Cuentos emilia pardo bazán curso 2016 17 final[413]

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EMILIA PARDO BAZÁN La Coruña 1851 – Madrid 1921

Si en mi tarjeta pusiera Emilio, en lugar de Emilia, qué distinta habría sido mi vida. Emilia Pardo Bazán

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Cuento de Navidad Érase un niño enfermizo. Su madre, opulentísima señora, andaba loca con el afán de darle salud, y el médico, fijándose en la índole del padecimiento del niño, decía que, principalmente, dimanaba de una especie de atonía o insensibilidad, efecto de que su sistema nervioso se encontraba como amodorrado o dormido, y no comunicaba al organismo las reacciones vitales y al espíritu la fuerza necesaria. Es decir, que Fernandito, que así le llamaba, vivía a medias, como vegetando, lo cual es sobrado para una planta, pero insuficiente para un hombre. Trataba la madre de despertar por todos los medios la sensibilidad, la imaginación y la vida psíquica de su hijo, sin lograrlo. Le paseaba, le adivinaba los gustos, le traía juguetes y golosinas, y el chico tomaba los juguetes un momento y luego los dejaba caer, con indiferencia, a los pies del sillón en que permanecía lánguidamente sentado meses y meses. Las golosinas, las probaba apenas; con alguna, sin embargo, se encaprichaba, y era un arma de doble filo, porque le alteraba el estómago, y como el ejercicio y el movimiento no contrastaban los efectos de la glotonería infantil, las indigestiones ponían su vida en peligro. El desfile de doctores consultados trajo el desfile de sistemas: el pobre Fernandito fue campo de experimentación de los más diversos. Desde el agua fría con sus chorros glaciales, hasta la electricidad, con sus picaduritas de aguja, mordicantes y finas, todo lo hubo de sufrir el cuerpo de Fernando, sometido, por el amor, a torturas que no inventa el odio. Se le paseó de balneario en balneario; se le arrastró de sanatorio en sanatorio, de playa en playa, de altitud en altitud; se le sometió a rigores espartanos, y, como quiera que la ciencia afirmaba que a veces el dolor despierta y fortifica, se llegó al extremo de azotarle con unas varitas delgadas, iguales a las que sirven para batir la crema, mientras la madre, que no quería presenciar la crueldad, se refugiaba en un cuarto interior, tapándose con algodón los oídos… Fuera no acabar nunca referir cuanto se ensayó y practicó con el desgraciado atónico. El catálogo demostraría hasta qué punto la ciencia contemporánea posee recursos y es rica en ideas y combinaciones. Todos los reinos de la naturaleza; todas las fuerzas mal definidas y estudiadas que al través de ella circulan, concurrieron a la obra de la intentada curación. El novísimo radium, substancia maravillosa, también salió a relucir, y nada. Fernandito, no cabe duda, mejoraba físicamente; su cuerpo, adolescente ya, se fortalecía; pero continuaba dando el mismo lastimoso espectáculo de un pensamiento ausente, de una voluntad muerta, de una conciencia entumecida, de un espíritu yerto. Los músculos obedecían al conjunto de la sabiduría humana; los nervios resistían. Y, para decirlo en estilo vulgar, Fernandito seguía tan tontaina como antes.

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Pero el amor -que era la madre- no se cansaba, no se daba por vencido. Cuando, por último, los médicos, fatigados, declararon que, por su parte, estando conseguido lo posible, lo principal, lo demás era cuestión que había que confiar a la naturaleza misma, la cual se reserva, en sus santuarios, mucho que no ha entregado aún a la investigación humana, aunque es de suponer que un día no tendrá más remedio que entregarlo, la madre, oída la sentencia, irguiose encendida, arrebolada de inspiración… Y juntando las manos, mirando al cielo, imploró como si exigiese: -Tú, Señor, que me has permitido dar a mi hijo la carne, permite también que le dé el alma. Desde el punto mismo, dedicose la madre a un trabajo muy activo, muy reservado, que se verificaba en habitaciones completamente independientes de aquéllas en que ella y su hijo vivían. Toda clase de operarios entraban y salían sin cesar, y mujeres jóvenes, envueltas en pieles baratas, arrebujadas en largos abrigos de paño, se reunían allí al anochecer; de las tiendas venían géneros: una instalación complicadísima se realizaba, en una sala que solía estar cerrada siempre, y a las altas horas, el vecindario creía escuchar cantos, músicas, que contrastaban con el silencio habitual de una morada que las tristezas de la enfermedad de Fernandito habían asombrado y entenebrecido siempre. Ocurría esto en los últimos meses del año, cuando iba aproximándose la Navidad. Y la tarde del día 24, el niño, más amodorrado que nunca, se quejaba mansamente de frío, a pesar de la gran chimenea, en que ardía alta hoguera de leña seca, cuyas llamas regocijaban y derramaban suave calor. Su madre extendió por los hombros de la criatura un mullido abrigo de pieles, y sonriéndole, hablándole mimosa, le advirtió: - ¿No sabes? El Niño Dios ha venido a verte. Pero estas palabras no despertaban en Fernandito idea alguna. No las entendía. Las repetía lentamente, como en sueños: -Niño Dios, Niño Dios… -Y la Virgen -insistía la madre-. Y los angelitos. -Tengo frío -insistía el muchacho, temblando ligeramente. Por un instante, sintió la madre que sus esperanzas se fundían, a semejanza de la nieve ligera que acababa de caer y que, suspensa del alero, iba a convertirse en agua y en lodo. ¡Su hijo no tendría alma jamás! ¡Cuánto se intentase, inútil! Y pensaba en lo que sería de ella aquella noche, después de fracasada la tentativa suprema… Porque fracasada la creía,

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y habría que renunciar a la lucha. Fundaría un convento de caritativas monjas, se retiraría a él y allí viviría con su enfermo sin alma, lejos del mundo, que se ríe de los pobres niños atontados… Era la hora de acostar a Fernandito, y resignada y desesperada a la vez, fue ella misma, como siempre, a desnudarle y a someterle las sábanas. Quedose luego en vela al lado de la cama. Al acercarse la medianoche, envolviendo rápidamente al niño en pieles tibias, descalzo y todo, lo arrebató como una presa, mientras le repetía al oído: -¡Ven, que ha nacido Dios y te está llamando! Cruzando un largo pasillo, abierta una puerta grande, entraron en un salón inmenso, todo obscuro, y al pronto, una luz sola, intensísima, ardió en el espacio, y sus fulgores astrales alumbraron un paisaje sorprendente. Montañas, valles, oasis de palmeras, y, a lo lejos, las torres de una ciudad magnífica, las cúpulas de sus templos, las extremidades de sus minaretes. No era el Nacimiento de cartón, con figuras de barro: por los riachuelos corría agua, los árboles susurraban agitados por el viento, y verdadero césped, salpicado de flores, crecía en los praditos y orillaba las sendas. De pronto, empezó a poblarse el desierto panorama. En el fondo de sombría gruta aparecieron una hermosísima mujer y un hombre de plateada barba, que llevaba en la mano una vara de azucenas. La mujer sostenía en sus brazos un Niño, que acostó en el establo. Al punto mismo, una música divina resonó. Eran cadencias de gozo, la risa fresca del villancico, que huele a tomillo de monte, entremezclada con un alboroto de gorjeos de pájaros, y los pastores empezaron a bajar de la montaña, cantando su tonadilla, llevando corderos, cestillos de frutas, tocando zampoñas, empujándose para llegar más presto. Con ellos, la estrella, majestuosa, caminaba.

