Apuntes en hojas perdidas

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A mis amigos virtuales

Les dejo mis palabras, una parte de aquellas que me trajeron los pájaros cuando me visitaban en épocas más pródigas. Son apuntes breves, bocetos de relatos que no prosperaron. El primero lo publiqué en diciembre del 2012 y el último en diciembre del 2015. Este intento de libro está armado desde el afecto y el agradecimiento más profundo por la compañía y estímulo que me brindaron todos ustedes. Los abrazo fuerte.

Mirella



ÍNDICE

6

Los días

8

El regalo del mar

10

La recolectora de piedras

12

Pechos

14

El desconocido

16

Oblicuidad

18

Un modo de mí

20

Hilitos

22

Las otras

24

Otoñal

26

Soliloquio

28

La sombra

30

Corpus

32

Inconcluso

34

Dualidades

36

Lividez de agosto

38

Tempus

40

En el camino

42

La felicidad del palo borracho

44

La manta de los sueños

46

Ese momento

48

Umbrófila

50

Lágrimas de palabras

52

Remembranzas

54

Fiebre

56

Tejerse mujer


Los dĂ­as

Imagen de Mariska Karto

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Nunca escribí un diario ni compré un cuaderno que me indujera a volcar en su blancura emociones, actos cotidianos, mínimos o extraordinarios. Lo hice por primera vez aquel año, en uno encontrado casualmente. Fue una escritura catártica, cada palabra rezumaba mi desconsuelo. Las páginas se cubrieron de letras, se salpicaron de exiguos globitos que, con su humedad, corrieron la tinta en una acuarela turbia. Un día lo abandoné en el banco de una plaza para que la intemperie lo destruyera o alguien se robara esas palabras. * Los domingos, cuando oscurece, caigo en algo que termina. Las cosas cambian de color, se cubren de una bruma que parece surgir de mis manos. Cuántos instantes desperdiciados en simulacros de caras contentas. * Algunos días me envuelve el hálito de la nostalgia y me escabullo a la niñez, a los juegos en el recreo, a los claroscuros de mi madre: la boca adusta o su canto festivo. En otros procedo como un robot; camino por las calles, tropiezo, me empujan, subo al tren, bajo en la estación habitual, doblo por la misma esquina, con mi corazón de lata a cuestas. Los mejores son aquellos cuando el amor por lo vivo me despierta, una mano amiga descansa en mi hombro, un niño me ofrece una sonrisa, un pájaro me roza con su ala.

Diciembre 2012

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El regalo del mar

Lo señalaste

durante un paseo por la playa, a la hora en que el entorno se atenúa. Estaba junto a mi pie, semienterrado en la arena y nos miraba con un ojo inmóvil, impenetrable. La ola, al retirarse, lo mostró. Amputado de sus orígenes, era un desecho que el mar, en su vaivén, lo designó para nosotros. -8-


El dios Neptuno, con su murmullo acuoso, te habrá sugerido que lo recogieras, lo enjuagaras en la transparencia de sus aguas para dármelo. Hoy lo sostengo entre los dedos y admiro cómo la naturaleza lo ha ido tallando en su paciencia infinita. Al tacto tiene la textura de la piedra pómez, con una suavidad engañosamente áspera. Acaricio su superficie, esa simetría cavada en alvéolos, como un panal fosilizado. Mi hábito de arquitectar historias busca atribuirle un génesis. El tenue color marfil, la exquisitez del dibujo que surca su cara, me hace pensar en un jirón del encaje que alguna de las cincuenta ninfas marinas estaba hilando en su caverna, mientras sus cuarenta y nueve hermanas le cantaban a la inmortalidad. Su forma es similar a la luna en cuarto creciente, con su topografía cubierta de cráteres y lo asocio a una esquirla lunar desprendida de la carne materna que, horadando la noche galáctica, se abismó en el mar. Habrá sido hace mucho, porque su cuerpo está impregnado con la salobridad de las algas. Regresando a la realidad, lo más probable es que haya formado parte de un arrecife, del que fue arrancado por la furia de las olas. Hoy está en la palma de mi mano: el trozo deslumbrante de coral blanco que me regalaste y guardé. Me acuerdo de aquel crepúsculo a la orilla del mar, vos sonreías, yo estaba triste, un presentimiento, tal vez. Hoy miro tu regalo y vos ya no estás.

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La recolectora de piedras

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El volcán escupió —igual que un resto de comida atorada entre los dientes— un trozo de roca, como si le hubiera molestado. La despidió, en medio de explosiones de ira y fuego. La piedra describió un vastísimo arco. Inmutable, aterrizó en un campo arrasado por la lava. Allí quedó, incrustada en la tierra. Yo la encontré mientras verificaba cómo —por entre la lava seca y los restos de cenizas—iba creciendo la hierba. La guardé en mi bolsillo para, cada tanto, tocar las anfractuosidades de su piel antigua. Al llegar a casa la puse en un estante de la biblioteca, al lado de la otra, pálida como un pecho lunar o una puntilla que bordara el océano: el obsequio de una playa del pasado. El contraste no podía ser mayor. Una era un coral labrado por los cinceles del agua. La otra, un producto del vientre de Hades. El maléfico, en un ataque de cólera, se había desgarrado a sí mismo, seccionando ese fragmento candente, que, ahora frío, era una cosa amorfa, negruzca, con una superficie irregular, nada atractiva. Extraña combinación la de esas dos piedras, cercanas y lejanas, hijas del agua y del fuego. Sé que se comprendían. Yo amaba a la blanca por su belleza y por el recuerdo, de la que era un símbolo. Con la oscura, aunque —inexplicablemente— la acariciara todas las mañanas y la piedra me devolvía el saludo con un leve latido, tardé un poco más. Con el tiempo me pareció que sus rugosidades se sutilizaron, empezó a despedir calor y no necesité cortar leña ni usar estufa en los despiadados inviernos de la Patagonia. La blanca en los veranos emana una brisa fresca. Trae el olor del mar. - 11 -


