Lecturas cruciales: Escritores y crĂticos revisan el canon
Centro Cultural Simón I. Patiño, Santa Cruz Calle Independencia 89, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia Tel. (00591 3) 337 2425 / 339 0151 cpatino@fundacionpatino.org www.fundacionpatino.org Dirección: Roxana Sdenka Moyano Coordinación de conferencias: Maximiliano Barrientos y Carolina Ottonelo Coordinación cultural: Tania Serrano Coordinación pedagógica: Carlina Petry Montaje: Julio César Burela Diseño editorial y fotografía de tapa: Marcelo Santorelli y Laura Martínez Imprensión: Imprenta Landivar
Depósito legal: 8-1-2262-09
Centro Cultural Simón I. Patiño Feria Internacional del Libro Santa Cruz de la Sierra - 2009
Lecturas cruciales: Escritores y críticos revisan el canon
Atletas de la percepción Maximiliano Barrientos
Hablar del canon lleva implícita una reflexión sobre la ficción, por eso en este breve texto que preparé para la inauguración de “Lecturas cruciales: escritores y críticos revisan el canon” -un encuentro que sin lugar a dudas se convertirá en un importante referente- intentaré dilucidar por qué leemos libros en los que abiertamente se nos dice que todo aquello que se cuenta, no ha sucedido. Durante más de diez días y en toda la Feria Internacional del Libro de Santa Cruz, se analizará un acto profundamente solitario: la lectura. Autores, críticos y académicos hablarán de algunos libros que estuvieron en los vulnerables años de aprendizaje, libros que los acompañaron en los momentos de las preguntas difíciles. Libros a los que se vuelve como se regresa a las grandes canciones. Quiero comenzar con una cita de Richard Price extraída de Samaritan, su penúltima novela. Comienzo con esta cita porque contiene en esencia todo lo que voy a decir acerca de la razón por la que leemos ficción. “Leemos y descubrimos cosas de la vida que ya sabíamos, sólo que no estamos al tanto de que lo sabíamos hasta que lo leemos en ese libro en particular. Y este auto-reconocimiento, eso de descubrirnos en la escritura de otros, puede ser muy excitante, nos hace sentir menos solo y nos conecta con el vasto mundo”.
Leemos ficción, como lúcidamente lo apuntó el gran novelista norteamericano, no tanto para aprender nuevas cosas, sino para reconocer que lo que nos sucedió ya le había pasado a alguien más. Ese reconocimiento es una de las experiencias más liberadoras que existen, implica una suspensión momentánea del aislamiento y la culpa. Nos permite aceptar que la pérdida no es exclusiva. La lectura de novelas y de cuentos, antes que cualquier otra cosa, posibilita el viaje a la intimidad de los otros, y ese viaje es un acto de solidaridad. Leemos ficción, entonces, porque es una fuente inagotable de consuelo. Conlleva conocimiento como lo señaló certeramente Ricardo Piglia, un conocimiento distinto al que aporta la sociología o el periodismo, pero en esa distinción está la clave de su importancia. Hace unos meses, en el cumpleaños de una amiga, se habló casualmente de la literatura como una inteligente máquina de mentiras que aleja momentáneamente al lector de su propia vida, de las acumulaciones que crean tensiones. Un amigo preguntó: ¿por qué leemos aun sabiendo que todo lo que se cuenta no pasó? Entender la ficción como sinónimo de mentira es entenderla de forma incorrecta. La ficción ocupa un lugar ambiguo, no definido, cuya clasificación se vuelve problemática. Un lugar que se encuentra entre los hechos puros que obsesiona al periodismo y el renio de la invención. Eso le posibilita inmiscuirse en espacios que ni el periodismo ni la sociología podrían alcanzar jamás. Trata de las cosas que sucedieron y también de las cosas que pudieron suceder, de la vida que tuvimos y de la que -por razones que escapan a nuestro control- debimos tener y no tuvimos. La ficción no tiene la obligación de dar testimonio, pero eso no quiere decir que no sea portadora de verdades. ¿Qué clase de verdades conlleva? Vuelvo a la primera intuición de Price: auto-reconocimiento. La ficción encara a la experiencia, se sumerge en ella y la desglosa con sabiduría y riesgo, con precisión y poesía. Funciona como un lente de aumento que nos permite ver y entender el desenlace de una vida. Me gusta pensarla como una cámara de seguridad oculta en los sitios más difíciles, retratan-
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do las duraciones secretas y dolorosas, cercanas, conflictivas. Vemos los abandonos, la muerte de los padres, la corrupción de la inocencia, el envejecimiento, el deterioro del afecto de nuestras novias, los exilios forzados y voluntarios a través de la sensibilidad privilegiada de ciertos autores, y ese simple mirar nos alivia pero también nos otorga comprensión en el sentido más profundo del término. Ver a través de ese lente nos vuelve más sabios y por lo tanto más amables con nuestras obsesiones y defectos, con esa lista de pequeñas deformaciones que escondemos celosamente. Antes que nadie, Proust ya lo había intuido a principios del siglo XX. Al pensar su propia obra y al imaginar sus futuros lectores, escribió lo siguiente: “Traten a mi libro como unos lentes dirigidos hacia afuera y si no les funciona, tomen otros lentes, busquen ustedes mismos sus aparatos que forzosamente son aparatos de combate”. No es difícil percatarse por qué le gustaba tanto esta metáfora al filósofo francés Gilles Deleuze. Ahí se cifra toda su teoría del rizoma y su noción del libro como algo que no debe ser imagen del mundo, como algo que no debe ser interpretado unívocamente. Proust, quien sin duda está en el centro del canon, ve su monumental obra como una caja de herramientas. Cosas que ayudan a los lectores a encontrar y a expender su sensibilidad. Si no lo hace, si no cumple ese cometido, pues se lo deja de lado y se busca otro. Esta noción del canon como herramientas esenciales no excluye, no se constituye en un foco de poder, no anquilosa. Todo lo contrario. Proust remarca la urgencia de encontrar los aparatos adecuados porque son aparatos de combate que nos ayudan a pelear nuestras guerras. En estos días, escritores que leo con admiración y cercanía como los chilenos Alejandro Zambra y Álvaro Bisama, el argentino Fabián Casas y los bolivianos Rodrigo Hasbún y Edmundo Paz Soldán. Críticos perspicaces como Benjamín Santiesteban y el doctor Luis H. Antezana, que en unos momentos más tomará el podio y nos deleitará con una conferencia sobre Jaime Saenz. Todos ellos y muchos otros más hablarán acerca de alguno de esos ‘lentes maravillosos’ que enriquecieron sus vidas.
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La connotación que aquí se da al canon está mucho más cerca de una experiencia vital que de un afán por establecer jerarquías. El canon como lista de libros esenciales que provocaron un efecto irrevocable en la vida de todos nosotros. Libros que determinaron que las cosas nunca más vuelvan a ser las mismas. El canon como una lista de libros que en sí mismos son experiencias. Nos permitieron salir del perímetro de nuestras conciencias atribuladas sin perder la identidad. Libros que nos acompañan aun cuando cambiemos o envejezcamos, aun cuando dejemos nuestros países y nos divorciemos o peleemos con nuestros amigos. Libros que funcionan como trincheras de guerra: lugares silenciosos y cómodos y calientes, pero también movedizos y prófugos y explosivos. Lugares donde podemos sentirnos a salvo. Quiero compartir con ustedes otra cita que nos ayudará a entender la ficción no sólo como entretenimiento, sino también como una lectura que si bien se da en las horas de ocio, no es únicamente un juego de mentiras seductoras como mi amigo propuso esa noche. No es evasión, escape. Todo lo contrario, está ligada a las tribulaciones secretas, pero se relaciona de forma distinta a como se relaciona la psiquiatría, la psicología o toda esa serie de textos de autoayuda que intentan hacer que éstas desaparezcan como por acto de magia. La larga cita es de otro escritor norteamericano, Jim Shepard. Está extraída de su ensayo titulado Me conozco demasiado bien. Ése es el problema. Se trata de un agudo análisis que hace de un cuento de Robert Stone. “Epifanías como aquellas nos hacen sentir afortunados porque historias como Helping existen. Epifanías como aquellas nos demuestra que incluso las historias tristes o escabrosas nos pueden brindar una enorme satisfacción, esencialmente porque hacen del mundo un lugar menos solitario. La escritura como una forma de invocación o, como el mismísimo Stone lo manifiesta en toda su obra, una respuesta al silencio en el que hemos sido consignados. En esta línea, él
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considera todas las promesas rotas que nos deterioran. Considera todo nuestro pequeño festival de arrepentimientos. (…). Hay que prestarle una merecida atención al trabajo de Robert Stone porque escribe con una espectacular compasión y comprensión de nuestro estado de personas asustadas, heridas, acosadas y auto-creadas. Nos fuerza a que reinterpretemos todas las versiones de nosotros mismos que, en nuestros momentos de mayor flojera e hipocresía, atesoramos. Nos muestra cómo ser menos flojos, no sólo como seres humanos, sino también como escritores. Nos obliga a reexaminar esas crueldades que, por un intento de autoprotegernos, no vemos. Como el poeta sudafricano James Cronin dijo: El arte es una lucha para mantenernos despiertos. Y Stone hace todo esto sin eliminar la posibilidad de la esperanza. Nos muestra como ser, y por qué debemos ser -para utilizar una de sus frases- atletas de la percepción”. La extensa cita de Shepard dice más o menos lo mismo que la de Price. La ficción posibilita mirar de otra forma. Nos obliga a mantener una vigilia constante. A ser lúcidos a pesar nuestro. Es un viaje a otras vidas. La profundidad de la mirada de ciertos autores produce un cambio en la percepción que tenemos de nosotros mismos y de los otros. Permite que nos acerquemos y que comprendamos a las personas que nos acompañan y también viabiliza algo que es aún más misterioso: permite saber quiénes eran una vez que se marcharon. Leer ficción, buena ficción. Leer los libros esenciales nos reintegra a un flujo constate, a una música que existe afuera y que en raras ocasiones conseguimos oír. Leer a Juan Carlos Onetti y a Raymond Carver, a William Faulkner, a J.D. Salinger, a Denis Johnson y a Rick Moody. A Richard Ford y a Thomas Bernhard. A Ernst Hemingway y a James Salter y a Philiph Roth y a Corcmac McCarthy. A Ricardo Piglia, a Juan José Saer y a Roberto Bolaño. Leer a Borges nos hace vivir con un plus, con un nivel de
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intensidad adicional. Se trata, en última instancia, de relacionarnos con las emociones desde un lugar privilegiado. Las emociones moviéndose en el párrafo, como escribió Moody en ese gran prólogo a los cuentos completos de Amy Hempel. Las palabras utilizadas para capturar los problemas de conciencia, los desvelos del amor, el escepticismo y la lucha por la sobrevivencia. Toda esa guerra en miniatura. Todo lo que fuimos y somos, todo lo que seremos, lo que dejaremos de ser. Todos nuestros miedos. Todas nuestras traiciones y arrepentimientos, los deliciosos y frágiles momentos de compañía. La ficción como una maqueta de lo que nos aterra mirar, de lo que sucede cuando no prestamos atención porque estamos demasiado ocupados viviendo. En este cómodo espacio que nos cobija del frío, notables escritores compartirán sus experiencias como lectores y hablaran de su canon personal. Hablarán de los libros que, como muy sabiamente remarcó Robert Stone, los convirtieron en atletas de la percepción.
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Sumario
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Saenz: poeta y narrador Luis H. Antezana
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De Conrad y Coppola, la metáfora del horror Xavier Jordán A.
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Niñez y novelística: la infancia de Vargas Llosa en “La ciudad y los perros” Wilmer Urrelo
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Corredores de fondo Faulker, Fitzgerald, Hemingway Maximiliano Barrientos
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Gabriel René Moreno: los matices del mestizaje Daniel Dory
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Javier Marías. Difuminación y fantasma Edmundo Paz Soldán
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Las hijas de Shelley Giovanna Rivero
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Salinger: El sonido de la palmada de una sola mano Liliana Colanzi
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Ulises otra vuelta Juan Araos Úzqueda
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Perdidos y encontrados: algunas notas sobre la crónica latinoamericana Álvaro Bisama
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Colgados del vacío: Saer, Bolaño y Piglia Rodrigo Hasbún
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La Voz extraña Fabián Casas
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El doble vínculo de Kafka Benjamin Santisteban
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El posible Onetti: JCO y este que soy Fernando Barrientos
Saenz: poeta y narrador Luis H. Antezana
En esta charla, nos ocuparemos de Jaime Saenz (1921-1986) como poeta y narrador. Ya que estamos en una Feria del Libro, no intentaremos otra cosa que contagiar el interés por leer su obra. Felizmente, ahora es posible acceder fácilmente a ella, gracias, sobre todo, a las sucesivas publicaciones de Plural Editores; hasta hace unos tres, dos años, hablar sobre la obra de Saenz era como hablar sobre un secreto accesible a unos cuantos iniciados. Ahora, sí, todo interesado puede acercarse sin problemas a sus escritos. Yendo al tema, vamos a asumir, de partida, una diferencia operativa entre narración y poesía. Por narración entenderemos los relatos escritos en prosa y que se concretizan en cuentos y novelas. Por poesía entenderemos los textos elaborados en verso, libre o rimado. Son diferencias de sentido común. Por supuesto, hay muchos vínculos entre ambos procedimientos, basta recordar clásicos como La Ilíada o La Odisea, que narran en verso. Por ahora, sin embargo, sigamos al sentido común. No es excepcional que un escritor utilice los dos géneros, con mayor o menor frecuencia. Cuando el grueso (cuantitativo) de su producción se inclina hacia uno u otro lado, hablamos de un narrador o un poeta. Señalemos algunos narradores que también han escrito libros de poesía y, por el otro lado, poetas que han escrito narraciones. Nos limitaremos a la literatura boliviana. Entre los narradores que han escrito poesía, tenemos, por ejemplo, a Adolfo Costa Du Rels. Lo han debido “leer” últimamente en la película Los Andes no creen en Dios, que está basada en la novela del mismo nombre,
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intercalando también su cuento “La Miski Simi.” Fundamentalmente narrador, Costa Du Rels, en lo que nos ocupa, también tiene obras de teatro y un par de libros de poesía como La sourire navré o Amaritune -Costa Du Rels, recordemos escribió originalmente en francés. Por el otro lado, entre los poetas que han escrito narraciones podemos indicar, por ejemplo, a Pedro Shimose: fundamentalmente poeta, también tiene un libro de cuentos (El coco se llama Drilo). Pero, hay algunos autores donde no habría diferencia cuantitativa, como si su obra completa fuera miti miti narración y poesía. En estos casos, los géneros parecen instrumentales, es decir, los utilizan de acuerdo a lo que, según las circunstancias, necesitan expresar. En primer lugar, tendríamos a Adela Zamudio; sus libros de cuentos y relatos, más su novela Íntimas, acompañan, mano a mano, su más conocida y difundida obra poética. Algo parecido sucede con Julio de la Vega, aunque con una especie de cambio en el tiempo: primero domina su producción poética y, luego, su dedicación a la novela (Matías, el apóstol suplente y Cantango por dentro). Jorge Suárez también alterna poesía y narración, desde su Elegía a un recién nacido y la Oda al padre Yunga hasta su Serenata, poemas y libros de poemas, siempre ritmados por los cuentos compilados en la Rapsodia del cuarto mundo y, claro, sin olvidar su excepcional relato El otro gallo. Jesús Urzagasti es otro novelista (Tirinea, En el país del silencio o El último domingo del caminante) que frecuenta la poesía (Cuaderno de Lilino, Orana) -la prosa de Urzagasti, dicho sea de paso, es muy frecuente y simplemente poética. Los otros dos son Óscar Cerruto y Jaime Saenz. Los aíslo un poco porque su impacto en nuestra literatura, tanto en poesía como en narración, ha sido excepcional. Porque nos detendremos en Saenz, señalemos rápidamente que Cerruto escribió la más importante novela de la Guerra del Chaco (Aluvión de fuego) y que sus cuentos (Cerco de penumbras) cambiaron los paradigmas de la narrativa boliviana, marcando el paso del realismo a la ficción; al mismo tiempo, su poesía es el parámetro de la precisión verbal en la poesía boliviana contemporánea. Ahora vayamos a Saenz.
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Desde 1955 hasta 1973, Saenz es sólo poeta; después, empieza su publicación narrativa, con sus Imágenes paceñas (1979) y la novela Felipe Delgado (1979) como cumbre; luego, hasta su muerte, alterna los dos géneros. Él decía que desde siempre había trabajado en ambos terrenos pero que las respectivas apariciones se debían simplemente a las posibilidades de publicación. En efecto, por ejemplo, su novela Los papeles de Narciso Lima Achá, editada póstumamente en 1992, estaba prácticamente acabada antes de 1975, en la época de su mayor publicación poética -se titulaba provisionalmente La identidad. Después de la compilación de su I (1975), aparece Imágenes paceñas (1979), poco antes de Felipe Delgado. Después, de acuerdo a las posibilidades editoriales, aparecen los poemas Bruckner y Las tinieblas, en un solo volumen (1978), Al pasar un cometa (1982) y La noche (1984), y el relato Los cuartos (1985); alcanzó a corregir las pruebas de página del libro de relatos y retratos Vidas y muertes (1986); póstumamente se publicaron las novelas La piedra imán (1989), Los papeles de Lima Achá (1892), dijimos, sus relatos El señor Balboa y Santiago de Machaca y el poema Carta de amor en una edición de Obras inéditas (1996). Últimamente se han reeditado, al fin, varias de sus obras, y se han publicado su Obra dramática (2005) y una colección de sus escritos sueltos (Prosa breve, 2008). Hablando de inéditos, quedan por publicar algunos poemas y su libro de relatos Tocnolencias. Hablemos primero del poeta, luego del narrador. Formalmente, la poesía de Saenz se caracteriza por versos largos, algunos tan extensos que, en la página impresa, parecen secuencias, pero, en rigor, son un único verso. Si comparáramos sus versos con composiciones musicales, diríamos que en ellos predominan acordes con notas sostenidas a lo largo de varios tiempos. También, es una poesía dialógica, siempre está dirigida a un “tú,” un “tú” al que la voz dominante interpela todo el tiempo. Ese “tú” es muy marcado, insistente, en sus primeros poemas (Muerte por el tacto, 1957, Aniversario de una visión, 1960, Visitante profundo, 1964, El frío, 1967); luego, a partir de Recorrer está distancia (1973) hasta La noche (1984), su uso es más mesurado, pero siempre está presente. Veremos
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algunos de sus alcances más adelante. Otro rasgo es el uso de un lenguaje cotidiano que se intensifica por la manera en la que Saenz relaciona las palabras. No hay nada raro, por ejemplo, en las palabras “yo,” “tú,” “soy,” “eres,” pero, alguna vez, Saenz dirá algo así, parafraseo aproximadamente: “Tú eres yo y yo soy tú, entonces, yo no soy yo ni tú eres tú.” Muchos de sus versos más famosos, no tiene ninguna palabra rara o erudita, pero la construcción lo intensifica: “Que tendrá que ver el vivir con la vida; una cosa es el vivir, y la vida es otra cosa. Vida y Muerte son una y misma cosa,” “Decir adiós y volverse adiós, es lo que cabe.” Sus figuras más frecuentes son la tautología, la paradoja, el oxímoron, la enumeración y, siempre, sus versos portan un aire irónico, ese que dice sí cuando dice no, y a la inversa. Por ese sistema de contrastes y espejos, y por sus temas, se lo suele leer muy seriamente, pero, prestando atención, está lleno de pinceladas de humor donde, claro, reina la ironía. Como ejemplo, me gusta destacar un verso de La noche. “El Guardían” de la noche, que es el muerto que habla, está enumerando sus bienes, todos sometidos al desgaste del tiempo; al final de una larga lista, el Guardián se pregunta: “¿Cuánto valdrán estos muebles?” y, rompiendo con la posible nostalgia romántica que suele despertar ese tipo de evocaciones hacia lo perdido e irrecuperable, responde: “Pues, en realidad, no valen nada; y, en el mejor de los casos, capaz que su valor total no alcance para una ranga ranga.” Eso de la “ranga-ranga,” se podría añadir, implica un guiño literario ya que la “ranga” es el libro o librillo de las vacas. Un último rasgo formal: como sus poemas son todo un libro, en su progresión, hay siempre latente una especie de narración en suspenso que avanza hacia los versos finales, los que anudan ese suspenso. No es que avance anudando escenas o descripciones sino que va dejando huellas temáticas que van anunciando el final del poema. Temáticamente, ¿cómo decirlo?, la poesía de Saenz es una forma de mística, o sea, la permanente búsqueda de un sentido trascendente en este mundo. Es una mística muy curiosa, arraigada en lo cotidiano, como si, digamos, cualquiera cosa aquí, nosotros, esa lámpara, esta noche, estuviera expresando ese sentido trascendente que, desgraciadamente, no sabemos
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reconocer y que es necesario reconocer para saber qué diablos estamos haciendo en este mundo. En su caso, la poesía es la que, precisamente, se encarga de “recorrer esa distancia” que todavía nos separa de esa trascendencia. Eso por un lado, es decir, una búsqueda en lo cotidiano y, por otro, el atreverse a buscar en lo más terrible de lo cotidiano, como, por ejemplo, indagando en la muerte que nos espera, o recorriendo los caminos de la locura, el alcoholismo o los delirios. Saenz es de aquellos que, cuando toca los sueños, se atreve con las pesadillas. Hay algo de trágico en la poesía de Saenz, es decir, el tipo de temas y problemas que enfrentan los clásicos, digamos, tipo Sófocles o Shakespeare, o, mejor, Dante que sabía que para llegar al cielo había que primero pasar por el infierno. Quizá por eso, se lo suele leer muy seriamente, olvidando el humor y la ironía que son fundamentales para no quemarse cuando se anda jugando con fuego. No tienes que perderte, diría Saenz, tienes que buscar para encontrar y, para ello, añadiría, es necesario saber cuidarse las espaldas; el humor ayuda a ello. Ese humor es más evidente en sus relatos, notablemente, en Los cuartos y La piedra imán, novelas que, en cierta forma, podrían considerarse picarescas, tipo la tradición española de, digamos, El buscón. Dos cosas más. El “tú” que mencionamos nos puede ayudar a ejemplificar el alcance de esa búsqueda. Hay un “tú” inmanente al “yo,” muy parecido al tú que usamos cuando hablamos con nosotros mismos. Hay otro “tú,” digamos, trascendente, como el que usamos en las oraciones (“Tú que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros” o “Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo”). Otro más, es el “tú” del diálogo con otro, semejante pero distinto (“Y tú, ¿qué dices?, ¿qué haces?”); ese ‘tú,” en literatura, puede ser un personaje o el propio lector. También, en algunos casos, está el “tú” amoroso, tan antiguo como la propia literatura. Todos esos “tú” se implican mutuamente de modo que, digamos, el diálogo con uno mismo, con un personaje o con el lector, es, al mismo tiempo, un diálogo con un ser trascendente -con Dios, dirían algunos; con el Mundo como totalidad divina, diría Spinoza; con el Ser como palabra, diría Heidegger; con
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los muertos, diría Rulfo; o, simplemente, como el sentido del mundo convertido en interlocutor. Decía que busca en lo terrible, como Dante que pasa por el infierno para ir al cielo donde está Beatriz. Para Saenz, el mundo no es transparente, luminoso, al contrario, es oscuro; en su caso, oscuro implica terrible. Si hay alguna luz que, “en el fondo del fondo,” lo ilumine todo, esa luz no es este mundo. Entonces, no queda más remedio que adentrarse en la oscuridad para, digamos, atravesarla y finalmente salir de ella. En otras palabras, hay que meterse en lo terrible y oscuro si se quiere salir de esa trampa, ese laberinto. Con Saenz, en rigor, no se busca ni se llega hacia esa luz plena de iluminaciones, se busca y se llega, como él dice, a “lo oscuro de la oscuridad.” La fórmula es muy sencilla y aprovecha las características del artículo “lo” que, en castellano, sirve para sustantivar adjetivos: tipo “lo bueno, lo bello, lo profundo.” ¿Qué puede estar en el fondo de la oscuridad, en lo oscuro de la oscuridad? ¿La luminosidad? Quizá. Saenz prefiere pensar que la oscuridad nace, pues, de lo oscuro -aunque reconoce zonas fronterizas como “las tinieblas,” mitad luz, mitad oscuridad. Ahí hay que llegar. Y, cuando se llega, se experimenta una plenitud extraordinaria pero, al mismo tiempo, terrible, insoportable. Saenz llama “júbilo” a esa experiencia del fondo de la oscuridad. Este júbilo es muy parecido al criterio de “lo sublime” que tanto el clasicismo como el romanticismo han utilizado para caracterizar las máximas experiencias artísticas. Lo sublime es algo maravilloso, pero, al mismo tiempo, anonadante. Uno de los ejemplos que se suele usar para ilustrar lo sublime es el encontrarse en medio de una tormenta en el mar; el júbilo de Saenz anda por ahí. Quizá por ello, Saenz hacía suya la consigna de Colón y los navegantes portugueses: “Vivir no es necesario, navegar es necesario.” El impacto de su poesía ha sido notable, primero localmente, después internacionalmente. En La Paz, Saenz ya era casi mítico, antes de la publicación de Felipe Delgado. Hasta se puede hablar de una generación de “poetas saenzeanos.” Internacionalmente, por ejemplo, cuando se lee la presentación de su poesía en la edición española de Obra poética I, los
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editores le destacan como una de las más figuras “más notables de todos los tiempos” en la literatura hispanoamericana (Ave del Paraíso Ediciones, Madrid, 2002). Vayamos a su narración. Desde ya, muchos temas de su poesía están presentes en sus relatos y, a menudo, utiliza el mismo lenguaje, lanzando el relato, por ejemplo, hacia una meditación sobre el sentido del mundo o dialogando con personajes supuestamente muertos como Santiago de Machaca. Claro que, en sus narraciones, domina el desarrollo de la historia que cuenta. Pero, ambos géneros se mueven bajo un mismo horizonte de búsqueda en lo cotidiano. La búsqueda a través del alcohol, por ejemplo, que ocupa la primera parte del poema La noche es esencial en la novela Felipe Delgado. Desde La Ch’askanawi de Medinaceli no se bebía tanto en la literatura boliviana; todas las noches se bebe y bebe alcohol en la bodega de Ordoñez y muchas veces hasta el delirio. Con todo, el rasgo propio más importante de su narrativa es, seguramente, el tratamiento del contexto, algo que indica pero no detalla en su poesía. Saenz ha inventado una cierta ciudad de La Paz, una La Paz nocturna, marginal, próxima a los bordes con El Alto, y la ha poblado con todo tipo de personajes urbanos -hasta con un poeta bohemio (presente en Los cuartos y La piedra imán). Hay varias ciudades en la literatura basadas en ciudades reales, pero reconstruidas verbalmente, algunas muy famosas como el París de Balzac, la Praga de Kafka o el Dublín de Joyce. La Paz de Saenz es de esa estirpe. Pedazos de la ciudad real que articula en un solo y peculiar conjunto. Su libro Imágenes paceñas detalla los lugares que le gusta destacar, aunque su síntesis sería La Paz en Felipe Delgado. Entre múltiples personajes que pueblan esa ciudad, sobresale el del aparapita que, hoy en día, es todo un símbolo. Y, con el aparapita, ahí está su saco hecho de remiendos, saco que hasta puede considerarse toda una poética de lo múltiple y diverso. Así se lo detalla cuando Felipe Delgado recobra el sentido después de un coma alcohólico: Tenía ante sus ojos remiendos de todo tamaño y de toda forma; los había de las más variadas telas, pero sin em-
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bargo, el color era uno solo, pues la diversidad de colores había sin duda experimentado innumerables mutaciones hasta adquirir el color del tiempo, que era uno solo. Felipe Delgado vio remiendos tan pequeños como una uña, y tan grandes como una mano; vio remiendos de cuero y de terciopelo, de tocuyo, de franela, de seda y de bayeta, de jerga y de paño, de goma, de diablofuerte, de cotense y de gamuza, de lona y de hule. Vio remiendos en forma circular y cuadrada, triangular y poligonal, algunos espléndidamente trazados, unos feos otros bonitos, pero todos muy bien cosidos, y, desde luego, con los más diversos materiales: hilo, pita, cordel, cable eléctrico, guato de zapato, alambre o tiras de cuero. En la extensión de la espalda que abarcaba en campo visual, a una distancia de diez o quince centímetros, Delgado alcanzaría a contar una cosa de treinta remiendos como si nada (: 142143). También en esta novela hay narrado un ritual aparapita que ilustra muy bien el tema poético de adentrarse en la oscuridad para llegar a lo oscuro. Se trata del ritual aparapita de “sacarse el cuerpo.” Cuando un aparapita presiente que va a morir, trabaja sin cesar ahorrando dinero para una borrachera final. Se refugia en una bodega y bebe hasta morir. Así “se ha sacado el cuerpo,” el que será echado a la calle donde, ritualmente, sus compañeros de bodega recogerán los objetos que les ha dejado (un espejo, un gancho, quizá, un buen remiendo) y, después, ahí lo dejan; su cuerpo seguramente irá a parar en la morgue; pero, desde entonces, el espíritu del aparapita protege la bodega. Este ritual está presente en muchas visiones religiosas del mundo que suponen que el alma o el espíritu perdura más allá del cuerpo y que lo importante es salvar esa esencia. A partir de Felipe Delgado, la narrativa boliviana ha dado un giro hacia una narrativa urbana cada vez más frecuente; esto se nota, sobre todo, en contraste con la tradición costumbrista de nuestro realismo, marcada-
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mente rural. Es cierto que, después, uno encuentra antecedentes. Siempre que algo nuevo se impone se encuentran precursores. Como se dice: “La versión crea el original.” Así, se ha destacado que, con un enorme salto en el tiempo, la Historia la Villa Imperial de Potosí de Bartolomé de Arzans Orsúa y Vela ya contiene todos los gérmenes de una narrativa urbana —en la Colonia, recordemos, Potosí era toda una urbe. Y, así, se encuentran afinidades con obras previas, como la novela Bajo el oscuro sol de Yolanda Bedregal o La tumba infecunda de René Bascopé Aspiazu, que también sucedían en los márgenes paceños; pero, el impacto de Felipe Delgado habría cambiado la manera de narrar en Bolivia, como si la narrativa dejara el campo y se fuera a la ciudad. Lo interesante es que también hay, como eco y, en algunos casos, con influencia saenzeana directa, una poesía urbana paceña, alusiva a sus márgenes y a sus noches, que se la suele llamar “Bohemia de ‘El Averno’,” aludiendo a uno de los bares nocturnos más extremos, por su arraigo entre los delincuentes, de La Paz. En suma, como dice Jesús Urzagasti al presentar la antología poética de Saenz en la edición del Fondo de Cultura Económica de México (2004): “De todos los poetas contemporáneos, Jaime Saenz es, quizá, el único que aún ejerce una extraña y continua seducción.” Para redondear la charla, añadiría que también el narrador ejerce esa misma “extraña y continua seducción.”
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De Conrad y Coppola. La metáfora del horror Xavier Jordán A.
Abordar el análisis comparativo de dos obras maestras absolutas (del cine y la literatura) supone de principio un riesgo fabuloso. Riesgo porque precisamente se trata de obras maestras y es muy poco lo que se pueda aportar sin que antes ya nadie lo haya planteado. Y riesgo porque es someterse a la severa mirada de admiradores y estudiosos que tendrán su propia versión de las mismas, sus propias interpretaciones, sus propios comentarios y análisis. Así que parto de la idea de limitarme a plantear lugares desde donde leer comparativamente este par de piezas imprescindibles de la cultura universal. El Corazón de las Tinieblas, por un lado –dramática metáfora de la condición humana escrita por Joseph Conrad- y Appocalypse Now, por el otro como la versión cinematográfica de Francis Ford Coppolla en la que la guerra del Vietnam sirve de paraje natural para reflejar a Conrad. De principio, creo que cuando se trata de desglosar comparativamente los lenguajes literarios y cinematográficos hay que tomar en cuenta que se trata de dos formas discursivas que apelan a recursos disímiles y, por tanto, no cabe centrarse en la fidelidad con la que se manifiestan los relatos sino en la capacidad de una para reflejar sobre la otra el espíritu de la obra, es decir el alma misma que la contiene. A mi juicio Coppolla logra plantear una atmósfera y una reflexión que en todo es idéntica a la de Conrad y, precisamente en sus pequeñas variantes es que radica la independencia de cada una y la totalidad que suponen. El relato de Conrad es la historia que narra Marlow en torno a la misión que le es asignada: atravesar la selva africana en busca de un oscuro 27
funcionario (Kurtz) de una empresa comercial británica que, enajenado, ha sometido a los nativos a una alucinante dictadura de un reino imaginario donde él es amo y señor. Marlow lo encuentra y mientras lo lleva de retorno a Europa, Kurtz muere y con él muere también todo lo que Marlow era. En Appocalyse Now, la historia es la misma, solo que la oscura selva del Congo es sustituida por la del Vietnam y la misión del personaje (Capitán Willard) es asesinar a un general del ejército norteamericano (Kurtz) que como su homónimo de la novela vive el mundo de la locura en medio de una guerra estúpida. Ambos relatos, sin embargo, van a caracterizarse por dos cosas: el viaje de sus protagonistas que se internan por el río en las profundidades de la selva y la progresiva deshumanización que viven Marlow y Willard en medio de un paraje hostil, un mundo que no entienden, y una cada vez más pérdida de propósitos por los cuales hacer lo que hacen. Los Kurtz de ambas obras son los personajes más poderosos. Ellos constituyen no solamente el objetivo de Willard y Marlow sino también la metáfora de su degradación. No por nada Coppolla mantiene las palabras que Conrad pone en labios de Kurtz antes de morir! El horror¡ ¡el horror¡ porque es precisamente ese concepto el que articula todo el devenir de los discursos. Octavio Paz(1) a propósito de la experiencia creativa del poeta, dijo en el Arco y la Lira que el sentimiento frente a la poesía es el del Horror, concepto que a la vez supone terror, por un lado y fascinación, por el otro. En esta doble articulación, el Horror es el sentimiento que ilustra nuestra experiencia ante lo desconocido, ante el otro (otredad, según Paz), un Horror entonces que dirige nuestra mirada hacia lo que no conocemos. Es desde acá que quiero plantear el análisis, pues tratándose tanto de Willard como de Marlow, ambos constituyen el narrador de los hechos, los personajes y los lugares que enfrentan y que van conociendo, todos ellos representan su otredad y a todos ellos (más aún en Marlow que en el texto de Conrad es -en realidad- un segundo narrador ya que al que inicia todo el relato no se lo percibe más en la novela) los protagonista se acercan con la experiencia concreta del Horror.
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PAZ¸ Octavio. El Arco y la Lira, Fondo de Cultura Económica, México s/f
Primer horror: la conquista En ese libro de ensayos fabulosos que es La Verdad de las Mentiras, Mario Vargas Llosa es determinante al afirmar que Conrad jamás hubiera escrito El Corazón de las Tinieblas sino hubiera sido que le tocó recorrer el Congo durante el reinado de Leopoldo II(2). La idea con que este emperador belga concibió su dominio sobre las regiones africanas, estaba completamente ausente de todo reconocimiento de los derechos humanos fundamentales. Al parecer, el africano era visto en condición exclusiva de esclavo y por tanto la actitud de los ocupadores y explotadores de riquezas estaba muy por debajo del límite de la bestialidad. Ver esta realidad sin duda impactó a Conrad. Si bien El Corazón de las Tinieblas no es un relato acerca de la conquista como tal, si es un relato sobre la ocupación que los europeos realizan del territorio africano. Las descripciones en las que se narran las formas de explotación de mano de obra, el desprecio por los nativos, las ínfimas condiciones de salubridad, la crueldad expresada en la ausencia de condiciones dignas para la supervivencia de los aborígenes, son tema constante que sale a relucir a lo largo de toda la novela. Marlow es quien va descubriendo y describiendo ello. En la transformación de valores que vive nuestro protagonista a lo largo de su viaje, se encuentra también la ambigüedad con que no termina de definir si su ciega creencia en el progreso justifica las formas más crueles de la humillación del otro. En un brillante pasaje de la novela, Conrad escribe: “La conquista de la tierra, que por lo general consiste en quitársela a quienes tienen una tez de color distinto o narices algo mas chatas que las nuestras, no es nada agradable observada con atención. Lo único que la redime es la idea. Una idea que la respalda: no un pretexto sentimental sino una idea; y una creencia generosa en esa idea, en algo que se puede enarbolar, ante el que se puede uno postrar y ofrecerse en sacrificio”(3). La ocupación de territorio ajeno, la conquista del otro, pasa básicamente por la negación de su similitud con nosotros. Es negro, es indio, es salvaje, es infiel, VARGAS LLOSA, Mario. La Verdad de las Mentiras, Santillana, Madrid, 2002 Todas las citas textuales de El Corazón de las Tinieblas han sido extractadas de la edición de Fontana, 1994, traducción de Enrique Campbell (2) (3)
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son los argumentos explícitos que justifican el exterminio de la otredad y Conrad marca claramente su denuncia. Marlow se enfrenta a lo otro desde la conquista, la ve, la siente, le impacta y la desnuda y con ella Marlow va matando algo de sí, como lo hace Willard en Appocalypse Now. Quizás el pasaje de la película que más se acerca al texto de Conrad que mencionábamos arriba, es la ultra famosa secuencia conocida como “El vuelo de las Valkirias”. El ejército norteamericano comandado por un maniático Robert Duvall, conduce al capitán Willard y sus hombres por un apoteósico recorrido en helicópteros que instauran una “guerra psicológica” contra el enemigo dejando salir de poderosos parlantes la música frenética de Wagner. Un despiadado bombardeo que no distingue entre población civil y militar deja en ruinas una pequeña localidad del Vietnam y cuando un rebelde intenta volar un helicóptero convirtiéndose en una granada humana, el ejército invasor y despiadado se acongoja y expresa una frase que resume la negación del otro y la propia hipocresía: “Son unos salvajes”, dice el oscuro personaje interpretado por Duvall. Willard y Marlow se enfrentan a la conquista, a la invasión, a la colonización desde una perspectiva que los sobrecoge y los atormenta a la vez, sin embargo de alguna manera encuentran un justificativo ante el abuso, no terminan de identificarse y saberse en el otro porque su propio yo los envuelve. De esa manera, la ambigüedad ante la otredad se va produciendo de tal forma que, como apunta Conrad en la novela: “Y hay en todo ello una fascinación que comienza a hervir en él. La fascinación por lo que se detesta. Pueden imaginar el pesar creciente, el deseo de huída, la repugnancia impotente, el odio…” y eso es una forma concreta de la experiencia ante el horror. Segundo horror: el colonizador “He visto el demonio de la violencia, el demonio de la codicia, el demonio de los deseos ardientes, pero ¡por todas las estrellas!, aquellos eran unos demonios fuertes y lozanos de ojos enrojecidos que cazaban y conducían a los hombres, sí, a los hombres, repito. (…) …me llegaría a acostumbrar al demonio blanco y pretencioso de mirada apagada y locura rapaz y despiadada” En este pasaje de El Corazón de las Tinieblas, Marlow se enfrenta con horror ante sus semejantes, ante sus igua-
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les. El colonizador es en el texto de Conrad el espejo que refleja y niega a la vez la imagen del protagonista, porque sencilla y llanamente Marlow va paulatinamente encontrando en el colonizador la expresión más clara de la brutalidad, de lo salvaje, de lo primitivo, es decir de todo lo contrario a lo que supuestamente predican y persiguen. En Appocalypse Now el contexto específico de la guerra es aún más claro en cuanto a la paulatina horrorización de Willard frente al colonizador. La película todo el tiempo hace hincapié en el grado ya no sólo de crueldad y salvajismo de los soldados frente al pueblo vietnamita sino que la locura, como en Conrad, degenera en las situaciones más surrealistas. El bote que transporta el equipo que acompaña a Willard en su misión, se topa con un pequeño navío de pescadores, los nervios, la impaciencia, la locura degeneran en una carnicería contra los civiles y uno de los soldados, impotente ante la bestialidad, se aferra con toda su humanidad a un cachorro que acompañaba el bote pesquero. Pero la mascota carga sobre sí toda la brutalidad de la guerra que ya no tiene objeto, razón ni justificativo. El colonizador es en ambas piezas visto desde la perspectiva MarlowWillard, en toda la manifestación del Horror. Nos seduce y nos repugna a medida que penetramos en el corazón de las tinieblas hasta alcanzar las formas más elevadas del espanto. Por eso hay una escena clave en El Corazón de las Tinieblas que Coppolla la transporta calcada a su película. En pleno río, agobiados todos por el cansancio, por el calor, por la espesura de la selva, por una misión que a esas alturas ya no tiene objeto, asustados y pendientes de la hostilidad del entorno, un zumbido de flechas los martiriza y la situación estalla en disparos desesperados que se vierten sobre un enemigo invisible. Es el absurdo completo más aún cuando las flechas que se lanzan contra el bote son inofensivas. Silencio de nuevo y mientras intentan entender la situación uno de los tripulantes cae en los brazos del narrador atravesado por una lanza. “Una Lanza” es todo lo que dice antes de morir. Esta magnífica secuencia trascendental en ambas obras ilustra a cabalidad la completa impotencia del colonizador, con toda su tecnología, con toda la carga de la modernidad sobre sus hombros, con todo el concepto de civilización y desarrollo que los mueve, el colonizador no es sino la víctima de su propia conquista. La selva, el salvaje invisible, la otredad,
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lo abruman y lo destruyen y el hombre blanco muere sin comprender porqué ni cómo pudo pasar eso. Marlow y Willard se plantean esta reflexión y es así que se desenchufan del hombre al que representan. El colonizador los horroriza. Tercer horror: el colonizado Frente a “los salvajes” la actitud es también ambigua. Nuestros personajes principales comprenden la desmesura de los blancos. Son en todo solidarios frente al sometimiento de los otros, pero tampoco hacen nada por detenerlo, porque sobre ellos pesa también la idea de que son ante todo “superiores”. En realidad, Marlow-Willard no terminan de aceptar a los otros en su verdadera humanidad, vale decir que no están del todo convencidos de su similitud como humanos y esa idea es la que los atormenta y les impide asumir una posición clara. La actitud meramente contemplativa de Willard frente a los desmanes de locura de los soldados norteamericanos, es relevada a lo largo de todo el film. Willard no participa de la matanza a civiles, dispara contra los soldados vietnamitas porque está en guerra, no lo hace como sus camaradas con pasión, con odio, con sentido de venganza porque ven en ellos la causa de sus males. Simplemente está allí y nunca cuestiona, no toma medidas, ni siquiera llama a la reflexión. Hay un abismal distanciamiento con el “enemigo” y pese a que es evidente que el abuso y la injusticia lo conmueve, la idea sólo pasa por ahí, el otro lo fascina y lo seduce pero también le causa espanto y eso frena su completa aceptación de la otredad. Conrad es mucho más directo y específico al ilustrar esto: “Era algo no terrenal, y los hombres eran… No, no se podía decir inhumanos. Era algo peor, saben, esa sospecha de que no fueran inhumanos. La idea surgía lentamente en uno. Aullaban, saltaban, se colgaban de las lianas, gesticulaban horriblemente pero lo que en verdad producía pavor era la idea de su humanidad, igual que la de uno, la idea del remoto parentesco que nos unía a aquellos seres salvajes, apasionados y tumultosos” creo que no tendría mas sentido ahondar en el asunto en tanto el texto de Conrad es por demás elocuente y, encima, lo suficientemente hermoso como para matarlo explicándolo. En todo caso aquí se confirma una vez
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más la hipótesis que formulamos, como con los otros elementos estudiados, la dupla Marlow-Willard se enfrenta al colonizado con el sentido más puro del Horror. Cuarto horror: Kurtz En todo y por todo Kurtz es uno de los grandes personajes de la literatura universal. Lo curioso es que Kurtz es más un concepto que un actor como tal, pues el rol que juega en el relato no es especialmente protagónico. Todo lo que hace y dice casi siempre es narrado por otros, vale decir no lo vemos en acción y sin embargo es la instancia que articula todo el devenir del texto. Kurtz es al mismo tiempo la causa y el fin de todo y por ello es la totalidad plena. Marlow lo contempla, lo describe y lo cuestiona a lo largo de toda su travesía y su perspectiva con respecto a él va variando progresivamente. De principio Kurtz es para Marlow la manifestación plena de lo desconocido. No sabe nada de él sino a partir de relatos de otros que están viciados por fuertes cargas subjetivas. A lo sumo Marlow sabe básicamente que Kurtz siendo la expresión más clara de la racionalidad, de la civilización y de la inteligencia humana, se ha convertido en un loco fanático, cruel y despiadado, que pone en cuestionamiento la continuidad de la maquinaria del sistema. Hay que eliminarlo, lo que en la película se hace textual en tanto Willard tiene como misión matarlo. Kurtz es el misterio. A medida que Marlow recorre el río en su búsqueda, el concepto de Kurtz va creciendo en intensidad. El conocimiento de sus acciones y su pensamiento va seduciendo a Marlow hasta el punto de convertirse en un admirador. Kurtz lo seduce a través de su imagen, des las palabras que le atribuyen, del pensamiento que encarna. Willard va sintiendo esto a partir de conocer su currículo militar, las cartas que envía, etc. Pero en resumidas cuentas Kurtz ya es para los protagonistas una fascinación que cuestiona la esencia de sus misiones, los atormenta y los desconcierta. Kurtz es la otredad. De pronto, Kurtz se materializa y su significación cambia. Ahora el horror de su locura despierta a nuestros protagonistas una realidad impe-
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netrable. Ni bien llegan al campamento que ha instalado, las calaveras que cuelgan de un poste, los cuerpos mutilados secándose al sol, el completo sometimiento y adoración de los nativos y los blancos que le siguen, la brutalidad de su dominio, generan en los narradores un completo desconcierto, desconcierto porque el salvajismo de lo que ven no condice con la brillante oratoria de Kurtz, a quien conocen como un hombre de una inteligencia, sagacidad y profundidad asombrosas, por tanto no alcanzan a entender el territorio que están pisando. Kurtz es el Horror. Finalmente, la muerte de Kurtz les devela el misterio. Kurtz es la metáfora de la humanidad, es la ambivalencia más clara de la degradación, es el ideal supremo que uno quiere alcanzar y también el nivel más bajo al que se puede llegar. Kurtz sintetiza al hombre, lo encarna y lo revela y por ello su muerte despierta en los narradores su yo interior, ellos se comprenden a partir de Kurtz y literalmente se convierten en él, cosa que fabulosamente Coppolla lo transmite en la secuencia que desde una edición por similitud, se narra paralelamente el sacrificio ritual de un Caribú y el asesinato de Kurtz en manos de Willard, Willard sale ensangrentado ante la multitud que -como antes a Kurtz- empieza a adorarlo. Kurtz es Willard. Kurtz es Marlow. Quinto horror: la serlva, el río Si Conrad se refiere en innumerables descripciones a la selva a partir de la metáfora del corazón de las tinieblas, es porque el ambiente en su totalidad represente un protagonista más del relato. Marlow es víctima de esa selva. Marlow definitivamente la admira, le conmueve, le fascina pero al mismo tiempo lo envuelve en un espantoso miedo y un misterio desgarrador que causa su gloria y su caída. Conrad en varios relatos humaniza la selva dándole atributos y características sólo propias del hombre. Para Coppolla, que entendió perfectamente este protagonismo ambiental, debió ser más complicado tratar de contarlo con imágenes pero fue diestro a la hora de hacerlo. Vivimos gracias a las imágenes la inmensa tensión que en los soldados causa la inmensidad de la selva y el tremendo
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espanto que ella genera. Una elocuente secuencia que ilustra esto parte de lo siguiente. Los soldados en el navío tienen como regla y principio la máxima: “Nunca bajes del bote”. Cuando esta regla se quiebra y un soldado sale a buscar mangos, se genera un momento de tensión espectacular entre selva y soldado a través de un magnífico juego de planos que estalla con la irrupción de un tigre que pone al soldado en una crisis nerviosa de la que ya no saldrá jamás. Como en Conrad, la selva los ha destruido. “La tierra no parecía la tierra. Nos hemos acostumbrado a verla bajo la imagen encadenada de un monstruo conquistado, pero allí… allí se la podía ver como algo monstruoso y libre. Era algo no terrenal” “Éramos vagabundos en medio de una tierra prehistórica” Son dos pequeños textos con los que Conrad nos adentra en el corazón de las tinieblas, porque esa selva, ese río, esos salvajes y Kurtz, van a ser la causa de la destrucción humana, de su más bajas pasiones, de sus más tremendos miedos, de sus imposibles anhelos y de la seguridad que llegar al corazón de las tinieblas será el principio del fin. El fin de conocerse, de descubrirse en los otros y odiarse por ello, del Apocalipsis final en el que ya no existirá jamás otra forma de conocerse. Esa es en esencia la fuerte carga emocional con que comprendemos el Horror…el horror.
