Apuntes para la comprensi贸n de un espacio en movimiento relatos imprecisos a lo largo y ancho de Barcelona
Mario Bernad Rivera
INDICE
Abrir los ojos Cuestiones sobre la escala Subir a un autobús El cuento del viajero que contaba Añoranza del Orient Express Visión y percepción en la caja rodante Hacia una teoría del asiento libre Catálogo de personajes Por la ruta de las sedas Notas sin atino en un viaje sin destino La ciudad Un autobús no es un medio de transporte Nuestra mejor hora
Abrir los ojos
El autobús es tu vecino de escalera. Ese que te cruzas cada mañana puntualmente en el ascensor, con el que compartes pared. Al que oyes cuando grita y te molesta con su música y protesta en las reuniones de la comunidad. Ese al que ves cada día, pero que no conoces de nada. El que mañana puede salir en las noticias por cualquier chaladura y del que, a pesar de haber visto durante años, solo podrás decir: “siempre saludaba”. Quienes utilizamos el autobús a menudo, para ir al trabajo o a la universidad, creemos conocerr perfectamente la naturaleza de un autobús. Porque al fin y al cabo ¿Qué misterio podría tener una cosa tan banal? Y sin embargo, probablemente no sabemos nada en absoluto de la realidad que los rodea. Porque un autobús, como cualquier espacio de relación social que podamos imaginar, constituye todo un mundo. Un mundo complejo de relaciones sociales, hábitos sorprendentes, manías, vicios y situaciones variopintas. Los grandes sistemas de transporte público urbano son lugares fascinantes, intensísimos desde un punto de vista social. Un lugar tan bueno como cualquier otro para aprenderlo todo (o nada) de la condición humana, por el que sin embargo pasamos normalmente adormilados o distraídos, indolentes la mayor parte de las veces. Ciegos. Al empezar este trabajo, me propuse intentar comprender el mundo de los autobuses urbanos. Un propósito a todas luces demasiado ambicioso, que por lo tanto me vi obligado a limitar desde el principio. Lo que sigue es una sucesión de textos, relatos y apuntes para lo comprensión de un espacio en movimiento, un desordenado conjunto de ideas y pensamientos dispersos que no aspira más que a ser razonablemente agradable de leer y, con un poco de suerte, despertar alguna reflexión en posibles lectores. Sin ninguna pretensión de sentar cátedra, conformar teoría o encontrar verdades sociológicas de ningún tipo. Textos desordenados, caóticos y seguramente nada interesantes para la mayoría. Aunque tampoco pediré disculpas por ello.
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Modus Operandi
Partimos de la base de que no es esto un estudio científico que deba defender sus tesis frente al juicio de otros. Su rigor será limitado y el alcance de sus conclusiones, irrelevante. Aun así, me siento obligado a establecerme una metodología, ni que sea para servirme de ella como muleta cuando no sepa cómo seguir o hasta donde llegar. Así pues, estas son mis normas:
Una regla de limitación de radio de alcance: sólo autobuses urbanos de Barcelona Una regla de limitación de categoría: autobuses de la nueva “red ortogonal”, de grandes distancias y con paradas más espaciadas que otros Una condición de tiempo de observación: recorrer siempre líneas completas, de primera a última parada Una decisión de punto de vista: siempre sentado en la última fila del autobús, lado izquierdo, mirando hacia adelante.
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Una regla de tipo científica: de acuerdo con el principio de incertidumbre, no interactuar con las partículas observadas para evitar cambios en su comportamiento causados por la propia observación. Es decir, fotos muy discretas, no hablar con los pasajeros, no molestarles. Un principio de diversidad de puntos de vista: tomar diferentes líneas que crucen diferentes barrios de Barcelona, en diferentes direcciones, de ida y vuelta, en sentido mar-montaña y en sentido transversal. Una pauta horaria amplia: autobuses a primera hora de la mañana de la misma manera que los últimos de cada día, en hora punta de entrada al trabajo y a la hora de la siesta. Un método de recogida de información: fotos discretamente sacadas con el móvil, apuntes en vivo sobre una libreta. Viajar solo, siempre atento. Mirar, más que ver, y observar lo suficiente para atravesar la barrera de lo cotidiano. Una condición de higiene mental: intentar olvidar los prejuicios. No anticipar conclusiones. No esperar nada.
Una máxima aprendida de un maestro como Nabokov: Acariciar los detalles ¡Los divinos detalles! Y a ver que sale.