Pechos

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Cuando su madre usaba vestidos escotados, ella le miraba los pechos. Quería tocarlos, eran suaves, opulentos, daban ganas de lamerlos. Dentro de su cabecita una voz le decía que no estaba bien, a los cuatro años ya no podía tomar la teta. Pero le era imposible evitarlo, buscaba estrategias para no perder oportunidades y que todo contacto pareciera casual. Tenía que ser de un modo delicado, como si se tratase de un jarrón de porcelana demasiado frágil, valioso, igual al de la abuela y que solamente debía mirar de lejos. Iba al jardín de infantes, todavía no había empezado el colegio y soñaba que de grande también sería dueña de esa potencia blanca y femenina rebalsando los corpiños de encaje, para seducir al mundo de la manera como le seducía la proximidad de los senos maternos, así llamaba su madre a esas dos cúpulas de crema chantilly coronadas por cerezas. Durante las horas calientes de la siesta, después de haber limpiado la cocina, se acostaba a descansar y si no había nadie que se ocupara de ella, le daba palmaditas a la colcha, invitándola a treparse a la cama. Se acomodaba sobre un costado, su posición favorita y se dormía rápidamente. Por el escote asomaba la línea del nacimiento y la tela del vestido parecía explotar en una generosidad de piel como seda y leche. Con los ojos relucientes, ella extendía su manito y con sumo cuidado se aferraba del borde del escote, auscultaba la tibieza y la tersura de ese rincón anhelado. Se sentía nuevamente protegida, era otra vez parte de mamá.

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El desconocido

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El hombre, acodado en el mostrador del bar, bebe un sorbo de su vaso de vino. Está solo, abstraído ¿en qué piensa? Se me ocurre que en su tierra natal, porque cargo con mi propia extranjeridad. Tiene un aire antiguo, aunque es de edad mediana. ¿Sentirá nostalgia de su país o lo acechará el recuerdo de una mujer perdida en los recodos del tiempo? Percibo ansiedad de amor en sus ojos líquidos — acaso por el vino o por la añoranza— y una trepidación en la mano que sostiene el vaso. Con la otra se frota la cara, como si quisiese borrarse las facciones. Lo miro y le invento una procedencia. Viajo sobre montañas blancas y bosques de tiza; cruzo llanuras interrumpidas por ríos mercuriales. Llego a un viñedo y sigo imaginando: hay una casa de piedra, el aljibe en un patio embaldosado en ocre y negro. De la chimenea se estira una voluta de humo. Construyo una cocina colmada de estantes que contienen frascos con especias y ollas de cobre que cuelgan de ganchos. Una mujer, junto a la hornalla, revuelve con un cucharón de madera algo con olor a tomillo. Y el hombre se asoma, en mangas de camisa, el vaso entre sus dedos. Sonríe. Ha vuelto al hogar. Por la ventana penetra una luz acrisolada, la escena desprende serenidad y el silencio del afecto cotidiano. Pero estamos en el bar, el desconocido de la barra mira —sin ver— la perspectiva de la calle. Yo, que no pertenezco a ningún lugar, sentada a mi mesa lo observo e imagino.

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Oblicuidad

Imagen: foto manipulaciรณn de Ravshaniya - 16 -


Su vida era un amable desastre. Ella caminaba con la melancolía asida a su mano izquierda, mientras que la decisión la empujaba con la derecha. Iba con el cuerpo ladeado por la tiranía de la mano que mandara en cada ocasión. Había ocasiones en las que se olvidaba de la tristeza o de la determinación. Se subía a un pájaro de alas desmesuradas que la transportaba a una comarca donde la tierra era lila, el cielo ámbar y se entregaba a esa autonomía sin responder a la imprecisión que le venía de adentro. Tomaba la forma de un hipocampo traslúcido o de una cigarra soñolienta que le cantaba al verano y las manos convivían sin exasperaciones. Esos episodios duraban un suspiro. Con paciencia aprendió a alargar sus perímetros en espirales demoradas y eludir el dolor de las uñas que se clavaban en la palma de la mano izquierda o en la derecha, dependiendo de cuál fuese la conductora. Y era el perfume del césped recién cortado; el viento de mayo que desvestía los plátanos; un barrilete —redondo como el sol— que se remontaba bien alto; una hoja crujiente que, con el gemido de un animal mítico, moría en el empedrado. Deseaba que las manos encontraran la convergencia para guiarla en una dirección unánime. Con la práctica, dejaría de sentirse una mujer al bies.

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Un modo de mĂ­

Imagen: arte digital de Marcela BolĂ­var - 18 -


Qué modo de mí se espeja en esta lluvia, que derrama sus joyas heladas, se encharcan y disuelven en la liquidez del asfalto. Como yo, hoy. Nubes de palabras quisieran gotear y quedan guarecidas, mudas, calentitas en el cuaderno. Como yo hoy. Qué modo de mí calla, acapara codiciosamente las sonrisas desplegadas por Las Tres Gracias, mientras danzan en su jolgorio mitológico. Una alegría que brota como el agua del cielo, cae y, paradójicamente, permanece adherida a mis paredes. Es la alegría de una lágrima dura, engarzada como una perla en las pestañas. No quiere perderse piel abajo en un collar de lujo que no es mío. Y persevera, para no correr el riesgo de licuarse, igual que el granizo en mi balcón. En algún momento saldrá el sol de una sonrisa. Ahora sería tan estereotipada como la felicidad cocacola de Norman Rockwell o de la rubia de dientes publicitarios. Qué modo de mí aprisiona la alegría y la convierte en pan después de una huelga de hambre. No puedo pintar ni escribir alegría, apenas consigo trazar estos garabatos en un papel, nombrar el collar de lágrimas, la lluvia inundando los nidos de los pájaros. Incoherencias que enhebran el collar. Esta tarde. - 19 -