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Niñez y novelística: la infancia de Vargas Llosa en “La ciudad y los perros” Wilmer Urrelo
Estimado don Mario: Al fin tengo la oportunidad de contar algo que me pasa con algunas de sus novelas y en especial con una de ellas. Quiero decirle que desde hace muchos años atrás tengo una preocupación. La mía es una preocupación que tiene que ver con la niñez y con el momento en que ésta termina. Usted, si se pone a revisar algunas de sus novelas, comprobará que en muchos casos este fenómeno aparece descrito de una manera particularmente descarnada. Es más: usted, don Mario, si nos ponemos a ver fríamente las cosas, tuvo una niñez muy complicada. Ya sé que muchos dirán que la infancia de una persona no tiene mayor relevancia en lo que vaya a escribir luego. Por supuesto que yo no estoy de acuerdo. Fue complicada, digo, a partir de cuando conoció a Ernesto J. Vargas, su papá. O su señor padre, como decimos de forma hipócrita acá en Bolivia. A propósito de Bolivia: dijo usted en varias oportunidades que lo mejor de su niñez, el Edén, estuvo por estas tierras y más concretamente en Cochabamba, lugar conocido por sus chicherías y su enorme cantidad de gente envidiosa. Prosigamos: la cosa es que su papá, Ernesto J. Vargas, hizo lo que ahora se conoce como abandono de hogar antes de que usted viniera a este horrible mundo. Y como los Llosa, la rama materna de la familia, era extremadamente conservadora, y temerosa del qué dirán, sufrieron un montón o hartazo como dicen los limeños, durante toda esa época. Dice usted en el libro de memorias El pez en el agua (y cito): Ese primer año de vida,
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el único que he pasado en la ciudad donde nací [Arequipa] y del que nada recuerdo, fue un año infernal para mi madre así como para los abuelos y el resto de la familia -una familia prototípica de la burguesía arequipeña…-, que compartían la vergüenza de la hija abandonada… Mi madre no ponía los pies en la calle, salvo para ir a la Iglesia… Luego de ese año en Arequipa toda la familia Llosa, toda la tribu como le gusta a usted llamarla y a la cabeza del abuelo Pedro, vino a dar a Cochabamba. Ese paraíso ya imposible de rescatar cuando crecemos. Bueno, la cosa es que llegó a Cochabamba, ingresó a estudiar al colegio La Salle, y vivió en una casa ubicada en la calle Ladislao Cabrera. En aquella casa -afirma una vez más en El pez en el agua- fui engreído y consentido hasta extremos que hicieron de mí un pequeño monstruo. El engreimiento se debía a que era el primer nieto para los abuelos y el primer sobrino de los tíos, y también a ser el hijo de la pobre Dorita, un niño sin papá. Al niño que era usted por esos años le habían contado tremenda mentira como sacada de una telenovela mexicana: que su papá estaba en el cielo, es decir, que se había muerto. ¿Cómo impacta algo así en la vida de un niño? Sostiene usted que eso no lo atormentaba, que eso más bien le brindaba cierto status de privilegio frente a la familia, además de que ese papá ausente -muy importante a lo largo de su novelística, ya lo veremos más adelante- estaba compensada por el cariño de sus tíos y abuelos. Cochabamba fue también, en cierta medida, el lugar donde nacería su pasión por la literatura. Es decir, por la lectura. Ahí, usted lo confiesa, leyó las historias de Guillermo Tell, del rey Arturo y de Robin Hood, entre otros. Sí, parece mentira en esta época invadida por la tecnología: gloriosos años en los cuales los niños leían, en los cuales la lectura era un acto de importancia primera. Pero todo tiene su fin. Y éste llegó cuando en el Perú un tío suyo, José Luis Bustamante, ganó la presidencia de la República. De forma inmediata éste convocó a su abuelo Pedro para que asumiese la prefectura de Piura. Nada raro. La política siempre fue así. Lo cierto es que dejaron Cochabamba y aunque usted no lo sabía el Edén del que le hablé todo este tiempo estaba por terminar.
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La cosa es que llegaron a Piura, ciudad donde habría de desarrollarse muchos años después una de sus más importantes y complejas novelas: La casa verde. Llegaron y los días transcurrieron normales. Ahí estaba usted al lado del abuelo Pedro en las recepciones oficiales, creyendo aún que su padre estaba muerto. Y acá viene la primera coincidencia. O mejor dicho, el primer rescate de su memoria a favor de la literatura. En La ciudad y los perros hay un personaje inquietante y, debo decirlo, muy triste. Me refiero a Ricardo Arana, también conocido como el Esclavo. A éste le pasa algo similar a lo que aconteció con su vida: la niñez concluye para ambos cuando conoce a su padre. ¿Es por eso, don Mario, que en la mayor parte de sus novelas, digamos las más importantes de su vida, el conflicto con el padre es tan importante? ¿Tan relevante? Decía que el encuentro del Esclavo con su padre es muy parecida con la que usted narra en El pez en el agua. Es pues la revelación del misterio. El padre de la fotografía de la mesa de noche resucita y aparece en su vida. Sin embargo no es una aparición llena de magia, de esas que podríamos imaginar dentro de algún comercial del día del padre. No. Es más bien fría y distante. Ese día usted y su mamá se hallaban en la prefectura de Piura, salieron por la puerta trasera y ahí ella, Dorita, su mamá, se lo dijo. Es decir, que Ernesto J. Vargas no estaba muerto. Ella le dijo que usted ya lo sabía, ¿no es cierto? Ella le dijo que usted ya sabía, ¿verdad? Desconcertado, con ocho años encima sólo contestó por su puesto, por supuesto. Llegaron entonces al hotel de Turistas. Entraron. Y ahí estaba. Dice usted en El pez en el agua (y cito): Mi desconcierto se debía a lo distinto que era este papá de carne y hueso, con canas en las sienes y el cabello tan ralo, del apuesto joven uniformado de marino del retrato que adornaba mi velador. Tenía como el sentimiento de estafa: este papá no se parecía al que yo creía muerto. Pero antes, permítame explicar rapidísimo de qué trata La ciudad y los perros para aquellas personas que no la hayan leído. La misma cuenta la historia de los cadetes internos en el colegio militar Leoncio Prado. Dentro del mismo se produce el robo de un examen, luego la delación por parte del Esclavo del ladrón. Luego viene la venganza de uno de los
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compañeros de ese ladrón con la muerte de delator. En medio de esto la novela refleja las contradicciones sociales que producen dentro del Perú. Y también los conflictos que significa crecer en un país de esas características. Los personajes más relevantes son el ya mencionado Esclavo, el Poeta, Teresa y el Jaguar. Y el Boa, aunque éste funciona más bien como una especie memoria grupal. Sigamos: años después, rescataría aquella escena de reencuentro de forma distinta, pero en el fondo sería la misma vivida cuando el Esclavo llega a Lima junto a su mamá a conocer a ese padre. La imagen no es calcada de la realidad, por su puesto, porque La ciudad y los perros es una novela y su esencia es la ficción. Pero si vemos y leemos el trasfondo nos percataremos que el sentimiento del personaje con aquel que usted experimentó ese día es casi el mismo. Dice usted en la novela (y cito): Luego su madre se separó del hombre, se volvió hacia él y le dijo: «es tu papá, Richi. Bésalo». Nuevamente lo alzaron dos brazos masculinos y desconocidos; un rostro adulto se juntaba con el suyo, una voz murmuraba su nombre, unos labios secos aplastaban sus mejillas. Él estaba rígido. Y ese día comienza, a mi entender, la carrera vertiginosa de los mejores pasajes de La ciudad y los perros y de una buena parte de sus novelas. Aunque, mejor vayamos por partes: ¿cuánto de su niñez hay en La ciudad y los perros? ¿Mucha? ¿Poca? ¿Casi nada? Haciendo siempre un paralelismo con las memorias ya mencionadas pareciera que, dentro de su primera novela, podemos hallar ciertos rasgos de su infancia con dos personajes: el ya mencionado Esclavo y Alberto, también conocido dentro del Leoncio Prado como el Poeta. El Esclavo, como ya dije, conoció a su padre casi en las mismas circunstancias que las suyas. El Poeta, por su parte, si bien tiene una familia «modelo» entre comillas representa en cierta medida al adolescente que fue después. Ahora volvamos a su vida. Una vez que lo conoció, unos días después, Ernesto J. Vargas empezó a demostrar quién era. Todo el conflicto se desarrolló, a decir de usted, por los complejos de su padre. Complejos de inferioridad ante la familia Llosa, que, pese a la caída social
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que había tenido y más aún por el golpe de Odría contra Bustamante y la salida del abuelo Pedro de la prefectura, él consideraba de cierta alcurnia. La «peculiar» forma de pensar de su papá se enfrentó sin duda con las consecuencias del cariño desmesurado que la familia de su mamá le había brindado en Cochabamba y luego en Piura. Él odiaba que usted tuviera ese comportamiento. Que, textual, hubiese sido criado como una niña. Que leyera, que llorara ante la más mínima elevación de voz. Al Esclavo le pasa algo similar. A su padre también le irritan esas cosas y usted, en la novela, la refleja de manera perfecta cuando ocurre el primer -diría una obtusa funcionaria de esa institución retrógrada llamada Brigada de Protección a la Familia- altercado familiar. El Esclavo cuenta con ocho años, dentro de la casa se produce una discusión por, precisamente, la educación que la familia materna le dio al niño. Dice en la novela (y cito): Una noche los oyó hablar de él en la pieza vecina. «Tiene apenas ocho años, decía su madre; ya se acostumbrará». «Ha tenido tiempo de sobra», respondía su padre y la voz era distinta: seca y cortante. «No te había visto antes, insistía la madre; es cuestión de tiempo». «Lo has educado mal, decía él; tú tienes la culpa de que sea así. Parece una mujer». Unos días después de esta discusión, el Esclavo se halla echado en cama y sucede una escena que llega a desnudar la importancia de la presencia del padre en La ciudad y los perros. Oye, de pronto, una pelea. Voces de su papá hablando lisuras, palabrotas que él jamás había escuchado en su vida. Se levanta. Corre a la habitación de sus padres e ingresa. Ahí está su progenitor golpeando a su madre. Y está desnudo (¿una agresión más ante la inocencia de este niño?). Dice en la novela (y cito): Pensó: «está desnudo» y sintió terror. Su padre lo golpeó con la mano abierta y él se desplomó sin gritar. Pero se levantó de inmediato: todo se había puesto a girar suavemente. Iba a decir que a él no le habían pegado nunca, que no era posible, pero antes que lo hiciera, su padre lo volvió a golpear y él cayó al suelo de nuevo… la puerta se cerró y él se hundió en una vertiginosa pesadilla. La vertiginosa pesadilla de la que habla usted es el final de la niñez. Ahí está la clave de todo. En su vida personal, las cosas ocurrieron en igual medida. Hubo peleas. Golpes contra usted y su mamá. Peticiones de
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perdón de rodillas de su parte hacia Ernesto J. Vargas. ¿El Esclavo es usted de niño? ¿Y el Poeta es usted de adolescente? Quizá, me atrevo a decir, que en esta parte existe una especie de doble línea de juego: el Esclavo no es sólo su niñez sino la relación con el padre y en el caso de Alberto es la relación con la madre. Cuando la novela arranca, el Poeta y su mamá viven solos. En el transcurso de la misma nos vamos enterando que se cambiaron de casa precisamente por los constantes engaños sentimentales hacia ella. Alberto o el Poeta no guarda mucho rencor a su padre. Más bien hay un problema con la madre. Ve a ésta como a una mujer anticuada, aburrida, asfixiante. De hecho, el ingreso de Alberto al Leoncio Prado, la salida de su casa, significa la libertad. ¿Un acto de fuga como dice Alberto Escobar en su ensayo «Impostores de sí mismos»? Es por eso que, cuando llega a casa en los días libres del colegio, hace lo posible por abandonarla pronto. Su madre lo recrimina (y cito): -No te veo nunca -dijo ella-. Cuando sales, pasas el día en la calle. ¿No compadeces a tu madre? Al Poeta esto no le interesa. Algo se ha perdido, sin duda: la relación íntima con la madre ya no existe. Otro pilar de la niñez que también ha desaparecido. Que también se ha derrumbado. De hecho, algo similar pasa en su vida personal cuando, de niño, cree que la relación con su madre acaba el día en que conoce a Ernesto J. Vargas. Dice en El pez en el agua (y cito): …me sentí excluido de la relación entre mi mamá y mi papá, un señor del que, a medida que pasaban los días, me parecía distanciarme. Sin embargo, más adelante ocurre algo significativo dentro de la novela: la amistad entre el Esclavo y el Poeta. ¿Por qué se hacen amigos si el Esclavo es el cadete más abusado y humillado dentro del Leoncio Prado? ¿Esta amistad sólo la determinan las buenas intenciones del Poeta? Yo creo, don Mario, que esta unión entre ambos muchachos es la búsqueda interna por volver a unir a ese niño perdido. Al niño dividido. Al niño quebrado. ¿Por qué justamente la amistad entre ambos? Claro, usted dirá que el Jaguar -la cara opuesta del Esclavo y que para aclarar es el líder de la cuadra, aquel a quienes todos temen y que emplea ese miedo para abusar de los demás y en especial del Esclavo- no es precisamente el gran
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compañero de su otro personaje, sino todo lo contrario. Creo que no es así, pues en el fondo el Jaguar identifica, pese a calificar al otro de rosquete, algo que también él vivió: una niñez complicada. Es éste otro elemento interesante en la novela: los personajes más importantes, es decir, el Poeta, el Esclavo, el Jaguar y Teresa (sacamos de esta lista al Boa) vienen de familias no tradicionales. Todos, en sus biografías personales, tienen algún conflicto con el padre. El Esclavo le tiene miedo y lo odia en cierta medida, para el Poeta le es indiferente, Teresa no tiene padre, sólo vive con una tía que busca desesperadamente que se case con alguien de plata y con el Jaguar pasa lo mismo: tiene mamá y la falta de la imagen paterna la sustituye con el Flaco Higueras, un ladrón que le enseña todo lo que sabe. Esto es: a mecharse, es decir, a sacarse la mugre y a ser un ladrón, dos aspectos que serán los pilares fundamentales en su vida y en la supervivencia dentro del Leoncio Prado. El Flaco Higueras, en cierta medida, es el padre que él busca. Y es un padre que enseña bien, pues el Jaguar es el único que logra defenderse de la violencia en los primeros años como cadete en el colegio militar. Y también habría que ver, don Mario, por qué justamente el Jaguar se enamora y casa luego con Teresa. Y por qué pasa lo mismo -el enamoramiento- por parte del Esclavo y un poco después por parte del Poeta. ¿Por qué estos personajes se unen? ¿Los convoca sólo el tema amoroso o se sienten atraídos por su similar niñez? No sé, don Mario, sin embargo tengo la impresión de que la existencia de estos personajes con tan igual pasado y luego la unión sentimental no es meramente casual. Algo, en lo profundo de ellos, los identifica como «hermanos». Hermanos de desgracia, si se quiere. En resumen: La ciudad y los perros no sólo es una novela, en cierta medida, biográfica, sino que vendrá a ser el inicio de una marca indeleble en su creación ficcional: la niñez y la ausencia del padre. Ya lo veremos años después cuando los personajes de esos libros tengan ese denominador común. Y ya para terminar, la cuestión de la niñez y todo lo ya explicado no sólo se observa en su forma más dramática en La ciudad y los perros, como ya dije, sino también En conversación en la Catedral -si bien el protagonista
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proviene de una familia «tipo», Santiago Zavala rompe con ella, con esa familia burguesa, no sólo por un capricho de adolescente sino que éste se va extendiendo hasta convertirse en eso que los Zavala repudian: los cholos y renunciar así a su herencia familiar-; también la ausencia del padre está presente en Pantaleón y las visitadoras -Pantita sólo tiene a su mamá y es, qué casualidad, una madre asfixiante, como la del Poeta-; en Quién mató a Palomino Molero el asesinado sólo tiene mamá y la chica de la que se enamora un papá tirano; en Elogio de la madrastra y Los cuadernos de don Rigoberto, Fonchito, el niño erotizado, no tiene mamá y cuenta con un papá liberal a quien manipula la vida y el acercamiento o alejamiento de Lucrecia, la madrastra; en Historia de Mayta pasa algo similar: Alejandro Mayta tampoco tiene padres, se cría con una madrina. O en La fiesta del Chivo: Urania Cabral está peleada a muerte con su padre. Hay otras más, pero creo que es innecesario nombrarlas. ¿Fue tan grande el peso de la ausencia del padre durante su niñez que usted la fue replicando de manera inconsciente en un buen número de sus novelas? Ya sé que las trampas de un novelista, como en su caso, son infinitas. Que los mecanismos de la ficción son incontables y que desentrañarlos sería un trabajo más que imposible. Pese a esto, creo que, como le dije al principio, el tema del que le hablé es algo que siempre me inquietó al releer algunas de sus novelas. ¿Estaré en lo cierto? Muchas gracias por la atención y saludos cordiales.
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Corredores de fondo Faulker, Fitzgerald, Hemingway Maximiliano Barrientos
1 Hay una foto de Henri Cartier Bresson que muestra a Faulkner en su jardín de Rowan Oak. Está rodeado por dos fox terrier pelo liso. Se lo ve de costado, serio, ensimismado. Es una tarde en Oxford. Una tarde lejana y presumiblemente calurosa, una tarde que inventamos muchas veces después de leer y releer sus libros para saber de dónde salieron esas cajas negras llenas de ruido y furia, inocencia perdida, autismo y música. Un hombre callado, sumamente tímido. Hay algo hermético en Faulkner que hace que sus libros sean aún más hipnóticos. Pocas veces concedió entrevistas y cuando lo hizo, rehuyó hablar de su vida personal. Incluso después de muerto, cuando publicaron un voluminoso tomo con su correspondencia reunida, no se encuentra ninguna pista de quién era ese hombre de campo que también fue uno de los principales escritores del siglo XX. Las cartas son breves y en su mayoría, versan sobre los entremeses que tenía con sus editores. Sin embargo, a pesar o gracias a ese hermetismo, sus libros están vivos. Abundan de intimidad. No he conocido a ninguno de mis amigos tan bien como conocí a Quentin Compson, Temple Drake o Bayard Sartoris. Los personajes de Faulkner son fuerzas descarriadas de la naturaleza y nos hablan y acompañan durante años después que cerramos sus libros. Y eso es mucho, es más de lo que puede pedirse, pero Faulkner no se queda sólo ahí, también es una de las prosas más explosivas y hermosas que han
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existido y que seguramente existirán: energía pura y música poblada de arritmia y descontrol y una respiración afiebrada que se mete en nuestro cerebro y que de ahí no sale jamás. Faulkner se queda en los lectores como una velocidad desbocada, como vértigo, como paisajes vistos desde la ventanilla de un tren. Sus novelas se confunden con nuestra vida y con nuestro pasado, y gracias a esa alquimia, nosotros también somos un poco esos sureños orgullosos y decadentes que desafían a la muerte o que consumen sus días solitarios en inmensas mansiones de la confederación. Cuando era niño, encontré a papá leyendo Banderas en el polvo. Por alguna razón adoraba ese libro y me hablaba de la historia aun cuando entonces la literatura no me importaba. Muchos años después, al comienzo de la universidad, agarré a Faulkner por primera vez y ya no pude dejarlo. Cada vez que vuelvo a Faulkner, en un sentido secreto, regreso a mi padre. El libro del que quiero hablarles es El sonido y la furia, una de sus tres novelas más importantes. Uno de los pocos libros de ese periodo de aprendizaje que puedo releer sin sentir revulsión o pudor. * Todas las grandes novelas y todos los grandes cuentos tratan de la pérdida. De cómo nos sobreponemos o cómo fracasamos ante algo que nos excede y nos consume. El sonido y la furia, una de las novelas fundamentales de la historia de la literatura, trata de la decadencia de una familia. Trata de unos niños, los niños Compson, y de la forma en que encarnan ese destino. Es una novela sobre la virginidad y sobre todo lo que bordea a la desintegración de ese mito. Trata de la idiotez y la adolescencia. Trata del amor incondicional a la muerte. Trata del autismo y la avaricia, la violencia y sus ritos. Trata del sutil encanto de una familia burguesa acabada que se las arregla para mantener el orgullo intacto. Trata del whisky y de relojes y del horror descomunal del paso del tiempo reflejado en el avance lento y minucioso de esas manecillas. Trata de un día crucial en la vida de Benjy,
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Quentin hombre y Quentin sobrina, Jason y Dilsey, la criada negra que tiene una epifanía al escuchar a un predicador hablar en la iglesia mientras Jason, ahora un hombre difícil y profundamente resentido, persigue por carreteras desoladas a su sobrina que huyó con el dinero que su madre, la bella, irresistible y triste Candace Compson, le manda mes a mes tras que se fugara de casa hace años, luego que deshonrara a su familia con un embarazo prematuro. Trata del calor y de la música sucia en las células. Trata del confuso placer de perderse en lo que más duele. Trata de las cosas que se hacen sabiendo que ése es el último día, que esos minutos son todo lo que queda. Trata de acres de tierra vendidos a un campo de golf para pagar la universidad de Quentin, quien se suicida en su primer año de Harvard, tres meses después de la boda de su hermana. Trata del amor incorruptible en la cabeza de Benjy, un idiota que se aferra a la zapatilla de su hermana desaparecida para darse consuelo en los momentos de desolación. Trata de ciertos olores, trata de ciertos recuerdos. Hay algo hipnótico en Faulkner y en esta novela en particular, esa magia está en su apogeo. Cada vez que la agarro no puedo soltarla. La leí innumerables veces y en distintos periodos, y siempre provoca algo irreparable. Nunca puedo salir inmune de esas vidas hechas pedazos. La historia no importa o importa mucho menos que otra cosa. El sonido y la furia es quizás el ejemplo más puro de aquellos libros que Roland Barthes analizó en El placer del texto. Importa la música, importa el flujo, importa las sensaciones, importa lo que las palabras hacen al estrellarse en la mente y en el cuerpo. Importa la velocidad y esas oraciones desbocadas que fluyen desde la desesperación y se vuelven música y se vuelven viajes tristes, rápidos, afiebrados. La escritura de Faulkner en este libro es profundamente rizomática: una máquina de guerra nómada que está constantemente desterritorializándose, buscando puntos de fuga. El libro como un órgano sensual que no se deja interpretar, pero que provoca estados de ánimo cargados de lirismo. Cuando le preguntaron en una gira que hizo por Japón, luego de recibir el Premio Nobel, por qué sus frases eran tan torrenciales y complejas,
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él respondió: “Un hombre sabe que sólo dispone de un número limitado de años para expresar una verdad: en mi propio caso tengo el impulso de decirlo todo en una sola frase porque uno puede no vivir lo bastante para dos frases”. En esta respuesta se cifra una ética de la escritura. Hay una verdadera apuesta: darlo todo, dejar hasta el último aliento en cada frase. Faulkner, igual que James Joyce, Samuel Beckett y Virginia Woolf, fue uno de los escritores de su generación que mejor entendió el profundo parentesco que existe entre literatura y música. Primero es el ritmo, la cadencia, y luego, como consecuencia, viene la historia, se desprenden las imágenes. Ricardo Piglia, en Crítica y ficción, escribió lo siguiente: “Creo que lo que más me impresiona de Faulkner es la autonomía del que narra: importa más la voz del narrador que la historia propiamente dicha. A menudo el narrador alucina, divaga, se va por las ramas, se olvida lo que estaba narrando y vuelve a empezar. Una especie de narrador amnésico, medio borracho, perdido en el relato. Es extraordinario. La utopía en Faulkner es la búsqueda de un mundo que se ha perdido, que se trata de recordar y reconstruir como si estuviera sumergido en las ruinas del presente. La utopía importa porque es la antirrealidad, porque es un modo de no aceptar el mundo tal cual es y aspirar a otra cosa. Por eso Faulkner es un gran novelista (el gran novelista del siglo XX) porque aspira a una realidad más verdadera que la realidad en la que vivimos”. Ésa autonomía de la que habla Piglia se desprende de la música implícita en la escritura de Faulkner, que antes que un novelista, fue un poeta. * De las cuatro partes de El sonido y la furia, la que leo con mayor devoción es la segunda. La fechada el 2 de junio de 1910. El monólogo de
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Quentin: joven desesperado, obsesionado por el tiempo y por la pérdida de la virginidad de su hermana. El monólogo transcurre en las últimas horas de su vida. Pasea por las calles de Oxford y por momentos, en su confusa cabeza, va alternando pedazos de la historia de su familia. Ahí, como una sombra precisa, aparece su hermana, a quien imaginamos hermosa y triste, a quien imaginamos terrible y sola. Perdió la virginidad antes que él y por este desliz de la carne cifró el destino de toda una familia. Caddy. Candace Conmpson. “Porque si sólo se tratara de ir al infierno, si eso fuera todo. Terminado. Si al menos las cosas se terminaran. Y allí, ella y yo y nadie más. Si pudiéramos hacer algo tan terrible que todo el mundo escapara corriendo del infierno excepto nosotros. He cometido incesto dije padre fui yo no fue Dalton Ames. Y cuando me puso Dalton Ames. Dalton Ames. Dalton Ames. Dalton Ames. Cuando me puso la pistola en la mano no lo hice. Él estaría allí y ella también y yo lo mismo. Dalton Ames. Dalton Ames. Si pudiéramos hacer algo tan terrible y padre dijo: Eso también es triste, la gente no puede hacer nada tan terrible no no puede hacer nada tan terrible ni siquiera recuerdan mañana lo que hoy les parece tan terrible, y yo dije: Uno siempre puede evitar las cosas, y él dijo: ¿Puedes tú? Y miraré hacia abajo y veré mis huesos que se quejan y el agua profunda como el viento, como un techo de viento, y después de mucho tiempo nadie podrá distinguir ni los huesos sobre la solitaria e inviolada arena”. El monólogo es un campo de guerra donde se entrelaza el orgullo y el desencanto. El orgullo y la pérdida de pureza. Es imposible no conmoverse ante el estoicismo del joven Quentin, que deambula por las calles como un hombre muerto. Ya es un hombre muerto aun cuando no se da ningún indicio de que se lanzará al agua al final de ese día, cuando pasaron
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sólo tres meses desde que su hermana se casara con un hombre acaudalado que no es el padre del hijo que espera. Nada puede afectarle realmente porque ve todo desde un lugar lejano. Es más una memoria hirviendo que una personalidad. Hay algo fantasmal en Quentin que lo hace entrañable. Está más allá de la compasión. Más allá de cualquier cosa que pueda hacerse para recuperarlo. Quentin es insalvable. Piglia estableció una línea que desciende desde Hamlet, pasa por Stephen Dedalus y en Quentin Compson alcanza su cenit. La línea de los estetas puros. Jóvenes desesperados y egoístas que se enfrentan a la experiencia con lucidez. Frágiles, prefiguraron el mito de los rockeros suicidas, de los rockeros que se fueron de este mundo a los 26 y a los 27 años. Fusionan tragedia y juventud como ningún otro personaje en la literatura lo hizo porque son portadores de algo que sólo puede darse cuando se es muy joven: una pasión inútil que lo consume todo. Es mejor arder que desaparecer. Quentin cumple a la perfección este adagio del grunge. * Hay una ambigüedad maravillosa porque a pesar de que se tiene muy claro que la hermana ocupa un lugar determinante en su confusión, no se sabe muy bien cómo provoca el daño. ¿Por qué le resulta insoportable que se haya entregado a otro hombre? ¿Hay verdaderos sentimientos incestuosos en Quentin o es otra cosa? El mismo Faulkner, en un apéndice que publicó en futuras ediciones de El sonido y la furia para dilucidar la historia, aclara que el único y verdadero amor de Quentin era la muerte, y que lo que sucedió con Caddy en realidad era un detonante que incendió ese amor descabellado que estaba en latencia. La excusa perfecta para entregarse a su propia desaparición. “QUENTIN III. El cual no amaba el cuerpo de su hermana, sino cierto concepto precario del honor de los Compson sustentado (él lo sabía bien) sólo temporalmente por la diminuta y frágil membrana de la virginidad de ella
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como una copia en miniatura de todo el vasto globo terrestre que estuviera colocada en la nariz de una foca amaestrada. El cual no amaba la idea del incesto que no cometería, sino cierto concepto presbiteriano de su castigo eterno: él, y no Dios, podría por ese medio precipitarse a sí mismo y a su hermana en el infierno, donde la vigilaría para siempre y la conservaría intacta para siempre jamás entre el fuego eterno. Pero el cual amaba la muerte por encima de todo, sólo amaba la muerte, y amaba y vivía en una deliberada y casi perversa anticipación de la muerte lo mismo que ama un enamorado que se reprime deliberadamente ante el cuerpo expectante entregado, cálido, tierno, increíble de su amada, hasta que ya no puede seguir soportando, no la represión, sino la prohibición, y entonces se lanza, se arroja, rindiéndose, ahogándose”. No es difícil sospechar por qué Faulkner, y esta novela en particular, despertó la atención de Sartre y su círculo. En ese gesto de autocondenación se cifra toda la noción de libertad que manejaba el filósofo existencialista francés. Ese gesto de autocondenación inaugura la posibilidad de autogestión, una obsesión tan cara para Sartre, la condición de posibilidad de la libertad humana. Igual que con Philip K Dick muchos años más tarde, los franceses -y Sartre antes que nadie- jugaron un papel fundamental en la canonización de Faulkner. Vieron algo que sus contemporáneos americanos no conseguían dilucidar. Vieron el genio en todo su esplendor. Faulkner era un genio, los franceses fueron los primeros en reconocerlo y en sostenerlo. * En Quentin no se da esa pose desesperada que los góticos y seguidores de bandas como The Cure o Joy Division convirtieron en bandera de guerra. En Quentin no hay morbo, es algo completamente distinto. Es imposible no conectar con él en algún nivel: su solipsismo, su conciencia agobiada es todo lo que existe. Un filtro desde donde ve el mundo, desde
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donde ve a Caddy subirse a un árbol con los calzones manchados de barro cuando apenas era una niña. La ve espiando por la ventana al grupo de personas reunidas que despiden a la abuela, quien murió, quien se fue para siempre de este mundo. La muerte en Quentin es una forma de estar en todo momento con Caddy. De protegerla de algo en lo que se iba a convertir tarde o temprano, y así, preservar el honor, la pureza de su familia. El nombre. * En su ensayo La epopeya del bebedor del whisky, Fabián Casas escribió lo siguiente: “Faulkner nos da una lección ética a la hora de imaginarse un lector para su novela. No es construido por el lector, no cede nunca a los requerimientos de que se entienda, no da tranquilidad, simplemente transcribe lo que el genio le está telegrafiando y nada más. ¿Cuál es la diferencia entre un genio y un gran escritor? Pongámoslo de esta manera. Scott Fitzgerald escribió una obra perfecta, El gran Gatsby, un verdadero mecanismo de relojería. Faulkner no tiene ninguna obra perfecta. Porque es genial. En sus obras el error está puesto en primera fila, es parte esencial de su obra, no está dosificado y metabolizado por el talento”. Completamente de acuerdo con ese carácter avasallador de la poética de Faulkner, pero en desacuerdo con lo que respecta a la supuesta imperfección de las estructuras de sus novelas. La ingeniería de El sonido y la furia es notable. Construye una historia con una suma de detalles que se filtran en conciencias que corren a mil por hora. La historia se construye y se hila a pesar de esa autonomía en las voces narrativas, está desperdigada en esos detalles sueltos que el lector recoge aquí y allá. Se encuentra tan bien armada, que la gran ilusión radica en creer que publicó el libro a
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las horas de haberlo terminado de escribir. Está tan bien armada, que la gran ilusión radica en creer que el libro es un profundo grito de desahogo, cuando en realidad es una construcción monstruosa donde todos los puntos se conectan. Esa supuesta espontaneidad encubre muchísimo trabajo y encubre otra cosa: una lección magistral de literatura, nos enseña cómo abordar una historia de forma indirecta, cediéndole el peso y la responsabilidad del desenlace a los personajes y a sus voces y a sus acciones. * Quiere la leyenda que Faulkner escribiera El sonido y la furia en un estado de despecho. Había publicado dos libros a los que les había ido relativamente bien y se encontraba trabajando en su tercera novela, Banderas en el polvo. Creía que esta obra provocaría un antes y un después en la literatura, pero cuando mandó el manuscrito a sus editores, éstos se lo devolvieron con una carta donde señalaban que habían acogido con entusiasmo sus primeras dos novelas, pero que ésta era un bodrio sin solución. No había trama, ninguno de sus personajes evolucionaba. No podía hacerse nada para mejorarlo, Banderas en el polvo era insalvable. Faulkner se encerró en su estudio y escribió la primera parte de El sonido y la furia con la certeza de que nunca más publicaría un libro, con la certeza y la ilusión de que escribía única y exclusivamente para sí mismo. Eso se respira en cada uno de sus párrafos. La absoluta impunidad del artista para crear un mundo, para manipularlo, para apropiarse de él. La soltura y voracidad con la que se mueve la escritura de Faulkner en esta novela es un ejemplo de la autonomía necesaria, indispensable, para hacer una literatura de alto vuelo. La absoluta libertad que el escritor necesita para construir historias que se parezcan a la vida. Que sean experiencias en estado puro. * Michael Millgate, en su voluminoso estudio crítico sobre Faulkner, escribió lo siguiente:
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“Como Absalon, Absalon, El sonido y la furia se preocupa en parte por el aspecto equívoco y multivalente de la verdad, o, por lo menos, por la persistente y tal vez necesaria tendencia del hombre a convertir toda verdad en una cosa personal: cada hombre, habiendo captado algún fragmento de la verdad, se aferra a él como si fuera toda la verdad, y la elabora hasta convertirla en una visión total del mundo, rígidamente exclusiva y por tanto completamente falaz”. Y ahí está Quentin y ahí está Benjy, el hermano sordomudo. Ahí está el avaro Jason y la dulce y perdida Caddy. Allí están todos ellos hundidos por la propia noción de verdad que atesoran y que los enceguece. Quentin dispuesto a irse al infierno y arrasar a Caddy con él para hacer de ese lugar un sitio exclusivo, vacío, donde pueda mantener intacto algo que no puede mantenerse intacto por culpa del tiempo. Y esa verdad es la pureza o lo que supuestamente significa la pureza, un símbolo de lo que tiene que ser una familia representado por la integridad de sus mujeres. Y la tragedia, la gran tragedia, se sustenta en que esa pureza se contamina en algún momento porque los niños crecen y hacen el amor con la gente incorrecta, y provocan daño y dejan la casa e inducen, por un acto absolutamente meditado de renuncia a la vida, que su padre -un viejo estoico que escribía poemas en los que imitaba a Catulo- se mate con whisky después de que su hijo haya caído deliberadamente al río. Quentin, en cierta forma, quiere estar inmóvil mientras todo fluye, mientras todo se acumula y se aleja. La gran tragedia de Quentin radica en querer que permanezca algo que no puede permanecer, por eso su muerte es un tributo bello y tonto a lo irreparable, al deseo de que la infancia de Caddy no se transforme en otra cosa: detener, eternizar el momento previo a la ruptura de su himen. Ahí están todos ellos cuando eran niños, mucho antes de la furia, corriendo en el bosque, metiéndose en el agua, ensuciando sus ropas. Antes que esos acres se conviertan en canchas de golf. Antes de que Caddy conozca a Dalton Ames y quede embarazada de una niña que, sin que se haya dilu-
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cidado su sexo, ya tenía el nombre de Quentin. Todos niños. Nosotros los vemos y los escuchamos y los imaginamos gracias a la memoria de Benjy, que con treinta y tres años, sigue recorriendo esos campos buscando algo que ya no está. Llorando cuando esos nuevos ricos llaman a sus caddies, aferrado a esa vieja y sucia zapatilla, el único amuleto posible, el único recordatorio en la locura. Detenido para siempre en olores que persisten. Sólo los olores persisten. 2 Siempre que se piensa en Fitzgerald se piensa, inevitablemente, en el fracaso. Pero para que haya fracaso, antes tuvo que haber un talento descomunal. Algo tuvo que interceder en el funcionamiento de la maquinaria para que se estropeara. Cuando se piensa en Fitzgerald se piensa en una caída. Se piensa en esa famosa frase: “Toda vida es un proceso de demolición”. En un principio existieron buenos tiempos, ése es el gran privilegio de los caídos. Tiempos radiantes. Y Fitzgerald los tuvo o queremos creer que los tuvo, antes de que la esquizofrenia consuma a Zelda, su esposa. Antes de que la bebida atrofie su talento. Antes de que se haya esclavizado en Hollywood para mantener el nivel de vida que estaba acostumbrado a llevar. Hubieron grandes días plagados de fiestas y de licor, días esplendorosos, alocados, que transmitían la sensación de un futuro coherente esperándolo al final de aquella diversión. Días que tendrían que haberse movido con él y con Zelda y con la pequeña Scottie. Días que poblaron su juventud, ese compás de espera que separó la Primera de la Segunda Guerra Mundial, años de jazz y de París, años de glamur. Cuando Fitzgerald no había cumplido 30 años y publicaba libros con títulos como Los bellos y los malditos, y I. Quiero detenerme únicamente en un libro, igual que hice con Faulkner. Quiero detenerme en la lectura de El gran Gatsby, su novela más importante y la que retrata mejor el esplendor y el derrumbe.
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* Cuando leemos El gran Gastby entramos en el verano, un verano lejano que no decae. Hay música, piscinas, mansiones. El verano es indisociable de la prosa de Fitzgerald. El sol baña la voz de Nick Carraway, el narrador encargado de contar la historia de Jay Gatsby, su vecino multimillonario que da fiestas alocadas para que su otra vecina, Daisy, la prima de Nick con quien mantuvo una relación amorosa en el pasado, pueda verlo y saber que vive y que le pasan cosas. Las fiestas de Gatsby son mensajes cifrados en la noche. En una ocasión, Fitzgerald dijo: “Los autores tenemos dos o tres experiencias conmovedoras en nuestras vidas, experiencias tan asombrosas que nos parece, en el momento, que nadie más ha sido atrapado por ellas, ni machacado y deslumbrado, y asombrado y golpeado y roto y rescatado e iluminado y recompensado y humillado nunca antes de esa misma forma”. Hay una lucidez conmovedora en esa afirmación, una lucidez que se refleja en cada uno de los mejores párrafos de esta historia, porque si algo tienen de iluminadores los momentos cumbres de su prosa, es la sensación de confesión que anima la escritura. La profunda y cálida sensación de intimidad, de que hay algo vivo detrás del lenguaje. De que el lenguaje atrapó una experiencia auténtica, con toda la fragilidad y los hoyos negros que esta implica. El gran Gatsby puede ser leído como una novela de aprendizaje. Y como toda historia de aprendizaje, es el recuento minucioso de la pérdida de la inocencia, es la crónica de un desencanto. Sin embargo, afortunadamente para el personaje, el desencanto nunca alcanza su momento álgido porque la historia acaba con una tragedia, acaba momentos antes del desengaño, de la epifanía. La muerte salva a Gatsby del desgaste, lo salva de la lucidez que le permitiría verse como un clown. Fitzgerald ya lo había dicho antes: “Muéstrenme un héroe, y yo les haré una tragedia”. Jay Gatsby se convierte en millonario para que Daisy pueda tomarlo en serio. Pasaron muchos años desde los primeros encuentros, vuelve a la ciudad donde su antigua novia vive con su familia y monta
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fiestas porque es su forma de decirle que triunfó, que ahora sí puede tener verdaderas posibilidades de estar con ella, de entrar en su vida. Ser millonario lo convierte en parte de una estirpe distinta: amplía su panorama de posibilidades. Mucho se especuló sobre la fascinación que Fitzgerald sentía por los millonarios. El crítico Tom Burnam, en su ensayo The Eyes of Dr. Eckleburg: A Re-examination of the Great Gatsby, escribió lo siguiente: “Sí sólo se diría que Fitzgerald amaba el dinero, y se lo dejara ahí, es como no decir nada. ¿Qué es lo que él creía que el dinero podía realmente ofrecer? O, quizás más exactamente, ¿qué es lo que él creía que los ricos poseían gracias a ese dinero que él ansiaba de forma tan desesperada? La respuesta, creo, es que él quería orden. Fitzgerald, como Mark Twain, veía alrededor suyo solamente caos. Y, de igual forma que Twain, buscaba la creación de un cosmos ordenado en sus propios términos (…) Fitzgerald creía que podría encontrarse en ese mágico mundo de los ricos a salvo de la ardua lucha de los pobres, era el santuario por el que siempre peregrinó”. El dinero, para Gatsby, se convierte como ya lo intuyó Burnam, en la única posibilidad de crear un orden en el que pueda establecer contacto con Daisy. Un mundo dentro de otro mundo, un mundo con sus propias reglas y sus propios dominios. El dinero es un lenguaje adecuado, un medio preciso para llegar a ella. El dinero reinventa su identidad, lo convierte en otro, y sólo en esa otredad es posible pensar en un reencuentro. Y es ese reencuentro el gran tema de la novela. Como en la mayor parte de la ficción de Haruki Murakami, El gran Gatsby (Fitzgerald fue traducido por el japonés, por lo tanto la influencia es notable en más de un sentido) trata del amor perdido y del amor recuperado. De las condiciones que se tienen que dar para hacer esto posible. Trata del paso del tiempo y
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de la preservación de un mundo perdido. Trata del glamur utilizado como maquillaje de días solitarios, días de espera. “Su mirada me dejó y buscó el extremo iluminado de las escaleras donde estaban tocando Las tres de la mañana, un triste valsecito de aquel año, que se escuchaba por la puerta. Después de todo, en la falta misma de distinción de la fiesta de Gatsby se daban posibilidades románticas ausentes del todo en el mundo de ella. ¿Qué tenía aquella canción que parecía llamarlo a regresar al interior? ¿Qué sucedería ahora en las incalculables y oscuras horas? Tal vez llegaría algún huésped increíble, una persona completamente extraña de la cual uno se tendría que maravillar; alguna chica joven, verdaderamente radiante, que con una fresca mirada a Gatsby, en un momento de encuentro mágico, borraría aquellos cinco años de devoción completa” La pureza de Jay Gatsby se funda en la persistencia de ese estado casi sonámbulo, en el que a su manera, sigue con Daisy. Esos cinco años de devoción es lo que camuflan las fiestas y el ruido y toda esa pose de hombre de mundo. Todos los amigos y toda la bulla y todo el despliegue de lujos como una puesta en escena perfecta que encubre la persistencia del pasado. Porque el pasado, como el verano, es indisociable de la prosa de Fitzgerald, es consubstancial a ella. La novela se sostiene en un hecho valiente y estúpido: la conservación, a toda costa, del recuerdo de Daisy joven, casi adolescente. Una chica alocada y trasnochadora. Mantenerlo intacto, como si se lo protegiera en un invernadero. Se trata, en última instancia, de las sustituciones y de rebelarse a caer en ese juego. Él se niega a sustituirla aun cuando ella ya es la mujer de otro y le dio hijos a un hombre que es infiel y racista y vulgar. Ese gesto rebelde al paso del tiempo, a los cambios, es lo que vuelve enternecedor a un farsante.
