NATHANIEL HAWTHORNE
EL JOVEN GOODMAN BROWN
Dibujos de
María Isabel Rueda
Hambre
Muertos y sin ley
EL JOVEN GOODMAN BROWN
Nathaniel Hawthorne
EL JOVEN GOODMAN BROWN
Dibujos de
María Isabel Rueda Traducción de
Diego Uribe-Holguín
Hambre
Muertos y sin ley BOGOTÁ, MMXXI
EL JOVEN GOODMAN BROWN
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l joven Goodman Brown salió a la calle cuando el sol se ponía en la aldea de Salem; pero, después de cruzar el umbral, introdujo la cabeza de regreso para intercambiar un beso de despedida con su joven esposa. Y Fe, como ella tan apropiadamente se llamaba, asomó a su vez su linda cabeza, dejando que el viento jugara con las cintas rosadas de su cofia mientras le decía a Goodman Brown: —Corazón mío —susurró suavemente y con un dejo de tristeza cuando sus labios le rozaron el oído—, te ruego que postergues tu viaje hasta el amanecer y que esta noche duermas en tu cama. Cuando una mujer se queda sola la perturban tales sueños y pensamientos que a veces tiene miedo de sí misma. Te suplico que te quedes conmigo esta noche, querido esposo, entre todas las noches del año.
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—Mi amor y mi Fe —replicó el joven Goodman Brown—, entre todas las noches del año, esta la tengo que pasar lejos de ti. Mi viaje, como tú lo llamas, de ida y de regreso, debe hacerse antes del amanecer. ¿Acaso dudas ya de mí, mi dulce, bella esposa?, ¿cuando tan sólo llevamos tres meses de casados? —¡Siendo así, que Dios te bendiga! —dijo Fe, la de las cintas rosadas—, y ojalá encuentres todo bien a tu regreso. —¡Amén! —exclamó Goodman Brown—. Reza tus oraciones, querida Fe, acuéstate temprano y nada podrá hacerte daño. Así se despidieron; y el joven prosiguió su camino hasta que, estando a punto de doblar la esquina del templo, miró hacia atrás y vio la cabeza de Fe todavía asomada con un aire melancólico, a pesar de sus cintas rosadas. «Pobrecita Fe», pensó, puesto que su corazón lo castigaba. «¡Soy un canalla, abandonarla para emprender semejante cometido! Y ella también hablaba de sueños... Mientras lo hacía me pareció ver angustia en su rostro, como si un sueño le
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hubiera advertido sobre lo que ocurrirá esta noche. Pero no, no... tan sólo pensarlo la mataría. En fin, ella es un ángel bendito en esta tierra; y después de esta noche me aferraré a sus faldas y la seguiré hasta el cielo.» Con esta excelente resolución para el futuro, Goodman Brown se sintió justificado para apresurarse aún más hacia su actual propósito maligno. Había tomado un camino sombrío, oscurecido por los árboles más lúgubres del bosque, que apenas se hacían a un lado para dejar que la angosta trocha reptara entre ellos y se cerraban inmediatamente detrás. Todo era tan desolado como podría serlo; y en tales soledades se presenta la peculiaridad de que el viajero no sabe quién podría estar ocultándose tras los innumerables troncos y entre el espeso ramaje en lo alto; de manera que con pasos solitarios podría estar pasando a través de una multitud invisible. —Podría haber un indio endemoniado tras cada árbol —se dijo Goodman Brown a sí mismo; y echó un vistazo temerario a sus espaldas mientras añadía—: ¡El diablo en persona me podría estar respirando en la nuca!
