Yo denuncio. La corrupción política en España.

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YO DENUNCIO LA CORRUPCIÓN POLÍTICA EN ESPAÑA Manuel Ibarz

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SCARABAEUS LIBROS 2018

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Publicado por

SCARABAEUS - Libros © Manuel Ibarz

© de esta edición: SCARABAEUS - Libros Primera edición: julio de 2018 Depósito legal: (en trámite) ISBN: (en trámite)

Licencia Creative Commons

Reconocimiento-SinObraDerivada 4.0 Internacional

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Sobre el autor:

Abogado, jubilado Ex Magistrado-Juez Ex Secretario de Ayuntamiento Ex Delegado Territorial de la Generalitat de Cataluña Ex Diputado en el Parlamento de Cataluña Ex Senador, ponente, entre otras leyes, del vigente Código Penal Ex miembro de la Comisión de garantía del derecho de acceso a la información pública catalana

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Sobre la obra:

Este libro trata de la corrupción y de sus múltiples manifestaciones, procurando explicar de forma comprensible cómo se producen algunas cosas inexplicables, como que las obras públicas acaben costando el doble, o más, de lo previsto. Pone al alcance del gran público el mundo secreto en el que se mueven algunos políticos y funcionarios públicos para aprovecharse del poder, en beneficio propio, de sus amigos o de sus partidos. Es escandaloso en la medida que destapa los medios de que se valen los corruptos, pero no busque en sus páginas los nombres de las personas ni de los organismos o entidades que han protagonizado los casos más sonados de los últimos años. Si quiere conocer a sus protagonistas, lea la prensa amarilla. El libro que tiene en sus manos, a diferencia de otros, no es un ajuste de cuentas

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Contenido de esta muestra 1 Introducción 2 Las cosas por su nombre 3 La picaresca es corrupción 4 ¿Luchamos o nos cruzamos de brazos? 5 El principio de realidad formal frente al principio de realidad material 6 Solo la corrupción es corrupción 7 Peculado 8 Cohecho o soborno 9 Concusión Nota: La obra completa consta de 42 capítulos

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INTRODUCCIÓN Escribo al observar lo paradójico que resulta luchar

contra la corrupción a riesgo de destruir el sistema institucional o el conjunto de valores democráticos de nuestra sociedad o, en palabras de Jorge E. Castañeda en un artículo publicado el 13 de abril de 2018 en el periódico New York Times, a propósito de la cruzada anti corrupción desatada en América Latina, con la duda sobre si “el surgimiento de demagogos anti corrupción o el descrédito de los regímenes democráticos que traen consigo (…) no son más perjudiciales que el pecado original” que se quiere combatir. Lo cierto es que, tras ver, escuchar y leer todo lo que se dice sobre esta cuestión, he llegado a la conclusión de que la ignorancia general, tanto sobre el fenómeno en sí mismo como respecto de las múltiples formas en que se manifiesta, constituye una grave dificultad para el correcto diagnóstico del problema, al tiempo que imposibilita la adopción de medidas adecuadas para erradicarlo o, por lo menos, reducirlo hasta niveles soportables para una sociedad que se considera a si misma avanzada (aunque,

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en realidad, quizá no lo sea tanto). Que duda cabe que la denuncia de casos escandalosos contribuye a conformar la opinión pública sobre la corrupción, pero no es menos cierto que el relato periodístico a menudo constituye el instrumento para la transmisión de prejuicios sobre las personas señaladas como corruptas en base a simples apariencias o por hechos que nada tienen que ver con la corrupción. Por otra parte, tanto la naturaleza de la información como la dificultad de su contraste (cuestión ésta sobre la que insistiré más adelante) son fácilmente transformables en instrumentos ajenos al derecho a la información o a la lucha contra el fenómeno, convirtiéndose con demasiada frecuencia en medios para otros fines. Por ello considero importante definir correctamente lo que puede considerarse corrupción con objeto de que los ciudadanos puedan distinguirla de lo que no lo es, y me propongo hacerlo llanamente, sin tecnicismos, porqué la misma paradoja que supone enfrentarse al problema está llena de otras paradojas que hacen su análisis especialmente atractivo.

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Una de ellas radica, precisamente, en el hecho de que, tras siglos de total ausencia de control de los poderes

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públicos, la corrupción haya irrumpido en el debate ciudadano de la mano de algunos medios de comunicación y, sobre todo, de algunos partidos políticos que, a base de desacreditar a sus adversarios, buscan un hueco en un escenario poco receptivo a su mensaje. Y de lo que no cabe duda es de que, si no han avanzado un ápice en la erradicación del problema, por lo menos han conseguido poner patas arriba al país entero y transmitir la idea de que, mientras ellos no alcancen el poder, estamos (o estaremos) gobernados por una horda de sinvergüenzas que se aprovechan de su posición de privilegio para robar a espuertas las arcas del Estado en beneficio propio, de su partido o de su camarilla de amigos. Ignoro si los medios de comunicación que participan en el aquelarre han aumentado sus tiradas o su audiencia, si sus editores se han hecho ricos, o si los partidos que se han especializado en la caza del corrupto han conseguido quitarse de en medio a sus oponentes, aparte de sembrar la especie de que todos los políticos que

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no sean ellos son unos chorizos. Supongo que los resultados son desiguales, pero no tengo la sensación de

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que los medios que más se han significado en la propagación

del

mensaje

hayan

mejorado

substancialmente su prestigio, ni que los partidos que han asumido la denuncia de los corruptos como programa político hayan mejorado sus expectativas electorales. Pero la corrupción, entendida como el uso del poder y de los medios que proporciona para el provecho económico o de otra índole de sus gestores (según el Diccionario de la R.A.E.), es un problema que existe, que ha existido en el pasado y que, con toda probabilidad, existirá en el futuro pues no en vano siempre se ha dicho que el poder corrompe. Pero, aun existiendo, ni todas las prácticas que se denuncian como corruptas pueden ser consideradas corrupción, ni todos los políticos que pasan por ser corruptos lo son, porque sólo la corrupción es corrupción. Y lo digo así, adrede, aunque parezca una perogrullada, porqué creo que conviene aclarar un poco los conceptos antes de que, al paso que vamos, convirtamos en corrupto a todo político molesto y ello, no

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sólo porqué sería injusto, sino porqué resultaría altamente peligroso para el propio sistema democrático.

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Veamos. Para que un acto pueda ser considerado corrupción política se necesita la concurrencia, por lo menos, de cuatro elementos: 1) que haya sido llevado a cabo o haya intervenido en su comisión un político o un funcionario público; 2) que constituya un abuso de la posición de privilegio que otorga el cargo que ostenta su autor, cómplice o colaborador necesario; 3) que consista en la comisión de un delito tipificado en el Código Penal o constituya una práctica o actividad prohibida por la ley a los cargos y funcionarios públicos, y; 4) que reporte un beneficio económico o una ventaja de otra índole a su autor o a cualquier persona, empresa u organización que, sin la intervención activa o pasiva de éste, no obtendría. Y, preste atención, en este tema no cuentan para nada la ética ni la estética. Hay actos inmorales,

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repugnantes o incluso delictivos llevados a cabo por políticos que no son corrupción. Un político que maltrate a

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su pareja, por ejemplo, no es un corrupto, es otra cosa. Incluso hay actividades criminales, que pueden verse facilitados por la intervención de algún político o funcionario público pero que, en sí mismos, no son constitutivos de corrupción, como el narcotráfico. Y, por supuesto, hay multitud de actos ilegales, como el fraude fiscal o el blanqueo de capitales, que en no pocas ocasiones pueden tener conexiones con la corrupción, pero que, considerados en sí mismos, no lo son, aunque sean cometidos por un político. En la mente de todo lector están casos concretos que han llenado páginas de periódico, horas de radio, espacios de televisión y discursos que han dejado a sus autores como canallas (seguramente con toda la razón del mundo), pero que no tienen nada que ver con la corrupción, mientras que supuestos flagrantes de alguna de sus múltiples modalidades han pasado totalmente desapercibidos, sea por ignorancia o mala fe de los voceros que se sirven de ella para presentarse ante la

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opinión pública limpios de toda sospecha, no porque lo estén, sino porque tienen bajo control la información relativa a sus fechorías y los medios para acallar a quien se atreva a señalarles con el dedo. Hay que luchar contra la corrupción ¿quién lo duda?, pero hay que hacerlo con inteligencia y con justicia no perdiendo nunca de vista el antiguo aforismo jurídico según el cual es mejor que un culpable quede impune que condenar a un inocente.

