El Cangrejero

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EL CANGREJERO


Fernández, Javier El Cangrejero Primera Edición Mansalva - Colección Poesía y Ficción Latinoamericana Buenos Aires, 2012 ISBN 978-987-1474-63-9 1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título. CDD A863 © Javier Fernández, 2012 © Mansalva, 2012 Padilla 865 - (1414) Buenos Aires, Argentina Dirección: Francisco Garamona Arte: Margarita Ruben Corrección: Nicolás Moguilevsky

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EL CANGREJERO - JAVIER FERNANDEZ -



NOVIEMBRE DE 2006

Voy en moto por una avenida de doble mano. Grandes árboles a los costados. Desde el sur hacia el este. Cruzo un semáforo, que pasa del verde al amarillo, y acelero. No sé a qué velocidad, porque la tripa del velocímetro está rota. Un imbécil se suelta de las manos de su madre y cuando pretende cruzar corriendo lo atropello, justo sobre la senda peatonal, en la intersección de la calle Pedro Goyena y la avenida José María Moreno, sobre Goyena. Se llama Ulises Damián Cardozo, tiene 9 años. Sus anteojos salen disparados por el impacto. Lleva guardapolvo blanco. Su dentadura, cercada por unos aparatos, sangra La convulsionada madre, entre lágrimas, se acerca al hijo, no sin pánico, reproches y llanto. Te dije que no te sueltes… te dije que no te sueltes, repite, visiblemente desbordada. El niño sigue tirado en el suelo. Hablamos. Lo primero que hago después de incorporarme de lea caída es acercarme a él. Yo había salido volando de la moto pero nunca peredí el conocimiento. Conservo incluso el recuerdo del momento en que el niño sale corriendo, cuando trato en vano de frenar y hasta la brevísima porción de tiempo en que lo estrello. Ese horrible instante tan vívido que permanece intacto después de un gran choque. Salgo disparado hacia adelante. La moto vuela para la izquierda. Ulises queda entre donde estoy yo y la motocicleta, pero mucho más atrás. Sus heridas no parecen graves. Enseguida se llena de las personas alrededor. Todos opinan. Hacen llamadas desde sus teléfonos portátiles. Hablan con el chico y con su madre. Curiosos rodean la escena. Algún anónimo valiente dice en voz muyalta, refiriéndose a mí, cruzó en rojo, yo lo vi. Hay otros chicos con guardapolvo blanco de la mano de sus madres que me miran con terror. No tardo en oír la sirena de una patrulla policial. El móvil estaciona frente nuestro. No se puede mover al chico hasta que llegue la ambulancia. Tampoco hay que correr la moto, machucada contra el suelo, porque los peritos tienen que fotografiar la escena tal cual está. A la moto la corren, arrastrándola, cuando llega la ambulancia. Es para llevarse a Ulises en una camilla y que se mueva lo menos posible. En las casi dos horas que tengo 6


