El ojo fotográfico y el susurro del lenguaje Aleyda Quevedo Rojas
La fotografía bien podría ser el arte de tocar y oler luz y silencio con el corazón alerta, ojos afinados, espíritu abierto. La aventura cultural, memoriosa, estética y social que es el mestizaje, exige corazón en estado de alerta pura, una especie de amalgama que se nutre de flexibilidad y libertad de pensamiento y sentimientos. Esto se convierte en requisito para recorrer, con el mismo pero iluminado corazón, esta Galería Fotográfica Virtual de Fiestas Populares Ecuatorianas. Combinar, mezclar, contaminar, amalgamar, fundir, maridar, cruzar, siete verbos que podrían abrir el imago mundi del mestizaje; el gran atlas para ver a la naturaleza, al individuo y al mundo bordados por el hilo de la emancipación. Interacción e intercambio, apropiación y cruce donde se concilian diferentes expresiones culturales, el gran puente que media e incendia Ecuador, América Latina y el Caribe. Hibridar la fotografía con la literatura, el ojo con el pensamiento y el sentir, son maneras de mirar nuestra cultura enriquecida; hibridar con las identidades ecuatorianas es parte de lo que encontraremos en esta galería. En la combinación siempre hay un tercer orden, un algo que no está definido y que el espectador-lectorobservador tendrá que interpretar y absorber de los trípticos de fotografías y de las historias testimoniales o ficcionadas que bordan el discurso visual de La procesión de Jesús del Gran Poder (Quito, Pichincha); Día de Muertos, La Ciénaga, Guayas; Corpus Cristi, Cuenca, Azuay; Mama Negra, Latacunga, Cotopaxi; Inti Raymi, San Clemente, Imbabura; San Juanes, Cayambe, Pichincha. Esa riqueza siempre en exploración es la que permite tocar el arte de la fotografía y el arte de la literatura; con el poder emocionante de la imagen y la palabra, somos empujados a repensar el mestizaje, en este momento en que la humanidad se ve trastocada por una pandemia, y por el desgaste contumaz de un sistema depredador. Una vez más, es el arte el sol que calienta, pero que no se come, y, sin embargo, brilla y nos alimenta, con el que podremos continuar imaginando y luchando…
3K o el mestizaje triste
Procesión Jesús del Gran Poder (Quito, Pichincha)
3K o el mestizaje triste
Procesión Jesús del Gran Poder (Quito, Pichincha)
3K o el mestizaje triste
Procesión Jesús del Gran Poder (Quito, Pichincha)
3K o el mestizaje triste
Procesión Jesús del Gran Poder (Quito, Pichincha)
Conocí a Álvaro Ávila Simpson a finales de los noventa en la Univerciudad. Yo tenía veintipocos y era un joven estudiante de comunicación a tiempo completo, él tenía veintitantos y aparte de estudiar, trabajaba como fotoperiodista en el desaparecido Diario Hoy, donde había cubierto nada más y nada menos que la Guerra del 95 con el Perú. Además, hacía Teatro, sabía bailar salsa y entraba gratis al Seseribó, por entonces el mejor antro de la ciudad. No tardó mucho en convertirse, para alguien que no tenía hermanos o primos mayores, en una especie de referente personal, alguien a quien emular. Por esa época, Álvaro había ya realizado varias series fotográficas (como una magistral sobre un enano en Cuba, fruto de una beca de fotoperiodismo en la Isla) y producido “El cuarto de los pequeños”, que reunía la proyección de fotografías con una banda de rock en vivo, proto-formato de lo que dentro de unos años sería “Tamaño real”, especie de diaporama masivo que fue presentado en los cines de la ciudad y un formato, que Ávila todavía sueña con repetir. Pero me estoy adelantando demasiado. Digamos que cuando conocí a Álvaro yo no sabía mucho de la vida y peor, del arte, que era lo que más me interesaba. En Ávila encontré no solo un interlocutor sino una especie de mentor en ese campo. Recuerdo con emoción las reuniones interminables en su departamento del Batán donde, casi siempre con una copa en mano y música a todo volumen, Ávila desmenuzaba una por una sus fotografías -ampliadas en grandes formatos en el laboratorio de la casa de su madre- lleno de apasionamiento y con la generosidad de los maestros. En estas reuniones Álvaro no sólo te explicaba los hallazgos de su técnica analógica, sino que te impulsaba a tomar la cámara y encontrar tus propias historias. Cosa que no tardé en hacer. Por estas reuniones casi siempre aparecía otro joven fotero, Edison Riofrío, con quien Álvaro compartía departamento y trabajo en la efímera agencia fotográfica La Josefa creada por ellos –donde tuve uno de mis primeros trabajos remunerados- hasta que Edison emigrara a Europa donde radica hasta hoy. Estamos hablando de los últimos días del milenio pasado: el país se hundía en una de sus habituales crisis y como suele suceder en estos momentos, los artistas crean. La fotografía analógica daba paso a la digital. Es en este contexto, que Ávila realizó uno de sus trabajos fotográficos más memorables, y uno de los puntos altos de la fotografía en el Ecuador: la serie 3K. Son tres fotos*. En la primera, un cucurucho gigante mira de reojo en un ambiente obscuro. Detrás de él, varios cucuruchos preparan un crucifijo, consultan el reloj, hay expectación en el aire.
