David Viñas - Literatura argentina y politica pdf

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David ViĂąas

Literatura argentina y polĂ­tica

II De Lugones a Walsh


Santiago Arcos, editor PARABÉLLUM / ENSAYO Editores: LAURA ÉSTRIN MIGUEL A. VILLAFAÑE Diseño: Cubierta: HORACIO W AINHAUS (waihhaus@interlink.com.ar) Interiores: GUSTAVO BIZE (speedtyp@feedback.net.ar) Corrección: ESTEBAN BÉRTOLA (esteban_bertola@hotmail.com)

1a edición, Jorge Alvarez, 1964. 2a edición, CEAL, 1977. 3a edición, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1996. © Santiago Arcos Editor, 2005. José Bonifacio 1402 (1406) Buenos Aires www.santiagoarcoseditor.com.ar e-mail: santiagoarcoseditor@uotsinectis.com.ar

ISBN: 987-1240-07-4 Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723 Impreso en la Argentina - Printed in Argentina La reproducción total o parcial de este libro, no autorizada por los editores, viola derechos reservados. Cualquier utilización debe ser previamente solicitada.

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IV. CRISIS DE LA CIUDAD SEÑORIAL La población más heterogénea y más curiosa de la República es, seguramente, la que acabo de visitar y que vive perdida entre los pajonales que festonean las costas entrerrianas y santafecinas, allá en la región en que el Paraná se expande triunfante. ¡Qué imponente y qué majestuoso es allí el gran río!... FRAY MOCHO, Un viaje al país de los matreros, 1897.

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DE LOS GENTLEMEN-ESCRITORES A LA PROFESIONALIZARON DE LA LITERATURA Veo que te inundan con encargos de estatuas; yo tengo, en parte, la culpa. He combatido todos los concursos y pregonado que si quieren obras de arte, no se las pidan a cualquiera sino a los grandes artistas y hoy por hoy al arte francés. Te han nombrado ministro de escultura y tienes que aceptar. Aquí no dicen: esto es de Falguièrre, sino esto lo mandó Cané. Carta de Pellegrini a Cané

Cuando Ingenieros salió por primera vez de Buenos Aires, favorecido, en un momento en que le sonrió la vida, con la misión y el viático que le hizo dar el general Roca —único como creo haber dicho ya, entre nuestros presidentes, por su amistad con los escritores... Manuel Ugarte. Escritores iberoamericanos del 1900.

Fue reprobada por varios diputados la apreciación personal que hice de un gran poeta argentino, cuyas ideas anarquistas me habían sorprendido sobremanera y de quien dije que había restablecido sus relaciones con el erario público por medio de un proyecto de revista, que contaba ya con el apoyo de todos los ministerios. Nicolás Repetto, Mi paso por la política. De Roca a Irigoyen.

Propuse la fundación de la Academia, no para fomentar la pedantería, sino para dignificar al escritor, para que, ante el pueblo, su oficio tuviera la más alta categoría. Supuse —lo que desgraciadamente no ocurrió— que los académicos ocuparían un lugar importante en las fiestas oficiales junto a ministros, parlamentarios y directores de las grandes reparticiones del Estado. Manuel Gálvez, Entre la novela y la historia.

SOBREVIVENCIA Y FINAL DE LA GENTEEL TRADITION Arquetipos de la generación del 80 que sobreviven en el 900 son Cané, Wilde y Mansilla: "príncipes" de su grupo según los llama Groussac, si aparecen como inobjetables gentlemen vinculados a la literatura y se iluminan a través de ella, la ejercen como una ocupación lateral, imprescindible casi siempre, pero de manera alguna necesaria. Para ellos el quehacer literario es excursión, causerie, impresiones o ráfagas: "colocaban una frase" como quien toma un potích para depositarlo sobre un estante o "tenían salidas" cuando empezaban a presentir que el uso de las palabras acorrala. Tomar las palabras con las puntas de los dedos, picar una comida, afilar un cigarro, palmear una

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yegua de raza: todo venía a ser lo mismo: al fin de cuentas la literatura no era oficio sino privilegio de la renta. Eran, pues, gentlemen-escritores y su estilo "daba tono y sello" por más espectacular y por conjugarse con un ocio mayor articulado en su prestigio y en el control de las estructuras de difusión. Ricardo Olivera, un hombre de la generación siguiente, describe ese panorama: "Nadie aún en nuestra tierra ha hecho del cultivo de una aplicación intelectual el objeto único de su vida... No tenemos profesionales sino aficionados. El libro requiere un período de gestación —muy rara vez inferior al del hombre— durante el cual exige imperiosamente atenciones cuidadosas y exclusivas. Nuestros autores —simples aficionados— lo van creando a ratos perdidos, en los intervalos ociosos de existencias consagradas a la política" (rev. Estudios, febrero-marzo, 1902). Empero, el tránsito visible entre el apogeo de la oligarquía y el período posterior de repliegue de la élite liberal hasta el advenimiento del radicalismo al gobierno en 1916, se va subrayando significativamente por el fin del liderazgo de los gentlemen-escritores hacia una profesionalización del oficio de escribir, por un desplazamiento del predominio de los escritores con apellidos tradicionales hacia la aparición masiva y la preeminencia de escritores provenientes de la clase media y, en algunos casos, de hijos de inmigrantes. Si Ingenieros es un síntoma, Gerchunoff marca un denominador común ratificado en la zona intermedia entre el pensamiento y la política por Enrique Dickmann y la exigencia de disminución de aranceles en el movimiento universitario de 1904-1906. En la vertiente opuesta se sitúan el final del rectorado de Eufemio Uballes (inaugurado en el 86) y la respuesta antirreformista de La Nación que impugna la "ola" de alumnos "que luego invadirán a la sociedad como profesionales" atribuyéndola a "la inmigración" cuyos "elementos heterogéneos no todos tienen y reciben la misma cultura en el hogar, el mismo desarrollo intelectual y moral" como "en el pasado, cuando el acceso a la Facultad era limitado". Y si los grandes señores empiezan a cultivar la nostalgia y el malhumor los hombres nuevos avanzan. Un proceso generacional se sobreimprime a un desplazamiento de clase: y si Giusti y Bianchi fundan Nosotros en 1907, Molinari, Levene y Ravignani definen la nueva Escuela Histórica en 1905, así como Ghiraldo se indigna en el primer Martín Fierro de 1904.

HOMBRES NUEVOS, NECROLOGÍAS Concomitantes mediante el ascenso de las clases medias y de la formación de un proletariado urbano de origen inmigrante con salidas precarias hacia la propiedad de la tierra y constreñidos al trabajo y al hacinamiento urbanos, la mayoría de este grupo de nuevos escritores profesionales se caracteriza por otro común denominador: su militancia o, por lo menos, su vinculación con los partidos populares recientemente formados: el radicalismo, el socialismo y los grupos anarquistas. Paralelamente los tres gentlemen-escritores del 80, paradigmas y rezagos del período anterior, desaparecen dentro del alarmante cuadro necrológico de los dirigentes de la élite liberal: Cané en 1905, Wilde y Mansilla en el 13. Pero su estilo, culminación dé la genteel tradición de la literatura argentina debe ser referido a sus concretas apoyaturas económicas, en especial al ámbito donde desenvuelven su acción en los últimos años cuando sus figuras ya han cristalizado: el mundo de la diplomacia. Ahí reside una de las claves del circuito recorrido por las élites tradicionales: si un Sarmiento, un Mitre, magnos

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teóricos del liberalismo, fueron primeras figuras de la política ejecutiva en el período que va de Caseros al 80, en el momento posterior las grandes figuras intelectuales del liberalismo no pasan del nivel ministerial para concluir encallando (cargados de ocios y de creciente decepción) en los inocuos y dorados puestos de la diplomacia. Para los grandes románticos, jefatura y teoría política se superponen; en el 80 el espacio comprendido entre Roca y los hombres del Sud América es la zona destinada a la única élite intelectual argentina tan homogénea como lúcida y despiadada hasta la complicidad. A partir de ese dato, por consiguiente, el estilo de vida de Cané, Wilde y Mansilla guarda enormes semejanzas: su marginalidad, su turismo intelectual, su fragmentarismo ameno y pertinente, el tono confidencial de su diletantismo y hasta su atenuado escepticismo frente al país aparecen como connotaciones del papel que como intelectuales les hacía jugar su grupo social: "Miguel Cané, que sentía profunda admiración por estos últimos los japoneses, amaba las viejas porcelanas imperiales, los esmaltes y las lacas, los tapices y paisajes", anota su biógrafo. Era previsible ese exotismo: además de la moda japonesista, si por su refinamiento parecía una forma de tomar partido contra la "barbarie" rusa en el conflicto de esos años, por la ahistoricidad que implicaba era un corolario del mundo marginal en el que estaba instalado. También se sabe que "Wilde había adornado su casa con muebles, tapices y objetos de arte seleccionados por él mismo en sus viajes por China y Japón". A Pierre Loti se lo consideraba "exquisito" y Madame Butterfly definitivamente había reemplazado a Madame Bovary o a los bruscos infortunios de Nana. Y si la época victoriana había empapelado las paredes de las habitaciones por pudor ante "la materia desnuda", un intelectual que se había reído de esa manía ornamentalista concluía apelando a ella para sobrellevar la desnuda marginalidad de la vida diplomática. "Con ser tan resuelto y valiente, era también mi tío, el general Mansilla, una suerte de arbiter elegantiarum a lo Brummel" —escribe Daniel García Mansilla en sus Memorias—. "Tenía prestancia para vestir; era el clásico dandy, siempre un tanto excéntrico, andaba ataviado a la última moda y con su poderoso reclamo brindaba no pocas satisfacciones a su sastre". Son datos que se van articulando: un dirigente se proyecta como arbitro de la elegancia cuando no puede arbitrar en otros terrenos; y la excentricidad que resulta de un dandismo de últimas modas se integra con las necesidades diplomáticas situadas entre un método para dejar satisfecho al sastre y a la rnarginalidad. Las relaciones de los arquetipos intelectuales del 80 con el grupo gobernante —por lo tanto— que pertenecen a la élite pero viven marginalmente, su proximidad a Roca o Pellegrini pero sin participar de su ejecutividad, el sentirse superiores pero condenados a ser segundones por esa causa, en la misma proporción que explican su ademán, sus reticencias, su soledad, su elegiaca vuelta hacia el pasado (con beldades o quintas que aludían a infancias o adolescencias de "dorada" posesión de mujeres y de tiempos permanentemente vacacionales). Y la ropa, insignia mediante la qué se ligan con sus funciones, su ocio, su aburrimiento y la convicción de su fracaso, incluso cuando llegan a hacer de ese fracaso otro componente que corrobora su "distinción".

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PERDURACIÓN Y LIBERALISMO Eliminados por diversas causas del tipo común nacional los componentes degenerativos o inadaptables, como el indio y el negro, quedaban sólo los que llamamos mestizos por la mezcla del indio y del blanco. J.V. González, El juicio del siglo, 1910.

Hay dos sobrevivientes más: Rafael Obligado (1851-1920) y Carlos Guido Spano (1827-1916). Ni uno ni otro participan de los comunes denominadores más característicos de los arquetipos del 80; al contrario, por sus componentes personales se sitúan en el polo opuesto: ni dandys, ni diplomáticos (Obligado jamás salió del país y Guido agotó esa posibilidad de joven), ni conectados a la política activa de la oligarquía en su período de apogeo. De hecho, no necesitaban vincularse a ella; eran la oligarquía, y su situación los conectaba con el latifundio primitivo o el solar plácido, indiscutido, casi atemporal, más allá de toda contingencia histórica. Cuando en 1900 un escritor se elegía patriarca de la literatura con una estancia sobre el Paraná o un padre íntimo de San Martín, resultaba coherente y definitorio escribir "beso este suelo querido / que a mis caricias se entrega / mientras de orgullo me anega / la convicción de que es mía / la patria de Echeverría / la tierra de Santos Vega". O "He nacido en Buenos Aires. / ¡Qué me importan los desaires / con que me trata la suerte!" La propiedad inmueble, sobre todo en el caso de Obligado, además de paternalismo, de una mesura pausada de medios tonos y una particular devoción por la naturaleza, otorga ciertas convicciones que van desde la identificación con la propiedad hasta una visión circular de la historia. Porque si más allá de las contingencias históricas todo retorna a su quicio, la propiedad inmueble se trasmuta en lo inmóvil, lo que no cambia o, lo que viene a ser lo mismo, aquello que corrobora "la esencia de lo argentino". Una suerte de pasatismo ecologista se comprueba en Obligado cuando acierta con precisión, y llama a la mora "suculenta". Lo más legítimo de su nostalgia condiciona la limitada y diestra, a la vez, elección de un adjetivo que condensa el recuerdo de una pérdida definitiva. "Un placer, nada menos que un gusto infantil". El rechazo del uso del reloj por Guido Spano, además de conjurar la avidez y el jadeo mercantilistas, prefigura su barba y su cama a lo Whitman, así como su flauta y sobre todo su escamoteo al dolor lo convierten en un precursor de Macedonio. El paso inmediato entre este grupo de hombres vinculados a la etapa anterior —con su nostalgia antimercantilista y su deliberada marginalidad— y los escritores que desarrollan su actividad a partir del 900 lo marca con nitidez Joaquín V. González (1863-1923): "Se convirtió por su talento en miembro de los círculos gobernantes..., sirvió a los hombres de la generación del 80 como diputado, senador y ministro de gabinete", dice MacGann. MacGann es cauteloso. Si hubiera dicho "oligarquía" en lugar de "generación del 80" habría resultado más exacto; y si en vez de "talento" hubiera puesto "lucidez política" para aportar determinados ingredientes progresistas y de decompresión en esta etapa de repliegue de la élite liberal, habría acertado. González fue eso: sirvió como intermediario entre "el buen ojo" de Roca para descubrir elementos jóvenes dispuestos a sumarse al régimen aportando su eficacia intelectual y los escritores del 900; el Proyecto de Ley Nacional del Trabajo (6-V-1904), al que fueron invitados a colaborar Del Valle Iberlucea,

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Ingenieros, Lugones, Augusto Bunge, es un ejemplo típico. Repliegues tácticos, aggiornamiento, intelectuales "jóvenes y brillantes" y cooptación. Movida reiterada, por cierto, con el general Justo/De Tomasso, y posteriormente entre "la modernización y el talento". En este aspecto, González es el mayor precedente del "conservadurismo negociador". Que no sólo tiene claro las inflexiones históricas de su situación, sino también cuáles son los peligros, las prioridades, los ritmos de ejecución en el momento de "la mano dura", al del afloje y, por sobre todo, a cuáles intelectuales nuevos se los puede anexar. También sabe de silencios, sangre, eufemismos, padrones, yaques sombríos y códigos a la page. Y en relación a Eduardo Wilde —primer ministro in partibus del inaugural gobierno de Roca— es quien resalta el tránsito desde 1880 al segundo gobierno del "Héroe del desierto", dado que el eje problemático de la élite señorial se ha desplazado del problema de las "tolderías bárbaras" hacia las tolderías rojas. La sagacidad política de González tiene como referencia paralela y antagónica al México del porfiriato que, además del enorme problema indígena, se resiste frontalmente a "cambios" que alteren una continuidad del sistema Victoriano con violencias cuantitativamente extendidas y prolongadas. En la Argentina "había que resignarse a la democratización, el nuevo problema que se planteaba era cómo manipularla". En este sentido, a quien más se parece González dentro del espectro de los "científicos" mexicanos es a Justo Sierra, el negociador más directo desde su cargo de ministro del porfiriato (cfr. Evolución política del pueblo mexicano). Corresponde no olvidar, además, que tanto para González como para Sierra el fondo sobre el que se recortaban sus políticas de englutido de los sectores populares más heterodoxos era el recuerdo de la Comuna. Al fin y al cabo no eran tantos años: desde 1871 las élites se ponían histéricas ante el solo nombre de ese acontecimiento revolucionario del París despiadadamente reprimido (cfr. Y. Cassis, Les banquiers de la city á l'époque edouardienne, 1902-1914, 1989). Sumados, por consiguiente, su origen provinciano, su legalismo, su espiritualismo, su mediación entre Roca y la presión opositora, la situación de González resulta análoga a la de Indalecio Gómez (1850-1920) respecto de Victorino de la Plaza y de las últimas resistencias de un Marcelino ligarte o un Benito Villanueva a entregar el gobierno al yrigoyenismo (cfr. E. Zimermann, Los liberales progresistas, 1998). Pero tanto González como Gómez, conservadores que aparecían como los más consecuentes con su liberalismo, no sólo tenían en cuenta las presiones desde abajo, sino también las sugestiones imperiales para mantener su despensa en paz y el ablandamiento a través del juego parlamentario. Lo que condicionaba el Proyecto de Ley Nacional del Trabajo como el voto secreto y obligatorio, era lo mismo en lo esencial: conceder para que el sistema sobreviviera. La ideología liberal tenia determinadas tradiciones; y prescindir de la idea de justicia —planteada como dilema— las desgarraba: la universalidad que había detentado en su momento de lucha había sido válida; se trataba ahora de justificarla en la coyuntura de pasaje a la defensiva convenciéndose de que al defender intereses particulares se perseguían fines universales. Por eso anexar escritores jóvenes, participación de los obreros en las ganancias, parlamentarismo, superación de la intransigencia radical son manifestaciones en diversos planos de una política homogénea. Más aún: la reanudación de las relaciones con el Vaticano, la liquidación de la cuestión limítrofe con Chile, el proyecto: de unificación de la deuda externa, completan el cuadro. El ímpetu progresista del Roca de 1880 veinte años después se ha agotado. "Roca no está ni física ni

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moralmente para aventuras. Para una política guerrera un poco aventurera se necesita juventud, vigor, entusiasmo y amor a la gloria. Nada de eso, absolutamente nada, tiene nuestro general. Que lo dejen en paz concluir, su período, y poner su huevo es todo lo que desea", le escribe Pellegrini a Cané en 1902. Hasta el proyecto de ley de divorcio no logra su sanción; y ésa hubiera sido la última ley liberal. "La liberalidad absoluta tal como ha sido entendida entre nosotros hasta hace, muy poco, es en los momentos actuales un grave peligro", escribe J. V González. Las contradicciones provocadas por los resultados del liberalismo van marcando los límites de la conciencia liberal. "Hasta ahora no se habían advertido los síntomas de los peligrosos, enunciados y ha sido necesario todo el ruido de sucesos trágicos y dolorosos y el ejemplo repetido de otras naciones más adelantadas, para que advirtiéramos que era tiempo de dar un primer paso en el sentido de la defensa colectiva", prosigue González. Estaba aludiendo, desde ya, a las nuevas estrategias de reacomodo y sobrevivencia de los grupos dirigentes europeos: Bismarck, Giolitti, Waldeck-Rousseau: inquietudes e intentos de negociación y: anexado. Con las alas moderadas del socialismo a lo Bernstein, con ciertos sectores laboristas o con el neopopulismo cristiano, y en la Argentina con Alfredo Palacios, con el padre Grote o con los radicales menos intransigentes. El anarquismo que venía de eliminar la serie Humberto de Italia, Isabel de Austria, Sadi Carnot en Francia, McKinley en los Estados Unidos y Cánovas en España, debía ser eliminado. Como aquí después del atentado de Radowitzky contra el coronel Falcón (Cfr. Wailace Evan Davies Patriotism on Parade, Cambridge, 1955). En el envés de ese escenario retumbante, se ritualizaron como nunca la bandera, los himnos, los monumentos patrios y Martín Fierro. Fue la táctica más favorecida por Joaquín V. González. El laissez-faire clásico ya no daba más de sí y la intervención estatal debía ponerse al servicio de la prolongación de un sistema y de la tranquilidad de la clase dirigente. "Debo decir que en nuestra ciudad fermenta ya una crecida cantidad de pasiones colectivas que tienden a tomar forma, a tomar cuerpo", insiste González. El liberalismo tradicional había necesitado de la inmigración, pero los inmigrantes trajeron "todos los vicios sociales que fermentan en Europa". El símil biológico era previsible: enfermos los inmigrantes, cargados de virus "en la sangre" como veinte años antes había ficcionalizado Cambaceres, envenenado el cuerpo social, la enfermedad se había declarado: clases medias revolucionarias, proletarios huelguistas. Resultaba peligroso vivir en la ciudad infectada. Era la crisis de la ciudad señorial. Y no ya las "exageradas" denuncias de los anarquistas: porgue por debajo de la fachada de Stella —epítome de "la buena vida" en 1905—, La mala vida (1908) de Eusebio Gómez describía el espectro inquietante que pasaba por "parásitos", "usureros", “invertidos plebeyos" y "uranistas", enhebrando el prólogo del "doctor Ingenieros" con la vehemente filantropía postulada en La defensa de la raza por la castración de los degenerados del doctor Benjamín Solari (1902), Así como en la secuencia de contradicciones y matices, con El terror argentino (1910) de Rafael Barret.

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ACADÉMICOS Y REVISIONISMO LIBERAL Extinguido el indio por la guerra, la servidumbre y la inadaptabilidad a la vida civilizada, desaparece para la república el peligro regresivo de la mezcla de su sangre inferior con la sangre seleccionada y pura de la raza europea. Joaquín V. González, El juicio del siglo, 1910.

Otras figuras intermedias que señalan gamas y prismas en su relación de dependencia respecto de la oligarquía liberal son los académicos: desde Groussac (1848-1928), que inicia la carrera de escritor junto a la joven "intelligentzia" roquista del Sud América y se instala hasta su muerte en la Biblioteca Nacional, pasando por Juan A. García (18621923), que se sustenta, en la cátedra y en la magistratura y publica artículos de "gringuitos" como Diego Luis Molinari en los Anales de la Facultad de Derecho provocando reacciones adversas de sus colegas, hasta Carlos O. Bunge (1875-1918), que cuenta con una apoyatura análoga a la de García y cuyos fracasos teatrales son tan significativos como los del autor de La ciudad indiana: ambos se dirigen a un nuevo público al que desconocen por completo y cuyo lenguaje se ha ido distanciando del "atildamiento" de la gentry. José Ma. Ramos Mejía (1842-1915) es un ejemplo paradigmático en este aspecto: en él se superponen positivismo crítico, tentaciones modernistas, funcionarismo y hasta ciertas veleidades populistas de las que se impregna en el loquero y en la facultad de medicina. El margen de tolerancia de la élite señorial será siempre correlativo a su seguridad, y como la mejor tradición liberal aún seguía vigente en este período pese a sus repliegues políticos, podía admitir que sus funcionarios culturales, sus magistrados o sus profesores se embanderaran en Taine, propiciaran el modernismo o adhirieran al darwinismo social. La filosofía si se limita a ser una ideología universitaria no inquieta a nadie; la intranquilidad empieza cuando se encarna en las calles de la ciudad. Mientras los médicos se convierten en sociólogos de escuela (o en novelistas, como después en poetas y humoristas puros) las reglas del juego se respetan. De ahí los límites que se le marcan al pensamiento académico para que no rebase su cauce y afirme que la universidad se ha hecho sólo para estudiar. Sobre todo si estudio es sinónimo de "especulación pura" y no se materializa. En otra etapa final de siglo —mucho más próxima—, el cientificismo, la informática canonizada y diversas estratagemas entre las que se destaca el enmascaramiento de los "caballeros de la Bolsa" en un yupismo intelectual proliferante y más ávido aún, resultan los indicadores de una astuta pero cada vez más inquieta reconversión confeccionada sobre un fondo triunfalista y, al mismo tiempo, de un episódico letargo de las prácticas críticas heterodoxas (cfr. Ed ward W. Said, The World, the Text and the Critic, 1982). Incluso quienes en el plano académico en aquel lejano fin de siglo justificaron a Rosas y los caudillos fueron tolerados y anexados: Adolfo Saldías (1850-1914), que inaugura esa línea revisionista, polemiza con Mitre, pero en la reedición de su Historia de la Confederación inserta como prólogo una carta de su antagonista; y si comienza su carrera heterodoxa en el autonomismo enfrentándolo a Roca en el 80 (Los minotauros, Juicio político del presidente Roca), si es revolucionario en el 90 y se expatría a Montevideo, cuando se lo acusa de exaltar a Rosas pone en evidencia sus pautas liberales hasta concluir —a través de su ministerio con el ambiguo Bernardo de Irigoyen— como vicegobernador de Marcelino Ligarte. Ernesto Quesada (1858-1934), magistrado y profesor

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del régimen, puede permitirse un revisionismo más sistemático por los documentos y la fortuna que le aporta su primera mujer, hija del general Pacheco. Nada es tan simple: en su decisión se entrecruzan otras coordenadas que van desde la influencia de su padre, viejo hombre de Paraná, su juvenil vinculación con el Alberdi exiliado, su formación universitaria alemana, su germanofilia y su segunda mujer nacida en Berlín y hasta sus lecturas de Marx (v. El marxismo a la luz de la Estadística en los comienzos del siglo, 1908). Pero su excesiva heterodoxia no podía pasar impune: por algo más que a causa de su germanofilia se exilia del país, radicándose en Berlín y donando su fabulosa biblioteca americanista a la universidad alemana. Tres ejemplos más se encuentran en el revisionismo de comienzos de siglo: David Peña, Juan Álvarez y Carlos Ibarguren. De los dos primeros esa actitud crítica hay que atribuirla a una mezcla de perspectiva provinciana y de economicismo; en cuanto a sus carreras oficiales no fueron molestadas, pero el silencio o la reticencia paulatina que van rodeando sus obras son la respuesta de un sistema. De Carlos Ibarguren cabe decir que su catolicismo a lo Péguy condicionó su antipositivismo; luego, casi de inmediato, su antiliberalismo. Es el tránsito de varios de los hombres de su clase y de su generación: su heterodoxia se va desplazando hacia el aristocraticismo; polarizada frente a Yrigoyen, se exacerba hacia el autoritarismo la fascinación del Mussolini de 1930, y se inscribe en la derecha del revisionismo y del nacionalismo como ideología del sector antiliberal de la oligarquía sobreviviente fuera del gobierno. Por eso apuesta a Uriburu, su primo hermanó; pero como a partir de 1932 prevalece el sector liberal con Justo y Pinedo, que prefieren el fraude como recauchutaje del régimen y el visto bueno británico (antiautoritario como nunca en 1933 y ya en preparativos bélicos), Ibarguren se aleja, pasa a una oposición puramente ideológica, al PEN Club, a la Academia de Letras, y es tolerado. Ya se dijo: el plano académico era restringido, pero mientras esas polémicas no lo rebasaban implicando una toma política inmediata, se las consentía y hasta propiciaba. Los límites entre la especulación y la política concreta tenían una marca: la cesantía de Estrada en la década del '80, o el rechazo de Ingenieros bajo Roque Sáenz Peña. Por más de una razón hasta 1918 los profesores universitarios fueron designados por el Poder Ejecutivo.

MODERNISMO Y DERECHA LITERARIA En una revisión panorámica de las figuras más representativas de este momento en lo que hace ya a lo específicamente literario, a sus relaciones con el grupo gobernante y a su situación personal, los matices se amplían aunque la referencia decisiva persista en forma mediata: se puede pasar revista desde una extrema derecha intelectual marcada por Ángel de Estrada o Enrique Larreta que prolongan las pautas de un Wilde o un Cané, desplazándose hacia un precursor como Darío a través de los diversos tonos que van desde los "jóvenes hidalgos de provincia" como Lugones o Rojas, una zona intermedia con Gálvez, Chiappori, Becher, las "brillantes promesas" como Ingenieros, los solitarios como Quiroga, hasta llegar a lo que podría ser la extrema izquierda teñida de socialismo o, anarquismo con Manuel ligarte, Gerchunoff, Payró, Sánchez o Ghiraldo y algunas figuras adscriptas a cierta inflexión del espectro de la bohemia como de Soussens, Goycoechea Menéndez y Monteavaro. Ángel de Estrada y Enrique Larreta, "príncipes de la nueva generación", como también

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los llamó Groussac con esa metáfora palatina que le gustaba usar, son quienes más se asemejan a los arquetipos del período anterior al prolongar la genteel tradition: grandes señores, su adscripción al grupo gobernante no necesita de ninguna formulación o adhesión especial; están donde deben estar, son los que deben ser, hacen lo que se espera de ellos porque simplemente se inscriben en lo vigente y canonizado. Su imperativo categórico se superpone a la "naturaleza" que les adjudican. Apenas si sus colegas los miran con cierta suspicacia, como a simples diletantes o escritores orquídea. El mayor cambio respecto de sus modelos es una modificación en el orden de los factores: en lugar, de gentlemen-escritores son escritores de quienes se recuerda a cada paso que son gentlemen, verdaderos "caballeros de la literatura", "señores de las letras". Ahí residen su gloria, sus producciones respectivas y sus límites. Darío, antecedente inmediato del escritor que logra profesional fizar la literatura en la última década del siglo XIX, se encarga de subrayar ese señorío cultural en su elogio a La gloria de Don Ramiro: "En primer lugar, el señor Larreta es un aristócrata, un hombre de buen abolengo. Ha cumplido con la obligación hispanoamericana de ser doctor. Ha podido entrar en la política y lograr puestos honrosos y pingües. Y él ha cultivado su jardín ideal". Larreta pudo haberse atenido al pie de la letra a la pauta que habían recorrido Cané o Wilde, pudo haber puesto el acento en lo estrictamente político, lo que no quiere decir que desechara totalmente esa versión literaria de la política que es la carrera diplomática. "Joven, apuesto, elegante —sigue Darío—, con cierta agradable suficiencia, se atraía las simpatías". Es decir, Larreta también prolongaba el estilo de la genteel tradición del 80 con esa estética de lo social que es el traje, sobre todo el traje decorativo del diplomático, a medias frac académico y uniforme militar a medias, que marcaba la distancia necesaria para tornarlo lejano y fascinante. "Era amigo de Groussac, y publicó entonces en La Biblioteca, dirigida por este maestro, un precioso cuento de argumento antiguo". Uno de los príncipes de la nueva generación hace sus armas en la revista oficial equívoca y condescendiente con el modernismo mediante un cuento que se atiene a ciertos cánones como si quisiera ratificar que ese movimiento es la escuela oficiosa, por lo menos, de la oligarquía en su momento de apogeo. "La urgencia de la comparación francesa —prosigue Darío— hizo que en el grupo innovador del Ateneo lo calificásemos de Pierre Louys. Parece que es notorio que yo ejercía de Verlaine; el a la sazón efébico Díaz Romero de Samain; Leopoldo Díaz de todo. El querido gran Lugones se contentaba interinamente con fungir de Laurent Tailhade". Constante decisiva del pensamiento argentino vinculado a la élite liberal: esa alusión a Europa y a los valores europeos era la referencia al seno de lo absoluto que iluminaba nuestra realidad inmediata y pedestre, y que por esa participación, de unió mística casi, se legitimaba ante sus propios ojos. Y por cierto que ese juego de referencias y validación resuelto como efecto halo no se daba sólo en la literatura: un código argentino existía más si se parecía al de Napoleón, un dandy criollo era mejor si lo imitaba a Disraeli, la casa de una estancia en Cañuelas era más confortable —más casa al fin— si estaba copiada de un cháteau francés o de algún cottage británico. Para no abundar en la serie de óperas latinoamericanas desde México a Buenos Aires pasando por Río y Manaos. Eran las semicolonias que, con algunos matices, vivían alienadas a la metrópoli. Y sí sus élites gobernantes lo estaban, ¿cómo no iba a ocurrir con sus intelectuales, máxime en uno de los momentos culminantes de esa dependencia que, mediatamente, los beneficiaba? (v.

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José B. Peña, Derecho argentino, Buenos Aires, 1907; Juan B. González, El encarecimiento de la vida en la República Argentina, Buenos Aires. 1908; Leslie Manigat, L'Amérique Latine, 1889,1929,1973).

DEL VIAJE A EUROPA AL RAID A ESTADOS UNIDOS En los paquetes franceses, el comandante es siempre charmant, homme du monde... quien a Yankeeland se encamina, tiene por fuerza que democratizar su pensamiento. Eduarda Mansilla de García, Recuerdos de viaje, 1882.

Aquí corresponde adelantar: en el período de entreguerras (1918-1939), los modelos europeos serán desplazados por los norteamericanos. Estados Unidos pasa de ser país deudor a convertirse en el gran acreedor. "Cambio de estrategias y módulos metropolitanos". Ya es un lugar común: variaciones sobre un mismo tema: al clásico viaje a Europa se irá superponiendo, hasta predominar, el viaje a los Estados Unidos. Y si Sarmiento marca precisamente la seducción y el deslizamiento de París a Nueva York—y de manera contradictoria Eduarda Mansilla de García en sus Recuerdos de Viaje (1882), así como Groussac en su Del Plata al Niágara (1894) prolongan ese circuito—, el "viaje búmeran" que culmina con el Sena y la Maga de Cortázar paulatinamente será reemplazado por "las fantasías de Hollywood" de Nicolás Olivari o por "los ensueños de Broadway" de Manuel Puig, cada vez más profesionalizados. Este cambio de eje empezará a predominar después del Tratado de Versailles. La política automovilística y caminera irá preponderando aceleradamente hasta la liquidación o arrinconamiento de la cultura ferroviaria. Greta Garbo desplazará definitivamente a Sara Bernhardt. Ni hablar de Rita Hayworth o de Marilyn Monroe respecto de Michelle Morgan o de Simone Signoret. Y ni qué decir del Príncipe de Gales de 1925 en dirección al F.D. Roosevelt de 1936. O al Kennedy del '63. Las etapas de modernización más evidentes definirán la política del general Justo, los intentos del llamado "desarrollismo" frondicista, lo que se quiso hacer de manera autoritaria entre 1976 y el 83. Y—más que notorio— el proceso justificado por el presunto democraticismo del menemato. La arquitectura de los bingos, Miami y Disneylandia, la ideología televisiva y los textos de la revista Caras o los proyectos "a la texana" de Alan Faena resultarán obviamente paradigmáticos (cfr. Noam Chomsky, American Power and the New Mandarins, 1989).

DARÍO: DINERO, LOS MITRE Y LAS RETÓRICAS "Enrique Larreta —prosigue Darío en aquel otro fin de siglo—, que no pertenecía a nuestro cenáculo —cenar era siempre uno de nuestros propósitos, ¿verdad, profesor Ingenieros?, ¿verdad, profesor Nirenstein?"—... "trabajaba, en efecto [Larreta], en la tranquilidad de su vida sin afanes y luego en la dicha dorada de un hogar digno de él". La distancia ya se había marcado: aquí, nosotros, yo, es decir, Darío, Ingenieros y Nirenstein y la módica bohemia, los formidables tipos pobres que vivimos nada más que del espíritu: allí Larreta, respetuosamente distante, el señor por naturaleza dada, el que no tiene

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necesidades, el que va a la literatura por pura vocación desdeñando otras posibilidades tan espectaculares como menos espirituales. Pero todos, Larreta y nosotros los bohemios, nos reconocemos en el seno del arte porque como "siempre existe y existirá la aristocracia de la comprensión, la minoría del buen gusto"..., "hoy aplaudimos a Larreta los que somos sus iguales y los que comprenden". Un escritor profesional. En este sentido Darío es un precursor; su vinculación económica con la oligarquía, directa a veces, por mediación de sus diarios en otros casos, resulta crispada en ciertos momentos hasta convertirse en una penosa dependencia. Su alienación a los valores del grupo gobernante llega a ser paradigmática: "fue para mí un magnífico refugio la Argentina —recuerda—, en cuya capital, aunque llena de tráfagos comerciales, había una tradición intelectual y un medio más favorable al desenvolvimiento de mis facultades estéticas. Y si la carencia de una fortuna básica me obligaba a trabajar periodísticamente, podía decidir mis vagares al ejercicio puro del arte y de la creación mental". La alienación en cuanto tal no afecta un solo aspecto de su pensamiento: si Ángel de Estrada era Pierre Louys y él mismo Verlaine, es lógico que Buenos Aires se le convirtiese en París. El París de América del Sur, donde lo cobija la tolerancia de una oligarquía que aún puede ser condescendiente, sobre todo con un escritor que practica un arte adscripto al arte purismo y que, además, interioriza las pautas oficiales y las celebra canónica y remuneradamente conjugando su léxico ornamental, sus trasposiciones suntuosas y espectaculares, ya fueran pictóricas, de atmósfera, escultóricas o de gran ópera wagneriana. Y también con sus versos contráctiles y dislocados, aportando hasta su arqueología, las cesuras, sus marquesas, sus dioses y sus trucos. El cielo del liberalismo clásico no era el Olimpo pero pagaba con cierta puntualidad (cfr. Ángel Rama, Las máscaras democráticas del Modernismo, 1985). En 1898, después de cinco años, Darío abandona el puerto de La Plata rumbo a Barcelona; va enviado por La Nación a raíz de la guerra de Cuba. Pero su Oda a Mitre o la Marcha triunfal quedan como testimonio de su situación: la Marcha triunfal está cargada con el rudiarquiplismo agresivo y neovirreinalista de una élite que se sentía fuerte y fantaseaba con restaurar el virreinato, apelando a la tradición, a la belleza pasatista o, más directamente, a un nacionalismo expansivo con pretensiones de mercados Hay que tenerlo presente: para el pensamiento de la oligarquía argentina del 1900 el resto de América Latina se caracterizaba por un nivel inferior, en materia de raza (cfr. Carlos Octavio Bunge, Nuestra América, 1903; Lucas Ayarragaray, La mestización de las razas en América y sus consecuencias degenerativas, 1906). "Me quedé sujeto a lo que ganaba en La Nación —declara Darío—, y luego a un buen sueldo que por inspiración providencial me señaló en La Tribuna su director, ese escritor de bríos y gracias que firmaba. Juan Cancio y que no es otro que mi buen amigo Mariano de Vedia. Mi obligación era escribir todos los días una nota larga o corta, en prosa o en verso, en el periódico. Después me invitó a colaborar en su diario El Tiempo, el generoso y culto Carlos Vega Belgrano, que luego sufragó los gastos para la publicación de mi volumen de versos Prosas profanas". Han llegado a ser otro lugar común los pedidos de dinero en la vida de Darío; tradicionalmente la crítica se compadece; las carencias más concretas al pasar a través de él adquieren una dimensión metafísica. Sin embargo, basta recorrer su correspondencia para verificar que esas carencias sólo han convertido su vinculación en dependencia: "He comenzado una novela, o especie de novela¡ para La Nación —escribe—, Yo iré enviando el material, y concluiré en mes y medio o dos meses...

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Tendrá que ser un extra y sería de justicia pagarme a otro precio que mis cartas comunes". Y otra vez: "Si lo de La Nación se hubiera conseguido; si lo de Mundial fuese normal; si lo de la República Argentina se hubiera cumplido...". A Julio Piquet lo urge: "Aunque yo escribiré a Jorge Mitre y a Gaprile, ruégole que usted también como ministro de La Nación en Europa, haga, con su constante buena voluntad, que se porten como quienes son". Y ese tono no cesa. Como "Darío teme por la seguridad de su situación en el gran periódico argentino" —explica Ghiraldo— "le ha escrito a su amigo (Ángel de Estrada) pidiéndole interceda ante Emilio Mitre, director de La Nación". Ángel de Estrada lo tranquiliza: "No crea que Emilio Mitre es seco con usted. Yo lo he oído hablar muchas veces con gran aprecio de su talento y de su persona, Mitre es un hombre de palabra lenta, cuando no se calienta con algo; y esa modalidad lo hace aparecer frío con todo el mundo, cuando no, tiene gran intimidad con una persona. Hablaré con él; pero no tema, se lo repito. Usted no necesita recomendación, pues sabe apreciarlo en su valor y lo considera un adorno y fuerza de su diario".

ESCRITORES, SEÑORES, DIARIOS En 1910 un Mitre es una suerte de Luis XIV; su relación con los intelectuales es de arriba hacia abajo. Las pautas del período de oro de la oligarquía se iban atenuando, pero no desaparecían; y si su rigidez cedía en algo había que atribuirlo a su paternalismo optimista. "Allá por 1896 —cuenta Daniel García Mansilla en sus memorias—, pocos meses antes de que falleciese el poeta Pablo Verlaine, tío Lucio, por intermedio de Eduardo, lo invitó a almorzar en el restaurante La Rué. El pobre Verlaine, como un niño, quedaba extasiado entre las copas de color verde y rosado en que se servían los vinos; nunca había visto semejante lujo." Y no se trata de un caso aislado sino de una pauta de vida que subraya las relaciones entre la élite tradicional y los escritores: "El gran Maitre —cuenta Ibarguren recordando la estadía de Anatole France en Buenos Aires— me llamó para pedirme procurara al infeliz Brousson un empleo, diciéndome con voz temblorosa: 'Le recomiendo a este muchacho, al que quiero como hijo; procure conseguirle una buena colocación en la Argentina'. El pobre sacristán de Anatole pudo regresar a París gracias a que fue contratado como preceptor de los dos chicos del doctor Carlos Rodríguez Lar reta, en el viaje de la familia a Francia. Por mi parte, conseguí que el diario La Nación le encargara enviase periódicamente correspondencias literarias bien remuneradas". El movimiento de aparente generosidad se convierte en humillación; y el que recibe, en el instrumento de mediación de lo positivo de un gesto que únicamente se revierte sobre el dador. El escritor de clase media, en última instancia, es un criado más, favorito si se quiere, al equiparar la preceptoría y el quehacer literario. Llegar a escribir en La Nación, convertirse en "un hombre de La Nación" era el ideal de vida que empezaba a fijarse y una categoría de validación social de los intelectuales. La "carrera" literaria sólo se confirmaba con un empleo en el diario o, por lo menos, con una colaboración. Antesalas, apretones de manos con los ojos brillantes y devotos, madrugadas del domingo esperando la reseña bibliográfica, la eucaristía en sepia del suplemento literario, algún antepasado que hubiera estado en Pavón o, quizás, en La Verde, cuchicheos edificantes; Magnasco tendrá todo el talento que quiera pero esas salidas de tono no se le pueden tolerar a un ministro, la mirada de los lectores de provincia,

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las humillaciones, ah, las dulces humillaciones de la consagración literaria. En ese sentido, el testimonio minucioso de Juan R Ramos resulta esclarecedor: "Marcha, pues, en la senda del trabajo, y que dentro de diez años, pueda saludar al doctor Juan P. Ramos, profesor en la Facultad de Filosofía y Letras, profesor de historia y literatura en el Colegio nacional, cronista de La Nación, autor de tal o cual libro", le recomienda un amigo de su juventud. Y el propio protagonista responde: "Te mandé en ella un soneto que ahora necesito para llevárselo a un señor, de cuyo juicio depende mi porvenir literario, pues puede hacerme entrar en La Nación, si halla que son buenas las cosas con que pienso asombrarlo. Puedes imaginarte que es para mí cuestión de vida o muerte". Con el correr de los años, esa ambigua relación de dependencia fue marcando un itinerario que en cada etapa abría, a su vez, una suerte de abanico transversal. Espectro que ha ido diseñando sucesivas tipologías de la mediada pero exigente relación de los intelectuales con el poder: a partir de los años '30 será Sur la que actualice esa vinculación con sus meandros, sutilezas y códigos compulsivos (cfr. John King, Sur. 1931-1976, Fondo de Cultura. México, 1993). Primera Plana y La Opinión ejemplifican esa peculiar casuística en los años '60. El penúltimo capítulo, quizá, resulte comprobable en Cultura y en First. Y ese espacio aterciopelado y perverso aún no se agota (cfr. H. Hamon, P. Rotman, Les intellocrates, 1981).

DIMENSIÓN LATINOAMERICANA Muy cerca de Darío y La Nación, entonces, se sitúa otro intelectual que marca un matiz diverso en la constelación de relaciones élite-escritor y que ilumina la correlación apogeo de la élite liberal / modernismo como movimiento continental. Homogeneización financiera y urbanística; homogeneidad literaria por arriba representada por el modernismo: Ricardo Jaimes Freyre por su condición de latinoamericano en Buenos Aires se asemeja a Darío; por su actividad de historiador a Groussac, y por su estatus profesoral a Juan A. García; pero si se tiene en cuenta su posterior Ministerio de Instrucción Pública en Bolivia, la analogía lo remite a Joaquín V. González. Sin embargo, su significación decisiva lo conecta con la diplomacia ampliando y aclarando la perspectiva argentina de la situación del intelectual en este período. Al proyectarlo sobre América Latina se lo puede asimilar al mexicano Nervo respecto de Porfirio Díaz, a Valencia en Colombia, al venezolano Díaz Rodríguez respecto de Juan Vicente Gómez, a Santos Chocano en Guatemala con Estrada Cabrera o, en Nicaragua, con Zelaya (cfr. Bernardo Subercaseaux, Fin de siglo: la época de Balmaceda, 1988). No se niegan los matices de la relación élite liberal-escritor; al contrario, se quiere destacarlos: está el bufón, el correveidile, el panegirista, el vividor, el colaborador más o menos digno y hasta el adversario cauteloso. Y también el cronista de "sociales", el director de la página literaria y el editorialista. Cada uno con sus prolijos ademanes, sus entonaciones, sus pertinentes carraspeos, sus lealtades escrupulosamente balanceadas, su firma o no, página dos o contratapa, y sus honorarios. Ni hablar de "sueldos" y mucho menos de "salarios". Y, por ahí, hasta con la correspondiente noticia de su muerte redactada por propia mano. Estrategias de vida, en fin, sumisiones y equívocos privilegios. Cada uno en su lugar y Dios dará para todos. Pero pocos, casi ninguno de los escritores del 1900, escapaba de la órbita señorial y de sus "tentaciones" correlativas; corresponde tener presente que la "alta cultura" de ese momento pasaba por la oligarquía. La oligarquía

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la importaba, la imitaba, la difundía, la santificaba y la protegía. De ahí que la historia cultural de ese período sea, en gran medida, la historia de esa clase social, de sus tácticas y anexiones —sobre todo de intelectuales o de políticos intelectuales— para prolongarse frente a las presiones desde abajo visibles e intranquilizadoras por primera vez en esos años y en crecimiento paulatino en las décadas posteriores. En forma consiguiente, y dando al título de "príncipes" que usaba Groussac para designar a Larreta y a Ángel de Estrada toda la latitud de su significación, puede considerarse el momento comprendido entre 1898 y 1916 como "período eduardiano": si la larga y triunfal etapa de predominio de la oligarquía que va de 1880 al 98, signada indiscutiblemente por el predominio de Roca, correspondiera a un "período Victoriano", él siguiente estaría caracterizado por dos "príncipes" de la oligarquía como Quintana (18351906) y Roque Sáenz Peña (1851-1914) que, demorados en sus aspiraciones presidenciales y envejecidos al llegar al gobierno, definen con su dandismo escéptico o condescendiente los últimos gobiernos de la élite señorial en los prolegómenos de la Primera Guerra Mundial.

ROLDAN Y LAFERRÉRE. EL NUEVO PERIODISMO Padre nuestro que estás en el bronce. B. R., Homenaje a San Martín, 1910.

En torno de esas dos figuras, como una constelación análoga a la de los intelectuales específicamente escritores, pero que en muchos casos se superponen identificándose y mezclándose, aparece una serie de personajes. Sin duda matizan aun más las relaciones de dependencia que se establecen en función de la oligarquía, pero a la vez subrayan el pasaje del predominio de los gentlemen Victorianos a los dandys del momento posterior. Dandys que, por cierto, cotizan su espectáculo y sus modales al advertir que con su actividad otorgan satisfacción, garantías y un sentimiento de continuidad en el apogeo. Así, por ejemplo, Belisario Roldan encabalgado entre la literatura y la política, evidencia la institucionalización de lo que anteriormente se dejaba librado a cierta espontaneidad: es el orador oficial de una élite que ya presiente la necesidad de sistematizar el elogio de sus méritos y realizaciones, de justificar las primeras leyes antiliberales y, por sobre todo, de pronosticar su indudable futuro atiborrado de prosperidad. De ahí que en un momento dado Roldan sea "el pico de oro" de la oligarquía; y si Almafuerte en esa coyuntura emerge como un Isaías criollo populachero y rezongón, él resulta una mezcla de Castelar, San Juan Bautista y jefe de relaciones públicas. No muy lejos: ya jadean las magnas recitadoras; la estrella de este rubro será Berta Singerman. En cuanto al teatro de Roldan, versificado y definido por un romanticismo tardío, con efectos provenientes de su oratoria musculosa y complaciente, si fue celebrado en El rosal dadas ruinas o en El puñal de los troveros mediante las abundancias de Camila Quiroga, será reemplazado, al apuntar posteriormente a un "público entremezclado", por Los amores de la virreina, de Enrique García Velloso. Muy cerca de Roldan puede situarse a Laferrére: el autor de Las de Barranco es a Quintana lo que Cané o López son respecto de Roca. Pero con varias diferencias: ya no es tanto un gentleman como un clubman; es el matiz que va del caballero que elige el mundo

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diplomático al que prefiere el comité y lo instala frente a su propio club; del que contaba intimidades sobre su infancia al que opta por presentar y escamotear críticas sobre su propio grupo en Bajo la garra, o por dramatizar burlas sobre la clase social que, tiene abajo. La "clasicidad" de Las de Barranco proviene fundamentalmente de eso; cada vez que se repone, el público se escinde; la parte que se adhiere a los grupos tradicionales se ríe bonachona o desdeñosamente de los parvenus de medio pelo, el resto se divierte ambiguamente con el espectáculo de sus propias miserias y con su "cursilería"; es decir, con la alienación a los valores del grupo dirigente a los que se aspira y que resultan inalcanzables. En el fondo, Cané y Laferrére son iguales, pero si el momento histórico del primero lo condiciona a publicar sus viajes y sus charlas en París, al otro lo constriñe a competir en el teatro con lo complementario de aquella escisión: escritores que provienen de la clase media y un público —no el de estreno, que es su aliado más o menos complaciente, sino el nuevo— que si se aburre va a ser despiadado y que como no tiene posibilidad de devolver su obra a un estante, va a silbar, pateará y lo dejará al descubierto. Ésa es la diferencia: que el gentleman Cané estaba lejos, mantenía distancias, recibía en su biblioteca o a lo sumo se arriesgaba en el Parlamento, que no era arriesgarse a casi nada, sino ratificarse a través del reconocimiento de sus iguales; Laferrére ya tiene que descender y competir; y el teatro no es complaciente. Por eso es quien mejor marca la nueva connotación histórica de la oligarquía: despojarse de hieratismo, justificarse, ponerse a prueba y verificarse frente a los escritores de la clase en ascenso y a los actores provenientes del mismo grupo social (los Podestá, Casaux, Battaglia, Alippi y demás). "Dramaturgo orquídea" que paga para que lo estrenen o que no cobra sus derechos de autor, sino que los cede a los actores más necesitados. Laferrére aún puede cultivar semejante ademán; esa peculiar generosidad es una marca residual de su clase. El rezagado despilfarro que funciona como una propina magnánima, casi anacrónica o desproporcionada pero corroborante. Se trata de una connotación más del final de la causerie de 1880: no más Mansilla ni Goyena; el club se va convirtiendo en el espacio dedicado al titeo o a las "tijereteadas" practicadas por (y sobre) las grandes damas de la élite. Semejantes prácticas presuntamente elegantes y despiadadas se verifican en Bajo la garra. "Bajo la mirada", en realidad, del gentleman-dramaturgo y de los espías y chismosos de una élite desasosegada. En el periodismo, por su vertiente, se recorta la figura de Manuel Láinez. Otro signo clave del tránsito histórico: El Diario, aunque cronológicamente y por sus intereses esté cerca de La Nación y La Prensa, prenuncia a La Razón (1905), incluso a Crítica (1913). Láinez ha dejado de ser un gentleman del periodismo para convertirse en un dandy, y su espectacularidad poco tiene que ver con un Mitre o un José C. Paz; en realidad a sus espaldas ya se insinúa Botana. Conviene insistir: si éste es el momento en que la oligarquía aparece más segura de sí y más brillante, en el revés de la trama empieza a leer sus contradicciones, los peligros que la están minando y se resuelve a sobrevivir. De ahí que a la Ley de Escuelas Láinez se la deba interpretar, en tanto proyección del laicismo sobre las provincias, como manifestación expansiva dé la oligarquía a la vez que como necesidad de solidificación del unicato que advierte sus fisuras crecientes.

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FRAUDE / RASTACUERÍA Alejados de lo específicamente literario aparecen dos personajes que refuerzan con sus características personales este desplazamiento: Marcelino Ugarte y Benito Villanueva. En cierto sentido Ugarte es la prolongación, disminuida, de "la gran muñeca" electoralera de Pellegrini. Exigencias de los tiempos: si éste apañaba el asalto de un atrio, la violencia se limitaba a un solo día: Ugarte, en cambio, ya necesita del estado de sitio prolongado; su fraude era permanente por la presencia del radicalismo en constante intransigencia, conspiración o franca rebeldía; último y sin porvenir, lo liquidó Yrigoyen. Por esta vertiente, Ugarte se emparenta con Tejedor, con Dardo Rocha y Bernardo de Irigoyen; y otra vez las diferencias señalan el deslizamiento de un período a otro: Tejedor era un puritano. Rocha un fundador. A don Bernardo podría definírselo diciendo que era un patriarca y, por ambicioso y débil, un precursor del alvearismo. A Marcelino Ugarte también podría considerárselo un precursor, pero de Manuel Fresco (cfr. José Arce, Marcelino Ugarte, 1855-1929, 1959; Ronald H. Dolkart, Manuel Fresco. Gobernor of the Province of Buenos Aires, 1936-1940, University of California, 1969). A Benito Villanueva tampoco puede tomárselo ya por un gentleman; incluirlo entre los dandys sería un exceso; le faltaba arbitrariedad para soportarlo excéntrico que exige el ejercicio del dandismo. Calificarlo como un rastacuero estaría más cerca de la verdad. En realidad, sólo posee los defectos de su clase social; en él se acumula descarnadamente lo negativo de los gentlemen, de los clubmen, dandys y "faroleros". Representa a su clase social cuando se va quedando nada más que con enemigos o sirvientes. De ahí que no sea más que eso: un oligarca en el sentido más peyorativo del término.

CIENTIFICISMO CASTRENSE Y CRISTIANISMO SOCIAL En el orden castrense dos nombres tipifican el período: Ricchieri y Falcón. El primero se inserta en una línea de ministros de guerra o de generales técnicos que, junto a Roca, lo hacen aparecer como el Moltke del régimen. Uno de sus antepasados puede ser Campos; el otro, Paz. Pero el ejército, tampoco es una sustancia inmodificable, sino que en tanto institución es histórico y refracta las características del grupo gobernante: si Paz, pese a su cientificismo, está penetrado por la montonera y adquiere un aire de caudillo, Campos no pasa impunemente por el Parque de Artillería. En este sentido, Ricchieri es inobjetable; no tiene nada que ver con montoneras ni con chuzas; se corresponde con las misiones a Alemania y su problema es una guerra internacional. Falcón en cambio se inscribe en la vertiente interior, y como lleva sobre sus espaldas la experiencia contra López Jordán y los indios, si bien el cientificismo reinante lo proyecta sobre la Escuela de Policía y los vigilantes uniformados, cuando se enfrenta al anarquismo actualiza los procedimientos que habían dado resultado en Ñaembé y el Desierto. Falcón tenía su coherencia; a sus ojos la montonera, el malón y una huelga significaban lo mismo: la anarquía. Y él era un militar liberal (cfr. Alain Rouquié, Poder militar y sociedad política en la Argentina, Emecé, 1983). La Iglesia, en ese momento, puso en circulación dos arquetipos: De Andrea y Franceschi. En 1891, León XIII había dicho su palabra y el cristianismo social era una respuesta que, por ser intermedia, terminaba convirtiéndose en una política de canalización y de acuerdo, similar a la que intentaba llevar adelante Joaquín V. González.

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Ni De Andrea ni Franceschi tienen antepasados porque un Castañeda surge por conflicto con la clase gobernante y un Esquiú, sólo en momentos de consagración. Habría otro parentesco, Brochero, pero era demasiado populista. Quizás Espinoza, pero el sujeto de su acción social era pasivo: bautizar indios o casar concubinos en serie en medio del Desierto no implicaba mayor riesgo. Por eso De Andrea como Franceschi, por su actividad inédita dentro del catolicismo, contribuyen a definir el comienzo del siglo. Por cierto, si la iniciación de esa actividad social tan favorecida por la oligarquía se conecta con la reanudación de las relaciones con el Vaticano en el segundo gobierno de Roca, aquella definición se torna mucho más nítida. Si se le agrega la llegada del padre Grote, el cuadro se ajusta. Y si se recuerda que la ruptura se había producido entre 1880 y el 86, entonces el proceso de tránsito se redondea (cfr. Néstor T. Auzá, Aciertos y fracasos sociales del catolicismo argentino, Ed. Docencia. 1987).

SPORTMEN Y GUARDIA BLANCA En la zona intermedia entre intelectuales y políticos se sitúan dos figuras que contribuyen a completar la constelación más visible de hombres relacionados con la oligarquía a la vez que a remarcar el corrimiento del período de apogeo al de repliegue: si Lucio V. López, otro indudable arquetipo del 80, por ser gentleman murió en un duelo, César Viale —que se inserta en esa línea y pretende prolongarla— sólo es un sportman: lo que en López aparecía como imperativo categórico, en Viale es gesto, enriquecimiento, codificación. Por eso escribe Jurisprudencia caballeresca argentina. Así como hay una escolástica del siglo XIII y una escolástica barroca, el concepto del honor en Viale es así, barroco. Exhibe, si puede decirse, un honor amanerado. Y un sportman es eso: la afectación de un gentleman. A la derecha de Viale se sitúa Manuel Caries: él también ha dejado de ser específicamente un gentleman porque habla demasiado de su honor y, lo que es más grave, lo identifica con el de la patria. Por eso ni siquiera es un sportman, por definición apolítico y neutral; es un jingoísta, esto es, un gentleman que se hizo sportman para aprender a defender el honor de la patria. Así, numerosos datos aparentemente inconexos se enhebran en virtud de la visión del mundo de una clase: apellidos, círculo de armas, esgrima, tiro al blanco, defensa personal, fundación del Tiro Federal, patria en peligro, lo de Chile ya pasó, pero los peores peligros son los internos, la Ley de Residencia no basta, las huelgas siguen, es el virus que se ha difundido, huelgas y más huelgas, éstos nos van a deshacer el país. Entonces, ¿para qué estamos nosotros? Para salvarlo, lógicamente. Y si somos clubmen y patoteros (porque el Casino, lo de Hansen y El Kiosco los había unido en el ocio, el tango, la crápula, la competencia con los rufianes y las peleas con los de cuchillo), nada más natural que darle un contenido espiritual a la violencia patotera y en lugar de pelear con rufianes se golpeará a los huelguistas. Al fin de cuentas, todos "ésos" eran lo mismo: elementos antisociales. Especialmente con la policía de Falcón a la espalda, los sermones de De Andrea en los oídos y la ley de Defensa Social en el cielo. Para eso se funda la Liga Patriótica Argentina. La ley 4144 y la de Defensa Social se convertirán en sus evangelios; la eliminación de "los rusos" de enero del '19 o las puniciones a "la chusma yrigoyenista", a huelguistas rurales, taxistas ó al presunto "Klan radical" hacia 1930, serán cultivados como sus cruzadas espirituales (cfr. Sandra Mac Gee Deutsch, Counterrevolution in Argentina, 1900-1932. The Argentina Patriotic League,

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University of Nebraska Press, 1983). Si en esta coyuntura histórica Falcón se convierte en el mártir de la oligarquía, Newbery pasa a ser el héroe que necesitaba. En la poesía de América Latina la oligarquía triunfante había contado con el modernismo como escuela cuasi oficial: Darío, Valencia, Herrera y Reissig, o Nervo, Chocano, Lugones. A otro nivel, da los sportrmen; no podía ser de otro modo: pertenecer a un club o tener un auto era un privilegio; no digamos un aeroplano. De ahí que Newbery se inscriba continentalmente junto a Santos Dumont y al lado del peruano Chávez. Era tímido pero daba trompadas; menos mal que optó por estudiar ingeniería y canalizar su violencia con las máquinas. Por eso, ya es lo mejor que puede proponer la élite señorial, lo único: un héroe sin ideología, un técnico. Y a medida que la ideología oligárquica se convierta en un antipensamiento, sus héroes desaparecerán hacia 1960: en la línea de Newbery, apenas si existe un Menditeguy; quizá un Reutemann; en la que prolongaría a Falcón, un Lugones hijo, un Meneses o un Piotti. Así es como la crisis de la ciudad señorial se articula con el último de sus héroes. La única alternativa abierta es el héroe dependiente del que manda y utiliza, pero que no termina de enorgullecerse de sí mismo: el verdugo. En ese sitio brotará, después de 1976, la obscena colección distribuida por la Escuela de Mecánica.

PRECOCIDAD, MINISTROS Y BENJAMINES Más cerca de la literatura, y sobre todo de la política, hay un grupo de hombres de similares relaciones con la élite gobernante: Osvaldo Magnasco se inscribe en el número de intelectuales jóvenes de que se rodea Roca en su segunda presidencia; tan lúcido como González, más brillante pero menos cauteloso, traductor de Horacio y ministro de Educación y Justicia, con su final político señala el límite de tolerancia que podía soportar el Acuerdo: Roca le aceptó la renuncia sintiendo que perdía un eficaz colaborador, pero el bartolato ya no era la oposición de la burguesía porteña del 74, del 80 o del 90; era un aliado, era La Nación cada vez más canónica (cfr. Horacio Domingorena, Osvaldo Magnasco, 1993). José Luis Murature se dio a conocer con lo que podría llamarse "heterodoxia generacional", ese tipo de rebeldía que estalla precozmente, por lo general deslumbra, inquieta un poco, pero se disipa rápido cuando el propio sujeto erige su juventud en privilegio o profesión hasta convertirla en justificativo: se trataba de un pecado de juventud, se dice. Es una forma de rebeldía cronológica, un anarquismo episódico y decorativo bastante parecido al estético. Y la oligarquía será cada vez más benévola con esa actitud: para ella, en tanto clase a la defensiva, un Rimbaud a los veinte que se convierte en Goethe a los cuarenta representa una garantía. Es el matiz que tipifica Murature: si en el 900 se subleva en nombre de su generación frente a Cané, en 1914 es ministro de Victorino de la Plaza; hubiera reaparecido en 1930, exacerbado por ese corte de quince años, pero murió en 1929. Dos que reaparecen, en cambio, son Saavedra Lamas y Miguel Ángel Cárcano: más liberales, más dúctiles que Ibarguren, se sitúan en la variante justista y no son arrinconados; al contrario, porque si al final del primer Roca eran subsecretarios, con el segundo Roca son ministros, reapareciendo cada vez que su clase se alarma, se repliega e intenta sobrevivir. Ricardo Olivera y Carlos Becú tienen algo del brillante Rimbaud: el primero codirige Ideas con Gálvez, el otro se convierte en "el benjamín de la tribu modernista" al publicar

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"una plaquette donde por primera vez aparecían en castellano versos libres a la manera francesa". Pero ese comienzo deslumbrante duró poco y necesitó ser justificado de alguna manera; desplazando su centro de gravedad de la franja literaria al terreno político su dependencia del grupo se hizo más evidente: Olivera como secretario de Roque Sáenz Peña y Becú como asesor del Ministerio de Relaciones Exteriores de Figueroa Alcorta y de la Plaza. Podría señalarse una contradicción: en 1916 es ministro de Relaciones Exteriores de Yrigoyen. Cierto, se trata de una contradicción y no de una incoherencia: como diplomático, Becú es llamado a un puesto técnico; eso en el orden personal, porque además se inscribe entre los sectores de su clase que penetran al gobierno de clase media por todos los costados, especialmente en relaciones exteriores, uno de los predios señoriales. Por otra parte, su vinculación con Yrigoyen revela las carencias de técnicos de que, en ese terreno, adolecía el radicalismo. Pero esta contradicción se resuelve: Becú por la neutralidad mantenida por Yrigoyen entra en conflicto con Diego Luis Molinari, asesor radical en su ministerio; renuncia y al año siguiente es elegido al Congreso Nacional, desde donde puede situarse nuevamente junto a su grupo y hacer oposición al "peludismo".

Lugones: Hidalgo Rimbaldiano Rimbaud a los veinte, Goethe a los cuarenta. Sea. Es una fórmula que se reitera en este período señalando un momento de ruidosa rebeldía juvenil, espectacular casi siempre, tolerada al principio con cierta alarma por el grupo gobernante y luego favorecida con toda la condescendencia que va gestando la anexión. Lugones, como en otras pautas, en ésta también resulta arquetípico. Con Rojas, representa al Rimbaud hidalgo y provinciano que baja a Buenos Aires a hacer carrera dibujando la consabida "novela de un joven pobre"; el intermediario previsible de su iniciación en las estructuras de la élite gobernante es Joaquín V. González; suave, pertinente, cultural, despojado de pecaminosidad, progresista, espiritualizado. Y Lugones se deja mirar por "el buen ojo" de los jefes de la oligarquía. Al fin y al cabo, Sarmiento provenía de un origen similar por hidalgo, pobre, brillante y ambicioso; Roca, lo mismo. Basta leer las biografías que Lugones les dedicó para advertir su identificación montañosa con el primero y en la jefatura castrense con el otro. Y Roca fue, precisamente, quien lo descubrió: "Yo me concentraba en escribir una gacetilla teatral, sentado a la mesa larga de la redacción —cuenta Joaquín de Vedia—, cuando entró y vino a ocupar a mi lado la silla inmediata un hombre joven, de anteojos, pálido, de pelo y bigote negro, sencillamente vestido, que desde hacía poco tiempo frecuentaba la casa, donde todos lo consideraban con respetuosa admiración y le escuchaban con profunda curiosidad" Es Lugones, no hay duda, al genio se lo reconoce desde lejos, y si es sencillo y aun tosco, además de curiosidad provoca respeto. Nada demuestra mejor el templé de una vocación que aparezca contradicha —no negada— por el prosaísmo de su encarnación: desde Cristo hasta aquí, pasando por Lincoln, es un añejo recurso de todas las hagiografías. Pero "apenas habíamos cambiado éste y yo unas palabras —prosigue de Vedia— cuando se produjo en la sala un movimiento: el general Roca se retiraba, ya y cruzaba hacia el pasillo de salida de nuestro taller... Cuando estuvo junto a mi vecino, Mariano de Vedia, que lo acompañaba, le detuvo, diciéndole: 'Permítame, general, le presento a Leopoldo Lugones'. El reconocimiento es inmediato, sobrio, entre el viejo jefe y el joven genio, una suerte de comunión entre esencias se

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establece mágicamente: hablaron de algún antepasado, militar por supuesto, se aludió a la estirpe provinciana y las referencias domésticas a la madre abnegada y maestra no hicieron sino enternecer el descubrimiento. Joaquín de Vedia, que entendía, de esencias y era pertinente, permaneció con los otros de la redacción suspendido del encuentro entre gigantes. Ellos también sabían reconocer la calidad innata de los jefes: "Los testigos de la escena teníamos todos, más o menos, la impresión de estar presenciando un encuentro acaso histórico, y quizá por eso mismo, la emoción del presagio nos impedía recoger muy distintamente las palabras que allí se cambiaban". Sobrio, viril, lacónico, jefe, en fin, Roca se interesa por el joven intelectual hidalgo y provinciano, quiere saber su edad y admira sus conocimientos. "Después, repitiendo sus demostraciones de placer por haberlo encontrado tan inesperadamente, el general púsose a las órdenes de su nuevo amigo". Bien. Lugones venía de La Montaña y del anarquismo retumbante y ultrarrevolucionario. Eso era hacia 1897, la época Las montañas del oro. Su siguiente libro de poesías se llama Los crepúsculos del jardín: todo se ha atenuado, del brillo intenso se ha desplazado a lo crepuscular; de las potentes masas graníticas a los recortados jardines. 1897-1905: Dos fechas. Y en el medio La reforma educacional (1903) y El imperio jesuítico (1904). Dos libros como resultado de sus funciones de visitador de enseñanza secundaria, normal y especial, o como beneficiario de una misión oficial. Los ministros que lo designan son los hombres renovadores de Roca: Magnasco y González. Y dos fechas más que cierran el periodo: 1898, su primera designación en la dirección de Correos; y 1904 inspector general de enseñanza secundaria. Y 1898 y 1904 son los términos de la segunda presidencia de Roca. Algo más que una simple espectacularidad condiciona el cambio de tono poético de Lugones. El declaraba insistentemente que "la opinión nunca fue mi cortejada". Concedido. A partir de entonces se especializó en atacar con encarnizamiento la que llamaba "la clientela de la urna". También puede tenerse en cuenta que en 1896 se casa, al año siguiente tiene un hijo y su mujer quiere aparentar cuando va de visita a lo de sus amigos, los Obligado. Necesidades, pequeña historia, elección individual, proyecto fundamental. Concedido también: son los ingredientes que se conjugan y se amasan con la situación general en la que se inserta el intelectual en la Argentina de 1900.

ROJAS, REBELDÍA Y RESPETABILIDAD "El gobierno de Figueroa Alcorta subvencionó el viaje de Rojas a Europa para reunir datos para La restauración nacionalista; pagó los gastos de la publicación y, por lo menos, fueron discutidos en el seno del gobierno los recursos específicos de educación censurados en el libro", anota McGann. El origen similar de Rojas con el de Lugones salta a la vista: ambos son pobres hidalgos provincianos que intentan balzacianamente conquistar la gran ciudad y están dispuestos a hacer carrera; Rojas con la ventaja de contar con un padre, Absalón, antiguo caudillo roquista de Santiago. Pero ambos empiezan con un anarquismo estetizante impostando la voz al nivel "de las grandes cumbres", Lugones en Las montañas del oro en 1897, Rojas en La victoria del hombre en 1903; los dos apelan a las multitudes desde las cimas donde se instalan, vociferan, profetizan y miran como cóndores prometeicos; sus diálogos con las deidades o con las grandes e imponderables voces se celebran mano a mano. Y en el poema Los precursores Rojas lanza sus invocaciones revolucionarias; "Marx funde en los crisoles de su genio los anhelos de su mundo igualitario, y rompe en su dramático proscenio las cadenas de bronce del salario".