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Cuestiones sobre la escala
Un autobús vacío, aparcado en una parada, cabecera de la línea D20. Martes, siete de la tarde. Vacío, esperando al conductor que se toma un café en un bar. Es un trasto enorme. Durante la siguiente hora, este autobús va a ser mi espacio, el marco de referencia, estable y móvil a la vez. Es un autobús corriente, articulado. Dos cajas metálicas únidas por una ondulada cinta flexible. 18 metros de largo, aproximadamente 3,3 de altura. 2,55 metros de ancho, medidos desde el exterior, el máximo permitido en un vehículo, como todos deberíamos recordar de los exámenes de conducir. Me doy cuenta de que estos números no me dicen nada. Sí, es un autobús grande. Pero ¿qué quiere decir eso? Es más grande que un coche, por supuesto. Un coche medio mide 460 centímetros de largo, aunque no es raro encontrarlos algo más grande. Este autobús, por lo tanto, mide casi como cuatro coches de largo. Aunque pensándolo bien, quizá tampoco sepamos muy bien que significa el tamaño de un coche. Me doy cuenta de que tengo a mano un periódico. Todo el mundo sabe cómo es un periódico normal, ¿no? Quizá esto nos valga. Una rápida consulta me hace darme cuenta de que no es tan sencillo (fascinante el mundo de los diarios y sus formatos: compacto, tabloide, berlinés, midi, sábana, broadsheet… quizá no sea tan sencillo saber que significa un periódico normal) Tomamos como referencia la Vanguardia, por ejemplo, un típico formato berlinés, 470 mm x 315 mm (lo que aprende uno) y también el que tengo a mano. Podemos decir que un autobús son algo más de treinta y ocho periódicos de largo. Veintiocho hojas y medio si abrimos las páginas y las situamos una detrás de otra, lo que
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nos permitirá fácilmente enterarnos de todo lo que nos quieran contar de Internacional, Nacional, Política e incluso Cartas al director en un día flojo de noticias. Como unidad de medida es bastante peregrina, pero no me parece peor que el gastado “campos de fútbol” que escuchamos a diario. Si aumentamos la escala de la cuestión, y sabiendo que en Barcelona TMB dispone de 1065 autobuses, podríamos cubrir casi veinte kilómetros aparcándolos todos uno detrás de otro. La diagonal entera desde la facultad de arquitectura hasta el mar, cálculo rápido que no comprobaremos ante el predecible atasco que provocaríamos. Con todos estos números brutos solo estamos explicando las dimensiones exteriores del autobús. Y sin embargo, esto es probablemente lo menos importante. Salta a la vista que el interior es lo que nos importa. Por supuesto, este ya no es posible medirlo en cifras, puesto que depende enteramente de como de lleno vaya. Con un poco de suerte, podemos decir que el autobús por dentro es “espacioso”, cuando apenas tres jubilados y un joven ausente con sus auriculares lo ocupan, pero probablemente nos parezca “infernal” cuando transporte las casi cien personas que llegan a caber en él. Eso sí, incluso en los peores trayectos, no he podido evitar pensar en cuanto volumen posible de transporte perdemos en cada autobús. Realmente, esos tres metros de alto no están nada aprovechados. Uno piensa en el anuncio ya añejo de “cuantas personas caben en un mini”, extrapola, se lía a hacer números… ¿Cuánto ocupa una persona? No necesito el Neufert para razonar que 0,40 m3 es una estimación bastante decente para personas de tamaño medio sin excesiva afición por los banquetes pantagruélicos. Pero un autobús tiene casi 119 m3 de volumen. ¡Podríamos meter casi 300 personas en lugar de 80, con solo adaptarnos a la perfección al espacio y expulsar al aire que comparte autobús sin pagar billete! Por supuesto, para ello también tendríamos que ser, de alguna manera, “personas líquidas”, un concepto bastante repulsivo que me acabo de inventar y que resulta en una imagen un tanto grotesca. Empiezo a pensar que esto se me está yendo de las manos. Por suertes, el conductor ha vuelto del bar, y empieza la ruta.
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Subir a un autobús
Doblar la esquina. Encontrar la parada (Al final de la manzana). Caminar. Mirar (al final de la calle), y ver el autobús. Acelerar, trotar. Esquivar una bicicleta, sujetar la mochila (que bota a la espalda). Llegar, frenar, parar. Esperar, extraer el abono (de la cartera). Desdoblar la esquina, alisar la tarjeta. Apartarse (del camino de los pasajeros que esperaban antes), aguardar. Impacientarse, (o no). Mirar, indolente (a quien se está bajando por la puerta de atrás) Consultar (la hora). Por fin, subir. Levantar el pie, tomar impulso, sujetar la barra vertical, levantar la cabeza, esperar. Saludar (al conductor), sonreír (pero no demasiado). Girar, esquivar, introducir la tarjeta, verificar (cuantos viajes me quedan). Dos pasos, esquivar de nuevo, sujetar (una barra distinta). Escuchar a una mujer al teléfono. A la vez, buscar (un asiento libre). Encontrar, contra todo pronóstico, uno. Disimular (el interés), golpear impaciente con el pie en el suelo. Transmitir impaciencia a quien se sienta con exasperante lentitud delante de mí, fracasar en el intento.
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Avanzar, por fin, cruzar (el pasillo), llegar al asiento (tarde). Maldecir, crujir dientes, mirar (mal). Resignarse, descolgar (la mochila), dejar en el suelo, apoyar, observar. Oler (un hombre que suda, una mujer con demasiado perfume), esperar, sujetarse de nuevo a la barra, esquivar a nuevos pasajeros. Pensar, anotar, apuntar, leer. Mirar a travĂŠs de la ventana. A veces, dormir, a veces espiar. Al final, llegar. Coger, levantarse, carraspear, pedir, rogar, andar. Pulsar, aguardar. No tropezar. Pisar (tierra firme). Ver como el autobĂşs se pierde en la calle. Proseguir.
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El cuento del viajero que contaba
El primer autobús es un fracaso: no pasa nada. En realidad, esta es una percepción derivada del hábito. Acostumbrado a viajar sin mirar, perdido entre las páginas de un libro o mirando por la ventana, todos creemos estar convencidos de que, en general, en un autobús nunca para gran cosa. No tengo ni idea de por dónde empezar. Sin saber que puedo contar, decido contar cosas. Empiezo contando cosas obvias: Treinta y cinco asientos, de los cuales ocho miran en sentido contrario a la marcha. 19 barras de sujeción. Trece pulsadores de aviso al conductor, y uno más a baja altura para pasajeros en silla de ruedas. Seis puertas, seis pequeñas ventanas practicables. Veintiún lunas de cristal ligeramente tintadas en azul (¡no olvidar las traseras!) En seguida me aburro de contar cosas, es demasiado evidente. Durante unos minutos, cuento cosas que no sé si se pueden considerar cosas. Por ejemplo, líneas del dibujo de la tapicería. Cada asiento tiene un dibujo formado por 31 líneas oscuras y claras alternadas. Esto son 1085 líneas. Casi 1 km de líneas si las pusiéramos una delante de la otra. Todas estas operaciones mentales no van a ningún lado, más allá de demostrar que la capacidad de describir un tema, por banal que sea, si se tiene tiempo y ganas de ser minucioso, es casi infinita. No es un ejercicio muy divertido, pero pronto propicia las primeras dudas. ¿Tienen todos los autobuses la misma cantidad de puertas, o de ventanas? ¿El mismo número de asientos? ¿Son todos los autobuses iguales? Es evidente que no, claro. Hay muchos tipos de autobuses. Pero… ¿Cuántos? ¿De dónde vienen? Los primeros autobuses en Barcelona datan de hace más de 100 años. En concreto, 1906, cuando la “Compañía Catalana de Ripperts” compra cinco omnibuses para la ruta entre Plaza de Cataluña y Plaza Trilla. Las últimas incorporaciones son los enormes autobuses biarticulados que parecen tranvías. Entre los primeros y los últimos he podido encontrar en los archivos no menos de cincuenta y seis modelos
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diferentes de autobús, y me consta que me dejo muchos. En dura pugna con el tranvía que dominaba el transporte en la ciudad, el sorpasso se produjo definitivamente en 1964. En 1971, los autobuses terminaron de enterrar las moribundas catenarias. Incluso hoy en día, conviven bastantes tipos de autobús en la ciudad, desde los más modernos accionados por gas hasta viejas reliquias en barrios desatendidos por el ayuntamiento Pero por supuesto, la historia de los autobuses no nos interesa en absoluto. Y mientras tanto han empezado a subir otras personas, lo cual es mucho más interesante.
