para leer de boleto en el metro

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Gobierno del Distrito Federal Marcelo Ebrard Casaubon Jefe de Gobierno del Distrito Federal Elena Cepeda De León Secretaria de Cultura

Presentación

Isabel Molina Warner Coordinadora Interinstitucional Paloma Saiz Tejero Coordinadora del Programa de Fomento a la Lectura “Para leer en libertad” Francisco Bojórquez Hernández Director del Sistema de Transporte Colectivo Para leer de boleto en el metro, 10 Por la colección: ISBN 968-5903-01-8 Por el presente volumen: 978-607-7611-0-4 Ilustración de portada: Enrique Torralba. El ilustradero Diseño de portada: Ariadne Apodaca Sánchez TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia sin permiso previo de los editores. Impreso en México

“Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”, dijo una vez el escritor Jorge Luis Borges, y podemos decir que es ya una frase célebre porque Borges tiene razón, siempre podemos sentirnos orgullosos de lo que hemos leído, y cuando nos vamos habituando a leer buenos libros, cuando empezamos a sentir la necesidad de leer, nuestro mundo interior se va enriqueciendo, con una riqueza que nunca, nadie nos podrá arrebatar. Esta antología que tienes en tus manos, la 10 de Para Leer de Boleto en el Metro, te invita a conocer escritos de grandes escritores mexicanos y extranjeros residentes en la Ciudad de México. Como novedad hemos incluido viñetas del Gato culto y la portada que pertenece al ilustrador Enrique Torralba. Con estos cuentos, poemas, dramaturgia, viñetas y fragmentos podrás entrar en el mundo mágico y crítico de las relaciones humanas con La 5


viuda de Montiel, de Gabriel García Márquez, premio Nobel de Literatura 1982. Sonreír o reírte a carcajadas con las ocurrencias del Gato culto de Paco Ignacio Taibo I. Soñar, emocionarte, pensar, con la poesía de Dolores Castro, Rubén Bonifaz Nuño y Alejandro Aura. Al leer la obra de teatro Te toca a ti, de Estela Leñero sin duda dirás: a esos dos yo los conozco, y con el cuento Y una voz que decía, de Francesca Gargallo, sentirás la nostalgia del amigo perdido y el homenaje a la amistad que en él se trasmite. Rosa Beltrán nos dice que “hay amores que matan” cuando se vuelven obsesiones, cuando no se puede escapar del amor, y Emiliano Pérez Cruz nos traslada a la picaresca urbana y cotidiana. Los textos de Margo Glantz tocan varios temas, la santidad, el rencor, lo sucio, lo limpio y digamos que especialmente la saña. Mario Bellatin nos pone alas, alas de pájaro transparente y nos transporta al, para nosotros, lejano Egipto. Cada escritor es único. Cada escritor nos da su creatividad su originalidad y también cada lector, en cada lectura recrea una y otra vez la obra. Deseamos que esta antología 10, que preparamos para ti sea de tu agrado y te acerque más y más al placer de la literatura. 6

Índice Paco Ignacio Taibo I (PIT I) El gato culto................................................................... 11 El gato culto................................................................... 12 Gabriel García Márquez La viuda de Montiel....................................................... 15 Dolores Castro Cantares de Vela (fragmento) Infancia............................27 Desde la tierra hendida...................................................28 Llamado del hijo............................................................28 Soles (fragmento) I.........................................................30 Soles (fragmento) II........................................................ 32 PIT I El gato culto................................................................... 37 El gato culto...................................................................38 Francesca Gargallo Y una voz que decía........................................................ 39 Rubén Bonifaz Nuño Canto del afán amoroso 4…........................................... 59 Canto del afán amoroso 18….........................................60 7


Canto del afán amoroso 20….........................................60 Poemas de amor VI........................................................ 61 Los demonios y los días 24............................................. 62 La muerte y la doncella 2................................................64 PIT I El gato culto................................................................... 67 El gato culto...................................................................68 Estela Leñero Te toca a ti..................................................................... 69 Mario Bellatin La mirada del pájaro transparente................................... 81 PIT I El gato culto................................................................. 101 El gato culto................................................................. 102

I. Hacer ciudades.......................................................... 114 Condición de la ciudad (I)............................................ 114 Pasan las estaciones del año.......................................... 118 PIT I El gato culto................................................................. 123 El gato culto................................................................. 124 Rosa Beltrán Amanda. Amor por el trabajo....................................... 125 Entreacto. Amor por el ritual........................................ 131 Emiliano Pérez Cruz El remojo..................................................................... 137 Los arroces................................................................... 140 PIT I El gato culto................................................................. 145

Margo Glantz Detergentes.................................................................. 103 Las cosas simples.......................................................... 104 Shoa............................................................................. 105 El cazador cazado......................................................... 105 Pecados capitales.......................................................... 106 La marca...................................................................... 107 Caridad........................................................................ 108 Sociedades de convivencia............................................ 108 Se prohíbe fumar......................................................... 109 Fuego........................................................................... 110 Dormirse en sus laureles................................................111 Alejandro Aura Un muchacho que puede amar..................................... 113

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Paco Ignacio Taibo I

El gato culto

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Paco Ignacio Taibo I (Asturias, España, 1924)

Escritor y periodista. Radica en México desde 1958. Ha sido director general de noticieros de los canales de televisión 4, 5, 8 y 13. Editor de El Universal en la Cultura, del diario El Universal. Crítico de cine y colaborador de diversos medios escritos y electrónicos. De los numerosos premios que recibió destacan el Premio Iberoamericano de las Artes 2000 y el Premio Nacional de Periodismo por trayectoria 2008. Entre su numerosa obra publicada se encuentran los aforismos: El gato culto. Las biografías: María Félix, 47 pasos por el cine; El Indio Fernández, el cine por mis pistolas; Harry Langdon, el mejor de todos y Dolores del Río, mujer en el volcán. Los ensayos y crónicas: Breviario de la fabada, Por el gusto de estar con ustedes, Juan Rulfo, Encuentro de dos fogones, Historia popular del cine: desde sus comienzos hasta que empezó a hablar y El libro de todos los moles. Es autor de las novelas: Juan m. n., Fuga, hierro y fuego, Para parar las aguas del olvido, Todos los comienzos, Siempre Dolores, Pálidas banderas y Flor de la tontería. 12

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Gabriel García Márquez

La viuda de Montiel Cuando murió don José Montiel, todo el mundo se sintió vengado, menos su viuda; pero se necesitaron varias horas para que todo el mundo creyera que en verdad había muerto. Muchos lo seguían poniendo en duda después de ver el cadáver en cámara ardiente, embutido con almohadas y sábanas de lino dentro de una caja amarilla y abombada como un melón. Estaba muy bien afeitado, vestido de blanco y con botas de charol, y tenía tan buen semblante que nunca pareció tan vivo como entonces. Era el mismo don Chepe Montiel de los domingos, oyendo misa de ocho, sólo que en lugar de la fusta tenía un crucifijo entre las manos. Fue preciso que atornillaran la tapa del ataúd y que lo emparedaran en el aparatoso mausoleo familiar, para que el pueblo entero se convenciera de que no se estaba haciendo el muerto. Después del entierro, lo único que a todos pareció increíble, menos a su viuda, fue que 15


La viuda de Montiel

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José Montiel hubiera muerto de muerte natural. Mientras todo el mundo esperaba que lo acribillaran por la espalda en una emboscada, su viuda estaba segura de verlo morir de viejo en su cama, confesado y sin agonía, como un santo moderno. Se equivocó apenas en algunos detalles. José Montiel murió en su hamaca, un miércoles a las dos de la tarde, a consecuencia de la rabieta que el médico le había prohibido. Pero su esposa esperaba también que todo el pueblo asistiera al entierro y que la casa fuera pequeña para recibir tantas flores. Sin embargo, sólo asistieron sus copartidarios y las congregaciones religiosas, y no se recibieron más coronas que las de la administración municipal. Su hijo –desde su puesto consular de Alemania– y sus dos hijas, desde París, mandaron telegramas de tres páginas. Se veía que los habían redactado de pie, con la tinta multitudinaria de la oficina de correos, y que habían roto muchos formularios antes de encontrar 20 dólares de palabras. Ninguno prometía regresar. Aquella noche, a los 62 años, mientras lloraba contra la almohada en que recostó la cabeza el hombre que la había hecho feliz, la viuda de Montiel conoció por primera vez el sabor de un resentimiento. “Me encerraré para siempre”, pensaba. “Para mí, es como si me hubieran meti-

do en el mismo cajón de José Montiel. No quiero saber nada más de este mundo”. Era sincera. Aquella mujer frágil, lacerada por la superstición, casada a los 20 años por voluntad de sus padres con el único pretendiente que le permitieron ver a menos de 10 metros de distancia, no había estado nunca en contacto directo con la realidad. Tres días después de que sacaron de la casa el cadáver de su marido, comprendió a través de las lágrimas que debía reaccionar, pero no pudo encontrar el rumbo de su nueva vida. Era necesario empezar por el principio. Entre los innumerables secretos que José Montiel se había llevado a la tumba, se fue enredada la combinación de la caja fuerte. El alcalde se ocupó del problema. Hizo poner la caja en el patio, apoyada al paredón, y dos agentes de la policía dispararon sus fusiles contra la cerradura. Durante toda una mañana, la viuda oyó desde el dormitorio las descargas cerradas y sucesivas ordenadas a gritos por el alcalde. “Esto era lo último que faltaba”, pensó. “Cinco años rogando a Dios que se acaben los tiros, y ahora tengo que agradecer que disparen dentro de mi casa”. Aquel día hizo un esfuerzo de concentración, llamando a la muerte, pero nadie le respondió. Empezaba a dormirse cuando una tremenda explosión sacu-

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dió los cimientos de la casa. Habían tenido que dinamitar la caja fuerte. La viuda de Montiel lanzó un suspiro. Octubre se eternizaba con sus lluvias pantanosas y ella se sentía perdida, navegando sin rumbo en la desordenada y fabulosa hacienda de José Montiel. El señor Carmichael, antiguo y diligente servidor de la familia, se había encargado de la administración. Cuando por fin se enfrentó al hecho concreto de que su marido había muerto, la viuda de Montiel salió del dormitorio para ocuparse de la casa. La despojó de todo ornamento, hizo forrar los muebles en colores luctuosos, y puso lazos fúnebres en los retratos del muerto que colgaban de las paredes. En dos meses de encierro había adquirido la costumbre de morderse las uñas. Un día –los ojos enrojecidos e hinchados de tanto llorar– se dio cuenta de que el señor Carmichael entraba a la casa con el paraguas abierto. –Cierre ese paraguas, señor Carmichael –le dijo–. Después de todas las desgracias que tenemos, sólo nos faltaba que usted entrara a la casa con el paraguas abierto. El señor Carmichael puso el paraguas en el rincón. Era un negro viejo, de piel lustrosa, vestido de blanco y con pequeñas aberturas hechas a navaja en los zapatos para aliviar la presión de los callos.

–Es sólo mientras se seca. Por primera vez desde que murió su esposo, la viuda abrió la ventana. –Tantas desgracias, y además este invierno –murmuró, mordiéndose las uñas–. Parece que no va a escampar nunca. –No escampará ni hoy ni mañana –dijo el administrador–. Anoche no me dejaron dormir los callos. Ella confiaba en las predicciones atmosféricas de los callos del señor Carmichael. Contempló la placita desolada, las casas silenciosas cuyas puertas no se abrieron para ver el entierro de José Montiel, y entonces se sintió desesperada con sus uñas, con sus tierras sin límites, y con los infinitos compromisos que heredó de su esposo y que nunca lograría comprender. -El mundo está mal hecho -sollozó. Quienes la visitaron por esos días tuvieron motivos para pensar que había perdido el juicio. Pero nunca fue más lúcida que entonces. Desde antes de que empezara la matanza política ella pasaba las lúgubres mañanas de octubre frente a la ventana de su cuarto, compadeciendo a los muertos y pensando que si Dios no hubiera descansado el domingo habría tenido tiempo de terminar el mundo.

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–Ha debido aprovechar ese día para que no le quedaran tantas cosas mal hechas –decía–. Al fin y al cabo, le quedaba toda la eternidad para descansar. La única diferencia, después de la muerte de su esposo, era que entonces tenía un motivo concreto para concebir pensamientos sombríos. Así, mientras la viuda de Montiel se consumía en la desesperación, el señor Carmichael trataba de impedir el naufragio. Las cosas no marchaban bien. Libre de la amenaza de José Montiel, que monopolizaba el comercio local por el terror, el pueblo tomaba represalias. En espera de clientes que no llegaron, la leche se cortó en los cántaros amontonados en el patio, y se fermentó la miel en sus cueros, y el queso engordó gusanos en los oscuros armarios del depósito. En su mausoleo adornado con bombillas eléctricas y arcángeles en imitación de mármol, José Montiel pagaba seis años de asesinatos y tropelías. Nadie en la historia del país se había enriquecido tanto en tan poco tiempo. Cuando llegó al pueblo el primer alcalde de la dictadura, Jose Montiel era un discreto partidario de todos los regímenes, que se había pasado la mitad de la vida en calzoncillos sentado a la puerta de su piladora de arroz. En un tiempo disfrutó de una cierta reputación de

afortunado y buen creyente, porque prometió en voz alta regalar al templo un San José de tamaño natural si se ganaba la lotería, y dos semanas después se ganó seis fracciones y cumplió su promesa. La primera vez que se le vio usar zapatos fue cuando llegó el nuevo alcalde, un sargento de la policía, zurdo y montaraz, que tenía órdenes expresas de liquidar la oposición. José Montiel empezó por ser su informador confidencial. Aquel comerciante modesto cuyo tranquilo humor de hombre gordo no despertaba la menor inquietud, discriminó a sus adversarios políticos en ricos y pobres. A los pobres los acribilló la policía en la plaza pública. A los ricos les dieron un plazo de 24 horas para abandonar el pueblo. Planificando la masacre, José Montiel se encerraba días enteros con el alcalde en su oficina sofocante, mientras su esposa se compadecía de los muertos. Cuando el alcalde abandonaba la oficina, ella le cerraba el paso a su marido. –Ese hombre es un criminal –le decía–. Aprovecha tus influencias en el gobierno para que se lleven a esa bestia que no va a dejar un ser humano en el pueblo. Y José Montiel, tan atareado en esos días, la apartaba sin mirarla, diciendo: “No seas pendeja”. En realidad, su negocio no era la muerte de

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los pobres sino la expulsión de los ricos. Después de que el alcalde les perforaba las puertas a tiros y les ponía el plazo para abandonar el pueblo, José Montiel les compraba sus tierras y ganados por un precio que él mismo se encargaba de fijar. –No seas tonto –le decía su mujer–. Te arruinarás ayudándolos para que no se mueran de hambre en otra parte, y ellos no te lo agradecerán nunca. Y José Montiel, que ya ni siquiera tenía tiempo de sonreír, la apartaba de su camino, diciendo: –Vete para tu cocina y no me friegues tanto. A ese ritmo, en menos de un año estaba liquidada la oposición, y José Montiel era el hombre más rico y poderoso del pueblo. Mandó a sus hijas para París, consiguió a su hijo un puesto consular en Alemania, y se dedicó a consolidar su imperio. Pero no alcanzó a disfrutar seis años de su desaforada riqueza. Después de que se cumplió el primer aniversario de su muerte, la viuda no oyó crujir la escalera sino bajo el peso de una mala noticia. Alguien llegaba siempre al atardecer. “Otra vez los bandoleros”, decían. “Ayer cargaron con un lote de 50 novillos”. Inmóvil en el mecedor, mordiéndose las uñas, la viuda de Montiel sólo se alimentaba de su resentimiento.