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El crítico Edmund Wilson escribió un perfil publicado unos años antes de la aparición de El gran Gatsby, cuando Fitzgerald daba los primeros pasos en la literatura. Ahí lo plasma como un hombre volátil y caprichoso. “Así, como los irlandeses, Fitzgerald es romántico, pero al mismo tiempo es cínico con el romanticismo; es amargo al mismo tiempo que clamoroso; cáustico y también lírico. Encarna la figura del playboy, pero al mismo tiempo se burla de todos los playboys. Es vano, un poco malicioso, de inteligencia rápida e ingeniosa, y tiene el don irlandés para convertir el lenguaje en algo iridiscente y sorprendente. Siempre me recuerda esa descripción que ese gran irlandés, Bernand Shaw, hizo sobre sus coterráneos: “La imaginación de un irlandés nunca lo deja solo, nunca lo satisface; pero hace que él no pueda enfrentar la realidad ni lidiar con ella ni conquistarla… y una imaginación como ésa es una tortura que no podrías enfrentar sino con whisky”. En Gatsby se encuentran todos los perdedores del mundo. Todos los perdedores que con lo único que cuentan es con esa imaginación desbocada y peligrosa que menciona Shaw. Un hombre parado en su jardín, viendo las últimas luces encendidas de una casa lejana. Imaginando y sintiendo todas esas cosas a un mismo tiempo. * Es curioso el punto de vista desde donde está contada la novela. Una primera persona, Nick Carraway, que por momentos adquiere rasgos omniscientes. ¿Cómo es capaz de saber todos los detalles de la vida de su misterioso amigo? El gran novelista Richard Russo, en su ensayo In defense of omniscience, remarca la lucha que Fitzgerald tuvo que mantener a lo largo de la historia por la elección de ese punto de vista. Russo escribió, en este ensayo que es un panegírico a la tercera persona, lo siguiente:
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“Si no me creen, relean la parte de El gran Gatsby que indaga en el pasado de Gatsby, cosas que necesitan ser reveladas pero que Nick Carraway no tiene acceso o sólo tiene un acceso restringido. El gran Gatsby es una gran novela, una novela trascendente, pero la transición que hace del pasado al presente, las explicaciones de cómo Nick estuvo al tanto de todas esas cosas luego de la muerte de Gatsby, son generalmente oscuras, forzadas. Puedes ver la lucha del escritor con las implicaciones artísticas de sus propias elecciones. No tengo la menor duda de que la primera persona fue la decisión adecuada para Fitzgerald, pero en las debilidades de esa opción hay auténticos problemas, problemas sobre el acceso a cierta información necesaria”. Completamente de acuerdo con Russo, pero también es cierto que llegar a Gatsby a través de la mediación de Nick permite al lector cierta distancia necesaria. Permite al lector verlo a través de otro tipo de debilidades, las debilidades de Nick, un hombre recién llegado a la Costa Oeste que intenta adaptarse a ese ritmo de vida suntuoso que corre a una velocidad distinta a la que está acostumbrado. Nick es Gatsby sin todo ese andamiaje de misterio, sin el romanticismo. Nick es la cuota de escepticismo necesaria para que la novela no empalague, para que mantenga el equilibrio perfecto. Hay algo fascinante en la desorientación del personaje, en su condición de mediador, en el gesto de sublevar su propia subjetividad a la subjetividad de Gatsby porque la historia que está contando no es la suya, sino la de su vecino cuya vida finalizó trágicamente luego de que un hombre confundido lo asesinara por pensar que él era el amante de su esposa. Sin embargo, los momentos verdaderamente milagrosos en la novela, acontecen cuando el propio Nick habla de sí mismo, y de Jordan, la golfista que acaba de conocer y con la que empieza a enamorarse. El gran Gatsby es una novela ejemplar a la hora de retratar esos primeros momentos, los difíciles
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momentos de descubrimientos, de incertidumbre, de confusión. La felicidad que no se asume como tal, pero que está ahí, confundida en el aire y en el sol y en el whisky. Como en las películas de Terrence Malick, los periodos de felicidad son narrados con una precisión y una verosimilitud sin parangón. Están enmarcados por la conciencia de que son efímeros y que no estarán ahí al minuto siguiente, pero eso los hace todavía más intensos y más raros. “Había cumplido 30 años, la promesa de una década de soledad, la lista, cada vez más escasa, de hombres solteros por conocer, la maleta cargada de entusiasmo escaso, el cabello escaso ya. Pero a mi lado se encontraba Jordan, que, a diferencia de Daisy, era demasiado lista para llevar sueños ya olvidados de una era a otra. Al pasar sobre el puente oscuro su rostro pálido cayó lánguido sobre el hombro de mi chaqueta y el formidable golpe de los 30 murió a la distancia con la tranquilizadora presión de su mano. Entonces continuamos nuestro viaje hacia la muerte, en un atardecer cada vez más fresco” * Las tres veces que leí la novela fue en distintos viajes. Leer El Gran Gatsby en aviones o en habitaciones de hotel tiene un encanto agregado. Mirar esas vidas desde lugares de paso crea una complicidad mayor. Todos en algún momento nos sentimos Nick Carroway porque nos sentimos amenazados por el tiempo, y vimos, con cierta frialdad, como las cosas iban quedando lejanas. Leer El gran Gatsby en ciudades que no son la propia es algo así como asistir a una fiesta privada a la que no nos invitaron, ir como turistas, inmiscuirnos en esas vidas tristes y salir al cabo de unas horas o de unos días, pero no salimos aireados. Nunca se sale intacto de una novela como El gran Gatsby. Hay recuerdos tan precisos que es como si la literatura fuese otra vida, una vida que no vivimos pero que de alguna
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forma también nos pertenece y es tan verdadera e intensa como las cosas que efectivamente han sucedido. Fitzgerald escribió una novela fundamental antes de que las fuerzas se agotaran, antes de que -como Hemingway lo plasmó en París era una fiesta- se olvidara de cómo volar. El Gran Gatsby trata de las cosas que nunca vamos a recuperar, trata de personas insustituibles que estuvieron con nosotros unos días, unos meses, unos años. Trata de fiestas y de ruido y de soledad y de paseos en la noche. Trata de amigos y trata de quedarse callado y ver las grandes mansiones extendiéndose en barrios suntuosos, en el calor, en el verano. Trata de ser joven por un tiempo, trata de melodías de jazz sonando a horas indiscretas y de momentos de locura no confesados a nadie. Trata del recuerdo y de la forma como decidimos preservarlo. 3 La escritura es algo físico. La escritura, como el boxeo, se relaciona directamente con el cuerpo, con sus niveles de resistencias, con sus puntos blandos. Hemingway estaba muy consciente de ello. La escritura fue una pelea que sostuvo durante toda su vida, en su juventud y en su vejez. La gran tragedia de Hemingway fue querer estar a la altura del mito que él mismo fabricó. Su lucha -mediatizada por la creación de pasajes áridos poblados de hombres solos y testarudos y valientes- es ese combate con lo que él quiso ser, con lo que él en algún momento creyó que era. Con lo que él inventó y quiso sostener a pesar de su propia salud o cordura. El mito sepultó a Hemingway mucho antes de que haya puesto la escopeta en su boca y jalara el gatillo. Cierro esta conferencia, de la que ya me extendí absurdamente, comentando la parte de Hemingway que mayor salud conserva: sus cuentos, la mayoría escritos en sus años de aprendizaje. Termino esta conferencia dedicada a la gran trilogía de la literatura norteamericana de principios de siglo XX, hablando de un puñado de relatos que enseñaron a escribir a sucesivas generaciones y que siguen siendo fuente inagotable de maestría a la hora de tratar la concisión, la síntesis, el ritmo, la elipsis. Fuentes de
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belleza y de rabia y de masculinidad. Sus mejores cuentos son fotografías en movimiento que capturan las pulsiones secretas de la vida. Como en la mejor literatura norteamericana, sus cuentos retratan la experiencia: abordan las situaciones y no las ideas. Gabriel García Márquez, en un notable prólogo a la reedición reciente de sus Cuentos por la editorial española Lumen, escribió lo siguiente: “En la entrevista histórica que le hizo el periodista George Plimpton para Paris Review enseñó para siempre contra el concepto romántico de la creación- que la comodidad económica y la buena salud son convenientes para escribir, que una de las dificultades mayores es la de organizar bien las palabras, que es bueno releer los propios libros cuando cuesta trabajo escribir para recordar que siempre fue difícil, que se puede escribir en cualquier parte siempre que no haya visitas ni teléfono, y que no es cierto que el periodismo acabe con el escritor, como tanto se ha dicho, sino todo lo contrario, a condición de que se abandone a tiempo. “Una vez que escribir se ha convertido en el vicio principal y el mayor placer -dijo-, sólo la muerte puede ponerle fin”. Con todo, su lección fue el descubrimiento de que el trabajo de cada día sólo debe interrumpirse cuando ya se sabe cómo se va a empezar al día siguiente. No creo que se haya dado jamás un consejo más útil para escribir. Es, ni más ni menos, el remedio absoluto contra el fantasma más temido de los escritores: la agonía matinal frente a la página en blanco”. Como pocos autores, Hemingway es una técnica de escritura. Es un laboratorio donde se gesta el proceso y los ritos de la creación. Es una serie de reglas y mecanismos de relojería que en sus cuentos, mucho más que en sus novelas, alcanza verdadera maestría. Sus mejores relatos son lecciones, ahí está todo lo que un escritor debe saber y manejar: la mesura,
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la contención, pero también la fuerza y el ritmo, diálogos agudos, penetrantes. Ninguno adolece de taras tan comunes incluso en buenos escritores, taras como excesos de lenguaje, pasajes detenidos y extáticos. En ellos hay verdadero movimiento, pulsión. Están vivos. En ese despliegue de vitalidad hay algo profundamente sombrío. Y esa dualidad que nunca llega a resolverse jamás es parte del misterio, asegura la permanencia y la vigencia de esas piezas cortas. Todos, a su modo, tratan de lo inmediato. De lo que Hemingway conocía muy bien. Están inmersos en la aventura, pero la aventura es sólo una pantalla, un maquillaje, esconde otra cosas: la lucha del hombre contra su propia mortalidad, o algo que llega a ser más urgente: la lucha del hombre contra la vulnerabilidad y la traición eventual del cuerpo. Ya sea en escenarios como la Italia destruida de la Primera Guerra Mundial, en las selvas africanas plagadas de animales salvajes, en restaurantes españoles que congrega a viejos y decadentes toreros o en el bosque estadounidense donde no pasa absolutamente nada más que mañanas de pesca y, eso sí, los recuerdos contenidos y apenas insinuados de una cruenta guerra reciente que sobrevive en la mente y en el silencio del personaje, los cuentos de Hemingway reflejan el conflicto del hombre con el declive de sus fuerzas, con la vejez, con la enfermedad, con todo aquello que lo merma y que prohíbe que su cuerpo sintonice con el latido del mundo. Y por eso la valentía y el estoicismo son valores tan importantes para sus personajes a quienes no les importa ganar porque saben que la victoria, como le había dicho el padre de Quentin al legarle el reloj de la familia, es una ilusión de estúpidos y filósofos. En Hemingway, como en Spinosa, toda ética -de haberla- se relaciona directamente con el cuerpo. Se sustenta en el funcionamiento del cuerpo. * En uno de sus relatos más célebres, Las nieves del Kilimanjaro, una pareja aguarda el arribo de una avioneta. El hombre, un escritor aventurero, tiene una pierna gangrenada y pelea constantemente con su mujer porque
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sabe que las posibilidades de salir intacto de esa situación son escasas. Un animal herido y rebelde y testarudo. Un animal asustado. “–El amor es un montón de estiércol -dijo Harry-.Y yo soy el gallo que se sube encima a cacarear. –Si tienes que morirte -dijo ella-, ¿es absolutamente necesario que aniquiles todo lo que dejas atrás? Lo que quiero decir es: ¿tienes que llevártelo todo? ¿Tienes que matar a tu caballo, a tu esposa y quemar tu silla y tu armadura? –Sí –dijo él--. Tu maldito dinero era mi armadura. Mi Swifts y mi Armour. –Basta. –Muy bien. Me callaré. No quiero ofenderte. –Ahora ya es un poco tarde. –Muy bien. Seguiré ofendiéndote. Es más divertido. Lo único que me gustaba hacer contigo ahora ya no puedo hacerlo. –No, eso no es cierto. Te gustaba hacer muchas cosas, y todo lo que querías hacer yo lo hacía. –Oh, por amor de Dios, deja de fanfarronear, ¿quieres? Él la miró y la vio llorar”. El cuento está cargado con una nostalgia inmensa no por las cosas que vivió y que ya no volverán a repetirse, sino por todas esas cosas que vivió y de las que nunca escribió porque creyó que el momento adecuado no había llegado todavía. Sabe que falló como escritor y como hombre. En El fin de algo, probablemente el relato que más veces he releído de Hemingway, aparece Nick Adams cuando todavía es muy joven. Nick, quien está en un puñado de los mejores cuentos de Hemingway -una suerte de alter ego a quien vemos en distintas etapas de su vida, cuando es un
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muchacho y también cuando ya es un hombre maduro. El fin de algo es un triste y perfectamente logrado cuento de aprendizaje donde se narra una separación sentimental. Los dos chicos recorren en un bote el lago del pueblo y se topan con un antiguo aserradero convertido en ruinas. Llegan a tierra y sacan el equipo de pescar y hablan de pesca y de cualquier otra cosa. En algún momento, ella intuye que algo no funciona, pero el problema nunca se aborda directamente, se lo evade, un claro ejemplo del iceberg, esa técnica por la que Hemingway se hizo famoso. “Se quedaron sentados sobre la manta sin tocarse y observaron cómo salía la luna. –Deja de decir tonterías -dijo Marjorie-. ¿Qué te pasa, de verdad? –No lo sé. –Claro que lo sabes. –No, no lo sé. –Dímelo. Nick se quedó mirando la luna, que empezaba a asomar sobre las colinas. –Ya no es divertido. Le daba miedo mirar a Marjorie. En aquel momento la miró. Estaba allí sentada, dándole la espalda. Nick miró su espalda. –Ya no es divertido. Nada de esto es divertido. Marjorie no dijo nada. Nick siguió hablando. –Es como si todo se hubiera ido al infierno en mi interior. No lo sé, Marge. No sé qué decir. Nick seguía mirándole la espalda. –¿El amor ya no es divertido? -dijo Marjorie. –No -dijo Nick. Marjorie se levantó. Nick se quedó sentado con la cabeza entre las manos”.
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Diálogos secos, fríos, que patentizan un mundo plagado de sentimientos. Como luego en Carver, en Hemingway todo consiste en atrapar la emoción sin caer en sentimentalismos. En dar testimonio de un mundo plagado de movimiento y contradicciones sin caer en lugares blandos. En usar la frialdad para mostrar, sin ninguna clase de golpes efectistas, la pasión y la fragilidad, el dolor, el declive de los afectos, los alejamientos silenciosos. Las separaciones y las despedidas y todas las acumulaciones que vienen luego de que se deja de querer o cuando nuestras novias nos dejan de querer. Nick Adams se vuelve un hombre en ese momento, y nosotros, los lectores, asistimos a ese nacimiento. En su estudio crítico sobre Hemingway, Stewart Sanderson escribió lo siguiente refiriéndose al supuesto nihilismo del escritor: “Calificar las primeras obras de Hemingway de violentas, cínicas y duras es confundir la cizaña con el grano. No han sido pocos los autores que han mostrado en sus obras una constante preocupación por algunos temas básicos, entre los que la violencia es el principal. Es cierto que en las historias cortas de su primer libro publicado -En nuestro tiempo- adopta temas como la insatisfacción sexual, las heridas, el asesinato y el suicidio; pero no como mérito exclusivo a su horrible significado, sino que surgen de la impresión de una mente tierna y sensible frente a la aparente crueldad de la vida. (…) El héroe es el hombre consciente de que, a pesar suyo, la vida transcurre menos perfecta de lo que él hubiera supuesto o deseado”. En Hemingway, el heroísmo consiste en mantener la mesura. En no bajar las armas. En decirle a la muerte aquí estoy, éste es mi cuerpo. Yo soy dueño de mi cuerpo. Yo soy mi cuerpo. La poética de Hemingway es la conmovedora y absurda lucha por mantener la dignidad, alguna clase de dignidad, cualquier cosa que esto sea, en situaciones que superan a sus per-
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sonajes. Ya sea en rupturas amorosas tempranas o en el campo de guerra, la lucha siempre es contra la debilidad, y la debilidad en sus obras consiste en ceder al histrionismo, a la histeria, perder el control. Es por eso que su forma se corresponde tan coherentemente con su tema: la contención en su obra es una apuesta ética así como en Faulkner lo era ese flujo desbocado reflejado en frases largas sin puntación en las que el autor sureño ponía toda la carne al asador. * Cuando Hemingway se mató, cuando decidió que ya era suficiente. Cuando llevó la escopeta a su boca y disparó, Cheever, otro de los grandes maestros del relato contemporáneo, hizo esta anotación en su diario. “Ayer por la mañana Hemingway se pegó un tiro. Fue un gran hombre. Recuerdo una vez que salí a pasear por las calles de Boston después de leer un libro suyo y vi que el color del cielo, las caras de los extraños y los olores de la ciudad estaban acentuados y dramatizados. Lo más importante que hizo fue legitimar el valor masculino, una cualidad desconocida para mí antes de leer su obra, esa obra exaltada por exploradores y otros hasta hacerla parecer fraudulenta. Plasmó una visión inmensa de amor y de amistad, golondrinas y el ruido de la lluvia. No hubo jamás, en mi generación, nadie comprable a él”. Eso que dice Cheever es muy cierto: la obra de Hemingway pone un especial énfasis en los sentidos, en las texturas de las cosas, en la intensidad de ciertos colores o de ciertos olores. Muestra cómo por la utilización precisa de algunos detalles, se puede hablar, sin necesidad de recurrir a ideas, del misterio de la condición humana. Hay algo real e inmediato, vivo, sensual en esos cuentos y en esa prosa filosa como un chuchillo. ¿Qué hubiera sido de escritores tan notorios como Raymond Carver, Tom Spanbauer,
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Joan Didion o Tobias Wolff sin Hemingway? La velocidad de la prosa, la objetividad, la economía de adjetivos, la rapidez para atrapar el momento preciso cuando sucede algo. En sus cuentos siempre pasa algo: retratan el quiebre, el lapso en que se dará un viraje en la vida de alguien, las cosas que determinan que la vida nunca más volverá a ser la misma de antes. Y nosotros estamos ahí, viendo todo eso. Sabiendo que las cosas nunca serán como antes, creciendo al descubrirlo, dejando de ser las mismas personas que éramos algunos minutos u horas atrás. Haciéndonos más viejos.
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Gabriel René Moreno y los matices del mestizaje Daniel Dory
Es imposible emprender una investigación de la historia cruceña, o una reflexión algo rigurosa sobre la identidad diferenciada del Oriente boliviano, sin encontrarse, algún día, generalmente más temprano que tarde, con el Nicomedes Antelo de Gabriel René Moreno. Y la lectura de este breve texto reserva muchas sorpresas a quien la emprende con el debido detenimiento; obligándolo además a enfrentar algunas cuestiones problemáticas cuya pertinencia supera el ámbito exclusivamente teórico. Es a tratar de señalar unos cuantos desafíos que nos plantea esta obra moreniana que están dedicadas las siguientes páginas. Pero empecemos por lo que siempre debería considerarse al principio, a saber la identificación y la datación del documento. Nicomedes Antelo, uno de los textos más logrados significativos de Gabriel René Moreno, fue terminado de redactar en 1885 en Santiago de Chile, y publicado por primera vez en el volumen: Bolivia- Argentina, Notas Biográficas y Bibliográficas, Imprenta Cervantes, Santiago de Chile, 1901. En 1960, es decir apenas terminadas las “luchas cívicas” de los años 1957 – 1958, durante las cuáles se dieron dos invasiones a Santa Cruz por parte frente de milicianos y campesinos andinos que culminaron con la masacre de Terebinto (19 de Mayo de 1958), la Universidad cruceña promueve una excelente reedición de esta obra con un prólogo de Raúl Otero Reiche, un prefacio y abundantes notas de Hernando Sanabria Fernández
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y notas epilogales de Leonor Ribera Arteaga (1). ¿Simple coincidencia, o valiente gesto de las autoridades académicas de entonces? Opto por la segunda hipótesis. Pasemos ahora al objeto de la “nota” biográfica que comentamos aquí. No se trata de un prócer, ni de un destacado y reconocido intelectual, sino de alguien como lo dice el mismo Moreno, “que pasa cabizbajo por el valle de la vida”. Es que Nicomedes Antelo (1829-1883), autodidacta cruceño que se instaló en la Argentina en 1859 para huir del gobierno de Linares, nunca logró superar en Buenos Aires, la modesta condición de director de una escuela primaria de barrio. Asiduo lector de obras filosóficas y científicas, fue partidario de un materialismo naturalista que impregnó su reflexión filosófica y, sobre todo, sus concepciones pedagógicas, que expuso en varios folletos, a menudo polémicos. En sustancia, poco más podrá añadirse en base a las escasas noticias que sobre él fueron publicadas (2). De ello resulta una notable asimetría entre la prominente figura del biógrafo y la modesta condición del biografiado en la obra que aquí nos interesa; esta situación, poco frecuente, puede dar lugar a una especie de “saturación por transferencia” de las ideas del primero al pensamiento del segundo. En ausencia de fuentes complementarias es difícil apreciar en que medida esto se dió en este caso, pero es indudable que algo de ello se produjo a la hora de exponer Moreno las concepciones de Antelo. Llegando ahora a lo medular del asunto, es decir al contenido mismo de las ideas formuladas en este texto, conviene distinguir al menos tres ejes temáticos que conllevan, cada uno, un pacto específico de lectura. En efecto, a diferencia de la ficción que implica fundamentalmente lo contrario, el lector de un texto histórico asume una relación, garantizada por un Gabriel René Moreno, Nicomedes Antelo, Publicaciones de la Universidad Gabriel René Moreno, Santa Cruz de la Sierra, 1960. (El volumen fue impreso en Buenos Aires). (2) Ver, por ejemplo, Leonor Ribera Arteaga, “Apuntes bibliográficos y biográficos sobre hombres y cosas del pasado cruceño”, Boletín de la Sociedad de Estudios Geográficos e Históricos, No. 26, 1945, 40-41; Eduardo Cortés, “Nicomedes Antelo Bazán”, en: Ángel Sandoval Ribera (Ed.). Álbum del Colegio Nacional Florida, Santa Cruz de la Sierra, 1995, 73-77; Hernando Sanabria Fernández, Cruceños Notables, Ed. Juventud, La Paz, 1998, 19-21. (1)
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método y la exhibición de las fuentes, entre lo narrado y lo que realmente sucedió en algún momento del pasado. O para ser más exacto, este mismo lector está autorizado a fundar su lectura en el supuesto compromiso del autor del texto histórico con la verdad. Este postulado no implica, evidentemente, la exactitud de todo lo consignado en la exposición histórica, sino que esta adecuación texto-realidad fue realmente intentada por el autor. Correlativamente, la inexactitud posible en la obra histórica se debe a motivos determinados, necesariamente involuntarios por parte del autor: mal manejo del método crítico, insuficiencia de las fuentes, errores de lectura de los documentos, etc. Pues bien, quien se acerca a Nicomedes Antelo de Gabriel René Moreno, con el objeto de informarse sobre la historia cruceña del segundo tercio del siglo XIX, se encuentra con que los datos proporcionados son extractados de la memoria del autor sin el respaldo de la mención de otra fuente que no sean citas, entre comillas, de Nicomedes Antelo, pero sin referencias de su origen. Es imposible, por tanto, proceder a verificación alguna; la reputación de Moreno y el dominio del método histórico que demostró en otros trabajos, nos incitan a creerlo, y a reproducir sus palabras como expresiones de la verdad. Así, por ejemplo, tenemos este fragmento, varias veces citado por diversos autores interesados en reconstruir la historia cultural de Santa Cruz, y que se refiere a la influencia de d´Orbigny. Moreno escribe: “Sus libros botánicos y zoológicos y sus manuales de disector y dibujante naturalista quedaron en Santa Cruz el año 1832. Algunos jóvenes cruceños se apoderaron de ellos con ardimiento. Bajo su dictado se entregaron a estudios prácticos de primera mano en ambos reinos de la naturaleza. (…) Tuvieron sequito y formaron escuela o si decimos un grupo de estudiosos muy entusiastas, que leían pacientes en la noche y observaban curiosos en el día. Antelo entre ellos” (3). Pero aquí sucede un pequeño problema. Si recordamos que N. Antelo nació en 1829, este tenía tres años cuando d´Orbigny dejó sus libros (3)
G. R. Moreno, Nicomedes Antelo, op. cit. 12-13.
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en su ciudad natal. Y por más que el joven Nicomedes hubiera mostrado una precoz inteligencia, es poco probable que un niño de tres años se interese en manuales de botánica y de zoología, sobre todo si, como es presumible, estos habían sido traídos de Francia y estaban escritos en francés. Un comentario similar se aplica a Rafael Peña, integrante del mismo grupo de jóvenes naturalistas, que solo tenía diez años en 1832 (4). Por consiguiente, algo falta en la información que nos da Moreno: ¿Quiénes transmitieron este legado bibliográfico a N. Antelo y a los otros cruceños? ¿Dónde fueron a parar esos libros? ¿Cuáles fueron las obras así obtenidas? ¿El francés era un idioma suficientemente conocido en Santa Cruz en aquella época para que el relato sea verosímil?, etc. Con estos antecedentes y precauciones que valen para la lectura del conjunto del texto, podemos ahora abordar la problemática central del mestizaje. Empecemos por los componentes del mismo, sabiendo que la concepción de Antelo-Moreno de la raza es eminentemente naturalista, acorde en esto con las ideas materialistas dominantes en el siglo XIX al respecto. Y aquí se nos presenta un hecho de enormes consecuencias teóricas. Es que, partiendo de las premisas biológicas del darwinismo, se espera que las diferentes razas que son identificadas en base a criterios físicos (5), pueden ser clasificadas y valoradas a partir de criterios igualmente naturales. En este orden, siguiendo la misma lógica del evolucionismo de la época, las razas superiores serían las que, logrando mejores adaptaciones a su entorno, muestran una más alta fecundidad asociada a una mayor supervivencia de los descendientes. Estos sí, serían criterios verdaderamente medibles y conformes al cientismo biologista que Antelo profesaba según Moreno. Pero, sin embargo, a la hora de diferenciar y valorar a las diferentes razas presentes en Bolivia, Antelo y Moreno acuden a pautas esencialmente sociológicas y políticas, incurriendo así en una especie de Ver la introducción de H. Sanabria a: Rafael Peña, Flora Cruceña, La Paz, 1976, sobre todo la página 10 donde se hace referencia al texto de Moreno que nos interesa aquí. (5) Por ejemplo el peso de los cerebros, que según Antelo tienen “entre cinco, siete y diez onzas menos “en el caso de los indígenas y los mestizos “que el cerebro de un blanco de pura raza”. G. R. Moreno, Nicomedes Antelo, op. cit. p. 22. (4)
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corto circuito en el razonamiento, que implica, como condición exclusiva de validez, el carácter exclusivamente físico-orgánico del ser humano y, por consiguiente, de los fenómenos sociales y políticos. En esta perspectiva, la superioridad de la raza indoeuropea, afirmada a modo de axioma, se manifiesta, como en Argentina que Antelo observa en el último tercio del siglo XIX, donde gracias a la migración blanca “se afianzaban en los vecindarios el orden público, quedaban resueltos de hecho los más terribles conflictos políticos, subía el progreso intelectual y moral por rápidas pendientes, la riqueza y el bienestar se iban esparciendo en todos los ámbitos de la República.” (p. 41) En contraste, Bolivia ofrece un cuadro muy distinto por la existencia predominante del mestizaje entre blancos en su gran mayoría criollos (6), con indígenas “incásicos” (es decir andinos, quechuas y aymaras) en el Occidente y en el caso del Oriente por un proceso, reciente según Antelo-Moreno de mezcla de criollos con mestizos o indígenas “incásicos” y “cambas” (castas guaraníes de las provincias de Santa Cruz y del Beni). Y es a partir de sus mayores o menores aptitudes a promover e insertarse en un orden social jerarquizado, progresista y organizado en función de las normas de la democracia liberal del siglo XIX, que las diferentes razas y grupos híbridos serán evaluados. Procediendo de tal manera, además de profesar un materialismo cientista, Antelo y Moreno se muestran como la mayoría de sus contemporáneos, proclives a adherirse a las frágiles promesas de la modernidad y del progreso, cuyos beneficios, empero, solo podrán ser alcanzados mediante una “solución etnológica” del problema boliviano. Retomando la descripción moreniana, y empezando por la dinámica socio – racial del Occidente, Antelo-Moreno proceden a caracterizar a los dos grupos dominantes: indígenas y los mestizos altoperuanos o cholos (7). “Entiéndase por criollo el descendiente de españoles nacido sin mezcla en Bolivia” G. R. Moreno, ibid. 25. (7) Siguiendo minuciosamente el texto de Moreno, (p. 32), la designación de “colla” se aplica exclusivamente al cholo altoperuano. (6)
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Sobre los los primeros la apreciación es dura: “el indio incásico no sirve para nada. Pero eso si -y aquí la funesta deformidad-, representa en Bolivia una fuerza viviente, una masa de resistencia pasiva, una induración concreta en las vísceras del organismo social”. (p. 23). En cuanto a los mestizos (en este caso altoperuanos), “representan en la especie humana una variedad subalterna, que corresponde a una degeneración confusa de la impetuosidad española y del apocamiento indigenal” (p. 23). Semejantes condenas se explican solamente en referencia al proyecto modernizador que tanto el indio como el cholo obstaculizan, puesto que, como indica Moreno: “Según Antelo, refiriéndose a Bolivia, el cerebro indígena y el cerebro mestizo son celularmente incapaces de concebir la libertad republicana con su altivez deliberativa y sus prestaciones de civismo” (p. 22). En el Oriente, el cuadro es algo diferente, por efecto de las características que Antelo-Moreno atribuyen al “camba misionario” de origen guaraní (sin más explicación): “Indio ingenuo, jovial, aseadísimo, estrechador amistoso de manos, agraciado y despierto” (p. 32), que contribuye a un mestizaje específico, más individualista puesto que “allá donde el mestizo cruceño (español – guaraní) saca la cara, el mestizo colla (españolincásico) elimina su individuo, para no cobrar ánimos sino a espaldas del compañerismo irresponsable por anónimos” (p. 34). En relación directa con lo anterior, pero pasando ahora al ámbito de la historia, es interesante resaltar la datación del proceso de mestizaje que proponen Antelo y Moreno; presentándolo como no simultáneo en el Occidente y el Oriente de Bolivia, y por tanto como un elemento adicional de diferenciación entre los dos espacios. En el caso del Occidente boliviano, Moreno señala que “es indudable que, de la independencia acá, el bastardeamiento incásico de los vecindarios criollos del Alto Perú, siguiendo el camino de una labor genética y atávica formidable, nos amenaza con una próxima restauración del imperio de Manco-Capac y Mama-Ocllo” (p.25). Recordemos que esto fue escrito en 1885, y sobre todo destaquemos el momento de la Inde-
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pendencia como punto de quiebre, a la vez de ruptura con una sociedad portadora de muchos rasgos tradicionales y de inauguración de la República, imposibilitada de desplegar sus virtudes por los motivos socio-raciales antes señalados. Por lo que al caso cruceño se refiere, o dejan de impactar las afirmaciones siguientes: “la unidad de raza y la pureza mediterránea con que conservaba hasta hace muy pocos años el vecindario su sencillez colonial, habían establecido en las costumbres una especie de fraternidad provincialista, que no excluía sino antes bien mantenía sin resistencia una ordenada jerarquía de clases en la sociedad” (p. 9). Aquí no se habla del momento de la independencia sino de fechas más recientes. ¿Pero qué entender por “muy pocos años”? El cómputo podría iniciarse a partir de la fecha de escritura y/o publicación del texto de Moreno (1885), o de la indicación que el punto más remoto de comparación que tenía Antelo era 1859, año de su salida de Santa Cruz (p.29). Esta precisión la hace Moreno al escribir: “Una de las cosas que más lamentaba Antelo era ver que su amada Santa Cruz, la propia ciudad cabecera del departamento, desdiciendo de sus antecedentes, estuviese hoy mestizando sus habitantes de pura raza española, dándose sin género de selección a encastar con los indígenas, o con los que tienen algo de indio en las venas” (p. 29). En fin, el “hoy” contenido en la cita anterior puede también referirse a 1882, año del último encuentro de Moreno con Nicomedes Antelo en Buenos Aires. Cualquiera que sea la interpretación acertada en el detalle, la idea dominante de estas citas es que el mestizaje en Santa Cruz solamente se inicia hacia la segunda mitad del siglo XIX; los cuál nos enfrenta a la vez con un problema histórico y con una provocación teórica En el registro histórico nos encontramos con la conocida afirmación de Humberto Vazquez Machicado estableciendo que “los primeros nativos de Santa Cruz, fueron, (…) frutos del mestizaje entre la gente de Chávez y Manso que la poblaron y las indias del lugar o las que ya los acompañaban de antiguo” (8). El hecho de que estos mestizos con indígenas del Oriente terminen perdiendo sus caracteres no caucásicos después
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de unas cuantas generaciones, no infirma la realidad incontrastable de la presencia del mestizaje biológico en los orígenes mismos de la cruceñidad. En vez de buscar los misteriosos mecanismos mediante los cuales las primeras huestes españolas que llegaron al Oriente sin mujeres europeas y que se reprodujeron allí, luego, con solo mínimos aportes femeninos de raza blanca pudieron conservar la pureza de su sangre, admitamos que Antelo y Moreno al hablar aquí de raza se refieren a una otra realidad. Y esta otra realidad, a la que aluden o, mejor dicho, que solo llegan a intuir con el andamiaje conceptual del evolucionismo materialista de su época, es el clivaje esencial entre la sociedad tradicional y la modernidad, tal como se les presenta en el caso boliviano. A esta verdad del texto se acercó muchísimo la historiadora francesa Marie Danielle Demelas cuando señaló que “en el sistema de René Moreno, todo es como si Santa Cruz de la Sierra representase el pasado bienaventurado de una sociedad patriarcal mientras que el Alto Perú encarnaba el futuro democrático”. (9) Con este planteamiento llegamos, de alguna manera, a la trama subyacente de la textualidad moreniana, caracterizada por una suerte de desgarramiento entre las consecuencias lógicas (y supuestamente deseables) de la ideología evolucionista que profesa conscientemente, y los valores tradicionales que permean su axiología profunda. De este modo, igualmente, podemos comprender como a la evocación nostálgica de la “ordenada jerarquía de clases” en la sociedad cruceña de antaño, se contrapone el progresivo avasallamiento del des-orden híbrido, léase del mestizaje o, mejor dicho, de la “cholificación”. Eso aparece claramente expresado, por ejemplo, cuando “el pánico y los cierrapuertas durante la sedición del mestizo Ibáñez, en 1876, son indescriptibles a causa de las ideas demagógicas reinantes, del odio a los que de alto disfrutan y de los conatos de saqueo soldadesco: todo exactaHumberto Vazquez Machicado “Origenes del mestizaje en Santa Cruz de la Sierra” en: Obras Completas, vol. II, Ed. Don Bosco, La Paz, 1988, 133. (9) Marie Danielle Demelas, “Mestizaje y democracia, algunos aspectos del pensamiento de Gabriel René Moreno sobre la diversidad boliviana”, en: Col. Estudios sobre Gabriel René Moreno, Fondo Editorial Municipal, Santa Cruz de la Sierra, 2008, 223-224. La cita figura en la p. 234. (8)
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mente a la manera de las ciudades altoperuanas, copiando a sus choladas ensoberbecidas por servil y rapaz proselitismo”. (10) En función de esta lectura, la crítica de la idea de raza tal como la parecen concebir Moreno y Antelo pierde gran parte de su utilidad. Es así que no basta señalar las evidentes deficiencias del biologismo del siglo XIX, que acuñó una raciología más adecuada para clasificar especies animales que seres humanos y pasó por alto las dimensiones mentales y espirituales del hombre. Es mucho más interesante lograr comprender como Antelo y Moreno expresaron, en parte involuntariamente, utilizando el código naturalista de la raza, ideas, intuiciones y sentimientos de una asombrosa profundidad analítica, vinculándolos tácitamente a la corriente más fecunda de la filosofía de la historia, es decir la que elaboró la decisiva e indispensable crítica de la modernidad. (11) Un último punto merece ser mencionado en este comentario del Nicomedes Antelo de Gabriel René Moreno, relacionándolo con el proceso nacionalitario del pueblo cruceño. Si bien a fines del siglo XIX las condiciones políticas, económicas e ideológicas de la consolidación nacional del Oriente boliviano no estaban reunidas, es no menos cierto que en este texto se encuentran fundamentos teóricos para su desarrollo, basados en la contraposición de los dos tipos d sociedades que conforman la realidad boliviana. (12) En este sentido puede leerse el párrafo siguiente, donde Moreno, después de caracterizar el área Andina altamente “cholificada”, escribe: “En cuanto a las verdes, cálidas y humedas llanuras orientales, con Santa Cruz por cabecera social y con sociabilidad muy diferente, figuran unidas a la nacionalidad boliviana, a la manera como suele verse un jardín enclavado al pie de una roca, si bien esta vez el jardín es tan grande como la roca. Figuran meramente adscriptas; porque las gentes que pueblan esta apartaG. R. Moreno, Nicomedes Antelo, op. cit. 30-31. Ver: Julius Evola, Révolte contre le monde moderne, L´Homme, Bruxelles-Montréal, 1972. Existe una versión en español, Heracles, Buenos Aires, 1994. (12) Al referimos aquí a “tipos de sociedades” evocamos realidades afines a las designadas por Max Weber como tipos ideales, con rasgos más tradicionales en el caso cruceño y más modernos en el Alto Perú. (10) (11)
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da, espléndida y fertilísima región, casi toda solitaria, bien que surcada de navegables ríos, nada tienen de común con los altoperuanos. (p. 28). Es obvio que aquí el “nada” se refiere a la contraposición teórica de los tipos ideales mencionados arriba, y no en la realidad empírica que, como el mismo Moreno lo señala varias veces en el mismo texto, evidencia una creciente occidentalización-modernización del Oriente. Por tanto, de nuevo, con el vocabulario de la raza, nuestro autor designa el nivel de los valores, o para decirlo mejor, dos tipos de espiritualidades diferentes, problemáticamente unidos en el marco de un mismo Estado que jamás logró ser verdaderamente nacional. Con estas anotaciones intentamos mostrar la riqueza del texto moreniano, cuando se refiere al mestizaje y a sus consecuencias. Sin duda alguna, muchos ejes temáticos están contenidos en el Nicomedes Antelo, a la espera paciente del trabajo interpretativo que se desplegará mediante futuras lecturas y, sobre todo, relecturas.
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Javier Marías. Difuminación y fantasma Edmundo Paz Soldán
Si pensamos sólo en narradores, Javier Marías se encuentra, junto a Juan Goytisolo, Juan Marsé y Enrique Vila-Matas, entre los grandes indiscutibles de la literatura española contemporánea. De los cuatro, Marías es el que ha logrado trascender más en su impacto fuera de las fronteras de España. Su obra ha sido traducida a treinta y cuatro idiomas, ha vendido casi cinco millones de ejemplares, y ha ganado premios del nivel del IMPAC. Javier Marías ha construido un mundo narrativo muy complejo que tiene la virtud de convocar a nombres centrales de la literatura universal –Shakespeare, Cervantes, Sterne, Henry James, Proust. En Marías, el mundo importa a partir de sus narradores, y también, cada vez más, a partir de quienes escuchan las narraciones. Narrar es peligroso, la narración es un “cerco de sangre” que no desaparece de nosotros, un veneno para el que no hay antídoto. La prosa de Marías, muy consciente de sí misma, es una puesta en escena formal de aquello que predica: pocas cosas hay en la ficción de nuestros días que sean más encantatorias que las voces de los narradores de Marías. O mejor, la voz del narrador, porque siempre parece ser el mismo: un ser dubitativo, oscilante, puntillista, cuya gran aventura es la del intelecto, pues todo pasa por su cabeza, todo repercute, todo reverbera en él. Un ser que sabe que el tiempo avanza y quisiera ampliar la narración del instante antes de la llegada inevitable de la “difuminación”. Marías reivindica la novela como el único género artístico verdaderamente capaz de explorar en detalle la subjetividad del ser humano y
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moverse a sus anchas a través del tiempo y su envés. En la exploración incansable de ese tema, el escritor español ha escrito al menos tres obras maestras: Todas las almas, Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí. A ese conjunto de textos imprescindibles debe agregarse la monumental Tu rostro mañana, una trilogía arriesgada en su voluntad de llevar al extremo su experimentación con el tiempo narrativo y el de la historia, y Negra espalda del tiempo, ese híbrido de ficción y no ficción inicialmente poco comprendido, que, con el paso de los años, se va revelando como un texto cada vez más importante, un precursor de ciertas tendencias centrales en la narrativa contemporánea. Hay críticos y escritores que defienden a muerte su Vidas escritas, ese conjunto notable de perfiles de escritores, y, a pesar de la imagen de Marías como un escritor encastillado en su torre de marfil, como articulista se muestra como un agudo observador de las vidas y costumbres de la sociedad española. Tu rostro mañana A mediados de los noventa, había consenso entre los escritores latinoamericanos de mi generación a la hora de admirar la obra de Marías. Discutíamos sobre si Mañana en la batalla piensa en mí era superior a Corazón tan blanco, defendíamos las virtudes de Todas las almas, nos rendíamos ante Vidas escritas. El tiempo hizo lo suyo, y los caminos de algunos admiradores empezaron a bifurcarse a partir de Negra espalda del tiempo, el libro más incomprendido de Marías. Con Tu rostro mañana, dividió las aguas de una vez por todas: hoy, en una esquina se encuentran los que la defienden como la novela fundamental de este principio de siglo; en la otra, los que piensan que Marías no ha hecho más que reescribir, en clave manierista, Todas las almas. Nadie es indiferente ante Marías, y eso es una virtud. Tu rostro mañana reavivó los elogios y los agravios, pero no muchos conversos, pues aquí la propuesta narrativa de Marías se radicaliza hasta un extremo. Los que estaban fascinados por ella ratificarán su maravilla: los que la juzgaban un
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callejón sin salida dirán exasperados que por ese camino no había otra que toparse contra la pared. Jacques (o Jacobo o Jaime) Deza, personaje central de la trilogía de Tu rostro mañana, pertenece a un servicio secreto inglés que se encarga de estudiar los rostros de las personas para descubrir de qué serán capaces éstas en el futuro. Lo suyo es la “presciencia” (algo muy diferente al presentimiento). Es el típico narrador de Marías: inteligente, hiperculto, locuaz, reflexivo hasta el exceso y capaz de un ritmo musical en un estilo que algunos han tratado de imitar con poca fortuna. Tu rostro mañana aborda, tematizados, los peligros de la narración. El primer volumen, Fiebre y lanza, comenzaba con “Uno no debería contar nunca nada”. En el segundo, Baile y sueño, el tema también está planteado en la primera frase: “Ojalá nunca nadie nos pidiera nada, ni casi nos preguntara…” ¿Por qué? “Así que uno oye al mendigo que lo aborda en la calle y ya está envuelto; y oye al forastero o al extraviado que le pregunta por una dirección y acaba uno por acompañarlo…” En otras palabras, después de contar es inevitable pedir algo; o mejor: contar ya es en cierta forma pedir. Resulta algo irónico que Marías pida no contar en una trilogía de alrededor de mil cuatrocientas páginas. Y contradictorio, dirán algunos, con la idea principal desarrollada en una de sus novelas anteriores, Mañana en la batalla piensa en mí: el mundo depende de sus relatores, y por lo tanto es necesario que éstos cuenten. Pero todo tiene sentido a partir de lo que Marías llama el pensamiento literario, una forma de aprehender la realidad muy distinta de la filosofía, la psicología o las ciencias. Según Marías, no se trata de “pensar en la literatura sino pensar literariamente sobre otras cosas”. Y el privilegio de este pensamiento consiste, entre otras cosas, en poder abordar el mismo tema desde perspectivas diferentes, incluso contradictorias. La acción -si se la puede llamar así- del segundo volumen, Baile y sueño, transcurre en una larga noche. Si Fiebre y lanza terminaba con la visita de una mujer al departamento de Deza, en el segundo volumen nos
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enteramos de la identidad de esta mujer, pero no de lo que ella le viene a pedir, pues Marías abre de pronto una digresión acerca de una visita a una discoteca de Deza con una señora italiana, a pedido de Tupra (el jefe de Deza), y la digresión no se cierra hasta el final del volumen. Todo el resto del libro es la narración de Deza de las cosas que ocurrieron (y de las que se le ocurrieron) aquella noche en la discoteca. El tiempo se va deteniendo, y asistimos a una recreación puntillista de las peripecias mentales de Deza. Porque de eso trata cada vez más el proyecto narrativo de Marías: continuar definiendo a la novela como el género de la acción, de la aventura, de la peripecia, pero hacer que la acción sea la del intelecto, la aventura la del pensamiento, la peripecia la de una mente afiebrada e hiperactiva (afiebrada por lo hiperactiva). Por eso algunos dicen que la influencia principal de Marías es el Joyce del Ulises, narrando en toda una novela un solo día en la vida de Leopold Bloom. Se equivocan; la principal influencia es el Sterne del Tristram Shandy (novela traducida por Marías), incapaz de empezar la narración debido a sus constantes digresiones (por supuesto, las digresiones constituyen la narración). Y por supuesto, Cervantes, que influyó en Sterne: basta recordar las aventuras del vizcaíno, la forma en que Cervantes detiene el tiempo en este episodio. Marías quiere ocuparse de aquellas cosas que suceden en el tiempo pero que el mismo paso del tiempo nos impide darnos cuenta de ellas. O nos damos cuenta, las percibimos, pero un segundo después –porque el tiempo continúa- las dejamos atrás (el inconsciente recupera algunas, la memoria otras). La media de nylon que se le corre a una mujer, o una incongruente mancha de sangre que encontramos en una escalera. Para esto, el género novelístico es esencial. Marías lo ha dicho: la novela es el género artístico por excelencia –no sólo el género literario- para “hacer que el tiempo sea distinto del real”. Y así, en Baile y sueño el tiempo de pronto se congela, y asistimos a digresiones de Jacques (o Jacobo o Jaime) Deza sobre la violencia y el miedo, la traición y la naturaleza de lo español, la maldición y el botox, el período menstrual y el papel de la espada en el tiempo, y sobre nuestra esencial fragilidad (“esta piel nuestra que no resiste
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nada, no sirve y todo la hiere, hasta una uña la rasga, un cuchillo la raja y desgarra una lanza, y una espada la rompe con el mero roce de su paso en el aire”). En esas digresiones Marías puede ser muy serio, solemne, trascendente, pero es a la vez un gran escritor cómico: el que se haya reído con algunas escenas de Todas las almas encontrará aquí momentos incluso más efectivos, como el de Deza en el baño de mujeres. Marías es, como dijo Roberto Bolaño, “de lejos el mejor prosista español actual”. Su prosa que sacaría de quicio a un correcto profesor de gramática, con sus frases interminables (tantas comas, tan pocos puntos), sus adjetivos encabalgados que muchas veces son sinónimos, sus anglicismos (“me estomaga”, del inglés I can’t stomach this), sus hiperbatones (recurso retórico que incluso los poetas usan con menor frecuencia cada vez). Una prosa que, sin embargo, funciona y, de qué manera: posee fuerza, elegancia y ritmo. Veneno y sombra y adiós cierra la historia de Deza, el narrador hiperreflexivo de la trilogía que trabaja para un servicio secreto inglés y se especializa en estudiar los rostros de las personas para así saber qué es lo que harán en el futuro; en clave de ficción culta, lo suyo, la “presciencia”, no está muy lejos de los que hacen los precogs de Philip Dick en Minority Report. Los precogs, de hecho, también ayudan a la policía a enterarse de los crímenes que ocurrirán en el futuro. A Marías siempre le interesó el qué hacer con lo que sabemos, lo que hemos escuchado, lo que hemos visto, pero ese saber parecía circunscrito a la esfera privada. Con esta trilogía, Marías ha profundizado su indagación, y se ha interesado por el nexo entre conocimiento y poder. Lo que hacen ciertos individuos en su vida privada es un saber fundamental para el Estado, que usa y abusa de esta información: Tupra, el jefe de Deza, señala que “El Estado necesita la traición, la venalidad, el engaño, el delito las ilegalidades, la conspiración, los golpes bajos… Si no los hubiera, o no bastantes, tendría que propiciarlos, ya lo hace”. Para conocer, Deza utiliza un saber pre-tecnológico –leer rostros, fijarse en gestos-, pero el Estado también tiene a su disposición métodos
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tecnológicos para enterarse. Las cámaras están siempre grabando; así, en una sesión, Deza asiste al espectáculo de lo que ha sido grabado y podrá servirle al Estado: adulterios, torturas, sobornos, traiciones, asesinatos. Presciencia y tecnología pueden verse como armas complementarias en los esfuerzos del servicio secreto por conocer a las personas. Sin embargo, una de las conclusiones fundamentales de la novela es que pese a todos los esfuerzos por interpretar a las personas, en el fondo estamos destinados al fracaso: los otros, incluso los más cercanos, son desconocidos para nosotros (Peter Wheeler no sabía lo que haría su esposa); incluso nosotros somos desconocidos de nosotros mismos (¿sabía la esposa de Wheeler que terminaría haciendo lo que hizo?). Nuestra “presciencia” se equivoca repetidas veces: es muy posible que una cámara sorprenda a aquella persona que queremos tanto, en quien confiamos tanto, traicionándonos con nuestro mejor amigo. La tecnología es complementaria a la presciencia, pero también puede ser superior a ella. Marías se muestra en sus columnas de opinión como alguien a quien le desagrada la vida contemporánea (el ruido, las malas maneras, la suciedad en las calles), y es anacrónico en sus usos de la tecnología (sigue usando fax, no tiene correo electrónico); pero al sugerir en esta novela que una cámara nos puede revelar el rostro oculto de las personas mejor que nuestra intuición desarrollada a lo largo de siglos de complejos procesos evolutivos, se revela aquí como “muy de su época”, como dice Tupra de Deza; alguien a quien la generación YouTube podría entender. Los novelistas españoles jóvenes, que parecen pensar que Marías no tiene mucho que decirles, harían bien en volver a él. Desde Mañana en la batalla piensa en mí que Marías viene desarrollando la idea de que el mundo depende de sus relatores. En esta trilogía, importan no sólo los narradores sino quienes los escuchan, los testigos de lo narrado. Narrar es un oficio peligroso; la narración es un veneno: “Qué malo es que le cuenten a uno, de todas formas, qué malo es que nos metan ideas en cabeza… cualquier dato que registra la mente se queda en ella hasta que lo alcanza el olvido y el olvido siempre es tuerto, cualquier
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relato o información y también hasta la posibilidad más remota se graba, y por mucho que uno limpie y restriegue y borre, ese cerco es de los que no salen jamás”. Deza, al enterarse de hechos relacionados con la traición a su padre durante la guerra civil o al ver las imágenes que Tupra le pone enfrente, ha sido envenenado. No hay antídoto posible: el Deza correcto, al escuchar a su ex esposa Luisa y concluir que mantiene una relación sentimental con Custardoy (el falsificador de cuadros de Corazón tan blanco), se convertirá en un émulo de su jefe Tupra, en quien busca consejo para resolver la situación. Nadie está libre de la tentación de contar o de la curiosidad u obligación de escuchar, sugiere Marías: con sólo existir, ya entramos en la telaraña de narraciones fatídicas. No hay día en que de una manera u otra no hayamos contribuido al horror, ya sea narrando o atendiendo un relato. La frase indecisa de Deza, capaz de desplazarse hacia todas partes, de abarcar todas las posibilidades de una situación -“A veces uno sabe lo que quiere hacer o lo que tiene que hacer o incluso lo que piensa hacer o lo que va a hacer casi seguro”-, está muy interesada en explorar el lenguaje, materia principal de la narración literaria. Deza se pregunta constantemente por el sentido de algunas expresiones, el significado y etimología de algunas palabras, la relación del español con el inglés, el francés, el italiano, el latín… El resultado de esta prosa tan consciente de sí misma, que no asume nada, que lo cuestiona todo y no de nada por sentado, supone un profundo extrañamiento de la lengua. En Marías nada se da por descontado, ni el significado o sentido de las palabras que utilizamos. Sorprende que, pese a su continuo cuestionamiento, Deza siga avanzando en la narración, durante alrededor de mil seiscientas páginas. Una paradoja, Javier Marías: el escritor contemporáneo que más se ha preocupado por los peligros del narrar, nos ha entregado una de las novelas más largas de la literatura en español; uno de los escritores que más ha puesto en entredicho el lenguaje que usa es, a la vez, uno de los que más ha usado este lenguaje. En Tu rostro mañana hay un constante adelgazamiento de la trama, una puntillista ampliación del instante. Casi toda la acción de los tres vo-
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lúmenes transcurre durante apenas tres noches. Prácticamente todo el segundo volumen ocurría en una noche en una discoteca, y en el tercero son muchas las páginas dedicadas a describir de manera cuidadosa cómo se le corre la media a Pérez Nuix. Sí, a Marías siempre le han interesado esos géneros populares en los que hay mucha acción, pero en sus libros la acción sobre todo ocurre en el interior del narrador. Asistimos, así, a las peripecias de la mente hiperactiva de Deza, tan dispuesta a la digresión, a largos monólogos sobre la traición, la separación, el estilo “maleducado” del mundo, y por supuesto, la difuminación, palabra clave en la obra de Marías. En Tu rostro mañana, el tiempo “difumina” a las personas, el pelotón de ejecución de un cuadro se halla “difuminado”, Madrid después de una ausencia se encuentra “difuminada y turbia”. Todo se difumina en el tiempo y el espacio: en el tiempo, porque los hechos y las personas van irrevocablemente camino al “tuerto” olvido; en el espacio, porque nos cuesta ver o no nos esforzamos por ver con nitidez aquello que nos rodea, especialmente a las personas; todo se nos aparece como si se hallara detrás de una niebla espesa o una “lluvia interminable”. Otra paradoja: se trata de una novela de acción, pero el tiempo en ella parece detenerse: literatura en cámara lenta. Así, Marías reivindica a la novela como el género capaz de llegar adonde no llegan otros géneros, otras artes. El cine acaso pueda contar una historia mejor que una novela, pero sólo la literatura es capaz de moverse de manera tan suelta en el tiempo, expandirse o contraerse en la subjetividad de sus personajes, ingresar al envés de los objetos y las mentes, explorar la “negra espalda del tiempo”. Aquí, se pueden mencionar algunas obvias influencias de Marías: Joyce, Sterne o Proust. Pero, lo ha visto bien Félix de Azúa, a diferencia de lo que ocurre con el francés, en Marías no se trata de una recuperación nostálgica del tiempo perdido, sino más bien de la constatación de que es imposible recuperarlo: todo se va aniquilando. Esta monumental novela cierra con las despedidas conmovedoras y melancólicas de Deza a su padre y a Peter Wheeler, almas tutelares de la novela. Hay escenas muy bien logradas en Madrid, y momentos cómicos
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de primer nivel, como el encuentro sexual entre Deza y Pérez Nuix, o como cuando Deza debe esperar a Luisa en la que era su casa y se pone a ver Babe en la televisión (“me exigía menos que Shakespeare y el cerdito era un gran actor”). No convence que todos los personajes de la novela hablen como el narrador y a veces incluso piensen como él (Pérez Nuix, por ejemplo, dice frases que suscribiría Deza): “Uno abre una rendija, y si fuera hay un vendaval, luego no hay manera de cerrarla. Lo que crece no está dispuesto a disminuir, sino a expandirse, y casi nadie renuncia a los ingresos que está en su mano ganar, aún menos si ya ha probado a ganarlos y está acostumbrado a ellos”). Tampoco ha logrado Marías, en Tu rostro mañana, esa simbiosis tan memorable entre lenguaje y relato que encontró en Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí; aquí, uno recuerda más cómo se dice lo que se dice que la historia que se nos cuenta. Con todo, los reparos son menores: releo lo que he escrito y me doy cuenta de que yo, que quería añadir un poco de mesura a la discusión, sólo puedo terminar citando a Cabrera Infante: “¡Ave Marías!”