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Añoranza del Orient Express
Arranca el autobús. Un espacio definido, limitado y permanente, que se desplaza por la ciudad. Velocidad media: 12,30 km/h. 11,74 en hora punta. Los de largo recorrido, que hacen menos paradas, llegan casi a 15 km/h, con paradas cada 600 m. A este ritmo, tardan aproximadamente una hora en finalizar cada ruta, cinco minutos arriba, cinco minutos abajo. Por las noches cruzan las calles a la velocidad del rayo, deseosos los conductores de llegar a su casa y cenar un plato cuidadosamente recalentado sin despertar a sus hijos, mientras que en hora punta creemos estar montados en verdaderas e indolentes tortugas metálicas con nulo interés en llegar a ningún lado ante la perspectiva de los decenios que quedan por vivir. Esta tarde, con el autobús medio vacío y casi nada reseñable que contar, he pensado en eso. En la velocidad. En el movimiento. Después de apuntar apenas nada en la primera media hora, garabateo en mi cuaderno de papel amarillento números. Cálculos, cábalas, dibujos. Supongamos que este autobús (el penúltimo H8 de la tarde, Badal-La Maquinista) no tuviese que pararse en esa última parada junto a un centro comercial ahora desierto. Supongamos que el conductor siguiese su ruta después del preceptivo café, a la misma velocidad constante, incansable. Suponiendo que fuera posible, a esta velocidad tardaríamos 2671 horas en recorrer los 40.075 km de la circunferencia terrestre, nada menos que 111 días, durante los cuales haríamos unas 66.791 paradas, en la mayoría de las cuales, supongo, no subiría nadie. Nuestro conductor, inasequible al desaliento, se presta a ello, pero hasta que no se decidan a construir un puente Atlántico (que imagino que tendría unos peajes fabulosos), tendremos que conformarnos con los 13.680 km de un Lisboa-Vladivostock, recorridos en unos asumibles 38 días. Poco más que hacer el camino de Santiago despacito, combinando el tedio del viaje en el siglo XXI con las epopeyas novelescas del XIX.
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Desde luego, como proyecto experimental sería digno de ver. Retorcer las reglas del sentido común y cambiar la naturaleza de los autobuses de línea para grandes recorridos, donde la norma es la autopista y dormir en incomodas posturas. Sería fascinante observar a la gente que sube y baja. En este autobús habría gente que subiría solo para hacer la compra en al centro comercial de las afueras de su pueblo, de la misma manera que otros subirían para ir a visitar a su abuela que vive en Marsella, o para cruzar las estepas desde los campos de algodón de Uzbekistán hacia alguna metrópoli alemana en busca de trabajo. Nadie que pudiera permitirse cualquier otra cosa utilizaría este infernal autobús, lo que probablemente nos daría una visión sorprendentemente transversal de la clase más baja de cada país, y seguramente nos sorprenderíamos con las diferencias entre lo que significa ser pobre en Murcia y lo que significa ser pobre en la taiga exsoviética. Probablemente haríamos un puñado de buenos amigos, o terribles enemigos. Se formarían familias, se romperían parejas. Se harían negocios, se cometerían estafas. A 15 km/h, no quedaría más remedio que fijarse en el paisaje o en las ciudades que atravesamos. La ancha y plana Castilla recuperaría su majestuosidad, necesitando sus buenos dos días para atravesarla en lugar de cinco horas de sopor con el sol dándonos en los ojos a la que nos hemos acostumbrado. Y aun tendríamos que dar gracias por no vivir en tiempo de diligencias y caballos. Cruzaríamos los verdes campos franceses con sus impresionantes fincas solariegas y quizá comprenderíamos el verdadero peso que el rico, riquísimo rural francés tiene en la política de ese país. Atravesaríamos lentamente las aburridísimas ciudades medianas del sur Alemania, con sus industrias auxiliares y sus casas unifamiliares, que explican la solidez de ese país mucho mejor que las populosas Berlín o Hamburgo. Con toda seguridad aprenderíamos a valorar lo que significan las distancias en otros lugares cuando nos llevase cuatro largas jornadas atravesar Ucrania, y ape-
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nas nos habríamos repuesto cuando el conductor anunciase, triunfante, que ya no hay que atravesar más fronteras: estamos ya en Rusia y solo veintiseis días nos separan del final. La misma vastedad infinita que no arredró a Napoleón y que terminaría por significar su final caería derrotada ante nuestras ruedas, lenta pero inexorablemente, superada por nuestra vieja tartana sobre ruedas. Definitivamente, el autobús de hoy no me ha servido para aprender nada concreto que me permita escribir mi “teoría del autobús”. Pero me he bajado de él seguro de que es un instrumento tan bueno como cualquier otro para leer el mundo.
