HISTORIA DE LA REVOLUCION DE TRUJILLO

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ALFREDO REBAZA ACOSTA

HISTORIA DE LA REVOLUCIÓN DE TRUJILLO



ALFREDO REBAZA ACOSTA

HISTORIA DE LA REVOLUCIÓN DE TRUJILLO


Historia de la Revolución de Trujillo Alfredo Rebaza Acosta Luis Alva Castro (Editor) Tercera Edición. Lima, julio de 2012 Portada: “El Sollozo”, del pintor mexicano David Alfaro Siqueiros Corrección: Jorge Coaguila (Instituto Víctor Raúl Haya de la Torre) Cuidado de Edición: Alejandro Cruz Espinoza (Instituto Víctor Raúl Haya de la Torre) Fotografías: Archivo del Instituto Víctor Raúl Haya de la Torre Hecho el depósito legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° 2012-07576 Impreso en el Perú. Diseño e Impresión: Litho & Arte SAC., Jr. Iquique N° 046 - Breña


Nuestro agradecimiento: a LUIS ALVA CASTRO Por su iniciativa e interés en la publicación de este libro. a CARLOS DEL RÍO CABRERA Presidente del Concytec por su apoyo para la publicación.



Palabras de recuerdo

Alfredo Rebaza Acosta ha tenido el coraje de escribir el testimonio de la revolución de Trujillo en 1932. Aquel hecho, acaso el más violento en la historia social del Perú del siglo XX podía haberse quedado sin cronista de no ser por el atrevimiento y el amor a la causa del cambio profesado por este maestro huamachuquino. Cuando los compañeros se veían obligados a enterrar o esconder sus carnés apristas por temor a una condena a muerte, Rebaza Acosta osó tomar la máquina de escribir y escribir de un tirón la historia prohibida. Gracias a él, el aprismo y el Perú tienen una visión real de la tremenda conmoción revolucionaria. En medio de fusiles todavía humeantes y de nefastos paredones de la muerte, Rebaza continuó su tarea hasta terminarla. La propaganda del gobierno de Sánchez Cerro y el embuste de los periódicos adictos al régimen criminal se estrellaron contra estas páginas que proclamaban la verdad. Gracias a este libro, todos seremos capaces de recuperar la memoria incluso en los momentos en que deseemos perderla. El editor agradece a los hijos de este bravo escritor, doctora Adriana Rebaza Flores, médico; doctor Alfredo Rebaza Flores, médico y doctor Alberto Rebaza Flores, Abogado, por haber guardado con celo el testimonio y permitir que otra vez lo lancemos a los cuatro vientos al cumplirse 80 años de la Revolución de Trujillo. Esta edición está dedicada a las juventudes del presente y del futuro, con la seguridad de que este libro siga arrojando luz sobre los hechos, sobre los que se han dado tantas y tan contradictorias versiones.

LUIS ALVA CASTRO


Víctor Raúl y Carlos Manuel Cox, 1931


Histórica fotografía del Grupo “La Bohemia” de Trujillo, donde aparece Álvaro Pinillos, Antenor Orrego, Víctor Castillo, Ismael Paz, Óscar Imaña, César Vallejo, Alcides Spelucín, José Agustín “Cucho”, y Víctor Raúl Haya de la Torre (primero a la derecha), entre otros miembros.


Periodistas de Trujillo integrantes del “Grupo Norte”, 1925. Alcides Spelucín, Alfredo Rebaza Acosta, Antenor Orrego, J. Enrique Pinillos, Raúl Edmundo Haya, Jorge Eugenio Castañeda, Santiago Vallejo, H. Sousa, Federico Esquerre “Squerriloff” y Luis Cáceres

Víctor Raúl regresa al Perú, después de 8 años de exilio. En la fotografía, su reencuentro con Manuel Seoane en Talara, 1931.


Índice

Nota preliminar a esta edición, Luis Alberto Sánchez Carta prólogo, Luis Alva Castro Prólogo a la primera edición, Luis Alberto Sánchez

xiii xv xvii

I ANTECEDENTES DE LA REVOLUCIÓN 1 La masacre de Paiján Las violaciones de Chocope La masacre de la Noche de Pascua II PREPARATIVOS DE LA REVOLUCIÓN Organización del Valle

15

III

EL EPISODIO PRINCIPAL DE LA REVOLUCIÓN DE TRUJILLO: El ataque al cuartel O’Donovan

IV

LA RENDICIÓN DE LA PREFECTURA 39

28

V DISPOSICIONES DE LA PREFECTURA REVOLUCIONARIA 48 VI

ACTITUD DEL GOBIERNO FRENTE A LA REVOLUCIÓN 58

VII

EL COMBATE DE LA FLORESTA 62

VIII ATAQUE POR LA PORTADA DE LA SIERRA El ataque de las fuerzas gobiernistas por la Portada de la Sierra La tragedia de la cárcel IX

67

LA BATALLA DEL 10 DE JULIO O DE LA TRINCHERA 79


XII

Índice

X

LA REPRESIÓN SANGRIENTA 88

XI LA TRAGEDIA DE CHAN CHAN 102 Un sueño que fue una revelación para Vásquez La marcha hacia el lugar del sacrificio A dos dedos de la muerte Un abrazo para la madre ausente Una escena con el capitán Ortega Otra escena con el teniente cuyo nombre ignora Vásquez se juega el todo por el todo La persecución fue tenaz Me creían muerto y me velaban en Cartavio Otro caso inaudito

ANEXOS

1 2

Texto de la sentencia expedida por la Corte Marcial Actuación del capitán Don J. Leoncio Rodríguez Manffaurt durante el Movimiento Revolucionario de Trujillo

115 135


Nota preliminar a esta edición

Alfredo Rebaza Acosta fue un notable catedrático y escritor especializado en Historia de la Cultura sobre la cual publicó en 1967 una excelente obra, un texto para el curso que dictaba en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Rebaza cultivaba a la par, la historia y la literatura y hasta hoy, después de su muerte, esperamos ansiosos su nutrido ensa­yo sobre la poesía de Leónidas Yerovi y otras obras que sabe­mos ha dejado inéditas. Su estilo era muy claro y directo. Estu­dió en la Universidad de La Libertad, en donde entonces eran estudiantes jóvenes tan destacados como Manuel Vásquez Díaz, Carlos Manuel Cox, Luciano Castillo, y por sus claustros habían pasado las egregias figuras de Haya de la Torre, César Vallejo, Alcides Spelucín, Antenor Orrego, entre otros. Hervía Trujillo cuando Rebaza fue alumno de esa universi­dad, figurando en forma destacada con la aparición del APRA, formó parte de las ardorosas huestes que, en julio de 1931, reci­bieron de regreso a la Patria grande y a la Patria chica a Víctor Raúl Haya de la Torre, convertido, después de 8 años de comba­tivo exilio, en jefe de un partido nuevo y en candidato a la Pre­sidencia de la República. No fue una iniciación alegre, no lo po­día ser. El APRA representaba un movimiento, una experiencia vale­rosa, revolucionaria, con el que estaba y estarían en pugna todo lo que significaba estancamiento, lucro, explotación y sumisión colectiva a intereses extranjeros y a una plutocracia criolla y vo­raz que temía cualquier cambio social y cualquier intervención que no satisficiera sus apetitos. Todos los que pertenecíamos y pertenecemos a la promoción nacida entre 1900 y 1920, conocimos una lucha dolorosa y gene­rosa que está muy lejos de cualquier estallido meramente retórico.


XIV

Nota preliminar a esta edición

Conocí a Alfredo Rebaza Acosta —precisamente en setiembre de 1933—, cuando yo volvía de mi primer destierro, como pasaje­ro de tercera a bordo del viejo Cautín de la Compañía Sudame­ricana de Vapores. El barco, un caletero, hacía escala en el Puer­to de Salaverry, donde subieron a saludarnos numerosos apristas de Trujillo: uno de ellos, alto, robusto, sereno y cordial. Alfredo Rebaza Acosta fue quien llevó la palabra del grupo y nuestro abrazo selló una amistad que solo acabó con su muerte, muchos años después. Considero que no es ya necesario ni acaso conveniente reme­morar con detalles los sucesos políticos de lo que un escritor ha denominado, con bastante acierto, “El año de la barbarie”. Ha­cerlo, tal vez despertaría larvados instintos que podrían renovar el trágico experimento político de entonces. Pero los hechos son los hechos. El balance del quehacer político entre setiembre de 1931 y abril de 1933 fue dolorosamente precursor de algo que empezó en febrero de 1980, el terrorismo, y continúa hasta el momento en que escribo estas líneas. Su resultado más evidente y cruento es el cuadro de alrededor de veinte mil peruanos victi­mados insana y cobardemente. La Revolución de Trujillo de 1932 y la forma desmesurada de reprimirla constituyó un fruto amargo de una torpe y feroz siembra de odios y vicios que empiezan, felizmente, a ser supe­rados. Alfredo Rebaza Acosta, miembro juvenil del Grupo Norte en el que resplandecían, entre otros, Vallejo, Orrego, Haya de la Torre, Spelucín, Esquerre, Sandoval y Valderrama era un hom­bre culto y sensitivo; no fue un político oportunista y su testi­monio es un digno grito de la verdad, una verdad dicha con sen­cillez, como todas las verdades verdaderas. LUIS ALBERTO SÁNCHEZ Abril de 1989


... “pocas veces, una ciudad aguantó tanto y tanto esperó”...