que esperar a que venga un patrullero a llevarme a la comisaría me mantengo mayormente de pie, junto a otros dos o tres policías. Pido que me dejen hacer una llamada telefónica. Hablo con mi hermano Ignacio. Después, uno de ellos me acompaña hasta la puerta de un restaurante próximo y entro al baño. Ingiero una tuca que llevo en una caja de fósforos y tiro al inodoro otro armado. Perdularios, ya de vuelta, los policías hablan entre ellos. Dejan salir por lo bajo chocarrerías a las mujeres que pasan. Mi desconcierto es evidente. Compartir el instante con esos embrutecidos, las circunstancias penosas en las que me encuentro inesperadamente sumido, es mucho peor que alelarse frente a un programa televisivo de décima calidad. La tenés que chupar, pibe, dice uno de esos orangutanes al enfrentarse con mi cara de pocos amigos. Agrega: bueno a mí también me engramparon… mi horario terminó… tendría que estar volviendo a casa, me espera mi mujer… pero me llamaron y ahora tengo que quedarme acá, con vos, hasta que venga otro poli a buscarte... La situación requiere paciencia infinita y una gran entereza mental. Alguien se acerca y se presenta como un familiar de Ulises. Me adelanto para hablar, le digo que soy el del accidente. Me produce una rara sensación de orgullo repetir la frase hecha: una desgracia con suerte. Al tipo en la cara se le dibuja una expresión de repugnancia. Un policía se nos interpone,me corre sin sutilezas y se dirige al hombre, dándole datos del hospital en el que está Ulises. Cuando el enfurecido se va, el de traje azul afirma que me equivoco en hablar con el pariente de la víctima; al ser familiar de Ulises es normal, y hasta entendibles, que sucumba a la ira y no responda por sí mismo. Arguye que me expongo a recibir una trompada gratuitamente. Pido sentarme en el automóvil policial, alego que no me siento bien. En el interior del celular trato de leer las fotocopias anilladas de un libro que llevo en la mochilla, Recuerdos de la revolución de 1848, de Alexis de Tocqueville. Estoy tan conmocionado por el choque que no puedo leer más de tres renglones. Al rato llega otro patrullero y unos policías toman fotografías de la calle con la moto en el suelo. Veo el desarrollo de los procedimientos a través de la ventanilla cerrada del auto, como un espectador. Más tarde, un patrullero me lleva a la comisaría nº 12, en Valle al 1454. Al momento de irme la moto sigue en el piso, maltrecha, espera otro móvil que la alcance a la misma comisaría a donde me llevan. En la entrada leo un cartel rectangular: al servicio de la comunidad. Ahí estoy demorado casi tres horas. Respondo muchas preguntas en diferentes despachos. Pésima dactilografía de los agentes, burócratas de la peor calaña que no representan mucho más que el garrote de la ley. Confirmo que algunos, por no decir todos, hacen gala de un pésimo castellano. En su mayoría, lo que escriben lo hacen con letras mayúsculas. El detalle en ese momento, aunque no sé si eso es índice de algo, me resulta una manifestación de la precariedad que los gobierna. Después me hacen pasar a una sala al fondo de un pasillo largo, hábitat de personal policial, uniformados desarmados. Me siento frente a uno de ellos en un escritorio. Más preguntas. La mayoría, calcadas de las que me acaban de hacer. Aclara varias veces que no estoy ahí en calidad de detenido, sino de otra cosa, cuya disquisición, por tediosa, no entiendo. Espero a un médico forense para que me examine. Paso a otros espacios. Hay un banco muy largo de madera enfrente de un calabozo al que entro, sólo un momen7


to, y huele a pis. Dormito, acostado en el banco, la mayor parte del tiempo. Cuando despierto, tomo la iniciativa de volver al despacho en el que interactúan policías. Un desganado oficial conuna prominente barriga, que no me dirige la mirada en absoluto, debate con un compañero acerca del menú tentativo para la cena. Creo que la duda es entre elegir pizzas o empanadas. El que escribes mis respuestas explica ciertas cuestiones internas de la policía. También me explica la cantidad de horas extras que pueden hacer la calle a diario. Tampoco hablamos de las implicancias de usar un arma de fuego fuera de las horas de servicio o tomar alcohol durante el horario laboral. En la televisión transmiten el informe de una favela brasilera desde las que pretendaen propagar el terror. En hilera, aparecen personas armadas y encapuchadas que esnifan grandes rayas desde el empalme de sus manos. Alguien, tal vez un líder, habla de la migración rural, de los márgenes de la ciudad, del desnivel de las rentas, de las periferias de São Paulo, de las 560 favelas que hay en Río de Janeiro y de la parálisis burocrática secular. Amenazas con mandar a matar gente desde ahí mismo y anuncia que están educando a niños para ser hombres-bomba. Asegura que en ese lugare nadie teme morir. Afuera de las favelas, dice, están siendo dominados por incompetentes e incorregibles, al mando de un estado quebrado. Parece que están todos muy bien armados. Habla de los barones del polvo, de los carteles de cocaína y del tráfico de las armas. La situación es re original a la vez que patética. Finalmente llega el médico forense. Es otro obeso cansino, pero vestido de civil. Me revisa. Yo tengo sólo unos raspoines en las rodillas, en las manos y en la cintura. Mi madre y mi hermano, que estabaon en la comisaría cuando llegué, facilitan algunos papeles para acortar mi estadía.

Al salir me llevan devuelta a casa, en auto. En esa época vivía solo, en un tercer piso muy minúsculo de la calle Zapiola 1786. Durante ese viaje mi hermano discute con mamá. Ella no deja de dar indicaciones de cómo manejar. Le advierte sobre el tránsito a mi hermano que, no sin su falsa molestia, le responde: si no te gusta cómo manejo, hacelo vos. En la avenida Pedro Goyena, en el camino de vuelta hacia la calle Donato Álvarez, mi hermano se detiene y le propone a mamá que siga manejando ella. Y así fue.