Y, parados ante la gruta, se postraron, estirando las jetas, con curiosidad simple y santa, con las manos alzadas, enclavijados los dedos callosos, y la madre de Fernandito, que no apartaba la vista de su hijo, creyó morir, de la impresión que recibía. El muchacho se había incorporado, lentamente, y también en su mirada, como en la de los rústicos cabreros, brillaba la chispa de la curiosidad, llena de ingenua bobería, pero ¡tan humana!, ¡tan humana! Entre el silencio repentino de la adoración, se alzó un canto celeste, sostenido por los registros más delicados del magnífico órgano eléctrico, oculto en la sala contigua. Eran muchas voces, afinadísimas, unidas en masa coral, elevando el himno, triunfal, glorioso: «¡Aleluya, aleluya! ¡Nos ha nacido un niño! ¡Aleluya!». Cogió la madre a su hijo, va con alma, y apretándolo contra un corazón que saltaba de miedo y de ilusión ardorosa, entró con él por los senderos del paisaje. Corría, como si en

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tal momento no se pudiese perder minuto. Corría, porque Fernando, al oír el cántico, había murmurado bajito: - ¡Qué precioso, mamá! ¡Qué precioso! Y, ya al pie de la gruta, haciendo apartarse a los pastores con una seña, la madre se arrodilló, y señalando al Niño dormido sobre la paja, murmuró anhelosa, en súplica ardiente: - ¡Bésalo, Fernando! El muchacho dudó un segundo, como si no entendiese. Al cabo, entre un temblor de vida, con un llanto salvador, con un grito, en que su espíritu nacía, exclamó: - ¡Qué bonito! ¡Qué bonito es el Nene! Y aplicó los labios a la faz de rosa que despierta, le sonreía

El trueque

l entrar en el bosque, el perro ladró de súbito con furia, y Raimundo, viendo que urgía de los matorrales una figura que le pareció siniestra, por instinto echó mano a la arabina cargada. Tranquilizóse, sin embargo, oyendo que el hombre que se aparecía sí, murmuraba en ansiosa y suplicante voz:

Señorito, por el alma de su madre…

aimundo quiso registrar el bolsillo; pero el hombre, con movimiento que no carecía e dignidad, le contuvo. No era extraño que Raimundo tomáse a aquel individuo por n pordiosero. Vestía ropa, si no andrajosa, raída y remendada, y zuecos gastadísimos. u rostro estaba curtido por la intemperie, rojizo y enjuto; y sus ojos llorosos, de árpado flojo, y su cara consumida y famélica, delataban no sólo la edad, sino la miseria profunda.

¿Qué se ofrece? -preguntó Raimundo en tono frío y perentorio.

Se ofrece…, que no nos acaben de matar de hambre, señorito. ¡por la salud de quien más quiera! ¡Por la salud de la señorita y del niño que acaba de nacer! Soy Juan, el ejero, que lleva una «barbaridá» de años haciendo teja ahí, en el monte del señorito…

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Me ayudaba el yerno, pero me lo llevó Dios para sí, y me quedé con la hija preñada y yo anciano, sin fuerzas para amasar… Y porque me atrasé en pagar la renta, me quieren quitar la tejera, señorito… ¡la tejera, que es nuestro pan y nuestro socorro…! Raimundo se encogió de hombros, ¿Qué tenía que ver él con esas menudencias de pagos y de apremios? Cosas del mayordomo. ¡Que le dejasen en paz cazar y divertirse!… Lo único que se le ocurrió contestar al pobre diablo fue una objeción: -Pero ¡si al fin no puedes trabajar! ¿De qué te sirve la tejera? -Señorito, por las ánimas…, oiga la santa verdá… He buscado un rapaz que me ayuda, y ya lo tengo ajustado en cuatro reales…, y en poniéndonos a «sudar el alma», yo a dirigir, él a amasar y cocer, pagamos… allá para Año Nuevo…, la «metá» de la deuda. Yo no pido limosna, señor, que lo quiero ganar con mis manos… ¡Acuérdese que todos somos hombres mortales, señorito!, y que tengo que tapar dos bocas: la hija parida y el recien… La hija, por falta de «mantención», se me está quedando sin leche, señorito, porque en no teniendo, con perdón, que meter entre las muelas, el cuerpo no da de suyo cosa ninguna, ni para la crianza ni para el trabajo… Impaciente, Raimundo fruncía el ceño; le estaban malogrando la ocasión favorable de tirar a las codornices; y al fin, él no sabía palotada de esas trapisondas. Hizo ademán de desviar al viejo, el cual continuaba atravesado en el camino, y refunfuñó: -Bien, bien; yo preguntaré a Frazais… Veremos qué me dice de toda tu historia… ¡A Frazais! ¡Al mayordomo implacable, al exactor, a la cuña del mismo palo, al que se reía de las necesidades, las desdichas y las agonías del pobre! La esperanza de Juan, el tejero, súbitamente, se apagó como vela cuando la soplan; reprimió un suspiro sollozante, una queja furiosa y sorda; alzó la cabeza, y apartándose sin decir palabra, caló el abollado sombrero y desapareció entre el castañar, cuyo ramaje crujió lo mismo que al paso de una fiera… Vagando desesperado, sin objeto alguno, triste hasta la muerte, encontróse Juan, después de media hora, en el parque de la quinta, que lindaba con la tejera, y se paró al oír una voz fresca que gorjeaba palabras truncadas y cariñosas. Al través de los troncos de los árboles vio sentada en un banco de piedra a una mujer joven, dando el pecho a una criatura. Bien conocía Juan a la nodriza: era la Juliana, la de Gorio Nogueiras; pero ¡qué maja, qué gorda, que diferente de cuanto «sachaba» patatas ayudando a su marido! ¡Nuestra Señora, lo que hace la «mantención»! El seno que Juliana descubría, y sobre el cual caía de plano el sol en aquel instante, parecía una pella de manteca, blanca y redonda…