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Las hijas de Shelley Giovanna Rivero
“Me llamo Salmon, como el pez; de nombre, Susie. Tenía catorce años cuando me asesinaron, el 6 de diciembre de 1973. Si miran las fotos de niñas desaparecidas de los periódicos de los años setenta, la mayoría era como yo: niñas blancas de pelo castaño desvaído. Eso era antes de que en los envases de cartón de la leche o en el correo diario empezaran a aparecer niños de todas las razas. Era cuando la gente aún creía que no pasaban esas cosas”, de este modo la norteamericana Alice Sebold abre su novela Desde mi cielo, colocando de inmediato al personaje en el status de fantasma. El resto de la novela está, por supuesto, contada en primera persona y en las distintas modalidades del pretérito. Entre otros aspectos destacables de este texto, tales como la velocidad propia de un thriller y la alta autorreferencialidad que no perjudica su genuinidad de novela, figura la valiente postura narrativa de la autora al colocar en el centro del escenario a un fantasma y naturalizarlo de inmediato, sin negociar con las posibles dubitaciones del lector y sin, por ello, hacer del cinismo la base ética de su obra. Esto, lo sabemos, no es nuevo, lo ha venido haciendo la tradición de los géneros de ciencia ficción, Fantasy y fantástico. Lo nuevo es que quizás exprese algunas inquietudes que podrían atribuirse a la escritura de mujeres o, para decirlo de manera más objetiva y menos esencialista, a la narrativa con registro femenino y con personaje protagónico mujer. Similares estrategias de extrañamiento percibo en algunos cuentos de A.M. Homes, cuyos bordes rozan el surrealismo, o la ciencia ficción, o
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simplemente la fantasmagoría freudiana que el movimiento gótico intuyó ya desde su apogeo a mediados del Siglo XVIII. Me interesa, entonces, vincular dos cosas: una tendencia al gótico y la tematización recurrente de miedos atribuibles al imaginario femenino en la narrativa de estas autoras norteamericanas: Alice Sebold y A.M.Homes y, de manera quizás más superficial me referiré también un grupo de escritoras todavía jóvenes. Inicialmente había pensado también en Amy Hempel, más que todo de oídas (pues se dice que pertenece al mismo exclusivo club de pervertidos de Chuck Palahniuk); sin embargo, leyéndola con más atención, decidí que para este texto no se ajustaba del todo, así que la trilogía de As ha quedado temporalmente interrumpida. Desde mi cielo es un bestseller de amplia extensión que reproduce algunas estrategias del melodrama, la novela policial, la novela negra y también del diario adolescente. Lo que cohesiona todas estas fórmulas es una atmósfera hermética de fatalidad y persistencia del mal, corazón del género gótico. En Desde mi cielo la fatalidad se desencadena con la violación y asesinato de una púber de 14 años en un vasto campo de nieve, donde será prácticamente imposible encontrar las huellas. La víctima, Susie Salmon, tiene, sin embargo, una venganza póstuma que consiste en la denuncia a través del relato: desde su voz de fantasma contará la vida de los familiares que continúan vivos e intentará guiarlos hacia las pistas del asesino. Mariana Enriquez, en una reseña de “Página 12”, ha dicho sobre esta obra: Muchos críticos se ensañaron con el relato, calificándolo de consolador: ese cielo, donde la niña vivía después de muerta, atenuaba el horror del crimen, decían, sobrecargaba el relato de sensiblería y lo volvía ñoño. Se equivocaban: si había un consuelo en Desde mi cielo era exclusivamente literario, porque la novela demostraba que se podía escribir sobre un crimen del tipo asesino serial desde un punto de vista fresco y algo místico, hasta entonces inexplorado, sin ceder a la zoncera new age.
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Estoy de acuerdo con Enriquez en que ese halo místico que rodea a Desde mi cielo -título nada gratuito- no es ñoño y aspira, más bien, a subvertir un orden, pues la subversión del orden ha sido desde sus orígenes la misión fundamental del gótico y luego del neogótico. Mientras el realismo a ultranza manifiesta gran respeto por las claves de la realidad, respeto que a veces raya en la solemnidad y que no deja de levantar sospechar sobre la sustancia de esa realidad incuestionable (tan lógica, tan lineal, tan poderosa, fenomenológica y ecuacional), el gótico y el neogótico rompen la piel de lo real como un modo de decir que ciertas ecuaciones positivistas no llegan a explicarlo todo. ¿Cómo explicar, por ejemplo, que la mejor madre del mundo ha estado disimulando durante toda su vida la profunda abyección por el hijo que le ha arrebatado su unidad más esencial para convertirla, partirla en madre? Y es que el gótico da un espacio preferencial a la abyección de las paternidades y maternidades, en una reaccionaria declaración antinatura que pretendería guardar para sí toda la potencia de la vida, clausurar las fuerzas, interrumpir las herencias. De A. M. Homes he tomado su emblemático cuento “Georgica”, publicado originalmente en el volumen Cosas que debes saber. En este relato, una mujer, tras las dunas de una playa, espía parejas de universitarios teniendo sexo; el objetivo es recoger luego los preservativos cargados de semen para autoinseminarse, utilizando un intrincado mecanismo para tal efecto y que ella llama, convencida, su “pantalón de hacer el amor”. La mujer ha sufrido un accidente y tiene tornillos en la cabeza, es prácticamente una mutante al acecho de la sustancia esencial para concebir a una pequeña nueva mutante, a la que bautizará con el nombre de “Georgica”. La historia tiene ecos de un texto de la también norteamericana Loorie Moore, en el que Olena, una mujer casada se somete a una auscultación ginecológica ante un cuerpo de jóvenes médicos practicantes. La superatención a la vagina como el lugar donde se fertilizan las nuevas razas es una de las apuestas más arriesgadas del neogótico. Mencionaré también a Julia Leigh, Amélie Nothomb y a Fleur Jaeggy, como parte de un corpus nórdico más general. Leigh es australiana,
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Nothomb nació en Japón pero es belga y Jaeggy nació en Zurich y se educó en alemán, aunque escribe en italiano. Como es posible notar, hay ya en sus biografías una marca mutacional que no deja de ser relevante y sintomática. Pero antes de entrar en la pulpa del análisis, hagamos un breve recuento de lo que es el gótico y de qué modo podríamos diferenciarlo del neogótico. Si bien el movimiento gótico se inicia en Alemania en el siglo XIII, tanto desde las artes plásticas como desde la arquitectura, en países como Inglaterra, España e Italia va instalándose como movimiento artístico paulatinamente, primero a través del expresionismo de la arquitectura, de sus altas torres y bóvedas en las que se gestaba el feto divino que tanto ha ocupado la imaginería y los poderes terrenales de Europa. Se ha identificado la palabra “gótico” con el término “godo” que se utilizó de manera vernácula para referirse a los bárbaros visigodos, quienes dejarían su impronta principalmente en la arquitectura, palacetes conectados por pasadizos y subterráneos, callejuelas serpenteantes que huían de la luz directa del sol, y también en la cerámica, desde cuyas piezas todavía nos miran pintadas serpientes de dos cabezas. De modo que “gótico” es, o mejor dicho fue, como ha sucedido con otros adjetivos que se adaptan para designar tipos emergentes de literatura -tales como “bizarro”, “barroco”, “neobarroso”, etc.-, una palabra vulgar, una referencia despectiva, un modo de mantener a raya los textos literarios que atentaban o atentan contra la cultura oficial. Textos paganos. El gótico alcanza su apogeo a mediados del Siglo XVIII, cuando la Ilustración y su absoluta confianza en la razón como la única fuerza capaz de avanzar en la línea del tiempo habían negado, precisamente, las posibilidades de la subjetividad y la fantasía como vías de evolución humana. Fueron violentamente rechazadas las supersticiones, la fe, las emociones, la fantasmagoría y la intuición. Se trataba de una nueva embestida de la Inquisición, una recidiva, solo que esta vez se infligía la muerte, no del cuerpo, sino del alma, entendida esta, si se quiere, como la muerte de la autoconciencia. Las ciencias duras se potenciaron; sin embargo, no todos los artistas estaban cómodos en ese nuevo corsé que era la razón pura. Se
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preguntaban: ¿acaso el miedo no es otro motor, un estímulo tan válido como la soberbia racional, una fuerza humana tan poderosa y creativa como la argumentación lógica? Con una actitud abiertamente romántica, los más jóvenes apostaron por una ruptura: había que romper la flecha indiscutible de la razón y adentrarse en los pliegues del misterio. Consideraban que todo cuanto el hombre tenía por conocer estaba justo bajo su sombrero y hacia esos vericuetos de posibilidades apuntaron. Una brevísima e imperfecta cronología de las obras góticas que se publicaron en la época incluye, por ejemplo: • La novela El castillo de Otranto, de Horace Walpole, publicada en 1765, con la que se funda formalmente y se populariza el género gótico a nivel literario. • La novela multigenérica Frankenstein o el moderno Prometeo, de la inglesa Mary Shelley, en 1818. • Drácula, en 1897, de Bram Stocker, que, como sucedió con Justine, del Marqués de Sade, pavimentaba la iconografía del moderno gótico con sangre, erotismo y un nada menospreciable gesto barroco donde nada es lo que parece y la verdadera identidad se revela a través de la extrema dramatización de un ritual orgiástico. …Y así, una tradición que aunque se vio interrumpida por el positivismo de fines del siglo XIX, nunca agotó su vertiente y encontró siempre devotos, aficionados y expertos en la narración de las oscuridades del subconsciente. Especial atención nos merece para este texto la aparición de Frankenstein, de Shelley, pues como muchos estudios académicos lo han sostenido, Frankenstein se convirtió pronto en un texto paradigmático y en la metáfora de la monstruosidad por excelencia, debido, entre otras cosas, a que lo paría una mujer. Instalada ya la revolución industrial, la maternidad comenzaba a dar problemas a las mujeres burguesas, que debían acoplarse de algún modo a la fuerza laboral. Comenzaban, pues, a desmembrarse y a experimentar otro tipo de contradicciones. El desmembramiento de seres anónimos para crear un nuevo ser condenado a sufrir su naturaleza híbrida, convertido en un paria universal,
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es, de hecho, un tema que se ha revisitado desde diferentes perspectivas, tendencias y ciencias, a lo largo del Siglo XIX, XX y comienzos del XXI. Por supuesto, la mitología grecorromana ha sido una de las más antropofágicas a la hora de dar vida a sus creaturas. Saturno devora a sus hijos, Crono castra a su padre, poniendo en curso una cadena de fetichismos y caprichos corporales que hemos preferido llamar “leyendas”. En la literatura moderna, sin embargo, Frankenstein es la creación literaria que encarna los temores humanos sobre el origen, la paternidad, la maternidad, el destino y, sobre todo, la extrema soledad. Desde una vertiente derridiana -para seguir insistiendo-, es ya imposible no considerar a Frankenstein una metáfora universal de las posibilidades de la creación literaria. El valor metafórico de Frankenstein está precisamente en su condición rizomática: es un texto sobre el que no se agotan las interpretaciones. Si bien su tiempo de creación nos remite a las entrañas del siglo XIX, cuando el naturalismo generaba tensiones radicales entre la confianza en lo espiritual y la confianza en la ciencia, su capacidad profética excedió el límite temporal e instauró al mito -Frankenstein-hijo, Frankenstein-engendro, Frankestein-solterón- y por tanto -un gran masturbador- como un símbolo posmoderno de las consecuencias de crear, adjunta la advertencia de que toda creatura concebida en el útero de la modernidad habría de ser monstruosa y contradictoria. Frankenstein, ergo, es una metáfora del poder demiúrgico de la literatura, que lo mismo puede ser usada para construir que para destruir, o, intentando una osadía: que solo destruyendo crea. En su ensayo digital “Literatura gótica”, Lucía Solaz sostiene que …las escritoras se sintieron atraídas por el gótico no solo porque deseaban satisfacer una fascinación sentimental hacia la muerte y la decadencia, sino también porque el gótico ofrecía una vía de dramatización de los peligros de la condición de la mujer en un mundo de hombres. Un miedo fundamental que asedió a las mujeres, el miedo a la incompe-
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tencia social y sexual, se muestra interiorizado en el gótico en general. Esta ambivalencia interiorizada hacia la mujer llevó a sentimientos de autorrepugnancia y miedo hacia una misma más que a miedos hacia algo exterior. Se sabe, por ejemplo, que Mary Shelley escribió Frankenstein mientras lactaba a una hija (que luego moriría), se sabe que su madre fue una feminista radical que murió envenenada por su propia placenta al dar a luz a la segunda niña. Es decir, el cuerpo y el útero se constituyeron en criptas peligrosas, tan peligrosas como el ataúd que abriga al vampiro. Este reemplazo de los espacios, la arquitectura por el cuerpo, la bóveda mental donde supuestamente habita el nocturno insconsciente por el túnel sexual que es la vagina, la noche unánime por el día unánimente luminoso, la tormenta exterior por el desorden psíquico, la depresión y la bipolaridad, es uno de los rasgos de evocación del neogótico, pero tampoco es fundamentalista, ya que como enseguida leeremos en algunos extractos, las escritoras más jóvenes han decidido regresar nomás a los viejos y húmedos castillos con sus pasadizos, exiliándose en una cápsula atemporal de la iconografía ya un poco gastada de la supermodernidad: edificios, avenidas, discotecas, coches descapotables, sórdidos pubs, idénticos aeropuertos y demás no-lugares tediosos. No es descabellado, pues, pensar que la escritura femenina que textualiza el cuerpo y lo “invagina” forme parte de ese devenir neogótico. Ragan cita a Cixous quien indica que escribir el cuerpo (o sobre el cuerpo) es una estrategia de reapropiación política: “Al escribirse a sí misma, la mujer recupera el cuerpo que le ha sido más que confiscado y convertido en una extraña figura muerta, que ella deberá resucitar a cualquier precio, en textos extremos”. En Angels and Monsters, refiriéndose a Frankenstein, Barbara Johnson, asume que “el deseo de crearse a sí misma otra vez, en una historia, es la principal transgresión del texto” (Botting 65) y sospecha que el problema no fue delinear un personaje monstruoso, la biblia siempre los ha tenido, ¿acaso Lázaro no es el man de los zombies?; sino eso, haberlo creado, haberle insuflado ella,
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la escritora, el soplo de vida. Mientras Mary Shelley se moría lentamente, escribía una criatura viva: Frankenstein. Se sabe que un tumor cerebral le crecía adentro de su “bóveda de pensar” como un hijo malagradecido, como un alien. En el neogótico contemporáneo tenemos también a Anne Rice, nacida en Estados Unidos en 1941, quien, en una entrevista de la revista People, afirmó: “Los escritores escriben sobre lo que les obsesiona. Perdí a mi madre cuando tenía catorce años. Mi hija murió a la edad de seis. Perdí mi fe católica. Cuando escribo la oscuridad está siempre allí. Me dirijo hacia donde está el dolor”. Rice cuenta que desde la muerte de su hija ella solo ha podido ver el mundo a través de los ojos cristalinos de uno de sus personajes más amados: Lestat, el vampiro, llevada al cine por Francis Ford Coppola, cinta, de la que seguramente recordamos a una niña rubia eternamente niña, como seguramente permanece en el universo íntimo de Rice su propia hija. Si, aunque cabe perfectamente, no profundicé más en esta autora al diseñar este texto fue únicamente por factor tiempo. Pero admito que esta aproximación queda incompleta y deforme sin ella. Me disculpo ofreciéndole, pues, esta deformidad. Ahora sí, hablemos de las cinco escritoras que elegí finalmente para mi corpus nórdico. La estudiosa Susanne Becker, en su investigación sobre la novela Beloved de Toni Morrison, texto al que marca como neogótico, dice que lo esencial en este género es su contemporaneidad y poder de evocación del gótico. Como en el negativo de una fotografía, el neogótico vuelca los héroes del gótico -generalmente varones divididos entre su naturaleza humana y su naturaleza bestial instintiva, mencionemos a Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Stevenson, o a los vampiros que no quieren serlo, a los hombres lobos que piden ser atados en noches de luna llena y que siempre ceden a esa identidad oscura por culpa de una mujer angélica de innegable atractivo sexual; pensemos también en un interesante anticipo del travestismo Kistch con el que luego nos seducirá Puig- y hace del happening de la transformación su fuerza. El neogótico, entonces, vuelca el elenco y nos
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encontramos entonces ya no con varones al borde de la androginia o el travestismo, sino con mujeres que se debaten entre dos poderosas identidades, una identidad clásica que la jala hacia el hogar, hacia la feliz y conocida maternidad, y otra abyecta, monstruosa, que la conduce a elegir la soltería, la soledad, incluso el arte. El varón como protagonista permanece lejos, expresado de manera más colectiva, difusa, al estilo del ente. De otra parte, Kristeva y más adelante, una académica feminista de alta vigencia, Judith Butler, identifican miedos contemporáneos que el neogótico expresaría como supernaturales para poder infiltrarlos como legítimos y evitar que la categoría de “histéricos” les quite su capacidad revolucionaria. Butler habla de que la estricta binariedad hombre-mujer ha producido más de una enfermedad psicológica y sociológica, puesto que un buen espectro de mutantes, palabra que usaría yo para referirme a todo aquel que no se ajuste a un polo específico de esa o de cualquier otra binariedad oficial, sería repudiado por su entorno, pero principalmente experimentaría el doloroso auto-repudio, que es un correlato de la angustia y el vacío existencial. Butler dice que, por ejemplo, no es necesario ejercer como lesbiana para tener derecho a apreciar la identidad femenina sin filtros, que la mujer contemporánea sufre porque se ha extraviado, se ha negado la posibilidad de buscarse en su propio género, presa absoluta de lo que ella llama una “compulsiva heterosexualidad”. En ese contexto, la mujer sería el resultado de una serie de acciones performativas destinadas a reducir la angustia y el miedo. Me inspiro, pues, en las aproximaciones de estas dos teóricas para enlistar algunos de los miedos que se registran en la escritura neogótica de Julia Leigh, Amélie Nothomb, Fleur Jaeggy, A. M. Homes y Alice Sebold y que, para fines de un “catastro” teratológico, podemos ordenar como sigue: 1. Miedo a la maternidad: Miedo a no ser capaces de amar como se supone que las mujeres deberíamos amar: con un amor desmesurado, monstruoso, absoluto. Y por lo tanto,
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miedo a que eso sea posible y se concrete en la carne breve de un hijo. Miedo a no desear ser madres, o a desearlo pero deseando con la misma o más intensidad otras realizaciones y acciones performativas: la profesional, la amorosa, la artística fundamentalmente. De esa contradicción surge también la abyección. La madre abyecta daría a luz, entonces, a un hijo abyecto. En “Georgica”, la personaje desea a la hija y por eso busca autoinseminarse, de modo que la abyección está dirigida más bien al necesario apareamiento, y por tanto, a la idea del padre. De este modo A.M. Homes plantea una maternidad nihilista. Dice, por ejemplo: Bancos de esperma. Hizo una búsqueda en la red; uno le envió una lista de posibles candidatos distribuidos por origen étnico, edad, altura y estudios; otro le envió un vídeo de una pareja infértil agarrada de la mano que hablaba de cómo escoger un donante de inseminación. Pensaba qué pasaría después, cuando la niña le pregunte: ¿quién es mi padre? No se podía imaginar diciéndole a la niña: R144, o que había escogido al padre porque tenía buena caligrafía, le gustaba el color verde y era “bueno tratando con la gente”. Prefería contarle a su hija la historia de los vigilantes y que ella había nacido del mar (62). En otro fragmento, cuando la personaje por fin consigue inseminarse, A. M. Homes hace uso de uno de los recursos más evidentes del neogótico: el naturalismo al servicio de la monstruosidad, la ciencia al servicio de la voluntad femenina: El esperma y el óvulo se encuentran el uno con el otro, se unen, estallan, se dividen, flotan, se implantan, se multiplican. Se imagina un caballito de mar, una cosa pequeña, enroscada, primitiva, que crece con retoños por manos:
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puños cerrados, una cabeza translúcida, ojos saltones. La siente afianzarse, alimentarse, hacerse humana. Se despierta hambrienta, lista. En mayo la conocerá, será una niña pequeña, que nacerá justo a tiempo para el verano: Georgica (64). En el caso de Julia Leigh, el miedo a la maternidad se cristaliza y de ese modo narra el profundo dolor que significa también dejar de ser madre, o ser una madre sin hijo, una madre viuda. En el epígrafe que abre su bellísimo libro, Inquietud, Leigh nos regala una cita gótica de la poeta austriaca-alemana Ingeborg Bachmann: “Con mi mano quemada escribo sobre la naturaleza del fuego”. Así nos mete en el maravilloso infierno que vuelve a activarse cuando Olivia retorna al castillo francés donde ha pasado su infancia. Olivia es una mujer del siglo XXI, pero el regreso a la casa materna supone un corte en la línea racional de las temporalidades. En esa misma visita se encuentra con su cuñada, Sophie, que acaba de regresar del hospital después de dar a luz. Lamentablemente, la niña ha muerto. Sophie, la madre huérfana, se niega a enterrarla y mecerá el pequeño fardo del cadáver-bebé hasta que apeste y ahuyente al resto de los humanos. Sin embargo, en Inquietud, Leigh redime al varón a través de la sustancia femenina y lo conduce al universo de Sophie, convirtiéndolo en una de sus criaturas por contacto corporal: Detrás de una puerta: Sophie estaba en su cuarto, sentada en el borde mismo de la cama. Sin moverse, como si no tuviera nada detrás y si se tumbara fuese a caer sin fin en un espacio sin fondo. Iba medio vestida, con la falda y las medias y los zapatos de tacón alto. En la parte de arriba llevaba un sujetador blanco resistente, especial para dar el pecho. Tenía manchas húmedas alrededor de los pezones. Marcus, en pijama, fue a sentarse a su lado. También él se sentó muy quieto, como un espectador viendo una película invisible proyectada en la pared. Al cabo de un rato alargó
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una mano, y con ternura, le apartó un mechón de pelo de la cara a su mujer y se enganchó detrás de la oreja. Ella se volvió hacia él, sin decir nada, pero implorando, implorándole a aquel hombre, su marido, y le colocó lentamente la mano sobre el pezón húmedo. Luego le rodeó el cuello con la otra mano y con delicadeza guió la cabeza de Marcus hasta su cálido pecho. Titubeante, él soltó los cierres de la solapa del sujetador. Asió el pezón con la boca y chupó. La casa estaba en silencio. La noche radiaba magia nocturna. A lo lejos, ululó un búho (44). 2. Otro miedo que tanto Butler como estudiosas más clásicas de la escuela freudiana han identificado es el miedo a la violación sexual, y luego a la violación de la identidad, a estar dividida, rota, como ya lo dijo Beavouir. Sí, estoy de acuerdo, uno de los miedos femeninos más arraigados es específicamente el de violación sexual. Todos los relatos de guerra, desde las batallas de la antigua Mesopotamia hasta nuestros días, dan cuenta de cómo la tribu o grupo humano que vence, necesita coronar su victoria “ensuciando” al pueblo que ha sometido. Para ello, es preciso dejar huella genética, contaminar su sangre, violar a sus mujeres y niñas. Ahora, también sabemos que no es necesaria una guerra para que las tribus busquen herir las mujeres, a veces se trata de una batalla urbana, de una terrible crisis en el modelo social que necesita un vertedero para depositar su violencia en alguna parte. El caso de las mujeres asesinadas en Juárez en años pasados y actualmente es un tópico que ha obsesionado a muchos escritores, entre ellos Roberto Bolaño. Cuando Alice Sebold materializa ese miedo en la novela Desde mi cielo no lo hace, sin embargo, desde la denuncia -es decir, desde el realismo total y neurótico-, porque, como ya lo dijo En-
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riquez, su interés no es sociológico. Lo que interrumpe una violación es la historia personal que se pensaba de un modo y de pronto toma una dolorosa bifurcación. Susie Salmon se dará modos para que ese relato interrumpido se complete. El neogótico permite tal completud. En el neogótico persiste la atmósfera violentamente sexual a la que nos acostumbró el gótico -recordemos otra vez a Justine, del Marqués de Sade-, pero en este nuevo espacio las chicas que desencadenan desenfrenos sexuales reclaman para sí esa energía sexual que les ha sido arrebatada. Susie Salmon, en la novela de Alice Sebold es violada y descuartizada en el campo de nieve, es decir, es totalmente desintegrada como mujer, pero aun así, en su condición de fantasma, en la simulación de sí misma, se permite ansiar el beso del novio que nunca pudo tener. Un detalle más: en Desde mi cielo la violación es narrada una y otra vez, hasta que pierde totalmente su dramatismo, técnica que utilizaría un terapeuta, y es de esta manera que Alice Sebold libera al lector o a la lectora de la prisión del miedo y de la dependencia de la interpretación realista del estricto documental. 3. Como un tercer miedo, voy a traducir del lenguaje académico al lenguaje de la vida algo que también postula Judith Butler: que la identidad femenina ha sido construida desde afuera, desde la mirada del cine, por ejemplo, y que las mujeres han buscado aglutinarse en colectividades que las cubra y proteja de las demandas del exterior. Ser sujeto, ser individuo increíblemente, a estas alturas del campeonato, seguiría siendo un miedo. Por ejemplo, miedo a ser únicas, especialmente feas o especialmente bellas, es decir, miedo a ser tan únicas que se esté demasiado solas. O miedo a ser tan únicas que el sueño Kitsch del “alma gemela” sea francamente imposible. En esa
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dirección, tanto Amélie Nothomb como Fleur Jaeggy, que son las que desarrollan un neogótico más luminoso y moderno, pues sus espacios son internados, escuelas con institutrices y monjas y habitaciones de adolescentes, rediseñan la idea de la amistad femenina ya no como el idílico sitio de la chata complicidad, de un consenso largo como la delgada línea roja de una pantallita de la vida, sino como el lugar de la confrontación. No se está tan sola, parecen decir las narrativas de estas dos jóvenes, porque no somos una mujer genérica, no somos un adjetivo colectivo, una acumulación informe de identidades, somos mutantes y cada una se mutila a su manera, para buscar luego sus particulares prótesis con las cuales llenar ese signo complejo que es “ser mujer”. Tener un fantasma de una misma puede leerse como el necesario desdoblamiento para estar acompañadas por sí mismas, llena de gracia. Como otro punto culminante, el neogótico retoma la crítica que el gótico hizo a la comunidad convencional al infiltrar a un deforme y contaminar a todos, solo que en esta ocasión las infiltradas son chicas disfuncionales. En Los hermosos años del castigo, la nouvelle de Fleur Jaeggy, la protagonista, una chica de doce años violentamente enamorada de su compañera pianista, algo mayor que ella, cuenta al pasar los años, desde su voz de adulta, lo que significó la presencia de Fréderique en su construcción como mujer escritora: El apellido de Fréderique significa “relato”. Y, ya que su nombre es relato, me dejo llevar por el pensamiento de que es ella la que lo dicta, o lo escribe, con su punitiva manera de reír. También tengo un inexplicable presentimiento de que el relato ya ha sido escrito. Como nuestras vidas. (…) Volví a ver Fréderique. Por casualidad. De noche. Se me
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apareció como un fantasma. La cabeza con una capucha, las manos en los bolsillos. Me saludó llamándome por mi nombre, como si su voz llegara de lejos. Algunos años después, Fréderique intentó quemar su casa de Ginebra, las cortinas, los cuadros y a la madre. La madre leía en el salón. (…) “Mi hija”, había susurrado Madame al acompañarme al ascensor, “intentó quemarme”. Lo dijo con tanta dulzura que parecía remordimiento. El día era claro y funesto (103). Amélie Nothomb, en su nouvelle, Antichrista, narra, por su parte, la enfermiza amistad con una chica alemana, Christa, que parece de vuelta de todo, ya conoce el sexo, sabe qué necesita una mujer, pero sobre todo, tiene un lado oscuro que solo saca a relucir para lastimar a su amiga. Es una nouvelle algo esquizofrénica, pues inevitablemente experimentaremos la sospecha de que Antichrista, la púber de pechos planos, ha inventado a Christa para completar su femineidad disimulada, amenazada por una realidad exterior que le reclama ser dura e implacable. La evocación neogótica de este breve texto se concreta en esa constante bipolaridad. Aquel fue un verano extraño. El calor de Bruselas era de una fealdad cómica, cerré definitivamente los postigos: me instalé en la oscuridad y el silencio. Me convertí en una endibia (80). Antichrista fue humillada más de una vez por Christa, quien le decía que debía desarrollar sus pechos realizando un ejercicio de musculatura que le salvaría la vida. En este sentido, la mutación del cuerpo es vital para que la personaje consolide también su liberación emocional. Si el gótico clásico hizo de la licantropía (hombres que se transforman en lobos) un tópico, el neogótico recurre al estigma, al problema genético o la superconciencia genética del cuerpo y sus heridas:
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Fue entonces, cuando, en el espejo, asistí a terroríficos fenómenos. Vi la muerte atrapar la vida. Vi mis brazos levantarse horizontalmente, en un gesto de crucifixión, y mis codos doblarse en un ángulo cerrado, y vi mis manos unirse a lo largo, palma contra palma, orantes a su pesar. Vi mis dedos extenderse en un gesto de lucha y pugilato, vi mis hombros tensarse como un arco, vi mi caja torácica deformada por el esfuerzo y vi cómo aquel dejaba de pertenecerme y cómo ejecutaba, para colmo de vergüenza, la gimnasia prescrita por Antichrista. Así se hizo su voluntad, y no la mía (131). En conclusión: Algunas proclamas no siempre bien comprendidas, como “la muerte del autor”, “la muerte de Dios”, “la muerte de la subjetividad” han sido recientemente repensadas para hacer de ellas, precisamente, un ambigrama dulcemente necrofílico. Las escritoras nórdicas aquí mencionadas, así como algunas latinoamericanas (Mariana Enriquez, Lina Meruane, Yolanda Arroyo, por mencionar algunos nombres), están ejecutando una embestida nietzcheana contra el sistema de creación literaria que delineó personajes femeninos y masculinos a imagen y semejanza de alguien total. El neogótico borra ese total y prefiere, en todo caso, quedarse con el fragmento, con el fantasma, o mejor, con el aura del fantasma. Tomar al miedo por los cuernos. El realismo negro, que así se ha llamado a la estética literaria de A.M. Homes y también de la casi insuperable Lorrie Moore forma parte de esta tendencia liberadora que es el neogótico, una necesaria y refrescante revisitación de la subjetividad, ese territorio sin tiempo ni espacios lógicos, absolutamente anárquico, donde reinamos nosotras, las hijas de Shelley, quienes, fascinadas, hacemos eco de esa frase de Anne Rice que parece un himno eufórico, obscenamente alegre, tan ferozmente alegre como el neogótico: “Me dirijo hacia donde está el dolor”.
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Obras consultadas:
Becker, Susanne. Gothic Forms of Feminine Fictions. Extractado el 13 de mayo de 2009. <http://books.g oogle.com/books?/=Susanne+Becker+neogothic&source> Botting, Fred. Making Monstrous: Frankenstein, Criticism, Theory. Manchester: Manchester University Press, 1991. Butler, Judith. Feminismos Literarios. Madrid: Arco Libros, 1999. Enriquez, Mariana. “Hija de mala madre”. Página 12. Versión electrónica. Extractado el 25 de mayo de 2009. <http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-30692008-06-11.html> Homes, A.M. Cosas que debes saber. Barcelona: Anagrama, 1994. Jaeggy, Fleur. Los hermosos años del castigo. Barcelona: Tusquets, 2009. Leigh, Julia. Inquietud. Mondadori: Barcelona, 2009. Nothomb, Amélie. Antichrista. Barcelona: Anagrama, 2005. Ragan, Robin. “Carmen de Burgos´s “La mujer fría:” A Response to Necrophilic A/Esthectics in Decandentist Spain.” Disciplines on the Line: Feminist Research on Spanish, Latin
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American and U.S. Latina Women. Ed. Anne J. Cruz, Rosilie Hernández-Pecoraro and Joyce Tolliver.Newark, Delaware: Juan de la Cuesta, 2004. 235-255. Sebold, Alice. Desde mi cielo. Barcelona: Random House Mondadori, 2003. Solaz, Lucía. “Literatura gótica”. Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad . Complutense de Madrid. 2003. Versión electrónica. Extractado el 17 de mayo de 2009. <http://www.ucm.es/info/especulo/numero23/gotica.html>.
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Salinger: El sonido de la palmada de una sola mano Liliana Colanzi
En algún momento todos nos identificamos con Holden Caulfield. Hubo una época en que nos resistimos a crecer, en que intentamos postergar indefinidamente el ingreso al mundo adulto, frívolo y corrupto. Quisimos detener al tiempo. Luchamos por una batalla que ya estaba perdida de antemano. Había belleza en esas luchas inútiles. En los gestos heroicos. Luego crecimos y fuimos expulsados del territorio confuso, hermoso y terrible de la adolescencia. Se acabó el desorden pero también perdimos la inocencia. Holden Caulfield, el protagonista de El guardián entre el centeno, es el icono por excelencia del adolescente que se niega a transar con el mundo adulto. Por eso mismo, el personaje más famoso y querible del autor norteamericano J.D. Salinger es un inadaptado. Tiene una inteligencia precoz, pero también puede mostrarse terriblemente inmaduro. El origen de su ansiedad radica en que no ha encontrado la forma de detener el tiempo para preservar a los seres que ama en estado de perfección, de pureza. Sus esfuerzos son tan inútiles como conmovedores. Pocos libros despiertan lealtades tan firmes o emociones tan entrañables como El guardián entre el centeno. Pocos libros sintonizan con tanta intensidad con el mundo de los jóvenes. De la misma manera, pocos autores provocan tanta fascinación como Salinger. El 1ro. de enero Salinger cumplió noventa años. Hace casi cincuenta que decidió retirarse de la vida pública. No habla con los periodistas,
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no firma autógrafos, no publica libros (su última historia, “Hapworth 16, 1924”, apareció en 1965). Vive recluido en Cornish, New Hampshire, con una esposa cuarenta años menor. Saber que vive apartado del mundo despierta respeto en algunos, curiosidad irresistible en muchos, malestar en otros que ven en este alejamiento una forma de soberbia. Salinger advirtió desde temprano los peligros que conlleva la fama. El éxito de una obra literaria puede atraer una enorme atención sobre el escritor. El autor corre el riesgo de convertirse en una estrella, de que su obra sea leída a la sombra del personaje en que él mismo se ha convertido. Truman Capote fue, algunos años más tarde, una de las víctimas de este sistema de celebridades literarias. Las críticas, bienintencionadas o no, influyen en la dirección que tome un autor, consciente o inconscientemente. Y un escritor, pensaba Salinger, tiene que ser completamente libre, debe ser fiel sólo a su propio corazón. “Tengo la opinión algo subversiva de que el deseo de anonimato/oscuridad de un escritor es la segunda propiedad más valiosa que le es concedida durante sus años de trabajo”, escribió. En algún momento de su carrera llegó a la conclusión de que publicar una obra constituía una “maldita interrupción”. Salinger publicó cuatro libros antes de desaparecer de forma gradual en los años sesenta. Su renuncia al mundo lo convirtió en un autor de culto. En gran parte de la obra de Salinger, el tema recurrente es el choque (no se le puede llamar jamás un “encuentro”, puesto que se trata de dos espacios irreconciliables, paralelos) entre el mundo inocente de los niños y el perverso mundo de los adultos, en el que todo es falsedad y ego. La novela El guardián en el centeno cuenta los esfuerzos de Holden Caulfield, un adolescente solitario y confundido, por encontrar algo verdadero en un mundo tramposo y sucio. Las aventuras de Holden comienzan con su expulsión de un exclusivo colegio; en realidad, se trata del tercer instituto del que lo echan. Después de una pelea con su compañero de habitación, decide tomar el tren a Nueva York y alojarse en un hotel de mala muerte en vez de retornar a casa. Durante su estadía tiene encuentros desastrosos con todo tipo de
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personas, entre ellos una prostituta no mucho mayor que él con la que se niega a tener sexo, pero a la que le paga de todas formas. Mientras tanto, lidia con su compulsión por mentir, sus confusos impulsos sexuales y con la muerte de su hermano Allie. Cada experiencia en la gran ciudad lo deja más trastornado; entre las borracheras y la soledad, lo que empieza como una aventura frenética acaba como al principio: en la más completa desolación. Cínico y vulnerable al mismo tiempo, Holden encuentra falsedad en prácticamente todo lo que lo rodea: su colegio, sus profesores, sus padres, las monjas con las que toma una taza de café. La única persona que escapa de este juicio es su hermanita menor Phoebe, con la que Holden mantiene un diálogo brillante en los últimos capítulos del libro. Phoebe le echa en cara su escepticismo y lo desafía a nombrar al menos una persona que le caiga bien. Curiosamente, Holden menciona a dos personas muertas: su hermano Allie, que falleció de leucemia a los trece años, y James Castle, un alumno de su colegio que se tiró de una ventana ante el acoso de sus compañeros (Salinger también dijo en una ocasión que los únicos autores que respeta de verdad están todos muertos). Cuando Phoebe le pregunta qué quiere hacer con su vida, Holden recuerda un poema de Robert Burns, que comienza: “Si un cuerpo encuentra a otro cuerpo, cuando van entre el centeno”. Y aquí cobra sentido el título de la novela. Holden dice: Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos. Es decir, no hay nadie mayor vigilándolos. Sólo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan a él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adónde van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno.
