QUADERNS CULTURALS DE MANISES
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Sine Manu Facta Retrato fotogrรกfico post mortem en los fondos Gadea
FOTOGRAFÍA POST MORTEM: ARTE, RITO Y RECUERDO Desde el nacimiento de la fotografía post mortem –que podemos situar aproximadamente en los albores del mismo medio fotográfico–, ésta navegó entre los límites del arte y la ciencia, entre objeto de recuerdo y artilugio sustituto de afectos que, a su vez, desempeñaba usos que escondían aspectos rituales. En principio, este tipo de fotografías no se hacían para ser expuestas y contempladas, su razón no era esencialmente estética –al menos la mayoría de las fotografías de ámbito doméstico que son las que vamos a tratar en la presente investigación–, sino que se reservaban como piezas de devoción íntima, atendiendo a la necesidad de conexiones familiares, constatación de fallecimiento para los parientes lejanos, reafirmación de identidad del ser difunto o como una especie de exvotos privados que, finalmente, en muchos casos, eran recogidas en los indispensables álbumes que toda familia media poseía en el hogar1. Por tanto, su producción se debía más al campo de la memoria que al concepto de arte de la época, aunque “cada momento histórico produce un arte que le es propio y, en ese sentido, el conocimiento del arco cultural de cada época es fundamental para comprender la producción artística que le corresponde” (Marzal 2011: 29). Otro factor que reafirma esta idea es que la fotografía nació más unida a la ciencia que a la idea misma de arte. Recordemos las palabras del diputado François Arago el 7 de enero de 1839 cuando la presentó en la Academia de Ciencias y Bellas Artes de París, anunciando la adquisición del invento por parte del Estado francés y en cuyo discurso argumentaba finalidades científicas. Sin embargo, no debemos descuidar que desde ese mismo momento, también Arago adjuntó a su exposición una declaración del pintor Paul Delaroche en la que afirmaba que por medio de la nueva técnica “la naturaleza quedaba reproducida no solamente con arreglo a la verdad, sino también como arte”; aunque dicha premisa desatara arduas disputas a lo largo de la historia sobre el valor de lo fotográfico (Fontcuberta 2013: 19). Como afirma Román Gubern, en muchas ocasiones, “las imágenes, al margen de sus eventuales valores estéticos, proponen una visión del mundo [...] cuando no constituyen espejos (incluso deformantes) de la sociedad que las ha creado, suele constituir espejos elocuentes de sus imaginarios, de sus deseos y aspiraciones, de sus ensueños reprimidos o prohibidos” (Gubern 2004: 338-339). 1. No descartamos la idea de que estos álbumes también posean connotaciones exhibitivas, ya que el mismo objeto en sí, de algún modo, pretende traspasar el ámbito exclusivamente familiar para ser contemplado por ojos extraños. Ahora bien, estas imágenes domésticas difieren notablemente de las imágenes post mortem de ámbito público, existentes con antelación a las de ámbito privado y que contenían una función distinta, pues eran realizadas directamente para ser expuestas en los consabidos medios de difusión y consumidas por la masa. Así pues, el cometido del estudio se centra en el ámbito vernáculo dejando atrás el análisis de las imágenes post mortem de carácter público que ha sido ampliamente estudiado. Como ejemplo podemos citar los trabajo de (Cuarterolo, 2007; López de Munain, 2015). Recientemente se ha publicado un trabajo que expone la vida y trayectoria de estas imágenes post mortem de ámbito público centrado en la muerte de Vicente Blasco Ibáñez (González Gea, 2018).
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De este modo, desde el origen existen dos caminos distintos en la fotografía: “el utilitario y el estético, la meta del uno es el registro de hechos y la del otro una expresión de belleza”, aunque ambos senderos muchas veces van paralelos y conectan en muchos puntos. E incluso, en su faceta más científica, la fotografía cuenta con la elección de un punto de vista, un encuadre, un fragmento escogido entre todas las opciones posibles por el artífice de la imagen. Toda fotografía conforma pues un documento visual cuyo contenido es al mismo tiempo revelador de información y detonador de emociones. En suma, “toda fotografía tiene su origen a partir del deseo de un individuo que se vio motivado para congelar en imagen un aspecto dado de lo real, en determinado lugar y época” (Kossoy 2014: 41-42). Así, el fotógrafo aun sin pretenderlo busca embellecer el fragmento recortado de la enorme realidad, del vasto campo de lo visible. Adentrándonos brevemente en el género concreto del retrato, encontramos nuevamente la idea del recuerdo; la palabra retrato, del latín retractus, significa volver a traer (Munguía 1985: 629). Así, tanto la naturaleza del soporte fotográfico como el género específico engloban la idea común de recuerdo, lo que refuerza todavía más la existencia del retrato fotográfico post mortem como último lugar de la memoria. Sin embargo, el retrato también ha sufrido convulsiones en su valoración como género artístico, aunque “el deseo que tienen los seres humanos de contemplarse por medio de la interpretación de su propia imagen parece formar parte de los más antiguos impulsos de la humanidad, y el arte del retrato individual es una de las actividades artísticas más universalmente presente en todos los tiempos” (Galienne y Francastel 1995: 11). Asimismo, también el origen del retrato se halla directamente relacionado con la idea de la muerte, la misma imagen –imago– es indisociable de esta proposición2. Recordemos que los primeros intentos de retratos con el fin de perpetuar la memoria los encontramos ya en el Neolítico, el hombre de Jericó utilizaba los cráneos de sus antepasados recubiertos de yeso y pintura roja tratando de emular los rasgos de los difuntos, manifestación que más tarde se recogería en las famosas máscaras mortuorias, y con posterioridad, en al afán del ser humano por la verosimilitud, descansaría en la pintura o en las diferentes manifestaciones artísticas. Como nos recuerda Edgar Morin, no existe ningún grupo arcaico que abandone a sus muertos o que los abandone sin ritos, síntoma de la “aurora del pensamiento humano” (Morin 2003: 21-23). De este modo, una vez alcanzada la definición actual de civilización, el hombre desplegó, progresivamente, toda una panoplia alrededor de la muerte. Entre los enseres de los que se valía encontramos en primer orden las imágenes, bien fueran de restos humanos o creadas ex profeso para la ocasión. La muerte, en tanto imagen, se torna una metáfora de la vida: un accidente conocido e inevitable. Lo que el hombre ansía conseguir por medio de la imagen es la inmortalidad, y lo que teme, la putrefacción, el destino final; en 2. “[…] imago significó primero, en latín arcaico, aparición, fantasma y sombra, antes de convertirse en copia, imitación y reproducción” (Gubern 2004: 333).
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definitiva, la muerte supone un acto de violencia que no es ajeno a los primeros habitantes del planeta (Bataille 2013: 50). Pero algunas de estas prácticas, como los citados cráneos, las images maiorum romanas, esas imágenes de los antepasados, o las máscaras mortuorias, además de servir para legitimar la estirpe como elemento del poder, contienen el valor de culto. En este sentido, estas imágenes perseguían de forma latente una representación mimética del fallecido, transformándolo en algunos casos, dependiendo de su poder o prestigio, en divinidad3. La llegada de la fotografía, en teoría, desplazaría este valor cultual por el valor de exhibición, auspiciado por su carácter reproductible y primer arte de masas. Sin embargo podemos rastrear un gesto que se mantiene intacto pese a la nueva mirada narcisista que trajo el nuevo invento fotográfico: “el valor cultual de la imagen tiene su último refugio en el culto al recuerdo de los seres queridos, lejanos o desaparecidos” (Benjamin 2013: 107). Por consiguiente, podemos decir que de la huella sólida, esos restos físicos del cadáver, se pasó a la huella óptica que sería la fotografía4. El cuerpo físico desaparece con la llegada del fin, sin embargo, el ser humano se encargó (y se encarga) de confeccionar artilugios que posibilitan la existencia, a modo de cuerpo sustituto o segundo cuerpo, pues “le portrait est mémoire d'une vivante à travers et au-delà de sa mort […] Image de vie, destinée à transcender le temps, le portrait peut faire hésiter la mort” (Pommier 1998: 47-48). Pedro Azara resume perfectamente el espíritu ilusorio que deben contener estas imágenes cuando dice, En efecto, las imágenes, tanto en la antigüedad como en nuestros días, tienen un papel sustitutorio. Su razón de ser reside en que suplen la ausencia del modelo. Por tanto, tienen que ser capaces de evocarlo, de reanimarlo, de despertar en nosotros un recuerdo, la imagen que ha dejado impresa en nuestra memoria, y de manera tan viva, tan cegadora, que podamos tener la sensación, ilusoria o no, y al menos por un momento de que se ha encarnado ante nuestros ojos (Azara 2002: 44).
