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Engaños de la mañana
Desde las imponentes alturas caen hojas desprendidas mientras camino; tan elegante y noble el llanto de los árboles.
Intento adivinar quién es el culpable de tan hermoso lamento: las seductoras libélulas, los escurridizos grillos, las hambrientas hormigas o las efímeras mariposas.
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Finalmente entiendo que me estaban engañando una vez más; no lloraban, no había lamentos, solo hacían el amor con el viento.
José Luis me llevó a una pequeña y silenciosa quebrada que atraviesa la selva; era uno de sus lugares para pensar. Me contó que cuando se sentía muy atribulado se iba a caminar o a sentarse allí, en un tronquito que estaba estratégicamente ubicado. Allí conversamos y compartimos una naranja y humos provenientes de diferentes latitudes.
En otra quebrada intenté, por primera vez en mi vida, remar. Y fue arduo, no era consciente de lo que hacía, creo que tampoco estaba preparado. Como un niño incauto y sin saber la técnica, me lancé intrépido a una pequeña barca que utilicé más como submarino. Hundirse es la última de las catástrofes. En el naufragio se pierde todo y solo queda la deriva. Entonces hay dos opciones: desaparecer o flotar. Yo me divertí hundiéndome, mezclé las posibilidades, no había mayor riesgo que arañarse la piel con las ramas caídas de los árboles. Desaparecer en el agua era una satisfacción, esa cercanía al abandono y al fracaso solo destilaba carcajadas en mí.
Quisiera reaccionar así en la vida real.
Una fan de la bacaba estaba conmigo y se divertía viéndome descubrir los secretos del remo. Ella, más diestra que yo, navegó en otra canoa por un largo rato. Sus consejos: “tienes que tener paz interior, aquieta los impulsos que salen de tu cuerpo y rema serenamente”; un consejo aplicable a la vida. No sé si fueron sus palabras o la tozudez de no irme sin como mínimo, balancearme en la canoa, pero logré navegar, sin mucha destreza y por corto instantes, sobre las aguas.
I maginéquelascanoasdelas quebradas se convertíanenbarcosalllegaralr ío . Pasardelaquebrada al río es expandirse, salirsedeunomismo, enfrentarse a la inmensidad.
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Como antesala a la expansión del río, en Paraíso hay un lago en el que, además de pescar, se puede nadar con plena libertad. Yo, caprichoso y berrinchudo desde niño, hice todo lo posible por quedarme al menos un segundo más allí. Inventé un montón de soluciones, pero ninguna funcionó. Había que seguir hacia el río. Entonces tuve que buscar en mi memoria ideas que me ayudaran a lidiar con esa realidad. Recordé un escolio de Nicolás Gómez Dávila que dice: “Madurar no consiste en renunciar a nuestros anhelos, sino en admitir que el mundo no está obligado a colmarlos”. Supuse entonces que el río, la laguna y el paraíso mismo me invitaban a entender esa idea —probablemente no con el ansia de hacerme maduro; ni el río, ni la laguna, ni el paraíso poseen tanta arrogancia—. Me quité hasta la última prenda de ropa que tenía puesta, me sumergí una última vez con los peces y agradecí a la vida por permitirme continuar, por no estancar y pudrir mis aguas, por enseñarme el arte de fluir.
Esta obra fue sentida entre Leticia y Puerto Nariño, escrita en Bogotá, editada e impresa en los talleres de Máquina Abierta en el barrio Bosa La Libertad.
Dudar y contemplar Juan Cárdenas
Edición, diseño y diagramación Equipo Máquina Abierta
Correción de estilo
Mateo Daza
Fotografía Juan Cárdenas
Máquina Abierta Editorial: Monica Herrera Cendales John Eder Sacantiva Bernal
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