Donde nacen las nubes y otros relatos

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Donde nacen las nubes y otros relatos. MÂŞ Luisa de la PeĂąa



Índice Donde nacen las nubes El árbol La puerta La tumba Los cuatro elementos La vendedora de sueños.



Donde nacen las nubes Ilustraciones de Ana C. MartĂ­n


El país donde vivía Yamila era un lugar muy triste. Llevaban tantos años en guerra que nadie recordaba cuándo había empezado , y mucho menos por qué. Pasado un tiempo, todo el mundo se había acostumbrado al ruido de las bombas y a los disparos de los soldados.


Cuando Yamila paseaba por su ciudad, siempre veĂ­a los edificios negros y destrozados y, al mirarlos, pensaba con tristeza que, tal vez, a su casa podrĂ­a pasarle lo mismo. Su madre no querĂ­a que ella saliera; era demasiado peligroso.


Yamila y los demás niños dejaron de salir a la calle. No podían tener amigos, ni ir a otras casas, y ya no recordaban el placer de jugar al aire libre. Como pajarillos enjaulados pasaban la vida mirando a través de las persianas entreabiertas, o asomando sus cabecitas por las puertas entornadas y las rendijas que dejaban entrar el sol y el polvo de las calles. La única diversión de Yamila era mirar las nubes desde la ventana de su habitación. Se preguntaba de dónde vendrían y si aquel lugar estaría muy lejos. Los días se le hacían muy largos y soñaba con que, alguna mañana, esa guerra se hubiera terminado para poder ir al colegio, tener amigos, salir


de compras con su madre y recorrer alegremente los coloridos puestos del mercado, sintiendo en su nariz el intenso olor de las especias.. Pero los dĂ­as pasaban y la guerra nunca terminaba.


Yamila ya estaba harta de que los mayores no hicieran nada para acabar con aquello. Decidió que ya no esperaría más y que se iría a buscar el lugar donde nacen las nubes , un lugar sin guerra, sin escombros, sin miedos ni rostros envueltos en polvo gris. Su abuela le contaba que aquella espesa niebla no era sino el último aliento de todos aquellos que habían sido sorprendidos por la muerte sin poder despedirse de sus seres queridos. Cuando la noche caía sobre la ciudad, Yamila se acurrucaba en su refugio oscuro y frío , y contaba las horas que faltaban para ir al lugar donde nacen las nubes. En aquel reino de oscuridad la ciudad fantasma


aparecĂ­a ante sus ojos como un aguafuerte: las ruinas

de los edificios se recortaban como siluetas en la oquedad del cielo nocturno.


Una mañana se levanto muy temprano, metió sus cosas en una maleta , le dio un beso furtivo a su madre, que estaba dormida, y salió por la puerta rumbo a la plaza del mercado. Cuando salió a la calle , todo estaba en silencio. Vio un anciano sentado en la puerta de su casa. Se acercó con respeto y le preguntó si , acaso, él sabía dónde nacían las nubes . El anciano la miró fijamente durante un buen rato, y cuando Yamila pensaba que no iba a obtener respuesta alguna, él le contestó que allá lejos,


detrás de las colinas, pero que el viaje sería muy largo, tan largo que quizá nunca encontraría el camino de regreso. A ella no le importaba con tal de irse de aquel infierno , con tal de huir de aquella telaraña que había envuelto su mundo y lo había engullido con voraz y terrible apetito.


Caminó y caminó sin descanso pasando por muchas ciudades que también estaban en guerra. Estaba tan cansada que empezó a perder la esperanza de que realmente existiera el país donde nacen las nubes, un lugar sin balas perdidas, sin miedo, sin destrucción.


Cuando por fin, exhausta, llegó a la colina , comprobó con asombro que todo era diferente a lo que ella siempre había conocido: los niños jugaban en las plazas, las tiendas estaban llenas de gente, las madres sonreían despreocupadas y no se oía


el silbido de las balas, ni el estruendo de las bombas…Caminó emocionada entre la gente, alegre de perderse en el bullicio que lo abarrotaba todo. De pronto, al mirar en el escaparate de una tienda, vio que su cara había cambiado, que ya no reconocía la extraña imagen que le devolvían los cristales. Yamila ya no era aquella niña que había abandonado su casa en busca de un mundo mejor, que había dejado atrás todo lo que amaba para alcanzar un sueño… Ahora , era una mujer. Y al doblar la esquina de aquella tumultuosa calle, entre edificios nuevos y rostros desconocidos, reconoció su casa.