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LAS COSAS POR SU NOMBRE AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

En el caso concreto de España y antes de entrar en

materia, creo que conviene poner sobre la mesa un par de consideraciones que pueden ilustrar (y mucho) el fenómeno autóctono de la corrupción. La primera: lo que en todos los países del planeta tierra se denomina corrupción (o su equivalente) en España recibe el nombre de picaresca. La segunda: la picaresca, como actitud ante la vida y como método de supervivencia, especialmente frente a los poderosos, goza de una gran condescendencia, cuando no de una manifiesta complacencia, entre la ciudadanía. El pícaro es la imagen viva de la corrupción de baja intensidad que impregna la vida social de este país desde la publicación en 1599 de la “Vida y hechos del pícaro Guzmán de Alfarache” , de Mateo Alemán, la novela en la que el protagonista, en forma autobiográfica, hace un retrato de la sociedad española, de la corrupción reinante en su época y de cómo el imperio del engaño estaba instalado como una fatalidad de la que había que

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salir a base de sortear las dificultades, aprovechándose de la credulidad, la estupidez, la avaricia o la buena fe

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ajenas. Un modelo de supervivencia y una filosofía vital que constituye uno de los pilares en los que se asienta la convivencia nacional desde hace más de cuatro siglos y que no muestra signo alguno de remitir, sino todo lo contrario, tal como ha evidenciado la reciente crisis económica, que ha demostrado, una vez más, la capacidad de los españoles para superar las dificultades aparentemente insalvables con ingenio y mala leche a partes iguales, pero en dosis inagotables. ¿Cómo se explica, si no, que con un paro superior al 20% de la población activa (aproximadamente 4 millones de personas) no se haya producido una catástrofe humanitaria, una revolución o una nueva guerra civil? Pues por muchas razones entre las cuales tiene un papel sumamente relevante la picaresca en sus múltiples formas, que van desde la economía informal o de trueque a la pequeña delincuencia, pasando por todas las modalidades del engaño, del fraude y de la pequeña estafa, practicadas en pequeñas proporciones, pero a gran escala. Por eso ha

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dolido tanto en amplias capas de la población que, en momentos difíciles como los vividos en la reciente crisis,

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algunos privilegiados se hayan aprovechado de su posición para hacerlo con desmesura y a lo grande, no tanto porqué lo hayan hecho, sino porqué su voracidad ha resultado ofensiva. Por qué, de la corrupción de los políticos, lo que más irrita no es que exista, puesto que todo el mundo tiene asumido que está instalada con toda naturalidad entre nosotros desde hace siglos, sino que, en momentos de dificultad para una gran mayoría, se produzca con el descaro y el volumen que han ventilado los medios de comunicación. El saqueo en plan industrial es un escarnio para el que se ve obligado a practicar la picaresca a escala artesana Aunque no esté de más recordar que, en esta materia, puede resultar peligroso ir de inocente escandalizado puesto que conviene tener claro que la difusión machacona de los casos más sonados de corrupción nunca ha tenido (ni tendrá) la voluntad de acabar con la lacra, sino el propósito (demasiado evidente)

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de poner en la picota a los políticos involucrados en ella, sobre todo si pertenecen a algún partido del bando

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contrario al del medio que los publica y, de pasada, irritar a la población que más ha sufrido las secuelas de la crisis con el objetivo de cabrearla y, de su mosqueo, sacar alguna tajada. Y esta es otra de las cuestiones sobre las que, además de la corrupción, convendría abrir el debate. En una sociedad libre, los medios de comunicación tienen un papel importantísimo, en la medida que es a través de ellos que los ciudadanos pueden informarse y conocer lo que ocurre a su alrededor, incluyendo los casos de corrupción (por supuesto). Pero en una sociedad civilizada también los medios deberían estar libres de la dolencia que denuncian, pero resulta que, con harta frecuencia, sufren tanto o más de la lacra que la vida política de la que se nutren, visto que el cuarto poder está tan putrefacto como los restantes. Por consiguiente, si vamos a luchar contra la corrupción, deberíamos incluirlos, como a los demás, en la batalla. O más, si cabe, por aquello de que, con la capacidad que tienen de señalar la paja en el ojo ajeno,

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tienen demasiado fácil ocultar las dádivas, las subvenciones, la publicidad institucional o las ayudas encubiertas que se les han metido en el propio. Y esto es hacer trampa. Evidentemente, si algún día se abriera la controversia, será inevitable contemplar el papel de las redes sociales en la propagación de una cantidad ingente de comentarios fuera de tono, bulos, exageraciones y noticias falsas (fake news), que las han convertido en un auténtico vertedero de basura y en las que, al amparo del anonimato, cualquier indocumentado o interesado sin escrúpulos, que de todo hay, puede decir lo que le dé la gana sin temer a las consecuencias de sus mentiras.

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LA PICARESCA ES CORRUPCIÓN

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Lo que he denominado corrupción de baja

intensidad, o picaresca según la denominación tradicional, constituye la base ideológica y el substrato ético de una parte importante de la población española, por lo menos desde el siglo de oro. El pícaro, entre listo, desvergonzado, tramposo y rufián, es el ciudadano modelo, el que se espabila, el que no hace cola y se cuela cuando todo el mundo se espera; el que pinta el coche con cargo al seguro de su vecino cuando lo tiene demasiado deslucido; el que toma prestada la tarjeta de fidelización de un amigo para ir al cine gratis u obtener un descuento que no le corresponde, suplantando su identidad; el que compra medicamentos en la farmacia con la tarjeta sanitaria de la abuela porque se ahorra el copago; el que se introduce en una fiesta y se pone morado de comer canapés y croquetas sin haber sido invitado; el que pasa un tramo de la vía pública en dirección contraria porque no lo ve nadie, y un larguísimo etcétera de tropelías, pequeñas estafas, hurtos de poca monta y otras transgresiones del orden establecido

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que conforman la vida cotidiana de un gran número de ciudadanos que lo consideran de lo más normal. Nadie se

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escandaliza por ellas. Al contrario, en la mayoría de los casos constituyen objeto de la admiración y el respeto públicos como muestras de la pervivencia del noble arte del pícaro en la persona de su autor. Y el ciudadano medio, por tanto el pícaro medio, venido a político o a cargo público es, ante todo, el amigo perfecto. En España tener un amigo es mejor que tener un tesoro. Es el mejor de los tesoros. Y si el amigo, el pariente, el conocido, el compañero, el socio, o el simple saludado, ostenta un cargo con un poco de poder entonces es una auténtica mina de oro. Tan pronto como toma posesión se organiza una procesión de candidatos a sacar partido de su influencia. Un enchufe para el gañán de su hijo; un empujoncito para conseguir la licencia que lleva tiempo tramitando sin conseguir que se la den; una recomendación para desbloquear la subvención que no acaba de resolverse o, pura y simplemente, conseguir la venta de sus productos o la contratación de los servicios que constituyen su medio de

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vida. AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

Evidentemente, el interpelado, acostumbrado al

chalaneo desde su más tierna infancia, no le hace ascos a nada y si con una simple gestión personal, una llamada telefónica o un poco de compadreo con sus iguales o sus subordinados puede conseguir lo que le han pedido ¡miel sobre hojuelas! porque su prestigio a buen seguro aumentará. En realidad, hacerlo no le va a costar ningún esfuerzo. Como mucho, unas gestiones personales o algún correo electrónico, pocos, para dejar el mínimo rastro posible, aunque sus destinatarios estén en el ajo como él mismo, y ¡listos!. En este negocio no se necesitan concursos, oposiciones, boletines oficiales, tribunales calificadores, subastas, ni nada. Basta con un amigo. Incluso para la Administración es un método rápido, barato y discreto de resolver asuntos. ¿Qué más se puede pedir? Además, si el benefactor sólo se contenta con satisfacer su vanidad personal (cosa frecuente en los recién llegados a la cosa pública), el amigo, o el amigo de su amigo, o el conocido del amigo de su amigo, recibirá la

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ayudita solicitada sin ninguna contrapartida. Como muestra de gratitud, por Navidad, será suficiente que el favorecido

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haga llegar a su domicilio un magnífico lote de cuantía proporcional al favor recibido, en el que no debería faltar nunca un jamón como Dios manda y una botella de whisky de una marca de renombre. Lo que no sabe mucha gente es que este tipo de favores tarde o temprano se acaban pagando. Los políticos que practican el amiguismo puro es frecuente que lleven un libro de cuentas a doble columna, una de “debe" i otra de "haber". En la primera anotan el favor hecho y se lo guardan hasta que llega el momento de pedir la contrapartida: - En tal ocasión te hice un favor, ahora te pido que tú, tu familia y tus amigos me votéis el próximo domingo. ¡No me falles! O bien: - Se acerca la campaña electoral y espero que me ayudes a sufragarla. Ya sabes que eso de la política es muy complicado y, sobre todo, muy caro. Gracias. Sabía que podía contar contigo. Ya sabes que cuando necesites

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algún favor puedes contar conmigo. AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

Y así, hasta el infinito. En el siglo XIX eran los caciques los que

controlaban el cotarro. En el siglo XXI son los amigos. Y, con toda seguridad, los amigos son la modalidad

más

"light"

de

la

corrupción,

pero

probablemente por ello también es la más arraigada i la más difícil de combatir. ¿Cómo se puede impedir que un amigo se comporte como tal con sus amigos? Lo cierto es que los amigos, a pesar de actuar a través de operaciones de poca monta, considerados en su conjunto, constituyen una auténtica plaga de consecuencias insoportables para el país. Un enchufado no es consciente de ser un corrupto, y lo curioso del caso es que el que le ha proporcionado el chanchullo normalmente tampoco cree que lo es. Total sólo ha hecho una "trampita". La Administración igualmente debía contratar a una persona y, de hacerlo por el procedimiento normal, el nombramiento hubiera requerido aprobar unas bases, convocar un concurso, evaluar a los candidatos, hacer las publicaciones que correspondiera para, al cabo de un

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tiempo prolongado, contratar al elegido, todo ello con unos costes que, con la contratación del primo del conocido del amigo, se han podido evitar, lo que ha permitido ahorrar un pastón. ¿No se queja todo el mundo de las cantidades que dilapida la Administración? Pues vean lo fácil que resulta reducirlas. Y, encima, se ha podido quedar bien con los votantes que piden a gritos una Administración más barata.

