GINO LOPRESTI
SABIDURIA DE LA VIDA COTIDIANA Cuentos y ensayos que me conté, y ahora te cuento
Escribiendo los problemas
Me gustaría que antes de empezar a leer con atención las próximas líneas, traten de imaginar la siguiente situación tan cotidiana en la vida de todos.
Quiero pedirles que visualicen esta escena: Estamos esperando un llamado importante, aquel que hace la diferencia entre un buen y un mal día.
En un instante suena el teléfono, y cuando corremos hacia él, nos damos cuenta, al escuchar la voz del otro lado, que es la gran llamada esperada.
Tomamos una lapicera del montón contenido en el frasco o cajita que está al lado del teléfono, para darnos cuenta, a la hora de transcribir la información, que la misma no funciona.
La pregunta que sigue es ¿que hacemos?
Lo más lógico y racional sería apartarla y tirarla a la basura. Lo mejor de todo, separar sus partes para reciclarla, usarla como instrumento para rascarnos las orejas, etc. Pero no. Simplemente la volvemos a meter con el montón, y a la vez, tomamos otra que tiene el mismo efecto en el papel. Una vez que llegamos a la tercera o cuarta, “la salvadora”, comenzamos a tomar nota de lo que nuestro interlocutor quiere decirnos hace más de media hora.
Y ahora yo les pregunto: ¿Somos muy diferentes para con nuestros problemas?, ¿O tomamos la misma actitud ante los conflictos que nos invaden en el día a día?
¿Acaso no sucede con demasiada frecuencia el hecho de encontrarnos con
los mismos
problemas en nuestras vidas?, ¿No será que lo único que hacemos en esas circunstancias es renegar un rato, descargar algunas tensiones y acrecentar otras, para luego devolverlas al montón de problemas que ya traíamos?
Es cierto, claro que sí. Existen personas que en un momento determinado toman el montón de problemas y deciden hacer algo al respecto. Sin
embargo, el trabajo se torna mucho más difícil por la acumulación de los conflictos internos a lo largo del tiempo.
En esas condiciones llegan las personas a la consulta psicológica. Y por ese motivo el trabajo terapéutico se complica, se torna más largo, más costoso y con mayores sacrificios.
Lo más aconsejable es intentar resolver la problemática del día a día a medida que se hace presente. Estemos atentos tanto de los llamados externos como de los internos. Intentemos, a través de una nueva actitud, que los costos se abaraten, los tiempos disminuyan y los sacrificios sean menores.
Tomemos conciencia de una vez y para siempre que vivir mejor es posible. Utilicemos elaboración profundos
de y
nuestros recarguemos
problemas con
la
la más tinta
experiencial resultante nuestros corazones. Escribamos nosotros mismos aquello que deseamos para nuestra vida. En definitiva, lograr esto nos habilitará para ser por siempre artífices de nuestro propio destino.
La pierna acalambrada
Hace un tiempo, en una de esas charlas internas que todos solemos tener, tomé conciencia de la semejanza que existe entre
el crecimiento
personal y el proceso disfuncional conocido popularmente como la pierna acalambrada o la pierna dormida. Sí, eso mismo, la pierna acalambrada.
Todos conocemos esa sensación de dolor y molestia que nos invade, con cierta variabilidad personal, en aquellos momentos en los que nos encontramos por un período de tiempo con la pierna en una posición determinada. Es un dolor que aparece y se proyecta con sutileza pero con rapidez, hasta dejarnos con la sensación a nivel físico y psicológico de estar inmovilizados.
Este mismo fenómeno acontece en el mundo interno de toda la humanidad. Un día nos encontramos sin ninguna clase de molestia, y cuando menos lo esperamos, cierto vacío nos
invade y nos carcome el corazón. Es en esos momentos en los que sentimos que el dolor no pasará
y que estaremos en
ese estado
eternamente.
De igual forma que en el cuerpo, los primeros pasos para liberarse del dolor son los más atroces, los que más daño hacen. Esos primeros movimientos nos hacen pensar que quizás es mejor detenerse y esperar a que algo mágico ocurra. Pero eso no sucede. Al contrario, si no hacemos algo para salir de esa situación, el dolor crece y nos envuelve todo el cuerpo, dejándonos
verdaderamente
inmovilizados.
Como toda situación de dolor, estas vivencias tienen un potencial de aprendizaje que nos permite
evolucionar,
si
es
que nos
lo
proponemos, sin fin.
Es verdad que los primeros esfuerzos para salir de estas crisis son molestos, dolorosos y de cierta manera crueles. Pero con la práctica y con
cierta
motivación
personal
para
sobreponernos, nos damos cuenta de que a medida que avanzamos en el tiempo, el dolor decrece poco a poco hasta abandonarnos.