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El Capital en rimas modernistas. Pero ya se sabe de la tolerancia de la élite liberal para con esa escuela literaria: mientras se tratara de poesía no había problema y, además, el marxismo de Rojas se mezcla eclécticamente con "Dostoievsky, en su cárcel de Siberia", con "Zola, vuelto a los míseros de abajo", con Ibsen, Wagner y Víctor Hugo; y si aparece un ruso sospechoso, Kropotkine, a su lado se instala otro ruso que lo atenúa, Tolstoi. La rebelión es definida como lo que "eleva hasta el palacio la cabaña", pero su estirpe roquista, la calma provinciana y el acercamiento al mundo universitario le hacen dedicar a Joaquín V. González La sangre del sol que se publica en La Nación y que, al ser reimpresa, viene precedida de una explicación: "mi juventud, el optimismo sin experiencia, la humanidad abstracta de las filosofías". Y para que nada le falte también en sus Cartas desde Europa: "A sus camaradas de La Nación donde estas cartas se publicaron. Dedícales R.R.". Todo está en paz; la rebelión de la mayoría de los escritores del 900 no ha sido más que eso: literatura. Los circuitos cumplidos por Lugones y Rojas, pues, son similares en este período: su nacionalismo, su comprensión del agotamiento del alberdismo, sus propuestas de repuesto en 1910, su aliadofilia durante la guerra del 14. Pero las pautas individuales se conjugan y en 1930 aparecen en campos antitéticos; Lugones apuesta a la carta de la oligarquía reaparecida y más autoritaria con Uriburu y pierde frente al naipe oportunista de Justo-Pinedo; Rojas, que nunca había sido radical, se afilia después de la revolución, comprende la antihistoricidad del 6 de setiembre y soporta el confinamiento en Ushuaia. Insisto: son los matices, pero que en la mayoría de los casos se absorben en el tono más crudo de la situación general.

GÁLVEZ: ANTINORMALISMO, BARRES Y "SER ESCRITOR" La adecuación de Gálvez al compromiso mediato con la oligarquía liberal se matiza de otro modo: "provinciano e hidalgo", hace su experiencia en un anarquismo estetizante que concluye rápidamente en parte por influencia de su mujer y por su conversión al catolicismo en un momento de espectaculares conversiones (Bloy, Huysmann). Este pasaje se carga de significaciones antipositivistas y de un antimaterialismo que también aparece como denominador común de su generación: al comenzar a cuestionarse el positivismo liberal en sus diversos planos (filosófico, educacional, jurídico, historiográfico) se marca una coincidencia cronológica; articulada con ingredientes clasistas se irá enfrentando a los inesperados y alarmantes resultados que había segregado aquella ideología. De donde se sigue que también coincida Gálvez con las condenas personales, en las propuestas ideológicas de repuesto para el alberdismo. Mejor dicho, de lo que el alberdismo había provocado a través de la realización de los hombres de la oligarquía del 80 en adelante riqueza fácil, laissez faire indiscriminado, progresismo mecánico, actitudes "fenicias". Si Lugones, heroico y nietzscheano, apela a Grecia en Prometeo y Rojas al pasado telúrico. Gálvez, en El solar de la raza (1913), barresianamente echa mano del pasado español. Y luego de demorarse polémicamente con el modernismo "cosmopolita, decorativo y decadente" mediante el sencillismo interiorista de Sendero, de humildad (1909), el "pueblito de provincia" va siendo habitado por una colección de diminutivos: "abuelitas", "primeras novias" "pobrecillos, de Dios", "padrecitos". De Francisco de Asís, Rosetti y "mi infancia" —torres de marfil austeras y recoletas—, se dibuja previsiblemente un declive que nos deposita en El solar de la raza. Hemos viajado así a la "geografía del espíritu". Pero las objeciones a los resultados del liberalismo, implícitas en sus propuestas

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de reemplazo, no significan un enfrentamiento frontal a la élite señorial —incluso en su estratégica dedicatoria de El solar—, ni sus coqueteos a la moda con el obrerismo y "los males sociales" (v. La trata de blancas y La inseguridad de la vida obrera). Ni siquiera la crítica a esa proyección del liberalismo a nivel educacional que resultó el normalismo. La maestra normal fue interpretada así: Gálvez, cautelosamente, lo negó: "La Asociación del Magisterio había pedido que me destituyesen" del puesto de inspector de escuelas designado por Roca, y "no era cosa de quedarme en la calle. Esperé tres años para hacer una reedición", consigna en sus minuciosas, malignas, amenas y egocéntricas memorias. Conviene destacarlo: La maestra normal en su primera edición de 1914 se había agotado, aunque "se vendió muy lentamente en sus primeros siete meses de vida" cuando todavía "no habían salido ni ochocientos ejemplares". Cada ejemplar costaba tres pesos "precio, por entonces, alto" en una edición de dos mil ejemplares. Así es como, aun cuando se trata de un best-seller de su época, salvo el anterior de Stella en 1905, evidentemente no podía sostener a un escritor que necesitaba ser cauteloso para no molestar a sus jefes. Gálvez lo declara detalladamente: él era un "modesto funcionario" que "ganaba apenas quinientos pesos". Con el comienzo del siglo se inicia, entonces, la profesionalización de la literatura. De acuerdo. Sobre todo en el teatro: Sánchez, Martínez Cuitiño, Vacarezza. Un caso anterior como el de Eduardo Gutiérrez es un fenómeno aislado, un precedente si se quiere, que debe conectarse con la inusitada difusión del Martín Fierro o con el éxito de la teatralización de Juan Moreira, pero que no implica un proceso generalizado. El 900 es el ascenso de las clases medias, de un nuevo público de ese nivel social y de las posibilidades generales de una profesionalización literaria. Hay un público, hay una temática, autores preocupados por ella, aparecen los críticos (de Vedia, Juan Pablo Echagüe) profesionalizados también. Y hasta el gobierno se ocupa de eso. Por primera vez los escritores se hacen fotografiar entre sus libros: apoyando una mano en la biblioteca, con la lapicera en el aire y aspecto contraído; una profesión así implica un recinto especial, signos inconfundibles y un segregado involuntario y escenográfico. Bien está que el 29 de setiembre de 1910 el gobierno promulgue la ley de propiedad literaria y los autores empiecen a cobrar el diez por ciento del producto de sus obras, favoreciéndose, incluso, con el corte de la importación teatral europea a partir de 1914, pero no hay que olvidar que cada uno de ellos es la máscara de un dios interior que los usa de intermediarios. Abarcando incluso sus tensiones, el país parece homogéneo, sobre todo en lo superestructural. La difusión y vigencia de Caras y Caretas corrobora la coincidencia y extensión de un código de costumbres, ideales de vida y hábitos mentales. Incluso con la proliferación de revistas análogas: Arlequín, Gil Blas, Fray Verdades, El gladiador. Con la crisis de la ciudad señorial se entronca el prerradicalismo, cristaliza en 1916 y se extiende en plena vigencia hasta 1930. Ése será el circuito de apogeo de las clases medias argentinas. Es decir, de una Argentina homogeneizada sobre sus clases medias. Lo más exacerbado de los grupos tradicionales se ha atenuado, ironiza ó anda en intrigas que si empiezan a manifestarse en 1916, a través de 1919 ya se van fraguando, cada vez más agresivas, hasta exigir o justificar el golpe de Uriburu. El circuito que va de La demagogia radical (1916-1919) de Luis Reyna Almandos a los escritos de Benjamín Villafañe corrobora este "meandro solapado" hasta su reaparición el 6 de septiembre. Las clases proletarias, en su franja, ni son tan numerosas ni tienen aún fisonomía propia. Es decir, a partir del 900 el país es radical, predomina lo radical, Yrigoyen y sus tonos medios; es la

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etapa decarista por antonomasia que se abre en 1916 con el primer tango letrado, culmina con un típico intérprete de las clases medias urbanas como es Gardel y se va clausurando con Qué vachaché (1927), Esta noche me emborracho (1928), Yira, yira (1929), Dónde hay un mango (1933). Ése ya es otro tránsito, el que va de la convicción de Firpo a El hombre que está solo y espera. Pero lo que interesa ahora: en la base de la profesionalización de la literatura en la Argentina se encuentran las clases medias. Y la prueba se verifica precisamente en Manuel Gálvez, el circuito cumplido por sus libros, su difusión, su significación como escritor e intérprete o comentarista de una realidad, corre paralelo al de las clases medias argentinas. Sus mayores éxitos tienen fechas elocuentes: El mal metafísica (1916), Nacha Regules (1919); deja de escribir novelas en forma sistemática luego de 1930 y se convierte en el historiador del jefe de las clases medias. En realidad, Gálvez es el arquetipo del escritor de las clases medias argentinas (y. Adolfo Prieto, Sociología del público argentino). Hasta su proyecto fundamental de novelista totalizador más allá de la influencia zoliana, su participación en la fundación del PEN Club y la Academia Argentina de Letras, su fe en los premios oficiales, las gacetillas de los diarios canónicos y el Premio Nobel lo recortan aun más en la profesionalización de la literatura: en la institucionalización social del escritor. Ésa es su clave (como las casas museo de Rojas y Larreta o la fotografía publicitaria de Hugo Wast con una docena de hijos, veinte traducciones y medio millón de ejemplares vendidos), su respuesta a su época y al desplazamiento del roquismo al yrigoyenismo y al reemplazo de clases que se produce entre 1898 y 191.6. "Mi vida entera—escribe en sus memorias— ha sido consagrada, aparte de mi trabajo literario, a luchar por la situación de nuestro gremio... El ser escritor, entre nosotros, significa muy poco. Al que tiene una vasta obra y talento y ha triunfado, sé le reconoce su valer, dentro de la literatura, pero no más allá... En París, como lo he contado, la entrada de Maurice Barres en un salón era mirada como un acontecimiento". Es decir, el proyecto más íntimo condicionado por las carencias económicas, su inserción en un estatus inferior, sus tensiones de clase y sus ideales de vida adoptados de la élite dirigente a través de la mediación de un arquetipo metropolitano. De ahí a proponer la Academia como institucionalización profesional, cima, compensación y equiparación del escritor no hay más que un paso. En gran medida el fracaso del yrigoyenismo en la Argentina se entreteje con su entrega al mundo ceremonial de la oligarquía, como complacencia en actuar de acuerdo a pautas de otros y como soporte del fracaso de Gálvez y de la profesionalización de la literatura.

Chiappori: Burocracia y Bohemia Estética Otro testimonio sobre la situación de los escritores en este momento lo aporta Atilio Chiappori: "Estábamos en 1908", escribe. "Salvo dos o tres viejas casas dedicadas a imprimir textos universitarios o escolares —y, por excepción, la obra de tal firma de fuste—, no existían en Buenos Aires. El autor novel corría con todos los gastos; y, para conseguir el consabido pie de imprenta, debía comprometerse a lo siguiente: cesión del 40 por ciento de las aleatorias ventas al librero de Florida que consintiese en presentarlo en un rincón de la vidriera agobiada de novelas francesas y de revistas de modas. Tirábanse, entonces, de 700 a 1000 ejemplares, según se tratase de verso o de prosa. De ellos debíanse deducir: 50 para la prensa, 50 destinados a la parentela y a los amigos íntimos a fin de que le perdonaran a uno tal desliz, y reservar otros tantos para los conocidos que, en el paseo, en

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el teatro o en el café, lo increpaban: —¡Estoy muy enojado con usted! — ¡No diga...! ¿Y por qué? —Porque he visto que ha aparecido un librito suyo y todavía no me lo ha mandado..." Las posibilidades concretas que se les presentan a los escritores se le dan a Chiappori al ser designado en 1907 jefe de la sección de Escuelas Normales en el Ministerio de Justicia e Instrucción Pública; en 1911 lo hacen secretario del Museo de Bellas Artes, puesto que significativamente se ve ratificado en 1931 con la dirección. Todo esto paralelo a la consabida faena periodística en un diario liberal. Burocracia artística y periodismo canónico son, pues, dos pautas clave, complementarias y casi siempre inseparables en la profesionalización de la literatura en la Argentina. Sin embargo, la falta de lucidez sobre su propia situación histórica y el indudable margen de autonomía qué se le tolera lo hacen incurrir en un malentendido de amplia difusión entre los escritores de ese momento: "Porque ello no era óbice para que viviéramos a la bohemia", dice; "primero, porque la sociedad burguesa o patricia no nos acogía, y segundo, por cierta postura de protesta contra el ambiente de incomprensión y hostilidad. Así, nos refugiábamos hasta medianoche en La Nación", Eso ya no se puede discutir: la "hostilidad" y la "incomprensión" encubren la obvia marginalidad de Borderland o de La isla de las rosas rojas, la gente que no se detiene en la calle para reconocerlo y saludarlo o bien la élite que no lo invita a sus salones ni lo premia con una de sus hijas y, por sobre todo, la imagen del escritor romántico profeta a medias y a medias jefe con la que fantasea sin aceptar que ya no tiene vigencia. Porque si se trata de ir a Europa en el clásico viaje estético y santificador, "antes de llegar a Lisboa" —continúa Chiappori— "había terminado mi primer artículo para La Nación", "nuestro hogar intelectual". Y, además, una conferencia para ser pronunciada en la embajada argentina dando a conocer los "millones de hectáreas sembradas, millones de cabezas ovinas y bovinas, millones de toneladas: frigoríficos, elevadores, ferrocarriles, barcos, el granero del mundo, la carnicería universal —todo esto rematado como una ciclópea cornucopia— con una ditirámbica alegoría de la Prosperidad". Cierto, la incomprensión y la hostilidad deben haber sido insufribles para un escritor como Chiappori, condenado a vivir en una ciudad sin espíritu; pero más allá de su ironía retrospectiva, su elocuencia debe haberse puesto a la altura del mejor Roldan o del catálogo más eficaz sobre la Argentina destinado a la información de posibles inversores: "Viajaba con un programa de ceñido trabajo: correspondencias literarias para mi diario; informaciones pedagógicas para el Ministerio de Instrucción Pública —en el que era jefe de Escuelas Normales—, y, ¡horesco referens!, cinco conferencias sobre carnes congeladas (sic) —una en Lisboa, dos en Génova, una en París y otra en Amberes—, con que el entonces ministro de Agricultura, doctor Ezcurra, tuvo la fineza de aliviar mi presupuesto".

EMILIO BECHER Y LOS ORÍGENES DE "LA SOLEDAD DEL ESCRITOR ARGENTINO" "Los hombres de La Nación". Otro fue Emilio Becher: como casi todos, empezó de rebelde proponiendo en la revista ideas contra "las miserables preocupaciones políticas, de la bolsa y de los salones, la vocación del ideal. En una ciudad donde el escritor es un perseguido y un despreciado, donde la literatura es un oficio infame, es de agradecerle que haya demostrado contra la mediocridad imperante en los clubes, la superioridad social del artista". Primer lugar común de la época: ya se vio, el artista no reconocido, despreciado y

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arrinconado. Segundo: por reacción antimaterialista, estetizante y con un indudable ingrediente de clase, cuando el antimercantilismo servía para impugnar a los hombres de origen inmigrante como "razas aventureras", "invasores" o "sudras pacientes y laboriosos que no han intervenido sino de modo muy indirecto en el trabajo del espíritu", se fue incurriendo paulatinamente en apelaciones al idealismo, a la belleza y al espiritualismo. Por esa vía, sobre todo cuando los hijos de inmigrantes alcanzaron el gobierno después de 1916, se llegará a las posiciones más reaccionarias, a la derecha intelectual, a la obsecuencia frente a los grupos tradicionales y al distanciamiento de su propia clase como público virtual. Es decir, a la mitológica "soledad del escritor argentino". En este sentido, Becher, al replegarse sobre sí mismo como precursor de "la vida interior" tan significativa como difundida luego de 1930, se caracteriza por su especial encarnizamiento con los inmigrantes: esos hombres son "invasores"; y por analogía con el imperio romano del siglo IV augura la desaparición de la Argentina como resultado de esa infiltración descalificada. Y para solucionar todo apela al "núcleo anterior y permanente" de la sociedad argentina. Para poner las cosas a foco: no ya dependencia de la oligarquía, no ya acrítica u obsecuencia, sino identificación con ella. En el proceso de profesionalización de la literatura se verá, entonces, el tipo de escritor dependiente de la élite más virulento en sus defensas del grupo que los propios miembros tradicionales. Resulta coherente que la imagen del Tío Tom o del "criado favorito", respetuoso, puntual, capaz y que "sabe cuál es su lugar" sea reivindicada e identificada con el pueblo argentino por este tipo de intelectual.

PAYRÓ: PERIODISMO Y POSTERGACIÓN La Nación: Payró, el mismo que actúa en el congreso fundador del Partido Socialista, el que comparte con Lugones la fundación de la Biblioteca Obrera, aquel que denuncia la Ley de Residencia en Marco Severi y el que desde Barcelona envía su solidaridad con el anarquista Francisco Ferrer. Pero el periodismo lo atrapa y le exige, y, aun cuando denuncie simbólicamente esa dependencia deformadora en El triunfo de los otros, su elección lo va a ir situando cada vez más lejos de su rebeldía inicial; basta comparar su teatro y las novelas de la década del 900 a 1910, con lo que escribió entre el 20 y su muerte a fines de esa década: Laucha denuncia el mito del "crisol de razas", es el antifinal de La gringa; Alegría, en cambio, resulta la exaltación del estanciero medio contra los "bandoleros de la Patagonia". Su diario ya no podía darse el lujo de tolerar íntegramente al autor de Las divertidas aventuras de un nieto de Juan Moreira, Pago Chico o la impugnación a la Ley de Residencia. El prólogo de Mitre a La Australia argentina resulta genérico frente a la correspondencia personal de Payró destinada al general Roca. Es que la crisis de la ciudad señorial era tan visible en ese momento que ni sus antiguos beneficiarios conspiran para volver a ella; será la ciudad de la infancia la única que instauren simbólicamente con su regreso en 1930. Los peligros que en 1900 se insinuaban ya eran predominantes; el paternalismo, un recuerdo, y todo se polariza. Por algo en 1925 El capitán Vergara sufre una postergación ante Hugo Wast. La etapa de convivencia en el aterciopelado cielo de los escritores profesionales iba llegando a su fin. "Él triunfo de los otros" consistía precisamente en eso.

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IZQUIERDA, INSULARIDAD, EQUÍVOCOS Creemos con Anatole France, que los hombres sólo pueden suscitar dos sentimientos: la admiración o la piedad. Y el doctor Ingenieros no nos suscita admiración. Alfonso de Laferrére, Literatura y política, 1928.

De La Montaña ala secretaría del general Roca, del anarquismo al dandismo y al Jockey Club, de hablar en el entierro de Juárez Celman a impugnarlo a Sáenz Peña: ése era Ingenieros. En él la ambigüedad de la situación del escritor argentino sobre el 900 se evidencia aun más. Pasar del elogio entusiasta de Gobineau a adherir a las formulaciones del grupo Ciarte marca las dimensiones de su evolución. Menos mal que su querella con uno de los príncipes de la oligarquía —paradojalmente de los más "ilustrados"— lo hace polarizarse frente a esa "charca" donde podría haberse anegado, y regresa hacia la crítica. Primero en sus conversaciones con Yrigoyen, luego apoyando lo que tenía de renovador la Reforma de 1918 y, por último, con su defensa de la revolución mexicana y del Lenin de 1920. El primer Ingenieros es uno más entre los intelectuales que se hamacan entre Darío, Roca y alguna expansión rebelde. Quizá más espectacular y fumista. El Ingenieros de los años '20, en cambio, instaura una vertiente realmente heterodoxa. Dije Lenin. Podría agregar la denuncia de la reunión panamericana en Santiago de Chile (1923), así como su correspondencia con el primer gobernador socialista de América Latina, Felipe Carrillo Puerto. La incomodidad que provoca en su última etapa puede leerse, a la vez, en las reticencias de los diarios canónicos y en las burlas de La Nueva República (cfr. Oscar Terán, Antimperialismo y Nación, 1979). Otra pauta de la elección personal que se esfuerza por rescatarse de los condicionantes dados es Horacio Quiroga: arranca como la mayoría de los hombres del 900 de los elementos formales del modernismo, de las estructuras periodísticas comunes a todos ellos y viaja a Misiones en comisión oficial. Pero mientras el autor de El imperio jesuítico se queda aferrado a las pautas tradicionales de espectacularidad literaria y se va complicando cada vez más con los intereses ideológicos de la oligarquía (aunque sea desgarrado por las contradicciones internas de ese grupo cada vez más exacerbadas), Quiroga elige la soledad, la isla anárquica, el camino de la naturaleza a lo Thoreau, a lo Gauguin o Conrad, o a lo de su coetáneo Hemingway. Se trata de una neobarbarie. O de un ecologismo fundacional. Y si su decisión aparece como una renuncia o un sacrificio, es porque había participado del monopolio de una clase sobre los sacrificios rituales; y su gusto de renunciamiento se compagina históricamente con el predominio de los "príncipes" de la época. Pero como esa alternativa individual no terminó de rescatarlo, presionado desde lejos por las estructuras tradicionales, vuelve a coincidir con Lugones en una última alternativa, desesperado por desasirse de lo que lo presiona y lo humilla, y opta por un acto de libertad trágico y solitario. También para liberarse de las presiones y condicionamientos que pesan cada vez más sobre su situación de escritor, Manuel Ugarte se va, pero opta por otra ida, por la expatriación voluntaria, Y si ese arrancamiento no le permite superar las limitaciones de ciertos juicios críticos ("...la emoción que nos invade ante una muerte que parece como una época de la historia de nuestro país... Luchador brillante en su primera época,

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presidente promisor y probo en la segunda, moderador de las pasiones en la tercera y símbolo venerado de la organización nacional en la última, el general Mitre ha conocido dentro de su país todas las facetas de la gloria..." escribe en Burbujas de vida), le despeja su perspectiva frente a la acción imperialista de Estados Unidos en América Latina y en sus relaciones con el socialismo. Alberto Ghiraldo también se va: fascinado por Europa, trabado en el esteticismo, la grandilocuencia y la anarquía, ejercita su individualismo y su rebeldía, tan dignos como abstractos y, por fin, se muere solo y en Santiago de Chile. El mal sigue, pero no hay que incomodarse. Contrariamente, la prolongación, el cultivo de la ambigüedad inicial signa toda la trayectoria de otro intelectual muy próximo a Ghiraldo y en especial a Ugarte: Alfredo L. Palacios es quizás el único hombre que pudo prolongar los equívocos y malentendidos de la situación del intelectual del 900 sin superar ninguna de sus contradicciones. Dos testimonios del comienzo de su carrera evidencian cómo era visto, desde la izquierda y desde la derecha: "¿Cuáles son, por ejemplo, los beneficios que el proletariado argentino ha obtenido con el envío del doctor Palacios a los recintos parlamentarios?", pregunta Enrique García, militante revolucionario en 1908. "¿Evitó acaso la presencia de éste en la Cámara que el pueblo fuese masacrado cada vez que en las vías públicas gritaba sus hambres y sus rabias?" La respuesta está en el otro extremo y la formula irónicamente Octavio R. Amadeo en 1916: "Del socialismo hablábamos... Si éste no puede alarmar nuestra timidez burguesa, porque los socialistas están resultando más mansos que nosotros... El socialismo es ya un partido nuestro... Por todo esto, sigo creyendo que el partido Socialista debe prolongar su situación de radicalismo tolerable y eficiente, contemporizando... y aplazándose por algún tiempo su 'reino de los cielos'... Lo cierto es que hoy ya le hemos perdido el miedo. Cuando llegó espumeante de bríos, como un corcel intacto, y se metió en el recinto del Congreso dando bufidos y coces, hubo pánico en las bancas. Pero repuestos de la sorpresa, algunos acercándose le sobaron las narices, el encuentro, las ancas, hasta que los más duchos, trepándose, le dieron unos galopitos, quedando así domesticada la fiera". Dentro de este cuadro, Lisandro de la Torre será un no domesticado: fue bien visto por su clase cuando la Liga del Sur organizó una manifestación en Rosario "tocados" con galeras de felpa o cuando se opuso al yrigoyenismo, pero a medida que se fue arrancando del Círculo de Armas, de la amistad de Uriburu, antiguo demoprogresista, para enfrentarse a la oligarquía en el Parlamento, todo se le fue negando. Basta de tolerancia por parte de la gentry y de sus estructuras culturales y de difusión. Tanto es así que al final de su carrera no llegará a comprender cómo diarios del estilo de La Nación y La Prensa no se hacen eco de sus denuncias y lo atacan. Traidor a su clase", era el que conocía el monstruo por dentro, y que no soportaba que lo engañaran y, mucho menos, engañarse a sí mismo. Se sabía de memoria las seducciones que podían poner en movimiento aun las figuras más "sensatas" de la élite que pugnaba por prolongarse. De las estrategias de los duros, se convirtió en el fiscal más notorio. Y si desde los flancos más agresivos y obstinados de lo que cada vez más era una oligarquía intentaron asesinarlo, la crispación oratoria y corporal de De la Torre debe leerse en esa mafisización de la antigua élite. Por eso su suicidio resulta una denuncia a través de la negatividad, otra trágica, irreversible elección de la libertad.

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ALMAFUERTE Y CENSURAS, BARRET Y LA VERSIÓN ANARQUISTA ...su moral contiene tres o cuatro mil años de evolución posterior y superior a la de la Biblia. Un genio de tal índole se adelanta en varios siglos a su época. Antonio Herrero, Almafuerte, 1918.

Simétricamente a la descripción que se hizo de los antepasados inmediatos de los escritores-gentlemen conectando a Larreta y Estrada con Wilde, Cané y Mansilla, antes de agregar elementos a la situación de los escritores relacionados en mayor o menor medida con el anarquismo, correspondería situar a Almafuerte: si aparece como un anarquista, como un precursor de la literatura anarquista, hay que atribuirlo a que es un sobreviviente tolerado, un marginal, un pintoresco solitario que farfulla denuestos pero que jamás pasa de ese verbalismo. En su "pasión por los pobres" se entremezclan ambiguamente los versos retumbantes y una megalomanía impenetrable. Su convertirse en objeto de culto resulta una parodia del profetismo de Víctor Hugo, su caricatura del superhombre nicheano que lo va trocando en un precursor presuntamente populista del Lugones, más enfático y desdichado. En las oscilaciones de su ambigüedad llegará a decir nada menos que frente a la tumba de Falcón "...cuidar del orden público no es un oficio despreciable y odioso, sino una misión de amor, de santo amor a sus semejantes. Un jefe de policía de la estirpe de Falcón no podía proceder de otra manera que como procedió en aquel primero de mayo histórico". Así como en esos años hay ejemplos de policías y poetas anarquistas, no resulta tan incoherente que un santón anarco-radical elogie a un coronel-comisario. A la oligarquía ni el humanitarismo ni el populismo jamás le produjeron escozor; al contrario, siempre fueron dos de sus coartadas favoritas. Si Almafuerte "desciende" para dar consejos, siempre sobreactúa en su entonación, tanto cuando declara oponerse a "los poderosos" como cuando sobrevuela encima del "chusmaje". Y si hacia el 1900 lo creyeron "único" a este precursor de exterminadores, habría que atribuirlo a que sus devotos creían que ser gritón era lo mismo que ser sincero, y que la misoginia resultaba idéntica a la castidad. Su sobrescritura era tomada por "genio" cuando en realidad Almafuerte era una especie de último Sarmiento patético que se brindaba en espectáculo confundiendo al Kaiser Guillermo II con Juan Manuel de Rosas, y a La Plata con Argirópolis. Y si su populismo supuestamente original condicionó el recetario didáctico e higienista declamado en sus Siete sonetos medicinales, abundó a la vez en sus signos de admiración así como en la adopción de cinco niños al parecerle exigua la individualidad monitora representada por Dominguito. Gerchunoff, por su lado, se integrará por partida doble con los postulados canónicos: para sobrevivir en La Nación y para ser tolerado exalta "el crisol de razas" de la oligarquía en el mismo momento en que las bandas blancas balean judíos y obreros en Plaza Lavalle. Sus Gauchos judíos—si nos atenemos a los dos miembros del título— pretenden corroborar una coexistencia que sí parecía postularse en la enunciación de "civilización y barbarie", como se sabe, se fue descentrando en los hechos concretos de civilización o barbarie. Por algo, siguiendo ese curso cada vez más dependiente y limitado, Gerchunoff se burlará del representante de las clases medias en el gobierno a través de su Hombre importante, repudiará el "gran derrumbe de 1916" a la vez que entonará la elegía por el

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bou vieux régime. "Gerch nada tenía de peligroso, pues su revolucionarismo era puramente verbal", dice Gálvez con razón. No hay demasiadas dudas: la oligarquía es tolerante cuando no pasa nada por más denuestos que se griten o se rimen. Eso es literatura, sus hombres lo saben y su margen de condescendencia siempre me correlativo a su índice de seguridad. Pero cuando esa literatura se radicaliza para convertirse, en una "literatura de límites" y se conjuga con una praxis real, procede sin ceremonias: su policía asalta La Protesta y el primer Martín Fierro, impide por la censura el estreno de Los invertidos de González Castillo o le aplica a Rafael Barret la Ley de Residencia. Otro es el caso de Sánchez: aun cuando en numerosos gestos y declaraciones se manifieste adhiriendo a la rebelión, como gran parte de su literatura conjuga dramática y asistemáticamente los postulados de la ideología oficial y como en su trabajo en El País, La Tribuna o en su corresponsalía para La Nación nunca tuvo mayores problemas, se lo considerará un inofensivo escritor o, a lo sumo, un "loco lindo" de la bohemia. Y para que nada falte, después de su muerte se lo anexa y purifica hasta el mito.

BOHEMIA LIBERTARIA, MUJERES Y COMPAÑERAS Porque de la bohemia, ya se tratara de Soussens o Monteavaro, sólo cabe decir que su marginalidad era dependiente por interpósita persona de la oligarquía: ellos recibían ayuda o regalos de gente vinculada a la prensa oligárquica o, directamente, al gobierno. Contar con cierta bohemia era otro lujo de la oligarquía, algo análogo a traer dirigentes del socialismo internacional para escucharlos en el Odeón o a un viejo "disolvente" como Anatole France y banquetearlo en el Círculo de Armas; o a cultivar esa mezcla de descarga, condescendencia y complicidad que destinaba al Payo Roque o al negro Raúl. Trato de ser ecuánime: también en esta zona se comprueba un espectro de actitudes: desde la bohemia estudiantil generalmente provinciana que puede inferirse repasando El mal metafísico; pasando por otra bohemia crudamente profesionalizada en torno al espacio teatral cada vez dominado por pautas más mercantiles, que aparece en El café de los inmortales de Martínez Cuitiño: hasta una tercera explícitamente politizada, libertaría, que resuena en Bohemia revolucionaria de Alejandro Sux. De aquí salen algunos "confinados" que viven la cárcel de Ushuaia como la antítesis de París: infierno fueguino/cielo parisino que realmente llega a funcionar como auténtica culminación de las luces del centro. Sux, Ghiraldo, el Edmundo Montagne de Futuro rojo o el González Pacheco de Rasgos (1907), distanciados o denunciando al Poder optan, si pueden, por el exilio. Ése suele ser su lugar, el otro, alguna forma de sobrevivencia intersticial. Probablemente con El terror argentino (1910) de Rafael Barret se vaya dibujando un cauce alternativo que, más allá de ciertos tonos proféticos o de un filantropismo inoperante, llegue a lo eventualmente rescatable de Boedo o al criticismo más reciente y certero de un Osvaldo Bayer (cfr. Iaácov Oved, El anarquismo argentino y el movimiento obrero en Argentina, 1978). Las mujeres escritoras corroboran la situación general: Alfonsina Storni, por su origen inmigratorio y su rebeldía, si por una vertiente se conecta a las primeras mujeres que intervienen en política desde Alicia Moreau y Soledad Gustavo a ese personaje del folclore de entonces, la doctora Lanteri, por la otra, al alterar la secuencia de señoras literatas inaugurada con la Gorriti, remite —hasta por ser la primera en asistir a un banquete de colegas— a una figura que aparece en el teatro de entonces opuesta a las tradicionales

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esposas, cocottes y chinitas: "la compañera", la abnegada Delfina de En familia o Carmen, la encargada de arreglarle los papeles al intelectual Linares en Las de Barranco. Pero ¿cuáles son los momentos clave de la Storni? Santa Fe, Buenos Aires, Mar del Plata, con sus verdaderos significados: humillaciones, dependencia y los acantilados. En fin, que sobre una de las coordenadas capitales de esta situación histórica concreta prácticamente se verifica que la mayoría de los intelectuales y escritores del 900 dependía de la élite señorial y de su ideología cada vez más limitada y rígida por autodefensa y repliegue. Y, por lo tanto, más exigente. Si bien esa cerrazón en aumento permitía la pauta individual, la elección y el proyecto de libertad de cada uno, la mayoría consintió. Con matices, pero abdicó. Es decir, que la crisis de la ciudad señorial, subrayada en el plano de la cultura por el pasaje de los gentlemen-escritores a la profesionalización de la literatura, fue condicionando el debilitamiento y la agonía de la literatura liberal. Y los intelectuales que no abdicaron o que habiéndolo hecho presintieron su incoherencia, optaron por dos salidas: el exilio o el suicidio.

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CARRIEGO EN CÁMARA LENTA ¡Qué tienen que ver las Favoritas del Nirvana, espasmódicas del éter, y las Salomé de la histeria, portadoras de extrañezas del país del exotismo, todos los vaniloquios que se le asemejan en Misas herejes, con poesías tan sustanciales y sentidas como, por ejemplo, Tu secreto... Roberto F Giusti. Nuestros poetas jóvenes, 1912.

BARRIALISMO Y CAFÉS * Una versión inédita de la secuencia de las torres de marfil es el barrio de Carriego: módicamente cotidiana, sin miradas a vuelo de pájaro y más bien protegida y hasta hospitalaria en un sentido más naturalista que de acogimiento. Aunque siempre cautelosa y como a la defensiva. Porque si las cimas de Lugones además de panópticas resultan "impacientes y aquilinas" entre las alturas tan orográficas como metalizadas y supuestamente jacobinas, Carriego —en su suburbio fundacional— cultiva los ademanes sosegados de un convalesciente que mira y escucha los chismes, tos pronósticos y las toses del vecindario desde su cama en la penumbra y con la puerta del dormitorio entreabierta. * Ni los sobrevuelos lugonianos, entonces, y mucho menos el espionaje desde el hall del Círculo de Armas que ambiguamente practica Laferrére. Son tres miradas típicas hacia el Centenario. Aunque la de Carriego otras veces repose en una mecedora en medio del patio apuntando hacia el zaguán, la calle, alguien que pasa y se asoma y la vereda de enfrente. Sospecho que ya lo han comentado: ésos son sus límites con su escenario, sus habitantes, su clima y sus coreografías. Pero si la enfermedad que lo inquieta en el pecho es la tuberculosis (tan popular y tardíamente romántica), hay que atribuirlo a que Carriego mediante su torre suburbana se va distanciando de la neurastenia que prolifera cada vez más en las cabezas tan a la moda de los rubendarianos del Centro. * A esos poetas más o menos bohemios que circulaban con matices distintos pero con horarios análogos entre La Brasileña, el Aue's Keller y Los inmortales, Carriego solía fascinarlos con el desamparado "exotismo" del barrio. Y si a las despedidas a lo Watteau y sobretodo a las princesas aprendidas en Fragonard las había convertido en "marquesas del conventillo" (que en sus crecientes aspiraciones y huidas hacia "las luces del Centro" se le fueron trocando, a su vez, en madames Bovary arrabaleras), nunca dejó de recordar que sus iniciales Misas herejes eran una crispación presuntamente más escandalosa y libertaria respecto de las escenografías de Prosas profanas. Desde su sitio de observación, el sujeto lírico de Carriego alude a su conocimiento de que el centro de la ciudad está cada vez más atestado de mercancías. Intuye, digamos, esa sobresaturación que tolera cada vez menos y que va definiendo vertiginosamente a la Buenos Aires de 1910: no Atenas, sino Fenicia rioplatense. Y él prefiere por antimercantilista que cada palabra de sus vecinos "aluda al universo". Es lo que puede comprobarse en La canción del barrio: Carriego ha llegado a "leer en los labios", de sus figuras más familiares, y aunque las contemple desde lejos, sabe de qué están hablando: con palabras cotidianas, paladeadas, como "besadas", carnosas, cada vez más concretas y suculentas.

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De ahí que su visión del arroyo Maldonado se sitúe polémicamente en el otro extremo de la que Fernández Moreno propone en su Ciudad: "Es en balde" —sentenciad reciente autor de Las iniciales del misal—y no eres ni Tíber, ni Sena, ni siquiera Manzanares". El clásico efecto halo, que en la literatura argentina había validado a Amalia por su melancólico parecido con una princesa europea, sigue funcionando en Fernández Moreno mediante sus arquetipos y sombras secundarias. Todo lo contrarió dé Carriego, que, en su rechazo del monumentalismo lugoniano (que veía a Buenos Aires globalmente como a la "primogénita ilustre del Plata"), opta por la urbe fragmentada barrialmente, asumiendo su "vulgaridad" suburbana. Por eso Carriego no sólo logra legitimar literariamente a Palermo y al Maldonado sino que, además, se convierte en el anunciador del barrialismo del Borges de los "años '20, así como de las mitológicas andaduras entre yuyales, potreros, injurias y velorios del Adán Buenosayres.

BUENA / MALA VIDA Al igual de Alberto Ghiraldo, y del dibujante Arnnó, Carriego siempre vestía de negro. Vicente Martínez Cuitiño, El café de los inmortales, 1941.

Incluso, en el peculiar macabrismo que recorre su repliegue sobre el barrio, Carriego insinúa, desde su convalesciente punto de observación, el mito del "porteño esencial”. Muy próximo a Macedonio en esta práctica de la distancia analgésica respecto del centro (y del Poder), se va entretejiendo con esa tipología de "hombres" que a través del que habló en la Sorbona y del que camina y tropieza, enhebra al que dibuja en el mármol, hasta culminar simbólicamente en el que está solo y espera. Y, por cierto, en el mismísimo Adán. Scalabrini y Marechal, notoriamente, no sólo resultan obstinados barrialistas, sino también explícitas prolongaciones de Macedonio. La rutina asumida como certeza y calendario en el barrio de Carriego dibuja, por lo menos, dos de sus rasgos primordiales: opuesta a la de Roberto Arlt que se definirá como pegoteo, sumisión y condena, al mismo tiempo señala uno de los matices grisados en el abanico que se va abriendo en el Buenos Aires del Centenario entre la buena y la mala vida. Entre la franja de los "simuladores" y la de los futuros confinados. Ésas son las penúltimas inflexiones de la civilización y la barbarie. Porque si Stella, de César Duayen, se convierte en un epítome de hipódromos, óperas, clubes e institutrices, La mala vida, de Eusebio Gómez, va recorriendo el otro extremo habitado por los rufianes, uranistas, lunfas y "pobres mujeres caídas" que también recorren, en ese mismo momento, la tesis universitaria de Manuel Gálvez, titulada, y no casualmente, La trata de blancas.

CARTAS GAUCHAS, CAUTIVAS LUNFARDO Las cuerdas de la guitarra suenan; Genaro canta. Es el alma de los suburbios que se desata y se estremece en la estrofa de este poeta inculto y primitivo". Francisco A. Sicardi; Libro extraño, 1894-1902.

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* Borges difunde unos versos en lunfardo de Carriego que, además de ser publicados en una revista policial —paradójica pero frecuentemente plagada de colaboradores anarquistas—, implican la marcación de un momento en la trayectoria de la gauchesca. Son las décimas de un compadre que le escribe a otro de manera quejumbrosa. Es un contemporáneo de las Cartas gauchas de Nicolás Granada, que pone en escena a un antiguo guapo convertido en "letrado". Que si transita explícitamente la calle Triunvirato, se queja porque se le "piantó la mina". Ni Ascasubi, entonces," ni la payada del Fierro. Eso ya es lo arcaico. La tradicional cautiva "se las tomó"; y el clásico amigo encarnado en Cruz o en Laguna se ha trocado en "gato ranero/mishio, roñoso y fulero,/mal lancero y peor amigo". La epicidad de 1870 se ha degradado en el consabido drama burgués ejecutado mediante el ménage a trois. Las novelas de Cambaceres en la década del '80, con su dialéctica narrativa cerrada, ya habían representado una sórdida mutación en relación a la dialéctica abierta de la poesía rural que culmina en 1879. Sin embargo, el "narrador experimentado" que emite consejos en una y otra franja reaparece en Carriego apelando a su "edá" y a lo que "uno sabe de viejo". Sin embargo, el uso del lunfardo es episódico en Carriego: se limita a ese poema suelto y a algún otro publicado en revistas efímeras. Carriego prefiere el tú, y sus vocativos e inflexiones subrayan esa zona intermedia y grisácea que era Palermo en 1910. Parecería indudable. Porque en relación al lunfardo va tomando distancias tan prolijas como en dirección al centro de Buenos Aires. Esos dos extremos lo inquietaron permanentemente condicionando seducciones y conjuros enérgicos: "Y se alejó escupiendo, rudo, insultante" —consigna en su Amasijo—, "los vocablos más torpes del caló hediondo/ que como una asquerosa náusea incesante/vomita la cloaca del bajo fondo".

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FLORENCIO SÁNCHEZ Y LA REVOLUCIÓN DE LOS INTELECTUALES M'hijo el dotor reflejando costumbres vividas, produjo una revolución. Florencio Sánchez, El teatro nacional.

Ya en su primera obra importante —M'hijo el dotor—adviértese una ruptura violenta entre lo que es en ella reproducción feliz de la realidad campesina y el desdichado uso de formas intelectualizadas del lenguaje. Cuando se obstina en lo segundo, escribe Nuestros hijos y Los derechos de la salud. Pero éstas son, precisamente, con toda su mala retórica, las más ambiciosas de su pluma, aquellas en que cifró sus más caras esperanzas. ¿Por qué? Antonio Larreta, El naturalismo en el teatro de Florencio Sánchez.

OLIGARQUÍA Y NACIONALISMO CULTURAL Hacia 1900 la Argentina necesita un arte nacional:: lo reclaman sus grupos tradicionales, lo apoya Roca directamente o a través del fervor y de las anexiones intelectuales de su ministro González, lo teorizan los escritores conectados con el grupo gobernante ya cada rato apelan a él las estructuras periodísticas articuladas con esos intereses. Se trata de una vieja carencia qué, por lo menos, puede remontarse a sus iniciales formulaciones alrededor de 1837 y que, en los últimos años del siglo XIX y a lo largo de la década que concluye en el Centenario, se actualiza como un concomitante rezagado del apogeo de la élite liberal. Una constante cultural se convierte así en uno de los lugares comunes más reiterados en ese momento; otro, más conocido, es el tópico de "la ola", "la invasión" o "la polenta humana", calificativos con que se designan los resultados alarmantes e inesperados que el proceso inmigratorio iba condicionando. Ahora resulta claro: uno y otro tema aparecen como fases complementarias de un mismo proceso, una forma de remediar lo que empezaba a considerarse enfermedad social y que, desde la franja del higienismo a la moda postulaba nomenclaturas, diagnósticos y terapias. En historia las interpretaciones causalistas, además de mecánicas, resultan abstractas; pero por algo se iba alzando allí delante el programa de 1853 aparentemente incumplido: infinitas vacas, copioso trigo, ferrocarriles, edificios monumentales e increíbles por la acción de los intendentes-escenógrafos, aumento de la población, superación de la anarquía. El regreso de Roca en 1898 parecía ratificar esa sensación de estabilidad instaurada sobre la repetición de ciclos prefijados. La historia parecía girar por fin con la uniformidad de una rueda: invierno, primavera, verano, otoño; Roca, un cuñado de Roca, el socio de Roca, un amigo de Roca, otro amigo y de nuevo Roca. El 90 no era un corte; apenas la respuesta al pecado de exceso de un régimen que se sentía potente y llegó a creerse invulnerable. El período de 1880 al 98, por lo tanto, no sólo parece unitario y ascendente, sino que además resulta cada vez más homogéneo para la mirada institucional. El régimen podía considerarse definitivo, era algo natural, se cerraba el siglo y se aproximaba el Centenario, un solo partido controlaba el país y, aunque hubiera enfrentamientos, finalmente todos eran amigos, se vivía en una república de conciencias y

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ser gentleman era un ideal incuestionable. Dios estaba de su parte, el liberalismo había triunfado. Hasta las contradicciones fundamentales también parecían superadas (como el conflicto con Chile por los Pactos de Mayo de 1902), se las atenuaba de alguna manera (con el restablecimiento de las garantías constitucionales suspendidas durante las sesiones de prórroga del Congreso o la reanudación de las relaciones con el Vaticano), se intentaba anularlas cuando vibraban de manera inquietante (Ley de Residencia de 1902) o canalizarlas (con el sistema electoral uninominal o el proyecto de Código del Trabajo) cuando los sectores más sagaces encabezados por Joaquín V. González imponían su criterio. Correlativamente, todo parecía en su sitio, cada cosa estaba en su lugar y las pautas permanentes de la nacionalidad resultaban verificables. Sólo faltaba cultura, una cultura nacional. Porque si un campeón de Chapadmalal era tenido por algo tan irrefutable como otro importado de la región de Warwickshire, no había motivo alguno para que los productos culturales del país no alcanzaran ese nivel (v. Francisco Soto y Calvo, De la falta de carácter en la literatura argentina; Calixto Oyuela. El criollismo de Obligado). Empero, recortándose sobre ese común denominador, las actitudes de los intelectuales, si bien se insertaban en una constelación de matices, se iban nucleando hasta establecer una polarización: a un sector de marcada tendencia estetizante no le preocupaba tanto que los resultados culturales más celebrados de una cultura nacional se distinguieran por sus peculiaridades, como que exhibiesen una factura análoga a la de los europeos. Eso fue el modernismo —escuela literaria cuasi oficial de la élite en su etapa triunfante—, la poesía y la prosa modernistas y, en el teatro, la piéce bien faite. Dicho de otra manera: los rubenianos, El Mercurio de América, Larreta y Ángel de Estrada en la novela. José León Pagano en el teatro, Emilio Becher en el ensayo. La acentuación de lo peculiar como logro de un arte nacional fue la otra vertiente: la novela realista, el criollismo, el nativismo y el populismo. También aquí hay nombres: Payró, Leguizamón, el Santiago Maciel de Nativos, incluso hasta la inicial literatura anarquista y la defensa del arte social de Manuel Ugarte. Los dos extremos de la literatura argentina: el Scila-Caribdis del permanente y renovado debate de la cultura del país solían exacerbarse, pero sobre el 900 se vislumbraba una inflexión, algo así como un momento clásico en que ambas apuntaban a lo mismo, especialmente a través de sus formulaciones teóricas, y Sánchez participará de las dos en la concreción más inmediata y espectacular de una cultura nacional: el teatro. A partir de esa franja tan vinculada a la ciudad, y de uno de sus representantes clave, pues, podrán verificarse en detalle las ínter correlaciones entre el apogeo de una clase directora tradicional y la llamada "época de oro" del teatro nacional, la aparición de un nuevo público y el pasaje del gentleman-escritor al escritor profesional, del predominio de los Cané, Wilde o Mansilla a la actuación decisiva de Ingenieros, Chiappori, Gerchunoff o la fundación de Nosotros por Giusti. Y más allá de lo generacional o puramente anecdótico, el tránsito en un mismo escritor, Lugones, desde la lujosa, retumbante y jacobina retórica de Las montañas del oro hacia el cuchicheo de Los crepúsculos del jardín, o de los rezongos gritones de Almafuerte al universo ceniciento de Banchs. A nivel político, la estabilidad victoriana de Roca será reemplazada por el "eduardismo" de Quintana y Sáenz Peña; y a medida que Yrigoyen y el radicalismo reaparezcan, dejen de ser perseguidos pasando al reconocimiento, la consulta y la oferta, el equilibrio entre los grupos tradicionales y las clases medias en ascenso se irá desplazando hasta decantarse a favor de las últimas. Es así como el fin del apogeo de la oligarquía coincide y se amasa

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con el pre-radicalismo y con la "época de oro" del teatro nacional. Y en la intersección de esas coordenadas se sitúa Sánchez.

ASPIRACIONES / AMBIGÜEDAD Antes del estreno de M'hijo el dotor el 13 de agosto de 1903 "se le venía haciendo una buena prensa". Es decir, dar como categórico lo que no pasaba de probable, interesando al público y comprometiéndolo en una ratificación que implicaba gusto, contemporaneidad y una serie de connotaciones que por vigentes y acatadas debían configurar una "conciencia nacional". Porque, al fin de cuentas, toda apelación a esa "conciencia nacional" era una búsqueda de solidaridad y, en una estructura como la Argentina de 1903, una imposición que en el orden cultural presuponía una suerte de complicidad. Ya se dijo: se contaba con todo, apenas si había una carencia y en Sánchez era necesario vislumbrar al hombre capaz de disiparla. Además, las recepciones recientes de Coronado, Granada y García Velloso habían marcado una pauta; el teatro nacional, por lo tanto, era posible. De ahí que El Diario se atrevía a pronosticar un éxito; La Tribuna hablaba de "una comedia de alto mérito"; La Nación, más cautelosa, prefería insinuar "las muchas esperanzas" de los conocedores del teatro, y El País se limitaba a aludir a "los lisonjeros rumores" que corrían sobre la obra de Sánchez. No era algo inusitado, pero la costumbre sólo subrayaba la urgencia de una élite directora por verse ratificada culturalmente. Y la mayor parte de su "intelligentzia", inscripta tácita, contradictoria pero sólidamente en su horizonte de proyectos, cumplía su parte. En forma casi inmediata, después del estreno de M'hijo el dotor, esos mismos intelectuales sintieron que empezaba un nuevo período en el teatro nacional; aun con reticencias no podían menos que exaltarse ante la sensación de haber asistido a un momento histórico y de haber sido testigos de esa cristalización cultural esperada, necesaria y anunciada: allí estaba, había llegado la hora, todos eran testigos de algo importante y se habían convertido en históricos porque Sánchez y M'hijo el dotor al iluminarlos los ratificaba. Por mediación del teatro y de la cultura, pues, habían trascendido el universo de lo dado para instalarse en la historia. De ahí en adelante realmente existían. La Argentina era grande, tenía un gobierno fuerte, su literatura había alcanzado estatura mundial (v. Enrique García Velloso, Memorias de un hombre de teatro; Vicente A. Salaverry, Del picadero al proscenio; Atilio Chiappori. Recuerdos de la vida literaria; Juan P. Echagüe, Un teatro en formación). Sin embargo, había algo que no funcionaba en la totalidad de la obra; a pesar de la consagración, un detalle provocaba incomodidad. Por alguna fisura aparentemente disimulada, ciertas enunciaciones desentonaban. Algo crujía desde la sentina de ese tinglado presuntamente alisado: era Julio, el protagonista, el joven doctor Ingenieros, que por muchas razones estaba de parte de Sánchez, atribuye la responsabilidad de ese desajuste a Arturo Podestá, que había interpretado a su personaje "completamente a la inversa de como lo concibió el autor". Rojas, tres días después en el mismo diario, señala que "el personaje de Julio debió ser más estudiado", que "su alma es confusa y acaso contradictoria" y que "la moral nueva del personaje no nos parece tampoco muy sostenible". Pero quien mejor apunta el origen de las vacilaciones del actor es Emilio Frugoni: la raíz de todo debe buscarse en el resultado de la inmadurez o en las grietas ideológicas de Sánchez: "Yo entiendo —escribe en La sensibilidad americana— que el

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autor no ha estado feliz en su exposición del criterio revolucionario. Se me antoja que sin advertirlo ha traicionado en parte sus propósitos".

ACTOR, PERSONAJE, AUTOR En efecto, los desajustes en la actuación de Arturo Podestá no hacían sino encarnar las incoherencias y el convencionalismo del personaje creado por Sánchez: desde la apelación a su libertad y a su autonomía frente al padre, al que trata con condescendencia acusándolo de anacrónico sin advertir la sólida coherencia de ese viejo que lo mantiene económicamente, hasta su moral abstracta que reniega de las pautas tradicionales de Jesusa pero que no comprende la incapacidad real de asumir esa responsabilidad en un medio hostil. Y desde la endeblez de sus razonamientos toscamente empíricos que lo hacen pasar por cínico u oportunista cuando pretende ser revolucionario o sublime y ejemplar, hasta la insufrible impostación del idioma que, al pretender ser culto y por culto "racional" y articularse con el "tú", se convierte en algo caricaturesco anulando toda posibilidad escénica y discursiva. Un ejemplo basta: "Tú que no injuriaste la vida subordinando el amor, que es su esencia, a los convencionalismos corrientes; tú que espontáneamente corriste a rendirle la ofrenda de tu plétora vivificante, tú que supiste vivirla, amarla y crearla... tú eres la belleza, la verdad; ¡eres el bien!..." Pese a la consagración que le habían otorgado, el malestar de la mayoría de los intelectuales se justificaba. Porque aunque el personaje de Sánchez proclame que su "moral es distinta de la moral que anda por ahí" resulta tan equívoca, incomprensible o simplemente negativa, que se ve en la necesidad de explicarla en dirección al público: "¡No soy un cínico, ni un perverso, ni mal hombre!" —asegura con énfasis—. "¡Si pudieras ver todo lo que pasa aquí dentro te convencerías!". Pero ni Jesusa ni el público pueden advertir todo lo que pasa adentro de Julio; se limitan a juzgarlo por su afuera, por sus actos y sus palabras. Y como sus actos y sus palabras deben configurar una unidad con su adentró; es decir, con sus intenciones, los proyectos y la ideología que ha querido ponerle Sánchez, si manifiesta incoherencias es porque la incoherencia reside en Sánchez. Ahora bien, esa incoherencia —no simples contradicciones— del protagonista de M'hijo el dotor, esas rendijas entre su conducta y las intenciones de su autor ¿deben atribuirse simplemente a la manera de escribir de Sánchez? ¿A su "repentismo"? ¿Corresponde inscribir y explicar los defectos de Julio por "la desordenada inspiración" de Sánchez? Si hay grietas en su personaje ¿corresponde cada hiato al espacio comprendido entre golpe y golpe de "inspiración" de Sánchez? Los defectos de M'hijo el dotor ¿son el resultado lineal de una causa que podría radicarse en "el vértigo de su creación"? Dicho de otra manera: ¿eran tan incontrolables los "raptos" que "se apoderaban" de Sánchez cuando "se largaba" a escribir que esa faena se convertía en una especie de escritura automática que anulaba la atención de su conciencia dejándola muy atrás? ¿Cómo era esa tensión creadora que suprimía toda posibilidad de atención sobre sí misma? (Cfr. Michel Vovelle, Pertinence et ambiguité du témoignage litteráire, Gallimard, 1992).

ESPONTANEIDAD Y MIRADA De acuerdo con la minuciosa descripción de Joaquín de Vedia (Nosotros, mayo de

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1911) —que ha servido para todo tipo de interpretaciones irracionalistas, más o menos románticas o apologéticas—, en el proceso de creación de Florencio Sánchez se podrían separar cinco movimientos. Primer movimiento: Sánchez no hablaba de sí mismo, fundamentalmente paseaba por los barrios populares y miraba. Su mirada siempre era hacia afuera; una mirada de cámara fotográfica o del fotógrafo secundario y pasivo que acompaña al cronista. Una mirada que no se asume, que no se esfuerza en mirar, porque Sánchez "deja caer sus ojos" desinteresadamente, sin esforzarse por tenerlos muy abiertos ni muy fijos en nada. Mira como si no mirara, sin detenerse; ni consigna ni valora nada en especial, en una especie de larga panorámica que no desecha los primeros planos. Mira "abstraídamente" hacia afuera, pero como si no reflexionase en lo que mira porque eso significaría confrontar lo que está viendo con lo que piensa, y para confrontar hay que tener algo adentro y él está vacío. Por eso su mirada, sus ojos, se limitan a reposar en su cuerpo, justo en la parte superior de su cara y en esa neutralidad valorativa se mantienen en el equilibrio que le ofrecen las órbitas: ni apasionados por lo de afuera ni vueltos hacia el interior. Es una especie de caña hueca que posee nada más que ojos y un andar lento y soñoliento. Vacío, cachaciento, brazos colgantes, el pelo lacio y los pies pesados, si Sánchez se paseaba por los sitios pintorescos lo hacía "al azar", sin deliberación, porque él "se dejaba ir" por los barrios. O lo que es lo mismo: ni responsable de sus pies ni de su mirada. Pero esos ojos neutrales, en un segundo movimiento, realmente manifiestan su acumulación de datos: no se le ha escapado "ni un solo detalle insignificante". La mirada de cámara tiene la memoria de las numerosas placas que ha ido imprimiendo. Los orificios de los ojos han servido para que se le metan innumerables cosas adentro: Sánchez se va llenando y su vacío va haciendo lugar a toda una materia, informe si se quiere, pero siempre maravillosa. Su inteligencia, que "no era pronta", si parecía desinteresada frente a la acumulación de datos que le ofrecía la realidad, incluso si se resignaba a esa penetración, se fue enriqueciendo solapadamente. Pero, de pronto, en un tercer movimiento, Sánchez sale de esa bruma que parece flotarle alrededor de la cabeza y se le acerca a de Vedia: "Ya me está embromando todo esto", lo codea. Sánchez no aguanta más; ya está lleno, los datos de afuera lo colman, su vacío inicial se ha atiborrado y va a estallar. "Ya estoy sintiendo los nervios en tensión", rezonga. Hay una fuerza, algo más fuerte que él que lo pone tenso y él se entrega como antes "se dejó llevar" por los barrios o "se dejó" impregnar de datos. Ya no es más apático e indiferente. Sánchez no puede más; no se puede más. Entonces, en un cuarto movimiento empieza a escribir, dramática; irresistiblemente. Es el rapto, la inspiración, la diferencia del resto, la irracionalidad en movimiento, el poeta que lanza palabras sin meditar, el adormecido que se despierta en contacto con un choque y al que le basta "dejar fluir" las palabras, las ideas y las imágenes que lo preñan y lo inquietan. Es el simple receptáculo que se abre, el "portador" que devuelve hacia afuera lo que le vino de esa misma dirección. Y para eso, en un quinto movimiento, para desenvolver ese frenesí incontenible, el vértigo de la salida de su contenido, de su insoportable vaciedad totalmente llena, requiere testigos: en un cuarto de hotel, lleno de humo, en medio del "rumor, la agitación, la fiebre", pide que no hablen bajo y "todo encorvado, todo encogido", en un verdadero orgasmo de creación, da término a sus obras en pocas horas, de golpe, de un envión, "sin comer ni dormir". O bien "en cualquier parte, en el café, en la sala de un diario, en el cuarto de un camarada" incómodamente verificado por los testigos elegidos de sus

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eyaculaciones literarias, en un solo "esfuerzo espasmódico y brutal".

TESTIMONIOS / MITOLOGÍA Corresponde preguntar ¿se debe aceptar sin más la minuciosa y entusiasmada versión que nos da Joaquín de Vedia sobre la manera de trabajar de Sánchez? ¿Hasta dónde es "espontáneo" ese estilo? Y mejor todavía ¿hasta dónde la espontaneidad es espontánea? Es obvio: ya no se puede creer en la espontaneidad sino en el campo de las reacciones reflejas. Y como escribir no participa de la misma simplicidad de segregar saliva o jugos gástricos, su mecanismo presupone una mayor complejidad y—lo que ahora interesa— una mayor conciencia, una mayor reflexión. El mito de la automaticidad de cierta escritura ha sido disipado. De ahí que, en general, no se pueden aceptar los incontenibles golpes de intuición-creación de Sánchez. En realidad, y ya en el plano de lo particular, Sánchez era menos inocente de lo que creía de Vedia y de lo que ha aceptado indistintamente toda una línea de crítica apologética. Porque en el plano de lo particular se puede verificar que "la espontaneidad" de Sánchez no era más que el último momento de una serie de decisiones cautamente elegidas. Lo que no quiere significar —de manera alguna— que fueran sistemáticas. Imbert (Florencio Sánchez, vida y creación, ed. Schapire, 1954, p.72) parece haber acatado la imagen que ofrece de Vedia y habla de un Sánchez "fiel a su ideología, sincero consigo mismo y buenote con los demás". Y no. Véase: "Querido Scarzolo: ¡Ya lo creo que apruebo su ida a Buenos Aires! Lo felicito y hasta le voy a dar un consejo: no se enrole, no se acople a camarillas, grupos, cenáculos o escuelas. Trabaje para usted y contra todos pues no le quepa duda de que todos han de trabajar contra usted". El que habla es el Sánchez que "se deja caer" por los cenáculos o se deja proteger por los intelectuales como de Vedia, el mismo que se les aparece como un bonachón y espontáneo muchacho venido del campo o de una ciudad menos estridente. Y Sánchez agrega: "¡Claro que ésta es una receta para triunfar en cualquier parte, pero puedo asegurarle que en Buenos Aires no sólo es eficaz sino necesaria!" Tan inexacto resulta, por consiguiente, lo de la "pura espontaneidad", como visible la complacida comprobación de la eficacia de sus cálculos. No tanta "campechanía", ni "intuición", sino proyectos cada vez más explícitos, estrategias literarias. Más aún: a partir de ahí Sánchez se anima a deducir un programa completo "de vida. No ya de liberación, sino pautas de vida en función de su propio ejemplo. Su "espontáneo" individualismo se invierte así totalmente postulando arquetipos de pretendida eficacia general. Su mitológica espontaneidad es tan reflexiva —como se ve— que hasta postula un código. Pero se puede seguir: "...la oportunidad de sus piezas" —escribe de Vedia—, "que sin caer en las vulgaridades del apropósito vinieron justo en un momento que las hacía útiles". Claro: no sólo espontaneidad en la creación sino también en el momento del estreno. Pero aquí Imbert no parece de acuerdo: "Sánchez escribió efectivamente Los curdas en 1899, contrariamente a lo que se cree, y la aprovechó ante la posibilidad de que Enrique Gil le estrenara una obra, adaptando y ajustando el argumento a las circunstancias, al clima, esto es, a los acontecimientos políticos y sociales de Rosario que en ese momento le venían de perillas".

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LITERATURA Y VIDA COTIDIANA La imagen de un Sánchez que realmente "se deja llevar en la creación" no se compagina con ninguna de sus pautas cotidianas. Sus proyectos no sólo existen, sino que hasta los formula en los detalles de una correspondencia con su futura mujer: "He visto una casita en el boulevard, monísima, con un jardín lo más pintoresco. Allí vamos a hacer nuestro nido" le escribe el 3 de agosto de 1901. "Anoche soñé contigo. Linda como una virgencita escapada de un cuadro, salías a recibirme con un beso a la puerta de nuestra casa" (2 de agosto de 1901). Se va viendo: ni tan vacío, ni realmente desinteresado por la realidad: "Todas las ilusiones que me forjaba de un porvenir amable y risueño al lado de la mujercita que adoro, rodeado de los afectos que tanta falta hacen a mi espíritu harto de soledad" (21 de septiembre de 1901). Ni tan "fatalmente bohemio": "pero lo exige mi porvenir, nuestro porvenir... si no pensara tan seriamente en el mañana, habría echado al diablo todo esto, mandándome mudar. Pero estás tú de por medio. Catita mía; tú, que me has hecho reflexionar juiciosamente; que me has inducido a abandonar para siempre la vida anormal que llevara; que me has hecho soñar con el reposo anhelado de un hogar". Se trata de disipar la mitología que vela los auténticos componentes de una producción: para Sánchez, el anarquismo es el pasado, el desorden, la juventud y cierta bohemia, pero hay que sentar cabeza y pensar en el porvenir. La edad de la razón les llega a todos y, lógicamente, lo que se hacía antes se conectaba con la comarca de lo irracional y lo espontáneo. Y nadie puede ser juzgado por eso. Salvo si escribe teatro. Porque ¿cabe juzgar los defectos de M'hijo el dotor apelando a "su espontaneidad creadora" cuando es el mismo Sánchez quien reniega de esa pauta cada vez que quiere que lo juzguen como futuro marido? De ninguna manera. Salvo que se incurra en una crítica escindida. Y lo que se pretende es juzgar con una perspectiva unitaria y globalizadora lo que no quiere decir que en virtud de esta pretensión eliminemos sus contradicciones. Se intenta conjugarlas a partir de su situación histórica concreta y no para sacrificar la complejidad de Sánchez en aras del principio de identidad. Lo que le ocurre a Sánchez es que se ha decretado que a partir de un momento dado adviene el período del reposo, el amor, el nido y el adentro. Sánchez interiormente se dispone a convertirse en el correcto empleado de un diario. Se lo reconocen y él se lo comunica a su futura mujer: "...el diario ha mejorado mucho, la gente está muy satisfecha y mi patrón no sabe qué hacerse conmigo de contento. Los que me han conocido bohemio incorregible se han quedado con la boca abierta ante mi constancia y mi tesón". Pero no solamente es explícito en sus proyectos en la intimidad con su futura mujer. Con la perspectiva a su favor de los éxitos teatrales, así como antes se animó a elevar sus circunstancias a categorías, ahora alude a sus proyectos que por ya realizados lo enternecen al cristalizar en "un relativo bienestar económico, meta de mis aspiraciones mejor definidas". Triunfar, casarse, hacer su "nidito". Ésos eran sus proyectos "mejor definidos". Y la cosa sigue: "Inolvidables evocaciones me marcaron el rumbo definitivo de mis aspiraciones, encarrilaron mis actividades intelectuales malgastadas hasta entonces en tanteos estériles en él periodismo, y me proporcionaron pan para alimentarme, estímulo para luchar y hasta, ¿por qué no confesarlo?, una compañera que alegra mi vida y comparte mis insomnios". ¿Sánchez, pura espontaneidad? ¿Sánchez, adormilado y como distraído frente al mundo? ¿Distraído, manirroto con su dinero? Otro aspecto de su mito. Véase si no cómo

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se enardece cuando se trata de sus derechos de autor y cómo subraya su propiedad: "Yo, dueño de mi obra —¡ojalá pudiera decir lo mismo de muchas de sus compañeras sacrificadas a la avaricia de cómicos y empresarios que se han enriquecido con mis éxitos y mi miseria!—, yo, Florencio Sánchez, el decente autor, ordeno y dispongo que no se estrene en el Solís" (v. Teatro completo, ed. Claridad, p. 623 y ss.). Se dijo: Sánchez es tolerante consigo mismo. Más todavía, se enternece con facilidad ante su propio espectáculo. Por momentos, parece acariciarse como una adolescente sus propios hombros. Y hasta se paladea por dentro. Es decir, llega a dejarse seducir por la imagen que de sí mismo ha construido para los otros y que los otros han aceptado, con algunas excepciones como Monteavaro (id., p. 648). Por eso es que, frente a las contradicciones que lo pondrán en conflicto con la imagen de "dormido" que se le reconoce, echa mano de su "alma virgen y siempre dominada por el torrente del alma caótica de esta cosmópolis única". O bien apela a su "espíritu de artista": como él es como es, sólo le resta dejarse fascinar por su propia imagen entregándose a sus golpes de intuición y a su temperamento irresistible: "el buen hado de mi instinto vital" puede "arrastrarme", escribe en su correspondencia. "Una potra bárbara, que otro nombre no sabría darle a esa fuerza que a mi pesar me defiende de mí mismo", dice más adelante, confesando que se deja "arrastrar por el diablo de una neurastenia terrible" (id., p. 630). Pero las "fuerzas incontrolables", los "demonios" de Sánchez, son las concesiones que se hace a sí mismo. Y sus "raptos" lo hacen caer en sus propios brazos porque a sus espaldas no hay nadie. A lo sumo, su "potra" o su "diablo" que, mirados de cerca, sólo son coartadas ante su conciencia para que se distienda y no lo intranquilice cuando hace lo que le gusta aunque sea con un sordo malestar. Pero ya se sabe: no hay demonios. Uno es arrastrado cuando, de una forma u otra, consiente en ser arrastrado. Ésta es la ley y Sánchez la ratifica en todos sus aspectos. Hasta cuando se siente arrastrado a Europa: "Me bastaron dos o tres conferencias para adquirir la seguridad de mi viaje a Europa inmediatamente" —escribe—. "Rodó presentará la semana próxima, probablemente, un proyecto por el que se me acuerda una pensión de 200 pesos por año. Irá por un grupo de diputados blancos y colorados de lo más representativos" (p. 639). Si Sánchez se dejaba seducir por su propia imagen, nada tiene de raro que Joaquín de Vedia, que era uno de quienes más esperaban, necesitaban y estaban dispuestos a exaltar una figura así, la haya acatado sin mayor rigor; al fin y al cabo, Sánchez se le aparecía como una entidad homogénea. Si era la espontaneidad pura para escribir, no hacía nada más que prolongar y proyectar su espontaneísmo político sobre el terreno de la creación artística: "Es que así" —anota— "como le era indispensable crear de todas las piezas el motivo de su emoción y de su entusiasmo, apenas tocaba ese fin no resistía ya el goce vehemente de ver realizada su concepción. Lo mismo le ocurría con todas las cosas, hechos o ideas. Cuando su inteligencia, que no era pronta, que no era ágil, las penetraba en sus alcances, dejábase conquistar por la impresión ambiente para seguirla hasta sus extremos. Así, repórter en una revolución, acabó por ser revolucionario; curioso de la multitud, al pretender contemplarla o estudiarla en sus movimientos terribles, acababa por mezclarse a ella levantando su bandera y entonando el himno de sus reivindicaciones." Es decir, para de Vedia la espontaneidad de Sánchez al escribir era una faceta más de su anarquismo emocional. O éste resultaba la expresión política de aquel elemento esencial. Y no. Su espontaneidad ha sido suficientemente cuestionada. No hay tal espon-

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taneidad virgen y arrolladura en Sánchez. De ahí que no se puede inferir nada a partir de ella. De manera consiguiente: si no se pueden explicar los defectos de su ideología teatral y del Julio de M'hijo el dotor atribuyéndolos al descuido propio de su espontaneidad, convendría verificar si existe una teoría teatral en Sánchez que pretenda articular discursivamente sus creaciones sobre la base de sus opiniones previas.