Querida Adriana: Haya de la Torre dijo una vez que el heroísmo es trujillano. Lo aseguró recordando los días asombrosos en que Trujillo se le­vantó contra un tirano, soportó el asedio de todo un ejército y aceptó la muerte de sus hijos mejores como una de esas inmola­ciones que suelen purificar la causa de los pueblos. Recia histo­ria e interminable martirio. Pocas veces, una ciudad aguantó tan­to y tanto esperó: debe ser por eso que su nombre está íntima­mente ligado con la historia del movimiento aprista y de la lu­cha por la justicia social en el Perú. Hubo un momento en que pareció que la leyenda iba, como en los tiempos inmemoriales, a tan solo transmitirse por tradi­ción oral. Tanta era la represión y tan acalladas estaban las voces libres. De la Revolución de Trujillo tan solo se supo en el mundo a través de la prensa oficialista cuya versión bien puede imagi­narse. Sin embargo, un liberteño, aprista y escritor, tuvo el cora­je de escribirla. Fue tu padre, Adriana, quien lo hizo y, gracias a él, los detalles de esa maravillosa insurgencia no se perdieron. Todo lo que después se ha escrito sobre el tema tiene obligada referencia al libro publicado por primera vez en 1934. Sin em­bargo, la edición parecía estar a punto de correr la misma suerte que su relato. Los tiempos de dictadura que luego siguieron sig­nificaron el decomiso de la mayoría de sus ejemplares, cuando no la simple incineración de los mismos como material subversi­vo, pero el pueblo, que guarda y esconde todo lo que se parece a una esperanza, recogió, escondió y hasta sacó copias del libro en mimeógrafos clandestinos. Por mi parte, te confieso que fue así como leí el libro por primera vez. Al autor lo conocí cuando fue mi profesor en el Colegio Mili­tar Leoncio Prado. Lo recuerdo, con su terno azul marino y su corbata a rayas, llegando al plantel en las brumosas mañanas de La Perla y


XVI

Carta de Luis Alva Castro

paseando luego lentamente por el salón de la clase mientras evocaba la personalidad de algún héroe de ayer y la iba delineando, con trazos vigorosos, hasta lograr que lo sintiéramos presente y nuestro, al igual que su ejemplo. Creo que fue enton­ces cuando aprendí que es duro vivir en el Perú, pero que bien vale la pena. Toda la historia del siglo XIX —la independencia, la Confede­ración, la abolición de la esclavitud, el 2 de Mayo, la infausta Guerra del Pacífico— revivía en las palabras del maestro y llega­ba hasta nosotros con la nitidez de los hechos presentes. De él aprendimos que el Perú es un proyecto inacabado y que los hombres de estas latitudes, a diferencia de los que nacen en las naciones poderosas, venimos al mundo con una misión precisa: construir una patria bella y un espacio verdaderamente habita­ble para los que vengan después. Creo que Rebaza Acosta no tan solo ha enseñado historia, si­no que también la ha hecho. Y por eso su magisterio, más que una simple evocación de sucesos, ha sido todo el tiempo una per­manente incitación a cambiar el mundo. Así lo supimos sus jó­venes discípulos de entonces y así lo saben quienes ahora lo leen. Por eso esta edición de su Historia de la Revolución de Trujillo tendrá siempre la virtud de traer hasta nosotros el recuerdo de los bravos luchadores de entonces y de todas las épocas, y la cer­teza de que ningún esfuerzo es vano cuando se ha apostado el corazón por una causa generosa. LUIS ALVA CASTRO Diciembre de 1989


Prólogo

Estaba en Panamá, en el destierro, cuando llegó la noticia: “Trujillo se ha sublevado”. La noticia venía directamente: los revolucionarios de La Libertad la habían comunicado a los com­pañeros apristas del exterior. Nosotros esperábamos un estallido, pero la fecha de aquel nos sorprendía. Desde el primer instante comprendíamos todo; era imposible sofrenar por más tiempo a las masas. El insulto, la prisión, el asesinato, la violación, la vigi­lancia humillante, la condena al hambre, la crueldad insaciable, tenían que reflejarse en un acto de heroísmo y desesperada ga­llardía. Pero la gallardía no es suficiente para lograr la victoria. Sentimos en lo más hondo del espíritu la terrible responsabili­dad de la hora y estuvimos prestos a acudir al lugar de peligro. Un cablegrama apremiante cruzó los mares: “Esperamos órde­nes. Estamos listos a partir primer barco. Resistan”. El cable no pudo llegar ya. Las vías estaban controladas por las fuerzas de la tiranía. No respondía más la estación revolucionaria de Truji­llo. A pesar de eso, de Panamá salió un refuerzo para la revolu­ción, pensando hacer lo imaginable para llegar a tiempo. No fue posible. Era tarde. En Guayaquil, los compañeros Cox y Colina encontraron la noticia de la toma de Trujillo. Se había frustrado el heroico movimiento. Sobre las trincheras que la decisión y el entusiasmo cavaron se iban a alinear los pelotones de víctimas. Por las calles trujillanas se realizaba una salvaje cacería de hom­bres. El 22 de julio, 16 días después del estallido y 10 días des­pués de la toma de Trujillo, bombardeada por aire, mar y tierra, las damas trujillanas, espeluznadas por la trágica matanza sin le­galidad, se dirigían a don Manuel Ruiz Bravo, entonces coronel, pidiéndole que cesara la hecatombe. En seguida se entronizaron las Cortes Marciales. El 27 eran fusilados 44 apristas más y con­denados a muerte 58 ausentes. La orden que acompañó la condena fue sencillamente salvaje: se autorizaba a matar a los con­denados en ausencia, donde quiera que fuesen hallados. Un tele­grama de Trujillo, firmado por un miembro de la Secretaría Pre­sidencial, y publicado en El Comercio del 18 de julio, edición extraordinaria, decía: “todos estudiantes, empleados, obreros deben ser


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castigados. No debe haber contemplaciones con Aprismo de arriba”. En cumplimiento de esto, Víctor Raúl Haya de la Torre fue puesto en capilla en la Penitenciaría de Lima: “Prepárese para partir a La Libertad: va usted a ser juzgado por una Corte Marcial. Lo fusilarán seguramente”. Haya de la Torre es­peró, vestido, listo al viaje, toda la noche. La muerte no llegó sin embargo. Pero el suplicio se había cumplido. Y aún rondaba la muerte, impulsada por la insania de un grupo de paranoicos en función de gobernantes y consejeros. Regresaba del destierro. En barco chileno. Pasaje de tercera. Los exiliados apristas volvemos en tercera y no recibimos boletos oficiales. En la charla camaraderil de a bordo, uno de los oficia­les chilenos comienza a tejer comentarios: “—Aquí viajó— contó esa tarde— un familiar del Presidente con su Secretario. De sus labios oí contar que los fusilados de Trujillo fueron enterrados muchos de ellos sin haber concluido aún de agonizar. Se les en­terraba vivos. Las manos crispadas sobresalían de entre las tum­bas, en un último y pavoroso saludo aprista. A muchos los fusi­laron porque se les encontró sobre la camisa la huella de haber llevado las correas de la canana, o porque en el pecho, cerca de la axila derecha, tenía la señal de la culata del fusil. Eso bastaba. Era un insurgente. Y el pelotón de ejecución sin ley o el disparo aleve segaba impiadosamente vidas y vidas. Cayeron estudiantes de catorce años, sanjuaninos maravillosos. Cayeron mujeres y ancianos. Para nadie hubo piedad. Era necesario deshacer la po­blación de Trujillo por el delito de amar su libertad. Había que aniquilarla. Todo vejamen era poco. Toda afrenta irrisoria. Toda crueldad, perdón. Y así, de los labios de los actores mismos de la espantosa tragedia escuché estos relatos que todavía me cris­pan los nervios y me sobrecogen de asco, de indignación y de rabia... Calló el oficial chileno. Esa tarde no hablamos más. Habíamos llegado a Salaverry. Subieron los compañeros. Entre ellos varios sobrevivientes de la hecatombe, muertos civiles y Alfredo Rebaza Acosta, el autor de este libro. En Lima he conocido, después, y sigo conociendo a héroes de la Revolución. Ya en Quito, el destierro me puso en contacto con Augusto Silva Solís, subprefecto de la Revolución, condena­do a muerte en ausencia, quien, en