3K o el mestizaje triste
Procesión Jesús del Gran Poder (Quito, Pichincha)
En la segunda, el nerviosismo es fuerte y los cucuruchos se difuminan hasta convertirse en monstruos o fantasmas. Incluso aparece un fotógrafo que parece querer captar esta extraña metamorfosis. En la tercera, los cucuruchos, luchando contra su propia desmaterialización, finalmente salen a la luz. ¿Pero qué distingue a estas tres fotos, de las tantas imágenes tomadas de la procesión de viernes santo? Para mí, las 3K de Álvaro Ávila, constituyen el acercamiento estético más interesante a uno de los temas más fotografiados de la ciudad por su punto de vista y técnica. En primer lugar, el fotógrafo no se centra en la procesión en sí, sino en los preparativos de la misma, su “detrás de escena”. Esto dota a la serie un innegable componente teatral, casi operático en su puesta en escena y complejidad. Y es que las 3K indagan, como ninguna otra serie sobre el tema, en el componente escénico de los ritos religiosos y colectivos en una ciudad marcada por un mestizaje triste, donde las capuchas y los suplicios sirven para purgar los aspectos no resueltos de nuestra identidad (¿ser descendientes de las víctimas y de los verdugos a la vez?) hasta desembocar en la catarsis colectiva de la sangre y el vino. Lo curioso es que Ávila consigue esto con una técnica también derivada del mundo del teatro. Durante su formación teatral en el mítico Laboratorio Malayerba, Álvaro desarrolló una especial conciencia del cuerpo, que devino en la insólita técnica del fotógrafo-actor: una forma especial de moverse en el escenario de la realidad, interactuar con los demás si fueran actores y más que esperar, provocar el instante. Esto, junto con la utilización creativa del flash (para congelar, no para iluminar), consolida la cualidad híbrida de estas imágenes, que se sitúan en un extraño punto entre la quietud de la fotografía y la secuencialidad de la imagen en movimiento (área que Ávila exploraría en los siguientes años). Sin duda, el título también influye en el impacto de la serie. Equiparar a un rito católico con el Klu Klux Klan no deja ser una asociación provocadora en un país tan religioso como el nuestro, pero también sirve para aludir a la sencilla contundencia de las tres imágenes juntas: una acá, otra aká y otra k. No contento con esta serie, Álvaro volvió al año siguiente a fotografiar a los espectadores de la procesión, serie que compite con la calidad de la primera y que se llama Los Penitentes. Casi veinte años después de estas imágenes, esperamos que su talento creador nos vuelva a sorprender. *NOTA: El autor del artículo propone un recorrido distinto por las fotos al orden habitual dispuesto por el fotógrafo.