–Yo te lo decía, José Montiel –decía, hablando sola–. Este es un pueblo desagradecido. Aún estás caliente en tu tumba y ya todo el mundo nos volteó la espalda. Nadie volvió a la casa. El único ser humano que vio en aquellos meses interminables en que no dejó de llover, fue el perseverante señor Carmichael, que nunca entró a la casa con el paraguas cerrado. Las cosas no marchaban mejor. El señor Carmichael había escrito varias cartas al hijo de José Montiel. Le sugería la conveniencia de que viniera a ponerse al frente de los negocios, y hasta se permitió hacer algunas consideraciones personales sobre la salud de la viuda. Siempre recibió respuestas evasivas. Por último, el hijo de José Montiel contestó francamente que no se atrevía a regresar por temor de que le dieran un tiro. Entonces el señor Carmichael subió al dormitorio de la viuda y se vio precisado a confesarle que se estaba quedando en la ruina. –Mejor –dijo ella–. Estoy hasta la coronilla de quesos y de moscas. Si usted quiere, llévese lo que le haga falta y déjeme morir tranquila. Su único contacto con el mundo, a partir de entonces, fueron las cartas que escribía a sus hijas a fines de cada mes. “Este es un pueblo maldito”, les decía. “Quédense allá para siempre y no

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La viuda de Montiel

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se preocupen por mí. Yo soy feliz sabiendo que ustedes son felices”. Sus hijas se turnaban para contestarle. Sus cartas eran siempre alegres, y se veía que habían sido escritas en lugares tibios y bien iluminados y que las muchachas se veían repetidas en muchos espejos cuando se detenían a pensar. Tampoco ellas querían volver. “Esto es la civilización”, decían. “Allá, en cambio, no es un buen medio para nosotras. Es imposible vivir en un país tan salvaje donde asesinan a la gente por cuestiones políticas”. Leyendo las cartas, la viuda de Montiel se sentía mejor y aprobaba cada frase con la cabeza. En cierta ocasión, sus hijas le hablaron de los mercados de carne de París. Le decían que mataban unos cerdos rosados y los colgaban enteros en la puerta adornados con coronas y guirnaldas de flores. Al final, una letra diferente a la de sus hijas había agregado: “ Imagínate, que el clavel más grande y más bonito se lo ponen al cerdo en el culo”. Leyendo aquella frase, por primera vez en dos años, la viuda de Montiel sonrió. Subió a su dormitorio sin apagar las luces de la casa, y antes de acostarse volteó el ventilador eléctrico contra la pared. Después extrajo de la gaveta de la mesa de noche unas tijeras, un cilindro de esparadrapo y el rosario, y se vendó la uña del pul-

gar derecho, irritada por los mordiscos. Luego empezó a rezar, pero al segundo misterio cambió el rosario a la mano izquierda, pues no sentía las cuentas a través del esparadrapo. Por un momento oyó la trepidación de los truenos remotos. Luego se quedó dormida con la cabeza doblada en el pecho. La mano con el rosario rodó por su costado, y entonces vio a la Mamá Grande en el patio con una sábana blanca y un peine en el regazo, destripando piojos con los pulgares. Le preguntó: –¿Cuándo me voy a morir? La Mamá Grande levantó la cabeza. –Cuando te empiece el cansancio del brazo.

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Gabriel García Márquez. “La viuda de Montiel”, Los funerales de la Mamá Grande, © Gabriel García Márquez, 1962.

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Gabriel García Márquez

Dolores Castro

(Aracataca, Colombia, 1927)

Narrador, periodista y guionista cinematográfico. Radica en México desde 1975. Director de la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños, en Cuba. Autor de los guiones de cine: En este pueblo no hay ladrones, El gallo de oro, Lola de mi vida, Tiempo de morir, Juego peligroso y La viuda de Montiel, entre otros. A lo largo de su carrera ha recibido numerosos e importantes premios destacando el Premio Nobel de Literatura 1982. Entre sus libros de crónica sobresalen: Relato de un náufrago, De viaje por los países socialistas, 90 días en la Cortina de Hierro, El general en su laberinto y Noticia de un secuestro. También publicó los libros de cuento: Los funerales de la Mamá Grande, La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, Ojos de perro azul y Doce cuentos peregrinos. Otros importantes títulos son las novelas: La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora, Cien años de soledad, El otoño del patriarca, Crónica de una muerte anunciada, El rastro de tu sangre en la nieve, El verano feliz de la señora Forbes, El amor en los tiempos del cólera, Del amor y otros demonios y Memoria de mis putas 26 tristes.

Cantares de Vela (fragmento) Infancia El fulgor en el baño del zenzontle, un sacudir de gotas irisadas entre las pardas plumas, eso dura la infancia. Después, queda la jaula, después las cuatrocientas voces del alma por los cuatro horizontes separadas. El incienso azulea, se levanta, y se acercan las sombras, y se agrandan.

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Poemas

Desde la tierra hendida Desde la tierra hendida como boca suave, terriblemente transitoria, te espero.

Dolores Castro

Todo me engaña y voy: mi corazón hundido, la luz de miel y cera, mi dolor y mi sed.

Me arrancará de golpe como arrancan a la ternera hambrienta de su pecho.

Yo me tiré a beber de un río bajo tierra. Tengo húmeda la boca y ganas de llorar.

Estas estrellas, dulces como leche, estos días de octubre en que dan ganas de abrazar el cielo, no me los llevo.

El viento me desata una flor en el pecho. Se me pone a cantar el hijo que no tengo.

Este amor que yo tengo torpe y delgado como mis brazos, aquí lo dejo.

Vine por él, espero que amanezca. Reviente el fruto, el vientre, la azucena.

Llamado del hijo

Estos colores míos engañosos como la flor para la abeja son, para que venga.

Por una y otra vez como el tallo doblado, desnuda a mis oídos tu voz se me levanta.

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Bajo tu cuerpo el mundo rumoroso en la lucha.

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Poemas

Suena, amorosa flauta de mi sangre. Quiebra mi cuerpo, tierra, para que pase. Bella música el agua, fiera contra nosotros y amorosa en su cauce. Te daré lo que tengo: este poco de viento que escapa entre mis dedos, que es el dulce dolor de estar viviendo.

Soles I Desde el seno amoroso, las tinieblas hasta la hiriente luz, humilla la cabeza el armadillo mientras sus pies miden la tierra, ese lugar “que sirve de camino a los pies”.

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Dolores Castro

Cuando apenas los ojos se soportan en luz, se anegan bajo la enagua azul de cielo y agua, bajo la cauda de lo que pasa. Los grandes animales de arquitecturas óseas como enormes arcas cubiertas de rugosas cortezas remojadas. Los hocicos hasta el filo del agua; las últimas miradas de los ojos hundidas en último anhelo de volar. Los gigantes ahogados así como los pequeños animales bajo la enagua azul, bajo la cauda.

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Poemas

II No es el amor el vuelo. Es lo que va despacio elevándose apenas, flotando como espuma adherida, adherida. Es lo que arrastra el agua sin ahogarlo. La rama verde de cualquier diluvio, lo que guarda humedad de los diluvios porque se hundió y flotó. Es lo que no se ahoga entre lo ahogado. Soplo de aire que hiende las aguas y enseña la primera corteza de la tierra.

Dolores Castro

Es lo que abriga en las cuevas del hielo; lo que les nace en hijos que se distinguen de los monos ágiles porque saben que temen y no saben que aman. Lo que les nace en hijos que se distinguen de los pájaros porque saben que vuelan y no saben volar, son las flores que brotan adheridas espumas de la tierra. Es la carrera de los conejos, relámpago entre la hierba, latido ahogado en las profundidades de las cuevas. No es el amor el vuelo.

Es lo que lleva esa mujer, flotando, cuando encuentra a ese hombre, flotando, para quedar, pie firme, hasta donde las aguas, el pedernal del viento, el oriente o el norte, ya no han de separarlos. 32

Es lo que va despacio de oriente agua a norte viento y fuego, y tierra, y flor.

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Poemas

Dolores Castro

Es el estrecho abrazo bajo la misma manta que produce los días.

(Aguascalientes, Ags., 1923)

Abraso sol y tierra, y las manos que se abren. Es tierra, vida, madre: son los vientres en donde asoma el rostro de la muerte y pasa como ceniza leve que flota en el agua. Ceniza que remueve el viento, que corona al fuego, que calienta en el manto de la tierra.

Los poemas de Dolores Castro fueron tomados de No es el amor el vuelo, antología poética, Lecturas Mexicanas 55, Dirección General de Publicaciones, Conaculta, 1992.

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Poeta y narradora. Estudió derecho y la maestría en letras modernas en la unam, estilística e historia del arte en la Universidad Complutense de Madrid, lingüística y literatura en la anuies y radio en el Instituto Latinoamericano de Comunicación. Fundadora de Radio unam y productora de programas radiofónicos. Premio Nacional de Poesía de Mazatlán 1980 por ¿Qué es lo vivido? Premio Nacional de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz en 1980. En 1988 fue homenajeada como Maestra de la Juventud. Es autora de la novela La ciudad y el viento. Ha escrito numerosos libros de poesía entre los que destacan: El corazón transfigurado, Dos nocturnos, La tierra está sonando, Cantares de vela, Soles, Obras completas, No es el amor el vuelo (antología), Tornasol, Sonar en el silencio, Oleajes, Dolores Castro Anthologie Poetique, ¿Qué es lo vivido? Obra Poética Dolores Castro, Cosecharán tempestades, Íntimos huéspedes, La vida perdurable y Rumiantes (antología).

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Paco Ignacio Taibo I

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Francesca Gargallo

Y una voz que decía El teléfono sonó, sonó y volvió a sonar. Como muchas mañanas en mi juventud, yo estaba enlazada en un abrazo satisfecho, sin aliento. Un cuerpo amoroso me sostenía y detenía. Mis brazos, los suyos, mis piernas y su torso se encontraban extenuados sobre una colchoneta al lado de mi máquina de escribir; las tazas de té, vacías, reposaban a pocos centímetros. Encontrar en esa situación mi mano, alargarla hacia el aparato telefónico y formular ¿quién es?, me tomó un tiempo. Finalmente un graznido se escuchó del otro lado de la línea. Y una voz que decía: ¿Es usted Elena Cosmo? Sí, contesté. ¿Es usted amiga de Luis Fontana? Sí, volví a decir. Pues déle una muerte decente, lléveselo a su casa, no lo deje agonizar aquí en el hospital. Me sacudí la mano ajena que pasaba por mis muslos: la sensación de franca demanda cuando se tiene la mente en otra cosa es molesta. ¿Pero quién habla?, pregunté yo. 38

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Y una voz que decía

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Y el médico de Luis Fontana me contó la historia de su hospital en Tabasco –a nueve horas de coche– en el más asqueroso calor tropical, zancudos, sudor y cervezas. Me habló de Luis que en el tercer piso, cama 54, agonizaba como el alcohólico que era, tras haber vomitado improperios y bilis, entremezclados con historias fantásticas, caballeros que galopaban por la pampa perseguidos por hombres muy parecidos a ellos, los primeros buenos, los suyos, sus muertos de hace 135 años, los héroes de la República de Entre Ríos y otras provincias de nombres lejanos, los segundos los malos, los conservadores, los que siempre, siempre Elena, nos han derrotado, nos han hecho mierda. Absolutamente desolado porque después de esa historia no podía extender la mano y encontrar la botella de whisky. El médico seguía hablando. Luis agonizaba. Lo habían traído de su casa cuando había empezado a aullar de dolor, a maldecir los años, a destazar con un cuchillo cebollero los fantasmas de una Argentina de violación perpetua. Y los vecinos asustados se lo habían llevado de urgencia. En el hospital lloró dos noches, luego se entregó a la muerte. No había nada qué hacer. Demasiado alcohol, demasiados años. Sí, asentí y en mi cabeza surgió el recuerdo de una reunión de revolucionarios de media América, risotadas

y heroicidades masculinas, violentas, estúpidas. Juegos de armas, promesas o recuentos de hazañas: una mierda pues, pero en ella había conocido a Luis. Era flaco, de una belleza extrema y todavía cargaba una cámara fotográfica, una Nikon F 1968 creo, excelente. Sabía controlar el temblor de sus manos, enfocar, disparar. En sus ojos una tristeza que lo alejaba para siempre de los demás machos ahí reunidos. Una tristeza inteligente y desesperada. Lo escuché durante tres noches y dos días, hasta que mi alma se hizo trizas, que mis ojos tuvieron una urgencia absoluta de llorar y corrí a la calle serena de mi altiplano, de mi ciudad como una puta grande, antigua y sin embargo hermosa. Era una noche caliente de mayo. Era 1986, el terremoto había dejado sus huellas pero el tráfico no era pesado y el aire se limpiaba con una ráfaga de viento. Ahora, separada del abrazo de mi amante matutino, y a pesar del sol en la ventana, hacía un frío seco que me heló. Voy, dije al médico. Y me arrebujé nuevamente en el abrazo para que un poco de amor, o de sexo, un poco de sexo, o de amor, me consolara. Pedí prestado el coche a mi vecino. Era un Volkswagen rojo de trece años antes. Pero éstos lo aguantan todo, me dijo al darme las llaves. Manejé escuchando a Strawinsky, con la mente en la

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música y los baches de la carretera, las pipas de petróleo me adelantaban en las rectas de puentes sobre ríos inmensos y yo seguía impávida, sola y sin pensar en Luis, sin pensar en qué haría, en por qué iba a recoger un problema. Dejarlo morir en mi casa, sí, carajo, cómo si eso fuera tan simple, como si ese hijo de puta de mi amigo de tres noches y dos días tuviera una legalidad mínima en el país y dinero para pagarse el servicio fúnebre. Sabía, lo sabía desde el momento mismo en que empecé a escucharlo, que ese hombre no tenía en regla nada. Así que no pensaba en él, sino en la virgen sacrificada entre los tambores y las estridencias de la Consagración de la primavera. Llegué al hospital porque era una cita impostergable. Había entregado mi palabra al médico y ahí estaba, frente a un hombre que se retorcía las manos. Por un momento pensé Luis ya ha muerto y yo me quito de problemas, pero el hombre carraspeaba con su voz gruesa algunas excusas en las que se entremezclaban la iglesia, una escuela de karate y las enfermeras. Sacudió la cabeza desesperado, me tomó de un brazo y me llevó a conocer la cama 54, en un cuarto soleado para dos personas, bajo el campanario de una iglesia y por encima de los techos de tejas rojas del segundo piso, más ancho, de la construcción hospita-

laria. Para protección de Luis se habían retirado sus ropas desde el momento de su llegada, no fuera a escaparse o colgarse con ellas; a la vez, para protección de cualquier vecino, se le había dejado solo. Las enfermeras entraban y lo escuchaban, seducidas por su belleza y su verbo, pero le negaban hasta la más pequeña cantidad de alcohol. Una en particular lo llamaba don Luis y le traía libros, los que ella tenía en casa y que habían pertenecido a un tío suyo que un día se fue a la mar para no volver. Estaban amorosamente apilados debajo de una hoja en la que Luis garabateó un Gracias de cuidadosa caligrafía. El médico, suavemente, me empujó hacia la ventana. Siempre he sufrido de mal de alturas, así que asomarme no me provocaba ninguna gracia. Entonces me enteré de que cuando la enfermera más joven había salido, confiada en que los calmantes habían surtido efecto y el cuentero de la 54 se había dormido, Luis deshizo una sábana para elaborar una cinta blanca y acolchonada con la que se amarró en la cintura el pijama dado vuelta, blanco, y saltó por los techos del hospital hasta deslizarse por las paredes de la iglesia y llegar a un do-yo donde fue saludado con respeto por los jóvenes alumnos. Descalzo, hizo gala de sus años en que fue campeón nacional de karate,

