Lolita

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AMORES PROHÍBIDOS

Vladimir Navakok



Lolita



L lita Vladimir Navakok


Título original /París, 1955/ Olympia

Press

Lolita

Traducido por Enrique Tejedo

© Vladimir Nabokov, 1955 © Ediciones Grijalbo, S. A., 1975 Déu i Mata, 98. 08029 Barcelona Séptima edición Reservados todos los derechos ISBN: 84-253-1505-0 Depósito Legal: B. 4.729-1986 Impreso en IBYNSA Badajoz, 147 -08018 Barcelona


olly es. Era D vakov pantalon res cuando n o c imir Na la d o lo la o V D “Era L ra uela. E zos era en la esc Pero en mis bra lita.� . Lo a b e r a p m fir siem



Primera parte

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olita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Con la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta. Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita. ¿Tuvo Lolita una precursora? Por cierto que la tuvo. En verdad, Lolita no pudo existir para mí si un verano no hubiese amado a otra... «En un principado junto al mar.» ¿Cuándo? Tantos años antes de que naciera Lolita como tenía yo ese verano. Siempre puede uno contar con un asesino para una prosa fantástica.

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Señoras y señores del jurado, la prueba número uno es lo que envidiaron los serafines de Poe, los errados, simples serafines de nobles alas. Mirad esta maraña de espinas. Nací en París en 1910. Mi padre era una persona suave, de trato fácil, una ensalada de orígenes raciales: ciudadano suizo de ascendencia francesa y austríaca, con una corriente del Danubio en las venas. Revisaré en un minuto algunas encantadoras postales de brillo azulino. Poseía un lujoso hotel en la Riviera. Su padre y sus dos abuelos habían vendido vino, alhajas y seda, respectivamente. A los treinta años se casó con una muchacha inglesa, hija de Jerome Dunn, el alpinista, y nieta de los párrocos de Dorset, expertos en temas oscuros: paleopedología y arpas eólicas. Mi madre, muy fotogénica, murió a causa de un absurdo accidente (un rayo durante un picnic) cuando tenía yo tres años, y salvo una zona de tibieza en el pasado más impenetrable, nada subsiste de ella en las hondonadas y valles del recuerdo sobre los cuales, si aún pueden ustedes sobrellevar mi estilo (escribo bajo vigilancia), se puso el sol de mi infancia: sin duda todos ustedes conocen esos fragantes resabios de días suspendidos, como moscas minúsculas, en torno de algún seto en flor o súbitamente invadido y atravesado por las trepadoras, al pie de una colina, en la penumbra estival: sedosa tibieza, dorados moscardones. La hermana mayor de mi madre, Sybil, casada con un primo de mi padre que le abandonó, servía en mi ámbito familiar como gobernanta gratuita y ama de llaves. Alguien me dijo después que estuvo enamorada de mi padre y que él, livianamente, sacó provecho de tal sentimiento en un día lluvioso, para olvidar la cosa cuando el tiempo aclaró. Yo le tenía mucho cariño, a pesar de la rigidez la rigidez fatal de algunas de sus normas. Quizá lo que ella deseaba era hacer de mí, en la plenitud del tiempo, un viudo mejor que mi padre. Mi Sybil tenía los ojos

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azules, ribeteados de rojo, y la piel como de cera. Era poéticamente supersticiosa. Decía que estaba segura de morir no bien cumpliera yo dieciséis y así fue. Su marido, un gran traficante de perfumes, pasó la mayor parte del tiempo en Norteamérica, donde acabó fundando una compañía que adquirió bienes raíces. Crecí como un niño feliz, saludable, en un mundo brillante de libros ilustrados, arena limpia, naranjos, perros amistosos, paisajes marítimos y rostros sonrientes. En torno a mí, la espléndida mansión Mirana giraba como una especie de universo privado, un cosmos blanqueado dentro del otro más vasto y azul que resplandecía fuera de él. Desde la fregona de delantal hasta el potentado de franela, todos gustaban de mí, todos me mimaban. Maduras damas norteamericanas se apoyaban en sus bastones y se inclinaban hacia mí como torres de Pisa. Princesas rusas arruinadas que no podían pagar a mi padre me compraban bombones caros. Y él, mon cher petit papa, me sacaba a navegar y a pasear en bicicleta, me enseñaba a nadar y a zambullirme y a esquiar en el agua, me leía Don Quijote y Les Misérables y yo lo adoraba y lo respetaba y me enorgullecía de él cuando llegaban a mí las discusiones de los criados sobre sus varias amigas, seres hermosos y afectuosos que me festejaban mucho y vertían preciosas lágrimas sobre mi alegre orfandad. Asistía a una escuela diurna inglesa a pocas millas de Mirana; allí jugaba al tenis y a la pelota, obtenía excelentes calificaciones y estaba en términos perfectos con mis compañeros y profesores. Los únicos acontecimientos definitivamente sexuales que recuerdo antes de que cumpliera trece años (o sea antes de que viera por primera vez a mi pequeña Annabel) fueron una conversación solemne, decorosa y puramente teórica sobre las sorpresas de la pubertad, sostenida en el rosal de la escuela con un alumno norteamericano, hijo de una actriz cinematográfica por entonces muy celebrada y a la cual veía muy rara vez en