Solano
Día de los muertos (La Ciénega, Santa Elena)
Solano
Día de los muertos (La Ciénega, Santa Elena)
Solano
Día de los muertos (La Ciénega, Santa Elena)
Solano
Día de los muertos (La Ciénega, Santa Elena)
Nos gustaba conversar con Solano, porque siempre tenía una historia que contar, ¿sabes? Con Julio o Rocío nos sentábamos en esos troncos viejos que estaban afuera de su casa, para escucharlo hablar por horas. Éramos peladitos. Escuchábamos con atención cada uno de sus cuentos o experiencias, mientras él permanecía recostado en una hamaca o le daba de comer a los animales. Era una bonita época, la verdad. Por Solano conocimos todas las leyendas y mitos que contaban los antiguos. Nos contaba cosas de la época en que nos decían los “bailamuertos” y todo eso de los angelitos, que en paz descansen, por cierto. Mi mamá nos decía que no le paremos bola, que su hermano estaba loco, pero para la mente de un niño, en medio del campo, en medio de la nada, más claro, todos sus relatos y anécdotas eran increíbles, ¿me entiendes? Y aunque muchas de esas historias eran bastante extrañas e interesantes, nada me quedó tan grabado en la mente, durante todo este tiempo, como el día en que nos dijo, casi como una confesión, que el diablo siempre estaba entre nosotros y que era él, el dueño de los venados. Yo sé que para cualquiera esto puede ser algo simple, algo sin importancia, pero después de escuchar eso, siempre tuve miedo de acompañar a mi papá a la casería. Te lo juro. Era como si le estuviésemos robando los animales al diablo, pues. ¡Qué hijueputa! Nunca me olvidé de esa frase, de verdad. Ni siquiera la historia de la osa, de esos hombres que eran esclavizados sexualmente por esa fiera, me impresionó tanto como el hecho de estarle robando los animales al mismísimo cornudo. Yo puedo ver a los muertos caminando por aquí, a la gente de otra época, decía también. Solo a sus padres no podía verlos de esa forma. A ellos los soñaba. Una vez, en una de las fiestas por el Día de los Difuntos, me dijo que, si en algún momento escucho el llamado de algún finado, no le conteste a la primera. Que hay que esperar a que llamen dos veces. Igual sucede con el diablo. Cuando te llama por segunda vez le debes de contestar, y no hay que tenerle miedo, porque solo nos hacen compañía. Yo me cagaba de miedo con esas huevadas. Ya estaba más grande, creo que estaba en el colegio, porque ya había salido del pueblo, pero igual me daban miedo esas cosas. Y como en la fiesta todo el mundo se amanece chupando, me daba miedo irme a dormir solo, ¿me entiendes? Toda la gente estaba bailando y chupando, me acuerdo. Esa cancha estaba repleta y todos zapateaban durísimo. Había llegado gente de todas partes, pero más de Guayaquil y de Santa Elena.
Solano
Día de los muertos (La Ciénega, Santa Elena)
Como todos los años para esa fecha, el pueblo estaba lleno. Podías ver una luz encendida, incluso, en esas casitas lejanas que están en los cerros. En una de las esquinas de la cancha habían instalado un DJ con unos parlantes enormes, que hacían retumbar la madera de las casas con la música. De ley se escuchaba esa bulla hasta Sacachún. Yo sabía que mis tíos y mi papá se iban a meter biela de largo, y ya casi todos mis primos estaban rucos, bueno, los de mi edad, porque los mayores, los que ya se habían hecho de compromiso, también se amanecían chupando. Y así, enculillado, pensando en todas las pendejadas que me había dicho Solano, me fui a la casa de mi abuelo, me acosté en una hamaca para hacer tiempo a que lleguen mis viejos, pero me quedé ruco. Estaba cansadísimo. A mí siempre me ha llamado la atención eso, que solo para el Día de los Difuntos mi pueblo se llena de vida. Es contradictorio, ¿verdad? Pero así es, el resto del año los veteranos pasan solos, cuidando los sembríos y los animales. Y aunque nosotros tratamos de visitarlos en otras fechas, no mucha gente hace lo mismo. Ya quisiera uno que todos vuelvan y que sea como antes, como en la época de los antiguos, cuando había escuelas, cuando estaba la iglesia, cuando la gente vivía de hacer carbón. A Solano le hubiese encantado ver eso. A todos nos encantaría, la verdad, pero de nosotros nadie se acuerda; y nos tienen bien cuenteados con eso de arreglar el camino de ingreso, con ayudarnos para tener agua potable, pero ninguna de esas cosas se ha cumplido. Por allí escuché que querían ayudar, incluso, con insumos para los sembríos, fertilizantes, semillas, pero nada. Son proyectos que desde hace años están en el aire. Así pasa el tiempo y cada vez hay menos gente. Es cierto que este virus de mierda ha hecho que algunos regresen, pero eso es temporal ¿me entiendes? Eso no va a durar mucho si no nos ayudan de verdad. Pero a mí, realmente, ya no me importa, ¿sabes? No me importa si cumplen o no sus promesas, de eso viven los políticos. Si hay algo que quisiera hacer dentro de poco, porque a uno ya le están saliendo canas también, es volver a instalarme en el pueblo. Yo de eso estoy seguro. Mis últimos años los voy a pasar en mi pueblo. Y si algún día Solano me visita, esperaré el segundo llamado y lo dejaré pasar. No tendré miedo. Haré lo mismo que él hacía, dejarse acompañar por los muertos.