Prólogo

XIX

dolorosa odisea llegó a pie hasta el Ecuador, huyendo de la barbarie civilista. Silva me refi­rió muchos episodios que hoy veo resurgir en el relato de Reba­za Acosta. Por este cotejo a la distancia infiero más y más la ab­soluta veracidad de las narraciones. He conocido más. He cam­biado palabras con Cortijo, uno de los “resucitados”, pues ha­biéndosele dejado por muerto — dispararon sobre él, pero las ba­las al perforarle las orejas le aturdieron y le hicieron perder el sentido, su primer impulso al regresar a la vida fue pedir su plaza de costumbre al lado del compañero Haya de la Torre. He sabi­do de la conducta heroica de los 120 “dorados” de Víctor Raúl, 45 de los cuales cayeron asesinados por las fuerzas de la tiranía. Un desfile macabro y glorioso me ha arrancado la promesa inde­clinable de seguir en la lucha hasta la victoria final. Pero, todo ello no excluye el balance sereno y la disección teórica de los hechos. En las múltiples rebeldías y levantamientos del Perú, tocóle papel beligerante antes al Sur que al Norte. La etapa caudillista es una etapa de fervor. De sentimentalidad. De emoción. La emoción exaltaba a los hombres y los conducía al sacrificio. El Dean Valdivia escribió un magnífico relato de “Las revolucio­nes de Arequipa”. Alguna vez, analizando esos hechos en un en­sayo titulado “Los tres Perú” —que se publicó en Amauta, 1930— destacaba yo que diferencias mayores que, entre costa y sierra, son las de sur, centro y norte. En aquel atisbo de un en­juiciamiento panorámico del Perú, asignaba yo el papel polémi­co al Sur, el crítico al Centro y el filosófico al Norte. El ímpetu partía al Sur, el escepticismo lo escollaba en el Centro, pero la pertinacia conservadora arraigaba en el Norte. Aparentemente en aquella primera etapa, los factores más reaccionarios tenían que residir en el Norte, en donde la concentración de la propie­dad agraria era más veloz y mayor que en el Sur. Pero sobrevino el alud imperialista. Desde fines del siglo pa­sado, las pequeñas propiedades fueron absorbidas por las empre­sas imperialistas y por el latifundio. Acentuóse el desequilibrio económico, a medida que aumentaban los grandes propietarios. El dicho de Plinio justificaríase una vez más: “Latifundia Italiam perdidere”. En la región minera de la sierra del Centro, la pequeña propiedad fue absorbida por el empresario yanqui. El trágico Mac Cune pasó a ser un símbolo del imperialismo maño­so, terco y opresor. En el Norte poco a poco aparecieron los tentáculos imperialistas. El petróleo en Talara, Zorritos, Lobitos; el azúcar en La Libertad; el


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arroz en Lambayeque; la plata en la sierra de La Libertad; paralelamente hiciéronse más vora­ces las ansias de la Standard Oil y la Lobitos Oilfields; Casa Grande adquirió un puerto propio en 1915 y empezó la ruina de Trujillo; después la Northern iría absorbiendo tierras y tie­rras en afán de usufructuar los famosos minerales del Perú. Tra­jo el imperialista una técnica más avanzada y emprendió el trabajo con grandes masas de obreros. Irrumpió así un proleta­riado al cual la opresión acendró su conciencia de clase. Las huelgas de Chicama hicieron rodar a centenares de trabajadores, campeones de sus propias libertades. El trabajador del Norte se alineó en una clase. Sintió la explotación en la forma aguda y moderna, porque ahí existía ya la gran industria en virtud de la interferencia imperialista y de la depuración técnica del gamonal criollo, uncido al carro del rubio dueño de la tierra morena. Ló­gicamente, marxistamente en esa zona debía formarse la van­guardia del movimiento liberador del Perú. No depende ello de ninguna condición externa, de ningún milagro caudillesco. En las filas apristas dirigentes figuran hombres de todas las regiones del Perú; trujillanos, arequipeños, cusqueños, limeños, lambayecanos, loretanos, cajamarquinos, huanuqueños, tacneños... De todas partes. Las masas apristas los aclaman por igual y tienen confianza, igualmente, en ellos. ¿Por qué? No porque sean oriun­dos de tal o cual región o porque lleven este o ese nombre, sino sencillamente porque las masas apristas tienen conciencia de su misión revolucionaria y saben disciplinarse, sacrificarse y luchar, con claro concepto de lo que hacen y por lo que hacen. La realidad económica, pues por el mayor desarrollo de la gran industria y la hipertrofia del latifundio, convirtió a ciertas zonas del Norte en el lógico campo de batalla de la lucha social, como otras zonas habían sido campo de las batallas solamente políticas. Ningún sector de trabajadores más castigado que el sector de trabajadores de ingenios azucareros y arrozales, de minas y telares; en ellos se ha cristalizado antes la conciencia reivindi­catoria. Así como en las masas indígenas prendió soberanamente la chispa insurreccional a fines de siglo XVIII, así en el siglo nuestro son las masas trabajadoras las que en la disciplina de fá­brica se han disciplinado más eficazmente. Ellas comprenden la necesidad del frente único de trabajadores manuales e intelec­tuales que propugna el Aprismo, y se dan a esta tarea. Conscien­tes de la indispensable capacitación para ejercitar su tarea políti­ca, es lógico que muestren una indeclinable solidaridad en el só­lido y robusto frente único, bautizado con sangre el 23 de ma­yo de 1923.


Prólogo

XXI

Esta explicación teórica y estrictamente ajustada a los he­chos, basta para dar cuenta de las razones por las cuales el movi­miento aprista ha tenido, hasta ahora, su baluarte en determina­das regiones; y por lo que hoy, incorporadas las masas campesinas a él, forman ya bajo sus banderas, no ejércitos, sino vanguardias de todo el Perú. Ningún afán regionalista. Soy limeño y no cabe en mí, por consiguiente, prejuicios de norteñismo ni sureñismo. gran amador de lo indígena y fervoroso admirador de lo incaico y de las insurrecciones permanentes del campesinado sureño, de­bo reconocer, de acuerdo con la realidad, el aporte del trabaja­dor, —organizado como clase por la Gran industria—, unido a las clases medias empujadas a la proletarización por la alianza de ga­monales e imperialistas en la tarea de conquistar, por medio de organizaciones permanentes, la Justicia Social. Es necesario recordar esto, porque no se debe confundir la constatación rigurosamente realista y científica con el entusias­mo regionalista o la parcialización local. En el Aprismo no ca­ben tales predilecciones de campanario. Pero tampoco se callan las verdades por halagar vanidades. Estudio desapasionado y ve­raz de nuestras realidades, no lo guía ninguna predilección ni prejuicio subalterno. Ni lo enmudece ningún temor, ni lo enar­dece ninguna incitación que no sea estrictamente objetiva y comprobable. Así colocadas las cosas, la Revolución de Trujillo se explica por sí sola. No por los atropellos nada más, sino por la realidad económica de la región. La huelga política del Norte, en 1931, ha sido la primera en el Perú. Por ella, los trabajadores del campo y la fábrica del de­partamento de La Libertad manifestaron su repudio al régimen civilista que de nuevo se entronizaba en el país. Y, compren­diendo que la labor social es inseparable de la tarea política, se aunaron en una sola protesta contra el sistema de opresión que volvía a entronizarse, bajo la personificación de Sánchez Cerro, el mismo que había sido el ejecutor de las masacres de obreros e indígenas durante el breve lapso de tiempo de su periodo en la Junta de Gobierno —27 de agosto de 1930 al 1o. de marzo de 1931—, fecha en la cual la acción conjunta de la Escuadra, im­portantes sectores del Ejército, la Policía y la civilidad íntegra lo obligaron a abandonar el mando y el territorio de la nación. Su retorno al gobierno, el 8 de diciembre de 1931, era claro


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anuncio de lo que iba a ocurrir en seguida. El mismo 8 de diciembre, diez ancianos rodaban, abaleados miserablemente en Paiján y en seguida numerosas mujeres eran violadas en otras poblaciones de La Libertad, pagando así el delito de mantener su credo aprista. La Revolución de Trujillo ha sido, pues, la cristalización de un proceso lógico, esperado. A medida que se ve más claramente la realidad económicosocial peruana, el ejemplo de Trujillo se hace carne en las masas explotadas. Para los teóricos de ensayos exóticos, esto resulta sorprendente, pero es así y tiene que ser así. Mal digerida interpretación produce pasmo ahí donde de­biera producir nada más que confirmación y asentimiento. Con­tra esa sorpresa vana de teorizantes desorbitados, basta oponer el caso concreto, tangible, sangrante y enorgullecedor de las ma­sas trabajadoras de nuestros centros industriales afiliadas ínte­gramente al Aprismo. El Aprismo responde a sus necesidades y resume sus aspiraciones. En cambio, intelectualoides son los que aguzan su extremismo verbal y su falta de responsabilidad efec­tiva ante el peligro y en la hora de la acción, extremismo verbal paralelo a timidez y cobardía actuante. El Aprismo ha eviden­ciado por vez primera en el Perú, cómo no es necesaria la exalta­ción verbalista ni el exceso declamatorio para cumplir firme­mente, heroicamente, tenazmente el deber a que nos convida nuestro tiempo y nuestra realidad. Nacido del dolor de un pueblo, amasado con el dolor de las clases oprimidas del Perú, el Aprismo peruano avanza y sigue avanzando por el dolor y con el dolor. Nada para él ha sido ni será fácil. Por lo mismo su triunfo será definitivo, merecido y perdurable. Por vez primera, el Perú contempla el caso de un partido, bajo cuyas banderas, se reúnen centenares de millares de hombres, conscientes de que deben sacrificarse. Ningún se­ñuelo de recompensas inmediatas los congrega. Ninguna ambi­ción de galardones fáciles los empuja. Saben todos que en el Aprismo el sacrificio es interminable, y que las alegrías surgen de la convicción de sabernos sacrificados y sacrificándonos en la forja de una obra perdurable y segura, inevitable y próxima ya: la liberación de las clases oprimidas, el acercamiento de la Justi­cia Social. La página de dolor de la Revolución de Trujillo sería, por eso, aun cuando el movimiento no hubiera tenido por airón el airón aprista, sería una página aprista. Estamos orgullosos de ella. Los dos mil muertos sembrados por la tiranía en esa jorna­da vesánica; los colegiales masacrados en el flor de su adolescen­cia; las mujeres victimadas con el grito de rebeldía en los labios;