El árbol Ilustración de Ana C. Martín


El viento del otoño azotaba sin tregua las ramas del árbol. Por mucho que éste se empeñaba, nada podía contra la fuerza de aquel soplo que le despojaba cruelmente de su bello manto de hojas amarillentas. Le


gustaba especialmente el abanico de colores que se mezclaban en su copa al llegar septiembre: del marrón al amarillo, pasando por el rojo, el ocre, el sepia y alguna pincelada tímida de un verde que se resistía a ceder su terreno. ¡Pero duraba tan poco aquella fiesta de colores otoñales!… El viento de octubre se había llevado una vez más su abrigo estival, y tan sólo una hoja conseguía sostenerse soportando aquel vaivén incesante. ¡Cuántas veces los vientos del otoño sacuden nuestras vidas empeñados en llevarse todo lo que quedó caduco, el equipaje que ya no nos sirve, el absurdo fardo de lo irrecuperable! Y nosotros, como la irreductible hoja del árbol , nos aferramos a lo que fuimos por miedo a lo que nos depara el largo invierno, sin ser capaces de confiar en


el eterno ritual de renacimiento que nos regalarå la primavera‌


La puerta


Llevaba mucho tiempo llamando a aquella puerta que nadie abría. Tanto, que ni siquiera se había percatado de que dentro no había luz, ni atisbo alguno de vida. Las ventanas permanecían cerradas y el polvo del


olvido lo cubría todo. Se sentía huérfana, abandonada, perdida. Acurrucada en aquella puerta , empeñada en aferrarse a las ruinas de un pasado irrecuperable, se dejó envolver por la ceguera y , durante un tiempo, no fue capaz de ver que, frente a ella, una casa nueva, invadida por la luz, las risas y la vida, abría las ventanas para que ella mirase. Por fin un día abrió los ojos. En medio de la espesa niebla que la envolvía, pudo vislumbrar una luz que se abría paso a duras penas para llegar a ella y acariciar su piel dormida. Consiguió acostumbrar sus ojos ciegos a aquella luz, y, poco a poco, fue dibujando los contornos de una puerta entreabierta por la que se colaba un resplandor dorado.


Se acerc贸 lentamente y, a medida que se adentraba en el umbral, pudo sentir todo aquello a lo que, sin saberlo, hab铆a renunciado por su obcecaci贸n: la c谩lida presencia de las cosas presentes; el aliento tenue de la vida que late; el acogedor abrazo de la certeza.


La tumba


Hoy

visité mi tumba. Aquel día hizo mucho frío y tú estabas allí, escondido tras un muro, vigilando mi sombra.


Un libro, una clave, un puente, un jardín… un sentido a tantos siglos vividos en vano. “Despierta y ven a mí”, me dijiste en sueños. Y yo recorro el largo sendero de piedra que me lleva al círculo. Y allí me paro y pongo alerta mis sentidos: olores del pasado me invaden (las flores de aquel viejo balcón parisino), voces de otras mañanas como ésta, con las manos llenas de ternura y mariposas blancas en mi pelo. Oscuras palomas escaparon de mi pecho, las azucenas se tiñeron de olvido, y ya nadie pudo hacer nada…Una profunda noche habitó en mis ojos y me dejé llevar. Ahora recibo tus lágrimas como la tierra recibe la lluvia bienhechora , y me dejo envolver por la fría oscuridad.