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Visión y percepción en la caja rodante
Ya hemos definido las características físicas de un autobús normal de una forma bastante exhaustiva. Sin embargo, nos hemos limitado a la parte puramente numérica, matemática. Dimensiones, volúmenes, velocidades. Todo tan inapelable como inútil. En el transcurso de mis viajes, además, he podido observar que ese mismo “espacio” que hay en el interior, está bastante lejos de ser algo fácil de definir. Si uno presta un poco de atención, puede comprobar por sí mismo como la percepción de autobús cambia a cada rato. Vacío, un autobús parece un lugar bastante grande. Parece imposible de llenar por uno mismo, se siente uno como flotando en una pecera sobredimensionada. Recorrerlo es facilísimo, apenas un puñado de zancadas permite plantarse en la última fila del mismo. Y de la misma manera, en un autobús completamente lleno el agobio puede llegar a ser considerable. Cuando uno se apretuja contra decenas de personas, buscando una ventana con la mirada para no pasarse la parada, la atención dividida entre la búsqueda de un hueco donde poder respirar y nuestro bolso o mochila para que nadie nos robe. Puede ser una experiencia bastante desagradable. El espacio de alarga, se expande y se multiplica, el angosto cañón que uno abre a empujones entre la gente puede aparentar medir decenas de metros. Basta con que uno tenga que bajarse corriendo y el autobús parezca a punto de arrancar para que lo que antes fueron cuatro zancadas sea una auténtica Vía Dolorosa. También el clima es relevante a la hora de tener una experiencia de un tipo u otro. Que diferente es un coche con el aire acondicionado funcionando a plena potencia, salvándonos del húmedo y pegajoso calor de la parada de autobús, comparado con un tormentoso día de noviembre en que la humedad y el vaho se conjuran para empañar los vidrios (uno nunca sabe exactamente que está tocando cuando limpia el
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vidrio, y en particular recuerdo las muchas horas dibujando en el autobús escolar durante mi infancia en Galicia. Probablemente, dibujando sobre las babas de mis compañeros.) La hora del día, por supuesto, es fundamental: en nada se parece un autobús a mediodía, cuando uno puede perder la vista a través del vidrio, con uno por la noche, cuando las luces de la ciudad convierten las ventanas en espejos y todas las imágenes parecen deformarse y multiplicarse, mezcladas con confusos letreros de neón. El espacio se duplica y uno puede leer las caras de los parajeros en ventanas remotas disociadas de sus cuerpor. Una mirada vidriosa reflejada en una puerta. El reflejo de un coche conduciendo por nuestro techo. Sin duda, esas son mi horas favoritas, cuando la quietud recupera terreno y las imágenes se entremezclar. Si uno está cansado después de un largo día, la experiencia onírica puede ser fascinante.
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Hacia una teoría del asiento libre
Ya hemos hablado antes de la aparentemente trivial tarea de elegir asiento donde sentarse. Y por supuesto, a estas alturas, ya tenemos claro que todo lo que se puede hacer en un autobús puede ser tan trivial como queramos que sea o, por el contrario, algo sumamente meditado y concienzudo. Por supuesto, muchas veces nos subiremos en una parada intermedia, o a horas en las que viajamos con el autobús está completamente atiborrado. No nos quedará en ese caso más remedio que sentarnos en cualquier lugar que quede libre, o probablemente, quedarnos en pie. Si existe algún margen para elegir, la elección suele hacerse por descarte: me siento allá donde no tenga a nadie al lado, o me parezca un vecino tolerable. Siempre atentos al movimiento de cualquier pasajero que parezca querer bajarse en la siguiente parada, sentidos alerta y movimientos ágiles para evitar que otro pasajero se nos adelante, ávidos en la búsqueda de la seguridad del asiento que en un viaje largo puede suponer la diferencia entre la vida y la muerte, o al menos un golpe contra cualquier cosa en el primer semáforo que nos encontremos. Bailando siempre sobre la fina línea entre la ansiedad maleducada que pasa sobre otros pasajeros y nuestro legítimo derecho a sentarnos. Todo muy complicado, como de costumbre. Y sin embargo, también es posible, si uno coge el autobús a horas intempestivas o si, como yo durante este experimento, coge el autobús en la primera parada de la línea, que se encuentre el mismo completamente vacío. Reconozco que esto, que debería ser visto como un gran alivio (y me consta que así lo ve la gran mayoría de mortales), me causó en seguida una gran inquietud. Aquí es donde me empiezo a dar cuenta de que la indolencia cotidiana ante casi todo lo que hacemos rutinariamente, lejos de ser algo negativo, es un mecanismo de pura supervivencia e higiene mental. Si abordásemos cada acto de nuestras vidas con
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la misma intensidad con la que he subido a estos autobuses, pronto tendríamos que dedicar cuantiosos fondos a aumentar la red de hospitales psiquiátricos. Porque, si el autobús está vacío por completo… ¿Dónde demonios se sienta uno? En cualquier sitio, dirán ustedes, ¿qué más dará? Yo lo tengo claro: último asiento, lado contrario a las puertas de acceso, pasillo. Es el mejor lugar para observar el autobús, aunque se pierde uno las muchas cosas que pasan en los primeros asientos. Todos los demás parecen tener muy claro también el sitio que elegir. Pregunto a mis amigos y todos saben responderme. Eso sí, casi nunca responden lo mismo. Si tuviera que establecer alguna directriz general, diría lo siguiente: la gente parece preferir el lado opuesto al de acceso de autobús, asiento de ventana. Nunca o casi nunca mirando hacia atrás. Lo más lejos posible de otras personas. Pero aquí pretendemos ser científicos, fundar una verdadera “teoría del autobús”. ¿Existe algo como un “sitio óptimo”? Existe una tendencia a pensar en primer lugar en los asientos cuádruples. Estos en los que se enfrentan hasta cuatro personas. Aparentemente están bien, uno tiene más espacio para las piernas, puede estar más cómodo. Y sin embargo, uno sabe que ese autobús se va a llenar tarde o temprano. Que esos otros tres asientos serán ocupados. Y que entonces empezará una pugna silenciosa entre las rodillas de un bando y las del otro, además de la incomodidad de tener a alguien delante y tener que jugar a evitar las miradas, o aun peor, encontrarse con una de esas extrañas personas que mira fijamente a desconocidos. Dicho de otra manera: si uno sube cuando el autobús está a medias y puede elegir entre un asiento de los cuádruples, estando los otros tres ocupados, y un asiento en cualquier otro sitio, probablemente elegiría ese otro sitio. Y sin embargo, cuando están los cuatro vacíos, la gente tiende a sentarse en esos mismos, de una forma completamente ilógica y contra toda razón. Por supuesto, hablamos de los que miran