Prólogo

XXIII

los viejos que, como Fidel León, dieron a la muerte el sabor in­comparable de su ironía suprema, todos y cada uno son ejemplo y acicate para la lucha definitiva, para la tarea final. Al terminar de leer las páginas de este libro me he sentido or­gulloso y avergonzado. Orgulloso de pertenecer al Partido que da tal clase de hombre. Avergonzado de no haber podido, lo re­pito, estar con ellos. Pero, llegará la hora en la que los que no pudimos, por el destierro, realizar un sacrificio más, tengamos ocasión de realizarlo plenamente. Escuela de dolor y de sacrifi­cio, pero de sacrificio y dolor fecundos, el Aprismo nos ha ense­ñado, aun a los intelectuales egoístas, aristárquicos y vanidosos, como yo, nos ha enseñado a servir. La memoria de todos los mártires del Aprismo, entre los cuales se confunden obreros y estudiantes, maestros y campesinos, oficiales y soldados, mari­neros y policías, jóvenes y viejos, empleados e indígenas, muje­res y niños; la memoria totalizadora de esos mártires caídos en Trujillo, Lima, Huaraz, San Lorenzo, Cajamarca, Apurímac, Tacna, Iquitos, Cusco; la memoria de esos mártires nos compro­mete y nos conduce. Como ellos, a la hora definitiva, repetimos el grito aprista de todas nuestras grandes jornadas, el grito de las horas decisivas. EN LA LUCHA: HERMANOS; EN EL DOLOR: HERMANOS; EN LA VICTORIA: HERMANOS ¡SOLO EL APRISMO SALVARA AL PERÚ! Luis Alberto Sánchez


XXIV

Agustín “Cucho” Haya de la Torre.


XXV

BĂşfalo Barreto


XXVI

Víctor Raúl en el Teatro Popular de la calle Ayacucho, con el clásico saludo aprista. Trujillo, 1931.


XXVII

Manuel “Búfalo” Barreto en la quinta de Llorens, cinco días antes de la revolución de Trujillo


XXVIII

Víctor Raúl Haya de la Torre durante su campaña de 1931


XXIX


Haya de la Torre entrando a Cajamarca. En la garita de control la polic铆a revisa la documentaci贸n, 1931.

XXX


Haya de la Torre ante una multitudinaria concurrencia de militantes apristas, a su arribo a la ciudad de Chiclayo, 1931.

XXXI


VĂ­ctor RaĂşl hablando a los campesinos en la Hacienda de Laredo, 1931.

XXXII


XXXIII

Antenor Orrego, Ciro Alegría y Alcides Spelucín.


Otra vista donde se aprecia a Víctor Raúl Haya de la Torre y su “Manifiesto a la Nación”. Domingo 12 de noviembre de 1931

XXXIV


XXXV

Con Manuel Arévalo, militante aprista que ofrendó su vida por los ideales partidarios. En esta fotografía, unidos mas allá de la muerte.



I SUMARIO:

ANTECEDENTES DE LA REVOLUCIÓN El Apra en el departamento de La Libertad. Se emplea la fuerza para apagar el Aprismo. La masacre de Paiján. Diez ancianos destrozados por la Guardia Civil. Las violaciones de Chocope. Las apristas son violadas en los campos. La masacre de la Noche de Pascua en Trujillo. Muertos y heridos. Las mujeres de la Cruz Ro­ja abaleadas. Se clausuran las Universidades Populares González Prada.

Bastará citar una cifra para demostrar la fuerza enorme del Aprismo en el departamento de La Libertad. De 4.600 electores que se inscribieron en el Registro Electoral de Trujillo para las elecciones de 1931, 4.300 votaron por el APRA. O lo que es lo mismo solo faltaron 300 votos dispersos para unanimizar la vo­tación. Casi lo mismo pasó en el resto del departamento. Basta­rá recordar que en la provincia de Huamachuco, sobre una base de 1.200 electores, el comandante Sánchez Cerro sacó tres votos. El Aprismo, pues, tenía su baluarte más infranqueable en el departamento de La Libertad. Y no se nos diga que ello obede­ció a un estrecho sentimiento regionalista, ya que el candidato del APRA a la Presidencia de la República, Víctor Raúl Haya de la Torre, era trujillano. No, más bien ello se debió —y esto es menester dejar ejecutoriado— a una mayor comprensión del mo­vimiento aprista, dadas las múltiples circunstancias. Así, por ejem­plo, bastará recordar que el departamento de La Libertad resis­te a la succión de los tentáculos de tres imperialismos: alemán, inglés y norteamericano. Las poderosas negociaciones imperialis­tas, The Cartavio Sugar Co. inglesa, Empresa Agrícola Chi-


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Historia de la Revolución de Trujillo

cama Ltda., alemana y The Northern Peru Mining & Smelting Company, norteamericana, han dado lugar a la formación —en sus vas­tos campos y en sus inmensas fábricas— de un proletariado y de un campesinado con alto grado de conciencia de clase y con no poco fervor revolucionario ante la injusticia. No es este el lugar ni la oportunidad de examinar el proceso económico de la Revolución de Trujillo. Habrá en ello mucha tela para plumas más expertas y mejor entintadas que la mía. Pero sí urge dejar establecido que el movimiento renovador aprista en el departamento de La Libertad tuvo hondas raíces económicas y fue el fruto, repetimos, no de un estrecho senti­miento regionalista, sino de una legítima y auténtica conciencia política. Cuando el comandante Sánchez Cerro, desde un balcón de la plaza San Martín, anunció a las Américas que los apristas “no de­bían esperar nada de su gobierno” y que, lejos de eso, “pulveri­zaría al APRA” indudablemente que se impuso la romana tarea de pulverizar a medio Perú. Y en esta trayectoria de exterminio, era lógico suponer que se comenzara por el foco más poderoso del Aprismo: por el departamento de La Libertad. Refiramos los hechos. LA MASACRE DE PAIJÁN En los primeros días de diciembre de 1931, el gobernador de Paiján, guardia civil Fernández, conocedor, sin duda, de la huel­ga política que preparaba el Partido Aprista Peruano para pro­testar por la exaltación al mando del comandante Sánchez Ce­rro, imaginó que los apristas iban a atacar la comisaría de aquel lugar, y, con este motivo, comenzó a transmitir a la subprefectura de Trujillo noticias alarmantes sobre un inminente golpe, pi­diendo refuerzos para su puesto. Posteriormente, el guardia Fernández desestimó su pedido de refuerzos porque dijo que el peligro había desaparecido. Mientras tanto (y sin tener de ello conocimiento las autorida­des de Trujillo que condenaron la masacre), se había puesto de acuerdo con la Guardia Civil de Casa Grande, que, al mando del teniente Alberto Villanueva, vendría hacia Paiján en el momen­to oportuno. Y así fue. El 6 de diciembre de 1931, a las 3 de la tarde más o menos, el guardia Fernández que había solicitado la ayuda de algunos