A modo de Devotio moderna la fotografía post mortem entró en los hogares5. Puesto que la imagen “procede de un tiempo inmóvil, que es el tiempo de lo 3. Louis-Vicent Thomas, afirma que “algunos muertos ilustres fundadores de una etnia o un linaje, siguen siendo nombrados; hasta llegar a transformarse en genios [...], e incluso en divinidades [...]. En cierta medida, los santos cristianos se definen como difuntos que, gracias a sus méritos, escapan a la muerte escatológica”. (Thomas 1983: 54). 4. Para explorar más el concepto de huella fotográfica podemos acudir –como haremos a lo largo del trabajo– a diferentes estudios. Entre los más destacados encontramos (Bazin 2000; Dubois 1986). 5. La analogía entre la nueva corriente espiritual nacida alrededor del siglo XIV, la Devotio moderna, con el culto íntimo a la fotografía post mortem se basa en varios factores. El primero sería la comparación del culto fotográfico ante el ser ausente presente en la fotografía con el impulso que recibió la veneración o culto al hijo, Cristo, forjándose alrededor de él la leyenda que llegaría a convertirlo en un referente para la comunidad cristiana, el modelo a seguir. La humanización del personaje, que a pesar de no perder las connotaciones divinas se torna más humano. Además, como factor determinante entre este tipo de espiritualidad y el culto a la imagen fotográfica del finado,
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afectivo, de lo religioso y de la muerte. Ese tiempo ignora las construcciones de la razón y los progresos de la técnica” (Debray 1994: 100), por tanto, a partir del nacimiento del nuevo medio fotográfico, cambian las representaciones, las formas a las que se les rinde culto, sin que apenas se modifique el tratamiento y la ceremonia de la que es deudora la imagen, o como dice Belting, “las imágenes son los nómadas de los medios [...] Sería un error confundir las imágenes con esos medios. Los propios medios son un archivo de imágenes muertas, a las que sólo animamos con nuestra mirada” (Belting 2007: 265). Si bien es cierto que con el advenimiento de la imagen mecánica se produjeron alteraciones en cuanto a su producción y distribución, modificaciones que afectaron por encima de todo a la cantidad, a la multiplicación de las mismas, a cómo un mayor número de población podía acceder a ellas. Dicho de forma concisa, la fotografía post mortem vino a atender la pulsión de vida, como imágenes habitadas, de los seres que aún continuaban su trayecto.
Construcción de identidad en el retrato fotográfico post mortem La fotografía post mortem es una práctica tan antigua como la propia fotografía. Fue una actividad muy extendida y se puede encontrar en diversos lugares del mundo, entre la mayoría de las clases sociales y grupos étnicos. Mucha gente todavía cree que fue un género anclado en el siglo XIX, sin embargo, existen pruebas suficientes para saber que continuó y continúa en la actualidad, aunque hoy en día, más que en otras épocas, su producción se reduce al marco del recuerdo íntimo en casos de muerte perinatal y a cuestiones mediáticas6.
encontramos el recogimiento para la contemplación cultual en un lugar privado, normalmente interior del hogar. La demanda de este tipo de imágenes, sobre todo la de Cristo muerto, con los ojos cerrados y los brazos cruzados sobre el cuerpo (tipología del Varón de Dolores), representando el triunfo de Cristo ante la muerte, fue creciendo hasta convertirse en objeto piadoso que provocaba gran fascinación. “La creciente intimidad entre la gente y las imágenes está ligada probablemente al creciente valor de los bienes culturales en general” (Camille 2005: 117-119). Si a esto sumamos la espiritualidad de la sociedad a mitad del siglo XIX, momento en el que se instala la fotografía, se “insiste con una violencia inaudita en el cuerpo doloroso de Cristo redentor”, y el culto al Sagrado Corazón, a pesar de no datar de esta época, recibe una amplitud y difusión “desconocidas hasta ese momento” (Corbin 2005: 59), entonces podemos entender la metáfora. Para terminar, aludir al hecho de que Roland Barthes también apunta esta idea cuando señala que la contemplación de la fotografía en última instancia es un acontecimiento íntimo (Barthes 2009: 149). 6. Esta afirmación es recogida en todos los tratados sobre el tema, si bien es cierto que en algunas ocasiones se alude al hecho de ser más abundante en determinados países o lugares concretos, e incluso se habla de su desaparición. Sobre el ámbito americano y defendiendo su supervivencia se pronuncia (Ruby 1995: 50). Centrándose en Latinoamérica y defendiendo que es una modalidad en desuso o en vías de extinción, tenemos (Cuarterolo 2002: 25); (Guerra 2008: 117). En la misma línea, hablando de los países nórdicos y en concreto sobre Islandia, hallamos la afirmación de que el género continuó más allá del siglo XIX, si bien disminuyó a partir de 1940 (Baldur Hafsteinsson 1999: 49-50). Sobre la incursión del daguerrotipo post mortem en España ver (Martos 2005: 14). Existen autores que, llevados seguramente por la gran cantidad y prestigio de los estudios sobre esta modalidad publicados en Norteamérica, han llegado a defender que fue una práctica de origen americano (Jiménez Varea 2002: 153-156). O han desarrollado parte de su escrito basándose en tipologías propia de este lugar, aunque matizando que era una actividad que también se daba en Europa y, lógicamente, en España (De la Cruz 2010: 532). E incluso, se ha llegado a
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En España, la mayoría de imágenes fotográficas post mortem que se conservan están datadas a partir de finales del siglo XIX, además, gran cantidad de ellas, como repiten muchos historiadores de la fotografía, ni siquiera se conservan, una de las razones sin duda es que han sido “denostadas por las miradas del siglo XX que invisibilizan la muerte familiar, confinándola en espacios asépticamente aislados” (Borrás 2010: 120). Esta razón liga además con el carácter privado de este tipo de imágenes, realizadas en y para la intimidad, con lo que normalmente residían en espacios familiares reservados para ser contemplados a puerta cerrada, que ulteriormente eran heredados y, finalmente, en numerosos casos, abandonados. Afortunadamente, no todas recibieron el mismo trato, una parte de este legado fue cedido a instituciones, puesto en venta a coleccionistas o, como es el caso del corpus que manejamos, pasó a archivos locales por medio de adquisiciones o donaciones. “A medida que la fotografía fue acercándose a la mentalidad popular se fue revistiendo de usos, creencias, supersticiones y representaciones típicos de éstas, como lo atestiguan los retratos de difuntos” (Fandiño Pérez 2005: 120). Estos objetos, no sólo recogen la memoria particular, sino que nos relatan costumbres colectivas, rasgos sociales, actuando a dos niveles: marcando la personalidad individual y la estructura social (De la Cruz 2010: 415). La muerte, sobre todo en zonas rurales, era un acontecimiento que afectaba a gran parte de la comunidad. Cada sitio tenía maneras particulares de proceder, aunque se daban muchos puntos de confluencia. Habitualmente, cuando alguien moría la casa se llenaba de vecinos de la localidad, entraban y salían de la habitación del difunto, le rezaban y lloraban durante días completos, se vivía como si fuera un gran encuentro familiar; todo el mundo estaba dispuesto a realizar cualquier faena, “anaven amb les mans ocupades”. Algunos vecinos del pueblo, mujeres en su mayoría, se dedicaban a amortajar los cuerpos mediante un proceso casi seriado –en algunas localidades la misma mujer que asistía al parto se dedicaba también a amortajar–, cerraban los ojos, colocaban artilugios para realzar la figura y los vestían con sus mejores galas; la gente estaba acostumbrada a vivir la muerte de cerca. En definitiva, el rito de paso y el posterior duelo estaban estipulados, convirtiéndose en estructuras convencionales, casi sagradas7.