Una vez que decidimos transitar este camino, de hacer algo con lo que nos pasa, el dolor parece crecer con cada paso hasta que, a través del compromiso, la intención y las ganas de liberarnos de él nos conducen a la victoria.
En algunas oportunidades existen ciertos compañeros de camino que nos ayudan y escoltan, ya sea masajeándonos la parte del cuerpo adormecida o acariciándonos el alma a través de un abrazo o de una palabra afectuosa. Nos asisten en aquellas situaciones de mayor vulnerabilidad.
Nos
acompañan
en
los
momentos de soledad. Nos miman cuando la tempestad toca la puerta de nuestras almas.
Aunque cabe reconocer que no siempre podemos acudir al otro cuando sentimos la necesidad. En las situaciones que sí podemos hacerlo, debemos darnos cuenta de que hay dolores que solo nosotros podemos enfrentar; nadie puede reemplazarnos en esta tarea.
Por lo tanto, aunque yo pueda reconocer que en algunas situaciones requiero la ayuda del otro, también debo recordar que para madurar, realizarme y evolucionar, es necesario que
tenga conciencia de una de las principales necesidades en la vida: que sólo yo puedo enfrentarme con aquello que me duele y me paraliza. El camino es de a uno en este sentido.
Una vez que abandonemos el dolor, el calambre, aprenderemos cuáles son las posturas que facilitan el adormecimiento y producen entumecimientos; qué situaciones se escapan a nuestro control, cuáles nos superan. Este nuevo aprendizaje nos dará la posibilidad de no repetirlas, de aprender algo de ellas.
Estos despertares cotidianos alumbran una pequeña parte de nosotros mismos, de nuestras mentes y de nuestras almas. Asimismo nos dan la certeza de que en un futuro se presentarán problemas similares, tales como calambres, algunas torceduras y unos cuantos dolores más y menos tolerables. Estas experiencias nos garantizan tener en el futuro la suficiente fuerza para superar cualquier obstáculo, de la misma manera que pudimos sobreponernos en el pasado.
Porque todo lo que vivimos día a día nos permite ser quienes somos. Tener conciencia de
que en un instante creíamos que no había salida y de repente nos encontramos corriendo, y con buen trote, la maratón de la vida. Y no seremos ganadores, ya que en la carrera del vivir no existen vencedores y vencidos, sino atletas con diferentes habilidades, que no corren todos las mismas carreras ni a la misma velocidad. En ellas, la única competencia que vale es la que juega cada persona consigo misma.
Teniendo en cuenta la variabilidad personal y gracias a un entrenamiento individual, puedo asegurar que TODOS Y CADA UNO DE NOSOTROS NUESTRO
PODEMOS MÁXIMO
LLEGAR
A
RENDIMIENTO,
TRIUNFANDO CADA DÍA EN EL DULCE REGALO QUE CONSTITUYE EL VIVIR.
La mordida de una pérdida
Si hay algo que se mantuvo con la misma intensidad desde mi niñez hasta la actualidad es mi profundo amor por los animales. Y cuando hablo de animales, hago referencia a todos aquellos seres vivientes, formados, a diferencia de los vegetales, por células carentes de plastos y
dotados,
salvo
raras
excepciones,
de
sensibilidad y movimientos espontáneos.
Y dentro de este inmenso y muchas veces imaginado infinito reino, existió y existe en mí una preferencia más que evidente por los perros, y en especial por aquellos que alguna vez pertenecieron a la calle.
Esta predilección por estos animales me llevó un día junto con Lorena y Gabriel (dos queridísimos amigos), a adoptar uno. Al momento de hallar a Rafty, (como después lo bautizaría Lore inspirada en las raftas que se formaban en el pelo del can), presentaba una
gran perforación en su cabeza, con un absceso que dejaba ver un numeroso grupo de larvas depositadas en una pequeña herida por una impiadosa mosca en un momento de distracción del animal. Como si esto fuera poco, Rafty presentaba un estado de decadencia muy próximo a la muerte, acompañado por un hedor que hacía casi imposible poder estar cerca de él.
Después de sucesivos tratamientos, limpiezas, visitas al veterinario y alguna que otra mordida dada a más de una persona (entre ellas a Lore, a Gabriel, a la veterinaria y a la pobre estudiante de veterinaria que la ayudaba) pudimos recomponerlo casi en forma total. Al menos pudimos hacerlo a nivel físico. Las secuelas emocionales y todo el sufrimiento que atravesó ese pobre animal habían quedado alojados para siempre en su mente.
Un día concurrí al terreno en donde teníamos a este perro, y motivado sin lugar a dudas por el temor de que yo le aplique algún que otro tratamiento, en un momento en el cual acariciaba su hocico,
el “simpático” animal
tomó con sus mandíbulas mi dedo pulgar.