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Con la cabeza vuelta hacia atrás, dobló un recodo en el camino y, al mirar de nuevo hacia delante, avistó la figura de un hombre ataviado de manera sobria y digna, que esperaba sentado al pie de un árbol añoso y que se levantó a medida que él se aproximaba para caminar a su lado. —Llegas tarde, Goodman Brown —le dijo—. El reloj de Old South daba la hora cuando pasé por Boston, y eso fue hace quince minutos. —Fe me retuvo —replicó el joven, con la voz temblorosa por la súbita aparición de su compañero, aunque no fuese del todo inesperada. El bosque estaba ya sumido en penumbra, y más aún por donde estos dos transitaban. Hasta donde se podía discernir, el segundo viajero tenía unos cincuenta años, parecía pertenecer al mismo rango social que Goodman Brown y se le asemejaba bastante, aunque quizás más en los ademanes que en los rasgos. Aun así, podrían pasar por padre e hijo. No obstante, a pesar de que el mayor vestía de manera tan sencilla como el joven, e igualmente sencillo era su comportamiento, poseía el aire indescriptible de alguien que conocía el mundo, y que no se habría sentido avergonzado en la mesa de
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banquetes del gobernador o en la corte del Rey Guillermo, si es que allí lo condujeran sus asuntos. Pero la única cosa de él que podría señalarse como extraordinaria era su bastón, el cual se asemejaba a una gran culebra negra y estaba labrado de manera tan curiosa que daba la impresión de enrocarse y retorcerse como una serpiente viva. Esto, por supuesto, debía de ser una ilusión óptica, favorecida por la luz incierta. —Vamos, Goodman Brown —exclamó su compañero de jornada, —este paso es demasiado lento para comenzar un viaje. Toma mi bastón si es que ya te sientes cansado. —Amigo —dijo el otro, menguando el paso hasta detenerse del todo—, ya cumplí con nuestro pacto reuniéndonos aquí; y ahora mi propósito es regresar por donde vine. Tengo escrúpulos respecto al asunto que sabemos. —¿Conque eso dices? —respondió el de la serpiente, riendo para sí—. Sigamos caminando mientras lo discutimos; y si no te convenzo, podrás regresar. Todavía no hemos recorrido más que un corto trecho.
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—¡Demasiado lejos, demasiado lejos! —exclamó el joven esposo, reanudando la marcha inconscientemente—. Mi padre jamás se adentró al bosque para llevar a cabo semejante cometido, ni su padre antes que él. Hemos sido una estirpe de hombres honestos y buenos cristianos desde los tiempos de los mártires; y si fuera yo el primero de los Brown que tome este camino para andar… —Con semejante compañía, ibas a decir —observó el mayor, interpretando la pausa—. ¡Bien dicho, Goodman Brown! Conozco tan bien a tu familia como a ninguna otra entre los puritanos; y eso no es decir poco. Ayudé a tu abuelo, el alguacil, cuando azotó a aquella cuáquera con tanto brío por las calles de Salem; y fui yo quien le procuró a tu padre la tea de pino embreado, encendida en mi propia hoguera, para prenderle fuego a un poblado de indios durante la guerra del Rey Felipe. Ambos fueron buenos amigos míos; y más de una vez recorrimos juntos este mismo camino y regresamos alegremente pasada la medianoche. En honor a la tradición, me gustaría ser tu amigo. —Si es como tú dices —replicó Goodman Brown—, me sorprende que ellos nunca mencionaran estas cosas; o, en realidad, no me sorprende, en vista de
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que el menor rumor al respecto los habría expulsado de Nueva Inglaterra. Somos gente de oración y, por añadidura, de buenas acciones, y no toleramos semejantes perversidades. —Perversidades o no —dijo el caminante del bastón retorcido—, estoy muy bien relacionado aquí en Nueva Inglaterra. Los diáconos de más de una parroquia han bebido conmigo el vino de la comunión; los concejales de diversos pueblos me han nombrado su presidente; y la mayoría de miembros de la Corte General apoya firmemente mis intereses. Además, el gobernador y yo… Pero esos son secretos de Estado. —¿Podrá ser cierto? —exclamó Goodman Brown, mirando con asombro a su impávido acompañante—. Sea como sea, yo no tengo nada que ver con el gobernador ni con el consejo; ellos hacen lo que les parece y su manera de actuar no incumbe a un simple granjero como yo. Pero, de continuar contigo, ¿cómo podría mirar a los ojos a aquel buen anciano, nuestro pastor en la aldea de Salem? ¡Oh, su voz me haría estremecer, tanto los días de fiesta como los de sermón!