Hilitos

Un hilito cuelga de la cortina. Trato de sacarlo, arruina la simetrĂ­a impecable del paĂąo. El tirĂłn es demasiado brusco y la tela se frunce. Sigo tironeando y el hilo resalta en la trama, igual que la vena hinchada y rugosa de un viejo. He estropeado la cortina, lo mismo que hice con tantas situaciones de mi vida. - 20 -


Me matriculé de arruinadora profesional, en esa búsqueda tenaz de excelencias que no existen. Los placeres terminan por empañarse ante mis ojos. Lo que llaman felicidad no se pega a mis dedos, ni embadurnándolos con Poxipol. Desearía que durara algo más y no resulte una expectativa frangible, que cuando empieza a modelarse, acaba rota en pedacitos insignificantes. Siempre ansiando absolutos, cosas que se cierren con la pureza de un círculo. Hay privilegiados a los que ciertas felicidades les llegan fácilmente. Las guardan en cajitas llenas de compartimientos y clasifican las horas de dicha, que subsisten en un orden escrupuloso. Yo también quise amarrar esos instantes. Les he destinado un cajón de la cómoda y acumulo en él vestigios del ayer: la rosa seca, fotos, la alianza, el libro que me suavizara el espíritu, ese botón dorado que levanté de la acera y fue una gota de sol en el charco fangoso de los días. Y otros restos de puntillas que habían adornado mis buenas rachas. Cuando hago un recuento de mi pequeña fortuna, confirmo que ha perdido el valor original. La rosa es sólo un manojo de pétalos momificados que no me remiten a una evocación precisa. El anillo se vistió de luto y las palabras del libro —ahora— se volvieron estériles. Son objetos sin conexión con el presente. Nunca los pude ordenar: están enmarañados en la urdimbre de todos aquellos hilos que he ido arrancando de cortinas, dobladillos, mangas, manteles, en mi insistencia de perfección. Pobres dosis de dicha que perviven, desordenadamente, en el recoveco de las quimeras insensatas.

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Las otras

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La lluvia se desliza por los cristales y con la mirada húmeda quiero lavar actos antiguos. Sospecho que no estoy sola, detrás de mí hay otras presencias: las que son extranjeras en mi propia piel. Cuántas he sido y aunque amague alcanzarlas, se esfuman. Siluetas pardas cruzan por la ventana. Los pájaros han vuelto, traen un arcoíris tan embustero como ellas, las que escapan de mí cargadas de mentiras. Se apretujan en un ángulo tenebroso del cuarto y cuchichean, levantando andamios falsos para esta hipócrita que mendiga verdades a medias. Es arduo discriminar, blanquear mis trayectos errados o los atajos para conquistar posibilidades en la persecución de utopías. Desde que empecé a caminar la senda fue oscura y no traemos un folleto con instrucciones, una linternita o siquiera una caja de fósforos, una brújula o cierto sentido de orientación. Todo hay que aprenderlo, copiarlo o improvisar sobre la marcha. Una de las que se ampara en las tinieblas es la ladrona especialista en robar sentimientos. La que está a su lado, la cortesana, hizo feliz a los que se conformaban con el fulgor de un orgasmo. El dinero nunca fue la meta, sí el poder y, generalmente, vienen juntos. La peor es aquella que se engaña con un despliegue de carcajadas, camuflando el gesto acídulo. Está la pequeñita, que ostentaba virtudes para que la amaran; y detrás, la exploradora de la palabra, con presunciones de poeta. La lluvia aumenta, ha manchado los cristales. Las máscaras falaces se retiran. Me dejan sola y débil, en carne viva. Tendré que fabricar otras.

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Otoñal

Imagen de Sergio Sberna

Atardece. La claridad se eclipsa y el sol, en su último esfuerzo, trata de fijar su brillo en las paredes de los edificios. Abril: es otoño. El ciclo de la vida desgrana una estación más, la naturaleza mengua, muere y renace. - 24 -


Cada hoja amarilla que cae es como un pájaro de oro que abandona el nido para fertilizar la tierra. Eso solías decirme cuando tenías doce años. Y también: El otoño deslumbra al extender sus tapices de hojarasca. Es un hombre maduro, vestido en gama de sepias que, perezosamente, se desnuda de sus ropas. Tu mirada era de poeta, mientras que yo solo notaba veredas sucias que había que barrer para que no se taparan los desagües. ¿A quién saliste? Tampoco te parecés a él que, furtivo, se mete en las palabras de los demás, aprovecha las pausas y cuenta sus banalidades. Atardece. Es la hora de los puntos suspensivos, de la quietud, como si algo se detuviera unos segundos. Hasta me creo capaz de encarcelar al tiempo en mi mente. Sé que no puedo pensar el tiempo, a medida que lo pienso, es pasado. Allí, donde estás, resbala una lluviecita tibia, que permite a los brotes nuevos fortalecerse. Recién, una ráfaga exaltada, atacó el patio con su espada filosa y tuve que limpiar lo que trajo. La brusquedad del aire que se revuelve me provoca la sensación de que las hojas son cosas muertas que se depositan en mis pensamientos, marchitándolos. Quisiera que el viento me traiga algo tuyo, olvidado cerca de una ventana abierta. Desde la mía contemplo que unas golondrinas rezagadas quebraron los puntos suspensivos y se alejan en una amplia curva, de oeste a este. Escapan del cielo incendiado, hacia el refugio de la noche. Como hiciste vos, construyendo tu futuro en un vuelo áureo. Cierro la puerta de vidrio que da al patio; el viento igualmente se filtra por los burletes viejos con su silbido sarcástico.