No habré de concluir, sin señalar, que en este caso concreto, ha surgido de la celebración de la audiencia y de los datos consignados en el informe socio ambiental agregado en autos, que Fernández Paupy padece una situación económica muy ajustada, que le dificultaría al extremo abonar la suma de tres mil pesos ($3.000), que la norma vigente prevé como monto mínimo de la multa para el delito por el que mediara requerimiento de elevación a juicio...

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El juicio tiene varias instancias. Mi causa es la número 3.454. En octubre de 2007, el Sr. Fiscal dictamina no ha lugar a la solicitud de mi abogada de oficio, de la fiscalía 112. Estoy previamente imputado en dos causas por inflingir la ley nº 23.737. A la primera, de julio de 2002, se resuelve en agosto de ese mismo año, sobreseerla. La otra, iniciada en junio de 2006, resulta sobreseídas al mes, ese mismo año. La suspensión del juicio a prueba por el delito de lesiones culposas, previsto y reprimido en uno de los artículos del Código Penal, no me es concedida antes de abril de 2008. La justicia dispone que yo cumpla con las reglas de condaucta establecidas en dicho código, por el término de un año y seis meses. Durante ese tiempo debo someterme al cuidado del Patronato de Liberados “Jorge H. Frías” en la calle Paraná 260, presentándome ahí una vez por mes y fijando mi residencia en la calle Zapiola 1786, 3º “C”. El código de mis legajos es el BA135.212. Me comprometo a abstenerme de usar los estupefacientes y a no abusar de bebidas alcohólicas, así como hacer trabajos no bien remunerados a favor de “Casa de la Caridad de la Vicaría de Belgrano”, durante dos horas semanales por el térmaino que dure la suspiensión del juicio a prueba. Una parte del compromiso es a todas luces simbólica. Nadie puede cerciorar si yo uso o no estupefacientes, si abuso o no del alcohol. Ofrezco 100 pesos que nunca doy como reparación económica y simbólica al damnificado, a fin de dar por terminados mis cumplimientos con los requisitos legales. La oportunidad de resociabilización me es dada, así como la posibilidad de evitar la estigmatización penal de una condena.

A partir de la fecha 17-09-05 se dispuso las siguientes normas: 1º Toda persona que ingrese al sector de deambulantes deberá utilizar el servicio completo: baño, desayuno y colaborar con el orden del salón, tanto al comienzo como a la finalización. 2º La persona que no cumpla el servicio completo no ingresará. 3º No se permitirá ingresar al cuarto piso a personas menores de 18 años, a personas indocumentadas, a personas alcoholizadas o drogadas, a personas que pretendan retirar ropa solamente. 4° Serán dados automáticamente de baja quienes falten más de tres semanas salvo justificación certificada. 5° El horario límite para ingresar al servicio es hasta las 8:30, sin excepción.

San Cayetano tiene dos entradas: una sobre la calle Moldes y la otra sobre Vidal. Los segundos sábados de cada mes, en un anexo de la parroquia, funciona una feria de ropa usada. Las prendas son donadas por los feligreses. Existe una suerte de contubernio alrededor de toda esa vestimenta donada y después vendida, una vez al mes, por un grupo de señoras de Caritas, todas ellas de un impostergable guardapolvo bordó. Los interesados en comprsarlas forman fila desde muy tem9


prano. Entre las siete y las ocho de la mañana, esos sábados de feria, ya hay gente haciendo como media cuadra de fila para la “gran venta solidaria”. Los precios son escandalosamente baratos. El ropaje, en un primer momiento destinado a la gente carecida de bienes materiales y nunca a la venta, tiene como compradores a feriantes conocedores del mercado de indumentaria usada que, alertas de la bicoca, no dudan en esperar unas tres o cuatro horas para conseguir telas a los precios más baratos.

En el cuarto piso funciona el servicio de aseo para deambulantes. Hay un cuadro bien enfrente del ascensor, de tres por tres, en el que se ve a San Cayetano sosteniendo a un niño que lleva una flor blanca en su mano izquierda, como ofreciéndosela al de la aureola, que lo mira desde su curvatura inquisidora y sus sepulcrales túnicas negras. Cayetano tiene una barba cetrina y los pelos, del mismo color, peinados para atrás. Debajo de la imagen se puede ver un lema: Paz, pan y trabajo. Y más abajo se lee una oración: ¡Oh glorioso San Cayetano! Padre de la Providencia, no permitas que en mi casa me falte la subsistencia y de tu liberal mano una limosna te pido en lo temporal y humano. ¡Oh glorioso San Cayetano! Providencia, Providencia, Providencia.