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Y Juan, acordándose de que su hija se iba secando, oía con indescriptible rabia el «glu, glu…» del chorrito regalado de dulce leche que se deslizaba por entre los labios del pequeñuelo, el hijo del señorito Raimundo, y que le criaría unas carnes más rollizas aún que las de Juliana, unas carnes de rosa, tiernas como las de un lechoncillo… Mientra Juan contemplaba el grupo, sintiendo tentaciones vehementes, absurdas, de salir y hacer «una barbaridá», para vengarse de los que no les importaban que reventasen los pobres; un hombre, un labrador, se deslizaba furtivamente hasta el banco donde Juliana daba el pecho. Juan le reconoció y comprendió: era el marido del ama, Gorio Nogueiras; y el no mostrar Juliana sorpresa alguna, y la expresiva acogida que hizo al recién llegado, le probaron que los cónyuges tenían por costumbre verse y hablarse así, a escondidas, en aquel retirado lugar. Juliana, prontamente, había retirado el seno de los bezos del mamón, y, descubierta la diminuta faz de este, iluminada por el sol claro, Juan se sorprendió: el hijo del señorito Raimundo se asemejaba a su nieto, al nieto del tejero, como un huevo a otro; todos los niños pequeños se parecen; pero aquellos dos eran exactamente idénticos: los mismos ojos azulinos, la misma nariz algo ancha, la misma tez de nata de leche, la misma plumilla rubia saliendo de la gorra y cayendo en dos mechones ralos sobre la frente abultada. ¡Qué iguales los ricos a los pobres, mientras no empieza la «esclavitú» del trabajo y la falta de «mantención»! Juan, cavilando así, adelantó dos pasos para ver mejor; las hojas crujieron…, y Juliana y Gorio, espantados, se echaron de rodillas a punto menos, para rogarle por caridad que no los descubriese, que no contase que los había visto… ¡Hablar un marido con su mujer no es pecado ninguno, cacho! -exclamaba Gorio, interpelando al tejero para que le diese la razón-. ¿Cuándo se ha visto entre cristianos privar al marido de la vista de la mujer? -No pasar cuidado -declaró Juan-; que, por mí, ni esto han de saber los amos… Allá ellos que se «auden», que nós nos «audamos» también… No somos espías, hombre, ni vamos a echar a pique a nadie… ¡Ir yo con el cuento! Antes me corten el gañote… Y si queredes estar en paz y en gracia de Dios, yo vos llevo el chiquillo ahí a mi casa… Allí lo poderás recoger, Juliana, que te lo entretendremos… Ya sabes el camino; detrás de los castaños, tornando a la derecha… - ¿Y si llora la joyiña de Dios? -preguntó Juliana con la involuntaria e instintiva solicitud de la nodriza por el crío.

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-Si llora, la hija mía le da teta… Criando está como tú… -respondió decisivamente el viejo Juan, en cuyos ojos lacrimosos y ribeteados lució una chispa de voluntad diabólica. Y cogiendo al niño cuidadosamente, meciéndole y diciéndole cosas a su modo, se alejó rápidamente, dejando a los esposos libres y satisfechos. Tres cuartos de hora después, Juliana, sola, inquieta, muy recelosa de que al volver a casa le riñesen por la tardanza, pasó a recoger el niño en la casucha del tejero, mísera vivienda desmantelada, donde el frío y la lluvia penetraban sin estorbo por la techumbre a teja vana y por las grietas y agujeros de las paredes. No necesitó entrar: a la puerta, que obstruían montones de estiércol y broza, sobre los cuales escarbaban dos flacas gallinas, la esperaba ya el tejero con la criatura en brazos, arrullándola para que no lloriquease… - ¡Ay riquiño, que soledades tenía de mí; que mala cara se le «viró»! ¡Si «hastra» más flaco parece! ¡Si a modo que se le cae la ropa! -chilló apurada la nodriza apoderándose del niño y apresurándose a desabrocharse para ofrecerle un consuelo eficaz de su momentáneo abandono… -Ya se le «virará» buen color con el tiempo, mujer, ya se le «virará» -afirmó filosóficamente el viejo. Y mientras la mujer, azorada, estrechando y alagando al angelito, corría en dirección a la quinta, Juan, el tejero, sonreía con su desdentada boca, y se restregaba las secas manos, pensando en su interior: A nosotros nos echarán y nos iremos por el mundo pidiendo una limosnita… pero lo que es el nieto mío, pasar no ha de pasar necesidá; y el hijo de los amos…, ese, que «adeprenda» a cocer teja cuando tenga la edá…, si llega a tenerla, que ¡sábelo Dios! En casa del pobre muérense los chiquillos como moscas…»

El viajero Fría, glacial era la noche. El viento silbaba medroso y airado, la lluvia caía tenaz, ya en ráfagas, ya en fuertes chaparrones; y las dos o tres veces que Marta se había atrevido a acercarse a su ventana por ver si aplacaba la tempestad, la deslumbró la cárdena luz de un relámpago y la horrorizó el rimbombar del trueno, tan encima de su cabeza, que parecía echar abajo la casa. Al punto en que con más furia se desencadenaban los elementos, oyó Marta distintamente que llamaban a su puerta, y percibió un acento plañidero y apremiante que la instaba a abrir.

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Sin duda que la prudencia aconsejaba a Marta desoírlo, pues en noche tan espantosa, cuando ningún vecino honrado se atreve a echarse a la calle, sólo los malhechores y los perdidos libertinos son capaces de arrostrar viento y lluvia en busca de aventuras y presa. Marta debió de haber reflexionado que el que posee un hogar, fuego en él, y a su lado una madre, una hermana, una esposa que le consuele, no sale en el mes de enero y con una tormenta desatada, ni llama a puertas ajenas, ni turba la tranquilidad de las doncellas honestas y recogidas. Mas la reflexión, persona dignísima y muy señora mía, tiene el maldito vicio de llegar retrasada, por lo cual sólo sirve para amargar gustos y adobar remordimientos. La reflexión de Marta se había quedado zaguera, según costumbre, y el impulso de la piedad, el primero que salta en el corazón de la mujer, hizo que la doncella, al través del postigo, preguntase compadecida: - ¿Quién llama? Voz de tenor dulce y vibrante respondió en tono persuasivo: -Un viajero. Y la bienaventurada de Marta, sin meterse en más averiguaciones, quitó la tranca, descorrió el cerrojo y dio vuelta a la llave, movida por el encanto de aquella voz tan vibrante y tan dulce. Entró el viajero, saludando cortésmente; y sacudiendo con gentil desembarazo el chambergo, cuyas plumas goteaban, y desembozándose la capa, empapada por la lluvia, agradeció la hospitalidad y tomó asiento cerca de la lumbre, bien encendida por Marta. Esta apenas se atrevía a mirarle, porque en aquel punto la consabida tardía reflexión empezaba a hacer de las suyas, y Marta comprendía que dar asilo al primero que llama es ligereza notoria. Con todo, aun sin decidirse a levantar los ojos, vio de soslayo que su huésped era mozo y de buen talle, descolorido, rubio, cara linda y triste, aire de señor, acostumbrado al mando y a ocupar alto puesto. Sintióse Marta encogida y llena de confusión, aunque el viajero se mostraba reconocido y le decía cosas halagüeñas, que por el hechizo de la voz lo parecían más; y a fin de disimular su turbación, se dio prisa a servir la cena y ofrecer al viajero el mejor cuarto de la casa, donde se recogiese a dormir. Asustada de su propia indiscreta conducta, Marta no pudo conciliar el sueño en toda la noche, esperando con impaciencia que rayase el alba para que se ausentase el huésped. Y sucedió que éste, cuando bajó, ya descansado y sonriente, a tomar el desayuno, nada habló de marcharse, ni tampoco a la hora de comer, ni menos por la tarde; y Marta, entretenida y embelesada con su labia y sus paliques, no tuvo valor para decirle que ella no era mesonera de oficio.

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Corrieron semanas, pasaron meses, y en casa de Marta no había más dueño ni más amo que aquel viajero a quien en una noche tempestuosa tuvo la imprevisión de acoger. Él mandaba, y Marta obedecía, sumisa, muda, veloz como el pensamiento. No creáis por eso que Marta era propiamente feliz. Al contrario, vivía en continua zozobra y pena.