Los cuatro elementos


Por estar a su lado fue lluvia, viento, fuego y barro. Cuando el ardiente sol quemaba su cuerpo, ella se volvĂ­a


lluvia y caía sobre él como un llanto benéfico, acariciando así su rostro amado. A veces, era viento del Sur, cálido y suave; y alborotaba su pelo ensortijado, jugando con él al escondite envolviéndole en un fugaz abrazo. Otras veces, era viento del Norte, frío y salvaje; y azotaba fuertemente su mente para llevarse lejos los pensamientos grises que enturbiaban sus ojos. En las frías noches de invierno fue el fuego que calentaba sus manos ateridas; pero lo que más le gustaba era ser barro, y sentir como tomaba forma entre sus dedos de alfarero,


firmes y sabios, en aquel extraño ritual de amor. Un día, cansada de mostrarse ante él eternamente dividida, se armó de valor y decidió aparecer tal y como realmente era. -Vete mujer,-le dijo él con voz grave- no te necesito. Ya tengo el viento, la lluvia, el fuego y el barro. Ellos me acompañan en mi soledad y no me piden nada a cambio. Ella lo miró con sus ojos de otoño y lloró. Él cerró la puerta y la observo tras los cristales mientras se alejaba. “¡Es hermosa!”, pensó. Pero en su inmensa ceguera no pudo ver que las lágrimas que ella había derramado por su desprecio y su indiferencia, eran la lluvia que tantas veces mojó su cuerpo; que aquellas manos que él


había rechazado eran el fuego que tantas veces calentó las suyas; que aquel aliento era el viento que azotaba su rostro; y que aquel cuerpo, que ahora ya sólo se adivinaba como un punto lejano al final del sendero, no era sino el barro que, día a día, él moldeaba afanosamente con sus manos llenas de ternura y amor.



La vendedora de sue単os


“Ella deambula por el mercado de sueños. Las vendedoras han desplegado sueños sobre grandes paños en el suelo(…)” E. Galeano

Ella

siempre supo de qué material estaban hechos los sueños…


Algunos eran de papel transparente, otros de fino cristal; algunos de humo, otros de plomo y piedra. Los había también de viento y hojas secas, o de tierra mojada. Sabía que, al despertar, dejaban distintos regustos en los labios: a miel, a sal, a lágrimas, a pan recién hecho, a naranjas amargas… Desde muy pequeña aprendió a distinguir sus sabores, sus texturas, sus olores. Aprendió también a descifrar sus mensajes secretos y a diferenciarlos de las ensoñaciones ( que llegaban estando despierto y te envolvían en nubes de algodón ). Los sueños forman parte de lo que somos y ella recolectaba los suyos dispuesta a encontrarse y a reconocerse en ellos, y después


escogía los más hermosos para proporcionárselos a todo aquel que los necesitara. En el mercado todo el mundo esperaba su llegada. La vendedora de sueños creaba siempre gran expectación. Sus recipientes de colores y formas variadas atraían la vista de cuantos se acercaban por allí, y siempre había alguien que sucumbía a la tentación de asegurarse un bello sueño. Ella procuraba que siempre fuera aquel que más le convenía a cada uno, porque no había nada más decepcionante y desolador que soñar el sueño equivocado. Pero una mañana se despertó sobresaltada:¡no había tenido sueños! Ni una sola imagen anidaba


en su mente recién desvelada, dispuesta para ser recogida y depositada en su correspondiente frasco de color. Se sintió vacía, desesperada. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿ Cómo podría darle a los demás los sueños que necesitaban?

Pero aquel día no sólo las cosas habían cambiado para la vendedora de sueños. Al salir a la calle comprobó que todos hablaban animadamente y que se contaban los unos a los otros lo que habían soñado la noche anterior. Ya no eran sueños prestados, ni elegidos a la carta; medidos, pesados, calibrados y cuidadosamente escogidos para utilizarlos en el momento preciso. Eran historias personales, sueños


únicos e intransferibles, poblados de rostros amados y de personas conocidas, de lugares cercanos y de recuerdos varados en las playas de la memoria. La vendedora de sueños comprendió que todo había cambiado, y decidió que había llegado el momento de buscarse un nuevo oficio. Entró en su casa, se acurrucó en el calor de las sábanas deshechas, cerró los ojos lentamente, con un cansancio antiguo y profundo, y se dispuso a soñar sus propios sueños y a olvidarlos cada mañana con la bruma del despertar.



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