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hacia adelante, y no de los que miran en sentido contrario a la marcha, reservados a los pobres desgraciados que no tienen otra opción. Incluso si uno piensa que los asientos de enfrente van a quedar vacíos todo el viaje, pensamiento sumamente inocente, aun así esos asientos no parecen tener ninguna ventaja sobre otros asientos normales. Misterio número uno en la búsqueda de la “teoría unificada del autobús”. El siguiente punto que estudio es, por supuesto, si elegir ventanilla o pasillo. Asumiendo que uno viaja solo y por lo tanto no va a charlar con un acompañante, ambas posiciones tienen ventajas e inconvenientes. En ventanilla puedes observar el paisaje o apoyarte contra el cristal para dormir, pero también es más difícil salir si te tienes que bajar y quien ocupa el pasillo no hace lo mismo. En el pasillo, en cambio, aunque apearse es más sencillo, se expone uno a chocar contra toda la gente que atraviesa el vehículo. Para sentarse en ventanilla, como regla general, tienen que estar los dos asientos disponibles. La excepción sucede cuando uno se encuentra con uno de esos seres que se sientan en pasillo estando la ventanilla vacía. Merecen horribles torturas. Otro tema es que, sentándose uno en ventanilla, se expone a que su acompañante de asiento sea potencialmente cualquiera. Nos abandonamos a los caprichos del destino, que pueden manifestarse en un agradable compañero que no moleste, o en una anciana de lentos movimientos, o un sudoroso trabajador recién salido de la obra, o cualquier cosa. Me parece un peligro demasiado grande como para dejarlo al azar. Es en este punto cuando aparece la potencial ventaja del pasillo: dentro de un margen, uno puede elegir entre quienes ya ocupen ventanilla. Es posible entonces que, si uno sube el segundo o tercero a un autobús y ve que ocupa un asiento de ven-
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tana un chico o chica que aparente una razonable higiene y sea más o menos delgado y no haga cosas como escuchar música con el móvil, entonces la mejor opción sea sentarse junto a esa persona. Si uno sabe que el autobús va a llenarse, quizá sea la mejor manera de no dejar nada, o casi nada a suertes. Por supuesto, la desdichada persona junto a la que nos sentemos, aun estando casi todo el autobús vacío, pensará irremediablemente que somos algún tipo de psicópata, y que ya es mala suerte. Más, cuando vea nuestra sonrisa de satisfacción por haber burlado al azar. Pero somos gentes de ciencia, y eso no debe preocuparos.
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Catálogo de personajes
El hombre de las gafas redondas y mirada estrábica que cierra con fuerza su anciana y arrugada mano llena de manchas alrededor de la barra vertical, junto a la puerta, esperando tenso la llegada a su parada como si fuese a desembarcar por la fuerza en una playa enemiga. La chica sudamericana que empuja carrito de bebé, enfundada en unas mallas de leopardo que la ponen irónicamente en relación con sus antepasados, tan joven que podría estar paseando a su hermano pequeño y que masca chicle escandalosamente mientras habla a gritos con una amiga que parece tener problemas con Carlos (que no parece un buen tipo) La señora de pelo cardado, avanzada en la senda de los sesenta, que te adelanta ansiosa para asegurarse de que no le quitas alguno de los veinte asientos libres, tirando de un carro de la compra de horroroso color morado y que aparenta estar vacío. El enyesador chileno con el mono desgastado cubierto de grandes manchas blancas, que apoya cansado su vista en algún punto incierto entre su cabeza y la puerta trasera del autobús, resignado ante el final de un día de duro trabajo más, sin soltar la sucísima mochila donde lleva su ropa limpia. La mujer china que sujeta fuertemente de la mano a una niña traviesa e inquieta, pelo sujeto en apretada y negrísima coleta, huesuda y de ropa sencilla que no permite ni un atisbo de su piel, murmurándole en su desconocida y cantarina lengua alguna cosa que la criatura parece ignorar. El turista de prominente barriga y poblado bigote blanco, con vistoso sombrero sacado de teleserie de bajo costo y sujetando con sus rollizas manos una guía de Barcelona escrita en inglés, demasiado gruesa para resultar práctica, demasiado delgada para poder contener nada auténtico sobre esta ciudad.
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El chico extremadamente pálido que se coloca en un asiento doble y deja junto así una sorprendente pila de discos, moviendo pausada pero incesantemente la cabeza en hipnótico vaivén al son inaudible de sus cascos, antes de bajarse ocho paradas después sin haber estado nunca realmente en el autobús La madre con botines verdes y una chaqueta de polipiel marrón que ha conocido tiempos mejores, que habla incesantemente con su hija mientras juega nerviosa con un papel de caramelo entre las manos y lanza preguntas sorprendentemente íntimas incluso tratándose de familia. La hija con el pelo lacio y castaño que evidentemente no ha sacado de su madre, de la que sí ha heredado el eléctrico tic de las manos que en ella se expresa torturando las gomas de una carpeta de la Universidad de Barcelona y de la que podemos conocer toda su vida en apenas veinte minutos dada la incluso más sorprendente sinceridad con que contesta a su madre. El joven de camiseta gris con el logo de un desconocido grupo de punk, mal afeitado y de aspecto melancólico, con unos rizos grasientos sobresaliendo bajo el gorro verde de lana, consultando inquieto el móvil cada treinta segundos a la espera de una llamada o un mensaje que no llega, y que ninguno pensamos que vaya a llegar. El rostro huraño y barbudo que corona el poderoso cuello, que a su vez emerge de una camiseta roja con publicidad de una marca de cerveza, perteneciente a un hombre de mediana edad e incipiente barriga que se mueve con dificultad a través del autobús arrastrando un par de muletas que no sabe dónde apoyar, visiblemente furioso con el mundo y con un destino que no le permite moverse con agilidad. Resulta casi imposible parar. El libro abierto de la humanidad tiene más páginas de las que se pueden leer en una vida.