Por reflejo, y sin pensar con claridad, hice aquello que nunca hay que hacer: tiré hacia arriba mi mano para evitar un daño mayor, y lo que produjo este accionar fue justamente el efecto opuesto, ya que Rafty quedó prendido de mi dedo a unos cuantos centímetros del suelo.
Pasados unos segundos, e invadido quizás por la piedad o por el cansancio, soltó mi mano. Cuando pude tomar verdadera conciencia de lo que había sucedido, me dirigí hasta mi casa con el dedo sangrando por la gran agresión sufrida, y desde allí, a la guardia de una clínica para su curación.
Tratar de describir lo que fue aquella primera noche es como tratar de encontrar las palabras a aquellas situaciones en la vida, y en especial en el
mundo
afectivo,
que
sólo
podemos
denominar como innombrables. Para resumirlo en una imagen que no abandonaba mi mente aquella noche, fantaseaba con la idea de ir a buscar a este pobre animal (pobre ya que era solo víctima de sus propios dolores) y herirlo como él lo había hecho conmigo. Esa fue la única vez que tuve semejante fantasía, al menos con un perro…
Siempre cuento esta anécdota a mis pacientes cuando quiero hablarles del dolor que ocasiona una pérdida. Cuando hablo de pérdidas, incluyo todas aquellas que atravesamos en nuestras vidas. Materiales, fantaseadas, importantes y menos importantes; de pareja, familiares, amistades y todas aquellas que nos ponen cara a cara con el dolor insostenible e insoportable.
Generalmente, los primeros momentos en los que sufrimos la “mordida” de una pérdida, no tomamos conciencia con inmediatez del vacío que nos deja aquello que nos abandonó. Si es que logramos hacerlo, lo hacemos unos segundos
o minutos después del golpe que
acarrea el caer en cuenta de esta nueva realidad. A muchas personas les toma más tiempo poder encontrarse con esta nueva situación que les toca atravesar.
Lo mismo me ocurrió a mí. Pasados unos segundos, y luego de la mordida, pude darme cuenta de lo que en realidad había sucedido.
Una vez que atravesamos esta etapa, el sangrado se hace presente, y aparece junto a él una inflamación que crece progresivamente,
produciendo cada vez más dolor.
Los primeros días, noches y meses, resultan los más terribles. El dolor alcanza su punto máximo, arrastrando con él la ilusión de un posible bienestar e instalando la certeza en nuestras vidas de que el sufrimiento va a ser eterno. Es en ese mismo instante cuando creemos que no hay salida.
En lo que respecta a mí, la opción escogida fue la de concurrir a un médico para que, a través de
fármacos
tales
como
analgésicos,
antiinflamatorios y las tan odiadas vacunas antitetánica y contra la rabia, pudiese mejorar el estado de mi victimizado dedo y, por qué no, de mi pobre persona.
En el caso del dolor mental, emocional y espiritual,
estos remedios los encontramos
generalmente en la ayuda de amigos y familiares. Como los enfermeros o médicos, nos asisten en la limpieza de las heridas evitando que se infecten, nos contienen y alientan. A través de simples y grandes proezas ayudan a que nuestras heridas sanen.
Sin embargo, y más allá de toda buena intención profesional, familiar o humana que podamos recibir, no debemos olvidar dos factores claves: el paso del tiempo y el compromiso que nosotros mismos debemos asumir para superar aquello que quizás nos resulta insuperable en un momento dado. Hacer lo que tenemos que hacer para darnos al menos la posibilidad de sentirnos mejor, como por ejemplo ir al médico, empezar un tratamiento psicológico, ir al cine o comenzar un grupo de autoayuda, contribuye a que los tiempos se acorten, convierte este duro momento en un camino mas fácilmente transitable, reparte las cargas de la pérdida y nos da la posibilidad de estar y sentirnos mejor.
Con el correr de los días, meses y a veces años, contemplaremos el cierre progresivo de las heridas. En su lugar, cada herida cerrada dejará una marca, una cicatriz que nos recordará para siempre
aquello
que
atravesamos,
aquel
momento en el cual estábamos sumergidos en una profunda pena.
Es en estos momentos de la terapia cuando me permito acercarles a mis pacientes mi dedo
pulgar a unos pocos centímetros de su rostro, para que puedan observar la cicatriz que quedó como secuela de aquella mordida. De esta forma, les doy la prueba que confirma la veracidad de mi relato, y les comento, casi siempre al final de la sesión, que las marcas están presentes, pero que ya no duelen. Simplemente quedan grabadas allí, muchas de ellas casi imperceptibles para nuestros ojos, para recordarnos que el cierre de las heridas que produce el penar de la vida es posible siempre que demos tiempo a nuestro organismo y a nuestro corazón, sumado al compromiso de pedir ayuda y al de saber recibirla, para que todos ellos, juntos y como una gran familia, sanen todas aquellas heridas que provienen de nuestras más profundas e importantes pérdidas.
