Recuerdo lo que me dijiste antes de salir la noche en que todo cambió: —Vístete bonito.
Cuando nos reunimos te pregunté qué querías hacer durante la velada a lo que tú me sonreíste, levantaste los hombros y respondiste con un susurro: —Iremos al cielo. Vestías de blanco, como una aparición, y el tono perla de tu piel brillaba a la luz de la luna. Tu cabello, azabache y sedoso, te acariciaba la espalda al tiempo que me conducías por el muelle hacia el horizonte. Supe en ese entonces que mi corazón sería tuyo, por siempre. Como si lo hubieras planeado todo subiste al bote, te recogiste el vestido entre las piernas, apartaste el cabello del rostro y la invitación relució en tus pupilas. Recuerdo lo suave de tu piel cuando me tomaste de la mano y halaste a ti. La luz vespertina moría entonces, y tu sonrisa se volvía más amplia. Me aterraba estar en el agua a esas horas, pero no te lo dije. No quería que las comisuras de tu boca bajaran. Entonces guiaste el camino y nos llevaste al faro. Recuerdo el pavor que intenté no evidenciar cuando el motor del bote rugió y mis palmas se tornaron blancas de aferrarme al borde, en un intento de no perder el equilibrio. Levanté mis ojos al cielo oscuro y sin estrellas, y luego los fijé en ti. Confiada y tranquila, eras un trago de agua dulce. Creo que supiste que estaba aterrado, y supiste también que no me importaba estar aterrado frente a ti. Me destrozaste en ese momento, porque te vi, y vi lo que eras capaz de hacerme. Me podías destruir con la misma facilidad con la que respirabas. —Está bastante oscuro—dije, estúpidamente, para intentar tranquilizarme y fijar mi mente en algo más que mi palpitante corazón. —Yo seré tu cielo estrellado.—respondiste, tomándome entre tus brazos y besándome el cuello. Yo sabía lo que sucedía. Me lo imaginaba. Primero vi los exámenes médicos en la papelera de tu habitación. Luego te escuché discutiendo con tus padres por teléfono. Recuerdo haberme acurrucado en la cama de donde recién te levantabas, al escuchar las palabras que salían de tu boca. Me había prometido a mí mismo que no dejaría que me desgarraras el corazón. Me había prometido que ignoraría el dolor en tu voz y tus intentos de ocultarlo. Nunca me lo dijiste de frente. Nunca te sentaste a explicármelo. Parte de mí tampoco lo quería, parte de mí prefería imitarte. Morir lentamente, hacerlo en tus brazos. Recuerdo que tu vestido se ensució con la arena de la playa. Recuerdo que tu mano derecha se aferró a la mía mientras yo combatía contigo tus demonios. —¿Por qué quieres subir si te dan miedo las alturas?—te pregunté, deteniéndome en un escalón para que tomaras aliento. Te aferraste a mi camisa con más fuerza, y por primera vez en toda la noche me pareció ver aflicción en tu expresión. —Tengo que ser más fuerte que esto—, respondiste, tomando impulso para seguir en el ascenso. —Sabes.... que si incluso no lo fueras, estoy dispuesto a ser esa fuerza por ti—apretaste mi mano en comprensión. —Estoy dispuesto a soportar esto por los dos— susurré. Me miraste y el corazón se me encogió un poco, el entendimiento de lo que mis palabras significaban manifiesto en tus luceros. La cuestión es, ahora que puedo sentarme a pensarlo, yo no tenía la fuerza que te estaba ofreciendo. En cambio tú, tú eras un huracán. Viva, impetuosa y en constante movimiento. Cuando te fuiste, entendí porque a los huracanes le ponen nombres de personas. Sabía que con esto que te sucedía te harías más brillante a medida que la oscuridad nos alcanzaba. Recuerdo tu satisfacción cuando abriste la puerta que daba al balcón del faro después de haberlo subido todo. Tus mejillas estaban sonrosadas, sonreías con éxtasis, estaba seguro que la sangre corría con frenesí por tus venas. —Sí, yo seré tu cielo estrellado—te dijiste a tí misma. Nos sentamos recostados a la pared interna del balcón, nuestras respiraciones exaltadas, nuestras manos entrelazadas. Tu te recogiste el cabello en un peinado alto, y levantamos nuestras manos. Besaste el anillo en mi dedo anular, y luego mi boca, suavemente.
Recuerdo el momento en que tu pecho dejó de levantarse al paso de tu respiración. Recuerdo que después de eso, descansé. Respiré, y supe que ya no sentirías más dolor. Ahora, cada año que regreso, mi corazón no pesa. Se ha regenerado, y cuando vuelvo, te veo. Y eres una vista celestial.