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y luego se encaminó rumbo a la nada. Por lo menos eso creía el médico. Odiaba el calor tanto como lo sigo odiando y las cervezas del trópico siempre me han sabido a orines; el pegoste de la humedad, luego, me era verdaderamente insoportable, pero qué hacer a las doce del día, endeudada y con coche prestado, en Villahermosa. Me senté en una acera, luego en una cervecería y finalmente me pasé a una cantina. Allí me acordé de repente del primo de Luis, un hombre raro, pero muy, muy amado por él. Fui a su casa, rompí un vidrio y entré. Luis es –imposible no serlo con su vida y sus fantasías– un paranoico, de esos que le temen a la policía, que se encierra frente a todo ser humano, un enemigo del control y la limpieza. Las paredes de su casa estaban manchadas de sangre, lo cual me asustó. Su cama era un colchón desecho y su escritorio, un montón de papeles con frases iniciadas, un par de párrafos de una narración en vos, teléfonos en clave, el último número siempre sustituido por el número precedente o posterior y el primero por dos números anteriores, y, entre basuras, también la dirección de su amado, querido, dulce primo, garabateada para dejarla a quién sabe quién. Eso es, dije y levanté el pie que se había pegado contra algo viscoso y oscuro que

corría del cuarto al baño. ¿Con qué se habrá herido este cabrón?, me pregunté e inmediatamente pensé que debía ser una lesión vieja porque el médico no la había mencionado. En el patio trasero de la casa del primo, Luis estaba sentado mirando a un tejón entrar y salir zambulléndose en la tina abierta de la lavadora. Hablaba en voz alta de los anarquistas, sus héroes, y lloraba la muerte de un abuelo que, me enteraría después de años por boca de su madre, nunca conoció. Me lo han matado los fascistas, decía y una conmoción del alma le hacía torcer la vida. Su primo, nieto del mismo hombre, le daba cuerda. Los atrapé así, ni siquiera me habían oído llegar. Luego se avergonzarían muchísimo, una mujer, una pendejita, aunque en su lenguaje eso quería decir joven y no idiota, los había encontrado en actividades revolucionarias sin que ellos se dieran cuenta; pero para mi estupor Luis abrazó a su primo, dejó caer una frase de Neruda, El Trópico Envilece, y se subió a mi auto, prometiendo que escribiría su novela siempre aplazada y dejaría de beber. Lo ayudé a subir porque se lo había prometido al médico, aunque no se tardara quince días sino quince años en morir. ¿Lo dejé subir porque se lo había prometido al médico? Todavía no lo

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sé. Tomamos rumbo a México, evitando las autopistas para no pagarlas y porque a Luis la sensación de no poder salir de ellas le provocaba el mismo desasosiego que el hospital, que la cárcel. Te tienen ahí, decía, y debes ir derecho hasta el infinito, hasta donde los dueños de estas calles malditas quieran. Y encima pagas; ves, seguía diciendo, entre el capital y la prisión siempre existe contubernio. Nos paramos dos veces en fondas donde yo comí y él se hizo envolver sus platos intocados para cuando me dé hambre, señora. Y la mujer, feliz, se los enrollaba, le proporcionaba servilletas, lo acompañaba a la puerta. Seducía sin proponérselo, y en eso nos parecíamos. Llegamos a mi casa a las tres de la mañana, le ofrecí el sofá y me dormí hasta que el teléfono repicó incluso dentro de mis sueños. Trabajo, maldito bendito trabajo. Corrí a la radiodifusora de los maestros, me desentendí de todo durante días, el placer del free lancer. También me encontré con un par de amigas, dormí en la casa de una de ellas, la cuarta noche planeamos la ida a un encuentro de feministas, así, sin colectivo preciso, sin nombre pero claramente afincadas en nuestra autonomía, en la invención de un mundo desde un yo sin modelo, y volví a mi casa con un poco de dinero y muchas ideas. Vivía en la

cima de una montaña, desde mi ventana se veían todavía árboles frutales y, a lo lejos, los volcanes. Luis estaba sentado frente a mi máquina de escribir. Por mucho que le rogara, nunca la soltaría. Me compré otra sin ningún resultado; en los tres años que Luis empleó para su novela, sufriendo y riendo, borracho como el vómito mismo y exaltado hasta el orgasmo de una frase perfecta, yo no escribiría ni una sola palabra. Ni una idea, ni un recuerdo. Por momentos era placentero oír a otra mano teclear y quedarme a oscuras en la sala, sentada y muda, mirando la nada abarcar la oscuridad que bajaba por los ventanales. Pero cada día, todos los días, eso era otra cosa. Pedí asilo en la casa recogida y céntrica de una amiga que viajaba mucho, pero no surtió efecto. Tuve amantes, aunque fuera para desahogarme. Jamás Luis pensó que se debería ir, que nunca me había pedido permiso para quedarse. Cuando sobrevino la muerte de mi abuelo, ese hombre imponente y amado que me había querido como a una idea pura y se estrelló contra la evidencia de que mi cuerpo de adolescente era vivo y deseado echándome de su familia, heredé y decidí comprarme una casa. En el centro, grande, cómoda. Luis miró por última vez la casita en las montañas y pasó luego sus ojos sobre mí

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decretándome culpable del delito de tener dinero; no preguntó nada, se dejó subir como un bulto más al camión de mudanzas y se trasladó conmigo. Durante meses un silencio duro convivió con nosotros de la mañana a la noche; sin una palabra nos cruzábamos por la cocina, poníamos los cubiertos en la mesa y deglutíamos alimentos amargos con la mirada puesta en el intento de no ver al otro. Para sentirme viva, yo traje una amiga flaca y dura a mi cama. Luis se ofendió en lo más íntimo, hasta lo inadmisible, y me declaró una guerra feroz, donde el deseo de atraer mi atención jugaba un papel tan determinante como el de sentirse superior a mí y a todas las mujeres. Dos crisis de delirium tremens en la puerta de entrada, un médico egipcio que repetía que el alcohol mata el alma de las personas, por eso sus fantasías son demoníacas; hay que obligarlo a comer, señora, y de ahí las sondas, pero también hojas sobre hojas, un editor enamorado, la fama. Su libro en año y medio fue traducido a siete lenguas, mientras mis cuentos yacían en el ansia de saberse no escritos. Rabia, envidia, seguramente yo no era una santa. Regodeo, no sé, Luis dentro de todo tenía una limpidez que me desconcertaba. Y además empezó a sufrir más que de costumbre, sus muertos se le atiborraban en el pecho y eran cada día más,

cualquier niño desnutrido, todos los torturados. Necesitaba escribir, mas lo atenazaba el miedo de plagiarse a sí mismo. Yo había endurecido mis gestos y mi cuerpo suave se tornó anguloso, más interesante que amable. Me hacía falta aire, precisaba que él se fuera. Se lo dije al fin. Sus paranoias volvieron a aflorar: fascista, me gritaba; plagiaria, enemiga de mi talento, le decía a nuestros amigos. Me acusó de haberle robado las memorias de su abuela, que guardaba en una caja y, de vez en cuando, sacaba a la mesa para leérnoslas a mí y a mis amigas. Su abuela anarquista que había fundado las brigadas del amor durante la guerra civil española y ofrecía abrazos entre combates, la del bastón contra la dictadura, ya vieja, la abuela incómoda que en casa no se mencionaba. Cómo, cómo admitir que perdió las hojas que garabateaban su vida en su caerse de borracho, entre una esquina y otra de la ciudad. Harta más allá del cansancio, grité que si iba a mantener a un zángano prefería pagarle la escuela a un huérfano en Nicaragua. Entonces él embadurnó de caca los muros de su cuarto y fue a buscarse un refugio mientras yo andaba trabajando. Los niños de la calle me lo volvieron a traer. Años antes, con mi amiga flaca y dura, había-

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mos empezado a pagar los tacos a tres mocosos a cambio de que nos dijeran dónde caía borracho Luis. Señitos, nos decían, el señor se quedó bajo el puente del Circuito, y nosotras íbamos a rescatarlo. Así que la mañana de un miércoles fui despertada por un muchacho ya grande, uno de los que vi crecer, cambiar de lugar cuando llegaba la policía y volver. Le di sus diez pesos y fui por Luis al parque. Me prometió que trabajaría, que volvería a escribir, que sólo bebería vino. Le busqué casa, una que pudiera pagar y que no estuviera demasiado cerca. Yo no la encontré, él sí. Se hizo amigo del casero y de vez en cuando me visitaba. De sus recuerdos aparecieron imágenes grandiosas, ideas que no llegaron a estar derrotadas, los horrores de la dictadura, el dolor de la muerte de los suyos. Luis nunca era ligero, sus historias traían a cuesta utopías despedazadas y carretas de muertos, trenes de cadáveres, aviones que tiraban jóvenes sedados al mar. Así que yo me fui a vivir a provincia y de regreso estaba enamorada, decidida a vivir con un hombre, a compartir con él años, creaciones y espacios. La vida de pareja, la abominable vida de los que se encierran en la competencia indecible, en el deseo de aniquilar al otro, de hacerlo suyo hasta quitarles las ganas

y el aliento, se apoderó de mí. Amar, cuando se comparten las sábanas y el desayuno, es imposible; la rutina ahoga y la vida se torna una monótona y resentida sucesión de renuncias. Nació mi hija y amaneció de repente cada mañana. Escribía mientras amamantaba, corría a trabajar y volvía a casa, finalmente enamorada: ella, ella, ella. Mis amigas, mis amigos la amaron tanto como yo, impulsados por mí que deseaba que fuera la más querida de todas. La miraba, la tocaba, cuando dormía tenía ansiedad de despertarla, cuando clavaba sus ojos negros en mí la felicidad me quitaba el aliento. En ese momento mágico llegó la llamada, no de un médico sino del casero: Luis andaba en una ambulancia dando vuelta por la ciudad ya que ningún hospital quería recibir a un moribundo para no empeorar su registro de decesos. Moribundo y sucio, un teporocho moribundo y meado, vomitado y, por encima, quemado, ya que había caído en una zanja en las afueras de la ciudad y el pantalón se le había enredado en un alambre de púas hasta que le prendió fuego con un encendedor para liberarse. Moribundo de veras, sin esperanzas. Qué hacer, nos preguntamos el casero y yo, y decidimos llamar a su madre, traerla a México, devolverle el bulto que sin saber nos había encar-

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gado. Luis nos mataría de saber lo que estábamos planeando. Mil veces nos había hablado de una madre monstruo que se le apersonaba en su casa sin dejarlo vivir, una madre que lo trataba como niño porque no lo podía soportar adulto. No era sólo de la dictadura que había huido, se había escapado de su madre. Pero Luis agonizaba mientras finalmente el hospital general de Iztapalapa aceptaba recibirlo. Lo entubaron, lo lavaron sin esperanza de nada, por pura rutina. El hígado no responde, los riñones están bloqueados, decía el médico de guardia y yo asentía con la cabeza, triste sin remedio. Fui al aeropuerto con mi hija en brazos, destrozada por la angustia de saber que una madre estaría pronto viendo a su hijo desahuciado, un hijo que trajo en los brazos como yo a la mía. Sin embargo, apenas la madre se sentó al lado de su cama en el hospital, Luis abrió los ojos, la reconoció y sacándose de la frente el mechón rubio se sentó a conversar con ella. No había amado a nadie como a ella, pero cómo era posible que estuviera ahí, qué grata sorpresa. Tampoco entonces murió. Deberían pasar años, arrastrar sus piernas flacas por las esquinas de barrios cada vez más recónditos, sin ganas de comer, de levantarse, sin más libros que los que sobrevivieron a dos inundaciones; debería hacer

añicos aun más su alma. Pero entonces inició una novela en la clínica de desintoxicación donde lo internó su madre con su anuencia. Podíamos irlo a visitar, regalarle libros, sacarlo a pasear por las aceras soleadas que rodeaban la casa. Con el casero nos peleábamos a la madre de Luis, tan dama, tan erguida, tan divertida. Luego regresó a casa, él se fugó de la clínica, yo me divorcié y publiqué tres libros al hilo, finalmente renombrada, libre y madre. Poderosa, sí. De Luis me ocupaba muy poco, aunque lo encontraba cada vez más seguido en los alrededores de mi casa y lo invitaba a comer, lo cual no hacía, a lavarse o simplemente a estar. Un día perdió su novela en un taxi. Lloró como un viejo, sin consuelo. Le regalé otra máquina y la volvió a escribir. Yo tenía trabajo, un sueldo. Rentó un departamento del que nunca me dio la dirección. Cada vez que se desaparecía por más de diez días, yo sabía que algo le había pasado. Se cayó tras un sillón durante una fiesta violenta en la casa de una amiga que yo desconocía y quedó desmayado dos días antes de que un amigo de ella fuera a darle agua a las plantas y lo encontrara. Lo llevé a la Cruz Roja, le quitaron el alcohol de golpe, alucinó. Volvió a escribir. Un taxi lo atropelló cuando se lanzó a salvar un cachorro en medio de la calle. Lo llevé a la Cruz

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Roja, le quitaron el alcohol, alucinó. Esta vez no pudo volver a escribir porque su orgullo estaba herido, cojeaba de la pierna derecha y su porte ya no era el del muchacho gallardo que conocí. Se encorvaba cada día más, le dolían el pecho y las piernas. En sus manos me acostumbré a ver un bastón purépecha, mientras en el bolsillo trasero de sus pantalones cada día más sucios la figura de la botella era siempre la misma. Volvieron a brillarle los ojos cuando conoció a la joven amiga que llegó a vivir conmigo, quizá su último amor. Por ella se bañaba a veces, probaba un bocado de lo que cocinaba y readquirió cierta prestancia. Tenía clavada a la muchacha en una silla con sus historias fascinantes, caballeros perseguidos en la pampa, anarquistas erguidos en las mañanas brumosas del invierno austral. Jamás le tocó los pechos prósperos ni las nalgas poderosas, quería sus horas, los tiempos largos que pronto se desgastaron. Mi inquilina tenía una novia y una escuela, es decir el día recortado. Yo me repartía entre mi hija, el trabajo y mi nueva computadora, sin contar una renovada pasión política. Luis se cortó las uñas de los pies tan cortas que se hirió el dedo gordo, provocándose una infección. Los antibióticos fueron cada vez más fuertes y él no reaccionaba, bebía sin parar, histérico, desespera-

do porque el dedo, el pie, el tobillo se volvían negros. Una mañana apareció en los pasillos de mi trabajo, macilento, con los ojos vidriosos. Había dejado de beber por su voluntad, las medicinas empezaban a surtir efecto, pero cayó desmayado. Despertó en mi cama, después de tres días de sueño ininterrumpido. Salvó el pie. Mi inquilina se peleó con él, Luis se peleó conmigo, mi hija me defendió y niña como era le asestó un bastonazo que le rompió una costilla. Ella, que le tenía piedad a todos los hombres, no sintió ninguna por el viejo tío que la importunaba con sus historias de muertos y llantos rituales, caballeros perseguidos, rebeldes, entiendes niña: los míos, los buenos. Déjame en paz, ponte a hacer algo, le contestó mi hija y arrastrando una pierna Luis se fue sin decirme nada, yo siempre frente a la máquina de escribir, él escupiendo sangre y yo palabras. No dijo nada al casero, empacó sus pertenencias en una caja de cartón y fue rumbo a la más triste periferia donde por un rato encontró la paz entre marginados que le ofrecían cervezas, jóvenes que lo recogían, matronas que le lavaban su pantalón mientras él se calentaba al sol de invierno en la acera, envuelto en el periódico de ayer. La madre me llamaba de vez en cuando, pero dejó de hacerlo porque mis noticias ya no

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eran tales, suposiciones cuando más de una salud y unas ganas de vivir cada día más precarias. Una depresión de la que no podía hacerme cargo. Luis se había vuelto un fantasma que reaparecía en una conversación o una pregunta, más sucio y desdibujado en cada ocasión, tan solo y triste como en la mañana que abrí los ojos a las cuatro con su nombre en los labios y una opresión violenta en el pecho; su nombre, su figura parecían danzar dentro y fuera de mí, frenéticos. Me levanté a beber agua. Luis, Luis, qué le habrá pasado a Luis. Besé a mi hija, la dejé durmiendo, me vestí a oscuras y llegué a su barrio de perros flacos como él, barrio de mala muerte, de muerte misérrima, y encontré el zaguán al fondo del cual vivía, toqué a su puerta, toqué más y nadie abrió. Rompí el vidrio y empujé con fuerza la puerta. Una rata corrió entre sobras de pan y queso. Nada más. Sí, una colcha sucia, no: un hombre acostado en una esquina. Lo levanté del suelo, demasiado ligero para estar vivo, y me acerqué a su boca agrietada, al hilillo de sangre coagulada que salía de ella. Escuché todavía su voz delgada decir por última, por primera vez amiga mía, amiga mía.