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Hasta entonces el caminante de mayor edad había escuchado con la debida gravedad; pero en aquel momento estalló en un embate de risas incontenible, estremeciéndose de manera tan violenta que su bastón de serpiente incluso pareció retorcerse en concordancia. —¡Ja, ja, ja! —tronó una y otra vez; y después, recuperando la compostura, dijo—: está bien, Goodman Brown, continúa; pero, por favor, no me mates de risa. —Bien, entonces, para zanjar el asunto de una vez —dijo Goodman Brown, bastante molesto—, está mi esposa, Fe. Le rompería su pequeño y tierno corazón; y antes que eso yo preferiría que se rompiera el mío. —No, si ese es el caso —respondió el otro—, entonces sigue tu camino, Goodman Brown. Ni por veinte viejas como la que va renqueando allá adelante querría yo que tu Fe sufriera daño alguno. Al decir esto apuntó con el bastón hacia la silueta de una mujer en el camino, que Goodman Brown reconoció como la de una señora muy piadosa y ejemplar, que le había enseñado el catecismo en
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la infancia y que, junto con el pastor y el diácono Gookin, seguía siendo su consejera moral y espiritual. —Ciertamente me sorprende que la comadre Cloyse se halle tan adentro del bosque al anochecer —dijo él—. Pero con tu permiso, amigo, tomaré un atajo a través del bosque hasta que hayamos dejado atrás a esta cristiana. Como no te conoce, podría preguntar con quién me estoy juntando y hacia dónde me dirijo. —Que así sea —dijo su compañero de viaje—. Tú ve por el bosque y yo continuaré por el camino. Acto seguido, el joven se desvió, pero se aseguró de vigilar a su compañero, que prosiguió tranquilamente hasta que estuvo a un bastón de distancia de la vieja señora. Mientras tanto, ella avanzaba con paso firme, a una velocidad inusitada en una mujer de tanta edad, y mascullando unas palabras indistintas —una oración, sin duda— al andar. El caminante levantó el bastón y le tocó la nuca marchita con lo que parecía ser la cola de la serpiente. —¡El diablo! —chilló la vieja piadosa.
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—¿Así que la comadre Cloyse reconoce a su viejo amigo? —observó el viajero, poniéndose frente a ella y apoyándose sobre su palo retorcido. —¡Ah, cómo no! ¿Pero efectivamente se trata de su señoría? —inquirió la buena mujer—. Sí, claro que sí, y a la imagen de mi viejo compinche Goodman Brown, el abuelo del tonto que ahora lleva su nombre. Pero, ¿puede creerlo su señoría?, mi escoba desapareció de la nada, sospecho que robada por esa bruja sin colgar de la comadre Cory, y justo cuando yo estaba toda ungida de jugo de apio bravo, y de cincoenrama y de acónito… —Todo mezclado con trigo menudo y la grasa de un recién nacido —añadió la figura del viejo Goodman Brown. —¡Ah, su señoría conoce la receta! —exclamó la anciana, soltando un cacareo—. Bueno, como venía diciendo, estando lista para la reunión, y sin caballo, me decidí a recorrer todo el camino a pie; porque me dicen que un agradable jovencito será acogido por la comunión esta noche. Pero ahora su amable señoría me dará su brazo y estaremos allí en un abrir y cerrar de ojos.
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—Me temo que eso no será posible —contestó su amigo—. No podré ofrecerle mi brazo, comadre Cloyse; pero aquí tiene mi bastón si lo desea. Diciendo esto se lo arrojó a los pies, donde acaso cobró vida, pues se trataba de uno de los báculos que antaño su dueño había prestado a los magos egipcios. Este hecho, sin embargo, pasó desapercibido para Goodman Brown. Había levantado la mirada al cielo con asombro, y al bajarla de nuevo, no vio más a la comadre Cloyse ni al bastón serpentino, sino tan sólo a su compañero, que lo esperaba tan tranquilo como si nada hubiera sucedido. —Esa anciana me enseñó el catecismo —dijo el joven; y había todo un mundo de significado en este simple comentario. Siguieron caminando mientras el mayor exhortaba a su compañero a apresurarse y a perseverar en el camino, arguyendo con tanta habilidad que sus razonamientos, más que sugeridos por él mismo, parecían brotar del pecho de su oyente. Sin detenerse, arrancó la rama de un arce que le sirviera de bastón y comenzó a despojarla de sus tallos y retoños, humedecidos por el rocío de la noche. En cuanto sus dedos los tocaban se marchitaban y se resecaban