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El deseo de Holden es preservar la inocencia de la niñez, aquello que se pierde sin remedio mientras crecemos. Su gran tragedia radica en que, al negarse a aceptar un mundo que se transforma constantemente, que avanza, Holden está condenado a andar en círculos. A no ir a ningún lado. No es casual que la novela termine con Holden ayudando a su hermanita a subirse a un carrusel y observando cómo da vueltas interminablemente. Holden encuentra consuelo y felicidad en la vista de su hermanita suspendida, girando. Ella representa lo único importante en su vida, y al situarla en el carrusel consigue conservarla intacta en su pureza, a salvo del mundo. Las cosas cambian, se alteran. Para Holden, el paso del tiempo es sinónimo de corrupción. * Los libros posteriores a El guardián en el centeno muestran a un Salinger cada vez más inmerso en la búsqueda espiritual. Las memorias de su hija Margaret Salinger (The Dream Catcher), y de una ex amante, la escritora Joyce Maynard (At Home in the World), nos cuentan que ha seguido varios cultos a lo largo de los años: el budismo zen, la cientología, la dianética, el hinduismo vedanta. Medita a diario, descree de la medicina tradicional en favor de los remedios homeopáticos, mantiene una dieta estricta que consiste principalmente en semillas y vegetales crudos, bebe su propia orina y, paradójicamente, planea llegar hasta los ciento viente años. Es fácil imaginar al escritor que plantea que el único estado verdadero de gracia es la infancia pegándose un tiro. Pero quizás su deseo de longevidad esté ligado al deseo de encontrar una vía de regreso a la pureza a través de una vida de reclusión y trabajo. Detrás de las excentricidades está la permanente búsqueda de la iluminación. No se sabe mucho de Salinger como el soldado traumatizado por la II Guerra Mundial. Según su hija, Salinger peleó en la guerra y formó parte del equipo de contrainteligencia interrogando a los prisioneros. La experiencia lo condujo a una profunda crisis nerviosa y a una hospitalización de dos semanas. Tiempo después le diría a su hija: “Nunca te
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puedes quitar del todo de la nariz el olor de la carne humana quemándose, no importa por cuánto vivas”. Su libro Nueve cuentos contiene al menos dos relatos vinculados con la guerra. “Para Esmé, con amor y sordidez” es la perturbadora historia del encuentro del sargento X con Esmé, una niñita precoz, y de la extraña conversación que mantienen antes de que el sargento sea enviado a combate. Tiempo después, el sargento intenta mantener la cordura a través del recuerdo de Esmé. Se trata de un cuento oscuro y tierno que, una vez más, enfrenta la inocencia de los niños con la destrucción y el horror que han creado los adultos. No se sabe hasta qué punto la guerra afectó a Salinger; sin embargo, es revelador que empezara a experimentar con distintas filosofías y doctrinas en los años posteriores a la guerra. Esta exploración está ligada directamente con su trabajo. Para Salinger, el acto mismo de escribir es una forma de buscar el conocimiento, de intentar alcanzar el satori, un término budista para referirse a la iluminación permanente. El estado de comprensión absoluta. Fabián Casas plantea la posibilidad de que, para Salinger escribir es “una forma de estar en el mundo. Cuando se escribe por una necesidad fisiológica y espiritual tampoco es necesario que haya lectores. Se escribe aunque nadie nos lea, se escribe, precisamente, para leer el relato de nuestras vidas y surfear en la gran incertidumbre: de dónde venimos, para qué estamos, adónde vamos. Como se ve, para este escritor en, digamos, estado puro, no son necesarios los lectores, los premios, las becas, los admiradores, nada: ha llegado al Nirvana donde no hay esperanza ni dolor. Primero publicar, después escribir, primero escribir, después publicar: todas boludeces”. * En Nueve cuentos aparecen varios relatos protagonizados por miembros de la familia Glass. La saga de los Glass es el proyecto más ambicioso
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y delirante de Salinger. Se trata de los siete hijos de una pareja de bailarines de vodevil. Los hermanos Glass son hermosos y superdotados; durante su infancia, todos participan en una especie de reality show radial llamado “Es un niño sabio”, en el que responden a preguntas complicadas que les hace el público. A su manera, los chicos Glass son monstruos perfectos. Son geniales pero, al convertirse en adultos, ninguno consigue encajar en el mundo. Seymour, el mayor y el más brillante de todos, se suicida al final de ese cuento clásico que es “Un día perfecto para el pez banana”, el primero de los Nueve Cuentos y el que consagró a Salinger. El autor nos presenta a Seymour en su viaje de luna de miel en Florida. En la habitación del hotel, su esposa Muriel habla por teléfono con su madre y se pinta las uñas mientras Seymour está en la playa, tomando sol. Madre e hija discuten sobre moda y vestidos y también sobre la conducta errática de Seymour, quien, entendemos, está sufriendo de depresión posguerra. Muriel parece más preocupada por la ropa de la estación que por la salud mental de su marido. Luego vemos a Seymour, tendido en la arena, charlando con Sybil, una niña pequeña. La conversación entre ellos posee el tono divertido y dulce de los días de la infancia. No hay nada tenebroso en este Seymour que juega con una niñita a buscar peces banana en el fondo del mar. Pero cuando Sybil se aleja corriendo, empezamos a notar los indicios de un Seymour paranoico, obsesionado y encerrado en sí mismo. Seymour asusta a una mujer que encuentra en el ascensor porque cree que le está mirando los pies. Luego ingresa a su habitación, donde su esposa duerme, y se pega un tiro en la cama contigua. No sabemos si el suicidio de Seymour está relacionado con el trauma de la guerra. O si, en realidad, se trata de un acto de renuncia total. Seymour, nos dice Salinger en relatos posteriores, es un sabio. Un iluminado. Un ser capaz de compartir la inocencia de los niños. Como tal, no tiene cabida en la sociedad. A excepción de Walt Glass, que muere en un accidente de guerra, los otros chicos de la familia sí consiguen sobrevivir en el mundo, pero no logran jamás sentirse cómodos en él. Al igual que Holden, no pueden
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encajar, no escapan de su autismo. Sólo la hermana mayor, Boo Boo Glass, se salva de ser una inadaptada transformándose en una “ama de casa de los suburbios” con tres hijos, como ella misma se describe. Buddy Glass, que es considerado el alter ego de Salinger, es escritor, y el hermano más cercano a Seymour. Como Salinger, Buddy vive en una casa escondida en el bosque y rara vez se deja ver. Waker es un monje católico de la orden cartusiana del que se sabe muy poco. Zooey es un actor extraordinariamente apuesto que, sin embargo, tiene un carácter misántropo y reservado. Según él, la culpa la tienen Buddy y Seymour por haberles llenado la cabeza con filosofía oriental a él y a su hermanita Franny cuando eran pequeños y no podían defenderse. Franny, la menor, es estudiante universitaria y actriz. En Franny y Zooey (1961) se la ve como una joven muy guapa que sufre una crisis espiritual tras leer un libro místico llamado El camino del peregrino. En “Franny”, la primera historia, Franny y su novio Lane Coutell van a un restaurante. Lane, la viva imagen del universitario pedante, se jacta de un trabajo académico que acaba de realizar sobre Flaubert mientras devora un plato de ancas de rana. Franny, que ni siquiera toca su sándwich de pollo, trata de ocultar su malestar y retomar el hilo de la conversación, pero todo es en vano; hay algo que la está consumiendo. Regresamos al tema central de la obra de Salinger: Franny atraviesa un momento de repulsión. Se ha dado cuenta de la falsedad del ambiente universitario y de la vanidad de la carrera por acumular méritos, e intenta explicárselo a su pareja. Lane no sabe de qué diablos está hablando su novia. La historia termina con Franny desmayada en el restaurante, mientras Lane se resigna ante la idea de que ya no llegará a tiempo al partido de fútbol que tanto quería ver. En “Zooey”, la novela corta que sucede a “Franny”, la atmósfera se enrarece. Encontramos a una Franny pálida e insomne en el sofá de su casa, donde ha regresado luego del incidente con su novio. Salinger nos permite la entrada a los extraños dominios de los Glass, que viven como una familia de clase media alta en Manhattan. Después de los intentos inútiles de la madre por reanimar a Franny ofreciéndole un caldo de pollo,
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su hermano Zooey mantiene una larguísima conversación con ella, en la que discuten en tono casual pero intenso sobre filósofos de la antigüedad. Pese al ambiente familiar de la escena (el perro de la casa está sentado en el regazo de Franny, Zooey aporrea las teclas del piano de vez en cuando, la madre de los chicos insiste en que Franny coma algo), hay algo irreal, casi sobrenatural, en los jóvenes hermanos Glass. Salinger se encarga de dejar en claro que son demasiado bellos, demasiado brillantes, demasiado perfectos. Y están condenados a sentirse desplazados, a no pertenecer a ningún lugar. Salinger hace con los chicos Glass lo mismo que Kafka con Gregorio Samsa. Sólo que Salinger no es tan obvio. Sus personajes no sólo no son escarabajos asquerosos, sino que son jóvenes, amables, y para colmo de una belleza extraordinaria. Pero, en esencia, los Glass son freaks. Todos nacen sabios y crecen para ser infelices. Incluso durante la infancia, ninguno se comporta como un niño. A los siete años, Seymour da cátedra sobre filosofía oriental y clásicos de la literatura mientras sus compañeritos de campamento se divierten. Franny asegura que puede recordar un adagio zen que Seymour le leyó para calmarla, en la cuna, cuando ella era una bebé de meses. En algún momento, Zooey se queja con amargura de su condición de outcast y despotrica contra sus hermanos Buddy y Seymour por haberles lavado el cerebro con sus enseñanzas. Dice: Somos bichos raros, eso es todo. Esos cabrones nos cogieron por su cuenta bien pronto y nos convirtieron en bichos raros con criterios anormales, eso es lo que pasa. Somos la Mujer Tatuada, y nunca tendremos un minuto de paz en toda nuestra vida hasta que todos los demás estén tatuados también. (…) Y encima de todo lo demás tenemos complejo de ‘Niño Sabio’. En realidad nunca hemos salido de las malditas ondas. Ninguno de nosotros. No hablamos, discurseamos. No conversamos, exponemos. Al menos yo. En cuanto estoy en la habitación con alguien que tenga el
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número normal de oídos, o bien me convierto en un maldito profeta o en el convidado de piedra. El Príncipe de los Pelmazos. No sólo la gente que rodea a los Glass los rechaza. La crítica también comenzó a resentirlos, pese a que se trataban de personajes de ficción: los encontraban insoportables, diletantes, no podía perdonarles su perfección, su enclaustramiento, su condescendencia con el resto del mundo. Salinger ya había previsto estas reacciones. En “Zooey”, describe los comentarios del público que escuchaba a los Glass en el programa “Es un niño sabio”: La reacción del público ante los niños fue muchas veces acalorada y nunca tibia. En general, los oyentes estaban divididos en dos bandos curiosamente contrapuestos: los que sostenían que los Glass eran una pandilla de bastardos insufriblemente ‘superiores’ que deberían haber sido ahogados o envenenados al nacer, y aquellos que sostenían que eran auténticos genios y sabios precoces de una categoría infrecuente, aunque nada envidiable. Si la relación entre Salinger y la crítica había sido hasta entonces un romance, después de los Glass ese romance se comenzó a enfriar de manera progresiva. John Updike señaló que “Salinger ama a los Glass más de lo que el mismo Dios los ama. Salinger los ama demasiado, exclusivamente. Su invención se ha transformado en su reclusión. Los ama incluso más allá de la moderación artística”. En realidad, no era nada que el mismo Salinger hubiese anunciado ya. En la solapa de Franny y Zooey, escribió sobre los Glass: Es un proyecto de largo aliento, de hecho uno muy ambicioso, y existe un peligro suficientemente real, supongo,
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de que tarde o temprano me sumergiré, tal vez para desaparecer completamente, en mis propios métodos, alocuciones y manierismos. En conjunto, estoy de hecho muy esperanzado. Amo trabajar en las historias de los Glass, he esperado por ellos toda mi vida. El último libro publicado de Salinger contiene dos historias más sobre los Glass: “Levantad, carpinteros, la viga del tejado” y “Seymour: una introducción” (1963). Fabián Casas considera esta obra: exclusivamente para ultrafanáticos. La prosa era pesada, el narrador se mostraba embobado por ese santo moderno llamado Seymour Glass y casi todo el panfleto sobre este muchacho que brillaba en “Un día perfecto para el pez banana” se volvía un tanto patológico. (…) Era como escuchar el relato de un loco hablándole a alguien invisible en la calle. Y lo que escuchábamos era aburrido. De alguna manera, J.D. atravesó el espejo y pasó a vivir entre sus creaciones. De todas las críticas, las que Salinger resintió más fueron las que apuntaban a sus personajes. “Es un crimen cuando empiezan a meterse con tus personajes –y siempre lo hacen”, le dijo a Joyce Maynard. Aparentemente, Salinger mantiene una lista impresionante con todos los detalles concernientes a los Glass: sus cumpleaños, sus hobbies, los eventos más minuciosos de sus biografías. Algunos especulan que, cuando Salinger muera y salga a la luz el resto de la saga de los Glass, el resultado será decepcionante: su obra podría parecerse a un testamento de vidas de santos escrito por un fanático. Quizás ni siquiera importe ya. Salinger le proporcionó a la literatura algunos de sus personajes más memorables. Sus criaturas siguen tan frescas como hace cincuenta años; sus rastros están diseminados en la cultura popular. Películas como Magnolia, Los excéntricos Tenenbaum, Encontrando
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a Forrester y el personaje Phoebe de la serie Senfield están en deuda con el autor. Pero también Salinger nos ha heredado todo un concepto de ética. De integridad. Uno de los párrafos de “Seymour: una introducción”, puede aplicarse al mismo Salinger: ¿Desde cuándo escribir es tu profesión? Nunca fue otra cosa que tu religión. (…) Puesto que es tu religión, ¿sabes qué te preguntarán cuando te mueras? Pero permíteme decirte primero lo que no te van a preguntar. No te van a preguntar si estabas trabajando en algo maravilloso y conmovedor. No te van a preguntar si era corto o largo, triste o divertido, publicado o inédito. No te van a preguntar si estabas en buena forma o no cuando lo escribiste. Ni siquiera te preguntarán si hubiera sido eso lo que escribirías de haber sabido que tenías las horas contadas (…). Estoy seguro de que te harán dos preguntas. ¿Habían aparecido la mayoría de tus estrellas? ¿Estabas ocupado en escribir todo lo que tenías en el corazón? En una época en que el ambiente literario está dominado por la fanfarria, los cocteles y las presentaciones de lujo, el ejemplo de Salinger tiene más vigencia que nunca. En medio del ruido y los aplausos, parece decir Salinger, es fácil perder la brújula. El escritor debe presentar atención para escuchar el sonido imperceptible al oído, aquél que se escucha cuando se han apagado las luces y se han acabado las fiestas, cuando el final del día ha llegado y se alcanza, por fin, la comprensión absoluta: el sonido de la palmada de una sola mano.
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Ulises otra vuelta Juan Araos Úzqueda
1 El argumento (lo/goj) de la Odisea es simple (mikro/j), escribe Aristóteles en la Poética (4) : alguien pasa muchos años lejos de su patria, de su pueblo, de su casa, vigilado de cerca por un dios adverso, solo, sin los suyos, mientras los pretendientes de su esposa destruyen sus bienes y su hijo padece insidias y asechanzas; después de experimentar muchas peripecias perturbadoras, regresa, se da a conocer a unos pocos, ataca a sus enemigos y los destruye. Aristóteles escribe en el mismo capítulo, el diecisiete, de la Poética, que lo propio (i)/dion) de la Odisea es eso y que “lo demás son episodios” que la prolongan; y en otro lugar de la Poética escribe también que al componer la Odisea Homero “no puso todas las cosas que le ocurrieron a Ulises […], sucesos de los cuales no era necesario ni verosímil que uno se siguiera del otro, sino solamente lo relativo a una acción [mi/an pra=xin]” (5). Simple es, en efecto, el argumento de la Odisea: la historia de la vuelta a Ítaca de Odiseo, del regreso de Odiseo a su casa después de la caída de Troya, contada por Homero. Sobre el fondo de ese sencillo argumento el multiforme (polu/tropoj, 1, 1; 10, 330) (6) Odiseo protagoniza variadas aventuras, concurridos episodios, que no sólo prolongan el poema sino también (4)
1455b 17-23.
(5)
Poética 1451a 23-28.
(6)
Los números entre paréntesis, se refieren a lugares de la Odisea; así también más adelante.
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lo componen como un todo hecho de partes diversas concatenadas (casi escribo animadas) entre sí: la Odisea; el relato de, y acerca de, Odiseo; las huellas marinas, celestes, terrestres, siempre terrestres, de Odiseo, que regresa a su casa. “Sin Ulises, la Odisea sólo sería una colección de cuentos y aventuras de desigual interés”, escribe André Bonnard, en un libro que me gusta leer; (7) con él, todos los caminos de la Odisea marcan el itinerario de Odiseo, los espacios temporales de su periplo entre la devastada Troya y la Ítaca de sus recuerdos más llenos de porvenir, por decirlo así, aunque Odiseo no aparezca en escena, y quizás sobre todo entonces, como al comienzo de los cantos primero y quinto, cuando los dioses se pronuncian de una manera decisiva sobre el destino de Odiseo y éste brilla por su ausencia. Itinerario humano cuyos orígenes parecen perderse a veces “en la noche de los tiempos” (8). Acontecimientos, lugares, estaciones de paso, puertos de arribo, zonas de abordaje, bien conservados, de cuya trama existencial hablaré un poco en las líneas que siguen. Ya decía Alcidamas, un viejo sofista de Elea, contemporáneo de Gorgias, que la Odisea es un bello espejo, una bella imagen, de la vida humana (9). Aristóteles consideraba ese juicio de Alcidamas una metáfora fría, inadecuada para persuadir, pero a mí me parece cálida y convincente. Itinerario familiar para nosotros, de surcos profundos que se dilatan y recurren, se renuevan y conservan, desde Homero hasta hoy, al modo del ser que somos y de la lengua que hablamos, como las cosas clásicas, vale decir como un presente antiguo disponible, que puede recuperarse siempre que venga al caso, más allá “de los tiempos cambiantes y sus efímeros gustos”(10) , o simplemente más acá. André Bonnard, Civilización griega I. De la Ilíada al Partenón, Sudamericana, Buenos Aires, 1970, p. 62. Del mismo carácter es esta opinión de Carlos García Gual en su Introducción a la Odisea traducida por José Manuel Pabón (Gredos, Madrid, 2000, p. IX): “Lo que da unidad a esta espléndida narración de múltiples episodios es la figura de su protagonista, Odiseo […], un héroe de enorme humanidad y singular personalidad. La Odisea es esencialmente el poema de Odiseo […].” (8) André Bonnard, id. (9) Aristóteles, Retórica III, 3, 1406b 12-13. (10) Hans G. Gadamer, Verdad y Método, Sígueme, Salamanca, 1996, p. 357. (7)
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Las travesías del prudente Odiseo instruirían además sobre cosas como la conquista del mediterráneo occidental hace siglos, por griegos heterogéneos (marinos, mercaderes, industriales) que descubren nuevas tierras, comercian, explotan metales útiles para el bronce de sus armaduras y de sus puñales, etc., pero no me ocupo de esas cosas ahora, sino del poema de Odiseo, que peregrina de vuelta a su casa en Ítaca, desde Troya, cumpliendo su destino; poema de historias relatadas por el mismo Odiseo a los amables feacios que lo escuchan reunidos en el palacio real de Alcínoo y Arete, padres de Nausícaa, y por Homero, esto es por ese colectivo de poetas llamado Homero, en un lenguaje sencillo, cordial, humanitario, sin retóricas fatuas ni metafísicas rebuscadas; fabulosas historias que conforman experiencias culturales no menos reconocibles y ciertas que otras muy civilizadoras palpables aún en las prehistóricas rutas europeas del estaño y del mar mediterráneo. 2 Largo tiempo, siete años cumplidos ya, que el prudente (dai/froni, 1, 48; polu/frona, 1, 83), infeliz (du/sthnoj, 1, 55), desafortunado (du/ smoroj, 1, 49; ka/mmore, 5, 160), nostálgico, llorón (o)duro/menon, 1, 55), divino (qei/oio, 1, 65), muy ingenioso (polu/mhtij, 5, 214; 8, 474), capaz de sufrir, intrépido, paciente (talasi/frwn, 1, 87, 129), noble (e)sqlo/n, 1, 115), desaparecido (a)poicome/noio, 1, 135), sociable (e)pi/strofoj, 1, 177), magnífico (di=oj, 1, 96), rico en recursos (polumh/canoj, 1, 205; 10, 401, 456, 488), mísero (a)/potmoj, 1, 219), invisible (a)/iston, 1, 235, 242), ignorado (a)/pustoj, 1, 242), miserable (o)izurw/taton, 5, 105), benévolo (h)/pioj, 5, 12), magnánimo (megalh/tora, 5, 81, 149), de jovial linaje (diogene/j, 10, 401, 456, 488), Odiseo, sufría lejos de sus seres queridos, en una lejana isla frondosa golpeada por las olas, en el centro del mar, cuando los dioses tomaron la infalible (nhmerte/a 5, 30) determinación (boulh/ 5, 30) de que volviera sano y salvo a su tierra patria, a su casa, a Ítaca. Los demás sobrevivientes griegos de Troya estaban en sus hogares hacía mucho entonces, libres de la guerra y del mar, pero Calipso (Kalu-
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yw/, de kalu/ptw: cubrir, ocultar) detenía, quizás ocultaba, “con delicadas y halagadoras palabras” (11) a Odiseo en Ogigia, esa isla frondosa lejana; lo retenía allí “por la fuerza”; le dice Atenea a su padre, “Zeus que truena en lo alto, cuyo poder es grandísimo” (5, 4), y a otros olímpicos reunidos, abogando por él, en los cantos primero y quinto. Hállase en una isla atormentado por fuertes pesares: en el palacio de la ninfa Calipso, que le detiene por fuerza […] (5, 13-15), impidiéndole “volver a la tierra donde nació” (5, 15), se queja entonces Atenea, siempre benévola con Odiseo (12), y uno se pregunta qué significa “le detiene por fuerza” (min a)na/gkh| i)/scei) en esos versos que ella pronuncia. Pues el mismo Odiseo les contará a Arete y Alcínoo, luego de su primera cena donde los feacios, unas tres semanas después de dejar Ogigia en la balsa que la misma Calipso le enseñará a construir, que la dolosa (dolo/essa, 7, 245), terrible (deinh\ 7, 255), diosa Calipso, de lindas trenzas (e)uplo/kamoj, 7, 246, 255), lo recogió del mar y lo trató con cuidado, (e)nduke/wj e)fi/lei, 7, 256), “con gran afecto” (traduce Mario Frías), “solícita y amorosamente” (traduce Luis Segalá), y lo alimentó ( e)/trefen, 7, 256), esos largos siete años de desigual convivencia. La misma expresión: “le detiene por fuerza” (min a)na/gkh| i)/scei), usa “el veraz anciano del mar” (ge/rwn a(/lioj nhmerth/j, 17, 140) con Menelao, una vez que éste le preguntaba por Odiseo, según Menelao le dice a Telémaco en Lacede- monia (13) , y Telémaco a Penélope en Ítaca, cuando Odiseo ya ha regresado a Ítaca y Telémaco lo ha visto de regreso pero Penélope aún no. ai)ei\ de\ malakoi=si kai\ ai(muli/oisi lo/goisin (1, 56). “Nunca vi que los dioses amasen tan manifiestamente a ninguno como a él le asistía Palas Atenea”, le dice Néstor a Telémaco, en el canto tercero (221-222). Sigo en este trabajo la traducción de Luis Segalá y Estalella, (Montaner y Simón, Barcelona, 1907), y en un par de casos, que señalo, las de José Manuel Pabón y de Federico Baráibar y Zumárraga; con una pocas intervenciones mías. (13) Me afirmó haberlo visto, entregado al dolor, en la isla y palacio que habita la ninfa Calipso; por fuerza (11)
(12)
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Sea como fuese, cierto es que Odiseo sentía ese tiempo, en la isla de Calipso, una gran necesidad de regresar a su tierra y a su esposa (14), y lloraba constantemente, los ojos fijos en las aguas, en “la extensión sin límites que lo separa de su tierra-patria, de su mujer, de su hijo, de sus plantaciones de viñas y de olivos” (15), sentado a la orilla del mar. Lejos estaba él en Ogigia del aventurero heroico, confiado sobre todo “en su astucia y su arte de seducción”, su “sagaz curiosidad y alegre coraje”, que muchos consideran lo más propio de su carácter. (16) Precisamente porque él estaba llorando sentado en la ribera, donde tantas veces, consumiendo su ánimo con lágrimas, suspiros y dolores, fijaba los ojos en el ponto estéril y derramaba copioso llanto (5, 82-84), el obediente mensajero Hermes no lo encontró en la gruta de Calipso, cuando vino a transmitirle a ella, por encargo de Zeus, el imperativo mensaje de que lo dejara zarpar de la isla donde ambos vivían esos años. La misma Calipso [le] e halló sentado en la playa, que allí se estaba, sin que sus ojos se secasen del continuo llanto, y consumía su dulce existencia suspirando por el regreso [no/ston o)durome/nw|] […] (5, 151-153), le retiene ésta allí sin que pueda volver a su patria, pues no cuenta con barcos de remos ni amigos que ayuden su camino en la espalda gigante del mar […] (17, 142-146), tradución de José Manuel Pabón. (14) to\n d )oi)=on no/stou kecrhme/non h)de\ gunaiko\j (1, 13). (15) André Bonnard, ob. cit. , p. 70. (16) Tomo las dos últimas citas de la Introducción de Carlos García Gual a la Odisea, ed. cit., p. XV.
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cuando le trajo la noticia (buena para él; mala para ella) de su inminente partida. Allí, en la isla Ogigia, […] regué incesantemente con lágrimas las divinales vestiduras que me dio Calipso (7, 259-260) pues […] no soy semejante ni en cuerpo ni en natural a los inmortales que poseen el anchuroso cielo, sino a los mortales hombres [qnhtoi=si brotoi=sin]: puedo equipararme por mis penas a los varones de quienes sepáis que han soportado más desgracias y contaría males aun mayores que los suyos, si os dijese cuantos he padecido (7, 208-213), (17) les dice él a la reina Arete y al rey Alcínoo, en el palacio real, la primera de las dos noches que pasa con los feacios. Odiseo, pues, un héroe que llora. Yo lloro, tú lloras, él llora, nosotros lloramos, vosotros… Además esos días, a veinte años de la partida de los griegos liderados por Agamenón hacia Troya, a diez años de la muerte de Héctor y de las celebraciones mortuorias y lúdicas de Aquiles, en homenaje póstumo a Patroclo, pocos recordaban a Odiseo entre las gentes de su pueblo, a las cuales él había gobernado benévolamente, “con la suavidad de un padre”, según Atenea (5, 11-12). Odiseo se había convertido en el triste individuo casi anónimo, nostálgico, melancólico, sin medios para reiniciar el viaje de regreso a Ítaca, que iba y venía cabizbajo entre la gruta de Calipso y el mar. Años que su nave había sido fulminada por un rayo de Zeus y que las olas “¿Qué clase de sabiduría es esa? La que es quizás una humana sabiduría [a)nqrwpi/nh sofi/a]. En realidad yo sería sabio en ella y los que mencionaba hace poco serían sabios en una sabiduría sobrehumana, o no sé qué decir”, dice Sócrates a sus jueces, en una parte central (20d) de la Apología de Platón. (17)
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se habían llevado a sus compañeros, privados “de la vuelta a la patria” (no/ ston, 12, 419); los pretendientes de Penélope planeaban matar a su hijo (aunque esto él no lo sabía); Calipso, la “divina entre las diosas” (di=a qea/ wn 1, 10; 5, 78; 85; 116; 180; 202; 242; 246), cuya isla parecía un Paraíso Terrenal y quizás fuese un Paraíso Terrenal, insistía en hacerlo su marido, que se olvidara de Ítaca (1, 57), que aceptase la inmortalidad y la juventud perenne que obtendría de quedarse con ella en su isla encantada: le acogí amigablemente, le mantuve y le dije a menudo que le haría inmortal y libre de la vejez para siempre jamás [h)/mata pa/nta] (5, 135-136), le reclama ella al mensajero Hermes, iracunda contra los dioses que envidian a las diosas que se acuestan con los hombres que les agradan como esposos (18), pero resignada a dejar que el mortal que ella quiere para sí parta de su lado, si lo ordena Zeus, cuya voluntad nadie puede anular, y si ese mortal desea y anhela, constantemente, todos los días (h)/mata pa/nta, 5, 219), irse a su casa, donde su mujer, aunque ésta sea mortal y envejezca y ella, Calipso, ni lo uno ni lo otro. 3 Pero con el transcurso de los años, cuenta Homero al comienzo de la Odisea, que principia casi por el descenlace de la obra, como parece que principian las cosas vistas desde la perspectiva de su redención, […] con el transcurso de los años llegó por fin la época en que los dioses habían decretado que [Odiseo] volviese a su patria, a Ítaca, aunque no por eso debía poner fin a sus trabajos, ni siquiera después de juntarse con los suyos […] (1, 16-19); oi(/ te qeai=j a)ga/esqe par ) a)ndra/sin eu)na/zesqai / a)mfadi/hn, h)/n ti/j te fi/lon poih/set ) a)koi/thn (5, 19-20). (18)
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llegó, pues, la hora en que estuvo [d]ispuesto por el hado [moi=r ) e)sti\] que Odiseo vea a sus amigos, llegue a su casa de alto techo y a su patria [patri/da gai=an] (5, 41-42), le dice Zeus a Hermes, cuatro cantos más adelante, cuando, animado por Atenea, como dije, le pide a “su hijo amado” (5, 28), que transmita a Calipso, la ninfa de hermosos cabellos (h)uko/moio, 8, 452), señora de aquella isla remota, “ombligo del mar” (1, 50), donde Odiseo se hallaba detenido, la inevitable resolución divina que él, Zeus, identifica con un designio del hado: la moira, la parte que a cada uno le toca en suerte, la fortuna, el destino. Odiseo saldrá solo de Ogigia en una balsa; arribará donde los feacios en veinte difíciles días; los feacios lo enviarán a su patria, colmado de regalos; sentencia entonces Zeus, dirigiéndose a Hermes, cerca de Atenea, sin cuya constante intercesión no se ve cómo Odiseo hubiese regresado a su frugal Ítaca. De ahí que versos más adelante, cuando Calipso, diosa dotada de voz (au)dh/essa, 12, 450), le pregunta a Hermes “de la varita de oro” (cruso/rrapi, 5, 87), su amigo, qué lo trae donde ella, a quien él no suele visitar, y si puede ayudarlo en algo, Hermes le responda, luego de acabar con gusto la ambrosía y el rojo néctar reparadores que la gentil diosa le ofrece, que sólo cumple, sin desearlo demasiado, una orden de Zeus, y le trasmite el olímpico mensaje obligatorio que le lleva: Calipso permitirá que Odiseo […] se vaya cuanto antes, porque no es su destino [ai)=sa] morir lejos de los suyos, sino que el hado tiene dispuesto [moi=r ) e)sti\] que los vuelva a ver, llegando a su casa de elevada techumbre y a su patria tierra [patri/da gai=an] (5, 112-115).
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Recordemos aquí de paso, sin perder de vista a Odiseo, que hacia el final del poema (24, 1-5) Hermes conduce al Hades las almas de los pretendientes, con su varita de oro en la mano, y que con el mismo mágico palo dorado él “adormece los ojos de los hombres [a)ndrw=n] que quiere o despierta a los que duermen” (24, 1-4; 5, 47-48). Sin perder de vista a Odiseo, pues la Odisea es el poema del regreso a casa, y es el poema del destino, de Odiseo. Sí, la Odisea es el poema del regreso a casa de Odiseo. Casa para vivir, casa que el hombre busca desde que el mundo es mundo, desde que el hombre es hombre, desde que el techo es cielo. […] La casa está en su casa, casa, casa, ¡cuantas casas ausentes para el hombre, cuánta miseria atroz, cuánta intemperie, cuánta casa fantasma! escribió hace unos cincuenta años el poeta chileno Braulio Arenas, del grupo de los poetas surrealistas sudamericanos más activos esa época (19). Casa, hasta luego! No puedo decirte cuándo volveremos: mañana o no mañana, tarde o mucho más tarde. (19)
En La casa fantasma, Androvar, Santiago, 1962.
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Un viaje más, pero esta vez yo quiero decirte cuánto amamos tu corazón de piedra: qué generosa eres con tu fuego ferviente en la cocina y tu techo en que cae desgranada la lluvia como si resbalara la música del cielo! […] escribió Pablo Neruda, en su Tercer libro de las odas, hace unos cincuenta años también (20). Casa donde se recogen “los pensamientos, los recuerdos y los sueños del hombre” (21), que de otro modo sería un andariego disperso. Y uno piensa entonces en el regreso a casa de Odiseo y en cosas como “las imágenes del espacio feliz”, en “el valor humano de los espacios de posesión, de los espacios defendidos contra fuerzas adversas, de los espacios amados”, en “nuestro rincón del mundo”, en aquello que mejor sostiene “a través de las tormentas del cielo y de las tormentas de la vida”, de que hablaba Gaston Bachelard en su Poética del espacio (22); y piensa en verdades como ésta escrita por Kafka: Pablo Neruda, “Oda a la casa abandonada”, en Tercer libro de las odas, Losada, Buenos Aires, 1972 (2ª ed.). (21) Gastón Bachelard, “La poética del espacio”, Fondo de Cultura Económica”, México, 1996, p.36. (22) Ed. cit., pp. 27, 28, 34. (20)
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Confesión, imprescindible confesión, puerta que se abre repentinamente, en el interior de la casa aparece el mundo, cuyo reflejo opaco yacía afuera. (23) Es que la casa “[e]s el primer mundo del ser humano” (24). Y “[a]ntes de ser ‘lanzado al mundo’ como dicen los metafísicos rápidos, el hombre es depositado en la cuna de la casa.” (25) 4 La Odisea es también el poema del destino de Odiseo, y humano […] testimonio doliente del que no puede labrar sus formas puras, [p]orque se lo impide su ser hecho de peligros y cruel sobresalto. (26) Un capítulo instructivo de un libro contemporáneo que se titula Virgilio. Poeta, artista y pensador, de Paul Guillemin, se llama “La Eneida, epopeya del destino.” (27) Ahí se desarrollan convincentes argumentos sobre la victoria final de Venus, “es decir del Destino”, sobre Juno, en el descenlace de la Eneida. La victoria de Venus es también la de su hijo Eneas, que acepta su destino de fundador épico de Roma en cuanto se somete, consciente y voluntariamente, a él, y así colabora con ese destino suyo y cumple la misión que le ha sido asignada por Júpiter: fundar Roma. Eneas cumple, pues, su destino, a la manera estoica, dice Guillemin. Yo creo que así es, y añadiré a lo dicho en esas páginas “Fragmentos de cuadernos y hojas sueltas”, en Carta a mi padre y otros escritos, Emecé, Buenos Aires, 1955, p. 182. Estas líneas de Kafka son desemejantes, pero no incompatibles, me parece, con éstas de los Diapsalmata de Kierkegaard: “¡Ay, la puerta de la dicha no se abre hacia dentro! Por eso de nada sirve empujarla violentamente para forzarla. No, la puerta de la dicha se abre hacia fuera, y en este sentido no hay nada que hacer.” (“Diapsalmata ad se ipsum”, en Obras y papeles de Sorën Kierkegaard, t. VIII, Guadarrama, Madrid, 1969, p. 67). (24) Gastón Bachelard, ob. cit., p. 37. (25) Id. (26) Humberto Díaz Casanueva, “Elevación de la sima”. (27) Paidós, Buenos Aires, 1968, pp. 195-207. (23)
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por Guillemin, que siento en Eneas el peso del cumplimiento del destino, que lo arrastra o pilla desprevenido a veces, como cuando Mercurio, enviado por Zeus, le reprocha que coloque los cimientos de Cartago, “olvidado de [su] reino y de [sus] cosas” (regni rerumque oblite tuarum! 4, 267), y le da el mensaje de que no pierda el tiempo en esa ciudad: Enmudeció Eneas, sin sentido, a visión tal; el horror erizó sus cabellos y la voz se le pegó a la garganta, atónito a tan grave aviso y mandato de los dioses escribe Virgilio en ese lugar de la Eneida. (28) Eneas incluso confiesa en ese libro, cuando está por abandonar a Dido, que los hados no le permiten vivir a su arbitrio, conducir su vida (ducere vitam, 4, 340) según sus deseos, y que si fuera por él, viviría en Troya “y allí, con preferencias a todo otro lugar, veneraría las dulces reliquias de los [suyos]” (4, 342-343). No siento, sin embargo, que Odiseo experimente algo así como el peso estoico del destino que carga Eneas, sino que desde antes de pronunciarse a favor de su destino en los cantos once y nueve, por ejemplo, él emprende un destino que le complace, aunque tal designio suyo traiga consigo penurias y trabajos obligatorios. Que por lo demás Odiseo cuenta con su vuelta a Ítaca desde que salió de Troya, lo muestra esta afirmación que él hace a Alcínoo, al comenzar sus famosos relatos la segunda noche que pasa con los feacios: Voy a contarte mi vuelta, llena de trabajos, a la cual me lanzó Zeus [o(/n moi zeu\j e)fe/hken] desde que salí de Troya (9, 37-38). Lo mismo muestra el que no lo violenten ni sorprendan las también infalibles revelaciones (nhmerte/a, 11, 96; 137) del alma de Tiresias en el Hades, cuando ésta acaba de predecirle su futuro y de prevenirlo (28)
4, 279-282, traducción de Lorenzo Riber.
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puntualmente acerca de cosas por venir, en el canto once; años antes de que él se diera a conocer por su nombre y contara sus historias, a los feacios. Tiresias, tal, sin duda, es el destino Que los augustos dioses han hilado (11, 139), (29) le dice él al alma locuaz del adivino ciego, cuya sabiduría (fre/nej, 10, 493) se conserva íntegra, y es la única alma de muerto a la cual Perséfone concedió inteligencia (no/on, 10, 494) en ese ingrato lugar (a)terpe/a cw=ron, 11, 94), “pues las demás revolotean [allí] como sombras” (10, 495). No sólo no violentan ni sorprenden a Odiseo las revelaciones que escucha de Tiresias en aquel fantasmagórico y tenebroso sitio subterráneo de almas exangües, sino que parece ganar con ellas conciencia sobre algo que ya sabe, de un modo al menos práctico u operativo, por decirlo así: su vuelta a casa le está destinada, aunque la tendrá difícil. Buscas la dulce vuelta, preclaro Odiseo, y un dios te la hará difícil […] (11, 100-101) (30) sentencia, en efecto, el alma vidente de Tiresias apenas bebe la sangre del sacrificio ritual que Odiseo le ofrece a la entrada del Hades, sangre que atrae a las “inanes cabezas de los muertos” (neku/wn a)menhna\ ka/ rhna, 11, 29; 49; 10, 521) tanto que muchas de ellas concurren en tropel, y se aglomeran dando gritos espantosos, “unas por un lado y otras por otro” (11, 42), alrededor del hoyo que la contiene. Creo, pues, que desde que salió de Troya Odiseo quiere de corazón que su destino incluya esa vuelta que ya emprende; que la suerte de quien regresa a su país y a su casa después de un largo viaje, como quien vuelve 4, 279-282, traducción de Lorenzo Riber. Teiresi/h, ta\ me\n a)/r ) pou e)pe/klwsan qeoi\ au)toi/. Traducción de Federico Baráibar y Zumárraga. (29) (30)
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a su lugar más propio, se cumpla en él. Ya verá él mismo cómo calza eso con el riesgoso itinerario que el alma de Tiresias le revela con palabras que él repetirá de memoria la noche de sus relatos a los feacios. Creo que de no haber sido así, Odiseo no hubiera, entre otras cosas, apresurado el paso por el país de los lotófagos, donde tres de sus compañeros corrían el riesgo de olvidar una misión que él les había encomendado y (peor aún) el camino de regreso a casa, por comer el “florido manjar” (9, 84), “dulce como la miel” (9, 94), que les ofrecían los dadivosos pobladores de aquel país. Como esos tres griegos voraces compañeros suyos “querían permanecer con los lotófagos, comiendo loto, sin acordarse de tornar a la patria” (9, 96-97), él los obligó a volver a las naves y “aunque lloraban” los hizo “atar debajo de los bancos” (9, 98, 99), y apresuró enseguida el retorno de todos, “no fuera que alguno comiese loto y no pensara en la vuelta” (9, 102). Algo que permite una especie de intercambio ideal de sentidos con este fragmento de Heráclito y con otras inscripciones innumerables: Recordar también al que olvida adónde conduce el camino (B 71). Si Odiseo no hubiese contado con su destino incluso antes de que el alma de Tiresias se lo revelara siquiera en parte, tal vez no hubiera sabido, por ejemplo, recordarle a Circe, en cuya isla llevaba un año, o más, su promesa de dejarlo partir a su casa (oi)/kade pemye/menai, 10, 484), ni hubiera escuchado ese día a los compañeros que (memoriosos entonces) lo llamaban aparte y lo interpelaban así: ¡Desdichado [daimo/nie, 10, 472]! Acuérdate ya de la patria tierra, si el destino ha decretado [qe/sfato/n e)sti] que te salves y llegues a tu casa, de alta techumbre, y a la patria tierra (10, 472-474). Su “ánimo generoso se dejó persuadir” (10, 475) enseguida por esos fieles (e)ri/hrej, 10, 471) compañeros y la noche del mismo día le suplicó
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a Circe, abrazado a sus rodillas, sobre la “magnífica cama” (perikalle/oj eu)nh=j, 10, 480) de ella: ¡Oh, Circe, cúmpleme tu promesa de mandarme a mi casa. Ya mi ánimo me incita a partir y también el de los compañeros […] (10, 483-485). En este marco (¿circular?) de cosas, se hace comprensible que Odiseo siga al pie de la letra, aunque con temor y temblor, las instrucciones que para su viaje al Hades, a consultar el alma de Tiresias, “príncipe de los pueblos” (10, 538), le da Circe en el canto diez. Tiresias le hablará en su momento “del curso y las distancias del viaje, y de su regreso” (31), y le indicará cómo atravesar “el mar que abunda en peces” (10, 540); le dice Circe en ese canto, y Odiseo le cree. Y le cree también cuando después ella le anticipa paisajes y posibilidades, de su paso junto a la isla de las Sirenas, cuyo canto él podrá escuchar si recurre al ingenioso estratagema que conocemos, y por las riesgosas rutas marinas que lo esperaban entre las peñas Erráticas y los escollos de Escila y Caribdis; y cuando con palabras idénticas a las usadas por Tiresias en el Hades lo previene, premonitoria, contra las calamidades que él y sus compañeros, padecerían, si dañasen a las vacas u ovejas del Sol, en la isla del Sol “que todo lo ve y todo lo oye” (11, 109; 12, 323): Si a éstas las dejares indemnes, ocupándote tan sólo de preparar tu regreso, aún llegarías a Ítaca, después de pasar muchos trabajos; pero, si les causares daño, desde ahora te anuncio la perdición de la nave y la de tus amigos. Y aunque tú escapes, llegarás tarde y mal a la patria, después de perder todos los compañeros. (32) Las interminables peripecias cotidianas del moroso retorno a casa de Odiseo no están, por cierto, predestinadas (¿o sí?): sus insensatos com(31) (32)
[…] o(do\n kai\ me/tra keleu/qou no/ston q ), […] (10, 539-540). 11, 110-114; 12, 137-141.
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pañeros pudieron no desatar los vientos contrarios asegurados por Eolo (10, 46-47), ni matar y comerse las vacas del sol (12, 352-365, 397-398), ni demorarse donde los lotófagos (9, 91-97); él pudo no exponer su nave a las enormes pedradas de Polifemo (9, 475-479), ni participar a regañadientes en los juegos que organizaban los feacios (8, 152-157; 178-185), ni invitarle una tajada de carne de puerco al aeda (¿e historiador?) Demódoco (8, 474-481), que “al recibirla se alegró en el alma” (8, 483), ni, quizás, quedarse un año con la maga Circe, etc. Pero los pasos de peregrino de Odiseo, que pierde y recobra el rumbo una vez y otra, una vez y otra, y otra; (33) los pasos, digo, de peregrino que se aventura detrás de sus propias huellas, de Odiseo, cuentan siempre, me parece, con la expectativa de aquel horizonte vital consumado que opera en ellos todo el tiempo, como las creencias que nos sostienen operan en nosotros todo el tiempo, y el todo, inexistente aún, atrae a sus partes. Y aunque Odiseo no sepa eso, Homero lo sabe, o la Musa de Homero lo sabe, lo cual por cierto “no es lo mismo pero es igual…” (34)
Ay, del que no sabe qué camino tomar, del mar o de la selva […] en esa hora débil, en que nadie puede retratarse, porque las cadenas del tiempo son iguales e infinitas, caídas sobre la vacilación o las angustias escribió el joven Neruda en la única novela que escribió Neruda, El habitante y su esperanza, Losada, Buenos Aires, 1997, p. 12. Me llamo Raquel estoy en el oficio desde hace varios años. Me encuentro en la mitad de mi vida. Perdí el camino dice la inscripción manuscrita en el portal de Purgatorio, de Raúl Zurita, el poeta chileno contemporáneo, que ha visitado Bolivia varias veces. (34) Silvio Rodríguez, “Pequeña serenata diurna”. (33)
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Perdidos y encontrados: algunas notas sobre la crónica latinoamericana Álvaro Bisama
0-. En alguna parte leí que lo que hacen los cronistas es ir a las fiestas y luego escribir sobre quién vomitó a quién. 1-. El mes pasado, en Chile, el escritor Rafael Gumucio lanzó su última novela, La deuda. Lo demolieron. Lo patearon en el suelo. Lo terrible es que Gumucio se demoró años en el libro: lo escribió, lo pulió, lo volvió a escribir. Aumentó y redujo sus páginas. Se abrió el mismo en público. Escribió –en medio de ese proceso- sobre cómo escribir un libro. Entremedio anotó, como si previera la paliza, como si supiera cómo iba a terminar todo: “cada fracaso en la gran batalla de la novela me ha servido de campo de experimentación para emprender la guerrilla de la crónica”. 2-. Por supuesto, quizás lo mejor del libro de Gumucio sean esas columnas y crónicas donde fue detallando el proceso de la novela. Ahí, nunca se refirió demasiado a ella sino más bien al paisaje interior de quien sabe que se está jugando su pellejo en el libro. Funcionó: más que la La deuda esas narraciones descarnadas de lo que costaba tramar una novela podían componer un fresco más que interesante sobre qué significa escribir en Latinoamérica aquí y ahora, aquella sensación de estar en el borde del despeñadero y sonreír y hacer que esa sonrisa sea torcida, que esconda los colmillos en el aire.
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3-. Quizás esas crónicas sean el verdadero relato que Gumucio quiso contar, la verdadera novela que terminó escribiendo. El momento en que él mismo se reconocía perdido, a la deriva, sin destino. O sea: la crónica como el espacio donde alguien dejado a la intemperie sabía cómo volver a casa, sabía cómo abrigarse en las palabras. La crónica como lo que se escribe sin saber que se está escribiendo. 4-. Acá viene una digresión: comencé a escribir critica literaria de modo más o menos regular a comienzos de esta década, en un Chile donde las ideas que regulaban lo literario aun no estaban demasiado claras para mí. Por un lado, era un problema canónico: aun no explotaba la obra de Bolaño al que a pesar de estar vivo no se lo leía mucho y la consagración o la necrofilia respecto a su obra aún no se extendía como el virus de la gripe humana. Por otro, tenía que ver con los mapas de mi propia biografía. Yo escribía desde Valparaíso -donde la mayoría de los poetas convierten en militancia el hecho de poder hacer karaoke con sus textos en un bar- pero también desde Villa Alemana, el pueblo donde había crecido, donde se le había aparecido la Virgen María a un profeta travesti, existían algunas de las mejores bandas de rock del país y en cuyas poblaciones Juan Luis Martínez, acaso el poeta experimental más extraño del país, había muerto después de consagrarse de modo riguroso a su propio silencio. Comenté libros de modo más o menos regular desde el 2000 hasta el 2004 y, sobre todo en esos primeros años, una cantidad interesante de novelas chilenas cuyo paisaje no me interesaba porque como gritaban The Smiths en la década del 80: Because the music that they constantly play/ it say nothing to me about my life. Eso porque aquellas novelas eran casi siempre obras realistas, bien facturadas, escritas desde un candor medio metropolitano, desde un criollismo que podía sugerir que los mitos de origen de la literatura chilena estaba en la vida de señores de clase media alta que se divorciaban de mujeres histéricas, o de clones de Fuguet que leían los libros de Bret Eeaston Ellis quince años más tarde pero en realidad sin leerlos; o de miembros del red set local que creían que por tener una mínima alcurnia de genealogía
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revolucionaria podían contar –con impunidad- lo que se les ocurriese, o de los libros de los fanáticos de Cortázar que consideraban que sus novelitas clones de Rayuela eran tanto o más legendarias que la del argentino. No era un paisaje agradable. No era entretenido. Como lector, me parecía que lo que se producía en Chile tenía una distancia enorme con los libros del mismo Bolaño, de Piglia, de Aira, de Ellroy o de Pitol, que empezaban a circular de modo más o menos tímido en las estanterías locales. Como lector, me parecía que la ficción local estaba empantanada en un juego de espejos repetidos que proyectaban las mismas imágenes grotescamente aburridas hasta el cansancio. Pero estaba la no ficción. La crónica. 5-. Cuando ya no le veía esperanza a la novela, cuando el último libro de Skármeta o Gonzalo Contreras me iban a hacer saltar por la ventana, tirarme a las líneas del metro o llenarme el estómago de las mismas pastillas ansiolíticas que consumían sus personajes, la crónica me salvó. 6-. ¿Qué leí? ¿Qué sigo leyendo para perderme y encontrarme, para salir del pantano. A) Leí Etiqueta Negra. B) Leí a Monsivais perdido en esa historia mexicana donde Octavio Paz tenía un sillón dorado donde planeaban águilas asesinas dopadas. C)Leí a Pitol perdido en Chiapas. D) Leí cómo Villoro –que es un terminator: preciso, eficaz, con una inteligencia que llega a dar miedo- seguía una marcha del ejército zapatista. E) Leí cómo Mario Vargas Llosa tenía que luchar contra su hijo rastafari. F) Leí cómo Daniel Titinger contaba la historia de un perro y de un trago –el pisco- y con eso, la rivalidad completa entre Chile y Perú. G) Volví a leer a fragmentos –o debería decir esquirlas- de la obra de Joaquín Edwards Bello, que se voló la cabeza de un tiro y escribió sus mejores páginas desde la trinchera de un periodismo que se deshacía, que deshilachaba a diario. En esos textos él no solo urdió la mejor descripción de los vicios y mitos de nuestra sociedad sino que también se autodestruyó, intoxicándose de realidad. Cada texto suyo –los mejores están en un volumen llamado Mitópolis- atacaba a dentelladas la realidad pero también le arrancaba un pedazo de sí mismo. H) Leí
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a Francisco Mouat y El empampado Riquelme, que cuenta cómo un hombre se pierde en el desierto y cómo su cadáver es un gran signo roto y seco, un agujero en el corazón de todos los que lo rodean. Porque Mouat cuenta la historia de sus huesos. O, mejor dicho, la historia de cómo esos huesos son una pálida solución de algo que es apenas pronunciable, a lo más un escuálido premio de consuelo que no puede reparar el vacío la pena y la ausencia. Y todo esto, que es un drama terrible no sólo cambia a los Riquelme sino que cambia a Mouat que va y escribe todo eso y en vez de encontrarse con un secreto, termina encontrándose chocando con sí mismo. Eso es lo que uno aprende en la crónica: a chocar con uno mismo, a estrellarse. I) Sigo: leí a Leila Guerrero, que viajó a la Patagonia, a un pueblo al borde de todo, un pueblo cuyo único atractivo es el suicidio sostenido de sus adolescentes como si aquel acto horrendo fuera quizás un final feliz, una salida, una última posibilidad de escape. J) Leí como Gabriela Wiener tomaba a su marido y se lo llevaba a un club de intercambio de parejas. Un club swinger. En ese texto Wiener va y escribe de lo que significa ser swinger. Y no lo contempla desde afuera. Va y tiene sexo y escribe desde las fronteras entre lo visto y lo vivido. Ahí, esas fronteras se desdibujan, se convierten en otra cosa. La realidad suena como ficción. Como un cuento porno, mejor dicho. Y la ficción emite el hálito zigzagueante, la duda, de alguien que se abre al abismo, que finge ser otro, que se convierte en otro. 7-. Tesis: Los mejores ejercicios de la crónica latinoamericana son quizás aquellos que ponen en entredicho los lugares comunes de quien narra. En el fondo, los cronistas latinoamericanos están perdidos y encuentran sus señales de ruta por medio de la escritura. A veces llegan a algún lado. A veces, casi siempre, no pasa nada, se pierden en los círculos de su propio reflejo. 8-. Por ejemplo, Juan Pablo Meneses y su canción animal. No sé si haya un ejemplo mejor para citar acá que ese. En algún ensayo, el mexicano Mario Bellatin confesaba, con el gélido desamparo lo caracteriza, que le
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gustaba tener animales (peces, por ejemplo) cerca suyo mientras escribía. Observaba sus reacciones y las anotaba. Paulatinamente, la conducta de sus mascotas interfería en la estática de la escritura y terminaba por afectar la conducta de los personajes de sus libros. Aquella idea me vuelve a la cabeza cuando leo La vida de una vaca, de Juan Pablo Meneses, donde es usada con un rigor más que delirante. La vaca de Meneses se llama La Negra y recuerda de algún modo una canción de Atahualpa Yupanqui que alguna vez cubrieron Los Divididos: “El arriero”, que música perfecta para este libro y esta conferencia porque contempla distorsionados solos épicos de guitarra que explican a la vez la precariedad y la abundancia, la tragedia y la ironía del tema que cubre el libro de Meneses. Pero me desvío: lo que importa: Meneses, fogueado en la guerrilla de la mejor non fiction —por ahí anda su impecable Equipaje de mano para probarlo—, escribe cómo su vida cambia en el momento en que decide comprar a la Negra. Porque La Negra no es una mascota. Meneses no quiere establecer una relación con ella, ni quiere animarse a quererla. Quiere usarla para internarse en la cadena productiva que el corazón de las tinieblas del negocio de la carne en Argentina. Aparecen así una historia de la carne trasandina, los límites del periodismo, los escenarios del mercado bovino, una detallada taxonomía de los cortes de carne y la política argentina, amén del encuentro con personajes tan diversos como delirantes (destaca ahí el Rey de la Carne, empresario ex amigo de Menem devenido en capo político y opinólogo). Pero ojo, hay una trampa acá en el fondo: el libro es una autobiografía. La Negra es una excusa. Entre la trivia de carnicería y las citas bovino-pop aparecen los destellos de la vida del autor en un país que lo desborda, que desea descifrar. La vida de una vaca trata de modo divertido y doloroso los modos del extrañamiento, la posibilidad de perderse en un país desconocido y hallarse y reconocerse en otra lengua. Meneses intenta eso y confirma lo que el mejor ejercicio de crónica no es el más riguroso sino el que se desfigura a sí mismo en el camino y se convierte, más allá del tema, en una especie de espejo del redactor, despojándolo de toda certeza, convirtiéndolo en la sombra de la duda que es el mismo texto. Por lo mismo
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La Negra, en el libro, termina siendo un símbolo, un mito que puede ser la nacionalidad o algo más bien maravilloso o impresentable. Eso, porque quizás porque aquella confusa vida cotidiana argentina que describe Meneses se parezca en algo a la también confusa vida cotidiana chilena o latinoamericana: campos de pastoreo sobre el horizonte, hospitales abandonados, carnicerías como centros sociales, la arquitectura anacrónica de los mercados y las ferias mayoristas, pueblos abandonados por la historia, avenidas atestadas, corrales de todo tipo. 9-. Por supuesto, yo también escribí crónica. No me quedó otra que perderme y encontrarme en imágenes y escenas que aún no me abandonan. Y sí: la realidad supera la ficción. Entrevisté a un anciano que hacía de doble de Elvis. Vi una reproducción del Santo Sudario de Turín que tenía a un Cristo con los ojos abiertos mientras alguien me explicaba que el mundo se acababa el 2012. Leí documentos secretos de una secta que creía que en un futuro posible íbamos a transformarnos en lagartos perdidos en un planeta lejano. Abrí los ojos. Agucé el oído. Escuché cómo un taxista me confesó un asesinato y cómo otro, en Buenos Aires, se puso a hablar de la bestia de siete cabezas en medio de Palermo. Me fijé en los modales de unas chicas góticas que habitaban una casa que se caía a pedazos en el cerro Cordillera. Vi reality shows como si fueran documentales de la vida salvaje. Describí ciudades como si tuvieran mapas secretos listos para ser descifrados. En medio de eso, pensé en que todo era susceptible de ser narrado, que todo podía ser una novela. Así, la provincia me pareció ciencia ficción, novela policial, un folletín desechable, donde daba lo mismo Joyce y el gran arte: la realidad era cacofónica, estaba hecha de ruido y la crónica era la única forma posible para captar esa estática. 10-. Pero por supuesto, no importa el destino, sino el viaje. Los cronistas que he citado comprenden que la realidad es casi siempre epifánica o paródica. Yo mismo escribo con esa certeza. Que la monstruosidad y la maravilla se parecen. Que lo que las separa es un golpe de tacón, la buena
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o la mala suerte, una brisa helada, un suspiro cualquiera. Pero que eso da lo mismo si no hay quien lo anote, quien lo registre en su descalabro. Porque el cronista es capaz de captar el presente como si fuera su último suspiro; una tarea desagradable que se acomete con elegancia, honestidad brutal y una perplejidad que lo desarma. La crónica es la coreografía de fuego de una fiesta que ha terminado, la narración de los rituales vacíos que solo sobrevivirán en la voz de los otros para salvarse del olvido mientras convierten el carnaval y las máscaras y los maquillajes y la tragedia y la sangre y el sudor y la pena y el miedo en una sola cosa: literatura.