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particulares ante el temor de un ataque aprista, hizo al­gunos disparos que alarmaron al vecindario que se comenzó a arremolinar en la plaza principal, deseoso de averiguar lo que pasaba. A los pocos minutos apareció el teniente Villanueva con 15 hombres montados, que se diseminaron por distintos sitios y co­menzaron a hacer cerradas descargas sobre todo grupo de gente que encontraba a su paso. Villanueva portaba en su mano una lista y preguntaba por determinados elementos del lugar a quie­nes, seguramente, se trataba de apresar. Se allanaron domicilios, se rompieron ventanas y cayeron, víctimas de las balas dum-dum de las tropas, los siguientes ciudadanos, en su mayoría ancianos que no pudieron correr del fogueo: Braulio Esparza, de 65 años, herido en los intestinos. Mauricio Román, de 35 años, herido en el hombro izquierdo, con estallamiento de la clavícula del mismo lado. Cecilio Murrugarra, de 85 años, tres heridas, una en la cara, otra en la muñeca y otra en el muslo. Benito Pretel, de 60 años, estallamiento de la bóveda craneana. Julio García, de 34 años, herido en el tórax, lado derecho. Noé Abanto, de 52 años, estallamiento de la región occipital. Manuel Chirinos, de 50 años, herido en el tórax, en la tetilla izquierda. Ricardo Flores, de 57 años, herido en la tetilla derecha. Julio Ciprian, de 62 años, herido en la rodilla y en la región lumbar. Hipólito Vieda, de 70 años, estallamiento del vientre, con proyección de las masas intestinales. Resultaron heridas las siguientes personas: Lorenzo Valqui Roncal, José López Valqui, Ruperto Olivares, Noé Polidoro Vásquez, Carmen García, Pablo Aniceto, Manuel Benito y Cruz Chávez. El entierro de las víctimas se efectuó al siguiente día de la masacre y la Prefectura del departamento se apresuró a enviar ataúdes, a tal extremo llegó la unánime condenación pública por estos desgraciados sucesos. LAS VIOLACIONES DE CHOCOPE El 8 de diciembre fue la exaltación al mando del comandante Sánchez Cerro y el 9 del mismo, el destacamento de la Guardia Civil de la hacienda Casa Grande incursionaba en Chocope, con el


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objeto de clausurar a la fuerza el local del comité aprista de ese lugar. Iban al frente de este destacamento el capitán Ezequiel Muñoz y el teniente Alberto Villanueva. En la calle de Bolívar, de la pacífica población de Chocope, es­taba ubicado el local aprista. Aquel día 9 de diciembre de 1931, sesionaban tranquilamente, a las 3 de la tarde, los afiliados del Partido hombres y mujeres. Intempestivamente los moradores de Chocope vieron entrar varios automóviles y un camión, conduciendo tropa. Se dirigie­ron hacia la calle Bolívar, echaron pie a tierra los soldados, en­chufaron las cacerinas de sus armas, los jefes sacaron a relucir sus pistolas y se metieron a violentar el local aprista, haciendo descargas al aire y soltando gruesas interjecciones. El desconcierto y la confusión fueron grandes, los sesionan­tes, sorprendidos, trataron de ponerse a salvo y los atacantes, fu­riosos, comenzaron a maltratar a hombres y mujeres. Algunos de los presentes fueron torturados, con el fin, según se afirma, de arrancarles declaraciones sobre el sitio donde se ocultaban las bombas de mano que habían fabricado. Las mujeres fueron sacadas a culatazos y empellones y condu­cidas al puesto de la Guardia Civil. Aquella noche fueron viola­das en el campo, por jefes y soldados, las siguientes mujeres: Do­lores Orbegoso, Saragoza Vargas, Concepción Vergara, Filome­na Sánchez. Otras como Petronila Costa, Esther Vallejos y San­tos Barriga vda. de Vallejos estuvieron a punto de ser violadas, pero su desesperada resistencia las puso a salvo. El siguiente documento es bastante explícito y veraz: Señor Juez de Instrucción: Dolores Orbegoso, de 20 años de edad, Saragoza Vargas, de 26 años de edad, Santos Barriga vda. de Vallejos, Esther Vallejos, de 56 y 30 años de edad respectivamente, vecinos de Chocope y de tránsito en esta ciudad a Ud. nos presentamos y decimos: Que el miércoles 9 del presente, a las tres de la tarde, hallán­donos sesionando pacíficamente dentro del local del Partido Aprista, situado en la calle Bolívar de esa población, llegó in­tempestivamente un destacamento de la Guardia Civil de la Em­presa Agrícola Chicama Ltda., o


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Dirigentes del APRA en 1931, de izquierda a derecha: Pedro Muñiz, Luis Heysen, Manuel Seoane, Víctor Raúl Haya de la Torre, Carlos Manuel Cox, Magda Portal, Samuel Vásquez, Manuel Vázquez Díaz, Zoila Haya de la Torre. Solo falta Luis Alberto Sánchez.

El primer congreso de APRA en Trujillo. Al centro Antenor Orrego. A su lado Manuel “Búfalo” Barreto


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sea de la Hacienda Casa Gran­de, compuesta de 27 hombres, al mando del capitán Muñoz y del teniente Villanueva, destacamento que llegó en el camión No. 8 de propiedad de Corsino Mercado y en varios automóvi­les, uno de los cuales es de propiedad de don Luis Cueto, comisario de Casa Grande. Inmediatamente se apoderaron del local, penetraron dentro y haciendo disparos con rifles y revólveres, apresaron, maltratándolos bárbaramente a todos los que se en­contraban dentro, hombres y mujeres, sin respetar sexo ni edad. Al primero que maltrataron salvajemente fue a don Pedro Arréstegui, secretario de disciplina del Partido Aprista Peruano, a quien amarrándolo de los pies y de las manos y templándolo en el suelo, flagelaron y torturaron haciéndole arrojar sangre por la boca. También han torturado en forma brutal a Alejandro Sánchez, a Leoncio Solano, a Humberto Falla y a otros que se encontraba en el local; a Artidoro Orbegoso, a Manuel Orbegoso, a quienes apresaron en la sastrería de Pedro Arréstegui, don­de se hallaban trabajando; a Miguel Cruzat, a Domingo Távara, a Alfredo Rodríguez, a Elías Cabel, a Justiniano y Luis Cruzat y a otros muchos a quienes han sacado de sus casas, apresándo­los y golpeándolos sin compasión, todos los cuales continúan presos e incomunicados en el puesto de la Guardia Civil de Chocope. Pero, no contentos con las torturas inferidas a todos los que caían prisioneros, los jefes y guardias nombrados procedieron a hacer salir del local a culatazos y a empellones a todas las seño­ras de avanzada edad, haciendo quedar en él solamente a las jó­venes con el propósito de violarlas. En efecto, estando ya en el poder de ellos, sin garantías de ninguna clase, fui violada por el teniente Villanueva, el mismo asesino que masacró en Paiján ha­ce pocos días a un buen número de vecinos pacíficos de ese lu­gar, quien en compañía del chofer del carro No. 501, que es guardia civil también, me llevaron al campo a la una de la maña­na y me violaron, haciéndolo primero el teniente Villanueva, mientras el chofer me sostenía de los brazos, turnándose des­pués en esta operación entre ambos violadores, golpeándome los brazos, las piernas y la boca para obligarme a callar; yo, Saragoza Vargas, sacada en la misma forma a las 3 de la mañana, hacia el campo, en automóvil fui violada igualmente por el guardia Velazco, mientras dos guardias más me sostenían de la cabeza y de los brazos, golpeándome, tapándome la boca para que no gri­tara y turnándose en la violación, hasta conseguir su objeto una vez que me encontré desfalleciente; no


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tuvieron en cuenta ni mis protestas, ni mi resistencia, ni mi estado de novia, pues he estado en vísperas de casarme con mi novio, don Víctor Gálvez. En la misma forma han violado a Concepción Vergara, de menos de 14 años de edad, a Filomena Sánchez, casada con don Teófi­lo Lecca, siendo los violadores de estas dos últimas el referido capitán Muñoz y otros que ellas expresarán, quienes han sido ayudados en esta labor de violación por el guardia Vidal, uno de los más abusivos e insolentes, el guardia Petroni, el guardia Pereira, el guardia Velazco y otros cuyos nombres ignoramos, ha­llándose también entre los torturadores y abusivos el guardia Becerra, el guardia Angulo y otros que se aclarará después. Nosotras: Petronila Costa, Esther Vallejos y Santos Barriga vda. de Vallejos, la primera se encontró en el local y las otras dos últimas sacadas de sus hogares, hemos sido también vícti­mas de serios maltratos, habiendo pretendido la soldadesca, ebria e ignorante, atentar contra el pudor de la primera de las nombradas, pero sin conseguirlo felizmente, gracias a la resisten­cia opuesta por la víctima y al hecho de haberle dado un ataque en momentos de consumar la violación. También han sido maltratadas cruelmente las señoras Seferina Vallejos, que estuvo en el local, y María Saavedra, casada, que también se halló presente en el local, de quienes no abusaron sin duda por razón de su edad. Teniendo en cuenta pues, que se ha atentado contra la liber­tad y el honor sexual en las personas que quedan nombradas, a quienes además se les ha inferido serios maltratos en todo el cuerpo, nos presentamos a Ud. denunciando los delitos de viola­ción, desfloramiento y lesiones, en agravio de dichas personas, delitos que se hallan previstos y penados en el título 1o. Sección 3 del libro segundo del Código Penal, siendo los autores de esos delitos, en pandilla y armados, el capitán Muñoz, el teniente Vi­llanueva y todos los demás guardias que hemos nombrado y los que hemos dejado de nombrar por ignorar sus nombres y que hacen un total de 37. Pedimos a Ud. que, dando por interpuesta esta denuncia, se sirva tramitarla ordenando que se nos tome nuestras preventivas, las que serán ampliadas después por nuestras respectivas madres, que no han podido venir por falta absoluta de garantías, ha­biendo venido nosotros a pie de Chocope a Chiclín para poder tomar el tren y constituirnos en esta ciudad a pedir garantías y a reclamar justicia, burlando la vigi-