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extrañamente, como si hubieran recibido una semana de sol. Y así, a buen paso y sin obstáculos, prosiguió la pareja, hasta que, repentinamente, en una umbrosa hondonada del camino, Goodman Brown se sentó en el tocón de un árbol y se rehusó a seguir adelante. —Amigo —dijo obstinado—, he tomado una decisión: no daré un paso más hacia este cometido. Qué me importa que una vieja condenada elija irse con el diablo cuando yo pensaba que se dirigía al cielo. ¿Es esa una razón para que yo abandone a mi querida Fe y la siga a ella? —Con el tiempo terminarás de entenderlo —dijo serenamente su conocido—. Siéntate aquí y descansa un rato; y cuando tengas ganas de continuar, aquí tienes mi bastón para ayudarte en el camino. Sin más palabras le arrojó el palo de arce a su compañero y desapareció rápidamente de vista, como si se hubiera esfumado en la profundidad de las tinieblas. El joven permaneció sentado un rato al borde del camino, felicitándose con fervor y pensando en cómo se toparía al pastor con una conciencia limpia durante su caminata matutina, y en que no tendría que rehuirle a la mirada del buen
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diácono Gookin. ¡Y qué tan apacible sería su sueño aquella misma noche, que antes habría empleado tan perversamente, pero tan pura y dulcemente ahora en los brazos de su Fe! Absorto en estas placenteras y loables meditaciones, Goodman Brown oyó el rumor de unos pasos de caballo en el camino y consideró prudente esconderse en la orilla del bosque, consciente del culpable propósito que lo había llevado hasta allí, aunque ya lo hubiera abandonado felizmente. El ruido de los cascos y de las voces graves y añejas de dos jinetes que conversaban despreocupadamente se fue aproximando. Estos sonidos entremezclados parecieron pasar por el camino, a unos pocos metros del escondite del joven; pero, sin duda debido a la espesura de la penumbra en aquel paraje en particular, tanto los viajeros como sus corceles no eran visibles. Si bien sus cuerpos rozaron los matorrales que bordeaban el camino, no pudo verse que interceptaran, ni por un instante, el tenue resplandor de un franja de cielo que tendrían que haber atravesado. Goodman Brown se acurrucó y se empinó por turnos, apartando las ramas y asomando la cabeza hasta donde se atrevía sin siquiera poder discernir una sombra. Esto lo inquietó aún más, porque podría haber jurado, si tal cosa fuera posible, que
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había reconocido las voces del pastor y del diácono Gookin, quienes cabalgaban a paso lento, como solían hacer cuando iban rumbo a una ordenación o a un concilio eclesiástico. Mientras todavía estaban al alcance del oído, uno de los jinetes se detuvo a arrancar una fusta. —De las dos, su reverencia —dijo la voz parecida a la del diácono—, preferiría perderme una cena de ordenación que la reunión de esta noche. Dicen que algunos miembros de nuestra comunidad van a venir desde Falmouth y más lejos, y otros de Connecticut y Rhode Island, aparte de varios indios hechiceros que, a su manera, saben casi tanto sobre artes diabólicas como los mejores de los nuestros. Además, hay una jovencita muy prometedora que será acogida por la comunión. —¡Excelente, diácono Gookin! —replicó el acento solemne y añejo del pastor—. Piquemos las espuelas o llegaremos tarde. Nada puede hacerse, usted sabe, hasta que yo llegue al terreno. Los cascos repicaron de nuevo; y las voces, que conversaban tan extrañamente en el aire vacío, se internaron en el bosque, donde jamás se había congregado iglesia alguna o rezado ningún cris-
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tiano solitario. ¿Adónde entonces podían dirigirse estos hombres de Dios en el interior de la selva pagana? A punto de desplomarse al suelo, abatido y agobiado por una insoportable aflicción del corazón, el joven Goodman Brown tuvo que aferrarse a un árbol para sostenerse. Alzó la vista al firmamento, dudando si realmente había un cielo sobre su cabeza. Sin embargo, ahí estaba la bóveda azul, y las estrellas titilando sobre ella. —¡Con el cielo arriba y mi Fe en la tierra me mantendré firme contra el demonio! —gritó Goodman Brown. Mientras contemplaba la profunda bóveda celeste, con las manos levantadas en oración, una nube, a pesar de que el viento no soplaba, se apresuró a través del cenit y ocultó las estrellas que lo iluminaban. El cielo azul todavía era visible, excepto sobre él, donde aquel oscuro nubarrón se deslizaba rápidamente hacia el norte. Desde los aires, como si proviniera de las profundidades de la nube, descendió una ráfaga de voces incierta y confusa. Por un instante, el oyente creyó distinguir los acentos de varios vecinos de su aldea, hombres y mujeres, unos piadosos y otros impíos, muchos de los cuales se había topado ante la mesa de la