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Soliloquio

Imagen de Slevin Aaron

Sabrías decirme a qué recurso apelar cuando descubrís que algo

se extenuó. El espejo te devuelve un poco ojerosa, con la boca más asténica, pero comprobás que los cambios no son tan visibles. O qué hacer cuando al doblar una esquina estás desorientada y aunque reconozcas la calle, los negocios, alguna cara, sentís que el mundo es incomprensible, igual que si vinieras de una nebulosa desconocida. No tolerás los ruidos y la hostilidad circundante resulta densa como una montaña de escombros.

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Cómo proceder si al asomarte por la ventana tenés la impresión de que la infinitud del cielo se te metió adentro y sos un estuche sin contenido, que comienza a disiparse. Lo único que subsiste es la percepción de inexistencia. La nada no se siente a sí misma, ni sabe que no es, o que es el agujero del vacío absoluto. En cambio, sos consciente de tu estado actual. Será que siempre viviste en blanco o negro y no soportás esta supervivencia de helecho. Es cierto, te sentís sola y no por falta de personas. Desde tu nacimiento fue así. Quedaste olvidada en la frialdad de la balanza hasta que una enfermera te envolvió en una mantita y te llevó a neonatología. —Estamos en una situación de emergencia, hay poco personal —le comunicaron a tu padre. Tal vez por eso hay períodos en que el invierno te alcanza y congela hasta el dolor. El espíritu yermo de la soledad, murmurás, y tu voz es un vidrio escarchado que se quiebra en astillas, sin lágrimas. No hay nadie, ni lo habrá, que te acompañarte en esta búsqueda. Varias veces traspasaste los campos de la muerte, comiste de sus frutos amargos y te pareció habitar una jaula vacía. Te aferrabas a los barrotes oxidados que eran el sostén de tu vida. No hay más que silencios y oquedades. El amor es puro anhelo y la esperanza es un pájaro gris, que desaparece en el crepúsculo punteado de grillos. Sabrías decirme.

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La sombra

Imagen: “Dancing Simone” de Sally Jaeggin

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Bailo.

A mis espaldas la sombra me acompaña bajo un sol desaforado. La música tañe su ritmo, impregna la atmósfera oleosa y gotas saladas se escurren por mi piel. La sombra, en cambio, está seca y danza conmigo, ensayando movimientos sigilosos de marioneta. Bailo con los pies descalzos que azotan el suelo y buscan el frescor de las baldosas. Ella se me arrima, copia la coreografía que improviso. Quiero que se vaya, pero medra con el sol que declina, se estira y me precede, en el deseo de liderar el baile. Levanto un pie y la aplasto con fuerza, aprovechando el tam-tam de un tamboril candombero. Cuando intento despegar el talón del piso, no puedo: dedos largos, penumbrosos, trepan por mi empeine. Con el pie libre procuro soltarme. Sin embargo, ella ha desarrollado rizomas que, como grilletes, me sujetan los tobillos. Debo balancearme según sus designios, me dirige, zarandea. En la música que enlentece, soy tan sombra como ella.

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Corpus

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Alguien dice: el fuego hace sudar al que lo cuida. Por una asociación que aún no descifro, imagino la escena de una fogata en la playa y el lomo reluciente de un caballo de ébano que se confunde con la noche. Pienso en el fuego, pienso en caballos y en mi cuerpo, aterido, débil. ¿No supe cuidar el fuego? Permití que se apagara o fue tan intenso que arrebató mi carne y solo dejó un esqueleto combusto, cubierto por lonjas de piel, como desgarrones de un vestido viejo. Los músculos y los huesos duelen, siempre me duelen, hablan por lo que callo. No saben de palabras, se expresan en los latidos irregulares, acelerados; en los espasmos; en las diminutas contracciones repentinas. Gritan en las punzadas que me hacen apretar los dientes o los puños para no mostrar cobardía. Pienso en el cuerpo y pienso en caballos salvajes que galopan en el ocaso. Las crines son cimitarras tajeando el carmín del aire. Las colas azotan las ancas, redondas, vibrantes, como si ellos mismos se fustigaran para correr más rápido y ganarle al sol, antes de que su lámpara roja se oculte en el horizonte. Los belfos les trepidan y veo sus siluetas contra la luna de cera, que emerge dúctil, morosa, en oposición al sol. El cuerpo es hostia profana o pan desacralizado y preferí remontarme con los pájaros almáticos. Me doy cuenta de que se ha callado, no duele, como si no existiera. ¿Será así la muerte, un analgésico eterno? Mis párpados se cierran, la fogata se extingue, los caballos se apartan del agua que les absorbe su vigor. El sueño llega.