Francesca Gargallo (Sicilia, Italia, 1956)

Novelista, feminista independiente y doctora en Estudios Latinoamericanos por la unam. Es docente de Historia de las Ideas en la Universidad de la Ciudad de México, en cuya fundación trabajó diseñando las carreras de Literatura y Creación Literaria y Filosofía e Historia de las Ideas. Radica en México desde 1979 y aunque es siciliana por nacimiento se considera mexicana por amor al arte. Premio al Pensamiento Caribeño por su libro Garífuna, Garínagu, Caribe, y primera mención al Premio Libertador al Pensamiento Latinoamericano por Ideas Feministas Latinoamericanas. Ha publicado las novelas Calla mi amor que vivo, Estar en el mundo, La decisión el capitán y Los pescadores del Kukulkán. Es autora del libro de cuentos Verano con lluvia y de diversos artículos, publicados en libros y revistas acerca de la historia del feminismo latinoamericano y sus ideas.

El cuento de Francesca Gargallo es inédito y fue proporcionado por la autora.

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Rubén Bonifaz Nuño

Canto del afán amoroso 4 Haz que yo pueda ser, amor, la escala en que sus pies se apoyan, el torrente de luz para su sed, o, suavemente, el cauce en que su vida se resbala. Sólo soy un espejo para el ala de un ángel dividido, que así siente que le soy necesario, y dulcemente a mi dolor su claridad iguala. Y eso es todo, amor: sólo un reflejo. No escala, luz ni cauce, en que pudiera subir, brillar, o transcurrir ligera. Únicamente el sueño de un espejo mudo a veces, y opaco, en donde anida la imagen solitaria de su vida. 59


Poemas

18 Tú das la vista a mis pupilas ciegas y a mi voz la ternura que te nombra; amor, cuánta amargura, cuánta sombra se destruye en la luz en que me anegas. En hoces claras a mi pecho llegas y la esperanza al corazón asombra, por ti la mano del olvido escombra los restos tristes del dolor que siegas. Por ti vencido, el peso de la angustia inútilmente ya su fuerza mustia contra tus simples luces abre inerte. Amor, ardiente lámpara en la oscura soledad, segador de la amargura. Está lejano el miedo de perderte.

Rubén Bonifaz Nuño

Amo la gravidez del alma, el vuelo por la caricia que hasta ti levanto, y el fuego triste hallado en el quebranto de la distancia –aborrecible velo–. Amor: abril, tu cómplice, desvía la ruta del temor que disminuye y disfraza de fiesta su agonía. Eres abril de nuevo, amor, y nada escapa de tu ser: todo confluye a cobrar plenitud en tu mirada.

Poemas de amor VI

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Alguna vez te alcanzará el sonido de mi apagado nombre, y nuevamente algo en tu ser me sentirá presente: mas no tu corazón; sólo tu oído.

Y nuevamente abril a flor de cielo abre sus manos tibias, y yo canto el júbilo entrañable y el espanto que en mi sangre derramas con tu anhelo.

Una pausa en la música sin ruido de tu luz ignorada, inútilmente ha de querer salvar mi afán doliente de la amorosa cárcel de tu olvido.

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Poemas

Ningún recuerdo quedará en tu vida de lo que fuera breve semejanza de tu sueño y mi nombre y la belleza. Porque en tu amor no alentará la herida sino la cicatriz, y tu esperanza no querrá saber más de mi tristeza.

Los demonios y los días 24 Para los que llegan a las fiestas ávidos de tiernas compañías, y encuentran parejas impenetrables y hermosas muchachas solas que dan miedo –pues uno no sabe bailar, y es triste–; los que se arrinconan con un vaso de aguardiente oscuro y melancólico, y odian hasta el fondo su miseria, la envidia que sienten, los deseos; para los que saben con amargura que de la mujer que quieren les queda nada más que un clavo fijo en la espalda y algo tenue y acre, como el aroma que guarda el revés de un guante olvidado; 62

Rubén Bonifaz Nuño

para los que fueron invitados una vez; aquellos que se pusieron el menos gastado de sus dos trajes y fueron puntuales; y en una puerta, ya mucho después de entrados todos, supieron que no se cumpliría la cita, y volvieron despreciándose; para los que miran desde afuera, de noche, las casas iluminadas, y a veces quisieran estar adentro: compartir con alguien mesa y cobijas o vivir con hijos dichosos; y luego comprenden que es necesario hacer otras cosas, y que vale mucho más sufrir que ser vencido; para los que quieren mover el mundo con su corazón solitario, los que por las calles se fatigan caminando, claros de pensamientos; para los que pisan sus fracasos y siguen; para los que sufren a conciencia porque no serán consolados, los que no tendrán, los que pueden escucharme; para los que están armados, escribo.

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Poemas

La muerte y la doncella 2 Yo seguiré cantando. Tú habrás muerto. Habré yo muerto y seguiré cantando. Ha de sonar mi voz de vida, cuando la muerte en celo me haya descubierto. Como surgidas del sepulcro abierto, mis palabras; en ellas, abrasando, irá este amor, hoy pasajero y blando; entonces, ya, definitivo y cierto. Y nosotros, ya entonces, ni siquiera huesos ni polvo ni recuerdo, juntos estaremos. Es triste nuestra vida. Sólo mi voz hará la primavera que quisimos; los cálices difuntos que arderán con tu nombre y su medida.

Los poemas de Rubén Bonifaz Nuño fueron tomados de De otro modo lo mismo, fce, 1996.

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Rubén Bonifaz Nuño (Córboba, Ver., 1923)

Poeta y ensayista. Estudió la carrera de derecho en la Escuela Nacional de Jurisprudencia y obtuvo el doctorado en Letras Clásicas en 1971. Es miembro de la la Academia Mexicana de la Lengua, de El Colegio Nacional y de la Academia Latinitati Inter Omnes Gentes Fovendae de Roma. Ha recibido varias distinciones, entre ellas el Premio Nacional de Letras, la Orden del Mérito de la República Italiana en grado de Comendador, el Diploma de Honor en el XXXII Certamen Capitolino de Roma (1981), el Premio Latinoamericano de las Letras “Rafael Heliodoro Valle”, el Premio “Jorge Cuesta”, la Medalla Conmemorativa del Palacio de Bellas Artes y el Premio Iberoamericano de Poesía Ramón López Velarde. Entre sus numerosos libros de poesía destacan: La muerte del ángel, Ofrecimiento romántico, Poética, Imágenes, Los demonios y los días, El manto y la corona, Fuego de pobres, Siete de espadas, El ala del tigre, La flama en el espejo, Tres poemas de antes, Rubén Bonifaz Nuño (selección y notas de Carlos Montemayor), As de oros, El corazón de la espiral, Albur de amor, Pulsera para Lucía Méndez, Del templo de su cuerpo, Trovas del mar unido, Versos y Calacas. 65


Paco Ignacio Taibo I

El gato culto

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Estela Leñero

Te toca a ti (En un parque una banca, colgado del respaldo, un paraguas. Cerca de ella, una alcantarilla abierta, lo tapa sólo logra cubrir una parte. Dos hombres se encuentran sentados en la banca. Siempre verán hacia enfrente, hacia la alcantarilla y la gente que pasa. No se mirarán entre sí. Permanecen en silencio.) ramón: Parece que va a llover. simón: El cielo se está nublando. ramón: Parece que va a llover. simón: (Con desgano.) Ay mamá me estoy mojando. ramón: (Sonríe.) (Pausa. Pasa un hombre con su perro. El perro se detiene a oler la alcantarilla. 68

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Te toca a ti

El hombre lo jala y el perro se resiste.) hombre: Cochino. (El hombre se lleva al perro cargando y restregando su cara con la de él.) ramón: Cerdo. simón: Marrano. ramón: Es un cerdo. simón: Un marrano. ramón: Marrano tú. simón: Cerdo tú. ramón: El del perro. simón: El perro. (Pausa. Pasa un niño botando una pelota. Corre. La pelota cae a la alcantarilla. El niño trata de alcanzarla, se asoma, mete la mano, mira a los dos hombres que a la vez lo están mirando, introduce su cabeza en la alcantarilla.) simón: Te toca a ti. ramón: No, a ti. simón: Ayer fui yo. ramón: Pero el otro día fui yo y no me tocaba. simón: Te tocaba a ti. 70

Estela Leñero

ramón: Ese día no. simón: Pero hoy te toca a ti. ramón: A mí no. (EI niño desiste de buscar la pelota. El niño ve a los hombres y éstos le sonríen. El niño se va.) simón: No te compadeces de nadie. ramón: Tú tampoco. simón: Deberías de compadecerte aunque sea un milímetro. ramón: Un milímetro sí, pero no llego al metro. simón: Pues deberías, así estirarte sería cosa de nada. ramón: De todos modos no la alcanzo. simón: Desde aquí hasta allá, hay como cinco metros. ramón: Muchos más. simón: Cuando me levanto mido la distancia. ramón: ¿Cuánto mide? simón: Te digo que como cinco metros. ramón: Yo calculo muchos más. simón: Cuántos más. ramón: Como siete. simón: Exageras. 71


Te toca a ti

ramón: Casi siete metros. simón: ¿Los has medido? ramón: Al cálculo (Aparece una señora con su carreola; se dirige hacia la alcantarilla. Los dos hombres la miran en silencio y detenidamente. Una de las llantas de la carreola se atora en la alcantarilla. La mujer inmediatamente mira a los dos hombres. Ellos le sostienen la mirada, sonríen. La mujer trata de desatorar la llanta. Mientras tanto los hombres hablan:) simón: Mide cuánto hay de aquí hasta allá. ramón: Como siete metros. simón: No es exacto. ramón: Los perfeccionistas terminan por traumarse. No existe nada exacto. simón: Midiendo te aproximas. ramón: Pero nunca llega a ser exacto. Siempre habrá un porcentaje de error. simón: No es tan importante. ramón: Es lo que yo digo; a cálculo son siete metros. Suficiente.

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(La mujer continúa intentando desatorar la llanta. Los hombres la miran cuando están hablando.) ramón: (Extiende su brazo.) De aquí acá es como un metro. Ahora, de la punta de mi mano, para allá, imagínate dos metros más. Van tres. Es la mitad, más el doble... calcula... imagínate el punto. (Pausa.) Prueba tú. simón: (Empieza a extender el brazo pero desiste.) Te creo. (La mujer logra desatorar la rueda de la carreola y los mira furiosa. Ellos le sonríen. La mujer se va.) simón: Fue difícil. ramón: La llanta estaba muy atorada. simón: Hasta eso, no se tardó tanto. ramón: Fue rápida. simón: Es ágil. ramón: ¡Qué mujer! (Pausa. Aparece un hombre. Se detiene a leer el periódico. Los dos hombres lo observan de lejos.)

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Te toca a ti

Estela Leñero

simón: Te toca a ti. ramón: Quedamos en que a mí me había tocado la otra vez. simón: No te cuesta nada estirar las piernas. ramón: ¿A ti te cuesta? simón: ¿Estirar las piernas? ramón: ¿Alguien te cobra? simón: Nadie me paga. ramón: Yo te pago. simón: Quedamos en que eso no se valía. ramón: Nada más por hoy. simón: Quedamos en que era trampa. ramón: La otra vez lo hicimos. simón: Mentiroso. ramón: Y te convino a ti. simón: Estira las piernas. ramón: No quiero.

ramón: Son mis cálculos, los tuyos son otros. Si para ti son cinco metros, entonces a ti te cuesta menos trabajo levantarte que a mí. Dos metros menos. Calcula.

(El hombre empieza a caminar rumbo a la alcantarilla. El periódico cubre su cara.) simón: ¿Entonces quién? ramón: Si dices que de aquí hasta allá sólo hay cinco metros, solamente te vas a mover cinco metros. No es nada. Entonces tú. simón: Según tus cálculos eran siete. 74

(El hombre llega a la alcantarilla, tropieza y cae.) simón: Ni tú ni yo. (Los dos hombres lo observan. Él soríe avergonzado mientras intenta discretamente levantarse.) hombre: Disculpen... por favor… serían tan amables… tan amables de... (Los dos hombres no dejan de mirarlo. El hombre intenta salir hasta que por fin lo logra. Se encuentran las miradas; los dos hombres le sonríen y él desaparece.) ramón: Estuvo cansado. (Saca un pañuelo y se limpia la frente.) simón: Hay casos peores. ramón: Que ignoras por vicioso. simón: Y el vicio, qué. ramón: Es el hijo de la ignorancia. 75


Te toca a ti

simón: ¿Y la ignorancia? ramón: Es la madre de todos los vicios. simón: Tú eres un vicioso porque ignoras de quién era el turno hoy. ramón: Sé que mío, no. (Aparece una mujer. Se detiene a mirarse en un espejito. Usa minifalda.) ramón: En este caso me toca a mí. simón: Acabas de decir que no. ramón: Este caso es especial. simón: Nunca supimos a quién le tocaba en este día. ramón: Por viciosos. simón: Por ignorantes. ramón: Pero este caso no cuenta, está fuera del día. simón: Mejor echamos un volado. ramón: (Busca en su saco una moneda pero desiste.) Mejor no va nadie. simón: ¿Por qué? ramón: Porque tengo muy mala suerte. simón: Eso es trampa, la verdad. (La mujer camina hacia otro lado con espejito en mano. Desaparece.) 76

Estela Leñero

simón: Perdiste. ramón: Perdimos. simón: Qué mal calculas. ramón: Según mis cálculos... (Aparece una niña. Brinca la reata en un mismo lugar.) ramón: Ahora sí. simón: ¿Calculas? ramón: Calculo. simón: Con el culo. ramón: (Truena la boca.) (La niña salta la reata rumbo a la alcantarilla.) ramón: Por insolente te toca a ti. simón: (Sonríe malicioso.) ¿Apostamos? ramón: Azules. simón: Blancos. ramón: Azules con muy poquito blanco. simón: Blancos. (La niña tropieza con la alcantarilla y cae al suelo. Se le ven los calzones. Se levanta y mira a los dos hombres; éstos le sonríen y ella se va.) 77


Te toca a ti

simón: Gané. Te toca a ti. ramón: Eran azules. simón: Blancos. ramón: Más azul que blanco. simón: Sólo blanco. ramón: Viste mal. simón: Tú viste mal. ramón: Yo utilizo el cálculo de probabilidades. simón: Yo los ojos. ramón: Estás ciego. simón: Puedo ver a cinco metros de distancia. ramón: Eran azules. Perdiste. Te toca a ti. simón: ¿A mí? ramón: Hoy el destino te eligió. simón: ¿Quién lo dice? ramón: Lo digo yo.

Estela Leñero

ramón: Te toca a ti, hombre. simón: No que a ti. ramón: Te toca a ti. (Mientras se pronuncian los últimos diálogos en medio de la lluvia, se hace el oscuro.) fin

(Pausa larga. Empieza a lloviznar. Llueve en la banca. Los dos hombres no ven el paraguas y ni se mueven. Están mojados. Muchos transeúntes circulan con diversidad de cosas en la cabeza para cubrirse. Aparecen y desaparecen.) ramón: (Mojado echa un ojo al paraguas.) Te toca a ti. simón: No a ti. 78

La obra de teatro Te toca a ti de Estela Leñero fue tomada de Art Teatral. Cuadernos de minipiezas ilustradas, Año IX, Número 9, 1997, Valencia, España.