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lancia de esa soldadesca que tiene, puede decirse, secuestradas no solo a las víctimas que se hallan prisioneras en su poder, sino, también, a los familiares de estas, para evitar que vengan a quejarse. Pedimos también que el Juzgado ordene que se nos reconozca por dos médicos, en el día, a fin de que se constate el desfloramiento, la violación y las lesiones de que se nos ha hecho vícti­mas. Por último, pedimos que el Juzgado ordene no solo el enjui­ciamiento de los culpables, sino también la captura de los mismos, y de­tención en la cárcel pública de esta ciudad, por ser vulgares de­lincuentes, que han enlodado el uniforme que llevan y han des­prestigiado la institución a que pertenecen. Trujillo, 11 de diciembre de 1931. (firmado) Dolores Orbegozo, Saragoza Vargas, Santos Barriga vda. de Vallejos, Esther Vallejos. La forma enérgica en que está redactado este documento re­vela la reacción indignada contra los excesos de Chocope, que, por lo demás, no terminaron con las violaciones. En efecto, los domicilios de los apristas más destacados fueron allanados inme­diatamente. Los ciudadanos Leoncio Reina, Pedro Vallejos, Agustín Barreto, Laureano López, Rosario Vega y Francisco Asencio tuvieron que huir de Chocope, abandonando sus hoga­res. Tal es, en síntesis, lo ocurrido en Chocope. LA MASACRE DE LA NOCHE DE PASCUA Para quienes hemos vivido en Trujillo, en los días del mes de diciembre de 1931, fácil nos es reconstruir lo que pasó en la trági­ca noche del 25. Por aquellos días, la ciudad vivía una intensísima vida políti­ca. Todas las tardes, de 7 a 9 de la noche, en el local aprista si­tuado en el jirón Independencia, se reunían de 800 a mil almas, para escuchar de labios de Haya de la Torre —que, a la sazón, moraba en Trujillo— un cursillo de Oratoria de lo más atrayente y ameno. Estas reuniones verspertinas terminaban a las 9 p.m. e inmediatamente se iniciaban las clases de la Universidad Popular González Prada, que funcionaba en aquel lugar. ¡Era de verse el fervor de esa gente! Sin dar la menor


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muestra de cansancio, los concurrentes se pasaban la velada animadamente. ¡Cinco ho­ras de actividad admirables! Esta costumbre de reunirse todas las tardes se venía observan­do por espacio de mes y medio, cuando llegó el 25 de diciem­bre. Era natural que ese día extraordinario se efectuara una reu­nión extraordinaria. De tal manera que desde las 6 p.m. gruesos grupos de gente invadieron los diversos salones del local, bastan­te extensos y cómodos. Es de advertir, antes de pasar adelante, que desde el 8 de di­ ciembre estaban terminantemente prohibidas las manifestacio­nes en la calle y que las autoridades de Trujillo —prefecto Ale­jandro Barúa Ganoza y subprefecto Isidoro Ortega— solo per­mitían que los apristas se reunieran dentro de sus locales. El Co­mité Aprista había recomendado no contrariar esta disposición y las reuniones vespertinas se efectuaban ordenadamente. Pero el 25 de diciembre, a las 8 y 30 p.m., la ciudad se sor­prendió al ver que un compacto grupo de ciudadanos se lanzó a la calle, en una manifestación bulliciosa, con vivas y mueras y estruendosas palmas. Como aquella noche la afluencia de gente a los templos era notable, fácil fue que la manifestación se en­grosara y recorriera el jirón Libertad, para luego pasar al paseo Muñiz, e ingresar a la Plaza Principal, por el costado de la Uni­versidad. Cuando los transeúntes vieron llegar la manifestación a la plaza de Armas temieron que se produjera un choque con la policía. Tal choque no se produjo y la manifestación siguió su curso hasta terminar en el local aprista de la calle Independencia. ¿Quién preparó o quién improvisó esa manifestación? Recojo el rumor, hecho ya conciencia pública en Trujillo, de que esa manifestación fue preparada por gente extraña al Aprismo. Fue, se dice, una maniobra para hacer ver que los apristas habían vio­lado una prohibición prefectural y poder justificar más tarde los hechos de sangre, que luego sucedieron y que luego vamos a re­latar. A las 11 p.m. el local aprista estaba repleto. Se comentaba en­ tusiastamente la manifestación que acababa de realizarse, pero todos se preguntaban: “¿Quiénes fueron?, ¿quienes la encabeza­ron?” Haya de la Torre ofreció concurrir aquella noche para pasar la Noche Buena en el seno de los apristas. Con este motivo se ani­mó mucho más el local. Se oían cantos, se escuchaban diserta­ciones, se suscitaban


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erogaciones para preparar un suculento cho­colate de pascua. Las mujeres iban y venían preparándolo todo. La plaza principal estaba en pleno festival bullanguero. La casa de Haya de la Torre se vio, aquella noche, atestada de gente que acudió a felicitarlo. Por tal motivo el jefe aprista no pudo concurrir al local del Partido, como estaba anunciado. Y a las 10 p.m. mandó a los apristas el siguiente mensaje, que fue leí­do por Estuardo Lizarzaburu, en medio de cerradas ovaciones: Compañeros y compañeras: Contra mi deseo no me será posible ir esta noche al local a presentarles personalmente mi saludo por Pascua. Sé que los apristas de Trujillo se han reunido tranquila y ale­gremente para celebrar esta noche de alegría para el mundo. Yo no podré estar con Uds., pero los acompaño con mi anhelo. La labor al servicio de mi Partido no me permite muchas veces abandonarla. Les ruego encarecidamente que después de terminada la reu­nión en el local se disuelvan ordenadamente, conforme a los de­seos del Comité, que son los míos, la fiesta debe celebrarse solo en el local. Seamos apristas una vez más, mantengamos la disci­plina y demos a esta magnífica reunión de fraternidad todo su elevado sentido. Desde mi banco de trabajo les envío el saludo de hermano. Elevemos todos juntos los votos optimistas por el triunfo de los grandes ideales de nuestro Partido y, reconfortando nuestra fe, repitamos una vez más, de que SOLO EL APRISMO SALVARÁ AL PERÚ. Vuestro compañero y jefe. VÍCTOR RAÚL Desde las 10 de la noche había en la ciudad pelotones de sol­dados rondando las calles. Los paseantes en el festival en la pla­za principal se sorprendieron al ver pasar autos cargados de poli­cías y guardias civiles, y camiones cargados de soldados del regi­miento No. 5, acantonados en el cuartel O’Donovan. Serían cerca de las 11 de la noche cuando, súbitamente se presentó en la casa aprista el teniente Alberto Villanueva, pidien­do, en forma violenta e impositiva, que cesaran los cantos y que desocuparan inmediatamente el local.


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Surgieron las protestas de parte de los apristas. Voces airadas rechazaron aquella imposición, entonces Villanueva, por toda respuesta hizo descargar los fusiles sobre los salones. Se originó un barullo espantoso, clamaban las mujeres y gritaban los niños, los hombres se agruparon para rechazar en alguna forma el ata­que, no habían medios de defensa; ni armas, ni palos, ni nada. Las descargas se sucedieron unas tras otras. Comenzaron a caer los muertos y heridos. Casi simultáneamente con este ataque a la casa aprista se pro­dujo el despliegue de la guardia de seguridad y del regimiento No. 5, en todas las calles de la ciudad. En cada esquina habían apostado por lo menos 10 soldados que disparaban a diestra y sinies­tra, ahuyentando a los transeúntes y registrando todos los carros que pasaban. Las descargas, tanto en la casa aprista como en las calles, du­raron hasta las 5 de la mañana. Mujeres, niños y hombres tuvieron que escapar por los te­chos del local, refugiándose muchos en el Asilo de Ancianos. A la mañana siguiente, las fuerzas atacantes estaban ilesas. Los apristas tenían los siguientes muertos y heridos. Muertos: Ercilia Isla, doméstica del señor Augusto Silva Solís, situada en los altos del local aprista. Se encontraba en las habita­ciones interiores y al pasar de una habitación a otra recibió un balazo en la rodilla que le originó un gran derrame. Nadie la pu­do atender, por la gran cantidad de balas que se disparaban.—Fé­lix Revolledo, lechero, muerto dentro del local, de un balazo en el pulmón.—Alberto Llerena, de 25 años, muerto de un balazo en el riñon.— Domingo Navarrete, de 37 años, tres heridas en el tórax, fue herido cuando desarmaba a un guardia, Villanueva y sus acompañantes dispararon sus armas sobre él, murió días des­pués, en forma verdaderamente excepcional1. Heridos: Juan Goicochea, Mercedes Alva, Julio Ojeda, Luis Diez Blanco, Ramuldo Silva. 1 Domingo Navarrete murió en el Hospital de Belén de Trujillo, a raíz de las heridas que recibiera en la noche del ataque al local aprista. Momen­tos antes de exhalar el último suspiro, hizo venir a sus hijos, y con voz trémula y apasionada, les pidió que le prometieran ser siempre apristas. Luego les hizo levantar el brazo izquierdo y que dieran un viva al APRA. La escena, de una dramaticidad única, conmovió fuertemente a los cir­cunstantes.