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el mundo tridimensional, y ciertas interesantes reacciones de mi organismo ante determinadas fotografías, nácar y sombras, con hendiduras infinitamente suaves, en el suntuoso La Beauté Humaine, de Pichon, que había hurtado de debajo de una pila de Graphics encuadernados en papel jaspeado, en la biblioteca de la mansión. Después, con su estilo deliciosamente afable, mi padre me suministró toda la información que consideró necesaria sobre el sexo; eso fue justo antes de enviarme, en el otoño de 1923, a un lycée de Lyon (donde habríamos de pasar tres inviernos); pero, ay, en el verano de ese año mi padre recorría Italia con Madame de R. y su hija, y yo no tenía a nadie con quien consolarme,a nadie a quien consultar. Como yo, Annabel era de origen híbrido: medio inglesa, medio holandesa. Hoy recuerdo sus rasgos con nitidez mucho menor que hace pocos años, antes de conocer a Lolita. Hay dos clases de memoria visual: con una, recreamos diestramente una imagen en el laboratorio de nuestra mente con los ojos abiertos (y así veo a Annabel, en términos generales tales como «piel color de miel», «brazos delgados», «pelo castaño y corto», «pestañas largas», «boca grande, brillante»); con la otra, evocamos instantáneamente con los ojos cerrados, en la oscura intimidad de los párpados, el objetivo, réplica absolutamente óptica de un rostro amado, un diminuto espectro de colores naturales (y así veo a Lolita). Permítaseme, pues, que al describir a Annabel me limite decorosamente a decir que era una niña encantadora, pocos meses menor que yo. Sus padres eran viejos amigos de mi tía y tan rígidos como ella. Habían alquilado una villano lejos de Mirana. Calvo y moreno el señor Leigh, gruesa y empolvada la señora de Leigh (de soltera, Vanessa van Ness). ¡Cómo la detestaba! Al principio, Annabel y yo hablábamos de temas periféricos. Ella recogía puñados de fina arena y la dejaba escurrirse entre sus

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dedos. Nuestras mentes estaban afinadas según el común de los pre-adolescentes europeos inteligentes de nuestro tiempo y nuestra generación, y dudo mucho que pudiera atribuirse a nuestro genio individual el interés por la pluralidad de mundos habitados, los partidos de tenis, el infinito, el solipsismo, etcétera. La blandura y fragilidad de los cachorros nos producía el mismo, intenso dolor. Annabel quería ser enfermera en algún país asiático donde hubiera hambre; yo, ser un espía famoso. Nos enamoramos simultáneamente, de una manera frenética, impúdica, agonizante. Y desesperada, debería agregar, porque este arrebato de mutua posesión sólo se habría saciado si cada uno se hubiera embebido y saturado realmente de cada partícula del alma y el corazón del otro; pero ahí nos quedábamos ambos, incapaces hasta de encontrar esas oportunidades de juntarnos que habrían sido tan fáciles para los chicos callejeros. Después de un enloquecido intento de encontrarnos cierta noche, en el jardín de Annabel (más adelante hablaré de ello), la única intimidad que se nos permitió fue la de permanecer fuera del alcance del oído, pero no de la vista, en la parte populosa de la plage. Allí, en la muelle arena, a pocos metros de nuestros mayores, nos quedábamos tendidos la mañana entra, en un petrificado paroxismo1, y aprovechábamos cada bendita grieta abierta en el espacio y el tiempo; su mano, medio oculta en la arena, se deslizaba hacia mí, sus bellos dedos morenos se acercaban cada vez más, como en sueños; entonces su rodilla opalina iniciaba una cautelosa travesía; a veces, una providencial muralla construida por los niños nos garantizaba. Suficiente para rozarnos los labios salados; esos contactos incompletos. producían en nuestros cuerpos jóvenes, sanos e inexpertos, un estado de exasperación tal, que ni aun el agua fría y azul. Paroxismo 1 m. Empeoramiento o acceso violento de una enfermedad. Exaltación extrema de los sentimientos y pasiones: con esa mujer llego al paroxismo amatorio.

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Segunda parte

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ue entonces cuando empezaron nuestros prolongados viajes por todos los Estados Unidos. Pronto llegué a preferir a cualquier otro tipo de alojamiento para turistas los que proporcionaba el Functional Motel: escondrijos limpios, agradables, seguros; lugares ideales para el sueño, la discusión, la reconciliación, el amor. Al principio, mi temor de suscitar sospechas me hacía pagar ambas secciones de una unidad doble, cada una equipada con una cama de dos plazas. Me preguntaba para qué clase de cuádruple juego se había ideado tal disposición, ya que sólo una farisea parodia de intimidad podía obtenerse mediante el tabique incompleto que dividía la cabaña o cuarto en dos nidos de amor comunicados. Con el tiempo, las posibilidades sugeridas por tan honesta promiscuidad (dos jóvenes parejas intercambiando alegremente sus compañeros, o un niño sumido en un sueño ficticio para ser testigo auricular de sonoridades primitivas) me hicieron más audaz, y de cuando en cuando alquilaba una cabaña con una cama de dos plazas o una cama y un catre, una celda paradisíaca con visillos

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Vladimir Navakok

de Humbert Humbert, La historia de la obsesión a la doceañera Lolita es un un profesor cuarentón, por en ien erv int que amor en la extraordinaria novela de » s: la atracción «perversa ivo los exp dos componentes de vés tra a rio o. Un itinera por las nínfulas y el incest adesemboca en una estiliz que e, ert la locura y la mu y a oní oir aut o, a la vez con dísima violencia, narrad mHu ert mb Hu el propio lirismo desenfrenado, por o retrato ácido y visionari un n bié bert. Lolita es tam y s ano urb sub es de los horror de los Estados Unidos, a un en, um res En y del motel. de la cultura del plástico go car a or hum y de talento exhibición deslumbrante ado ó que le hubiera encant fes con de un escritor que is Carrol. filmar los pic-nics de Lew

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