fechar la desaparición del retrato de difuntos alrededor de 1918, “coincidiendo con el final de la Gran Guerra” (Lara López 2005: 138). Más prudente encontramos otros textos en los que acertadamente se afirma que fue una actividad que se dio tanto en Europa como en América, (Henao Albarracín 2013: 334), y que perduró, aludiendo al caso concreto español, hasta por lo menos mitad del siglo XX (Cancer Matinero 2011: 17-18). Por supuesto, también hay estudiosos que hablan de que a pesar de ser una práctica muy popular a finales del siglo XIX y principios del XX continúa vigente, con algunas reservas, hasta nuestros días (Mocarte 2013: 25-45). En lo que parecen coinciden muchos de los estudios expuestos es en el hecho de que gracias a la costumbre de fotografiar a los finados en lugares rurales esta modalidad fotográfica sobrevivió durante más tiempo. 7. Datos de testimonios orales pertenecientes al Archivo de la Memoria Oral Valenciana <www.museudelaparaula.es> (27-VII-2017).
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Dentro de este ceremonial rural, a pesar de carecer o desconocer fuentes explícitas tanto escritas como orales que aborden el tema de los ejemplos concretos trabajados en el presente estudio, evidentemente se insertaba la fotografía post mortem. Para estas gentes del campo, la fotografía es todo menos un pasatiempo insignificante. A través de la actividad fotográfica se pueden entender actitudes más profundas, como si la actividad fotográfica captara funciones que preexisten en ella. [...] El modo de la actividad fotográfica puede asimismo y fundamentalmente expresar un ethos de grupo [...] El uso de la fotografía (la elección de tal tipo de fotografía, la importancia que se acuerda a la actividad fotográfica en general, etc.) sería de este modo un indicio de actitudes sociales más profundas (Castel 2003: 332).
Los dolientes, por tanto, valiéndose de una superficie neutra, imprimen la imagensímbolo del pariente muerto que a la vez funciona de cohesión de grupo y de cuerpo sustituto de una identidad particular perdida. Pero, por encima de todo, es un “soporte de ensueño” del que también se apropia la sociedad rural.
ARCHIVO GADEA COMO CASO DE ESTUDIO El caso del archivo fotográfico post mortem de José María Gadea, perteneciente al Archivo Municipal de Manises, es del todo peculiar. Para empezar, estamos hablando de un corpus de imágenes relativamente extenso y variado – doce fotografías de adultos, dieciocho de niños y once de familiares acompañados de niños fallecidos8–; luego, llama la atención la cronología que se maneja: pasada la mitad del siglo XX. El artífice de las fotografías, José María Gadea Luján, oriundo de Manises, trabajó en el municipio y alrededores –sin contar su labor como fotoperiodista en el periódico Levante– en las décadas centrales del siglo XX, atendiendo a las necesidades o ritos de paso de la comunidad. El fondo Gadea fue una cesión del propio autor a su pueblo, Manises, y está compuesto por cerca de 10,000 placas y 350,000 negativos de 35mm. Al respecto de la temática, abundan los encargos de particulares o asociaciones vecinales que deseaban retratar los acontecimientos señalados de la localidad; en resumen, reportajes de carácter privado o familiar. Coincide que tanto su residencia como el desarrollo de su oficio fue llevado a cabo prácticamente de forma perpetua en los lugares señalados, por tanto hablamos de un profesional que ejerció su trabajo en un ámbito circunscrito9.
8. Debemos tener en cuenta que, como adelantábamos en la introducción, normalmente estas fotografías eran encargos privados, por tanto, la propiedad de las mismas, en su mayoría, pertenece a una esfera familiar, con lo que es sencillo concluir que la cantidad de fotos almacenadas por el fotógrafo es relativamente elevado a pesar de la falta de datos demográficos o de otra índole. 9. <http://web2.manises.es/es/ayto/arxiu/colecciones/gadea> (20-VII-2017) y (Moreno Royo 1994). Además algunos datos nos fueron transmitidos de forma oral en los diferentes encuentros en
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Acudimos al archivo en busca de un material concreto, fotografía post mortem. Dejando de lado la temática de las exequias y centrándonos en los retratos, sin contar las tomas repetidas, el Archivo Municipal de Manises cuenta con un total de cuarenta y una fotografías mortuorias que recogen, además de las consabidas premisas comunes de este género, algunos rasgos particulares propios de un ámbito más rural o de una mirada propia. Para el análisis del conjunto de imágenes partiremos de ideas generales sobre el mismo género para posteriormente realizar una división por tipologías, si bien es una cuestión meramente funcional, pues la intención última es relacionar estas instantáneas con comportamientos humanos que se han dado, como indicábamos en la primera parte del trabajo, en distintas épocas y lugares del mundo occidental conformando un mapa global en el cual insertar las imágenes post mortem del municipio de Manises.
Tipos y significados del retrato fotográfico post mortem en el archivo Gadea El retrato post mortem individual En la introducción del apartado desglosábamos las distintas tipologías con las que cuentan el archivo manejado, como hemos podido observar la mayoría pertenecen al modelo de retrato individual y, a su vez, es preponderante la mortalidad infantil. Así que para abordarlos en este apartado los dividiremos en dos grandes grupos: retratos fotográficos post mortem de niños y de adultos. Recordemos, antes de entrar en el análisis de los retratos post mortem infantiles, que la cronología del archivo abarcaría las décadas centrales del siglo XX, por tanto, las altas tasas de mortalidad en la infancia, en principio, estaban superadas10. Además, partimos de la afirmación común que indica que pasada la primera mitad del siglo XIX, alrededor de 1860, la fotografía se fue democratizando poco a poco gracias a los avances y descubrimientos técnicos, con lo que una mayor parte de la población podía disponer de algún retrato en vida 11 . En el archivo de Manises. Agradecemos enormemente el trato por parte de su personal, especialmente a Vicent Masó Talens, responsable del archivo. 10. En la sociedad española “la variabilidad de la mortalidad infantil y juvenil empezó a experimentar un sustancial descenso hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX” (Reher 1996: 150). En España, según Kertzer y Barbagli, el índice de mortalidad infantil en 1875 es de 195 por mil habitantes y, en 1900, de 175 por mil para los menores de un año. […] para 1900 un índice de mortalidad infantil de 204 pero en 1910 ya ha descendido a 149. […] la tendencia al descenso se inicia en 1900 y, entre 1900 y 1930, las tasas brutas de mortalidad descienden casi un 40% (Pérez 2007: 21-22). 11 . La verdadera revolución comenzó en 1888 cuando se empieza a emplear el gelatinobromuro en soportes de celuloide, más flexibles y ligeros, que dieron pie a la aparición de cámaras más pequeñas y portátiles. Estas mejoras tiene un nombre propio, George Eastman, responsable de la expansión de la fotografía en un mayor número de hogares. Desde esa fecha, Eastman va introduciendo innovaciones, hasta popularizar el famoso eslogan: “Apriete el botón y nosotros haremos el resto” (Ramírez 1976: 142-143). Aunque a partir de 1860 comenzó el proceso de expansión del medio (Warner Marien 2002: 81-85).