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Colgados del vacío: Saer, Bolaño y Piglia Rodrigo Hasbún
Como lectores hemos llegado a un punto en donde, aparentemente, no hay salidas. Como escritores hemos llegado literalmente a un precipicio. No se ve forma de cruzar, pero hay que cruzarlo y ése es nuestro trabajo, encontrar la manera de cruzarlo. Evidentemente en este punto la tradición de los padres (y de algunos abuelos) no sirve para nada; al contrario, se convierte en un lastre. Si no queremos despeñarnos en el precipicio, hay que inventar, hay que ser audaces, cosa que tampoco garantiza nada. Roberto Bolaño
Los labios de Lisa Cuando, en la que fue su última entrevista, le piden a Roberto Bolaño que cierre los ojos y diga cuál de todos los paisajes que recorrió en Latinoamérica es el que primero se le aparece en la memoria, seguramente para sorpresa de su entrevistador pero no para la nuestra, él menciona los labios de Lisa en 1974. De todo un continente, de estadías prolongadas en más de un país, la mayoría de ellos convulsos, Bolaño no duda en responder de esa manera luminosa, evocando un pedazo de la primera mujer que
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le destrozó el corazón. En la misma sintonía, añade luego: “El camión de mi padre averiado en una carretera del desierto. El pabellón de tuberculosos de un hospital de Cauquenes y mi madre que nos dice a mi hermana y a mí que aguantemos la respiración. Una excursión con Lisa, Mara y Vera y alguien más que no recuerdo, aunque sí recuerdo los labios de Lisa, su sonrisa extraordinaria.” La respuesta resulta emblemática al momento de rastrear en ella una posible constante generacional. Latinoamérica puede resumirse en esa excursión o en un camión averiado en medio del diserto. Aún más: puede ser apenas los labios carnosos o finos de Lisa, que serán la perdición y la forma de la nostalgia. Juan José Saer, otro gran desterrado que se afincó durante décadas en Francia, quizá habría mencionado a algunos amigos de la juventud, tardes quietas y alargadas en compañía de esos amigos, o el río sin orillas de su provincia natal. Ricardo Piglia, que hace mucho pasa mitad del año fuera de la Argentina, a lo mejor se habría inclinado por algunas conversaciones en el café del barrio o por el olor de las pensiones de su juventud. Ese mismo aliento, esa misma voluntad y convicción, recorren también los libros de los tres: del paisaje vasto, quedarse apenas con un rinconcito. De la guerra más sangrienta y prolongada, contar nada más (pero en realidad es demasiado) la historia privada de alguno de los soldados, que por otra parte puede ser una historia más o menos ajena a la guerra, quizá el miedo que surge de la posibilidad no tan remota de olvidar el rostro de la mujer que ya ha dejado de esperarlo. En la intimidad, podemos sentir al leer esos libros, confluye todo lo que está fuera de ella. Las fuerzas más devastadoras y amplias, sentimos al leerlos, tienen como última para a esa intimidad que ellos no se cansan de explorar. Puentes invisibles en el aire Las palabras que hacen de epígrafe en este texto también pueden resultar esclarecedoras al momento de rastrear una hermandad entre los
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tres monstruos queridos que nos convocan esta noche. La tradición de los padres no les sirve para cruzar el precipicio, si no quieren despeñarse (y es obvio que no quieren) están obligados a inventarse nuevos caminos, a tender puentes invisibles en el aire. Esos puentes, si afinamos la mirada, voluntariamente ignorados por los padres, en realidad fueron prefigurados mucho antes, con décadas de anticipación, por el pionero solitario que fue Borges. Tanto Saer como Piglia, y también Bolaño, son sus herederos verdaderos, los que mejor supieron asimilar su vértigo y sus desafíos. Me refiero a la irreverencia y al humor, a la enfermedad literaria y a sus consecuencias extremas, a la autorreferencia solapada o evidente, a la marcada voluntad estilística, que está por encima de todo lo demás, y a la asimilación universal que sin embargo se contrasta con sombras regionales (“el mundo es mundo en todas partes”, dice un personaje de Saer), a las lecturas cruzadas y movedizas, a los homenajes secretos, al arte de la condensación, a la intertextualidad descabellada. También a la construcción del escritor como personaje y al especial interés por las entrevistas, que son el reverso de la obra, su complemento justo, a la fusión genérica donde conviven el ensayo, la narración y la poesía, al coqueteo con otros registros y a la predilección por lo sólo en apariencia menor. Finalmente al culto a la amistad, dentro y fuera de los libros, y a la pasión lectora ilimitada y contagiosa. Todo eso, digamos, en contraste con la ambición de totalidad y los intentos de aprehender a sus países y al continente, en todas sus manifestaciones y resquicios, en todo su esplendor y miseria, que obsesionó a la generación de Vargas Llosa, Fuentes y García Márquez. En ese sentido resulta ilustrador lo que sucede afuera de la literatura (afuera de la literatura sólo debería haber más literatura): unos fueron diplomáticos o políticos, hombres influyentes, la voz de sus pueblos, mientras los otros se aferraron únicamente a la vocación, sobreviviendo siempre alrededor de los libros. Esas posturas extraliterarias, por supuesto, y por eso se mencionan acá, llegan a reflejarse de algún modo en la escritura misma.
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Dice Bolaño, una vez más: El territorio que marca a mi generación es el de la ruptura. Es una generación muy rupturista, es una generación que quiere dejar atrás no sólo el boom sino lo que genera el boom, que es una generación de escritores muy comerciales. Es el territorio del parricidio por un lado. Y por otro lado es el territorio de lo borgeano. Hay que investigar todos los flecos, todos los caminos que ha dejado Borges. El que mejor investiga esos caminos es el argentino Ricardo Piglia, que descifra al maestro y se obsesiona con sus estrategias. Una y otra vez, en cuentos y ensayos, en conversaciones, en anotaciones de su Diario, desmenuza la orfebrería borgeana, sus tácticas de lector, su originalidad, y las pone en marcha en sus propios textos. El que más lucha y se opone es Saer, que de todas maneras, sin duda, aprende de él y lo asimila. Más allá de los rasgos ya señalados, le servirán especialmente su trabajo con cierta oralidad y el modo sagaz y lateral de asentarse en siglos anteriores evitando la insoportable y sosa narración histórica. Borges va por delante, entonces. Es el que prefigura los puentes peligrosos que luego ensancharán Saer, Bolaño y Piglia. Camina muy seguro de sí mismo, como el gran descubridor que es, y a momentos incluso acelera usando el bastón de su ceguera como espada. Los que vienen detrás, los escritores de la generación que llamaremos intermedia, digamos Vargas Llosa, Fuentes y García Márquez, admiran la hazaña pero no lo siguen. Después de un rato se dan la vuelta, prefieren transitar por territorios más seguros, hacer uso de modelos quizá más convencionales. Años después, desesperados, aparecen al borde de ese mismo precipicio nuestros monstruos. Ven el rastro del anciano ciego que no va a detenerse y ven también su propio desamparo y el terror y no dudan un segundo en lanzarse hacia el vacío y hacia el descubrimiento de nuevas maneras de sobrevivir mientras intentan llegar al otro lado.
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Su asunto, piensan entonces, colgados del vacío, no es cómo escribir después del llamado boom, de bordes imprecisos (¿Onetti es parte?, ¿Rulfo es parte? Si Onetti y Rulfo fueran parte, y yo no creo que lo sean, el panorama se complicaría), si no más bien cómo escribir después de Borges. En cualquier caso, saben que están solos y que cada escritor debe inventarse su propia tradición. Saer es muy contundente sobre esto y esa contundencia es meritoria. “La literatura latinoamericana para mí es sólo una categoría histórica”, dice, “o ni siquiera histórica, una categoría geográfica, pero no es una categoría estética. Para mí no hay nacionalidades de novelistas, para mí hay escritores y punto.” Escritores colgados del vacío. Escritores solos. Escultor de lo imperceptible El menos conocido entre nosotros, al que menos se ha leído, al que se tardó más en apreciar a pesar de ser el primero en publicar, seguramente sea Saer. Es posible que sea también el más dotado de los tres, el que dispuso de más recursos, el que se atrevió a más. Su talento, que también podríamos llamar genialidad, es desmesurado y envidiable. Al igual que Bolaño y Piglia, del que fue amigo cercano, comenzó a escribir desde muy joven. A diferencia de ellos, era un escritor encontrado desde el principio, uno de esos raros escritores que nacen con una voz hecha. A sus veintitrés años apareció su primer volumen de cuentos, a los que siguió el año siguiente una nouvelle y luego más cuentos. A los veintiséis años, cuando terminó de escribir su primera gran novela, ya era un escritor experimentado, de una madurez envidiable y difícil de entender. Titula La vuelta completa. En ella ya aparecen como personajes los grandes amigos Barco, Tomatis, Pancho y Leto, cuando todavía son inexpertos y desesperados, y César Rey, Marquitos Rosemberg y Clara, envueltos en un triángulo sentimental del cual ninguno saldrá indemne. Lo que aparece también es la escritura minuciosa y envolvente, las des-
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cripciones enfermizamente puntillosas, los diálogos rebeldes, la densidad y la lucidez. La novela sucede en apenas unos días. Saer, ávido lector de Faulkner y de Joyce, con el tiempo llevará ese desafío al límite. El limonero real sucede entera en menos de un día, al igual que Nadie, nada, nunca, y Glosa en menos de una hora. Son novelas posteriores, que junto a Cicatrices y a Lo imborrable, además de las dos novelas ambientadas en siglos anteriores, El entenado y La ocasión, conforman una seguidilla de sietes novelas hermosas de principio a fin, conmovedoras, asombrosamente bien escritas. Junto a la primera novela y a un par de volúmenes de cuentos, Unidad de lugar y La mayor, conforman el pedazo más importante de la obra del argentino, diez libros en total escritos en algo más de veinte años. En todos ellos hay una feroz exploración formal que paulatinamente se hace más extrema. Pero no es la forma gratuita, experimental. No es la forma vacía que se pierde en sí misma. Es la que trasluce una sensibilidad, la que afecta y hiere y conduce hacia lo más humano y hacia la belleza que está más allá de las palabras. Los ejemplos abundan. Podríamos abrir cualquier de esos libros en cualquier página y encontrarnos con frases monumentales, únicas. Casi al azar cito el principio de Glosa, que marcará el ritmo asmático y dubitativo de toda la narración: “Es, si se quiere, octubre, octubre o noviembre, del sesenta o del sesenta y uno, octubre tal vez, el catorce o el dieciséis, o el veintidós o el veintitrés tal vez, el veintitrés de octubre de mil novecientos sesenta y uno pongamos –qué más da.” O el anti-proustiano principio de “La mayor”, que es aún más radical y que en sus primeras veinte líneas contiene más de cien comas: “Otros, ellos, antes, podían. Mojaban, despacio, en la cocina, en el atardecer, en invierno, la galletita, sopando, y
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subían, después, la mano, de un solo movimiento, a la boca, mordían y dejaban, durante un momento, la pasta azucarada sobre la punta de la lengua, para que subiese, desde ella, de su disolución, como un relente, el recuerdo, masticaban despacio y estaban, de golpe ahora, fuera de sí, en otro lugar, conservado mientras hubiese, en primer lugar, la lengua, la galletita, el té que humea, los años: mojaban, en la cocina, en invierno, la galletita en la taza de té, y sabían, inmediatamente, al probar, que estaban llenos, dentro de algo y trayendo, dentro, algo, que habían, en otros años, porque había años, dejado, fuera, en el mundo, algo, que se podía, de una u otra manera, por decir así, recuperar, y que había, por lo tanto, en alguna parte, lo que llamaban o lo que creían que debía ser, ¿no es cierto?, un mundo. Y yo ahora, me llevo a la boca, por segunda vez, la galletita empapada en el té y no saco, al probarla, nada, lo que se dice nada. Sopo la galletita en la taza de té, en la cocina, en invierno, y alzo, rápido, la mano, hacia la boca, dejo la pasta azucarada, tibia, en la punta de la lengua, por un momento, y empiezo a masticar, despacio, y ahora que trago, ahora que no queda ni rastro de sabor, sé, decididamente, que no saco nada, pero nada, lo que se dice nada. Una desconfianza en la narración convencional le imprime esa velocidad a la escritura. Inquietante resulta a su vez la fragmentación de la acción más pueril (comer unas galletitas) en una sucesión interminable y heroica de lo que la ensayista Beatriz Sarlo llama microacontecimientos. Es ella misma la que se pregunta en un texto dedicado al autor: ¿Cómo logra lo que logra? ¿Cómo alcanza el efecto doble de levedad y de profundidad? ¿Cómo hace para ser, al
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mismo tiempo, cómico y serio, amable y pesimista, divertido y difícil? Sirviéndose de un lenguaje único que por su fuerza ocupa a menudo el primer plano, Saer comparte con nosotros una mirada poderosa que sin embargo él mismo cuestiona inmediatamente al fragmentar las acciones y al desconfiar de la narración, de nuestra imposibilidad o talento para hacer uso de ella y sacar algo en limpio de lo que llama la selva espesa de lo real. Ese cuestionamiento se pone en práctica con el empecinamiento por la percepción, que desautomatiza y problematiza, que acelara o detiene, dotándola siempre de una extrañeza milagrosa. Lo que ahora mismo me gustaría resaltar es otro aspecto fundamental en su obra: el curioso hecho de que sus libros siempre estén ambientados en Santa Fé. Esa provincia perdida es el escenario de una de las obras más vertiginosas que se hayan construido en el continente, hecho que podemos asumir como una exasperada lección para costumbristas. Ahí deambulan sus personajes, ahí caminan y conversan y de ahí se van y ahí vuelven y traicionan y se matan o los matan. Ahí envejecen lentamente, de un libro a otro, mientras Saer envejecía también, y enfermaba, del cáncer que se lo llevó y de una nostalgia rabiosa que lo impregna todo, la nostalgia rabiosa del lugar donde fue joven, ese lugar que recrea obsesivamente, los cafés y el río de esa zona misteriosa, las calles poco alumbradas, la calidad de una luz diferente. Explica Saer: “Para mí la patria es ese lugar en su sentido más estricto y material. Lo nacional es la infancia, y es por lo tanto regional, e incluso local. La materialidad de la patria se confunde con mis experiencias y está construida por la existencia precisa de paisajes, caras, nombres, experiencias comunes.”
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Esa patria privada, íntima, que sucede en un lugar específico, será la materia prima de sus libros. Y los personajes que aparecieron al principio, como consecuencia, seguirán apareciendo hasta el final. Dice Juan Villoro, saeriano declarado: “Como Faulkner, Proust, Onetti o Balzac, Saer pertenece a la estirpe de novelistas que escriben un solo libro interrumpido, donde resulta necesario aguardar la reaparición de un personaje, leer esa saga en clave sucesiva, tranquilizar los variados episodios con la certeza de que pertenecen a una serie.” Una serie con múltiples entradas y salidas, donde la relectura es imprescindible, porque los libros leídos hace mucho cobran nuevos matices después de los descubrimientos que hacemos en los libros leídos después. Nos enteramos con pena, por ejemplo, en Glosa, una de las novelas fundamentales de la que leímos hace poco su principio incierto, que ese muchachito Leto, al que vimos de lo más tranquilo en algunos otros libros, “se ha visto obligado, a causa de una emboscada tendida por la policía, a morder por fin la pastillita de veneno que, por razones de seguridad, los jefes de su movimiento distribuyen a la tropa para que, si los sorprende, como dicen, el enemigo, no comprometan, durante las sesiones de tortura, el conjunto de la organización.” También, en ese mismo libro, sabemos que “el año anterior, en mayo, Washington ha muerto de un cáncer de próstata” y que “en junio, el Gato y Elisa, que estaban viviendo juntos en la casa de Rincón desde que Elisa y Héctor se separaron, han sido secuestrados por el ejército y desde entonces no se tuvo noticias de ellos.” A todos, antes, los hemos visto vivir. A todos los hemos conocido como a amigos entrañables. Todos fueron felices en páginas en las que seguirán siendo felices si volvemos a ellas. La serie gira sobre sí misma, destroza la continuidad, y lo que queda siempre es la experiencia del tiempo,
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de su naturaleza incesante y fluida. El tiempo, que es la materia prima de los artistas verdaderos. El tiempo, cuyo lugar más visible son los cuerpos que se transforman y envejecen. Saer cincela esos cuerpos minuciosamente libro tras libro. Es un escultor aventajado. Un escultor de lo imperceptible, que es algo que no se agota nunca. Un recorrido fulminante La poesía de Bolaño es más discreta. El lenguaje, a diferencia de lo que sucede en Saer, a pesar de su energía y de sus momentos más reveladores, no es tan visible ni ocupa, al menos aparentemente, el lugar primordial. Llaman más la atención, en todo caso, la estructura de sus textos, que develan una capacidad narrativa notable, y la vitalidad y la ternura de sus personajes, a los que uno no puede dejar de querer. Por eso, quizá, por lo entrañables que resultan, es que uno mira inmediatamente hacia el escritor, con la intención de encontrar en su vida alguna pista sobre el origen de tanta diversidad y calidez. Esa vida, por supuesto, y lo que Bolaño hizo de ella, lo aguanta todo y resulta igual de atractiva que la de sus personajes. Nacido en Chile, viajó por Latinoamérica y vivió los años decisivos de su formación en México, antes de instalarse para siempre en España. Esas temporadas divididas marcarán no sólo su experiencia vital y su acento difícil de localizar, un acento que se expande en sus libros y que ilustra su concepción de Latinoamérica como espacio abigarrado y sobrepuesto, sino también su comodidad de instalar sus libros en más de un país, el Chile de su infancia o el México de su adolescencia y primera juventud, pero también la Argentina y Centroamérica y, en contraparte, Europa e incluso África. En España trabajó haciendo de todo, de vendimiador y de vendedor, de lavaplatos y de vigilante nocturno, mientras construía una obra dispersa que poco a poco, cuando empezó a mandarla a pequeños concursos de provincia, fue dándoles de comer a él y a su familia reciente,
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formada a partir de sus treinta y cinco años. La trayectoria vital de Bolaño, como vemos, es muy distinta a la de Saer, que hizo un único viaje desde la provincia perdida hasta una de las metrópolis más importantes del mundo, y que sin embargo llevó en los dos lugares una vida similar, esencialmente sedentaria, afianzada en la cátedra y en la construcción de su obra. Bolaño se enteró de la enfermedad que impulsaría la suya a sus cuarenta años. A esa edad, aunque en gran medida todavía desapercibidas, Saer ya tenía varias obras maestras en el bolso. Bolaño se puso al día rápido. Con un ritmo febril, escandaloso casi, escribió y publicó al menos un libro al año en la década siguiente. Cerca de su muerte, que sucedió cuando tenía cincuenta, por su fuerza y valentía, por la velocidad trepidante y la ternura y el humor, por esos personajes tan queribles, poetas jóvenes y críticos y asesinos, actrices porno y detectives desolados, ya era el escritor más influyente de Latinoamérica y su obra empezaba a hacerse conocida en todo el mundo. Poco antes de la muerte de Bolaño, Ignacio Echevarría, incisivo crítico español, resumía así el recorrido fulminante del escritor que sabía que iba a morir pronto y que se movía urgido por esa amenaza, que en el fondo es la amenaza que mueve a todos los escritores en mayor o menor medida: “Hasta la publicación de La literatura nazi en América, en 1996, Roberto Bolaño fue un escritor casi clandestino. Ese mismo año publicó Estrella distante, que refrendó y aumentó el succés d’estime obtenido con el libro anterior. En 1997 apareció el volumen de relatos Llamadas telefónicas, y al año siguiente, en 1998, Bolaño obtuvo el Premio Herralde con Los detectives salvajes, la novela que catapultó su nombradía y su fortuna. De entoncs a esta parte, Roberto Bolaño se ha revelado como un autor intimidantemente prolífico. De 1999 es la novela corta Amuelto a la que siguió, el mismo año, Monsieur Pain. El año 2000 se publican Nocturno de
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Chile, otra novela corta, y dos libros de poemas: Los perros románticos y Tres. De 2001 es su nueva colección de relatos, titulada Putas asesinas. Y en lo que va de este año de 2002 han aparecido Amberes y, muy recientemente, Una novelita lumpen, de nuevo dos novelas cortas. Entretanto, Bolaño lleva meses trabajando en la que, a más de un efecto, será, al parecer, su opera magna: 2666, una monumental novela de más de mil páginas. Esa copiosa enumeración no es gratuita. Al tiempo de revelar una escritura urgente, ilumina un aspecto significativo en la obra de Bolaño: las porosas fronteras de su obra, que como habíamos dicho, se asienta en más de un país y también, ya vemos, en varios géneros, que además son transgredidos constantemente. Su poesía es muy narrativa y su narrativa está bañada de esa poesía discreta mencionada al principio de este apartado. Aún más: episodios laterales de un libro son ampliados en otros, de una novela se desprenden cuentos y poemas, de otra se desprenden más novelas. Así Amuleto es la ampliación de un capítulo de Los detectives salvajes y Estella distante una reescritura de uno de La literatura nazi en América. El gusano, Lupe y la francesa aparecen como sombras fugitivas en poemas, cuentos y novelas y Lisa, la de los labios inolvidables, es una constante que muta y persiste. La máxima manifestación de esa masa que se asemeja a las grabaciones desesperadas que practican algunos músicos, de donde se desprenden decenas o cientos de canciones en algunos meses de encierro, el punto más representativo de esa música constante, es la presencia transversal de Arturo Belano, alter-ego del autor del que hablaremos más detenidamente luego. Ahora volvamos a Echeverría, que es uno de los que mejor supo leer a Bolaño y que en su momento impulsó sus libros significativamente: Las generaciones sacrificadas bajo la rueda y no historiadas, la procesión de jóvenes latinoamericanos sacrificados,
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constituyen la materia de la literatura de Roberto Bolaño, que a su naturaleza transgenérica añade, por virtud de su deliberada extraterritorialidad, su naturaleza transamericana, por así llamar a la nueva cifra en que lo latinoamericano se acuña en sus libros como una figura universal de la derrota y del exilio. Dicho eso, añade algo que es fundamental y que funciona como seña indeleble en la propuesta de nuestro segundo monstruo: Han surgido ya con alguna reiteración dos palabras claves en toda lectura que quiera hacerse de la obra de Bolaño. Una de ellas es tristeza. La otra, valentía. Falta aún una tercera, sin la cual las otras dos no alcanzarían toda su potencia: broma… que constituye el expediente mediante el cual la literatura de Bolaño se vacuna e inmuniza contra la infección de la literatura misma, comprendida siempre por él como una enfermedad de la vida. En este sentido, cabe decir de toda la obra de Bolaño lo que en Estrella distante se dice a propósito de un artículo de Carlos Wieder, el poeta aviador que protagoniza la búsqueda de ese libro: que “habla sobre el humor, sobre el sentido del ridículo, sobre los chistes cruentos e incruentos de la literatura, todos atroces, sobre el grotesco privado y público, sobre lo risible, sobre la desmesura inútil”. El humor, entonces, como reverso de la pesadilla y como antídoto de la solemnidad. El humor como aspecto que hace aún más grata la estadía permanente en esa escritura honesta y amigable que en los últimos años ha hecho de hogar para muchos lectores de alrededor del mundo.
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Detective Porque sus libros están llenos de ideas fascinantes y porque una consciencia histórica perturbadora los recubre y hace de filtro permanente, porque estructuralmente son complejos y movedizos, porque en ellos se practica metódicamente el robo, el pastiche y el homenaje, porque ponen en marcha su interés por otros lenguajes y atraviesan cómodamente territorios disímiles, la ciencia ficción y la crítica, la novela negra y la autoficción, cuestionándolos al mismo tiempo que se los transita, porque sus montajes son atrevidos, porque su abordaje de la intimidad es entrañable y porque en esa intimidad se cruzan todo tipo de fuerzas culturales y políticas, a los libros de Ricardo Piglia podemos imaginarlos fácilmente como películas de su admirado Godard. Nacido después de Saer y antes de Bolaño, la escritura de Piglia se mueve también entre esos dos mundos, es decir entre la experimentación formal y la vitalidad, entre la escritura labrada y la excentricidad, entre el riesgo y el riesgo. Lo que más lo distingue es la fuerza de sus ideas y su originalidad crítica, que impregna toda su obra. Es el gran detective de la literatura latinoamericana, el lector atento que desarma cualquier maquinaria para volverla a armar de una manera más interesante. Fue reseñista y lector de editoriales, escribió algunos guiones, hace décadas es profesor, lo que quiere decir que abordó la literatura desde todos sus frentes. Mientras tanto, lento y paciente, en ocasiones tomándose diez o doce años para cerrar un libro, armó una obra ejemplar. Nombre falso y Prisión perpetua, novelas breves como la mayoría de las que escribieron nuestros tres monstruos, rasgo inequívocamente generacional, son fascinantes laboratorios de escritura. Respiración artificial, una de las mejores novelas de las últimas décadas, también lo es. En ella se cuenta la historia de Emilio Renzi y su encuentro decisivo con el personaje en el que ha basado su primera novela, se relata minuciosamente un encuentro posible entre Hitler y Kafka, se discute y pone en tela de juicio el canon de la literatura argentina, se dispara silenciosa y
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certeramente contra la dictadura y se construye un artefacto narrativo extraordinario. Debemos añadir además dos novelas muy distintas entre sí, Ciudad ausente y Plata quemada, y tres libros anómalos de entrevistas, ensayos narrativos y textos autobiográficos cifrados, Crítica y ficción, Formas breves y El último lector, que están ensanchando los límites de la literatura latinoamericana. Uno a los que más vuelo yo es Prisión perpetua, que en última instancia no se sabe bien qué es. ¿Libro de memorias? ¿Fragmentos de un diario contextualizados narrativamente desde el futuro? ¿Invención disfrazada sofisticadamente en un marco en apariencia autobiográfico? El personaje y narrador tenía dieciséis años, en marzo de 1957, cuando su familia decidió abandonar Adrogué, el suburbio de Buenos Aires donde había nacido. Huían de una vida en la que las convicciones políticas de su padre causaron cierto estrago, entre ellos su encarcelamiento. Un amigo de la familia le consiguió un lugar donde podría abrir un consultorio médico y volver a comenzar. En medio de una noche decisiva para la familia, semiclandestinamente, cargan los muebles en un camión y parten. El muchacho sufre esa mudanza como un destierro, incapaz de concebir que se pueda vivir en cualquier otro lugar mientras atraviesa la noche y la distancia, sentado sobre un canasto de mimbre desde donde vigila la carga. Coincidentemente, por esos días comienza a escribir un diario que ya nunca va a abandonar y que se convertirá desde entonces en el centro secreto de todo su proyecto narrativo. Las mutaciones de ese diario, sus oscilaciones y su búsqueda, su necesidad, irán marcando las estaciones del escritor en ciernes que aún desconoce ese destino irrenunciable que comienza con un desplazamiento forzado. “¿Qué buscaba?”, se pregunta el narrador de Prisión perpetua sobre la voluntad de las primeras anotaciones del diario que seguidamente reproducirá, intactas o ya trabajadas literariamente en el proceso de su inclusión. “Negar la realidad, rechazar lo que venía”, responde él mismo, concluyendo a partir de ese hecho que la literatura es una forma privada de la utopía, una manera de rebelarse ante las imposiciones de la realidad, de negarla
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y de buscar resquicios de salvación en sus grietas, en sus momentos de distracción. Resulta consecuente, entonces, lo que poco después sucederá con esa escritura personal, detallada a continuación: Lo cierto es que a los dieciséis años empiezo a escribir un Diario y escribo ahí unas historias cada vez más extravagantes sobre mí mismo y sobre mis amigos y de hecho me doy cuenta de que estoy haciendo ficción y empiezo a extraer de esos cuadernos mis primeros relatos. La ficción del narrador y personaje surge de un espacio por definición atado a la realidad, al intento vano de apresarla y dejarla escrita lo más fielmente posible. Es un efecto curioso e incluso paradójico pero que para el muchacho de dieciséis años sucede de forma natural. Toda escritura es una deformación, una instancia creadora. Una reconstrucción y una traición que se rigen por leyes propias. Lo literario, entonces, no se define por la proveniencia del material sino por el proceso mismo de la escritura. No todo es ficción pero todo puede leerse como ficción, no todo es realidad pero todo puede leerse como realidad. Y los límites entre ambos son indiscernibles, porque lo que los distingue en última instancia no es su grado de ilusión sino su forma. Paralelamente a esa estrategia liberadora, a esa mirada desprejuiciada y abierta que pasa por alto las delimitaciones convencionales que separan a la realidad de la ficción, aparece una política anarquista donde los principios de propiedad y paternidad textual tampoco son obedecidos. Piglia oculta las citas, desplazándolas de contexto y diluyéndolas, y se apropia de ellas de esa manera. Atraviesa escrituras, las confunde, las tensa, reescribe. Prisión perpetua consta de tres capítulos, además del cuento que cierra el texto. En ellos se intercalan la narración de los orígenes de Piglia como escritor (la escritura del diario, la amistad y el ejemplo de ese hombre genial y vencido que es Steve Ratliff), con decenas de historias
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breves, además de algunas anotaciones del diario. Los principios anárquicos y liberados de cualquier atadura que rigen la concepción literaria de Piglia se manifiestan estructuralmente en esa circulación de textos, en esa red de historias fracturadas que le niegan una construcción aristotélica y convencional. La condensación de situaciones, la dispersión y los desvíos sin retorno, de nuevo la pasión pura de la narración, que se complejiza notablemente con la multiplicidad de puntos de vista que confluyen en ella de manera sorprendente, pues hay un desplazamiento constante dentro del “yo” único que enuncia. Ese “yo” y la identidad que lo constituye se cuestionan. Diferentes narradores, diferentes voces y miradas, visitan el texto y también el diario, que por lo tanto sufrirá aquí un desvío inusual y revelador: no siempre es el autor el que lo ocupa. A menudo, a veces intercediendo con un “dijo” y otras ni siquiera eso, el joven aprendiz se dedicará a dejar escritas las ideas y la memoria de su maestro. El diario –la literatura- será un espacio de confluencia. Ratliff toma a su aprendiz y ocupa su lugar más íntimo y personal. La poética de Piglia, las convicciones y usos de un gran usurpador, se constituyen en ese encuentro. No es de extrañar que el narrador afirme después, hablando de una época ligeramente posterior, cuando sufre una nueva mudanza: “En ese tiempo yo estudiaba en La Plata y publicaba mis primeros relatos y repetía, como si fueran mías, todas las opiniones de Steve Ratliff ”. Tampoco que se arriesgue a esto otro: “A veces imagino la historia de Steve como un signo oscuro de mí mismo.” El aprendiz no sólo empieza a darse cuenta que al intentar registrar en su diario la experiencia la transforma y reinventa, al grado de sacar de ahí sus primeras ficciones, sino también que el buen escritor es aquél que sabe interceptar las voces que lo rodean, el que sabe apresar el murmullo de su alrededor, el que elige bien lo que va a repetir más tarde con palabras propias. Todo eso sucede una y otra vez en los libros del aprendiz que a lo largo de Prisión perpetua devora al maestro. Saer y Bolaño están muertos. Piglia, como hizo antes con Ratliff, carga en sus espaldas a los dos amigos
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y sigue cruzando los puentes invisibles que inventaron. Nosotros permanecemos quietos, mirándolo y aguardando. Escrituras del yo Piglia tiene a Renzi, que si le hacemos caso pronto aparecerá ya viejo en la novela que viene trabajando hace mucho. Bolaño tiene a Belano. A Belano lo vemos a lo largo de los años, somos testigos de sus guerras y mutaciones. En los libros de Saer aparecen una y otra vez Tomatis y su grupo de amigos y enemigos. Llego finalmente a una parada que me interesa en especial y que resulta muy significativa al momento de trazar el mapa. Belano, Renzi y Tomatis están muy cerca de quienes los escriben, que en realidad hacen uso de ellos para escribirse a sí mismos. Son el reflejo deformado y sin embargo verdadero de los tres escritores, sus alter egos rebeldes y leales. Estamos, de nuevo, ante una marca generacional decisiva: ésta es literatura que explora en la memoria privada y la reconstruye, explotando sus reversos y sus zonas oscuras, trabajándole variaciones, autofabulando. Es literatura del tiempo incesante y de los cuerpos que se transforman y envejecen. Es literatura de la vida escurridiza y de la intimidad que se la lleva. Y porque ellos están en el centro de todo, finalmente, es literatura sobre la literatura, donde los héroes suelen ser escritores o poetas o lectores y donde la mayor recompensa es leer y escribir. La senda de Borges, de nuevo, quizá, pero mezclada con Faulkner y con la novela negra (en el caso de Saer y Piglia) o con Parra y los beats (en el caso de Bolaño), fusiones explosivas que revitalizan y le inyectan sentimiento al mundo más cerebral de Borges. Como consecuencia, ahí están los viscerrealistas de Bolaño, haciéndose el amor, robando libros, leyendo como bestias. Buscan a una escritora desaparecida y se buscan a sí mismos mientras viajan por el mundo como perros extraviados. Ahí está Auxilio Lacouture presagiando su canon maldito mientras cuida a todos los poetas jóvenes de México. Ahí está el cura
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delirante que fue crítico y homosexual y ahí está Archimboldi como centro movedizo de un universo secreto. Ahí está el mismo Roberto Bolaño y su historia única. Y ahí está Piglia tomando notas en el Diario interminable. Y ahí está Renzi, que toma notas en ese mismo Diario. Ahí están sus disquisiciones literarias, sus conjeturas atrevidas, los encuentros que les imagina a otros. Y ahí está Saer y ahí están Tomatis y Barco y Pichón Garay y todos los demás, conversando, caminando, amando y odiando, haciéndose viejos. Con todos ellos en el aire el precipicio es ahora un lugar más amable. El precipicio, gracias a ellos, ahora, es el mejor lugar de aprendizaje y guerra. Por lo pronto miramos atónitos y agradecidos. Luego, si es que no ha sucedido todavía, deberemos decidir entre darnos la vuelta o saltar.
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La Voz extraña Fabián Casas
Para edmundo bejarano Acabo de cumplir cuarenta y cuatro años y desde los diez que escribo. Al principio escribía historietas que también dibujaba y que armaba en unas hojas de papel que mi papá me compraba en una cartonería que estaba en frente de mi casa. Mi papá compraba el papel y mi padrino -que vivía con nosotros en una casa inmensa y pobre- cortaba las largas hojas hasta que estas quedaban del tamaño de una revista. Ahora se habla mucho sobre el futuro del libro, si va a mudar definitivamente hasta convertirse en una pura realidad virtual. Los chicos que nacen con internet pueden acumular toda la obra de Tolstoi en un pequeño archivo. Y leerla en sus computadoras. Sin embargo, me cuesta creer que vamos a poder dejar de tocar el papel, de olerlo. De conservar un libro en el abrigo. Cuando mi mamá enfermó y murió en un hospital de la obra social de mi viejo, yo paseaba por los pasillos con una edición pocket de Trópico de Cáncer. Como una petaca, lo tenía en el bolsillo de mi sobretodo. Eran los años ochenta y algunos jóvenes usábamos sobretodos negros y zapatones negros. En medio de esos días tan desgraciados, sacaba el libro y le empinaba un trago. La voz de Miller me daba fuerzas. Aún sé de memoria ese comienzo increíble: “No tengo ni dinero ni recursos ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo. Hace un año, hace seis meses, pensaba que era un artista, ya no lo pienso, yo soy. Todo lo que era literatura se ha desprendido de mí. No hay más libros que escribir.¿Entonces esto qué es? No es un libro. Es un líbelo, una difamación. Es un prolongado insulto, en escupita165
jo arrojado a la cara del arte, un puntapié en el culo de Dios, del hombre, del destino, del tiempo, del amor, de la belleza…”. La voz extraña que le había dictado esos poemas tan increíbles a Rimbaud volvía a hablar en la boca de un expatriado frenético que a los cuarenta años se rebelaba ante el clishé que es nuestra vida. Uno nace e inmediatamente es arrullado o conmovido por la voz de nuestros mayores, por la voz cansada de los locutores de tv y la voz matutina de nuestros maestros. Pero, paralelo a estos sonidos, se engendra otro tipo de diálogo. Hay alguien hablándonos desde los comienzos de los tiempos, pero pocas veces intercepta nuestros destinos. Cuando eso sucede, el mundo se convierte en un lugar oscuro y peligroso, donde también está la salvación. A esto, que voy a llamar la Voz Extraña, no se lo puede definir, pero se lo reconoce. Tiene las características de la poesía. Y a veces se la puede aislar del cuchicheo incesante de nuestro ego. Desde que nos levantamos hasta que nos dormimos, la máquina se pone en marcha y se activa nuestro diálogo interno. Ese diálogo construye el mundo en el que vivimos. Nos dice quienes somos, qué cosas tenemos que conseguir y trata de que lo sigamos al pie de la letra. Quiere que seamos lo que todos esperan que seamos, y que nos reproduzcamos y listo. Una vez conseguido esto, nos abandona con las cuentas impagas y el matrimonio en el horno. Es la Voluntad ciega que está acá sólo para seguir estando y nos hace muy desdichados. Nos hace esclavos. Cuando escribo algo, tengo como mínimo dos sensaciones: una, que es algo escrito por mí, que me satisface y me representa. Tengo, después un largo tiempo haciéndolo, cierto oficio. Cualquiera adquiere una habilidad si se empecina en eso. El periodismo, por ejemplo, es puro oficio. Pero resulta que uno siente que el escritor debe ir siempre en contra de su habilidad. Demanera que esos textos que parecen tan redondos y buenos son en realidad falsos amigos. Así que los dejo de lado o los intervengo hasta que escapan a mi control y empiezan a drenar la voz extraña. Entonces los relatos o los poemas me empiezan a dar verguenza ajena, incertidumbre y todas esas sensaciones con las que es mas difícil convivir. Ahí sé que -mas allá de los logros- estoy, como quería Kerouac, en el camino.
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Vladimir Nabokov decía que la literatura empezó un día en que un pastor entró en la aldea gritando que venía el lobo, sabiendo que eso no era verdad. Es una buena definición pero está sostenida en un registro moral que me molesta. Asocia la literatura a la mentira. Un libro de ensayos deVargas Llosa sobre autores que lo conmovieron se llama “La verdad de las mentiras”. Sigue en la misma línea de flotación. Hace muchos años volví del colegio y le dije a mi madre que había un chico con unas orejas de burro ortopédicas. Mi mamá me dijo que era porque no estudiaba. Todavía hoy recuerdo la cara de ese chico que nunca existió. Tenía pelo marrón, dientes grandes, un guardapolvo que le quedaba apretado y estaba de pie en la puerta de entrada del Martina Silva de Gurruchaga, justo donde pegaba el sol. Le brillaba el armazón de metal que sostenía las orejas de burro inmensas, que eran de piel. Como ustedes comprobarán, yo no estaba mintiendo: simplemente, como en la Edad Media, como muchos otros chicos del mundo, tenía visiones. Antes de aprender a leer, ya tenía revistas de Batman. Estaban editadas por la editorial mexicana Novaro. Recuerdo una especial en la que en la tapa Batman se posaba por encima de una gran claraboya de vidrio. Debajo, mirándolo asustado, estaba el Guasón. De la boca de Batman salía un globo blanco de texto. Creo que pasé tardes larguísimas imaginando qué le estaba diciendo al Jocker. Aún hoy, cuando voy al Parque Rivadavia a buscar libros viejos, me fijo entre esas revistas mexicanas que ahora son material de coleccionista, para ver si doy con la dichosa tapa. Poco antes de terminar la primaria me pasé las mañanas viendo un programa donde el mago Fantasio realizaba trucos en vivo, en un estudio repleto de chicos. Tenía un truco especial que me volvía loco. Juntaba chicos que seleccionaba del público y los ponía a sus costados. Acto seguido, decía, “ahora voy a pesar 200 kilos”. Y se tiraba al piso y los chicos no lo podían ni sostener ni levantar. Repetía esto varias veces pero bajando cada vez más de peso, hasta que decía: “ahora voy a pesar 20 kilos” y cuando se tiraba al piso, los chicos no sólo lo sostenían sino que lo hacían flamear. Le pedí a mi papá que me comprara la caja de trucos de Fantasio, pero el Gran Truco no estaba. Podías hacer desaparecer un pañuelo, fingir que cortabas un dedo y lo volvías a poner en el mismo lugar, pero nada del Gran Truco.
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Pasaron algunos años y coincidí en la colonia de vacaciones con un chico que había sostenido a Fantasio en el programa. Me lo comentó mientras nos cambiábamos en el vestuario para entrar a la pileta. Le pregunté, impaciente y nervioso, si todo estaba arreglado con el mago, eso de tirarse y no sostenerlo, etc. El me dijo: “No. Era increíble. ¡De pronto el tipo no pesaba nada!” Eso me mató. Sentí que en algún lugar había una estafa, pero que era en realidad encantadora. Ese mismo poder de extrañeza encontré después en la literatura. No quiero decir que esto sea la Voz Extraña, ya que nadie sabe qué es. Pero sí que ese estado de encantamiento le es propio, la propicia. Es imposible que todos esos tipos hayan entrado a Troya en el caballo de madera como si nada, pero la imagen es poderosísima y sin duda habla de algo que pasó hace mucho tiempo y que es funcional al costado más inquietante de nuestra humanidad. Quiero decir que hay cosas que suceden en el mundo y hay cosas que sólo pasan en el espíritu. Y el Espíritu, como todos sabemos, sopla donde quiere. Esta cualidad del Espíritu de elegir a quien se le cante para ser su interprete, no es un hecho que debamos tomar a la ligera. Es un lugar común suponer que los llamados artistas o locos son los que suelen tener una visión especial del mundo. Esto no es así. Puede haber artistas que hayan sufrido por una aguda sensibilidad, pero lo cierto esa que la Voz Extraña le toca a cualquiera. Veamos algo que escribió León Bloy: “No hay en la tierra un ser humano capaz de declarar quien es. Nadie sabe qué ha venido a hacer a este mundo, a qué corresponden sus actos, sus sentimientos, sus ideas, ni cual es su nombre verdadero, su imperecedero nombre en el registro de la luz…”. De manera que encontrarse con la Voz Extraña no es como respirar sino como ser respirado. No la podemos llamar, pero si podemos propiciarla vaciando nuestro canal. ¿Cómo se hace esto? Bajando el ego hasta el mínimo, liberándonos de los apegos que nos esclavizan y volviéndonos inaccesibles. Hay que buscar el equilibrio, no la inteligencia. Y todo esto se logra con disciplina. Sé que estas palabras suenan a la basura de la autoayuda, pero no puedo expresarme mejor y les pido disculpas. Tal vez deba pasar de nuevo de lo abstracto a lo concreto. La cruza entre el pensamiento hindú y chino se dio en el siglo I después
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de Cristo por medio de las enseñanzas budistas. Como resultado de esas dos modalidades surgió el Budismo Zen. El Budismo Zen llegó al barrio de Boedo de la mano del padre del Japonés Uzu, quien vino a la Argentina después de la Segunda Guerra Mundial. El Japonés Uzu iba al colegio conmigo y no se llamaba Uzu sino Kimitake Hiraoke, pero todos, vaya uno a saber porqué, le decíamos Uzu. La llegada de la familia Uzu fue por escalas. Primero vino el padre para inspeccionar el lugar y ver si podía probar suerte. Lo ayudó la comunidad japonesa y rápidamente pudo ponerse una tintorería. En Osaka, su lugar de origen, tenían una bicicletería. Cuando Uzu, el hermano y su madre arribaron al aeropuerto de Ezeiza, los sorprendió que el hombre que los estaba esperando fuera melenudo, un beatle japonés. “Estoy tratando de pasar desapercibido, de parecerme a ellos”, les dijo el padre para tranquilizarlos. El padre era cultor del zen y solía relatarle historias de ese tipo al japonés Uzu. Ya en el colegio, él nos la contaba a nosotros. De esta manera, nacía el Boedismo Zen. Uzu solía decir estupideces de este tipo: “Antes de encontrar mi camino, yo era el camino”. O relataba las andanzas de Bokuden, un samurai cultor del arte de la no espada. En el secundario armamos un equipo de fútbol que se llamó Boedo Juniors y que salió campeón del torneo de la parroquia Santa Amelia. Uzu jugaba de delantero, era grandote, veloz y difícil de marcar. Antes de entrar a la cancha, nos instruía en Boedismo Zen. Esa era la charla técnica. Con el tiempo, al igual que el padre, se dejó crecer el pelo y se hizo plomo de una banda de heavy metal. Una noche iba con un amigo en un auto y alguien en otro auto los empezó a perseguir. Nunca se pudo saber por qué el perseguidor empezó a tirar tiros y uno rompió el vidrio trasero del coche y entró por la cintura de Uzu y salió por el abdomen. Lo partió al medio. Igual sobrevivió, pero este hecho dividió su vida en un antes y un después. Dejó la banda de metal, se cortó el pelo y se puso a estudiar filosofía. Ahora da clases sobre Deleuze en la universidad. Creo que lo importante no es lo que dicen los protagonistas, sino lo que dicen los trazos de las vidas de los protagonistas. Samuel Taylor Coleridge estaba soñando el poema de la construcción del palacio del Kubla Kan en un día de verano de 1797. Hasta que un hombre venido de una localidad cercana lo despertó. Coleridge perdió el hilo del poema que la Voz Extraña le ha-
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bía estado transmitiendo, pero con lo que recordó publicó unos cincuenta versos rimados. Más que el fragmento lírico que dejó para la historia, me gustan las circunstancias en las que se desarrolló la escritura. La Voz Extraña suele hacer Karaoke con nuestros destinos.