He calificado de amo al viajero, y tirano debí llamarle, pues sus caprichos despóticos y su inconstante humor traían a Marta medio loca. Al principio, el viajero parecía obediente, afectuoso, zalamero, humilde; pero fue creciéndose y tomando fueros, hasta no haber quien le soportase. Lo peor de todo era que nunca podía Marta adivinarle el deseo ni precaverle la desazón: sin motivo ni causa, cuando menos debía temerse o esperarse, estaba frenético o contentísimo, pasando, en menos que se dice, del enojo al halago y de la risa a la rabia. Padecía arrebatos de furor y berrinches injustos e insensatos, que a los dos minutos se convertían en transportes de cariño y en placideces angelicales; ya se emperraba como un chico, ya se desesperaba como un hombre; ya hartaba a Marta de improperios, ya le prodigaba los nombres más dulces y las ternezas más rendidas. Sus extravagancias eran a veces tan insufribles, que Marta, con los nervios de punta, el alma de través y el corazón a dos dedos de la boca, maldecía el fatal momento en que dio acogida a su terrible huésped. Lo malo es que cuando justamente Marta, apurada la paciencia, iba a saltar y a sacudir el yugo, no parece, sino que él lo adivinaba, y pedía perdón con una sinceridad y una gracia de chiquillo, por lo cual Marta no sólo olvidaba instantáneamente sus agravios, sino que, por el exquisito goce de perdonar, sufriría tres veces las pasadas desazones. ¡Que en olvido las tenía puestas…! cuando el huésped, a medias palabras y con precauciones y rodeos, anunció que «ya» había llegado la ocasión de su partida! Marta se quedó de mármol, y las lágrimas lentas que le arrancó la desesperación cayeron sobre las manos del viajero, que sonreía tristemente y murmuraba en voz baja frasecitas consoladoras, promesas de escribir, de volver, de recordar. Y como Marta, en su amargura, balbucía reproches, el huésped, con aquella voz de tenor dulce y vibrante, alegó por vía de disculpa: -Bien te dije, niña que soy un viajero. Me detengo, pero no me estaciono; me poso, no me fijo.

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Y habéis de saber que sólo al oír esta declaración franca, sólo al sentir que se desgarraban las fibras más íntimas de su ser, conoció la inocentona de Marta que aquel fatal viajero era el Amor, y que había abierto la puerta, sin pensarlo, al dictador cruelísimo del orbe. Sin hacer caso del llanto de Marta (¡para atender a lagrimitas está él!), sin cuidarse del rastro de pena inextinguible que dejaba en pos de sí, el Amor se fue, embozado en su capa, ladeado el chambergo -cuyas plumas, secas ya, se rizaban y flotaban al viento bizarramente- en busca de nuevos horizontes, a llamar a otras puertas mejor trancadas y defendidas. Y Marta quedó tranquila, dueña de su hogar, libre de sustos, de temores, de alarmas, y entregada a la compañía de la grave y excelente reflexión, que tan bien aconseja, aunque un poquillo tarde. No sabemos lo que habrán platicado; sólo tenemos noticias ciertas de que las noches de tempestad furiosa, cuando el viento silba y la lluvia se estrella contra los vidrios, Marta, apoyando la mano sobre su corazón, que le duele a fuerza de latir apresurado, no cesa de prestar oído, por si llama a la puerta el huésped.

El comadrón Era la noche más espantosa de todo el invierno. Silbaba el viento huracanado, tronchando el seco ramaje; desatábase la lluvia, y el granizo bombardeaba los vidrios. Así es que el comadrón, hundiéndose con delicia en la mullida cama, dijo confidencialmente a su esposa: -Hoy me dejarán en paz. Dormiré sosegado hasta las nueve. ¿A qué loca se le va a ocurrir dar a luz con este tiempo tan fatal? Desmintiendo los augurios del facultativo, hacia las cinco el viento amainó, se interrumpió el eterno «flac» de la lluvia, y un aura serena y dulce pareció entrar al través de los vidrios, con las primeras azuladas claridades del amanecer. Al mismo tiempo retumbaron en la puerta apresurados aldabonazos, los perros ladraron con frenesí, y el comadrón, refunfuñando se incorporó en el lecho aquel, tan caliente y tan fofo. ¡Vamos, milagro que un día le permitiesen vivir tranquilo! Y de seguro el lance ocurriría en el campo, lejos; habría que pisar barro y marcar niebla… A ver, medidas de abrigo, botas fuertes… ¡Condenada especie humana, y qué manía de no acabarse, qué tenacidad en reproducirse!

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La criada, que subía anhelosa, dio las señas del cliente; un caballero respetable, muy embozado en capa oscura, chorreando agua y dando prisa. ¡Sin duda el padre de la parturienta! La mujer del comadrón, alma compasiva murmuró frases de lástima, y apuró a su marido. Este despachó el café, frío como hielo, se arrolló el tapabocas, se enfundó en el impermeable, agarró la caja de los instrumentos y bajó gruñendo y tiritando. El cliente esperaba ya, montado en blanca yegua. Cabalgó el comadrón su jacucho y emprendieron la caminata. Apenas el sol alumbró claramente, el comadrón miró al desconocido y quedó subyugado por su aspecto de majestad. Una frente ancha, unos ojos ardientes e imperiosos, una barba gris que ondeaba sobre el pecho, un aire indefinible de dignidad y tristeza, hacían imponente a aquel hombre. Con humildad involuntaria se decidió el comadrón a preguntar lo de costumbre: si la casa donde iban estaba próxima y si era primeriza la paciente. En pocas y bien medidas palabras respondió el desconocido que el castillo distaba mucho; que la mujer era primeriza, y el trance tan duro y difícil, que no creía posible salir de él. «Sólo nos importa la criatura», añadió con energía, como el que da una orden para que se obedezca sin réplica. Pero el comadrón, persona compasiva y piadosa, formó el propósito de salvar a la madre, y picó al rocín, deseoso de llegar más pronto. Anduvieron y anduvieron, patrullando las monturas en el barro pegajoso, cruzando bosques sin hoja, vadeando un río, salvando una montañita y no parando hasta un valle, donde los grisáceos torreones del castillo se destacaban con vigoroso y escueto dibujo. El comadrón, poseído de respeto inexplicable se apeó en el ancho patio de honor, y, guiado, por el desconocido, entró por una puertecilla lateral, directamente, a una cámara baja de la torre de Levante, donde, sobre una cama antigua, rica, yacía una bellísima mujer, descolorida e inmóvil. Al acercarse, observó el facultativo que aquella desdichada estaba muerta; y, sin conocerla se entristeció. ¡Es que era tan hermosa! Las hebras del pelo, tendido y ondeante, parecían marco dorado alrededor de una efigie de marfil; los labios color de violeta, flores marchitas; y los ojos entreabiertos y azules, dos piedras preciosas engastadas en el cerco de oro de las pestañas densas. La voz del desconocido resonó, firme y categórica: -No haga usted caso de ese cadáver. Es preciso salvar a la criatura. De mala gana se determinó el comadrón a cumplir los deberes de su oficio. Le parecía un crimen, aunque fuese con buen fin, lacerar aquel divino cuerpo. Obedeció, no obstante, porque el desconocido repetía con acento persuasivo, y terrible, tuteando al médico:

