La hora violeta

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LA HORA VIOLETA

Decían, los que lo conocieron bien, que no fue mal niño; que, aún de origen humilde, pronto supo rodearse de amigos influyentes y que, por esa razón, a poco que se le pobló de vello la barba y la voz se le ahombró, Miguel comenzó su particular ascenso. En el camino, como es natural, dejó a muchos malheridos y a otros mirándolo de soslayo, pero, eso, desde arriba, a duras penas, podía percibirse. A lomos de uno de los mejores alazanes de su cuadra, contemplaba los más de cien acres de aquella aldea grande de la que era soberano absoluto. Se resguardaba del batiente furioso del viento de noviembre tras la grandiosa torre del Homenaje que había mandado construir para reforzar el castillo; que, aunque la cosa casi estaba hecha, quedaba aún mucho moro por combatir. Y lo que era peor, mucho obispo rebelde a su autoridad, como ese don Alonso Vázquez de Acuña. Bien es cierto, que ahora, el prelado y su séquito, estaban por mandato del rey Enrique, en su reducto de Begíjar, pero, y no era descabellado pensarlo, cualquier día era bueno para que le diera el barrunto y se apostara a las puertas de Jaén con intenciones más aviesas que de sometimiento. A más, no podía olvidarse de las batallas que, hoy sí y mañana también, sostenían en pro y en contra de su rey y amigo desde la más tierna infancia, Enrique el Cuarto, los nobles de aquellas tierras. En la no muy lejana Úbeda, los Cuevas y los Molinas, trasunto idéntico a las de Benavides y Carvajales en Baeza. Pocos eran, pero menos iban a quedar. Miguel empezaba a sentir el paso de los años y se arrebujó en la capa. Ni siquiera el apoyo del obispo Barrientos había podido evitar que la ojeriza que le tenía el de Villena le obligara a salir de Aragón, después de que el cuarto Trastámara lo hubiera nombrado Condestable de Castilla, sucesor, nada más y nada menos que, de don Álvaro de Luna. Sabido era que el Marqués quería hacer y deshacer a su antojo en la corte y que la pobre

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