Ser pobre es ser visto como pobre. El cangrejero está en la calle. También es un desierto. Un hogar que no es un hogar. Indigentes, pordioseros, mendigos, ascetas, linyeras, andrajosos, miserables, pobres, crotos. Digo los cangrejos que conocí. Con los que compartí borracheras. Pude hablar con naturalidad, drogado o no, con hipócrita fraternidad.

En junio de 2008 cumplo 27 años.

Clima de época: Unidad de Control del Espacio Urbano –los baratos de la UCEP– intervienen en desalojos, con y sin la policía, pero nunca hay sentencias policiales de por medio. Actúan de noche, en autos sin identificación. Patrullan la ciudad. Grupos de tareas clandestinos para aniquilar y rescatar los botines de guerra: D.N.I.’s, papeles, hurtos, naderías de croto. Intereses del intendente. Los distinguidos señores defienden el espacio público. Uno que habla por televisión parece muy pulcro con su saco y su corbata amarilla, dice que todo es “en nombre de los vecinos”. En febrero hubo golpes, piedrazos; le pasaron la navaja a un viejo que dormía en el asfalto. Hubo niños, niñas, hombres y mujeres lastimados. Rom10


pieron carros cartoneros. Se acabaron los viajes gratis del tren blanco. No fue la policía. Clima de época. Una persona de doble apellido declara: “son civiles que tienen calle y no tienen miedo de hacer ese trabajo”. Gustavo Calandra me muestra un recorte del Diario Perfil del 16-11-2008: “Colaborar operativamente con el poder judicial de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires en desalojos del espacio público”. Bajaron unos veinticinco tipos vestidos de oscuro y se lo llevaron de la autopista 9 de julio. Por linyera. Se lo llevaron sin identificación. “Estos pibes se hicieron conocidos hace años porque resuelven en un ratito lo que a Desarrollo Social le lleva meses”. El gobierno de la ciudad no quiere sus bolsas en las calles, no quiere sus mantas ni sus arpilleras. Cargar bolsas da villa. Los políticos hablan sobre los pobres sin hogar. Perfidia. “Colaborar operativamente en el decomiso y secuestro de elementos, materiales y mercaderías acopiados ilegalmente o utilizados para realizar actividades ilegales en el espacio público”. Quieren sacar a los solitarios y desvalidos linyes. Quieren “limpiar” las plazas de mendigos. No son de la maroma, actúan de manera dispersa, en varias dependencias, con otros funcionarios. Changas para un grupo de grandotes que aprietan de oficio.

Nombre y apellido todos tenemos. Pero no todos saben de la mansedumbre sucia y envidiable de algunos mendigos. “Para ser croto no se necesita tener nombre” (Ángel Borda, circa 1930). Esos que están ahí hablando de las tres marías: el pan, la carne y la yerba, muestran una alegría desaliñada de pedernera y algo más. Ese otro, en cambio, sólo me transmite una indiferencia serena. Lo veo un poco de costado.Y aquel con su mono de ropa parece como si le quedara nada más que una difusa penumbra a lo lejos. Qué fácil es burlarse de los pobres este invierno. Esperan con frío su turno en el salón para entrar a las duchas. Unos pocos duermen en posición fetal entre colchas y frazadas. Otros descansan tapados con una manta o fuman boca arriba acostados sobre cartones, mientras ven el techo. El rumor de las conversaciones y las risas puebla el ambiente. El murmullo es adormecedor. En una mesa juegan al truco. Marcan el puntaje con porotos. Algunos tiran bochas por el aire.

Todos los sábados, desde las siete hasta las nueve de la mañana, entran por la puerta trasera de San Cayetano, sobre Moldes, al 1764. El orden de llegada pauta su entrada a las duchas. Algunos hacen noche en la puerta y muchos en las inmediaciones. Les dan un pedazo de jabón blanco y una toalla. Le pagan a un bañero que eligen, de entre los mendicantes, las personas de la organización. Diez pesos por cuatro o cinco horas de limpieza de los dos vestuarios y el secado del piso. Al bañero le dan una botella grande de shampoo, y a los que se lo piden, les vierte crema capilar en la palma de sus manos. Eso todos los sábados. Los voluntarios que entregan ropa llegan a ser hasta seis o siete. En su mayoría, gente adulta del 11


