Ni mรกs ni menos Minificciones en 150 palabras Maliyel Beverido
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Ni mรกs ni menos
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Textos: Maliyel Beverido ViĂąetas: Javier Manrique DiseĂąo: Maliyel Beverido
Registro pendiente Xalapa 2019
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Ni mรกs ni menos Minificciones en 150 palabras Maliyel Beverido
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Prologuito
¿S
i en lugar de consultar el celular en momentos de fastidio, leemos un cuentito?
Los cuentos que se encuentran a continuación tienen todos ciento cincuenta
palabras, exceptuando el título. Ni más ni menos ciento cincuenta palabras para describir un personaje, una situación, un contexto. Son resultado de un reto entre amigos para desarrollar un tema en una extensión acotada, de un tirón y sin correcciones posteriores.
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La lectura de cada cuento dura alrededor de un minuto, por lo que sirven como distracción o acompañamiento de esperas breves e incómodas. No pretenden abonar los sembradíos de la literatura posmoderna ni competir con el genio de quienes antecedieron en los terrenos de la minificción, sino seducir las miradas cada vez menos pacientes de los lectores, arrancarlos de las pantallas que nos circundan y posarlos de nuevo en el papel. Llegar al final de este prologuito es ya una conquista.
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Cerradura
C
uando escuché el click a mis espaldas sentí un chispazo de adrenalina. Si, sentí miedo, pero no de que algo me fuera a suceder, sino miedo al
ridículo, al “qué dirán”, a la vergüenza de haberme quedado afuera, en pijama, sin llaves, sin teléfono y sin monedero. Recientemente habían engrasado las bisagras de la puerta y con una suave brisa se había cerrado mientras regaba las plantas. No conocía a los vecinos y temía pedir su ayuda.
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Estaba allí, fingiendo ocuparme del jardín mientras ideaba un plan para que no se notara mi penosa situación, cuando descubrí, entre las yerbas crecidas, una pequeña pala. Era casi un juguete, pero servía como destornillador, y así pude desmontar la cerradura. Hacía pausas para cambiar de sitio y que nadie notara mi tarea, pero la completé sin problema. Días después hice cambiar esa cerradura, pues un modelo fácil de vulnerar es un riesgo.
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Helechos
R
odeó la casa y entró por la puerta trasera. Uno de ellos estaba sentado en el sillón y el otro acodado a la mesa, ambos con sendas cervezas en la mano,
mirando en la tele una película porno. Estaban tan distraídos que no tuvo necesidad de entrar con mucho sigilo, además ella sabía dónde se encontraba cada cosa. Cuando bajó el interruptor de la luz ellos parecieron sorprenderse tanto que se quedaron quietos unos segundos y luego salieron disparados
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hacia la puerta principal, tropezando con los alijos que habían logrado reunir. Ella los golpeó con la pata quebrada de una mesa y llamó enseguida a la policía. Cuando los agentes le preguntaron cómo se había dado cuenta de que había ladrones en su casa ella explicó que los helechos bajo la ventana estaban pisoteados. No mandó a instalar alarmas, pero no se volvió a quejar de la televisión de paga.
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Taxi
N
adie escuchó cuando grité ¡Que alguien anote las placas!, mientras lo veía partir a toda prisa bajo la luz oblicua del atardecer. El golpe no me había
dejado inconsciente, solo un poco aturdido, pero mi visión era borrosa porque al caer mis lentes se habían estrellado. Cuando nos detuvimos la calle parecía vacía y la fachada frente a la que estábamos no parecía la de una escuela, pero era mi primera vez con un encargo así. El empujón vino de adentro, antes del
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arrancón. Habíamos atravesado media ciudad, lo cual supone un recorrido de unos ocho kilómetros. En la estación debía esperarme el director, pero en su lugar había mandado a un subalterno. Seguramente que el retraso del camión le permitió ponerse de acuerdo con el chofer del taxi. El maletín no era muy ostentoso, cuando salí de mi casa esa misma mañana creí que pasaría desapercibido. Pero ellos sabían.
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El Mimo
S
e había convertido en un célebre dramaturgo en buena medida gracias a la autenticidad de sus diálogos. Para componerlos, solía ir a los parques,
los cafés y los mercados a escuchar lo que la gente se decía: cerraba los ojos y mentalmente aislaba una plática, que luego registraba e insertaba en una historia. Un día, en una concurrida plaza, vio a dos personas que parecían expresarse con vehemencia, sin embargo, al llegar muy cerca de ellas, se percató
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de que era una pareja de sordomudos hablándose en lengua de señas. Quedó fascinado. Puso entonces todo su empeño en escribir una obra sólo narrada con gestos. Aunque la crítica la recibió con beneplácito y la calificó de obra maestra, el público no la aceptó del todo y cayó en la desolación. Desde entonces hace números de pantomima en un crucero, y recibe de los transeúntes pocas monedas y aún menos aplausos.
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El Santo
L
o había puesto de cabeza, cierto, pero no por superstición, sino por mal tino. Además no se trataba de San Antonio, o de San Martín (al que
consideraba su patrono), sino de El Enmascarado de Plata. La calcomanía se la regaló su compañero de pupitre. “Pupitre”, ya nadie usa esa palabra, pensó, como tampoco se usan las mochilas de cuero y tantas cosas. La suya sirvió los seis años de la primaria, y todavía se veía fuerte. De lo único que se arrepentía
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es de haberle pegado entonces esa calcomanía del Santo, y además de cabeza, afeándola. Sin embargo, cuando la llevó al anticuario, éste le dijo “¡Vaya, hombre, esta calcomanía del Santo no es muy común! Es de las primeras, y no tiene raspaduras, le da valor a tu mercancía. Así pasó del abatimiento al regocijo: la vieja mochila, con su Santo de cabeza, lo había sacado del apuro.