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Estela Leñero

Mario Bellatin

(México, DF, 1960) Dramaturga, directora y crítica teatral. Antropóloga social por la UAM. Estudió teatro en el Centro de Arte Dramático y en el Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas en Madrid. Ha colaborado en Punto de Partida, La Jornada semanal, y es columnista de la revista Proceso, entre otros medios. Imparte talleres de dramaturgia en el Foro Shakespeare. Fue galardonada con los premios: Punto de Partida por la obra Casa llena; mención honorífica en el Premio Rodolfo Usigli de la UNAM por Las máquinas de coser; Premio Nacional Obra de Teatro Malcom Lowry del INBA por la Habitación en blanco; Premio Nacional de Dramaturgia Víctor Hugo Rascón Banda 2004 por El Codex Romanoff y mención de honor en el Premio Internacional Casa de Teatro por Lejos del Corazón. Ha publicado y llevado a escena más de quince obras entre las que destacan: Paisaje inferior Norte/Sur, La ciudad en pedazos, aguasangre , Saboramargo, Insomnio, En defensa propia y Verónica en portada.

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La mirada del pájaro transparente Dijeron: Encontramos a nuestros padres adorando estatuas. Dijo: Realmente ustedes y sus padres están en un evidente extravío. Sagrado Corán

Quizás el punto más alto de El Cairo sea el lado norte de la ciudad. Siempre se ha sabido que desde sus calles puede verse fácilmente lo que sucede en el resto del casco urbano. El mercado, la plaza, la avenida que corta el centro en dos son apreciados desde allí en todos sus detalles. En esos días se encontraba en esa zona la locomotora que suele trasladar a los peregrinos por los lugares santos. Se hallaba sobre un pedestal de cemento. Alrededor le habían colocado una alambrada de púas. La locomotora era visible desde la ventana de la habitación que ocupaba con mi hermano. En aquel entonces vivíamos en un pequeño 81


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departamento ubicado en la misma cúspide del lado norte. A pesar del tamaño, nuestra familia parecía sentirse cómoda. Constaba apenas de un salón, de dos cuartos y de una cocina situada al fondo. El baño estaba ubicado a mitad del pasillo. Los techos eran bajos y a cualquier hora del día era posible oír el barullo de los vecinos. Cierta mañana de verano, la familia se preparaba para la visita que harían a nuestro salón los hermanos de mi padre, viejos mercaderes a quienes sólo veíamos cada dos años. Mi madre se había levantado antes del amanecer para preparar el desayuno y algunas jarras de té. Lo más lógico hubiera sido hornear también un pastel de pájaros, pero Jarifa dijo no haber encontrado aves silvestres en el mercado. Por los sucesos que se desarrollaron ese día, supe más tarde que sus palabras no fueron más que una excusa. Fui despertado por el ajetreo en la cocina. Estaba todo a oscuras. Alcé entonces la manta que cubría la jaula del pájaro negro, que aquella semana debía permanecer al lado de mi cama. Recordé el motivo de tanto alboroto. En circunstancias normales, nuestra madre no abandonaba la cama tan temprano. Era Jarifa, la sirvienta, quien se encargaba de despertarnos cuando nuestro padre ya había salido de casa. Antes de cualquier

otra cosa, Jarifa nos hacía orar en una esquina del cuarto. Pero aquella mañana las cosas fueron diferentes. A pesar de la hora, nuestro padre continuaba en la casa. Jarifa lo estaba bañando. Pude ver cómo le sobaba la espalda con una escobilla de crin. Sin saludar fui hasta la cocina. El desayuno estaba casi listo. –Tengo hongos en los pies –dijo mi madre con fastidio. –No debieras rascártelos de esa manera –respondí al ver que después de sentarse en un banco, se quitaba las zapatillas y, con una especie de frenesí, hurgaba en las plantas y entre los dedos. –Justo ahora, cuando vienen los mercaderes a pedirnos cuentas. ¿Creen acaso que porque cada dos años nos traen un pájaro negro pueden llevarse todo nuestro dinero? Lo que mi madre parecía no entender era que los tíos mercaderes traían desde Oriente los ungüentos y los óleos necesarios para mejorar la vida espiritual en nuestro hogar. Al menos, eso era lo que creíamos en ese entonces. Aquellos dos años de ausencia implicaban una larga peregrinación por territorios que se encontraban bajo el yugo extranjero. Los tíos mercaderes parecían expertos en eludir fronteras y puestos militares. Contaban con varios disfraces y habían ideado un método,

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basado en las cinco oraciones diarias, por el que lograban pasar inadvertidos la mayor parte de la jornada. Luego aprovechaban el mes de Ramadán para recorrer la larga zona que nos separaba del Índico. Era por eso que los viajes tenían dos años de duración. En el primer Ramadán hacían el camino de ida y en el segundo el de regreso. En la ida llevaban siempre una jaula vacía. Afirmaban que en su interior buscaban preservar el viento. Cuando al volver entraban a nuestra ciudad, recuperaban su aspecto habitual. Vestían largas túnicas, sandalias, y lucían tupidas barbas. Uno de ellos, el mayor, solía llevar un cayado con el que espantaba a los perros que acostumbraban salirles al encuentro. Algunos vecinos se les acercaban para pedir un poco de ungüento. Pero mis tíos jamás se rebajaron a contestarle a ninguno. –Quién iba a decir que precisamente en estos días aparecerían los hongos. Mira a tu padre ¿te fijaste bien? Aunque parezca lo contrario, no disfruta con el baño de Jarifa, incluso en la oscuridad podrás apreciar su rostro recorrido por las lágrimas. No pude dejar de ver los pies de nuestra madre. Se encontraba frente a la mesa donde Jarifa solía hacer la pasta para el falafel. A simple vista aquellos pies parecían normales. Regordetes

y con las venas inflamadas. Sin embargo, parecían marcados. Salí corriendo de la cocina. Mi hermano aún dormía. Lo desperté con un grito en la oreja. Recuerda el rebuzno que le lanzaron al príncipe Mishkin, proferí. Lo dije porque la semana anterior nuestra madre nos había leído fragmentos de una traducción del escritor ruso Fiodor Dostoievsky. Para disgusto de mi padre, junto a la cama de matrimonio se habían comenzado a apilar las obras completas de ese autor. Se sospechaba que aquella afición era la causa de los desvelos de ella. Poco después supimos la verdad: no era por Fiodor Dostoievsky que nuestra madre no dormía, sino porque seguía fielmente la orden dictada por nuestro padre de permanecer durante las horas nocturnas delante del adoratorio donde se mantenía un amplio conjunto de dioses paganos. Cuando mi hermano abrió los ojos, le hice recordar la visita de nuestros tíos los mercaderes. Lo vi palidecer. No te asustes, lo consolé. En esta ocasión no vamos a ser nosotros los afectados. Van a tener más que suficiente con nuestros padres. Mi hermano pareció no escuchar mis argumentos. Esa noche había soñado. Había visto el patíbulo de Mansur al-Halaj, el mártir sufi del que tanto nos habían hablado nuestros tíos.

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Había apreciado que detrás del verdugo había una larga fila de personas. Estaba también toda nuestra familia, parecía que esperando su turno. Al fondo se encontraban nuestros tíos los mercaderes, cada uno con un pájaro transparente sobre el hombro. Antes de salir del sueño, mi hermano había visto los pies de nuestra madre seccionados con una espada. En ese momento, despierto ya del todo, aseguraba seguir apreciando las gotas de sangre sobre la arena reseca donde estaba colocado el patíbulo. Luego de escucharlo y esperar que se serenase, nos lanzamos una mirada de complicidad. Nos acercamos después a la jaula, colocada al lado de mi cama. “Sólo haciendo viajar a los pájaros en movimientos circulares se podrá lograr la liberación”, recordó mi hermano que le había dicho en el sueño Mansur al-Halaj. La semana anterior, cuando el pájaro estuvo junto a la cama de Arib –aquel era el nombre de mi hermano–, casi muere de un enfriamiento causado por sus orines. Arib, en la madrugada, había confundido la jaula con un bacín. Nuestro padre se dio cuenta a tiempo del incidente y, alarmado, sacó rápidamente al pájaro de su jaula. Lo llevó a la cocina, lo puso sobre la estufa y mientras lo calentaba, envolviéndolo en unos trapos le suministró, con

un gotero, un té bastante cargado. Aquella era una receta de salvación para pájaros moribundos que, precisamente, los tíos mercaderes habían oído en uno de sus viajes. Dos años atrás se la habían dictado a mi padre. El pájaro logró restablecerse. Antes de salir del departamento, al alba como de costumbre, nuestro padre lo metió bajo las mantas donde mi madre empezaba a conciliar el sueño. Aquel día, ella no se levantó sino hasta cuando comenzaba a anochecer. En ese entonces ninguno de los dos, ni mi hermano ni yo, teníamos una idea clara del por qué debíamos alternarnos y dormir, una semana cada quien, junto a ese pájaro negro. Según los tíos mercaderes era para que, entre sueños, escucháramos las frases “Yo soy la verdad”, “Yo soy Dios”, dichas por Mansur al-Halaj antes de ser ejecutado. Pero a pesar de los tantos años que llevamos siguiendo esa costumbre, nunca oímos nada semejante. Mientras Jarifa seguía bañando a nuestro padre, mi hermano y yo introdujimos las manos en la jaula. Aquel pájaro no parecía tener razón de ser. El ave se asustó y pió dos veces. Menos mal fueron chillidos leves. Los demás habitantes parecieron no oírlos. Mi padre siguió en la bañera. En ese momento, Jarifa comenzaba a ento-

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nar una delicada melodía. Nuestra madre, por su parte, parecía atareada con el desayuno. El olor de la pasta cociéndose llegaba hasta la habitación. Bastó un movimiento brusco de la mano de mi hermano para que el pájaro quedara con el cuello roto. En el instante mismo de la muerte hubo un aleteo, que pareció llenar de plumas la habitación. Quise contarle a Arib que siempre había imaginado a Mohamed, el divino, recibiendo las palabras sagradas inmerso en una lluvia semejante. Sin embargo, no me pareció el momento adecuado para decírselo. Era suficiente el mensaje que parecía habernos llegado a través de su sueño. “Si un pájaro negro no tiene razón de ser, hay que deshacerse inmediatamente de él”. No estoy seguro de por qué llegamos a una conclusión semejante. En realidad, mi hermano Arib sólo había soñado con el patíbulo de Mansur alHalaj, y con las sagradas palabras que pronunció antes de morir. Por eso, desconozco también los motivos para referirme a Mohamed, el divino, rodeado de una lluvia de plumas. Es más, añadir las plumas como símbolo podía entorpecer, de una manera grave además, el desarrollo de los acontecimientos. Podría suceder algo terrible durante la visita que nuestros tíos los mercaderes estaban próximos a realizar. Más aún, porque

Jarifa parecía saber lo que estaba ocurriendo en la habitación. La matanza del pájaro. No podía ser otra la razón por la que su canto se había ido haciendo cada vez más agudo. En ese momento, sólo se escuchaba la melodía y el sonido del agua de la bañera. De pronto, Arib sacó al pájaro de la jaula y lo arrojó al suelo. Al verlo en ese estado, me atreví a echarle encima la almohada sobre la que había dormido. El siguiente paso consistía en sacar al ave del departamento. Faltaban pocas horas para la llegada de nuestros tíos. Nadie más, excepto quizá Jarifa, podía intuir el crimen que acabábamos de cometer. El desayuno no tardaría en estar listo. Nuestra madre pronto debía entrar en la misma agua que nuestro padre estaba utilizando. Aunque Jarifa no sería la encargada de bañarla. Ella debía dedicar ese tiempo a dar a nuestro padre un masaje revitalizador. Había que prepararlo para que estuviese en la mejor de las condiciones frente a sus hermanos. Ellos tomarían asiento en el salón y, antes de llegar al tema de los óleos y ungüentos, lo más seguro era que relataran las peripecias que habían tenido que soportar durante la travesía. Nuestro pequeño departamento parecía ser el punto de referencia para los tíos mercaderes, el

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lugar que señalaba el fin de un viaje y el inicio del próximo. Después de la llegada, volvían a partir en una nueva gira que, como la anterior y todas las precedentes, tendría un tiempo similar de duración. Hablarían de los grupos fanatizados que, con la inmolación pública, protestaban ante el dominio extranjero. De los asesinos que mataban en nombre de Dios. De las mujeres que transportaban explosivos entre los pechos. De los muchachos del desierto que, acompañados de sus perros mudos de cola enroscada, buscaban en las dunas los valiosos segmentos de aerolitos que aún parecían abundar en la región. De la relectura de la Biblia a partir de ciertos descubrimientos empíricos de nuestros tíos los mercaderes. Incluso se hablaría de la existencia de una mujer oculta en la vida de Mohamed, el divino, quien le habría susurrado al oído los suras más bellos del Corán. Cuando mencionaron aquello último, nuestros padres los miraron horrorizados, pero ni siquiera entonces se atrevieron a echarlos del departamento. Recuerdo que mientras hablaban, el hermano mercader mayor –aquel del cayado– iba sacando, uno a uno, los tarros de los ungüentos prometidos. Al fondo de la bolsa, encerrado en una caja de madera, solía estar el nuevo pájaro. Amarrado el pico y las alas. Nunca lo traían en la jaula vacía

que todo el tiempo llevaban consigo. Acto seguido mis padres debían llevar al salón la jaula de los dos años previos y darla en ofrenda. Con eso quedaba demostrado que habían conservado al ave en la mejor de las condiciones. Ante el estupor de nuestros padres –una actitud que se repetía en cada visita–, el tío mercader mayor se untaba los dedos con un poco de ungüento y los acercaba luego a los barrotes. El pájaro caía fulminado al instante. Entonces, los tres hermanos reían de manera sonora. Aprovechaban ese momento para afrentar a nuestros padres, para acusarlos de idólatras. En ese punto, nuestra madre siempre se echaba a llorar. Nuestro padre trataba de calmarla. Le decía que tomara al pájaro como un ave y no como el representante de nuestro destino. Jarifa, por su parte, tenía prohibido permanecer en el departamento mientras nuestros tíos hicieran las visitas. Debía ir al mercado y guarecerse en el puesto de la yerbera. El llanto de nuestra madre siempre se desató cuando tenía los pies limpios. Ahora las cosas serían diferentes. Por eso había que darse prisa en sacar el pájaro del departamento. No debía quedar prueba de su existencia. Jarifa quizá podría esconderlo en el puesto del mercado. Pero la salida del ave debía darse furtivamente. No había tiempo

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para hacer cómplice a Jarifa. Cuando llegaran los tíos mercaderes, la situación debía desarrollarse tan precipitadamente que no cabría el menor titubeo. El desayuno iba a quedar intacto. No se consumirían las jarras de té. No hizo falta hablar con Arib para que supiera qué hacer a continuación. Envolvió al pájaro en la tela de la almohada, y lo sacó por la ventana. Lo mantuvo un momento suspendido y luego lo arrojó al patio del departamento del primer piso. De inmediato nos escondimos debajo de las camas. No comenzamos a orar formalmente. Nos limitamos a repetir, en voz alta, la historia del patíbulo de Mansur al-Halaj. A decir verdad, esa repetición se fue convirtiendo, poco a poco, en un rezo profundo. Nos interrumpió el pitazo de la locomotora que se encontraba sobre el pedestal de cemento, a menos de tres calles del edificio que habitábamos. Por el camino que lleva a esa máquina vendrían, pronto, nuestros tíos los mercaderes. Llegarían hasta el departamento con la intención, entre otras cosas, de esquilmar a nuestros padres. No les bastaría con humillarlos, con destruir el pequeño espacio dispuesto para orar, con burlas a sus ritos religiosos, echarían, además, mano también de sus ahorros. Les quitarían lo obtenido en los últimos dos años. Tendrían que pasar

varios meses para que nuestro padre pudiera recuperarse del embate de sus hermanos. Primero se volvería a construir nuestro adoratorio, justo al lado de la puerta de entrada. Después de algún tiempo la alacena volvería a estar provista. Nuestro padre se levantaría una hora y media antes que lo habitual. Ya casi no le alcanzaría el tiempo para dormir. Nuestra madre apenas abandonaría la cama. Se mantendría acostada la mayor parte del día, con los pies enfermos levantados sobre altos almohadones. Jarifa no podría bañarse con jabón por lo menos en un año. Pero con lo que no contábamos mi hermano y yo, era con la suspicacia de nuestros tíos los mercaderes. Habíamos creído que las aves que nos traían cada dos años eran pájaros comunes. Aves encontradas en alguna selva oriental que ellos traían a su tierra de origen únicamente como símbolo de su presencia en lejanas comarcas. Sin embargo no era así, y el sueño de Arib no había evidenciado en lo más mínimo nuestro error. Eran unos pájaros de naturaleza tan fundamental que los únicos que ignorábamos esa condición, éramos mi hermano y yo. Años después maldije a nuestros padres por habernos mantenido en la ignorancia. En ese momento no podíamos saber que el remedio que habíamos ideado, retorcién-

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dole el cuello al ave, iba a terminar siendo peor que la enfermedad. Los pies ensangrentados de nuestra madre terminarían rodando. Esos pies atacados por los hongos, que se hubieran salvado de no ser por nuestra ligereza de conducta. Entre otras cosas, nunca nos preguntamos la razón por la que los pájaros no volaban pese a tener abierta la jaula. Por qué debían dormir junto a nuestras camas. La causa por la que los mercaderes mataban al anterior para dejarnos el siguiente. Por qué caían fulminados con el simple olor de los óleos y los ungüentos. Los cambios que iba experimentando nuestra sociedad no eran recientes. Pero era creciente el ruido del tráfico urbano que subía hasta nuestras ventanas cuando el cielo estaba despejado. También el humo tóxico de las fábricas de los suburbios. La influencia de la televisión, que diariamente informaba sobre lo que sucedía en el mundo. Los libros con literaturas de otras regiones. Sin embargo ningún cambio fue capaz de hacerle entender a nuestros padres, que Dios es el mismo para todos. Mientras más contacto tenían con las innovaciones que experimentaba nuestra sociedad, más se regodeaban en sus ideas. Tuvo que ser el patíbulo de al-Halaj, quien sacara a la familia de su ensueño.