Una Teoría Teatral Y sí. La teoría teatral de Sánchez existe. Con defectos y asistemática, pero existe. De donde se puede inferir una ratificación más de que el espontaneísmo que tradicionalmente se ha querido ver en su concepción es falso. O por lo menos, complaciente. Porque esa teoría no es una fragmentaria serie de opiniones sobré el mundo, la cultura y la manera ó el sentido de hacer teatro, sino un texto unitario, una verdadera preceptiva dramática sin rigor conceptual pero que marca con precisión las intenciones de Sánchez frente al teatro, en especial el teatro a postular y resolver en el Río de la Plata hacia 1900, y que se inscribe en una visión más amplia de las líneas histórico-culturales que la acotan, la justifican y pueden otorgarle validez hacia el futuro. La teoría teatral, de redacción posterior a sus inicios como dramaturgo, podría hacer creer que Sánchez sólo tomó conciencia de su situación luego de hacer teatro o que apenas si advirtió el significado de su obra después de sentirse ratificado por sus éxitos. Puede admitirse que haya ajustado ciertos conceptos, pero en lo que hace a lo fundamental de su teoría teatral formulada en El teatro nacional, al referirla al cuadro más amplio de su visión del mundo desarrollada en El caudillaje criminal en Sudamérica (que es de 1903), y más aún a las anteriores Cartas de un flojo (fechadas en el 900), es posible verificar la continuidad ideológica entre su teoría dramática y su imagen histórica general. Pero, en primer lugar, ¿cómo ve su propio teatro Sánchez? ¿Qué significación le acuerda en El teatro nacional? (Id., p. 620). ¿Qué sentido se otorga a sí mismo en tanto autor nacional que pretende ser un realista y un renovador? Si por un lado, tangencialmente y como síntoma de su voluntad realista-nacional, impugna la "zarzuelización" de la escena nacional por adaptación mecánica de las pautas de la zarzuela española a la temática, situaciones y tipos del Río de la Plata ("Surgió un híbrido. Y caso extraordinario de selección: surgió un híbrido de otro híbrido, de la zarzuela española. Hacía furor el género chico. La ciudad se había verbenizado..."), por otra parte apunta su denuncia contra la moreirización del teatro argentino ("Después... Cuellos, Hormigas Negras, Matacos"). Allí radicaba el principal problema y era lo que había que superar. Y no por la temática en sí, porque "una familia de saltimbanquis, esa ilustre familia de los Podestases" se ha merecido ya "los cimientos del monumento que ha de levantarle la gratitud artística de nuestros descendientes". No por la temática en sí. De ninguna manera. Sino por las implicaciones que esa temática moreirista acarreaba. Es decir, porque "Juan Moreira despertaba los instintos regresivos adormecidos en el alma popular". Porque con esa temática "quedaba erigido el teatro de la fechoría y del crimen". Y aunque de paso recuerde las deficiencias estéticas de toda esa dramaturgia ("el mal gusto como forma"), el acento no está puesto ahí; su impugnación se especializa en alarmarse porque "no quedó gaucho avieso, y asesino y ladrón, que no fuera glorificado en nuestra arena nacional". Era de esperar. Sánchez también vislumbra fugazmente los posibles resultados de una temática elemental pero rebelde. Por eso escribe: "Pudo quizás aquello dada su

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influencia en el alma colectiva, tener una faz ventajosa: la de acentuar el sentimiento de la personalidad despertando rebeldías contra prácticas y procedimientos y organizaciones abusivas". Sin embargo, de inmediato se apresura a dejar de lado esa tentación de coherencia llevando hasta sus últimas instancias la propia rebeldía postulada a través de sus, contactos con el movimiento político del país: "Pero no puedo distraerme en honduras sociológicas" —expresa— "y me limitaré a constatar que por ello desaparecería la nocividad del espectáculo". Sánchez, pues, prefiere continuar su exposición de acuerdo con lo que cree una línea racionalista en el orden teatral y cultural. Por contraposición al "moreirismo" pretende colocarse en la mejor situación convirtiéndose en el arquetipo del nuevo teatro culto, "realista, verídico, sincero" que no necesita echar mano de gauchos "retobaos" para plantear problemas auténticos. "M'hijo el dotor" —señala complacido— "reflejando costumbres vividas produjo una revolución. Su éxito estrepitoso se debe a la verdad y la sinceridad con que fue escrita la obra". Resulta evidente: para Sánchez, su propio teatro cierra un período negativo del teatro argentino; lo trasciende e inaugura, triunfal y verídicamente, otro mucho más válido. Si su teatro se polariza frente al gauchismo moreirista, su misma situación histórica adquiere a sus propios ojos esa nacionalización a través de la cultura y de lo culto. Es decir, de lo no gaucho, de lo antigaucho.

MOREIRISMO Y CULTURA Significativamente, esa rígida polarización moreirismo-cultura, cargada de mutilaciones análogas a las que llevó a cabo en El teatro nacional cuando las contradicciones de sus propios planteos lo hubieran llevado a desbaratarle su esquema, es el eje del artículo donde expone su visión del mundo: El caudillaje criminal en Sudamérica (id., p. 600 y ss.) resume su experiencia personal cerca de Francisco Pereyra de Souza, el popular Joaó Francisco, caudillo de enorme predominio en la región de Río Grande do Sul. Sánchez lo escribió para los "Archivos de Psiquiatría y Criminología", donde se publicaban artículos tan significativos como La nueva ciencia eugénica y la esterilización de los degenerados, Las influencias neurológicas de la criminalidad argentina y La defensa de la raza por la castración de los degenerados. Desde ya: era una revista donde se exasperaba la influencia de Lombroso y su escuela. Y si la dirigía José Ingenieros, el trabajo de Sánchez apareció en la entrega de mayo de 1903: el núcleo decisivo de ese texto se centra en la oposición entre el caudillo encarnado en Joao Francisco frente al mundo urbano; el pasado gaucho que sobrevive en tajante polémica con las pautas progresistas. De ahí que lo que resulta sea una minuciosa amplificación de la idea central sustentada en El teatro nacional en tanto la dicotomía inicial se va cargando con una serie de connotaciones antitéticas y, hasta puede decirse, previsibles: si "Santa Ana es el centro principal de operaciones de Joao Francisco" caracterizada como "una ciudad de aspecto colonial", la única excepción se encuentra donde "ha gravitado la influencia de la inmigración"; si de un lado se sitúa "la simiente regresiva", en el otro se alza "el progreso"; si aquí corresponde a "la edad media", en frente está reservada a "la modernidad". Y así siguiendo: "lo sanguinario y lo bárbaro" opuesto a "la cultura y la civilización"; la "intuición" de la "guerra gaucha", a "un brillante estado mayor de oficiales"; los elementales y diestros jinetes populares, antítesis de los "caballos de raza"; "ninguna escuela, ninguna academia, ningún Saint Cyr" opuesto al aprendizaje racional y sistemático. Para que nada falte, la oposición se complementa con

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la asimilación caudillo-barbarie-América frente a hombre culto-civilización-Europa. Y para terminar de comprender al caudillo militar "intuitivo"—prosiguiendo el juego de antítesis de apariencia tan eficaz como simplificadora— se lo define por contraposición "al coronel Ricchieri", ministro de Guerra del general Roca y paradigma de militar a la europea, "culto y científico". Las contradicciones que rebasaban su esquema inicial también aparecen aquí: "la tétrica voluptuosidad" de "desollar cadáveres para trenzar con piel humana maneas y presillas de apero" o las "grandes carcajadas" de Joao Francisco cuando sus soldados le hacían "probar a sus compañeros más zonzos carne asada de dijuntos", no se compaginan muy bien dentro de su cuadro con el aspecto "frugal y sobrio" de esa soldadesca ni con su "buena biblioteca" que "lee con avidez". Pero lo que ahora interesa: el esquema de Sánchez con su constelación de antítesis remite de inmediato, obviamente casi, a las líneas fundamentales en que se había inspirado la política liberal en el Río de la Plata. Es decir, especialmente remite a Sarmiento, que se especializó en recortarla hasta convertirla en eslogan: "Vamos, pues" — concluye Sánchez— "a hacer crónica que parecería novela a no mediar en la historia del caudillaje criminal americano un documento tan genial como es El feudo [sic] de Sarmiento".

JULIO Y OLEGARIO: DOS BLASONES O lo que es lo mismo: civilización y barbarie, esquema clave en la teoría y en la práctica del país desde 1852 en adelante y que aún seguía teniendo vigencia central en la teoría política de los grupos gobernantes cuando Sánchez estrena M'hijo el dotor. El "instinto" de que reniega Julio en sus reiteradas apelaciones a la razón, la novedosa cordialidad con que pretende tratar a su padre, la oposición entre su cultura y los conocimientos empíricos del viejo Olegario ("¿Eso es lo que te han enseñao los libros, gran sinvergüenza?... Explica tus grandes doctrinas"), el enfrentamiento entre las significaciones culturales de la ciudad con las tradicionales del campo puestas en boca de la curandera Rita ("Dende que vide que agarraban pa'la ciudá pa'cerlo ver, se lo dije a mi comadre Sinforiana... ¡Qué saben los dotores!... Mucho tomar el pulso, mucha letricidá ¿y total qué?... ¡Entre ellos le comen al dijunto media testamentaría!... ¿Aver yo, qué les cobro?"), situación que se reitera en la discusión entre Mariquita, que relata las reacciones del viejo Olegario ("Cosas de la ciudá no quiero... me matará más pronto... Llamen a la médica si quieren que viva un tiempo más") y las reiteradas muestras de indignado asombro de Julio ("¡Qué barbaridad!... ¿Lo curan con palabras?... ¡Qué ignorancia!"), son, ateniéndonos a sus contenidos, la trasposición dramática del esquema liberal enunciado en El teatro nacional y en El caudillaje criminal en Sudamérica. Bien. Si por un lado se negó el espontaneísmo de Sánchez, por otro se lo ha visto desarrollar una tesis en forma dramática. Esa tesis se inscribe en una teoría sobre el teatro, la cual, a su vez, se inserta en una opinión general que viene a configurar una visión del mundo. Y se advierte a continuación que esa visión del mundo se corresponde con la propuesta por los grandes teóricos del liberalismo argentino —Sarmiento en especial— y con la que sustentaba oficial y equívocamente la oligarquía gobernante en el momento en que Sánchez desarrolló su labor de dramaturgo. Con otras palabras: en la década de 1900 a 1910, Sánchez comenta dramáticamente —aunque sin una conceptualización estructurada— la ideología del grupo gobernante. Y este grupo gobernante declara ser

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liberal (cfr. Adolfo Prieto, El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna, Ed. Sudamericana, 1990).

DE APARICIO SARAVIA AL LIBERALISMO Pero acontece que Sánchez proviene de una familia antiliberal y sus primeras actuaciones en el plano político-militar se alinearon junto a Aparicio Saravia y al blanquismo uruguayo. En efecto. Aunque Sánchez escribe Cartas de un flojo en la etapa previa a la de dramaturgo triunfante, corresponde preguntar: ¿qué significado profundo tiene "flojo" para su propia perspectiva? Muy simple: el flojo, en última instancia, es el que se opone, denuncia o se burla de los adscriptos al criollismo, a la guapeza, a la lanza, al americanismo primario, al caudillismo, a su blanquismo familiar y tradicional, a Saravia y la montonera, al pasado, al jinetismo, a la sabiduría intuitiva y campera. Es decir, la "barbarie" que intenta denunciar a través de su alter ego el Julio de M'hijo el dotor. Cronológicamente la correlación es inmediata, pues las Cartas de un flojo son del 900 y la pieza se estrena tres años después. Sánchez hacia el 900—por consiguiente— asume ser "flojo" y, por sentido contrario y polarizado, reniega de todos los valores que presupone el no serlo, el ser guapo. Pero eso implicaba repudiar su pasado familiar y su propia elección al largarse a la sierra a los veinticinco años. ¿Qué ha pasado, entonces, entre su decisión de sumarse a la montonera del caudillo Saravia y su impugnación de todo lo que implique montonerismo, caudillismo, guapeza y gauchismo? Se plantean dos posibilidades: la primera, inverificable, que realmente se haya mostrado como un flojo en la campaña con Aparicio Saravia, que haya sido señalado, acusado y burlado por sus camaradas blancos y gauchos y que Sánchez haya quedado afectado —herida narcisista— racionalizando su humillación a través de una aparente asunción e interiorización, que en última instancia se convertía en cómoda y liberadora denuncia. Pero, ya se dijo, esa hipótesis es inverificable por falta de datos. Sin embargo, queda otra. Si el pasaje del saravismo a la aceptación de las tesis liberales no fue motivado por la primera alternativa, la segunda, mucho más objetiva, es fehacientemente verificaba: a partir de la época de su conversión ideológica al liberalismo Sánchez se inscribe en la situación real de la mayoría de los intelectuales argentinos de ese momento. Con palabras menos suntuosas: en la dependencia más o menos directa a través de las estructuras culturales controladas por el grupo gobernante. El pasaje de Sánchez desde la política sustentada por Saravia en el Uruguay a convertirse en un comentador dramático de las pautas ideológicas declamadas por el liberalismo se conjuga concretamente, pues, con su relación de dependencia de la oligarquía señorial.

DEPENDENCIA E IDEOLOGÍA La estructura cultural de la oligarquía a la que se adscribe Sánchez, resulta obvio decirlo, es el periodismo. Sánchez aparece por El País, diario de Pellegrini y vocero de los latifundistas de la provincia de Buenos Aires (v. Thomas F. MacGann, Argentina, Estados Unidos y el sistema interamericano, 1880-1914, Eudeba, 1960, p. 315); Manuel María Oliver, secretario de redacción, lo incorpora como cronista de teatro. En esa decisión

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interviene pancho Uriburu, el mismo que le resuelve su falta de ropa en un elocuente y señorial "Váyase por casa" que culmina "en un flamante jacquet negro y en un aristocrático pantalón de fantasía, otro no rueños flamante traje de smoking y un par de botines de charol" (Imbert, op. cit., p. 53). Esa ropa le queda grande, pero Sánchez la vende: con "los modestos 60 pesos de la venta, pudo en lo de Cabezas adquirir un temo azul, a rayas". Claro, Imbert no advierte que los 60 pesos no eran tan "modestos" proviniendo de un regalo, sí se tiene en cuenta que un cartero en esa misma época ganaba 35 pesos por mes. Cuando Sánchez se convierte en corresponsal en Europa lo hace para La Nación — como Darío, como Lugones, como Rojas— y sus remesas las reclama con elocuente asiduidad porque depende de ellas. Las referencias a la relación de dependencia, más o menos atenuada por el paternalismo de los hombres de la oligarquía, abundan en la vida de Sánchez. Basta señalar que, vinculado económicamente a los diarios de ese grupo social, o en forma oblicua a alguno de sus personeros (que enfrentados o matizados coincidían en el núcleo de su ideología liberal), también está condicionado a esa dependencia por su necesidad de "buena prensa" para su teatro y de un público, sobre todo el de las noches de estreno, que "hacía la opinión". Todo esto remite a la inicial afirmación de Frugoni: "Yo entiendo que el autor no ha estado feliz en su exposición del criterio revolucionario. Se me antoja que sin advertirlo ha traicionado en parte sus propósitos". A esta altura, ya no tiene sentido insistir en la "no advertencia" de Sánchez. Ya se habló de sus oportunas adecuaciones; también se puede afirmar que las vacilaciones de Arturo Podestá fueron provocadas por las contradicciones del personaje Julio y que éstas refractan mediata pero concretamente la situación ambigua de Sánchez, oscilante entre un revolucionarismo abstracto y su supeditación concreta a la élite liberal. Una ideología pretendidamente renovadora, desconectada de sus carencias reales, sólo sirve para ratificar la ideología oficial al conjugar su tolerancia sin marcarle sus límites. Con otras palabras: el pensamiento de la mayoría de los intelectuales argentinos entre 1900 y 1910 difícilmente podía completarse en una praxis auténtica; su revolución, la que declaraban algunos y a la que otros aspiraban, no trascendía el plano de lo imaginario. Más aún: esa revolución simbólica podía ser tolerada por la clase dirigente. Y más todavía: la oligarquía liberal del 900 se sentía capaz de anexarse a un revolucionario que por su irrealidad resultaba retórico hasta convertirlo en un aliado entusiasta, en un sometido más o menos domesticado o en su vocero. Dentro de esa capacidad (que no implica un agravio, sino una situación), constante de la élite tradicional, se inserta Sánchez. Para interpretarlo, pues, hay que verificarlo sobre la capacidad de sobrevivencia de ese grupo social aun en sus diversos avatares, su capacidad centrípeta y sus anexiones, oportunos desplazamientos y máscaras sucesivas (cfr. Lewis Mender, Poder y estrategias culturales, 1991).

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GERCHUNOFF: GAUCHOS JUDÍOS Y XENOFOBIA ¡Cantad, judíos de la Pampa! Mocetones de ruda estampa, dulces Rebecas de ojos francos Rubenes de largas guedejas, patriarcas de cabellos blancos y espesos como hípicas crines; cantad, cantad, Saras viejas y adolescentes Benjamines, con voz de vuestro corazón: ¡Hemos encontrado a Sión! Rubén Darío, "Canto a la Argentina"

Amiga mía, soy judío y soy cristiano. A. Gerchunoff, Los amores de Baruj Spinoza.

CENTENARIO, EUFORIA / LITERATURA 1910 aporta dos signos fundamentales a la Argentina oficial: es a la vez el año de los homenajes celebratorios del Centenario y el de la culminación del optimismo nacional fundado en una suerte de progresismo mecánico. Los postulados de Alberdi, planteados en el siglo anterior y que habían servido de fundamento teórico a un país gobernado por la alta burguesía liberal, parecían finalmente haber logrado su concreción. En 1910, la Argentina imaginada en 1852 e instaurada en 1880 como "primer milagro latinoamericano" estaba allí, frente a los ojos de todos, igual a un toro brillante y rotundo exhibido en una exposición rural. Y como cualquier determinismo es tranquilizador, homenajes y optimismo se proyectaron más que nunca sobre un futuro al que se sentía "como una cosa presente y tangible, como una seguridad con la que se contaba y sobre la que se vivía".(Francisco Romero, Sobre la filosofía en América). En ningún otro momento el país tuvo la sensación de creer más en sí mismo y "las festividades del Centenario de la. Revolución —como señalara Ponce— despertaron, en todas partes, una exaltación enfermiza de las cosas del terruño". Después de esa culminación vino el gobierno de la clase media, llegó Ortega, habló con socios de clubes, con jefes de redacción y con profesores de la Universidad, frunció la nariz frente a nuestra "invulnerabilidad" y formuló "la esencia de la inseguridad argentina". Y desde entonces, no hubo nada que hacer. Su germen pesimista, al sumarse a la crisis del año 30, alcanzó al "hombre que está solo y espera", a los personajes de Arlt, al Martínez Estrada de Radiografía de la Pampa que acababa de descubrir a Spengler, y exacerbando su irracionalismo evolucionó hasta alcanzar nuestros "pecados originales", nuestros "demonios americanos" y nuestro "desarraigo". Para no abundar, por ahora, en las apelaciones oficiales a la Argentina potencia, o alas diversas entonaciones del triunfalismo autoritario o farandulero y trivial, que además de ser el envés de una fachada

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no logran disimular las contradicciones insuperadas ni su corrosión interior (cfr. Fredric Jameson; El pos modernismo o la lógica cultural del capitalismo tardío). Hoy se contempla ese momento con nostalgia y, a la vez, con desabrimiento por lo que se evalúa como decadencia —una especie de "milagro" al revés—, pero olvidando su contexto, que entonces funcionaba como nuevo pacto colonial. Pero al repasar lo que se escribió en 1910, se tiene la sensación de asistir a Una melancólica puja por ver quién ensalza mayores realizaciones en el presente, quién pronostica mejores esplendores futuros, o bien quién es capaz de escudriñar el pasado descubriendo más importantes aciertos o valores personales más auténticos y ejemplares. La lista es larga, pero "el signo común es la confianza en nuestra predestinación a la grandeza" —recapitula Ernesto Palacio en su Historia— y el tono de euforia es parejo y sistemáticamente confirma al que desciende desde el gobierno. "Como lógico corolario de esta perspectiva de prosperidad y progreso, en la que predomina un criterio de previsión por sobre las idealidades del anhelo patriótico" —decía el presidente Figueroa Alcorta el 19 de marzo de ese año— "veo la Nación en las culminaciones de su evolución total, fuerte y grande por su poder y su civilización en marcha hacia el ideal de sus destinos históricos". Dentro de ese cuadro general la creencia en un país como "crisol de razas" era una constante decisiva y a las delegaciones extranjeras enviadas especialmente para asistir a las conmemoraciones oficiales se las vio como un símbolo de la "eficiente colaboración" que, al convergir "de todos los rumbos, como aporte mundial de engrandecimiento", "se incorporaba a la acción afanosa de la nación". Ésa era la consigna en 1910: "abrir nuestros brazos a los hombres de todos los países que quieran trabajar con nosotros". El "todos los hombres del mundo" de la invocación constituyente se había convertido en un lugar común de la retórica de escultores (monumento de los españoles, monumento de los franceses), pintores canónicos y oradores. Imágenes bucólicas de "paz y armonía", "trabajo y justicia", aparecieron a cada rato en la prosa oficial: "Vivimos en la paz del trabajo, labrando nuestro surco, que es surco de progreso". No se tenían dudas: siempre se había salido adelante, se iba en esa dirección y eso seguiría, y mantener lo que se había alcanzado era lo que "el país requería para proseguir la marcha triunfal de su evolución". Los directores de la Argentina de 1910 eran agnósticos, si no hubieran afirmado que Dios estaba con ellos. De cualquier manera, se conformaban asegurando que era "un buen criollo" mientras cultivaban un tono oficial que no sufría cortes: concluía su mandato un presidente que invocaba "la paz y la prosperidad que disfrutaba el país" (José Figueroa Alcorta, Discursos, ed. Rosso, 1933) y llegaba uno nuevo declarando recibir las insignias del cargo "bajo los auspicios de la paz" y "en plena tranquilidad" (Roque Sáenz Peña, La reforma electoral, ed. Raigal). El coro oficial es unánime: "Rija nuestra conducta, en las jornadas de paz, el Excelsior, arrogante y estimulador" propone Roldan, el orador más prestigioso de la época. Se busca al escritor español más difundido, se le encarga un libro que divulgue esa culminación de la teoría liberal y Blasco Ibáñez redacta La Argentina y sus grandezas. Hasta los intereses extranjeros, indirectamente, adherían a esa euforia con un balance espectacular (A. Martínez y M. Lewandosky, The Argentine in the XX Century, Boston, 1910). En los sectores más visibles de la inteligencia argentina la reacción fue semejante: actuando como oficialismo intelectual, próximos y coincidentes con los directores políticos del país, muchos escritores se colocaron a su zaga. Los poetas participaron en un concurso oficial para elegir un himno al centenario: Calixto Oyuela rimó "ampos" con

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"campos" logrando que la paz vertiera "su blanco albor" mientras inscribía "en su bandera: Verdad, Justicia, Amor"; Rafael Obligado propuso que los argentinos bendijeran "el astro esplendente" "porque estamos sus hijos en paz"; Martín Coronado también estuvo de acuerdo en que la Argentina era una "bandera de paz"; Horacio F. Rodríguez estimó que el sol "difunde paz" sobre "la pampa ubérrima"; la única mujer participante, Mercedes Pujato Crepo, alzó "un emblema grandioso: la unión" y, finalmente, Manuel Gálvez optó —dentro de las consabidas variantes de paz y fraternidad— por cantar a la "raza latina" y al "País de los agricultores" (v. Rev. Renacimiento, febrero de 1910). La adhesión de los historiadores, por su parte, tuvo como finalidad acumular certezas y ratificaciones en el presente: se contaba con un idioma distinto y propio según lo probaban Tobías Garzón y Lisandro Segovia con sus diccionarios de argentinismos; nuestro pasado cultural merecía ser relevado y enaltecido en los varios tomos de Juan P. Ramos sobre la Instrucción primaria en la Argentina, y el positivismo académico rendía su homenaje a través de uno de sus más firmes representantes, Carlos Octavio Bunge, dedicando su texto de lectura para los colegios, Nuestra Patria, mientras la figura mayor de esa tendencia, José Ingenieros, consagraba el lugar común del "crisol de razas" al analizarlo escrupulosamente en su Sociología argentina. Joaquín V. González —a su vez— coincidía con los mismos planteos en su Política Espiritual: "Una Patria del futuro" —proclamaba convirtiendo el fervor retórico en un optimismo impávido— "vivirá sin divisiones, sin diferencias, sin rivalidades, sin rencores, sin envidias, sin tiranos, sin siervos, ni preferidos, sin menospreciados, porque todos serán gajos del mismo olivo, brazos del mismo raudal". Necesariamente todo se convertiría en una "Patria dulce y propicia como árbol de vasta sombra en el desierto" donde irían "los viajeros a buscar frescura y reposo", en una "Patria amable, protectora y justiciera donde el peregrino de la vida sienta deseos de permanecer y plantar una tienda y un árbol". El tópico optimista e integrador se había generalizado. Hasta la Revista de Derecho, Historia y Letras, dirigida por Zeballos, publicó a través de una serie de números la "Crónica intelectual del Primer Centenario de la República Argentina" donde esa entonación empasta y define la mayoría de los trabajos. Y las principales figuras de la generación del 900 entraron en esa puja por ratificar lo que sentían natural corolario de las festividades oficiales: el primero, Lugones, en sus Odas seculares de horaciana visión integradora ("Pasa por el camino el ruso Elias/con su gabán eslavo y con sus botas./Manso vecino que fielmente guarda/su sábado y sus raras ceremonias/con sencillez sumisa que respetan/porque es trabajador y a nadie estorba"). Por cierto, para quienes han querido rescatar a Lugones, paternalismo y filosemitismo son una y la misma cosa. También en su Prometeo el fervor del Centenario reaparece: "He creído que la celebración del Centenario era momento propicio para formular un ideal generoso". Y Lugones, dejándose llevar por la general euforia grandilocuente, intenta vincular lo argentino con lo griego en un ademán espiritualista que prolongándose en El payador culmina en sus Estudios helénicos. En ese contexto optimista e integrador es donde se debe ubicar Los gauchos judíos: en esta colección de estampas de Alberto Gerchunoff todo es coherente y deliberado, desde los dos elementos que componen el título de la obra —lo tradicional y lo inmigratorio, no antagónicamente, sino enunciándolos de forma complementaria—, así como la oportunidad de su aparición y la fecha en "Buenos Aires, año del primer Centenario Argentino", que se cierra con un verso del Himno Nacional. Aun más: uno de los primeros lectores del libro, Martiniano Leguizamón, autor de una

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carta que posteriormente ha servido de prólogo, señaló la doble intención de Gerchunoff tan evidente como reiterada: por un lado el "alto sentimiento de gratitud y amor hacia la tierra generosa que entrega al colono sus frutos de oro" y, por otro, el "crisol de amor que está modelando el tipo nuevo, varonil y hermoso del gaucho judío". Y los dos componentes: paz ("despiertan en su espíritu el recuerdo de los bíblicos campesinos que apacentaban los mansos ganados en la paz de las praderas") e integración (las judías jóvenes "se hacen perdonar la volubilidad con que olvidan el severo precepto que les veda amar a los que no son de su raza, entregando las ternuras de su corazón al gauchito" y los jóvenes judíos "abandonan los hábitos tradicionales adoptando los trajes y usos de la comarca y adquieren como por lenta infiltración del medio ambiente" un nuevo sentido de libertad), terminan por convertirse en constantes que temática y formalmente son corroboradas a lo largo del texto.

FORMAS Y PROCEDIMIENTOS: CONTRAPOSICIONES/PACIFICACIÓN ¡Déquese estar! ¡Déquese estar!—me repetía Rozsahogy, sonriendo con su ancha cara rojiza y bigotuda de mozo de cordel. Roberto J. Payró, Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira, 1911.

A partir de que América y la Argentina se contraponen a Europa y a la Rusia de los zares en tanto "las noticias de América llenaban de fantasía el alma de los judíos", el aquí se convierte en la liberación y el fin de los padecimientos y persecuciones. La contraparte de "la sórdida ciudad de Tulchin" es la provincia de Entre Ríos, donde "trabajaremos nuestra tierra, cuidaremos nuestro ganado y comeremos nuestro pan". Allá era Vilna, allá sólo se ganaba "un par de rublos al mes". "¡Aquí, Moisés, tienes campo, trigo y ganado!" Esta es la tierra prometida. Hirsch "ha prometido salvarnos", clama uno de los judíos inmigrantes mientras el Daín describe "un porvenir magnífico para el pueblo perseguido y su voz emocionada vibra como en el tempo al hablar de la Tierra Prometida" América y la Argentina se asimilan así a una nueva Sión donde el "cristianismo no nos odiará", "donde reina la alegría y la paz" y se olvidan las ciudades sombrías y donde se vuelve a "trabajar la tierra" bajo un "cielo benévolo". Aquí hasta las reglas aparentemente más rígidas se modifican, pues el viejo "ya no es prestamista ni mártir, como en la Rusia del Zar", "donde las leyes excepcionales se multiplicaban". Lo antitradicional de América es la naturaleza y el fin de la humillación. El aquí es un retorno al judaísmo primitivo de labriegos y pastores. Allá es lo que ha quedado atrás, lo que se debe olvidar y lo que paulatinamente se va reduciendo a un punto de referencia de donde sólo llegan "noticias desoladoras" Aquello es el luto y lo sombrío, "la miseria del pueblo natal", antítesis del sol americano que constantemente ilumina imágenes rurales de beatitud bucólica, bajo un "cielo inundado de luz", "protector y suave" o "bien azul" y poblado de nubes incomparables de donde cae "una luz fuerte y nítida". Y esa luz permanente, casi cegadora, no sólo recorta duramente las sombras de las parvas, de los árboles y de los perfiles judaicos, sino que penetra bajo la piel y "fermenta la sangre". Por eso, si la Rusia de los Zares es un recuerdo destemplado y humillante que todos recrean como

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espectadores de sus propias vidas, en la Argentina se vive y se actúa en presente, cálidamente. Pero al repetirse ese sol, el paisaje se aplana y el nuevo mundo entrerriano resulta liso como una playa. Y sobre esa línea horizontal, un universo neto y organizado se va desenvolviendo: se ordeña, llueve o se ara y después se duerme la siesta dejándose anegar en una "paz religiosa" o se renuevan las "monótonas tareas de la colonia". Cada acto es un compartimiento, cada acto requiere su rito y su pausa. Y todos los elementos contribuyen a dar una sensación general de estática placidez: "el arroyo canta" o "entona su melodía geórgica" o "se extiende como un hilo gris" o "como un tajo blanco" y las reiteradas descripciones coinciden en un ambiente compacto y casi palpable, atestado de objetos pesados y nítidamente separados sobre los que sopla un viento próximo y suave con algo de aliento o de jadeo animal. Así es como el universo de Gerchunoff no se insinúa, sino que se impone y reitera pretendiendo ser exhaustivo. Él siente la necesidad de describirlo toqueteándolo y exhibiendo su posesión: el aire pesa y las tardes pesan y todo el tiempo se desploma sobre la tierra y sobre los hombros. Hasta los colores toman distancia respecto de las cosas convirtiéndose en objetos: las margaritas o los cardos no están teñidos por un color determinado sino que portan ese color, lo sustentan, son objetos que llevan encima otro objeto que es el color. Y el mundo de Los gauchos judíos resulta de esa manera un universo lleno dentro del cual la sensación de paz no es la de un desierto, sino la de una multitud de cosas diferentes que duermen o actúan en orden: nada se excluye ni nada se identifica; al contrario, todo se individualiza y se integra. Porque aun los objetos huecos están colmados de un líquido o de una serie de otros objetos ("carros atestados de mujeres y hombres", vasos, baldes o recipientes rebosantes de agua o de leche, cielos, poblados de estrellas, "margaritas en denso plantío que bloquean los huecos de la arboleda" espacios cuajados de animales y ruidos). También en la sensación física de relajación que se vincula a la paz juega esa imagen: un cuerpo vacío se siente "inundado de honda beatitud", algo tenso es bañado por una sustancia densa y aceitosa, "los nervios se aflojan" y el mundo se apacigua. En el mundo judeoamericano de Gerchunoff hasta el sol —"pacífico"— "baña arbustos y chozas". Y los olores, sobre todo los olores de la naturaleza, identificados y corporizados, provocan reminiscencias de perfumes o de aromas rituales que inundan el espacio ("De la tierra subía un olor de humedad"; "Lleno de estrellas el cielo y de olor la atmósfera, saturada de trébol y de heno"; "Los árboles cubiertos de flores, saturaban de aroma el ambiente").

CAMPO, TEMPLO, TORRE Toda la naturaleza adquiere así algo de templo: calmo, suntuoso, oloroso y colmado, tibio o cálido, pero en ningún momento destemplado. Y pausado, porque para Gerchunoff la paz, además de religiosa es lenta: los animales descansan o "rumian y mueven sus cabezas pensativamente", o bien, con melancolía pastorean mordisqueando "las hierbas diminutas", mientras "una víbora se despereza al sol" y las yuntas permanecen atadas e inmóviles. Lentitud sobre todo en las yuntas de bueyes de "tranquilo galope", "enormes como montañas y mansos como criaturas" o "dóciles" y "resignados", "de tranco tardo" y de "ritmo tranquilo". Lo religioso y lo pausado, por lo tanto, se asimilan y a la pesadez de los animales necesariamente se le agrega su bondad: si los rebaños son "dulces", la vaca

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es "buena como un pedazo de pan". Y si la paz de los animales tiene ese ritmo, las actitudes de los hombres no son nada más que su complementación: mientras "la abuela estaba sentada en el umbral", "alineados en dos bancos de madera, los viejos permanecían en silencio formando un friso místico". Todas las figuras humanas de Gerchunoff poseen esa calma y ese hieratismo y actúan "serenos y graves" con un "aire oriental y sacerdotal". Pausa y religiosidad se repiten y las figuras "enhiestas y pálidas" —iluminadas duramente como los objetos— también se recortan con nitidez sobre una atmósfera transparente. "Mesurados, solemnes y corteses", sus maneras cargadas de religiosa dignidad les sirven hasta para agradecer un mate: a los viejos "sus grandes barbas" les subrayan esa solemnidad pesada y a las mujeres "serenas, cadenciosas o inmóviles" les ponen en evidencia sus "firmes relieves". La lentitud en los movimientos es sinónimo de pensamiento hondo. Y si se piensa con ese ritmo, también se reza así y se recuerda de ese modo, y los negocios y las lamentaciones poseen esetempo y hasta se llora o se saluda de manera semejante. Todos los actos tienen esa misma pausa: antes era el meneo de la cola de los animales o el tintineo del cencerro, ahora es el desarrollo de "los contenidos razonamientos", de las "laboriosas conciliaciones", de los ritos y rezos o de los escuetos diálogos. O bien, el aceitar una máquina o el afinar una guitarra "con lenta minuciosidad y tras prolijos ensayos"; o al "alisarse lentamente la hermosa barba", al pespuntear una tela ó cuando los viejos disertan "con argucia de talmudistas" vaciando "su sabiduría en la palabra curvilínea, lenta, grave, sazonada de malicia". Para afilar una daga o para rezar se tarda lo mismo. Todos los actos tienen ese sabor religioso que impregna los olores de la naturaleza, y los resultados de cualquier faena no se acrecientan al margen ni se desperdigan en el tiempo. Se acumulan sobre sí mismos, se capitalizan—de eso se trata—convirtiendo los actos en otros tantos objetos: al "sobar y sobarlas correas de las filacterias" o al "mover el busto al compás de las frases rítmicas de los versículos". Los actos así repetidos, recortados con precisión y yuxtapuestos como los muros de un templo, ritualizan la vida: ya se trate de liar "un rulo de tabaco en un trozo de papel" o de hurgar "lentamente, pacientemente" "con los dedos el pelo de una chica"... Ese estilo pausado exige el tono medio: se tararea, se murmura a cada momento, se habla como sólo se habla en los templos, con un "tono despacioso y grave", "se masculla entre cuchicheos" o todo se diluye entre "quedos murmullos" y palabras seleccionadas. Nada hay fuera de ese tono mesurado y pacífico: ni las risas que son "contenidas". América, sol, solidez, lentitud, ritualismo. Objetos y seres bien iluminados y netamente recortados, actos categóricos y reflexionados y palabras pausadas e inconfundibles. El pacífico mundo de Gerchunoff está poblado de cosas sólidas y definitivamente asentadas: "el pesado rebenque", "la multitud espesa", "el pesado vuelo de la langosta", "las lágrimas gruesas como gotas de lluvia", "la leche que cae en el balde como una música suave". Todo ese universo tiene algo de naturaleza muerta tanto por la exactitud y fidelidad de su trazado como por su predilección por los objetos. Es que todo termina por convertirse en objeto en el mundo de Gerchunoff. Y la pausada rotundidad de su estilo permite advertir las variantes de un tratamiento que llega a transformarse en un recurso previsible, casi en un verdadero mecanismo: el primer paso es el objeto convenientemente valorado (el tajamar eleva su masa compacta y negra"), al que su volumen y perfil le dan autonomía, con algo de animal torpe y agazapado al principio ("la casa del matarife está en silencio"), pero que insinúa la posibilidad de que se anime (de que la casa empiece a hablar). El

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segundo movimiento es un proceso inverso que sirve para vincular lo animado a lo inanimado ("la vaca inmóvil"), como si los seres vivos a través del sueño (de los "balidos soñolientos") o de la quietud ("la vaca rosilla atada junto al corral") se pudiesen convertir en objeto ("aquel bravo mocetón, áspero como un tala"). Alternativa que lleva a la tercera inflexión en que la posibilidad se concreta y es una mujer la que nos recuerda una cosa y su cuerpo a un objeto ("las caderas... en la forma de una ánfora de rudo barro") La actitud de escultor que caracteriza el gusto estatuario de Gerchunoff, que toca y sopesa reconociendo la densidad de las cosas y sus contornos precisos y sus volúmenes asentados lo vincula a la posesión de una serie de objetos perennes. Como el mundo de los objetos es sedentario, no admite ningún sobresalto: lo irreductible de las cosas también ratifica la necesidad de paz de Gerchunoff. Y donde las cosas son perennes e iguales a sí mismas, el tiempo no modifica ni destruye, apenas si fluye. Tampoco hay culminaciones ni sorpresas en un lugar donde los hombres se parecen a los antiguos viejos que alguna vez vivieron y donde los ritos determinan que todo se repita en una imitación de actos inmodificables: si la "elocuencia es habitual" y en cada objeto (en una "daga memorable", por ejemplo) o en cada acto permanecen la historia y la memoria, la paz desafía mansamente la destrucción. Repetición y consagración se alían hasta en las comidas, en "el tradicional y venerable pescado relleno", o cuando se ara en "un acto augural y solemne". La historia vista, así no sólo es acumulación sino también garantía, y la paz obtenida en la americana Entre Ríos se convierte en revancha y conjuro contra las innumerables migraciones y las persistentes destrucciones de Europa. La paz, por lo tanto, reside en todos los objetos de la naturaleza otorgándoles una dignidad semejante. Y es entonces cuando la visión de Gerchunoff, que valoriza por igual un perfil anciano como una lechuza posada en un árbol, las caderas de una mujer joven o la tibieza que se deposita sobre la tierra, se ensambla con la del doctor Yarcho — transparente alter ego de Gerchunoff o, mejor aún su ideal de hombre— quien precisamente vive de acuerdo a esa armónica visión del mundo: "Aquí —dice— "en las mañanas, en mi jardín, con mi libro en las rodillas, bajo el paraíso en que se posa la calandria (yo me tuteo con las calandrias), paso horas, si los enfermos lo permiten, que no conocen los profesores de la Capital. ¿No le entretienen las abejas?" Afirmación e interrogación que responden a una perspectiva de indudable estirpe espinoziana: el hombre sólo alcanza la plenitud de su personalidad y de su perfección en la medida en que Dios piensa en él y en tanto tiene clara conciencia de la comunión de su alma con la totalidad de la naturaleza. La contemplación de lo infinito le otorga su armonía y su equilibrio. Actitud que —a su vez— le permite llegar a conocer el encadenamiento causal de todas las cosas en el seno de lo infinito. Integración, omnicomprensión y jerarquía, por consiguiente, fundamentan la moralización del hombre que, por sobre todo, consiste en que llegue a ocupar el puesto que por su misma naturaleza le corresponde dentro del orden de lo existente (v. Paul Siwek, Spinoza et le panthéisme religieux). Y ésta es la paz de Los gauchos judíos.

SPINOZA, LOS GAUCHOS Y LAS RAZAS Pero de una visión pacífica e integrada del hombre con la naturaleza se sigue necesariamente una paz y una integración entre hombre y hombre, entre raza y raza: el doctor Yarcho, viejo judío, participa por igual del árbol, del libro o de las abejas; paralela-

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mente el cura de Concordia le regala jerez. Y la paz entre las razas también se va logrando en virtud de una armonización de las diferencias ("iNo ve, todo un gaucho! Bombachas, cinturón, cuchillo y hasta esas cositas de plomo para matar perdices; en cambio, en la sinagoga permanece mudo y no sabe rezar"). El olvido de las diferencias más evidentes es el primer paso en el logro de una integración. La misma moneda simbólica facilita la inherente homogeneidad. Y la asimilación racial se convierte en la contraparte de la paz americana: "En Rusia se vive mal, pero se teme a Dios; y se vive mal de acuerdo con su ley. Aquí los jóvenes se vuelven unos gauchos". Pero como los viejos judíos parecen apóstoles y un gran judío es un "gran gaucho", alrededor de los fogones las razas se juntan sin violencias mezclando sus tradiciones orales y sus canciones ("el colono entonó una melodía de su repertorio, formado por canciones rusas, motivos judíos, vidalitas y estilos), sus supersticiones ("Pero si el gaucho dice tales cosas del pájaro" —afirma una vieja judía— "bien pudiera ser...") su atuendo ("sus bombachas de brin y sus boleadoras"), sus salutaciones ("Jacobo gritó al estilo comarcano, sin atribuir importancia a tales palabras en boca de un judío: —¡Ave María!"), sus literaturas ("Aquel judío flaco y amarillo como una llama, sentía la poesía criolla del valor en la misma forma que se exaltaba al relatar, ante el auditorio acostumbrado, algún episodio de la Biblia"), sus historias ("tal vez por eso el matarife de Rasch Pina me acusa de herejía, pues admiro tanto a los gauchos como a los hebreos de la antigüedad") y sus rostros y costumbres ("Gaucha parecía también la silueta del judío de grandes barbas, extensa melena, nariz gibosa y alta frente, vestido de bombachas como los nativos del suelo"). Pero esa indudable y reiterada voluntad de integración de mediata raíz espinoziana que va tiñendo las narraciones de Los gauchos judíos no es una simple declaración literaria, responde a una constante en la vida de Gerchunoff, cuya primera formulación aparece en su artículo Los judíos, publicado en el diario de los Mitre: "Los israelitas no necesitan volver a Sión" —afirmaba, postulando a renglón seguido—: "Deben olvidar su sueño secular y venir a América" porque aquí "puede realizarse la profecía de la fraternidad universal gritada por Isaías en ásperos versículos de ira y de fe". En la Argentina se tiene que producir "la inevitable fusión: de razas y esfuerzos, la mezcla del torturado rostro de Jacob con el robusto nativo, el fino perfil de la hebrea con el varón cosmopolita". "Todo ello es fatal", concluía categóricamente en 1906. Años después, en 1918, mantenía idéntica actitud: "Palestina atraerá a las gentes devotas, a los verdaderos judíos de religión, que son una minoría imperceptible. Los demás seremos del país en que se desenvuelva nuestra vida" (v. Vida nuestra, junio, 1918). Y terminaba: A eso debemos aspirar y el mejor modo de hacerlo es confundirse con el espíritu del país escogido. Actitud —por otra parte— ratificada significativamente en Los amores de Baruj Spinoza, donde el filósofo de la Ética se transforma en su cómodo y prestigiado vocero: 'Amiga mía" —le hace decir Gerchunoff—, "soy judío y soy cristiano. Desde que me eres conocida, conozco a Jesús y desde que quiero conocerte más, más conozco las palabras supremas que lanzaban los servidores de Jehová sobre los corazones menesterosos". Todo esto es una expresión de deseos. Sí, sin duda. Legítima ambición por integrarse y asimilarse. También. Pero ocurre que hasta en el vocabulario de Los gauchos judíos se advierte esa misma tendencia: la selección de palabras de tono arcaizante ("rabí" "mesar", "coyundas", "comarcano", "magro", "jamelgo") y cierta manera tan deliberada como evidente de adjetivar ("controversias memorables", "coyundas ignominiosas", "mujeres augustas", "bronceado arremango", "cabra discreta", "daga memorable" "crenchas

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temblorosas", "viajeros lamentables", "razonamientos salomónicos", "bueyes bíblicos", "duelos incontables", "añejo repertorio", "iniciales frondosas", "lengua remota"), aparte del rebuscamiento aristocratizante que lo vincula, al modernismo, le otorgan un aire de dominio de la lengua por su conocimiento erudito y su manejo diestro. Y si se agrega la constante alusión a la tradición judeo-española y ala época feliz en que los judíos "vivían tranquilos al amparo de los reyes de Castilla" o la transcripción de textos aljamiados, no caben dudas sobre las intenciones y el esfuerzo de Gerchunoff por lograr un renacimiento de la coexistencia judeo-española en América. Tanto es así que en el paralelo entre las cervantinas bodas de Camacho con un opíparo casamiento entre judíos en Entre Ríos esa voluntad ya resulta obvia.

INTEGRACIÓN Y ESPIRITUALISMO Se aludió al contexto histórico donde debe insertarse Los gauchos judíos. Por cierto que también este esfuerzo individual por plantear una integración racial, cultural e idiomática debe inscribirse en la voluntad generalizada alrededor de 1910 por lograr un arte nacional basado en "asuntos de la tierra" como reacción frente a las "imitaciones exóticas sin sentimiento ni originalidad", como declara Leguizamón. Y en Gerchunoff es indiscutible el empeño por dar "un saludable ejemplo a los nativos que por temor o pereza desdeñan" lo más próximo: el Entre Ríos judaico él, como Leguizamón el de las cuchillas y Fray Mocho el de los matreros; y Rojas El país de la selva, Payró La Australia Argentina y González las montañas de La Rioja. A partir de esa secuencia Los gauchos judíos por su estilo arcaizante y por su orientación nacional se vincula a otro libro de narraciones que unos años antes, en 1905, había participado de esas dos características pugnando por resultar ejemplar: La guerra gaucha. Y si a esos dos elementos les sumamos su afán de epicidad y de glorificación de un grupo social, tenemos una ratificación más en lo que hace a su ubicación histórica. Es decir, Gerchunoff se adscribe al grupo de escritores que ha asumido la categoría de inteligencia oficial de la alta burguesía liberal gobernante. Con otras palabras: Gerchunoff es anexado por lo que Lugones representa como narrador y como teórico en los años del Centenario. Ya se dijo: la circunstancia histórica del Centenario exacerbó la constante cultural que postulaba un arte nacional; al fin de cuentas, esa coyuntura resultaba una manera más de exhibir el craso optimismo en que chapoteaba el país oficial. Dentro de la poesía, Manuel Gálvez al publicar en 1909 Sendero de humildad coincide en lo expresado por Martiniano Leguizamón: si por un lado intenta una simple reacción estética "contra el decadentismo" y "el parisienismo dominante", por otro pugna políticamente por representar "una orientación argentinista" al evocar sin ninguna inocencia estética "nuestras ciudades de provincia, las plazas, las casas viejas, los pequeños puertos, las montañas", y al hablar de los "indios, de sencillas gentes del interior del país", empleando un "lenguaje claro y nuestro, con palabras y modismos nuestros". Naturalmente: esta "primera reacción contra el decadentismo" postulada por Gálvez no era un fenómeno aislado o de puro empirismo, sino que venía acompañada de una serie de formulaciones teóricas que rebasaban el plano más inmediato de la literatura. Hasta incorporar la política como teoría de la ciudad. Por eso, el mismo Gálvez en El diario de Gabriel Quiroga (1910) y en función de su

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explícito idealismo barresiano, es quien inaugura una serie de planteos de un nacionalismo espiritualista con un claro sentido de la oportunidad histórica: "en estos momentos del Centenario patrio" —escribe— "cuando toda contribución al estudio de nuestra psicología social cobrará la importancia de una notoria oportunidad". "El antiguo espíritu nacional lo preocupa" a Gálvez y sus formulaciones iniciales son ampliadas por un intento de restauración: El solar de la raza es de 1913 y responde a un común denominador de las figuras más representativas de la generación del 900. Por alusión a Lugones y a Ricardo Rojas, Gálvez escribe: "Convencido de la urgencia de propagar en nuestro país ideas y sentimientos idealistas, he creído que, así como algunos escritores habían utilizado para ellos mitos griegos y nuestra antigua idiosincrasia, sería no menos eficaz hacer revivir en el lector las sensaciones de espiritualismo que nos producen ciertas ciudades seculares". Y siguiendo muy de cerca a Barres propicia el ejemplo de una España ideal. (Cfr. Zeev Sternhell, Maurice Barres et le nationalisme francais, ed. Complexe, 1985). Lugones, en efecto, había propuesto algo muy semejante en Prometeo (1910) respecto de la Hélade y de los mitos griegos, y Ricardo Rojas en La restauración nacionalista de 1909 (que significativamente hubo de llamarse La restauración idealista) y en Blasón de plata de 1910 hizo algo análogo con el primitivo mundo americano y con «nuestra idiosincrasia». Incluso hasta Enrique Larreta, con La gloria de Don Ramiro en 1908, ensayaba una continuidad semejante a través de las aventuras de su personaje que, iniciadas en la ciudad de Santa Teresa, concluyen en la Lima de Santa Rosa. Con un desplazamiento interno: en lugar de la Toledo barresiana opta por el espacio abulense. Pero los dos cuadros de Zuloaga —el de Barres y el de Larreta—, en su ademán escenográfico reiterado, se encargan de superponer en un solo marco lo que parecía un doblaje.

NACIONALISMO Y SEÑORÍO; CHOVINISMO / POGROM Pero lo que nos interesa: todas estas postulaciones nacionalistas e idealistas cargaban potencialmente con un elemento inquietante, la xenofobia, y exacerbaban una serie de tensiones condicionadas en el período anterior: si en el '80 se presintió, hacia el Centenario ya se empieza a ejecutar. Por un Rojas que rechazaba las derivaciones deformadas de su pensamiento ("el nombre de Restauración nacionalista, que no corresponde estrictamente al contenido de la obra y que había de atraerme como me atrajo —¡oh, bien lo sabía de antemano!— todo género de arbitrarios ataques. Lo menos que algunos pensaron fue que yo preconizaba la restauración de las costumbres gauchescas, la expulsión de todos los inmigrantes, el adoctrinamiento de la niñez en una patriotería litúrgica y en una absurda xenofobia. Después se ha visto que tal cosa está en oposición a mi pensamiento"), el Lugones insinuado en 1910 se fue desarrollando hasta llegar al agresivo fascismo de 1930. En cuanto al Manuel Gálvez inicial ya era demasiado explícito: "Sus antepasados le transmitieron, sin saberlo, ese ¡tan criollo! rencor atávico al extranjero", decía en el prólogo a El diario de Gabriel Quiroga, a todas luces autobiográfico pese a sus estrategias por disimularlo. Y su pasaje del espiritualismo inicial hasta el fascismo está suficientemente subrayado a través de sus propios libros: en 1909 su poesía patriótica de Sendero de humildad, al año siguiente su nacionalismo barresiano de El diado de Gabriel Quiroga, en 1913 su hispanismo idealista. Esto es lo visto, pero lo que sigue no ofrece demasiadas dudas: 1924, El espíritu de aristocracia y otros ensayos y, diez años

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después, la trayectoria se cierra y se aclara definitivamente con Lo que este país necesita, donde se discuten las ventajas y soluciones que aportarían las teorías de Mussolini a nuestro país. Pero aun cuando estas postulaciones provisoriamente no trascendían el plano de la xenofobia literaria, en los hechos existía otra muy real e indudable contraparte y complemento de aquélla: testigos presenciales como Enrique Dickmann dan fe en sus Recuerdos de un militante socialista de la violencia desatada en el último período del gobierno de Figueroa Alcorta: la xenofobia se justificaba con una defensa de la República o se explicaba mezclándola con las represiones obreras. Los directores de la Argentina de 1910 "desplegaron en la ocasión una xenofobia inesperada", escribe Ernesto Palacio sin advertir que esa reacción lo menos que tenía era carácter de "inesperada". Al fin de cuentas no era otra cosa que la culminación del malestar iniciado por el proceso inmigratorio en el momento del apogeo de la oligarquía señorial. El pasaje que se va produciendo en estos años, últimos del dominio directo de la alta burguesía liberal, desde las reacciones frente a la inmigración justificadas por razones simplemente estéticas o culturales a los justificativos sociales se verifica en una figura cronológicamente encabalgada entre el 80 y el 900: Joaquín V. González, que era un optimista pero no distraído, y en El juicio del siglo (1910) denunciaba "la irrupción informe y turbia de todo género de ideas, utopías, credos filosóficos, económicos y políticos que no sólo tienden a destruir y borrar los últimos vestigios de la educación tradicional hispanoargentina, sino que llenando los vacíos de ésta se han infiltrado en la conciencia de la multitud de las grandes ciudades" En materia de educación, González había sido un innovador precisamente frente a lo "tradicional" e "hispanoargentino"; de la misma manera que lo más lúcido del liberalismo vinculado al general Roca. Pero en 1910 llegaba a contraponer lo tradicional a lo ciudadano tomando partido por lo primero e invirtiendo implícitamente la clásica dicotomía de Sarmiento; la marcha de la historia no se detenía en el límite de sus proyectos, sino que, al rebasarlos, los alteraba. Y éste era el momento en que un hombre de tradición liberal y progresista —y con él todo su grupo— se volvía contra la corriente ideológica a la que pertenecía. Y lo que es más grave, contra el resultado último de sus propios proyectos; es decir, con su actitud señalaba las limitaciones de su clase y las limitaciones de su ideología. Otra figura clave, pero de la generación del 900, Emilio Becher, incurre en reacciones similares: aferrándose a un tirio de españolismo que no practicaba y en el que no creía por su adhesión al modernismo de "raros" y de teosofías más o menos sutiles, llega a calificar de "influencias hostiles" a elementos que derivan del pensamiento europeo. Sin duda, Becher nunca advirtió que la ironía de Anatole France que él sí celebraba era, en última instancia, algo tan alejado del españolismo como la "nefasta influencia" de Marx a la que parece aludir. Pero desde ese mismo punto de vista distingue "el bien" aportado por M. Jacques a la cultura americana, mientras los "campesinos advenedizos" le resultan "sudras pacientes y laboriosos" que "no han intervenido sino de modo muy indirecto en el trabajo del espíritu" (Diálogo de las sombras y otras páginas). Por cierto que el dilecto amigo de Rojas y seguidor de algunas de sus ideas sobre política cultural no llega a hablar de su "rencor atávico al extranjero" como hace Gálvez, aunque sí lamenta "nuestra exagerada xenofilia" enfrentando polémicamente "el grupo nacional contra las invasiones disolventes". No deja de ser especialmente significativo: el tono delicuescente y como desganado de los escritores esotéricos de toda etapa histórica se crispa con violencia cuando se trata de

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acusar a los hombres nuevos que postulan una ideología de repuesto. El cosmopolitismo es subestimado así por Becher como etapa a superar por su desdeñable "aspecto de filosofía humanitaria": a él todo eso le parece "utopía", "peligroso error", "invasión". Y para que no haya lugar a dudas sobre cómo se ve a sí mismo y a los sectores de origen inmigrante, establece un paralelo entre "el grupo nacional" argentino y los romanos del siglo IV frente a las invasiones bárbaras. La indudable reminiscencia del Barres nacionalista daba para todo: para la Grecia ideal y salvadora de Lugones, para la simétrica España de Gálvez. Y para despreciar a los hombres con el pretexto de exaltar el arte o rescatar lo estético.

OFICIALISMO CULTURAL, POLÍTICA Y HETERODOXIA Frente a este panorama de reacción ideológica, primeros síntomas del "gran miedo" de la alta burguesía liberal argentina y de los intelectuales vinculados a ella, Dickmann comenta: "Recrudece, de un tiempo a esta parte, una propaganda insidiosa, mala, pérfida y solapada contra todo lo que no es nativo, indígena, estrechamente nacional". Hay otros escritores que no adhieren a esta reacción ni al coro que prevalece en el país: Manuel Ugarte en El porvenir de América Latina (1911) denuncia por superficial e inoperante ese optimismo con que se espolvoreaban las festividades nacionales; igualmente, un periodista, Aníbal Latino, señala las fisuras en ese panorama aparentemente homogéneo en Problemas y lecturas (Madrid, 1912): "Objeto de continuas alabanzas que les prodigan los políticos, los literatos, los artistas y los hombres de negocios de otros países que han obtenido o esperan obtener de la Argentina algún beneficio pecuniario para sí o para sus compatriotas, los argentinos se inclinan fácilmente al endiosamiento de sí mismos". Por cierto, también está Rafael Barret con El terror argentino y con su denuncia de las Embajadas literarias: "Brindis de protocolo, convencionalismo cordial. Pero sería tonto haber esperado de ambos personajes [Anatole France y Blasco Ibáñez] algo que añadir a sus obras, más baratas ¡oh, ironía! que las plateas del Odeón", cuando estaba "fresca aún la sangre derramada en la Avenida de Mayo el día de la protesta obrera". De estos tres escritores heterodoxos dos se fueron; el tercero fue expulsado. Pero entre quienes denunciaron por igual las reacciones frente a la inmigración y la visión fácilmente optimista de la Argentina de 1910, el más explícito fue Roberto Giusti en su comentario a La restauración nacionalista (Nosotros. N° 26, febrero de 1910): después de impugnar los planteos programáticos de Rojas, de sugerir que además de monumentos en homenaje a Dante (que Rojas admite), a Garibaldi y Mazzini (que Rojas ataca), se alcen otros dedicados a Marx, a Zola o Tolstoi, y de sostener "que la nacionalidad se salvará no con imposibles restauraciones", pregunta sin ambages: "¿Cree él —por Rojas— que el gringo ha dejado de ser odiado o, cuando menos, despreciado por los buenos criollos?" Y a renglón seguido, y extremando su esfuerzo por situarse en un plano de cordial sinceridad, parece acercársele familiarmente a Rojas y murmurar codeándolo: "Vamos, confiéselo, Rojas: ¿no cree que todavía el gringo continúa siendo un precioso elemento de trabajo, pero en fin de cuentas un elemento que se puede explotar, aunque no apreciar?" Para agregar con un tono de desabrido sarcasmo: "No son, no pueden ser argentinos los socialistas y los anarquistas, ha gritado en el Congreso alguna vez un buen criollo. ¿Se da cuenta, Rojas, del significado profundo de esta frase? Se quería decir con ella que los

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elementos de corrupción y desorden son aquí todos extranjeros". Por consiguiente, las reacciones frente a la inmigración, de acuerdo con el comentario de Giusti, han ido pasando desde sus iniciales motivaciones de 1880 aparentemente estéticas y de "buen gusto" o simplemente idealistas a través de las raciales y clasistas hacia 1890, hasta llegar a las estrictamente políticas luego de 1900. Es decir, los antiguos señores, "los buenos criollos" en un primer momento impugnaron al inmigrante por ridículo, por beocio a continuación, por su sangre irremisiblemente degenerada más adelante, por su soberbia con el tiempo y, finalmente, por sus designios y exigencias. En síntesis: patologización, criminalización y punición. Y de acuerdo con esto, Giusti, en cuatro líneas, explica el proceso de intranquilidad, xenofobia y sanciones que se venía produciendo en la Argentina de 1910: "Incomodan a los criollos de pura cepa las nuevas ideas; incomoda la preponderancia que el elemento obrero, extranjero o de estirpe extranjera, pero argentino de alma, toma en la vida pública". El pasaje del enfrentarme rito racial al clasista y ya político va siendo evidente. "Siempre ha sido mirada de muy malos ojos toda manifestación obrera, que significa extranjera". Y concluye Giusti nombrando claramente los hechos concretos que invalidaban en la realidad política las perspectivas literarias de optimismo e integración con que se atiborraba en ese mismo momento la Argentina oficial: "Los luctuosos sucesos del primero de mayo del año último no fueron otra cosa que una paliza más dada a los gringos" y "por poco no se declaró la nación en peligro y se predicó la guerra santa contra el extranjero". Todo esto en el plano de las contradicciones nacionales. Porque en la franja personal de Gerchunoff lo contradictorio se lo señala una carta de Payró, fechada en Bruselas en julio de 1910 (v. Davar, número homenaje, p. 201). El autor de Laucha, después de comentar Los gauchos judíos, pregunta significativamente: "¿Dónde está el descontento de la autocracia rusa, que no se satisfizo con la seudo república sudamericana?" Dicho de otra manera: ¿qué le pasó al disconforme Gerchunoff, al anarquista, al futuro inspirador del rebelde Orloff de El mal metafísico? ¿Qué significa la bucólica Argentina del himno frente a la violenta Argentina de los pogroms porteños? ¿Qué posibilidad real de integración y de convivencia hay cuando la lucha de clases se está librando en las calles de Buenos Aires? El reproche del escritor socialista al escritor de origen judío que se ha plegado a la apariencia de lo que ocurre en la Argentina es evidente. Pero ¿esto significa que Gerchunoff ha perdido de vista el panorama general de los discursos oficiales? ¿Acaso su fervor indiscriminado por las fiestas oficiales debe ser interpretado como una forma de alienación a la perspectiva de la alta burguesía liberal. Lamentablemente, sí. Pero ¿en esa coyuntura histórica tenía el intelectual argentino alguna forma de sustraerse a ese proceso? Sí; ya se vio en general y ahora se corrobora; como términos opuestos a la dependencia sólo dos: irse o el suicidio. Eso, en 1910.

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MEANDROS, LECHO, AFLUENTES Y EMBOCADURAS Haremos otro paseo en chata, por unos ríos o riachos que parecen fantásticas culebras enroscadas, y en los que muchas veces sucede que, después de largas horas de navegación, se encuentra uno más arriba del punto de partida... Lucio V. Mansilla, En chata, 1889.

