Conferencia “MAESTROS DEL PORVENIR” de Carina Rattero en Rafaela – 25/10/2010 Nota: Prof. Laura Culzoni El pasado lunes 25 de octubre se desarrolló en el Instituto Superior del Profesorado N°2 la segunda conferencia organizada por la carrera de Ciencias de la Educación y el Departamento de Práctica Docente, junto con la Municipalidad de Rafaela. La misma, “Maestros del Porvenir”, a cargo de la Licenciada Carina Rattero de la Universidad de Entre Ríos, abordó la tarea del docente desde sus reflexiones hechas a partir de tantos años de trabajar en capacitación docente. Su planteo partió de lo que significa educar. Según Rattero educar es conversar, dialogar entre generaciones, entre diferentes tiempos. Pero no es conversar de cualquier cosa, sino que se trata de construir un relato que anude generaciones, un puente entre pasado y porvenir. Es transmitir un legado común, ofrecer un lugar de inscripción y una historia que, a la vez, abra a la posibilidad de construir otras historias. Es que el nacimiento, la llegada de los nuevos, los niños, nos reclama en la doble tarea de preservación de la vida y perpetuación del mundo. La posibilidad siempre abierta de un nuevo comienzo introduciendo la temporalidad en el mismo corazón de la enseñanza. Entre lo viejo y lo nuevo, entre pasado y futuro, o ese tiempo que ha sido y un tiempo que ya no será mío. Enseñar es seguir una inquietud y apasionarnos, sostener un enigma para uno y contagiar a otros. En otras palabras: ofrecer una esperanza de futuro. Los adultos, somos responsables de esa “conversación” entre generaciones pero, ¿qué hacemos los adultos con esas herencias? Solemos escuchar que los docentes dicen: “los alumnos no leen, están en su mundo y no atienden, no prestan atención, son apáticos, nada les interesa. Pero, también, escuchamos decir a los alumnos: “el profe no me escucha, me grita, me tiene de punto, etc.” Educar en un encuentro en la transmisión, es encontrar y construir lo común. Si tomamos conciencia de esto último, nos daremos cuenta que los maestros “son los artistas de lo nimio”
y, lo nimio no es lo menor ni lo menos importante. Lo nimio se construye gesto a gesto, en el día a día, en las apuestas cotidianas. Educar es desencadenar un movimiento que “abre el porvenir”, que tiende puentes, que hace que la rueda de la vida sida girando. El maestro es el artífice del porvenir, en esos gestos nimios es donde se abre el porvenir. Y, hay gestos que los docentes repiten en sus prácticas, gestos que no se piensan pero que insisten. ¿Cuáles son esos gestos, esas insistencias, esas porfías de los docentes a la hora de “pasar las herencias”? La primera porfía que podemos encontrar es en una expresión que muchas veces hemos escuchado decir a los docentes (sobre todo, a aquellos que están como resignados ante la tarea de enseñar) cuando se les pregunta ¿qué enseñar? y ellos responden: “poco pero bueno”. Ahora bien, ¿por qué tendría que ser poco? Y ¿qué se entiende por bueno? Si buscamos en el diccionario la palabra “bueno” encontramos que se asocia con lo generoso, valioso, óptimo, virtuoso, elevado; en cambio, lo “poco” se relaciona con lo escaso, insuficiente, disminuido, pobre, estrecho. Entonces ¿por qué lo bueno se asocia a lo poco cuando son tan diferentes? Si entendemos que enseñar “poco pero bueno” es enseñar sólo saberes prácticos, útiles, esto sería muy pobre para nuestros alumnos. Sería transmitir sólo lo que dicen los manuales, sería concebir el conocimiento como algo exterior y muerto, como algo incapaz de “tocar” ni la cabeza ni el corazón nuestro ni el de los alumnos. A esto lo llama “poquedad pedagógica”. Enseñar lo útil no es lo mismo que enseñar lo valioso. Dar sólo lo suficiente, lo útil, lo práctico, lo provechoso, lo poco hace que privemos a nuestros alumnos de acceder a un universo simbólico que los interrogue, que los democratice, que los enriquezca. ¿Cómo es nuestro vínculo con el saber? ¿Es apasionado, nos toma, nos incita a estudiar, a bus-