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Inconcluso

“On the Way Home” de Piotr Krzaczkowski

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Hay un hombre que camina en la nieve. Lo veo como si lo mirara desde una cierta altura: algo negruzco, achatado contra el terreno blando. En mi posición de árbol, veo cómo se arrastra igual que un insecto a punto de morir. El viento le agita el abrigo y especulo que lo conduce hacia la ruta de los pájaros que emigran. Es un nómade que invadió mis pensamientos. El cuerpo flojo, como el de un invertebrado, se empeña en avanzar otro paso. Camina sin detenerse, encorvado e inseguro. Atraviesa la desolación de ciudades invernales, baja o sube cuestas de lana blanca. Sus pies se entierran, se levantan, dejan huellas que son violaciones a eso inmaculado y frío que lo cubre todo. Él sigue su éxodo, quizás, al final del recorrido, lo espera un santuario que emana el incienso dulzón y ambiguo de la libertad. Su andar se ha lentificado, temo que desfallezca. Si quedara tendido no podré ayudarlo; la nieve, que cae incesante, lo cubrirá con su pálida mortaja. Es un episodio que se repite, que parece suceder en otra dimensión. Él es un menhir eterno, clavado en el retiro de mi mente. Escribo para que siga en su peregrinaje, se mantenga vivo. Cada vez se acerca un poco más. Repta por los cajones del escritorio, resbala como si hubiese pisado escarcha y se inclina, sorteando las ramas de un bosque petrificado que, únicamente, él distingue. Yo lo miro, no sé quién es, qué pretende de mí. Ojalá que un día me revele sus inquietudes.

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Dualidades

Imagen: foto manipulación de Kassandra (Elena Vizerskaya)

¿Qué efectos causan un sol de agua y una luna de aire? Seguramente una niña que descubre estrellas en el fondo de la sopa o unicornios danzarines en los ojos de la gente. Una niña que se narra bajito cuentos de elfos y ogros, a los que bautiza con nombres que solo ella conoce. Les edifica castillos salinos: las olas los socavan en nuevas arquitecturas y el aire los congela con su aliento glacial. - 34 -


El agua y el aire pueden producir una muchacha de cabellos mediterráneos, alborotados por ráfagas caprichosas, con el amor por la savia que circula en las palabras y la costumbre de mirar anocheceres, como quien recoge una brizna de infinito. El héroe que la rescató del dragón quedó difuminado en la lejanía, porque la muchacha —que no es princesa— necesita un hombre que acepte y ame el caracoleo de sus reflexiones y su alma de maga. El resultado de esta combinación es una mujer en busca de sí misma, deambulando por rutas que la enfrentan a bifurcaciones difíciles de conciliar. Las manos perfilan vuelos de gaviotas y en su mirada madura la llovizna del otoño. Es posible que remiende los sueños hechos añicos con los hilos precarios de las últimas ilusiones y los anude con el hierro de su voluntad. Una mujer en la que moran voces contradictorias que la distraen, acongojan. El agua se encrespa bajo el aire charlatán, que la incita con su soplo. Ella se sumerge en su océano particular y desconecta el teléfono. Allí inmersa, es una flor que se abre de a poco, un capullo que se debate entre la vitalidad y la inercia. Cuando nadie la ve, devenida en espuma, se acuesta en la arena, permite que la lengua ardiente de los rayos, le dore la piel. El sol de agua desemboca en cauces subterráneos, mientras que la luna de aire, en un concierto de elegantes violinistas en frac, relativiza el melodrama que vive en el fondo del mar.

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Lividez de agosto

Imagen: Dmitry Bulgakov - 36 -


Me

cumplo en cada elección, en cada idea que pienso, digo o escribo. En ese dios demonio que me habita y murmura directivas antagónicas. Hasta me cumplo en el no movimiento, retraída en las profundidades sinuosas de mi esencia. Y tejo mi vestido, a veces es largo, en otras con el ruedo asimétrico. El destino le agrega a la trama agujeros imprevistos, desdibuja el diseño programado y no tengo la facultad de modificarlo durante las noches en las que solo aguardo el alba. Me responsabilizo de mis actos, de mis palabras, de mis silencios. Generalmente soy consciente de lo que pueden desencadenar. Pero hay veces que me toman por sorpresa las reacciones dañinas que generan. Qué tengo que ver yo con el terremoto que provocó mi sonrisa o mis manos andariegas en sus gestos de paloma. O que mis ojos ausentes, en sus habituales fugas interiores, hayan sido interpretados como un desprecio. Entonces, en ese otro estalla algún núcleo insano, secreto, incluso ignorado. Todo se vuelve inverosímil y me hundo en ciénagas que me convierten en barro. Después de la lividez de ese día de agosto, nada será lo mismo. Es como si deambulara por un laberinto de panteras, con mi mascarón de arcilla, al que le moldeo expresiones según las circunstancias. Sin embargo, debajo está la esfinge muda de estupor, que se quedó ciega de horizontes. Me corté el pelo igual que un soldado, pinté mis labios y mis uñas de negro, en un luto tan desafiante como inservible.

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Tempus

Imagen: arte digital de Anka Zhuravleva

Me

levanto y espero. Me siento y duermo. Voy a la cama y es el insomnio. Un tiempo orbicular de acciones, la mayoría absurdas, automáticas. Por las mañanas me doy cuerda y duro todo el día. A la noche —los ojos abiertos a fantasmas— me percibo con una dosis vivificante de locura. - 38 -