* El centro de gravedad de la literatura entre el fin de siglo y la Primera Guerra Mundial está polémicamente marcado por el predominio del teatro: espesor semántico, producción copiosa, casi industrial y acelerada, penosa e inevitablemente mercantilizada (lo que también debe ser evaluado como un síntoma de su dinamicidad). Sus emergencias más notables, su circulación y sus repercusiones en la ciudad, las dimensiones de su público, la serie de revistas dedicadas a la reproducción dé obras —Bambalinas, La escena, Nuestro teatro—, los ruidosos concursos y la presencia de una crítica cotidiana cada vez más especializada representada por Jean Paul, Frexas, Bosch, así como la actividad de actores y empresarios alrededor del clan Podestá, lo corroboran categóricamente. "El teatro llega a ser una pasión porteña y un tema de discusión y de fervorosos embanderamientos" (cfr. El teatro nacional - Revista semanal, marzo 7 de 1914). * Sin embargo, Nuestros poetas jóvenes (1912) de Roberto Giusti y la serie de antologías poéticas editadas en esos años con sus balances, conflictos generacionales, linajes y tipologías que intentan ser ecuánimes, recuperan un epicentro poético que, indudablemente, culmina con la productividad literaria de Lugones: "Se lo niega y se lo exalta con cada uno de sus libros". El resto se define en torno a la presencia agresiva del autor de La guerra gaucha. Quien agrega, además, su provocativo andarivel periodístico. De todas esas inflexiones se ocupa Giusti: antepasados o sobrevivientes más o menos honorables, adversarios empecinados o seguidores incondicionales van siendo "revistados" detalladamente. Incluso, cuando no puede menos que quejarse por la falta de lectores comunitarios, de editores consecuentemente profesionales y de críticos dedicados de manera exclusiva a la poesía. Sin embargo, el criticismo de Giusti, pese a su esfuerzo por mostrarse equidistante y hasta neutral en la explicitación de sus profundas discrepancias con el escritor cordobés, en la franja poética se va convirtiendo en un satélite más —joven, lúcido, rencoroso— dentro de la constelación lugoniana. Por algo, en otro de sus tomos de crítica, mucho más adelante, llegó a decir que si en los años '30 les resultó imposible a los poetas más diversos no entretenerse con algún "verde", con varios "ángeles", ciertas "caracolas", o con un par de "minerales", en el Centenario era impensable que hasta los más modestos versificadores barriales no "se extasiaran con una serie de burritos". * Lugones e Ingenieros son los intelectuales más referencia les y cuestionados en el primer cuarto del siglo XX, Si arrancan en 1897 con un anarquismo literario y provocador de La Montaña, coincidirán en sus ambiguas vinculaciones con Roca y en sus ataques al kaiser Guillermo II. Los dos apoyan también, de manera episódica, ala política de Wilson en Versalles. Posteriormente, Lugones apuesta al fascismo; Ingenieros, a la revolución rusa. "Roma o Moscú", a lo largo de los años '20, parecen ocupar —alternadamente— el

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espacio de la dicotomía clásica del siglo XIX. En 1924, si Lugones exalta al sable con motivo del centenario de Ayacucho, Ingenieros homenajea a Lenin en la muerte del jefe de la revolución soviética. Además de otras razones, ¿el origen patricio de Lugones así como el componente inmigratorio de Ingenieros, habían incidido en esas opciones polarizadas? * Prosiguiendo con la hipótesis que le otorga al teatro y a su entorno el centro de gravedad en los años del Centenario (incluso como un síntoma más de la crisis de la ciudad señorial por su lenguaje, su temática y sus realizadores), el momento posterior de la literatura argentina, puesto en lo esencial bajo la divisa Boedo-Florida, va definiendo los vanguardismos como su propio eje más enérgico en la producción cultural. Las reconciliaciones y mitología son confecciones posteriores. En lo que se refiere a la llamada "década infame", a su vez, la politización de la literatura será su divisa preponderante condicionada por el triple impacto de la guerra civil española, de la Segunda Guerra Mundial y del fraude en la Argentina condensado alrededor del general Justo y de Manuel Fresco. En cuanto a la etapa del "peronismo clásico" (1945-1955) el ensayismo implicará el epicentro que representé la mejor consistencia productiva, renovadora y polémica. * Posteriormente hay largos y ominosos momentos donde la censura, en sus más diversas manifestaciones, paradójicamente se convierte en el "género" predominante: habrá que leer en los textos y en los autores censurados en esa etapa las señales más intensas de un deseo mutilado. Después de 1983, si bien se amagan fugaces emergencias que intentan construir un renovado foco productivo, la televisión con su imperialismo y sus más devotos secuaces —serviciales funcionados del Poder—han llegado a arrinconar o a eliminar en términos comunitarios al teatro desde ya, a la literatura dramática cinematográfica, al periodismo más heterodoxo e, incluso, a la literatura en su sentido específico. Basta asomarse a la mesa de "novedades" en cualquier librería para comprobar no ya la proliferación de los consabidos best-sellers casi venerables, sino la fastuosa marejada de libros "de ocasión". Por algo "escribir hoy" —acaba de informarnos un crítico— "resulta demodé". Por cierto, como ese fenómeno presupone un gran desafío, habrá que esperar las réplicas consiguientes (cfr. Jean Lévi, Tzvetan Todorov y otros, Les manipulations, 1991). Sobre todo si se tiene en cuenta que invitar a un escritor o a un intelectual crítico a participar en alguna audición, parece "un homenaje del vicio a la virtud", aunque el entrevistador soborne y el entrevistado se deje sobornar y, luego, inútilmente se esfuerce por convencer a sus colegas de que jamás pensó en jugar a dos paños al mismo tiempo. * La ciudad del Centenario, además de otros síntomas, notoriamente condensa sus extremos en Stella y en La mala vida de Eusebio Gómez. El emblema político-ideológico mayor de ese momento se exaspera con el retumbante tropezón entre Radowitzky y Falcón: el anarquista de origen inmigratorio, menor de edad y rescatado del fusilamiento por su tío rabino, el militar cuya carrera va pasando represivamente por montoneros, paraguayos, indios y anarquistas. Hasta convertirse en el héroe, víctima paradigmática de la oligarquía liberal. Sobre todo si se tiene en cuenta que es la figura con mayor cantidad de estatuas en Buenos Aires: en la barranca de Callao, junto a La Biela suntuosa y en la avenida que lleva su nombre. Sin contar, por cierto, la escuela de policía y la oficina del jefe mayor en la calle Moreno, decorada por un gigantesco cuadro de Falcón que sostiene un gesto musculoso a lo kaiser Guillermo II. * Ya se aludió: la escenografía construida por Lugones en Las montañas del oro (vertiente áurea y orográfica de la torre de marfil), al servirle de lugar imaginario de la

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enunciación, lo habilita para un doble discurso: hacia arriba, en coloquio con los dioses utiliza un tono cortesano; hacia abajo, exaspera su ademán en dirección a las masas. Alegoría/órdenes que aluden al santo que se arrodilla y al jefe que manda. * El fenómeno del best-seller cuenta en la literatura argentina con un verdadero epítome: en Stella (1905) confluyen, decantan y se reorganizan Los síntomas principales de la crisis de la ciudad señorial. En primer lugar, su gran difusión debe anexarse con la presencia de un público de clase media, sobre todo de mujeres, seducidas por la presentación de escenarios de "la alta sociedad", con sus rituales y prestigios a reproducir y a acatar. El mismo título —que exalta el nombre de la protagonista— reactualiza la estratagema inaugurada por Amalia, operación que se apoya en una nomenclatura "elegante" a la que, al mismo tiempo, contribuye a difundir generacionalmente (como luego ocurrirá de manera notoria con las del cine o del deporte). En un segundo movimiento, la profesionalización generalizada entre los hombres incorpora, favorece y marca a Emma de la Barra: desde incentivos económicos hasta ciertos recursos publicitarios se pueden verificar en Caras y Caretas, la revista más difundida hacia el 1900 que, con frecuencia, publica avisos donde "César Duayen" recibe y contesta cartas de sus lectoras sugiriéndoles recetas de belleza, de cocina, económicas, pedagógicas, gimnásticas y otras estrategias. En tercera instancia, el seudónimo utilizado por esta autora juega, a la vez, con "la discreción de una dama de nuestra sociedad", con la intriga provocada por ese recurso y con la ambigüedad del género masculino que apunta hacia George Sand. En cuanto a su secreta antigüedad y a sus propios conflictos matrimoniales, finalmente los tuvo que dilucidar. "Por fin se quitó el antifaz" —se comenta en esa revista—, "disfraz que la mantenía en un misterio digno de un baile de carnaval" (cfr. Carmelo Bonet, Stella y la sociedad porteña de principios de siglo). * A partir de los símbolos que Emma de la Barra concentra y pone en movimiento, es posible sugerir una genealogía de las escritoras argentinas: empezando con Mariquita Sánchez y sus relaciones entre maternales y equívocas con los hombres de 1837, así como sus fervores por todo lo europeo (que alude a ciertos perfiles extensamente prolongados en el núcleo de la imaginación liberal); prosiguiendo con la Gorriti y Eduarda Mansilla de García entrecruzadas con exilios, humillaciones, privilegios y diversos didactismos; para continuar, más allá de la Duayen, con el desdoblamiento del doble perfil que opera en Stella: el profesional, cada vez más recortado, se va encarnando en Alfonsina; del estilo "crónica social" se hará cargo La Dama Duende. Esta singular cariocinesis, por su vertiente profesional, irá incorporando y definiendo en sus matices a Norah Lange, a Emilia Bertolé, a Herminia Brumana y a Nydia Lamarque (cada vez más afilada por su crítica lucidez). En este lateral, desde ya, corresponde inscribir a Victoria Ocampo que, al despegarse de lo más trivial de su sociabilidad, irá agregando espesor a "su oficio" entremezclado, a veces, con sus rasgos de empresaria tan consecuente como frustrada. * En los últimos años, la dualidad social de Emma de la Barra, por la franja profesional, aparentemente se prolonga en Amalia Lacroze de Fortabat (con la decisiva inversión entre "escritora" y empresaria respecto de lo que detentaba la Ocampo). En lo que hace a "la cronista social", si ese papel fue jugado en otras revistas como El Hogar por "Valentina", un paradigma del ramo, en la actualidad quien lo ha llevado a las cimas del mito es, sin duda, Mirtha Legrand. Lo que no quiere decir que ciertas contaminaciones

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genéricas no provengan de otro paradigma televisivo como Lucho Aviles (quien subrepticiamente suele recuperar procedimientos de Josué Quesada, representante de una peculiar estación en este inquietante linaje). Otra entrada que, quizá, sirva para ir desmontando la colección de ecos y factores que se yuxtaponen en Stella, es el "padrinazgo" de Edmundo de Amicis: el prólogo (1908) del escritor italiano —y recuperando la hipotética genealogía anterior— remite a gestos análogos de Víctor Hugo en relación a Pablo ou la vie dans les pampas, así como a Ricardo Palma en su vinculación con la Gorriti. Lógicamente correspondería aludir, en esta hipótesis, a los nexos contradictorios entre el español Ortega y Gasset y el norteamericano Waldo Frank como otra bifurcación en Victoria Ocampo. * El encuentro entre Emma de la Barra y de Amicis remite, además, al encabalgamiento de este escritor —autor de Oltremare— con la inmigración italiana finisecular, así como al de los protagonistas infantiles de Cuore con la briosa presencia de "un coro de niños" a lo largo de Stella. Sin desconocer la significación de la incidencia en ambos textos del inquietante ternurismo que se expande mediante la proliferación de diminutivos y de alusiones a esa "maestrita" popular convertida en institutriz. La "miss Mary" del cine de la Bemberg, que por sus características de "penetración" —generalmente extranjera— ya inquietaba a los gentlemen en razón de los riesgos corridos en el espacio dinástico sacralizado, así como por la variante puesta en juego por esa nueva versión, más oblicua y sutil, de la clásica "trepadora" del 80 y el 90, prolonga esa serie hasta cien años después. Incidental y complementariamente: Manuel Caries, fundador de la Liga Patriótica Argentina les recomienda en uno de sus edificantes discursos a las damas de la Sociedad de Beneficencia que tengan "especial cuidado" con esas mujeres que "al penetrar en la sacralidad de sus hogares tradicionales" pueden seducir al esposo o a alguno de sus hijos, poniendo en peligro "las herencias domésticas" (cfr. Sandra McGee Deutsch, Counterrevolution in Argentina 1900-1932. The Argéntine Patrio tic League, University of Nebraska, 1986). Y como entrecerrando este fleco: el policía que lleva presos a los "ladroncitos" de El juguete rabioso se llama, como en un blasón insidioso de Arlt, Manuel Caries. Stella funciona nítidamente como una "guía azul": por la presentación reverencial de figuras "consulares" como Eduardo Wilde, Pellegrini y Roque Sáenz Peña (en efecto de verosimilitud, además), así como por el beato recorrido por el Jockey Club, el Colón, el Barrio Norte y Mar del Plata. Sin dejar de exaltar los interiores de las grandes viviendas atiborradas de libros, cuadros, estatuas, gobelinos "y demás preciosidades", análogamente decoradas por dentro como "las exquisitas almas" de los protagonistas. Tan previsibles y corroborantes como las apelaciones al "aire puro de las estancias familiares" y al "espíritu gaucho" en oposición a "las enfermedades de la ciudad enloquecida". * A partir de esta suerte de protoecologismo señorial cabría preguntarse si en lugar de "guía azul" Stella es una parodia no deliberada del imaginario difundido entre las damas y caballeros eduardianos y los sectores más dóciles de las recientes clases medias en la Argentina del 900 (cfr. Francis Korn, Buenos Aires 1895: una ciudad moderna, 1981). * Se sabe de las presiones que ejercieron los socios del Círculo de Armas para que Laferrére diese por terminadas las representaciones de Bajo la garra. Censura que, retrospectivamente, me remite a la que ejecutaron algunos amigos de losé Hernández frente al protagonismo de un "gaucho malo" en la primera parte de Fierro. Análogamente,

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la novela inicial de Cambaceres que ponía en escena las miserias de su propio grupo social provocó escándalo; el desplazamiento que se advierte en la cuarta —En la sangre— evidencia cuál es la renovada "bestia negra" de Cambaceres. Y los tres casos, a lo largo de treinta años, aluden a los límites de la imaginación (y de la tolerancia) de los gentlemen en sus diversas entonaciones. * En el rubro de las estatuas oficiales plantadas de manera proliferante en la Buenos Aires de 1910 hay dos, por lo menos, que señalan lo obsceno (categóricamente excluido o tapado respecto de la escena canónica): la primera es la del negro Falucho que, desplazada desde frente al Plaza Hotel hacia la marginalidad suburbana, es reubicada delante de los cuarteles de Palermo. A la segunda práctica de censura del discurso estatuario, insolentemente se refiere el primer Lugones, comentando el crecimiento obligatorio de una hiedra para cubrir "las vergüenzas" de la Venus del Rosedal: "El señor intendente Alcobendas tiene pudor", se burla el joven libertario en La montaña del funcionario municipal. Una inflexión diminuta pero imperativa del discurso oficial de la ciudad del Centenario oscila entre los graffiti y los "murales vanguardistas" de los años '20: "Prohibido fijar carteles" y "Prohibido salivar en la vereda" empiezan a blanquear las paredes de Buenos Aires interpelando a ciertos "difusores" heterodoxos y a los guarangos que, según Ramos Mejía, proliferan peligrosamente en el centro y en los barrios. El predominio en la ciudad del espacio teatral en este período es tan decisivo que algunos de sus protagonistas se convierten en referentes sociales: es el caso de Pablo Podestá (1875-1923), precursor del "actor ídolo" —el Gardel de 1930— tanto por su gauchismo como por su fascinación por el frac. El teatro se ha convertido en el lugar donde se materializa la ideología de la colección de dramaturgos del Centenario: Martínez Cuitiño, Cayol, Carlos Mauricio Pacheco, García Velloso y José Antonio Saldías "apuestan a su vigor y a su estentóreo juego escénico". Pablo se transforma así en la mediación ineludible entre los textos dramatúrgicos y el nuevo público de Buenos Aires. La escritura horizontal "se pone de pie" en el mismo momento en que él toma la palabra, despegándola con su voz del silencio que se repliega entre cajas y practicables hasta depositarse, espeso, en la parrilla superior. El salto cualitativo simbolizado por el Zoilo de Barranca abajo señala la inflexión intermedia entre el primitivo mimodrama que iba dejando dé ser afónico y la emergencia del tango-canción sobreimpreso a la divisa política del yrigoyenismo. Es que el suicidio del viejo gaucho puede palparse —con cautela— en el envés de la multitud urbana que proviene de una "invasión". Al lograrse la coincidencia de producción entre Pablo Podestá y Florencio Sánchez no sólo se obtiene una ecuación compacta y locuaz con la puesta en escena de En familia y Los muertos, sino que se va potenciando el trabajo autoral. Secuencia que se extiende desde el Payró socialista en dirección al anarquismo teatral de Alberto Ghiraldo (consumado hasta por "su frenesí y sus desbordes aclamados por un sector incondicional del público"), cruza por los comienzos de Vacarezza y lo previo al grotesco criollo de Armando Discépolo, hasta incluir los ademanes más atolondrados provenientes de la genteel tradition postergada de Gregorio de Laferrére. "Pablo trabaja con símbolos", escribían Frexas y Juan Pablo Echagüe, los mismos críticos que lo cuestionaban paternalmente por sus caricaturas y compadradas que presuponían gravísimas infracciones a la legalidad. Mariano Bosch acuerda con esa suerte

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de excomunión. Quien lo defiende por su nacionalismo —y por su pasado oriental— es el uruguayo Vicente Rossi. Y la polémica entre "moreirismo" y "antimoreirismo" se vuelve a plantear, se exaspera y se dilata (cfr. Edmundo Bianchi, El teatro argentino, 1919). En esa disputa resuenan los ecos que provienen de "los bajos de la ciudad" y, al mismo tiempo, se presiente el conjuro de lo que cruje y alarma alterando la presunta homogeneidad comunitaria exaltada por el discurso oficial. Las apelaciones contrapuestas a La tiranía del frac, a La fiera dormida, a La chusma y a La gran huelga resultan comentarios indirectos a la eliminación teatral de "los últimos gauchos" en inundaciones, fusilamientos, ruinas, deserciones y demás mutis por el foro. Y refracciones que se multiplican respecto de la magna parábola señorial del crisol de razas que con un optimismo empecinado vienen proclamando Quintana, Figueroa Alcorta, Roque Sáenz Peña y Victorino de la Plaza, y otros "eduardianos" tardíos de la gran élite señorial. La patota y el titeo porteños son dos peculiares instituciones que marchan juntas reproduciéndose y exasperándose recíprocamente y que se exhiben dramatizadas en Los dientes del perro de González Castillo y Weisbach, así como en La patota de Carlos Mauricio Pacheco. Se trata de una figura central y de sus ejecutorias. Y si ambas operan de manera paralela como un espejo cóncavo enfrentado a otro convexo deformando a sus protagonistas y su funcionamiento hasta provocar un grotesco criollo que culminará de manera trágica en enero del 19, es posible recuperar su genealogía y difusión a lo largo de los años de crisis de la ciudad señorial, fundidos en una sola ecuación y transformados en uno de sus síntomas mayores. Simbólicamente representan el agotamiento y la degradación del causear y del pequeño círculo que lo escuchaba de acuerdo al pacto tradicional del "entre-nos"; e implican, en lo esencial, el desplazamiento desde el espacio "civilizado" del club del 80 al "bárbaro" cabaré del Centenario. * Si el "entre-nos" del 80 se va convirtiendo en el Nosotros del Centenario a través de la frustrada novela de Payró y la revista de Giusti, la causerie mansillesca o las celebradas charlas de Goyena se van disolviendo en los chismes y las "tijereteadas" de los clubes señoriales. Pasatiempos inquietantes que van desde las noveladas burlas a Tartabul en La Bolsa hacia las amenas humillaciones que padece "el negro Raúl". Dos locos paradigmáticos en Buenos Aires entre el '80 y el 1910 (v. José Ingenieros, La mala vida, en Archivos de Pedagogía y Ciencias Afines, IX, 1908). El tercer loco paradigmático de la ciudad será, hacia 1930, el Erdosain de Roberto Arlt. Algunos episodios corroborantes del circuito del "titeo" agravado son el incendio del circo de Frank Brown en 1910 llevado a cabo por señoritos —hijos o nietos de los gentltmen clásicos— quienes entendieron que "ese adefesio" recién inaugurado agraviaba la esquina elegante de Florida y Córdoba. Otra culminación de semejante itinerario se verificará de manera mucho más tensa en los años de la Primera Guerra Mundial: la iniciativa la lleva adelante la misma jeuneusse doreé contra los negocios de presuntos enemigos internos de la participación en la guerra que se reclamaba desde los sectores más aguerridos del anti-yrigoyenismo. Notoriamente esa secuencia culmina con la represión de las guardias blancas (que institucionalizan el señoritismo) organizadas contra los barrios populares de Barracas y el gueto judío que rodea las sinagogas de Pasco y Viamonte. * El discurso exhortatorio dirigido a la realización de esos raids punitorios sobre la ciudad tiene su vocero más, elocuente en Manuel Cades. Resulta coherente, por lo tanto, verificar que en la secuela intertextual de esos años resuenan los ecos de esa retórica

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beligerante en Una semana de holgorio de Cancela y en su posterior homenaje a los cadetes militares incluido en Palabras socráticas. Hasta que su presunta parodia se autodestruye. Complementariamente corresponde releer El diario de Gabriel Quiroga de Manuel Gálvez: "Las violencias realizadas por los estudiantes incendiando las imprentas anarquistas mientras echaban a vuelo las notas del himno patrio, constituyen una revelación de la más trascendente importancia". Repasamos un texto que trabaja con las más diversas puntas de "una poética represiva": protagonistas, lenguaje, símbolos fundamentales y escenarios. "En segundo lugar" —prosigue Gálvez— "enseñan que la inmigración no ha concluido todavía con nuestro espíritu americano pues conservamos aún lo indio que había en nosotros". Y así siguiendo. La mentalidad del "argentino a la defensiva" se iba decantando a partir de las iniciales lecturas de Edouard Drumont pasando por las apelaciones al telurismo xenófobo y combativo de Maurice Barres (cfr. Zeev Sternhell, Naissance de idéologie fasciste, 1994). En cuanto a la posterior trayectoria de Gálvez, irá atravesando, con sus nudos —como ya se aludió— a El espíritu de la aristocracia y otros ensayos (1924), hasta recalar en Este pueblo necesita en coincidencia con el Congreso Eucarístico Internacional de 1934 (abdicación estratégica del general Justo que ha resuelto prescindir de la mejor tradición laica del liberalismo en favor del cardenal Pacelli, futuro papa y representante en Buenos Aires de Pío XI). Dos acústicas lo seducían obsesivamente a David Peña (1862-1930): la de la antigua aula magna de la facultad de Filosofía y Letras de la calle Viamonte, y la del teatro Argentino que iba trepando desde la platea hacía los palcos, el paraíso y el plafón cubierto con ángeles que sostenían trompetas tiesas y afónicas. Y como se cuenta con testimoniosespionajes sobre este autor, quien, a solas, solía verificar los efectos de su discurso tirando palabras hacia el fondo como un pelotari en un solitario frontón, puede decirse que, en realidad, el profesor-dramaturgo actuaba en un solo espacio reduplicando en dos concavidades que simbólicamente se prolongan y yuxtaponen con su privilegiada actitud. * "Dos tribunas distintas y un solo público laico", sugiere un comentario de entonces. Y si frente a ese par de espacios se destaca un protagonista erguido de manera frontal sobre la tarima o en el proscenio, funcionando desde un comienzo axialmente, corresponde atribuirlo a que sostiene "una sola voz" emitida por el propio Peña o a través de la mediación de Pablo Podestá. La nueva perspectiva de Facundo sugerida por David Peña apunta a invertir el mito sarmientino y coincide con varias señales: con los Comentarios a Civilización y Barbarie, o sea compadres y gauchos, por un nieto de Quiroga de Eduardo Gaffarot; con la renovada versión de los caudillos que se va difundiendo en Montaraz de Leguizamón, en La guerra gaucha lugoniana y en el "nativismo" en avance desde la Banda Oriental recreado por la batalla de Masoller y por la muerte de Aparicio Saravia. Incluso, se publica serialmente un Facundo del coronel Olascoaga, y un Juan Facundo Quiroga de Alejandro Gancedo. La primera revista Martín Fierro, de 1904, lo exalta; y Alberto Ghiraldo —su director— presiente que esa colección de síntomas está aludiendo, precisamente, a la crisis de los conflictos irresueltos por la élite de señores (cfr. Germen. Revista popular de Sociología dirigida por Alejandro Sux, marzo de 1908). Frente a esta ciudad conflictuada hay un par de itinerarios de alejamiento que subrayan el malestar de los escritores del Centenario. Se trata de dos aventuras antagónicas en su ademán y en sus geografías: matrerismo y diplomacia in partibus;

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patetismo y spleen. Pero si se releen con la pausa que sus autores solicitan, tanto el circuito de Horacio Quiroga hacia "la selva primitiva", como el de Ángel de Estrada en dirección a "los centros de la cultura", revelan secretos y exasperados puntos de contacto. El mayor es el desprecio por Buenos Aires: la ciudad los abruma, los irrita y los defrauda; cuando se convierte en referencia de sus respectivos distanciamientos se va trocando en una alegoría del oro, de la feroz competencia, de la avidez por el éxito inmediato y de la denegación de "los valores artísticos". Así como el compartido fervor por las ruinas: las de los jesuitas en medio de la selva / las de Roma "en el corazón de la Ciudad Santa". Esos dos lugares son visitados como templos de lo "no devaluado". (Cfr. Roland Mortier, La poétique des ruines, 1984). Cierto: Alberto Vacarezza (1886-1959) se fue convirtiendo en el más conocido y cuestionado de los dramaturgos del Centenario por sus prácticas mercantilistas, sobre todo en el momento que se abre con Tu cuna fue un conventillo y se cierra con El conventillo de la paloma. Pero en su etapa inaugural, además de piezas tan considerables como Los cardales (1913) y La casa de los Batallan (1917), es autor de un sainete —Los escruchantes— donde pone en escena las contradicciones más fecundas que funcionan como ecos de la crisis de la ciudad señorial: si los "lunfas" hablan sin propiedad, su jerga no se limita a representar una violación del lenguaje oficial, sino que por su accionar escénico violenta el espacio de las casas "decentes" en su intimidad. No se le escapa a Vacarezza que el auditorio teatral porteño, fracturado e incluso enfrentado, ya reproducía las diversas franjas de la ciudad de acuerdo a su "situación económica y social" como él mismo se encarga de acotar. Anteriormente la admisión de lo fragmentado de la comunidad era disimulada o comentada con malestar. Cada cual debía conservar su lugar y Dios bendeciría a todos: la asistencia al Odeón implicaba el conocimiento del francés; quienes iban a los espectáculos del picadero sabían de antemano los significados posibles de "estrilo", "paco" y "mistongo". Y si alguna patota de señoritos "de trueno" se resolvía a merodear por el circo de los Podestá, paladeaba cierto sabor "plebeyo" divulgando "otario", "yira" "vento" o "fazo": esas palabras lunfas se convertían entre ellos en un pacto clandestino y en la exhibición posterior de "crudo porteñismo" y de vehemente virilidad. * Con Los escruchantes esos rasgos se han alterado: si los trepadores, tanto para Cané como para Cambaceres, eran figuras solitarias, Vacarezza los organiza en banda. Podría decir que se trata de "la patota trepadora". Y si en su forma tradicional trepaban con disimulo, cortedad y zalamerías empeñándose en imitar a los señores, hacia 1910 el procedimiento preferido es el escalamiento y la efracción. Ya no están fascinados ni pretenden adaptarse a los valores canónicos; lisa y descaradamente participan en un asalto. Por eso los "alias" llegan a ser la principal identidad dé "esos hampones"; todo está dicho en una síntesis veloz en esos "sobrenombres" cuya clandestinidad les agrega perfiles y desplazamientos más filosos, concentrados, escurridizos: Curda, Maceta, Ñato. "Orejudo" es igual a una oreja muy grande velozmente diseñable; y no digamos si a ese apéndice auditivo se lo deposita encima de algún petizo. Procedimientos de caricatura, en fin, que operan bajo las luces del escenario como en una suerte de manyamiento en vocativo deforme y delator. Son parte de cierta nomenclatura canalla que se va inscribiendo en una de las genealogías más densas y convincentes de la literatura argentina: desde el Matasiete de Echeverría, pasando por el Laucha de Payró, hasta llegar a la Bizca y al Rufián Melancólico de Roberto Arlt o a la antropología "chingada" de Enrique González Tuñón en Camas desde un peso. Tanto es así que en ese peculiar

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género policial invertido se corrobora el reciente pacto entre el escenario y la platea con frases que van y vienen en una inédita producción comunitaria: "No me hagas reír que tengo el labio paspado". Lo enuncia Pablo Podestá y al día siguiente los barrios de la ciudad lo repiten. "¡Atenti al vredi, muchachos, que hay barullo en la persiana!". Vacarezza lo escucha en una plaza, lo recoge, lo refina y acierta con algún conflicto urbano. * "La mala vida" porteña de 1910 cultiva algunos reductos mitológicos como el Barrio de las ranas, Tierra del Fuego o los fondos de la Batería. Pero "el mal vivir" se convierte en tópico "generalizado. Es otro de los vaivenes de producción del que Vacarezza se hace cargo en Los escruchantes: en primer lugar, ya no hay justificación sino que se exalta la condición de los ladrones ("Yo registro en la canasta quince entradas", dice uno de los personajes; "Yo de tantas que morfé perdí la cuenta", cierra el ladrón de la punta del coro). Y no se trata solamente de la tradicional simpatía de la picaresca, sino de los ecos del desplazamiento urbano de los valores. Hay un segundo momento en que se va explicitando el fervor que les provocan a esos mismos personaje sus saberes lunfardos: "Yo en la culata de un bondi/Sin que manye el mayoral/Saco la soga del troler/Y hago el desgrilo de acá". En una tercera instancia exhiben las destrezas con las que se desquitan de la mítica derrota de San Juan Moreira: "hacer temblar a la cana"; "¿Doce botones y un cabo? A uno lo fajó de un talerazo en el mate, al otro le metió tres puñaladas por el lomo". En una cuarta modulación los silbidos que a cada momento se escuchan, tan lejanos, "dan clima" y espacio interior al aludir a lo urbano en sus dimensiones de ciudad extendida, borrosa y ya mitificada. En una quinta inflexión: la memorable comedia que juegan los ladrones con insólitos rasgos vanguardistas y de inversión renovada, atribuyéndose el falso título de doctores, modales señoriales o los apellidos más conocidos de Buenos Aires ("Rehusando con cortesía", se acota; "De ningún modo, doctor", se justifica uno de esos lunfas; y en despedidas: "Hasta luego, Ortiz Basualdo"). Sexta: el himno en homenaje al dinero que, sin moralina alguna, parece preanunciar, también, "el alegre dinero" robado por los ineludibles ladroncitos de Arlt. * Florencio Parravicini, desde la vertiente opuesta a la de Pablo Podestá, es el actor que con mayor economía de efectos logra recapitular todas esas señales llegando a diseñar una estrategia escénica propia. Es un proceso de sucesivas inversiones: si él proviene de la élite, se convierte en el lapsus mayor de todo lo que esa clase evita decir. Y si llega a ser el productor fundamental de la risa de las clases medias que lo celebran — enrulando el rulo— se erige en la figura que más se burla de ellas de manera implacable. "Monumento nacional en vida" —comenta Edmundo Guibourg—, "desde todas las provincias del país iban a verlo como al acontecimiento esencial de Buenos Aires". Si en algo Parravicini va especializándose de manera paulatina, es en la imitación de los diversos grupos de inmigrantes. Particularmente de los judíos —como con la figura central del Tango en París (1913)—, con quienes se encarniza "juguetonamente" sugiriendo que en la jadeante cabalgata mercantilizada de la ciudad, donde todos los habitantes se han largado, son los únicos que realmente lo hacen sin sentir ni remordimientos ni culpa. En esta intersección corresponde analizar en detalle los residuos antisemitas provenientes de La Bolsa que resuenan en Parravicini. Pero también en los textos de un socialista como Payró: ya sea en Las divertidas aventuras como en El triunfo de los otros. En la novela, el judío actúa como un poderoso y autocomplacido banquero que "mueve los hilos secretos de la ciudad"; en la pieza de teatro, se disfraza de ropavejero y prestamista para "vampirizar" al intelectual derrotado.

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En la colección de visitantes franceses que llegaron a Buenos Aires con motivo del Centenario, además de Clemenceau, Anatole France, e incluso Jaurés (atraídos por los copiosos cachets que se les administraban), vino también monsieur Papillaud. Sus gestiones financieras no fueron tan exitosas y tuvo que quedarse aquí para sobrevivir haciendo periodismo. Fue entonces cuando publicó un libro bajo el inesperado, seudónimo de "Mariposa" (Chroniques argéntines, 1909). Aludiendo, quizá, al primer poeta de Buenos Aires, Luis de Miranda (que comparó el hedor de la fundación frustrada en 1536 con el que emitía el cuerpo de Pedro de Mendoza), monsieur Papillaud señaló el olor que flotaba en el centro de la ciudad de 1910. Se trataba —según el periodista galo— de "la mierda de los numerosos caballos" que trotaban por Buenos Aires. Cartesianamente, monsieur Papillaud les aconsejó a los cocheros porteños que cambiaran la calidad del maíz para la comida de sus animales.

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V. BOEDO Y FLORIDA EN LOS AÑOS DEL RADICALISMO CLÁSICO Miró un momento el Paraná y después de saludarlo con un ¡Oh, Paraná dañado! se abrió de piernas sobre la boca del pozo. Horacio Quiroga, El desierto. 1924.

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ARMANDO DISCÉPOLO: GROTESCO, INMIGRACIÓN Y FRACASO SAINETE Y GROTESCO

A mis oídos llegan voces distantes, resplandores pirotécnicos, pero yo estoy aquí solo, agarrado por mi tierra de miseria como con nueve pernos. Roberto Arlt, El juguete rabioso. 1926.

El grotesco va brotando como la interiorización del sainete. O, si se prefiere, es la forma superior del contenido de una forma inferior que, en este caso, representa el sainete. Y, como todo texto palpado en la cálida y menuda complicidad de las palabras, brinda la textura de su materia: si el sainete fluye ágilmente con un movimiento narrativo que rebota entre diálogos, se arquea en carcajadas o culmina en canciones que recuperan su origen azarzuelado instaurando una dimensión coral, en el interior de ese acuerdo los otros no presuponen opacidad, demora ni "celos ontológicos"; Armando Discépolo, en cambio, al tomar la propia interiorización en oficio, marca el salto cualitativo: identificando a la poesía como especialización del lenguaje común, produce de manera creciente fisuras, sectorización y, por sobre todo, coagulados. Con "¡Oh, yo no lo comprendo nunca a usté!" (queja de Carlota en Babilonia) y "Habla en cristiano" (exigencia posterior de Secundino) dibuja una constante decisiva del grotesco: el lenguaje ya no presupone fluidez ni cabalgata sino que se acrecienta como inerte carnosidad; lo genérico del sainete se va cuarteando y opone, particulariza, condensa y aísla (Alfonso: "Tú sei nu frigorífico pe me". Stéfano: "E usté no"). El otro pasa a ser opacidad y contratiempo, y al connotarse no sólo por la nacionalidad, sino generacionalmente, las particularidades aumentan, se encarnizan y agravan: "Si yo habla jintino tan bien como usté, tira tudu a vente e garraba ganasta", se queja Mustafá frente al italiano encargado del conventillo. El lenguaje, por lo tanto, va siendo no solamente grumo, dificultad y torpeza en el coloquio, sino mutilación en las posibilidades de trabajo; incompatible en la alternativa erótica, la reciprocidad se invalida: trabada como praxis, la comunicación de palabras se altera y el intercambio del dinero se trastorna. Es decir, que si en su fluidez interna el sainete presupone una abstención sobre lo que describe, esa facilidad, al convertirse en técnica, implica el consentimiento del costumbrismo; el grotesco —a partir precisamente de ese ritmo de contratiempo— aludirá cada vez más a una denuncia sorda de la unidad social. El tránsito del sainete al grotesco es el síntoma teatral de la crisis de un código. El grotesco dice, en fin, lo que el proceso inmigratorio no formula por ser "un sufrimiento sin voz". De ahí que a un nivel englobante superior, ya se pueda ir leyendo: el universal abstracto subyacente en las apelaciones de la inmigración liberal a "todos los hombres", en los hechos, en la vida cotidiana, en la ideología materializada demuestra su inoperancia, y en las contradicciones de sus particularidades verifica sus límites. Es la primera flexión. Sigue el arrinconamiento: paralelamente la banda de sonido se desplaza de la coralidad arcaica del sainete azarzuelado hacia la fragmentación coreográfica materializada en el tango. Y del diálogo externo el deslizamiento se orienta

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hacia los monólogos sombríos, a ese peculiar rumiado del monólogo encarnado en el silboteo que termina por petrificarse aun más en los delirios de los personajes totalmente aislados o en los sueños estremecidos por alucinaciones. Lenguaje de situaciones límite que llega hasta una de las más notorias: la locura. Del coloquio resuelto "cara a cara" se va pasando, pues, al encogimiento del personaje que "da la espalda"; lo intersubjetivo se hace soliloquio y así como las discusiones se apaciguan en confesiones, ciertos monólogos de Mateo o Stéfano se adelgazan hasta la tenue confidencia de quien parece leer en voz alta su diario íntimo. "Retraídos", "separados", "dando vueltas sobre lo mismo como una mosca" los personajes de Armando Discépolo definen el grotesco como enfermedad del sainete: su peculiar "interiorización" dramatiza la única posibilidad de sobrevivir situaciones invivibles. Por eso la agitada exhibición del sainete se torna disimulo, cautela, y su exteriorizada participación se convierte cada vez más en la acoquinada parsimonia del misántropo: del patio, la escenografía esencial se contrae desplazándose hacia la habitación interior (de El patio de las flores de 1915 al sucucho del Relojero de 1934). Incluso, una zona plural e intermedia como la fábrica se transforma en taller. Previsible, necesariamente, la luz solar se apacigua y disfuma hasta la tiniebla sobre todo cuando el patio original ya no es dormitorio, fábrica ni taller sino sótano para criados. Y si digo que hay cada vez menos "transparencia" es porque los "caracteres sombríos" eluden las zonas "resplandecientes". La iluminación, por consiguiente, no es sólo nutricia sino moral; y en los "friolentos" discepolianos que se atajan de "lo de afuera", palidez y culpa se superponen. El cambio lateral se ahinca espacialmente en profundidad: ya no se trata de un deslizamiento; es caída. Y en la brusquedad del tránsito va apareciendo la ética del nuevo género: los bienes perdidos, como todo ademán hacia el pasado, si por un lado apelan a la elegía, por el otro entonan el malestar actual; el presente —para el grotesco— por el hecho de serlo se identifica con el mal, y si el bien residió en el mundo, "el pecado" —por corrosivo— sólo se instaura en el interior. Es en esos climas "pesados", "asfixiantes", donde nadie se divierte sino que acumula. Los personajes (especialmente ciertas figuras religiosas) ya no apelan al himno o al sermón, sino que se agazapan en una "moral separada" de enconada introspección. Casi no hay corte, y el autobiografismo acecha a los protagonistas de Armando Discépolo con sus minucias, sus desgarramientos y el paladeo de sí mismos (oscilando entre un agresivo narcisismo y un pudor aniquilante). Si la lectura del circuito se hace en lo que va de la entonación comunitaria a la acentuación de lo individual, también la inmediatez sintética, concentrada, de los títulos aclara el proceso: de Entre el hierro (1910), La fragua (1912), Conservatorio La Armonía (1917), pasando a Mustafá (1921), Mateo (1923), Giacomo (1924), Stéfano (1928). Del énfasis en los componentes sociales, grupales, se marca un deslizamiento hacia los individuales; de la elección y elaboración de ambientes a la de tipos. Decir que se trata del pasaje de la convicción al deterioro resultaría lineal, parcial por lo tanto. Sólo en una economía de conjunto el símbolo simboliza; por eso sería más exacto explicarlo como el tránsito de la historia al espíritu, del contrato a la soledad, del coloquio a la desintegración, del convenio a la defensiva. Coagulado el intercambio, el circuito de "los negocios" se mutila; ni "corre la plata" ni "tengo palabras para explicarme". Notorio: nuevamente la interiorización (donde ya se vislumbra el significado de la productividad de Armando

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Discépolo como examen de inconciencia en tanto ademán sobre sí mismo y como indudable regresión controlada) acentuada como intimismo, resuelta como marginalidad y celebrada como excepcionalidad. Correlativamente lo corporal —verificable en las marcaciones crecientes y cada vez más minuciosas— indica un proceso de pesantez y apaciguamiento donde la dinámica sainetera se trueca en torpeza; los personajes hablan cada vez más con animales (como indudable corolario de los monólogos) y su andadura aparece paulatinamente penetrada de una animalidad que se escurre por los rincones o se parapeta en una separación que instaura y padece. Engordan, tropiezan, su propio cuerpo los englute, "se dejan estar", se desinteresan, "no hacen nada" y "se deshacen". Hasta llegar a una intensidad tal que, como hombres, resultan animales que sólo controlan su terror. De donde se sigue que lo gestual, en lugar de apuntar hacia afuera, se va decantando en un circuito de condensación y economía: las narizotas, los rudimentarios y eficaces recursos de la maquieta, los pelucones y el maquillaje estentóreo se van disipando en beneficio de las acotaciones interiorizantes. De la euforia se pasa a la depresión. Y el sexo, las referencias al sexo, de ademán se inhiben o se abstienen; de exhibición general, benévola, se contraen, se invalidan, o se localizan. Un dato más, un presupuesto se transforma así en anomalía. Y la arquitectura esencial del sainete formulada por Vacarezza: "Un patio de conventillo, un italiano encargao, un yoyega retobao, una percanta, un vivillo, (1) dos malevos de cuchillo, un chamuyo, una pasión, choques, celos, discusión, desafío, puñalada, (2) aspamento, disparada, auxilio, cana... telón." (3) en los tres momentos clásicos de planteo (1), nudo (2) y desenlace (3), se torna en otros tres más interiorizados como aspiración, proyecto y fracaso: el sainete —exuberante en sus variaciones pero estereotipado en su concepción— al refinarse en grotesco gana en potencia simbólica lo que pierde en referencia social. De donde se infiere que si el sainete expone bajo una luz cenital a sus personajes, "bajo el sol de esta tierra que nos alumbra a todos por igual", planteándonos en una sola dimensión que por su exterioridad apunta a la convención y por su dibujo a lo consabido, el grotesco —al sustraerlos en la penumbra— les otorga una latitud ambivalente donde su interioridad concluye en paradoja y su arrinconamiento en un ritual que se escurre al código. El grotesco brota, por lo tanto, como el sainete dialectizado. Se verá: en la sutil refracción de la historia concreta, el teatro de Armando Discépolo se connota como "el barroco del sainete". O, si se le da primacía, como "el grotesco del proyecto liberal". Porque si el heroísmo de los protagonistas del sainete radica en su identificación donde virtualmente significado y significante se superponen, la densidad de las mejores figuras del grotesco estriba en su peculiar anomia, en la cual esas referencias no resultan recíprocas ni progresivas, sino que se contradicen. Me parece un diafragma circular que

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recorta y condensa lo fundamental: el mayor espesor literario del grotesco debe ser visto como proyección del descenso de Armando Discépolo desde "el cielo que nos cubre" en el sainete de 1910 a "su infierno personal" en el período que culmina alrededor de 1930.

LA HISTORIA, UMBRAL Y RED DE SIGNIFICACIONES Trabajada en forma de grotesco, He visto a Dios entra en el espectador y le gana por medio del tono burlón y de las situaciones cómicas que el mismo asunto provoca... Última Hora, julio 6 de 1930.

Grotesco-sainete. Texto-primer contexto. "Pero no se puede olvidar que Armando Discépolo, Carlos Mauricio Pacheco, José González Castillo, Vacarezza, Samuel Linning, Alejandro Berutti, Alberto Novión, estrenaron sainetes muy dignos en esa sala de la calle Corrientes (el teatro Nacional) y entre aquellos autores Armando Discépolo fue prácticamente "hombre de la casa" (Gallo, Historia del sainete nacional). Dando un paso adelante, la inscripción del grotesco sobre el humus del sainete se aclara: a esta altura, "vocero" sintetiza el valor de un estilo entendido como continuidad y emergencia en una situación histórica concreta. Por eso, si de inmediato se señalan como límites de cronología y connotación que Tu cuna fue un conventillo es de 1920 y El conventillo de la Paloma del 29, el fenómeno se precisa aun más. Si focalizar implica penetrar, no supone por eso una mutilación; análogamente, los paréntesis de una "reducción", en su referencia tipográfica, sólo aluden a lo momentáneo. De ahí que, si se destaca el hecho de que en ese período Armando Discépolo estrena trece obras, seis de las cuales suben por primera vez al escenario en el teatro Nacional a través de la compañía de Pascual A. Carcavallo, en esta perspectiva las mediaciones se manifiestan como niveles y los resultados estéticos del grotesco se significan como diferenciación de la norma pero no como excepción. Grotesco-sainete; texto-contextos sucesivos; pero el movimiento que se da en el interior de este proceso no resulta lineal sino que va punteando un dinámico vaivén. Lo que no quiere decir que se trate de disolver "sociológicamente" la subjetividad en lo genérico de lo objetivo; porque si el análisis inmanente no debe servir para quedarse "pegado", englutido, el marco referencial tampoco tiene que convertirse en explicación determinista. No se olvida: la forma es lo intelectual sensibilizado; el contenido, lo sensible intelectualizado. Todo escritor, por consiguiente, resulta un lugar de ideas, una encrucijada. Y Armando Discépolo no es un autor especializado en grotesco; viene del sainete y va y vuelve al sainete (aunque cada vez menos). El grotesco en él resulta de la acentuación progresiva sobre un núcleo de procedimientos que se densifican a lo largo de una constante. Incluso, su perfeccionamiento dramatúrgico reenvía a un rasgo estilístico elaborado longitudinalmente y entendido como recurrencia. Desde la perspectiva de Vacarezza, la acentuación se da a la inversa: cuantificación y validación de lo nítidamente saineteril, pero con ávidos desplazamientos hacia la zona donde la dramaticidad del grotesco va insinuando su emergencia: es el flujo que va de Juancito de la Ribera a La Casa de los Batallan. Complementariamente, los actores tradicionales del sainete típico se deslizan a cada momento hacia lo grotesco: Casaux, Orfilia Rico, Parravicini, Arata. Y en este sordo y

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tembloroso ordenamiento de campos magnéticos, también la insistencia de lo cuantitativo irá condicionando primero una suerte de especialización y un salto más adelante. Arata — de toda la zona actora)— será el más evidente. El "actor grotesco" por antonomasia. Y en el revés de trama, no ya los actores del sainete que encarnan la paulatina interiorización en detalles de lo gestual, lo postura o el maquillaje (o sólo sugiriendo, "morcillando", incidiendo o inspirando a "los sainetes del grotesco"), sino que llegan a asumir ellos mismos los dos roles, soportando a la vez el proceso de interiorización del sainete como actores y como autores, se trate de Parravicini o de Alippi, ya sea en explícita colaboración o, decididamente, solos.

ENTRE VERSALLES Y URIBURU En los años '20, la república de Weimar, con todas sus debilidades, resulta el modelo internacional de democracia, así como el Mussolini exitoso de ese momento encarna el paradigma autoritario y fascinante. Robert Graves. The long week-end, 1918-1939, 1981.

Dije 1920-1929. Digo Contexto del apogeo de los patios de Vacarezza como marco referencial al grotesco de Armando Discépolo. Pero dentro de esas mismas anotaciones cronológicas puede leerse —a nivel político general— el período que va de Versalles al crash de 1929. Lo que a nivel nacional implica la prolongación —decreciente sin duda luego de la guerra— del cierre de las importaciones que se abren en abanico desde los perfumes franceses a las tournées europeas, involucrando la intensificación de la industria nacional. No es necesario subrayarlo desde nuestra perspectiva actual: el corte crítico en la Argentina padece el rótulo del 6 de setiembre de 1930. Con los componentes paralelos del circuito (en este caso, básicos) se recupera el origen, la condensación y el ascenso político y social de las nuevas clases medias. Lo que en literatura era el desplazamiento de los gentlemen-escritores a los profesionales como Gálvez, en el teatro —después de la Ley de Propiedad Literaria— el proceso se concentra, se crispa incluso. La profesionalización en la franja teatral, de acuerdo a los acelerados ritmos de demandas y consumo, llega a la mercantilización y a lo degradado. En este sentido, la producción teatral argentina será el primer síntoma de la cultura popular masiva que llegará a exasperarse con la televisión en los años 90. Ahora bien, si en 1910 Laferrére es un gentleman que se adecúa al medio teatral, en 1930 Juan A. García es un fracaso y Groussac un anacronismo. Inversamente, si en el Centenario Gerchunoff resulta atípico, en la década radical Eichelbaum ya es lo dominante. El impacto inmigratorio, en semejante coyuntura, enlaza coherentemente tanto a autores como a actores, a un Discépolo o a un Vacarezza como a un Alippi o a un Arata, a empresarios o a críticos. Y, previsiblemente, a un público nuevo. Con otras palabras, el urbanismo temático progresivo del sainete al grotesco refracta y sintetiza la aglomeración de los hijos de inmigrantes, mediante el circuito estancia-chacra-arrabal-centro, en su verificacion de la tierra prometida y bloqueada. Si faltase algún elemento para globalizar el encuadre, el salto que va desde el antes de la guerra al después, lo aporta: en 1906, sobre trece salas teatrales en Buenos Aires, once

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están cubiertas por compañías extranjeras; apenas dos aparecen ocupadas por grupos nacionales. En el otro extremo temporal, diez salas se anuncian con empresas y autores argentinos (Mayo: Collazo y Arias; Nuevo: Belisario Roldan; Apolo: Alberto Duhau; Nacional: J. F. Escobar —"el autor que más produce en este momento"—; Moderno: Raúl D'Amato; Argentino: González Castillo; San Martín: Leguizamón; Avenida: Andrés Demarchi; Victoria: Novión; Buenos Aires: Iglesias Paz). Y si figuras provenientes del teatro italiano, como la Pagano, se pasan al teatro nacional, las ediciones de piezas argentinas y la publicación semanal de los libretos de las obras que se estrenan desde 1908, en que aparecen El teatro criollo y Bambalinas hasta la última, en 1930, con El Apuntador, trazan un arco con su circuito y su apogeo. En este sentido, el repaso de los catálogos de Bambalinas, La escena y Nuestro teatro —cuyos títulos bordean el millar—, permite corroborar el origen inmigratorio de los autores: en esa pasarela no hay gentlemen; Viale o Roldan, son ambiguos; y algún señorito de la élite —como Saldías— se desplaza explícitamente a la bohemia. En cuanto al predominio de una dramática urbana, la verificación es categórica (cfr. José León Pagano, Cómo estrenan los autores, 1908; Federico Mertens, Confidencias de un hombre de teatro, 1943). Se asiste al desplazamiento de la paideia rústica del Segundo Sombra por el aprendizaje urbano de El juguete rabioso; así como la gauchesca tardía es reemplazada por las putas a lo Clara Beter. Como síntesis política de la coyuntura, el yrigoyenismo condicionaba un indudable rebrote de nacionalismo cultural de impregnación populista (conectado, en una zona más amplia, con el fervor de los centenarios del 10 y el 16): "Un país artísticamente emancipado" dice La Razón: "Un teatro nacional rico, interesante y variado", se enternece Crítica; desde El Diario hacen eco centrándose sobre el sainete como "género nacional, quizás el más nuestro de todos los géneros". Y el coro ronronea "teatro nacional", "sainete nacional", "arte nacional" "dramática argentina" "salas nacionales". La onda expansiva desborda los límites geográficos: "Y tan fértil es este año en cuanto a compañías nacionales que, además de las que hay en Buenos Aires, dos se preparan, la del señor Ballerini y la del señor Mertens, a realizar una excursión al extranjero." Y el resultado se verifica, de lejos, tanto en San Pablo como en Santiago de Chile y aun en Madrid. Era el ideal de una industria nacional en ampliación. Juan Pedro Calou, desde El Radical, insiste empecinada, oportunamente, en su defensa del arrabal, identificándolo por su temática con el "arte nacional", y en sus ataques polarizándolo frente a la "comedia fina" y "el pretencioso teatro histórico" destinado a un "público de grandes escotes"; desde El Diario subrayan que "la atención del gran público se vuelve hacia la escena nacional" y desde La Unión recortan la "gran Crítica" al sainete y a su soporte concreto, "el apoyo otorgado por un amplio público": van "las familias que descansan", la "gente que viene de los barrios" "los bohemios de la calle Corrientes", los "matrimonios que no tienen abono en el Odeón". "Plebeyo", rezongan, en cambio, los voceros de los grupos tradicionales. Y "plebeyo", para La Nación, es sinónimo de dinero nuevo. Y "plebeyo" repiten los voceros de los grupos tradicionales desplazados del gobierno (cfr. Luis Reyna Almandos, Hacia la anarquía, 1916). Lugones con insolencia; matizando los tonos Ibarguren para no parecer despechado; sociológico e impotente Lucas Ayarragaray. En esa zona predomina la voz de Juan Pablo Echagüe que en Una época del teatro argentino —y reactualizando el eje de una pedagogía liberal— se enfrenta a los ademanes "montonerizados" del Vicente Rossi

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de Teatro nacional rioplatense. La polémica del 900 entre "moreirismo" y "antimoreirismo" se desliza, por momentos, a una disputa a favor del uso del tú en contra del vos. Y a la inversa. Y el criollismo, una vez más, es cuestionado por su "barbarie". De los grandes gentlemen, de los señores del 80 que sobreviven, Groussac apela a Renán y a sus conjuros helénicos; místico, alusivo, folclórico. González en La Rioja. En cuanto a Juan Agustín García, encarnizado como nunca contra "los descendientes de Florencio Sánchez", involucra en sus ataques al sainete y al grotesco. Al nuevo público en avance se lo sintetiza como "invasión" y se lo vive crispadamente como "violación": una vez más en la larga serie inaugurada con la casa de Amalia y con el cuerpo del unitario joven en El matadero. Ahora con las calles de Buenos Aires, sus recintos, sus horarios aterciopelados, sus ritos y su pausa. Lo presentido desde 1880, con el yrigoyenismq en el gobierno, se convierte en corroboración, alarma, permanente denuncia y progresivas conspiraciones. Por momentos, las reacciones contrarias se aglomeran en torno a los mismos tópicos: a Fray Zenón Bustos se le mezcla en su irritación abacial y provinciana la reforma universitaria del 18, el reflujo de la guerra, las "costumbres disipadas" con "el naturalismo de Zola" y la "vulgaridad" teatral. Menos vehemente pero más sagaz, monseñor Franceschi presiente los vasos comunicantes entre la semana de enero del 19 y el sainete. Y todos van proponiendo su aporte a ese corpus ideológico que se irá aglutinando a lo largo de los años 20 en oposición creciente y cada vez más frontal a Hipólito Yrigoyen, considerado el emblema de un proceso de avance-desplazamiento que en su registro más elaborado se expresará en el nacionalismo aristocrático de La Nueva República o en el populismo agresivo y paternalista de La Fronda, en el homerismo grandioso de Un domador de La Ilíada y, oblicuamente, en la elegía acriollada de Güiraldes. Si entre 1880 y 1916, la burla e impugnación de la genteel tradición se encarnizó en el gringo, entre el 16 y el 30 el desplazamiento apuntará al "hijo del gringo" encarnado en el yrigoyenista, "el peludista" Lo racial se torna político y el conflicto clasista se explícita y ahonda. En este ángulo de toma, 1930 condensa el rechazo de la élite tradicional a lo que culturalmente significan el sainete y el grotesco como connotaciones del yrigoyenismo de las clases medias. Aquí, también, Literatura y política (1928) de Alfonso de Laferrére, así como los despiadados y sagaces artículos de Ernesto Palacio, resultan paradigmáticos. Barrés y Maurras llegan a ser útiles para burlarse, desde ya, de Yrigoyen e incluso de Alvear. Pero brusca aunque correlativamente, de Ingenieros, "gringuito astuto y trepador". (Cfr. J. R. Harrison, The reactionaries: a study of the anti-democratic intelligentsia. 1976). Desde la perspectiva de los hombres nuevos —como público masivo que accede al teatro antes de la expansión del cine, la difusión de la revista y la profesionalización del fútbol— ese "plebeyismo" condiciona que los hijos de inmigrantes se rían o distancien de la exteriorización del sainete, pero frente a la interioridad del grotesco, si el primer movimiento es de distanciamiento, hay que atribuirlo a que implica, a la vez, identificación y consenso. No son "raros", no los miro con extrañeza, no me resultan pintorescos. Son mis padres, despanzurrados sí, pero para mi salvación personal. Y algo clave: en la moral del trabajo —exitoso o frustrado— no puedo menos que percibir las pautas de un peculiar puritanismo entendido como código de las clases medias. Y en lo que hace a los autores, si en el sainete recurren a esa "jerga ítalo-criolla" como fácil decoración, se les torna asunción y compromiso en el grotesco, en tanto reconciliación entre el lenguaje escrito y el lenguaje hablado. Indudablemente aquí si la decoración se interioriza, la escenografía se

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les transforma en moral. Con un componente decisivo: que su faena —además de la "fidelidad social" a la sala de El Nacional— se les da especialmente a través de la mediación que se comprueba en el entramado de las colaboraciones: Armando Discépolo con De Rosa o Mertens. Mertens con De Rosa y a la inversa y siguiendo. Lo que va configurando una red significativa cuyas coordenadas si —por un lado— llegan a estereotiparse en la industrialización del sainete, —por el otro— permiten un paulatino refinamiento de tipos, situaciones y lenguaje a través de un "trabajo grupal" concreto que instaura "una nueva literatura" (v. Luis Soler Cañas. Orígenes de la literatura lunfarda). Adviértase: en la configuración de una caricatura o un tipo hay componentes homólogos, pero si en la primera cristaliza un componente aislado como tic, en el otro predomina un componente decantado en síntesis. Como se ve, es una estructura social lo que está actuando ahí, de cuyo aisberg cultural el sainete resulta la región más rudimentaria y sumergida, y el grotesco lo que asoma no sólo para encarnar con precisión el acto de "tomar la palabra", sino también para disolver inéditamente el estrecho sentido de la propiedad individual. En este aspecto, la "comunidad teatral" que se vive en torno a Discépolo —entendida como producción social— es la antítesis y el cuestionamiento de la fragmentación cotidiana que se expande como correlato de la "crisis de la ciudad señorial".

GENERACIÓN Y SINCRONÍA Y en obras grotescas han obtenido merecidos éxitos varios autores argentinos, entre ellos, Armando Discépolo, Francisco Deffilipis Novoa, Rafael di Yiorio, Eduardo Pappo. José María Monner Sans, Panorama del nuevo teatro, 1939.

Podría plantearlo como anécdota: Scalabrini Ortiz y Castelnuovo estrenan el mismo día en el mismo teatro; es el dato más inmediato que me corrobora una generaciónsincronía. También podría señalar los desplazamientos, reagrupamientos, tensiones, comunes denominadores y vasos comunicantes entre revistas aparentemente tan antagónicas como Martín Fierro y Claridad. Lo que por tradición se describe como polémica, se vería así, en tanto contradicción, como los términos del "dilema fundamental de un momento" entre los que se sienten tironeados los escritores nacidos sobre el 900 y que inauguran su literatura alrededor de la Primera Guerra Mundial. No una zona de indeterminación, entonces, sino un enclave fuertemente estructurado como "campo de posibles". Insistir aquí en que la mayoría de estos hombres pertenecen a las napas medias de origen inmigratorio y que, por lo mismo, en su correlativa ambigüedad, pueden adscribirse a Boedo o a Florida vacilando entre los dos extremos más nítidos, si no es obvio, por lo menos suena a tautología. Prefiero, por eso, que aquel dato de nivel anecdótico me remita a una perspectiva global. Estoy, por lo tanto, en una dimensión claramente sincrónica, busco una trama interna, inquiero los rasgos estilísticos obsesivos y las señales de condensación y palpo con cautela. Lo primero que advierto, el sainete aparece impregnado por la misma mancha temática de Boedo: conventillos, borrosas y agresivas figuras de inmigrantes, escenografías barriales, obreros, el gangoseo de los ladrones, huelgas, trabajo humillante, encierro, penumbra. Gorki muy cerca, Andreieff nada arcano, rumores semánticos que provienen de Tolstoi, el rezago naturalista surgiendo por

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todas las fisuras, y muescas, anarquismo desflecado en Reclús, Nietzsche. Malatesta, el cooperativismo y la acción directa. O la moneda falsa que articula el primer sainete con Erdosain, Mustafá y Di Giovanni. Lógico: en ese momento, en la novela se sentían muy próximos al Gálvez de Historia de arrabal o, en teatro, se veían como nietos de Sánchez o prolongando al Carlos Mauricio Pacheco de El diablo en el conventillo. Me tienta la elipsis, cabría eludir ciertos pasos intermedios, pero me empecino en el paso a paso catenular de algo seriado; es el momento en que presiento que no estoy hablando de Armando Discépolo sino de Elias Castelnuovo: las tinieblas me abruman, parpadeo, los recovecos se me van poblando de exhombres y cantidad de larvas corroen las vestimentas y las designaciones, escenarios y palabras. Prevalece una temperatura literaria entre sumergida y mutilada. A cada paso indeciso, fangoso, la ambigüedad vacila entre Tinieblas y Claridad; la situación y el proyecto donde la voluntad ascencional y la dimensión de caída oscilan trazando un espacio imaginario y una perspectiva del mundo. Es el cruce de coordenadas en que Castelnuovo se me dibuja como el paradigma donde más coagulado está el boedismo. A partir de ahí, la penumbra del universo sumergido me va condicionando la deformación y los hombres se parecen cada vez más a bichos o se asemejan a animales. Estamos en el grotesco. Y si a continuación digo Tango, la figura de Enrique González Tuñón me brota de inmediato. Si enuncio Ladroncitos, eso ya es El juguete rabioso, Y el cierre: locos inventores. Es decir, el parentesco que va de Los siete locos a El movimiento continuo y que une a Roberto Arlt con Armando Discépolo. Con salvedades, porque si Castelnuovo no obtiene a lo largo de su obra la densa interioridad del grotesco y los resultados dramáticos de Armando Discépolo, debo atribuirlo a la incidencia esquemática de la izquierda tradicional con su rigidez, sus prolongaciones entre normalistas y social-liberales, su excesiva obstinación demostrativa y su didactismo populista. La literatura debía ser, por sobre todo, pedagogía, y las denotaciones que estrangulaban sus figuras se creían edificantes: los héroes y el pueblo se salvarían educándose, el detonante revolucionario debería ser iluminista y la desmesura de Radowitsky resultaba una infracción didáctica; de ahí que toda esa zona estuviera plagada de conversiones. Si Enrique González Tuñón se queda "al margen" del escenario — entendido como dibujo preciso y como imagen— donde sólo se limita a glosar lateralmente Tangos sin una participación corporal, protagónica y de riesgo, debo atribuirlo a su falta de decisión en asumir totalmente el desdeñado lenguaje "ítalo-criollo" que lo seduce e inquieta. Roberto Arlt cautamente entrecomilla "cafisho" o "mina"; es un ademán de puntas de dedos porque, en el fondo, teme quedar "pegado" (como con el sexo o el trabajo), "caer" y proletarizarse. Y en todos los casos temen ser confundidos en su proyecto de "escritores cultos" que presienten que la mirada consagratoria reside en los Lugones y los Ibarguren (y en las mediaciones concretas de los premios municipales). O, para involucrarlos a todos, puede decirse que su "núcleo de cristalización" marca una oscilación permanente entre el populismo y la academia, entre la literatura maldita y los escribientes anexados. Si en la otra dirección pienso —como ya insinuaba— que El juguete rabioso simboliza una paideia urbana homologa a la paideia rústica instaurada en el Segundo Sombra, o si contextúo la devoción de Güiraldes por "el caballo que se va para siempre" con la de Armando Discépolo en Mateo por el "matungo bichoco", el entramado generacional se coordina aun en sus flecos aparentemente más alejados poniendo de manifiesto sus reales

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y profundas significaciones. Sigo. Porque si a esa red de componentes le agrego las reacciones de un joven de Florida, Ernesto Palacio (el más politizado del martinfierrismo), en quien se verifica la penetración de las pautas con que los gentlemen-escritores sobrevivientes del 80 y los escritores-gentlemen del 900 en pleno apogeo juzgan al sainete y al grotesco como teatro "aplebeyado" obtengo mayor nitidez. El mejor índice de la densidad de un fenómeno cultural nuevo —entendido como cuestionados y disolvente— se comprueba en las reacciones de los grupos tradicionales. En general, la secuela marca ocho tiempos: silencio, ironía, deformación, misoneísmo y elegía, antihistoricismo y apelación a los "valores eternos" y finalmente, ataque, denuncia y censura (v. Cesare Mannucci, Lo spettatore senza liberta, Laterza, 1965). En particular, y referido al sainete grotesco, el indicador más destacado resulta Palacio como discípulo de Lugones; es el arco que se abre entre el helenismo como propuesta y el uriburismo como sanción Y si, finalmente, para recuperar niveles englobantes más amplios, apelo a otro floridista mayor —Leopoldo Marechal— que por sus impregnaciones formales apunta hacia el martinfierrismo, pero que por su aprendizaje y evolución se desplaza hacia lo popular (en el itinerario que va del populismo yrigoyenista al populismo peronista), articulando válidamente temas con procedimientos, no sólo interpreto y valoro Adán Buenosayres como magna síntesis de los comunes denominadores más decisivos de Florida y Boedo (al impostar biografías y anécdotas en paradigmas y símbolos), sino también como culminación y clausura hacia 1948 del "grotesco criollo" vigente entre el 20 y el 30.

MOMENTOS, TEXTURAS, COORDENADAS En cuanto a las diferencias que se manifiestan, son varias, pero importa subrayar las dos que ponen en evidencia el traslado de la especie de Italia a los escenarios porteños. Lo primero que se nota es que la constante del triángulo pasional, compuesto por el marido, la mujer y su amante, ha desaparecido casi por completo en Discépolo (...) Las diferencias mayores y más importantes sobresalen en los testimonios ásperos y las denuncias clamantes de los desencantos, las frustraciones y los fracasos de los inmigrantes... Luis Ordaz, Acercamientos y diferencias, 1987.

1920-1930: sobre el período de apogeo del sainete, recortamos transversalmente la emergencia interiorizada del grotesco. Teatro, política general, implicancias socioeconómicas, coyuntura generacional. Pero ahora recorro longitudinalmente la trayectoria autoral de Armando Discépolo de 1910 al 34 y la siento como una especie de rosario que palpo entre los dedos: dos tipos de cuentas de textura diversa voy sintiendo; la más ágil, con menos opacidad, sin anfractuosidades ni sorpresas. Previsiblemente son los sainetes que provienen de Trejo y la zarzuela y se emparentan con los de Carlos Mauricio Pacheco, paradigma de sainetero entre 1910 y el 20 (El guarda 323, El patio de las flores); las otras cuentas de la serie, más oscuras y ásperas, cargadas de tensiones, proletarios y discursos (Entre el hierro, La fragua) se vinculan a la estirpe de Marco Severi, la "izquierda de Sánchez" y el teatro costumbrista y libertario de Alberto Ghirauldo y la faena

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periodística de Maturana, Alejandro Sux, Más y Pi en el primer Martín Fierro de 1904, Germen, Ideas y Figuras y el Infierno. Pero, de pronto, voy percibiendo cada vez más una textura inédita, no del todo diferenciada al principio porque prolonga los signos mas característicos del sainete entremezclados con algunos discursos. Leo: se trata de El Movimiento Continuo; 1916, la fecha de estreno. Si bien hay una obvia apelación a la risa directa a través de los procedimientos mas exteriores, el final se cierra con lo inesperado de un fracaso; dentro del esquema del sainete, eso vibra como un insecto y algo me inquieta. Pero sigo avanzando, no advierto nada nuevo: 1917, 1918, los sainetes, lo de más afuera, narizotas, gallegos, estereotipos o gringos al obvio servicio de Parravicini o Casaux. Lo previsible, en fin. Al llegar a 1919, El Vértigo me demora y detengo mi escrutinio: larga elocuencia, escenografia anarquista y crispada. Prosigo. 1920. El clavo de Oro, prácticamente a la orden de Orfilia Rico; 1921, Mustafá, “El Nacional", Carcavallo, sainete. Todo parece igual, pero no, lo que había presentido en El movimiento continuo se ha agravado, el fracaso final es mucho más duros aunque no tan extrovertido: se opera con una economía sin desbordes; se alude pero no se subraya. La interioridad ya se había esbozado entonces; pero lo mas significativo era que el catalán de 1916 hablaba siempre de lo mismo: del dinero. Ingrediente clave entendido como frecuencia significativa. Por cierto, las formulaciones no eran ni oblicuas ni alusivas, sino frontales, reiteradas y hasta despiadadas. Pero si en ese año se trataba de inventar una máquina para obtener ganancias y conjurar la miseria, en Mustafá es la misma avidez la que estalla pero sin burla, porque si el dinero se pretende lograr mediante el trabajo, y el trabajo no rinde, se roba. El circuito significativo abierto en Los inmigrantes prósperos hacia 1890, las normas instauradas en 1902 por Giusepe Romei en Come dorrebe esse l’emigrazione e la colonizzazione italiana alla Republica Argentina o las reticencias de Tommaso Perassi expuestas en La convenzione tra l’Italia e l’Argentina in materia d’infortuni sul lavoro de 1922 se clarifican. Si la infracción respecto de la norma implica creatividad, el recurso de la inmediatez mágica del robo en reemplazo del cotidiano empecinamiento del trabajo (y, en gran medida, el dinero que se sublima) al desmaterializar, poetiza. Se torna en mito del dinero. Resulta lo inasible y fabuloso. El jugueteo inmediato del sainete, pues, se refina así con la equivoca presencia del dinero en reemplazo del trabajo. A partir de esos dos ingredientes, ya no provoca risa el fracaso: como no se exterioriza, queda, decanta y agrava en el propio personaje. Allí se potencia y ahonda; no se transmite su mal, sino que lo porta; no hay descarga, porque el padecimiento resulta más bien todo lo contrario: es el proceso de interiorización inicialmente visible en la escenografía y en el lenguaje, en la luz, en los coloquios inhábiles y ansiosos y en las mutaciones lo que se ha incorporado. Y así como en el teatro romántico había "escenografías morales", el grotesco de Armando Discépolo, a contar desde aquí, se caracteriza por su "moral escenográfica": si Mustafá exhibe o vocifera su mal, se me distancia, se diferencia de mí; controlado, "ahogado de pena" en su rumia, logra que se me parezca y nos emparentemos. Sus miserias y las mías son simétricas; su incoherencia se corresponde con mi pérdida de equilibrio: mis ideales y los suyos sucumben ante una realidad insoportable. Su cese en la producción, su "caída" en la animalidad, me incorpora como "puro cuerpo" y como inercia. Él apela a mi compasión y yo me "descargo" por él. Y dejo de ser su espectador para convertirme en su semejante. A través del reconocimiento que implica un nivel actoral análogo al del

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espectador, el proceso de identificación se ha logrado. Y el primer pasaje se da, por lo tanto, del 1916 al 1921, entre El movimiento continuo y Mustafá.

EXIGENCIAS / INTIMIDADES; COROS /CUCHICHEOS El señor Alvear es un espíritu sin inquietudes. Lo atrae el medio europeo en sus aspectos más superficiales. Distracciones múltiples, hipódromos pintorescos, marqueses de guardarropía, chefs insignes, teatros bien concurridos. Alfonso de Laferrére, Literatura y política. 1928.

Paralela, complementariamente, los discursos reivindicatorios de origen anarquista también se han interiorizado: ya no se exclaman sobre el futuro ni sobre la aurora roja; esa dimensión espacial referida al tiempo se muestra tan mutilada y revertida sobre sí como la dimensión espacial elocutiva. La última vez que aparecen obreros en huelga con entonación fabril y en reivindicación, se da en El Vértigo. La fecha aparece atestada, desbordada de significaciones: septiembre de 1919. La incidencia de la historia inmediata ha demorado nueve meses en lograr su comentario; es la fractura decisiva en la perspectiva de cambio veloz y violenta portada por la izquierda inmigratoria. Después de eso, la presencia plural del proletariado se irá disolviendo; la estentórea dramaticidad de lo fabril y lo huelguístico también, y la espacialidad de la fábrica consiguientemente. El tránsito se refracta en otro nivel mediante el pasaje de Promisión de Ocantos hacia A contramano de Rodolfo González Pacheco. Si el trabajo prevalece, será individual, segregado, cada vez más en la dimensión de los rincones. De la filosofía vehemente y muscularmente optimista, Armando Discépolo marcará con su producción un acentuado deslizamiento hacia un escepticismo sombrío y sin alardes. Ya se desconfiará, por igual, de la "revolución inmediata" y del trabajo honrado. Toda la rigidez defensiva del esqueleto teatral discepoliano parece aflojarse; éste es el momento en que se visualiza el pasaje desde la nitidez lineal, plana de los obreros exigentes (simétricos en su única medida a los del sainete protogrotesco), hacia un diálogo próximo, de entonación intimista, alusivo y reticente, inconcluso e irónico (o de monólogo, soliloquio o delirio). Es aquí donde lo coral es reemplazado por la lírica del cuchicheo. El ruido de La fragua o la algarabía de El patio de las flores se repliega en Mustafá y Mateo. La unívoca dimensión dramática de los obreros huelguistas y categóricos que con su exasperada elocuencia apelan al lloro (o la simétrica simplicidad de las maquietas que descaradamente buscan la risa) se entrecruzan y, al superponerse, se contaminan, atenuándose en los rincones de "tallercitos" solitarios (donde hasta la fragua de los herreros se amortigua en el taburete del relojero) o la caldera de la usina se matiza y requiebra en la cocina de los sótanos. Ya estamos, pues, categóricamente en la comarca del grotesco: ni carcajada ni llanto. La contaminación, el matiz, el envés de trama, la risa-llanto, el gana-pierde, las lágrimas equívocas, la ambivalencia, la pluralidad de significados en fin. Del sainete tradicional y del costumbrismo ideologista se ha pasado al grotesco que, como primera síntesis, se nos aparece como un sainete donde se contaminan el humor y lo dramático catalizados por la presencia del dinero y en la mediación del trabajo frustrado que la coyuntura histórica abre inéditamente entre 1916-1919-1921.

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Se sabe: la condensación y el pasaje no implican corte sino mutación, porque si el continuo abarcaba a Vacarezza y Discépolo, los materiales del sainete tradicional y del teatro anarquista reaparecen alternada, enmascaradamente como antiguas napas geológicas fracturadas. Los "inertes" previos —por serlo— demoran en disolverse. Y toda arqueología literaria reaparece en las etapas de vacilación: especialmente ejemplarizadores son los "rezagos retóricos" de las dos obras que rodean a 1930: Levántate y anda y Amanda y Eduardo. Lo que no significa que "el núcleo del grotesco" no se perfile y prevalezca cada vez más en la creciente actividad de Armando Discépolo, porque si, hasta Mustafá (1921), sobre diecisiete obras once son en colaboración, de las catorce posteriores a 1921 apenas cuatro se realizan en equipo. Dicho de otra manera, una vez logrado y verificado el salto y la síntesis que el grotesco presupone, Armando Discépolo proyecta profundizarlo por su cuenta. Ya no es el humus, la arqueología del grotesco, los ingredientes, la generación o el encuadre; es el grotesco, es su estilo. Es el "autor de repertorio" entendido como productor de una sucesión de obras que definen una línea y no simplemente una serie de piezas de ocasión. En el núcleo de esa mutación cualitativa que hacia 1916 se presiente, cataliza hacia el 19 y en 1921 emerge, inciden y se insertan otras coordenadas: en primer lugar, el condicionamiento atribuible a la presencia de un actor como Pablo Podestá que había impuesto un estilo desbordado e inmediato (pero que, loco y sin trabajar desde 1919, muere en el 23) y la correlativa y explícita admiración de Armando Discépolo por "la grandiosidad", de Ermette Zacconi. Y la menos refinada devoción por Casaux, donde se comprueba un pasaje hacia el "estilo Arata" no tan musculoso y mucho más matizado. Arata, es decir, el predominio de una "mímica recortada, represada, nunca fluida", de decisiva influencia en el "grotesco criollo" (v. Arturo Cerretani) a través de "su elocución tropezosa". En segundo lugar, la creciente divulgación de Pirandello, estrenado por primera vez en Buenos Aires el 7 de julio de 1923 en el teatro Maipo, en traducción de Joaquín de Vedia (Toque fierro, le digo [Jettatore]) que se extiende decididamente hasta más allá de su venida en septiembre del 33. En tercer lugar, la decisiva presencia de Enrique Santos Discépolo —el "hermanito menor"— que, si desde 1918 se va acercando al teatro con Los duendes, se convierte en un típico colaborador (entre alguien que privilegia la pauta actor-letrista con la de quien acentúa la de autor-director), y culmina en 1925 con El organito, pieza de los dos, y con la temporada 1929, en los teatros Urquiza, Argentino y Cómico (donde Enrique Santos Discépolo actúa bajo la dirección de Armando) y, especialmente, en el Nuevo, (momento en el cual Enrique Santos protagoniza ¡Levántate y anda!, de Armando). En este caso se puede subrayar: el teatro es faena grupal; y si el texto dramatúrgico resulta horizontal, "verticalizado" en el texto escénico, incorpora en cada actuación componentes que ya no aluden a la propiedad individual sino aun trabajo colectivo (ya se trate de las "morcillas" espontáneas de algún actor, del oportunismo en función del auditorio o; incluso, de las sugerencias de cierto electricista alarmado porque "los fusibles no aguantan más"). Con semejante recuperación de pautas Armando Discépolo se va insertando en el concreto campo de posibilidades diacrónicas condicionadas por el curso histórico. El texto nos reenvía al contexto. Y a la inversa. El ademán mutilado de "un texto revertido sobre sí mismo" resultaría tautología. Al fin de cuentas, la crítica debe ser el encuentro de dos historicidades en el plano de esa peculiar transhistoricidad que es la literatura.