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-No la respetes por hermosa. Está muerta, y nada muerto es hermoso sino en apariencia y por breves instantes. La realidad ahí es descomposición y sepulcro. ¡Nunca veneres lo que ha muerto! ¡Inclínate ante la vida! Y de pronto, en el instante mismo en que el facultativo se disponía a emplear el acero, el extraño cliente le cogió la mano, susurrándole al oído: - ¡Cuidado! Conviene que sepas lo que haces. Ese seno que vas a abrir encierra no un ser humano, no una criatura, sino «una verdad». Fíjate bien. Te lo advierto. ¿Sabes lo que es «una verdad»? Una fiera suelta que puede acabar con nosotros, y acaso con el mundo. ¿Te atreves, ¡oh comadrón heroico!, a sacar a luz «una verdad»? -El comadrón vaciló; el frío del instrumento que empuñaba se comunicaba a sus venas y a sus huesos. Castañeteaban sus dientes; temblaba de cobardía y de egoísmo. «¡Una verdad!» Ni hay tea que así incendie, ni rayo que así parta, ni torrente que así devaste, ni peste tan contagiosa. ¿Y quién le había de agradecer que cooperase al feliz nacimiento de una verdad? ¿Qué mayor delito para su mujer, sus amigos, su pueblo, su nación tal vez? ¿Qué crimen se paga tan caro? Quería arrojar el bisturí… Por último, la conciencia profesional triunfó. ¡El deber, el deber! No se podía dejar morir al engendro. Y después de una faena angustiosa, realizada con seguro pulso y mano certera, presentó al desconocido una criatura extraña y repugnante, una especie de escuerzo, de trazas ridículas, negruzco, flaco, informe. -Este monigote no puede ser «una verdad» -exclamó, respirando a gusto, el facultativo. -Porque es «verdad» te parece fea al nacer -declaró el desconocido, que miraba con transporte a la criatura-. Cuando las verdades nacen, horrorizan a los que las contemplan. Hasta que las abrigamos en nuestro pecho; hasta que les damos el calor de nuestra vida y el jugo de nuestra sangre; hasta que afirmamos su belleza como si existiese; hasta que nos cuestan mucho, no son hermosas. Esta, ya lo ves, ha acabado con su madre… ¡No se lleva impunemente en las entrañas una verdad! Y ahora la verdad queda huérfana; queda abandonada. Yo no he de ampararla. Obligaciones estrechas me llaman a otra parte. Soy el que anuncia, no el que protege y salva. ¿Quieres tú encargarte de la recién nacida? ¿Tienes valor? ¿Eres digno de proteger a la verdad? Cuando así le interpelan, no hay hombre que no guste de fanfarronear un poco. En el alma se despierta la viril arrogancia, y responde al llamamiento como el corcel de batalla al toque penetrante del clarín. Hace la vanidad oficio de resolución, y por un instante es sincero el deseo de la gloriosa batalla y el ansia del sacrificio. El comadrón tendió los brazos, recibió en ellos al raquítico ser, y declaró gallardamente:

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-Ya tiene padre. El desconocido le echó una ojeada especial, seria, escrutadora, hondísima; ojeada de abismo abierto. ¿Reconvención o alabanza? ¿Duda o fe? Nunca se supo. Lo cierto es que el comadrón envolvió en paños blancos a la recién nacida; que comió pan y bebió vino, para reconfortarse; que ensilló otra vez su rocín, y con la criatura en brazos y tapada y agasajada, emprendió la vuelta. Declinaba la tarde; los rayos oblicuos del sol eran como miradas de severos ojos, nublados por el desengaño y enrojecidos por la indignación secreta. Las aves callaban, las pocas aves que se ven en los últimos meses del invierno; pero no tardaría el mochuelo en exhalar su queja ronca, porque ya se acercaba la mala consejera: la noche. Y el comadrón, sin dejar de apurar a su montura, pensaba en la llegada. ¡Presentarse así, llevando en brazos un crío! ¡Si al menos fuese un angelito, una monada, una manteca con hoyuelos, una peloncita rubia y sedosa, dispuesta a encresparse en sortijillas! ¡Pero aquel monstruo! Desvió los paños, contempló a la criatura… Ya no estaba amoratada. Respiraba bien. Parecía más fuerte y más grande. Entre sus labios lucían, ¡qué asombro!, cuatro blancos dientes. ¡Qué robusta nacía la maldita! Y cual si quisiese demostrar el brio y el ansia vital con que salía al mundo, la recién nacida – buscó el dedo del comadrón y lo mordió. Después rompió a llorar, con llanto vehemente, ávido, que aturdía. El comadrón sintió impaciencia y enojo. ¿De qué manera acallaría el grito de la verdad, ese grito tan molesto, capaz de atraer a los malhechores? Tapar la boca… Primero apoyó la palma de la mano; después furioso, porque seguía el escándalo, envolvió la cabeza de la criatura en la vuelta del impermeable; y, por último, apretó, apretó, hasta que lentamente se apagaron los quejidos… Cayó la noche; llegó el momento de vadear el río; y como la criatura, silenciosa ya, estorbaba en brazos, el comadrón desenvolvió el abrigo, cogió el cuerpo, lo balanceó y lo arrojó a la corriente.

Al buen callar… No tenían más hijo que aquel los duques de Toledo, pero era un niño como unas flores; sano, apuesto, intrépido, y, en la edad tierna, de condición tan angelical y noble, que le amaban sus servidores punto menos que sus padres.

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Traíale su madre vestido de terciopelo que guarnecían encajes de Holanda, luciendo guantes de olorosa gamuza y brincos y joyeles de pedrería en el cintillo del birrete; y al mirarle pasar por la calle, bizarro y galán cual un caballero en miniatura, las mujeres le echaban besos con la punta de los dedos, las vejezuelas reían guiñando el ojo para significar «¡Quién te verá a los veinte!», y los graves beneficiados y los frailes austeros, sacando la cabeza de la capucha y las manos de las mangas, le enviaban al paso una bendición. Sin embargo, el duque de Toledo, aunque muy orgulloso de su vástago, observaba con inquietud creciente una mala cualidad que tenía, y que según avanzaba en edad el niño don Sancho iba en aumento. Consistía el defecto en una especie de manía tenacísima de cantar la verdad a troche y moche, viniese a cuento o no viniese, en cualquier asunto y delante de cualquier persona. Cortesano viejo ya el duque de Toledo, ducho en saber que en la corte todo es disfraz, adivinaba con terror que su hijo, por más alentado, generoso, listo y agudo que se mostrase, jamás obtendría el alto puesto que le era debido en el mundo, si no corregía tan funesta propensión. -Reñida está la discreción con la verdad: como que la verdad es a menudo la indiscreción misma -advertía a su hijo el duque-. Por la boca solemos morir como los simples peces, y no es muerte propia de hombre avisado, sino de animal bruto, frío y torpe -solía añadir. Corríase y afligíase el rapaz de tales reprensiones y advertencias, y persuadido de que erraba al ser tan sincero, proponía en su corazón enmendarse; pero su natural no lo consentía: una fuerza extraña le traía la verdad a los labios, no dándole punto de reposo hasta que la soltaba por fin, con gran aflicción del duque, que se mataba en repetir: -Hijo Sancho, mira que lo que haces… La verdad es un veneno de los más activos; pero en vez de tomarse por la boca, sale de ella. Esparcida en el aire, es cuando mata. Si tan atractiva te parece la fatal verdad, guárdala en ti y para ti; no la repartas con nadie, y a nadie envenenarás. Acaeció, pues, que frisando en los trece años y siendo cada vez más lindo, dispuesto y gentil el hijo de los duques de Toledo, un día que la reina salió a oír misa de parida a la catedral, hubo de verle al paso, y prendada de su apostura y de la buena gracia con que le hizo una reverencia profundísima, quiso informarse de quién era, y apenas lo supo, llamó al duque y con grandes instancias le pidió a don Sancho para paje de su real persona.