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Por la ruta de las sedas
Hoy he cogido el autobús con un propósito diferente en mente. En vez de observar lo que hace la gente, o el autobús en sí, decidido fijarme en las vestimentas. En el continente en vez del contenido. Resulta divertido tratar de inventarse la vida de los demás a partir de detalles accesorios, sacar aventuradas conclusiones que convierto en teorías con un aprecio nulo por el método científico. No nos engañemos, a primera vista la mayor parte de la gente viste extremadamente uniformada. Todos compramos la ropa en los mismos sitios y vamos, esencialmente, iguales. Las mismas camisetas básicas de grandes cadenas, los mismos pantalones… me atrevería a decir que con un catálogo de apenas 30 prendas y alguna variación adicional de color, podríamos describir la vestimenta de tres cuartas partes de los ciudadanos. Incluso los rasgos más llamativos de “autodistinción” están tediosamente estandarizados. Así que la única oportunidad de que esto sirva para algo es ir a la caza del detalle. Más allá del ejecutivo con los mismos zapatos que el anterior ejecutivo, podemos ver como los de uno están terriblemente desgastados, mientras otros brillas lustrosos pero tienen los cordones desatados. Precisamente con eso, con los trabajadores de cuello blanco, me entretengo a menudo. Todos los autobuses que en algún momento de su recorrido atraviesan tramos de la parte alta de la Diagonal llevan a ciertas horas un importante número de trajeados. En mi imaginación todos trabajan, invariablemente, en La Caixa. Trajes azul marino, camisa, corbata, zapatos: el uniforme de los oficinistas no deja mucho espacio a la imaginación. Y sin embargo, observo: Un joven de unos 30 años vestido como si saliese de un comercial del Santander: camisa rosada, corbata roja, mejillas más rojas aun, como si tuviese una alergia o bebiese un par de copas de vino entre informe hipotecario e informe hipotecario. Permanente sonrisa de idiota en la cara. Cara feliz, cara de triunfador. Cara de iluso.
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Un caballero impecablemente vestido, gemelos incluidos, con corbata verde hierba y camisa almidonada, que resulta inevitablemente cómico debido a que apenas debe medir un metro y medio de altura. Aunque uno se sienta una terrible persona pensando algo así, ya es tarde, ya está hecho. Ese hombre debe luchar permanentemente con una primera impresión inapelable, que no le define ni le cualifica pero que sin duda le condiciona. Es evidente que parece llevarlo muy bien, pues más que acobardado tiene una cara de convicción y seguridad en sí mismo que muchas otras quisieran. Un egocéntrico con acento argentino y pelo muy negro que habla a voces con una chica que parece salida de un programa de sobremesa de Telecinco, embutido en un traje también negro y muy ceñido, que lleva con escasa gracia. Gafas de sol reflectantes, camisa blanca con el cuello arrugado y unos zapatos marrones terribles de los que la capa exterior está cayendo como si se tratase de un reptil en pleno cambio de piel completan un cuadro esperpéntico. Un hombre maduro y discreto sentado a mi lado, que tiene un porte muy digno mientras se dirige a la silla y que se convierte en un contrahecho jorobado en cuanto coge el móvil y dedica los siguientes treinta minutos a mirar ridículas y minúsculas fotos de gente de fiesta bebiendo gin-tonics de a quince euros la copa en el Borne. Y… ¿Qué decir de los zapatos de la gente? Verdadera expresión de lo más profundo del alma para algunos, que se desprenden gustosamente de sus nóminas para acrecentar colecciones infinitas de zapatos que apenas serán usados media docena de veces. Mera protección de los pies para otros, que jamás podrán entenderse con los primeros. Desesperado anhelo para algunos, que no necesitan leer ninguna novela de Dickens para entender lo que significa pasar tres días con los pies húmedos por un desgraciado agujero en la suela, o cruzar el ardiente asfalto de Barcelona en julio descalzos, como pude intuir el día que me robaron las zapatillas en la playa.
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Empecé a fijarme en ellos casi sin proponérmelo. La primera fue una mujer. Cuarenta y pocos, vestida con chaqueta y pantalón, muy elegante. Gabardina clara, gafas de marca y peluquería reciente, lleva unas horrorosas zapatillas deportivas marca Puma de fieltro rojo, desteñido y comido por el sol como si las hubiese fabricado con los restos de butacas de un viejo cine de barrio. ¿Qué hace que esta mujer salga de su casa con este aspecto? ¿Prisa? No parece agitada ni inquieta. ¿Comodidad? Es lo más probable, y puede que lleve unos tacones en el bolso y se cambie al entrar antes de entrar en la oficina, aunque creo que hay opciones considerablemente mejores. Menos ofensivas a la vista, por lo menos. Supongo que nunca lo sabré. Sí que asumo que será por comodidad en el caso de esa señora mayor, tan moderna ella, que sube al autobús y se baja tres paradas después, meticulosamente arreglada de acuerdo a varios estilos simultáneos, resistiéndose rabiosamente a parecer antigua, pero sin acabar de estar segura de que hacer para evitarlo: pañuelo rosa con rombos de verde pálido al cuello, cuidadosamente anudado, permanente y tinte modelo gran glamour en Torremolinos, uñas pintadas en color nácar o madreperla, imposible saberlo. Pulsera de gomitas que presumo confeccionada por su nieta compartiendo muñeca con una hecha de bolitas trenzadas comprada en un mercadillo de domingo. Puños de la blusa vueltos, mostrando el forro de una manera que por fuerza ha de ser incómoda. Toda esta sofisticación contrasta brutalmente con un aspecto inequívocamente pueblerino, manos gastadas de trabajar y un tosco bastón de madera. Y la puntilla para acabar esta oda al siglo XXI precisamente en los pies, en forma de zapatillas moradas con brillantes líneas verde flúor que no llamarían la atención en un curso de yoga. Confieso que me he enamorado de esta señora, pero se baja del autobús antes de que me atreva a preguntarle nada. Sin ninguna duda, debe ser una mujer con mucho que contar.