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UN TEMA RECURRENTE Italianos, franceses, turcos, criollos. La última habitación la ocupa un griego relojero. Roberto Mariani, Cuentos de la oficina, 1925.

Sorda, solapadamente, por debajo de esta serie de coordenadas, surca la obra de Armando Discépolo un entramado de linfas longitudinales a diversos niveles que se reiteran, se desplazan, se superponen hasta fundirse, se bifurcan o esclerosan y van constituyendo la osatura dramática fundamental que puede seguirse en sus rastros, apaciguamientos, hiatos o densificaciones. Son los temas recurrentes que con sus frecuencias significativas y sus señales estilísticas corroboran desde el interior de la obra el pasaje y refinamiento del sainete tradicional (o del naturalismo discursivo) en tránsito hacía el grotesco. La que podría llamarse "del borrachito al grotesco" es la primera obsesión reveladora y la más evidente por su inmediata encarnación en los héroes: en Entre el hierro aparece lateralmente un germen inicial del protagonista grotesco; se llama don Fermín y es un borracho; el dato más evidente, su cuerpo inerme, bamboleante e inseguro (acotado como "más viejo, más doblado", y comentado porque "nos caemos de... viejos"); fatigado por el trabajo (que se hizo con vistas a juntar "pa' ellos" y se justifica por haber "trabajado más de cuarenta años seguidos"); su situación ("de pobre") se reivindica en un discurso tartajeante ("¿Qué chupo?... ¿Qué voy a hacer?... ¿Morirme?"); se blande como un bastón en agresivo enfrentamiento clasista ("El fierro para levantar casas de ricos precisa alcohol para amasarse"); se explica por sus orígenes ("Porque si yo chupo ahora, es porque he soplao bastante") en la borrosa conciencia de su aspecto ("Es feo, ¿eh?... Es feo estar así, pero domina"). Las prolongaciones del feísmo naturalista aparecen desde el comienzo impregnadas por un neto determinismo aunque los componentes que en el grotesco se darán superpuestos y ambivalentes, todavía se jueguen separadamente ("Todo me causaba risa. Hoy lloro por cualquier cosa"). Y si esa figura "pretende erguirse", su cuerpo no le responde por "débil" y por "viejo". Es un vendido. Pero entre vencidos: si Fermín es un "borrachito", también Pedro "está borracho y se tambalea mucho más que en la escena final del primer acto, porque en la lucha entre el alcohol y la fuerza siempre vence el primero". Es 1910 y todavía estamos muy cerca de Zola y del ancho impacto del naturalismo biologista. También, más cerca aún de Los muertos (1905) y de Los curdas (1907) de Sánchez. Aunque ya no se trate solamente de lo corporal deteriorado sino de la ropa, porque si un "traje acusa desaliño" y el personaje se queda "sin sombrero", cada vez que marca una salida "se lo pone abollado Y medio ladeado". El vencido arrugado y solitario, pues, practicante de soliloquios agresivos, crispados e impotentes, cuando dé un paso más insinuará a los delirantes posteriores, "descompuestos", temblorosos y "dominados hasta el delirio". En La fragua de 1912, por primera vez—tangencialmente pero con precisión— se designa a esa suma de datos embrionarios como "grotesco, amargamente grotesco". El fracaso de la huelga en tanto "doblega" a "ese tipo firme, altivo, poderoso" surge como motivación inmediata en el condicionamiento y en la aparición del "borrachito". Las reminiscencias librescas de figuras nicheanas (localmente almas fuertes) que han

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condicionado "prometeos", "misioneros" más robustos que evangélicos, montañosas figuras de "héroes" y "portaestandartes", con el pasaje del siglo, se atenúan, empequeñecen o, francamente, se disuelven. Dentro del circuito personal de un modelo como Lugones, es lo que va de Las montañas del oro a Los crepúsculos del jardín o —en una óptica más distante— el deslizamiento del mismo Lugones al ceniciento Banchs. Es la mirada que sobre sí mismos depositan los escritores seducidos por Hugo o Sarmiento en la continuidad del gran romanticismo cuando empiezan a presentir que su papel no se corresponde exactamente con una acción de líderes autónomos, más o menos wagnerianos o autoritarios, sino que su situación se corresponde con una larga cadena de mediaciones sin tanta espectacularidad. Correlativa, refractad a mente, la humillación de los hombres de Discépolo se encarna en lo corporal, el "cansancio de trabajar" se acentúa, de la fuerza se va pasando plásticamente a la "vejez" y del enfrentamiento laborioso ante la máquina se articula cada vez más un deslizamiento hacia una relación mágica de "locos" ante la máquina milagrosa de hacer dinero. Del trabajo vivido como norma y proyecto ("No hemos venido a la Tierra a jugar un juego de azar") se va desplazando hacia la intuición del juego ("Ahora sabemos que la muerte es el disfraz del latrocinio"). Es el pasaje del armonioso contrato liberal a la competencia despiadada. Se trata, en último análisis, del encuadre grupal del "borracho", pues "los huelguistas vencidos" preanuncian su conversión en "inventores delirantes". El movimiento continuo (1916), comparece como el nítido protogrotesco donde lo insinuado antes se pone en marcha involucrando la intuición de una salida oblicua, la mágica revancha frente a la derrota, la humillación y las carencias. Ya no se asiste al proceso de la batalla planteada, gritada y perdida, sino a la encarnación de la magia gratificadora: los obreros vencidos, enloquecidos, a medías atónitos y "borrachitos" a medias, son ahora inventores ("Ríete de Fulton, de Edison y de Marconi"). El protagonista, enardecido por su delirio, se ríe desproporcionada, "grotescamente", y su discurso y los ademanes —en su núcleo— responden a que "está achispado" y "llora de alegría". El "borrachito" deprimido se ha tornado eufórico, desmesurado. Pero brusca, despiadadamente, volverá a incurrir en el fracaso cuando, de pronto, "se desplome el fenómeno en un trac formidable". Accedemos a la zona en que aparece el grotesco intensificado, al umbral donde "Todo aquel entusiasmo es perplejidad y confusión". Avanzando un paso más: ya resultan grotescos y esa dimensión la subraya desde "afuera una turba de chiquillos" que se ríe de "¡El movimiento continuo!". Derrota y burla; fracaso y diversión. Y entre esos dos elementos antitéticos se va balanceando el grotesco de Armando Discépolo hasta integrarlos a su núcleo significativo. Hasta convertirlos en su eje mayor: los antihéroes. Que, por antigua definición han tirado sus armas y sus hurras al abandonar el centro del campo de batalla para encogerse en la retaguardia. En El vértigo (1919), el antiguo "borrachito", el border derrotado, se llama Silvestre y su grotesco se comprueba en lo gestual subrayado en las acotaciones: "Silvestre espanta una mosca que lo fastidia", "con ese ademán tan italiano que se acompaña con el chasquido de la lengua" o dejándose deslizar "el sombrero sobre los ojos". Téngase en cuenta: el marginal ya no se realiza ni siquiera en el borde dramático; diría, se despega de la escenografía, se contempla a sí mismo, comenta sus actitudes y su inoperancia, presiente que no lo descalifican aunque lo humillen y se dispone a vivir sobrellevando su miseria y se adelanta hacia el proscenio. El "borrachito" del coro, así, se va desprendiendo con sentido inverso y "desatando" en dirección a la zona protagónica.

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ANTIHÉROES; DE RASTIGNAC A CHAPLIN Y MATEO De Homro a Arquiloco es la distancia que va del conquistador al vencido que abandona su casco, su escudo y su espada. Y también, su vergüenza por la derrota; descaro que, por cierto, termina por exhibir. Diego Lanza, Il tiranno e il suo pubblico.

Mustafá (1921) ya es lo que empieza a sobrenadar como grotesco a partir de la mayor significación de las acotaciones en tanto ingredientes del proceso de interiorización: "Sufre una extraña pesadumbre que lo dobla, lo achica". Es el fracaso del primitivo "borrachito" o delirante a través del trabajo y las carencias. "Jintina drabajo cansa, bone flaco a durco". Y el cuerpo doblegado es cada vez más el signo visible del estilo que se recorta, aunque, en el delirio, se contamine: "Mustafá cae de rodillas, pone su frente en el suelo y perjura. Hay algo de demencia en él. No se sabe si es la alegría de haber ganado o el miedo a quien negó la ganancia". Cada vez más el tipo, entonces, se pasa a lo situacional como grotesco en la medida en que la figura, al despegarse del sainete tradicional, impregna su contorno. América ya no es proyecto, es cuerpo definitivo, es un destino que insinúa la muerte. Por eso el grotesco se va definiendo como pérdida de la totalidad: pierde reciprocidad hacia los otros y objetividad hacia las cosas. En Mateo (1923), además de ser la primera obra denominada genéricamente "grotesco", las connotaciones surgen desde el comienzo: ya no se necesita beber para andar mal; "el clima le hace mal", todo el ambiente negativo lo penetra: "lo huele", "se le mete adentro". Y reaparece como rasgo intransitivo: "gabán de lana velluda hasta los tobillos, media galera, bufanda y látigo. Trae un cabezal colgado al brazo"; "los bolsillos laterales llenos de diarios". O transitivo: "estornuda estrenduosamente" (en rezago de lo sainetal). Y de vaivén, cuando obliga a bailar a su mujer tocando el acordeón mientras ella llora, porque si "El hijo no ve su ridículo" se debe a que "El viejo despista: se pone la galera de Severino, abollada y maltrecha", "Dando lástima y risa" en su recuperación. En el proceso coloquial de interiorización, paralelamente, se va llegando a un límite que serán las primeras conversaciones con los animales: aquí, con el caballo. Es que la repetición obsesiva del prolongado "borrachito" o del "delirante" se anquilosa en circularidad: si ha llegado al proscenio, el resto de lo coral ya no importa; su interioridad lo disuelve y apenas si le queda un animal como hombre totalmente interiorizado. Disuelta la totalidad, sobrenadan apenas elementos aislados: será el "egoísmo", la monomanía, el tic. Hombres de honor (1923) que si por su ubicación temática y por su lenguaje resulta un desplazamiento inédito respecto de la constante que venimos siguiendo, lateralmente juega ese dato: en medio de un velorio, donde los protagonistas lloran, un personaje episódico "estornuda estrenduosa, grotescamente" provocando un contraste violento cargado de ambivalencias. Digamos, "el borrachito" "el ridículo", se retrotrae aquí a una acción lateral, pero su núcleo significativo se recorta por contraposición; si en soledad resulta inerme, confrontado en un medio extraño, hostil, su condensación alude a un borroso y mediatizado conflicto social. Giacomo (1924): se anuncia "Per contar la mia alegra e trista historia". Desde su inicio, la inseguridad, visualizada en balanceo, colorea lo biográfico y la psicología. "Lloro o río",

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formula insistentemente el mismo protagonista o actúa como marcación ("Tambaleando se adelanta al proscenio. No se sabe si llora o ríe, pero está ahogado. Sonríe ahora y la voz llora"). La andadura del inicial borrachito se comprueba y materializa en ambivalencia hasta proyectarse a todos los niveles: como "Lucha entre el miedo y el hambre"; cuando "Llora: porque se pone muy feo, como los niños", hasta en el minucioso dibujo de la presentación ("Asoma por foro. Viste ropa ajena. Bufanda exigua, sonríe, amable y temeroso. Mira poco de frente, defendiendo su culpa. Tiene frío"). Incluso la temperatura incide aquí en el arrinconamiento. Y la enfermedad: "Tomando las tijeras. Corta una lengua de cuero que le asoma de un tamango. Por la gota (se queja y se dobla)". El héroe grotesco no bebe, "huele", y su deterioro proviene de sus "presentimientos". Es decir, aquí también interioriza por refinamiento el origen de su malestar, las causas de su decrepitud no son "naturales", sino que "no sabe de dónde vienen". El virus, espiritualizado, se llama "ambiente". Y el héroe grotesco concluye hablando con el gato en esa radicalización del "borrachito" que se exacerba en el desván donde delira a solas y sueña "rezongando palabras dialectales incomprensibles". Ira, marginalidad y la separación —por consiguiente— se van transformando, primero, en soledad permanente y, luego, en autismo. La no reciprocidad deviene "desinterés" y el grotesco se transforma en un "desinteresado" de su cuerpo que "se va dejando morir". Corresponde decirlo aquí: la alternativa de prolongación en ese sentido sólo reaparecerá dentro de nuestra literatura con tanta densidad en el clochardismo de Cortázar, donde la marginalidad y el autismo del discurso se vuelven sobre sí mismos hasta la clausura. En otro nivel —específicamente teatral— las figuras de Beckett pueden dar la pauta de complementación de todo un circuito interno del héroe en la literatura: de Rastignac a Malone; o de Sorel hacia K, cuyo nombre soporta su propia corrosión. Es decir, del antihéroe, de la disolución del héroe a través de su lenguaje definitivamente cariado que ya implica aniquilación del lenguaje. Lo chaplinesco —en esta continuidad— llega a convertirse, dentro de una dimensión global, en la divisa más difundida de este proceso durante el período de entreguerras: no sólo simboliza el desconcierto enfrentado a la convicción, sino al "arrugado" y al inerme gambeteando las diferentes armaduras del orden, del centro y del Poder. Si hace reír es el resultado de un gag, esencial resultado de la efracción entre el código señorial y el de los "despistados". Incluso cuando enternece y "hace llorar", es porque transita el envés institucional. Pero con sus dos fases y sus dos ademanes fundamentales logra inquietar los cánones más ortodoxos del establishment. En su misma marginalidad, en su fracaso en medio del vértigo de la gran ciudad mercantilizada, en su ropa, en su perplejidad (y hasta en su peculiar mudez que va más allá de las técnicas de la industria cinematográfica), es posible leer el cuestionamiento y las consiguientes alarmas de la gentry. Chaplin —hacia 1930— encarna al antihéroe enfermo en un momento grotesco mundial (cfr. Jean Dampierre, Film et cité, La Balconnade, 1973).

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PROLONGACIÓN DE LA RECURRENCIA La capital padece de la misma enfermedad del mundo, cuyos síntomas diariamente se denuncian en la procacidad literaria de la prensa del arrabal, en los folletos inmorales que se distribuyen al pueblo, en la novela escrita con lenguaje de consultorio médico o de patio de cárcel... Liga Patriótica Argentina, 1927.

En Muñeca (1924) se produce algo similar a lo de Hombres de honor—dado el nivel social en que se sitúa la acción— en tanto el rasgo estilístico nuevamente se desplaza: Anselmo, amante viejo, feo y fracasado, "llora y hace reír". Pero el procedimiento esencial del grotesco elude así el riesgo de tornarse en manera porque ya no se emplea sobre un tipo aislado, sino que se traslada hacia una situación generalizada donde "Enrique llora y Anselmo, reponiéndose, ríe". La ambivalencia individual se transfiere así a una pareja de hombres ("¿Che, por qué lloras si yo río?"); y de la pareja que encarna los términos contradictorios y complementarios del grotesco, se pasa luego a una situación aun más ampliada donde se reconoce que "Estamos todos locos" o se señala que "Están todos espantosos". Si esta zona resulta teñida de "libertinaje", paralela al "puritanismo" de la zona artesanal, ambas funcionan como corroboración de lo desintegrado y marginal. La fractura de la norma se multiplica así y se penetra en el grotesco desatado, generalizado: Nicolás ya no habla con animales, sino que los imita hasta llegar a la animalización corporal. Aquí, la incidencia pirandelliana es indudable, pero el significado de la regresión y del "surgimiento de los instintos" no se carga con un valor condenatorio, sino como posibilidad de relación con lo elemental y rudimentario en reemplazo de la "unidad social" fracturada. Si el liberalismo de las convicciones de 1880 se daba como "armonía" —sobre todo de clases—, el proceso entre 1920 y 1930 se verifica en la "desarmonía" corporal del protagonista grotesco. El orden señorial se ha desarticulado. Y la referencia al tango adquiere una densidad paralela, porque si Muñeca "ríe histérica", a sus espaldas resuena "Soy un arlequín". Por cierto, un poco más allá se recortan "Esta noche me emborracho" y "Malevaje" cuyas correspondencias significativas engloban ese proceso de fractura. El ímpetu del "burgués conquistador" se ha hecho "desgano", "fatiga", "improducción". En Babilonia (1925), las posibilidades de dilatación llegan al máximo: porque si grotescos son todos los personajes, la generalización de ese tono se cataliza todavía más a causa del arrinconamiento subterráneo donde "lo grupal obrero" se ha desplazado hasta deformarse en "grupo de criados". Bien visto, se trata de una subterránea fábrica de sirvientes donde la deformación se comprueba —y congela— bajo la mirada de los patrones: vistos desde arriba, aparecen fatigados, humillados y deformados como nunca; la óptica amo-criado distorsiona no sólo la referencia platea-escenario, sino que la ambivalencia risa-llanto (desplazada del interior del protagonista a la pareja primero y después al grupo) aquí se espacializa entre el arriba festival de los patrones y el abajo sometido de los sirvientes. Ya es posible formularlo: todo el universo del sainetee se ha tornado grotesco; el patio inicial, fracturado y arqueado sobre sí, es "gruta" y en la dimensión de Babilonia el grotesco se da definitivamente como "infierno" del sainete. En esta acentuación "infernal" radica, precisamente, la condensación de los componentes y tensiones de la "interiorización" que caracterizan el pasaje de uno a otro término. Las

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"causas" del naturalismo se han desmaterializado en "clima", de manera tal que los condicionamientos lineales se tornan totales, volumétricos: ya nadie tiene "aliento de borracho", sino que se sienten "abrumados" por esa temperatura general que los impregna y sofoca. Y para recuperar un circuito histórico: si La Bolsa mezclada, apretada, ansiosa y deformada —entendida como metáfora mayor de la coyuntura de 1890— se ha transformado en "bolsa de gatos", la animalización inherente al grotesco se densifica, de esta manera, en su máxima proporción preanunciando "1930". Es lo que va de la primera fisura del proceso liberal a su mayor conjuro. El mito de "hacer la América" se ha convertido en "la realidad de la dependencia". Y en El orgánico. (1925), el grotesco englute todo, hasta la escenografía. Ya no hay ni recuerdo de los obreros iniciales ni del trabajo organizado; a lo sumo, el pasado se palpa en las paredes como humedad. El único trabajo es un "trabajo loco", el "trabajo grotesco" del universo lumpen. Es que a partir de los mendigos y de los ladrones, el grotesco se ha combinado con la picaresca: en el grotesco-pícaro de Armando Discépolo se resumen las figuras de la ciudad liberal, y si hasta aquí se repetía a Cambaceres, quizá a Payró o a Fray Mocho, a lo del coetáneo Arlt, con este "manicomio" donde el arrinconamiento y la penumbra como totalidad predominan, la escenografía moral es lo que materializa el deterioro. Del optimismo previo a 1919 se había pasado al pesimismo cauteloso, al escepticismo; pero ahora se bordea el cinismo: al mal no se lo conjura ni se lo justifica, se lo asume y también se lo "interioriza". Ya no se es torpe a causa del vino ni del ambiente; el hombre es torpe; nacer es torpe; ahí radica "el primer tropiezo". Más aún, la moral deformada es grotesca. Marginados de toda participación, resulta consiguiente que si "el cuerpo moral" inherente a la comunidad se destruye, los cuerpos de los protagonistas sean endebles o mutilados. De ahí que el mismo lunfardo brote como el grotesco a nivel del lenguaje. Ya no hay discursos ni malentendidos ni cuchicheos, sino idioma craquelado, corroído y telegráfico por presidencia total de la norma: el lunfardo no sólo es lenguaje secreto y el idioma de los rincones, sino el síntoma de la rebelión contra la inercia de los adaptados. Como nunca, es el componente que más desestructura y separa. Es lo que se comprueba: los "borrachitos" como constante no sólo han segregado arrugas en la ropa o musgo en la casa; se trata de un sarro sutil e implacable que ha oxidado el universo total del grotesco. Porque no sólo Angelina es una "borracha" o Felipe hace de perro, sino que todos se han animalizado en tanto la deformación corporal se generaliza. Son los "mal nacidos", de "conductas desarregladas" los que ya no necesitan renegar de la norma porque "naturalmente" viven sin ella. Empero, dentro de ese contexto, Felipe crece como el magno grotesco: "Hace un año que la gente cree que yo río y bailo y yo sólo me canso para no pensar de noche" declara mientras "solloza con el casco sonoro en la cabeza". No sólo su cuerpo condensa él grotesco, su trabajo como carga ambivalente entre juego y sumisión es la más nítida ecuación de lo grotesco. Lo corrobora y completa Mama Mía ("Primero, para que se rían, tocamo, bailamo... ¡pum, chim! e después yo paso el plato, triste, todo roto, dando lástima") con la formulación más explícita del mecanismo del grotesco: la "máquina de trabajo", convertida anteriormente en "máquina milagrosa", se ha trepado sobre el hombre convirtiéndolo no sólo en su esclavo sino en su soporte. En este sentido, como trabajador enajenado, no hay ninguno que supere a Felipe, que, al concentrar a todos, se convierte en el "hombre orquesta": ya no dice a nada que no, consiente en todo; excluido completamente, cae en la pasividad cuyo real nivel de vida es

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rudimentario, hipohistórico, y su mayor elocuencia, el eructo o el ruido en las tripas. Patria nueva (1926) señala otro desplazamiento parcial respecto del grotesco como constante estilística. Empero los personajes —aun en el campo— son "feos" y la deformación corporal mayor se sitúa en un ciego ("de andar torpe"). Pero lo más significativo es que el desplazamiento por primera vez se ideologiza, porque si los gringos son feos, los gauchos no, y la idealización se compagina con la que, en ese mismo año, recupera mitológicamente en Segundo Sombra la inversión de la dicotomía de Sarmiento. Lo que nos remite a la perspectiva global: para Armando Discépolo, oblicuamente, la inmigración se ha venido significando como condicionante de hombres grotescos. El inmigrante, por lo tanto, se ha convertido en grotesco a causa de su trabajo, de su avidez de dinero y de su fracaso. O para definirlo: el grotesco es la caricatura del liberalismo. Stefano (1928), como grotesco identificado con el fracaso, recupera y prolonga la tensión de El organito y su tendencia a la expansión: no sólo el protagonista "ha vivido agachando el lomo" y su deterioro se refracta en la escenografía moral y en las resonancias musicales, sino que Don Alfonso es "viejo y feo"; María Rosa, aparece "envejecida"; Margarita, "deteriorada" y la Neca es una joven grotesca. En cuanto a Radamés (que proviene de Felipe, es un cretinoide y nos acerca al máximo al Roberto Arlt de El jorobadito), cierra el signo de "la familia grotesca". Con sus "mujeres feas" y el consabido "sombrero ladeado y abollado", todos son "víctimas" de una explícita idealización de América. Es que aquí se corrobora que el mismo proyecto de "hacer la América" era grotesco: un ingenuo e ineficaz proyecto de eludir el trabajo con la magia. De ahí que el "borrachito" por primera vez se inserte claramente en la cronología hasta resultar sinónimo de "viejo" o de "padre vencido". De manera correlativa el núcleo del grotesco se torna conflicto generacional entre padres e hijos (o enfrentamiento nacional entre padres gringos-hijos argentinos). Es un tópico con variaciones; una mancha temática con "flecos" que se deshilachan, se enrulan y hasta se retuercen sobre sí mismos en tautologías viciosas. Y en la violencia en la que se desemboca si los músculos fallan en esos cuerpos ablandados, todos concluyen lagrimeando y entremezclando sus risas hasta una dimensión donde incluso la historia se hace grotesca: la historia flaquea, la historia vacila; la historia avanza sin sentido. También es "uña vieja que siempre dice lo mismo". Regresivos, pues, naturalizados cada vez más, a los protagonistas del grotesco sólo les queda hablar con animales o imitarlos, hasta que se sientan menos que ellos o que los envidien. Es decir, "se hacen" los animales frente a una racionalidad instaurada que no sirve con una intensidad tal que de los antiguos discursos no quedan ni rastros; y como el silencio se ha generalizado, se juega al "oficio mudo": de la fragmentación de la norma lingüística se pasó al lunfardo como lenguaje secreto. Ahora bien, el secreto "interiorizado", corporizado, sólo puede producir la mudez. La interiorización inicial encarnada como privatización se resume aquí en tanto "muerte lingüística" vinculada a la desaparición del "mercado" entendido como "espacio abierto" del sainete. Levántate y anda (1929) resuelve otro desplazamiento como inédita forma de arrinconamiento, interiorización y penumbra: se trata del convento que si, por un lado, es el recurso para soslayar las necesidades, el trabajo y el dinero, por el otro, es penetrado por la constante grotesco-corporal que se anuncia literalmente a través de "los pordioseros" (que, a su vez, no sólo recuperan coralmente los antiguos discursos disolviendo la última reminiscencia proletaria, sino que encarnan a los "borrachitos" en el universo más "artístico" de una picaresca que formula "Qué lindo, hace llorar"). Digamos, sintetizan la

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interiorización y el grotesco, pero tan espiritualizados que pierden su eficacia. La "gruta" funciona como sótano, como cueva, pero cuando su implícito arrinconamiento "se eleva" disuelve la presión de lo sometido, hasta en la anécdota, decisiva, donde el deterioro corporal se espiritualiza: el cura viejo sólo se encorva por el "trabajo espiritual" de prosternarse ante Dios. Amanda y Eduardo (1931) implica otro deslizamiento de la seducción propuesta por el teatro de un Defilippis Novoa hacia las tentaciones de la comedia mundana alo Pedro E. Pico. El trabajo y las necesidades se eluden, pero en lugar de proyectarlas al cielo, se impostan en el mundo de la gargonniére. Podría significar el rincón del "amor interiorizado", pero es el "nidito" equidistante del cielo y la tierra. Por eso, es la madre vieja, la magna alcahueta, la que sí resulta "fea" por humillada y con carencias, la figura encargada de recuperar las pautas corporales del grotesco: ella sí que tiene que ver con el dinero y las humillaciones. Ella "lo toca", "lo acaricia" y "se agacha". Y por su mediación, a un costado de ese "nido-santuario" del amor burgués clandestino, el grotesco reaparece corporizado en la celestina. Relojero (1934): vuelve el núcleo de la pauta "borrachito" grotesco al centro del acontecimiento. Estamos en un taller y Andrés aparece borracho; es el fracasadohumillado (con significativas, recuperadas y coyunturales impregnaciones políticas como si la fractura del año 30 hubiera reactualizado tensiones). Irene con "cara de tonta" y la madre "sufrida" instauran la constelación de cuerpos grotescos y animalizados. Pero ya no se espera nada de afuera: el tiempo; como nunca, se ha separado de la historia, se ha "interiorizado" hasta coagularse en relojes. El tiempo, por arrinconado y sometido, llega también al grotesco; y como corolario del trabajo deformante, se sintetiza en el horario. Ya no hay más "auroras rojas" ni proyectos; el "futuro promisor" ya está recorrido. Ni se habla en futuro; todo se da como mutilado. La "interiorización" parece haber concluido en inmovilismo. En este sentido, el grotesco aparece finalmente como la elegía del "progreso" liberal.

GROTESCO, COCOLICHE, LUNFARDO Hoy no hay guita ni de asalto, y el puchero está tan alto que hay que usar el trampolín... Si habrá crisis, bronca y hambre que el que compra diez de fiambre, hoy se morfa hasta el piolín... Enrique Cadícamo, "Al mundo le falta un tornillo", 1934.

Íntimamente entremezclado con lo corporal como indicador del proceso interno del grotesco, resuena el lenguaje. Ya se dijo: el lunfardo en Armando Discépolo es el grotesco al nivel de "lo conversado". No sólo como expresión de la vacilación elocutiva del "lenguaje borracho" sino también de la inherente ambivalencia de significaciones. Eminentemente connotativo, al encabalgarse en la autonomía que llega a caracterizar el arrinconamiento de los héroes de Discépolo, se torna poético. Es decir, que si se lo analiza desde una "teoría de los géneros", podría aparecer indisolublemente ligado a la "gente baja" como resultado de la segregación de un Stiltrennung, pero al convertirse en el indicador del "advenimiento de toda una nueva literatura" se torna en rasgo estilístico mayor de una

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"expresividad social" (v. Georges Matoré, L'espace humain, 1967). Empero, el circuito recorrido longitudinalmente y que describe el arco de 1910 al 34 presenta dos zonas; hasta el umbral de mutación situado entre El movimiento continuo y Mustafá, los dos componentes —el sainete de entonación pachequiana y; el teatro de tradición anarco-discursiva— evaluados como elementos coloquiales corren paralelos: por un lado, los obreros de Entre el hierro, La fragua ó El vértigo operan con un lenguaje donde predomina el voseo, fugazmente se intercalan palabras de lunfardo (generalmente entrecomilladas con prolijidad) y, con cierta frecuencia, sobre todo en las situaciones de cercanía, intimidad o confesión, se introduce el tuteo. Por cierto, el rasgo debe vincularse con la constante de la izquierda tradicional impregnada de liberalismo, que elabora una imagen de un proletariado pulcramente edificante. Boedo, en esta franja, pese a ser acusado de "cocoliche" en su escritura (o por eso mismo), se esmera en resultar muy prolijo. "Acusación" y conjuro. Incluso en esa arista se comprueba en Discépolo un rezago de procedencia novelística donde el "estilo bajo", cubre los diálogos y las reflexiones son reserva del "estilo alto" para privilegio del narrador. Por otro lado, en el pliegue correspondiente a El guarda 323 (1915) o a El chueco Pintos (1917) prevalece un lunfardo no elaborado, directo, fotográfico y, por lineal, inmediatamente eficaz, que podría llamarse "lunfardo asainetado" con nítidas impregnaciones provenientes del impacto de la zarzuela, de la opereta o del "sainetee lírico" (en especial, el caracterizado por la música del maestro Francisco Paya), que de manera muy significativa resulta preponderante en las colaboraciones de Armando Discépolo con Rafael José de Rosa. Pero a partir de 1916, y articulándose con el salto cualitativo que insinúa Mustafá y que se refina definitivamente en Mateo, ya se asiste al "lunfardo grotesco". A la nítida superación del bilingüismo de niveles; sin los claroscuros efectistas que esa dualidad permite. O si se prefiere, al lunfardo como expresión lingüística del grotesco cuyas connotaciones más evidentes van desde la economía telegráfica hasta la eficacia designativa pasando por una serie de diminutivos insultantes y enternecedores y una dócil asunción del vocablo deformado en el registro de una amplia constelación de matices. Por su volubilidad —patológica desde otra perspectiva— podría implicar una suerte de logorrea o una "incontinencia expresiva", pero como comportamiento teatral aparece simétrico al "desinterés corporal" del grotesco: es también una "caída", en la materialidad de la palabra. Y si pensar es decir que no,: "hacerse" el grotesco es "dejarse enfriar", "ensayar la muerte" e incurrir en un paulatino consentimiento. Más aún: las rupturas del orden sintáctico tradicional no implican en ese momento regresión y brote de "lo elemental censurado", sino el subrayado de la crisis de la "fluencia social". Y la "animalidad" no se dramatiza como "culpa" sino como reemplazo, como precaria apertura en el diálogo clausurado. Ladrar o balar no se valida en Discépolo como acto inhumano, sino como última posibilidad de rescate de lo rudimentario entendido en tanto núcleo fundamental que permite el reconocimiento de lo más simple. No hay que olvidar que entre los "padres ideológicos" de Discépolo, más que Pirandello (donde se comprueban técnicas), subyace Tolstoi y las indudables fuentes del anarquismo franciscano. Al fin de cuentas, la formación de Pirandello es positivista, mientras que el nivel de espontaneidad de Discépolo sitúa sus raíces en la mística del humanitarismo populista (Umberto Cantora, Luigi Pirandello e il problema della personalitá, Ed. Ugo Gatto, Bologna, 1964).

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En esta vertiente también el proceso de "interiorización" se verifica no sólo como internalización de la norma deteriorada, sino también como doble movimiento de asunción de lo popular: el lenguaje hablado que se impostaba exteriormente a través de la exclamación o el jaleo (subrayado por gritos, portazos y risotadas) y la maquieta jugada con lo gestual ostentoso se elaboran mediante una suerte de cautela y de contención muscular que paladea y modula las riscosidades y protuberancias de un lenguaje. El pasaje del "lunfardo asainetado" al "lunfardo grotesco" implica, pues, el tránsito del mimetismo divertido de lo jocoso a la expresión de una contradicción social. Ya no hay búsqueda pintoresca ni mostración regocijada del "subdesarrollo lingüístico"; no hay tampoco "antropologismo" teatral; Discépolo no "se asoma" sobre el viejo mito del exótico y buen salvaje encarnado en el "atorrante". No hay reconciliación, sino fractura histórica y desgarramiento personal Del patio, el mercado o la plaza —con los tonos enfáticos de la psicología positivista—se desplaza el acento hacía un matizado sagaz en el cuchicheo, en el coloquio en penumbra, en esas actitudes intimistas del teatro confesional O, fundamentalmente, en el monólogo frente al espejo donde sólo cabe ese alarido internalizado y sordo que es el suicidio. Entendido así, el lunfardo se va recortando como una suerte de barroco. O mejor aún; el grotesco —en tanto flexión o distorsión dificultosa y ornamental— puede interpretarse como el "barroco del sainete": como queja. Como agresión, como infracción del "equilibrio" de la regla oficial. Lo lineal —aquí— es lo cristalizado que previamente "sabe adonde va a parar"; el circunloquio elusivo del lunfardo grotesco "va buscando una salida" (rudimentaria y frustrada casi siempre), pero que marca en sus meandros la única fluencia que sobrevive en los protagonistas. Y si se recuerda que Ernesto Quesada —un gentleman heterodoxo— vincula el lunfardo a una "actitud lacayuna" riesgosa para "los argentinos de abolengo", el rescate y la elaboración de ese lenguaje se va decantando desde Los beduinos urbanos de Benigno B. Lugones (1879), pasando por el contemporáneo de Cambaceres Aventuras de un repórter (1886) y las acotaciones verseadas de El retrato del pibe de 1908 ("Bulín bastante místongo/aunque de aspecto sencillo;/ de un modesto conventillo/ en el barrio del mondongo"), hasta culminar en Discépolo como "lenguaje popular de Buenos Aires" (José Gobello) que expresa "la totalidad perdida" por el inmigrante y sus hijos a lo largo de ese mismo proceso histórico. Para entrecerrar, si cabe, esta serie de síntomas: ¿se trata sólo de un juego, de un alarde o de un disimulado hablar al vesrre como los escruchantes de Vacarezza o los rufianes de García Velloso, Martínez Cuitiño, González Castillo y Weisbach?

UNA SITUACIÓN TEATRAL DE BASE Primero vino Uriburo diciendo:¡Yo lo acomodo! Pero lo arregló de un modo qu'era mejor el barullo: dejó arreglado lo suyo y empeoró lo de todos. Después, a Uriburo, Justo le metió la zancadilla... Arturo Jauretche, El paso de los libres, 1934.

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Pero una nueva lectura longitudinal va descubriendo otra constante a un nivel más profundo que las señales que aportan lo postural, lo gestual y los coloquios: si la esencia del héroe del grotesco reside en su carencia de armonía corporal y lingüística, sus disonancias cada vez más expresivas y refinadas van exhibiendo como soporte ideológico y polémico la pareja dialéctica débiles-fuertes. Más explícito a medida que se avanza, declamado incluso cuando aparecen regresiones temáticas, de manera alternada o disolviéndose subrepticiamente pero con bruscas reapariciones. De indudable pero desvanecida vinculación nicheana (como transposición del darwinismo biológico al plano social y ético), de decisiva impregnación en todo el anarquismo literario y modernizante de fines del siglo XIX y comienzos del siglo actual (v. George Woodcook, Anarchism, Londres, 1962) la figura en quien más se verifica ese núcleo temático dentro de la literatura argentina es Alberto Ghiraldo: ya sea a través de su revista Martín Fierro publicada entre 1904 y 1905 (donde se pasa de Nietzche a D'Annunzio, de Bakunin a Darío, y en cuyas páginas colaboran —entre otros— Ingenieros, Payró, Sicardi, Sánchez, Jaimes Freyre, Alfredo L. Palacios y Macedonio Fernández) o en la dramaturgia de Los salvajes y La copa de sangre. Pero es en todo el sector de hombres de teatro que prosigue la tradición de Sánchez donde en mayor frecuencia se comprueba: o bien en la etapa protorradical o durante los años del yrigoyenismo, pues esa extensa mancha temática seduce por igual al Carlos Mauricio Pacheco de Pájaro de presa o al José González Castillo de Luiggi. Son los pobres, los humildes, los desheredados, los débiles, los deformes. Incluso los freaks de Boedo y alrededores. El poeta está con ellos, pero es un fuerte. En realidad, "el único fuerte prometeico que se ha puesto de su parte". Y si el personaje grotesco aparece arrugado y humillado pero rescatable o con posibilidades de heroísmo, es como consecuencia de la simpatía que provoca: desde los metalúrgicos "duros" exasperados y declamatorios de 1910 al protogrotesco vencido y borracho encarnado en Fermín a quien "Todo le causaba risa, todo" y "Hoy llora por cualquier cosa" porque "Era fuerte" y "pretende erguirse"; el movimiento de enfrentamiento y vaivén es constante. Son débiles las figuras grotescas, pero fueron fuertes y proyectan recuperarse; y en su oposición a los duros las entonaciones elegiacas se amasan con el desafío. De Entre el hierro y La fragua a El titán caído (drama de título clave anunciado en 1912), de los huelguistas agresivamente rebeldes a las "compañeras caídas en el fango", de la euforia omnipotente de los "inventores" a la destartalada depresión de los ridículos "loquitos", del desplazamiento de la potencia fabril de quienes martillan rudamente "sobre el rojo vivo del acero" al sutil y encorvado picoteo artesanal, reflexivo, flexionado sobre sí mismo de la grisácea domesticidad del relojero o de la máquina de coser, de la virilidad ágil y asoleada a las friolentas figuras de Mustafá, o del agujero cálido y turbulento de las calderas al arrinconamiento solapado de la hucha bajo la cama, la dualidad se reitera. Por parte del débil en seis momentos: depresión, búsqueda de motivos, transferencia agresiva sobre otros más débiles, enfrentamiento con el humillador, derrota y renovada depresión. Desde la vertiente del fuerte, los movimientos fundamentales son cinco: aparición, exhibición, exhortación pedagógica, concesión al débil que fugazmente se recupera y salida violenta. Más que danza, esta situación reiterada sostiene un ritmo boxístico, la velocidad mayor que se produce en el interior del grotesco. Se trata, en último análisis, de las "virtudes económicas" enfrentadas a las "virtudes morales". Es decir, del cuestionamiento dramático de los valores exaltados por el liberalismo individualista (v. Raymond Williams, Drama from

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Ibsen to Eliot, Peregrine Book, 1984). Pero, paulatinamente, la presencia de los fuertes se desplaza cuando la entonación grotesca domina el centro de la escena: la polémica se da hacía atrás, recreando los fantasmas de las viejas fantasías. O hacia el futuro con los proyectos de los más jóvenes. Pero privilegiando cada vez más otra pareja de origen lateral: la polémica entre hermanos. Entre el "hermano artista" y el "hermano torpe", el que es celebrado y el que se acoquina en El vértigo. Donde lo familiar recorta y concentra la polémica entre débiles y fuertes: entre la "conciencia infeliz" y la adaptada, entre el que "vive separado" y el que se instala como un dato más "entre los ritos del consentimiento" Traspuesto entre el italiano y Mustafá que se comparan por la mayor o menor destreza en el manejo del español (Gaetano: "Sen embargo, no puedo ajejarme. Soy ganado nueve peso hoy". Mustafá: "Si yo habla jintino tan bien como usted, tira tudu a vente e garraba ganasta"), recupera sus connotaciones sociales. Desplazado hacia la oposición censuraimpulsos, la pareja compuesta por el fracasado y el triunfante adquiere una dimensión bíblica que bordea la agresión del deforme cainita sobre el hermano privilegiado. Pero la ambivalencia del grotesco reaparece aquí como pasaje de la agresión al abrazo, como dilema no resuelto, como balanceo paradójico entre el insulto y la caricia. O como, en inversión de roles, exhibición de la violencia de Abel o alarde tierno del cainita. Así es como el bamboleo equívoco en que se ha refinado la polémica entre los hermanos Miguel y Severino de Mateo si condiciona un maniqueísmo (Miguel: "Callate, Mefestofele". Severino: "Ascucha, San Mequele Arcangeio"), es un maniqueísmo irónico que se articula sobre la moral de la rigidez y la de la complacencia, en torno al "entrar en el juego" o marginarse, como propuesta de cataros o de práctica de algún oportunismo, pero que se presiente reversible. Dicotomía que si corporalmente encarna el "digno" fracaso en el endeble encogimiento del grotesco y en el fuerte que se va desbordando en una lustrosa y complaciente obesidad, al prolongarse, culmina en Relojero entre el débil Daniel contra el fuerte Bautista. Empero, cuando se crispa en los entre atamientos no implica exclusión o predominio de una de las partes. Al contrario, requiere la prolongación y la convivencia como reconocimiento de las propias carencias y de la alternativa que se ha desechado. El otro —entre hermanos— resulta adversario pero no un extraño; es la prolongación del propio cuerpo, la parte del propio cuerpo que se sabe más débil, se teme más y se trata de conjurar: no tanto "Severino, ándate" como "Brazo mío, no me tientes, no vaciles". El soporte dialéctico del grotesco estriba en eso: el otro dibuja el revés de mi trama. Y si yo me puedo convertir en él, su encamación me acecha como propia. Por eso es que no hay "esencias" en el teatro de Discépolo, sino "momentos", flexiones, situaciones. A la alteridad se la conjura no tanto como extraña y privativa del adversario, sino como propia tentación, como mi alternativa posible. Sobre este núcleo temático, variantes en Stefano, la debilidad de las mujeres, de la familia y de los padres se enfrenta a "la manada voraz y triunfante". "Bestias despiadadas" ellos, sí; pero yo también puedo convertirme en "lobo". Cuando el débil y fracasado grotesco solitario se inserta en el centro de la clase media, se llama Giacomo y la debilidad es desdeñada, el posible éxito oculta al adulado hasta el acoso y la violación. Pero si ellos agreden al héroe, el protagonista —a su vez— los injuria. En Patria nueva, los fuertes son los que han sabido acumular aunque haya un "castigo" de ceguera en el máximo "duro" que, paradójicamente, exhibe la culminación de su fuerza en la debilidad. Con otras palabras: un segundo elemento clave en la dialectización del sainete resuelto por

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Discépolo es la paradoja: el blando convertido en duro. Y a la inversa. El que ordena y concluye obedeciendo. O el que maldice y termina por bendecir. Y por sobre todo, el que permanentemente se define por esa oscilación: Stefano, paradigma de grotesco no es un "carácter" sino una coexistencia de roles. En el grotesco, en fin, toda situación propone una posibilidad de conversión. Hasta en el prototipo de "borrachito-grotesto" el último consentimiento vislumbra la precaria negación de la reticencia. Y como nadie se agota en "los caracteres", toda situación esboza una apertura. Grotesco: "obra abierta" — entreabierta, en realidad—, donde la caída del telón no marca un corte sino el pasaje a una instancia superior. De ahí que las obras de Discépolo más que representaciones resulten juicios. En cambio, el fracaso y la debilidad a nivel burgués planteados en Hombres de honor y en Muñeca se resuelven por una salida opuesta: lo contrario al humillante deterioro del grotesco es el suicidio. No hay salida para "el señor fracasado", porque si el proletario o el artesano pueden "caer" en la zona lumpen, al burgués sólo le queda la eliminación. En el teatro de Armando Discépolo, un burgués no tolera un cuerpo derrotado. O, mejor dicho, un burgués no puede convertirse en protagonista del grotesco: como él sí detenta un "carácter" como "se debe a sí mismo" no puede tolerar la ambigüedad de una paradoja. Y si los burgueses se han hecho sacerdotes —en Levántate y anda—, la inclinación corporal del grotesco se sublima: se inclinan, humillan su cuerpo, pero sólo ante Dios. Y el fracaso y el éxito al trasponerse en la consecución de "la salvación eterna" se invierten: el cura corcovado se torna santo y la implacable belleza se disuelve en la mundanidad. El poeta no se compadece de la fuerza originada en una clase con ventajas. Ni siquiera le tiende la ambigua ternura del grotesco. En este sentido, por sus comienzos análogos y su inversión posterior, Lugones —leído como metáfora fundamental de los años '20—, aparece como el antigrotesco: manda o desprecia; enuncia "Pueblo, sé poderoso, sé grande, sé fecundo" o "La masa es siempre ignorante, anárquica". Sus ademanes categóricos pretenden cerrarse sobre sí mismos para ser unívocos: "La plebe, por lo demás, no es materia poética", concluye cuando la real verificación se insinúa en la apertura y en la obra entreabierta de la poética grotesca.

TIEMPO Y ESPACIO DE UNA CONSTANTE Fue entonces —y sólo después de haber alcanzado esta evidencia— cuando se ordenó la destrucción de la ciudad y cuando un aguacero de granadas, al abrasarla en una sola llama, la redujo a escombros y a cenizas, para lograr que no cundiera el miasma de la certidumbre de la muerte. Oliverio Girondo, Espantapájaros, 1932.

El organito condensa al máximo un componente correlativo de la constante débilesfuertes: es el de los hijos en oposición cerrada frente a los padres, es el nihilismo frente a lo establecido. La pauta biologista-ética, de raíz darwinista-nicheana, se traspone aquí sobre un eje cronológico. La disolución de la solidaridad grupal de la fábrica se reproduce en el deterioro del grupo familiar. Y en realidad, más que condensación de una constante temática, resulta su exacerbación, pues no sólo se enfrentan, discuten, se gritan, sino que

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llegan a la agresión y al robo recíprocos culminando en el proyecto de asesinato: los hombres nuevos no toleran la existencia del grotesco dentro de los límites de su propio cuadro familiar. Más aún: para poder validar su personalidad necesitan la eliminación de esa figura que no sólo concentra un proyecto frustrado, sino que se les insinúa como modelo y destino de vida. La presencia de esos otros era insoportable; reforzada por cualquier privilegio, se exacerba hasta la organización del homicidio. El viejo héroe grotesco, en esta zona, ya no significa el deterioro ni suscita compasión; es visto como la negación de la vida, como bloqueo sustancial, como muerte. Ni les habla ni les presta dinero y sus hijos se le ofrecen como sepultureros. Pero al entrecruzarse las coordenadas, se multiplican los agravios: frente al viejo, vencido al que se ataca, la madre vieja (la vencida por el vencido, la esclava del esclavo) es la única por la que se siente compasión y a la que se intenta rescatar hasta instaurarla como ideal en las reiteradas complicidades entre "hermanitos" que, si por un lado aparecen como una suerte de sobrevivencia dramática de la arcaica fratellanza de origen anarquista, por el envés del tejido dramático pueden ser leídas como contraparte del cainismo impugnador de Abel. Es el núcleo "mamista" del tango como elegía, fijación filial y simbolización de la pureza, el pasado y el regreso a un seno acogedor. Es una suerte de "muerte tierna" al final del "rudo camino" de la vida. La posibilidad de reconciliación con "la infancia, la Virgen y la Patria". Y, como "madre patria", el resquicio en el fracaso inmigratorio. La resonancia de ciertos concomitantes, pues, aparece inevitable: el antes contra el ahora se connota como misoneísmo y futurismo, como elegía opuesta a programa, aun cuando las implicancias, más que cronológicas, resultan morales: se trata del "trabajo honrado", de la derrota del trabajo como esfuerzo de los débiles y de la negación del trabajo ante el poderío instantáneo y enérgico del robo. Arlt otra vez concomitante en este trenzado de significaciones: Silvio Astier, protagonista de El juguete rabioso, que desdeña las apelaciones de su madre para que trabaje hasta derivar hacia su proyecto de "ladroncito". El gaucho trabajador honrado postulado en 1879, el modelo de "humilde acumulación" encarnado en doña Paula Albarracín, y también en "el trabajador honrado inmigrante" de Marco Severi, son cuestionados. Tanto es así que cuando ya no hay más discusión en el interior del espacio del grotesco, estalla el desprecio; agotada la inventiva de agravios, sólo queda la huida que esboza un itinerario inverso al del grotesco elaborado como interiorización creciente. La clausura subjetiva del protagonista grotesco ha llegado a una suerte de tautología; se define con su solo enunciado. La apertura hacia la objetividad del movimiento y el cambio se impone despiadadamente. Por eso los jóvenes de Armando Discépolo aparecen como verdugos para no ser cómplices de las víctimas. Presienten que su violencia es la única posibilidad de "cambiarlos". En Babilonia, en cambio, el correlato fuertes-débiles reaparece pero coloreado como metáfora espacial: es un sótano, "una hora entre criados", la situación más condensada de los vencidos. La división del trabajo coagula la división del espacio. Toda la antropología del sainete, con sus tipos más diversos pero previsibles, padece ahí el apretujamiento y la derrota. El grupo implica complicidad, no reconocimiento; es la "antifábrica", porque si el primitivo grupo fabril se perfilaba como encarnación concreta de la intersubjetividad, en Babilonia, como nunca, los otros son el peligro y el mal. Como las personalidades también se coagulan, de arriba sólo caen las órdenes; de abajo apenas si suben obediencias y rezongos; y si la dimensión ascencional culmina en "el cielo" de "los de arriba", en la

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penumbra de los sumergidos lo único que cabe son las agresiones mutuas. Entre vencedores y sirvientes, entre las dos comarcas, no hay ni reconocimiento ni polémica, sino la presión del estatucúo que ha coagulado los desniveles. Son, en fin, dos niveles semánticos diversos y contrapuestos. De ahí que sólo se tiendan mandatos (con su gama de flexiones imperativas) o su cumplimiento apresurado. Por cierto, por los resquicios laterales va brotando el cuchicheo de las delaciones: es el "correveidile" el único que materializa algún vaivén diverso entre los dos niveles; se trata del mayordomo, el único intermediario, la víctima que logra ser cómplice hasta convertirse en el "criado favorito", el posible verdugo. Y si entre los débiles, a solas, olvidándose que su nivel implica y necesita del de arriba recuperan su personalidad, la erguida y súbita aparición de "la mirada de la patrona" los restituye a su actitud encorvada fundamental: entremezclados, agobiados y ridículos. En cierta medida, la relación dramática que interpreta al universo dividido y sin fluidez entre sus partes se apoya aquí en una deformación óptica: desde abajo "los veo muy grandes a los patrones"; desde arriba "se los empequeñece". El "ser visto", en fin, es lo que corrobora la dialéctica de fuertes y débiles. O, mejor dicho, que los amos "sean vistos" y que los esclavos "pasen inadvertidos" figuras no reconocidas que llegan a habituarse, sumisos, a su peculiar situación de hombres invisibles. De donde se sigue que si en algunas zonas de la constante débiles-fuertes aparecen los signos de la dialéctica del grotesco como posibilidad de cambio, en los tramos más densos —caracterizados por lo cronológico y lo espacial densificado— esa alternativa se bloquea. Es decir, que si las oposiciones morales pueden ser intercambiables, ese mismo enfrentamiento connotado por lo social se torna cada vez más inmutable. Si los "caracteres" psicológicos detentan fluidez y reversibilidad, las ubicaciones de clase parecen definitivas. Se trata, en fin, de los límites de la dialéctica y de las paradojas del teatro discepoliano.

BASES EMPÍRICAS DEL GROTESCO Waldo Frank, que ha interpretado como nadie el significado del golpe setembrino, al visitarnos nuevamente habrá constatado, no sin sorpresa, que ese pueblo que él calificara de infantil ha vuelto a agruparse en masa en las filas del radicalismo... Alcides Greca, Tras el alambrado de Martín García. 1934.

Las "razas mezcladas" del comienzo de la inmigración han desembocado en esta "ensalada" inarticulada, agresiva y bloqueada. Inapelable "fondo" de toda una serie de constantes, aparece nítidamente como "subsuelo" donde se han ido depositando desde el "borrachito" deteriorado en grotesco, pasando por los "débiles" y los "hijos" sometidos; son "los de abajo": ése es su común denominador. "Torre de Babel" —antagónica deformación de la torre de marfil y espacialmente invertida— sólo condena a cada uno a escuchar su propia voz en el solipsismo de la locura. El circuito de la cabalgata detrás de la "dureza" del éxito y la confirmación —con sus numerosas variantes— ha concluido. El "consenso" del sainete yace atomizado. Pero entremezclado con esa ávida tensión articulada en el trabajo (o en sus reemplazos) que desemboca o se disuelve en la fatiga, permanentemente aparece el signo del dinero. "Ganar dinero", "conseguir dinero", "tener dinero", "lograr di-

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nero": es el afán constante, ávido, concreto y escurridizo. Es el "no tener"-"tener", ser esclavos-dejar de serlo como núcleo primordial de la literatura de inmigración. Y la solitaria consigna que exacerba el feroz aislamiento de cada uno. Con su opacidad, adosada a faenas cada vez más infructuosas, ha ido disipando las convicciones y los proyectos. En esta flexión, el grotesco se muestra como decadencia del trabajo y en la perspectiva de los protagonistas la explícita "caída" desde "lo que rinde" a "lo que abate". De ahí que en el dinero como ansiedad y en el trabajo estéril como mediación, encontremos el nivel empírico profundo de las significaciones del grotesco. De doña Paula y los proyectos de Sarmiento a la madre de El juguete rabioso: la convicción en el trabajo y en el ahorro empecinadamente acumulativo se ha trocado en el desdén por las rutinas laborales, y en la apuesta por el milagro del robo o del batacazo.

TRABAJOS Y DERROTAS Bambalinas, de marzo de 1918 a marzo de 1934, publica 762 números y 12 suplementos. La escena, de julio de 1918 a octubre de 1933, publica 797 números y 125 suplementos. Nora Mazziotti Complementaria, contradictoriamente, correspondería analizar, en esos mismos años, la Biblioteca del oficial y la del suboficial. Andrés Jordana

Porque si por última vez recorremos el circuito teatral de Armando Discépolo entre 1910 y 1934, podemos ir leyendo en esa zona la exasperación paulatina —con emergentes, altibajos y vicisitudes— de un proyecto esperanzado que se torna dificultad, impedimentos y carencias crecientes hasta desembocar en "la pobreza" irremisible. "Pobres de solemnidad", "pobres sin redención", "muertos de hambre", "sin perros que les ladren", "más secos que lengua de loro" son los comentarios litúrgicos. Es decir que si el grotesco, en uno de sus núcleos fundamentales, resulta la dramatización del afán de dinero y de su búsqueda empecinada a través del trabajo que concluye en derrota, la "cristalización" concluye por oponerse a la "circulación": "No corre la guita", "No llueve ni un mango", "El bento se puso duro". ¿No corresponde decir, acaso, que la esclerosis es la enfermedad donde se homologan el grotesco y su encuadre histórico? Sí, en tanto la fijación es el signo que porta el grotesco: sin "relaciones", carente de "valor", desinteresado de la "producción", desprovisto de sus extremos de posibilidad de "cambio", concluye por sobrevivir sólo a través de sucesivas "devaluaciones". Literalmente es la contraparte benévola, contradictoria y poética de las figuras desdeñadas por el naturalismo de Cambaceres o Argerich. En último análisis, el Genaro "de cabeza grande, de facciones chatas, ganchuda la nariz, saliente el labio superior, con la expresión aviesa de sus ojos chicos y sumidos, donde una rapacidad de buitre se acusaba" es la óptica de la élite liberal tendida sobre Mustafá o Giacomo. Donde los gentlemen-escritores se crispan, el escritor hijo de inmigrantes poetiza. Su tema es "el

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derrotado" que se embellece a través del "mito del fracaso". El idealizado por Facundo en 1845, el convocado por el prefacio de 1853, el traído por los grandes gentlemen del 80, el "feo e inquietante advenedizo" de Las multitudes argentinas, el "meteco irresponsable y anárquico" de 1910 o el 19, finalmente es elaborado en su derrota. O rescatado en una derrota que, al poetizarse, invierte sus significados configurando una "elegía de los inadaptados" Intercalo: el antihéroe, "pobre tipo" fracaso del memorable nota al pie de Rodolfo Walsh, ¿no representa acaso, la penúltima inflexión de ese árbol genealógico? Prosigo: ¿con el fracaso liso y llano del trabajador inmigrante en su afán de enriquecerse se cierra el circuito? Presiento que no. Simplemente es un pasaje. La remisión se verifica sobre otro nivel englobante que resulta del planteo, realización y límites del proyecto inmigratorio. Lo que se había vislumbrado desde el comienzo, ahora parece aclararse. Porque si recorremos la línea dramática complementaria que va del Martín Fierro o de Juan Moreira a Calandria, advertimos que el gaucho menospreciado, perseguido, arrinconado y eliminado por la eficacia del proyecto liberal apenas si se elude con el escamoteo o la adecuación a los nuevos límites y códigos. Paralelamente, el "papolitano" desdeñado sobre 1870 o el "cocoliche" ridículo del 80 o 90 se van sustrayendo a esa sentencia. La gringa de 1904 parecería ser el encuentro dramático entre ambas líneas y el intento edificante de superación y síntesis. Pero es en El casamiento de Laucha de 1906 donde el parámetro oficial exhibe sus fisuras: esta suerte de anti Gringa elaborada por Payró revela las contradicciones insuperadas y, a través de su serie de inmigrantes, esboza la línea más fuerte del protogrotesco. Las "falsas escrituras" zurcidas entre el cura Papagna y Laucha —pasando por las etiquetas de los licores o el nombre de los caballos hasta incurrir en los protocolos parroquiales— insinuarán un circuito fraudulento que irá culminando en las adulteraciones electorales de 1931 o de 1936. Algunas figuras emergen de ese tono generalizado. Son los menos: los "fuertes" que se han adaptado al trabajo, en cambio, son los inmigrantes prósperos; pero que, en lo esencial, no tienen nada que ver con el grotesco. Más bien, sirven para corroborar el discurso oficial como ejemplos o como cooptados más o menos oportunistas. Y, a veces, como voceros oficiosos del establishment. Resultan edificantes no dramáticos. La mayoría no va más allá del nivel de los sumergidos: les propusieron —a los "débiles" que pretendían que el trabajo se adaptara al hombre— la propiedad y la tierra, pero los auténticos beneficiarios los rechazaron. La ciudad paleotécnica fue su último repliegue y su única posibilidad. Del gran optimismo de 1853, de 1880 o, aun, de 1910, se fue pasando a la quiebra, cuyo símbolo mayor se precipita en torno a 1919. Si en el comienzo del capitalismo liberal la dignidad del trabajo se pensaba como contraparte de la división del trabajo, en sus límites históricos sólo se verifica su deterioro, rechazo y posible sustitución (v. H. J. Laski, Political Thought from Loche to Bentham, ed. McMillan, 1961). Y a partir de ahí, se va dando la secuela de alternativas reales de reemplazo: 1– Inventar. 2– Robar. 3– Prostituirse (prostitutas, mantenidas, proxenetas, delatores o sirvientes). 4– Enloquecerse (o sumergirse en toda la gama de la imbecilidad). 5– Suicidarse. 6– Huir (concretamente o con la variante "espiritual" de entrar a un convento). 7– Desquitarse del viejo inmigrante.

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Si bien se advierte, es la gama de figuras dramáticas de Armando Discépolo. Que paralelamente se corroboran, de manera intensa, en las "divisas" que portan dos mujeres: Clara Beter de César Tiempo y Tanka Charova de Lorenzo Stanchina (a las que ya no se pretende "salvar" como al paradigma del género, la Nacha Regules de Gálvez). Corresponde preguntar, por consiguiente: la clave del grotesco, ¿no implica una literatura de revancha? Su movimiento de "interiorización" como pasaje y elaboración técnicos desde el sainete ¿no debe ser leído, en su realización, como la correlativa "exteriorización" de una venganza? (v. Renato Barilli, L'azione e l'estasi, Feltrinelli, 1967). Sobre todo si se confrontan los "reemplazos" propuestos por el grotesco con una octava alternativa que es el tango, ese "rezongo" y esa "injuria" elaborados musicalmente y cuya culminación en esa coyuntura histórica detenta Enrique Santos Discépolo ¿no significan un desquite imaginario? Entendámonos: contra los amos, contra los padres y contra sí mismos. Es decir, que lo que se advierte en una lectura globalizadora: si, por un lado, asume y elabora la definitiva disolución del artesano en la trayectoria más nítida del "borrachito" al grotesco, por el otro, ¿no denuncia acaso los límites concretos del proyecto liberal? Lo afirmativo ya se dio: el grotesco como caricatura del orden liberal. De ahí que lo esencial del teatro de Armando Discépolo sea, precisamente, su significación como comentario dramático del fracaso liberal verificado en las insuperables contradicciones vividas en los años del yrigoyenismo. Nada tiene de casual, por consiguiente, que el mito del fracaso inmigrante y el mito del gaucho eliminado se superpongan en la cronología de ese momento. Por sentido contrario, supongo que se aclararían los años '20 si el grotesco (y Boedo) se confrontara con la revista VIP de esa época, Plus Ultra. En una de cuyas tapas aparece la futura directora del Sur de 1931 adornada con todos los atributos del último resplandor de las "vacas gordas".

INMIGRACIÓN Y LIBERALISMO La diferencia entre Roque Sáenz Peña y el general Justo era que en 1912 la élite podía contemplar la posibilidad de delegar el control del Estado en sus rivales políticos, mientras que en la década del treinta se vio obligada a excluirla mediante cualquier procedimiento que estuviera en sus manos. David Rock, El radicalismo argentino, 1890-1930, 1977.

Pero en la base del inmigrante ansioso y del protagonista fracasado y ridículo, actuando como soporte esencial y como generador de las motivaciones más profundas, en el teatro de Armando Discépolo ¿se puede leer otro sentido? Sí, en la medida en que "el querer ser" del inmigrante convertido en grotesco resulta, al fin de cuentas, el querer ser de un hombre, las tendencias hacia el rasgo vital del modelo individualista. Ser concretamente a través de sus deseos empíricos, puesto que si los "fuertes" del grotesco resultan los humillados convertidos en humilladores, "hacerse la América" para ellos termina por caracterizar su inautenticidad al alienarse a una riqueza que disuelve su capacidad de negatividad y cuestionamiento. A medias amos y esclavos a medias, su "fuerza" no va más

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allá de su opacidad y sus garantías son el recibo que les han extendido por su consentimiento. Seducidos, penetrados, al producir lo que no consumen y consumir lo producido por otros, su "fortaleza" es directamente proporcional a su cuota de anexión. Su "ascenso" acarrea la disolución de sus valores en la visión del mundo de los demás y su "alteración" no hace sino comentar teatralmente ese proceso. Instalados, viven su contorno como un dato más que los penetra y los asimila al consenso pero que los hace vivir una "desazón perpetua". Del "no tener" y solamente portar carencias del inmigrante inicial ¿se salta de esta manera a una "falta" previa y fundante donde viven desconocidos, sin nada y "vacíos"? Dentro de la restringida posibilidad discursiva del texto teatral, sí. Complementariamente, el proyecto liberal de "mejorar económicamente" en virtud del cual han llegado y en cuyo entramado se insertan, entendido así presupone que a un humillado se lo pretenda convertir en poseedor, en patrón más adelante, en humillador consiguientemente. Que visto en sus líneas mayores, es el circuito virtual o real de la mayoría de nuestras clases medias. Los señores de 1853, del 80, del 900, en sus comienzos habían formulado la apelación "vengan, vengan"; es decir, "sean", "conviértanse", "lleguen a tener", "tengan" mediante la posesión materializada. Lo sombrío del grotesco discepoliano ¿no se vincula en esta lectura con "la diversión subordinada al capital y del individuo que se divierte al individuo que se capitaliza"? Ciertamente: se trata de la apertura de una odisea lucrativa y un presupuesto no meramente tácito en el teatro de Discépolo. Y el deseo concreto de los inmigrantes llega a superponerse aquí con el afán esencial de "coincidir consigo mismo". Incluso, las necesidades de ambos grupos parecían empalmarse. Pero al frustrarse esa tenencia o al escamotearse una posesión definitiva, y al tener que replegarse de la tierra hacia la ciudad; sólo queda la significación simbólica de la posesión y de la identidad. ¿Qué otra cosa significa mi carencia real de participación en la tierra como concreta prolongación de mi cuerpo? Por ventura, ¿una "participación espiritual"? O el grotesco como derrota ¿no prefigura la actual "república de conciencias" que oficialmente se nos propuso? Como se dice: ¿treinta y cinco millones de almas? ¿La privatización fragmentada donde "cada uno se ocupa de sí mientras Dios dará para todos? ¿El pasaje de habitante a presunto "ciudadano" hasta recalar en sumiso usuario o consumidor? En este aspecto, las tensiones fracasadas de las figuras de Armando Discépolo en su intento por lograr corroboración, identidad, reconocimiento y emergencia —posicionarse, en fin— se ubican en oposición a lo sustancial de la metáfora mayor del Laferrére de jettatore, quien precisamente intentaba detener un avance que, desde su grupo, se percibía como violación. Dicho de otro modo, el grotesco simboliza al inmigrante congelado por el conjuro de la élite tradicional. O final e históricamente, ¿los inmigrantes, en su gran mayoría (y en sus descendientes), no fueron "titeados" por los gentlemen legítimos o por sus sucesores? O incorporando ese tipo de burla "tan nuestro, ¿titearnos a nosotros mismos?" Las secuelas están hoy a la vista: abdicación, posibilismo formulado como "opuesto al mal menor", sobrevivencia reticente, presentismo mocho y ramplón, trivial cinismo de shopping. Pero si hasta el sexo —zona de relativo control racional— apenas se manifiesta, se lo condena, se lo escamotea o brota deformado: es el "sexo grotesco" de una comunidad de aspirantes a mercaderes o yupis ávidos, infatigables, soberbios, autocomplacientes y mutilados (v. S. Viderman, Remarques sur la castration, 1987). Donde hasta el erotismo

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entendido como valor de uso se ha trocado en valor de cambio a partir del antiguo escenario de una Bolsa proliferante sobre el resto de la ciudad. En este encuadre, también la Argentina a la que se alude en el teatro discepoliano. ¿No resulta un país construido sobre un proyecto que tácitamente apela a la defección de una clase, articulada sobre el margen de mala fe del inmigrante? Más aún: el inmigrante —por su proyecto y su inserción concretos— ¿no quedaba a medio camino entre "los señores" y "los de abajo"? Sus aspiraciones y sus miedos, subir o caer—reiterados términos del teatro discepoliano— ¿no sólo lo superponen con las clases medias sino que, además, no lo definen por su ambigüedad? La ambigüedad del grotesco ¿no se corresponde acaso con esta ambigüedad fundamental? Y retomando sus pautas geográficas —de salida y de llegada—, de Europa y de América, esa ambigüedad ¿no los hace vivir como europeos a medias y a medias como latinoamericanos? ¿O desesperadamente norteamericanos en California y en Miami en una suerte de equívoca separación en tanto sus padres o sus abuelos, en realidad, aspiraron a hacer allá l’América y no en estos "puertos de segunda categoría"? O si se prefiere, insertándolos nuevamente entre los gentlemen y "los de abajo" ¿no se sienten colonizados a medias y a medias colonizadores? Parecería que sí, puesto que para ser eficaz en el código ajeno, se requiere de ellos una abdicación; y porque la alternativa inversa se diluye en lo declamatorio. Aunque alternadamente y nadie lo niega resuene el estrecho margen de positividad del proyecto liberal que, en sus comienzos, había esbozado un pasaje posible desde lo feudal a lo artesanal. De ahí que si la tierra es negada (o la "facilidad" de la ciudad se convierte en "repliegue desesperado"), el proyecto liberal cuyos ecos resuenan en Mustafá o Stéfano resulte parcializado o abstracto. Y la teoría que subyace en el proyecto fundamental del inmigrante se torne fracaso. El grotesco, pues, se nos aparece como la encarnación ºliteraria de un proyecto deficiente. Correlato estructural: las clases medias de origen inmigrante: fundidas o aferrándose a las módicas variantes del "cholulaje" para zafar de alguna manera. Y la Argentina misma, como soporte y contexto de ese teatro, convertida en un "país grotesco" en la mutilación de sus proyectos. O, acaso, "la nación a medias" en que vivimos ¿no lo ratifica, mediata y cotidianamente? Nuestro «hermafroditismo» estructural ¿no lo pone de relieve? (v. Abdallah Laroni, L'intellectuel du Tiérs Monde et Marx ou encoré une fois le probléme du retará historique). El vivir la ilusión de ser amos a medias y a medías esclavos ¿no lo ratifica? El pasaje del mito del «granero del mundo» al individualismo, la circularidad y la dependencia reales ¿no nos lo recuerdan cotidianamente? ¿Y qué decir del, hoy tan proclamado pasaje al primer mundo? ¿No es otra secuela grotesca con sus voceros, protagonistas y cortesanos? ¿No es otro invento aparatoso y fraudulento? Nuestras morbosas repeticiones desde 1930 o nuestras detenciones (llámense 5 de abril, 18 de marzo de 1962, 28 de junio de 1966 o 24 de marzo de 1976) ¿no se prefiguran en la coagulada fisonomía del grotesco? Su desintegración moral ¿no esboza la antihistoria y el antipensamiento prevalecientes? ¿O el discurso actual tan triunfalista como endeble? Mediaciones. Sí: se sabe. Pero hasta el reiterado «no despegue» de nuestro cuerpo comunitario ¿no se presiente en la «caída en lo inerte» de lo esencial de Discépolo? ¿No resulta premonitorio? ¿O acaso las letras de tango de su «hermano menor pero siamés» no se repiten hoy, con un ritmo de letanía, tal cual se cantaban hacia 1930? En suma, si el éxito privado del liberalismo retacea la realización social del inmigrante

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y del rescate inmediato de los héroes de Discépolo, ¿es porque el liberalismo necesitaba del fracaso del inmigrante y del hombre con carencias para asegurar su sobrevivencia? El trabajo deteriorado (faltante, incluso), ¿no implica, acaso, más su solución que su problema? Podría ser planteado como hipótesis de trabajo. Puesto que el proyecto de evasión de la contingencia (proyecto gentlemen liberales-inmigrantes emergidos, personajes «fuertes») por idealista o parcializado resultaba finalmente falaz, para concretarlo requería cuestionar o desbaratar su propia coherencia. Pero esa concreción posible hubiera desbordado los fundamentos mismos del liberalismo encarnándose realmente en «todos los hombres del mundo». En el revés de la trama de su universalidad abstracta, por lo tanto, es donde podría leerse la particularidad frustrada que se encarna en el grotesco. La «interiorización» planteada inicialmente tiene este soporte: no que se hayan «encerrado» los personajes de Armando Discépolo, sino que los «han encerrado». Al trabarles su dimensión política, los han «privatizado». Si, por definición, el hombre es un animal político, carente de política se queda en animal. El grotesco —«animalizado»— resulta así la forma teatral de la soledad como eje principal del inmigrante fracasado. De la «conciencia infeliz» del «hombre que está solo y espera». Del argentino cada vez más fragmentado y «pegado».