barrio que asiste sábado a sábado desde hace muchos años y brinda desinteresadamente su ayuda. Entre una y tres personas detrás del mostrador entregan calzoncillos, medias, camisetas, eventualmente camisas, chombas, pantalones, buzos o sacos de lana. El calzado, lo mismo que los pilotos o los impermeables aparecen, como mucho, una vez cada tres meses. Casi nunca camperas ni mochilas. Piden mucho riñoneras alegando que necesitan proteger sus D.N.I.’s, que ya perdieron demasiadas veces, pero ese es otro accesorio que escasea. Piden camperas y mochilas. En la pared un póster: El que no vive para servir no sirve para vivir. Muchos no se bañan. Aceptan calzoncillos, medias y la toalla que después devuelven húmeda porque saben que una regla del lugar es asistir al servicio completo. Se mojan el pelo y se perfuman pero sin bañarse. El “desodorante”, o “perfume” como lo llaman, es un rociador cargado con colonia barata. Levantan los brazos y se echan con generosidad, en el cuello, en el pelo, adentro de sus gorras y por fuera de la ropa. Algunos, los que asisten puntualmente y hace años al lugar, tienen derecho a dejar tres de sus prendas, y un número que coincide con el de sus fichas, en las que se asienta qué ropa les fue dada y se deja constancia sobre la que dejan para lavar para que después se sepa lo que es de cada uno. Llevan la ropa sucia a un lavadero. Semanalmente, entre 3 y 5 bolsas tamaño consorcio con prendas de vestir y toallas sucias. En las bolsas dejan sus toallas usadas, la ropa sucia lleva un número que se escribe con una fibra indeleble de color negro y trazo grueso.

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Vas a ayudar a Godoy me dice la señora Memé Oroz. Él me va a enseñar mis tareas. Juan Carlos Godoy nace en 1946. Le faltan la mayor parte de los dientes superiores, asoman sólo algunas muelas y un colmillos. Todos le dicen Chaca. Su jactancia es haber vivido durante largos años en la calle. Repites histriónicamente que es un ambulante. Como lo fue toda su vida. Como una cantinela dice, se dice, les dice a los demás: Soy pobre, humilde, y bien bien ambulante. Hay moscas de bar, también hay ratas de iglesia. Godoy es una. Me dijo el señor Aldaerete: Chaca es como los mosquitos, pica en todos lados… vive de la caza y de la pesca. Godoy se ufana de haber pasado la mayor parte de su vida en la calle, y para después, a modo de evolución, asentar a su numerosa familia en un terreno otorgado por el gobierno en la localidad de Tortuguitas. Duerme en un hogar para indigentes en el barrio de Olivos. Complejos habitacionales cedidos por el Estado. Dicen ques a Godoy lo protegen párrocos de muchísimos centros religiosos. Insisten en que puede ir a cualquier hogar de Caritas a pedir asilo, son muy buenas sus referencias por parte de los directores religiosos. Chaca te quiero…le gritan: te quiero ver muerto. Godoy cuidaba autos en la cuadra de Moldes, entre La Pampa y José Hernández. Cuidó autos ahí durante más de diez años. Dejaba un cartel de madera cuadrado en un árbol que decía: yo colaboro cuidando su coche usted colabora con una monedita. Hasta que tuvo un problema con una señora que vive en esa misma cuadra. Dicen que Godoy de una piña le partió un diente. En seguida lo llevaron a la comisaría y le iniciaron una causa. No lo dejaron volver a cuidar autos en esas cuadras. Semanas más tarde, entre lágrimas, confesó que la señora le había dicho negro de mierda, o hijo de puta, y que él no toleró que insultaran a la buena de su madre. A la gente que pasa la saluda amigablemente, les dice qué hacé pai, o sino hola paisano. Godoy es una persona simpática. Sea quien sea. A mí me llama Iván, o Pipo. Me presenté, pero nunca hizo caso a mi nombre. Iván recogé todos los vasitos que haiga y lavalos. O bien me pide que lo acompañe al lavadero a llevar las bolsas de ropa y toallas sucias. Nunca son más de cinco bolsas grandes.