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consecuencia, este tipo de imágenes, casi un siglo después, no debían responder solamente a la finalidad de único retrato, sino que ejemplificarían la modalidad de último retrato. Si bien es cierto que la mayoría de fotografías del conjunto de imágenes de infantes muertos pertenecen a bebés con poco tiempo de vida, los cuales quizá no habrían tenido posibilidad de fotografiarse, también existen niños de más edad. Sabemos, por los pocos datos que poseemos y por el ejemplo de más archivos locales estudiados en la provincia de Valencia, que lo normal era solicitar el servicio fotográfico en los eventos importantes de la comunidad, lo que parece demostrar que en estos hogares rurales todavía la cámara fotográfica era un producto de lujo, ajeno a los hábitos domésticos. Sin embargo, la gran abundancia de estas imágenes en los archivos nos obliga a atender más cuestiones que las meramente fotográficas: la necesidad de realizarlas y sus formas. Cuando moría un niño automáticamente se convertía en un “angelito”12. En concreto, en algunas regiones de la costa mediterránea, entre otras, cuando fallecía un infante menor de ocho años se acompañaba de un rito singular conocido como el Vetlatori del albaet, cuya existencia se registra hasta al menos el final de la guerra civil española13. La ceremonia en cuestión, de origen popular, contaba con una teatralidad que hasta la iglesia en algunos lugares intentó abolir. Entre las pautas registradas se halla la exposición del cuerpo rigurosamente planeada. Suponemos que con el paso del tiempo las actuaciones fueron decreciendo, tornándose representaciones más íntimas, de este modo, mientras la mortalidad desciende y el papel del niño aumenta, lo propio era conservar su figura para que formara parte del núcleo familiar por medio de la fotografía post mortem. Con todo, el culto al recuerdo que “se extendió rápidamente del individuo a la sociedad, como resultado de un mismo movimiento de sensibilidad” (Ariès 2007: 65), permitía honrar la memoria del ser desaparecido, por lo que deducimos que la fotografía post mortem se valía de la 12. “La imagen del niño difunto como pequeño ángel se convierte en una fórmula de representación para facilitar la aceptación de la muerte” (De la Cruz 2013: 63). “¡Un angelet puja al cel!” era la exclamación que se emitía cuando la vecindad se enteraba de que había fallecido un niño. <www.museudelaparaula.es> (27-VII-2017); (Duque 2004: 205). En Jaén o Ciudad Real como en Asturias, sabemos que los toques de campana también anunciaban que un ángel subía al cielo (Borrás 2010: 120). La iconografía del ángel niño, según Carmen Gracia, es muy antigua y, a pesar de la cristianización, el carácter pagano permanece de forma destacada (Gracia 1977: 210-211). Siguiendo esta tónica, en la actualidad una de las empresas españolas especializada en la creación de bebés reborns usa el término angelitos dulces como nombre corporativo. 13. En estas zonas prevalecía la creencia de que los niños que morían a corta edad lo hacían sin pecado, por lo que se iban directamente al cielo convirtiéndose en angelitos que intercedían por los familiares. Por eso el toc a mort tenía un talante de alegría. En relación directa con este concepto, todo lo que rodeaba su velatorio y posterior entierro era objeto de cuidadosos pasos para honrarlo, propiciando de ese modo su poder mediador. Manjares, danzas y cantos singulares acompañaban al pequeño difunto. En lugar de un acontecimiento lúgubre, la muerte de un albaet se tornaba una fiesta. Sin embargo, son pocas las fuentes que poseemos sobre la ceremonia en cuestión y su desaparición (Pelegrín 2005; Duque 2004: 206). Este ritual funerario infantil tiene su origen en el catolicismo español y es por ello que lo encontramos con diversas formas en la América hispana (Cuarterolo 2002: 55). Para más información sobre el desarrollo y pervivencia del rito en Latinoamérica y su difusión iconográfica (Padilla, 2013).
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escenografía montada en el seno del hogar alrededor del cuerpo sin vida, convirtiéndose además en una parte fundamental del rito de paso y en un objeto de devoción privada, lo que explicaría la abundancia de la práctica. La importancia de los recién nacidos dentro de la organización familiar no gozó siempre de la misma atención. Peter Burke, aludiendo al clásico estudio de Philippe Ariès, evidencia la ausencia de representaciones artísticas de niños o el mostrarlos como adultos en miniatura hasta aproximadamente los siglos XVI y XVII, momento en el que empiezan a aparecer los retratos infantiles, las tumbas de niños y los retratos de familia en los que el niño desempeña un papel principal, seguramente estos cambios se deban al interés cada vez mayor por el mundo infantil (Burke 2001: 131). Porque “la representación plástica de la infancia indica el proceso que el hombre ha seguido en su concepción de la humanidad, integrada en los distintos marcos espirituales y sociales de la cultura occidental” (Gracia 1977: 91). En el siglo del nacimiento fotográfico, el hijo pasa a situarse en el centro del grupo familiar, “es objeto de todo tipo de inversiones: de la afectiva [...] de la económica, la educativa y la existencial”, el hijo es el porvenir de la estirpe, “su modo de luchar contra el tiempo y la muerte” (Ariès y Duby 1991: 151). De ahí, la necesidad imperiosa de retratarlos para recordarlos e integrarlos en el devenir familiar; puesto que la muerte individual acaecía cuando los vivos perdían el recuerdo y éste se disolvía en el anonimato, dislocando así de manera consecutiva la identidad grupal. No es casual, pues, que en el mismo siglo en el que aparece la fotografía, triunfe la tumba individual y aparezca el epitafio personalizado para la muchedumbre, todas incorporaciones en busca de identidad y recuerdo (Ariès y Duby 1991: 403). La manera formal de retratar a estos niños en el Archivo Gadea (figs.1-2), normalmente, carece de elementos religiosos, a pesar de que se enmarcan en comunidades con un alto carácter sacro, punto sobre el que volveremos. Las tipologías del retrato individual de párvulos o niños pertenecientes a este archivo son plurales: en unos casos se dispone al cadáver en el sofá señorial de la casa; sobre una cama cubierta con un paño blanco o negro; en otras lo colocan directamente en la cuna perfectamente ataviada; e incluso en bastantes ocasiones el cuerpo se deposita en el mismo ataúd, disimulado o no. La costumbre que se mantiene en la totalidad de las imágenes en las que aparece el féretro es la elección del color blanco para éste, al igual que sucede con la indumentaria, indicando con ello la pureza e inocencia de los niños-ángeles. La decoración floral de los ataúdes parece opcional, si bien, en los dos casos en los que aparece lo hace de forma exuberante. El cuerpo cuando es depositado sobre una superficie horizontal, se pone cuidado en levantarlo por medio de un cojín o sucedáneo, pensando seguramente en su descanso y en la correcta toma de la fotografía, y por supuesto en la asociación de la muerte con el dulce sueño14. El conjunto de imágenes, en 14. La idea de relacionar la muerte con el sueño data de tiempos ancestrales. Sólo cabe mencionar como en la mitología griega Thánatos representaba a la muerte sin violencia, que a su vez
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general, es bastante uniforme, podríamos decir que corresponde a unas tipologías clásicas de reminiscencias pictóricas; aunque, como en todo acervo, existen excepciones.
Figs. 3-4. Fotografías post mortem, Manises, ca. 1950-1970
tenía un gemelo, Hipnos, dios del sueño. Asimismo, tanto Homero, Virgilio o san Pablo, hablan de que el sueño y la muerte son hermanos, de ahí las expresiones como el sueño eterno, el descanso profundo o el despertar de los muertos (Dell 2002: 156; Ruby 1995: 63; Morin 2003: 131). A todo esto podemos añadir la tradición de los cuentos infantiles como Blancanieves o La bella durmiente en donde sus protagonistas participan de un episodio en el cual caen rendidas en un dulce sueño del que despertaran gracias a la intervención de un príncipe-amante (Bettelheim 1994).