Cuando un fósforo burla las estrellas
Corpus Cristi (Cuenca, Azuay)
Cuando un fósforo burla las estrellas
Corpus Cristi (Cuenca, Azuay)
Cuando un fósforo burla las estrellas
Corpus Cristi (Cuenca, Azuay)
Cuando un fósforo burla las estrellas
Corpus Cristi (Cuenca, Azuay)
El que prende un fósforo en el oscuro está inventando el fuego. Jorge Luis Borges, en La dicha. Un mínimo cohete de colores rasga la noche. Hay un estruendo. Las chispas rojizas se reflejan en todas las pupilas convertidas en calidoscopios de múltiples espejos. Al frente, un torete de cartón persigue a los improvisados matadores. Como si fuera una puesta en escena de un infierno dichoso, la humareda se desliza en una niebla que envuelve a la muchedumbre con sus colores anaranjados. Hay tanta alegría, como si el tiempo fuera una mentira. La banda de pueblo, ahora sí convertida en un torbellino, se eleva con su música bajo el amparo de unas estrellas cómplices. Todas las miradas se enfocan en un punto: un globo inicia su ascensión como si se tratara de un planeta diminuto, en búsqueda de su propia órbita, más allá de la galaxia de Andrómeda. Hay el inconfundible olor de pólvora en el aire, que recuerda a las caravanas de la ruta de la Seda y de los taoístas que la inventaron tras la inmortalidad. Es la fiesta agraria del Corpus Christi, en Cuenca, pero es más que eso. Es la evocación de un antiguo ritual en torno al fuego, cuando su invento sacó a los humanos de las cavernas y pasaron de nómadas a sedentarios con el nacimiento de la agricultura y la cocción de los alimentos. Por ejemplo, durante el Solsticio -21 de junio en el hemisferio norte- los agricultores aún agradecen a la Madre Tierra por las cosechas, desde la fiesta de San Joan pasando por los antiguos celtas hasta llegar a nuestros sanjuanes o Hatun Puncha, el Día Grande (hay algunos que aún pretenden llamar Inti Raymi, como si los pueblos originarios como quitus, caranquis o cañaris no habrían tenido fiestas durante milenos antes de la llegada de los incas). Al principio, se creía que, debido al alejamiento del sol, éste no volvería porque los días posteriormente se volvían más cortos. Por eso los ritos que incluyen las antorchas –tal como sucede en nuestro país andinotienen el mismo fin, cuando nuestro astro mayor se mueve desde una posición perpendicular del Trópico de Capricornio hacia el Trópico de Cáncer, con una inclinación del eje de la tierra de 23,5 grados, por lo que el día es más largo. El fuego es una señal para decirle al sol que no nos abandone. Desde la época que hurtamos a los dioses la lumbre, vivimos aún ateridos de miedo. Necesitamos exorcizar una noche la desolación ante el misterio de la muerte. Los juegos pirotécnicos del austro –que incluyen vacas locas, globos, monigotes y voladores-
Cuando un fósforo burla las estrellas
Corpus Cristi (Cuenca, Azuay)
es un manifiesto de la condición humana, aunque esté revestida de Corpus Christi de junio (no es casual que la evocación de la sangre de Cristo se celebre después de la primera luna de primavera en el hemisferio norte como un ciclo de las cosechas). Solo cambian algunos detalles incluidos por la religión católica, que no ha logrado, a pesar de los siglos, erradicar su verdadera esencia también de lo profano, porque la fiesta pone al mundo al revés. De hecho, los dioses no quisieron compartir con los mortales el fuego hasta que Prometeo lo hurtó recibiendo como castigo el asecho de las águilas. En cambio, en el mito shuar, Jempe, el colibrí, entra a la morada del monstruoso Takea y –tras quemarse las alas- ofrenda a los amazónicos para que no mueran de frío en medio de la selva. En los dos relatos los profanadores son castigados por su osadía. En las dos narraciones, los héroes enfrentan al inframundo donde –curiosamente como sucede en nuestra planetahabita también el fuego. Según una antigua mitología griega, cuando encendemos un cirio aún está la presencia de la diosa de los bosques que recibe la ofrenda votiva a la espera de que el próximo guardián sea remplazado por su futuro verdugo. Anaximandro de Mileto creía que el fuego ocupaba la periferia del mundo y podía contemplarse por esos orificios que llamamos estrellas; para Heráclito de Éfeso, el elemento era la primera materia y la primera fuerza, aunque los dioses también castigaban a los mortales con lluvia de lava de los volcanes o la destrucción de Sodoma y Gomorra, que incluía azufre. Otra de las formas de castigo de los dioses ha sido el agua. Nótese el caso del relato judeo-cristiano del Diluvio también recogido por nuestros cañaris, cuando dos hermanos son salvados por guacamayas. Y esto sucede, porque los mitos cosmogónicos pertenecen a todas las culturas, pero cada una le proporciona sus particularidades. En Cuenca, en medio del aparente paisaje dantesco y del olor a la pólvora, volvemos a compartir sin saberlo la misma emoción de escudriñar a la noche con nuestra propia luz, como luciérnagas que se encienden y apagan frente a los imperios lejanos. Como la posibilidad de que cada vez que encendemos un fósforo somos todos los humanos, según refiere Borges en el poema La dicha: “… En el desierto vi la joven Esfinge, que acaban de labrar. / Nada hay tan antiguo bajo el sol. / Todo sucede por primera vez, pero de un modo eterno. / El que lee mis palabras está inventándolas.” Como si el relámpago premeditado desencadenara una lluvia de nuestras propias estrellas sin necesidad de los dioses, porque aún conservamos la magia cada vez que bailamos en torno a una hoguera.