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¿LUCHAMOS O NOS CRUZAMOS DE BRAZOS?

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Cuando la corrupción no consiste en hacer favores

si no en conseguir que el dinero público cambie de mano o de bolsillo, la cosa se complica un poco más. Si se trata de dinero de origen privado que va a parar al bolsillo de un político o de un funcionario público con ocasión de algún hecho o circunstancia en la que ha participado éste en beneficio del que se lo entrega, intervienen por lo menos dos personas: la que paga y la que cobra, por lo que resulta por lo menos injusto cargarle todo el mochuelo a uno e ignorar la existencia y participación del otro. Si se trata del dinero que coloquialmente podemos denominar "de la caja" de alguna administración o ente público, la cosa aún se presenta peor puesto que, para que se pueda realizar un pago no basta que el político o funcionario público meta la mano en la bolsa del tesoro (es un decir), si no que se requiere superar algunos obstáculos (controles). Para ello es preciso que el candidato a

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corrupto, o la persona interpuesta de que se valga para guardar las apariencias, se provea de algún documento

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con el que pueda acreditar el supuesto gasto que haya de justificar el pago. Después, deberá pasar el doble filtro de la Intervención, en primer lugar para que el encargado de fiscalizar las cuentas verifique que está previsto en el presupuesto para hacerle frente (lo que técnicamente se denomina consignación presupuestaria) y, en segundo lugar, que el Interventor (o Contralor en Latinoamérica) verifique, mediante la factura o justificante correspondiente, que el gasto se ha realizado según lo previsto, y autorice el pago. A simple vista parece muy complicado, pero en la realidad no lo es tanto. En primer lugar, porqué el presupuesto no llega al detalle de los gastos concretos, si no sólo de los conceptos de gasto, de forma amplia. En segundo lugar, porqué, como se verá, la vigilancia de la intervención es puramente formal. Todo ello sin olvidar que, cuando hablamos de corruptos, normalmente nos olvidamos de que algunos partícipes en el negocio, en sus diferentes modalidades,

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tienen el mismo derecho al tratamiento de chorizos puesto que el Código Penal español , aunque no con el mismo

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rigor, considera que tan corrupto es el que da como el que toma, es decir, que lo es tanto el que paga como el que cobra. Por tanto, bien está que se denomine corrupto al político o funcionario público que comete actos de corrupción, pero sin olvidar nunca que también lo es el que le ha corrompido, por lo que, para ser justos, la lucha contra la corrupción debiera ir dirigida contra ambos por igual porqué, si no lo hacemos así, dejamos que la mitad de los corruptos, es decir, de los que corrompen, se vayan de rositas. Por decirlo de otra manera más grosera: ¿a usted le parecería correcto que, en un caso de corrupción de menores, se castigara al menor en lugar de a quien ha abusado de él? Pues en los casos de corrupción política pasa algo parecido. El corrompido nunca es un menor, de acuerdo, pero en no pocas ocasiones no pasa de ser un tonto útil en manos de sinvergüenzas desaprensivos que, con su mediación, obtienen pingües beneficios con cargo al erario

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público. Por tanto, seamos serios. O luchamos contra la lacra en todos sus frentes o dejamos las cosas como están mientras esperamos ser los afortunados escogidos por los que se saltan la ley a golpe de talonario. Y eso sólo depende de estar en el lugar preciso en el momento adecuado. Tenga claro, no obstante, que mientras usted no se meta en política o no ocupe un cargo público sólo podrá estar en uno de los bandos, es decir, el de los paganos. Pero si decide dar el salto i consigue meterse en la “cosa pública”, la posibilidad de pasar a engrosar la lista de la “cosa nostra” sólo dependerá de sus escrúpulos, de su habilidad para ponerse a tiro y de que tenga la suerte de que no lo pillen. Porqué, al final, la cuestión es no haber de sufrir el escarnio de salir en los periódicos. Lo demás son cuentos chinos.

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EL PRINCIPIIO DE REALIDAD FORMAL AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

FRENTE AL PRINCIPIO DE REALIDAD MATERIAL

una

Aunque parezca imposible, hay una medida de simplicidad

pasmosa

que

permitiría

reducir

drásticamente los casos en los que las administraciones públicas pagan cosas o servicios que no han existido jamás, o que nunca se han prestado, ni se prestarán. Ignoro en qué número y cuantía sucede, pero tengo la convicción absoluta de que hay multitud de cosas que sólo existen sobre el papel y, no obstante, se han pagado con dinero público como si en algún momento hubieran existido en la realidad. No sé si se trata de bolígrafos, fotocopias, edificios, muebles, carreteras, calles, jardines, puertos, aeropuertos, aviones, ferrocarriles, locomotoras, o partes, secciones, o fases de los mismos, o de estudios, asesorías, servicios o proyectos imaginarios, pero seguro que debe haber de todo. Y usted se preguntará ¿cómo es posible que pueda ocurrir una barbaridad semejante? Pues es muy sencillo.

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Bueno, digamos que no es tan sencillo y dejémoslo en que es bastante sencillo.

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En nuestro sistema, para que un gasto, o su apariencia, deba ser pagado sólo se requiere que lo acredite una factura, o un documento equivalente. En condiciones normales no se necesita nada más. Nadie comprobará que se haya construido, ejecutado, prestado o servido realmente lo que figura en el papel. Es lo que se denomina el “principio de realidad formal” que rige en las cuentas públicas. Si hay un papel que lo dice, es señal de que el gasto se ha hecho y hay que pagarlo, y si no hay papel, no hay ni gasto ni pago. A veces es una factura, otras una certificación de obra u otro documento semejante. Pero la forma (el papel) constituye el requisito básico para la salida del dinero público del erario. ¿Que no se lo cree? Veamos, ¿usted ha oído hablar alguna vez de que en las obras de construcción de una estación del ferrocarril de alta velocidad en Barcelona, en junio de 2016, la empresa promotora descubrió un desfalco de 82 millones de euros? Pues bien, se trata de un caso típico. Algunos altos cargos de la compañía en

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combinación con los técnicos y responsables de las empresas a las que se adjudicaron las obras de

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construcción de la estación se pusieron de acuerdo para incrementar (hinchar, en el argot al uso) las facturas de las obras realizadas y repartirse el sobreprecio así obtenido. Lo cierto es que se trata de una obra de dimensiones mastodónticas con un coste previsto de aproximadamente mil millones de euros, pero no lo es menos que un mordisco cercano al 10% del presupuesto más que mordisco es un festín y, según parece, se les indigestó, es decir, les descubrieron. El del ejemplo no es, ni mucho menos, un caso aislado. En ocasiones la administración, empresa o entidad que debe pagar no es tan meticulosa y por sus cuentas se cuelan cantidades que dan escalofríos o, simplemente, los responsables de la intervención no se complican la vida y se limitan a seguir el protocolo establecido para los pagos, según la secuencia reglamentaria siguiente: ¿Hay presupuesto para soportarlo? Pues que se haga, se compre o se contrate. ¿Hay factura o documento análogo que acredite la ejecución de la obra, la

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adquisición de las mercancías o la prestación del servicio? Pues que se pague. Y Punto pelota.

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Alguien se preguntará ¿y no hay nadie que compruebe si se ha realizado, adquirido o servido en realidad lo que se pagó? Pues, normalmente, no, salvo que haya sospechas de que algo no funciona tal como estaba previsto, lo que, sea dicho en honor a la verdad, casi nunca ocurre. La sospecha es para otras cosas, como para comprobar que a uno no le ponga cuernos la parienta, pero en las cosas del pagar y del cobrar las sospechas carecen de sentido porqué lo único que cuenta es la pasta. Y esto ¿cómo se soluciona? Pues de la forma más sencilla y a la vez más difícil de lo que se pueda imaginar, es decir, mediante un imposible. Estableciendo, a través de una pequeña reforma legislativa, que la persona que debe autorizar el pago verifique bajo su responsabilidad la certeza de que lo que se va a pagar existe realmente. Si se trata de una obra, que el hormigón esté puesto en el sitio que le corresponde; si se trata de la compra de productos, que han entrado en el almacén u oficina; si se trata de un servicio, que se ha prestado en la forma pactada y ha

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producido el resultado convenido, etcétera. Todo consiste en substituir el “principio de realidad formal” (el de los papeles) por el “principio de realidad material” (el de las cosas tangibles) y hacer responsable de la verificación de todo lo que se debe pagar al que tiene la potestad de autoriza el pago. Nada más. Y nada menos. Para hacerse una idea del cambio hagan un esfuerzo e imaginen, con una medida aparentemente tan simple, la marimorena que se podría organizar y el ahorro de dinero público que se podría obtener. Pero no se hagan ilusiones, cosas así no suelen ocurrir en la vida real. De hecho, en el sector privado las cosas funcionan de esta manera y nadie, salvo por error, paga lo que no debe. ¿Porqué, pues, en las administraciones públicas ha de ser diferente? Aunque retórica, se trata de una pregunta muy razonable, pero para ella (y para otras muchas) hace tiempo que he renunciado a tener respuesta.