Desde nuestro escondite escuchábamos el murmullo de los vecinos. No era el ruido habitual que producían todos los días. A esos sonidos ya estábamos acostumbrados. En esa ocasión oímos rezos, gritos de dolor; llantos de los que nunca antes habíamos sido testigos. Salimos de debajo de las camas y nos asomamos por la ventana. Miramos hacia abajo y vimos a la mujer del primer piso arrodillada junto al pájaro caído. Detrás de ella se encontraban los demás inquilinos. Algunos se sujetaban la cabeza con las manos. Otros no querían, ni siquiera, mirar la escena. De pronto uno de ellos, el que tenía un negocio en la entrada, miró hacia arriba y nos señaló. Quién iba a pensar en ese entonces que los extraños viajes de los tíos mercaderes eran una manera de pagar el pecado de nuestros padres. Que eran parte de la promesa que habían hecho a los patriarcas de nuestra estirpe. Los tíos mercaderes debían dedicar sus vidas a demostrarle a mi padre que Dios era el mismo para todos. Debían quitarle su dinero para evitar la instalación de adoratorios profanos. Mis tíos, al traer los pájaros negros que, como supimos después, hacían sus nidos en los minaretes de La Meca, se habían hecho expertos en apreciar los paisajes del Camino Místico. Pero, como ya dije, era demasiado

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tarde. El patíbulo de Mansur al-Halaj era nuestra única revelación. De haber sabido antes aquella verdad, quizá nuestro padre hubiera preferido meter la cabeza dentro del agua de la bañera y no volver a respirar. Pero mientras ignorara el sacrificio de sus hermanos seguiría llorando por nimiedades. En la cocina, nuestra madre estaría a punto de terminar de hacer el desayuno. Estaría asimismo arrepentida de no haber insistido en la preparación del pastel de pájaros silvestres. Tal vez miraría a su alrededor y, al comprobar que nadie la observaba, tomaría asiento en un banco, se quitaría las zapatillas, y untaría mermelada entre los dedos de sus pies. Trataría de mantener la calma, porque pensaría que el pájaro negro continuaba al lado de mi cama. Una vez más se quejaría de los hongos. Esta vez lo haría en voz alta, como para que los vecinos la escuchasen. Los tíos mercaderes llegaron cuando ya estaba oscureciendo. No sé por qué razón, ni Arib ni yo sentimos miedo y seguimos en la ventana, a pesar de que me pareció ver que las fuerzas policiales empezaban a tomar la parte baja del edificio. Hicieron un cordón humano para impedir que la muchedumbre, que se había comenzado a congregar, se acercase al departamento de la vecina del primer piso. Reconocí a nuestros tíos

al primer vistazo. Como de costumbre, el mayor llevaba un cayado. Lucían túnicas y barbas espesas. Lograron abrirse paso entre la multitud. Vimos cómo hablaban con las fuerzas del orden. A los pocos minutos, estuvieron delante del pájaro muerto. Discutieron entre ellos. Ninguno miró hacia arriba. En el departamento, Jarifa seguía cantando. Nuestro padre continuaba en la bañera y nuestra madre en la cocina. Parecían haber perdido el sentido del tiempo. Como nunca antes, los tíos mercaderes les dirigieron la palabra a algunos de los hombres reunidos. Luego, comenzaron a alejarse lentamente del edificio. Habían avanzado unos pocos pasos cuando el menor, de largo cabello rubio, abrió su bolsa y dejó salir volando el ave que traía consigo. Se trataba de un pájaro transparente, de esos que sólo habíamos intuido en sueños pero nunca escuchado decirnos ningún mensaje. El ave desplegó de inmediato sus alas, y logró en pocos instantes subir más alto que el edificio. Arib y yo lo miramos maravillados. El pájaro hizo un par de volutas y desapareció en el horizonte. Antes pasó por encima de la locomotora, siguió por la avenida que corta el Cairo en dos, y se perdió por la parte baja de la ciudad. Comprendimos entonces la importancia de vivir en aquella zona. Nos pareció que no

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se trataba de una casualidad. El departamento hacía las veces de fortaleza, desde cuyas ventanas se podía observar perfectamente el movimiento de los supuestos enemigos. Los tíos mercaderes se fueron alejando. Habían cumplido su última misión. A partir de entonces podían comenzar a llevar una vida sedentaria. El sueño de mi hermano era más que elocuente. Mansur al-Halaj era inmortal. Su sacrificio no había sido inútil. Pronto debíamos bajar y hacernos de los instrumentos necesarios para hacer de nuestro hogar un patíbulo. Ni siquiera Jarifa se salvaría. No había abandonado, a tiempo, el departamento. No estaba escondida entre las yerbas del mercado, actitud que quizá la habría protegido. La suerte de la familia estaba echada. Debíamos comenzar con la destrucción del adoratorio. Quemar los libros de Fiodor Dostoievsky. Escribir suras nuevos en las paredes. Abracé a mi hermano y, juntos, nos quedamos contemplando, desde la ventana, la locomotora en su pedestal. Arib, en ese momento se atrevió a hablar. Dijo algo relacionado con los hongos en los pies de nuestra madre. El texto de Mario Bellatin es inédito y fue proporcionado por el autor.

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(Ciudad de México, 1960) Narrador. Estudió Ciencias de la Comunicación en la Univesidad de Lima y Guión Cinematográfico en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, Cuba. Ha sido director del área de literatura y humanidades en la Universidad del Claustro de Sor Juana y es director de la Escuela Dinámica de Escritores. Premio Nacional Xavier Villaurrutia 2001 por Flores. Premio Nacional de Literatura Mazatlán 2008 por El gran vidrio. Parte de su obra ha sido traducida al alemán, italiano, portugués e inglés. Es autor de la antología El arte de enseñar a escribir y de las novelas: Mujeres de sal, Efecto invernadero, Canon perpetuo, Salón de belleza, Damas chinas, Poeta ciego, El jardín de la señora Murakami, Flores, La escuela del dolor humano de Sechuán, Shiki Nagaoka: una nariz de ficción, Jacobo el mutante, Perros héroes, Lecciones para una liebre muerta, Underwood portátil modelo 1915, La jornada de la mona y el paciente, El gran vidrio, y de varia invención: Obra reunida de Mario Bellatin.

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Paco Ignacio Taibo I

El gato culto

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Detergentes Roman Kaceb, rebautizado Romain Gary (alias Émile Ajar) nació en Lituania y no en Moscú como pretendía; fue hijo de Arie-Leib y de Mina. Su padre, comerciante en pieles, los abandonó en 1925 y murió de miedo en 1943 antes de entrar a la cámara de gas en Auschwitz. Su madre, actriz fallida, protagonista de una de sus más importantes novelas, La promesa del alba, emigró con él a Francia y falleció de un cáncer al hígado en 1941. Gary se suicidó en 1980, después de la muerte de su mujer, la actriz estadounidense Jean Seberg. Algunos críticos lo consideraban un terrorista del humor, antes de que este término tuviese las resonancias macabras que ahora lo intensifican. Inscribo un solo ejemplo: La diferencia entre los alemanes, dice, herederos de una inmensa cultura, y los simbas, gente inculta, era que éstos se comían a sus víctimas, mientras que aquéllos los transformaban en jabón. 102

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Textos

Esta necesidad de limpieza define a las culturas.

Las cosas simples ¿Cómo le hacemos? ¿Introduzco a los personajes de la corte inglesa? Cuando la aún joven Reina Isabel con su gesto duro y la vieja Reina Madre vestida de azul cielo, tocada con un sombrerito de paja que le vela el rostro, le conceden al pintor Stanley Spencer el título de caballero, él se presenta, como debe de ser, en el Palacio de Buckingham, vestido de smoking y llevando en la mano una maletita donde guarda las cosas que necesita para asear el ano contranatura que se le ha confeccionado para sustituir al verdadero, después de una operación de cáncer de colon. Es muy pequeño, enclenque, sus anteojos le caen sobre la cara, les agradece a las soberanas la alta distinción, él, simple pintor de una zona rural que en sus pinturas representa a Cristo como un campesino. Siempre había deseado el galardón, explica, pero de manera sencilla, parecida a la de un hombre que espera que su vecina le regale un tarro de mermelada de naranja amarga hecha en casa. 104

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Shoa Cuando abrimos las fosas, no pudimos contenernos, todos estallamos en llanto. Los soldados nazis se acercaron a nosotros, nos golpearon con gran brutalidad y nos forzaron a trabajar a un ritmo demente durante días sin dejar de maltratarnos y sin proporcionarnos instrumentos para efectuar nuestra tarea. Y no sólo eso, los alemanes agregaron que estaba estrictamente prohibido emplear las palabras ‘muerto’ o ‘víctima’ porque los que estaban allí eran simplemente un montón de madera o, más bien, un montón de mierda, que esos cadáveres no tenían la menor importancia... Es más, los alemanes nos obligaban a decir al referirnos a ellos que se trataba apenas de Figuren, marionetas, muñecas o, para decirlo con mayor precisión, shmates (porquerías).

El cazador cazado A San Agustín le gustaba pelear con el Diablo. En muchos de sus textos sostiene una batalla enconada con él. Solía explicarlo así [Ps.SC, S,I,4]:

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El Diablo y sus ángeles son como cazadores que colocan ratoneras [en latín muscipulas]. Los hombres pueden evitarlas, alejándose de ellas, acercándose a Cristo, Quien, aunque no los guíe por la vía correcta, los conducirá cerca de ella... Es bien sabido que, a la distancia, las vías paralelas suelen tocarse. Si tu camino es el de Cristo no caerás en la ratonera del Diablo. Pero si sales de esa vía, entonces sí caerás en esa ratonera. El Diablo brincó de alegría cuando Cristo murió y, sin embargo, el Diablo fue vencido... [Sermón CCLXIII, De ascensione Domini, III].

Satisfecha, comentaba: ¿a quién le interesa ser pobre? Le fascinaba el champagne. Veuve Clicquot: su marca preferida.

Pecados capitales La Reina Madre, retratada siempre al lado de su hija Isabel II (de Inglaterra), usaba trajes y sombreros infantiles. Murió pasados los cien años. Era golosa. Cenaba a las ocho menos cuarto. A menudo le servían crema de langosta, costillas de cordero con mermelada de frambuesas y una guarnición de verduras a la mantequilla, áspic de codornices, pêche melba como postre y, para finalizar, un café con crema y azúcar cristalizada. 106

La marca Después de hacer el amor, la primera vez que va a un prostíbulo, conducido por su mejor amigo, Schubert besa a la mujer. Es imponente, como una diosa. Luego le acaricia los pechos grandes y firmes, blanquecinos, destaca la rugosa areola, el pezón todavía erecto. La mujer levanta un brazo y en la base del seno está la llaga. La sífilis le produce a Schubert una locura intermitente y un gran fervor. Uno de sus amigos (su admirador, un mecenas) le regala un piano; allí compone sus últimas obras, entre ellas, los impromptus y momentos musicales que tanta influencia tendrían sobre Chopin, Schumann y Liszt que cuando Schubert murió eran aún adolescentes.

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Textos

Caridad San Jerónimo dijo que los cristianos fueron culpables de haber dedicado a Dios a sus hijos contrahechos y defectuosos. Los romanos antiguos los trataban con gran rigor; en naciendo los echaban al Tíber, según lo cuentan sus historiadores. Nosotros (¿quiénes?) que estamos enseñados en mejor escuela, nos comportamos con mayor humanidad; conocemos que los seres deformes son también criaturas de Dios...

Sociedades de convivencia Los expertos critican a los Estados Unidos por defender la abstinencia sexual para frenar el Sida. La llamada política ABC (abstinencia, fidelidad y condones, en ese orden, en sus siglas inglesas), defendida por el presidente George W. Bush, ocasionó una polémica en la XV Conferencia lnternacional sobre el Sida, que se celebró en Bangkok. Científicos, activistas y expertos en salud mostraron su discrepancia con la estrategia de Bush para luchar contra la epidemia ya que la mayoría considera que los preservativos 108

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son la prevención esencial. La monogamia o la fidelidad no salva a muchas mujeres casadas, o a las que son forzadas, advierten. Stanley Spencer no soportaba la abstinencia y en su época los condones no se utilizaban de manera tan universal como ahora. Tampoco la fidelidad constituía una de sus máximas prioridades. Amaba a dos mujeres al mismo tiempo y las deseaba a ambas, aunque ellas no lo desearan a él, Hilda, su primera esposa, por su pasividad, y Patricia por ser lesbiana. En una de sus cartas en que pide consejo a una de sus amigas exclama: Me es necesario el amor: odio el odio. Estas premisas deberían tener algún sentido. Dios habló elocuentemente a través de la Carne y es por eso que estamos hechos de carne.

Se prohíbe fumar La noticia que transcribo apareció en El País el día 23 de octubre del 2006: La estranguló. Luego le cortó la cabeza, el cuerpo lo partió en pedazos, la metió en una olla, la sazonó y se fue de borrachera. 109


Textos

Después, Zahary Bowen de veintiocho años se gastó 1500 dólares en buena comida, buena bebida, buenas drogas, buenos amigos y buenas strippers. Veterano de la guerra de Irak y de Afganistán, el asesino se suicidó dos semanas después de haber asesinado a su novia Adrianne Hall, a quien conoció y de la cual se enamoró el día en que el huracán Katrina destruyó Nueva Orleáns. Antes de morir, se infligió veintiocho quemaduras con un cigarro. En una carta explica su proceder: Una quemadura por cada uno de mis años de fracasos amorosos, como padre, como marido, como soldado y como estudiante.