Latidos
Mama Negra (Latacunga, Cotopaxi)
Latidos
Mama Negra (Latacunga, Cotopaxi)
Latidos
Mama Negra (Latacunga, Cotopaxi)
Latidos
Mama Negra (Latacunga, Cotopaxi)
Dolores ¡Ay! Qué doloroso el dolor de Dolores. Es que así de redundante e insólita fue esta tragedia. Parecía que todo iba bien en su vida, pero aquella tarde el universo conspiró contra su suerte, en un momento en el que ni el más desquiciado de los presentes se habría imaginado lo que iba a ocurrir. La plaza estaba atestada de curiosos, de desocupados, de ladrones, de monjas, de mal pensantes, de huérfanos, de comerciantes, de ingenuos, de demagogos, de infelices. Extrañamente, unas dieciocho palomas perseguían un diminuto riachuelo formado por la chicha derramada al pie de la carpa improvisada de las artistas, ignorando la constelación de arroces regados entre el límite de la vereda destruida y un pedazo de asfalto, a escasos centímetros de una de las paredes mal puestas de la carpa, donde se alcanzaba a observar una fila de zapatos. Este detalle habría pasado desapercibido si Leonardo no querría tanto a los animales, sobre todo a las palomas de la plaza, a las que perseguía siempre con euforia envidiable. ¡Pero quién se iba a imaginar que justo esa tarde, justo en ese momento tan anhelado por su madre, el azar sería tan cruel! Apenas una de las desdichadas aves alzó vuelo, Leo pegó un salto casi al compás del último golpe del bombo de la orquesta, por lo que algunos testigos dirían después que ese instante decisivo fue “como de las películas”, ya que la plaza quedó en silencio, en esa pausa breve que antecede al formalismo de los aplausos y a la venia del artista, pero el estruendo acaparó las miradas y detuvo los latidos de todos, comenzando por la infortunada Dolores.
Vinicio El polvo flotaba sobre las siluetas negras de las danzantes de la plaza, y eso distraía a Vinicio. Pero le gustaba lo que veía, ni siquiera se percataba que muy cerca de él, su guagua consentida, de apenas dieciséis, la Elizabeth, no le negaba besos al hijo del Humberto, el vecino del que desconfiaba, “Vini”, como este le llamaba hipócritamente. -Y eso que al fondo ya llueve – se dijo Vinicio, mientras descubría que cerca de los árboles del cerro comenzaba a nacer un arcoíris que justo bordeaba el límite entre las tejas de las dos casas de la cima y las nubes grises. -No sea que vaya a caer fuertísimo, con todo y rayos, como anoche- se respondió a él mismo. La bulla de los platillos le interrumpió su divagación, y Vinicio cayó en cuenta que ya mismo se terminaba el show, porque ya lo había visto en tres repasos a los que acompañó a su hermana Mayra. Las faldas de las estrellas de la tarde ondeaban idénticas y formaban un matiz volátil, entre luz y sombra, algo que también embelesó, por varios segundos a Vinicio.
Latidos
Mama Negra (Latacunga, Cotopaxi)
Cuando se acordó de Elizabeth, regresó a verle justo cuando notaba que el hijo del Humberto le decía algo al oído y su guagua solo reía, pero sin disimular esa pícara complicidad. Vinicio suspiró profundo y enseguida creyó que era mejor si ya iban saliendo, si se la llevaba de una vez a Elizabeth a la casa, hasta que… ¡pum! -Pero ya ni llovió – pensó Vini, asombrado al mirar cómo el polvo aún ondeaba el aire con lentitud, encima de un sinnúmero de sombras pasmadas en el silencio ensordecedor y fugaz del clímax de una tragedia.