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SOLO LA CORRUPCIÓN ES CORRUPCIÓN

De lo dicho hasta aquí, deseo remarcar dos

cosas: una, que la corrupción es algo mucho más complejo de lo que parece, y otra, que solo la corrupción es corrupción. Con la primera afirmación dejo constancia de que, para erradicarla, no basta con hacer aspavientos,

ni llamadas a la regeneración, ni campañas clamando por encerrar a todos los corruptos en la cárcel, entre otras

razones porque jamás habrá prisiones suficientes para

darles cobijo. Con la segunda no pretendo otra cosa que

invitar a hablar con propiedad, de manera que quede suficientemente claro que sólo debe ser tildado de corrupto aquel que cometa actos de corrupción, lo que nos lleva necesariamente a clarificar cuáles son y cuáles

no, sin ambages ni eufemismos, para no caer en la trampa

habitual

de

camuflar

lo

obvio

con

denominaciones esotéricas como "prácticas desviadas

del interés general" o "disfunciones del sistema". La

corrupción es corrupción y punto. Y lo que no lo es no lo será por mucho que nos empeñemos en que lo sea y

aunque el personaje público concernido no nos caiga bien, nos parezca un gilipolla o nos dé cien patadas que esté gobernando.

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E intentaré hacerlo teniendo claro que existen

órganos, tanto estatales como autonómicos, que tienen encomendada la misión de luchar contra esta lacra, como

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la fiscalía anticorrupción dependiente de la Fiscalía General del Estado o la Oficina Antifraude de Cataluña que hacen lo que pueden, que no es poco, aunque sus

resultados no luzcan mucho. Pero no voy a criticarlas. Cada una de dichas instancias tiene sus propios criterios

para llevar a buen puerto el trabajo que les ha sido

encomendado y no seré yo quien les enmiende la plana. Menos es nada.

Pero antes de entrar de lleno en la materia de

describir las distintas modalidades de la corrupción quiero hacer otra afirmación de Perogrullo, pero que me parece necesaria: no ha existido jamás, ni existe ni

existirá nadie, por muy imbécil que sea, que firme un

documento que diga, más o menos, algo como: "recibo de Fulano de Tal la cantidad de tantos euros en concepto

de corrupción. Firmado Zutano de Cual". Y no lo digo por cachondeo si no para poner de relieve que, salvo

algún caso de corrupto idiota (que debe haber alguno,

aunque yo no lo conozca), la corrupción, en cualquiera de sus formas, es sumamente opaca y se desarrolla de forma

subrepticia a través de vericuetos que tienen por objeto

enmascararla y hacerla invisible. Quiero dejarlo claro

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también para defender la función de los órganos a los

que he hecho referencia anteriormente y cuya lucha a veces parece poco productiva a la vista de los escasos

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resultados que presentan no obstante los medios de los

que aparentemente disponen, pero no debemos olvidar que su trabajo se desenvuelve en un lodazal y a oscuras.

La segunda preocupación del corrupto es no

dejar rastro o, si ha de dejar alguno, que tenga toda la apariencia de legalidad que sea posible. La primera ya damos por supuesto que consiste en sacar tajada de su posición. Por ello, las operaciones corruptas son muy

difíciles de descubrir y aún lo son más de demostrar. Las simples sospechas no valen para nada si no se pueden

probar ante un tribunal de justicia. Y ya me gustaría ver a la legión de listos que señalan como corrupto al primero

que se les pone por delante si se vieran en el caso de perseguir al objeto de sus iras en las condiciones en las que los profesionales de hacerlo llevan a cabo su trabajo.

Y aprovecho la ocasión para mencionar, ni que

sea de pasada, la abyecta costumbre de lanzar rumores y

bulos contra personas que, después de sufrir un calvario de noticias escandalosas que hacen añicos su

honorabilidad, resultan absueltas de todo cargo por la

Justicia, sea por qué no se ha podido probar ninguno de los infundios que se lanzó contra ellos o, simplemente,

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porque no habían cometido ninguna de las tropelías de las que se les acusaba que, para el caso, es lo mismo.

En puridad, sólo tendría que ser tildado de

corrupto aquel que ha sido condenado por alguno de los

delitos que se asocia a la corrupción y no es de recibo

que algún desaprensivo, tras la absolución, se permita

afirmar desde su púlpito particular que, aunque los tribunales hayan declarado inocente a su víctima, diga

que no le importa porque ya ha sufrido "la pena del telediario" que, para algunos, es de lo que se trata.

Esto nos llevaría, una vez más, a reflexionar sobre

la función de los medios de comunicación y sobre la necesidad de ponderar el derecho a la información en

relación con el derecho a la presunción de inocencia y, para algunos, otras monsergas que podrían poner coto a sus excesos. Un tema arduo sobre el que se han vertido

litros de tinta y en el que parece imposible llegar a un punto de equilibrio. El cuarto poder tiende a atribuirse

una misión redentora de la sociedad a través de la información, pero resulta que en este afán mesiánico del

que, al parecer, depende la pureza de nuestra democracia, demasiadas veces olvida que en este mundo traidor nada es verdad ni es mentira si no que todo es

según el color del cristal con que se mira, como diría Campoamor .

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Contrastar las informaciones y ser veraces, que

no voraces, son deberes exigibles a cualquiera que se dedique al periodismo. Pero, lamentablemente, tras el

caso Watergate , el autodenominado periodismo de investigación cree que, con la suficiente mala leche, cualquier mindundi es capaz de derribar a un presidente

si encuentra un filón del que tirar, y ello ha convertido a demasiados medios de comunicación en agencias

organizadoras de safaris con una horda de freelance a la caza de escándalos con los que abrir ediciones o llenar

portadas. Un hecho lamentable que, junto con la profusión de tertulianos capaces de sentenciar sobre todo lo que ignoran, hace que muchos parezcan puros panfletos y, no pocos de ellos, libelos infumables.

A mi modo de ver, un auténtico desastre que

socava la credibilidad del sistema y la verosimilitud de los

contrapoderes que, en la teoría (y sólo en la teoría), deberían contribuir a la limpieza de la democracia.

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PECULADO AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

Empecé esta serie de notas que se han

convertido en libro para describir y sistematizar, de forma comprensible y con el mínimo de tecnicismos

posibles, las prácticas consistentes en la utilización de las

funciones y medios del poder o de la administración pública en provecho de sus gestores, y divulgar (que no es otra cosa la que me propongo) que no todo lo que se

denomina corrupción lo es. Lo he dicho anteriormente,

algunos actos o actividades realizadas por cargos públicos

pueden

ser

burdos,

poco

elegantes,

desconsiderados, antiestéticos o incluso repugnantes, sin que sean constitutivos de corrupción.

Para la descripción de las distintas modalidades

de corrupción podría caer en la tentación de relacionar los delitos tal cual están descritos en la ley, pero creo

que traicionaría la intención que me animó a escribir

sobre el tema, por lo que, con permiso del lector, procuraré hacerlo en el orden que según mi personal

punto de vista ayuda a penetrar en este laberinto, y en la forma y con el lenguaje con que sus diversas

modalidades son conocidas popularmente, aunque no renunciaré al uso del lenguaje jurídico cuando convenga.

En el fondo, lo que pretendo y no lo voy a

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ocultar, es recuperar la denominación tradicional de

algunos delitos porqué entiendo que la denominación técnico-jurídico actual queda muy snob, pero la sustrae

AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

del conocimiento del común de los ciudadanos que los

llama de otra manera. Se trata de no privarles de las

connotaciones populares que tuvieron en otro tiempo del

que seguramente se ha perdido la memoria, y recordar que, mal que nos pese, somos herederos tanto de nuestra historia como de nuestra leyenda que, nos guste

o no, incluye al Lazarillo de Tormes, al Buscón, a Justina,

al ya citado Guzmán de Alfarache, entre otros muchos sinvergüenzas que, por un extraño pudor colectivo que algo tendrá que ver con la corrección política, nos cuesta aceptar.