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comunión y otros a los que había visto alborotados en la taberna. Tan indistintos eran los sonidos que, al momento, dudó haber oído algo más que el murmullo del antiguo bosque, susurrando sin viento. Pero inmediatamente le llegó una oleada más fuerte de aquellas voces familiares que oía a diario bajo el sol de la aldea de Salem, mas nunca hasta ahora de una nube nocturna. Había una voz, la de una joven, que profería lamentos, aunque lo hacía con una pena vacilante, implorando por una merced que quizás le afligiría obtener; y toda la multitud invisible, santos y pecadores, parecía alentarla a que siguiera adelante. —¡Fe! —exclamó Goodman Brown, con voz agónica y desesperada; y los ecos del bosque lo remedaron, gritando «¡Fe! ¡Fe!» como si una turba de almas miserables la estuviera buscando a través de toda la espesura. El alarido de aflicción, rabia y terror todavía estaba penetrando la noche cuando el esposo desdichado contuvo el aliento a la espera de una respuesta. Se oyó un grito, ahogado de inmediato por un incremento del vocerío, que se desvaneció en medio de carcajadas lejanas a medida que la oscura nube se retiraba, dejando el cielo despejado y silencioso
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sobre Goodman Brown. Pero algo cayó revoloteando ligeramente por el aire y se enganchó en la rama de un árbol. El joven lo alcanzó. Era una cinta rosada. —¡Mi Fe se ha ido! —gritó, tras un momento de estupefacción—. No existe el bien sobre la tierra, y el pecado no es más que una palabra. Ven pues, demonio, ya que a ti este mundo ha sido adjudicado. Y entonces, enloquecido de desesperación, riendo sin parar, Goodman Brown agarró su bastón y emprendió de nuevo su camino, con tal velocidad que, más que caminar o correr, pareció volar a través del bosque. El sendero se fue volviendo cada vez más agreste y lúgubre y menos discernible, hasta desaparecer del todo; y él, todavía impulsado por el instinto que guía a los mortales hacia el mal, se introdujo en el corazón de la selva oscura. El bosque entero estaba poblado de sonidos horripilantes: crujidos de árboles, aullidos de fieras y alaridos de indios; mientras que el viento tañía como la campana de una iglesia distante, y a veces soltaba un rugido envolvente alrededor del viajero, como si la naturaleza entera se burlara de él con desprecio. Pero él mismo era el horror principal de esta escena, y no se acobardaba ante los demás horrores.
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—¡Ja, ja, ja! —rugía Goodman Brown cuando el viento se burlaba de él—. Vamos a ver quién ríe más fuerte. No crean que van a asustarme con sus trucos diabólicos. ¡Vengan brujas, vengan magos, vengan indios hechiceros, que venga hasta el diablo mismo, que aquí viene Goodman Brown! ¡Más les vale temerle tanto como él les teme a ustedes! Ciertamente, en todo el bosque encantado no podía haber nada más aterrador que la figura de Goodman Brown. Volaba por entre los pinos negros blandiendo su bastón con gestos frenéticos, ora soltando una sarta de blasfemias horribles, ora estallando en semejantes alaridos de risa que todos los ecos del bosque rompían a reír como demonios a su alrededor. El diablo en persona es menos horrendo que cuando rabia en el pecho del hombre. Y de este modo aceleraba por los aires aquel endemoniado, hasta que, trémula, entre los árboles, divisó una luz roja ante él, como cuando se le prende fuego a las ramas y los troncos de una tala en un claro y las llamas arrojan un fulgor espectral contra el cielo de la medianoche. En medio de la tempestad que lo había impulsado hacia delante se detuvo durante un momento de calma y escuchó alzarse lo que parecía ser un himno, oleando solemnemente en la distancia con el peso de muchas voces. Conocía la melodía;
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el coro de la aldea solía entonarla en el templo. El canto se desvaneció abruptamente, y enseguida fue retomado por otro coro, pero no de voces humanas, sino de todos los sonidos de la naturaleza anochecida, que tronaron al tiempo en espantosa armonía. Goodman Brown lanzó un grito, pero sus oídos no pudieron discernirlo, pues lo hizo al unísono con este alarido de la selva. Tras un intervalo de silencio, prosiguió furtivamente hasta que el resplandor lo golpeó de lleno en los ojos. En un extremo del claro, demarcado por el oscuro muro del bosque, se alzaba una roca que se asemejaba de manera tosca y natural a un altar o un púlpito, rodeada por cuatro pinos con las copas llameantes y los troncos intocados, como los cirios de una misa nocturna. El follaje que cubría la cumbre de la roca ardía en llamas, que se alzaban furiosamente hacia la noche y alumbraban irregularmente el prado entero. Cada rama colgante y cada festón de hojas estaba envuelto en llamas. A medida que el fulgor enrojecido crecía y se atenuaba, una congregación numerosa se iluminaba, desaparecía entre las sombras y resurgía de nuevo, por así decirlo, de la tinieblas, poblando en un instante el corazón del bosque solitario.