Leonardo A Leo le preocupaba algo sobremanera. Las palomas no habían comido todo el día, porque desde temprano habían instalado las carpas para el evento en la plaza, y doña Carmen no se había aparecido con la funda de migas, como cada sábado. Pero también le desesperaba que sus mimadas estén tomando la chicha que regó el Marcelo cuando la banda terminó su turno en el show. -El arrocito, comerán; el arrocito – repetía y repetía Leo, atento a cada movimiento de las palomas, sin percatarse de que su mamá coronaba la parte más importante de la coreografía tan ensayada por varios meses. Le daba ganas de esconderles o de romperles la otra botella de trago, pero tenía miedo del Wilson, que llevaba una pistola que le compró a su primo y parecía que ya estaba un poco borracho. -Con esa no llegas ni a la cara del López – le decía riendo el Óscar al Wilson, refiriéndose al afiche del alcalde que estaba pegado en el poste contiguo a la carpa de los artistas. El Toño también reía, mientras el Wilson les ignoraba, quizá porque lo único que deseaba era irse a terminar toda la cerveza de la tienda de don Aurelio. Leo no aguantó ni un segundo más. Se acercó hasta la carpa por detrás del tumulto de espectadores y decidió él mismo limpiar la chicha regada. Agarró unas medias que creyó que eran de su mamá, porque estaban dentro de los zapatos blancos de taco que reconoció enseguida, al verlos en el borde de la carpa mal armada. Nadie se percató de lo que hacía Leo porque el show estaba llegando a su fin, hasta que Aceituna, la paloma preferida del niño, trató de escapar, y Leo saltó para intentar detenerla. Justo en el momento en el que alcanzaba a contener el vuelo de Aceituna, Leo la soltó, porque sintió que un fuerte impulso la elevó con ella, mientras un estallido efímero silenciaba a la plaza. Solo el alcalde López, desde el poste, observaba con su eternizada sonrisa falsa, aquella escena que hoy es la leyenda más evocada del pueblo.
La deuda, el viaje, el regreso
Inti Raymi (San Clemente, Imbabura)
La deuda, el viaje, el regreso
Inti Raymi (San Clemente, Imbabura)
La deuda, el viaje, el regreso
Inti Raymi (San Clemente, Imbabura)
La deuda, el viaje, el regreso
Inti Raymi (San Clemente, Imbabura)
Cuando me fui pensaba en volver, nunca imaginé que pasaría tanto tiempo. Al principio las cosas fueron muy complicadas. No hallaba trabajo y me tocó, hasta dormir bajo un puente. Añoraba mi tierra, mi familia, pero regresar sin un dólar en el bolsillo no era una cosa que contemplé. Debía ganar algún dinero para no regresar con las manos vacías, de eso han pasado veinte años. Recuerdo que dejé a la familia, a mis amigos, a la chacra. Tuvimos que vender algunos animalitos y poner en prenda la casita para pagar el viaje. Era eso o quedarme allí, sin trabajar en nada y dedicado al trago como me decía mi mamita. Creí que también podía hacer las cosas como el Elías, que se vino acá y mandaba dólares para su casa, yo trabajaría en lo que sea con tal de ganar algo. Pero las cosas no fueron así, el viaje resultó todo lo contrario de lo que nos había asegurado el coyote: salir a la capital y allí tomar un avión para México y luego pasar la frontera, eso es el sueño de todos los que venimos, pero la realidad es que cuando llegas a México te ponen en un camión junto con otros emigrantes de: Nicaragua, Honduras, El Salvador, Perú, Ecuador, Venezuela, te dejan en el río para cruzar, pero depende de la ruta que elijan, porque se puede caer en manos de narcos y allí sí no hay quién te salve. Esto me pasó a mí, los coyotes nos dejaron abandonados antes de cruzar el río, fue en la madrugada, salieron corriendo y nos quedamos allí pensando en cómo cruzar; luego, asomó un hombre que parecía buena gente, quien dijo que nos guiaría en el desierto y nos pidió todos los ahorros que llevábamos para cruzarnos. Al principio no tenía nada, no trabajaba en nada, no entendía nada. Todo era tiniebla y la nada parecía pulular a su alrededor. Llegó con una maleta que contenía tres mudadas de ropa, sin papeles y sin real en los bolsillos. Todo era nuevo: la gente, la ciudad, el idioma, el clima, no sabía qué hacer, pero se juntó a tres compañeros de travesía, hasta llegar a un sitio, donde se reunían los emigrantes para jugar, allí conoció a otro ecuatoriano, quien lo llevó a trabajar limpiando edificios de oficinas, duró poco porque de las horas que trabajaba su jefe le retenía más de la mitad del salario, y apenas le servía para comer y pagar la cama donde dormía. Su angustia empezó a sentirse con el paso del tiempo. Dos años, y no tenía un trabajo rentable que le permitiera ahorrar y enviar dinero a casa para ayudar con la deuda del viaje, esto no le dejaba dormir, aunque se esforzara por trabajar en lo que sea como sea. No hablar inglés, no saber hacer más cosas lo tenían metido en un hueco, que lo hacía pensar en su pueblo, en su familia y sus amigos, era como si quisiera que todo acabe en un instante y él despertar en su casa junto a su madre.