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El doble vínculo de Kafka Benjamin Santisteban
La obra literaria de Kafka resiste interpretaciones muy diferentes. Se la considera una obra perteneciente a la teología negativa, tal como propuso Max Brod y, contemporáneamente, Filippo Costa, para quien una teología negativa ‘‘engloba a la obra kafkiana como lo que queda (y se consuma) de cualquier proposición teológica bíblica” cuando Dios como sujeto desaparece y sólo quedan sus atributos; una muestra de la literatura subjetiva que expresa el sufrimiento del ser humano, como en la lectura de Canetti; una explicación sociológica del “el terror burocrático” de la modernidad o de “las reivindicaciones del individualismo frente a la invasión de los objetos”, como Barthes señala sin adscribirse; un intento de exorcismo psicoanalítico por la escritura, en la lectura de Anne Fuchs, quien afirma que, en vez de anclar las tragedias humanas en una culpa metafísica, Kafka apunta a analizar la crueldad de lo simbólico, basada principalmente en los ritos masculinos de expulsión y castigo. Desde El Desaparecido Kafka subrayaría la frágil posición del sujeto dentro el orden simbólico cruel, narrando la no asimilación, en la cual los ritos sociales de expulsión y rechazo son repetidamente decretados para proteger el poder del padre simbólico y para lograr un sentido de identidad. Hoy en día, la popularidad de Zizek reaviva la discusión debido al uso que se hace el filósofo esloveno de algunos pasajes de la obra de Kafka (35). Esta reactualización, que involucra la relación entre el sujeto y la ley, parece implicar la imposibilidad de dejar de (35)
Costa 1995: 303; Canetti 1981; Barthes 1960: 168; Fuchs 2002; Zizek 1989: 44.
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lado la biografía de Kafka para dar cuenta de su obra literaria, porque al tener la ejemplificación la meta de asentar el valor explicativo de la noción del sujeto (lacaniano) para la acción política, ineludiblemente tal noción, figurada en los personajes, debe ser factible de ser rastreada a personas reales. Por ejemplo: la construcción del personaje Karl Rossmann, en El Desaparecido, dependería del episodio real en que Robert Kafka, el primo del escritor, fue seducido por una cocinera de la familia a los 14 años. (36) Desde esta perspectiva, una lectura formalista, que confía en la subsunción en el género literario, yerra el camino. La obra de Kafka rompe el pacto ficticio. La prosa limpia de figuras retóricas y la descripción detallada hacen pensar en textos realistas. Sin embargo, el realismo se rompe con pesadillas que obedecerían al hecho de que la realidad de las pasiones, la realidad de la existencia e, incluso, la realidad de la religión necesitarían imágenes expresionistas. La yuxtaposición del realismo y el expresionismo determina que en Kafka no haya una realidad estable que la obra representa; hay sólo versiones o perspectivas de realidad que resultan profundamente inadecuadas o erradas. Por ello, la narrativa kafkiana se centra en la singularidad de una conciencia que, precisamente por ser tal, puede ser rastreada a la singularidad de la vida de Kafka, a los episodios de una vida que se esfuerza por encontrar o dar sentido al mundo, resistiendo así la lectura formalista o estructuralista. En la efervescencia del dogma formalista de la “muerte del autor”, la obra de Kafka ha presentado la más férrea resistencia. Por otra parte, si se trata del formalismo de la figura literaria predominante, el repliegue al sujeto de la escritura resultaría igualmente inevitable. Lo que Barthes valora en el Kafka de Marthe Robert es el “adiós a la crítica de las ‘fuentes’ y de las ‘ideas’”, porque “la verdad de Kafka no es el mundo de Kafka (adiós al kafkismo)”, sino la técnica de la alusión, pero una que es “una fuerza defectiva”, que “deshace la analogía apenas la ha propuesto”. La alusión en cuanto técnica literaria utilizada por Kafka “implica pues en primer lugar un acuerdo con el mundo, una sumisión al (36)
Fuchs 2002: 30.
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lenguaje usual, pero inmediatamente después una reserva, un temor ante la letra de los signos propuestos por el mundo”. Por ejemplo: el acuerdo y la sumisión iniciales se condensan en la imagen familiar de la Justicia cuando a José K…, en El proceso, se lo detiene por orden de un Tribunal; pero la reserva aparece cuando resulta aparente que ese Tribunal “concibe los delitos de un modo totalmente distinto al de nuestra Justicia: la semejanza queda burlada sin que por ello se borre”. A esto Barthes llama ofrecer signos sin significados, porque “el mundo es un lugar siempre abierto a la significación pero incesantemente defraudado por ella”. La alusión es, entonces, “una pura técnica de significación” que se diferencia del símbolo, el cual también “afirma una analogía (parcial) entre una forma y una idea”, pero a diferencia de la alusión kafkiana, “implica una certidumbre” y remite a una filosofía positiva, a un hombre universal. Es en esta diferencia con el símbolo en que se apoyaría la necesidad de la biografía de Kafka. La alusión, al no depender de la universalidad del ser humano, “expresa la relación de un hombre singular y de su lenguaje común” (37). Pues bien, ese hombre singular no puede ser sino el Franz Kafka de carne y hueso que hace las alusiones con esa carne y ese hueso. La perseverancia del autor/sujeto Kafka, el hecho de que haya leído a Freud y la centralidad otorgada a la Carta al padre no deberían restringir la interpretación a lecturas clínicas psicoanalíticas ni, sin embargo, a desestimar totalmente los postulados psicoanalíticos. Desde estos parámetros a la obra de Kafka se la considera un tratado sobre la culpabilidad edípica y la autodestrucción frente al padre severo. Sin embargo, la vez que Kafka pensó a su escritura como medicina mental, primero tuvo que pasar por la ordalía del doble vínculo (double bind) que metamorfosea incansablemente y aparece donde menos se lo espera. Por esto mismo, determinó que la medicina sea parte de la enfermedad o, más del lado antipsiquiatría, que la solución al conflicto paterno consista en desarrollar la enfermedad de la literatura. La literatura como enfermedad, no como terapia. Pero en el doble vínculo la enfermedad no es simplemente tal, sino una medicina. (37)
Barthes 1960: 168-71.
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Esta disolución de las fronteras entre la medicina y la enfermedad muestra que el doble vínculo no se contiene en sus propios límites y, por otra parte, que no sólo es psicológico o mental sino también ontológico. Resultaría característica esencial del funcionamiento del doble vínculo impedir el establecimiento de la primacía, si el psicológico o el ontológico. Basta que se acepte la existencia del doble vínculo para que la determinación de su origen lo padezca. La ley que podría limitar y determinar nunca se presenta totalmente. Esto es lo que la presente lectura desearía subrayar. Desposarse sólo con la literatura Kafka buscó desesperadamente liberarse de la tiranía paterna. Una estrategia para esto fue constituir una familia propia. “El matrimonio es, sin duda, la garantía de la liberación y la independencia personales más rigurosa”. Si quería romper el vínculo “infeliz” que lo encadenaba al padre, entonces debía hacer algo que no tenga relación alguna con su padre. Pero, “si bien el matrimonio es lo máximo y confiere la independencia más digna, conserva simultáneamente la más estrecha relación contigo”. El área donde la tiranía paterna no contaba con límites era el matrimonio. “Yo tendría una familia, lo máximo que en mi opinión puede alcanzarse, y por consiguiente lo máximo que has alcanzado también tú; sería tu igual…”. Kafka explicó el doble vínculo que lo encadenaba con una analogía kafkiana, penitenciaria, como no pudo ser de otra manera. Eso es como para un prisionero que tiene la intención de fugarse -lo que tal vez fuese realizable- pero que proyecta también, y esto al mismo tiempo, transformar la prisión en un castillo de recreo para uso propio. Si quiere fugarse, no puede emprender la transformación; y si la emprende, no puede fugarse. (38) (38)
Kafka 2005: 46
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Incluso si el matrimonio habría estado libre del doble vínculo, Kafka parece impotente para controlar su reduplicación en la elección de la posible esposa. Felice Bauer era una mujer de inteligencia práctica y con mucha capacidad profesional. Kafka la admiraba de sobremanera, pero esa admiración era precisamente lo que le impedía poder sentir por ella algo más que eso. “Excepto en cartas, nunca he sentido la dulzura de la relación con la mujer amada con Felice, sólo admiración ilimitada…” (39). Admiraba lo que carecía: esa habilidad para poder lidiar efectivamente con los quehaceres cotidianos y que se traducía en una incapacidad de decisión admitida abiertamente en una carta a la propia Felice: “Lo que quiero ahora no lo quiero al instante siguiente. Si estoy en lo alto de la escalera, sigo sin saber en qué estado estaré cuando entre a la casa” (40). Sin embargo, esa habilidad admirada era despreciada porque separaba de la literatura. Stach se pregunta: “¿Cómo había podido esperar jamás… adaptarse a una mujer que era eficiente y nada más que eficiente?” (41) He aquí el doble vínculo: Felice era la solución para la incapacidad de lidiar con la cotidianidad, de la que Kafka padecía crónicamente y de la que necesitaba para permitirse el tiempo libre y solitario que requiere la escritura; pero la eficiencia de Felice significaba, al mismo tiempo, el alejamiento y la traición a la literatura. Kafka sólo podía amar y desposarse con la literatura. Abrigó la esperanza de que la literatura se constituya en la posibilidad de fuga que no caiga en el doble vínculo. El padre tenía una aversión contra todo aquello relacionado con tal actividad, de la cual nada sabía. Surgía ahí algo que no tenía relación alguna con el padre: “efectivamente me había independizado y alejado un buen trecho de ti”, dice el hijo. Y por ello no podía sino sentir cierto placer: “la repugnancia que no dejabas de sentir inmediatamente por mis escritos me resultaba grata”. En la actividad literaria Kafka se sentía, de alguna manera, fuera del alcance del padre y “recomenzaba a respirar”. Es más, en la formula con que el padre acogía Kafka 1997: 452. Carta del 28 de Septiembre de 1912, citada en Stach 2003: 620. (41) Stach 2003: 555. (39) (40)
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un nuevo libro, “¡ponlo sobre el velador!”, y que la repetía sin dejar de jugar a las cartas, el hijo escuchaba: “¡Ahora eres libre!” (42) Pero el doble vínculo tiene la cualidad del hígado de Prometeo: se renueva perpetuamente al ser devorado perpetuamente. Si la literatura quiere ser tal debe referirse a la vida. Y la vida de Kafka es esencialmente la vida dominada y tiranizada por el padre, quien no deja pizca alguna sin control o resquicio mínimo para el escape. “Mis libros trataban de ti, en ellos sólo me quejaba de aquello que yo no podía quejarme en tu pecho” (43). La literatura en cuanto la liberación del padre resultaba también el encadenamiento al padre. Una declaración, anterior a la Carta al padre, permite atisbar el recrudecimiento del doble vínculo. La ocasión tiene a Felice mostrando la caligrafía de su prometido a un grafólogo aficionado que, entre otras cosas, dedujo que Kafka tenía un “interés por el arte”. En una carta, Kafka retruca: Ni siquiera el “interés por el Arte” es cierto, es incluso la afirmación más falsa de entre todas esas falsedades. Yo no tengo interés por la literatura, sino que estoy hecho de Literatura, no soy otra cosa y no puedo ser otra cosa. (44) Kafka sólo puede consistir de literatura y, al mismo tiempo, su literatura sólo consiste del padre. Habría que evitar recurrir apresuradamente a la hipérbole aislada como explicación de tan extrema declaración. Kafka no pierde la oportunidad de definirse de esa manera: “Todo lo que no es literatura me aburre y lo odio, porque me demora o estorba…” (45) Por el contrario, quizá se debería extender la hipérbole: sólo se puede consistir de literatura y, al mismo tiempo, la literatura sólo consiste del padre, donde la literatura no se restringe a la literatura de Kafka, sino que Kafka 2005: 34-35. Kafka 2005: 35. (44) En Stach 2003: 401-02, citando la carta a Felice de fecha 14 de agosto de 1913. (45) Kafka 1997: 366. (42) (43)
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se dispersa a la literatura en general, y el padre no es únicamente el de Kafka, sino el padre en general, la ley patriarcal. La extensión tendría como resultado un desborde de las fronteras que afectaría a la noción común de la literatura y a las disciplinas que quieren dar cuenta de ella. Antes de indagarla, habrá que marcar la diferencia con otras lecturas que también se han visto impulsadas a extender los límites que cuidan la implementación de postulados pertenecientes a una determinada disciplina y su aplicación a áreas estrictamente delimitadas al interior de una obra literaria. Cuando se interpreta a la obra de Kafka como una muestra de la literatura subjetiva que expresa el sufrimiento, pronto la subjetividad enmarcada queda insuficiente, como ocurre en la lectura de Canetti. La extremada flacura hace sentir a Kafka tan despreciable ante el mundo, (46) que se ve como un cadáver vivo: “Es como si el flaco o el muerto, que aquí se aúnan, tuviera apenas la vida suficiente para dejarse arrastrar por la corriente y presentarse ante el Juicio Final”. (47) La insuficiencia de esa vida se debe a la humillación por el poder de una ley superior, que impone el sentimiento de ser siempre escuálido e impotente. En sus libros Kafka habría retratado esto con una prodigalidad de pormenores que toca a todas las esferas sociales. (48) Canetti afirma que esencialmente “la lucha de Kafka contra su padre no era más que la lucha contra un poder superior” que desborda los límites familiares. (49) Algo similar ocurre en el Franz Kafka o la soledad de Robert, pese a la perspectiva psicoanalítica de la culposa interioridad edípica. La conflictiva relación entre padre, madre e hijo queda estrecha. Verdad que “a través del odio hacia el padre todopoderoso”, se nota el “apego apasionado por la madre: una madre tanto más deseada en la infancia cuanto que con frecuencia está ausente del hogar”. (50) Verdad que escribir tendría el objetivo
Canetti 1981: 45-46. Canetti 1981: 46-47. (48) Canetti 1981: 135-43. (49) Canetti 1981: 146. (50) Robert 1985: 174-75. (46) (47)
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de “evadirse de la esfera paterna”, de la eliminación del padre por ser el “enemigo jurado”. Pero la evasión implica necesariamente la evasión de la “esfera judía” (51) y, así, Robert engrosaría las filas de la interpretación expresiva. La obra de Kafka expresaría la subjetividad degradada del judío en cuanto perro; escenificaría la lucha contra los antepasados que serían “enteramente responsables de la ‘vida de perro’ a que están condenados los judíos” (52). Por el lado de Deleuze y Guattari, la Carta al padre no es la acusación a un solo individuo; elevada a la enésima potencia, se extiende hasta tocar las estructuras de poder (53) y desborda la negatividad de la carencia que suponen las interpretaciones tradicionales. Kafka no desea a la madre inalcanzable; tampoco busca la trascendencia impresentable de la Ley o del Dios de la teología negativa. Su inconsciente es deseo que produce más deseo y todo es producción de deseo. La realidad es producida por el deseo: “Si el deseo es productor, sólo puede serlo en la realidad y de la realidad”. (54) Todo es producción: “producciones de producciones, de acciones y de pasiones… producciones de consumos, de voluptuosidades, de angustias y de dolores”. Incluso la ausencia o el aniquilamiento del deseo -el deseo de la muerte- son productos del deseo. (55) No hay nada más allá o más acá de la producción deseante real. Este es el plano de la inmanencia absoluta del deseo, donde lo negativo y la trascendencia (las invenciones filosóficas de Dios, el Ser, la Verdad, la Ley) son productos del deseo mismo, sus contra-efectos. Desde esta premisa se advierte que en Kafka la ley justa no aparece debido a que ésta es deseo y el deseo no se hace objeto de representación “en un escenario donde a veces aparecería como una facción que se opone a otra facción (el deseo contra la ley), y otras veces como presente de dos lados, bajo el efecto de una ley superior que regularía su distribución y su combinación”. (56) La “ley” superior es el deseo antes del Robert 1985: 190. Robert 1985: 155. (53) Deleuze et Guattari 1975: 17-20. (54) Deleuze et Guattari 1973: 34. (55) Deleuze et Guattari 1973: 35. (56) Deleuze et Guattari 1975: 91. (51) (52)
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sujeto de la representación y, por esto, antes de la posibilidad misma del acto de la presentación como re-presentación ante un sujeto. Estas extensiones tienen un resultado similar. La lucha contra un poder superior más allá del padre o la expresión de la subjetividad del Judío, condenado a una vida de perro, diluyen el doble vínculo que caracteriza la relación entre la vida singular de Kafka y su obra literaria. Por otra parte, la extensión hacia la inmanencia del deseo pre-personal y antes de la representación no sólo impide afirmar la autoridad de la subjetividad personal en cuanto autor; impide también afirmar que la obra de Deleuze y Guattari sobre Kafka, al ser producción deseante, representa a la obra de Kafka. De lo que se debería tratar es de una extensión que mantenga el doble vínculo. Para ello quizá conviene revisar las lecturas de Blanchot y Derrida. Las dos muertes de Kafka El doble vínculo aparece en el Kafka de Blanchot como la doble muerte, apoyado textualmente en un pasaje de los diarios: Al volver a casa le dije a Max que en el lecho de muerte estaré contento a condición de que los dolores no sean muy fuertes. Olvidé de agregar, y más tarde lo omití a propósito, que lo mejor que he escrito se basa en esta aptitud para poder morir contento. Todos esos buenos y muy convincentes pasajes tratan siempre de alguien que muere, que hacerlo le resulta duro y que en ello ve una injusticia o, por lo menos, algo severo, y ello es muy conmovedor para el lector, por lo menos en mi opinión. Pero para mí, que creo poder estar contento en mi lecho de muerte, tales descripciones son secretamente un juego; incluso gozo morir en el personaje representado muriendo y, entonces, al utilizar de una manera calculada la atención del lector dirigida sobre la muerte, yo
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tengo de ésta una comprensión más clara que el lector, de quien supongo que se lamentará en su lecho de muerte, y por ello mi lamento es el más perfecto posible, no se interrumpe de una manera abrupta como un lamento real, sino que sigue su curso bello y puro… (57) El arte de escribir es un medio para dominar a la muerte. El morir contento significa haberla dominado y, en tal caso, se tiene a la muerte como una posibilidad. Kafka pensaba que la meta de su arte era el dominio sobre la muerte y, como expresado en esta cita, ha logrado esa meta en los mejores momentos de su escritura. Kafka ya cuenta con la aptitud -la capacidad, el poder- de morir contento; encuentra en “la suprema insatisfacción la suprema satisfacción”. (58) El tener a la muerte como posibilidad marca la diferencia entre el autor y sus personajes. Éstos habitan un espacio donde la muerte no es el proyecto de un sujeto, es decir, donde ella no es posible. La muerte perruna de José K… en El proceso, los condenados de En la colonia penal, ejecutados por una gran máquina de escribir que talla el castigo en sus cuerpos, la muerte del insecto Gregorio Samsa en La Metamorfosis, infectado mortalmente por una manzana podrida que su propio padre le había arrojado… todas estas muertes no son muertes contentas. Los personajes de los mejores momentos de la escritura de Kafka mueren unas “muertes rápidas y silenciosas”. Para Blanchot esto confirma que los personajes cumplen sus actos no sólo cuando mueren, sino también cuando viven. Pero vivir en una vida condenada a la muerte es pertenecer “al tiempo indefinido del ‘morir’” (59). Este morir es la muerte que destruye todo significado, todo proyecto y, entonces, todo mundo; no es la posibilidad de la muerte, sino la imposibilidad de la muerte. Sin embargo, ¿se puede marcar estrictamente la diferencia entre los personajes, que habitan el tiempo indefinido del morir, y el autor Kafka, Kafka 1997: 443; Blanchot 1955: 109-110. Blanchot 1955: 111. (59) Blanchot 1955: 112. (57) (58)
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quien ha dominado a la muerte mediante el arte de la escritura? Max Brod afirma que “K” en El proceso y El castillo significa “Kafka”. De acuerdo a esto, el autor se habría escrito como un personaje en su obra y el morir le habría afectado al igual que a sus personajes. El pertenecer “al tiempo indefinido del morir” significaría la pérdida de significado y del mundo del autor y, entonces, de toda ley que establezca los límites entre lo que es literatura y lo que no lo es. Esa consecuencia tendría el hecho de desposarse con la literatura, si esto significa el escribirse en la literatura. Desde luego, la interpretación de Brod ha sido cuestionada, pero nunca totalmente refutada. Agamben recuerda que en el derecho romano la Kalumnia era una amenaza tan grande para la administración de la justicia que al Kalumniator se le castigaba marcándole con fuego la letra K en la frente, lo que debió ser conocido por Kafka cuando estudiaba para ejercer de abogado. K… en El proceso representaría Kalumniator y no Kafka.(60) José K... es el calumniador que, paradójicamente, ha iniciado un proceso en contra de sí mismo, se ha calumniado a sí mismo. Por esto, El proceso es una obra cómica donde la única culpa que existe es la auto-calumnia, el acusarse uno mismo de una culpa inexistente, lo equivale a acusarse de la inocencia propia. Hay calumnia sólo si el acusador se halla convencido de la inocencia del acusado, sólo si acusa sin que haya alguna culpa a ser establecida. En el caso de la auto-calumnia, el convencimiento de la inocencia del acusado se convierte necesario y, al mismo tiempo, imposible: el acusado, en cuanto que se calumnia, está totalmente conciente de ser inocente, pero, en cuanto que se acusa, está también totalmente conciente de ser culpable de calumnia, de merecer la marca K en la frente. En esta interpretación K… llega a representar a todo ser humano: “Cada ser humano trae un proceso por calumnia contra sí mismo”, dice Agamben. “¿Por qué K -por qué todo ser humano- se calumnia a sí mismo, se acusa falsamente?” (61) Sin embargo, la concesión de que K… representa a la humanidad no impide que K no represente también a Kafka, el ser humano que, en (60) (61)
Agamben 2008: 13-14. Agamben 2008: 14
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cuanto autor, se calumnia y narra este proceso en su obra. K… significa la humanidad y, al mismo tiempo, Kafka. A Blanchot no le queda duda que Kafka sufre el morir de sus personajes y, por esto, deviene también un personaje de su propia obra. Cuando los personajes pasan la prueba del morir, en ellos también el autor Kafka se pone a prueba, una que no podrá “llevarla a ‘feliz término’”, ya que el morir destruye todo relato y toda obra. (62) Porque la muerte es doble y basta ser capaz de una muerte contenta para no poder ser capaz ante la muerte, para morir. Este es el doble vínculo que atrapa a Kafka y, en la extensión, al lenguaje literario. El lenguaje funciona negando la singularidad de las cosas a las que se refiere; la palabra comunica el significado de una cosa suprimiendo su singularidad de cosa actual y real. “Para que pueda decir: esta mujer, es necesario que, de una manera u otra, yo le quite su realidad de carne y hueso, la haga ausente y la aniquile”. (63) El lenguaje substituye la sensación de una cosa por un nombre y su significado, es decir, por su concepto y, de esta manera, la mata. Si goza de una naturaleza divina, no lo hace por traer a ser a las cosas al nombrarlas, sino porque las aniquila al transformarlas en significados y conceptos. El concepto es la aprehensión de las cosas, pero de cosas muertas. De esta manera, el lenguaje es el derecho a la muerte, un derecho fundante que se constituye como el primer principio, el sentido de la ley que asegura lo justo y racional de las cosas. Este derecho a la muerte es la condición de posibilidad de la ciencia, la filosofía y la literatura. En cuanto que la literatura comunica y es una prosa o verso con significado, participa del lenguaje que mata. El autor nombra a las cosas en su libro y, por ello, su conciencia es una gran hecatombe, una gran cripta. Esta conciencia es la del autor Kafka, sujeto que puede contento ante la muerte y para quien la muerte es una capacidad, la posibilidad del mundo con significado. La literatura pertenece a esta primera vertiente [versant]. (62) (63)
Blanchot 1955: 112. Blanchot: 1949: 312.
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Pero hay una segunda, que se muestra en la diferencia entre el lenguaje de la filosofía/ciencia y el lenguaje de la literatura. Si el poder destructivo del lenguaje y la aniquilación de las cosas son remplazados por la presencia del significado y el concepto, en una segunda vertiente el lenguaje no transforma esta negatividad en la positividad del concepto. Por el contrario, hace una demanda: mantener la experiencia de la negatividad como tal, sin el encubrimiento con la positividad del concepto. De esta manera, el lenguaje literario aniquila no sólo la cosa, sino también al concepto. Paradójicamente, dicha demanda se la lleva a cabo a favor de las cosas. La literatura busca el momento de la existencia anterior al advenimiento del autor y su trabajo de nombrar/matar a las cosas. La literatura quiere alcanzar ese punto de “inconsciencia” donde el lenguaje se fusione con la realidad de las cosas. Busca recobrar el silencio y la materialidad de las cosas antes del acto de nombrarlas y asesinarlas por el lenguaje. Para esto se hace una cosa: El nombre deja de ser el paso efímero de la no existencia para devenir una bola concreta, un macizo de existencia; el lenguaje, abandonando ese sentido que únicamente deseaba ser, trata de hacerse insensato. Todo lo que es físico desempeña el papel más importante: el ritmo, el peso, la masa, la figura y, luego, el papel sobre el que se escribe, la huella de la tinta, el libro. Sí, por fortuna, el lenguaje es una cosa: es la cosa escrita, un trozo de corteza, un pedazo de roca, un fragmento de arcilla donde subsiste la realidad de la tierra. La palabra actúa, no como una fuerza ideal, sino como una poder oscuro, como un encantamiento que restringe a las cosas, haciéndolas realmente presentes fuera de sí mismas. (64) Como se puede apreciar, esta vertiente corresponde al morir como la imposibilidad de la posibilidad. La inconsciencia de la literatura es la versión de la muerte del autor y su trabajo mortífero. La literatura, al ponerse del (64)
Blanchot 1949: 316-17.
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lado de las cosas, termina incluso con el significado “cosa”. Lo que queda es la mera existencia, sin sujetos y cosas. La literatura no es un canto, una oda o una melodía bien concertada de acciones, sino mero zumbido de insecto, donde “zumbido” e “insecto” no tienen sentido. Es el puro evento de haber, aunque no se sabe qué hay; “el horror de la existencia privada de mundo”. Es el morir del autor apenas se entrega a “la literatura como un poder impersonal que sólo trata de hundirse y sumergirse”, (65) donde la imposibilidad del morir es una situación de impotencia absoluta, de la conciencia privada de subjetividad. Blanchot se apoya aquí en el Kafka de “El cazador Graco”: …Kafka nos cuenta el desatino de un cazador de la Selva Negra que, tras haber sucumbido a una caída a un barranco, no logra sin embargo llegar al más allá —y ahora el está vivo y está muerto. Había aceptado jubilosamente la vida y había aceptado jubilosamente el fin de su vida: una vez muerto, esperaba su muerte alegremente: estaba tendido y esperaba. “Entonces”, dice él, “ocurrió la desgracia”. Esa desgracia es la imposibilidad de la muerte, es el escarnio arrojado sobre los grandes subterfugios humanos, la noche, la nada, el silencio. (66) La existencia pura, de donde han desaparecido las cosas y los conceptos, no termina nunca debido a que es una indeterminación. El autor y los personajes no saben si están excluidos o encerrados en ella. “Esta existencia constituye un exilio en el sentido más fuerte: no estamos en ella, en ella estamos en otra parte y nunca dejamos de estar allí” (67). Es un destino peor que la muerte: el morir, pero nunca terminar de morir. La muerte del autor, de un sujeto que ya no puede ante la muerte, depara una conciencia que es estrictamente conciencia de nada, zumbido de insecto que no es insecto. Según Blanchot, Kafka heredó el tema de la imposibilidad de la muerte de la Cábala y las tradiciones orientales. A diferencia de las reliBlanchot 1949: 321-22. Blanchot 1949: 15. (67) Blanchot 1949: 17. (65) (66)
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giones, “no hizo de este tema la expresión de un drama del más allá”, la promesa interesada de la inmortalidad. Por el contrario, buscó reaprender la condición humana presente a través de este tema. Y la literatura se le presentó como el mejor medio para ello, “no solamente para describir esta condición, sino incluso para tratar de encontrar una salida”. (68) Pero la única es la salida sin salida del doble vínculo de esta doble muerte. La literatura se descubre como una doble necesidad y una doble imposibilidad. La necesidad del día, del lenguaje conceptual claro, del hecho que no hay otro lenguaje, sino el conceptual, el significado inevitablemente adherido al significante en el signo. Esta es la necesidad de la muerte de la singularidad de las cosas, pero, al mismo tiempo, una imposibilidad: la literatura se hastía forzosamente de la hecatombe y se pone del lado de las cosas. La verdad retorcida es que siempre había estado del lado de las cosas. Y he aquí la necesidad de la noche, que el lenguaje se aproxime siempre a lo que se halla antes de la cosa muerta y antes de la luz del sujeto que lleva a cabo los asesinatos. Pero la noche cerrada es igualmente una imposibilidad: la conciencia sin subjetividad sigue aún conciencia que extrae cierta actividad diurna; la imposibilidad de que las palabras signifiquen nada y que expresen “no la existencia antes del día”, no la existencia sin mundo, sino “la existencia después del día: el mundo del fin del mundo”, un mundo después y a pesar de todo. La literatura es las dos vertientes. No hay literatura sin que una vertiente llame inevitablemente a la otra. Las dos no constituyen dos géneros de escritura: cuando un escritor escribe creyendo seguir una de las vertientes, la literatura misma lo hará “insidiosamente” pasar a la otra vertiente, lo cambiará en lo que no era. “Allí está su traición; allí también su verdad retorcida”. (69) Poco extraña, entonces, que Kafka haya sufrido el doble vínculo en relación a su escritura. Si la literatura en cuanto la liberación del padre resultaba también el encadenamiento al padre, esto sólo fue posible porque el escape del mundo paterno significaba un escape hacia la singularidad de Kafka, un (68) (69)
Blanchot 1949: 325-26. Blanchot 1949: 321-23.
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Kafka más allá del mundo, judío y/o patriarcal. Pero, como antevisto, el escape indefectiblemente retorna al mundo, “el mundo del fin del mundo”. El realismo del mundo del padre muere en el expresionismo singular del hijo y éste en aquel realismo… El expresionismo como corriente literaria muere en el realismo singular de Kafka y éste en mundo del patriarcado judío… No hay ley que separe al uno del otro o que impida que uno no devenga en el otro. El insecto en que se ha convertido Gregorio Samsa es calificado de “monstruoso” (ungeheueren) y se halla en consonancia con las imágenes expresionistas. Pero la descripción de la espalda, el vientre, las piernas y las “innumerables patas” del insecto es tan minuciosa, casi con el detalle característico de la ciencia, que un entomólogo y novelista, Vladimir Nabokov, estuvo impulsado a dibujarlo y a especular sobre la especie a la que pertenecía. Sin embargo, llamar al metamorfoseado Gregorio un “insecto” no es muy real. La palabra que utiliza Kafka es “Ungeziefer”, un término mucho más vago, que significa bicho en general, alimaña, sabandija o peste; connota nocividad y desagrado en vez que la identificación de un animal en particular. Es más, Kafka ordenó a su editor lo siguiente: “El insecto no tiene que salir dibujado. Ni siquiera de lejos”. Así, la portada de la primera edición de La metamorfosis ilustra la figura de un joven vacilante que se tapa la cara al salir o ver el interior de un cuarto oscuro a través de una puerta semiabierta, 70 imagen que no concuerda con ninguno de los episodios del cuento. John Updike especula que si “innumerables patas” significa más de seis, entonces no se trata de un insecto, sino de un miriápodo. En el cuento la empleada lo llama “escarabajo pelotero” (Mistkäfer). Según Nabokob, este epíteto no describe; intenta connotar amistad o cierto cariño... 71 Las dudas sobre la especie de animal en que se convierte Gregorio no desautorizarían al realismo, sino, por el contrario, reforzarían otro, el de la autobiografía. Desde la infancia el escritor estaba familiarizado con la estrategia paterna de degradar a los seres humanos a la condición de animal. “La (70) (71)
Wagenbach 1998: 175. Updike 1983: xv; Kafka: 1943: 61.
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torpe cocinera era una ‘bestia’, el aprendiz tísico de la tienda, un ‘perro enfermo’, el hijo que echaba una mancha en la mesa del comedor, un ‘gran cerdo’”. (72) En la Carta al padre, Kafka se queja de que personas inocentes eran victimas de esto, por el simple hecho de tener amistad con el escritor, y de la facilidad con que el padre remataba el insulto con un proverbio que involucra insectos: “Quien se acuesta con perros, amanece con pulgas” (73). Sin duda que Kafka, totalmente indefenso frente al padre, debió haberse sentido un insecto. En apoyo de este tipo de realismo se puede apuntar que la hermana de Gregorio pudo haber sido modelada a partir de Ottla Kafka, la hermana favorita y aliada del escritor. Pero aliada sólo hasta la famosa “traición”, cuando también se unió a las quejas familiares respecto a la falta de involucración de Kafka en la economía y los negocios de la familia. “Que Ottla, su único apoyo, se pusiera contra él en presencia de la madre… le afectó en el punto más sensible, porque representaba el último vínculo que aún conservaba” con la familia. “Que le diera la espalda significaba la definitiva expulsión, una nueva condena…”. Por esto es que en el cuento la hermana es la que en realidad “pronuncia la sentencia de muerte” de Gregorio, como un ajuste de cuentas del autor con la hermana traidora. En un momento cumbre, Grete no se refiere a Gregorio utilizando el pronombre personal “él”, sino el neutro “ello”: “tenemos que librarnos de ello [wir mu-ssen versuchen es loszuwerden]” (74). Reducido a un “ello” impersonal, Gregorio podrá ser, una vez muerto, botado como una mera cosa material (Zeug) (75). Kafka se siente que no vale más que un insecto para el entorno familiar y a ello respondería la escritura de La metamorfosis. La subjetividad del escritor responde a las relaciones familiares antagónicas y se condensa en esa imagen, haya o no sido reforzada por la práctica expresionista de evocar animales monstruosos. En última instancia, la imagen monstruosa Stach 2003: 241. Kafka 2005: 9. (74) Kafka 1917: 23; Stach 2003: 163, 249; Kafka 1943: 69, aunque en la traducción de Borges se pierde este matiz: “es forzoso intentar librarnos de él”. (75) Kafka 1917: 26; 1943: 77, donde se traduce “trasto” por “Zeug”. (72) (73)
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del expresionismo puede ser rastreada al realismo de la institución familiar, dominada por el padre. Pero todo este realismo, el de la descripción y el autobiográfico, se derrumba cuando Gregorio no muere luego de haber muerto. Blanchot subraya la sucesión argumental. Una vez metamorfoseado, Gregorio se aferra a la vida, pese a que su mundo humano muere paulatinamente. Tiene “una última esperanza, aún lucha por su lugar bajo el sofá, por sus breves viajes a lo fresco de las paredes, por la vida en la suciedad y el polvo”. Con ello el lector también espera, “puesto que espera, pero también hay que desesperar de esa espantosa esperanza que persiste, sin objetivo, al interior del vacío”. Y luego Gregorio muere: …muerte insoportable, en el abandono y la soledad. Y sin embargo muerte casi feliz por el sentimiento de liberación que ella representa, por la nueva esperanza de un fin ahora definitivo. Pero pronto esta última esperanza se sustrae a su vez; no es verdad, no hubo fin: la existencia continúa y el gesto de la joven hermana, su movimiento de despertar a la vida, de llamado a la voluptuosidad, con el que acaba el relato, es el colmo de lo horrible; nada es más espantoso en todo el cuento. Es la maldición misma y también la renovación; es la esperanza, pues la joven quiere vivir y vivir es ya escapar de lo inevitable. (76) En la obra de Kafka ocurren eventos imposibles, que parecen inevitables y que carecen de una explicación racional. Por falta de ésta, el personaje que sufre esos eventos se halla desconcertado. Pero no se halla solo en su desconcierto; el lector también lo está, porque se los narra desde la perspectiva del personaje, lo cual permite que el lector sólo pueda ver lo que el personaje ve. Al no saber más que lo que sabe el personaje, el lector no puede sino compartir su desconcierto. ¿Por qué (76)
Blanchot 1949: 17-18.
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Gregorio amanece un día convertido en insecto? Ni el lector ni Gregorio saben la causa. El relato es contado desde la perspectiva de Gregorio, quien ignora la causa y hace que el lector no supere la ignorancia. Y he aquí lo más espantoso: cuando muere Gregorio, cuando se transforma en cosa material, el relato continúa sin cambio de perspectiva. Gregorio muere para seguir viviendo como una conciencia sin sujeto, la imposibilidad del morir que destruye el mundo y sus leyes que determinan las divisiones entre las cosas, entre los géneros literarios y entre lo que es y no es literatura. El devenir de Gregorio en cosa material es su ponerse del lado de las cosas y, de esta manera, acceder a una singularidad radical, más allá del concepto y la ley, y escapar de la ley patriarcal. Sin esta singularidad no habría cuento, porque es ella la que el cuento quiere rescatar. Y, al mismo tiempo, es ella la que destruye el cuento al destruir su inteligibilidad, su poder ser comprendido con parámetros realistas o expresionistas, o ambos, al dejar escuchar sólo el ruido sin sentido de la cosa que no significa cosa. Ante la presencia y ausencia de la ley En el vocabulario de Derrida, la cosa material en que deviene Gregorio es la condición de posibilidad del cuento y, al mismo tiempo, su condición de imposibilidad. El doble vínculo en el Kafka de Derrida se muestra en la articulación entre la singularidad de la obra literaria y la ley que determina y le da su identidad de obra literaria. La obra no tiene existencia o consistencia sino bajo las condiciones de la ley y no se convierte en “literaria” sino en cierta época del derecho que regula los problemas de la propiedad de las obras, de la identidad de los corpus, del valor de las firmas, de la diferencia entre crear, producir y reproducir, etc. En términos generales, ese derecho se había establecido entre fines del siglo XVII y principios del XIX en Europa. (77)
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Por ello, Derrida indaga lo que ocurre cuando un texto comparece ante la ley e, inevitablemente, cuando, en esta comparecencia, la ley comparece ante un texto. Esta doble comparecencia ocurre en el cuento de Kafka titulado “Ante la ley”, que narra el intento de un campesino de entrar a la ley. Un guardián en la puerta de la ley le dice que aún no puede entrar. El campesino gasta su vida entera esperando en vano la oportunidad. Antes de morir, anciano y casi ciego, formula esta pregunta: “Todos buscan la Ley… ¿Y cómo es que en todos los años que llevo aquí nadie más ha solicitado permiso para llegar a ella?” El guardián responde: “Nadie más podía entrar por aquí porque esta entrada estaba destinada a ti solamente. Ahora [la] cerraré”. (78) Cuando la ley comparece ante el texto, Derrida afirma que ella no engendra una historia, es decir, un “antes” y un “después”. Su carácter universal -el hecho que sea válida y aplicable en todo lugar y a todos- mostraría su atemporalidad y a-historicidad. Claro está que de una ley positiva se podría narrar su historia y mostrar que tiene un origen determinado. Pero esta ley se basa en otras leyes, cada una más poderosa que la otra. Cuanto más poderosa tanto más difícil narrar su origen y, entonces, tanto más difícil no respetarla. La narración histórica introduce la posibilidad de no respetarla, porque mostraría que tal ley no funcionaba antes de una determinada fecha y que no era aplicable a determinadas gentes, excusa para desacatarla. Una ley no inspira respeto cuando se puede narrar su historia, cuando se muestra que no es universal o que no se basa en leyes que lo son. Desde luego, se puede narrar las historias de todas las leyes positivas. Pero éstas obedecen una ley superior, a la que Derrida llama la ley de las leyes, cuyo origen nunca puede ser narrado porque es in-derivable y absoluta: es “sin génesis”, no proviene de algo que está antes de ella. A lo mucho se puede contar historias de “los modos de su revelación” en una ley positiva; nada de ella en sí misma. (79) La forma cómo se expresa los mandamientos muestra su diferencia con una ley positiva. Cuando una Derrida 1985: 133. Kafka 1974: 19-20. (79) Derrida 1985: 109. (77) (78)
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ley dice: “Debes (o no debes) hacer esto”, se trata de una ley positiva. Lo que viene después del “Debes…” o “No debes…” puede ser narrado para establecer los motivos socio-históricos que conducen a que todos deban o no hacer eso. Pero lo que no puede narrarse es de dónde viene el “Debes” o el “No debes”, el carácter de obligación o fuerza. Esto último es la ley de las leyes que nunca se hace presente en la historia, pero que el cuento de Kafka intenta narrar. Afirma Derrida: Ahora digo aquí “la ley de las leyes” porque, en el cuento de Kafka, no se sabe de qué especie de ley se trata, la de la moral, la del derecho o la de la política, ni siquiera la de la naturaleza, etc. Entonces, se puede suponer que lo que se mantiene invisible y oculto en cada ley es la ley misma, aquello que hace que las leyes sean leyes, el ser-ley de estas leyes. (80) Con Kafka Derrida lleva a cabo un doble movimiento aparentemente incompatible, el doble vínculo. Relaciona a la ley de las leyes con la historia y, al mismo tiempo, la excusa de cualquier historia. Por el primer movimiento la ley de las leyes sólo se halla en sus inscripciones en la historia, es decir, en las leyes positivas, pero sin reducirse a ellas. Se halla detrás de cualquier ley positiva, pero no es algo empírico o visible. Por el segundo movimiento la ley de las leyes no se halla en ninguna parte tangible. Ninguna de las historias pueden hacernos entrar en ella; sólo nos mantienen ante ella. Pero, según Derrida, esa invisibilidad no es trascendental, ya que la ley de la ley se halla en sus inscripciones históricas. De esta manera, Derrida reinscribe a la ley de las leyes en la historia, pero cuidándose de que la reinscripción no la reduzca a la historia. Así, no es ni trascendental ni empírica o, mejor dicho, es trascendental y, al mismo tiempo, empírica: (80)
Derrida 1985: 109-10.
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…interviene como una orden que emerge absolutamente, absoluta y desligada de toda procedencia. Aparece como algo que no aparece como tal en el curso de una historia. En todo caso, no se deja constituir por alguna historia que daría lugar a una narración. Si habría historia, ésta no sería presentable ni contable: sería la historia de aquello que no tuvo lugar. (81) Por un lado, permanece inaccesible y esto prohíbe u obstruye la historia genealógica; por otro, esta misma inaccesibilidad “mantiene despierto el deseo por el origen y el instinto genealógico”, (82) lo que desencadena inevitablemente las incesantes historias que quieren llegar al origen de la ley. El doble movimiento es el movimiento de la différance: la separación espacial y el diferir temporal del ser humano ante la ley de las leyes. Y es esta différance lo que el cuento de Kafka narra. Es así cómo reaparece el infatigable doble vínculo kafkiano. A la separación espacial se la advierte por la posición que ocupan los dos personajes en el cuento. Esta posición hace que ambos estén ante la ley, pero fuera de la ley: “Los dos únicos personajes del cuento están ciegos y separados, separados el uno del otro y separados de la ley”. Tal es la modalidad de esa relación: “ceguera y separación, una suerte sin relación”. Que el campesino pierde paulatinamente la visión no quiere decir que al principio pudo ver a la ley de las leyes a través de la puerta siempre abierta. Su vista mira al guardián y, así, está ciega para la ley. Lo propio ocurre con el guardián que, estando de espaldas, encarando al campesino, está ciego para la ley. En alemán, en francés y en español, “Vor dem Gesetz” significa comúnmente …la comparecencia respetuosa y sumisa de un sujeto que se presenta ante los representantes o los guardianes de (81) (82)
Derrida 1985: 112. Derrida 1985: 115.