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Las señoritas que formaban la Cruz Roja fueron apresadas. Dos de ellas, María y Mercedes Alva, fueron heridas de bala den­tro del local. A las 6 a.m. fueron conducidos a la cárcel 90 hombres y 17 mujeres. El doctor Federico Chávez, jefe de la Cruz Roja Aprista, fue apresado al acudir al hospital a atender a los heridos y liber­tado instantes después. Las mujeres fueron libertadas a las 7 de la noche, debido a la enérgica intervención de Haya de la Torre y del diputado Dr. Carlos C. Godoy. Quedaron clausuradas las Universidades Populares González Prada y sus profesores tuvieron que publicar una enérgica protesta en los diarios. Como es de suponer, los aconte­cimientos de Pascua produjeron honda impresión dolorosa en Trujillo. Fue tan unánime la condenación de estos hechos que las autoridades se vieron forzadas a forjar una disculpa, atribu­yendo un imaginario complot revolucionario a los apristas. Na­die creyó el asunto porque a todos se les hizo duro aceptar que los apristas hubieran reclutado en su local a hombres, mujeres y niños, para hacerles tomar parte en una revolución tan infantil, tan pascual y tan de papá Noel. Hemos creído necesarísimo hacer el relato de estos hechos porque tenemos la convicción de que ellos impulsaron al pacien­te pueblo de Trujillo a la revolución de julio. Ya lo hemos dicho en varias oportunidades. Si el nuevo go­bierno de Sánchez Cerro hubiera mandado a Trujillo autorida­des inteligentes que hubieran sabido armonizar las exigencias del nuevo régimen con la inquebrantable fe aprista del pueblo trujillano, no se habría conseguido exasperarlo como se le exasperó. Agotada la paciencia, Trujillo pensó en la revolución y co­menzaron, entonces, las labores iniciales del movimiento. El ca­pítulo que sigue está consagrado a referir cuáles eran.


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Retrato en carboncillo de Victor Raúl Haya de la Torre. Autor Mariano Alcántara, integrante del Grupo Norte.


Alfredo Tello Salavarria. Dibujo a pluma de Mariano Alcรกntara.


II SUMARIO:

PREPARATIVOS DE LA REVOLUCIÓN Sesiones preliminares en la Huaca del Sol. Sesiones en Laredo. Organización de los grupos Manuel Barreto, primer jefe. Organización del Valle de Chicama. Desacuerdo entre Barreto y el Comité Aprista de Trujillo, sobre la fecha de la revolución. Entrevista del 6 de julio. Ul­timátum de Barreto. Motivos que lo impulsaron a levantar sus planes.

Corría el mes de marzo de 1932. Las autoridades de Trujillo habían iniciado una persecución tenaz contra los militantes apristas2. Ya no había forma de reunirse dentro de la ciudad. Había que reunirse en el campo, y a ello tuvieron que recurrir los que dieron los pasos preliminares en el camino de la revolu­ción. Serían más o menos las cuatro de la tarde de un día de mar­zo3 cuando comenzaron a llegar a la Huaca del Sol los siguientes apristas: Juan Delfín Montoya, Saúl Ríos, Víctor Ureña, Jorge Méndez, Arcadio 2 La persecución aprista se había iniciado propiamente desde el 8 de di­ciembre. Sucesivamente son clausurados los locales apristas, después las Universidades Populares González Prada y por último los voceros apris­tas La Tribuna y Apra de Lima, amén de otras publicaciones en provincias. En enero se promulgó la famosa ley de Emergencia, que in­mediatamente sirvió para apresar a 22 representantes apristas y 1 des­centralista (a muchos de ellos en el mismo Palacio Legislativo) y para apresar a Haya de la Torre, en la madrugada del 6 de mayo de 1932. El 7 del mismo se sublevaban los cruceros Grau y Bolognesi en señal de protesta y el 11 eran fusilados en la isla de San Lorenzo 8 marineros apristas. Largo sería enumerar los acontecimientos del año 32, que podrían dar vida a otro volumen. Solo hacemos esta ligera nota para el lector no em­papado en la marcha de la política peruana. 3

Versión de Nerón Montoya, hijo de Juan Delfín Montoya, que acompa­ñó a su padre al asalto del cuartel O’Donovan.


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Cuervo, Godofredo Postigo, N. Guevara, y los carpinteros Urquiaga, Elías y Chávarri. Habían sido citados por el primero de los nombrados y la reunión tenía lugar en la casa de Saúl Ríos. Sentado en un banco de madera, Juan Delfín Montoya, gran luchador obrero durante muchos años, pronun­ció, más o menos, las siguientes palabras: Compañeros: El objeto de nuestra reunión es muy sagrado. Los he llamado para acordar la forma de organizar un movimiento que ponga fin a la vergonzosa tiranía que nos oprime. Estamos perseguidos por todas partes, se ha apresado a nuestros líderes, se ha depor­tado a nuestros representantes, se ha clausurado muchos perió­dicos. Nosotros, los obreros, debemos corresponder al sacrificio de esos compañeros que están sufriendo por nosotros. Es nece­sario, pues, organizar un levantamiento popular”. Algunos de los asistentes manifestaron sus opiniones y dieron sus iniciativas. Montoya informó que Manuel Barreto, (a) Búfa­lo, estaba pensando en lo mismo, en la hacienda Laredo. Y que el Comité aprista de Trujillo estaba conspirando activamente. Entonces después de una hora de deliberación, se acordó or­ganizar la revolución y efectuar reuniones sucesivas para desig­nar el personal que debería actuar. En efecto. Volvieron a reunirse después de algunos días y acordaron encargar la labor de organización en Laredo a Manuel Barreto Risco. —Pero es necesario— dijo uno de los presentes— que se designe un primer jefe. En todo movimiento revolucionario tiene que haber un jefe. Todos pensaron, de primera intención, en designar para pues­to de tanta trascendencia al “viejito Montoya”, como le llama­ban cariñosamente. Pero Juan Delfín Montoya tenía ya 52 años y quizá si su edad no le hubiera permitido responder al esfuer­zo que era menester. Entonces, a una sola voz, dijeron todos: —¡¡Manuel Barreto!! Eso es. ¡¡Manuel Barreto!! Y Manuel Barreto Risco, (a) Búfalo4, quedó designado pri­mer jefe de la revolución. 4

Manuel Barreto Risco era un mozo de unos 35 años, robusto, casi atlético, que había forjado su vida en medio de una lucha diaria. Había viaja­do por las costas del Pacífico, llevado de su inquietud y de su bohemia.


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Líder campesino Remigio Esquivel.

Estuvo en Santiago de Chile y en Valparaíso. También fue hasta Colón. La miseria lo empujó a luchar continuamente, caldeando día a día su rebeldía proletaria. Mecánico y chofer, de primer orden, suscitador de po­lémicas de índole social, agitador encendido, dueño de una oratoria quemante y vibrante, en todo momento demostró una inteligencia sin­gular para su medio. Cuando la campaña eleccionaria de 1931, tuvo a su favor una fuerte corriente de opinión para ser uno de los representantes apristas por La Libertad, pero su modestia y su desinterés hicieron que declinara de seguir figurando en las votaciones. Barreto poseía, además, una notable curiosidad por todo los estudios de índole social y económica. Alcanzó un grado de cultura difícil de alcan­zar en medio del fragor desesperante de la tragedia cotidiana del pan nuestro. Barreto tenía planes vastísimos para conducir el movimiento libertario de Trujillo. Pensaba salir hasta Cajamarca con las fuerzas libertarias, pa­ra engrosarlas y apertrecharlas para en seguida atacar Chiclayo, con toda energía. Así se manifestó a los que lo acompañaron en el cuartel O’Donovan. De boca de algunos de ellos he recogido la versión.


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Luego se acordó nombrar segundo jefe a Juan Delfín Montoya. Enterado Barreto de su designación, en el acto procedió a de­signar a Remigio Esquivel como su más cercano y eficaz colabo­rador en Laredo. Y en compañía de él se llevaron a cabo varias reuniones entre los cañaverales de la hacienda. En ellas se baraja­ron nombres y se escogió la gente que debería ir a Trujillo. Tanto Montoya como Barreto acordaron formar grupos de diez hombres con su respectivo jefe. Y entonces quedó formado así el estado mayor revolucionario: Primer jefe: Manuel Barreto Risco Segundo Jefe: Juan Delfín Montoya Jefes de grupo: Alfredo Enrique Tello, Arcadio Cuervo, Mi­guel Castañeda, Octavio Terán, Antonio Dies­tra, Baltazar Gutiérrez, Sergio Quiroz, Manuel Valverde, Manuel Nunja. Este personal fue designado en la tercera reunión que se efec­tuó en la casa de Juan Delfín Montoya, situada en el callejón Callegari. ORGANIZACIÓN DEL VALLE En Casa Grande: Pedro P. Paredes y Máximo Fernández. En Puerto Chicama: Agustín Gamarra, Augusto Rivas Plata y Carlos Ramírez. Para sufragar los gastos más urgentes se formó una bolsa co­mún y, como la pobreza era mucha entre los erogantes, apenas si se logró reunir la suma de S/. 31.70 (Treinta y un soles peruanos y setenta centavos). Este dinero se empleó en pasajes de las comisiones a Laredo y al Valle, en dinamita y en tarros para fabricar bombas de mano. De tal manera que en los 102 días de preparación que tuvo la Revolución de Trujillo, apenas si se gastó S/. 31.70. ¡Admirable dato que revela la titáni­ca voluntad de sus gestores y su enorme capacidad de sacrificio! Tres meses y días duró la paciente y delicada labor de organi­zar el movimiento. Por fin llegó el mes de julio de 1932. Los conspiradores habían acordado reunirse en la casa donde se encontraba Búfalo, una quinta situada en la avenida del Ejér­cito, que conduce al cuartel O’Donovan.