La deuda, el viaje, el regreso
Inti Raymi (San Clemente, Imbabura)
Una vez tuvo que salir corriendo a esconderse porque llegó migración a la construcción donde trabajaba, se escondió dentro de una cisterna, permaneció más de cuatro horas dentro del agua que casi le llegaba a la nariz, si no lo hacía la patrulla acababa con todo el sueño de su familia, que empezó a recibir señales de que él estaba con salud y empleándose en lo que podía. Poco a poco la vida me fue brindando oportunidades, hasta que hace cinco años llegué a la mecánica del maestro Alfonso, un mexicano en Queens, quien me dio trabajo y me ayudó a tener mis papeles en regla. Ya no me corro de la migración y lo que más quiero es regresar a mi pueblo San Clemente de Ibarra, quiero estar allí para las fiestas, volver después de 20 años de haber vivido en el extranjero, me trae mucha alegría. Quiero llegar para estar con mi familia, con los vecinos, con la gente del pueblo que tanto añoro. Voy a participar vistiéndome de Ruco, quiero estar junto a mi gente, me pondré la máscara de alambre, me pondré la colcha de San Clemente en los hombros, y unos cascabeles en las canillas, para bailar al ritmo del pingullo y del tambor. Brindar por la tierra, por la cosecha, emborracharme con los comuneros, con los compadres con los priostes, sentir de nuevo mi tierra, mi gente, me emociona. Cómo no cargar la bandera, cómo no juntarme con el pueblo. Seguramente se olvidaron de mí, pero tengo mucho que contarles y decirles, no hay nada como la patria de uno. Siempre quise regresar, la vida me fue envolviendo y aunque logramos pagar las deudas y ahorrar para construir una casita nueva, nada se compara con la tristeza de estar afuera 20 años, ahora tengo 46, y mi vida se construyó afuera, me casé acá con la Teresa, que es de Gualaceo, y nunca le olvidé a mi Manuela, nos tuvimos que separar por el viaje, y ya no pudimos seguir escribiéndonos, porque yo tenía que estar dedicado a sobrevivir y ahorrar dinero para las deudas. Ella me ofreció, que cuando llegue me haría un caldo de gallina que tanto me gustaba comer en las fiestas, ella era una buena cocinera, yo sueño con volverla a ver, no me han dicho de si se casó o no. Quiero bailar, bailar, quiero beber, beber, fundirme con mi tierra, con mi gente y olvidarme que debo regresar a seguir trabajando con don Alfonso, aunque es una buena persona. Yo quisiera quedarme un mes o dos meses.
La máscara de Dios
Fiestas de San Pedro (Cayambe, Pichincha)
La máscara de Dios
Fiestas de San Pedro (Cayambe, Pichincha)
La máscara de Dios
Fiestas de San Pedro (Cayambe, Pichincha)
La máscara de Dios
Fiestas de San Pedro (Cayambe, Pichincha)
Y con el tiempo (advierte Safo) nuestra máscara se convierteen nuestro rostro. Anne Carson Las máscaras más antiguas que se han encontrado datan de hace 9000 años, son anteriores a la Biblia. Mucho antes de que Dios hablara un hombre ya había soñado con seres enmascarados y mujeres con rostros de almíbar. A las cinco, cuando cantó el gallo, despertó temblando. Era el páramo y la niebla le inventaba fantasmas. Los saludó a todos y les hizo reverencias. Después, caminó hasta las totoras y de rodillas hizo de la tierra una máscara. No quiso hacerla a su imagen y semejanza. Grande y salvaje era su imaginación. Quiso hacer un rostro divino y bárbaro, un rostro que pudiese reír y espantar, llorar y ser amado. Además de tierra le puso flores, raíces y musgo, a cada rato le añadía también piedras. Cuando terminó la miró y se echó a reír a carcajadas. La máscara del hombre era buena. Antes de rezar ese hombre ya cantaba y cuando se puso la máscara también bailó. Anduvo por todo el monte mirando con los ojos de la máscara, con mirada de bufón y de dios soñador, transitó por caminos sinuosos, bailando y cantando tal como la máscara se lo pedía. No se detuvo hasta llegar a lo alto de la montaña donde se recostó. Entonces, la máscara se hizo una con la tierra. Echó raíces. Dentro de ella el hombre era capaz de ver el sol y las estrellas que brillaban más con toda esa oscuridad. Vio a la llama y la serpiente y otras constelaciones de la que le habían hablado los muertos. Con la luz de