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La
elección de la puesta en escena de toda fotografía se debe a un juego de fuerzas entre los comitentes y el artífice, sin descartar las cuestiones prácticas e incluso una pizca de azar. La primera decisión se realiza en el momento de seleccionar fotografiar al cuerpo solo, desprovisto de acompañamiento. Cuando se solicita este tipo de retrato mortuorio que evita cualquier elemento anexo, a veces, surge la duda sobre el escenario idóneo para inmortalizar al pequeño difunto. Esta incertidumbre se pone de relieve en dos imágenes en concreto del archivo que ofrecen varias versiones del mismo modelo. En la primera, el dilema parece hallarse entre fotografiar al bebé muerto dentro o fuera del féretro, ante la disyuntiva la decisión final se vuelca en capturar ambas ideas; al ataúd convenientemente preparado con un interior blanco inmaculado se dispone sobre un fondo drapeado puesto a propósito para el disparo y, como segunda alternativa, el cuerpo se coloca tendido en la cama cubierta previamente con una tela negra, con la intención, probablemente, de resaltar el cuerpo vestido de blanco. La segunda imagen que alberga vacilación lo hace en referencia a la distancia, ¿plano general o plano detalle? Aquí, la excesiva y planificada ornamentación, obliga al fotógrafo, por una parte, a captar todo el decorado y, por otra, a tomar el consabido retrato –no olvidemos nunca que la función primordial de estas instantáneas es el recuerdo personal, aunque en ocasiones también remitan al recuerdo del acontecimiento– (figs. 3-4). Por último, existe una imagen que podemos poner en relación con los exvotos depositados en los santuarios en busca de sanación. En ella aparece un niño muerto por culpa de una accidente, como primera opción se decide fotografiarlo de busto, tapando el objeto de su defunción, sin embargo, por la razón que fuera, finalmente se toma una segunda imagen de cuerpo entero mostrando la herida responsable, quizá con una doble intención: no olvidar cuál fue la causa del fallecimiento y, además, recordar y remarcar a las divinidades este hecho (fig. 5)15.
15. Sabemos cuál fue la primera toma por el orden de los negativos en el susodicho carrete. En cuanto a la razón del fallecimiento lo conocemos por la fuente oral del archivero de Manises, Vicente Masó, quien conoció el acontecimiento en persona (20-IV-2016)
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Fig. 5. Fotografías post mortem, Manises, ca. 1950-1970
En cambio, el conjunto de retratos post mortem de adultos del archivo Gadea abre una vía de análisis más compleja. El proceder del fotógrafo es idéntico en la mayoría de las imágenes: toma una fotografía del cuerpo completo del fallecido en la que incluye el escenario para luego acercarse a retratar el rostro. En dos ocasiones, de forma excepcional, fotografía directamente la cara del difunto a través del hueco del ataúd ya que éste está previsto de dicho elemento (fig. 6). También observamos una imagen en la cual aparece el muerto de medio cuerpo sujetado por la que podría ser la viuda o algún familiar muy próximo (fig. 7) Como elemento constante en muchas de ellas aparece una escenografía a modo de altar: el ataúd alzado en contrapicado se enmarca entre dos pilastras o esculturas-ángeles, entre las cuales colocan un crucifijo sobre un fondo de madera o tela, y siempre coronado por una especie de ático que adopta distintas formas y decoración. El espacio es difícil de determinar, podría tratarse de la misma iglesia o dependencias cercanas a ella donde se levantaban estos altares a gusto del particular, o tal vez, pertenece al mismo cementerio donde se velaba al difunto antes de ser enterrado. Pero algo salta a la vista, el carácter religioso de la instalación. A esta afirmación debemos sumar varios aspectos relativos a sus pertenencias; todos llevan un rosario o una cruz en la mano y, además, las mujeres aparecen con la indumentaria propia de una beata (fig.8).16 16. Gracias a un testimonio oral sabemos que algunas veces se enterraban, previa petición de la moribunda, con el hábito de la orden a la que rindieran tributo. En el caso de las mujeres era habitual hacerlo con la indumentario de la orden de la Mare de Deu del Carmen, de las Carmelitas. La vestimenta carmelita está compuesta por una túnica de color oscuro y un escapulario de un tono similar, también se puede añadir una capa blanca como símbolo de la Virgen María. Es más, muchas veces se acudía a la casa del muerto con una estampa de esta advocación <www.museudelaparaula.es> (27-VII-2017); (Martínez Carretero 2012). Es inevitable que estas fotografías de difuntas nos remitan a los retratos pictóricos, pues era también una práctica habitual pintar a ciertas damas en su lecho fúnebre con apariencia de monjas para testimoniar así su santidad y su vida intachable. Uno de estos casos corresponde al retrato de la reina Mercedes de Orleans y Borbón ejecutado por Nin i Tudó (Sánchez Camargo 1954: 515). Como curiosidad añadir que la
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El hecho de aproximar la cámara al cadáver para enmarcar el rostro sólo se puede deber a la petición expresa del demandante movido por el deseo de posesión, de cercanía, de atrapar el alma. El retrato de pronto pierde el escenario y se focaliza en la persona. El fotógrafo poco puede hacer por el modelo, tan solo puede limitarse a recortar el encuadre para despojarlo de las señas que distorsionan o encasillan su identidad, ya que se cree que ésta reside verdaderamente en su cuerpo. ”La identidad personal de cada uno y de cada una está estrechamente vinculada a su cuerpo, de manera que la persona y su cuerpo son indisociables, nacen y mueren juntos” (Ardévol y Gómez-Cruz 2012: 189), es decir, el cuerpo, o más concretamente el rostro, es el lugar de construcción de la identidad particular. Mari Luz Esteban expone que el cuerpo está ligado a la construcción social del concepto de persona, por Fig. 7. Retrato, Manises, ca. 1950-1970 tanto, tiene el papel de constructo entre las subjetividades personales y la imagen proyectada. De este modo, el cuerpo individual y social es fundamental en la construcción de la propia identidad y pertenencia a los diferentes grupos sociales (Esteban 2013: 73). Pero, más allá de la composición escogida, lo extraño es pensar que estas personas fallecidas entre los años cincuenta y sesenta del siglo XX carecieran de fotografías en vida. Por tanto, si ya no estamos ante el único retrato con un uso esencialmente mnemotécnico sino más bien ante el último retrato ¿qué es lo que realmente mueve la creación de estas instantáneas? Diversos autores nos dan alguna pista de por qué estas imágenes seguían siendo tan importantes y tan demandadas pasada la mitad del siglo XX. La razón que aparece de manera reiterada alude a la conformación de la identidad familiar por medio de los álbumes fotográficos: “Il s'agit essentiellement d'enregistrer les étapes qui marquent le changement de statut de l'individu: naissance, mariage, départ au service militaire... et la mort, étape ultime, qui ne peut échapper à ce besoin de mémoire” (Héran 2002: 113). La muerte priva del individuo a la colectividad, pero no totalmente si éste queda registrado como recuerdo, permitiendo tanto al grupo como al particular construir a voluntad una determinada identidad final17.
misma reina cuenta con una fotografía post mortem anónima depositada en la Biblioteca Nacional de Madrid (López Mondéjar 2005). 17. Sociólogos de la Universidad de Salamanca han desarrollado esta idea basándose en la colección fotográfica de diferentes autores; el músico y compositor Joaquín Turina, el escritor Miguel
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En síntesis, los retratos de finados, da igual a qué época pertenezcan y qué forma adopten, “son una suerte de fantasma que aún permanece con nosotros” (García Monerris y Serna 2011: 59), porque en esencia la fotografía tendría como función ayudar a sobrellevar la angustia suscitada por el paso del tiempo, ya sea proporcionando un sustituto mágico de lo que aquel se ha llevado, ya sea duplicando las fallas de la memoria y sirviendo de punto de apoyo a la evocación de recuerdos asociados; en suma, produciendo el sentimiento de vencer el tiempo y su poder de destrucción (Bourdieu 2003: 52).
Por consiguiente, las fotografías post mortem “permettent à la fois de confirmer que la personne a réellement existé [...] de suppléer la mémoire défaillante pour retrouver les traits de l'être disparu, de partager ce souvenir en contemplant et faisant contempler le portrait, et d'accepter la réalité de la mort” (Héran 2002: 138).