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—Solemne y enlutada compañía —se dijo Goodman Brown. Ciertamente lo era. Allí, titilando entre la penumbra y el esplendor, aparecieron rostros que se verían al día siguiente en la junta del Consejo Provincial, y otros que, domingo tras domingo, desde los púlpitos más sagrados de la comarca, alzaban la vista al cielo con devoción y luego dirigían una mirada benigna hacia los bancos atestados de fieles. Hay quienes aseguran que la esposa del gobernador estuvo allí. Al menos había damas de la alta sociedad allegadas a ella; y las esposas de maridos ilustres; y viudas, en gran cantidad; y viejas solteronas, todas de excelente reputación; y bellas jovencitas, que temblaban por miedo a que sus madres alcanzaran a verlas. O bien los súbitos rayos de luz que relampagueaban en la oscuridad del claro deslumbraron a Goodman Brown, o él creyó reconocer a una veintena de miembros de la Iglesia de la aldea de Salem famosos por su extraordinaria santidad. El viejo y bueno del diácono Gookin ya había llegado y aguardaba al pie de aquel santo venerable, su pastor reverenciado. Pero, asociándose de manera irreverente con estas personas solemnes, respetables y devotas, estos patriarcas de la Iglesia, estas castas damas y estas vírgenes puras, había hombres de vida disoluta y
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mujeres de mala reputación, desdichados entregados a todo vicio ruin e inmundo, e incluso sospechosos de crímenes horrendos. Era extraño ver que los buenos no rehuían a los perversos, o que los pecadores no sentían vergüenza de los santos. Dispersos entre sus enemigos carapálidas también estaban los sacerdotes indios o hechiceros, que a menudo habían sembrado el pánico en su bosque nativo con conjuros más terribles que cualquiera de los conocidos por la brujería inglesa. «¿Pero dónde está Fe?», pensaba Goodman Brown, estremeciéndose a medida que el corazón se le llenaba de esperanza. Se alzó otro verso del himno, una melodía lenta y pesarosa, de esas que tanto aman los piadosos, pero acoplada a palabras que expresaban todo lo que nuestra naturaleza puede concebir sobre el pecado y que insinuaban turbiamente mucho más. Insondable para los meros mortales es el saber de los espíritus malignos. Se cantaba un verso tras otro, y el coro de la selva seguía elevándose en el fondo como la nota más grave de un poderoso órgano; hasta que la última cadencia de aquel himno horripilante culminó con el estruendo de un único tañido, como si el viento rugiente, las aguas torrentosas, las
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fieras aulladoras y todas las voces del desconcierto de la selva se hubieran mezclado en armonía con la voz del hombre culpable en homenaje al príncipe de todo. Los cuatro pinos ardientes llamearon con más fuerza y alumbraron vagos rostros y figuras grotescas en las espirales de humo que se remontaban sobre la asamblea impía. En el mismo momento el fuego sobre la roca arrojó unas llamas rojizas y formó un arco luminoso sobre su base, donde entonces apareció una silueta. Dicho sea con su debida reverencia, esta guardaba un parecido no muy leve, tanto en el atuendo como en el porte, con un importante clérigo de las iglesias de Nueva Inglaterra. —¡Traigan a los conversos! —bramó una voz que retumbó en el calvero y cuyos ecos resonaron en el interior del bosque. Ante la orden, Goodman Brown emergió de la sombra de los árboles y se acercó a la congregación, hacia la cual sentía una abominable fraternidad, por concordancia con todo cuanto había de perverso en su corazón. Casi podría haber jurado que la figura de su difunto padre, mirándolo desde un remolino de humo, le hacía señas para que avanzara, mientras que una mujer, con un difuso gesto de desespera-