los astros el hombre durmió y permaneció así toda una eternidad. El hombre solo despertaba para cosechar la chacra y lo hacía con la máscara puesta. Ya casi no recordaba cómo era su piel y cuando bajaba al pueblo la gente lo miraba como si fuese otro. Y él bailaba y cantaba y todos se alejaban porque en lugar de ojos solo veían huecos y les parecía que esos ojos de abismo los atraían demasiado. Después de cosechar se iba directo a su montaña, bailaba y cantaba y era uno con el sol, las estrellas, la luna y la tierra. Luego dormía el sueño de la máscara que era un sueño de luz y leche tibia. Un día llegaron de lejos unos viajeros. Encontraron al hombre apilando el maíz, las papas y los granos en su cueva. Le preguntaron quién era y él dijo que solo la montaña lo sabía. Esos hombres habían atrapado al tiempo en extraños artefactos y llevaban ropas de animales para protegerse
La máscara de Dios
Fiestas de San Pedro (Cayambe, Pichincha)
contra el frío. Todos en el pueblo aprendieron a decir las horas, a cubrirse y también a rezar. Se enteraron de un dios y de su hijo, de la virgen y de los santos. El hombre escuchaba todo lo que decían los viajeros, pero cuando soñaba con Dios también lo imaginaba con una máscara y mientras más colorida y extravagante era más sentía a Dios en su corazón. Al principio, nadie dijo nada sobre el hombre de la máscara, pero pronto se extendió por el pueblo el susurro de que aquel llevaba debajo la cabeza de una serpiente, las fauces de un demonio o los colmillos de un lince. Los viajeros, en cambio, imaginaban que el rostro del hombre era de oro puro. Pronto tuvieron que poner orden porque cada día grandes turbas se armaban para pedir que al hombre se le quitara esa máscara. Una noche lo sacaron de su sueño de leche. Fue difícil despertarlo porque el hombre solo obedecía el lenguaje del sol y las estrellas. Así dormido, los viajeros mandaron a atarlo a un viejo árbol de higos que era fuerte y lo sostenía. Entre las mujeres trataron de arrancarle la máscara y no pudieron. Tampoco los hombres pudieron arrancarle esa costra de tierra, musgo y flores que ni siquiera se habían podrido. También probaron dos viejos comegallos que eran conocidos por arrancarles las cabezas a las aves de una sola mordida. Probaron con sus dientes y no hubo suerte. La máscara no cedía. Los hombres, las mujeres y los viajeros se hincaron en la tierra húmeda y le rogaron a Dios que les mostrara el rostro verdadero del hombre, pues no querían vivir en el mismo pueblo con aquel monstruo. Después de mucha oración no despertaron al hombre, pero sí a Dios. Él mismo bajó aquella noche. Cuando lo vieron gimieron y lloraron. Era un dios enmascarado. Alrededor de la máscara, un brillo insoportable cegaba a todos. Pero pronto sus ojos se acostumbraron y vieron que la máscara tenía los ojos pintados como los querubines, de manera que parecía que siempre estaba sonriendo. No era como lo imaginaban, pero era el dios que les había enviado el cielo. Los viajeros quisieron que él también se quitara la máscara, pero dios les dijo que si les mostraba su verdadero rostro tendría que matarlos. Ese dios desató al hombre y en lugar de sacarle la máscara lo besó. El hombre despertó y juntos bailaron y cantaron y rieron a carcajadas. Los otros hombres, las mujeres y los viajeros al ver aquello se arrancaron de un tajo la piel de la cara. Entonces, aparecieron tal como el hombre los había visto en sueños.
CRÉDITOS
Procesión Jesús del Gran Poder (Quito, Pichincha) Fotos: Alvaro Avila Simpson Texto: Javier Izquierdo Día de los muertos (La Ciénega, Santa Elena) Fotos: Santiago Arcos Texto: Javier Carrera Berrú Corpus Cristi (Cuenca, Azuay) Fotos: Jorge Vinueza García Texto: Juan Carlos Morales Mama Negra (Latacunga, Cotopaxi) Fotos: Santiago Serrano Salvador Texto: Andrés Reinoso Morales Inti Raymi (San Clemente, Imbabura) Fotos: Yolanda Escobar Jiménez Texto: Edwin Madrid Fiestas de San Pedro (Cayambe, Pichincha) Fotos: Juan Pablo Verdesoto Texto: María Natalia García Freire Introducción y correción de estilo Aleyda Quevedo Rojas Diseño y programación Pepe Escalante Concepto y coordinación Alvaro Avila Simpson