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la ley. Se presenta ante los representantes: la ley en persona, si así se puede hablar, nunca está presente, aunque «ante la ley» parece significar «en presencia de la ley». Entonces, el hombre está de cara a la ley sin jamás encararla. Puede estar in front of it, sin que nunca la afronte. (83) El cuento también narra el diferir temporal, de cómo la ley de las leyes se queda sin narración, porque siempre está por llegar, pero nunca acaba de llegar. La verdad es que nadie prohíbe al campesino su entrada a la ley. “Representado por el guardián, el discurso de la ley no dice ‘no’, sino ‘todavía no’, indefinidamente”. (84) Pero el campesino muere esperando y, por ello, la narración de Kafka, la narración que quiere narrar el origen de la ley, se interrumpe; su tiempo no le alcanza. “La ficción de este cuento último, que nos roba de todo evento, este cuento puro o cuento sin cuento” (85) no llega a narrar lo que promete pero siempre retrasa: el acceso a la ley de las leyes. Si el campesino nunca llega a entrar a la ley, no hay evento alguno. El cuento de Kafka se hace un cuento imposible. “De una búsqueda para alcanzarla, para mantenerse ante ella, cara a cara y respetuosamente, o para introducirse a ella y en ella, el cuento se vuelve el imposible cuento de lo imposible. El cuento de la prohibición es un cuento prohibido”, (86) así como la ley es la prohibición (lo que prohíbe) y lo prohibido (a lo que estamos prohibidos de llegar). Esto se lo nota en la ininteligibilidad de toda inteligibilidad de la narración. Teniendo como tema el intento de acceder a la ley de la ley, el cuento queda tan ininteligible como la ley de las leyes. Lo que escapa a la comprensión es cómo una entrada a la ley, que está destinada solamente para el campesino, no es cruzada por éste. El sentido perceptible del cuento, el que puede ser aprehendido, permanece oculto. De esta manera, Derrida 1985: 119. Derrida 1985: 122. (85) Derrida 1985: 127. (86) Derrida 1985: 117-18. (83) (84)
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… la ininteligibilidad ya no se opone a la inteligibilidad. Y quizás el hombre es el campesino en tanto que no sabe leer o que, sabiendo leer, aún se relaciona con la ininteligibilidad en eso mismo que parece darse a leer. Quiere ver o tocar la ley, quiere aproximarse, “entrar” en ella, porque quizás él no sabe que la ley no es para ver o tocar, sino para descifrar. Este es quizás el primer signo de su inaccesibilidad o del retardo que ella impone al campesino. Las puertas no están cerradas, están “abiertas, como siempre” (lo dice el texto), pero la ley permanece inaccesible... (87) El cuento de Kafka “sería la puerta, la entrada (Eingang), lo que el guardián viene de cerrar”. A su sentido propio no se tiene acceso y permanece ininteligible. (88) Así ininteligible debe quedar todo lo que no se presenta, lo que no llega a ser ante el ser humano, toda esencia. La ley de las leyes, o el sentido del texto que quiere contar la historia de la ley de las leyes, “se sustrae de esta esencia del ser que sería la presencia”. (89) Porque el “texto se guarda como la ley. Habla solamente de sí mismo, es decir, de su no-identidad en sí. No llega ni permite que alguien llegue a él. Es la ley, hace la ley y deja al lector ante la ley”. (90) Por la otra comparencia, si el texto quiere tener una identidad, debe comparecer ante la ley, hecho que resulta en una interrogación respecto a la relación entre lo singular (el cuento de Kafka) y lo general (la ley). “No hay literatura sin obra, sin performance absolutamente singular… cuando lo categórico se compromete con lo idiomático”. (91) Sin embargo, ninguna ley es lo suficientemente general como para no engendrar violencia a lo singular que comparece ante ella. Para que la ley sea justa debe transformase cada vez que lo singular comparece ante ella. Porque sólo hay justicia cuando se Derrida 1985: 115. Derrida 1985: 128. (89) Derrida 1985: 123. (90) Derrida 1985: 128. (91) Derrida 1985: 131. (87) (88)
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retorna lo debido a lo singular y a nadie más. Entonces, la ley debería ser singular. Derrida remarca esto con el final del cuento de Kafka: El guardián “no vigila las puertas sino la puerta. Y él insiste sobre la unicidad de esta puerta singular. La ley no es ni la multiplicidad ni, como se cree, una generalidad universal”. (92) La puerta de la ley estaba hecha sólo para el campesino y para nadie más. La ley, en su generalidad, debe cambiar si quiere ser justa con la singularidad del cuento que comparece ante ella. Pero, ¿cómo el cuento comparece singularmente ante la ley? No a través del contenido (el tema, el sentido), que no es precisamente lo que da la identidad singular al cuento. Y esto por dos motivos. Primero, en cuanto que el contenido del cuento es el diferir al infinito la entrada a la ley, a lo que le daría su identidad, el sentido del cuento es una no-identidad. Por su sentido el texto permanece intangible, “inaccesible al contacto, inconquistable y, finalmente, imposible de aprehender, incomprensible”, pese a que es un texto que se ofrece a la lectura, dando “el derecho a tocar[lo]” (93). Segundo, el argumento de estar-ante-la-ley, en un diferir hasta la muerte, pertenece a la novela El proceso (94); pertenece también a la interpretación talmúdica, una ola exegético-talmúdica que, en exactitud, pertenece a la humanidad. (95) No hay ser humano que no se halla siempre ante la ley. El campesino y el guardián son el Hombre: Digo “el hombre” para referirme al campesino, como a veces sucede en el cuento, que sugiere también que el guardián ya no es quizás simplemente un hombre, y que ese hombre es tanto el Hombre como también cualquiera, el sujeto anónimo de la ley. (96)
Derrida 1985: 127-28. Derrida 1985: 128. (94) Kafka 1976, especialmente 198-206, donde se repite el argumento del cuento “Ante la ley” y se lo interpreta en una discusión entre K… y el abate. (95) Derrida 1985: 135-37. (96) Derrida 1985: 120. (92) (93)
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Todos somos guardianes y, al mismo tiempo, campesinos. La diferencia se anula porque todos estamos ante la ley y somos pre-juzgados, por estar antes de la ley, y todos somos algo ilegales, por no estar en la ley. Pre-juicio y cierta ilegalidad son la condición humana, no la singularidad de un texto. En consecuencia, lo que permite una presentación singular del cuento es su forma. Este es un texto “original”, como se dice: está prohibido o es ilegítimo transformarlo o deformarlo, tocar su forma. A pesar de la no-identidad en sí de su destino o sentido; a pesar de su esencial ininteligibilidad, su “forma” se presenta y se per-forma como una suerte de identidad personal que tiene derecho al respeto absoluto. Esta identidad personal está cuidada y, al mismo tiempo, se halla en peligro de ser violada por todo lector, sea crítico literario, editor, traductor, profesor, heredero: Si alguien cambiaría en él una palabra o alteraría una oración, un juez podría siempre declarar que ha habido transgresión, violencia, infidelidad. Una mala traducción será siempre llamada a comparecer ante la versión supuesta la original que, como se dice, hace referencia [que actúa como un punto de referencia], autorizada como está por el autor o sus derechohabientes, identificada por su título que, de acuerdo al estado civil, es su nombre propio, y enmarcada entre su primera y última palabra. Cualquiera que dañe la identidad original de este texto podría tener que comparecer ante la ley. Esto podría ocurrir a todo lector en presencia del texto: al crítico, al editor, al traductor, a los herederos, a los profesores. Todos éstos son guardianes y, al mismo tiempo, campesinos. En los dos lados del límite. (97)
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Que la forma del texto se presenta y se “per-forma” significa la transformación de la universalidad de la ley mediante la fuerza de una singularidad, un coup de force, (98) una innovación por un abuso de autoridad, algo así como una intervención armada. Esto resulta comprensible desde la diferencia entre el lenguaje constatativo y el performativo. El primero constata, refleja, hace la mímesis de la realidad, sigue y obedece a la ley; el segundo crea la realidad de la que habla, pero, siendo esa creación algo original -más allá o antes de la ley, “ante la ley”-, se trata de un performativo que conlleva una “juricidad subversiva”. Al ir contra la generalidad de la ley, la performatividad del texto crea subversivamente la nueva ley u obra que determina lo que ahora pasa por legal, por literatura. Sin embargo, para tener la fuerza de transformación esa obra singular no habrá podido sino repetir, en diferencia, a alguna ley superior. Dice Derrida: Pero, en condiciones determinadas, puede usar el poder de establecer la ley de la performatividad lingüística para evitar a las leyes existentes, de las cuales, sin embargo, ella deriva su garantía y las condiciones de su surgir. Esto es gracias al equívoco referencial de ciertas estructuras lingüísticas. (99) El equívoco proviene de que la obra sea performativa y, al mismo tiempo, referencial; que esta referencia refiera a sí misma (performativo) y, al mismo tiempo, a otra obra (constatativo). La relación entre el cuento “Ante la ley” y la novela El proceso lo ejemplifican. Lo que diferencia al cuento de la novela no es el contenido ni la forma en cuanto figuras retóricas. El contenido es el mismo: el estar ante la ley, pero en El proceso se halla con otro marco y da lugar a una obra diferente, no a un cuento. Por el lado formal, la sobria escritura realista impera en ambos. La diferencia ocurre por los movimientos del enmarcar y del hacer referencia o la “referibilidad”. (100) Con el enmarcar -mediante el Derrida 1985: 128-129. Derrida 1985: 119. (99) Derrida 1985: 134. (97) (98)
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título, las primeras y últimas palabras- surge una nueva obra, el cuento. La capacidad performativa del cuento consiste en arrancarse de El proceso y constituirse como obra singular, en el referirse a sí mismo al ponerse ante la ley como cosa singular; su capacidad referencial, en hacer referencia a El proceso, con lo cual se asegura la fuerza de una ley superior -aquella que ya resguarda a El proceso- que le permite tener una identidad propia y un poder transformador de esa ley misma que, ahora, debe atender a la singularidad del cuento. El texto literario “produce y pronuncia la ley que le protege y que le hace intangible”. El cuento se produce como novedad que transforma y, al producirse, pronuncia la ley, se refiere a otra ley a fin de que se respete su singularidad. El texto literario hace y dice; dice lo que hace haciendo lo que dice. (101) El cuento nos narra el estar ante la ley y, al mismo tiempo, se pone ante la ley. Dice -narra, refiere el estar ante la ley-lo que hace -se pone ante la ley- y hace lo que dice. Como una nueva ley que performativamente se arranca de otras leyes para ser ley nueva -singular- y que debe referirse a esas leyes, la literatura es la innovación que refiere, que repite. La literatura es la ley, hace la ley. El hecho de que la ley de las leyes nunca se presente permite la juricidad subversiva de la obra singular y de la ley que desearía ser absolutamente singular, justa. El doble vínculo kafkiano recrudece en el doble vínculo entre el performativo y el constatativo de la ley/literatura. La indecidibilidad entre ambos posibilita las metamorfosis de Kafka en escritor y en Kafka “toda una serie de animales pensantes, parlantes y sufrientes, de perros eruditos y chacales hambrientos, topos psicóticos, monos asentados y engreídos ratones”. Posibilita también la metamorfosis del animal a lo humano, como en “El nuevo abogado”, donde Bucéfalo, el caballo de Alejandro Magno, se convierte en abogado… La ley de las leyes no se presenta para definir qué es ser humano y qué es ser animal; qué es literatura y qué no es, el devenir de la literatura en cosa que no significa cosa. He aquí la imposibilidad de esa posibilidad, lo que no tolera conclusión alguna. A diferencia del guardián de la ley, no se puede cerrar la puerta, pero tampoco entrar por ella. (100) (101)
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Derrida 1985: 131. Derrida 1985: 129.
Obras consultadas: AGAMBEN, Giorgio 2008 “K” in Clemens, J., Heron, N. and Murray, A. (eds.): The work of Giorgio Agamben. Law, Literature, Life. Edinburgh: Edinburgh University Press, 2008, pp. 13-27. BARTHES, Roland 1960 “La respuesta de Kafka” en Ensayos Críticos. Barcelona: Editorial Seix Barral, 1983, pp. 167-72. BLANCHOT, Maurice 1949 La part du feu. Paris: Gallimard. 1955 L’espace littéraire. Paris: Gallimard. CANETTI, Elias 1981 El otro proceso de Kafka. Madrid y Barcelona: Alianza - Muchnik COSTA, Filippo 1995 “El hombre sin identidad de Franz Kafka” en Vattimo, G. y Rovatti, P. A. (eds.): El pensamiento débil. Madrid: Cátedra, 1995, pp. 292-339. DELEUZE, Gilles et GUATTARI, Felix 1973 Capitalisme et schizophrénie 1. L’Anti-œdipe. Paris: Les Éditions de Minuit. 1975 Kafka. Pour une littérature mineure. Paris: Les Éditions de Minuit. DERRIDA, Jacques 1985 “Préjugés. Devant la loi” en La faculté de juger. Paris: Les Éditions de Minuit, pp. 87-139. FUCHS, Anne 2002 “A psychoanalytic Reading of The Man who Disappeared” en Preece, Julian (ed.): The Cambridge Companion to Kafka. Cambridge, UK.: Cambridge University Press, 2002, pp. 25-41. KAFKA, Franz 1917 Die Verwandlung. Leipzig: Verlag. 1943 La metamorfosis. Buenos Aires: Losada. 199
1974 Cuentos. Buenos Aires: Ediciones Orión. 1976 El proceso. Buenos Aires: Losada. 1997 Tagebücher 1909-1923. Frankfurt: S. Fischer. 2005 Lettre au père. Édition du groupe “Ebooks libres et gratuits”. http://www.ebooksgratuits.com/ ROBERT, Marthe 1985 Franz Kafka o la soledad. México, D. F.: Fondo de Cultura Económica. STACH, 2003 Kafka. Los años de las decisiones. Madrid: Siglo Veintiuno. UPDIKE, John 1983 “Foreword” in Kafka, F.: The Complete Stories. New York: Schocken Books Inc., 1971, pp. ix-xxi. WAGENBACH, Klaus 1998 Franz Kafka. Imágenes de su vida. Barcelona: Círculo de Lectores / Galaxia Gutenberg. ZIZEK, Slavoj 1989 The Sublime Object of Ideology. London: Verso.
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El posible Onetti: JCO y este que soy Fernando Barrientos
Para Juan González, por el luminoso Y2K en Miraflores, coaccionado por la gratitud.
Por poco esta nota es sobre el doble centenario de Poe. Por poco Onetti muere en 1956, camino a El Alto: “[Periodista]-Existe la leyenda sobre tu sombrero agujereado por bala. Se relaciona con tu viaje a Bolivia, en 1956, invitado como periodista por el gobierno para presenciar las elecciones. ¿Cómo sucedió en realidad ese episodio? [Onetti]-No creo que tenga ninguna importancia literaria, pero igual te lo cuento. Fue camino hacia El Alto, donde por razones que no recuerdo votaba la aristocracia o por lo menos la gente contraria al MNR. Íbamos en el auto de la embajada uruguaya […] cuando un campesino, que había resuelto que nadie pasara a votar a El Alto, nos tiró un tiro. La bala podrida pegó atrás, en la valija del coche. […] [Periodista]: -¿Y el agujero en el sombrero? [Onetti]: -Debió ser un fragmento de bala, que me tocó el sombrero. Luego, claro, la leyenda va creciendo, como el brazo de Valle Inclán.”
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Si el desenlace hubiera sido fatal en aquel ahora lejano “episodio sin importancia literaria” el mundo sería otro. Si Juan Carlos Onetti hubiera muerto en esa época casi prehistórica, previa al exitoso estallido publicitario del “boom de la literatura latinoamericana” (pese a que un par de sus textos centrales, Los Adioses (1950) y La Vida Breve (1954), ya se habían publicado sin mucha repercusión) no hubiera sido reconocido, y su obra se leería aún menos de lo que se lee actualmente (incluso la obra de muchos artistas tampoco sería hoy la misma). Cualquier acontecimiento, importante o frívolo, opacaría la discreta celebración del centenario de su nacimiento, a punto de cumplirse dentro de algunas semanas. Nunca sabemos cuáles son los hechos importantes y cuáles nimios hasta mucho después. Si Onetti hubiera muerto aquel lejano domingo de elecciones muchos seríamos otros lectores, no tan afortunados. * Pero insisto: en 1956 Onetti ya había publicado La vida breve y Los adioses y eso es suficiente para hacerse lugar en un estante de la literatura de cualquier idioma, de cualquier tiempo. * Algunos podrían espantarse con las exigencias de espíritu que exige leer la mayoría de las narraciones de Onetti, pero también podría ahuyentarlos la atención casi obsesiva que se necesita para acceder como se debe a esos arrebatos de intensidad en la construcción de la frase, siempre complejas, elusivas; misteriosas primero, reveladoras luego; en los laberintos de la trama, en la apuesta por probar, sin temor, otras opciones formales. Pruebas de fuego para la paciencia, la inquisición, la relectura. El dominio del estilo perfecto con apariencia de abandonado. En una trinchera así se pueden formar lectores guerreros. * María Esther Gilio: ¿Considera que sus críticos no interpretan correctamente?
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Onetti: Si por “interpretación correcta” usted entiende “interpretación total” le digo que eso no puede suceder nunca. Ni siquiera en el amor. * Una novela ambiciosa, experimental, adelantada para la época. En La vida breve la necesidad de simbolizar el vacío de la vida cotidiana concluye por dar vida a una ciudad. El deseo es tan poderoso que no sólo se hace real, sino que también se adelanta al porvenir, modifica la percepción del tiempo y la ‘realidad’ (absurda, inestable y fragmentaria) es contaminada por la fantasía. Pareciera que todo ha sido calculado de antemano: en el antecedente a La vida Breve, “La casa en la arena” (ese relato críptico sobre un anillo, está no sólo por primera Díaz Grey sino también el pirómano llamado El Colorado) podemos apreciar la escena fundadora y de paso el germen de la destrucción, del incendio de Santa María en Dejemos hablar al viento. * La ficción invadiendo, cambiando de sentido la realidad. “Sentí que despertaba –no de este sueño, sino de otro incomparablemente más largo, otro que incluía a este y en el que yo había soñado que soñaba este cuento-.” ¿No es acaso claro que cuando Brausen se corta el pecho frente al espejo parece intentar obligarse a sentir, a salir del sueño, devolverse a sí mismo a la realidad? Igual que la voz de la Queca en el departamento de al lado, la ficción se filtra por todas las grietas de la vida cotidiana. La vida breve es una novela sobre los ruidos del mundo que afectan a un tímido prospecto de escritor, Juan María Brausen, empleado de una empresa de publicidad (que luego compartirá oficina, en silencio y retribuyéndose indiferencia, con un tal Onetti) que asume el nombre falso, la violenta y activa personalidad, de Arce. Un texto que habla del dinero, la disciplina y el deber, sobre las renuncias y las esperanzas. Sobre pequeñas vidas, pequeñas muertes, pequeñas resurrecciones. Sobre el poder de la fantasía, sobre la capital importancia de los sueños. Sobre los múltiples costados, los confusos pliegues de la identidad.
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* A JCO le importaba por sobretodo la mirada y el punto de vista por sobre el argumento o las maneras ingenuas de resolver los problemas que plantea la representación. Esta temprana lucidez se expresa claramente en la frase de Eladio Linacero, en El Pozo “Se dice que hay varias maneras de mentir, pero la más repugnante de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos. Porque los hechos siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llene” * Rodríguez Monegal: […] en La vida breve Brausen se casa, se separa de Gertrudis, su mujer, a quien le extirpan la mama, y se vuelve a casar con la hermana de ésta, su cuñada. ¿Todo esto sucedió de verdad? Onetti […] Esto es ya vida privada y no nos metamos. Mire: he pasado por una especie de maldición. Muchas cosas que he escrito o inventado se han realizado en mi vida, que más de una vez me dije: “Me voy a dedicar a escribir novelas de multimillonarios, a ver si me cae algo”. Por ejemplo, esa operación que sufrió Gertrudis sucedió luego en mi vida. Rodríguez Monegal: Pese a todo, en los años cuarenta está usted fascinado con Buenos Aires. ¿Por qué tiene que crear a Santa María, si tiene ya una ciudad que lo satisface? Onetti: Porque no lo domino, Buenos Aires. Y a esta Santa María si la domino. La siento. La puedo modificar, puedo construir, desconstuir, no sé. Además, Buenos Aires ya lo había agotado Roberto Arlt.
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* En 1930 se casa con su prima María Amalia Onetti. En 1934 contrae nuevamente matrimonio, esta vez con su ex cuñada, la hermana de su ex esposa, María Julia Onetti. En La vida breve las mujeres tienen dobles: Miriam/Mami, Cueca/Elena Sala, Gertrudis/Raquel: reflejos deformados por los espejos de la ficción. Para Onetti la mujer es un intermedio entre una dama y una femme fatale, un imposible que además debe ser una niña, al menos de espíritu. Sujetos convertidos en cosas, moldes pasados en los cuales aprisionar el siempre oscuro objeto del deseo. “Una mujer que se anticipe a nuestra fantasía y demuestre que la realidad la supera”. * Es un logro evidente crear una geografía reconocible, un espacio propio, el mito de Santa María. Pero más inaudito, más osado me resulta que ese sujeto desmembrado que intenta narrar, que sufre una mutación constante de su identidad (Brausen-Arce-Onetti) propicie con su deseo constante, con sus frustraciones, el funcionamiento de una ciudad y de sus habitantes. No sólo ‘yo soy otro’ sino ‘yo soy una multitud’ o mejor, peor, más allá, ‘yo soy una ciudad: Santa María’. “[…] Mirar hacia Santa María, pensar que todos los hombres que la habitaban habían nacido de mí y que era capaz de hacerles concebir el amor como un absoluto, reconocerse a sí mismos en el acto del amor y aceptar para siempre esta imagen”. La gente en la ficción es más ‘verdadera’: “más limitada y más fuerte tal vez”. Brausen se convierte en Arce (un doble capaz de hacer lo que Brausen no se atreve: visitar a la Queca) y la vez este Brausen nuevo puede escribir, dar vida a Díaz Grey: “Seguir siendo Arce en el departamento de la Queca y seguir siendo el médico en la ciudad al borde del río”. De pronto la ciudad ya hasta tiene un pasado remoto, (el lejano cañonazo aún impreso en la iglesia de Santa María) que fue tomando forma y materialidad casi desde el estado de latencia. La respuesta al encargo de escribir un guión para una película, se le escapa de las manos. Una mínima visión (la imagen de
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un médico en un pueblo) en un momento lejano de su vida, cuando aún no había sido enriquecida, atormentada por la ficción. Las vivencias y los recuerdos entretejidos con el presente, en el cual su mujer Gertrudis se recupera de una ablación de mama. * La relación supersticiosa entre la ficción y la vida: en la construcción de la saga de Santa María no hay una relación entre las fechas de publicación de los libros o de su redacción y el orden cronológico de las historias de Malabia, Larsen, Díaz Grey, Barthé, Petrus, etc. * Brausen dice muchas veces que necesita escribir para salvarse. Y la creación de Santa María parece ser la coartada perfecta, el mejor escondite. Brausen-Arce escapa con Ernesto (otro amante de la Queca) a la patria del deseo, donde todos podemos eventualmente asesinar por amor. En Santa María se cruzan con Díaz Grey y compañía (que intentan también por su parte escapar a la realidad). El mismo lugar al que siempre puedes volver, aunque ya ni el lugar ni uno sean los mismos. Brausen-Arce y Ernesto planean luego escapar de Santa María a otra patria de la ficción: “vamos llegar a Bolivia, pero no sé cuándo, tenemos que dar vueltas antes”. * Periodista: ¿No tenés fichas, genealogías, planos, nada? Onetti: No tengo nada. En un tiempo tenía un plano de Santa María, pero como era más grande que yo, entonces lo rompí […] Bueno, Brausen simplemente se imagina a Santa María. Creo que eso ya es bastante. Cuando él se imaginó Santa María, cuando él descubrió que era un mundo posible, ya pudo entrar.
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* Siempre narran varones, aunque las historias estén sostenidas, protagonizadas, provocadas por mujeres. La masculinidad en Onetti es la del tipo duro y silencioso, a la Bogart. La masculinidad dura en conflicto con las actuaciones liberadoras o castrantes: voces de hombres duros que se quiebran cuando desaparece una mujer. Otra recurrencia son los hombres que se preparan para crear algo: Ambrosio/Malabia, Brausen/Arce, Eladio Linacero, etc., sólo pueden esperar como Newton, los azares de la contemplación. Onetti escribió mucho para alguien que no podía someter su escritura a ninguna disciplina. A diferencia de otros escritores del boom, Onetti no puede escribir como un profesional, con horarios y esas cosas. Su ardor no pudo ser sometido a una ley así. Escribía por ataques, dominado por las leyes de la pasión, cuidando todos y cada uno de los detalles, entregándose por completo a la historia. Sin remilgos, Onetti le cuenta al español Soler Serrano sus discusiones con Vargas Llosa sobre la disciplina de la literatura: “Yo le decía, es que tú, Mario, tienes una relación conyugal con la literatura. Tienes que cumplir de tal a tal hora. Yo tengo una relación de amante: cuando tengo deseos de escribir entonces escribo, locamente, absurdamente, lo que sea.” * Otro gran escritor, Juan José Saer (también creador de territorios imaginarios, de prosa densa, relatos experimentales, fundadores) nunca ocultó su admiración por la obra de Onetti. La propia obra del santafecino exhibe algunas huellas de su influencia. Sobre La vida Breve, Saer ha dicho que es un hito literario, porque supera magistralmente la simplista querella entre realismo y literatura, y postula la realidad de la ficción: “La autonomía del territorio cambia de signo: ya no es más el universo empírico maquillado de tal manera que el lector no puede no reconocer el modelo al que hace referencia, sino una peripecia inédita en el eterno conflicto que une y separa, anula y complementa, sustituye y prolonga, revela y traiciona lo real y su representación”. La contradicción complementaria entre realidad y
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ficción logra que un espacio imaginario se rija según sus propias leyes, un “espacio imaginario a la segunda potencia”. ‘Mis personajes están desconectados con la realidad de usted, no con la realidad de ellos’, le responde a una sorprendida María Esther Gilio, en una de las tercas entrevistas que le realizaría. * Así como Borges se terminó de quemar los ojos leyendo en un tembloroso tranvía La Divina Comedia, Onetti se suicidó las piernas pasando los últimos de su vida tendido en una cama sólo ocupado en leer novelitas negras. Lector activo y atrevido de Faulkner, Conrad, Joyce, Celine, Arlt, Sartre, Calderón. Y por supuesto Cervantes. La influencia delatora de Faulkner es uno de los clichés más conocidos sobre Onetti. En varias entrevistas confesó sus lecturas tempranas y formadoras (en la revista Sur) pero sólo acepta su evidente influencia en Para esta noche. Faulkner como catalizador de gestación de distintas escrituras, de distintos territorios imaginarios. Lectores de especies distintas. Gabriel García Márquez extrapola y fabrica la postal exótica de Macondo, con sus añosas genealogías y sus argumentos mágicos. En cambio Onetti proyecta un modelo neutro (Santa María como la típica ciudad latinoamericana en transición que se debate entre el antiguo modelo agrario y un incipiente industrialismo) donde se pueda representar sin las trampas del exotismo, pero con originalidad, temas universales como el sufrimiento, el amor y la muerte. Pero sobretodo Onetti aprende de Faulkner a desacelerar los relojes, a profundizar la mirada en los detalles del flujo de la conciencia, a otorgarles voz a narradores que no terminan de entender que está pasando. * En 1945 se casa por tercera vez con su compañera de redacción en la agencia Reuters, la holandesa Elizabeth María Pekelharing, con la que tiene una hija. Pero también está la novia, la amante, la fugitiva, la poeta
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Idea Vilariño, que le dedico el poema “Ya no será” como quién deja una nota de despedida sobre la almohada. * Un sueño realizado y La novia robada. En ambos cuentos se puede ver cómo el empeño colectivo por sostener una mentira da vida a una nueva realidad: conseguir un elenco de cómplices y dar la vida por cumplir un sueño simple, enigmático, feliz; consumar el amor después de la muerte con la ayuda de la cariñosa vigilancia de los testigos. * Onetti como modelo de escritor. Además de formar a muchos como lectores en esa comunidad imaginada que es Santa María, muchos otros, conmovidos por el misterio de la belleza, impelidos por la necesidad de expresión, aún intentan escribir “usando los tonos que adquiere Faulkner traducido por Borges con lo cual, sin querer, el relato sonaba a una versión más o menos paródica de Onetti”, como dice Ricardo Piglia, más bien Emilio Renzi, en las primeras páginas de Respiración Artificial (para luego pasar inmediatamente a citar, distorsionando, el inicio de Para una tumba sin nombre) En esa época yo creía que solo se debía escribir como Onetti (con ese estilo, digamos). Hoy ya no soy tan supersticioso y estoy seguro que hay muchas formas posibles de escribir, todas válidas, todas a disposición para ser aprovechadas. Además a estas alturas quién sabe: lo ‘malo’ de hoy tal vez sea lo ‘bueno’ de mañana y/o viceversa. * La escritura como catarsis. En muchos relatos onettianos (La vida breve, Cuando entonces, Para una tumba sin nombre, La novia robada, entre otros) la escritura o el intento de rearmar un relato se asume como un hecho que posibilita un mínimo de salvación. Si no es posible una expiación que nos redima, tal vez podamos vencer las batallas cotidianas tratando de entender la vida, narrándola.
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* Los fantasmas no existen, pero todos hemos visto alguno. Ricardo Piglia tiene razón, refiriéndose al notable caso de Los adioses, en formular la relación entre nouvelle (es decir un hipercuento) y un narrador enfrentado a narrar, a descifrar un secreto, que nunca llega a ser revelado del todo. Y, acertadamente también, dota de un nuevo pliegue interpretativo a esas escasas pero intensas páginas: Los adioses como una historia de fantasmas (es decir como una respuesta a los procedimientos de Henry James). La famosa anécdota sobre James en una charla con Borges y Rodriguez Monegal: Onetti oye callado halagar al británico neoyorkino y de respuesta remata “que le ven al coso ese”. * Una nouvelle oscura, densa, inolvidable. Los Adioses pone en jaque la seguridad del narrador y del lector. La ambigüedad, los datos confusos y contradictorios. Como mirar a través de un vidrio empañado. Ciertas cosas sólo se ven si uno está demasiado cerca. “[…] Los efectos son infinitamente más importantes que las causas y éstas pueden ser sustituidas, perfeccionadas, olvidadas.” Lo que sabemos de los otros a partir de percepciones distantes, con eso se va construyendo el relato. * Onetti pretende encontrar la traición más baja, más perfecta. La traición, igual que en Arlt, como un homenaje asesino al amor. * Se dice que una nouvelle es un cuento que alberga muchos otros cuentos, un mismo cuento contado muchas veces, un hipercuento. En Cuando entonces varias cosas quedan sin decir. Magda se va con un secreto a la tumba. El relato avanza, turnándose cuatro narradores a la Rashmon para desplegar la historia, con ambigüedad e incertidumbre, sin solucionar el misterio. “En la nouvelle es el lector el que tiene que narrar” sostiene Piglia.
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* Díaz Grey, el narrador más importante luego de Brausen, una especie de conciencia moral de la vieja guardia de Santa María (en este caso una Santa María más rural) narra en Para una tumba sin nombre, desde su sitial entre los notables veteranos. Díaz Grey toma una posición de testigo y cómplice de la historia referida por Jorge Malabia. La historia de una muerta, ya sepultada pero aún viva en el relato. Lo que no se puede enterrar no es el cuerpo de la mujer, sino el sentimiento, imposible de clasificar, que despierta la historia de la mujer y el chivo. La pasión, la piedad, la repugnancia. El misterio del amor es la verdadera historia de Rita y el chivo. * En 1955 se casa por cuarta vez con Dorothea “Dolly” Muhr, que lo acompañará hasta su muerte, luego de un largo y terco exilio madrileño, en 1994. ‘Para Dorothea Muhr, ignorado perro de la dicha’, reza la dedicatoria de “La cara de la desgracia”, ese cuento hermoso que habla del suicidio, del azar, del destino. * Los narradores intentan entender una historia. El trabajo de armar con pedazos los restos de una historia es el nudo central del relato. El marco del relato oral: ‘te voy a contar una historia’. Estos narradores, dice Piglia, se interesan por las historias de los otros por algún motivo personal, porque ellos también están viviendo alguna historia. Narradores que narran para entender la historia pero también para entender sus propias vidas. Avanzando, como en la vida, entre la duda y la aparente certeza. * En Para una tumba sin nombre lo latente se expresa en el detalle de la indeterminada llegada del verano: lo agonizante no termina nunca de morir y no nace jamás lo latente. Igual que en Cuando entonces y Los adioses, en Para una tumba sin nombre se abandona la posición sesgada de
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un narrador en primera persona que no termina de entender del todo la historia que va narrando (por falta o contradicción de datos, por oscuridad o perfección del misterio) y se recurre a otras versiones, a otros narradores. La imagen casi diabólica del enigmático sucio chivo blanco. “era una mentira, continuó siendo una estimulante mentira durante toda la historia […] era el símbolo de algo que moriré sin comprender; y no espero que me lo expliquen” La historia misma de Para una tumba sin nombre es una historia ejemplar acerca del arte de narrar, sobre la imposibilidad de conocer una historia, sobre los misterios de la construcción de un relato. * Según Medina y Larsen, Brausen creó Santa María en una siesta. Pero todo empezó en una noche de Santa Rosa, como guiño en Cuando Entonces a La vida Breve (Bolivia, sin jamás ser nombrada, parece ser otra conexión posible: “pero sólo era de cara tostada por el aire y el sol de su país, que me parece que es de una altura que hace difícil respirar”). * A veces hay que volver al pasado, sin importar el impuesto. En un gesto casi tan escandaloso como los de La vida breve, La novia robada, Dejemos hablar al viento, etc. (la ficción que sale al encuentro de la realidad, la invisible frontera entre ambas) en Para una tumba sin nombre podemos observar a Díaz Grey extender su versión, el cuento que ha escrito sobre el relato de la mujer y el chivo, para que lo lea, como antes nosotros, Jorge Malabia, implicado en la historia. Malabia luego de leerlo le dice que adivino todo, que así fue como sucedió. Pero es mentira. * En literatura todo es elementary [elemental, obvio] hasta que se produce una reunión misteriosa que no necesita –ni soporta- más adjetivos (respuesta al cuestionario de Ricardo Piglia sobre “La novia Robada”).
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* Causas perdidas, proyectos imposibles como los cien días perfectos del prostíbulo de Larsen en Juntacadáveres. Igual que Brausen, Larsen tiene varios rostros, varias identidades: Carreño, Larsen, Juntacadáveres. Máscaras para asumir mejor el absurdo de vivir. Un baúl lleno de sombreros. Las dos caras de la desgracia: el sueño casi realizado de Juntacadáveres y la imposibilidad en El Astillero. La ilusión y la desilusión. Larsen se narra a sí mismo la historia que ha vivido en Juntacadáveres para entender la narración y el sentido que encuentra en invertir la negación de Santa María, imaginar que Santa María no existe y todo así adquiere sentido, un sentido inexplicable, pero tan real como la propia existencia de Larsen. De Díaz Grey, Larsen ha aprendido que para salvarse en Santa María hay que volverla a imaginar, reinventarla, que no hay que conformarse con la versión del Dios Brausen. * En franco autosabotaje, Onetti escribe casi de un tirón El astillero, interrumpiendo la escritura ya avanzada de Juntacadáveres. El Astillero se escribe y publica antes que Juntacadáveres. Aunque en la cronología de los hechos que se narran el orden es inverso. Así en Juntacadáveres se percibe también la relación de derrota en la constitución del proyecto perfecto. En El Astillero Larsen está muerto desde el principio, solo avanza a la confirmación anhelada del fin, “hasta el día remoto que su muerte dejará de ser un suceso privado”. Es como si en ese doble final Larsen muriese brutalmente para nosotros los lectores y confirmara las sospechas que va soltando poco a poco a lo largo de la novela. “Llega el momento en que algo sin importancia, sin sentido, nos obliga a despertar, y mirar las cosas tal y como son”. * La juventud para Onetti es una virtud, casi una cualidad estética, una fe precaria y pasajera. Sólo se pueden amar a las muchachas eternas
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como cuenta Eladio Linacero en El Pozo o vivir apegado a un código inocente y piadoso como el joven ejemplar Jorge Malabia, de Para una tumba sin nombre, cuyo rostro, actitud, movimientos parecen proclamar: “No quiero esto o aquello de la vida, lo quiero todo, pero de manera perfecta y definitiva. Estoy resuelto a negarme a lo que ustedes los adultos aceptan y hasta desean. Yo soy de otra raza. Yo no quiero volver a empezar, nunca, ni esto, ni aquello. Una cosa y otra, por turno, porque el turno es forzoso. Pero una sola vez cada cosa y para siempre. Sin la cobardía de tener las espaldas cubiertas, sin la sórdida, escondida seguridad de que son posibles nuevos ensayos, de que los juicios pueden modificarse. Me llamo Jorge Malabia. No sucedió nada antes del día de mi nacimiento; y, si yo, fuera inmortal, nada podría suceder después de mi”. Luego acompañaremos a Jorge Malabia totalmente envilecido por la vida adulta en La muerte y la niña y Presencia, o conoceremos a la vieja que se esconde detrás de una voz en Cuando entonces: la dueña de Eldorado, Madame Zafó, que no se deja ver ya que no quiere que alguien la vea vieja. Pero esta misma fe está también en “Bienvenido Bob”, o por ejemplo, en La vida breve (la juventud intacta de Raquel frente al marchitamiento de Gertrudis). * Así como podemos escapar de la realidad hacia la patria de los sueños, también podemos alterar los recuerdos hasta cambiar el pasado (el letrero de “Escrito por Brausen” en Dejemos hablar al viento). Al fin y al cabo la realidad de Brausen es también sólo una versión. “Qué cosa tan extraña es el recuerdo, el mecanismo de los recuerdos. Simples remedos de la realidad. Falsos, artificiales y tristes remedos. Cultivar los recuerdos queridos, los que un día han estremecido a uno, es un acto sacrílego. Una tarea intelectual inferior. Es necesario agregar muchos elementos extraños al recuerdo mismo para que éste alcance apariencia de cosa viva. De lo contrario, no se llega a obtener más que una vaga imagen, velada y borrosa como en un ensueño.”
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* Onetti decía que odiaba las entrevistas. Le gustaba decirlo justamente en entrevistas. Por ejemplo, frente a Pablo Dotta, luego de hablar más de media hora, mira amenazante por sobre la cámara y dice ‘me dijiste que no iba a ser una entrevista y me estás entrevistando’. Algunos planos de esa entrevista, un Onetti felizmente prostrado en su cama fumando y mirando a la cámara, saldrán luego en la película de Dotta, El Dirigible, un experimento cinematográfico alucinado, una especie de cruce entre el relato de “Un sueño realizado” y Nadja de Breton, con algunos diálogos en francés y en chino, con música del onettiano Fernando Cabrera. La mujer que vuelve a Montevideo a preparar el supuesto retorno de Onetti, el detective que infla globos, el botija ladrón y la vieja que recita poemas en plazas, la última foto del presidente Brun antes que se suicide, el afiche de “Doble vida” de Kieskowlsky, los mapas, las relaciones contradictorias y complementarias entre realidad y fantasía. Una forma creativa de acercarse a la obra y figura del uruguayo (tan atrevido como el retrato que Todd Haynes hace de Bob Dylan en I’m not there). * No sólo conocemos una ciudad y algunos de sus corazones solitarios mediante la saga de Santa María. Al leer La vida breve, Los Adioses, Juantacadáveres, El astillero, La muerte y la niña, La novia Robada, Dejemos hablar al viento, etc., accedemos a zonas de nosotros mismos que no sabíamos que existían. Lugares sombríos donde también puede alojarse el amor. * Tratando el dolor con la frialdad de un médico, Onetti nos enseña que la escisión amor/muerte es tan falsa como la división forma/contenido. Onetti enseña que sólo es posible el realismo si está contaminado de fantasía, en constante cuestionamiento de las apariencias, del paso del tiempo, de la creencia en la ficción. Que toda locura tiene algo de razonable. Que las palabras son más poderosas que los hechos, que el amor triun-
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fa sobre la muerte, que los sueños son más reales que la realidad, que las verdades se construyen lentamente, muchas veces con mentiras piadosas. Onetti nos enseña además algo fundamental e imprescindible, que a estas alturas Brausen, Santa María, todos ustedes, yo mismo, deberíamos saber: “[…] que todo es inútil y hay que tener el valor de no usar pretextos”. * La mirada como tema central en ese cuento perfecto llamado “Esbjerg, en la costa”. En esa pequeña obra maestra Onetti revela que la mirada es determinante a la hora de construir un relato: la mirada capaz de ver lo oculto, lo invisible. Todos miran algo en este cuento: el narrador mira la historia ajena (esa pareja de amantes hermanados por la desdicha) de la que casi se apropia por piedad (al inicio el narrador se alivia de que no les llueva), Montes mira algo extraño en Kirsten (el sueño de ella, que Montes acaba soñando, y Kirsten ve los barcos que zarpan desde el muelle, desde que empiezan a moverse hasta que ya son tan pequeños que no vale la pena seguir viendo. Esa historia mínima, casi invisible demuestra porque la mirada de Onetti sigue siendo una forma influyente en muchos escritores. La mirada chueca, desviada, sesgada que otorga la piedad. Sólo con pasión podemos hacer que se revele ante nuestros ojos lo invisible.
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Luis H. Antezana (Oruro, 1943) Doctor en Letras, Universidad Católica de Lovaina (Bélgica, 1974). Profesor en la Carrera de Filosofía de la Universidad Católica de Cochabamba; profesor en la Carrera de Sociología de la Universidad Mayor de San Simón de Cochabamba. Director Académico del Centro Superior de Estudios Universitarios de la Universidad Mayor de San Simón de Cochabamba. Entre los libros que publicó, destacan títulos como La diversidad social en Zavaleta Mercado, Teorías de la lectura y Mané. Notas al pie de su fútbol Juan Araos Úzqueda Profesor de Filosofía y Griego en la Universidad Católica Boliviana y en la Universidad Mayor de San Simón. Editor de Yachay y de Classica Boliviana. Autor de Escala Real (poemas, Centro Simón I. Patiño, 1996); de un prólogo, preludio y traducción del Cantar de los Cantares (Universidad Católica, 1999); y de textos literarios y ensayos filosóficos publicados en revistas nacionales y extranjeras. Miembro de la Sociedad Boliviana de Estudios Clásicos y de la Sociedad Platónica Internacional. Fernando Barrientos (Tarija, 1977) Estudió sociología en la UMSA. Publicó un cuento en “Memoria de lo que vendrá”: selección sub 40 de la literatura boliviana. Ha sido finalista del Premio Nacional de Cuento Franz Tamayo en 2002 y 2004. Ha publicado artículos y cuentos en diarios y revistas nacionales. Actualmente es editor de Editorial El Cuervo y administra el blog colectivo http://editorialelcuervo.blogspot.com Maximiliano Barrientos (Santa Cruz de la Sierra, 1979) Sus artículos sobre literatura, música y cine, así como algunas crónicas suyas, aparecieron en diversas revistas y suplementos culturales del país. Se dedica a la docencia universitaria e imparte un taller de escritura creativa y otro de crítica cinematográfica. Publicó los libros de cuentos: Los daños (2006) y Hoteles (2007). La editorial Periférica los reeditará en España a
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fines de este año. Sus cuentos han salido en revistas y antologías hispanoamericanas, como la versión digital de “El futuro no es nuestro”, y en el número especial que la revista española Eñe dedicó a la nueva literatura latinoamericana. En 2007, Diario -su tercer libro de cuentos- ganó el Premio Nacional de Literatura. Co-editó, en 2009, la primera antología boliviana de no-ficción que apareció con el título de Conductas erráticas. Álvaro Bisama (Santiago de Chile, 1975) Es escritor y profesor de literatura. Ha publicado los libros de ensayo y crónica Zona cero (2003), Postales Urbanas (2006) y Cien libros chilenos (2008), además de las novelas Caja negra (2006) y Música marciana (2008). Ha escrito además en La Tercera, Qué Pasa, The Clinic, Dossier, PRL y Etiqueta Negra. Actualmente es columnista de El Mercurio y da clases en diversas universidades. Ha sido becado del Consejo Nacional del Libro y la Lectura en los años 2003 y 2008, y textos suyos fueron finalistas del concurso de cuentos de la revista Paula y del Premio de Excelencia Periodística otorgado por la universidad Alberto Hurtado. En 2005 fue elegido como uno de los 50 jóvenes líderes chilenos por El Mercurio y en 2007 fue seleccionado por el Hay Festival para Bogotá 39, que destacó a los escritores jóvenes que tuvieran “el talento y potencial para definir las tendencias que marcarán el futuro de la literatura latinoamericana”. Fabián Casas (Buenos Aires, 1965) Poeta, narrador, ensayista y periodista, es una de las figuras destacadas de la llamada «generación del ‘90» en la Argentina. Estudió Filosofía y comenzó a trabajar como periodista en el diario Clarín, a comienzos de los ‘90. Fue también editor del diario deportivo Olé. Se desempeñó en la revista deportiva El Gráfico y luego pasó a ser subeditor general y editor general del semanario El Federal. Su carrera literaria se inició también a comienzos de la última década del siglo XX, con la fundación de la revista de poesía 18 Whiskys, junto con otros poetas de su generación, como José Villa, Daniel Durand, Darío Rojo, Ezequiel Alemián, Mario Varela y Eduardo Ainbin-
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der. La publicación editó sólo dos números, pero tuvo amplia repercusión en el ambiente literario de la capital de la Argentina. Para la misma época, publicó Tuca, su primer poemario, que fue señalado como emblema de una corriente objetivista. Algunos de sus escritos en blogs forman parte de su libro Ensayos bonsái, junto con textos de mayor aliento. En 1998 participó del Programa Internacional de Escritores de la Ciudad de Iowa, EE.UU. En 2007 recibió en Alemania el Premio Anna Seghers. Liliana Colanzi (Santa Cruz de la Sierra, 1981) Estudió comunicación social en la universidad UPSA (Bolivia) y realizó una maestría en estudios latinoamericanos en la Universidad de Cambridge (Reino Unido). Ha sido periodista de diversos diarios y revistas de su país. Sus relatos han sido incluidos en las antologías de cuento boliviano: Memoria de lo que vendrá (2000), ¡A mí qué! (2003) y Revista PEN Bolivia (2004). Coeditora del libro Conductas erráticas. Primera antología boliviana de no-ficción (2009). Daniel Dory (La Paz, 1955) Estudios de Filosofía (Universidad de Lovaina, Bélgica), Sociología, Geografía e Historia (Sorbona, Paris). Doctor en Geografía por la Universidad Libre de Bruselas, Bélgica. Catedrático titular de Geografía en varias universidades francesas. Especialista en Geopolítica y Geohistoria del Oriente Boliviano. Su publicación más reciente es: Raíces históricas de la Autonomía Cruceña. Una interpretación Política. Gobierno Departamental Autónomo de Santa Cruz (2009). Rodrigo Hasbún (Cochabamba, 1981) Publicó el libro de cuentos Cinco y la novela El lugar del cuerpo. Le concedieron en dos ocasiones el Premio Nacional de Literatura Santa Cruz de la Sierra y fue seleccionado para participar del evento Bogotá 39. Textos suyos han sido incluidos en diversas antologías de literatura latinoamericana, entre ellas la presentada por Zoetrope:All-Story. El 2008
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le concedieron el Premio Unión Latina a la Novísima Narrativa Breve Hispanoamericana. Xavier Jordán (Cochabamba, 1971) Es licenciado en comunicación social por la Universidad Católica Boliviana y Maestrante en Educación Universitaria por la Universidad Mayor de San Simón. Ha realizado investigaciones en el área de comunicación y cultura. Actualmente conforma la directiva del Foro Cultural de Cochabamba y es docente en las Universidades Católica y San Simón de Cochabamba en las áreas de Teorías de la comunicación, Historia y Comunicación y Cultura. También colabora con las secciones culturales de los diarios Los Tiempos y Opinión, así como ha publicado ensayos sobre temática cultural en revistas especializadas como Punto Cero. Ha participado representando a Bolivia en eventos académicos y culturales en Perú y Brasil y ha publicado el libro Cuando las Almas se van Marchando sobre Comunicación, Interculturalidad y la Fiesta de Todos Santos. Edmundo Paz Soldán (Cochabamba, 1967) Estudió relaciones internacionales en universidades de Argentina y EE.UU., donde llegó como jugador de fútbol. En 1997 se doctoró en literatura hispanoamericana en la Universidad de California, Berkeley, y desde ese mismo año es profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell. Es autor de ocho novelas, entre ellas Río fugitivo (1998), El delirio de Turing (2003), Palacio Quemado (2006) y Los vivos y los muertos (2009); y de los libros de cuentos Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1998). Ha coeditado los libros Se habla español (2000) y Bolaño salvaje (2008). Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas, y ha sido uno de los galardonados del premio de cuento Juan Rulfo (1997). Ha recibido el premio Nacional de Novela en Bolivia (2002), y la beca de la fundación Guggenheim (2006). La revista Foreign Policy lo ha escogido entre los 50 intelectuales más influyentes de Iberoamérica (2008).
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Giovanna Rivero Santa Cruz (Santa Cruz de la Sierra, 1972) Estudió comunicación social y periodismo en la UPSA y cursó una maestría en lenguas romances y literatura en la Universidad de Florida, con el auspicio de la beca Fulbright-LASPAU. En 2004 participó del Iowa Writing Program en Iowa City University, en Estados Unidos. Su obra incluye los libros de relatos Nombrando el eco (1993), Las bestias (1997, Premio Nacional de Literatura), Sentir lo oscuro (2002), Contraluna (2005) y Sangre dulce (2006); la novela Las camaleonas (2001); y el cuento para niños La dueña de nuestros sueños (2002). Cuentos suyos han aparecido, entre otras, en las colecciones: Antología del cuento femenino boliviano (1997), The Fat Man from La Paz. Contemporary Fiction from Bolivia (Nueva York, 2000) Voces de las dos orillas. Antología multilingue del cuento contemporáneo de escritoras de occidente (Valparaíso, 2000), Antología del cuento erótico boliviano (2001) y Pequeñas resistencias 3: antología del nuevo cuento Sudamericano (Madrid, 2005). Sus relatos “El secreto de la vida” y “Dueños de la arena” obtuvieron el Premio de Cuento del periódico Presencia en 1993 y el Premio de Cuento Franz Tamayo en 2005, respectivamente. Su último libro de cuentos es Tukzon, historias colaterales (2008). Fue incluida en la antología digital de Nuevos Escritores de Hispanoamérica El futuro no es nuestro (www.piedepagina.com), editada en papel bajo sellos latinoamericanos como “Eterna Cadencia”, Argentina (2009). Un cuento suyo apareció en la antología latinoamericana de Editorial Piedra Santa, Guatemala (2009). Benjamin Santisteban Ha sido catedrático de las asignaturas Estética, Filosofía del Lenguaje y Filosofía Política en la UCB, Cochabamba. Ha conducido en tres oportunidades el taller de Teoría y Crítica Literaria en el Centro Pedagógico y Cultural Simón I. Patiño. Es traductor oficial de Worldwide Translation Services. Respecto a Kafka, ha publicado “El proceso postmoderno de Kafka”, en Atar a la Rata # 19, marzo-abril, 2006.
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Wilmer Urrelo (La Paz, 1975) Es autor de Mundo negro (2000, Premio Nacional de Primera Novela, convocado por la editorial Nuevo Milenio y traducida al italiano en 2008 por Edizioni Estemporanee), además participó en el libro Trabajos forzados y otros cuentos (2000). Cuentos suyos han aparecido en Memoria de lo que vendrá (2000), Pequeñas resistencias 3: antología del cuento sudamericano (Madrid, 2006) y en la antología electrónica El futuro no es nuestro (2008). Ganó el IX Premio Nacional de Novela 2006 con Fantasmas asesinos.
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