FERNANDO. Déjalo, Pepe. No te. . . alteres. Mejor será que te marches. PEPE. Sí. Mejor será. (Inicia la marcha y se vuelve). El mocoso indecente, que
cree que me va a meter miedo a mí. . . (Baja protestando). Un día me voy a liar a mamporros y le demostraré lo que es un hombre. . . FERNANDO. No sé por qué te gusta tanto chillar y amenazar. URBANO. (Seco). Eso va en gustos. Tampoco me agrada a mí que te muestres tan amable con un sinvergüenza como ése. FERNANDO. Prefiero eso a lanzar amenazas que luego no se cumplen. URBANO. ¿Que no se cumplen? FERNANDO. ¡Qué van a cumplirse! Cualquier día tiras tú a nadie por el hueco de la escalera. ¿Todavía no te has dado cuenta de que eres un ser inofensivo? (Pausa). URBANO. ¡No sé cómo nos las arreglamos tú y yo para discutir siempre! Me voy a comer. Abur. FERNANDO.— (Contento por su pequeña revancha). ¡Hasta luego, sindicalista! (Urbano sube y llama en el III. Paca abre). PACA. Hola, hijo. ¿Traes hambre? URBANO. ¡Más que un lobo! (Entra y cierra. Fernando se recuesta en la barandilla y mira por el hueco. Con un repentino gesto de desagrado se retira al "casinillo" y mira por la ventana, fingiendo distracción. Pausa. Don Manuel y Elvira suben. Ella aprieta el brazo a su padre en cuanto ve a Fernando. Se detienen un momento; luego continúan). DON MANUEL.— (Mirando socarronamente a Elvira, que está muy turbada). Adiós, Fernandito. FERNANDO— (Se vuelve con desgana. Sin mirar a Elvira). Buenos días. DON MANUEL. ¿De vuelta del trabajo? FERNANDO- (Vacilante). Sí, señor. DON MANUEL. Está bien, hombre. (Intenta seguir. Pero Elvira lo detiene tenazmente, indicándole que hable ahora a Fernando. A regañadientes, termina el padre por acceder). Un día de éstos tengo que decirle unas cosillas. FERNANDO. Cuando usted disponga. DON MANUEL. Bien, bien. No hay prisa; ya le avisaré. Hasta luego. Recuerdos a su madre.
FERNANDO. Muchas gracias. Ustedes sigan bien. (Suben. Elvira se vuelve con frecuencia para mirarle. El está d espaldas. Don Manuel abre el II con su llave y entran. Fernando hace un mal gesto y se apoya en e pasamanos. Pausa. Generosa sube. Fernando la saluda muy sonriente). Buenos días. -7GENEROSA. Hola, hijo. ¿Quieres comer?
FERNANDO. Gracias, que aproveche. ¿Y el señor Gregorio? GENEROSA. Muy disgustado hijo. Como lo retiran por la edad. . . Y es lo que él dice: ¿De qué sirve que un hombre se deje los huesos conduciendo un tranvía durante cincuenta años, si luego le ponen en la calle? Y si le dieran un buen retiro. . . Pero es una miseria, hijo; una miseria. ¡Y a mi Pepe no hay quien lo encarrile! (Pausa). ¡Qué vida! No sé cómo vamos a salir adelante. FERNANDO. Lleva usted razón. Menos mal que Carmina. . . GENEROSA. Carmina es nuestra única alegría. Es buena, trabajadora, limpia. . . Si mi Pepe fuese como ella. . . FERNANDO. No me haga mucho caso, pero creo que Carmina la buscaba antes. GENEROSA. Sí. Es que se me había olvidado la cacharra de la leche. Ya la he visto. Ahora sube ella. Hasta luego, hijo. FERNANDO. Hasta luego. (Generosa sube, abre su puerta y entra. Pausa. Elvira sale sin hacer ruido al descansillo, dejando su puerta entornada. Se apoya en la barandilla. El finge no verla. Ella le llama por encima del hueco). ELVIRA. Fernando. . . FERNANDO. ¡Hola! ELVIRA. ¿Podrías acompañarme hoy a comprar un libro? Tengo que hacer un regalo y he pensado que tú me ayudarías muy bien a escoger. FERNANDO. No sé si podré. (Pausa). ELVIRA. Procúralo, por favor. Sin tí no sabré hacerlo. Y tengo que darlo mañana. FERNANDO. A pesar de eso no puedo prometerte nada (Ella hace un gesto de contrariedad). Mejor dicho: casi seguro que no podrás contar conmigo. (Sigue mirando por el hueco). ELVIRA.— (Molesta y sonriente). ¡Qué caro te cotizas! (Pausa). Mírame un poco, por lo menos. No creo que cueste mucho trabajo mirarme. . . (Pausa). ¿Eh? FERNANDO- (Levantando la vista). ¿Qué? ELVIRA. Pero ¿no me escuchabas? ¿O es que no quieres enterarte de lo que digo? FERNANDO- (Volviéndole la espalda). Déjame en paz. ELVIRA- (Resentida). ¡Ah! ¡Qué poco te cuesta humillar a los demás! ¡Es muy fácil. . . y muy cruel humillar a los demás! Te aprovechas de que te estiman demasiado para devolverte la humi-llación. . . , pero podría hacerse. . . FERNANDO — (Volviéndose furioso). ¡Explica eso!
ELVIRA. Es muy fácil presumir y despreciar a quien nos quiere a quien está dispuesto a ayudarnos. . . A quien nos ayuda ya. . . Es muy fácil olvidar esas ayudas. . . FERNANDO- (Iracundo). ¿Cómo te atreves a echarme en cara tu propia ordinariez? ¡No puedo sufrirte! ¡Vete! ELVIRA.— (Arrepentida). ¡Fernando, perdóname, por Dios! Es que. . . FERNANDO. ¡Vete! ¡No puedo soportarte! ¡No puedo resistir vuestros favores y vuestra estupidez! ¡Vete! (Ella ha ido retrocediendo muy afectada. Se entra llorosa y sin poder resistir apenas sus nervios. Fernando, muy alterado también, saca un cigarrillo. Al tiempo de tirar la cerilla). ¡Qué vergüenza! (Se vuelve al "casinillo". (Pausa).
Rafael Herrera Gil Licenciado en Literatura (Universidad Central del Ecuador) Master en Artes (University of Pittsburgh, USA)
rafael.herrera39@yahoo.com