Por ello en las páginas que siguen hablaré de

peculado en lugar de malversación, o de concusión en

lugar de cobro abusivo o de ganancia ilícita e igual haré, cuando trate de las posibles soluciones al problema, sobre la necesaria puesta en valor de la probidad, una

palabra totalmente en desuso, que sería bueno recuperar

para reconocer a la gran cantidad de políticos y funcionarios públicos que ejercen sus responsabilidades

de forma honrada, que los hay y que, afortunadamente, son la inmensa mayoría.

Y, aunque el nombre no haga la cosa, resulta que

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cada cosa tiene su nombre por lo que podríamos

empezar por hablar de la forma aparentemente más simple de corrupción, el PECULADO que tanto sirve para

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designar la apropiación indebida del dinero público como

su malversación. Es decir, tanto es peculado poner la

mano en la caja para meterse el dinero en el bolsillo, como dedicar el dinero público a finalidades distintas de aquellas a las que está destinado.

Precisemos un poco. En general, cuando se trata

de afanarse el dinero de otro contra su voluntad, la ley

distingue entre hurto, robo, apropiación indebida y malversación, igual para el que se lo apropia para sí

como para el que lo hace por otro. Ya iremos afinando el

concepto. Para distinguir una forma de otra, el Código Penal parte de la forma más simple, el hurto, que supone apropiarse de lo ajeno sin usar violencia contra las personas, ni fuerza en las cosas.

El paradigma de la sustracción sin violencia es la

SISA, consistente en defraudar o hurtar en la compra, sea

simulando haber pagado un precio alto por poca mercancía o quedándose todo o parte del cambio

simulando haberlo pagado. Digamos que sisar, por lo menos en España, constituye el aprendizaje básico de los

futuros ciudadano de provecho cuando aún son niños. La

madre o el padre le da unas monedas al vástago para

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comprar el pan, o cualquier otro producto, y el niño o la niña se acerca a la tienda de la esquina a cumplir el encargo y se gasta el dinero sobrante en chuches,

AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

simulando que lo que ha adquirido ha costado la totalidad de la cantidad recibida para comprarlo. Otra

modalidad de la sisa consiste en hurgar en el bolso de la madre o en los bolsillos del padre para apropiarse de las

monedas que encuentre en ellos. Tanto una especialidad

como la otra son comúnmente aceptadas y, por lo general, no dan lugar a reprimenda alguna, por lo que en

la mayoría de los hogares se practican con toda normalidad para que los futuros ciudadanos tengan un

aprendizaje de lo más provechoso con el mínimo riesgo y desde su más tierna infancia.

Saliendo del ámbito doméstico, los casos típicos

de hurto son aquellos en los que la víctima está distraída

y el pícaro arrampla con su dinero, su cartera o cualquier

objeto de valor que lleve encima y al que no preste atención, sin que se dé cuenta. Se denomina hurto al

descuido y tiene un gran número de practicantes que, en

el argot hampón, son conocidos como "descuideros". También entran en esta categoría los carteristas, o

“pickpockets” en su denominación anglosajona, que suelen proliferar en lugares concurridos o en los que hay

grandes aglomeraciones. Los primeros suelen actuar sin

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organización, mientras que los segundos es frecuente que lo hagan en grupo, un miembro del cual actúa como “nodriza”, recogiendo lo que tenga un cierto valor y sea

AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

fácilmente transportable, mientras los pintas de sus

compañeros se deshacen de lo que han pillado y puede

comprometerles, como carteras o bolsos, tirándolos a la primera papelera que encuentren en su camino.

Hay, por supuesto, un gran número de

modalidades de hurto, como el de los que operan en centros comerciales y grandes almacenes probándose

prendas de ropa y llevándoselas puestas sin pasar por

caja, o “adquiriendo” todo tipo de productos que no pagan, en una variedad de formas, métodos y técnicas que constituyen auténticos prodigios del ingenio.

En cualquier caso, el comportamiento de este

tipo de delincuentes no suele ser propio de corruptos y,

en su caso, aunque un hurto fuera cometido por un cargo público no constituiría un supuesto de corrupción porque hurtar lo hace cualquiera sin que tenga nada que ver con la condición de político o funcionario de su autor.

Cosa parecida sucede con el robo, que es la

apropiación de dinero u otro objeto sin el consentimiento de su dueño, pero usando violencia o fuerza. Es el caso

del navajero que consigue cometer su fechoría

amenazando a su víctima con un arma, real o simulada, o

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del ladrón que rompe una ventana o descerraja un cajón o una caja para sacar lo que haya en su interior contra la voluntad de su presa. La condición de cargo público del

AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

autor tampoco tiene nada que ver con la intimidación del

ladrón ni con la fuerza que pueda ejercer contra lo que le separa de su botín, por lo que, si fuera cometido por un

político o un funcionario público, un robo no convertiría a su autor en un corrupto.

La apropiación indebida ya es otro cantar. Por

supuesto que, sin que el dinero o los bienes movidos de

sitio se hallaran bajo la custodia de un cargo público en

razón de su cargo, tampoco podríamos hablar de corrupción si éste se los apropiara. Estaríamos ante una

apropiación indebida igual que la que puede cometer

cualquier ciudadano amigo de lo ajeno. Para que la apropiación indebida constituya un caso de corrupción es

preciso que el dinero o los objetos de valor sean públicos

y que, en el momento del cambio de mano, se hallen bajo la custodia o el control del que se los apropia en su condición de funcionario o cargo público. El malhechor se aprovecha de tener a su alcance dinero u otros bienes

públicos para metérselos en el bolsillo o en el bolsillo de otro, valiéndose de la situación de privilegio que le otorga el hecho de ostentar el cargo. Y esto sí que es un

caso claro de corrupción, burdo si se quiere, pero

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relativamente común. En el caso más simple sucede, por ejemplo, cuando un político o un funcionario simula tener

unos gastos (dietas, por ejemplo) y reclama su reembolso

AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

al organismo al que está adscrito, a pesar de no tener derecho alguno a percibirlos.

Hay casos para todos los gustos, desde el listillo

que se lleva una obra de arte para decorar su casa durante su mandato y luego no la devuelve, o el que,

sabiendo que un bien valioso no tiene propietario conocido o que figura como extraviado, se lo apropia. Hay supuestos más graves, no sólo por la cuantía sino

también por la mala uva necesaria para perpetrarlos en los que, el canalla o el organismo en el que éste ejerce su

cargo, ha recibido un bien para su custodia con el deber de devolverlo y luego, con argucias, se lo queda como si se lo hubiesen regalado.

El caso típico de PECULADO es el de la

malversación de caudales o efectos públicos, consistente

en la sustracción, o la prestación del consentimiento o

autorización para que se sustraigan, al objeto de destinarlos a usos propios o ajenos, distintos a los de

satisfacer las necesidades o finalidades públicas a los que estaban destinados. Es el caso típico del alcalde que

encarga al arquitecto municipal el proyecto de remodelación de su casa particular, que ejecuta la

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brigada de obras del ayuntamiento con los materiales adquiridos para reparar el edificio del consistorio .

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AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

Popularmente a la malversación también se la

denomina DESFALCO cuando se refiere a la distracción de dinero del organismo o de la empresa por parte de un

empleado. Para que el autor de un desfalco pueda ser considerado corrupto es preciso, en todo caso, que los

caudales sustraídos estén a su cargo en su condición de

autoridad o funcionario público y que lo cometa en razón de sus funciones, puesto que, en otro caso, la sustracción

podría ser un robo, un hurto o una apropiación indebida, pero no una malversación de caudales públicos.

La casuística es absolutamente interminable,

desde la "distracción" de objetos de valor artístico o

histórico, al desvío de dinero destinado a paliar catástrofes o situaciones de emergencia colectiva, en un

largo etcétera que sería prolijo describir pero que, con un poco de imaginación, cualquier lector sagaz podrá identificar en multitud de situaciones cotidianas.

Es muy socorrido el tema de conceder ayudas

públicas o subvenciones para atender necesidades

extraordinarias derivadas de catástrofes u otro tipo de calamidades sin que el dinero llegue jamás a su destino, quedándose por el camino .

Y, echando mano de la historia, el caso de

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malversación que quizá es pura leyenda, pero por el que profeso una especial simpatía, es el de las "cuentas del

Gran Capitán" según el cual, Gonzalo Fernández de

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Córdoba fue requerido por el rey Fernando el Católico a pasar cuentas de la desorbitante cantidad de dinero que había empleado en la campaña de Nápoles a finales de

1506, y éste, no se sabe si pillado “in fraganti” o simplemente molesto por las exigencias del rey, optó por hacer un escrito de descargo que ha pasado a la leyenda

en un texto apócrifo (del cual probablemente fue autor

Lope de Vega un siglo más tarde) que ha hecho fortuna y en el que daba cuentas al Rey de los gastos habidos, en los siguientes términos:

"Cien millones de ducados en picos, palas y

azadones para enterrar a los muertos del enemigo. Ciento cincuenta mil ducados en frailes, monjas y pobres, para que rogasen a Dios por las almas de los soldados del rey caídos en combate. Cien mil ducados en guantes

perfumados, para preservar a las tropas del hedor de los

cadáveres del enemigo. Ciento sesenta mil ducados para

reponer y arreglar las campanas destruidas de tanto repicar a victoria. Finalmente, por la paciencia al haber escuchado estas pequeñeces del rey, que pide cuentas a quien le ha regalado un reino, cien millones de ducados."

