EL AMOR CORTÉS Lo cantaron los trovadores y lo practicaron guerreros ociosos y damas aburridas de sus esposos. De alguna manera, ese juego galante que se estableció entre los siglos once y trece perdura hasta nuestros días. Por mí habéis perdido la vida. Yo obraré como verdadera amiga Por vos quiero igualmente morir. Así cantaban los trovadores la despedida de Iseo, la rubia, ante el cadáver de su amado Tristán. Ella, hija del rey de Irlanda, había sido prometida a Marcos, rey de Cornualles. Un sobrino de Marcos, Sir Tristán (uno de los más perfectos caballeros, sólo comparable a Sir Lancelot), era el encargado de escoltarla hasta su nuevo hogar. Pero durante el viaje compartieron por error una poción mágica de efectos irresistibles: se enamoraron locamente. Se fugaron, pero Marcos los encontró. Continuaron amándose, a pesar de que Iseo cumplió con su palabra y se desposó con el rey. Cuando Tristán no soportó más la idea de compartirla, se alejó de la corte y se casó con otra doncella: Iseo, la de las manos blancas. Sin embargo, su amor por Iseo, la rubia, le impidió consumar el matrimonio y su esposa, frustrada, inventó una mentira que finalmente lo llevó a la muerte. Cuando, malherido, invocó a su amada, Iseo abandonó a Marcos para reunirse con él. Pero llegó demasiado tarde y se dejó morir también, de amor. CABALLEROS Y ENAMORADOS Con la historia de Tristán e Iseo, y tantas otras, los trovadores amenizaban las veladas cortesanas de la Europa medieval, especialmente la de Enrique II Plantagenet, rey de Inglaterra, duque de Anjou y de Normandía y dueño (por su esposa Leonor) del ducado de Aquitania. Junto con los caballerescos -que glorificaban las hazañas reales e imaginarias de los grandes señores-, un nuevo estilo de romances que ensalzaba lo que se conoció como el amor cortés encendía la imaginación de guerreros ociosos y provocaba el éxtasis de las damas, a quienes sacaban de una vida aburrida en la que sólo servían como proveedoras de dotes y herederos. Nacido en Francia e Inglaterra y rápidamente expandido por toda Europa, el amor cortés tuvo en Leonor de Aquitania y su hija María de Champagne a sus dos grandes impulsoras; en Bernard de Ventadour y Chretién des Troyes a sus principales poetas y en el clérigo André le Chapelain al autor de sus reglas. Así como la poesía caballeresca dejó obras maravillosas, pero también dio pie a más de
una imbecilidad por parte de los hombres de la época, el amor cortés se tradujo en romances exquisitos y en hechos delirantes que saturarían a más de un psicoanalista. Ambos tienen un valor agregado riquísimo. Ayudan a comprender un período del que se conoce poco: el pasaje de la Europa pagana a la cristiana, un impresionante cambio cultural que demandó varios siglos. LA SOCIEDAD FEUDAL La Europa de entre los siglos once y trece atravesaba un período de transición. Ya no era un conjunto de tribus como antaño, pero todavía faltaba mucho para que se formaran los Estados modernos. De los antepasados celtas y germanos se conservaba un código de honor bajo la forma del vasallaje, por el que los nobles debían fidelidad al rey. Pero ésta no iba mucho más allá de los papeles: el verdadero poder lo tenían duques y condes, grandes dueños de tierras, arcas y ejércitos. El rey de Francia, por ejemplo, tenía por vasallo al rey de Inglaterra, pues éste era conde de Anjou y duque de Normandía... ¿Quién era, entonces, más poderoso? En esa sociedad ocurrían cosas que hoy nos parecerían curiosas: para no dividir las tierras en sucesivas herencias, generalmente los nobles sólo casaban a sus primogénitos y condenaban a la soltería al resto, que debía dedicarse al clero o a las armas. Los matrimonios, por lo tanto, tenían