car a investigar… nos afecta? ¿O bien, nos deja “igualitos”, no nos transforma, no se vuelve una experiencia? La segunda porfía, podemos encontrarla cuando se les pregunta a los docentes ¿qué saberes necesitan para poder enseñar? Ante esta pregunta responden que deben poseer saberes pedagógicodidácticos, es decir, saber incentivar y despertar los intereses de los alumnos, saber animar el grupo dominando ciertas estrategias y dinámicas, saber evaluar, etc. y, además, tener o desarrollar ciertas actitudes como la tolerancia, el amor, el respeto y la comprensión hacia el niño, así como también, saber contenerlo. Lo que no está presente o, mejor dicho está ausente y no ven como necesarios son aquellos saberes que hacen referencia a las disciplinas como matemática, lengua, ciencias sociales, ciencias naturales, etc. Es decir, el docente no se ve como un intelectual, no se concibe como “repartidor de signos” y de cultura (o universo simbólico). Esto también nos habla de “poquedad pedagógica” ya que si el docente cree que su trabajo es sólo estar abocado a la bella tarea de amar y contener a los niños o ser un animador de grupos no tomará conciencia que debe ofrecer pistas, saberes, conocimientos, historias y preguntas que orienten a la búsqueda e investigación por parte de los alumnos.
Esas inquietudes por conocer e investigar, los deseos de saber que habilitan el trabajo entre un maestro y sus alumnos, lo aprendido y lo que nos mueve en la interrogación de lo sabido, el desafío al que un trabajo intelectual nos arroja. Nada de esto se menciona aquí. ¿Cuál es nuestro vínculo al saber y a lo desconocido? ¿Cómo nos relacionamos con lo que enseñamos? ¿Transmitimos la inquietud por conocer y el amor por lo que enseñamos? La tercera porfía la podemos encontrar cuando los docentes se piensan, se ven como gestores de programas, como administradores de recursos, como ejecutores de planes que diseñaron expertos desde un escritorio, donde el contexto y el contenido quedan excluidos. Podemos identificar ciertas actitudes ejecuti-
vas específicas para la enseñanza, situándola en un plano de acción que la reduce a la ejecución de una serie de tareas: planificar, pautar controlar los tiempos del aprendizaje, organizar y distribuir los recursos para efectivizarlo, desarrollar lo planificado, evaluar si el desarrollo se
ajusta correctamente a la planificación. Se olvidan que “el otro”, el alumno, se escapa a todo cálculo ya que en todo encuentro pedagógico hay un vínculo interhumano único, irrepetible e imprevisible. Este enfoque ejecutivo nos deja sin docentes repartidores de signos y, esto, también es poquedad pedagógica. Es definir a los alumnos desde el déficit, nos quedamos con lo que le falta, con lo que no tiene y los privamos del acceso al mundo simbólico y a otros mundos posibles. Para finalizar, la licenciada explicó que la escuela es un espacio que debe diferenciarse de la familia, de los medios de comunicación masivos, etc. creando un puente con lo desconocido y ofreciendo variadas y diversas lecturas acerca del mundo. Lo más significativo es que algo de lo que sucede en la escuela habilite una posibilidad. Esto supone la necesaria inscripción del ofrecimiento educativo en otro orden, diferente del familiar. La escuela es el espacio intermediario entre lo privado y lo público. Ofrece, respecto del familiar, un marco de legalidad diferente. Ese lugar de extranjeridad, marcado por otra cultura y por otra ley, abre la posibilidad de conocer. La escuela debe proponer itinerarios de aprendizaje distintos, debe diversificar las propuestas, debe ensayar diferentes opciones. La escuela debe repartir los saberes de manera generosa, abundante, que sobre, que rebose. No se trata de adaptarnos a lo que hay, porque esto implica renunciar a la democratización del conocimiento. Enseñar es mostrar, es dar el mundo, es repartir saberes socialmente significativos.