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Más aterrado que lisonjeado, participó el duque a su hijo el honor que les dispensaba la reina. -Aquí de mis recelos, aquí del peligro, Sancho… Tu funesto achaque de veracidad ahora es cuando va a perderte y perdernos. Si la reserva y el arte de bien callar son siempre provechosas, en la cámara de los reyes son indispensables, te lo juro. -Antes pienso, padre -replicó el precoz don Sancho-, que al lado de los reyes, por ser ellos figura e imagen de Dios, alentará la verdad misma. No cabrá en ellos mentira ni acción que deba ser oculta o reservada. Confuso y perplejo dejó la respuesta al duque, pues le escarabajeaban en la memoria ciertas murmuraciones cortesanas referentes a liviandades y amoríos regios; pero tomando aliento: -No, hijo -exclamó por fin-, no es así como tú supones… Cuando seas mayor y tu razón madure, entenderás estos enigmas. Por ahora solo te diré que si vas a la corte resuelto a decir verdades, mejor será que tomes ya mi cabeza y se la entregues al verdugo. Cabizbajo y melancólico se quedó algún tiempo don Sancho, hasta que, como el que promete, extendió la mano con extraña gravedad, impropia de su juventud. -Yo sé el remedio -afirmó. Mentir me es imposible, pero no así guardar silencio. Haced vos, padre, correr la voz de que un accidente me ha privado del habla, y yo os prometo, por dispensaros favor, ser mudo hasta el último día de mi vida si es preciso. Pareció bien el arbitrio al duque y divulgó lo de la mudez; siendo lo notable del caso que la reina, sabedora de que el bello rapaz era mudo, mostró alegría suma y mayor empeño en tenerle a su servicio y órdenes. En efecto, desde aquel día asistió don Sancho como paje en la cámara de la reina, sellados los labios por el candado de la voluntad, viendo y oyendo todo cuanto ocurría, pero sin medios de propalarlo. Poco a poco la reina iba cobrándole extremado cariño. Sancho se pasaba las horas muertas echado en cojines de terciopelo al pie del sillón de su ama y recostando la cabeza en sus faldas, mientras ella con la fina mano cargada de sortijas le acariciaba maternalmente los oscuros y sedosos bucles. Las primeras veces que don Sancho fue encargado de abrir la puerta secreta a cierto magnate, y le vio penetrar furtivamente y a deshora en el camarín, y a la reina echarle al cuello los brazos, el pajecillo se dolió, se indignó, y, a poder soltar la lengua, Dios sabe la tragedia que en el palacio se arma.

or fortuna, Sancho era mudo; oía, eso sí, y las pláticas de los dos enamorados le pusieron al orriente de cosas harto graves, de secretos de Estado y familia; entre otros, de que el rey, a

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u vez, salía todas las noches con maravilloso recato a visitar a cierta judía muy hermosa, por uien olvidaba sus obligaciones de esposo y de monarca, y merced a cuyo influjo protegía esmedidamente a los hebreos, con perjuicio de sus reinos y mengua de sus tesoros. nvuelta en el misterio esta intriga, no la sabían más que el magnate y la reina; y don ancho, trasladando su indignación del delito de la mujer al del marido, celebró nuevamente o haber tenido voz, porque así no se veía en riesgo de revelar verdad tan infame. Pasado lgún tiempo, la confianza con que se hablaban delante del mudo pajecillo instruyó a éste e varias maldades gordas que se tramaban en la corte: supo cómo el privado, isimuladamente, hacía mangas y capirotes de la hacienda pública, y cómo el tío del rey onspiraba para destronarle, con otras infinitas tunantadas y bellaquerías que a cada momento soliviantaban y encrespaban la cólera y la virtuosa impaciencia de don Sancho, oniendo a prueba su constancia, en el mutismo absoluto a que se había comprometido.

ucedía entretanto que le amaban todos mucho, porque aquel lindo paje silencioso, tan idalgo y tan obediente, jamás había causado daño alguno a nadie. No hay para qué decir si e favorecían las damas, viéndole tan gentil y estando ciertas de su discreción; y desde el rey asta el último criado, todos le deseaban bienes. Tanto aumentó su crédito y favor, que al umplir los veinte años y tener que dejar su oficio de paje por el noble empleo de las armas, olmáronle de mercedes a porfía el rey, la reina, el privado y el infante, acrecentando los onores y preeminencias de su casa y haciéndole donación de alcaldías, fortalezas, villas y astillos. Y cuando, húmedas las mejillas de beso empapado de lágrimas con que le despidió a reina, que le quería como a otro hijo; oprimido el cuello con el peso de la cadena de oro ue acababa de ceñirle el rey, salió don Sancho del alcázar y cabalgó en el fogoso andaluz de ue el infante le había hecho presente; al ver cuántos males había evitado y cuántas rosperidades había traído su extraña determinación, tentóse la lengua con los dientes, y, meditabundo, dijo para sí (pues para los demás estaba bien determinado a no decir oxte ni moxte): «A la primera palabra que sueltes al aire, lengua mía, con estos dientes o con mi uñal te corto y te echo a los canes.»

ay eruditos que sostienen la opinión de que de esta historia procede la frase vulgar, sin tra explicación plausible: «Al buen callar llaman Sancho.»