El retrato post mortem de grupo Los retratos fotográficos post mortem colectivos son otro género dentro del repertorio solicitado a los fotógrafos a la hora del deceso. Si bien sus usos y funciones guardan paralelismo básicos con los retratos individuales, también contienen matices dignos de reseñar. La idea general, basada asimismo en los archivos analizados y demás fuentes visuales consultadas, es que la modalidad no gozó de tanta popularidad como el retrato individual. En efecto, únicamente contamos con una imagen en el archivo, en la que el actor es un adulto. Posiblemente, esta tipología responde en principio a la intención, consciente o inconsciente, de aparentar unión familiar. Los gestos, por tanto, pautados, debían corresponder al momento de dolor, de pérdida. Este tipo de fotografía pone el énfasis en la reunión familiar, en la pena de los dolientes, convirtiéndose en un documento que atestigua la conmemoración de ese instante más que en el objeto de devoción que apuntábamos en los retratos individuales. Su carácter, pues, está más cerca de la exposición que del culto. De esta forma, los álbumes o recopilaciones familiares “tiene una función nucleadora de la memoria […] Los retratos contenidos en el álbum fotográfico reforzaban los lazos familiares en un momento en que la dinámica social empieza a erosionar dichos lazos” (Lara López 2005: 138). Al mismo tiempo refuerza la idea del duelo que, contrariamente a lo que se cree, “no es la expresión espontánea de emociones individuales [...] En términos generales, no existe ninguna relación entre los sentimientos que se experimentan y los actos realizados por los que actúan en el rito” (Durkheim 1992: 370). Asimismo, la congregación alrededor del moribundo era un tema frecuente en la pintura y escultura funeraria en Occidente, que reafirmaba la idea de la buena muerte, que de forma natural recaló en el medio fotográfico (Henao Albarracín 2013: 349-350). de Unamuno, la bailarina Antonia Mercé y el pintor Joaquín Sorolla (Escobar y Gómez Isla: 2013: 1004-1019).
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Para abordar dicho tema dentro de las imágenes trabajadas debemos aludir a esa iconografía clásica que de algún modo recordaba a la multitud de imágenes religiosas sobre la dormición de la Virgen y Cristo en el sepulcro. Como comenta Lara López, los códigos narrativos del arte religioso fueron asumidos por los códigos narrativos visuales de la fotografía que galvanizan en los retratos grupales, “la fotografía se concibe como una auténtica puesta en escena de la muerte en familia, como una especie de solemne altar de la muerte” (Lara López 2005: 143). La imagen concreta perteneciente al archivo muestra el cuerpo expuesto en el eje central de la composición flanqueado por los familiares dispuestos en conjuntos equilibrados, ninguno mira a cámara sino al difunto, e incluso algunos personajes contienen una mirada ensimismada, todos de riguroso negro, color de luto, la escena parece querer captar las muecas individuales de forma improvisada por parte del fotógrafo. Nos encontramos en un interior, aséptico y con bastante seguridad público, atrezado con una suerte de escenografía que contiene elementos con connotaciones sagradas (fig. 9). A pesar de ser una fotografía compuesta con una aparente espontaneidad, no hay que olvidar que toda imagen esconde una disposición, un encuadre, intención y punto de vista escogido por el artífice de la misma.
Fig. 9. Retratos grupo post mortem, Manises, ca. 1950-1970
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La fotografía, que contiene un halo de religiosidad amparado en elementos como el crucifijo y los ángeles, busca la naturalidad en la captura que posiblemente pertenezca a algún momento del velatorio. En definitiva, los dolientes desean aparecer atendiendo al difunto hasta el último momento como si sospecharan que alguien los pudiera juzgar. En efecto, esta es la conclusión más inmediata, pero quizá demasiado simplista, pues la participación de la fotografía en el duelo la hace portadora desde ese mismo momento de connotaciones rituales, es decir, como dice Durkheim, todas las prácticas fúnebres conducen a elevar al muerto al estatus de ser sagrado, “todo lo que está o ha estado relacionado con él se encuentra, por contagio, en un estado religioso que excluye cualquier contacto con las cosas de la vida profana” (Durkheim 1992: 364). ¿Pero es la fotografía un medio sacro? ¿O más bien, lo matices divinos son impuestos por el encargo en concreto? Es complicado determinar hasta qué límite la imagen es portadora de santidad o ésta, en su defecto, es transmitida por los dolientes, de forma parecida a como sucede con las cuestiones de identidad. La fotografía de difuntos, como evolución o integración dentro del rito funerario, da la sensación de que impone una especie de secularización, una forma de homenajear al muerto más laica, menos religiosa (Marín Naritello y Jarpa Espinoza 2013: 575), aunque tras el nuevo formato, incidimos, se esconde el mismo anhelo de trascender, de individualidad y de perpetuación de vida que albergan otros medios. Con lo que estas imágenes contienen un componente religioso, herencia de prácticas populares en la frontera de la religión oficial, además de emular formalmente a pinturas, grabados o esculturas de similar temática. Participan en los ritos y las ceremonias, están presentes en los hogares y en los cementerios, se las besa y usa como exvotos (Sánchez Montalbán 2006: 334); en suma, sirven como mediadoras entre vivos y muertos, entre el mundo terrenal y el ansiado más allá, arrastrando aspectos visuales teatralizados. Madre e hijo. Supervivencia de la Pietà Tradicionalmente la mujer era la encargada del cuidado de los niños, y los hombres quienes debían traer el sustento al hogar (Alberti 1999: 245). Los niños, a su vez, aseguraban la supervivencia de la familia y eran motivo de satisfacción para los progenitores, quienes por medio de ellos garantizaban un patrón que prometía una suerte de orden y continuidad social (Reher 1996: 148-149). De ahí que la muerte de un niño o niña entrado el siglo XX afectara, sobrepasando lo sentimental, a la estabilidad familiar. El corpus de obras de mujeres con niños muertos ocupa una parte importante de la producción global del género, al igual que sucede en el archivo analizado. Pues, en general, las imágenes contienen un momento de la narración aunque no sean en sí mismas un relato. El niño en el regazo de la madre y el hombre muerto en la cruz invitan al
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recuerdo de los dos momentos cardinales de una vida histórica. [...] La imagen recuerda lo que narra la escritura, posibilitando de manera añadida el culto a la persona (Belting 2007: 19).
En efecto, tanto las escrituras como las representaciones visuales de todos los tiempos han contribuido a forjar una imagen de la mujer, madre, íntimamente unida a la figura del hijo o hija, como resume Mònica Bolufer, desde los grabado del siglo XVIII con escenas de felicidad doméstica, hasta la saturación de la publicidad actual, la relación de la madre y la representación de la relación estrecha y exclusiva que mantiene con el hijo han sido poderosas y omnipresentes en el imaginario social (Bolufer 2012: 71).