HACIA UNA VALORACIÓN DEL GROTESCO ¿Un teatro grotesco, una danza grotesca como el tango, una ciudad grotesca como Buenos Aires, un país grotesco? Ezequiel Martínez Estrada Aquí, en Argentina, el que le ha dado una importancia extraordinaria a la madre es Discépolo... Roberto Arlt

A partir de esta revista sucesiva de niveles recién se pueden formular ciertas valoraciones en torno al grotesco: se trata del "valor de coherencia" que Armando Discépolo recoge en su dramaturgia como síntesis literaria desde el sustrato más profundo de un grupo social. El posible "realismo" de su teatro presupone asir la esencia de una estructura en plena movilidad. En la medida en que un escritor aparece como "vocero" de una comunidad su proyecto apunta a la expresión de una coherencia mayor de ese sustrato. En el caso concreto del grotesco, si sus modelos reiterados provienen del sainete, y la mutación real que lleva a cabo Armando Discépolo tiene como soporte real una industria, la homología posible con la Commedia dell'Arte resulta válida: los estereotipos operan con un decantado; catalizarlos poéticamente implica tornarlos "arquetipos". El espacio que se marca entre una dimensión y la otra señala el margen entre convención e invención como movimiento antinatural y en este sentido es que el grotesco surge como la mayor transgresión literaria a la coyuntura histórica signada por las clases medias en el gobierno. Su "dignidad" ya no se apoya en estamentos, sino en expresividad. Y como síntoma mayor de ese momento se convierte en

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el significante de un significado reprimido o, por lo menos, desdeñado. En la literatura validada, precisamente, como "conciencia que no quiere ser conciencia" (v. Ferruccio Rossi-Landi, II linguaggio come lavoro e come mercato, Bompiani, 1968). Se trata, por eso, de la asunción desgarrada de "lo más profundo" de "esa pasividad indispensable decantada": De donde se sigue que si a ese núcleo estilístico saturado por la suma de coordenadas que van desde la inmigración al yrigoyenismo pasando por el sainete se le suma el tango que empieza a letrarse en 1916 y que en 1918 —con Los dientes del perro— contamina el teatro como asunción de "lo plebeyo" y de "lo ítalo-criollo" entendido como popular, como lo actuante (y como simple amenaza o escándalo de un "nivel bajo" hacia un "nivel económico"), puede decirse que, en sus mayores resultados, el grotesco, en tanto emergente y "elaboración del discurso común" del sainete y del tango, resulta al período 1920-1930 lo que el Martín Fierro al momento 1870-1880: dos coyunturas históricas en las que un grupo social —verificado en su homogeneidad y en sus tensiones— se expresa comunitariamente a partir de un sustrato reiterativo mediante la infracción de un poeta individual. Lo que no implica un intento moralista de turbar la "buena conciencia lingüística" de los propietarios del idioma. El malestar de una época se ha transformado en palabra. En intercambio lingüístico, en coiné. Armando Discépolo ha arrancado elementos inertes hasta constituir una historia mediante la cual la agresividad del fracaso parece integrarse imaginariamente. Los "héroes exitosos" se corresponden con el siglo XVIII inglés o con la novela y el teatro de "la burguesía conquistadora"; sus fracasos posteriores expresarán su imposibilidad de reconciliación. En esta línea, el grotesco es un derrotado que se estetiza a través del "mito del fracaso". Ya que lo embellece y lo rescata. Y si todo mito requiere una víctima, es por eso que el protagonista de Armando Discépolo se emparenta con la figura de Hernández en la medida en que al despojarlo de anécdota —des folclor izarlo— lo "reduce" condensándolo y sublimándolo al instalarlo como algo esencial. Porque si en ese período histórico el "floridismo" no pasa de vanguardia modernista y si Boedo se contrae por el mecanismo recurrente de la izquierda intelectual, el grotesco resulta la izquierda concreta de Boedo: no sólo por la toma de "inconciencia colectiva a través de la conciencia individual de Armando Discépolo, sino por expresar la más profunda y válida expresión literaria del fracaso de la inmigración propuesto por el liberalismo y que llega a sus límites de conciencia posible hacia 1930. Y a los límites del grotesco: porque también en su proceso parabólico de interiorización y deterioro llega a un dilema: a la reiteración del héroe frustrado o a su disolución. Diría, corporalmente el personaje grotesco no aguanta más. Su miserabilismo, al no tolerar el suicidio por ser una "decisión extrema" correspondiente a otra zona dramática, sólo tiene como posibilidad el aniquilamiento de la inercia, una suerte de catatonía que sirva de soldadura final a sus pautas de circularidad. Armando Discépolo elude el dilema con su silencio. La alternativa de disolución hubiera requerido —como ya se aludió— el clochardismo de Rayuelo, (o la desintegración de Malone o de Fin de partida). O quizás — como alternativa inversa— una nueva instauración del héroe a un nivel superior. Pero si ese 1930 aparece como el fin de la escritura de Armando Discépolo, complementariamente Scalabrini Ortiz trasciende sus intuiciones telurizantes y pasa a lo histórico y lo político como denuncia, así como Enrique González Tuñón se encrespa desde su melancólico barrialismo hacia El tirano. Y Borges se desliza desde la superficie de lo nacional hacia las comarcas de lo laberíntico inaugurando mediante la enunciación

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caótica de El Aleph la alternativa de otro "centro" que cuestiona el centro axial y canónico. Todos esos indicadores corroboran al grotesco en su referencia a la crisis del optimismo señorial y a la clausura del "martinfierrismo" entendido como última literatura liberal. O para concluir: si el grotesco asume a nivel generacional un lenguaje descalificado (en función de una transgresión entendida como arrojo literario que no se resuelve en la novela de Boedo) y Armando Discépolo encarna y elabora con validez el teatro intentado y no resuelto por Boedo (y ni siquiera planteado por Florida), su dramaturgia, desde Mustafá hasta Relojero, debe ser considerada por los logros dramatúrgicos alcanzados con la misma trascendencia, en esos años, que la novelística de Roberto Arlt.

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MEANDROS, LECHO, AFLUENTES Y EMBOCADURAS Le robaron el río a la ciudad. Un muro de cemento y hierro los separa. Pero siente su presenciIa, en cada cosa. en cada piedra, en cada bandoneón, en cada árbol, y en cada enredadera. Vamos a devolver el río a Buenos Aires... Raúl González Tuñón, Balada del río.

* La publicación en 1926 de El ángel de la sombra, única novela de Lugones, permite comprobar algunos síntomas: el primero, qué lugar le adjudica el poeta cordobés a las mujeres: secundario, desde ya, sumiso y depositado en la penumbra, aguardando al hombre apoyada en el marco de una ventana, en un especializado trabajo de "decoración de interiores" o, dedicándose a la serie gastronomía, vestidos, bailes, Mar del Plata y demás vacaciones. La versión de Lugones en este texto no sólo prolonga ciertas escenografías santificadas por Stella y La dama duende, sino que se sobreimprime con las entonaciones de cronista social que utiliza en ese mismo momento Josué Quesada. Así como la inquietud—de presunto homenaje admirativo— también se yuxtapone con Uña mujer muy moderna (1927) de Manuel Gálvez. Myriam la conspiradora (1926, de Hugo Wast) es una corroboración tangencial de esta hipótesis. Puede inferirse que para los escritores canónicos de los años '20, "la mujer liberal" (que por sentido contrario estaba aludiendo negativamente a la nomenclatura oficial), además de fascinarlos porque empezaban a maquillarse para salir a la calle de una manera que en sus más locas fantasías apenas si lo hubiesen tolerado a sus mujeres en el interior de la casa y especialmente en el dormitorio, se está convirtiendo en una nueva invasión. Más "peligrosa" que la de los inmigrantes y trepadores hacia el 1900, por sus sutiles y atenuados recursos de "penetración". * Para recuperar con mayor precisión el imaginario lugoniano, conviene repasar su Romancero de Aglaura —cronológicamente coincidente con su novela—, colección de cartas inéditas publicadas por Inés Cárdenas en 1989. El registro de Lugones oscila entre lo regresivo, el fetichismo, las compensaciones y la masturbación resueltos mediante la vulgata rubendariana más tardía. Sumado a depósitos insólitos de marcas que pretenden corroborar su poderío-sumisión y sus propiedades viriles (cfr. Giuseppe Scalia, Critica, letrera, ideología, 1988). En ese texto documental y secreto, Lugones no se limita a exhibir "las debilidades" — por momentos patéticas y hasta conmovedoras— de un hombre fuerte, homogéneo, frontal y categórico por definición. Que siempre prefería fotografiarse de perfil, hierático, filoso, sosteniendo un sable y un equívoco ademán de bailarín; o con chambergo, en medio de militares de uniforme, apoyándose en su bastón como si fuera una sólida espada de general. El cancionero de Aglaura remite a El matadero y a la presumible literatura argentina

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inédita; la que aún permanece arrinconada en archivos oficiales o en colecciones privadas. Semejantes repositorios —sobre todo en géneros esencialmente Victorianos representados por las correspondencias y los diarios íntimos— podrían darnos una versión mucho más densa y dramatizada de lo que muy débilmente hacen numerosos textos canonizados. En este sentido, uno de los ejemplos más representativos es la correspondencia de Carlos Octavio Bunge, publicada por Cárdenas y Paya (v. La familia de Octavio Bunge, Sudamericana, 1995), así como el diario de Ángel de Estrada —escrito entre Alma nómade (1902) y Redención (1907)— y aún no publicado por equívocas decisiones familiares. Los contextos que permiten —por sus series de ecos y de rechazos entretejidos— una comprensión más ajustada de la versión Iugoniana de la mujer planteada en El ángel de la sombra son varios. Contradictorios y dramáticamente enclavados en la problemática de la ciudad; Flor de fango y Bésame en la boca —tangos estrenados por Ada Faltón en 1926— van dibujando, contradictoriamente, la escenografía de fondo sobre la que se recorta la voz Iugoniana. Alfonsina Storni, desde su lateral, saludablemente descarada para ese momento, llega a decir: "Yo nací para el amor". Coincidiendo en el mismo 1926, Delfina Bunge de Gálvez, se escandaliza en Los malos tiempos de hoy frente a la mujer que "se pone pantalones, usa pelo corto, fuma y quiere ser campeón de box". La izquierda bien pensante se suma a semejantes desahogos: "Milonguita o Estercita son dos atorrantas sin cacumen, que prefieren lavarse el útero a cada rato antes que ponerse a lavar pisos, que es para lo único que sirven" (en la revista Claridad, número 5, 1926). Menos mal que, en ese mismo año, César Tiempo acertó con su sagaz mistificación de la puta inmigrante en Versos de una... atribuida a Clara Beter, que si bien —mediante su oportuna síntesis de la vulgata con sus rasgos y expectativas— descolocó el filantropismo de Castelnuovo y de otros representantes de Boedo, puso el problema a foco junto a los "ladroncitos" de El juguete rabioso y en implícito cuestionamiento del presunto humor antisemita del Arturo Cancela de Una semana de holgorio (cfr. Estela dos Santos, Las cantantes, 1986; Elisabeth Roudinesco, Feminismo y revolución, 1987). Planteada como hipótesis, la contraposición entre la torre de marfil y "la torre de Babel" aludiría al fracaso de las órdenes lugonianas desde la cima de sus montañas en dirección al "pueblo". Desobedientes y multiplicadas, "las masas" habrían trepado dominando las alturas del autor de El ejército de la Ilíada. De manera tal que, simbólicamente, se convertían en "los caballos de Abdera", tan briosos como sublevados, reactualizando las significaciones de la "violación" de El matadero y la Amalia, así como la "invasión" inmigratoria, ávida y trepadora, comentada hasta la náusea por Cambaceres, Cané, Martel, y demás tradicionalistas. Una de las polémicas del campo intelectual que provocan mayor resonancia en los "serenos años democráticos" del doctor Alvear, es la que produce la publicación de La Madre de jesús de Carlos Alberto Leumann en el diario de los Mitre. La Liga de Damas Católicas "herida en sus más íntimos sentimientos" protesta exigiendo una reparación pública. El arzobispo de Buenos Aires, fray José María Bottaro, prácticamente le exige a Jorge Mitre que tome sanciones contra el escritor. "Agregaré que el señor Leumann" —le informa pocos días después el director del diario—, "que figuraba en nuestro personal desde hace años, ha presentado su renuncia, la que le fue aceptada". El territorio de tolerancia para el intelectual crítico va siendo diseñado paulatinamente pero con precisión por los voceros del Poder. La condescendencia del discurso oficial va

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llegando a sus límites. Las preferencias por Hugo Wast corroborarán, frente al Payró excluido, las dimensiones reales de un pacto presuntamente simétrico entre lo canónico y las prácticas críticas. En la década del '30, con la reaparición de los sectores provinientes de la antigua gentry dejada de lado en 1916, la tolerancia será borrada, las diversas formas de censura endurecidas y el lugar destinado a la presencia heterodoxa, eliminado. * Es lo que va, con las diversas alternativas circunstanciales, de las preferencias institucionales para el arzobispado de Buenos Aires por monseñor Bottaro en desmedro de una figura "intermedia" y más conciliadora como De Andrea. Es decir, que hasta en la interna de la jerarquía eclesiástica, el itinerario general puede ser corroborado hasta llegar, hacia 1935, con la expulsión de la cátedra de Aníbal Ponce y de otros intelectuales críticos (cfr. Francisco P. Sagasti, Monseñor de Andrea y el arzobispado de Buenos Aires, 1924; Raúl H. Cisneros —seudónimo de Ingenieros—, El pleito del arzobispado, en "Renovación", julio de 1924). * Zogoibi: una novela humorística (1926), de Luis Emilio Soto, es la concreción más explícita y agresiva de la crítica literaria vanguardista. Oscilante —como otros escritores de los '20— entre las dos líneas definitorias de ese momento, Soto encuentra en Boedo las fundamentaciones políticas de su heterodoxia. Y si de las zonas de Florida va echando mano de la colección de procedimientos característicos de los epitafios martinfierristas, su "criolledá" se apoya en los renovados planteos de Borges. E, inesperadamente, en la miscelánea criollista de Carlos Alberto Esso. Para evaluar la destreza polémica de Soto corresponde situarlo junto a —y enfrente de— Literatura y política (1928) de Alfonso de Laferrére, texto donde los aprendizajes barresianos de Gálvez se han convertido en la denuncia de "La condena de Maurras". Así como sus violentos ataques al Ingenieros de El hombre mediocre ("...los hombres sólo pueden suscitar dos sentimientos: la admiración o la piedad. Y el doctor Ingenieros no nos suscita admiración") lo van ubicando en contradicción con la Revista de filosofía y con todo un elenco favorable a la Unión Soviética, a la revolución mexicana y a las reivindicaciones argelinas de Abd-el-Krim. Literatura y política, que presupone la culminación de la joven derecha intelectual en cuestionamiento, incluso, con los residuos liberales clásicos de sus propios padres, y con posiciones que se van manifestando en la serie de ensayos publicados por "La Nueva República", encarna, además, el antecedente mayor de Vidas de muertos (1933), de Ignacio Anzoátegui, cuyo procedimiento fundamental es la ampliación y sistematización de los "epitafios" vanguardistas de Ernesto Palacio. Es el vanguardismo politizado de la derecha no "a la defensiva" sino en ataque frontal. Pese a estos excesos, la polémica político-literaria parece apaciguarse en los años de Don Segundo Sombra, paradigma de "literatura ecuánime" en concordancia con la mezcla de europeísmo y de "criollismo de gran señor" tipificada por Alvear. En realidad, el momento alvearista es como una tregua entre 1919 y 1930. Según Halperín Donghi, en 1928 culminan los indicadores económicos más positivos que subrayan el tercer momento de "las vacas gordas" (si se considera a 1886 y a los centenarios como las fechas correspondientes al primero y segundo momentos). Sin embargo, los síntomas premonitorios de la década infame crujen ya por todos los resquicios de la ciudad. Y día a día se van tendiendo las líneas de duros enfrentamientos en dirección hacia la encrucijada en que la guerra civil española tendrá como recinto de confrontación ideológica la avenida de Mayo de 1936 (cfr. José Gabriel, Bandera celeste; Austen A. Ivereigh, Nationalist

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Catholic Thought in Argentina, 1930-1946, Monseñor Gustavo Franceschi and Criterio in the Search for a Postliberal Order, 1990). Señal de agotamiento de un género y de una figura: concluida la etapa de iniciación del protagonista-narrador del Segundo Sombra, la figura preponderante del "gaucho viejo" se va diluyendo: siempre actúa lateralmente hasta cuando lo convocan; apenas si le queda espacio para recontar alguna fábula más o menos tradicional; su protagonismo se disuelve. Su sabiduría popular (arreos, trenzados, epigramas, perfiles) ya han dado todo de sí y no pueden repetirse. A la paideia mística apenas si le queda el mutis. El epitafio hubiera resultado despiadado o melodramático. Jesús en Buenos Aires (1922) así como Y volvió Jesús a Buenos Aires (1926) de Méndez Calzada tradicionalmente han sido leídos como "literatura humorística". Ocurre aquí como con Eduardo Wilde y Laferrére: un malentendido a partir de cierta confusión de registros. Lo que se puede sugerir es que se trata de una estratagema de Méndez Calzada para conjurar sus desencuentros condicionados por la ciudad: una retórica del disimulo para "no aburrir con los propios rezongos", lugar común que hace a residuos de "señorío imperturbable" y a una mitología ciudadana que enuncia en varios códigos que "calaveras no lloran". Inflexiones de cierta mentalidad generalizada. Mirando más de cerca: es una linfa difusa pero intensa que recorre, con zigzagueos y altibajos, a numerosos intelectuales argentinos que han sido evaluados en su producción desde la perspectiva del "sentido común", sitio donde notoriamente se acumulan los prejuicios naturalizados. El "malestar en la cultura" argentina demorará en hacerse evidente. El optimismo de los años del Centenario ha incidido más en la crítica que en los propios protagonistas del 20 que ya descreían del "destino de grandeza" de nuestro país. Pero un ludismo vanguardista ha hecho tomar la sátira por complicidad, condescendencia o conformismo. (Cfr. Graciela Montaldo y colaboradores, Yrigoyen entre Borges y Arlt (1916-1930), Contrapunto, 1989.) Si se tienen en cuenta las presiones sociales, la etapa que va de 1930 al 43 corresponderá a la generalizada puesta en la superficie de esa linfa cultural insinuada en los 20: la mundanidad profesional de Enrique Loncán será un síntoma; otro, el de "las divertidas locuras" de Omar Viñole. Pero el Cristo que aparece y reaparece en Méndez Calzada, además de pertenecer a una estirpe dostoievskyana es —previsiblemente— la señal más intensa de una desolación urbana. Cristo es "un visitante fuera de lugar" en la Buenos Aires de la revista Plus Ultra, en el territorio del "equilibrio alvearista" y del prólogo de Manuel Caries a Visiones y recuerdos del camino (1926) del obispo Napal. Los poemas de Nuevas devociones (1924), con la entonación franciscana de Méndez Calzada, insinúan un envés que se corrobora en los desalientos de Pro y contra (1930). Méndez Calzada se suicidó en Barcelona el 26 de julio de 1940 (cfr. Hans Magnus Enzesberger, Las agonías de la vanguardia, 19,89). El "satanismo" que exhibe él vizconde de Lascano Tegui (1887-1968) no sólo lo vincula por el "empequeñecimiento" de su seudónimo a Lautréamont (mediante un ademán análogo al de Alberdi respecto del Fígaro español), sino que implica un presunto dandismo que se crispa en su búsqueda de originalidad. Romanticismo tardío que, a su vez, va trenzando su De la elegancia mientras se duerme así como La sombra de la empusa con el agotamiento de su aprendizaje rubendariano, en dirección al llamado "posmodernismo". Aunque su carta a la gente de La púa —donde figuran los Güiraldes y los Girondo—, preanuncia su relación con el vanguardismo de los años 20 y su amistad con Evar Méndez. Finalmente, Muchacho de

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San Telmo alude en su cierre al típico vaivén literario argentino entre los "santuarios" de París y el barrialismo porteño. En los grabados de Monsegur y en los de Alejandro Sirio, que iluminan sus textos, corresponde descifrar, también, el interjuego incesante y a veces vertiginoso entre las particularidades locales y los paradigmas intimidatorios y supuestamente prestigiosos y validantes. El malestar que a Payró le provocaba la literatura oportunista puesta al servicio de los manejos del Poder en sus diversas manifestaciones culturales, políticas o periodísticas, lo había llevado, a comienzo de siglo, a escribir El triunfo de los otros. La antítesis polémica era previsible por lo que se le había adjudicado a su proyecto de novela —Nosotros— cuyo título fue utilizado por Giusti y Bianchi para una revista que agrupaba a una serie de intelectuales de la oposición socialista de entonces. Era el "entre-nos" de los escritores profesionales del 1900. Cuando en 1928 ese mismo grupo —al que se le había sumado gente más joven y radicalizada— se indigna porque a Payró le escamotean un reconocimiento nacional, no sólo favorece la publicación de Los cinco, sino que llega a vislumbrar por primera vez cuáles son los límites para una heterodoxia concreta. Y la designan, con precisión, como "el triunfo de los Hugo Wast". Borges alude a Alfonsina llamándola "comadrita" con un ademán que remite a las descripciones que hace Groussac de Leandro Alem: para ambos críticos lo patético y el autobiografismo explícito son adjetivos de una literatura enfática, exhibicionista y prescindible. Groussac atenuará sus distancias respecto de Alem después de su suicidio, al que juzga un gesto excesivo que "teatralmente" clausura un itinerario demasiado contradictorio, pero que merece respetarse teniendo en cuenta que, dentro de determinados códigos, corrobora a los caballeros. El mayor reconocimiento de Borges por la virilidad de Alfonsina fue el silencio ante su muerte. Si Borges mantuvo un respetuoso "sin comentarios" ante el suicidio de Alfonsina, en ningún momento varió sus reticencias frente a El dulce daño (1918), Languidez (1920) y Ocre (1925). Su vanguardismo categóricamente opuesto al anecdotismo poético le permitió poner en circulación cierto epigrama maligno. Pero con quien se encarnizó sistemáticamente —en esta etapa de su producción— fue con Lugones por su énfasis oratorio. Tanto es así que El Aleph posterior puede ser leído como la decantación de esos cuestionamientos: su "sótano" es la denegación de "la torre"; la marginalidad de ese sitio, lo contrario de la axialidad del lugar que Lugones le destina al poeta; la matizada penumbra, lo contrario de las "iluminaciones solares". En verdad, Borges, aludiéndolo apenas a Lugones, cuestiona una poética en su totalidad. Hasta una visión del mundo. Así es como, cuando llega a burlarse de manera implacable de las infinitas descripciones minuciosamente ordenadas, enciclopédicas e intimidatorias de Argentino Daneri, tomando partido por una enumeración caótica veloz y económica, parece cerrar su "ajuste de cuentas". * Desde ya que con Lugones. Pero también con Alfonsina y otros escritores como Quiroga que seguían operando con los recursos —sobre todo con el patetismo— de la poética del 900. Hasta los compadres borgeanos de los años 20 cultivan el silencio, contenidos y taciturnos. A las armas jamás las exhiben; y tanto las disimulan que parecen inermes. Respetan en tal medida a la muerte que en ningún momento la amagan ni la nombran. Los ecos de El caudillo (1921) de su padre —situado en la provincia de Entre Ríos—, y los de la poesía de Carriego, también entrerriano, todavía lo penetraban.

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* Andadura del texto y texto de la andadura: entre Fervor de Buenos Aires y el Carriego, Borges va construyendo, a la vez, su ciudad imaginaria y el lenguaje mediante el cual da cuenta de ese peculiar urbanismo literario. Obstinado y lúcido recorrido que no sólo lo "despega" del sustrato común que fascina a toda su generación, sino que señala el salto cualitativo que va de lo dado a lo "lo puesto". Ese catastro poético logrado en los años '20 puede ser confrontado —fecunda y polémicamente— con el "ejido municipal" alegórico del Adán Buenosayres. Con las revistas Martín Fierro hay un linaje que va del anarquismo de Ghiraldo, cruzando por el modernismo posrubendariano de 1919, hasta llegar —Evar Méndez mediante— al más notorio vanguardismo de 1924 al 27. Tres versiones del gaucho mitificado: una libertaria, otra vinculada al arielismo universitario; la tercera, divisa de una "criolledá" ultraísta y petulante. Con Claridad pasa algo análogo: seis años antes de la clásica revista de Antonio Zamora, José R Barreiro "pone en la calle" en 1920 una publicación "quincenal de crítica social y literatura". Fueron ocho números que apuntaban al público reformista de 1918 y al siempre "deseado auditorio obrero" impregnado por "los fervores de 1917". Momento de tránsito. Han muerto Darío, Nervo y Rodó; el vizconde Lazcano Tegui le dedica al protovanguardismo del grupo "La Púa" (donde figuran los Girondo y Ricardo Güiraldes) sus más recientes aprendizajes dadaístas; Juan Palazzo con su novela La casa por dentro preanuncia la narrativa sombría y aguafuertista de Boedo. Ingenieros —situado definitivamente en la izquierda-ideológica— patrocina la revista de Barreiro al ubicar en Buenos Aires los planteos del grupo Ciarte de Barbusse, Romain Roland y Bertrand Russel. La democracia funcional en Rusia es la colaboración principal de Ingenieros en esa revista que toma como modelo España, del comunista Araquistain. Los socialistas de izquierda de la Argentina—como del Valle Ibarlucea, Giusti, Guibourg y Silvano Santander— son los principales colaboradores que ya están enfrentados, en ese momento, al dilema de separarse del socialismo tradicional o sumarse al comunismo recién fundado que acepta los veintiún puntos de Moscú. Este par de alternativas es el núcleo que va redefiniendo en los últimos años de la etapa de los '20 a esa franja polémica de la intelligentzia más heterodoxa (cfr. Cristian Buchrucker, Nacionalismo y peronismo: la Argentina en la crisis ideológica mundial (1927-1955), Sudamericana, 1987). Ciudad (1917) de Fernández Moreno presupone un doble talante en su producción poética: el alejamiento definitivo del escenario provinciano del que provenía —como Intermedio— y la asunción prolongada, empecinada en lo urbano. Pero en los mismos años en que Borges va ensayando una mutación metafísica de la ciudad, en que Arlt se exaspera frente a visiones cosmopolitas a lo Fritz Lang, y Mariani conjura las escenografías de la rutina en Cuentos de la oficina (1925), Fernández Moreno transita los barrios porteños con una mirada plácida. El poeta es un "rentista" que, en realidad, añora su Aldea española. Ni médico ni urgencias; nostalgias y, a lo sumo, rezongos. Describirlo con motivo de su literatura urbana como a un fláneur es limitar esa categoría a la "andadura desocupada". El

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fláneur, genealógicamente, proviene del "caminante solitario". Del bosque a la ciudad. Rousseau/Baudelaire/Benjamin: las reflexiones solitarias no son "vistas" más o menos planas y sin beligerancia; son polémicas, profecías, utopías y agresiones de un testigo íntegramente penetrado por la dramática urbana, parte inseparable de ella y que no se limita a confirmarla mediante un pasivo escrutinio, sino que se altera indignándose hasta exaltarse y tomar partido (cfr. Jean-Louis Macard, Le fláneur et la politique de la cité, 1989). Los comentarios desdeñosos que, por carta, le hace Quiroga a Martínez Estrada sobre Fernández Moreno y otros "rentistas" y situacionistas de la cultura de la ciudad corroboran esta versión. * Los primeros títulos de Héctor Pedro Blomberg (1895-1950) merecieron el fervor de cierta crítica que lo situaba en la tradición de Gorki emparentándolo con la pintura que en esa etapa inauguraba Quinquela Martín. Las puertas de Babel y Ala deriva (1920), Gaviotas perdidas (1921), Bajo la cruz del Sur (1922), Los soñadores del bajo fondo y Los peregrinos de la espuma (1924) son títulos que abren expectativas. Provocaciones, casi. Pero con Blomberg en la poesía pasó algo análogo a lo de Gálvez con la novela: por su temática, por ciertas figuras y algunos procedimientos, a ambos la gente de Boedo intentó anexarlos. Hasta considerarlos "maestros". Pero sus recíprocos itinerarios los alejaron de esa izquierda agresiva: internarse hacia el fondo del arrabal era tan riesgoso como encarnar en Buenos Aires lo vislumbrado en Amsterdam o lo leído sobre Hong-Kong. Sin embargo, en quien resuenan algunos rumores inquietantes es en el primer Raúl González Tuñón: los puertos, cocaína, marineros, negros con banjo y el opio, goletas, los bares llenos de humo entre pipas y ojeras, pianistas, las putas. Pero Blomberg no llega a la vanguardia; no hay ruptura: sus ritmos se quedan adheridos a los tonos y al tempo del exotismo art nouveaux. Muy serio, prolijo, sin quiebres; no hay síncopa ni humor ni insolencia. Sus pinturas son cromos; ni caleidoscopios ni kodaks. Blomberg sigue creyendo en Loti (a quien cita a menudo); ni noticias de Morand ni de Pierre Mac Orlan. Y si aparece París, es Zola, es Verlaine, es Víctor Hugo. Y si en Nueva York alude a Broadway o Manhattan, jamás escucha hablar de Al Capone ni del jazz. Hay algo que lo inhibe además de sus aprendizajes en el siglo XIX. Un exceso de peso. Sobre todo por el lado nacional: ombú, pulpería, tapera, pingos, rancho vacío. La eventual crioltedáse le convierte en folclore de peña. Y por el fondo ya va avanzando, inexorable y muy popular, La pulpera de Santa Lucía. Blomberg, un precursor: ese umbral melancólico que prolonga residuos, certezas, maneras, y que jamás propone fracturas ni riesgos. Entendámonos: Blomberg es Quinquela, la Boca. Que son algo muy distinto a Riganelli y a Boedo. * En 1924, Lugones proclama "Ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada"; ese mismo año, en el número correspondiente a enero de la revista Renovación, Ingenieros escribe "En la hora de su muerte ha recibido Nicolás [Lenin] la consagración definitiva de la gloria y de la inmortalidad". Enérgica apelación castrense en reemplazo de "las débiles democracias”/elegía santificatoria y manejo del futuro. La derecha y la izquierda intelectuales ya ostentan sus divisas que sé prolongarán, en lo esencial, sin mayores modificaciones y hasta con ciertos dogmas y cánones, hasta la agresiva

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polarización durante la Guerra Civil Española y a lo largo de la Segunda Guerra Mundial. Si los antiguos cómplices de La Montaña se habían definido por sus idas y vueltas, contradicciones y coqueteos, en 1924 ya aparecen "fijados": la Revista de filosofía y La nueva república son dos emblemas; y Aníbal Ponce por su lado, así como Ernesto Palacio, los Irazusta y Alfonso de Laferrére, por la vertiente opuesta, actúan como "discípulos preferidos". Incluso las vacilaciones o los presuntos sincretismos de Arlt se van disolviendo a favor de una izquierda cada vez más explícita aunque nada ortodoxa. Romain Rolland y Barbusse son considerados los referentes más importantes de la izquierda intelectual; y Barres, Maurras y Massis son los principales inspiradores de la derecha argentina en los 20. Esa polarización creciente justificará la inquietud del establishment y de los manifiestos del ejército que de manera permanente apelarán al "orden y las tradiciones" para fundamentar su reaparición en 1930. Y en el '43 con el pretexto del "peligro de una guerra civil a la española". * Contradictoriamente, en la franja donde lo literario parece predominar, esa polarización en creciente y explícita agresividad se atenúa o, por lo menos, se posterga: en el clásico banquete ofrecido a Güiraldes, en el "Marcone", con motivo de la aparición de Don Segundo Sombra, aparecen fotografiados tirios y troyanos: Gálvez y Korn; Marechal y González Tuñón. La personalidad de Güiraldes — así como la presencia de mujeres servía aún de fusible atemperador en esa ceremonia que ya iba resultando arcaica y residual. El período yrigoyenista, desde 1916 al año 30, y por otro flanco, puede ser comparado —por las inmediatas resistencias y conspiraciones que condiciona entre sus enemigos— a la república de Weimar (1918-33) y a la Segunda República Española (1931-1939). Uriburu, Franco y Adolf Hitler con sus obvios matices y coyunturas dibujan de manera creciente una tipología, espectro o abanico del fascismo entre el autoritarismo señorial, el falangismo católico y el más exasperado racismo (cfr. Renzo dé Felice, L'interpretazione del fascismo, Bari, Laterza, 1979) * Sin embargo, habría que agregar: la cosmópolis que seducía a los escritores de los años '20, no implicaba urbanísticamente mucho más que "el misterio" de la calle Florida, el ruido de la avenida de Mayo, o la "encrucijada de Esmeralda y Corrientes. Todos se sentían vecinos más o menos privilegiados. Los banquetes aún sobrevivían. Comensalismo y juvenilismo se corroboraban como adjetivos corporativos. El "entre-nos" o el nosotros de los años '20 todavía se santificaban entre premios municipales. La fratellanza literaria implicaba una mutual de reciprocidades en lugares y horarios compartidos. Basta leer las memorias de Gálvez o de Petit de Murat (con sus dos perspectivas temporales) para recuperar un espacio restringido, y la ambigua convicción de pertenecer a "una sola familia" con valores y complicidades enternecidas. Buenos Aires y la literatura eran vividas con un solo centro. Se hablaba de lo mismo, y hasta los proyectos y las eventuales "trascendencias" resultaban unívocos. "Talentos", "famas" y hasta "genios" y "glorias" parecían inmutables. La literatura de los años '20 era, sin duda ni demasiados pudores, una suerte de paisaje definitivo. Resulta coherente, por lo tanto, que las polémicas (o los odios y otros venenos) se disolvieran en ágapes homogéneos entre

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brindis, promesas y reconciliaciones. 1930, la guerra civil española, el Graf Spee y Stanlingrado, y posteriormente, el peronismo del '45 al '55, desbarató esa hermandad complaciente. "Los últimos hombres felices", resulta, hoy, su divisa más certera.

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VI. LA DÉCADA INFAME Ese río, señores, es una sola cuenca aunque a veces cambie de nombre e incluso de aspecto. Tiene cataratas, saltos, recodos y aparentes remansos; fluye muy lentamente hasta parecer inmóvil, pero de pronto baja en rápidos o haciendo remolinos entre estetos, deltas y pantanos. F. J. Solero, 1954.

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NICOLÁS OLIVARI: CRONISTA DE CINE, PRECURSOR Y VIAJERO IMAGINARIO El cinematógrafo es el mayor enemigo del espíritu. Debía ser penado con fuertes impuestos para evitar una corrupción lamentable. Por él se cuela lo más antipático del ademán norteamericano: el elogio de la ambición, la pornografía apenas orillada, la sensualidad sin altura. Raúl Scalabrini Ortiz, El hombre que está solo y espera, 1931

¿Quién iba a atreverse a ignorar que Charlie Chaplin es uno de los dioses más seguros de la mitología de nuestro tiempo, un colega de las inmóviles pesadillas de Chineo, de las fervientes ametralladoras de Scarface Al, del universo finito aunque ilimitado de las espaldas cenitales de Greta Garbo? Jorge Luis Borges, Films, 1932.

TAPA Y EPÍLOGO Una mitología vertiginosa resuelta en un collage con los astros y estrellas de Hollywood es, en una primera aproximación, El hombre de la baraja y la puñalada publicado en 1933 por Nicolao Olivari (1900-1966). Ahí reside el arranque. Porque si ese procedimiento de convulsiva acumulación fragmentaria; en dirección a los años 20 prolonga la quebrada andadura de La musa de la mala pata (1926) o la mezcla jubilosa de grotesco e insolencia del Gato escaldado de 1929, con rumbo a los años 30 corrobora el deslizamiento diacrónico condicionado por el momento Uriburu-Justo más adjetivado por una explícita dimensión social. Se va penetrando con este texto, entonces, en una galería inédita aún que podría titularse por su encabalgamiento entre dos momentos y sus entonaciones predominantes, vanguardismo politizado. Y tratando de demostrarlo: la tapa doble del libro de Olivari hecha añicos anuncia que las "estampas cinematográficas" contenidas en el texto han "pasado por la censura". Se trata de la frivolidad fingida que tranquiliza las acechanzas de lo policial. Y si parte del juego especular alude gráficamente a los recursos impuestos en "la Meca del cine", también se insinúa que a lo largo del material interior algo se va a ir develando hasta "llegar al fondo". El craquelado de la presentación se trenza así con el veloz fragmentarismo del texto mediante un procedimiento de caleidoscopio destinado a exasperar un universo que se suponía aterciopelado. Las alusiones de la tapa no tratan, por lo tanto, de algo tan fracturado como el grabado inicial ni como la secuencia que detalladamente se ocupa de las "Vacas sagradas del séptimo arte". En esa especie de prefacio postergado recién se subrayará "la desesperante, infinita y definitiva estupidez de los señores gerentes". Es una denuncia frontal de Olivari, demorada si se quiere, pero que se prolongará en el categórico prólogo de 1934 de Dan tres vueltas y luego se van: lugar de encarnizamiento nítidamente "generacional" ya sea por la colaboración con Raúl González Tuñón como por la dura polémica con los gerentes teatrales. El mal sigue. Y no con buenos modales ni dejando el espacio ambiguo que parecía

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adscribirse a la tapa y al humor vanguardista: "Nicolás Olivari" —se subraya a sí mismo usando mayúsculas en Para que aprendan— "se ha asomado a las oficinas de los señores gerentes de las empresas cinematográficas yanquis". De esa manera se va poniendo a foco el conflicto con un recurso análogo al del diafragma en despedida en las cámaras de filmación. "Olivari" —va continuando— "ha salido dolorosamente herido en su moralidad de artista y en su condición de argentino". ¿Qué ocurrió? Que si bien la apelación de Olivari a su condición artística así como su asombro ante las actitudes empresariales cargan aún con un tono entre pasatista e ingenuo; ese "residuo artesanal aristocratizante" se va a ir inscribiendo en un encuadre donde lo social será definido categóricamente por lo político. Se empieza a globalizar, relativizándola, la especificidad de lo literario. La antigua pirueta vanguardista en los años 30 se ha trocado en consigna. Incluso, excesiva, al perderse de vista las series de mediaciones. "Esas oficinas" —amaga Olivari— "son un vulgar mercado que vende a los grandes astros, a las maravillosas estrellas, como si vendieran bolsas de porotos o latas de carne envasada”. Y el amague concluye en un tajo: "En esas oficinas" — se reflexiona al final, con una agresividad militante— "quistes imperialistas en el corazón de Buenos Aires, el espléndido arte del nuevo cine no significa nada".

¿MODERNIDAD DE LA IZQUIERDA? Es el tono de todas las pastillas de cine o literatura de la revista Contra (1933); la militancia estética vanguardista cruzada con la militancia política". Beatriz Sarlo, Una modernidad periférica, 1988.

Dos ajustes, por lo tanto, sobre el arranque de este artículo: El hombre de la baraja y la puñalada no es sólo una "tipología" mítica o Un acelerado collage, sino que esos dos procedimientos vanguardistas se van articulando íntimamente con una denuncia política. Primera corrección. Y la segunda: la que, pese a todo, podría haber inferido y sobre todo explicitado el mismo Olivari en relación a su propia situación concreta de artista más allá de su legítima indignación moral que suena a arcaísmo o a ingenuidad. Es decir, obvia pero no necesariamente: el brusco hiato de 1930 les hizo ir descubriendo a los escritores de esa etapa que la Argentina no tenía asegurado en ningún cielo "su destino de grandeza" como había difundido triunfalmente el discurso oficial de 1880 perfeccionado y difundido hacía 1910, sino que día a día —bajo Uriburu, bajo Justo, hasta encallar en Castillo— verificaban su humillante dependencia. Y ése sí que se convirtió en un síndrome generacional con diversos matices: desde la izquierda impregnada por la tradición liberal hasta la derecha más lúcida: ya se tratara de Ponce o de Ernesto Giúdice, del centrismo en despegue de Martínez Estrada, de Arlt, de Scalabrini Ortiz o de los cristianos Rodolfo y Julio Irazusta. Pero falta en Olivari —como en sus otros compañeros de circunstancia— la reflexión sobre su propia situación de escritor en medio del mercado. Releo, incluso, a José Gabriel y al primer Agosti, pero quedo disconforme. Repaso a Dolí tratando de ser ecuánime. No tengo suerte. Esa lucidez hubiera resultado dolorosa, intolerable por ahí, pero jamás se verificó. Más bien, al contrario: Olivari en lugar de tirar por la borda sus presuntos privilegios siguió aferrándose a su "condición de artista" cuando tendría que haber hablado

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de su "situación de escritor". Muy pocos intelectuales argentinos, pese a la fractura de los años 30, lograron salir después del esencialismo literario proveniente de algún aprendizaje romántico; la ontología resultaba tan confortable como servicial para escamotear la historia. Y cuando el mercado iba englutiendo más y más el campo cultural y literario, esa carencia reflexiva también resultó un común denominador generacional. Quiero decir: ahí se verificaban los límites de la conciencia crítica posible en la década de los años 30.

EL CINE COMO SEDUCCIÓN Y SOBREVIVENCIA SEBASTIAN: ¡El cine! ¡El derrumbe del hogar! ¡El microbio norteamericano! ¡La Hollywooditis aguda! Ricardo Hicken, La virgencita de madera, 1935.

Pero veamos en detalle algunas señales intensas de El hombre de la baraja y la puñalada que si algo indican desde el arranque es la seducción y el deslumbramiento que provocaron Hollywood, el star system y el universo del cine en los escritores argentinos nacidos hacia el filo del 1900. Desde ya que como espectáculo y como colección de procedimientos: primeros planos, iluminación, saltos rápidos y cortes narrativos, miradas elocuentes o texturas de la piel. Se empezó a escribir "como para el cine" ofertando protagonistas con espesor que eludían la clásica frontalidad teatral y que, a la vez, exhibían espasmos y ángulos contrapuestos. Apunto la cámara hacia el contexto: el espacio cinematográfico, además de su "Meca", condicionó aquí una industria nacional: el seguimiento de esa producción nos lleva a señalar una de las mayores disputas "internas" en torno al Poder. Conflicto que si se va gestando a lo largo de los años 30, se tensa dramáticamente después de la Segunda Guerra Mundial, así como la búsqueda afanosa de los industrialistas por promover una política "proteccionista" en relación a sus fábricas y a sus obreros de reciente extracción provinciana. Aquí: Manuel Fresco/Juan Domingo Perón; provincia de Buenos Aires/la totalidad del país; residuos señoriales y latifundistas/industrialismo castrense y plebeyismo; fraude y autoritarismo/elecciones y asistencialismo; devota convicción en el fascismo triunfante/pragmática prescindencia de esos componentes en derrota. La búsqueda de un populismo conservador explica con suficiente precisión el "apogeo industrialista" durante el peronismo clásico, así como los reacomodos frente a la disolución y englutido de la industria nacional en tiempos de Menem (cfr. Waldo Ansaldi y otros, Argentina en la paz de dos guerras, 1994; y Daniel Muchnik, País archipiélago, 1993). En ese marco el cine también empezó a funcionar como franja de sobrevivencia: trabajo concreto para muchos a quienes los fue distanciando de los espacios literarios más tradicionales: Chas de Cruz, Petit de Murat y Sixto Pondal Ríos, en este sentido, resultan generacionalmente paradigmáticos. "Concretamente: sé gana mucho más en mucho menos tiempo". Eso decían de sí mismos. Y semejantes modelos continuaron con las variaciones del caso hasta la gran crisis de los 80. Algún director llegó a proclamar: "El cine argentino ha muerto". Hubo muy pocos sobrevivientes. Más bien módicos. Que eventualmente se convertirán en precursores en otra inflexión histórica posible.

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Pero hacia 1935 la literatura tradicional empezó a resultar demodé, residual o polvorienta. Aunque en lo que se refiere a las prolongaciones de estos ejes y de este impacto —que irá incorporando a Quiroga, Gálvez y hasta Hugo Wast— habrá que esperar la sistematización crítica de Calki en Los monstruos sagrados de Hollywood, pero, sobre todo, las sutilezas del Puig de La traición de Rita Hayworth pira verificar, en otros niveles de análisis, la incidencia real del cine en la literatura de nuestro país.. Digo, como anexión, gratificaciones, difusión y paulatino o brusco sometimiento. O si se propone otra pista: la significación del espacio concreto del cine desde Olivari hasta Puig, como renovada y barrial torre de marfil. Módica, acogedora, casi cómplice en su penumbra, pero puntualmente vertiginosa con sus "timbres" de entonces así como con sus programas de mano (que repartiéndolos por debajo de las puertas o en los zaguanes, permitían una efímera frecuentación gratuita de Greta Garbo, Rita Hayworth o Marilyn Monroe a lo largo de treinta años).

ENTRE JOAN CRAWFORD Y LA DIETRICH Este libro grotesco dedicado a los empleados de comercio de mi ciudad que dividieron sus vidas entre el cine y la oficina. Dedicatoria de La musa de la mala pata, 1926.

El cine, para los escritores de los años 30, empezó a implicar ante todo un vuelo imaginario como contraparte y conjuro de la rutina oficinesca. "Vuelo", entonces, entendido como evasión, despegue, vacaciones y desquite. Arlt es quien condensa con mayor tensión ese vaivén en La isla desierta; y son los jefes de oficina, los empresarios o las suegras, depositarios y repetidores del discurso canónico, quienes se encargan de evaporar esa ilusión. Los administradores institucionales o domésticos resultan "magos al revés": en lugar de expertos en brincos, son especialistas en caídas y abatimientos. Y los censores, en Olivari, conforman otra colección emparentada: desde el vendedor, de entradas, a los encargados de los baños y los acomodadores abyectos o excesivamente solícitos. Aunque si algo contrarresta esas puniciones y desalientos son los afiches cinematográficos sobre las paredes de la ciudad: revistas murales, tan eficaces que hablan "un lenguaje mudo" que invita a "zarpar". El nuevo "halo" de prestigio que a partir de Amalia y a lo largo del siglo XIX provenía de Europa como santificación y modelo, con el cine se desplaza hacia Hollywood a partir de los años 20: si "el cinematógrafo nos permite estas aventuras mentales" —como escribe Olivari—, "amar a las estrellas", esas "vírgenes lejanas", abre a la vez la posibilidad de ir depositando los deseos, por identificación o proyecciones, en una serie estupendamente compensatoria de guapos, dioses, solterones y atorrantes. El imaginario popular organiza así su antropología en exaltaciones y difusión. De la rutina hacia el cielo. Conjuro y escape, por lo tanto. Pero el viaje imaginario (como otra droga) es sancionado inapelablemente; de nuevo aparecen para esa faena empresarios, jefes y suegras: "enfermo" se le dice al que vuela; "culpable" por semejante tentativa. Y después de patologizarlo y de criminalizarlo, corresponde castigarlo; "Loquito, jamás vuelvas a soñar" —se le advierte caritativamente—, "porque te quedarás sin ningún

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lugar; y sobre todo, sin empleo". Olivari, frente a esa reglamentación, medita alguna gambeta y, premonitorio, recurre a la correspondencia epistolar condensando un nuevo imaginario popular que desde 1926 por lo menos, en las páginas de Él imparcial, condiciona la publicación de "cartas de amor para Greta Garbo", o cartas solicitando esta o aquella foto del astro preferido (cfr. Sergio Pujol, Valentino en Buenos Aires, 1994): "Carta de amor a Lilian Gish" es la primera; y de ahí va pasando hasta Joan Crawford, "la mujer supermoderna". En esta operación, la distancia le otorga desenvoltura; su andadura imaginaria escamotea cualquier contratiempo y, a la vez, propone un ritmo que disimula su ansiedad. De ahí pasa a Laurel y Hardy que por sus ademanes "grotescos", además de robustecer uno de los núcleos centrales de la literatura crítica de los años 30, por su estilo atorrante "realizan el milagro formidable, tan caro a nuestro espíritu porteño, de vivir sin trabajar". Olivari condensa así, con un solo movimiento del brazo, aguafuertes, grotesco y soledad; es decir, con un toque único señala la intertextualidad entre Arlt, Armando Discépolo y Raúl Scalabrini Ortiz. Avanza Olivari con su baraja y su puñalada: la correspondencia imaginaria se prolonga y la tipología mitológica se redondea con Lewis Stone, convertido en "El hombre que sacrifica su frac sobre el respaldo de una silla" mediante El hombre que siempre está vestido. Greguerías y secuencias de "hombres", por consiguiente. Impacto de Gómez de la Serna —tan generalizado entonces—, y la serie que atraviesa repetida y transversalmente en reemplazo, hacia 1930, de una sociología urbana inexistente. A través del periodismo —como ya se aludió— esa antropología urbanística que, si equívocamente se abre con El hombre de Horacio Oyhanarte, se va perfilando hasta enhebrar a El hombre importante de Gerchunoff o a los numerosos "hombres" que recorren las Aguafuertes de Roberto Arlt. Por cierto: en este orden de cosas, todos, incluido Olivari, propondrán ejemplos o tipologías; Scalabrini se obstinará en acertar con la dimensión ontológica. De esa forma, las cartas imaginarias de Olivan, de tan reiteradas en su ademán vocativo, se van convirtiendo en letanías o, mejor aún, en plegarias. Por eso ya no le escribe simplemente a Marlene Dietrich, sino que resuelve rezarle: "Ella es la mujer... ella es la única mujer", repite empecinadamente como si enunciara una fórmula mágica. Recurso repetitivo que se irá cargando de una inédita "religiosidad laica". Actitud a la que finalmente llamará, enterado y muy al día, star cult. Y ajustando el visor: Hollywood, "fábrica de sueños", se recorta por su espesor en la secuencia entre epistolar y de plegaria que va delimitando el campo de posibles; se trata de una suerte de test proyectivo que opera con el "qué querés ser"; y del que, en función de máscaras y de disfraces sucesivos, Olivari llega a insinuar: ¿en cuántos personajes me puedo convertir? O, mejor aún: ¿cuántas mujeres puedo desear? Si Olivari lo responde con una lista de actores y de actrices, Arlt —en ese mismo momento— lo replica con los siete locos entendidos como disfraces de lo que el narrador quisiera ser. Por eso, correspondería preguntar aquí: a partir de El hombre de la baraja y la puñalada, ¿se puede esbozar el campo de posibles de los escritores argentinos de los años 30? Y en el envés: ¿sus imposibilidades? Provisoriamente propondría: hacia la mitad de la década infame, ese espacio imaginario —verificable en la literatura argentina— trabaja con dos polos: Hollywood, como evidencia en uno de sus topes el Nicolás Olivari de El hombre de la baraja y la puñalada; el otro extremo simbólico de ese campo es Madrid, la ciudad emblemática del González

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Tuñón de La rosa blindada. Y extremando esta hipótesis: Por quién doblan las campanas ¿no implica—como divisa mayor— el trenzado urgente de ese par de accesorios?

DE LAS PRIMASDONAS A LAS ESTRELLAS. Y DE BUENOS AIRES A NUEVA YORK El cine es el onanismo internacional. Nicolás Olivari

Se sabe de memoria. Hacia 1840, "la gran mujer deseada" en la Argentina se identificaba con alguna princesa austríaca; hacia 1880, en cambio, esa fantasía se irá deslizando hasta convertirse en la primadona de Cambaceres. "Esa especie de aventurera que nos invade y nos enloquece". La Atenas del Plata se había trocado en la Sodoma bonaerense. Encarnada hacía el 1900, esa figura equívoca, de manera institucional y purificada, se trocará en la Regina Paccini de Alvear o en las institutrices anglosajonas de las estancias señoriales. Veinte, treinta años después ya no será Italia con sus carnes copiosas ni Gran Bretaña con sus miradas transparentes; sí, en cambio, Hollywood, con su cine y sobre todo con sus stars tan deseadas. Magras, sin duda, y especialmente excitantes por su nuevo modelo de delgadez y por sus parpadeos con rimmel. Y actuando de mudas, primero, y de ronquitas después. Eva Perón en esta recurrencia, el provenir del cine, va a corroborar las nuevas luces del centro: no ya Europa, sino los Estados Unidos. Incluso, en el más reciente vaivén del mito en segundo o en cuarto grado que va desde Los Toldos a Buenos Aires, y de ahí a Hollywood, y que rebota de nuevo en el Plata con Madonna en fetiche y en reculié transnacional. Inesperada pero coherentemente este desplazamiento, en relación a modelos metropolitanos, remite al deslizamiento en fervores del inaugural Sarmiento en relación a Europa o los Estados Unidos. Se trata de sus Viajes: desabrido en relación a París, a la que siente avejentada después de sus fervores balzacianos, presiente que lo europeo es el pasado y empieza a adoptar a Franklin, Morse y el Niágara. Abriendo un nuevo itinerario que pasando por Olivan en los 30 culminará con el Manuel Puig que estrena en Broadway El beso de la mujer araña (y que en reconocible "bumeran" termina por depositarse — reconocido y "canonizado— en la calle Corrientes). Hay estaciones intermedias en este renovado viaje al nuevo centro imperial: Groussác sagaz e insolente; Eduarda García de Mansilla, con sus pedagogismos, diplomacias y misses; García Mérou, prolijo y puntualmente servicial; obstinadamente expresivos Manuel Ugarte y Alfredo Palacios. Y para no abundar, con melancólicas entonaciones a lo Hemingway Alberto Vanasco en Nueva York, Nueva York; o la ejecutiva, obsecuente y puntual Guía de New York (1995) de Horacio de Dios.

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GENEALOGÍA NORTEAMERICANA DE NICOLÁS OLIVARI Los Estados Unidos son una cosa sin modelo anterior, una especie de disparate que choca a primera vista, y frustra la expectación pugnando contra las ideas recibidas, y no obstante este disparate inconcebible es grande y noble, sublime a veces, regular siempre... D. F. Sarmiento, Viajes, 1847.

Justificando y compartiendo el entusiasmo de mis ciceroni, un compacto círculo de curiosos depositaba su homenaje a los cuatro pies del Elephas primigenius, voluminoso representante de una raza proscripta. Hay que decir, por otra parte, que el digno fósil llevaba con modestia su gloria póstuma. Paul Groussac, Del Plata al Niágara, 1093.

...sin exceptuar Nueva York, donde hablé en la Universidad de Columbia, contra los sucesos de Panamá y la política del Sr. Roosevelt. Manuel Ugarte, La patria grande, 1920.

Olivari, idealista por deseante lejano, prolongando ese envión, escribe otra carta: esta vez a Lilian Gish: "Tú eres la poesía, las otras la realidad", le confiesa. Doblada, pues, en su dimensión imaginariamente etérea, la mujer fetichizada por Olivari tiene como templo no el Colón monumental, sino "un cine de barrio donde mi pasión te ubicó". Para el escritor popular de 1930 ya no se trata de la "inspiración solemne", sino de la frugal y entrañable "musa de la mala pata" la fantasía que se permite. Musa que, a veces, tocaba el piano en el cine Taricco y otras veces en el Gaumont casi frente al Congreso. Y que durante algunos intervalos recorría la platea, en dirección inversa al caramelero, afónica, movediza y en ambigua oferta por delante de miradas ansiosas. En esta inflexión, Olivari se acerca, de manera aparente e inesperada, a la gran "mancha temática" jugada en Hombres en soledad; Gálvez, como Scalabrini, trabaja en sus fantasías con figuras carentes de mujeres. Men without women son la mayoría de los escritores argentinos de los años 30. "Mi amor absurdo y desesperado" confiesa Olivan. Y, de inmediato, se va dilatando hasta incorporar un par de puertos: Buenos Aires, desde ya, y el desembarco en San Francisco, exaltándose con ese viaje —que ya no es al "sabio París" como en Nocturno europeo de Mallea—, pero que concluye, subrayadamente, en un "destino grotesco".

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VIAJE A HOLLYWOOD Hay películas reales —El acusador de sí mismo. Los pesqueros, Y el mundo marcha, hasta La melodía de Broadway—; las hay de voluntaria irrealidad; las individualísimas de Borzage, las de Harry Langdon, las de Buster Keaton, las de Eisenstein. Jorge Luis Borges, Discusión, 1932.

La lista de Olivari prosigue: Bancroft, el "gran malevo yanqui" de los años 30, mezcla de guapo porteño y precursor de Humphrey Bogart, que si instaura alguna polémica entre los "duros" y los "héroes lampiños", recupera de un solo saque la propia visión que de sí mismo tiene Olivari, así como ciertos corpulentos carraspeos, esquinas rosadas y otras iluminaciones comentadas en Crítica y El Hogar. Ya partir de ahí, el cine, a través de esas sombras, se va englutiendo a la ciudad en su totalidad: "Buenos Aires es poderosa y tentacular, y están en sus calles las mujeres más bellas del mundo. Y también las más altivas y las más orgullosas". Olivari resulta un hombre solo y a la espera de una mujer distante, impasible e inalcanzable que en Hollywood o aquí cerca lo mira insinuando "qué me han hecho tus ojos" desde el intraspasable salón para familias. Para el habitante de clase media de Buenos Aires, que se presiente paradigmático y dice "nosotros los porteños", la ciudad californiana y sus grandes stars (emblemas condensados de todo un país) se irán convirtiendo en el conjuro y la trascendencia imaginaría de las miradas controladoras de su suegra, de las humillaciones padecidas en la oficina y de la mishia que abunda, así como de la "malaria" que se respira en la ciudad. En "Elogio de Marlene Dietrich" la elegía de Olivari se prolonga, y si su voz se opaca en Marruecos es porque apunta hacia un continente africano imaginario que con Roberto Arlt ya se va aclarando: en ninguno de los dos hay señales de racismo, sí del peculiar exotismo que los alarma cuando advierten que para Hollywood el gaucho también habla en petit negre y sirve para hacer reír a públicos tan dependientes como el propio. El cine, pues, como escenario privilegiado y como tópico. El imaginario y el local; el de Hollywood y "el que queda en mi barrio". "Una Meca de usina central y la de aquí que funciona como modesta sucursal". Un circuito y una religión con sus ritos, sus popes, sus réprobos y sus parroquianos: "En la viciada atmósfera de los cinematógrafos" se dibuja, lateral o allá al frente —nos dice Olivari murmurando con tono devoto—, "una ventana que puede ser de ferrocarril o de algún transatlántico que suelta las sirenas de sus chimeneas antes de inaugurar su viaje". "Irse", no ya a París porque se va presintiendo cada vez más desgastada esa ciudad. Incluso el cine francés negro y las prepotencias de los maurrasianos frente a los proyectos del Frente Popular con Léon Blum o Cachin lo van inhibiendo a Olivari. La salvación, en la década de los '30, radica en los Estados Unidos y cada vez más en Hollywood. Porque después de 1933, hasta el charm de Franklin Delano Roosevelt arrasa con los arcaicos atractivos de un presidente francés con el estilo de Lebrun. ¿Continúa la letanía? Más aún: Olivari se identifica con un extra: sobre todo cuando se yuxtapone con uno de los argentinos pioneros que sale rumbo a Hollywood; es el momento inicial en que se multiplican los argentinos radicados en Los Ángeles. "Donde Chas de Cruz o yo mismo nos convertimos en ciudadanos norteamericanos de segunda". En este

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sentido, Olivari también es un precursor de lo que irá ocurriendo en 1993 a lo largo de los arrabales seductores e inquietantes de Miami. Se trata del itinerario que en inflexiones sucesivas y a veces superpuestas va realizando el imaginario disimulado de nuestro país: Argentina y los Estados Unidos; inmigrantes e hijos de inmigrantes en el juego del éxito y "la carrera a la fama": "Contratos sobre contratos, pilas de dólares, elegancias y lujos desconocidos", va enunciando Olivari. Y ya avanzamos en dirección a los 300 millones o, quizá, hacia Hollywood como máximo modelo de cultura de masas a nivel mundial.

ESTADOS UNIDOS: FERVORES Y RENCOR Lo que Mary Pickford no vio es el embrutecimiento imperialista de Sudamérica por las comedias musicales norteamericanas. Ezequiel Martínez Estrada, La cabeza de Goliat, 1940.

La contradictoria imagen norteamericana en la Argentina puede verificarse en el regusto desagradable que dejó el tongo de Dempsey sobre Firpo en 1923 (de amplia difusión e incidencia en el imaginario popular). En los años de la guerra del Chaco, entre 1932 y el 35, el conflicto se entremezcló con "las dos potencias anglosajonas en disputa". Pero en el otro lado de la moneda de esa circunstancia, el cine de Hollywood fue predominando más y más entre el mudo, las canciones de Al Jonson, el platinado de Jean Harlow y hasta la nariz de Jimmy Durante. El "cielo" norteamericano finalmente llegó a ser el indudable monopolio de las stars; y la aspiración más creciente de "los argentinos que sólo las miraban con telescopio" —como apunta Olivan—. Y desde ya que de las extensas colecciones de los hijos de inmigrantes de segunda que habían recalado en Buenos Aires, pero cuya frustrada aspiración había sido entrar por Nueva York hasta ir diseminándose a través de Kentucky, Ohio, Arkansas, y perforando las Rocallosas hasta instalarse, por fin, al borde de la arena del Pacífico y de Beverly Hills. En esta secuencia, el entierro de Valentino prefigurará no sólo el de Gardel en 1935, sino también el de Eva Perón en 1952. "El mundo, en su totalidad, se irá convirtiendo en un estado libre asociado". Y como la entrega de los Osear prefigura "la gran tribu", Olivan puede ir insinuando: ¿la Argentina, y sobre todo su cultura, a partir de 1930, se inscribirá aceleradamente en ese contexto? Olivan lo presiente, pero sin advertir sus secuelas. Prosigue y su letanía se desplaza hacia los sucesores de Valentino: Ronald Colman, John Gilbert, John Barrymore, Clark Gable. "Cuando una estrella se apaga" —anota— "yo le puedo rezar a las que, de inmediato, se encienden para reemplazarla". El culto de Hollywood es infinito, llega a sospechar, porque el consumo exige su propia reproducción. "Aquello es una cadena de oro, sí, muy brillante, pero que funciona igual a las que Ford impuso en sus fábricas". De ahí que Olivari empiece a exhibir cautela: vuelo/caída, enuncia. Por eso, "quiero construir un sueño neurótico para escenificar a la mujer de duraluminio o avanzar hacia la ciencia ficción". Fritz Lang, por lo tanto, se sobreimprime aquí con las medias inmortales de Arlt. Así como "la estrella de níquel", fascinante y fugaz, efímera e inasible, ya trazando otra tipología: la de la mujer que oscila entre lo universal del vuelo y la caída que la porteñiza.

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Olivari se universaliza a través del cine al emerger de una serie argentina de ese momento que involucra al Quiroga y al Borges críticos de cine, pero con mayor densidad al Raúl. González Timón de La calle del agujero en la media ("Quisiera hacer contigo una película hablada"), a la Zulema de El amor brujo de Arlt y, sobre todo a Chas de Cruz que, desde sus Judíos, cuentos boedistas de los años 20, se desplaza hacia la pionera Hollywood al desnudo de 1936. La novela de un joven pobre del siglo XIX, al acalorarse mediante iluminaciones y carreras en automóviles, se va trocando en deseo y en modelo universal. No ya Rastignac, ni "la costurerita que dio el mal paso" y mucho menos la Bovary. Todos ellos en el siglo XX no aspiran al centro ni a París, sino a convertirse en stars de "la aldea global". Pero, como El hombre de la baraja y la puñalada es el borrador de Olivari, con su insistencia podrá llegar a la ciudad metafísica, que, con todo, le representa Hollywood. Borges, mientras tanto, va construyendo su Buenos Aires universal con menos convicción en Carol Lombard y mucha más obstinación en su propio barrio: "Las luces del centro"1 tradicional —provenientes del tango y del sainete— se van trasponiendo ahora a las playas de California. Es que si Olivan afanosamente trasplanta, Borges, perverso, se limita a descentrar. Por lo tanto, no Esmeralda y Corrientes; no Avenida de Mayo; no Arlt y tampoco Scalabrini. Hollywood, según Olivari, ya es al fin su único universo mítico como resultado de una fascinación y de un viaje de trasplante. El otro centro es nuevamente Borges como resultado del "enroque metafísico" que se instaura con El Aleph. Así se va construyendo el itinerario del Olivari de 1933: imaginario, cartas, plegaria, despegarse de Buenos Aires, soñar con un nuevo centro y, finalmente, el viaje. Pero a estas alturas, "lean Harlow, sin saberlo, llena de amargura la boca del silencioso espectador en los cines de arrabal". ¿Vuelo, entonces? Sí. Y "caída": pero no en los Suburbios de Hollywood, sino en un módico prostíbulo porteño si es que se trata de "algún compatriota". Y por el lado de las mujeres, la otra caída que Olivan vislumbra en el suicidio, no ya en el de 300 millones, sino allá, donde precisamente Jean Harlow, la estrella de Hollywood, es quien "se queda pegada" a la sirvienta de nuestra ciudad. Al fin de cuentas, ¿el último sentido de El hombre de la baraja y la puñalada no es "él séptimo cielo"? ¿Ese cielo empresarial con jefes y suegras que, al prohibir los vuelos, se hacen cargo del único espacio real que nos englute a todos? ¿Impidiéndonos volar desde una ciudad humillada en dirección al primer mundo cuyo emblema rutilante desde los años 30 de Olivan sigue siendo Hollywood, esa localidad tan fascinante como trivial?

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CINCO ENTREDICHOS CON RAÚL GONZÁLEZ TUÑÓN González Tuñón, el eterno caminador al que una única compañera pudo escoltar durante cada segundo de sus infinitos viajes: la memoria. Sólo ella, necesaria compañera, profunda, certera, indemandable. Graciela Brunstein.