La necesidad de continuar al mando de

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posteriores acciones militares libró al Gran Capitán de la ira de su Majestad, por lo que no se tiene noticia de que

el texto burlesco, caso de ser verídico y de haber llegado a manos de su destinatario, tuviera consecuencias

negativas para su autor, pero hay que constatar que a lo largo de la historia otros malversadores no han tenido tanta suerte.

Además de los casos típicos de peculado,

también

se

dan

casos

de

la

denominada

MALVERSACIÓN IMPROPIA cuando los que se apropian de los caudales o efectos públicos son particulares

legalmente habilitados para tenerlos bajo su custodia como depositarios de los mismos. El caso más conocido

es el del depositario de un vehículo embargado que lo vende y se queda con el precio que ha obtenido por la venta del mismo.

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SOBORNO o COHECHO

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En mi particular ordenación de los tipos más

frecuentes de falta de probidad ocupa un lugar destacado

el

COHECHO,

llamado

COIMA

en

Latinoamérica, o SOBORNO en todo el mundo, que es el

nombre más común para denominar a la fechoría que mejor se identifica con la idea de corrupción en el imaginario colectivo.

En la España actual, en la que impera una manía

obsesiva por denominar a las cosas mediante

eufemismos, ha adquirido carta de naturaleza la denominación sustitutiva de “comisión ilegal”. Otra impostura de las muchas que contaminan el debate público nacional, sin que se sepa muy bien por qué razón se empeñan todos, políticos y medios de comunicación,

en despistar al personal con este subterfugio, siendo la realidad tan tozuda.

Dicho lo anterior, cabe decir que en la mayoría

de las modalidades delictivas descritas en las páginas

anteriores se trataba de actos cometidos en solitario, puesto que la colaboración de otros resultaba innecesaria y en la mayoría de supuestos el corrupto se bastaba y se

sobraba para llevar a cabo su delito por sí solo. Pero en

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el caso del soborno nos enfrentamos con la primera

modalidad de corrupción en pareja o en grupo, seguramente tan antigua como el ser humano

AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

socialmente organizado, que consiste en que un

ciudadano, o varios, ofrecen (y dan) a un funcionario o a un cargo público una cantidad de dinero o alguna otra ventaja no dineraria, para que haga algo que tiene el

deber de hacer en razón del cargo que ocupa, no lo haga

teniendo la obligación de hacerlo u obstaculice indebidamente que se lleve a cabo o que lo haga otro.

De su sola formulación se entiende claramente

que el tema de poner la mano viene de antiguo. Cuando

uno tiene el poder de hacer algo, o de permitir o impedir que otro lo haga, aparece como por ensalmo la mano del

que tiene interés en que alguien lo haga o que no lo haga nadie, que de casos hay para todos los gustos. Debe ser

un rasgo típicamente humano porqué tanto da que haya

uno que mande como que otro quiera inclinar a su favor el poder del que manda, puesto que la primera condición necesaria para que se produzca un soborno es que haya

un mínimo nivel de organización en la comunidad en la

que vaya a tener lugar la compra de la voluntad del poderoso por parte de otro, que no tiene el poder, pero sí el dinero u otros bienes para doblegar su voluntad.

El origen exacto del fenómeno es de difícil

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precisión puesto que nadie tiene idea de quien fue el

primer sinvergüenza que se dejó sobornar o que exigió el

pago de una cantidad para hacer o no hacer algo que

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tenía la obligación de llevar a cabo. Todo apunta a que fue en los orígenes del tiempo. Sea como fuere, el caso es que la institución sigue perfectamente viva después

de haber gozado de una extraordinaria buena salud a lo largo de los siglos, en todas las culturas y en todos los continentes.

Para explicarla hay multitud de teorías, algunas

muy evidentes y otras que presentan rasgos claramente

paranoides. Yo, modestamente, soy de la opinión de que las interpretaciones más sencillas son las que se

aproximan mejor a la realidad puesto que, en caso de

duda, permiten ser verificadas con casos prácticos al

alcance de cualquiera. Por supuesto que la imaginación humana a lo largo de la historia ha urdido infinidad de situaciones y pretextos en los que el soborno ha tenido

un papel relevante. La literatura está repleta de casos, a cuál más ingenioso o ruin, según del lado que estén las

simpatías del observador, pero la vida real siempre ha sido mucho más creativa que la literaria.

Veamos. La corrupción va inextricablemente

ligada al nivel de eficacia de los poderosos a la hora de poner puertas al campo o de imponer su voluntad, bien

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sea de forma directa o a través de la interposición de diferentes niveles de burocracia como obstáculo a la voluntad del resto de los mortales empeñados en hacer

AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

cosas distintas de las que a ellos les interesan. De dicha

discrepancia, en el principio de los siglos, nació el “toma y daca” que aún perdura. En este sentido, la obligación

de hacer algo o la prohibición de hacerlo, constituyen a la vez el origen del juego y la coartada para jugarlo cuando,

el que quiere hacer algo y puede permitírselo, se

enfrenta al que pretende impedírselo y, en lugar de buscar la confrontación, tantea la manera de ganarse su

voluntad o, al revés, el que, sabiendo que el que pretende hacer algo puede pagarlo, busca la manera de

que lo consiga, explotando sus ganas o necesidad de hacerlo, cobrándoselo por facilitárselo.

La casuística entre el que pide y el que ofrece

puede ser inacabable y suele pasar por formulaciones

extremadamente complejas en las que, en la práctica,

pueden intervenir múltiples agentes, como en el caso de algunos miembros de un gobierno autonómico que, para que no se detectara que cobraban coimas (comisiones

ilegales en su particular modo de hablar), las percibían a través de donaciones que hacían los contratistas de obras públicas a entidades benéficas o culturales con cuyos directivos tenían acuerdos de reparto. De este

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modo, cuando se producía la licitación de un contrato, el

adjudicatario donaba a la entidad filantrópica designada la cantidad convenida para, posteriormente, proceder a

AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

su reparto entre la entidad y los políticos que habían propiciado la adjudicación. De esta manera se dificultaba el establecimiento de una relación entre la adjudicación y la comisión, hasta que diferentes indicios recogidos entre

los que habían intervenido en las operaciones permitieron relacionarlas hasta dar con los huesos de algunos de ellos (que no de todos) en la cárcel.

Y es que, en materia de sobornos, nadie se anda

con demasiados escrúpulos. Al fin y al cabo el cargo público no dura toda la vida por lo que, mientras dure, es

cuestión de no perder el tiempo, lo que ha supuesto un

gran acicate para que, lo que se ha dado en llamar "ingeniería financiera” , haya dado lugar a que una legión de corruptos (tanto de los que cobran como de los que

pagan) hayan desplegado un gran derroche de imaginación y creatividad aunque, en los tiempos modernos, resulte que todo arranca de una cosa tan simple como el escandallo. Y se preguntará el lector, y

con razón, ¿que tiene que ver el escandallo con la generalización de las coimas y el mantenimiento de la corrupción en niveles absolutamente desmedidos?

En mi modesta opinión, creo que las cosas

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funcionan más o menos así:

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Las empresas, tanto si son fabricantes de

productos, constructoras, prestadoras de servicios o,

AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

simplemente, se dediquen a comercializar productos que fabrican otros, tienen por fin de su actividad obtener una

ganancia. Por ello, uno de los temas más delicados de su

gestión consiste en calcular el precio de venta de lo que quieren poner en el mercado para que sus expectativas de beneficio no se frustren.

De acuerdo con este principio básico, el precio

de venta de un producto o de la prestación de un servicio se calcula mediante la confección de un escandallo que, según el diccionario de la RAE consiste

en la “determinación del precio de coste o de venta de

una mercancía con relación a los factores que lo integran”. Es decir que el escandallo es la lista de los

costes fijos y variables imputables a la fabricación o transformación de los productos, o a la prestación de los

servicios que ofrece una empresa, entre los cuales los de comercialización o intermediación necesarios para venderlos. Y esto vale para todo tipo de operaciones, sea

su destinatario una persona física, una empresa o una administración pública.

Este cálculo, incrementado con el porcentaje de

beneficio correspondiente, permite fijar el precio de

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venta de cada unidad de producto o servicio (precio

neto). Si a la cantidad así obtenida, se suman los impuestos que gravan las ventas, se obtiene el precio

AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

final por el que será ofrecido al público (precio bruto).

El escandallo, por tanto, si está hecho

correctamente, es la guía que permite calcular, si

procede, los descuentos, las ofertas o las promociones y,

eventualmente, las rebajas en los precios de venta que

haya que hacer para poder concurrir en el mercado y competir con el resto de empresas que ofrecen

productos o servicios similares, pero también sirve para determinar los márgenes en los que puede moverse el empresario sin arriesgar el buen fin de su negocio.