Fuego Para muchos cronistas del siglo XVI, el volcán no tiene fuego, es solamente humo, un volcán extinto. Soterrado, existe el temor de que, a pesar de todo, algún día el Popocatépetl incendie toda la región. Como el Etna o el Vesubio. Es más, fuego y nieve ayuntados verifican la realidad palpable del oxímoron, no la simple expresión de una destreza poética. 110

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Dormirse en sus laureles Un escritor joven, amigo mío, me cuenta que un día él y su novia fueron a ver a un gran poeta. En cuanto los vio, pontificó acerca de las mejores cincuenta obras de la literatura universal, las mejores cincuenta páginas de cada autor, las irreemplazables. Los despidió luego con un seco: no vuelvan a verme hasta que no hayan leído El asno de oro. El poeta se acerca a los jóvenes como un indio del Amazonas y los deja ir cuando ya se les han achicado las cabezas. Su voz engolada asume las tonalidades de un día de entrega de premios de juegos florales de Pachuca. Luego se contempla ante el espejo: refleja la imagen de Apuleyo, marmórea, perfecta, embalsamada: coronada de laurel. Los poetas deberían releer Los hermanos Karamázov de Dostoiewski y pensar en la primera escena en que Aliosha se tapa la nariz para contrarrestar el olor que emana el cuerpo del stáretz Zózima quien, a pesar de que en vida había sido perfecto, de muerto hedía. Los textos de Margo Glantz fueron tomados de su libro Saña, Ediciones Era, 2007.

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Margo Glantz

Alejandro Aura

(Ciudad de México, 1930) Narradora, ensayista, cronista y traductora. Es columnista de La Jornada, Babelia y otras publicaciones. Entre los premios recibidos destacan: Premio Xavier Villaurrutia 1984 por Síndrome de naufragios. Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2003 por El rastro. Premio Nacional de Artes y Ciencias (Lingüística y Literatura) 2004. Es autora de numerosos ensayos, entre ellos: Tennesse Williams y el teatro norteamericano. El día de tu boda y La lengua en la mano. También ha publicado las novelas: Síndrome de naufragios, Apariciones, Huérfanos y bandidos, El rastro, y los libros de relato: Las mil y una calorías, novela dietética. Doscientas ballenas azules. No pronunciarás. Las genealogías. De la amorosa inclinación a enredarse en cabellos. Zona de derrumbe. Historia de una mujer que caminó por la vida con zapatos de diseñador y Animal de dos semblantes.

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Un muchacho que puede amar 1 Huele a muchacha el aire de mediodía, huele a muchacha natural, y está tan cargado de olor a muchacha el aire de mediodía que estoy a punto de gritar que el aire de mediodía huele a muchacha. 2 Me he puesto mi traje nuevo y he limpiado mis [zapatos;] en el claro día relucen mis cabellos limpios y el viento suave que danza por los corredores [de las calles] da a mis manos un dibujo perfecto; siento que la gente que pasa me mira con agrado, huelo a fresca lavanda y doy los pasos al ritmo que el corazón me marca: soy un muchacho que puede amar. 113


Poemas

I. Hacer ciudades Que la ciudad sea principio y fin porque no hay soplo que la hurte de su sitio; cimiento la sangre de quienes la habitaron modulando su espeso fundamento. Óyeme decir que no me iré. Que parta el solitario y se hunda entre los pájaros perdidos; que parta el hombre común de cara lisa que todavía cree en la salvación y el robusto padre de familia que busca dominar al sol. Óyeme a mí decir que no me iré. La ciudad se morirá conmigo, yo estaré en su fundamento.

Condición de la ciudad (I) 1 Cualquiera pasa y la soba un poco, –malhaya la voz del moribundo, la seca voz del tedio–, cualquiera es flor ante ella 114

Alejandro Aura

y para ella debe ser una delicia la ingenuidad [del mundo,] –malhaya también el que se escapa por la puerta [falsa–,] su piel llena de hilos oscuros y membranas ha caído en servidumbre, sus tetillas al viento lleno de hollín, lleno de ruidos. Hasta el que más temor tiene del cuerpo la va [tocando,] su espalda desnuda en una maldición al viento, –así se desbaratará el alma de mimbre del miedoso y morirá solo– y la muy canalla no hace distingos, domina, impone su voz, su porquería, acaricia con ganas y luego se queda echada relamiéndole el miedo al temeroso. Qué bella se ve así la muy prosaica. 2 Cualquiera habla de ella pero su historia es bien antigua, le viene de herencia ese color cobrizo con que [impresiona] y el velo oscuro con que provoca. Quién no se iba a sentir atraído por algo que tan mal se oculta. 115


Poemas

Debajo tiene ramos de nardos y de azahares. Vendería su rostro a cualquier aventurero, de hecho lo tiene ya vendido pero trafica con sus mutaciones instantáneas como la mejor de todas. Se dice que pariría cuatrocientos hijos de un [golpe.] Pero es que ella en verdad no es intransigente sino que ha movido de su lugar los tibios pechos; el citadino escarba en vano los viejos sitios [conocidos.] Cualquiera aullaría en este caso, el más enrevesado mentaría con absoluta [claridad su queja,] el más quieto haría los peores desfiguros. 3 Pero así y todo pongámonos a levantar calumnias, altas y modernas calumnias en las que el techo de la razón se afiance; que muy desnuda la puta poderosa sea nombrada; hagámonos caso; que alguien crea que la ciudad y la razón son [una misma cosa] 116

Alejandro Aura

para que todos los demás, encanallados, tengamos fiesta y júbilo y encendida ya la enorme hoguera nos lancemos a ella como brujas descaradas; que aparezca el último nombre que debimos [darnos] brillando en la piel de la ciudad, ya que el miedo es tan torpe y nuestro corazón [tan torpe.] 4 A nadie le importa un bledo aquello que, infantiles, llamamos la música del [alma,] ¿para quién conservar pues tamaña ingenuidad, bastiones tan pueriles? Al carajo con todo, a la hoguera también la música y la sangre y el sueño de la sangre y su finalidad de flor. Al diablo la esperanza. Que la ciudad sea grande o chica si tiene jerarquía qué destrozos realiza, qué ganas de escaparse de esa cárcel, qué lazos más necios con los que juega y se [entretiene.] 117


Poemas

Al demonio las cosas primordiales, el lúpulo, la avena, las arenillas del desierto. Al carajo los montes y los valles, abajo las praderas y los bosques; que los pájaros trinen en su sitio lejos de la ciudad, bien lejos, que su canto no la turbe, que no nos la despierte.

Pasan las estaciones del año 1 En cualquier momento pueden llegar a mi casa, a mi dulce casa, o encontrarme en la calle, en un café, en un taxi. La ráfaga hunde sus aullidos como uñas de histérica en la carne. Una cosquilla última y sentiré riéndome que estoy de nuevo en la cuna.

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Pero en fin, la vida ha de ser este murmullo sin acentos, este traje, esta ciudad llovida y nada más. 2 La última calle de la ciudad no existe, en las orillas a todas horas nacen calles bajo los pies de los que pasan, y transitan muchos más sueños de los que el gobierno se imagina; por eso no es posible contarlas, no es posible manejar a la ciudad con una tabla aritmética; en realidad nadie sabe qué ocurre, nacen calles de los nombres que se piensa [ponerles] y hay que estar inventando palabras nuevas para simular que la situación se ha dominado. 3 Un árbol hace las veces de memoria, mil varones caminan con el día nublado

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Poemas

y el pantalón barato, cada muchacha que pasa me degüella un poco, ay sitio en que nací para perderme, de cada gente que pasa voy colgado y en el aliento de todos hundo mi cuerpo como un aire frío, juego para ganar, qué tiene, ya no cantaré, ya no cantaremos nada,

Alejandro Aura

harán rabiosas muestras de experiencia esclareciendo las oscuridades de mi piel, se pondrán mis zapatos negros y mi traje azul y usarán corbatas que combinen mejor que mis [corbatas viejas.] Ay, carajo, amor, mejor tírame al mar, ocúltame en un pueblo desconocido, invéntame otra vez.

mil veces se levanta el sueño y la vigilia derrotada cae retumbando entre las bolsas, bien vacías.

O aquí pondré mejor lo que quiero hacer cuando me muera: échame en la gran boca de una revolvedora de asfalto para volverme sin que nadie sepa calle, o plaza, o edificio.

4 Cuando me muera me querrán vestir de negro, meterme en un cajón de lágrimas y espasmos, ahorrarse mis olvidos con palabras de adiós, despedazar el timbre de mi voz dispersa;

5 ¿Esto es el mundo? Agua salada, agua salada, hace horas que me ando escabullendo de la palabra amor.

urdirán historias casi verdaderas acerca de lo que mi pobre cuerpo hacía, contarán anécdotas ocultas de lo que vivía yo [solo,] dirán que dije, que me dije a mí mismo, que pensé;

Que este perro que me ronda alce su copa y brinde por Europa.

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Los poemas de Alejandro Aura fueron tomados del libro Volver a casa, Editorial Joaquín Mortiz, 1974.

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Paco Ignacio Taibo I

(México, D.F., 1944 - Madrid, España, 2008) Poeta, narrador, dramaturgo. Fue creador, director y conductor de varios programas de televisión como: “Azul”, “En su tinta”, “Un poco más”, “De Cine y Literatura” y “Entre amigos”. Actor y director de innumerables obras teatrales, televisivas, de radio y cine. Fue director del Instituto de Cultura de la Ciudad de México, hoy Secretaría de Cultura del GDF. Entre sus numerosos premios destaca el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes 1973 por Volver a casa. Es autor de los siguientes libros de cuento: La historia de Nápoles, Los baños de Celeste, La hora íntima de Agustín Lara, El otro lado y A la orilla del viento y de las obras de teatro: Salón calavera, Las visitas y Bang. Ha escrito y publicado los libros de poesía: Alianza para vivir, Varios desnudos y dos docenas de naturalezas muertas, Volver a casa, Tambor interno, Hemisferio sur, La patria vieja, Cinco veces, Poeta en la mañana, Fuentes, Júbilo, El halcón y Se está tan bien aquí.

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El gato culto

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Rosa Beltrán

Amanda Amor por el trabajo Eran las seis. Aún era preciso esperar a que el sol se hundiera para ocultar esa especie de pudor que parece acentuarse cuando hay luz. La advertencia fue clara –así que en esto no cabía el asombro– porque ya para entonces Amanda no ignoraba que muy pronto de nada servirían los melindres; simplemente, habría que tomar a los clientes por sorpresa, a pesar de saber que esos rostros, inocentes tras el perfil de los edificios ensombrecidos, eran inconmovibles. Nunca le dijeron lo del cuerpo pegajoso por el doble empeño del sudor y los nervios, metido a presión en la coraza de una ropa demasiado estrecha donde, qué raro, se sentía más cómoda. Sólo habían sido explícitas con lo de las maneras: “Te paras así, luego extiendes la más generosa de las sonrisas, y empiezas con la retahíla de pro124

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Cuentos

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mesas.” Pero como si no se lo hubieran dicho: Amanda empezaba a desesperarse. Más que por un pudor auténtico, conservaba celosamente cierto uso de las formas, ciertos rasgos impregnados de una vergüenza escrupulosa y calculada porque los sospechaba emparentados con el beneplácito o el rechazo que esos rostros oscuros le otorgaran. Varias veces se había mirado en el espejo antes de salir. Había considerado sus dotes potenciales, como si verdaderamente su enorme pecho de cantante de ópera fuera a imponerse sobre la boca, incluidas las palabras, y realzándolo, le adjudicaba de antemano todo el triunfo de la empresa. Pero en el verbo estaba el secreto –o al menos eso había entendido en el adiestramiento–; así que repetía una y otra vez el pequeño texto, “le brinda, le da, le otorga”, el pequeño texto con que la empresa la iniciaba. Por fin, entre los árboles enclenques del camellón, la luz de los postes que empezaba a insinuarse, hizo presa del primer incauto. Al verlo, Amanda pensó que tenía ganas de irse a remojar los pies en agua caliente y vinagre, por eso se volcó sonriendo sin perder un solo instante: “A ver, joven, para ese mal aliento, es una oferta, una promoción, la fábrica de pastillas tal, le viene

ofreciendo tal –y enseguida, susurrando casi–, para que ya me vaya a mi casa, ándele.” Recuperado de la confusión, el hombre la había tomado de la barbilla y oprimía con un par de dedos fríos: no iba a comprar nada, Amanda lo sabía, pero lo miraba para asegurarse la dosis de autocompasión a que estaba acostumbrada. “Ahorita no, pero de aquello, ya sabe que estoy para servirla, reina”, y maldita sea, Amanda había esquivado el pellizco tarde porque ni la seña, ni el golpe bajo que pretendió dar, hallaron blanco sino en esa boca de lobo en la que se había convertido la calle para entonces. Ahora los automóviles pasaban con menos frecuencia; el par de ojos de los faros iluminaba la cinta gris de la calle y Amanda se entretenía en mirar el humo que parecía salir de ellos, en engañosa actitud de espera. En realidad, hacía un recuento silencioso de lo que había vendido. Visiblemente desalentada, se sacó las zapatillas blancas que le había regalado la compañía, y que hacían un daño enorme a sus empeines de cojín, luego se aplicó a dejar pasar el tiempo. Cuando había ido por el trabajo no le especificaron bien lo del anuncio en el periódico: “Pues edecán, ¿qué no sabe lo que es ser edecán?” y ella, por miedo de que la fueran a rechazar, se había

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conformado con esa explicación. Había puesto en la solicitud una sarta de mentiras que no hubieran hecho falta: hasta después vino a enterarse de que el único requisito indispensable era el par de medias blancas que las solicitantes debían traer de sus casas el primer día y con las cuales el empleo era cosa hecha. Debía ser una empresa importante esa fábrica de pastillas, porque en menos de una semana habían acudido más de treinta muchachas que, como ella, querían el trabajo de edecán. Más de la mitad se habían arrepentido, desapareciendo con el par de zapatillas y las primeras cajitas que debían vender. Otras, en cambio, anchas como gallinas culecas, decían haber sido recontratadas para esta nueva promoción. La empresa trabajaba mañana y tarde, pero Amanda empezaba su recorrido a las cuatro porque quería terminar la preparatoria. Un amigo de su hermano le había hablado maravillas del trabajo de aeromoza durante una fiesta y desde entonces, influida por el feliz recuerdo de aquella noche en que su chaperón había estado lo suficientemente borracho como para no amenazarla con denuncias mezquinas a la familia, soñaba con surcar los aires enfundada en ese uniforme tan lindo. Cuando tuvo a bien externar sus ideales a la familia re-

unida en la mesa del comedor, Elpidio, que para eso era el primogénito y no en balde había llegado a quinto semestre de Derecho, hizo alarde de su lengua, queriendo amargarle la ilusión. Después vino la unánime aprobación del padre y los demás hermanos que, masticando bien despacio y sin alterar ni un gesto, censuraban a la niña. No hubo necesidad de despegar los ojos del mantel, Amanda mostró por única vez su desacuerdo, bajito, pero con asombrosa convicción: “Pues sí, voy a ser gata, pero gata de angora.” Esa misma tarde había ido al sindicato a ver qué papeles se necesitaban para obtener una plaza. Su padre, ocupado de la prefectura del hogar a raíz de una jubilación que obligaba a las mujeres a cortar las conversaciones telefónicas de más de tres minutos y a vivir en un continuo estado de alerta, la sorprendió antes de que pudiera salir por la otra puerta; no importaba. La tomó del brazo desnudo como quien se apodera del mejor bistec en el mercado y entonces ella tuvo que aspirar la última bocanada del cigarro patriarcal y eso de que parecía corista de quinta; todavía aguantó la respiración cuando él le trazó la pe en la frente y entonces exhaló por fin: no importaba nada. Se dirigió al sindicato y lo demás fue lo de menos, porque allí su buena estrella la hizo caer

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justo en manos de quien debía. Había sido lo que se dice un golpe de suerte: Amanda esperaba interminablemente su turno cuando un tipo más bien bajito entró a la sala con las manos en el cinturón, en un esfuerzo por mantener la pretina de los pantalones sobre el ombligo. Con un palillo de dientes sacado quién sabe de dónde, le hizo a Amanda una seña de que pasara a su despacho. Después, se metió el palillo entre dos muelas haciendo ruiditos intermitentes con la saliva y escupió un fragmento de comida. Era el líder sindical. Tras escucharla dijo que sí, que cómo no, que todo era cosa de que ella cooperara un poquito y, aunque eso sí, había muchas pero muchas chicas, no se imaginaba cuántas, que se morían por entrar, él podría darle una manita. Eso sí: la mayoría de las aspirantes se quedaba en el camino, cualquier pretexto les impedía seguir los trámites, c-u-a-l-q-u-i-e-r-a: un centímetro menos de estatura, una pequeña alteración en un examen de salud, cualquier cosita, je, pero ella iba a entrar, como que se veía que era una muchacha con disposición, o sea, dispuesta, pues, tú me entiendes. Amanda contestó solícita que claro, sí tenía la mejor de las disposiciones, aunque fuera un trabajo duro ella podría con el horario, con las horas de vuelo. Y además era muy responsa-

ble. Nada más con que le dijera qué papeles tenía que llevar... Cómo no, chula, él le tomó la mano entre las suyas, cómo no, y le daba golpecitos, yo después te digo. Y luego, estacionando los ojos en el par de montes temblones que casi casi se le volvían anginas: tú nomás vienes conmigo muñeca. Amanda suspiró. Se puso a pensar en que las horas gastadas en vender pastillas valían la pena, en que los zapatos apretaban menos y en que el cansancio y todo lo demás eran minucias pasajeras; sólo un medio para alcanzar su ideal de mujer rica, ahora tan próximo.

