LA ÚLTIMA MAÑANA DE OTOÑO Manuel Bravo Gómez
Un cuarto oscuro. Una cama de 140 centímetros sin deshacer, y un hombre con camisa blanca y corbata negra de punto sentado sobre ella. Los codos sobre las rodillas, la cabeza entre las manos, todo en silencio. Abre el cajón de la mesilla de noche y saca de él una pistola. Un colt 45 automático. Desliza el cañón por la corredera hasta cargar una bala en la recámara y lo suelta. Pone el seguro y se levanta y la guarda en la cintura, dentro de sus pantalones, y coge una chaqueta del armario, la sacude y se la pone. Sobre el alféizar de la ventana una gata mira con atención cada movimiento del hombre, que se acerca al hueco y abre una de las contraventanas que cubren la carpintería. Detrás hay un patio de vecinos que tiene cuatrocientos años. Las galerías de madera han conocido tiempos mejores, pero aún se sostienen en torno a un jardín con suelo de albero donde olmos, plataneros y palmeras se ordenan alrededor de un lavadero que ya nadie usa. El cielo está cubierto de nubes y comienza a levantarse viento, se avecina lluvia. La gata se asoma fuera hasta que el hombre abandona el cuarto, después salta del hueco y lo sigue. El pequeño apartamento tiene un pasillo que separa el dormitorio del salón, que incorpora una cocina americana. Junto a la entrada, sobre una silla, una gabardina. El hombre la coge y se la pone. Se abrocha dos de los cuatro botones y se amarra el cinturón. A través de la puerta el hombre mira el agua de lluvia caer sobre el albero. Ya no hay silencio, se oye el sonido del agua y el silbido de una cafetera italiana. El hombre se acerca al fogón y lo apaga, echa café en una taza y deja la cafetera dentro del fregadero. Se sienta en la silla junto a la puerta y observa el patio y la lluvia y su reflejo en el cristal, pero no le gusta lo que ve y aparta la mirada hacia la gata, que está sentada en el suelo, junto a él, mirándolo. “Ven”, le dice, y ésta salta sobre su regazo y apoya las patas sobre su pecho. Él la acaricia y la gata se enrosca sobre sí misma y cierra los ojos y ronronea hasta que deja de hacerlo, y después se lame. El hombre se toma su tiempo para acabar el café. Mira su reloj de pulsera, que marca las ocho. Coge a la gata y la deja en el suelo, se levanta y arroja el poso del café por el sumidero del fregadero y enjuaga la taza y la deja junto a la cafetera y vuelve al cuarto. Saca de debajo de la cama una maleta de cuero cerrada con dos hebillas y un porta gatos metálico. Vuelve al salón y los deja junto a la puerta. Saca del bolsillo una llave y la mete en la cerradura y la hace girar. Abre y sale sin la maleta y sin el gato y cierra desde fuera. Vuelve a guardar la llave en su bolsillo y atraviesa la galería hasta las escaleras y baja al patio, y subiéndose el cuello de la gabardina lo atraviesa bajo la lluvia, que arrecia, esa última mañana de otoño. Ya en la calle cruza la acera y pasa observando cada uno de los coches que hay allí hasta dar con un citröen DS cuya ventanilla no está del todo subida. Mira a un lado y a otro y saca del bolsillo una cuerda con un lazo, la pasa por el hueco del cristal abierto hasta colarlo por el pestillo y tira de los dos extremos de la cuerda hasta subirlo. Abre la puerta y entra dentro y cierra. Mira a su alrededor hasta sentirse seguro y busca bajo el volante. Fuera un anciano camina deprisa. Lleva una gabardina gris que amarrada resalta el tamaño de su barriga y se protege la coronilla del agua de lluvia
con un periódico empapado; Al pasar a su lado lo mira, pero el coche ya ha arrancado y el hombre está erguido. No evita mirarlo a los ojos mientras saca un paquete de tabaco negro y un zippo del interior de su gabardina. Se lleva a los labios uno de los cigarrillos y lo enciende. Guarda el mechero y suelta una bocanada de humo que lentamente se arremolina a su alrededor. Suelta el freno de mano y pisa el embrague, mete primera, acelera, vuelve a pisar el embrague y mete segunda y acelera aún más, alejándose calle abajo. El hombre piensa que aún queda para que la ciudad huela a azahar y que para entonces él ya no estará allí. Hoy sólo percibe el olor de la humedad en la tierra tras mucho tiempo sin llover. Conduce a través de la calle María Auxiliadora y tras ésta por la Ronda de Capuchinos. Se detiene ante un semáforo en rojo. La lluvia es más intensa y se cuela a través de la ventanilla, salpicándolo, pero no la cierra. Exhala la última calada de su cigarro y apaga la colilla en el cenicero enganchado en el salpicadero. Al otro lado de la calle una chica joven corre hasta resguardarse bajo una parada de autobús. Es morena y tiene el pelo largo, lleva un vestido corto y se abraza a sí misma, empapada, y al hombre le recuerda a un amor de juventud. La luz verde del semáforo hace algún tiempo que cambió, pero al hombre no le importa. Se observa en el espejo retrovisor, con el ceño fruncido. “Es la última vez”, piensa, “es la última”. Y lo será. No volverá a casa.