Por ello, cuando un empresario o una empresa

formula una oferta, y también cuando se trata de una

licitación convocada por una administración pública, presenta unos precios que incluyen todos los costes previsibles,

incluidos

los

de

comercialización

o

intermediación, aún a sabiendas de que, en caso de adjudicación de un contrato público, este gasto concreto

no se deberían producir puesto que, para conseguir la

operación, no habrá precisado de la intervención de ningún agente comercial ni intermediario al que deba retribuir. Ello, no obstante, en dicho tipo de operaciones

también se incluye dicho porcentaje, lo que lleva

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implícitas muchas consecuencias y ninguna de ellas buena.

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AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

En puridad, habida cuenta de que la concurrencia

en un proceso de adjudicación de un contrato público no supone propiamente un coste comercial, el porcentaje

correspondiente a este tipo de gasto debería ser restado

de la oferta, puesto que no tiene ningún sentido que la administración pública pague con cargo al erario por un servicio que no ha recibido ni recibirá, pero no consta

que se haga en ningún caso. Y, toda vez que queda incluido en la licitación, es decir, en el precio de

adjudicación, y que tarde o temprano la administración lo

pagará ¿hay cosa más lógica que el adjudicatario lo destine a mostrar su agradecimiento a la persona que toma la decisión de adjudicarle el contrato?

Podría optar por embolsárselo y así aumentar su

margen de beneficio, pero tal vez nunca más volvería a ser adjudicatario de nada.

Por otra parte, teniendo en cuenta que la

administración que lo adjudicó de todas formas lo pagará, tampoco se trata de que se pierda. Por lo tanto,

lo más fácil es entregarlo al que haya decidido la adjudicación como si se tratara de un intermediario, en cuyo caso sólo es preciso adoptar las medidas necesarias para no dejar rastro, ni del trato ni del pago, porque

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todos los intervinientes en la chapuza tienen claro que se

trata de un acto ilícito. Con todo, es tanta la práctica de todos los que intervienen en este tipo de procesos que la

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cosa reviste muy escasa complejidad y se desarrolla de forma casi automática, por lo que no es de extrañar que se haya generalizado hasta extremos nunca imaginados.

Pero eso no es todo, porque también hay una

forma “light” de soborno, conocida en el argot técnico

como “cohecho impropio”. ¿Recuerdan aquellos trajes del político autonómico que, al parecer, no los pagó, aunque después de mucho ruido resultó absuelto porqué en realidad sí los había pagado? Lo cito sólo porque seguramente es uno de los casos que más veces ha

aparecido en los medios de comunicación en la historia reciente de este país, y no porque tenga el menor interés, sino porqué refleja muy bien una de las figuras más conocidas de corrupción de baja intensidad.

Esta forma impropia de soborno tiene multitud

de variantes, tales como el jamón, la cesta de navidad, el "iPhone" del último modelo, el fin de semana en un hotel

de lujo, el viaje para conocer de primera mano las actividades del donante en el fin del mundo, y un sinfín de "regalitos" hechos en agradecimiento a los servicios prestados por el canalla de turno.

Otra de las especialidades de soborno, con gran

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arraigo en España, son las "astillas" o comisiones que

algunas empresas pagan a aquellos profesionales que prescriben el consumo de sus productos. El concepto se

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aplica en algunos ámbitos específicos en los que funcionarios, como algunos médicos adscritos a los servicios públicos de salud, prescriben medicamentos,

recibiendo a cambio sustanciosos “regalos” de las empresas farmacéuticas que los fabrican o distribuyen.

Pero el concepto no se agota en el ámbito de la

salud, ni mucho menos, puesto que no es raro que en algunos organismos públicos se respeten auténticos

monopolios a empresas especializadas en determinados

trabajos o suministros, como la señalización horizontal de calles y carreteras, el mantenimiento de determinadas instalaciones, y un etcétera absolutamente interminable.

En todo caso resulta preciso hacer notar, desde

ya mismo, que en las formas de corrupción clásicas no

cabe la comisión en solitario del delito de manera que, para que una de las partes de la relación reciba algo, es imprescindible que haya otra que se la dé. Por lo menos

yo no conozco ningún precedente de alguien, político o

funcionario, que se haya sobornado a sí mismo. Y considero importante señalarlo porqué, al tratar el tema de la corrupción, es habitual hacerlo desde la hipocresía

de considerar corrupto sólo al que cobra cuando, casi

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con absoluta seguridad, si ello ocurre es porqué alguien ha pagado.

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Y ¿quién paga? Pues no hay que ser muy

avispado para imaginarlo. Pagan los que quieren seguir el

camino de en medio y no quieren hacerlo por dónde van

los demás. El que necesita una licencia para llevar a cabo una actividad con urgencia, el que quiere conseguir un

contrato anticipándose a sus competidores o el que quiere que su hijo saque de una vez las oposiciones después de varios intentos.

En un país en el que, para hacer las cosas más

insignificantes, hay que pedir permiso hasta al portero, superar una carrera de obstáculos burocráticos

aparentemente inalcanzables y someterse a peajes sin

fin, pequeña o grande, siempre hay una razón para buscar una solución que permita sortearlos. A veces la

ocasión surge en el primer escalón administrativo, simplemente para poner el expediente encima del

montón para ser el primero de los que esperan, y en otras es en el último eslabón de la cadena de mando, pero siempre teniendo presente que quien no corre

vuela y que, en cualquier recoveco del sinuoso camino

hasta el objetivo, siempre hay alguien dispuesto a ayudar, cobrando, por supuesto.

Quiero con ello enfatizar sobre el hecho de que

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la codicia no es patrimonio exclusivo de nadie de manera que, mientras haya personas dispuestas a conseguir sus

objetivos sin que les importen los medios para

AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

alcanzarlos, será muy difícil luchar eficazmente contra la corrupción.

Encima, formando parte de las tradiciones más

rancias y de los sobreentendidos que asientan sus raíces

en lo más profundo del poder, el soborno ha desarrollado técnicas y métodos para mantenerse en la

más impenetrable opacidad, lo que la convierte en prácticamente invisible, haciendo aún más difícil su detección y, casi imposible, su prueba.

Durante siglos, políticos y cargos públicos, con

ingresos conocidos y sueldos irrisorios, han amasado

fortunas inexplicables y lo han hecho a plena luz, por lo que resulta sorprendente que en muy pocas ocasiones

hayan sido cazados. Y ello no es achacable a la torpeza

de los que debían atraparles si no a la perfección que han alcanzado los medios para zafarse de los sistemas de control y vigilancia.

Personalmente, creo que debe ser muy frustrante

para policías, fiscales y jueces, ver que delante de sus

narices se les están subiendo a las barbas sin poder obtener ni siquiera una prueba para inculparles. Pero así

son las cosas: es más fácil denunciar la corrupción que

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demostrarla. AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

Basta ver las conclusiones de la memoria de la

Fiscalía Especial contra la Corrupción y la Delincuencia

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Organizada de 2017 para percatarse de los exiguos resultados de sus trabajos de aquel año que en el documento se expresan en los términos siguientes: “en

lo que concierne a la actividad desplegada durante el año 2016 por la Fiscalía, cabe poner de manifiesto, a modo

de síntesis, un aumento, en líneas generales, de la misma. En concreto, se aprecia un incremento del número de

procedimientos penales al haberse incoado 51 más que

en el año 2015. Asimismo, se ha producido un auge en la cifra de escritos de acusación que han pasado de los 47 del año anterior a los 59 de la presente anualidad”.

Y seguro que no fue por falta de voluntad o

ganas de las 142 personas de su plantilla, que tramitaron los 2.633 escritos y denuncias que tuvieron entrada en su

registro (18’54 por cabeza y año) y los 7.740 que salieron (54’5 per cápita anual).

Por otra parte, las cifras referidas a las diligencias

de investigación llevadas a cabo indican que durante el

año 2016 se tramitaron 76, de las cuales se finalizaron 34 (página 420), y se incoaron 51 procesos penales nuevos, y

se formularon 59 escritos de acusación (página 423),

cifras que sin ánimo peyorativo alguno deberíamos

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calificar de modestas.

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CONCUSIÓN

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En el panorama de las formas complejas de

corrupción merece un lugar destacado la CONCUSIÓN,

por cuanto su comisión suele ir revestida de la apariencia

de legalidad que otorga al corrupto el hecho de ostentar

un cargo público o un puesto de funcionario en la Administración. La forma más típica del delito consiste en

la exigencia de una cantidad o de una prestación de otra

naturaleza como si se tratara, falsamente, de un impuesto, una tasa u otro tipo de contraprestación a cuyo pago estuviera obligada la víctima del atropello.

El lector seguramente se preguntará como se

puede cometer un delito de esta naturaleza, pero, tal

como intentaré explicar, es mucho más frecuente de lo

que parece puesto que, en ocasiones, el que pide la cantidad o la prestación no tiene las agallas para decirle

abiertamente al que debe pagar que, en realidad, lo que le está pidiendo es un soborno o, aun no siéndolo en su

forma típica de pago por un favor, le está exigiendo un pago que no está contemplado en ninguna norma legal.