Por tanto, es normal la proliferación de este tipo de composición dentro del retrato fotográfico post mortem que parece indicar sencillamente el amor de una madre a un hijo y la necesidad de poseer un cuerpo sustituto de éste para superar el duelo; pero también, como en toda imagen, algo que venimos repitiendo, se esconde una construcción, un producto elaborado en una pugna entre gustos, deseos y convicciones sociales (o morales). Tanto mujeres como hombres sufren con la pérdida de un hijo, es algo natural que nadie pone en duda, aunque algunos teóricos desde diferentes áreas se han afanado en demostrar y valorar el dolor según el género, defendiendo que las mujeres lo soportan mejor (López Lechuga 2016: 232). Quizá sea esa una de las razones, además de las mencionadas, por la que la mujer aparezca normalmente posando junto al hijo, relegando así al varón. Sin embargo, antes de diagnosticar un síntoma, repasemos rápidamente las diferencias básicas entre la proyecciónrepresentación de los roles masculinos y femeninos en torno a temas como la procreación y el pesar ante el fallecimiento de un niño basándonos en distintas fuentes y testimonios. La mujer, históricamente, ha recibido la responsabilidad del hijo, es más, a través de la maternidad adquiría valor social y reforzaba su identidad y autoestima. Por consiguiente, la salud y, por ende, la supervivencia de un hijo se volvía casi exclusivamente su deber18. Las manifestaciones artísticas y culturales sirvieron de 18. El mismo Gregorio Marañón hablaba de que la función primordial de la mujer era la de ser madre y esposa. Al respecto de la mortalidad infantil, era tan alta, que las autoridades difundieron manuales sobre la higiene durante la maternidad y promovieron la lactancia materna como único método lícito para salvaguardar la vida de los niños (Aguado 1994: 376-379). Paradójicamente, en la actualidad existe un movimiento de madres más afines con el feminismo “diferencialista” que con cualquier idea de corte tradicionalista que reivindican una vuelta a los procesos naturales, entre ellos la lactancia (Badinter 2015). A esta evidencia debemos añadir que en muchas ocasiones los médicos se negaban a atender a los niños enfermos pues entendían que era una ocupación que correspondía solamente a las mujeres (Badinter 1991: 61). El discurso médico, sin duda, contribuyó al enaltecimiento de la madre como responsable de la supervivencia del hijo, “se aconsejaba sobre las precauciones a adoptar para mantener una buena salud, proponiendo todo un estilo de vida que al mismo tiempo asume y construye las diferencias de estatus y de sexo. Estas pautas estructuran la vida de las clases populares alrededor del trabajo. la de los hombres acomodados en torno al ejercicio de sus profesiones [...] y la de las mujeres del mismo medio social teniendo como eje
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plataforma para, primero, asociar a la mujer al ámbito religioso y, más tarde, sobre todo en el XIX, representar las relaciones humanas y cotidianas de ésta con la maternidad de forma íntima y sentimental. “La iconografía de la maternidad se desarrolla durante la segunda mitad del siglo XIX de modo paralelo a la imaginería religiosa más tradicional”, tomando así de modelo las escenas antiguas en las que la Virgen aparecía en actitud fraternal con el Niño (Benito Doménech 2002: 175). Ni que decir tiene que la iconografía que se gestó alrededor de este tema tenía gran cantidad de idealización; si por una parte es cierta la nueva condición de la mujer burguesa dentro del seno familiar como ente dador de amor, por otra, en cambio, la mujer rural continuaba abocada a las duras condiciones que le imponía su propio género. Bajo esta asimilación se hallaba un mensaje que vinculaba a las madres con la imagen de la Virgen María como arquetipo a emular, que además se reforzaba por cuestiones prácticas y estéticas correspondientes al medio fotográfico: “Lorsque le sujet est un enfant très jeune, conseille de le placer sur les genoux de sa mère et de le photographier sous la lumière latérale traditionnellement associée à l'image du sommeil. Ce type de composition revient très fréquemment” (Héran 2002: 127). Del mismo modo, el acervo literario también contiene narraciones que sitúan a la mujer como personaje sufridor por encima del hombre, baste de ejemplo un fragmento del poema de Montoto Rautrenstrauch, “Un día, ¡terrible día! nublóse su faz serena, entornó sus negros ojos y se durmió… ¡Estaba muerta! ¡Pobre madre! Ante el cadáver del ángel de su existencia [...] ¡Pobre madre! La mortaja preparó con mano trémula [...] rompió a llorar, como llora una madre a su hija muerta” (Morales 1960: 413-414).
La imposición social de la maternidad con el tiempo pasó a ser una decisión relativamente personal, el hijo se convierte “en parte del proyecto de felicidad compartida de la pareja” (Alberdi 1999: 146), es decir, la procreación refuerza los lazos afectivos del matrimonio y refleja los cambios ocurridos en el seno de la institución familiar a mediados del siglo XX. Una de las transformaciones más representativa es la disminución de la natalidad, o más exactamente, la reducción del número de hijos por cónyuges. Sin embargo, pese a esta evolución, debida a multitud de razones que no desgranaremos, y a la reducción de la mortalidad infantil, la España contemporánea seguía albergando gran cantidad de imágenes post mortem de niños en el regazo de su madre. Porque, no nos engañemos, “los mitos bíblicos arrastrados a través de los siglos no se han deteriorado en el transcurso del tiempo, sino que, milagrosamente, parecen a veces rejuvenecidos” principal la maternidad [...] poco se dice, en cambio, de la maternidad de las mujeres trabajadoras, para las que el modelo es difícilmente aplicable” (Bolufer 2012: 73).
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(Falcón 1996: 421). Los hijos son seres dependientes, y nos guste o no, en la más tierna infancia el peso recae en la figura de la mujer. Reparemos ahora en las fotografías del archivo poniéndolas en relación con las modificaciones sufridas en la configuración de la nueva familia y la sociedad española a partir de la segunda mitad del siglo XX, época a la que pertenecen, y su paralelismo con fotografías actuales. El patrón de la totalidad de las imágenes del archivo es prácticamente idéntico: mujer sosteniendo en su regazo al bebé muerto en el interior del hogar, si bien se introducen ligeros cambios como la mirada al difunto o a cámara, la postura de pie o sentada, la actitud más o menos condolida (fig. 10). Las instantáneas tomadas por Gadea y fechadas en las décadas centrales del siglo XX, presentan rasgos repetidos a modo de pietà, excepto una, que a pesar de repetir el mismo esquema, introduce un cambio sustancial que reafirma lo expuesto. Lo primero, no se trata de una mujer sino de un hombre, éste se encuentra en un exterior y en lugar de sostener el cadáver del niño, porta su ataúd. También mira a cámara pero lo hace a través de unas gafas de sol, el porqué de capturar esta imagen es un misterio que queda en manos del espectador (fig. 11).
Fig. 11. Hombre con ataúd, Manises, ca. 1950-1970
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Figs. 12-13. Madre e hija, Manises, ca. 1950-1970
Sin embargo, entre todas, existen dos imágenes en las que merece la pena pararse por su potente puesta en escena. Se trata de tomas consecutivas en las que vemos una madre postrada en la cama, posiblemente recién parida, sujetando una diminuta caja que funciona como féretro. Seguidamente, una niña, con toda probabilidad su hija, en una silla junto a la cama sosteniendo al bebé en su regazo. Pero lo impactante de la imagen, por encima del cuerpo apenas formado del niño, el decorado austero –la pared sin acicalar–, la caja de zapatos ejerciendo de improvisado ataúd, o la vestimenta de domingo, es el rostro sosegado y sereno de ambas mujeres. El prototipo de mujer doliente de semblante rígido vestida de riguroso negro queda relegado en esta instantánea a lo cotidiano, a una mezcla de fotografía histórica y objeto devocional. Parándose en su función documentalista, debemos exponer que en cualquier “foto los aspectos visibles lo son para hablarnos de aspectos invisibles, del sentido de la propiedad, de los comportamientos, y de las posibilidades de su visualización directa o metafórica”, pues pertenece a un “sistema de representación dicotómico, muy codificado, el de la cultura occidental, con símbolos, signos, poses y reglas espaciales por medio de las que identificamos a alguien” o a algo (Ledo 1998: 65-66). Pero en el acto fotográfico también debemos contemplar el encuentro, el azar, sobrepasando la escenificación y el punto de vista. Como afirma Sontag, la fotografía tiende a unir dos atributos contradictorios: la objetividad y la elección, lo que ha estado delante de la cámara y la tramoya (Sontag 2013: 23). Fuera como fuese, los gestos de la madre y de la hermana
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captados en un instante parecen pertenecer al reino de la improvisación, denotando ese punctum barthesiano que se confunde entre lo natural y lo artificial. El amor maternal, tendencia que nacería fomentada por múltiples factores, era un lujo para las mujeres pobres. El niño, en las familias más humildes, muchas veces seguía siendo una carga de la que deseaban desembarazarse, además, esta situación se agravaba por la fecundidad excesiva y en ocasiones no deseada; aunque ese estorbo también era una necesidad pues aseguraba la continuidad de las familias y el cuidado en la vejez19. Las zonas rurales, que en general siempre se han asociado a la pervivencia de las costumbres más tradicionales, supieron adoptar y prolongar estas representaciones mortuorias en el tiempo haciendo alarde de una triple función: recordar al niño muerto, emular un símbolo religioso y redimir así la culpa como madres fallidas. Esta primera y última imagen del infante muerto junto a uno de los familiares más cercanos se sigue cultivando entrado el siglo XXI, alcanzando el estatus de resto físico que obliga al que la realiza o solicita a enfrentarse tanto a la cruda realidad del fallecimiento como al inicio de la pérdida, al principio del duelo (Mocarte 2013: 36)20. Acudiendo a las plataformas profesionales que se dedican a este tipo de fotografía y echando un rápido vistazo, advertimos algunas diferencias estilísticas más acordes con los nuevos tiempos. Lo primero que observamos es la abundancia de hombres que aparecen en estas instantáneas, pero la verdadera novedad dentro del género no es su presencia, existente en otras épocas, sino la actitud en la que aparecen, mostrando cariño abiertamente. Este rasgo también se hace especialmente patente en el caso del género femenino. La postura impertérrita del acompañante ha dado un giro hacia la expresión de amor y ternura que contienen dichas imágenes, las cuales utilizan una gran variedad de códigos visuales21.