Hay que ser un poco loco y querer captar lo que está más allá de la mímica cotidiana, aquello que no se ve y apenas se intuye. Poder desligarse de lo trivial y establecer el nexo con ese espacio interno con sus propias regulaciones, muchas veces a contramano de la zona de confort. Soy de andar por carriles raros. O diferentes. Lo escuché desde la infancia: tu sei strana, decían en casa. Yo me escondía en el rinconcito de los sapos y de las lagartijas que se entibiaban en las piedras y les construía nidos a los pájaros en las ramas del limonero para que me visitaran. En ese entonces tenía un lugar real. Entre la hierba y los canteros aprendí de la vida y la muerte. La vida se abría tímida y la muerte me golpeaba en las alas tiesas de un gorrión o en el gatito de pocos días, ciego, helado. Cuando ese jardín dejó de existir, diseñé uno exclusivamente mío, donde me instalo las veces que lo necesito. No siempre está verde; como en el de Marosa*, también crecen las mandrágoras. En las épocas luminosas planto margaritas: su ojo de sol y sus dedos de luna, en su simpleza, me conectan con la majestuosidad de la creación. Allí olvido darle cuerda a mi reloj anacrónico, olvido los dramas de aquellos que me golpean la puerta como si fuera el Oráculo. Mis respuestas se han vuelto inútiles, huecas. Nadie quiere oír el verbo cambiar. Hay días que yo tampoco y cada acto pierde significado. Me siento y ya no espero. Descanso de un cansancio que llevo como polvo en los huesos. Rememoro lo que perdí y gané. No suelo hacer balances, darían en rojo. Miro las flores que se marchitaron, digo: levantate, estás viva, tenés un huerto que cultivar.

*Marosa di Giorgio, poeta uruguaya (1932-2004) - 39 -


En el camino

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Las

cascadas reflejan la tonalidad esmeraldina que les otorga el follaje de los árboles. El lamento de un pájaro rasga la tarde y yo en la orilla me estremezco, los pies desnudos aferrados a la aspereza de las rocas. El sol desciende, la temperatura también. No sé dónde estoy, tomé una carretera al azar: ¿en qué recodo me perdí? Se acerca la noche, deberé volver. A qué sitio, si acabo de escapar. No encuentro respuesta. ¿El rumbo soy yo, con mi búsqueda? Quiero creerlo, estoy rumbeando hacia otros territorios y delineo un esquema de mis actos futuros, igual que un cartógrafo con Parkinson. Más adelante veo el arco de una playa de piedras blancas como terrones de azúcar. La libertad es algo próximo y rutilante: es esa playita, el agua que forma un vórtice y corre lejos. Mis pupilas ensombrecidas la esquivan en el temor de enturbiarla. Me gustaría oír a mis espaldas una voz que pronuncie mi nombre, escuchar pasos que se aproximen, unos brazos rodeándome. Que haya palabras susurradas junto a mi cuello, palabras húmedas, con gusto a nostalgia. Dedos que recorran mis omóplatos, la cintura, en el intento de rearmar las piezas de un derrumbe. Que esas manos tiemblen. Darme vuelta y reconocer, por fin, el puerto, el muelle que albergará mi deriva. Para eso falta mucho, apenas salí a construir un camino.

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La felicidad del palo borracho

Esa mañana desperté con una energía inusual pugnando filtrarse de entre mis labios craquelados por la desidia. Tuve el presentimiento de que algo extraordinario estaba dispuesto para mí. Era otoño avanzado y el palo borracho de la esquina había florecido imprevistamente. Cuando la amargura me inocula su hiel en la sangre, el mínimo evento amable es un indicio que me habla. Un árbol que brota en pleno mayo puede encerrar la simbología que yo quiera atribuirle. Y necesitaba aferrarme a un símbolo, como si fuera la llave de una puerta que se abre a instancias más benévolas. - 42 -


Con temperaturas impropias de la estación, el palo borracho habrá creído que era setiembre, que el otoño se había puesto a jugar a la rayuela y, al brincar sobre el invierno, se le cayó la bufanda y se transformó en primavera. O el palo borracho estaba tan ebrio de flores que le cosquilleaban los brazos nervudos, que las soltó en un esplendor rosa púrpura. Lo consideré un guiño dirigido a mí, porque el resto de la naturaleza siguió su curso, respetando la memoria que guardaban sus células, a pesar de que el termómetro marcara 30º. Las hojas de los demás árboles, en lluvias de monedas de cobre y oro, se apropiaban de las calles. Los comentarios de los vecinos eran puras alabanzas hacia esa floración a destiempo, ante la suntuosidad de las ramas que se extendían como manos cubiertas de anillos. La sonrisa con la que miraba ese espectáculo me humectó los labios. Algo parecía ensanchárseme por dentro. Una noche se desató un viento caliente. El palo borracho amaneció despojado y a sus pies, untando la vereda, había una especie de légamo violáceo. El tacto cálido del viento cocinó las flores y las convirtió en una mermelada barrosa. La boca se me apretó en una línea delgada, como si quisiera replegarse ante un ultraje repetido. Soy una rastreadora de los mensajes que me pueda enviar el entorno, empeñada en una cacería emocional en la que termino siendo la presa. Con la nueva señal no cabían errores. La floración del palo borracho me dio una tregua; en el trayecto que nos toca vivir hay paradores para detenerse. No debía pensar en la frazadita acogedora de la habitación contigua ni en sus fauces abiertas, invitantes. De mí dependía que no volviera a cautivarme.

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La manta de los sueños

Muy a mi pesar, la cama está ocupando un rol predominante en estos meses. Al rehacerla, siento una pérdida: la de los sueños que todavía se demoran en los pliegues de las sábanas. No volveré a recuperarlos. Sé que vendrán otros, soy una soñadora prolífica. Los que recuerdo son escasos, de ellos permanece una sensación indefinida y en cuanto me despabilo se diluye en el trajín diurno. Debido a los estados de ánimo por los que fluctúo, empecé a unir los retazos persistentes que, por algún motivo, se habían anclado en mí como supérstites inclaudicables. Se ha transformado en una ceremonia y obtengo narraciones surrealistas, complejas de interpretar. Coso los fragmentos con la sutura de las palabras que me inspiran y he armado - 44 -