Itinerario, Estaciones, Velocidad y Primer Balance Si como una "novela de aprendizaje" pueden ser leídas las obras de los escritores heterodoxos, las de Raúl González Tuñón (1905-74), que se abren con El violín del diablo de 1926, y se van cerrando casi medio siglo después con El banco en la plaza del '77, resultan, en ese aspecto, algo proverbial. Y semejante aprendizaje, a lo largo de su contradictorio y vertiginoso circuito, va aludiendo de manera transparente en la mayoría de los casos a sus maestros, a sus ritos iniciáticos con sus alquimias literarias, cábalas y sortilegios; y desde ya que a sus ilusiones y sus fantasmas. Pero, sobre todo, al protagonista simbólico de ese "viaje" —Juancito Caminador— y a las diversas etapas de su recorrido imaginario. Porque conviene tener en cuenta que si "Juancito Caminador" condensa sobre sí, irónicamente, no sólo el sello traducido de un whisky popular, sino también los ademanes, las peripecias y los deseos del propio González Tuñón, las etapas de su producción poética pueden articularse, en lo esencial, en cinco momentos: el primero, de apertura, impregnado por las tensiones vanguardistas que predominan en la década del "radicalismo clásico" cuyos emblemas históricos son Hipólito Yrigoyen y Marcelo T. de Alvear, se corresponde con lo funambulesco y abigarrado de El violín del diablo (1926), Miércoles de ceniza (1928) y La calle del agujero en la media (1930). La segunda inflexión cronológica en la que ciertos rasgos de la etapa inicial se prolongan y otros se alteran o se desplazan, se superpone con el primer viaje de González Tuñón a Europa a través de su contacto con las vanguardias europeas —el surrealismo en especial—, y con una apertura hacia una geografía que trasciende, cinematográfica a veces, el "barrialismo porteño" de los años veinte: El otro lado de la estrella (1934) y Todos bailan (1935) son los títulos que van definiendo esta segunda estación. La explícita politización y una andadura más solemne y agresiva, inscriptas en la Guerra Civil Española (1936-39), con la recuperación de la tradición, los padres y la mitologización de Madrid, son los signos difinitorios de la tercera etapa de González Tuñón. Así es como, si los títulos de los libros parecen blasones, sintetizan, a la vez, su renovada militancia poética: La rosa blindada (1936), Ocho documentos de hoy (1936), Las puertas del fuego (1938) y La muerte en Madrid (1939). La que podría ser considerada como la cuarta instancia literaria de Tuñón está puesta bajo el signo de una coreografía que articula, al mismo tiempo, una suerte de universalismo poético fundamentalmente humanitarista y coyuntural, con el rescate de un pasado argentino que oscila entre lo pedagógico y lo polémico: Canciones del tercer frente (1941), Himno de pólvora (1943), Primer canto argentino (1945), Hay alguien que está esperando, El penúltimo viaje de Juancito Caminador (1952) y Todos los hombres del mundo son hermanos (1954) arman esa nomenclatura definitoria.

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El quinto y último período de la obstinada y jubilosa faena de González Tuñón no sólo entrecierra una trayectoria-aparentemente lineal, sino que dibuja una circularidad que parece depositar al poeta en sus propios comienzos mediante una voluntad de recuperación de Buenos Aires como ciudad entrañable y como arrabal del mundo, verdadera obsesión "puesta a prueba" a través de una colección de episodios con sus contratiempos, encrucijadas, descensos y hallazgos que terminan de exponer al poeta como a alguien desgarrado pero invicto: el último momento se extiende así desde A la sombra de los barrios amados (1957) y va enhebrando Demanda contra el olvido (1963), Poemas para el atril de una pianola (1965), Crónicas del país de nunca jamás (1965), El rumbo de las islas perdidas (1969), La veleta y la antena (1969). La literatura resplandeciente (1976) y El banco en la plaza (1977). Obvio: estas dos últimas publicadas póstumamente. De acuerdo con este circuito, con quien Tuñón coincide temáticamente en el barrialismo vanguardista de los años 20 es con Borges; pero con quien más se polariza es, también, con Borges: sobre todo si se tienen en cuenta los escenarios cosmopolitas de Tuñón atiborrados de personajes, así como su lenguaje promiscuo y sus caleidoscopios construidos con rezagos y fragmentos, en contraposición al criollismo y a la atildada devoción por el pasado y por las escenografías metafísicamente despobladas típicas del primer Borges. Por eso, el parentesco mayor del Raúl inicial hay que buscarlo en el Nicolás Olivari de La musa de la mala pata: el común denominador "grotesco", deformado e insolente, es lo que prevalece ya sea por la seducción que les provocan a ambos "las reas del Bajo", las drogas ambiguas, los marineros de Liverpool y de Alaska, los payasos recalcitrantes o la magia deteriorada de cafetines como el "White Córner" simbólicamente también antagónico de "la esquina rosada" borgeana. Incluso, se va a dar en esta franja definida por el grotesco porteño el rasgo que más lo aproxime a Tuñón, en sus "procedimientos aguafuertistas", al Roberto Arlt que cotidianamente redacta en Crítica o en El Mundo. Parentesco que, hacia 1930, también lo aproxima en su manera de mirar y de descifrar a la ciudad, modernista en su fachada pero humillada en sus recovecos y contrafrentes, con el Armando Discépolo de Stefano y Babilonia, así como con los lúcidos descubrimientos del Deffilipis Novoa de He visto a Dios. Por cierto: estas correlaciones de Tuñón tienen en cuenta, en primer lugar, el amplio espectro de la "marginalidad contrahecha" que va del café cantante a las sombrías piezas del fondo del clásico conventillo; y en segundo lugar, pretenden operar-no ya con las nomenclaturas tradicionales, sino con el espesor con que Tuñón y la dramaturgia de 1930 se sitúan frente a la ecuación que involucra al material de primera mano y, en elaboración poética. Ecuación que en este caso recuerda el refinado apretamiento que con la punta de los dedos iban haciendo las antiguas hilanderas hasta convertir la materia del vellón en el artificio del hilo (cfr. Jean Bressard, La production poétique, 1991). De ahí que en esta secuencia —y abriendo el ángulo de toma—, si González Tuñón, hacia 1936 o 1939, se nexa con las peculiares maniobras que se extienden entre Miguel Hernández y Robert Desnos, esto es entre lo más popular de España y las vanguardias de París, su itinerario de aprendizaje mayor puede equipararse al de Bertolt Brecht. Quisiera ser muy claro: sí el autor de Madre coraje hacia 1920 se inicia en medio de un anarquismo seductor y elocuente, luego de peripecias, disputas y correcciones, sobre todo las vinculadas ineludiblemente al asalto nazi al poder en 1933 y a la guerra mundial, su trayectoria se va cerrando en una "austera contención" que opera fundamentalmente, ya en los años 50, con una economía esencial al tomar la palabra.

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Tuñón, en este sentido, es un arquetipo poético. Porque sí Borges —el otro paradigma— emerge del porteñismo inaugural a través de su invención de la ciudad metafísica, Tuñón se despega, a su vez, echando simbólicamente veinte centavos en la ranura hasta convertir su propio circuito en la exaltación de dos ciudades: Buenos Aires y Madrid. Con ese par de ejidos construye su "ciudad universal". Pero para regresar, "al cierre de las batallas", a la materia nostálgica de sus pianolas, paredones, plazas e ironías. Cierto. Pero también con las cicatrices que a veces lo hacen sentir justificado y otras, la mayoría, con desabrimientos e irrecuperación.

UNA FECHA CON DIABLO Y VIOLÍN Después de un frustrado intento como vendedor de zapatos, Raúl González Tuñón inició su carrera periodística, oficio del que viviría el resto de su vida. Fue hacia 1925 cuando se incorporó a Crítica, el famoso diario de Botana, donde tuvo como compañeros a su hermano Enrique, a Nalé Roxlo, Regá Molina, Olivari, Arlt, Pondal Ríos y Edmundo Guibourg. En realidad, la lista es tan larga que incluye a Borges. Guillermo Blanco.

1926, y ya es un lugar común, se convierte en el año que marca la emergencia de la literatura moderna en la Argentina. Y no se trata únicamente de una especie de efemérides más o menos beata sino que implica polémicamente una mutación y un desplazamiento vinculados, de manera mediata, a un país real cuyo centro de gravedad se desliza del campo a la ciudad: en este sentido, si Don Segundo Sombra implica el final de la dinastía gauchesca clásica, El juguete rabioso instaura una "paideia urbana" resuelta en las aventuras vividas por Silvio Astier a partir de su iniciación junto al zapatero andaluz. El gaucho en despedida, secundario ya y desvanecido, es reemplazado, en el proscenio de la literatura, por la dramática ciudadana representada por la prostituta apócrifa de César Tiempo que ambiguamente resulta una inmigrante barrial y enmascarada; 1926 señala entonces el momento en que "la pasarela literaria" se va poblando de Estercitas, rufianes, pequeros, payasos y otras francesas y polacos. Luna de enfrente, con sus rasgos irónicos y atorrantes, desaloja en forma definitiva al Lunario de Lugones más o menos versallesco o lafforguiano. La Inglesa desesperada de Mallea, sutil aunque todavía anémica, hace olvidar a los viajeros Victorianos provenientes de "la rubia Albión"; incluso hasta ese último ramal que con Benito Lynch pretende invertir los rasgos más tradicionales.. Los Tangos del otro González Tuñón Enrique— ya glosan en libro lo que hasta ese momento retumbaba apenas en los cabarets, arriba del sainete, o se iba prestigiando (como otros búmerans argentinos) en la localidad de París. Y la serie inaugural de 1926 no se detenía: Jacobo Fijman con su Molino rojo parecía anticipar ya fuera su manicomio artodiano como su mística desolada. Así como en la vertiente más nítida de Boedo. Roberto Mariani resolvía la contradicción lumínica central de su grupo escribiendo entre Claridad y Tinieblas. Y Yunque, por fin, asumía "la niñez desamparada" balanceándose en Barcos de papel que parecían ir boyando obstinadamente de la nostalgia a la pedagogía. En el centro de esa constelación —corte sincrónico en realidad—, tanto por su humor agresivo como por su escenografía del margen, corresponde situar El violín del diablo,

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primer libro de Raúl González Tuñón. Por eso es que conviene mirarlo de más cerca, hasta casi palpar su superficie con declives, grumos y recovecos: porque si por una de las vertientes que cruzan el texto es posible reconocer aún varios procedimientos que provienen del modernismo rubendariano, en la misma heterogeneidad de recursos de El violín resuenan desde las mediaciones barriales del Carriego que transforma a las marquesas versallescas en "marquesas del conventillo" y —como ya se dijo— a las vecinas seducidas por "las luces del centro" en madámes Bovary de los bordes del Maldonado. Incluso, cierto aprendizaje hasta la seducción que sobre el Tuñón inicial ejercía un poeta considerado entonces y hoy "lamentablemente olvidado" como suelen decir algunos periodistas: se trata de Héctor Pedro Blomberg, una suerte de especialista en el tema de puertos, marineros y hombres derrotados, particularmente en sus dos libros más próximos al Raúl inaugural: Las puertas de Babel (1920) y Los soñadores del bajo fondo (1924). Correspondería señalar que, en este orden de "influencias" la correlación entre Blomberg y González Tuñón resulta análoga a la que, en esos mismos años, se produce tangencialmente entre el Soiza Reilly de La ciudad de los locos (1914) y el Arlt de Los siete locos (1929). En lo que hace a las mezclas de códigos y a las contaminaciones en el lenguaje de El violín, además de cuestionar implícitamente la "pureza" y la homogeneidad postuladas por la poética hegemónica de Lugones, este primer González Tuñón, al no limitarse a revalorizar palabras, arrabales, tangos o elementos lunfardos, logra resolver una peculiar estética de lo fragmentario mereciendo que Carlos de la Púa lo sitúe entre los poetas vanguardistas de esos años que postulaban una nueva versión mucho más dinámica (arqueada y, por ahí desalentadora) de los espacios urbanos: "A mis rivales en el cariño a Buenos Aires" —se lee en la dedicatoria de La crencha engrasada de 1928—, "Nicolás Olivan, Raúl González Tuñón y Jorge Luis Borges". El violín, en este sentido, puede leerse como una exaltación poética de "los porteños al margen de la ley" cuya clandestinidad fascinante si en una primera inflexión remite a las "sociedades secretas" de Arlt (cuestionadoras de la sociedad oficial), en un segundo repliegue insinúa una invitación al viaje imaginario a partir, sobre todo, de Eche veinte centavos en la ranura, el poema más "notorio y canalla" de esa colección de apertura. . Es así como el ágil, exasperado e irreverente cuestionamiento de lo doméstico y de la rutina; aparece en el dorso que exalta lo trashumante; ademán que se va prolongando en el fervor por "los paisajes fantásticos de lejanos países" a través de lo que se puede vislumbrar —aunque sea precariamente— desde el puerto entendido como una especie de ventana entreabierta hacia "algún mapamundi" o, de forma más módica aún, mediante la apelación a los cosmopolitismos del circo Sarrasani o a la polvorienta Casa Escasany en cuyo frente brillan "todos los relojes del mundo". Ese "odio por el domicilio propio", que además de cuestionar descaradamente todo lo anclado e inmóvil (anticipando incluso al Traveller de Julio Cortázar y otros raids más recientes) se va resolviendo entre "postales más o menos pornográficas", "lamparitas de la kermese", ritmos sincopados del universo cirquero y pregones intercalados que invitan con sus enérgicos vocativos a la confidencia, a "las complicidades de lo más íntimo" o a la denuncia de lo solemne. Se sabe: aparte del primer Brecht, si algunas resonancias colorean todo este espacio marginal, estridente y abigarrado es Verlaine, y desde ya que Baudelaire, pero sobre todo Francois Villon que se finge cínico, amante excéntrico y ladrón para escandalizar a las

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almas bellas.

TRAGEDIA EN PLURAL El tango ocupa un lugar especial, es la divisa de la ciudad y forma parte de su propia herencia: Tango que bailaron mis tías obreras —escribe Timón. Así como los escenarios del tango son San Juan Malevo, Nueva Pompeya, Puente Alsina, Parque Patricios, Maldonado, la Batería, la Boca, Bajo Belgrano y Avellaneda. Es que el tango pertenece al territorio de la musa impura. Liliana Castelao

El segundo libro que me parece decisivo en la producción de Raúl González Tuñón (y que por esa razón quisiera mirarlo de más cerca como ocurrió con El violín inicial), es La rosa blindada de 1936. Varios serían los motivos de esta preferencia: en primer lugar, el nítido desplazamiento del yo al "nosotros" como sujeto típico: deslizamiento que implica, ante todo, un rasgo fundamental que va ganando espacio desde una entonación juguetonamente individualista hacia él predominio de una tragicidad comunitaria, rencorosa y militante. En segundo lugar, no puede menos que aludirse al tránsito contextual —tópico ya— que va pasando de los llamados "años locos" del vanguardismo argentino de la década del 20 en dirección a una politización literaria generalizada después del dramático corte de 1930. Hiato que, si tiene como emblema desabrido al general Uriburu, desemboca aceleradamente en esas divisas obscenas llamadas Mussolini, Hitler y Franco. En tercer lugar —y en virtud de un causalismo plural— el momento literario que cubre desde 1930 al 43 aparece connotado por una serie de conversiones. Entendámonos: desde el pasaje de Scalabrini Ortiz del ensayismo simbólico de El hombre que está solo y espera hacia los análisis mucho más concretos en torno al imperialismo inglés; el paulatino despegue de Martínez Estrada de la poesía y del inaugural padrinazgo de Lugones con rumbo hacia los trabajos parasociológicos de Radiografía de la pampa y La cabeza de Goliat, el abandono de Borges del criollismo vanguardista de Fervor de Buenos Aires en beneficio de sus preferencias metafísicas; el reemplazo, en Oliverio Girondo, del humorismo predominante en Veinte poemas para ser leídos en el tranvía o en Calcomanías, a favor de las exasperaciones que en Espantapájaros culminan en una suerte de "memento morí barroco". Digo, para no abundar en las notas existenciales de Interlunio o en los perfiles que bordean la mística de Persuasión de los días. Más aún, en la franja de la "derecha católica" donde, luego del Congreso Eucarístico internacional de 1934 (acontecimiento que condiciona o justifica una explicitación religiosa), Bernárdez y Marechal militan con un temperamento que con gamas y graduaciones, irá cruzando la revista Ortodoxia hasta culminar en las palabras cruzadas de Sol y Luna.

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En torno a esta serie de "conversiones" de los años 30 podría abundar. Sobre todo si se las analiza no como cortes abruptos respecto de los años 20, sino como acumulaciones paulatinas de dramaticidad e incluso patetismo que emergen y prevalecen durante la llamada década infame. Pero es entre los límites zigzagueantes del catastro de este momento especialmente crítico donde creo que debe inscribirse La rosa blindada. Y retomando, las razones de mí preferencia por este texto ejemplar de la tercera etapa propuesta del itinerario de González Tuñón: a La rosa blindada conviene leerla en el interjuego de escritores que producen en la España de 1936; desde ya que los escritos de Miguel Hernández, de García Lo rea, del cubano Nicolás Guillen, de Rafael Alberti y de Antonio Machado resuenan a cada paso en las entrelineas de Tuñón. Incluso, procedimientos de un Neruda o del peruano César Vallejo. Pero esa tensa intertextualidad debe ser entendida, sobre todo, como una producción grupal cuyos "tangos esenciales" que funcionan como "carozos poéticos" o como emergentes fundamentales se llaman España en el corazón, Aparta de mí este cáliz o, precisamente, La rosa blindada. Madrid en esa circunstancia es la guerra civil: la exasperación de las mayores contradicciones de la cultura proveniente del siglo Victoriano. La puesta en escena trágica y frontal de los síntomas que se venían preanunciando, por lo menos, desde 1914. Y si por el París de Dreyfus y Zola pasaba la historia del mundo hacia el 1900, en la capital de España, entre 1936 y el 39, se celebraba el segundo acto de esta historia dura: hasta el lenguaje de los protagonistas más enconados fue penetrado por timbres, tonalidades y disonancias más compactos y aun inflexibles (cfr. Jéan Pierre Faye, Langages totalitaires; 1982). El tercer acto de semejante "endurecimiento" y frontalidad podrá comprobarse en el más recortado escenario de 1976: con el periodismo de Walsh, cierta poesía de Urondo, algunos relatos de Haroldo Conti o en el número de Les Temps Modernes de diciembre de 1981 dirigido por César Fernández Moreno. Muchas veces se cuestiona la legitimidad o los resultados de la poesía política. Quiero decir, de inspiración política, como si este componente implicara una suerte de degradación por su solo enunciado. La respuesta frente a este criterio podría ser doble: que resulta más que suficiente el repaso de los, resultados estéticos de esa tendencia en la ancha geografía de la poesía universal. Uno. Y dos: después de esa comprobación, correspondería dejar bien en claro que la política así como la historia en general, la locura más vertiginosa o las pústulas de un enfermo, en esta franja de cosas, son materia tan legítima como cualquier otra (ya sea la luna, el borde aterciopelado de un lago, las ramificaciones más escurridizas de cierto hormiguero o de alguna argumentación, o la mismísima piel de la virgen), porque el problema, en verdad, consiste en cómo, finalmente y en cada una de sus mediaciones, se elabora ese material haciéndole pegar la mutación "desnaturalizadora" que define la producción poética. De donde se puede inferir una secuencia de los rasgos más notorios en el Tuñón de 1936: así como de las síncopas de 1926 se va pasando a la andadura de himnos y marchas, el escenario esencial deja de ser el arrabal con sus puertos y sus cafetines para dar lugar a la trinchera. Y si de la vanguardia se deriva hacia eso que solía llamarse

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"compromiso" es porque el viaje, estético en dirección, a Europa se ha trocado en "viaje militante": Barbusse:—como bandera— reemplaza a Verlaine, así como los cementerios polvorientos ocuparán el sitio de los cambalaches; no ya "objetos en desuso", entonces, sino "habitantes populares"; definitivamente cubiertos de tierra. Los residuos de 1926, diez años después, se han convertido trágicamente en cenizas. Aunque la muerte no presuponga solamente la tumba, el entierro y el réquiem, sino también la resurrección; así como la sangre; mucho más que la herida o el derrame, implica un líquido opaco pero generoso que va regándolo que vendrá. Algo se apuntó: Tuñón, el hombre que no quiere estar solo, ya no apela preferentemente al "yo", ni siquiera a un "tú" tan cercano como enternecido, sino que se va destacando un "nosotros" que propone un "hablemos" que convoca desgarradamente "odiemos", "no olvidemos" presuponiendo que a la primera persona del singular se le han sumado los otros: amigos, compañeros, fantasmas familiares, víctimas recuperadas en el mitin o en la milicia. ¿Hay dudas? Las escenografías ya no se diseñan eh el apretujamiento de las "Cortadas" sino en los ademanes más preferidos de las plazas o en la devastación del campo de batalla. El cuchicheo, la ironía o la confidencia se van trocando en convocatoria, plegaria plural o en manifiesto ronco y multitudinario. Pero sin énfasis que retumbe; o, alo sumo, en sarcasmo o insolencia. Y desde ya que, en la recuperación del pasado español no sólo comparece el romancero sino la presencia mítica desabítelo, "obrero del bronce", que no presupone, sin embargo, ninguna especie de árbol genealógico, porque lo que insinúa Tuñón no son cálculos de linaje sino la recuperación más descarnada y legítima de un prontuario controvertido. Conviene aclararlo: el parentesco de La rosa no apunta hacia el "don" de Don Ramiro, sino qué se superpone jubilosamente con el "alias", del Laucha de Roberto J. Payró. Si La rosa blindada, hasta en ese título que postulaba una poética contradictoria y crispada entre sus dos términos (como en El juguete rabioso o en La musa de lámala pata), señala las renovadas posiciones de Tuñón a favor de jornaleros, asturianos, campesinos y otras reivindicaciones en lugar de la farándula; inaugural de Violín, hay que atribuirlo a que ya no se asoma ávidamente a las ventanas del puerto, sino que parece haber llegado a alguna estación central. Al fin de cuentas, por el Madrid de 1936, algunos intentaban inventar un mundo nuevo. Se fracasó. Durante cuarenta años dominó el museo de cera del franquismo. A su muerte, a través de "la movida" y "el destape", hasta ahora han predominado las presuntas amenidades de un fascismo light.

REVISTA POLÉMICA Por obra y gracia de una vida apasionadamente vivida, sostenida por un personal estado de la palabra, Tuñón construye su personaje: Juancito es un prestidigitador, un experto en barracas de feria, en circos, en tugurios, en emociones. Jorge Nieto.

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Beatriz Sarlo acertó al definir el centro de gravedad de Contra, la revista que dirigió Raúl González Tuñón a lo largo de cinco números en 1933: "Es el espíritu del martinfierrismo" —escribió— "transmigrado a la izquierda". De acuerdo. Por eso convendría, quizá, intentar una descripción del espacio revisteril en la literatura argentina posterior a 1930 para completar con textualmente su ubicación, porque si, en efecto, la episódica aparición de Contra señala el lugar de la izquierda intelectual más radicalizada en esa circunstancia cultural, la prolongación de Claridad—hasta su cierre en diciembre de 1941— marca el andarivel correspondiente a una izquierda más moderada; así como Flecha, entre 1935 y el 36, dirigida por Deodoro Roca, recupera la tradición universitaria de 1918 y la óptica provinciana en un momento en que el fascismo europeo e internacional aparece en alza y agresividad. En cuanto a los matices de la izquierda de entonces —cada vez más orientada hacia la formación de frentes populares según modelo francés de León Blum y del constituido por Azaña y Largo Caballero en España, así como también del chileno de Aguirre Cerda—, condicionan una proliferación de revistas culturales que van desde Metrópolis (1931-32) y Conducta (1938-43) de Barletta, espacios donde la política resuena, hasta Columna (1937) de César Tiempo con rasgos más eclécticos. Sur, a partir de 1931, marcará un eje centrista, más próximo de lo que se suponía entonces a la franja de Nosotros en su segunda época. (Cfr. John Lynch, Sur. Estudio de la revista argentina y de su papel en el desarrollo de una cultura, 1931-1970, Fondo de Cultura Económica, México, 1989.) Así como por la derecha católica tradicional seguirá siendo Criterio del obispo Franceschi (quien polemiza duramente, marcando un pivote coyuntural, con Lisandro de la Torre) la publicación que da la tónica ortodoxa. En cuanto a Sol y Luna, dirigida por Anzoátegui, Amadeo y Goyeneche, subrayará desde 1939 la fascinación que la Roma de Mussolini y el falangismo español en auge y victoria provocan entre los nietos de los magnos gentlemen de 1880. En ese contexto, Contra de Tuñón se va definiendo críticamente por una colección de signos: no sólo postula aun el enfrentamiento de "clase contra clase", sino que a partir de esa señal va perfilando a sus colaboradores de esa izquierda vanguardista que superpone militancia explícita a yuxtaponer literatura y política. O sí se prefiere, vida y escritura. De ahí que Barletta, Guibourg, Olivari, Rojas Paz, Yunque, José Gabriel, Petit de Murat, Córdova Iturburu y Enrique, el hermano de Raúl, sean los sostenedores más empecinados y agresivos de esa "trinchera cultural". Lo iconográfico de Contra viene en ayuda de esa posición tan contrastada al ir optando para las portadas los recursos aguafuertistas (lo que implica una definición óptica y artesanal) del Facio Hebecquer tan próximo a las oposiciones en blanco y negro de Arlt y, con mediaciones, de los perfiles característicos del expresionismo ruso y alemán que prefieren el drama, austero y contrastado, a las decoraciones en sepia o en pastel. Otro síntoma definitorio de Contra es la presencia polémica de mujeres como Lydia Namarque (la sagaz cuestionadora de Lugones) y Amparo Mom: ambas se ocupan permanentemente de Greta Garbo y de lo que presuponen esa y otras "estrellas" en tanto modelos de una cultura de masas que empezaba a predominar a partir de las mitologías de Hollywood, "esa usina industrial generadora de ideologías acríticas"; ya sea de "la estética de la vida cotidiana" esbozando, por momentos, una suerte de fenomenología del vestido a través de sus tics, modismos, códigos y estereotipos. Bien visto, se trataba de una perspectiva dramatizada de lo que en esos mismos años parecía monopolio trivializado de "La Dama Duende" en Caras y Caretas, de Delfina Bunge de Gálvez desde

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la zona más católica y convencional e, incluso, de las opiniones de Victoria Ocampo que se situaban en una coordenada liberal y modernista. Pero Contra exhibe otras preocupaciones: el proyecto reiterado de organizar institucionalmente a los escritores de izquierda mediante convocatorias sucesivas que producen una suerte de cariocinesis permanente, pero que funcionan como indicadores que "la profesionalización del escritor" ya no se considera suficiente, y que la coyuntura histórica plantea definiciones, compromisos y militancia (cfr. Franco Venturi, Les intellectuels, le peuple et la révolution, 19829. Ese clima se corrobora, por cierto, con las traducciones de Brecht y Aragón, pasando por las experiencias teatrales de Meyerhold y Piscator, sin desentenderse de la difusión (otro presunto monopolio de Victoria Ocampo) de Lawrence, Joyce y Gide. Espectro que se exacerba en la puesta en circulación — especialmente heterodoxa en el Buenos Aires de 1933— de Freud, Trotsky, el surrealismo francés y hasta de los constructivistas rusos. Como prolongación del supuesto humor martinfierrista de los años 20, en las contratapas de la revista de Tuñón se publica una serie titulada Recontra que si por un lado recupera el tono de los "epitafios" vanguardistas, por el otro flanco polemiza con quien se ve a sí mismo como el heredero más legítimo de esa tradición satírica: el Ignacio Anzoátegui de Vidas de muertos, donde se encarniza despiadada pero cautelosamente a la vez (al salteárselo a Mitre) con Mármol, Alberdi, Sarmiento y otros monumentos de la tradición canónica liberal. La aparente entonación lúdica de Contra tiene sus límites. Y esa ecuación se verifica a través de una constante criticismo/ censura/sanción. Así es como, si en los números 4 y 5 de la revista se empiezan a comentar las dificultades con la policía del gobierno fraudulento del general Justo, cuando Raúl González Tuñón es llevado preso, hasta el diario El Mundo se ve obligado a plantear la denuncia, provocando un insólito y saludable revuelo en contra de la censura oficial.

TEATRO CON OLIVARI Y BARLETTA La complicidad en Dan tres vueltas y luego se van aparece como un componente heterodoxo: la justificación del delito convencional Tópico en los trabajos de Tuñón que también está presente en los de Roberto Arlt. Mariana Vaina

Si la producción dramatúrgica de González Tuñón —región menos conocida de su faena literaria— aparece estrechamente vinculada al "Teatro del Pueblo" de Leónidas Barletta, ya se trate de Dan tres vueltas y luego se van o de Reunión a medianoche, la modalidad predominante de esos trabajos no sólo está impregnada por la presencia de García Lorca en Buenos Aires, sino por el tono prevaleciente en otros "dramaturgos de Barletta" cómo Martínez Estrada y González Lanuza. El cuestionamiento del típico teatro comercial (en grave crisis después de 1930) condicionaba una búsqueda que se fue definiendo por un "antirrealismo" con pretensiones poéticas que dio como resultado, entre otros, Títeres de pies ligeros de Martínez Estrada y El bastón del señor Polichinela de Lanuza, ambos fallidos escénicamente. Incluso, la dramaturgia de Roberto Arlt resultó condicionada

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parcialmente por esa búsqueda de un "teatro de arte", característica de la que sólo se salva Isla desierta, única pieza recuperable. De cualquier manera, Dan tres vueltas y luego se van, aparte de sus limitaciones escénicas, merece ser rescatada, y no únicamente por la colaboración con Nicolás Olivari, quien como autor de La musa de la mala pata y El gato escaldado es la figura vanguardista, ya sea por sus rasgos heterodoxos como por su alto valor poético, que está más cerca de Tuñón. Parentesco que, desde el prólogo de Dan tres vueltas, los hace incurrir contradictoriamente en un ademán tan ingenuo como comprensible y conmovedor: ambos autores, nada menos que en 1934, insisten en su condición de "escritores" que por haber recibido premios literarios, deben ser tratados con especial consideración por su enfrentamiento polémico con los empresarios teatrales"; Sin advertir qué si existe una franja Sórdidamente" mercantilizada en él "sistema cultural" (y más aún en el argentino) es la que se corresponde con la producción teatral. Y hablo de "ingenuidad" teniendo en cuenta, sobre todo, qué tanto Tuñón como Olivari eran "hombres de la ciudad", pertenecientes a una izquierda crítica y "porteños curtidos" que día a día concurrían a Crítica, el diario de Botana, que no era precisamente lo que se llama un convento trapense o alguna secreta sociedad de filantropía. Esto que parece un detalle desde ya que no lo es (entre otras razones, porque "no hay detalles en ningún conjunto cultural), pero sí es un punto de partida que puede aclarar aspectos de la difusión de una ideología culturalista, hacia 1930, aun en regiones explícitamente cuestionadoras de los engranajes institucionales. Sobre todo que si hay una pieza que a cada renglón se distancia de lo que puede sonar a beatería o a complicidad es Dan tres vueltas. Y ya no estoy aludiendo a sus autores, Tuñón y Olivari, sino a esa peculiar ironía que si se inaugura con una apelación a la ropa "arbitraria" de los personajes, prosigue con la excéntrica salida "de la concha del apuntador de un actor con máscara" y con las reiteradas autocitas de libros de Tuñón y de Olivari. Y lo irónico se prolonga: sobre todo con el dinero, su interés y la vida mercantilizada, que conforman uno de los núcleos más reiterados en el texto ("El dinero que todo subvierte"; "¡Dinero, siempre dinero!"; "Siempre piensas en el dinero"), así como con la guerra y las grandes sociedades anónimas que son objeto de permanentes burlas y cuestionamientos. Pero aparte de esa episódica contradicción entre autores y texto, lo que resulta más rescatable es la inserción de Dan tres vueltas en el propio contexto de los dos dramaturgos: juego de encajonamiento que se prolonga desde la entonación cosmopolita, hasta las "musiquitas de circo" y las referencias constantes al cine y lo cinematográfico que van enhebrando a "la mujer más gorda del mundo" y a los payasos y grotescos "ridículamente maquillados", hasta concluir en una suerte de autohomenaje: "¡Ponga veinte centavos en la ranura" —se enuncia especularmente—, "y verá la vida color de rosa!" Esos vaivenes y guiños prosiguen, desde juguetear macabramente con "el público de esta ciudad que es muy estúpido" (ademán típicamente vanguardista más que de una izquierda pedagógica), a las alusiones siniestras al "puerto", a los "espantapájaros" de corte girondino, y a los blues y las espiroquetas; sin olvidar el "Paseo de Julio" ni los "cambalaches" que por cierto resultan más tiernos que los obsesivos de Enrique Santos Discépolo. Sobre todo cuando aparece "Lobo", que no sólo por su ropa o por sus discursos

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se emparenta con el astrólogo de Los siete locos, sino que con su insistencia en una "revolución grotesca" con velocidades cinematográficas remite al modelo de esa alucinada colección de sociedades secretas que emana desde el Scarface de Paul Muni al Little Caesar representado por el ineludible, entonces, Edward Robinson. Por cierto y además: esta secuencia, muy seductora hacia 1930, puede ser corroborada con el "leader del manconismo" de Enrique González Tuñón: "Compañeros" —informa esta figura de Camas desde un peso—, "el doctor Rooper ha conseguido superar las más avanzadas teorías, aniquilar el marxismo y abatir el georgismo con su filosofía manconista..." Pero lo que quizá más nos interesa: ya se trate de los sincretismos, de las oscilaciones o de las dobles seducciones que operan como comunes denominadores de los heterodoxos argentinos de 1930 (a los que habría que sumarles las provocadoras alusiones a la cocaína y a los inventos veloces e inservibles), si Tuñón en compañía de Olivari colorea su teatro con la incidencia coyuntural de García Lorca proponiendo una "dramaturgia poética", habría que buscar en Pirandello —la otra decisiva incidencia teatral en esos años—, con su impacto en la dramaturgia escénica del Armando Discépolo de Relojero o de Babilonia. "Grotescos criollos" ambos en la culminación y cierre de He visto a Dios de Deffilipis Novoa que se superponen, matizada pero nítidamente, con lo más rescatable del teatro dé Raúl González Tuñón. "Y de su poesía", Al fin de cuentas, se trataba de las vertientes con mayor densidad de la literatura argentina durante la dislocación de la década infame.

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MEANDROS, LECHO, AFLUENTES Y EMBOCADURAS Baja. Quién duda que baja. Avanza. Allá se deshace. Único. Se ramifica. Se agota. Llueve. ¿Escucha? Juan L. Ortiz

* Deodoro Roca (1890-1942) por su actividad crítica y por su desplazamiento en dirección a una creciente heterodoxia, prefigura en los años 30 la personalidad de Rodolfo Walsh. Incluso su corrimiento desde las preocupaciones reformistas de 1918 hacia su intensa práctica periodística en Flecha (1935-36) y en Las Comunas (1934-40) revela su decisión de despegarse del espacio académico en dirección a la ciudad: "Del convento a la plaza pública; y de Rodó a Carlos Marx". Paradigma de intelectual de izquierda tironeando entre el campo literario y el espacio social; entre el hedonismo-interiorista y el cotidiano, incómodo compromiso (cfr. Jean-Louis Loubet de Bayle, Les nonconformistes des années 30, 1979). Para situar con mayor precisión sus producciones cada vez más breves y más agresivas; que también oscilan desde el tono "editorial" extenso y reflexivo hacia el brulote telegráfico, impiadoso y sagaz, corresponde encuadrarlo como "emergente provincial" entre Santiago Monserrat, Gregorio Bermann y Saúl Taborda. "Ingenieros y Palacios en Córdoba". Así como ir relevando su centro de gravedad que pasa de Proust. Chaplin, el expresionismo alemán "derrotado" frente al surrealismo francés "triunfal", John Dos Passos, Bernard Shaw y Valle Inclán, hacia Lisandro de la Torre en el senado nacional, Barbusse y sus denuncias antimilitaristas, el obsceno proceso de Sacco y Vanzetti, la fractura financiera de Wall Street. El punto culminante de su práctica cuestionadora, que subraya el tránsito generalizado entre las figuras de su generación desde el vanguardismo —del que conservan sus contorsiones y su insolencia— a la militancia de los años 30, son sus denuncias de la gran prensa, del fraude electoral, de los negociados transnacionales que operaban en la guerra del Chacho y, por último, Leopoldo Lugones, león de alfombra. * Del vanguardismo a la critica dialéctica: por más de una razón —aparte de las coincidencias cronológicas—el itinerario del argentino Roca presenta notables similitudes con el del peruano Mariátegui. Quizá la figura de Lugones (entre saludos y cuestionamientos) aclare ese parentesco. Así como el conocimiento enciclopédico y crítico de ambos en relación a la literatura europea en el hiato de 1930.

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* Un guapo del 900 (1940) de Samuel Eichelbaum es una versión "realista" del personaje que Borges, en ese mismo, momento, resuelve con un criterio metafísica. Testimonio/trascendencia: dos entradas posibles para resolver con diversos procedimientos una figura marginal y fascinante, la elaboración literaria que legaliza a un "fuera de la ley", el intento por mitificar un pasado reciente desde dos vertientes diversas. Proceso análogo al de Eduardo Gutiérrez/José Hernández más de medio siglo antes. Y si la poética realista se verifica como más eficaz —por su inmediata recepción comunitaria—, la que evita el documentalismo logra un mayor acogimiento posterior. Parecería que las obras realistas corren el riesgo de perder significación más allá de su circunstancia, así como las producciones que prescinden de lo mimético logran sus lectores posteriormente. Atendible argumento: morir con su tiempo/futura trascendencia; efectos directos/espesor semántico; focalizaciónes/descentramientos; dramaturgia/narrativa; lectura unívoca/múltiples interpretaciones. Pero correspondería, además, verificar los aparatos — con sus diques, parroquias, parroquianos, funcionarios espontáneos o permanentes— que actúan administrativamente como mantenedores y difusores de ciertas canonizaciones. Incluso, evaluar la eficacia del guapo en sus varías versiones cinematográficas, así como las insuperables limitaciones de la versión en cine de El hombre de la esquina rosada (cfr. Franceso Rossi-Landí, Semiótica e ideología, 1982). * La más reciente bibliografía de la derecha intelectual argentina —Ni década ni infame: del '30 al '43 (1991) de Carlos Aguinaga-Roberto Azaretto, y la correlativa El general Justo (1993) de Rosendo Fraga— se dedica esforzadamente a justificar esos años y a exaltar a sus protagonistas conservadores. En esa secuencia sólo falta la apología de Manuel Fresco que contradiga otros trabajos documentados adversos (cfr. Ronald H. Dolkart, Manuel Fresco, Governor of The Province of Buenos Aires, Universidad de California, 1969). * Si por algo se caracteriza la literatura de ese momento es por su intensa politización. Allí está el epicentro, Y desde la izquierda, por la intensificación" de los componentes heterodoxos y las denuncias: no ya la Radiografía de Martínez Estrada que afanosamente busca una interpretación de las secuelas provocadas por la fractura de 1930, sino las series cuestionado ras en distintas zonas; Entre rejas (1933) de Atilio Cattaneo y Tras el alambrado de Martín García (1934) de Alcides Greca; El tirano, alegoría de Enrique González Tuñón, El dictador ha muerto de Ernesto Giudice y El hombre encarcelado de Héctor. P. Agosti. La agresiva actividad periodística de José Luis Torres —inventor de la divisa descalificadora— y de Onrubia de Botana, así como las denuncias de César Tiempo en dura polémica con el antisemitismo de Hugo Wast. El intenso democraticísmo de FORJA encabezado por Jauretche y Scalabrini, y el del grupo Insurrexit con la presencia de Sabato. Incluso en el teatro, fan es antisemita (1939) de Pablo Palant es el indicador más visible de una colección. Para no extenderme en el público turbulento que asiste masivamente a las reuniones organizadas por el Pen Club en 1936 ni a la amplia presencia de poetas militantes como Córdova Iturburu, Portogalo, Álvaro Yunque, Luis Franco y Pedroni. Hasta la expulsión de su cátedra de Aníbal Ponce —entre otros— definen este

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polémico clima: Uriburu, el fraude sistemático justificado desde el Poder, y el impacto de la Guerra Civil Española (ya un lugar común de la crítica) inciden en esta guerra civil literaria. Cuya capacidad de denuncia prefigura el estilo y las tensiones de lo que se producirá alrededor de 1983 después de la derrota en las Malvinas. * Dos escritores cordobeses —Juan Filloy y Omar Viñole— agregan sus perspectivas diferentes a ese escenario nacional dramatizado. Quedándose en su provincia y desarrollando un tipo de sátira que lo ubica muy cerca, en tonos y calidad, del Roberto Arlt de esa década, sobre todo con Estafen (1932) y Caterva (1937), Filloy trabaja con los fondos de una fachada triunfalista: lúmpenes caricaturizados, grotescos tribunalicios, tramposos y empecinados sobrevivientes, son los habitantes de una escritura que descalifica la presunta honorabilidad de "los lenguajes beatos". En este sentido, la picaresca argentina de los 30 se prolonga a través de prontuarios y alias desbaratando la homogeneidad ejemplar que postulan los diversos discursos oficiales diciendo "lo que no hay que decir" y tomando la palabra por los que carecen de voz reconocida. Ornar Viñole es el otro autor que desborda las normas consagradas en ese momento; contrariamente a Filloy, abandona su Córdoba originaria y se interna en la capital modernizada de acuerdo a estrategias reaccionarias: A usted le sale sangre, Cabalgando en un silbido y El hombre que se depiló la ingle, con su mezcla provocativa de "surrealismo criollo", se inscriben en el epicentro más polémico de esa coyuntura histórica. Sus libros son síntomas más que diagnósticos; son brusquedades, disparos más que programas. Vinculados al amarillismo periodístico de Crítica, con una espectacularidad inédita en Buenos Aires, llegan a superponerse con las actitudes más riesgosas del Oliverio Girondo de Espantapájaros. Su coloración exasperada y sus ritmos espasmódicos culminan en una oralidad que realiza ciertos extremos que los vanguardismos de los años 20 ni llegaron a plantearse. Y si sus contradicciones más evidentes aparecen en Cien cabezas que se usan —que lo llevan hasta los bordes de Jacobo Fijman—, logra canalizarlas en el elaborado misticismo de Leche de higo. Luis Franco es otro heterodoxo de ese momento que se viene redefiniendo —como en el caso de Martínez Estrada— por su paulatino despegue del padrinazgo de Lugones. Incluso, de manera.: más explícita, que el autor de La cabeza de Goliat, de la "pureza provinciana" se va desplazando al "caos urbano"; y de las prolijas procesiones lugareñas va en busca del carnaval de la urbe. Eso es Nocturnos (1932) y Suma (1938). Espacio nacional que, por cierto, desborda con su saludo fraternal a Mariátegui. La expansión latinoamericana y la nostalgia por el universo campesino serán los topes de su permanente drama: ya sea cuando se ocupa de Martí o se dispone a recuperar a Hudson. Así como al situarse en el eje de la polémica en torno a Rosas y el rosismo —que reproduce al máximo la politización intelectual del período—, con El general Paz y los dos caudillajes (1933) logra acertar una ecuación distanciada de los dos polos historiográficos y ser reconocido por el ensayismo posterior que cuestiona, por igual, la tradición liberal y la populista. En el mismo año 41, aparecen dos libros que permiten recuperar el abanico de respuestas provocadas por el impacto de la guerra en Buenos Aires: el título de Augusto

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Mario Delfino resulta dormitorio: Para olvidarse de la guerra. La cotidianidad politizada de la ciudad —a través de medios que se desarrollan en ese momento como los noticieros cinematográficos desde Pathé a la Ufa, así como el permanente comentario de radios y periódicos—le resulta intolerable a Delfíno: llega a sentirse aturdido, presiente que no puede hacer nada, apela al pasado, al campo, a la interioridad familiar, se asume como mirón y, sobre todo, llega a creer que su pasividad presuntamente neutral, cargada de conjuros inmovilizadores, es lo más eficaz para no disputar con sus viejos amigos que "viven en el maniqueísmo de la guerra". Él opta por llegar a decir que "la cosa no está ni bien ni mal", diseñando una fórmula de mucha mayor difusión cuando "el bombardeo permanente de los mensajes contradictorios llega a una especie de cima". * El extremo opuesto en ese abanico lo da, precisamente, Luis Franco: Biografía de la guerra, desde un pacifismo que no se pretende absoluto pero escandalizado por "las bestialidades extremas" intenta ir desmontando una suerte de espectáculo que, con frecuencia, presiente armado por las grandes empresas informativas. Franco también se siente nada más que un mirón —sobre todo en sus desánimos—, pero su texto termina por ser una secuencia de exhortaciones para salir de un aislamiento que lo hunde en su soledad y en el pesimismo. "A lo largo de estos años, aparece una serie de revistas que va señalando las diversas peripecias de lo que presuponía el tránsito de "vivir" bajo el doctor Alvear a sobrevivir bajo los generales Uriburu y Justo: Metrópolis (1931-32), realmente es un símbolo concentrado de cómo se iba presintiendo la literatura argentina; fue una revista dirigida por Barletta; trabaja con los residuos provenientes del anarquismo naturalista entremezclados con los lugares comunes del populismo de los años 20: cafetines, malevos y suburbios. Es el ademán más conocido del "tango de la izquierda". El elenco estable de Boedo reaparece con sus nombres reconocidos: Mariani, Olivan, Yunque, Castelnuovo, Arlt y Ramón Dolí antes de pasarse a la derecha, actitud que caracterizó otro síntoma. Aquí no hay gauchos ni chinitas y "las miserias" se radican exclusivamente en los barrios; no hay panoramas ni escenario; nada más que carencias y muy eventuales reivindicaciones. El tango más consabido y los sainetes en declive se sobreimprimen en Metrópolis más de lo que su director advierte. Incluso, con el populismo más trivial divulgado por Crítica con un tono que a la izquierda clásica le hubiera resultado "demagógico". Pero el diapasón general es de desconcierto: agotadas las agresividades más utilizadas en Boedo, inquietos por las eventuales represiones del uriburismo (que varios de ellos aplaudieron o consintieron porque "el yrigoyenismo era la decadencia"), parecen esperar alguna propuesta que los saque del marasmo. Y marasmo es la señal más sintética de Metrópolis. * Columna (1937), dirigida por César Tiempo, irá insinuando un reagrupamiento, en sus páginas conviven —apelando a "las grandes firmas"— los veteranos de Boedo y los de Florida, en compañía de Gerchunofff, Banchs y Capdevila. Ese reordenamiento se aclara aun más al advertir que Waldo Frank convive con Stefan Zweig. Se podría decir: la "madurez" de Nosotros está impregnando a la izquierda literaria. * El paso siguiente lo marca Conducta (1938-43): Barletta pide disculpas a quienes ha

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atacado por discrepancias estéticas o por razones generacionales. Hasta Enrique Larreta aparece entre los colaboradores; Manuel Mujica Lainez junto a Ernesto Sábato; y Roberto Mariani al lado de Pedro Henriquez Ureña. Mirando con más atención, es posible advertir que ese "rejunte" de radicales, socialistas, comunistas y liberales responde al modelo del Frente Popular cuya expresión más difundida fue "el pacto de las izquierdas" presidido por Léon Brum. Y que más cerca de nosotros, cuajó en el frente encabezado por Aguirre Cerda del que Salvador Allende llegó a ser ministro de Salud Pública. Semejante proyecto inquietó a la derecha argentina. Las usinas del Poder diseñaron diversas alternativas. En esa coyuntura no se descartaba él predominio intelectual de la izquierda, sino el avance de los sectores populares pero "bajo las banderas, rojas". Ésa es una de las motivaciones decisivas que inciden en la nueva salida de los militares en junio de 1943. Conducta dejó de salir en diciembre de ese año. * "El Roberto Arlt del Barrio Norte" fue un papel decisivo del que, en los años 30, se hizo cargo con perseverancia y desenvoltura Enrique Loncán (1892-1942). Sin ser jamás un aguafuertista sino más bien un productor de acuarelas tanto por la levedad de sus procedimientos como por su temática predilecta: El secreto de la calle Florida es su permanente inquietud. No porque pretenda descifrarlo —en una actitud inquisitiva o de desgarramiento—, sino porque le permite largos comentarios ante algo para lo que, por su propia definición, "no encuentra palabras". Pintor o daguerrotipista hubiera debido ser por las apelaciones hacia el pasado Victoriano que permanentemente plantea. En cuanto alas que usa, ya están consagradas por sus grandes modelos: Lucio López, Cané y los otros señores del 80, a los que sumisa y seriamente intenta prologar. 9 Aldea millonada (1933) pretende resultar así simétrica en sus oposiciones a La gran aldea; su colección de dedicatorias (Josué Quesada, Gustavo García Uriburu, Arturo Cancela, Marco M; Avellaneda) apuntan, obviamente, a resucitar los recursos, de Mansilla. La tradición central del siglo XIX operaba, como se sabe, con un "efecto halo" mediante el cual las figuras locales se santificaban alcanzando una densidad legítima por su sola referencia a los modelos europeos. Ese procedimiento geográfico de larga distancia, Loncán lo emplea para sus iluminaciones y validaciones de los años 30 echando mano de los modelos platónicos de los antiguos Victorianos de Buenos Aires. Loncán llegó a convertirse en un orador especialista en brindis de banquetes: He dicho lo atestigua con cierto malestar y nostalgia. Más: va presintiendo que él mismo ya es el final de un discurso. Y como no puede cultivar la ironía de Macedonio o la insolente seducción de Norah Lange en situaciones parecidas, prefiere recuperar el talante de un Belisario Roldan o de un Manuel Caries: ésas son las Oraciones de mi juventud: al "oro" de la retórica del Centenario se insistía en suponerlo moneda corriente. Itero esa colección de estratagemas ya resulta tan tardía e incompetente como su Conquista de Buenos Aires (1936). No Arlt, entonces. Tampoco Norah ni Macedonio. Sí, en 1938, Loncán es consejero de la embajada argentina en París. Si la propia ciudad se resiste en la organización de una literatura revivalista, conviene ir canjeando a Eduardo Wilde o Mansilla ya no en la calle Florida, pero si en las embajadas. Esos recintos siempre se definieron por su

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extraterritorialidad. Realmente Loncán es un final de dinastía, tanto más obstinado cuando más exhausto: Buenos Aires en los años del general Justo no era "una aldea millonada", era la metrópolis que infructuosamente intentaban descifrar los veteranos de Boedo. Enfáticos/cortesanos. Corresponde, por lo tanto, repasar La ciudad de un hombre del año 43: la novela de Barletta —aún con sus limitaciones de escuela— resulta mucho más penetrante con los grabados de Rebuffo. El sitio ocupado por Loncán implicaba la apología de una élite que creía haber recuperado su grande maniere. Pero no estaban los tiempos para un Bossuet ni aun con sus "oraciones". Ya era una etapa para Beaumarchais o Voltaire. Lo que no presupone que después hayan surgido figuras que pretendieran prolongarlo: Manuel Mujica Lainez era demasiado escéptico para esa faena. Aunque en los reajustes posteriores, Mariano Grondona o el mismo Bernardo Neustadt cumplieron una función análoga. Enrique Loncán —que algo presentía de todo ese proceso tan contradictorio— se suicidó en el Bajo de Buenos Aires. En un mingitorio. Fue el mismo año de la muerte de Roberto Arlt. " La vertiente de la derecha intelectual —"la otra trinchera" en el lenguaje de esa coyuntura— presenta una serie simétrica quizá y tanto o más exacerbada: las novelas de Hugo Wast, Oro y El Kahal, las dos de 1935, dramatizan en una suerte de apogeo la línea antisemita que, desde 1890, venían divulgando las secuelas de La Franca juive (cfr. Sandra McGee Deutsch, Counterrevolution in Argentina 1900-1932: The Argentina Patriotic League, Nebraska, 1986). Los "curas panfletarios" como Meinvielle y Filippo dejaron atrás los antecedentes más reaccionarios de Franceschi y Napal. El Congreso Eucarístico Internacional de 1934 sirvió como disparador de esa cadena que culminó, en lo periodístico, con los semanarios Crisol y Clarinada, así como con el diario Pampero. En toda producción grupal se puede trazar una cierta tipología que supone matices. Que si estructuralmente resultan heterogéneos, coyunturalmente se homogenizan. Corrió en 1933, en 1936, y en el 39 (cfr. Enrique Zulueta Álvarez, El nacionalismo argentino, dos tomos, 1975). Sol y Luna (1939), la expresión más elaborada de esta corriente, leída "interiormente" puede parecer una antología de nostalgias españolas o la simple divulgación del pensamiento de Henri Massis o Brasillach. Situada en su contexto representa el fervor más vehemente por la Falange, Salazar, Franco, Pétain y Mussolini. El hombre que está solo y espera (1931) es el texto donde más se densifica simbólicamente el momento de fractura y el cruce de tensiones y mentalidades antagónicas. Scalabrini, en su insinuada polémica con Ortega y Keyserling, tercamente se plantea la recuperación de las convicciones provenientes del Centenario que lo sitúan en la prolongación telurizante de Ricardo Rojas. Apela a Macedonio y a sus visiones proféticas para que lo ayuden como al cantor del Martín Fierro. Y así va logrando un libro benévolamente acogido por la mayoría de los intelectuales de entonces: en última instancia sus procedimientos eran impresionistas hasta cuando erigía como "esquina trascendental" el cruce de Esmeralda y Corrientes planteando otra forma, más iluminada y centrada, de

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encontrar un Aleph urbano. Aunque su auténtica soledad, ciertamente, era la de un porteño sin pareja y a la expectativa porque en el clásico salón para familias no terminaba de saber "qué le habían hecho esos ojos" a causa dé las distancias codificadas. ¿Qué esperaba en realidad: la revolución telúrica o algo parecido a Godof? Por más de una razón, Borges acertó cuando dijo, comentando El hombre, que era un título a la espera de un libro. Posteriormente Scalabrini, como desconfiado del éxito de un texto escrito a pedido y con el tiempo en contra, se fue desplazando hacia la política para descifrar realmente a los argentinos y a su país. Paradójicamente la politique d'abord fue la consigna que se aplicó en sus renovadas investigaciones que, por fin, dieron Política británica en el Río de la Plata (1936) y la Historia de los ferrocarriles argentinos (1940). La recepción de estos trabajos no fue tan benévola como la de 1931. Y Scalabrini llegó a maliciar qué significaba en su país resolverse a ser un intelectual heterodoxo. Su soledad se había resignificado. Releyendo la mejor poesía argentina de los años 30 (ya se trate de Borges, Tuñón, Tiempo, Bernárdez, Marechal o Girondo), la que fundamentalmente sobrevive es la que mitologiza a Buenos Aires. Se trata de un amplio corpus textual emparentado con el tango. Y que se sintetiza en una metáfora esencial qué condensa a la ciudad a partir "de sus calles; miserias y antepasados, de algún atardecer de abril, o cierto paredón suburbano, varios perfumes equívocos, el jeroglífico insinuado en los manchones de un zócalo, o unas voces o una entrepierna fugaz. Un material hasta entonces desdeñado o tratado sin economía ni sagacidad. Que sólo pretendía ser recontado por su parecido con paradigmas clásicos presuntamente prestigiosos e iluminadores. Hacia 1930, Buenos Aires es legitimada como una metáfora producida de manera grupal mediante su obstinación y refinamiento. Y que, además, se valida transhistóricamente al acertar con un núcleo tan dinámico como expresivo. Buenos Aires, por fin, funciona como una divisa en permanencia. Algo así como "el caballo de Troya", el infierno de la Commedia, esa figura descarnada, tan humillada e invicta que recorre los campos de Castilla, o la empecinada, religiosa persecución de un capitán yanqui detrás de la ballena blanca. Buenos Aires—como esas figuras— a simple enunciación alude, paradójicamente después de la década infame, a todos nuestros dilemas, y a la mayoría del universo. Probablemente sea el resultado más rescatable —muchas veces trivializado o mercantilizado— producido por el exaltado (y tan cuestionado) crisol de razas.

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VII. Y DESPUร S Perdรณn. Los acontecimientos histรณricos han sido tan numerosos desde entonces, tan rรกpidos y abrumadores, que no puedo dar cuenta de ellos si no es en forma autobiogrรกfica. En realidad, me estoy refiriendo a mis propias limitaciones. H.G. Wells.

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MARTÍNEZ ESTRADA, DE "RADIOGRAFÍA DE LA PAMPA" HACIA EL CARIBE ...para documentarme antes de escribir Radiografía de la pampa leí, consulté y tomé apuntes de cerca de cuatrocientas obras (...) y a la sazón leía con sumo cuidado las obras de Simmel, Freud y Spengler. E. M. E. Antología, México, 1964.

Dos Parricidas con sus Parentescos y Diferencias Él primer "traidor" al pensamiento de Martínez Estrada fue Juan José Sebreli; y me refiero, desde ya, a un cuestionamiento global del ensayista de Radiografía de la pampa escrito por una persona de mi generación. Movimiento inicial. Porque a partir de la vehemencia de esta apertura correspondería, quizá; aclarar dos cosas: cuando hablo de generación, me estoy refriendo, al grupo de escritores jóvenes que, hacia 1953, se agruparon alrededor de la revista Contorno y que fueron llamados por Emir Rodríguez Monegal "parricidas" por su actitud crítica frente a Mallea, Martínez Estrada y Roberto Arlt. Eso, en primera instancia. Porque en segundo lugar, habría que seguir el itinerario crítico de Sebreli (circuito, útil, incluso, para analizar él desplazamiento general y contradictorio de los lectores y de las opiniones sobre Martínez Estrada) a través de los diversos prólogos a las ediciones sucesivas de su Martínez Estrada, una rebelión inútil, dado que si en. 1966 lo ataca frontalmente, en 1986 atenúa la impiedad de sus juicios anteriores. Sebreli, legítimo, se franquea. Y así como en el 66 lo cuestiona duramente desde una doble perspectiva aprendida en el Sartre inicial y en las opiniones sobre el peronismo publicadas en Les Temps Modernes por Elena de la Souchére, en el 86 se inscribe en una suerte de posibilismo adscripto al gobierno de Alfonsín luego, de la dictadura militar del 76 al 83. Más adelante incurre en un pragmatismo pedagógico que, inesperadamente, lo posiciona al potenciar, sus rasgos iniciales. El tiempo, además de las destrucciones que provoca, inexorable, no se detiene. Y en el caso de Sebreli, al convertirse en despiadado, lo enmarca más y más en un plano oblicuo, "falsa escuadra" o tobogán. Sin que él advirtiera que su exaltada apuesta a dos naipes contradictorios no lo troca en ágil paradoja sino en desaire taciturno: reivindicarse como "marxista" convirtiéndose, a la vez, en partidario electoral de López Murphy no es, precisamente, una estratagema dialéctica, sino módica capitulación. Quiénes son tus adversarios, quiénes te aplauden. A La Nación del año 2000 la última virtud que le queda es su renovada táctica de cooptación. Mitre, tan perenne como hospitalario, y antes del mutis final, vino a desplazarlo al Sartre bizco, genial e invicto. Creo entenderlo a Sebreli, pero, en realidad estoy tratando de saber desde dónde escribo yo; desde qué lugar intento hablar de Martínez Estrada. Porque no sólo alguna vez me fingí "parricida", escribí obstinadamente en Contorno y año más año menos melancólicamente pertenezco a la misma generación de Sebreli. Pero jamás fui peronista ni podría ser calificado, ahora, de posibilista. De ahí que mis opiniones en torno a Martínez Estrada, si exhiben algunos parentescos ineludibles con los de Sebreli, se definen más bien por los rasgos que las diferencian y las distancian. Se sabe: es lo que va del peso de las cosas tradicionales y de la producción grupal en una etapa de comienzos en dirección al voluntarismo, empecinado a veces, y a las opciones que hacen a mi monstruario

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personal. Para mí, el Martínez Estrada del número de Contorno que le dedicamos en 1954 se situaba en una serie que, si se abría con Sartre —sobre todo el autor de Los caminos de la libertad y de La puta respetuosa—, inesperada pero coherentemente entonces se iba cerrando con Arturo Frondizi. La izquierda intelectual argentina siempre prefirió a un profesor para modificar la ciudad; la derecha intelectual prefirió apostar a un general. Ambas fracasaron. Pero, ¿de qué estoy hablando? De una apuesta de aquellos años; de la búsqueda de una ecuación que conjurase el elitismo que nos llegaba de Sur y de La Nación desde el campo liberal y, ala vez, que nos contrastara respecto de los tonos populistas que se emitían desde la franja del "peronismo clásico" entre 1945 y 1955. Era una apuesta "intuitiva" como solía decirse. Y por cierto que yo no contaba en esa apuesta con categorías críticas ni con referencias eficaces, ni con maestros ni con nada realmente operativo; y si digo que los hombres de mi edad estaban en situación análoga, es porque la gran tradición liberal se había agotado: ni Francisco Romero desde el campo filosófico universitario, ni Ricardo Rojas desde la critica literaria tradicional nos servían; nos resultaban arcaicos, demasiado solemnes y, sobre todo, ineficaces. Y si los citábamos o nos acordábamos de ellos, era por una especie de cortesía o para no exhibirnos como demasiado petulantes: "les perdonábamos la vida" se comentaba a veces; apenas les quedaba honorabilidad y eso no nos parecía asunto de moralistas sino argumento de discurso necrológico o más bien de epitafio. Por su lado, el peronismo clásico realmente no había producido nada que nos atrajera en esta franja; porque si Carlos Astrada era un marginal respecto de ese movimiento, aunque se fuera desplazando desde Heidegger hacia Hegel y Marx, el Adán Buenosayres de Marechal nos parecía rescatable precisamente por su insolencia, sus rupturas sintácticas y su prolongada sátira martinfierrista que nada tenían que ver con el justicialismo institucional. Martínez Estrada, en cambio, aparecía como situado al filo tanto de Sur como de La Nación; era un tolerado allí dentro cada vez más solitario, que acumulaba rencores y lucidez, saludablemente agresivo y al borde del retiro permanente. Incluso, a veces pensábamos que se lo podía llevar a una ruptura y a una redefinición calculando que por algo su temática era lo que más coincidía con nuestras preocupaciones fundamentales; y si bien Radiografía resultaba excesivamente impresionista o epigramática, Muerte y transfiguración de Martín Fierro parecía una rectificación, en 1948, mucho más descarnada, mundanizada y penetrante que el trabajo de 1933. Esa entonación era lo que; nos servía de común denominador entre el Martínez Estrada de 1955 con Sartre y Arturo Frondizi. ¿Ahora parecen tan alejados? Entonces no. Incluso las tres imágenes personales corroboraban ese parentesco: económicos, frugales y certeros; sobre todo frente al bartoleo adiposo y como diluido que se entremezclaba con la figura del teniente general Perón, en su cara mediante su halo gestual y desde ya que en el uso de las palabras. ¿Apostábamos a una república de profesores? Quizá. ¿Se trataba del conjuro de una dislalia oficial presentida entre el 45 y el 55 como "despilfarro sin júbilo"? Casi. ¿Una especie de jansenismo rioplatense? Algo así. Pero, en especial, era la urgente necesidad de ponerse al día con decisión, placer y sagacidad. Se nos planteaba, en fin, una dialéctica hecha con arte. Por eso, en 1954, fui yo (con perdón), y después de la desdichada querella —a solas y sin testigos— que se produjo con Murena, quien propuso que dedicáramos un número

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completo de Contorno al autor de Radiografía de la pampa.

ADHESIONES, POLÉMICAS, RENCORES Y UTOPÍAS Ya hemos mencionado que la matriz de su etapa ensayística más creativa, no la más productiva (1933-51), es Radiografía de la pampa. Su mentor, Sarmiento. La prosa es milimétrica; el tono a media voz exhibe la distancia de un narrador expectante. La paradoja es la protagonista estilística y el armado del libro el de un miniaturista (...) Esto genera el entrecruzamiento de todos sus trabajos entre sí. Unos a otros se citan o se presuponen. Alfredo Rubione, en Historia de la literatura argentina, tomo IV CEAL. 1981.

Podría decir que toda crítica es un test proyectivo; se trataría de una justificación más órnenos teórica y elusiva de la necesidad de hablar de Martínez Estrada en primera persona. Podría decir, también, que, así como en ultima instancia toda crítica es un capítulo de la propia biografía, Martínez Estrada era "mi padre intelectual" allá por los años cincuenta y tantos y abundar, a continuación, en el desamparo intelectual que sentía entonces en Buenos Aires. Sobre todo, si me extiendo en comentarios en torno al clima que vivía en la Facultad de Filosofía y Letras —catequístico, cañero y puntual—, y sobre mi desconcierto cotidiano luego de terminar mi aprendizaje en 1952. Más aún, ese tono autobiográfico, casi novelesco, además del gesto próximo y confidencial que implica, quizá me permitiría poner a foco la figura de Martínez Estrada como si recorriera los detalles de mi propio cuerpo. Y así la significación de la incidencia del arco de su producción que se abre entre Radiografía y su Martín Fierro se transformaría en algo tan entrañable como inquietante o, por ahí, patético. Pienso, por ejemplo, en dos fechas: 1954 y 1955. No sólo en el número especial de Contorno, sino en el de la revista Ciudad; porque si aquélla pretendía definirse por la izquierda intelectual con todos los equívocos que eso presupone, la segunda, tanto por sus postulaciones como por su dirección y sus colaboradores estables, tenía una entonación más centrista, digamos, casi socialcristiana.. Sin embargo, varios de los escritores que figuraban en Contorno colaboraron en el número de Ciudad; lo que llevaría a reflexionar no sólo en la fluidez, en la falta de "lugar" definitivo y en los vaivenes correlativos de los jóvenes escritores de aquellos años, como en la no existencia de compartimientos estancos, sino en un sustrato común de tipo generacional y en un corpus ideológico en estado coloidal cuyo núcleo más compacto estaba representado, ambiguamente a veces, por la influencia de Martínez Estrada. Esa presencia, vista en perspectiva, implicaba entonces un doble movimiento de seducción y de cuestionamiento; y si en dirección a Contorno fueron predominando las reticencias que se convirtieron en distancia hasta llegar al ademán de despegue más explicitado por Sebreli, entre los escritores de Ciudad se tradujeron, con el tiempo, en una adhesión categórica pero mucho más concentrada en aquellos componentes que yo consideraba lo más precario en términos de lucidez crítica y en lo menos incómodo en dirección a las miradas más ortodoxas o institucionales. Sin tan buenos modales: para los de la revista Ciudad Martínez Estrada era un "prócer"; para mí, un hereje. O si se prefiere, el criticismo de Martínez Estrada y sus conductas cotidianas me hacían ver en él a un

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precursor o modelo intermedio de lo que podía ser en la Argentina un intelectual de izquierda. Alrededor de 1955 se produjo el apogeo de Martínez Estrada; representaba, nítidamente, no sólo el centro de la escena intelectual sino el referente mayor e ineludible tanto para devociones como rechazos en el momento final del "peronismo clásico", durante el tránsito de la llamada Revolución Libertadora y al comienzo de la presidencia de Arturo Frondizi en 1958. Un amplio espectro se abría desde las adhesiones incondicionales o mitificadas hasta llegar al extremo del abanico definido por los cuestionamientos más despiadados. Incluso; la publicación del Qué es esto en 1956 sirvió para corroborar esa secuencia, y no sólo a partir del mismo título, que además del tono oratorio y agresivo aludía a la implícita perplejidad de Martínez Estrada, a sus contradicciones no resueltas y hasta a los límites ideológicos de su imaginación crítica, sino que ya iba insinuando un desplazamiento posterior: no hablaba desde Sur entendido como sitio simbólico, sino desde lo que presuponía como emblema Propósitos, donde se habían publicado los artículos de ese volumen. Así como era el peronismo, entendido como fenómeno no sólo político, sino ético y cultural, lo que trabajaba y definía ese libro desde su propio interior: porque desde la vertiente del justicialismo de entonces, Hernández Arregui en su Imperialismo y cultura y Arturo Jauretche en Los profetas del odio lo atacaron; uno con pretensiones teóricas, Jauretche en su estilo más insolente y montonerizado. De esa manera se corrobora que Martínez Estrada estaba en el centro de la dramática cultural de ese momento y todo se definía por su pro o su contra. Pero más que denuestos o exaltaciones, esas series dibujaban un espectro de autodefiniciones: si el liberalismo cauteloso y centrista de César Fernández Moreno o el impregnado de incrustaciones historicistas de José Luis Romero lo reconocían, el izquierdismo militante de Pedro Orgambide lo rescataba de una manera tal que lo condicionó a obstinarse en su rescate en varios trabajos posteriores. Mientras que las lealtades y el discipulazgo casi inconmovible corría por cuenta de Murena —su máximo propagador—, de Rodolfo Kush, de Francisco Solero y de Julio Mafud. Son los años, dije, que van de 1955 a 1960 los que en el itinerario de Martínez Estrada implican el deslizamiento desde las perspectivas simbólicas de Victoria Ocampo hacia las de Barletta; pero sobre todo, el desplazamiento desde el eje representado por Perón en dirección de Fidel Castro. Podría decir, por consiguiente que Martínez Estrada se pasó de la Argentina hacia América Latina pero también "de Florida hacia Boedo" en función de los dos andariveles de una nomenclatura tradicional. Sobre todo si recuerda aquí no ya la polémica aislada con Borges (donde el autor de El aleph, desde su vertiente, acusaba a Martínez Estrada de hacer "el elogio indirecto de Perón"), sino la denuncia de Martínez Estrada, luego del intento de invasión norteamericana a Bahía de Cochinos, en la que explícitamente se declaraba en contra del grupo representado por Borges, Mallea, Bioy Casares y Mujíca Lainez que habían aplaudido la política seguida por Kennedy. ¿Dije "modelo de intelectual de izquierda"? Si a los de Contorno y a mí nos habían seducido el trabajo y las conductas de Martínez Estrada hasta 1959, a partir de ese momento la simpatía se hizo menos ferviente, pero alcanzó una latitud más extensa. Podría decir, latinoamericana. Al fin de cuentas, en su paulatino desplazamiento hacia Cuba, lo que seduce a Martínez Estrada son los trabajos y la conducta del emergente mayor de mi generación: porque la penúltima instalación de Martínez Estrada se celebra en la Cuba de 1960.

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Sin duda. Pero mucho más que en la isla de Fidel, en la utopía de Ernesto Guevara.

"RADIOGRAFÍA": SITIO, MARCOS, CONTEXTOS ¿De dónde sacó Ud. el coraje para escribir su Radiografía?" Horacio Quiroga en carta a E. M. E., 19-VIII-1934.

