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La selva es con todos y es como todos

Nada se le escapa. Es una dimensión que abarca y cautiva ferozmente. De lejos había escuchado hablar de ella y me habían advertido sobre su inhóspita realidad. Pensaba que por estar en medio del trópico, y al borde del río, su clima me asfixiaría con inclemencia, pero no fue así. En su interior el bochorno sesentíacomounodeesossuavesapretujonesque se proclaman bajo las sábanas.

Entre los árboles empecé a escuchar, poco a poco, el universo que me acogería por unos días. Tuve que adiestrar mi oído como nunca antes. Entre los bejucos se tejían conversaciones que parecían secretos, o tal vez embrujos.

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Un día confirmé mi adicción a los amaneceres cuando un ejército de pájaros se empeñó por revelar algunos secretos, o por conjurar parte de un embrujo, justo antes de que el sol apareciera en el horizonte. Aproveché la temprana mañana para escudriñar entre las páginas de mi acompañante y las ramas de los árboles. Empecé a sentirme perdido, como en un caleidoscopio. Sospeché que alguien jugaba conmigo y me engañaba. En poco tiempo confirmé, en las páginas de mi acompañante y con las palabras de los nativos, que ese era el juego favorito de la pérfida selva: camuflarse, parecer otra cosa, ocultar su verdadera identidad.

Suena a engaño

Pareciera que pasa un río entre las copas de los árboles, y quién sabe qué animal se zambulle con tal entusiasmo que, sentado junto a las raíces, escucho yo, como eco de ondas en la superficie del agua, chapuzones profundos. Con inocencia descubro que son melodías lo que vibra en medio de la garganta de los pájaros.

¡Cómo me engañan estos condenados!

Entrar en la selva no era algo que pudiera hacer solo, aunque así lo quisiera. José Luis fue el primero en mostrarme los caminos entre los imponentes árboles de la selva; pero fue junto a Juan Pablo, un joven astuto, inteligente y algo tímido; y Alex, un agudo pescador al que espontánea y frecuentemente le hice burlas –ya después de ganada su confianza–, con quienes entré y atravesé la selva; ellos fueron mis guías. En el recorrido intenté conversar con ellos, escarbar entre sus historias, pero había tanto por observar y sentir que no fue posible. Estaba anonadado por la imponencia y la elegancia.

A cada paso sentía cómo la selva se colaba, más y más, entre mis rendijas. Un silencio, inundado por el cuchicheo de los pájaros y el contoneo de las ramas al viento, era interrumpido por nuestras rítmicas pisadas; solo podíamos escucharlo cuando nos deteníamos a presenciar la opulenta calma de los árboles o nos tentaba el anhelo de encontrar animales. Aunque todo eso y más cosas que no sé cómo nombrar apabullaban la conversación, aprendí mucho de Alex y Juan Pablo, incluso a hacer música con los árboles. También indagué por consejos para sobrevivir en la selva en caso de estar perdido, tal vez por las innumerables advertencias que me dieron sobre la avidez de la selva con sus visitantes inexpertos, o tal vez por mero instinto de supervivencia. Camina con el sol en la espalda, me dijeron.

Ahora bien, el miedo no se apoderó de mí en ese momento. Lo enigmático era bello y mis acompañantes me daban una robusta seguridad. En lugar de asustarme, la selva me sedujo, me embrujó, me engañó. No es posible escapar de sus deseos.

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