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Entreacto Amor por el ritual Se pregunta por qué tendrá esa costumbre de no poder oír las puertas cerrarse con estrépito. Cada vez que sucede, cuando de veras sucede el milagro del encuentro, la imagen del par de zapatos va precedida de un ruido deliberado al dar vuelta al picaporte y ese simple gesto basta para ponerla a temblar de miedo y placer. “La verdadera función de los actos simples –piensa–, qué extraña”, porque ese primer ruido del 131


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picaporte encierra, además, la cualidad de incluir como garantía un nuevo estrépito cuando la puerta sea otra vez cerrada. En ese minuto sabe que es posible entusiasmarse por algo nuevamente, aunque ese algo no sea sino el deseo inútil de que el tiempo que acaba de transcurrir vuelva. En un sentido riguroso, ni ese tiempo ni el verano siguiente llegarán. Es decir, volverán los paseos a la playa con todas las comodidades de un hotel de primera clase, o las eternas esperas, cuando no haya dinero para salir juntos de vacaciones y ella tenga que contar con angustia las horas que pasan juntos, sin decirse una palabra, y las vea perderse sin remedio; pero la certeza de que a partir del instante en que se abra la puerta con violencia ocurrirá que tendrán mil cosas que decirse, que vivir “hasta la muerte”, hace tiempo que no la tiene. Empieza el día con optimismo; jala la punta de la colcha y trata de no pensar en las goteras del baño, en el lavabo tapado, en la ropa sucia apilada por semanas por más que todo eso le disguste, porque ha recibido un telegrama. Cuando él llegue, abrirá la puerta de departamento, se instalará en la mecedora y la deseará un poco mientras se mece. Sólo para eso ella se ha molestado en limpiar, para que ambos crean que pue-

den sentirse a gusto entre todo ese orden, para que puedan amarse ordenadamente. Quizá se amen; es un amor triste, pero poco importa el carácter de ese amor. Él llegará hasta su cama, dudará un instante antes de besarla y luego pondrá las flores en el piso. Ella, conmovida, mirará el regalo pensando en la última vez que su padre la besó, porque tuvo varicela, hace diecisiete años. También le acarició el brazo y le dijo “no mires la luz”. A ella le gusta engañarse de vez en cuando. Es un modo de prolongar el placer imaginando “quizá no llegue”, para después recuperar la alegría del encuentro. Y como él no ha llegado, como quizá esté en camino y bordee algunas cuadras, como quizá trate de no caminar la última, la que ya no puede bordearse, ella se inventa la necesidad, por ejemplo, de un café. El tiempo se le viene encima y él ya no debe tardar a menos que haya decidido no venir en el último minuto. Ella lo imagina ya dentro de la casa e inicia una conversación, suspende el momento, lo disfruta y lo deja después ser otra cosa. Habla y se responde y eso que habla todavía no se vuelve la decepción de haberse estrellado en algo incapaz de expresar lo que ahora es sólo un enorme deseo de que él llegue.

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Toda su capacidad se ha reducido a poner detalles a la espera. Toma un libro y lo hojea mientras piensa: “Si tuviera tiempo de leer las obras completas, todo lo que está apilado junto a la cama, la vida se va pasando…” Es decir: Esta mañana, ella se levantó de buen humor. Antes de dirigirse al baño buscó la mejor combinación, hizo un poco de ejercicio y trató de suspender el tiempo deteniendo en la memoria el crecimiento de ese amor: “Hoy te quiero igual que ayer, igual que siempre.” Pensó que de ese modo podía prolongarlo, pensó que eso podía ser un remedio contra la muerte de ese amor. Es posible que él ya no venga. Pero ella sabe también que siempre está a un paso de franquear la puerta.

Rosa Beltrán

(Ciudad de México, 1960) Novelista, cuentista y ensayista. Ha ejercido el periodismo y fue subdirectora del suplemento literario La Jornada Semanal. Titular de la Dirección de Literatura de la UNAM a partir de 2008. En 1994 recibió un reconocimiento de la American Association of University Women. En 1997 obtuvo el Florence Fishbaum Award por el libro de ensayos América sin americanismos/Revaluating the Idea of the Americas: Utopic, Dystopic and Apocalyptic Paradigma. Premio Planeta-Joaquín Mortiz de Novela 1995 por La corte de los ilusos. Premio Jóvenes Académicos de la UNAM 1997 en el área de creación. Es autora de la antología Los mejores cuentos mexicanos (en colaboración de Alberto Arriaga); de los ensayos América sin americanismos y El lugar del estilo en la época; de los libros de cuento: La espera, Amores que matan y Optimistas. También ha escrito las novelas: La corte de los ilusos, El paraíso que fuimos y Alta infidelidad.

Los cuentos de Rosa Beltrán fueron tomados del libro Amores que matan, Editorial Planeta Mexicana, SEIX BARRAL, Biblioteca Breve, 2008.

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Emiliano Pérez Cruz

El remojo Los primeros pobladores de lo que fue el Vaso de Texcoco carecíamos de todos los servicios urbanos. Quienes resistieron inundaciones y tolvaneras propias de aquellas colonias, tenían que ingeniárselas para subsistir: si de agua se trataba, las lluvias proveían: sólo era cuestión de colocar los recipientes adecuados en las goteras de los tejados y luego hervir el líquido. La electricidad podía tomarse de la línea que abastecía al único molino de nixtamal establecido en las cercanías. Esto dio origen a descomunales telarañas de cables que, para la gente de fuera, afeaban el paisaje, y para nosotros, impedían volar papalotes con toda libertad. Pero luz había, aunque hubiera que alternar el radio de bulbos con el de baterías en la noche, cuando los consumidores hacían uso de sus instalaciones. La cuestión del drenaje la solucionaban de diversos modos los pioneros. Los guáteres, por 137


Cuentos

Emiliano Pérez Cruz

ejemplo, se instalaban sobre fosas sépticas (si se contaba con los recursos necesarios para construirlas) o sobre los pozos excavados para ese fin. En la construcción de las letrinas participaba toda la familia. Y una vez que la capacidad de agujero se colmaba, había que cavar otro en algún lugar del terreno que a los veinte centímetros ya manaba agua salada y amarillenta. La letrina, baño o guáter (nombre que comúnmente se le daba) constaba de una tarima sobre la oquedad, con una perforación cuadrada al centro. O podían ser dos o más, al gusto, sobre las cuales se colocaban asientos hechos de madera; así se salvaban posibles aglomeraciones ocasionadas por alguna afección estomacal. Además, permitían el diálogo o la lectura de historietas con vecinos para intercambiar ejemplares. Pero los pozos no eran eternos. Cuando ya se advertía la necesidad de uno nuevo, se buscaba el sitio adecuado y si no había la suficiente mano de obra, se contrataban chavos para hacerlo. En realidad eran dos las misiones: excavar el nuevo… y tapar el ya colmado; para esto último se utilizaba la tierra de la nueva excavación, basura y cascajo; si por suerte algún perro muerto andaba por los alrededores, ya tenía una tumba

digna y sus restos mejor fin: servir de abono a un eucalipto, fresno o pirul, especies favoritas entre el vecindario. Quien estrenara el nuevo guáter tenía que dar el “remojo”: invitar los refrescos o los tragos, según la edad y la capacidad económica. A los chamacos tenían que andar espantándolos los mayores para que no estrenáramos, pues carecíamos de recursos para “disparar” por el “remojo”. Pero la verdad es que casi siempre uno se las ingeniaba, por lo que se decretó que el “remojo” que valía, el “de-a-deveras”, era de un adulto no necesariamente a tanto de que el sino estaba intacto. Había incluso otros que reservaban el “remojo” a las visitas, y había que esperarse hasta el domingo en que era más probable la llegada de éstas. Entonces ya se tenía un pretexto para invitarlos para que se quedaran a comer y claro que había chelas o pulque, si es que no se le ocurría faltar al pulquero que cada ocho días pasaba con su burro cargando las botas llenas de tlachicotón made in Texcoco o Coatlinchan. Claro que no todos los vecinos festejaban un acontecimiento como éste, pero nosotros formábamos parte de la calle de los michoacanos (por parte de mi apá) y entonces no había pierde: mientras los mayores festejaban y sacaban el

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radio o el tocadiscos Radson al patio, los chamacos disfrutábamos de un día con bastante dinero, pues cada visita que llegaba se ponía a mano con el domingo para cada quien. Entonces podía uno hacerse de trompos, canicas, baleros, yoyos o el juguete de la temporada, y comprar de los recién nacidos pastelillos chatarra o chocolates con tal de obtener las estampillas (larines, les llamábamos) para jugar volados, intercambiar o apostar para tener las necesarias y completar los álbumes. Y todo era posible gracias al estreno de la letrina y a la tradición del “remojo” de un sitio que da para otras historias.

¡Y ya me voy, Teresita, porque todavía no voy al mandado! El trato se hizo. Entre Alfredo, Ricardo y yo hicimos el nuevo agujero para la letrina; el Tizne, hijo de doña Romana la Calentana, nos hizo el paro: tenía carretilla y nos sirvió de mucho para acarrear basura de los tiraderos cercanos y cascajo de donde se pudiera, para rellenar. Un trabajo como este atraía a la bola de curiosos que no cesaban de hacer cábulas a costillas de nosotros: panteoneros de calabaza, enterradores de tamarindos, cuachaleadores y otros apodos por el estilo trataban de prendernos; a leguas se les notaba la envidia por no haber sido ellos contratados para esta labor que significaba, de a peso semanal, el equivalente a veinte domingos. Al final los mirones colaboran nomás por pura maldad, pues cuando teníamos listo a la orilla del pozo todo aquello que serviría de relleno sanitario, no faltaba quien estuviera a las vivas, aguardando a que trabajadores y mirones estuviéramos descuidados; entonces arrojaban con fuerza la basura y los trozos más grandes de cascajo: –Órale, tranquilos que ya salpicaron al Tizne y al Güilo... ¡Pinchis asquerosos! –Órale, si no ayudan no estorben me cae que le vamos a decir a mi jefa.

Los arroces –´tons qué, doña Tere, ¿sí les da permiso a sus muchachos para que hagan un hoyo para mi guáter y para que tapen el que ya se llenó? Le damos cinco pesos a cada quien y la comida... –Que sean los veinte, doña Pera. Fácil se llevan casi la semana. Y tienen que dejar el acarreo de agua a las vecinas... Ahí pierden. Además, pueden agarrar un mal aire... Otra cosa: hay que ver si quieren, porque son rete asquerosos... –Bueno: que sean los veinte y usté los convence… Yo les presto los zapapicos y las palas… 140

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–Uyyy, bola de maricas –dijo burlón el Mugres y luego propuso–: a ver, ¿quién se avienta a brincar el hoyo? Al principio, nadie aceptó: al saltar y pisar en la mera orilla, se corría el riesgo de que la tierra se desgajara; por el uso, el hoyo llegaba a tener un diámetro o lado de dos metros, si conservaba su forma cuadrada. Y los que nos dedicábamos a este ocasional oficio andábamos entre los siete y los doce años de edad… aunque ganas de echar relajo no faltaban. Alfredo, que traía pique con el Mugres (alguna vez pelearon “a mano limpia” y mi hermano perdió), aceptó el reto. –Pero vamos apostando cinco varos, y que sea en cinco brincos, una vez y una vez; el que libre el hoyo y llegue más lejos, se los gana, ¿sale? –Sale –aceptó el Mugres burlón–. Verás que a la primera vas a caer en el mierdero. –¿Con zapatos o descalzos? –Descalzos –dijo el Fredo. –Ya rugiste, camaleón– aceptó el Mugres y procedió a quitarse sus matavíboras de la Tenería de Pachuca. Y la competencia dio inicio. Se apostaron trompos, yoyos, canicas, luego de que cada uno de los mirones decidió a quién le iba como ganador. Un improvisado jurado registraba las marcas de Alfredo y el Mugres, quien hasta el

tercer salto de longitud llevaba ventaja. “Mejor rájate, manito: vas por la tercera y me canso que vas a perder”, le aconsejamos Ricardo y yo a mi hermano. Se negó. El Mugres tenía mejor técnica: llegaba al borde mismo del pozo y se impulsaba. Además, caía al otro lado con los pies planos, y como calzaba del siete con facilidad aventajaba a Alfredo, que marcaba con los talones. Pero el mayor peso del Mugres lo derrotó; su cuarto salto no fue sino derrumbe, pues la orilla se desgajó. Su intento de aferrarse con los codos fue vano: por suerte el contenido de la letrina se había espesado con la tierra que le echamos de relleno. Y no era muy profunda, el Mugres tocó fondo pronto, aunque salió embarrado hasta la altura de las tetillas. Las cábulas no se las acababa, aunque sí agradeció que entre todos lo sacáramos y con cubetadas de agua salitrosa del nuevo pozo le quitáramos buena parte de los añejos excrementos y larvas de mosca que, como arroces vivientes, pululaban sobre él. ¿La apuesta? Nunca la pagó.

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Los textos de Emiliano Pérez Cruz fueron tomados de Si fuera sombra, te acordarías, Conaculta y Plan C Editores, México, 2002.

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Emiliano Pérez Cruz

Paco Ignacio Taibo I

(Ciudad de México, 1955)

Narrador. Estudió periodismo en la unam. Ha sido coordinador de la revista La semana de Bellas Artes. Cronista Honorífico de Ciudad Nezahualcóyotl. Fundador y coordinador de la sección cultural de Summa; coordinador de la sección cultural de Ovaciones; fundador de Unísono y de Vientos. Colaborador de El Financiero, El País, El Segundo Piso, El Universal, La Cultura en México, La Garrapata, La Jornada, Novedades, La Semana de Bellas Artes, Reforma, entre otros medios. Premio de Cuento en el Festival Literario de la fcpys 1976. Premio Nacional de Testimonio Chihuahua 2000 por Si fuera sombra, te acordarías. Sus numerosas crónicas han sido reunidas en los siguientes libros: Borracho no vale. Noticias de los chavos banda. Pata de perro. Si fuera sombra, te acordarías. Ha publicados los libros de cuento Tres de ajo, Si camino voy como los ciegos, Los siete pecados capitales (colectivo), Me matan si no trabajo y si trabajo me matan, Un gato loco en la oscuridad y Antología personal. 144

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Para leer de boleto en el metro 10 se terminรณ de imprimir en octubre de 2008 en Corporaciรณn Mexicana de Impresiรณn, S.A. de C.V. En su composiciรณn se utilizรณ la fuente Adobe Garamond Pro de 15/18 pts. El tiraje consta de 250 mil ejemplares en papel diario.


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