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En los jóvenes es mucho más fácil encontrar singularidades, lo cual en realidad lo hace mucho menos llamativo. Cordones de colores, anillas verde fosforito, suelas brillantes, tachuelas metálicas. Nada sorprende entre las masas menores de veinticinco años, que parecen desesperadas por atraer unas miradas de las que sin embargo nunca serán conscientes, pues rara vez levantan la mirada del teléfono móvil. Sorprende más el curioso tándem de dos ancianos, uno con polo y vaqueros, el otro impecablemente vestido con traje, camisa, chaquetilla para el fresco y corbata como solo se visten los señores de otra época; el primero con mocasines, el segundo con unos zapatos de goma sin calcetines como si acabase de llegar de Benidorm, salvo porque la playa queda descartada porque son las 9 de la mañana y este autobús se dirige al Carmel. Un estridente y loco intercambio de calzado que indudablemente solo puede deberse a alguna oscura apuesta entre viejos amigos.
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Notas sin atino en un viaje sin destino
Subimos solo cuatro personas en esta primera parada, ocupando nuestros asientos. La excepción es una chica joven, que se queda en pie en la parte delantera del autobús. Siempre hay alguien de pie. Creo que es una norma de obligatorio cumplimiento en los autobuses. Suben tres personas más, no se baja nadie. Ocupan asientos. Aún está medio vacío, tendencia general: asientos en el sentido de la marcha, opuestos a las puertas de entrada, más bien hacia atrás. Sube un señor mayor con gafas y pelo blanco que se acomoda junto a la puerta. Baja una de las chicas que empezó la ruta conmigo. Apenas dos paradas después, se baja el señor de la puerta, sólo para ser sustituido por otro señor de pelo y ropa muy parecidos, con gafas negras también, que se coloca más o menos en el mismo sitio. ¿Estamos seguros de que es una persona diferente? Si está en el mismo lugar, tiene el mismo aspecto, y conocemos de ella lo mismo (nada)… ¿cómo sabemos que es otra persona? Una madre y su hija se sienten incómodas hablando delante de mí en los asientos cuádruples. Se callan durante cinco paradas. Y sin embargo, tan pronto como el asiento de detrás queda libre y se trasladan, reanudad una intimísima conversación sobre amantes y enfermedades varias de la joven. No confrontar directamente la mirada de otra persona ha sido suficiente para que se sintiesen en un lugar íntimo y seguro, y ya no callarán en todo el viaje. El martillo de emergencia trata desesperadamente de huir del tedio de una ruta solitaria mediante sucesivos intentos de suicidio. Llamativamente colgado de un cable rojo, sólo un grave accidente puede darle sentido a su vida. En un autobús casi vacío en el barrio de Sant Andreu, un hombre de mediana edad con silla de ruedas sube trabajosamente por la rampa desplegada a tal efecto. Una vez dentro, lo primero que hace es ponerse en pie, asegurar la silla de ruedas con un cinturón y tomar asiento en un puesto ordinario. Nadie parece querer acercarse demasiado a él, (más adelante descubriré que no huele demasiado bien).
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Después de varios paseos aleatorios por el autobús, la chaqueta que lleva atada a la cintura se le desata y cae al suelo: al hombre le falta la mitad del pantalón y no tienen ropa interior. De repente, el polo con enorme caballo que lleva puesto, aunque algo sucio, parece completamente fuera de lugar. El grueso de la gente sube en las paradas centrales de cualquier línea. Mientras que en Les Corts todos parecen atareados padres de familia, la H8 a ciertas horas es un muestrario de treintañeros bien posicionados peregrinando entre las oficinas de Diagonal y los pisos asequibles pero dignos de Camp de l’Arpa. Solo cuatro paradas pueden significar una renovación total de la gente del autobús. Probablemente no me sorprenderían algunos de los comentarios de estos mismos jóvenes prometedores si tuviesen que cruzarse todos los días con las personas que ocuparán sus asientos ya calientes en menos de cinco minutos. Pero la gente en los autobuses no es necesariamente la misma gente que en las calles. Para muestra, mi pequeña aportación como anécdota: durante siete años he visto a mi vecino de enfrente hacer vida normal. Ambos damos a un pequeño patio interior de manzana. No le conozco, pero sé que ropa tiene, que tipo de calzado usa. Le he visto afeitarse muchas veces. Y sin embargo, el día que por remota casualidad me lo crucé en la calle junto a mi manzana, y se subió al mismo autobús que yo, no pude evitar el respingo, como si hubiese visto a un muerto. Esa inesperada ruptura del anonimato nos desagradó a los dos, como pudimos comprobar fácilmente. No hemos vuelto a coincidir. Y siempre espero cinco minutos si veo que está saliendo por la puerta.