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ción, extendía la mano para prevenirlo. ¿Acaso era su madre? Pero no tuvo la voluntad para retroceder un solo paso, ni para resistirse, aun de pensamiento, cuando el pastor y el buen diácono Gookin lo tomaron de los brazos y lo condujeron a la roca ardiente. Al mismo tiempo surgió la esbelta figura de una mujer cubierta con un velo, conducida en medio de la comadre Cloyse, aquella piadosa profesora de catecismo, y Martha Carrier, a quien el diablo le había prometido que sería la reina del infierno, bruja desvergonzada como era. Y allí fueron ubicados los prosélitos, bajo la cúpula de fuego. —Bienvenidos, hijos míos —dijo la figura ensombrecida—, a la comunión de su raza. Han descubierto, así de jóvenes, su naturaleza y su destino. Hijos míos, ¡miren tras de ustedes! Se volvieron, y, con un fogonazo, por así decirlo, los adoradores del demonio aparecieron recortados sobre una cortina de llamas. En cada rostro refulgía una siniestra sonrisa de acogida. —Allí —prosiguió la forma negra— están todos los que han venerado desde niños. Llegaron a considerarlos más santos que ustedes mismos y por eso le han rehuido al pecado, comparando su propia
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conducta con sus vidas de rectitud y de devotas aspiraciones celestiales. Sin embargo, aquí están todos reunidos en mi asamblea de adoradores. Esta noche se les permitirá conocer sus actos secretos: cómo los ancianos de la Iglesia, tras sus barbas canosas, han susurrado palabras lascivas a las doncellas de sus casas; cómo más de una mujer, ávida de vestirse de luto, le ha dado un bebedizo a su marido antes de acostarse, y dejado que este duerma el último sueño sobre su regazo; cómo algunos jóvenes imberbes se han apresurado para heredar la fortuna de sus padres; y cómo lindas damiselas —no se ruboricen, dulces muchachas— han cavado pequeñas tumbas en el jardín, convidándome como único invitado al funeral de una criatura. Por la simpatía que sus corazones humanos sienten hacia el pecado, podrán reconocer todos los lugares — ya sea la iglesia, la alcoba, la calle, el campo o el bosque— donde se haya cometido algún crimen, y se regocijarán al ver que la tierra entera es una sola mácula de culpa, una gigantesca mancha de sangre. Mucho más que esto: les será posible vislumbrar en cada pecho el profundo misterio del pecado, la fuente de todas las artes malignas, la cual genera una cantidad tan inagotable de impulsos malvados que ni el poder humano ni todo mi poder podrían
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convertir en acciones. Y ahora, hijos míos, mírense el uno al otro. Así lo hicieron. Y bajo la luz de las antorchas infernales, el joven desgraciado descubrió a su Fe, y la esposa a su marido, temblando ante aquel altar profano. —Ya ven, hijos míos —dijo la figura con un tono profundo y solemne, casi afligido por su tortuosa desesperanza, como si su antigua naturaleza angelical todavía pudiera lamentarse por nuestra raza miserable—. Confiando en el corazón del otro, guardaban la esperanza de que la virtud no fuera sólo un sueño. Ahora han salido del engaño. El mal es la naturaleza de la humanidad. El mal ha de ser su única dicha. Bienvenidos de nuevo, hijos míos, a la comunión de su raza. —¡Bienvenidos! —corearon los adoradores del diablo, en un sólo grito de desesperación y victoria. Y allí estaban ellos, la única pareja, según parecía, que todavía vacilaba al borde de la perversidad en este oscuro mundo. Había una pila labrada en la roca de manera natural. ¿Contenía agua, enrojecida por la luz espectral? ¿O era sangre? ¿O acaso fuego
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líquido? Allí introdujo la mano la silueta del diablo y se preparó para imponerles en la frente la marca del bautismo, de modo que se convirtieran en partícipes del misterio del pecado, más conscientes de la culpa secreta de los otros, tanto de obra como de pensamiento, de lo que actualmente podían ser de la suya. El marido dirigió una mirada a su pálida esposa, y Fe lo miró a él. Qué seres corruptos y desdichados verían la próxima vez que se miraran el uno al otro, estremeciéndose tanto por lo que revelaban como por lo que descubrían. —¡Fe! ¡Fe! —gritó el esposo—. ¡Levanta la mirada al cielo y resístete al maligno! No supo si Fe obedeció. Acabando de hablar se halló a sí mismo en medio de la soledad y la noche sosegada, oyendo un bramido del viento extinguirse abruptamente dentro del bosque. Tambaleándose, tropezó con la roca, que estaba fría y húmeda, y una ramita que colgaba en lo alto, y que había estado ardiendo, le salpicó la mejilla con el roció más helado. A la mañana siguiente, Goodman Brown entró cautelosamente en la aldea de Salem, mirando a su alrededor como un hombre perplejo. El anciano