un valor importantísimo porque traían la posibilidad de sumar territorios (de hecho, los Estados modernos se debieron tanto a las guerras como a los casamientos). Por esa época, algunos de los grandes señores eran cristianos de palabra más que por convicción. Del primer trovador, Guillermo IX de Poitiers (duque de Aquitania), dicen que maltrató terriblemente a sus dos esposas cuando éstas se convirtieron, aunque llegó a hacer las paces con la Iglesia antes de morir e incluso fue cruzado. La nieta de Guillermo, Leonor, era un bocado apetecible: es decir, lo eran sus tierras, pues había heredado la Aquitania y quien se casara con ella las manejaría. A los quince años la casaron con Luis VII de Francia, quien originalmente estaba destinado al monasterio, pero pudo cambiarlo por el trono cuando murió su hermano mayor. LEONOR, LA ESCANDALOSA La propia Leonor fue todo un caso. Aunque terminó sus días en un convento, su historia habla más de una mujer que buscaba cierta independencia que de una dama sometida a los deseos de su señor. Ella fue, como su abuelo trovador, un buen ejemplo
del cambio cultural del medievo. Mientras estuvo casada con Luis tuvo (o le endilgaron) varios romances, entre ellos uno con su tío Raimundo de Antioquía y otro con Godofredo Plantagenet, padre de Enrique II. Para colmo, osó pedir el divorcio de Luis (cosa mal vista: los varones podían repudiar a sus mujeres, pero éstas no tenían derecho a decir esta boca es mía) y casarse con Enrique, que era vasallo del rey de Francia. Años después se rebeló también contra su segundo marido y consiguió que la secundaran algunos de sus hijos (uno de ellos era Ricardo Corazón de León). Pero fue capturada y vivió confinada durante más de quince años, hasta la muerte de Enrique. Finalmente, como su abuelo, terminó sus días en un convento, lo que no la salvó de ser vituperada: durante años, en sátiras y textos supuestamente edificantes, la denostaron como perfecto ejemplo de la debilidad femenina ante el placer y de la maldad de las mujeres que se atreven a rebelarse contra sus dueños. LAS REGLAS DEL JUEGO Entretanto, en las reuniones que organizaba Leonor (con Luis, sola y con Enrique), lo mismo que en las que realizó después su hija María, brillaron como nunca los trovadores, músicos y poetas que -a diferencia de los juglares- generalmente pertenecían a la nobleza. En esas veladas, entre cantos de gesta y de amor, terminó por desarrollarse un curioso código, el del amor cortés. Bajo esas reglas y las de la caballería poetas como Ventadour, Conon de Béthune y Jaufré Raudel, príncipe de Blaye, compusieron sus romances; se cantaron las aventuras amorosas de héroes clásicos como Aquiles y Eneas, y se reelaboraron viejas leyendas celtas como las del ciclo de Arturo, que tuvieron su máxima expresión en Chrétien del Troyes, autor de Lancelot o el Caballero de la Carreta. ¿En qué consistían esas leyes, que pronto fueron seguidas por los cortesanos hasta el delirio? Básicamente, en una reproducción exacerbada del sistema del vasallaje. El enamorado se hallaba obligado hacia su amada (en lo posible de rango superior), siempre casada y, por lo tanto, inaccesible. Debía cumplir sus caprichos más insólitos sin esperar recompensa y, si era preciso, morir por ella. Por supuesto, no debía soñar siquiera con hablarle, a no ser que ella le diese pie. A decir verdad, especialmente al principio, algunos amores se consumaban (especialmente con los trovadores, ya fuera por la seducción de su poesía, ya por el temor de las damas a ser satirizadas en venganza por el rechazo). Pero era la excepción, pues llegar al adulterio implicaba también traicionar al señor del que una era esposa y el otro vasallo.