una especie de manta, con la que me abrigo durante los inviernos del alma. Se lo conté a él; levantó los ojos del libro y me miró. Dos líneas le partían el entrecejo y edificó, músculo por músculo, una sonrisa que manifestaba la fatiga de su indiferencia. Cuál es la finalidad, preguntó. Me arrepentí de habérselo compartido. No le di explicaciones, solo me encogí de hombros. Ya no teníamos ese lazo sutil que nos había acercado y que en el presente nos sujeta en una trampa. Sigo acopiando lo que no olvido al despertar. Noche a noche la manta se alarga con su dibujo críptico. En la realidad me considero una loba solitaria que mira recelosa por encima de su hombro. En el ámbito onírico me expongo sin titubeos, con el protagonismo de una emperatriz. Voy y vengo por intrigas que se disipan al despertarme. Lo que perdura es la sensación de haberlas atravesado y de salir indemne, victoriosa. Rara vez amanezco angustiada como me ocurría antes, sí con la percepción de enriquecimiento de quien descubre el reverso de la medalla que, de tanto ocultarlo, se ha adherido de tal modo al pecho que no lo puede dar vuelta. Él —y otros que conozco—, buscan la felicidad con desesperación, casi con rabia, mientras yo hurgo apaciblemente en la tristeza y pienso que se logra ser feliz sin renunciar a la tristeza. El tipo de dicha que ellos ansían es la fuente de mi congoja. Veo en los ojos de muchos —también en los suyos— la presunción de que en mí anida cierta insania. Los sueños me liberan, vago por sus meandros sin temores, salgo fortalecida y dispuesta a ignorar las miradas reales, tan de carne voraz. A él, he dejado de soñarlo. - 45 -


Ese momento

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Te movías, y por la

vibración que propagabas en el aire, era como escuchar el tañido de una campana o el revoloteo de un pájaro tumultuoso. Adelantabas un pie y algo se quebraba en el suelo, se producía una especie de deslizamiento, mientras el otro quedaba afincado entre las rocas en un equilibrio ágil, liviano, hasta encontrar una más alta que soportara tu solidez. Las pantorrillas tensas, en suspenso, dispuestas al salto, redondas como frutos pulposos en su justa madurez. Del pantalón, cortado descuidadamente arriba de las rodillas, caían hilachas que se confundían con el vello rubio por el sol. Tu espalda era un trapecio invertido que había tomado el color del almíbar. Con un balanceo leve giraste para mirarme unos segundos, después iniciaste el ascenso al próximo peñasco. En el fondo fibrilaba el latido índigo del mar. El mundo era un trompo rotando alrededor de tu cintura. En ese momento sentí la plenitud. El goce se reconcentraba en la geometría sagrada de tu cuerpo.

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Umbrรณfila

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El dormitorio está en penumbras y yo, como si colgara de la araña o flotara cerca del techo, me examino. Resulta perturbador verme dormir, no conozco mis expresiones y posturas habituales. Compruebo que mis rasgos están contraídos. Solo dejo ver el perfil. La mejilla derecha se hunde en la almohada, debajo del párpado el ojo se mueve inquieto, una de mis manos se crispa, espasmódicamente. El sueño no es tranquilo. Desde mi ubicación noto algo que se materializa y se desploma sobre mi espalda. O la de ella, porque advierto una liviandad: eso que se ha apoderado de la otra, se desprendió de mí. Me he convertido en una espectadora, una conciencia alerta que contempla un proceso. La que duerme —y que unos minutos atrás era yo— se retuerce entre las sábanas en una lucha que terminará en un fracaso. Su boca es una llaga abierta, roja. Emite unos gruñidos roncos, de fiera acorralada. Las manecillas del reloj despertador marcan las 5:00 AM. Pronto amanecerá y lo que soy ahora se fusionará con el resplandor que entrará por la ventana. La que creía ser yo habitará en la zona oscura, dentro del cono de silencio que, progresivamente, se irá estirando por su cuerpo.

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Lรกgrimas de palabras

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Lo mío era escribir relatos, hasta que un día se agotó la tinta de la lapicera. Compré otras de buenas marcas, no obstante, las letras seguían invisibles. Tiré hojas, lápices, bolígrafos y lo único que supe hacer fue llorar palabras. Cada lágrima estaba hecha de un agua marina que no podía conjugar ciertos verbos ni adjetivar emociones. Mis ojos supuraban lagrimones atlánticos y se derramaban por mis mejillas con sus relatos intranscribibles, en un código que no logré descifrar en ese tiempo. Luego vino una época en que los cuentos se urdían solos, repentinamente, como si hubiese una mano que trenzara la trama por mí, siguiendo indicaciones de una voz que las dictaba. Con mi manía perfeccionista objetaba a la mano y a la voz, pero — para bien o para mal— finalmente permitía que hicieran su tarea en libertad. Viví cada una de las narraciones como si fuesen mías. Eran parte de mi otra historia, la íntima y secreta que nadie conoce. Sentí que mi vaso, casi siempre medio vacío, se iba colmando de un vino dulce, burbujeante. Lo bueno tiene fecha de caducidad. En algún momento surge un escollo que entorpece las palabras, quiebra el ritmo. Estoy anclada en esa piedra, como un pez que agoniza, con las escamas chamuscadas por el sol. Todavía alguna ola compasiva le moja la boca y le ofrece unos minutos más. El pececillo se ha entregado, entrecierra los ojos, sueña con los compañeros del cardumen, con los corales y las anémonas del mar caverna que lo cobijaba y lo ha relegado. Yo, añoro mis historias perdidas. - 51 -