Sobre el fondo de esa trama de factores contextuales es posible aislar; de inmediato, dos señales que sincrónicamente subrayan el lugar de Radiografía con mayor precisión: por un lado, el comentario de Borges aparecido en el suplemento de Crítica del 16 de septiembre del 33 y las reticencias posteriores de Canal Feijóo publicadas en Sur de octubre de 1937. Se trata de dos contemporáneos que conocen de cerca a Martínez Estrada y que cultivan ademanes análogos, casi intercambiables, aunque si bien Borges exalta los componentes esencialistas del libro próximos a los de El tamaño de mi esperanza (1926), Canal Feijóo resulta especialmente certero en sus discrepancias al señalar el ahistoricismo en que incurren las premisas principales de Radiografía. Por la otra vertiente, aunque en una dimensión diacrónica, la serie que viene intentando describir una tipología argentina a partir, por lo menos, dé El hombre que habló en la Sorbona (1926) de Alberto Gerchunoff es una línea zigzagueante que atraviesa, entre otros textos publicados a lo largo de la década del "radicalismo clásico", a El hombre que tuvo una idea de Alberto Laplace y a El hombre que perdió el sueño de llka Krupkin, a El hombre que silba y aplaude de Méndez Calzada, así como El hombre que volvió a la vida de José León Pagano, a El hombre que camina y tropieza de Cancela y a El hombre de las ciencias ocultas de Arlt, hasta culminar en El hombre que está solo y espera (1931) de Scalabrini Ortiz. Se trata, mirando de más cerca, de una serie pretendidamente sociológica y más bien periodística, enfática por ahí, con pretensiones y generalizaciones metafísicas, que podría reconocer su punto de partida en El hombre mediocre (1913), esbozo de una "psicología social", diestra episódicamente pero precaria ante la carencia de una práctica crítica más concreta y dialectizada. Y, así como en este orden de cosas Aguafuertes porteños (1933) de Roberto Arlt corrobora esa crispada intertextualidad tanto con esa secuencia como con la colección de "instantáneas" que estructurarán en 1940 La cabeza de Goliat (a través de Aldea millonaria y de Conquista de Buenos Aires de Enrique Loncan), explícita y reiteradamente el cuartelazo de Uriburu de 1930 y la muerte de Yrigoyen en 1933 condicionan en lo específicamente histórico a Radiografía de la pampa. Desde ya que estoy hablando de ingredientes residuales en tensa combinación con gestos proféticos; y de cierta nostalgia o condescendencia entremezcladas con determinados ademanes enfáticos cargados de mesianismo. En este nivel de entrecruce de coordenadas; el acontecimiento internacional y obsceno que se produjo en el mismo 1933 con el pacto Roca-Runciman, si por un lado subrayó el fin de la gran tradición liberal-elitista argentina, por otro flanco incidió en el malestar ideológico de Martínez Estrada. Un autor que venía del campo más aterciopelado de la poesía pura y del período alvearista (1922-28) entendido como cima y suave disolución del liberalismo clásico. En este continuo, 1930 adquiere nítidamente así el valor de quiebre y

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salto cualitativo que en su misma alteración cristaliza en Radiografía. "Libró apocalíptico en correlación a una coyuntura de catástrofe. En esta encrucijada, por consiguiente, y en la medida en; que Radiografía se regodea en el catastrofismo, la elevación por primera vez a la jerarquía cardenalicia de monseñor Copello, inaugural purpurado argentino, acentúa desde otro ángulo la abdicación de las tradiciones anticlericales de los magnos liberales de 1880 en medio de las cuales se habían formado Martínez Estrada y la Argentina agro-ganadera entendida como "república de conciencias". Y por cierto que esa abdicación de la gentry se realizaba en trueque del apoyo de la feligresía al general Justo. Línea de fuerza —se sabe— que culminará en 1934 con la presencia vaticana de monseñor Pacelli con motivo del Congreso Eucarístico Internacional. Suma de señales con que reaparecía la oligarquía señorial, entonces, cada vez más reaccionaria, en el revés de la urdimbe, precisamente, de los intentos subversivos frustrados del yrigoyenismo recién desalojado del Poder. Allí están Martínez Estrada y su Radiografía con sus ecos, remezones y vestigios, vaticinando, incluso, la abdicación del ala derecha del radicalismo y la acelerada alvearización del partido popular. Por más de una razón en la superficie de esa red se destaca un texto considerable: no ya los trabajos de Scalabrini Ortiz sobre los ferrocarriles y la influencia inglesa en el Río de la Plata, sino La Argentina y el imperialismo británico de los hermanos Irazusta. Este trabajo es de 1933 y, si bien es cierto que proviene de la derecha nacionalista maurrasiana, así como alude a un contexto, explica aun más el lugar de Radiografía al señalar una problemática compartida y una producción social común e inquietante. Y si fuera posible al llegar aquí sintetizar esta suma de factores incidentales cuyas huellas, son notorias en el interior de Radiografía, podría decirse que coyunturalmente Martínez Estrada supo responder con puntualidad al drama argentino, condensado en 1933 pero que, de manera lamentable, la adopción de modelos intelectuales que provenían de Ortega y Gasset, de Waldo Frank y del conde Keyserling —recientes visitantes e intérpretes de, la Argentina embebidos todos ellos de una perspectiva irracionalista traducida en una suerte de "fatalismo telúrico"— condicionaron tres inflexiones fundamentales en su entonación: en primer lugar, su criterio de circularidad repetitiva contrapuesto a todo cambio; en segundo lugar, su versión naturalista que bloquea cualquier reconocimiento histórico concreto y, por fin, su criterio teólogizante que a cada paso opone la categoría de "destino" a las categóricas relaciones de producción.

MÁS SOBRE "RADIOGRAFÍA": UNA RETÓRICA ENTRE LUGONES Y SARMIENTO Ciertos sustantivos rebuscados informan de una gimnasia inusitada del diccionario, que reelabora predilecciones de Lunario sentimental (...) vocabulario intencionado en los poemas humorísticos, sobre todo cuando sostiene el interés de la rima —otra lección aprendida en Lugones—... Juan Carlos Ghiano, Poesía argentina del siglo XX, 1957

A partir de allí, en el centro de gravedad del escenario qué se va estructurando con Radiografía, aparece una batería de "medallones conectados, en sus desarrollos, con un

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antes y un después de manera muy laxa". "Una colección de monadas" donde el movimiento discursivo opera de forma impresionista o, mejor aún, puntillista, de manera tal que a partir de esa estrategia se produce una imagen borrosa, difusa y resuelta más bien metafóricamente que de manera conceptual. Toda la Radiografía aparece como un floú. Y si hay flashes más que definiciones, cuando predominan sentencias o apotegmas, en su economía se resuelven mediante tonos epigramáticos que, al final, resuenan a frases intimidatorias o a bruscos enunciados que no terminan de justificarse en demostraciones ni en cadenas reflexivas. Esa táctica parecería tener sus ventajas, porque si el orden general no es rígido y más bien excesivamente flexible, lo que se pierde en precisión se compensa con lo elusivo. Esto es, como Radiografía resulta más literaria que científica, más poética que doctrinaria, sus "efectos" provienen más de sus halos semánticos que de sus núcleos conceptuales. Vista así, Radiografía trabaja con alusiones, sugerencias, y recursos provocativos y por eso correspondería estimarla más como una polvareda de hipótesis que como un cuerpo de doctrina. Podría ser, quizá, una definición aproximada: en 1933, más que operar con evidencias, planteaba un desafío desde un campo tenido como institucional. De ahí su resonancia, sus prestigios y sus equívocos. La paradoja mediante su vaivén posible, su vaga y diestra permisividad con su envés siempre al acecho qué insinúa sus propias rectificaciones al reemplazar o incluso desbaratar cualquier ademán categórico, se va trocando a lo largo del texto en una especie de disfumada permanente. Quiero decir, de "ésto es así pero" que le otorga, a la vez, una difusa ambigüedad que corrobora el tono general, y una permanente alternativa de esquive o de atenuación frente a las afirmaciones más riesgosas. Semejante movimiento de página se vincula, por cierto, con los recursos ya utilizados en sus anteriores libros de poemas donde la tensión de la globalidad se quiere lograr mediante análogos procedimientos de yuxtaposición. Construcción con pretensiones totalizadoras que vinculan a Martínez Estrada, una vez más, con el Lugones de los años 20, sobre todo a través del modelo puesto en escena con El libro de los paisajes (1927); especie de enciclopedismo que se pretende omniabarcador mediante series de colecciones (procedimiento presuntamente pedagógico divulgado en la Argentina del 900 e impregnado de un didactismo romántico tardío), que nos llevaría a pensar que Radiografía es una prolongación, prosificada e invertida de Argentina, poemario de 1927. Al mismo tiempo que una sinuosa pero ineludible réplica a La patria fuerte y a La grande Argentina del Lugones de 1930. Éstas, por cierto, programáticas, y Radiografía, en sus mejores momentos, una fenomenología en movimiento. Se podría inferir, por lo tanto, que el Martínez Estrada de 1933, en este nivel, puede ser leído como un lugoniano residual y como un antilugoniano en potencia. Además, al acercarse a la textura de Radiografía con una mirada minuciosa, lo que se observa es el predominio de un tono epigramático. Está dicho. Pero resuelto mediante un fraseo breve y martillante que aparenta condensar un saber trabajosamente acumulado como sí cada una de sus frases pasmosas y fascinantes fueran el momento final de cierre o conclusión de un aparato silogístico. Procedimiento que, si exhibe la conclusión veloz, filosa e impactante, sin dar tiempo a la anotación al margen, a la reflexión y a la réplica, lo reenvía; aun más a Martínez Estrada a" las estrategias retóricas del Lugones del Estado equitativo o de Acción. "Oratoria musculosa y retumbante" que, más que incitar a meditar, resulta compulsiva.

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No descarto en este aspecto su perspectiva de autodidacta. Casi un lugar, común en la lista de escritores de formación análoga: en el caso de Legones; que a cada paso —vibra por detrás del Martínez Estrada de los años 30, era una "manía a lo Pico della Mirándola" mitologizada en liceos de señoritas y ateneos provincianos: exhibir una erudición tan amplia como a la page. En el caso de Martínez Estrada se trocaba en la compensación ansiosa, inocultable, de su carencia formativa, cargada de desdén y, a la vez, de sometimiento; y que en cada inflexión parecía proponer un magisterio tan admirable como dependiente: amo de la palabra ante sus incondicionales y pleitesía reiteradamente "los magnos nombres de los que han sido". Su sistema de citas lo evidencia en su doble faz: acatamiento ante los prestigios de fachada/soberbia mesiánica en su contrafrente. Como si se tratara de otra prolongación del romanticismo imponente e indemostrable de la genialidad. Su devoción por Paganini será uno de los síntomas; otro, el ademán paternalista hacia los jóvenes estudiantes. Me río del canon, señores, pero es un aval corpulento además de fluida moneda de cambio. Axiomático, tajante, taxativo, entonces, los “latigazos" conceptuales de Radiografía al aludir a un auditorio de lectores fascinados remiten no sólo a la retórica lugoniana del orador que seduce al auditorio, sino que lo tiene suspendido de sus palabras. Sometido, podría decirse; lo que implica a un público sujeto y a un expositor que ofrece su palabra no en términos dialécticos o de movilización, sino que inmoviliza a la vez que intenta convertirse en "objeto de culto". De ahí que, de los tres inspiradores de Radiografía explicitados por el mismo Martínez Estrada, el que predomina más y más en los movimientos del texto así como en la suma de recursos y de efectos, e incluso en el andamiaje teórico general, sea Spengler. Y desde ya mucho más que Simmel o Freud. Y me refiero concretamente a La decadencia de Occidente, porque, aparte de la fascinación por el éxito —a lo largo de los años '20 y '30— de un libro de ensayos (así como la sospecha de trivialización por parte de los sectores académicos y en este sentido, convendría recordar las posteriores denegaciones de un sociólogo escolástico como Gino Germani), los aciertos de Radiografía van desde pronosticar el ascenso del "cesarismo" identificado con una nueva barbarie hasta postular que lo reprimido, borrado o escamoteado históricamente sea puesto en la superficie. En esta franja del análisis, Martínez Estrada advierte además un tópico generalizado en los años '30 éntrelos ensayistas de Sur, principalmente Eduardo Mallea: frente a la dicotomía propuesta por el autor de Bahía de silencio, según la cual lo desdeñable era "la Argentina visible" y lo válido "el país invisible", Martínez Estrada, que en lugar de Maurras, en esta inflexión se inspira en Freud, sostiene que lo oculto y escamoteado puesto en la superficie sólo eventualmente señalará la terapia más saludable para la Argentina. Lo silencioso para Martínez Estrada no es el síntoma y depósito de lo positivo, sino que "lo silenciado" es la señal de la enfermedad oculta. Si Martínez Estrada, al advertir los límites ideológicos del liberalismo con su reaparición en la política conservadora posterior a 1930, señala las consecuencias del agotamiento de esa ideología, su criticismo, eficaz en ciertos universales o en particularidades empíricas, es insuficiente cuando se trata de cuestionar globalmente el sistema liberal. "Considerable clínico, pero cirujano con temblores". Por eso los límites de su coraje intelectual deben ser leídos en el filo de las contradicciones de su propio itinerario. De donde cabe preguntar: ¿habría que atribuir esos límites a la incondicionalidad de

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Martínez Estrada respecto del modelo mayor de intelectual liberal? ¿A sus imposibilidades críticas para ir hasta los prototipos de la ideología señorial argentina y desentrañar ahí, inexorable, ciertas pautas programáticas que luego de culminar se prolongan exhaustas y negativas? Quiero decir, ¿del Sarmiento a quien —pese a sus reiterados esbozos o intentos— no pudo verlo críticamente en sus contradicciones flagrantes y en sus límites o imposibilidades? Le advirtió desfleques, desde ya, corrosiones laterales, pero jamás pudo asirlo en su conjunto como lo que realmente era, "un burgués conquistador" lúcido y eficiente cuando dirigía su romántico Zonda, en 1839, pero agotado y en reacción a la defensiva en su etapa final de El Censor. Y esa dificultad de Martínez Estrada se le repite frente a la ideología liberal en su conjunto: en Radiografía, por su inorganicidad oscilante y seductora, pero inconvincente; y en el Sarmiento por sus amagos críticos que no se llevan hasta lo raigal. ¿Allí reside, entonces, la clave de las deficiencias críticas de Radiografía? Parecería que su excesiva urbanidad lo inhibe, así como las magnitudes "ciclópeas" lo atraen a la vez que lo intimidan. ¿Martínez Estrada se cree uno de ellos y no se anima a cuestionar el género burgués heroico y monumental? En virtud de esa presunción, ¿permanece a la espera de su herencia? ¿O acaso el mismo Sarmiento —en el continuo del discurso liberal argentino— no es más que un significante del significado más denso y coagulado, por fin, en la figura de Lugones? ¿O cuál es la razón por la cual el autor de Radiografía jamás habla ni cuestiona la crispada y más que notoria derechización de su maestro y padrino, de ese Lugones de quien jamás planteó una crítica que explicitara su propio distanciamiento? Porque Martínez Estrada respecto de Lugones resulta más bien lo contrario: entona una apología en su Quiroga y Lugones de 1956 y despliega un acento reverencial en Leopoldo Lugones, retrato sin retoques de 1960. ¿Tan "oclusivo" alguien que parecía haberse postulado como el gran "destapador" precisamente en Radiografía?

DECADENCIA Y PROFETISMO NACIONAL Pulcro en el vestir y en el hablar, sin descuidos ni desfallecimientos, construía sus frases como exhibiéndolas (...) A la caterva de detractores que se rotan de insomnio porque él ni siquiera los despreciaba... E. M. E., Lugones. 1956.

Algunas coordenadas que provienen del momento inaugural de Martínez Estrada entre 1918 y 1930, entendido ahora como punto de partida, matriz y formación, a esta altura de este trabajo pueden servir —quizá— como elementos aclaratorios, en relación al contexto de 1933 y a la arquitectura de Radiografía de la pampa. En primer lugar, un ademán que se explícita en Oro y piedra de 1918: no ya la definición tonal que implica la opción por el símbolo de "la piedra" en cuestionamiento polarizado respecto del "oro", sino la austeridad esencial y descarnada en oposición al brillo, el lujo y el decorativismo. Por uno de esos rostros de laño. Porque por el otro, de apariencia contradictoria si se tienen en cuenta sus vínculos con el formalismo sustentado por el Lugones de esos años, implicaría —precisamente— una inversión emblemática del título lugoniano de 1897, Las montañas del oro.

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Juego simbólico decisivo en el itinerario de Martínez Estrada, sobre todo si se tiene en cuenta que Las montañas del oro aludían al "lugar" preferido por un Lugones anárquico y rubendariano desde la apertura de su producción: el escenario wagneriano, duro y ornamental en cuya cima se situaban el poeta y su voz para emitir, en doble importación, atenuadas plegarias hacia los dioses y órdenes compulsivas hacia "los de abajo". Sitio preferido, disimulado a veces, pero repetido en Lugones, ya sea en La torre de Casandra, y hasta en su Roca de 1938. Aunque en el caso de Martínez Estrada esa señal aludía, además, al agotamiento del modernismo hispanoamericano a través de su coincidencia con el mexicano Enrique González Martínez, autor del soneto "Tuércele el cuello al cisne", que si había sido escrito en 1910, en 1911 fue incluido en Los senderos ocultos. El modernismo que se presentía agotado después de la Primera Guerra Mundial y de las muertes de Darío, Rodó y Amado Nervo entre 1916 y 1919, empezaba a desplazarse hacia los discípulos tardíos de la escuela, solía llamarse posmodernismo y pretendía operar con una serie de componentes y valores que entrarían en polémica, a su vez, con las inflexiones vanguardistas provenientes del Ultraísmo. Tanto es así que el Lugones de esos años exaltará al Martínez Estrada "cada vez más austero", más formal y atento a los temas explícitamente nacionales: ya sea en Nefelibal de 1922 como en Argentina de 1927 o en Humoresca de 1929. Y que no sólo recibe todos los premios en los que Lugones funcionaba como "mano decisiva", sino que el autor de La organización de la paz (1925) publica un homenaje en su honor bajo el título, definitorio, de Laureado del Gay Saber en La Nación del 18 de agosto de 1929. Esa secuencia lírica así como los premios otorgados a Martínez Estrada o "el espaldarazo" de Lugones deben inscribirse en la serie de sistemáticas bendiciones lugonianas de esa década a Luis Franco, Nalé Roxlo y Rega Molina, entendidas con el sentido polémico que le otorgaba el propio Lugones: formalidad, tradicionalismo, orden y seriedad en oposición al "desorden conceptual" o incluso prosódico de los vanguardistas, llámense el primer Borges o Marechal. Pero sobre todo, del desorden subversivo ideológico implícito nada menos que en el desdén por la rima. Complementariamente, la trayectoria inicial de Martínez Estrada, si en 1920 coincide de manera cronológica en sus publicaciones de Los raros, revista de Orientación futurista—, en 1921 obtiene el premio en un certamen de poesía organizado por la Liga Patriótica, inaugural grupo de extrema derecha en la Argentina de los años 20. ¿Qué significaban entonces esos zigzaguees? Ambigüedad, sobre todo, y balanceos entre franjas políticamente antagónicas. Pero conviene tener en cuenta que en la Argentina de los años 20 y muy especialmente en el campo literario, ni el Martínez Estrada de esa coyuntura los tiene aún definidos. Recién después de 1930 la ambigüedad o la convivencia de esa década se irán disolviendo y polarizando. "Artísticamente, en 1926, se vivía aún en la comunión de los santos". Basta repasar las fotos del homenaje al Segundo Sombra para comprobar que allí están todos: viejos y cachorros, académicos y fumistas, anarcos, liberales y liguistas. El espacio literario aún no se había politizado. Aunque conviene tenerlo en cuenta: así como en la literatura francesa de los años 20 Aragón se sentía barresiano, en la Argentina del doctor Alvear, el primer Mussolini aún fascinaba a los escritores jóvenes, incluso a un Roberto Arlt que lo equiparaba con Lenin. Más aún, esa ambigüedad de Martínez Estrada se prolongará después de 1930: en 1932 no sólo le entregan el primer Premio Nacional de Letras, sino que nuevamente Lugones, de manera explícita, lo apoya en contra de la candidatura de Manuel Gálvez; y el

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9 de diciembre de ese año, en el banquete de homenaje, pronuncia su Brindis jovial en verso. Y como cierre, en La Fronda —notorio vocero del fascismo criollo— el lo de diciembre, ya bajo el gobierno fraudulento del general Justo, Lugones publica un artículo encomiástico titulado "En honor de Martínez Estrada". Correspondería preguntar aquí: ¿qué otras situaciones sirven de contrapeso, por la izquierda intelectual, a ese discipulazgo tan notorio y comprometedor de Martínez Estrada respecto del Lugones de esos años? ¿Quizá su acercamiento al "Teatro del Pueblo" dirigido por Leónidas Barletta? ¿O su heterodoxa amistad y correspondencia con Horacio Quiroga? Sin embargo, el peso de Lugones era demasiado intenso aún como para que esas relaciones antagónicas equilibraran el lugar donde Martínez Estrada se situaba. En realidad, y tratando de ser especialmente ecuánime, la ambigüedad condicionada por ese entramado cotidiano y fundamental resultaba (y resulta aún hoy) decisiva. Podría argumentarse que esas relaciones no lo definen. Sin embargo el profetismo mesiánico de Oro y piedra se ha prosificado en Radiografía acentuando un tramo de quince años con sus aciertos parciales, legítimos y literarios pero sobre todo su desconcierto global. Porque, lo definitorio en Radiografía es que, si bien se apela a Freud y Simmel, el modelo mayor intenso y decisivo en su ambigüedad —que se impone en este nuevo repaso— es el Spengler de La decadencia de Occidente, enfrentamiento que provenía de la crisis cultural y política de la república de Weimar.

A Lo Largo de la Década Infame y el Peronismo Hace algunos años, empero, comenzó a formarse entre nosotros una nueva actitud, una actitud más libre, cuya voz fue la Radiografía de la pampa de Ezequiel Martínez Estrada. En dicho libro—inteligente, decidido y honestísimo, pese a que en diversas oportunidades se cayese en errores y deformaciones a causa de concesiones improcedentes al sentimiento estético y de generalizaciones excesivas— se percibía un espíritu diferente... H. A. Murena, Reflexiones sobre el pecado original de América, 1948.

En estas series de aproximaciones al año clave de 1933 y a la crisis personal de Martínez Estrada enunciada en su desplazamiento desde lo predominantemente poético en dirección al ensayismo crítico, en el envés del cuartelazo de Uriburu y de la muerte de Yrigoyen, Radiografía se define, además, con un énfasis intenso y como una glosa a la actividad política de De la Torre. De Lisandro de la Torre estoy hablando. Figura ineludiblemente referencial en aquella inflexión histórica no sólo por los laterales de la temática lisandrista que se superpone con la de Martínez Estrada, sino por la entonación trágica en que ambos coinciden, incluso, por sus ademanes y sus talantes proféticos. De manera consiguiente, Radiografía, en otro marco condicionante, debe ser inscripta en la serie de denuncias de la década infame, no ya como texto sino como explícita actitud militante. O como un texto evaluado cómo prolongación de una práctica extratextual. ¿O acaso De la Torre no es otra figura ibseniana, de "gran solitario" que se enfrenta a su sociedad y se integra por fin en ese coro trágico de suicidas con quienes Martínez Estrada se identifica y, al mismo tiempo, se distancia al presentirse rodeado y demasiado exigido?

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¿O por casualidad no suena a presagio en Martínez Estrada, a, partir de algunas de sus escrituras superpuestas, esa especie de emanación que sube a través de ciertas perforaciones de su discurso donde se insinúa un elogio del suicidio y en las que aparece como "tentado" por ese lugar antagónico de la pena de muerte? ¿O, quizá, por el autobiografismo de ambos: cuya circularidad trazada por una relación donde el narrador se yuxtapone con el protagonista reitera la ecuación víctima = verdugo? En cuanto al lugar imaginario que va ocupando Martínez Estrada a lo largo de la década de Radiografía, la descripción que le hace Horacio Quiroga en 1936 pretende ser sagaz: "Somos Ud. y yo fronterizos de un estado particular, abismal, luminoso como el infierno". En lo que se refiere a Martínez Estrada, y pese a las reiteradas invitaciones de Quiroga para que abandone "la feria de vanidades" y, concretamente marginal ya, se instale en Misiones, nunca llega a realizarse. Todo ese capítulo no va más allá de una tensión epistolar que se abre entre la selva y la ciudad; entre una neobarbarie a instaurar y una cultura urbana aparencial y degradada. Puede ser que imaginariamente Martínez Estrada se viviera en un ademán roussoniano o de Robinson; sus reiteradas referencias a Thoreau así lo permiten sospechar, pero su cotidianidad a lo largo de los años que van de 1930 a 1943 está punteada, en cambio, por una participación activa en la vida literaria. Incluso, en la más institucional. Ya sea como presidente de la sociedad de escritores o como premiado nuevamente en 1932; ya se trate de sus conferencias públicas, de su presidencia del Tercer Congreso de Escritores en Tucumán, de sus estrenos teatrales en el Teatro del Pueblo en 1941, como de sus colaboraciones en Sur y La Nación. Más aún: en 1942 recibe nada menos que una invitación del Departamento de Estado para visitar los Estados Unidos. Culminando esa secuencia con su elección, por segunda vez, como presidente de la Sociedad Argentina de Escritores. De su marginalidad, entonces, nada o muy poco. Y más bien, todo lo contrario. Recién con el primer año del "peronismo clásico", la realidad política parece tocarlo de frente condicionando, así, cierto deslizamiento hacia lo lateral: concretamente en 1946 renuncia a su cátedra de literatura y se retira a su campo en Goyena. Ni Perón ni el peronismo le resultan tolerables. Pero los límites y la intensidad de semejante "exilio" están marcados y acotados de manera escrupulosa por su presencia oficial en el comité de la revista Sur. Claro, podría argumentarse que los escritores vinculados a esa revista —empezando por Victoria Ocampo— vivieron el recinto de su publicación y sus episódicos conflictos con el peronismo como "un dramático exilio en el propio país". Eventualmente por eso que era vivido como una "oposición frontal al régimen demagógico" es que en 1948 se le concede a Martínez Estrada el Gran Premio de Honor de la Sociedad de Escritores. "Consagración" convencional que se superpone, contradictoriamente, con la publicación en México de Muerte y transfiguración, que en mi criterio no sólo es lo mejor del Martínez Estrada que se despoja de sus barnices decorativos, sino que al concretar por fin sus argumentos de manera mucho más económica y sutil trasciende críticamente a Radiografía. Parecería que de la sombra de Lugones y de la prolongación de su retórica, así como del "prestigio exitoso" de Spengler sólo van quedando los residuos más inmediatos. Vibran, en cambio, en ese texto que sigue trabajando sobre viejas obsesiones, nuevas categorías, premonitorias, provenientes de un criticismo renovado. Empero, su "carrera" literaria —imaginaria, exageradamente marginal— prosigue:

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condecorado por el gobierno cubano varios años antes de la revolución castrista, en. 1950 es candidato al Premio Nobel; y en 1951 Murena lo exalta como "maestro de la juventud", a la vez que publica, otra vez en México, su trabajo sobre Hudson. Esa es la fachada de Martínez Estrada. Quizá su enfermedad, vivida como contrafrente en una serie de hospitales (Rawson, Tornú, Argerich) sea lo que le haga presentir, de manera mucho más encarnada y quizá a lo pauvre Lelian, su fantaseado exilio interior. Al mismo tiempo —en 1954 y al año siguiente— como cierre de la etapa peronista, la exaltación puesta en circulación por Murena prolifera: los escritores de Contorno y los de Ciudad lo recuperan homenajeándolo. ¿Inciden estos jóvenes sobre Martínez Estrada y sus categorías en crisis y renovación? Algo, quizá, una especie de temblor. Sin embargo, su marginalidad, aún no va mucho más allá de lo imaginario. Sólo después de la caída de Perón, en 1955, Martínez Estrada, al radicalizarse, "se corre" nítidamente hacia la izquierda y lo tangencial. Incluso hacia su exilio concreto. Pero esa etapa ya no está condicionada por el signo de lo argentino, sino por un proceso latinoamericano mucho mas amplio y dramático. Es lo que en términos emblemáticos en el itinerario del autor de Radiografía va del peronismo hacia Fidel.

HACIA MÉXICO, CUBA, EL CHE Y SU LUGAR No podemos ser más crueles con Martínez Estrada que lo que él mismo — terriblemente lúcido por momentos— lo ha sido, ya en el ocaso de su vida... Juan José Sebreli, Martínez Estrada, una rebelión inútil, 3a. edición, 1986.

"El viejo autor de Radiografía de la pampa" era la designación directa, más o menos breve y algo desdeñosa, con que se designaba a Martínez Estrada hacia 1955. Pero ni aun así era realmente un marginal; en ese momento permanecía en un filo que se prolongaba y se ahondaba si cabe. De ahí que si los ataques provenientes del peronismo resultaran previsibles, el cuestionamiento de Borges desde el flanco nítidamente liberal fue lo que más incidió en un desplazamiento hacia la izquierda. "Sus viejos amigos, inmovilizados y desabridos, fueron quienes lo fueron recobrando"; 1955 resultó un año de divisoria de aguas. Y la ruptura con Sur y el acogimiento cada vez más orgánico de Propósitos de Barletta parecen corroborarlo: es el momento de Cuadrante del pampero y de Qué es esto, ambos libros de 1956, y de Las 40 de 1957. Libros desolados, desestructurados, con una circularidad autista que reclama una evasión. Suena a corolario, pero su cotidianidad subraya ese clima y su deslizamiento: presidente de la Liga Argentina por los Derechos Humanos en 1957; su viaje a la URSS y a Rumania es también en ese año, el mismo de Las diez de últimas, que implica un ademán de despedida. De manera ineludible diría, en el 58 se produce su polémica "en tobogán" con Roberto Giusti, quien había escrito de Martínez Estrada: "Es un escritor amargo, animado como de un resentimiento histórico que lo hace un juez nada inclinado a considerar con espíritu comprensivo e indulgente las frustraciones sociales que él mismo trae al banco de los acusados". Ya se trata de la ruptura con todo un pasado. Y Martínez Estrada puede gozar contemplando el humo del incendio de sus propias naves.

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¿Empieza también el conflicto con sus lectores? Al menos, con los más tradicionales. "El estilo es el hombre... al cual uno se dirige", se enunció alguna vez; y bien podría decirse, con motivo de Martínez Estrada, sus emergencias y sus conos de sombra, que el estilo es el auditorio al que se quiere seducir. Y su seducción, además de abrir un interrogante sobre qué finalidad le otorga, inquiere también sobre al servicio de qué se pone, y en qué momentos y por qué logró Martínez Estrada inesperados rasgos de su estilo que entraron en funcionamiento. Como alguien dijo en esa encrucijada: "Por primera vez, Martínez Estrada traicionó a sus lectores. Enhorabuena". Se trataba de los lectores de siempre que sólo pretendían ser corroborados en sus cristalizaciones. Y realmente Martínez Estrada había renunciado al confort de los presupuestos implícitos con su clientela anterior. Es coherente. Trasladado a México en 1959 —buscando otro auditorio al advertir que el que tenía en la Argentina empezaba a abandonarlo—, Martínez Estrada asiste al homenaje con que el Fondo de Cultura Económica celebra sus veinticinco años de faena editorial. "Los aplausos ya tienen otro signo". La Universidad Nacional Autónoma de México, por su parte, aprovechando su presencia en aquel país, lo invita a dirigir un seminario que se convertiría, de acuerdo al proyecto inicial, en un futuro centro de estudios latinoamericanos. Y así es como en 1960 "rompe" amarras con la Argentina explicitando esa actitud en un discurso pronunciado en una cena organizada por Cuadernos Americanos: “Adiós, opulenta nación de ganados y mieses" —exclama— "que honras con magnificencias y estrépito de clarines a tus héroes y mártires muertos en el destierro". Formulación que, además de la reminiscencia rubendariana obvia, alude a toda una serie de exiliados argentinos clásicos entendida, de manera transparente, como renovado lugar y justificación de su imaginario personal. La materialización discursiva de su destino no sólo ha llegado, sino que se redondea y justifica con su pasaje hacia la Cuba revolucionaria en septiembre: el motivo se lo da el nombramiento de jurado en el concurso literario de la Casa de las Américas; y su desplazamiento hacia la izquierda crítica es corroborado aun más por el contrato que hace comprometiéndose a escribir sobre José Martí. En 1961 es nombrado miembro de la Academia de la Historia en La Habana y en marzo había por televisión y, discutiendo con José Bianco (que significativamente deja de ser secretario de Sur con motivo de ese viaje), le dice: "... le ruego, querido amigó, que no me hable de mi país. En mi país sólo han pretendido y pretenden sofocar mi voz". Se comentaba entonces con ese motivo: "Martínez Estrada no vuelve más". Y esas suposiciones se completan de manera tajante con la polémica ya aludida que mantiene con Borges, Mallea, Mujica Lainez y Bioy Casares, quienes han aplaudido el intento de invasión norteamericana a Cuba en la Bahía de Cochinos. ¿La Cuba revolucionaria es entonces, el lugar del Martínez Estrada definitivamente convertido? Lo que no se puede olvidar es que en el envés de todos esos episodios definidos por el distanciamiento aparece la figura del Che: es que así como los escritores de mi generación buscamos en Martínez Estrada al "maestro cabal", el autor de la Radiografía buscó en el emergente más notorio de nuestra generación al "discípulo puro". "¿Adonde irá el buey que no are?", se dijo en aquel año. Porque el exacerbado criticismo de Martínez Estrada frente a lo institucional cubano dibujado tanto en Familia de Martí como en Diario de campaña de José Martí, trabajos ambos de 1962, lo descolocó

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frente a los escritores de la isla pese a su explícito En Cuba y al servicio de la revolución del año siguiente. Su público de la isla, en general no "lo sostiene" mucho menos la mayoría de los escritores cubanos. Hay considerables excepciones. Sin duda. Pero Martínez Estrada comprueba, una vez más, los límites de su eficacia, de sus posibilidades dé inserción y hasta de su obstinada creencia en la presunta transhistoricidad de los valores. En este caso —entendámonos—, de los suyos y de su obra como presuntos pararrayos frente a todo cuestionamiento o denegación. Y por fin, prefigurando los propios contratiempos del Che en Cuba a partir de su heterodoxia, Martínez Estrada regresa a México en 1963; y al año siguiente a la Argentina, hasta concretar su "exilio interior" en Bahía Blanca. Su itinerario había sido una búsqueda y su obra, a partir sobre todo de Radiografía, puede ser leída —igual que en otras heterodoxias— como una novela de aprendizaje. Por eso, resultaría fecundo preguntar al llegar aquí, si Martínez Estrada, que a su manera intentó construir uña verdad y varias veces tuvo que optar por la incertidumbre, realmente no estuvo fuera de lugar: O mejor aún: si el intelectual que desde la punta extrema del inconformismo se desplaza cada vez más hacia la izquierda (entendida esta nomenclatura como el sitio de la crítica permanente que no admite que la cultura sea un resultado de la rutina santificada y mucho menos de la represión sino de la utopía) no está, en lo concreto y cotidiano, siempre fuera de lugar.

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MEANDROS, LECHO, AFLUENTES Y EMBOCADURAS Según noticias llegadas de Misiones, se observa un interesante progreso de la navegación fluvial en el Alto Paraná a partir del funcionamiento de la esclusa construida en Yaciretá. El uso del río como mejor camino de salida a la producción regional está especialmente en manos de empresarios paraguayos. La Nación, 20 de julio de 1991.

* La seducción del suburbio (y de "la mala vida") va trazando —como en otros casos— una constante o un itinerario: desde el consabido Matadero, donde el flanéur de a caballo intenta justificarse como pintor y es violado entre conjuros de entonación neoclásica, hasta el Borges de Sur en que el protagonista es provocado y tiene que "salir a la vereda", ayudado por una momia simbólica que le tira un cuchillo. Seducción y paranoia son los ingredientes más comentados en estos raids suburbanos. Generalmente se combinan con miradas "locales" que aluden a provocaciones, titeos plebeyos (choteadas) y a miradas inquietantes que insinúan algún "mal de ojo" y que se van depositando en la espalda. Uno de quienes más las padece es el Gálvez de Historia de arrabal; Barletta y los de Boedo suelen atenuar esa "oftalmología provocativa humedeciendo filantrópicamente semejantes "ojos populares": en sus versiones, los habitantes del suburbio ya no son "arrabaleros provocadores" sino "pueblo hambreado que limosnea". Yunque o Castelnuovo, en verdad, más que aludir a los fláneurs baudelairianos —al pasar por los bohemios anarquistas, pobres, que caminan hasta la isla Maciel— se retrotraen a una nueva versión del buen salvaje-barrial, resignificado, travestido en "humilde" pero siempre transparente. Es que los de Boedo prefirieron los "paseos del vicario saboyano"; por eso, su Buenos Aires, más que una jungla exótica, es un bosque suburbano por ahí acogedor, fraternal y hasta catequizable. El cotidianismo de esquinas, noviazgos y barras (entendidas como patotas amansadas y más o menos proletarias) de Bernardo Verbitsky prolonga ese itinerario edificante. En realidad, Verbitsky mediante su boedismo tardío cumple una función análoga, respecto del guapo barrial y del patoterismo clásico, al cumplido por Calandria y Benito Lynch en relación al Juan Moreira. * La secuencia de putas porteñas la inaugura Gálvez (mediante esa combinación literaria que mezcla sus lecturas de Zola y de otros naturalistas menores con sus propias investigaciones "oculares" de su Trata de blancas), y la proyecta en Nacha Regules. Mediante su título apela, como en Stella, a un público de "mujeres caritativas" de la clase media argentina. Y esa serie se prolonga en el humanitarismo de la Clara Beter de César Tiempo y la Tanka Charova de Stanchina. Y culmina, de manera despiadada, en la Renga notoria de Los siete locos. Análoga a las "cautivas" transformadas en "hermanitas" que finalmente "se rajan" para instalarse en el Centro, la Renga arltiana desprecia autónomamente las pretendidas "esencias inmodificables" de las mujeres. En realidad, se trata de la primera mujer moderna de la literatura argentina, porque la de Gálvez, al ser anunciada como muy, en 1927, resulta sobreactuada e increíble. Adán Buenosayres (1948) opera sobre un procedimiento enunciado desde el título: la corrosión casi paródica de la referencia universal depositada en Adán, pero "corrido" de su presunto prestigio clásico y homogéneo por la contigüidad con el particular obviamente

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adscripto a "Buenosayres". Esta especie de guiñó en dirección a un "lector" explícito (a quien se apela continuamente) tiene mucho del codazo cómplice típico del populismo: incluso cuando el estilo alto nombra a Castor, de inmediato se "lo titea" agregando que "defiende la ilustre camiseta de Rácing"; con Pólux, se organiza algo análogo: está a favor de "la hinchada de San Lorenzo". Es qué me temo que el populismo de Marechal (y los varios populismos puestos en circulación en la Argentina," sobre todo por los intelectuales desde el peronismo hacia aquí), consiste fundamentalmente en exhibir a Kant —citándolo desde ya—, para adjuntarle un "Manolo" que opera, a la vez, como cosa familiar y, si cabe, como ironía. Trato desenvuelto y, en la misma emisión, distancia estratégicamente cautelosa. "Todo Adán Buenosayres está plagado (y hasta estructurado) mediante este procedimiento. Supongo que fue el recurso de Marechal —funcionario del peronismo clásico, con entrada por la derecha nacionalista católica tradicional— para distanciarse aun más y cuestionar satíricamente el "espíritu de seriedad" de Mallea y de la mayoría de la franja de la cultura liberal durante el apogeo del populismo vertical y existencialista. * Numerosos son los ecos que se insinúan o se declaran categóricamente en el Adán: desde una eventual lectura del Ulises joyceano (sobre todo en la versión alegórica de la ciudad), hasta la vulgata escolástica, medieval o barroca, siempre jugada socarronamente mediante la antítesis del "lenguaje bajo" corroyendo al letrado. Lo rabelesiano —digamos— con sus frecuentes "pedos", "culos" y "tetas" atentando contra los grandes ademanes de un Aquino divulgado por Chesterton y Belloc. Pero, sobre todo, y mucho más cerca, lo que jocosamente insolente proviene del Cancela, especialmente del Cancela de Landormy, que por sus burlas a los "bienpensantes" de Sur y de La Nación (diario al que había pertenecido antes de convertirse al peronismo) lo unían a Marechal como antecedente, justificación y apoyatura. * González Lanuza le hace una crítica despiadada desde Sur al Adán: es la previsible respuesta de un antiguo martinfierrista, liberal, antiperonista y cada vez más "clasicista" en su producción poética. Cortázar rescata, por un lado, la novela de Marechal; en parte por su heterodoxia respecto del núcleo de Sur y en parte porque le resultan regocijantes las "insolencias" de Marechal. Y en parte, también, porque en ese peculiar linaje "heterodoxo" presiente al Adán como una precursoría de Rayuela. Murena, desde el eclecticismo de esa etapa —entre el juvenilismo y el "posicionarse" en el establishment—, enuncia un canon que involucra a Borges y a Mallea, a Martínez Estrada y a Marechal. Prolija y oportuna ecuación que lo deja bien situado —equidistante y aparentemente incuestionable— con el Poder liberal y con la heterodoxia posible hacia 1950. Desde la revista Contorno, quien se ocupa del Adán es Noé Jitrik, y lo hace desde el radicalismo sartreano que en ese momento coloreaba a "los parricidas", disfrutando de la desenvoltura del vocabulario de Marechal, así como irritándose frente a los fuertes resabios antisemitas que decoran a Samuel Tesler. "El dualismo que recorre la totalidad del Adán—definiendo explícitamente a un protagonista tan privilegiado en su mirada y en sus reflexiones—, en su vaivén entre "lo alto" y "lo bajo", es definido, por el mismo protagonista de Marechal: "Su alma era semejante a un carro alado del cual tiraban dos potros diferentes: uno, color de cielo, crines abrojadas de estrellas y finos cascos voladores, tendía siempre hacia lo alto, hacia las praderas celestes que lo vieron nacer; el otro, color de tierra, sancochado de boca,

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empacado, lunanco, barrigón, orejudo, vencido de manos, jeta caída y rodador, tiraba siempre a lo bajo, ansioso de empantanarse hasta la verija". Además de las fuertes impregnaciones religiosas de ese dualismo "esquizoide", el Adán intenta resolver, al mismo tiempo, la versión "liberal progresista" de una Buenos Aires potente, monumental, compacta y Iugoniana y la barrial ("de Villa Crespo"); fragmentada, entrañable y popular en la versión de Carriego. Lo "excelso" y lo terreno escinden y tensan permanentemente al Adán. Aunque resulte, de tan reiterado, previsible. Sobre todo qUe, en la zona de los linajes, ese esfuerzo de síntesis entre los universales y los particulares remitan (a contrapelo, quizá, del propio Marechal) a la doble mirada profética y programática del romántico Esteban Echeverría.

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RODOLFO WALSH, EL AJEDREZ Y LA GUERRA Recuerdo como salimos en tropel los jugadores de ajedrez... y cómo, a medida que nos acercábamos a la plaza San Martín nos íbamos poniendo serios y éramos cada vez menos, y al fin, cuando cruce la plaza, me vi solo. Operación masacre.

* El derrotero crítico de Walsh culmina en Operación masacre, dé 1957, ese testimonio fundamental que por su movimiento de página y por su entonación se graba con nitidez en un curso trágico: el que inaugura José Hernández con sus comentarios al degüello del Chacho Peñaloza en 1863, prolongado en el aguafuerte de Roberto Arlt con la descripción del fusilamiento de Severino Di Giovanni en 1931. Ésos momentos portan tres blasones que corroboran las complejas y mediadas pero decisivas relaciones entre la política argentina y el espacio textual: la liquidación del gaucho rebelde, la eliminación del inmigrante peligroso y la masacre del obrero subversivo. La carta abierta de Walsh a la dictadura de 1977 —al inscribirse en esa secuencia como cuarto blasón— no sólo la continúa y ahonda sino que preanuncia ya el asesinato del intelectual heterodoxo. Horacio Verbitsky es hoy el continuador más notable del periodismo inaugurado por Walsh. Con una diferencia que correspondería destacar: en sus denuncias y en sus crónicas, Horacio Verbitsky pone en movimiento tal cantidad de datos y referencias que muchos de sus lectores tenemos la sensación de que se enfrentan a una polvareda inconexa o arbitraria; excepcionalmente Horacio Verbitsky propone o insinúa una síntesis o algún foco que relacione esa proliferación. Corresponde preguntar, me parece, si esa carencia reproduce los límites actuales de la izquierda intelectual: ¿No hay ejes? ¿No hay proyectos? ¿Sólo los datos en estado coloidal? Después de la muerte de Walsh, ¿ése es el síntoma de la situación desarticulada de esa franja política y cultural? ¿O, quizá, la puntuación que Verbitsky utiliza —discontinua y quebrada— presupone una figura simétrica o correlativa de la "fragmentación" convulsiva típica del discurso oficial? Corresponde preguntar también, en esa secuencia de cosas, si Walsh, con los rasgos artesanales de su producción, representa una suerte de cristianismo primitivo dentro de este linaje periodístico, ¿Verbitsky, acaso, representa la institucionalización correspondiente al catolicismo? Con el paso del tiempo, el itinerario de Walsh va prescindiendo de la creencia en la inmortalidad o "la gloria" entendida como fama póstuma laicizada dado que cada vez más trabaja con la inquietante contingencia de lo efímero y de la cotidiana fugacidad del periodismo. Por este flanco, Walsh puede ser evaluado por consiguiente como la figura antagónica de El triunfo de los otros: en esa pieza teatral, el protagonista de Payró se lamentaba por su dependencia de los ritmos del periodismo y, a la vez, exaltaba nítidamente los valores trascendentes del libro. Esa relación fetichizada con la propiedad literaria y "la firma del autor" no sólo va definiendo a Payró y a los escritores canónicos, sino que encuentra en Sarmiento —como en muchos otros aspectos— el prototipo fundacional: la obsesión en los últimos años del autor del Facundo porque sus "hojas periodísticas sueltas no se vuelen" se repite como

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exigencia en sus diversas correspondencias; el capital simbólico que se ha ido imprimiendo en los diarios no se puede despilfarrar; urge organizado-sistemáticamente en libro. Al fin de cuentas, si aquellos artículos sueltos representaban la base de su monumento, "el libro encuadernado y con tapas" será parte integrante del metal de su propia estatua (cír. Michael Lowy, Pour une sociologie des intellectuels révolutionaires, 1986). En esta zona, la relación de Walsh con el libro institucional así como su asunción del periodismo "intrascendente", corrobora finalmente sus polémicas actitudes de iconoclasta: su palabra llegó a valer más que su firma. Si Federico García Lorca sintetiza, tanto por su producción literaria como por su asesinato a manos del fascismo español, a la generación del 27 en su país, Walsh condensa por sus textos y por su eliminación ordenada por el fascismo argentino de los años 1976-83, la problemática mayor, las búsquedas, aciertos y fracasos de los escritores de la generación del 60. Los llamados parricidas por Emir Rodríguez Monegal. Quiero decir: "la generación del Che". Una vez me invitó Walsh a vivir en su casa del Tigre. En esa época su compañera era Piri Lugones. Y desde el comienzo, ese apellido turbador y el escenario del Delta nos fueron situando alrededor de una letra alegórica que solía deslizarse entre frustradas ironías hacia El Tropezón. En los atardeceres en que Walsh arreglaba su bote, la figura de Quiroga se sobreimprimía a la de Lugones; y entre ambas se iba armando una tensión que a Walsh, divertido pero sombrío, le gustaba exasperar: defendía con argumentos enmarañados pero convincentes el distanciamiento de la ciudad practicado por "el cuentista selvático"; lo justificaba por su ademán neobárbaro tan antivictoriano mientras aludía a su propia destreza con las armas y en la pesca del surubí. Su fervor, sin embargo, oscilaba entre el dorado y el pejerrey; y cuando se internaba en el escabeche, ya parecía lograr mi aprobación a sus autoabastecimientos y a su creciente adhesión a "lo elemental". Nunca llegó a aludir a Conrad ni a Gauguin. * Dos cuentos memorables, excepcionales, tiene Rodolfo Walsh: el primero es Esa mujer, donde se produce una coreografía cargada de simetrías entre el periodista y el coronel, y que concluye —boxísticamente— cuando uno de los contrincantes, en esa dialéctica mezcla de escolástica y de marivaudage logra quedarse" con el centro del escenario mientras al otro sólo le queda hacer mutis. En este sentido, Esa mujer se convierte en un drama por el dominio del espacio textual. El otro cuento magistral de Rodolfo Walsh es Nota al pie: allí no sólo ese recurso tradicional va acaparando el espacio destinado al texto principal, sino que esa especie de nube corrosiva y proliferante que sube desde el pie, condiciona una tensión narrativa que trasciende los cuentos de Borges. Al fin y al cabo, el protagonista. Alfredo de León, no se limita a sintetizar, simbólicamente, el itinerario de Walsh, sino que (al situarse en el otro extremo del eficaz Daniel Hernández de Variaciones en rojo), va dibujando un antihéroe análogo a Bloom, a K o al tío Vania. En Borges predomina la nostalgia en detrimento de la utopía; de donde puede inferirse su fervor por el pasado y el heroísmo. Presiento que la "trascendencia" de Walsh se

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verifica, en cambio, en su compasión por los pobres diablos. Llegué a presentir en aquellos días que el humor cambiante de Walsh coincidía con las alzas y bajas de las mareas: descendía el río y Walsh se iba extendiendo en su hamaca y en sus opiniones sobre Hemingway. Y su desaliento marcaba silencios intercalados apenas por uno de sus ademanes más repetidos: apuntaba con el dedo a una torcaza que revoloteaba entre los sauces; cerraba un ojo; iba recogiendo el índice: "En la ciudad yo Llego a perder el sentido" decía; "el problema es encontrar un conjuro". La torcaza se había depositado en la rama más alta de un álamo. Variaciones, colección de asesinatos resueltos como juegos de salón, no sólo remite a sus antecedentes británicos; sino a los crucigramas con su apelación al ingenio, al spleen y a ciertas pistas enigmáticas. Pero como género corresponde evaluarlo en virtud de su indirecta apelación a un orden social amenazado. Daniel Hernández, esencialmente conservador, con la solución de los enigmas, significativamente planteados en interiores o casas de campo, restablece mediante su accionar "privado" y amateur, los residuos de una confianza en el equilibrio de la sociedad. Se trata de un Walsh que todavía creía que con el final del peronismo 1945-55 se iban a recuperar las "tradicionales virtudes patrias". ... La serie de los irlandeses no se limita a reproducir la figura del semicírculo que casi rodea, acosa y termina por ser seducida por el protagonista. Eso, también es faena de Daniel Hernández que se prolonga en el Gato. Pero el universo del colegio pupilo, si en la literatura argentina me remite a lo más rescatable de Juvenilia, ineludiblemente me reenvía, además, a ese fraseo de Maldoror. "Quand un eleve interne, dans un lycée..." * Si el trayecto latente de los textos de Walsh va dibujando el pasaje desde el juego a la tragicidad, destara, al mismo tiempo, el tránsito del ajedrez a la guerra: lo policial — como colección de estratagemas— se desplaza del lúcido acertijo intelectual al comentario de la represión. Como si Walsh fuese advirtiendo que aun Sherlock Holmes, positivista darwiniano, drogadicto y seductor, se va convirtiendo en informante, en aliado y en funcionario in partibus de Scotland Yard. Y que, incluso, en sus momentos más crispados se troca en cómplice de torturas hasta terminar como verdugo clandestino u oficial. Es lo que, por cierto, va de Variaciones en rojo de 1953 a ¿Quién mató a Rosendo? del 69. * Piri Lugones nos dejó solos en esa casa del Delta. Ella se había trepado a la popa de una lancha y no paró de saludarnos, mientras se alejaba, alzando el brazo y dejando que el chal le revoloteara igual a otro río diminuto, muy rojo. Walsh elogió, entonces, algunos cuentos de Setenta veces siete; insinuó ciertos reparos sobre "el crujido de los finales" y después se encarnizó con las subas y bajas de la Bolsa literaria. Recuerdo que dijo "Más veloces y más injustas que las mareas del río". Y como ese atardecer le tocó el turno al ascetismo, que Walsh defendió con un fervor jansenista a medida qué se entusiasmaba con la palabra "despojado" y el paladeo de algún verso de Shelley que se escandía sobre el antebrazo desnudo, yo fui proponiendo "Gallegos", "Pico Truncado" y "Cañadón de la Yegua Quemada". Él prefirió el "Gran Valle". Pero ahí nos reencontramos: entre los matorrales y los caballos que galopaban sin levantar polvareda. Él se inclinaba por los zainos; yo por los alazanes. De ahí pasamos a nuestros colegios de curas: él se enterneció

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con el Padre Dollans que hamacaba sus caderas de matrona al tocar el armonio a pedales o cuando se señalaba la punta de los zapatos hablando del infierno. Yo me encarnicé demasiado con el Padre Adij y su breviario forrado con hule. Al anochecer, mientras yo me trepaba a una silla para enroscar la bombita floja, Walsh se fue hacia el borde del río: allí se sentó en la punta del muelle de madera. Se puso a pescar. Doblaba el cuerpo sobre el agua. Parecía muy atento a su caña y a la marea que iba subiendo. * La muerte, en Variaciones, no es mucho más que el disparador del relato. Y está vinculada a sórdidas relaciones de hijuelas, albaceas, herencias y propiedades. Después de 1955 y de Operación masacre, Walsh no sólo se desliza desde la ciudad de lo vacacional hacia él suburbio —que nada tiene que ver con el de Gálvez, con el de Borges o con la versión de Beodo—, sino que se multiplica é historiza hasta la politización. Ya se ha insinuado: Holmes deja de fascinar a Watson; y la novela policial de enigma se va trocando en novela negra. Hasta en esta franja, el eje cultural argentino se fue desplazando de Europa hacia los Estados Unidos. El renovado suburbio de Walsh es un escenario en el que ya no hay un asesino solitario, sino donde se verifica que toda la sociedad está mafisizada: policía, sindicatos, curia, tribunales, ejército. Vertiginosa comprobación que subraya el Bildungsroman vital de Walsh. * Una conversión, quizá, más que un desplazamiento-lineal, se puede ir verificando en otras dos comarcas de la aventura de Walsh: desde la aprobación del "heroísmo oficial" que publica frente a los acontecimientos de 1955, y su contramarcha en dirección a las investigaciones y denuncias de los fusilamientos de José León Suárez. En ese tramo fue advirtiendo que la ciudad escindida en fachada y contrafrente (el carnaval y la favela en una dimensión latinoamericana), al ahondar sus muescas permanentes, instauraba de nuevo el drama. Análogamente el paulatino distanciamiento de la industria cultural a la cual Walsh había estado vinculado al comienzo de sus publicaciones en Leoplán y en Vea y lea, subraya ese circuito periodístico con rumbo a Propósitos y a los semanarios sindicales. El juego inaugural dejaba caer así los paréntesis alrededor del tablero, y la ironía como economía de afecto se mutaba en un escenario desnudo sin ripios ni treguas. * El vitelo de pájaro es una constante en la manera de mirar en la literatura argentina: se da en El matadero, se reitera en el Sarmiento que contempla el cruce del Paraná por el Ejército Grande, se repite también con Alberdi en su sobrevuelo del Aconquija. Quizá La Bolsa y Lugones reproduzcan esa óptica que proyecta la perspectiva del narrador omnisciente. Walsh, mediante sus planos explicativos, inesperadamente incurre en ese ademán. Incluso cuando describe una partida de ajedrez "vista desde arriba". Parecería que allí sobrevive una dimensión teológica. En aquella semana del Tigre en compañía de Walsh, una noche nos entusiasmamos elogiando a Eva Perón. Desproporcionadamente, por ahí, pero era la única manera que teníamos de disminuirlo a Perón y de conjurar, su peso histórico que entonces nos

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abrumaba. Algo parecido nos pasó con el Che: lo elogiamos con fervor y sin matices; pero a Walsh y a mí, de pronto, también nos pareció que nuestro entusiasmo era excesivo. Pero no contábamos en aquella época con otra forma de ser reticentes con Fidel Castro. "¿Es un juego?" Walsh me dijo que sí y se rió con acidez; y se largó a imaginar una pareja de Eva y el Che. Aunque al final —ya iba amaneciendo y alguien nos llamaba desde el río— sugirió que ese presunto casal hubiera resultado un asunto incestuoso. Una suerte de "genealogía" se puede verificar en la serie pueblerina de Walsh: la que entreteje Fotos con Un nieto de Juan Moreira (ya sea por el nombre del protagonista — Mauricio—, ya se trate de las referencias al comisario Barraza). El otro extremo de ese linaje es el pueblo de Manuel Puig. Desde la vertiente del don la literatura argentina exhibe tres "manchas temáticas" fundamentales: violación (1840), conquista (1880) e invasión (1890); desde la perspectiva de los prontuarios, esos núcleos —en lo esencial— van enhebrando la persecución (1870), el fracaso (1930) y la represión (1976). * Esa mujer resulta el capítulo sobreviviente de una crónica más con los rasgos de Operación masacre, Satanowsky o Rosendo. Sin la entonación populista de esta serie (condicionada por los medios donde se publican y por el público al que se apela), conserva un rasgo que tiene algo de residual: las alusiones a un cadáver que en Variaciones funciona como disparador del relato clásico policial. Cierto: aquí, en cambio, se trata de una ausencia-presencia, aunque el "¿dónde?" reiterado remite a la constante walshiana del mapa que reordena el espacio. Incluso, las alusiones a esa mujer ausente se entretejen con "la mujer del coronel", borrosa y apenas una voz, con "mí hija" —ausente también— "en manos de un psiquiatra", y con el "mayor X" que "mató a su mujer". A partir de ahí, se podría sugerir el recorrido a lo largo de la totalidad de los textos de Walsh: desde la convencional Herminia —de Asesinato a la distancia—"con los brazos llenos de flores" mientras "la brisa matinal agitaba sus cabellos rubios, de reflejos cobrizos, y en su cara de delicados rasgos se reflejaba una perfecta serenidad" (¿idealizadaescurridiza "versión" de Victoria Ocampo en su quinta junto al mar?), pasando por la ya aludida Celia Ahumada, "guerrillera" de La batalla, hasta llegar a las madres borrosas de la serie irlandeses(a las que se ama y en las que se caga). Y luego preguntar: lo fundamental de los textos de Walsh, ¿exhibe un universo de men without women?¿Se trata de un residuo literario machista, "tímido" o de alguna incomodidad retórica? "Me descifro en mi testamento", podría decirse de esa peculiar "carta abierta" que es Nota al pie. También aquí las mujeres —"ya no"— implican "un punto doloroso". También: poco verosímil ese obrero que proviniendo de una gomería se convierte en traductor (¿concesión a un presunto obrerismo o alusión al eventual borramiento"?) Memorable interjuego entre el dinero y las palabras y sus vertiginosos significados. Excelente —y, sí— que hablando "desde la experiencia", Alfredo de León no dé consejos. Así como evidente la colección de suicidios que rescatan la imagen del protagonista y cuyo antecedente mayor es Fotos. El desplazamiento de Walsh desde Variaciones hacia Operación, además de

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inscribirse en su propia revisión del peronismo luego de 1955, corresponde contextuarlo en el impacto latinoamericano de la revolución cubana de 1959. Porque si allí hunde sus motivaciones el documentalismo de Cimarrón de Miguel Barnet, ocurre algo análogo con La hora de los hornos y La Patagonia rebelde. Por sentido contrario, La batalla se frustra dramatúrgicamente al no lograr verosimilitud su dictador a lo Tirano Banderas o Señor Presidente. Así como la vehemente e increíble Celia en su rol de militante y protoguerrillera. Desde el lenguaje vacilante entre el uso de un "tú" genérico y un "usted" desabrido, se advierte un proyecto latinoamericanista que, en función de presuntos "universales", prescinde sin reemplazarlos de los "localismos" (particulares) que en La granada hasta funcionan escénicamente con motivo de su estreno. * El agresivo cuestionamiento que le hace Walsh a Murena en 1956 resuena como el conjuro de uno de los posibles que lo tentaron desde Sur y de La Nación. Walsh conoce esos espacios del liberalismo tradicional desde adentro; sabe de su confortabilidad, de sus complicidades y de sus miserias.: Y su cuestionamiento a Murena es otra forma de tomar distancia respecto del poder cultural. Sobre todo que Murena, en ese momento, es visto y valorizado no sólo como "la joven promesa", sino como el escritor estrella, figura de marketing poco conocida entonces, y que después proliferará con rasgos cada vez más espectacularmente triviales. * Además de un número reiterado y enigmático (ciento treinta páginas traducidas, ciento treinta libros traducidos también, ciento treinta alumnos en el colegio irlandés), la trascendencia de El aleph borgeano —del que Walsh "proviene— en Un oscuro día de justicia se dispara de manera alucinante hacia "el profético ojo del nautilo". * Toda la literatura de libro conserva y tuitiva notorios residuos de "la torre de marfil": ese mismo volumen encuadernado y más sólido tiene mucho de sagrado, prolijo y defensivo. La tapa tradicional ostenta un diseño de marquesina de teatro con el título de la obra y la corroboración del autor. También suele parecer un cofre o un portarretrato. No digamos si la foto del responsable reposa en la cubierta o se disimula a medias en esa especie de bambalina representada por la solapa. Con la foto en la contratapa, el libro suele aludir al mazo de naipes de algún prestidigitador. Y qué decir del texto que ahí se imprime, generalmente redactado o inspirado por el autor (especulando con la imagen de sí mismo con la que quiere ser visto) y que suele ser tan convencional como las explicaciones que se imprimen en los programas de mano de los teatros. "Todo el libro, en fin, tiene un aire de afectación" (cfr. Daniel O'Hara. The Romance of Interpretation, 1985). El libro como tal, entonces, no sólo cultiva un aire confidencial que generalmente se comprueba en su arquitectura que, desde una perspectiva urbanística, suele resultar abollada. De esos términos Walsh fue cada vez más consciente. Y más crítico. Y en su pasaje definitivo hacia el periodismo heterodoxo llegó a presentir que realmente se iba exponiendo a "la luz pública" como alguien maquillado que sale de su casa para entrar a la calle. Alguna vez el mismo Walsh aludió al parentesco del libro tradicional con la pintura de caballete asociando, en Cambio, la escritura periodística al muralismo: era el escritor

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consabido que optaba por la coralidad; un modelo anterior que se reiteraba en la Argentina definido por el tránsito desde la literatura como vanguardismo a la literatura —en circunstancias que se exasperaban— vivida como guerra civil. Al final de su itinerario, Walsh alude a su pasaje desde "los tiempos de la inocencia" hacia el duro y lúcido reconocimiento de la historia, la ciudad y el mercado. Podría decirse —glosando un texto clásico— que en 1977 Walsh ya "sabe los grandes secretos del poder de la burguesía". Si recorremos por última vez la cartografía de la literatura argentina a partir de sus contradictorias relaciones con la política y el Poder, se podría ir formulando —al evaluar las diversas prácticas de Walsh— una suerte de ecuación: a mayor criticismo y heterodoxia.. Mayor riesgo de sanción. El típico estar fuera de lugar de los escritores heterodoxos de la Argentina al estilo de Martínez Estrada debería traducirse aquí como un réquiem o un epitafio. * En una última (o penúltima) instancia, si tuviera que simbolizar el itinerario de Walsh, echaría mano de escenarios de la Biblia. Con una cita de Daniel arranca Walsh. Entonces, uno, el inicio como descifrador frente al semicírculo de los cortesanos de Nabucodonosor. Dos, hacia 1956, y mediante Operación, el camino hacia Damasco. Y tres, por último, con su carta abierta a la Junta Militar, en 1977, el sacrificio del Gólgota. * No postuló aquí la comunión de los santos. Pero tanto en su travesía como en su producción, Walsh, no sólo descalifica la teoría de los dos demonios que equipara de manera simétrica y fraudulenta la subversión libertaria con el terrorismo de Estado, sino que, a la vez, reactualiza "la violación" mediante la cual El matadero y la Amalia inauguran con perfiles propios a través de una mutación de la literatura argentina. Claro: pero invirtiendo la violencia que si en Echeverría y en Mármol se producía desde los de abajo hacia el cuerpo y la vivienda de los señores, en 1977 se ejecuta desde el Poder en dirección a un escritor crítico.

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ÍNDICE Somos el río y somos el hombre que se mira en el río. Borges IV. CRISIS DE LA CIUDAD SEÑORIAL 3 De los gentlemen escritores a la profesionalización de la literatura..................... 4 Sobrevivencia y final de la genteel tradition .................................................. 5 Hombres nuevos, necrologías........................................................................ 5 Perduración y liberalismo ............................................................................... 7 Académicos y revisionismo liberal.................................................................. 10 Modernismo y derecha literaria ...................................................................... 11 Del viaje a Europa al raid a Estados Unidos .................................................. 13 Darío; dinero, los Mitre y las retóricas ............................................................ 13 Escritores, señores, diarios ............................................................................ 15 Dimensión latinoamericana ............................................................................ 16 Roldan y Laferrére. El nuevo periodismo ....................................................... 17 Fraude / rastacuería....................................................................................... 19 Cientificismo castrense y cristianismo social.................................................. 19 Sportmen y guardia blanca ............................................................................ 20 Precocidad, ministros y benjamines ............................................................... 21 Lugones; hidalgo rimbaldiano. ....................................................................... 22 Rojas, rebeldía y respetabilidad ..................................................................... 23 Gálvez: antinormalismo, Barres y "ser escritor" ............................................. 24 Chiappori: burocracia y bohemia estética ...................................................... 26 Emilio Becher y los orígenes de "la soledad del escritor argentino" ............. 27 Payró: periodismo y postergación .................................................................. 28 Izquierda, insularidad, equívocos ................................................................... 29 Almafuerte y censuras, Barret y la versión anarquista ................................... 31 Bohemia libertaria, mujeres y compañeras .................................................... 32 Carriego en cámara lenta..................................................................................... 34 Barrialismo y cafés ......................................................................................... 34 Buena / mala vida........................................................................................... 35 Cartas gauchas, cautivas, lunfardo ................................................................ 35 Florencio Sánchez y la revolución de los intelectuales ........................................ 37 Oligarquía y nacionalismo cultural.................................................................. 37 Aspiraciones / ambigüedad ............................................................................ 39 Actor, personaje, autor ................................................................................... 40 Espontaneidad y mirada................................................................................. 40 Testimonios / mitología .................................................................................. 42 Literatura y vida cotidiana............................................................................... 43 Una teoría teatral............................................................................................ 45 Moreirismo y cultura ....................................................................................... 46 Julio y Olegario: dos blasones........................................................................ 47 De Aparicio Saravia al liberalismo.................................................................. 48

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Dependencia e ideología................................................................................ 48 Gerchunoff: gauchos judíos y xenofobia .............................................................. 50 Centenario, euforia / literatura........................................................................ 50 Formas y procedimientos: contraposiciones/pacificación .............................. 53 Campo, templo, torre...................................................................................... 54 Spinoza, los gauchos y las razas ................................................................... 56 Integración y espiritualismo ............................................................................ 58 Nacionalismo y señorío; chovinismo / pogrom ............................................... 59 Oficialismo cultural, política y heterodoxia ..................................................... 61 Meandros, lecho, afluentes y embocaduras......................................................... 63 V. BOEDO Y FLORIDA EN LOS AÑOS DEL RADICALISMO CLÁSICO 73 Armando Discépolo: Grotesco, inmigración y fracaso ......................................... 74 Sainete y grotesco.......................................................................................... 74 La historia, umbral y red de significaciones.................................................... 77 Entre Versalles y Uriburu................................................................................ 78 Generación y sincronía .................................................................................. 81 Momentos, texturas, coordenadas ................................................................. 83 Exigencias / intimidades; coros /cuchicheos .................................................. 85 Un tema recurrente ........................................................................................ 87 Antihéroes: de Rastignac a Chaplin y Mateo ................................................. 89 Prolongación de la recurrencia....................................................................... 91 Grotesco, cocoliche, lunfardo......................................................................... 94 Una situación teatral de base......................................................................... 96 Tiempo y espacio de una constante............................................................... 99 Bases empíricas del grotesco ........................................................................ 101 Trabajos y derrotas ........................................................................................ 102 Inmigración y liberalismo ................................................................................ 104 Hacia una valoración del grotesco ................................................................. 107 Meandros, lecho, afluentes y embocaduras......................................................... 100 VI. LA DÉCADA INFAME 119 Nicolás Olivari: cronista de cine, precursor y viajero imaginario .......................... 120 Tapa y epílogo................................................................................................ 120 ¿Modernidad de la izquierda?........................................................................ 121 El cine como seducción y sobrevivencia ........................................................ 122 Entre Joan Crawford y la Dietrich................................................................... 123 De las primasdonas a las estrellas. Y de Buenos Aires a Nueva York .......... 125 Genealogía norteamericana de Nicolás Olivari.............................................. 126 Viaje a Hollywood ........................................................................................... 127 Estados Unidos: fervores y rencor ................................................................. 128

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Cinco entredichos con Raúl González Tuñón ...................................................... 130 Itinerario, estaciones, velocidad y primer balance.......................................... 130 Una fecha con diablo y violín.......................................................................... 132 Tragedia en plural .......................................................................................... 134 Revista polémica ............................................................................................ 136 Teatro con Olivari y Barletta........................................................................... 138 Meandros, lecho, afluentes y embocaduras......................................................... 141 VII Y Después 148 Martínez Estrada, de "Radiografía de la Pampa" hacia el Caribe........................ 149 Dos parricidas con sus parentescos y diferencias ......................................... 149 Adhesiones, polémicas, rencores y utopías ................................................... 151 "Radiografía": sitio, marcos, contextos........................................................... 153 Más sobre "Radiografía": una retórica entre Lugones y Sarmiento ............... 154 Decadencia y profetismo nacional.................................................................. 157 A lo largo de la década infame y el peronismo............................................... 159 Hacia México, Cuba, el Che y su lugar .......................................................... 161 Meandros, lecho, afluentes y embocaduras......................................................... 164 Rodolfo Walsh, el ajedrez y la guerra .................................................................. 167

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