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Girasoles
M
ire patrón, yo no jui a la escuela, pero siempre tuve la mano verde. Aquí lo que se daba era el girasol. Viera visto qué retebonito se veía de
cerca: hileras de tallos bien paraditos, con sus casquitos atentos al general el sol. Y de lejos la loma toda anaranjadita. Rete bonito, le digo, pero eso sí, harto trabajo. Hartísimo. Primero me pagaban la docena a treinta peso, pa luego vender ellos a diez
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o quince la unidá. Una vez vi en una florería un arreglo, bonito, no se lo voy a negar, pero tenía nada más seis girasoles, una docena de rosas y un poquito de nube. No le miento: costaba novecientos pesos. Por eso cuando me ofrecieron yo no vi el mal en cambiar de flor, de veras patrón, y luego la loma toda roja, se veía re bonita. Yo no sabía, patrón, que la amapola era mala.
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Cayetana
C
ayetana no se andaba por las ramas, y eso que bien hubiera podido, pues era, sin exagerar, su naturaleza. Era un macaco cuyos abuelos habían
llegado del sureste de Asia a Catemaco, vía Puerto Rico, para una investigación científica. La tribu de macacos competía con la de aulladores por la atención de los turistas, pero como cada una estaba en una isla distinta y distante no había enfrentamientos.
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A Cayetana nunca le gustó trepar a los árboles, vivía en una cueva y se paseaba displicentemente por la playita cuando se acercaba una lancha en espera de que le arrojaran bananas. Parecía dócil. Se la robaron porque creyeron que era buen negocio llevársela al circo. Pero dejo de ser mona con sus captores y no se acercaba a los trapecios y los puentes colgantes y era hosca con quienes se acercaban. Un día la dejaron en una estación de ferrocarril abandonada.
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La bolsa
E
lla iba a ese café de la Calle Principal una vez por semana. Siempre llegaba con una o dos bolsas de la boutique de moda, rebosando de paquetes cui-
dadosamente envueltos, que colocaba sobre la mesa. –Otra vez de compras, doñita. –¡Qué le va uno a hacer, si hay tantas cosas lindas! –¿Un café nada más? –Sí, querido, ¡hoy he comido espléndidamente!
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El mesero le servía un café negro. A veces ponía en el platito, al lado de la taza, una galleta. Ella bebía parsimoniosamente, miraba a los paseantes y saludaba con un gesto de la mano, aunque no le respondieran. Luego pagaba su café y dejaba una generosa propina. Pero el mesero sabía que debajo de su elegante abrigo de fieltro, ella llevaba siempre el mismo vestido raído, que las bolsas las recogía en los basureros de los barrios opulentos y que no podía pagar otra cosa que ese café.
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La jirafa
L
o dejó todo preparado: bañera y cuna, ropas y mantas, talcos y cremas. Nada faltaba en ese cuarto especialmente concebido para un bebé. El resto
de la casa podía permanecer como de costumbre, de modo que nada anunciara su llegada. Salió a rumbo al hospital serena y resuelta. Saludó a las enfermeras, que la conocían por sus consultas regulares. Esperó su turno con otros pacientes y al
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salir se dirigió, como siempre, a los laboratorios. Luego se internó en el baño, y nadie notó que demorara. Apenas unos minutos después de escuchar los múltiples clicks en el reloj checador que advertían el cambio de turno, salió de su escondite. Atravesó los pasillos vestida con una bata blanca semejante a la de cualquier miembro del personal y alcanzó el pabellón de cuidados neonatales. Alguien había llegado antes que ella y en la cuna elegida sólo quedaba una jirafa de felpa amarilla.
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El jarrón
N
o podía decirse que el jarrón tuviese un gran valor, ni siquiera sentimental o simbólico, pero el hecho de verlo allí, hecho añicos y esparcido en el
suelo, la llenaba de profunda inquietud y desolación. La discusión había empezado, como suelen ser esas cosas, por una nimiedad en la conversación de sobremesa. Los argumentos, entre agrios y amargos, habían subido de tono hasta que volaron las servilletas, los platos y los cubiertos.
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Finalmente ella lanzó una silla que, al esquivarla él, golpeó la estantería. Tras el estallido del jarrón los dos quedaron en silencio. Ella pensaba en que el hueco que ese jarrón dejaba en el estante le recordaría siempre este momento áspero. Él, mirando sus lágrimas, la abrazó tiernamente y dijo “yo te conseguiré uno igual”, a lo que ella respondió “era horrible”, y él siguió “nos lo regaló mi tía”, y la discusión empezó otra vez.
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ร ndice Prologuito Cerradura Helechos Taxi El Mimo El Santo
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Cayetana Girasoles La bolsa La jirafa El jarrรณn
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En la noble y muy leal ciudad de Xalapa se terminó de imprimir esta plaqueta una calurosa mañana de abril de 2019 como ejercicio final del curso de Texto e Imagen Digital impartido por Margarita Pizarro en la Escuela Gestalt de Diseño Se tiraron tres ejemplares en el centro de cómputo e impresión más cercano En su elaboración se invirtió mucho esfuerzo y dedicación En su composición se usaron fuentes Book Antiqua de 8, 10, 14 y 35 puntos Con la generosa asesoría de Christian Tejeda
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