Remembranzas

Imagen de Yusuf Kartal

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Soy el único que puede recordar, dijo mi padre y habló de la guerra. Muchos de sus soldados habían muerto, otros se habían convertido en máquinas rotas, de las que colgaron medallas inútiles que no compensaron la falta de alguno de sus miembros, como tampoco a aquellas mentes que quedaron atrapadas en los paisajes del espanto. Él no me miraba, no estaba mirando hacia afuera, sus ojos parecían prisioneros de una escena temida e imposible de deconstruir. Ese fue un pensamiento mío, porque él, volviendo de algún campo de batalla personal, dijo: soy el único y lo estoy olvidando. Sin embargo, desde los confines de su memoria, como ante el llamado insistente de un clarín, aparecieron sombras de pájaros en esa tarde de octubre. Las percibí como velos que opacaban la luminosidad de la ventana. Se esparcieron igual que una calina por el cuarto y buscaron rincones para establecer sus trincheras. Esperaban. Esperaban que mi padre siguiese con su evocación, que pronunciara sus nombres, como lo había hecho en otras ocasiones… Ennio —su asistente, apodado Stecchino—, Rossi, Giacomo, Carlo, Paolo, Larocca… Él se mantuvo en silencio, la cara cautiva entre las manos. Esperamos, pero la noche se filtró por la ventana y se tragó todas las sombras.

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Fiebre

Imagen: arte digital de Jareck Kubicki - 54 -


La mujer, con andar vacilante, salió al balcón y apoyó la espalda contra la pared. Hacia el oeste la ciudad se extendía igual que un cementerio, nichos y más nichos apretujados en una aglomeración de panteones decadentes. La muerte antes de la muerte. Hacia el este el horizonte estaba delineado por el río: un león de miel reposando bajo las nubes. Un alivio en la grisura del paisaje urbano. La mujer se tocó la frente, la fiebre no había cedido. La brisa de esa primavera inconstante le produjo un escalofrío. No se movió. He llegado a la etapa en que todo me da lo mismo. Lo que no te mata te hace más fuerte. Un avión cruzó el cielo como un pájaro apurado. Acababa de despegar de Aeroparque, dibujó un semicírculo y fue deglutido por el celaje. Ella estiró un brazo y con los dedos arañó el aire. En su percepción creyó que recogía nubes. No es tan mala la fiebre, te ubica en una dimensión donde lo inverosímil es posible, que este balcón se suelte del edificio, cruce el río en dirección a nuevas tierras y alcance el país de Nunca Jamás; basta que gire en la segunda estrella a la derecha y vuele hasta el amanecer. O, mejor aún, consiga aterrizar en mi pueblo natal, a los pies de los Apeninos. Entonces estaré bien, me sacaré de encima la nostalgia de aquello que no viví. Se aferró al marco de la puerta. Era una girándula chisporroteante de luces, colores y, gracias a la fiebre, volaba lejos de la cama, grande y vacía, que la aguardaba del otro lado de la pared.

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Tejerse mujer

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Un cinco de enero por la noche, cuando tenía once años, la luna de sangre comenzó a visitarme cada 28 días. Contradictoriamente, mi madre dijo que era un premio de los Reyes y en seguida agregó: ya sos mujer. A la semana me entregó un costurero de mimbre, la tapa decorada con rosas de tela. En su interior me espiaban agujas, dedal, tijera, hilos de colores. También recibí el equipo para tejer y madejas de lana. Debía seguir la tradición ancestral de toda niña que se convierte en mujer. Solo por curiosidad empecé mi aprendizaje con el tejido, que me llamaba en ecos misteriosos. La lectura de la versión infantil de La Odisea —y la imagen de Penélope— habían quedado impresas en mí. Razonaba que si en alguna ocasión tuviera la necesidad de destejer, para hacerlo apropiadamente, primero tendría que haber aprendido el oficio. Una nunca sabe lo que le deparará el futuro. Tozuda, arremetí con el punto arroz, el más simple. La labor progresaba en forma desigual: apretada en un tramo, floja en el siguiente. La niña que intenta ser hacendosa y teje como un marinero. En esa etapa ejercía el pensamiento positivo: acaso el gran Ulises, el héroe de mi infancia ¿no habrá urdido redes o las habrá remendado en sus largas navegaciones? Un punto al derecho, un punto al revés. Con cada lazada el ansia de rebelión se doblegaba en la obediencia sin réplicas. Esa docilidad iba más allá de las estrictas reglas asimiladas, se originaba en el temor de cómo se debía comportar una mujer en un ambiente arbitrario, incomprensible. Y ocurría porque la norma máxima de la familia era el tributo al silencio. Nadie con quien hablar de las lunas rojas, qué significaban esos ciclos, sus consecuencias, los cambios en mi cuerpo, en mi sustancia íntima.

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Al regreso de la escuela tejía mi aburrimiento, mi soledad de hija de la vejez, de niña sin juegos ni amigos. Practicaba el arte de ser una tejedora de cuentos, mientras se los relataba a la muñeca de plástico, mi callada compañera. Procedía con interminables bufandas, con el fin de proteger los cuellos de cientos de doncellas acechadas por vampiros. O para calentar a los pequeños huérfanos vagabundos en las calles nevadas de Dickens. Alternaba los colores con audacia, como si el cielo se hubiera estrellado en un prado de amapolas y el gris de las piedras enrojeciese con el ardor de un incendio. En las tardes de primavera solía distraerme; las agujas, en su ir y venir, herían la lana azul que se teñía de púrpura. A los doce años enrollé todo, guardé los elementos en un estante alto del armario. Algún día volvería a usarlos para seguir investigando mi femineidad. En ese momento mi preocupación era otra: me había enamorado.

Diciembre 2015

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Cada uno estรก solo sobre el corazรณn de la tierra atravesado por un rayo de sol: y de pronto anochece. Salvatore Quasimodo



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