Mágica sabiduría
Una sombra creciente oscurecía aquel día al pueblo de Camelot.
El rey Arturo, máxima
autoridad de aquel mítico reino, era acosado por una
idea
en
su
mente
y
una
duda
desesperanzadora en su corazón.
Hacía
tiempo
que
se
cuestionaba
profundamente su capacidad de liderazgo, dudaba si poseía o no la sabiduría, los recursos, el carisma, y todo lo necesario para poder guiar exitosamente a su pueblo.
En ese mismo instante, cuando todo parecía confirmar sus temores, se oyó un leve golpe en la puerta de la habitación real, y pronto supo que su consejero y mejor amigo, el mago Merlín, acudía otra vez en su ayuda.
Se levantó de su cama y con voz firme dio el consentimiento para que el mago entrara a la habitación.
Quizás porque lo conocía desde que era un bebé, o tal vez por la tristeza en sus ojos, o quizás por ser simplemente Merlín, el mago supo al instante que algo oscuro adormecía el buen juicio de su rey. Entonces lo invitó a dialogar sobre sus temores.
Con un tono apagado Arturo le comentó lo que le ocurría, compartiendo con su leal amigo y consejero sus miedos
y
ansiedades más
profundas.
Una vez que finalizó su relato, Merlín lo invitó a emprender un viaje a caballo, pero sin revelar el destino. Y solo cuando llegaron al bosque de mayor tamaño en el reino, el mago anunció con alegría el final de aquella travesía.
Después de un momento en silencio lo invitó a contemplar los quehaceres de los leñadores. Juntos observaron que en el instante en que los árboles caían luego de ser cortados, dañaban e incluso quebraban a otros que se encontraban a su alrededor.
Una vez presenciado aquel acontecimiento,
Merlín dijo:
-
Nosotros somos como el árbol derribado por tu pueblo. Cuando nos caemos, arrasamos y dañamos a un gran número de personas a nuestro alrededor.
Si dejas que tus temores te paralicen y optas por no asumir la misión
que se te ha
encomendado, no sólo caerás tú, sino que se verá perjudicado todo Camelot por tu decisión.
Todas las personas son como los árboles. Aquellas que no cumplen con el sentido de sus vidas, sea por las razones y las circunstancias que fuera, no sólo se dañan a sí mismas, si no que perjudican a una parte de la humanidad en su caída.
Dentro de tu corazón sabes que esta es tu misión, tu contribución a la humanidad. Claro está que en este viaje también te acompaña un polizón llamado miedo.
Debes saber que este es el real sentido de tu vida. Si el deseo de abandonar a los tuyos se
originara en una revelación profunda más que en un miedo irracional, tendrías mi apoyo y colaboración para hacer lo que tú quisieras. Pero ese no es el caso, ya que yo hoy estoy aquí para recordártelo, reorientarte y acompañarte en el cumplimiento de tu sentido…ya que eso constituye el sentido de mi vida.
Dice la leyenda que gracias a estas palabras, Arturo cumplió con su sentido, ayudando a que muchos otros cumplieran con el propio.
Haz lo mismo que Arturo. Encuentra, desarrolla y sé fiel a tu verdadero y profundo sentido. Cumple con tu misión, y ante cualquier duda, busca el consejo de un buen mago amigo que te ayude y te oriente en esa dirección.
La noche y el mosquito
Noche de verano húmeda y calurosa. Bernardo había tenido un día muy duro. Se encontraba agotado, y no sólo era por el trabajo, sino más bien por las condiciones metereológicas. Ese día había sido el más caluroso del año.
Como broche de oro para esta situación, apareció en su cuarto un mosquito en el momento en que intentaba conciliar el sueño. Y no cualquier mosquito, sino uno con ganas de atacar y molestar más de la cuenta.
Los primeros intentos para apartarlo fueron algún que otro manotazo, pero cuando se dio cuenta de que eso no servía se levantó, prendió la luz, y empezó a arrojarle diversos objetos cercanos a su cama. Sin embargo, el mosquito no demostraba temor alguno.
Luego de romper prácticamente todos los adornos de su habitación, Bernardo cerró la puerta, abrió la perilla de la estufa, y cuando
estuvo lo suficientemente llena de gas (a punto tal que casi pierde la conciencia) tomó uno de los encendedores de colección que tenía y voló la casa con él adentro (aunque el mosquito pudo escaparse por la ventana).
Muchas veces, nosotros los seres humanos no nos comportamos de manera tan diferente a Bernardo. En el afán de cumplir con nuestros pequeños o grandes objetivos, no medimos las consecuencias
de
nuestras
acciones,
acarreando mayor sufrimiento para nuestras vidas.
Sin embargo, y aunque no nos demos cuenta, es frecuente que el problema
que nos
aquejaba termine escapando por la ventana.