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La ciudad
Cometeríamos una grave negligencia si ignorásemos en esta amalgama confusa de relatos a un personaje tan importante como es la propia Barcelona. El damero sobre el que se juega toda la partida. Tanto para el visitante como para el ciudadano que vive en el centro y se mueve entre una constelación limitada de puntos fijos resulta fácil en ocasiones pensar que Barcelona es poco más que el Ensanche, el entorno de la Diagonal, Ciutat Vella y Gaudí. Y sin embargo, viven muchos más barceloneses fuera de este ámbito que dentro. Para muchos ciudadanos, la realidad cotidiana no son las torres de la Sagrada Familia, sino las de la térmica del Besòs. No son las cúpulas de Sant Pau, sino las montañas de tierra en las obras de la Sagrera. Ni la torre Agbar, sino las chimeneas supervivientes del pasado reciente de la ciudad industrial. Para nuestro propósito, las nuevas líneas de la Red Ortogonal han demostrado ser una herramienta utilísima. Larguísimas en recorrido, vastas en su alcance, sus invisibles rutas recorren la ciudad como un río, irrigando una amplia cuenca que va mucho más allá de los distritos más conocidos. En las primeras y en las últimas paradas de estos autobuses uno puede hacerse un mapa nuevo de la ciudad. Encontraremos una ciudad que está muy lejos del hiperdiseño del centro, donde cada adoquín se encuentra donde lo decidió un diseñador o un arquitecto. Más bien encontraremos aceras pavimentadas hace cuarenta años, asfaltos sin reparar y una ciudad que está muy lejos de estar acabada. Incluso aunque los datos dicen que Barcelona no es ni de lejos la peor ciudad en este sentido, es fácil creer que no hay dinero allá donde los ojos del turista no llegan. De vocación implacablemente geométrica y aparentemente democrática, las H10, V6, D20 y tantos otros confusos revoltijos de números atraviesan barrios tan diferentes que se dirían pertenecen a diferentes ciudades. Un mismo conductor puede ver subir y bajar, en el espacio de media hora, a cocineras filipinas que se dirigen
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a Sarrià y estudiantes universitarios medio dormidos rumbo al centro, yupis pagados de sí mismos y viudas de paupérrima pensión. Gente que nunca comería en el mismo restaurante comparte espacio, aunque no siempre momento, cuando sube a un autobús. Recorriendo la ciudad con los ojos abiertos es posible leer las encuestas de ingresos medios, resultados electorales o contaminación del aire en cada barrio, en cada distrito. Descubrir pequeñas iglesias de barrio donde sin embargo es posible que se rece más que en la mismísima catedral. Entender la enorme fractura que para la ciudad es la Meridiana y la Sagrera y darse cuenta de que estar a un lado u otro cambia totalmente la manera de vivir el día a día. Es una lección que no siempre enseñan en la escuela: uno puede aprender mucho más urbanismo tomando un autobús que acudiendo a un seminario.
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Un autobús no es un medio de transporte
Reconozco que partía de un prejuicio. Originalmente, estaba convencido de una cosa: un autobús es un lugar donde se reúnen un montón de desconocidos que lo único que comparten siempre es el deseo de estar en cualquier otro lugar que no sea ese. Al fin y al cabo, para eso coge uno un medio de transporte: para ir a otro lado. Bien sea por necesidad o por capricho, a gusto o a disgusto, el rato pasado en autobús (y hemos visto que no es poco) es en general tiempo desperdiciado, incluso aunque consigamos que se nos pase rápido o leamos un libro. No hay una demostración mejor de esto que las miradas huidizas, la abstracción del espacio inmediato a través de las grandes ventanas del autobús o de las pequeñas ventanas del teléfono móvil. Todo el mundo procura que no pase nada, y sin embargo, pasan cosas. Diría sin temor a equivocarme que la mayor parte de la gente viaja sola, lo cual no es óbice para que muchos salgan del trabajo con un compañero, viajen en autobús con sus hijos o, que también los hay, entablen conversación con alguno de las decenas de jubilados, ociosos, vagabundos o vaya usted a saber qué, que esperan el más mínimo gesto o mirada para lanzarse a contarnos su vida. Entonces, ¿es el autobús un no lugar? ¿Es un sitio amorfo e indeciso, sin personalidad y eternamente sujeto al cambio permanente? Sí a todo eso, y sin embargo más. Basta con coger el mismo autobús a la misma hora dos días seguidos para empezar a encontrar patrones. Unos se conocen exactamente en qué parada se baja cada uno y se apartan antes si quiera de que empiece este a moverse. Otros se hablan como si se conociesen, aunque jamás han coincidido en suelo firme. El grupo de trabajadoras de la limpieza que entra a trabajar a las 6 de la mañana, lejos de estar compungido, consigue convertir los veinte minutos antes de llegar a las naves del aeropuerto en un club social donde se cuentan todo. Para una chica joven, el autobús es en realidad la última mesa de su biblioteca, donde da los últimos repa-
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sos antes de examinarse. Alguno no aguanta la ansiedad y viaja en pie todo el camino, mientras que otro duerme una rápida siesta de diez minutos de la que siempre se despierta a tiempo. No hay tal cosa como un autobús, o un tipo de autobús. No creo que se pueda redactar una ley general que explique qué sucede en un autobús. Mi propósito, por tanto, ha fallado: la antropología compleja y un autobús puede ser tan vasto y denso como el más complejo de los sistemas.
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Nuestra mejor hora
Para este experimento he subido y recorrido completas numerosas líneas de autobús. Tres veces la V6 en dirección subida, y una y media de bajada. Dos veces en cada sentido la D20 que comunica el norte de Hospitalet con el paseo marítimo. La H6, la H12, unas cuantas veces cada una. La H8, innumerables veces. Muchos buses, a la vez totalmente insuficientes. Muchas horas, aunque no son nada en comparación con las que ya había pasado en autobuses antes. Y sin embargo, esas horas de especial atención parece que valen más. Si, definitivamente, vale más una sola hora atento al cien por cien, que mil horas abstraído de la realidad. Quizá tendríamos que valorar más esas horas que todos pasamos en autobuses o transportes. No hay recurso menos renovable y menos sostenible sobre la tierra que nuestro propio tiempo. La propia TMB dice que la estancia media de un pasajero en un autobús es de 13 minutos. Se realizan algo más de 176 millones de viajes al año: un número absurdo de horas en total. Cada año pasamos, entre todos los ciudadanos, 4353 años dentro de un autobús. Es el tiempo que nos separa de las dinastías egipcias. Si hubiese que pagar esas horas con el módico sueldo de un único euro la hora, tendríamos que gastarnos casi cuarenta millones de euros en ello. Una única persona que coja el autobús para ir y volver a su trabajo o escuela, cinco días a la semana, de ida y de vuelta, durante veinte años (que se pasan en un suspiro), pasará tantas horas balanceándose con los semáforos intermitentes como el que pasa en la facultad durante toda una carrera universitaria. No deberíamos menospreciar el tiempo que pasamos en el autobús. O en el metro. O yendo en coche al trabajo. La verdad es que, literalmente, nos va la vida en ello. Como mínimo, deberíamos prestar atención.
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Proyecto desarrollado en el marco la asignatura “Antropología de la ciudad”, curso 2013-2014, a cargo de Marta Llorente Diaz ETS Arquitectura de Barcelona, Junio 2014
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