En la mayoría de los romances la consumación del amor traía aparejado algún castigo. Ni Tristán e Iseo zafaron de ese destino, aunque sí pudieron evitar la condena moral, pues el haber bebido sin saberlo un filtro de amor los hacía inocentes. Se suponía que un amor inalcanzable elevaba el alma del enamorado, lo empujaba a realizar las más locas tareas y templaba su espíritu a fuerza de negativas. La moda se expandió como un reguero. Si las damas encontraron una diversión, los caballeros se prestaron gustosamente al juego. Ulrico de Lichtenstein pasó diez años antes de que su amada le concediera una entrevista. El príncipe de Blaye, Jaufré Raudel, fue más allá: se enamoró de la condesa de Trípoli, a quien jamás había visto en su vida, y le dedicó numerosos poemas. Camino a Tierra Santa cayó enfermo y la condesa, conmovida, accedió a verlo. Raudel murió durante el encuentro, agradeciendo a Dios por haber llegado a conocerla. CORTES DE AMOR El delirio llevó incluso a establecer una suerte de parodia jurídica: en las llamadas cortes de amor, las grandes señoras (Leonor, María, la vizcondesa de Narbonne) daban sus dictámenes: si la dama tal se había arrepentido, ¿tenía derecho a devolver el anillo que había aceptado? ¿Era culpable la otra, que no informó a su amado que estaba encinta de su esposo? Estas arduas cuestiones llegaron a ser codificadas por escrito, cuando María de Champagne llevó a su corte al clérigo André le Chapelain, quien redactó De arte honeste amandi, inspirado en el Arte de amar del romano Ovidio. Una de sus sentencias más famosas era que el amor no podía ocurrir entre esposos, pero que el matrimonio no era obstáculo para el amor. ¿Se trataba de una invitación al adulterio? Por el contrario, era una recomendación de castidad. Porque, si bien el amor cortés permitía escapar -en la fantasía, al menos- a la miseria de un lecho conyugal impuesto, en la nobleza había demasiados intereses en juego como para correr el riesgo de que las mujeres tuvieran hijos extramatrimoniales. El amor cortés era un amor particular, paradójico, contradictorio: era alegría y sufrimiento a la vez, angustia y exaltación. Era un amor destinado a no concretarse, pues encontraba su fuerza en la frustración antes que en la satisfacción: si llegaba a consumarse, moría de inmediato, pues el motor era la esperanza, no la obtención del deseo. Un amor neurótico diríamos ahora, y con razón. Pero, delirios aparte, de esos sentimientos surgieron hermosas obras y, nos guste o no, todavía nuestra cultura conserva mucho de él. Aparece -modificado, adaptado a la época- a lo largo de los siglos
en la más alta literatura y en los folletines más baratos. Al fin y al cabo, si las telenovelas transcurrieran en el medievo, la protagonista sería una dama en apuros; los malos, brujas u ogros, y el enamorado un caballero andante.
Tanto me posee el amor (Bernard de Ventadour) Tanto se han oscurecido para mí sus rayos que no veo brillar el sol. Sin embargo no me aflijo porque la claridad del amor ilumina mi corazón. Y aun cuando otros se atristen prefiero no dejarme abatir para salvar mi canto. Tanto me posee el amor que los prados parécenme verdes y bermejos como en la dulce primavera. La nieve se me ocurre flor blanca y roja y el invierno fiesta de mayo, pues la más noble y más alegre ha prometido concederme su amor. ¡A menos que se haya arrepentido! La llave del corazón (Guillaume de Lorris) Él extrajo de su bolso una llavecita muy labrada hecha de oro fino, purísimo: "Con ella por todo resguardo -dijo- cerraré tu corazón.
Es la llave que guarda mis joyas, más chiquita que tu meñique y sin embargo poderosa porque es dueña de mi cofre." Entonces me tocó el costado y encerró mi corazón, tan suavemente, que apenas sentí girar la llave. Reproches de amor (Conon de Béthune) Si la cólera y el delirio y la desgracia de amar me hicieron hacer locuras y hablar mal del amor, nadie debe culparme. Si el amor que he servido me engaña injustamente, no sé en quién confiar. ….. La tierra es durísima, sin agua ni humedad allí donde prodigué mis cuidados. Jamás recogeré en ese lugar fruto, ni hoja, ni flor. Es el momento oportuno, razonable y justo de devolver lo que ella sintió por mí