Casualidad 17


Mi amigo Luis Cortada es hombre de humor, aficionado a faldas como ninguno. Aunque guarda la reserva que el honor prescribe, sus dos o tres compinches de confianza conocemos sus principios y modo de entender tales cuestiones. «El amor -sostiene Luis- debe ser algo grato, regocijado y ameno; si causa penas, inquietudes y sofocos, hay que renegar de él y hacerse fraile.» Cuando le hablan de dramas pasionales se encoge de hombros, y declara desdeñosamente: -Los que ustedes llaman enamorados no son sino locos, que tomaron esa postura en vez de tomar otra. Podían buscar la cuadratura del círculo o el movimiento continuo; podían creerse el sha de Persia o el Kaiser; podían suponer que guardaban en una cueva millones en oro y pedrería… Prefieren figurarse que en su alma existe un ideal sublime, que les eleva al quinto cielo, que nadie como ellos ha sentido, y por el cual deben sufrir, si es necesario, martirio, muerte y deshonor. ¿Dónde cabe mayor insania? Y lo más terrible es que esa clase de dementes andan sueltos. No, conmigo eso no va. Adoro a las mujeres…, pero soy muy justo y las adoro a todas por igual, sin creer en la divinidad de ninguna. Hay que suponer que el sistema de Luis era el mejor, pues las mujeres se morían por él. No se sabe qué hechizo existía en aquel muchacho, ni muy guapo ni muy feo, de cara redonda y fino bigote castaño, de ojos alegres y frente muy blanca, en la cual el pelo señalaba cinco atrevidas puntas. Sin que él se alabase jamás de sus triunfos, nos constaban, y, en nuestra involuntaria y poco malévola envidia, los atribuíamos a aquella misma constante ecuanimidad y confianza en sí mismo, a la indiferencia con que pasaba de la rubia a la morena, sin concederles el tributo de un suspiro cuando se rompía el lazo. «Este chico -repetíamos- tiene música dentro.» Me llamó la atención ver que de pronto Luis perdía su jovialidad, andaba cabizbajo y mustio, y hasta, a veces, inquieto y hosco. Yo era, de los de la trinca, el más íntimo, el que le veía diariamente, o en su casa o en la mía, y no pude menos de preguntarle, atribuyendo el fenómeno al inevitable amor, que al fin, llegada la hora, le hubiese cogido en sus redes de oro y hierro. La hipótesis le sublevó. -Te prohíbo -me dijo severamente- que dudes de mi cordura… Sólo que, entérate: eso de la pasión y demás zarandajas tiene, entre otros encantos, el de que lo mismo puede dañar el padecerlo como el hacerlo sentir… Igual fastidia querer o ser querido… ¿Te has enterado? Y mutis. -Como tú eres tan listo para mudarte de casa, no creí que te dejases coger en ninguna ratonera… -Yo me entiendo… -repuso él, fruncido un ceño receloso sobre los ojos, que habían perdido su expresión regocijada.

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Pasaba esta conversación en mi despacho, donde Luis, nerviosamente, había encendido y tirado casi enteros hasta tres excelentes puros. En su visible estado de agitación, sacaba la petaca, la dejaba sobre la mesa, volvía a guardarla, se tentaba el bolsillo y, en suma, ejecutaba movimientos inconscientes, reveladores de distracción profunda. Momentos así son los que aprovechan los ladrones llamados descuideros para quitar el reloj o la cartera a sus víctimas. Tal pensamiento fue el que se me ocurrió cuando, minutos después de haberse marchado Luis, vi que sobre mi mesaescritorio se había dejado no la petaca, sino la cartera misma, que era de igual cuero y tamaño, y, sin duda, en su trastorno, confundió con ella. Lo delicado -lo reconozco, señores- hubiese sido coger esa cartera y guardarla bajo llave sin mirarla. Pero la conciencia y la delicadeza también tienen sus sofismas, y yo me di a mí mismo la excusa de que no me proponía otro fin, al ser indiscreto, sino tratar de saber lo que preocupaba a mi amigo, para venirle en ayuda. Y tomé y abrí la cartera, que contenía un fajillo de billetes, y, en el otro departamento, papeles doblados y un retrato de mujer. - ¡Calle! -exclamé-. ¡La señora de Ramírez Madroño! Era, en efecto, la esposa del riquísimo industrial, rubia bastante bonita, aunque de una fisonomía a veces extraña, unos ojos que relumbraban o se apagaban como gusanos de luz, y una cara larga y descolorida, como efigie de marfil antiguo. ¡Vaya, conque también ella! ¡De fama tan limpia! ¡Y nosotros, que ni aun por coqueta la teníamos! ¡Este Luis! Nada, que llevaba dentro, no ya música, una orquesta entera… No es fácil detenerse cuando ha empezado a despertarse la curiosidad. Mis ojos ávidos recorrieron los billetitos en que la mano parecía haber dejado candentes surcos…, cuando, en lo mejor de la exploración, pegué un salto en el sillón giratorio y solté una exclamación sin forma, como se hace cuando se está solo… Acababa de leer un párrafo: «Alma mía, ya se notan los efectos… Todo obstáculo entre nosotros debe desaparecer…, y pronto desaparecerá. Envíame otro paquetito como los anteriores…» Tan horripilado me quedé, que ni aun advertí que habían llamado a la puerta, ni que un hombre se precipitaba en mi despacho. Era él, era Luis, descompuesto, con los ojos saltándosele, la respiración ahogada. Yo, a mi vez, me quedé aturdido. No podía dudar de que me hubiese visto leyendo. ¡Qué plancha! Pero, con asombro, noté que Luis, en vez de conservar su actitud del primer momento, poco a poco iba modificándola, adoptando la de un hombre que se goza en la confusión de otro. Al cabo, mirándome cara a cara, soltó una franca risa y me echó al cuello los brazos, exclamando afectuosamente: -No te apures, hijo, no te apures… En parte, me has hecho un favor con curiosear mi cartera. No me decidía a franquearme; así desahogaré contigo. Me

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has visto pensativo, cosa en mí bien rara, y ahora comprenderás por qué. He tenido la segunda desgracia: la primera, bueno, es enamorarse; la segunda… - ¡Sí, ya sé! -pude, por fin, articular-. La segunda desgracia es que se han enamorado de ti. - ¡Ajá! De eso se trata. He metido la mano en un cesto de flores y había en él la viborilla del amor. ¡Condenado! El caso es que la señora…; bueno, tú ya no ignoras cómo se llama. -No, no lo ignoro… Y de veras que me ha sorprendido. La tenía por… -Sí, sí, claro… Una señora intachable… hasta que llegó su cuarto de hora, con la fatalidad de que entonces pasase yo y no otro… En fin, que está, ¡no sabes!, de atar… Se le ha metido en la cabeza que su punto de honra es adorarme y unirse a mí por toda la vida, para lo cual tiene que… Se le atragantó el verbo, y yo vine en su ayuda, articulando: -Que cometer un crimen… ¡Atiza! ¡De tales entusiasmos líbrenos Dios!… -Eso he dicho yo siempre: ¡líbrenos Dios! Ya sabes mis teorías… Líbrenos de cuanto sea fuerte, hondo, trascendental… ¡Si no tiene vuelta!… Pero, en fin, ahora no se trata de eso. Vamos a lo urgente. Te explicaré cómo por un lado me ves reír y por otro me encuentras tan cabizbajo. Respiró un instante. Luego se decidió: -Todo cuanto te diga de la resolución de esa mujer sería poco… ¡Si bregaría yo con ella! Todas mis razones no la han podido disuadir. Y para evitar mayores males, ¿qué dirás que he discurrido? Desde hace un mes le envío paquetitos de un veneno activísimo… De lo que remedia las dispepsias y el flato… ¡Bicarbonato de sosa químicamente puro!… ¡Y eso es lo que surte efecto!… La risa de mi amigo se me pegó… Celebramos con grandes carcajadas la farsa inocente. - ¡Y figúrate que me dice que ya nota efectos!… Redoblamos las carcajadas. Sin embargo, de pronto me quedé serio y le cogí la mano: - ¡Aguarda, aguarda, Luisillo! Y si advierte que es inofensivo lo que le remites…, ¿puede… sustituir…, idear… otra cosa? Mi amigo se puso blanco de terror. Evidentemente la hipótesis no se le había ocurrido ni un instante. Era quizá lo único en que no había pensado. - ¡Demonio! -fue lo que pronunció, al fin, dándose una palmada en la frente.