El delito tiene formas específicas de agravación,

como el aparentar estar actuando en cumplimiento de órdenes de un funcionario o un cargo de mayor rango, o

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de hacerlo intimidando de forma expresa o sutil a la víctima, induciéndole a creer que si no satisface la

cantidad o la prestación exigida no obtendrá aquello que

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solicita o que sufrirá algún otro perjuicio en sus intereses.

De hecho, la frontera entre la concusión y el

soborno a veces no resulta fácil de deslindar y se confunden ambas figuras como consecuencia de las

triquiñuelas empleadas para enmascararlas, aunque, en

realidad, se trata de dos supuestos de corrupción claramente diferenciados. En la concusión se exige el

pago de algo indebido como si fuera legal sin dar opción

a la víctima a aceptarlo o no, mientras que en el soborno

el pago de una cantidad suele ser acordada a cambio de algo, ya consista en hacer algo como en no hacerlo o

impedir que lo haga otro. Los elementos comunes son la intervención de un funcionario o un cargo público y el

abuso de su poder para obtener un pago ilegal para sí o para otro. En el caso de la concusión, como si estuviera establecido en una norma, y en el caso del soborno como

si se tratara de una compensación "voluntaria" a lo que

el que cobra va a hacer o a no hacer en beneficio del que paga.

En algunos casos, la concusión puede consistir en

pagar una cantidad indebida o un recargo ilegal que se

embolsa el corrupto o que éste destina a otros, como,

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por ejemplo, al partido. AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

Los casos "light" más populares y comunes de

concusión son las "mordidas" en las que el funcionario,

AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

normalmente un agente de la autoridad, acepta cobrar

una cantidad o exige su pago para no poner una denuncia (forma muy popular en algunos países de Iberoamérica). En los supuestos más abusivos los agentes

intimidan a sus víctimas, aunque no hayan cometido infracción alguna.

Pero además de estos casos, hay otros supuestos

que he debatido en multitud de ocasiones con colegas, funcionarios y políticos de todos los colores, y reconozco

que mi punto de vista no concita unanimidad, pero a mi

entender es absolutamente relevante. A riesgo, pues, de

cosechar las críticas más feroces de quienes discrepan de

mi manera de ver las cosas, no puedo por menos que señalarlo, porqué creo que en nuestro país hay una red de "corrupción institucional" que ha dado lugar a abusos

de proporciones gigantescas y, a pesar de que no siempre han merecido la repulsa pública, considero que

los numerosos casos que se han producido constituyen supuestos típicos del delito de concusión, o de

“exacciones ilegales” como las denomina nuestro Código Penal .

Veamos, en muchísimos casos ni siquiera el

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corrupto pide para sí o para su camarilla si no que, en

una interpretación absolutamente "sui generis" del

marco legal en el que se desarrolla la actividad de la

AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

víctima, se permite exigirle algo que ésta no tiene obligación alguna de hacer ni de pagar pero que, en la situación en la que se halla, no tiene otro remedio que rendirse a la presión del que se la exige, al punto que, si

no paga, sus derechos pueden verse limitados o

negados. En el fondo lo que se hace es partir de la idea de que, puesto que, con independencia de su derecho a obtener

la

autorización

que

solicita

y

que

razonablemente debería obtener, cuando la tenga podrá sacar un rendimiento privado de algo que hasta aquel

momento ha sido público, además de los impuestos, tasas y arbitrios que le corresponden, debe pagar un

extra, aunque no vaya directamente al bolsillo del corrupto.

Esta es una concepción de la actividad

económica muy propia de la izquierda de una determinada época aunque, visto el éxito alcanzado, al

final se ha generalizado en muchas partes del territorio y el criterio ha sido abrazado con entusiasmo por multitud de municipios que podrían considerarse de derechas

puesto que las contribuciones obtenidas por esta vía

acaban siendo logros que dan lustre a la gestión del que

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las ha obtenido para escarnio de sus oponentes. Si,

además,

la

actividad

proyectada

es

susceptible de provocar algún tipo de molestia en el

entorno, como un aumento de tráfico, humos, ruidos o

cualquiera otra, el corrupto, aunque no esté escrito en

ninguna parte, aprovecha la circunstancia para obligar al solicitante de autorización a compensar a la comunidad

con alguna "aportación voluntaria" adicional destinada a sufragar los gastos de organización de la fiesta mayor, pagar actividades lúdicas para los jóvenes, renovar el

equipamiento del dispensario municipal o adquirir muebles nuevos para la biblioteca del pueblo, como si el

peticionario de la licencia no pagara ya los tributos que la ley prevé para su actividad.

En el colmo de los supuestos "consentidos" por

todo el mundo es frecuente exigir al promotor de un centro comercial o de cualquier otra actuación de una

cierta entidad que haga una aportación extra, sea en

metálico o en especie, como que arregle una rotonda que está al otro extremo de la población y que no tiene relación alguna con la vialidad del entorno propio del

proyecto, que sufrague la construcción de una pista

polideportiva o que pague la reforma de la Casa Consistorial que, justamente en aquel momento, está a punto de caerse.

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Como se trata de contraprestaciones que, por lo

menos en teoría, benefician al conjunto de la sociedad nadie las denuncia como un abuso, entre otras razones

por las evidentes consecuencias que podría comportar

para los intereses del propio denunciante, por qué todo el mundo tiene claro que no debe enfrentarse con el que detenta el poder, aunque nadie se lo recuerde de una

forma explícita y así, como de pasada, nos hallamos ante uno de los supuestos de coacción difusa en el que la víctima se ve compelida a actuar en perjuicio propio

aunque ninguna norma le imponga la obligación de hacerlo.

Sin duda un logro de la democracia que,

analizado sin apriorismos, invita a hacer comparaciones

odiosas con repúblicas bananeras y otros modelos políticos propios de otros pagos más calurosos que el

nuestro. Pero en España se da la paradoja de que, en muchos supuestos de extorsión institucional , la

conciencia de los políticos y de los funcionarios involucrados en la ilegalidad no les permitiría pedir ni

recibir ni un céntimo para metérselo en el bolsillo, pero no dudan ni un instante en exigir el desembolso de miles

o incluso millones de euros para la comunidad, como si el

destino del dinero fuera suficiente pretexto para conjurar cualquier reproche.

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Tal vez un día un suicida financiero se atreva a

interponer una denuncia contra una pretensión

desmedida de cualquier municipio y será el momento de

contrastar si nos hallamos ante una figura delictiva o de

una obra piadosa orquestada desde la Administración pública, pero mientras ello no suceda habrá que

mantener viva la polémica para que no languidezca y acabe engrosando el infierno de las causas perdidas. Es

por

este

motivo

que

me

adhiero

incondicionalmente a la tesis de la existencia de una red

de extorsión institucional o institucionalizada, denunciada por el profesor Alejandro Nieto en el ya lejano año 1984.

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ÍNDICE (Capítulos de la muestra) Introducción Las cosas por su nombre La picaresca es corrupción ¿Luchamos o nos cruzamos de brazos? El principio de realidad formal frente al principio de realidad material Solo la corrupción es corrupción Peculado Cohecho o soborno Concusión

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ÍNDICE

(Resto de temas) La parábola de la multiplicación de los panes, actualizada La prescripción La contratación pública: un semillero La contratación de personal La burocracia (con una sola “r”) El nepotismo Una anomalía del sistema: la permeabilidad de los tres poderes Contratación de obras e infraestructuras Agradecimientos ¿Por qué nadie hace nada? Técnicas para modificar los precios de las adjudicaciones Compra de bienes, y contratación de servicios y suministros Fraccionamiento de los contratos Abuso de poder Incompatibilidad Conflicto de interés Tráfico de influencias

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Prevaricación Administraciones paralelas Información privilegiada y revelación de secretos Actividades prohibidas a los cargos públicos Alteración de precios en concursos y subastas Otras fechorías que pueden cometer los cargos públicos y los funcionarios que, no obstante, no son corrupción Blanqueo de capitales y fraude fiscal La filantropía política Subvenciones Tengo un “dossier” La delación como instrumento de lucha contra la corrupción La financiación de los partidos políticos Creación de un fondo La necesaria sistematización de los delitos de corrupción Otros cambios legislativos que se proponen Nada es ajeno al sistema: la Universidad

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SCARABAEUS LIBROS 2018 83




Este libro trata de la corrupción y de sus múltiples manifestaciones, procurando explicar de forma comprensible cómo se producen algunas cosas inexplicables, como que las obras públicas acaben costando el doble, o más, de lo previsto. Pone al alcance del gran público el mundo secreto en el que se mueven algunos políticos y funcionarios públicos para aprovecharse del poder, en beneficio propio, de sus amigos o de sus partidos. Es escandaloso en la medida que destapa los medios de que se valen los corruptos, pero no busque en sus páginas los nombres de las personas ni de los organismos o entidades que han protagonizado los casos más sonados de los últimos años. Si quiere conocer a sus protagonistas, lea la prensa amarilla. El libro que tiene en sus manos, a diferencia de otros, no es un ajuste de cuentas


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