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pastor, que paseaba por el cementerio haciendo apetito para el desayuno y meditando sobre su sermón, le concedió una bendición al verlo pasar. Goodman Brown le rehuyó al santo venerable como evitando un anatema. El viejo diácono Gookin estaba en medio de su culto doméstico, y las sagradas palabras de sus rezos podían oírse a través de una ventana abierta. «¿A qué deidad le rezará ese brujo?», se preguntó Goodman Brown. La comadre Cloyse, aquella vieja y ejemplar cristiana, estaba ante su verja a la luz de la madrugada, catequizando a una niña pequeña que le había traído una pinta de leche recién ordeñada. Goodman Brown le arrebató a la niña de las manos como si se tratara de las garras del mismo diablo. Al doblar la esquina del templo, divisó la cabeza de Fe, con sus cintas rosadas, que atisbaba ansiosamente a lo lejos, y que prorrumpió en tal alegría al verlo que se lanzó a correr por la calle y casi besa a su marido frente a toda la aldea. Pero Goodman Brown la miró a la cara con severidad y tristeza, y pasó de largo sin siquiera saludarla.
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¿Acaso Goodman Brown se había quedado dormido en el bosque y tan sólo tenido un sueño delirante sobre un aquelarre? Que así sea, si usted quiere. Pero ¡ay! fue un sueño de mal augurio para el joven Goodman Brown, que se tornó en un hombre severo, triste, meditabundo y desconfiado, si no desesperado, a partir de la noche de aquella pesadilla. Los domingos, cuando la congregación entonaba un salmo sagrado, era incapaz de escucharlo porque un ensordecedor himno de pecado le tronaba en los oídos y sofocaba por completo la melodía bendita. Cuando el pastor predicaba desde el púlpito con una poderosa y ferviente elocuencia y, con la mano sobre la biblia abierta, hablaba de las verdades sagradas de nuestra religión, de vidas santas y de muertes triunfantes, de un futuro de gloria o de una miseria inefable, entonces Goodman Brown empalidecía, temeroso de que el techo fuera a desplomarse sobre el viejo blasfemo y sus oyentes. Con frecuencia, despertándose de súbito en medio de la noche, se apartaba del regazo de Fe; y en la mañana o al atardecer, cuando la familia se postraba en oración, fruncía el ceño y murmuraba para sí, miraba con severidad a su esposa y volvía la cabeza.
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Y cuando hubo vivido un largo tiempo y su cadáver encanecido fue llevado a la tumba, seguido por Fe, una mujer envejecida, y por hijos y nietos y un cortejo considerable de vecinos, no esculpieron ningún versículo de esperanza sobre su lápida, ya que la hora de su muerte fue sombría.
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Este libro, el cuarto de Hambre Libros, hace parte de la colección Muertos y sin ley, una selección de textos del dominio público que celebra la libertad de difundir las palabras que quedaron de las vidas de otros. Se terminó de imprimir en Bogotá en octubre de 2021, 185 años después de haber sido escrito.
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EL JOVEN GOODMAN BROWN
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Una tarde, el joven Goodman Brown abandona la puritana aldea de Salem para internarse en el bosque y reunirse con un hombre misterioso, astuto y carismático; un personaje eterno, ubicuo e indispensable para la historia y la literatura. Conversando con este íntimo desconocido, en medio de la noche pagana, un vistazo de su propio corazón terminará por revelarle una ominosa verdad sobre las devociones de su comunidad, y de la nuestra.
Nathaniel Hawthorne (1804-1864) fue un escritor fundacional de la literatura estadounidense, autor de La letra escarlata y maestro del relato breve. Descendiente de puritanos, creció en un ambiente austero, atormentado por la culpa y refugiado en sus fantasías. Sus obras, románticas, alegóricas y a menudo macabras, ahondan de manera desafiante en los enigmas morales de la naturaleza humana.
Hambre 50