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Momentos después, ya hecha alianza ofensiva y defensiva, debatíamos el plan de campaña. En primer término, Luis propuso el remedio de la cobardía: la fuga. Un viaje a París…, a Buenos Aires…, al Polo Norte… Yo aconsejé el de la semicobardía: el aplazamiento. -Mándale otra dosis mayor de bicarbonato -propuse- y veremos lo que pasa. Probablemente, ganar tiempo es ganarlo todo. Se avino a mi parecer Luis, y transcurrieron quince días en que nada nuevo ocurrió. Las cartas, sin embargo, denunciaban algo increíble: el creciente efecto de una droga tan inofensiva… - ¡Esto no puede ser! ¡Esa mujer está como una cesta de gatos! -declaró mi amigo, queriendo disimular la zozobra con la indignación-. ¿Qué diantres de efecto cabe? ¿Me lo quieres decir? -Oye, Luis -resolví-: ése es un punto que importa averiguar. Es necesario que hoy mismo nos enteremos de cuál es el estado de salud del señor Ramírez Madroño, muy señor nuestro. A la noche reúnete conmigo en la cervecería, que te prometo noticias. No sería prudente que tú mismo las indagases. Mi procedimiento fue de lo más sencillo. Por teléfono público pedí comunicación con la casa de Ramírez Madroño. Y la central dio por respuesta que estaba descolgado el teléfono a causa de la grave enfermedad del dueño de la casa. Y al entrar en la cervecería pedí un diario de la noche, y leí la noticia de que el señor Ramírez Madroño había muerto. Cuando comuniqué esta nueva a Luis casi sufrió un síncope. Le hice entrar en una farmacia, le froté las sienes con vinagre y, a la salida, le insulté: - ¡Cobarde! ¡Tonto! ¡Ánimo! ¡Vaya un simple! ¿Tú has dado a ese señor, anda y dime, ningún jarope malo? ¿Entonces? Se murió porque Dios lo ha dispuesto… No conseguí que mi amigo se reanimase. Pasó la noche en una especie de delirio, acusándose de imaginarios crímenes. Al otro día le metí en el tren, arropado con una manta y temblando de fiebre, y me fui con él a Barcelona, donde embarcamos para Italia. Yo volví a Madrid tan pronto como pude estar seguro de que Luis había recobrado el uso de la razón y la salud de cuerpo. Convinimos en que el aire patrio le sería muy dañoso en bastantes meses. En efecto, tardó mucho en volver. Pude cerciorarme de que el fallecimiento de Ramírez Madroño no había causado ninguna extrañeza: tenía en el estómago una úlcera mortal. En cuanto a su esposa, tampoco sorprendió que, después de varios ataques de convulsiones histéricas, explicables por la pena, hubiese caído en una especie de atonía, y luego en una devoción estrecha y rigurosa, sin salir de la iglesia en toda la

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mañana. Era para mí evidente que jamás sospechó la piadosa burla de Luis. Al revés de otras, su arrepentimiento fue real, e imaginario su delito.

El corazón perdido Yendo una tardecita de paseo por las calles de la ciudad, vi en el suelo un objeto rojo; me bajé: era un sangriento y vivo corazón que recogí cuidadosamente. «Debe de habérsele perdido a alguna mujer», pensé al observar la blancura y delicadeza de la tierna víscera, que, al contacto de mis dedos, palpitaba como si estuviese dentro del pecho de su dueño. Lo envolví con esmero dentro de un blanco paño, lo abrigué, lo escondí bajo mi ropa, y me dediqué a averiguar quién era la mujer que había perdido el corazón en la calle. Para indagar mejor, adquirí unos maravillosos anteojos que permitían ver, al través del corpiño, de la ropa interior, de la carne y de las costillas -como por esos relicarios que son el busto de una santa y tienen en el pecho una ventanita de cristal-, el lugar que ocupa el corazón. Apenas me hube calado mis anteojos mágicos, miré ansiosamente a la primera mujer que pasaba, y ¡oh asombro!, la mujer no tenía corazón. Ella debía de ser, sin duda, la propietaria de mi hallazgo. Lo raro fue que, al decirle yo cómo había encontrado su corazón y lo conservaba a sus órdenes de si gustaba recogerlo, la mujer, indignada, juró y perjuró que no había perdido cosa alguna; que su corazón estaba donde solía y que lo sentía perfectamente pulsar, recibir y expeler la sangre. En vista de la terquedad de la mujer, la dejé y me volví hacia otra, joven, linda, seductora, alegre. ¡Dios santo! En su blanco pecho vi la misma oquedad, el mismo agujero rosado, sin nada allá dentro, nada, nada. ¡Tampoco ésta tenía corazón! Y cuando le ofrecí respetuosamente el que yo llevaba guardadito, menos aún lo quiso admitir, alegando que era ofenderla de un modo grave suponer que, o le faltaba el corazón, o era tan descuidada que había podido perderlo así en la vía pública sin que lo advirtiese. Y pasaron centenares de mujeres, viejas y mozas, lindas y feas, morenas y pelirrubias, melancólicas y vivarachas; y a todas les eché los anteojos, y en todas noté que del corazón sólo tenían el sitio, pero que el órgano, o no había existido nunca, o se había perdido tiempo atrás. Y todas, todas sin excepción alguna, al querer yo devolverles el corazón de que carecían, negábanse a aceptarlo, ya porque creían tenerlo, ya porque sin él se encontraban divinamente, ya porque se juzgaban injuriadas por la oferta, ya porque no se atrevían a arrostrar el peligro de poseer un corazón. Iba desesperando de restituir a un pecho de mujer el pobre corazón abandonado, cuando, por casualidad, con ayuda de mis prodigiosos lentes, acerté a ver qué pasaba por la calle una niña

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pálida, y en su pecho, ¡por fin!, distinguí un corazón, un verdadero corazón de carne, que saltaba, latía y sentía. No sé por qué -pues reconozco que era un absurdo brindar corazón a quien lo tenía tan vivo y tan despierto- se me ocurrió hacer la prueba de presentarle el que habían desechado todas, y he aquí que la niña, en vez de rechazarme como las demás, abrió el seno y recibió el corazón que yo, en mi fatiga, iba a dejar otra vez caído sobre los guijarros. Enriquecida con dos corazones, la niña pálida se puso mucho más pálida aún: las emociones, por insignificantes que fuesen, la estremecían hasta la médula; los afectos vibraban en ella con cruel intensidad; la amistad, la compasión, la tristeza, la alegría, el amor, los celos, todo era en ella profundo y terrible; y la muy necia, en vez de resolverse a suprimir uno de sus dos corazones, o los dos a un tiempo, diríase que se complacía en vivir doble vida espiritual, queriendo, gozando y sufriendo por duplicado, sumando impresiones de esas que bastan para extinguir la vida. La criatura era como vela encendida por los dos cabos, que se consume en breves instantes. Y, en efecto, se consumió. Tendida en su lecho de muerte, lívida y tan demacrada y delgada que parecía un pajarillo, vinieron los médicos y aseguraron que lo que la arrebataba de este mundo era la rotura de un aneurisma. Ninguno (¡son tan torpes!) supo adivinar la verdad: ninguno comprendió que la niña se había muerto por cometer la imprudencia de dar asilo en su pecho a un corazón perdido en la calle.

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Esta edición no venal, ha sido realizada con fines pedagógicos para su distribución entre el público lector del IES Parque Goya de Zaragoza, con motivo de la celebración de la semana de tema común: mujeres. Curso 2016-2017

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