Los sábados anoto en unas fichas las ropas que dejan para lavar; y en la ropa, el número de cada uno de ellos. En el papel se aclaran sus nombres y apellidos, su fecha de nacimiento, año de ingreso al servicio, ocupación. No todos tienen los casilleros llenos: Pull., Calzado, Buz., Fraz., Camp., Cint., Pañ., Gorr., Saco, Traje, Jogg., Limp. Godoy los sábados se lleva un bolso grande con ropa y alimentos. Mirá la ropa que se lleva este hijo de puta, me dice uno señalándolo, un sábado, a la salida del servicio. A veces, agrega hasta dos bolsas grandes de consorcio cargadas de ropa. Así como detergente y lavandina, en botellas de 500 mililitros. Acompaño a Godoy al lavadero. Barro el piso, junto los vasos descartables del mate cocido y los lavo. Cuando el cangrejero abre, antes de las siete de la mañana, hay que 13


montar con caballetes una mesada, poner estatuitas de vírgenes y de santos en una mesa con las otras estampas de San Cayetano. Después se encienden unas velitas. Alguna vez me mandan a comprar siete u ocho flautas de pan. Alderete administra una suma mensual con la que paga la comida y cubre los gastos de limpieza. Los sábados barro el miguerío y las colillas del suelo.

Oroz y Alderete. Ella una septuagenaria a la que todos quieren y respetan. Farmacéutica de profesión, retirada, actitud jovial hasta diría juvenil. Con la única condición de portar una receta del pami o de un hospital público, Oroz facilita remedios gratis, en una sede de Caritas que funciona por las mañanas. Gustas referir ingenuos chistes de salón. Reniega muchísimo de la muy poca ayuda económica y logística que recibe de Caritas y de San Cayetano, así como de lo fatigoso que sins asistentes ni especialistas resulta mantener un servicio de ayuda comunitaria. Durante casi veinte años colabora en Caritas no solamente en el servicio de asistencia higiénica sino en la Farmacia.

Alderete: El que no se queda a almorzar no viene más… miserear por algo que va a ser despreciado… gente pobre, que no tiene la opción de comer… que no nos falte el placer de compartirlo, aunque sea un miserable sangüichito de salchichón primavera. Alderete habla. Anoto algunas de sus frases, sentado bien en el fondo del salóne. Mi operación es súper imperceptible, silenciosa, disimulada. Instruye y sermonea a los cangrejeros que ya bañados esperan para comer los sándwiches de milanesas con lechuga, tomate y la mayonesa. Acá hablamos en particular y no en general –dice Alderete, defendiéndose de las críticas que le apuntan los cangrejos– es ropa usada la que damos, y no queremos darles ropa sucia ni ropa rota. Discúlpeme –interrumpe uno de los que espera de pie a que la perorata termine– no vengo pensando que taesto es una tienda. Alderete replica: Yo no te trajes a vos, vos viniste solo, si no te gusta si te podés ir. Sus palabras son tajantes, vos lo que tenés que hacer es cerrar la boquita dice, llevan el tono de un profesor derrotado.

Sólo cuando están bañados sirven la comida. Platos calientes, grandes ollas de puchero, estofado, lentejas, fideos o arroz con algunos raros trozos de pollo. Los banquetes populares son preparados en la cocina de la planta baja por las manos de dos o tres voluntarios. Previo a servir las bandejas plásticas con el almuerzo, nunca antes de las diez ni después de las once de la mañana, Oroz, Alderete o eventualmente algún cura de paso, pronuncia unas lindas palabras. La mayor parte de la veces solemnes, muchas, ingenuamente optimistas. En lo que yo pude atestiguar nunca fueron melancólicas o apocalípticas, pero sí teñidas de inane ornamento li14


El cangrejero es un libro de una “belleza mendiga”, como se dice de un personaje en la última página. Un libro solo. Una “novelita” que triangula a lo lejos con Caterva, de Filloy, y con “El balneario de crotos”, el cuento de Laiseca. “El cangrejero” es el lugar donde se reúnen los “cangrejos”, un “hogar que no es un hogar”, un anexo de la parroquia San Cayetano, en Belgrano, al que los cangrejos asisten para comer y bañarse. Los cangrejos son los crotos. Los crotos con los que Javier, el protagonista, a raíz de una sentencia judicial por un accidente con una moto en el que atropelló a una persona, está obligado a compartir una temporada y termina haciendo migas. Con Culo de Mandril, el Gallego, Nariz, entre otros. Cangrejos con los que Javier conversa, comparte cada tanto un vino Crespi con Pepsi en un vaso de plástico, un porro, un sándwich de carne fría o un tirito de cocaína.

PP


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