EPITAFIO PARA LOS FONDOS POST MORTEM GADEA Recorriendo la totalidad de las imágenes post mortem del Archivo Municipal de Manises capturadas y almacenas por José María Gadea Luján saltan a la memoria las palabras de Susan Sontag cuando dijo que efectivamente la fotografía 19. Badinter explica la evolución del instinto maternal desde el siglo XVII hasta el siglo XX, repasando los cambios producidos a lo largo de la historia. Un concepto que parece pertenecer a la esfera de lo instintivo le confiere por medio de un análisis riguroso proveniente de sus dos disciplinas, la historia y la filosofía, la virtud de concepto fabricado. Dedica un apartado al retraso de las clases desfavorecidas, en el que pone de relieve las dificultades de esas mujeres a la hora de adoptar la tendencia desarrollada en el siglo XIX y afianzada a lo largo del XX de la nueva madre (Badinter 1991:185-188). 20. La perdida de un bebé recién nacido o incluso a lo largo de la gestación provoca un sentimiento de vacío en todas las épocas, en la actualidad son múltiples las plataformas en red que asisten este duelo. Un proyecto interesante es Stillbith (<www.proyecto-stillbirth.org>, gestionado por la fotógrafa y psicóloga Norma Grau que funciona mediante donaciones, 03-VII-2017), desde donde se reivindica la necesidad de poseer un resto –una fotografía– como huella del bebé que no fue. 21 . Para contemplar un corpus amplio: www.nowilaymedowntosleep.org (03-VIII-2017) www.youtube.com/watch?v=KCnIAzcI7po (03-VIII-2017).
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puede angustiar, pero la tendencia estetizante de la misma termina por neutralizarla, el realismo que contiene al ser filtrado por la cámara crea tal confusión que cualquier fotografía resulta analgésica y estimulante al mismo tiempo (Sontag 2010: 112). Lo que finalmente se consigue por medio del aparato fotográfico es anestesiar. Según Serge Tisseron, la fotografía, especialmente las de los seres queridos ya desaparecidos, tiene la virtud de “favorecer la asimilación de sensaciones, sentimientos y estados del cuerpo, cuya percepción activa o cuya memoria reactiva”, por tanto, guarda relación con el hecho de “asimilar experiencias vividas con ellos” (Tisseron 2000: 24-25). Pero, la fotografía ya no es lo que antaño. El impacto que provocaba verse y poder ver cualquier cosa –lo analgésico y estimulante– incluido nuestro fin o el del prójimo con toda su escenografía, lo convertía en una experiencia estética, o sea, en “la respuesta humana a la belleza y al arte” (Tatarkiewick 1987: 347), a la vida. Además, en el camino del progreso, perdimos el tacto. El poder tocar la fotografía se fue disolviendo en beneficio de la mirada sobresaturada. La materialidad, el cuerpo fotográfico, ha perdido importancia, en cambio, acumulamos toneladas de bits dentro de aparatos digitales, de esta forma, más que nunca en la historia de la imagen fotográfica, las representaciones nos rodean en un flujo continuo. Sin embargo, como afirma Hans Belting, “las imágenes son intermediales: continúan transitando entre los medios históricos de la imagen”; es decir, “las imágenes son los nómadas de los medios” (Belting 2007: 265). En definitiva, la imagen mudó de medio cuando apareció en escena la fotografía, al igual que está sucediendo en la actualidad con la fotografía digital y las nuevas plataformas de comunicación – internet con sus surtidas redes de contacto–, pero en esencia mantiene su lugar como auxiliadora de la memoria y soporte de exhibición. Sencillamente ahora, la propia fotografía se ha vuelto recuerdo de la totalidad de posibilidades del mundo. La plasticidad del soporte fotográfico está siendo seducido por pantallas electrónicas, mas, sólo se trata de una merma del dominio, algo parecido a lo que le sucedió a la preponderancia del texto en relación con la imagen 22 , pues el comportamiento humano ante ciertas imágenes, independientemente de su materia prima, y los consabidos ritos, apenas ha variado. Simplemente, la plataforma es otra. La supervivencia del género de la fotografía post mortem en esa delgada línea entre lo público y lo privado, lo aceptado y lo negado, el recuerdo y el exhibicionismo, lo religioso y lo laico, se ha producido desde el surgimiento hasta la actualidad, pues “hay constantemente en el hombre movimientos de significación que renacen en la vida y eso nos indica que somos menos distintos de los antiguos de lo que creemos” (Arroyo 2015). Si bien los recientes soportes crean una nueva capa hacia la despersonalización. ¿Qué sentido le queda a ese objeto como reliquia íntima en la realidad de la iconosfera? Si ha perdido su valor mnemotécnico, si las 22. “La invención de la fotografía es un acontecimiento histórico tan decisivo como lo fue la invención de la escritura. La escritura da comienzo a la historia sensu stricto, en tanto que lucha contra la idolatría. Y la fotografía inaugura la posthistoria, cual lucha contra la textolatría” (Flusser 2001: 20).
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personas que los encargaron como símbolo de afecto, pertenencia, identidad y recuerdo ya no están para darle sentido o en algunos casos ni siquiera saben quienes aparecen en esas imágenes, si tampoco son atendidas por la parcela artística, quedando confinadas en archivos, algún museo etnográfico, álbumes personales o pequeños rincones de casas deshabitadas, ¿qué sucederá con ellas, cuál es su destino y valor último? De momento, con este sencillo estudio, las fotografías vuelve a la vida como entes que recuerdan que el miedo a la muerte y la necesidad de gestar artilugios que la venzan es universal, es más, “todas las culturas humanas pueden interpretarse como artefactos ingeniosos calculados para hacer llevadero el vivir con la conciencia de la mortalidad” (Bauman 2007: 47). Por eso, la sociedad contemporánea se ha afanado en seguir produciendo simulacros que nos hagan soñar con la eternidad. Hemos pasado de lo humano a lo posthumano en una especie de comunión entre naturaleza y tecnología, aunque por mucho que se esfuerce esta última por distanciarnos, los gestos se repiten. Ahora es nuestro cuerpo lo que manipulamos con el objetivo de hacerlo “más inteligente, más longevo, más perfecto, más feliz, incluso para que pueda llegar a alcanzar la inmortalidad cibernética y la conquista del universo” (Cortina y Serra 2016). Sin embargo, no debemos olvidar “que con una venda sobre los ojos nos negamos a ver que sólo la muerte garantiza incesantemente una resurgencia sin la cual la vida declinaría” (Bataille 2013: 63). Finalmente, a modo de cartografía, se ha intentado insertar las imágenes del archivo municipal de la localidad de Manises hasta ahora silenciado en el amplio abanico del género del retrato fotográficos post mortem. Siendo consciente que quedan muchas por desenterrar, pues este estudio no es más que un pequeño apunte dentro de una investigación en curso que se seguirá nutriendo, para así cuestionar, entre otras cosas, que la muerte, esa amiga ingrata que nadie quiere saludar y que nos esforzamos en anular de la vida, es la única realidad conocida y un miedo universal que une a la humanidad en una lucha común que tiene a la imaginación como salvación.
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ANEXO
Figs. 1-2. Montaje de las imรกgenes de pรกrvulos difuntos, Manises, ca. 1950-1970
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Fig. 6. Adultos fallecidos tras ataĂşd, Manises, ca. 1950-1970
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Fig. 8. FotografĂas post mortem, Manises, fondo Gadea, ca. 1950-1970
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Fig. 10. Madres con niĂąos difuntos, Manises, ca. 1950-1970
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