Preparativos de la revoluci贸n

Retrato en carboncillo de Remigio Esquivel.

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El filosofo aprista Antenor Orrego, Secretario General del APRA en Trujillo, 1931.


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En una de esas reuniones, que fue de carácter trascendental, dialogaron así Barreto y Montoya: —Yo, dijo Barreto, tengo la gente lista en Laredo para actuar. —Yo —repuso Montoya— tengo 60 hombres en Trujillo, per­ fectamente disciplinados y listos. —Ha sido imposible conseguir rifles ni carabinas. En Laredo apenas hemos conseguido una carabina Winchester del compañe­ro Esquivel. —Pero en cambio tenemos revólveres— expuso Ba­rreto. —Lo mismo nosotros —completó Montoya— estamos armados de revólveres. —¿Y qué cantidad de bombas hay? —Hay, más o menos, 50 bombas. Barreto vestía pantalón plomo y saco plomo. Se había dejado crecer la espesa barba y su cara había adquirido rasgos más enér­gicos durante la persecución. Quienes habían conocido a Búfalo en sus días libres de intensa actividad aprista se admiraron de encontrar a aquel Barreto bonachón, afeitado, sonriente y bromista, amigo de contar amenamente sus andanzas y de pronun­ciar discursos rotundos y encendidos, trocado en un Barreto ta­citurno, decisivo, espantosamente enérgico y vertical, con una larga patilla hasta el pecho que le daba un aspecto de varonil arrogancia. Montoya interrogó: —¿Y cuál es el plan? —Nuestro objetivo —dijo Barreto— es el cuartel O’Donovan. Allí hay actualmente dos regimientos acantonados. Pero no im­porta, compañeros. Nuestro coraje podrá más que ellos. Además, tengo tropa comprometida dentro del cuartel. El sargento Vivanco y el sargento Chávez están de acuerdo con nosotros. Tam­bién contamos con la ayuda del cocinero, que es el licenciado Valera. Él me ha proporcionado un plano del cuartel, del cual es necesario que tengan una copia cada uno de los jefes de grupo para instruir a su gente. Asimismo, estamos de acuerdo con los cuatro centinelas que deberán hacerse cargo de su puesto a la una y media de la mañana. Porque pienso que la mejor hora pa­ra el asalto es las dos de la mañana. Seis soldados de artillería es­tán realizando activa labor entre sus compañeros para que nos ayuden en el momento decisivo.


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—¿Y qué día se efectuará el ataque?— preguntó uno de los presentes. —Eso ya lo determinaremos hoy o mañana. ¿Tenía conocimiento de todas estas actividades revoluciona­rias el Comité Aprista de Trujillo? Sí lo tenía, y detalladamente. Por ese entonces el comité que actuaba ocultamente en Trujillo estaba presidido por Agustín Haya de la Torre, hermano del jefe del APRA. Integraban el comité Víctor Heredia, José A. Tejada, Daniel Porras, Leoncio Galarreta, Francisco Fernández, A. Silva Solís, Ricardo Montoya y otros. En toda la República se efectuaban clandestinos trabajos para levantar una revolución militar-popular, con el comandante Gus­tavo A. Jiménez a la cabeza. Este jefe se encontraba deportado en Chile y en el momento oportuno debería ingresar a la Repú­blica para ponerse a la cabeza de la insurrección. El Comité Aprista de Trujillo participaba activamente en la preparación de este levantamiento. Tenía conexiones con la ca­pital y con el norte de la República, recibía y daba instruccio­nes ocultamente a una y otra parte. Manuel Barreto y Juan Delfín Montoya conocían el asunto. Y estaban dispuestos a cooperar con el Comité. Pero un desacuerdo de fechas lo hizo distanciarse. Debido a serias dificultades económicas se había postergado por dos veces la fecha de la Revolución y esto indujo a Barreto a impacientar­se con la demora. Hasta llegó a creer que era mera morosidad o timidez de parte del Comité de Trujillo, y entonces se decidió a actuar solo y a preparar un movimiento a espaldas de la directi­va aprista. Es así como llega la tarde del 6 de julio de 1932. Alguien llega a la casa de Agustín Haya de la Torre, a medio día, y le dice apresurado: —Según los informes que tenemos esta noche estalla el movi­miento preparado por Barreto. — ¡Pero eso no es posible... ¡Cómo!... ¿Un movimiento aisla­do? ¿Sin ninguna conexión? Sería un desastre. Es necesario que alguien entreviste a Barreto, a nombre del Comité. Haya de la Torre, mirando a uno y a otro de los circunstan­tes, escoge a José A. Tejada, miembro del Comité Aprista de Trujillo.


Preparativos de la revolución

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—Vaya Ud., Tejada, a ver a Barreto, llevándole la voz oficial del Partido. Venga Ud. para darle instrucciones sobre lo que va a decir... Y a poco sale Tejada en busca de Barreto. Lo encuentra en la misma casa mencionada de la avenida O’Donovan. Viste camisa clara, pantalón plomo, gruesos zapatos empolvados, el mismo vestido del retrato que acompaña estas líneas. Está visiblemente agitado, se sienta, camina, se vuelve a sentar. El saludo fue de lo más seco. ¡Hola, Barreto! ¡Cómo estás, Tejada! —Vengo de parte del Comité y de Cucho5, para hablar conti­go sobre el movimiento revolucionario que se anuncia para esta noche. Barreto se vuelve bruscamente y clava su mirada enérgica so­bre Tejada. —¿Y por qué —dice— no ha venido él en persona para hablar cosas tan delicadas? —Tú bien sabes que está perseguido y que no sería prudente que salga por sitios tan visibles como éste. Por eso vengo yo pa­ra tratar el asunto. —Bueno ¿y qué dices? Te escucho... El Comité está enterado de que hoy estalla un movimiento encabezado por ti. Quiere hacerte ver que, según estamos todos comprometidos, inclusive tú, el movimiento debe efectuarse el 21 del presente. Faltan, pues, algunos días. Es menester saber las causas que te obligan y nos obligan a hacer hoy el ataque. Es por esto que vengo a nombre del Comité a pedirte lo siguiente: 1o. unos días de espera para tener tiempo de avisar a otros pun­tos de la República; 2o. Si esto no fuera posible, unas 48 horas para organizar la revolución dentro de la misma provincia; y 3o. Si esto no fuera tampoco posible, una conferencia con Haya pa­ra contemplar la situación. Barreto arrugó el entrecejo y respondió enérgicamente subra­yando sus palabras con amplios ademanes de brazo: —¡Basta ya de esperas! Estoy cansado de prórrogas, el asalto se hace hoy, porque solo hoy se puede triunfar. Las fuerzas del cuartel 5

Apelativo familiar de J. A. Haya de la Torre.


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están debilitadas. Parte de ellas y gran parte del parque serán embarcadas para Paita, dentro de algunas horas. Van a las fiestas del centenario. De manera que el cuartel queda con pocos efectivos. Dentro de dos o tres días vendrán nuevas tropas a reemplazar a las que se van. Este es el momento. Así me lo han advertido los cabos y sargentos comprometidos dentro de la artillería, “ahora o nunca” me han dicho, después ya no nos ayudarán, no hay pues, minutos que perder. Yo tomo ahora mismo el cuartel... ya lo saben. Tejada hizo algunas observaciones, hubo réplicas y contrarré­plicas y por fin, cogió el comisionado su sombrero y dijo: —De manera que ¿cuál es tu respuesta definitiva al Comité? —Que no espero ni un día más. Todo lo tengo listo y esta no­che asaltaremos el cuartel. Salió Tejada y por el camino fue haciendo hondas cavilacio­nes sobre la gravedad del momento. Llegó a la casa de Haya y dijo al secretario deneral del APRA: —Barreto no acepta ninguno de los puntos propuestos, dice que no espera un día más y que esta noche es el asalto al cuartel. Agustín Haya encendió un cigarrillo, se sentó en una butaca, meditó unos instantes, dio unas cuantas pitadas, y poniéndose de pie dijo resueltamente: —¡Bueno! ¡Vamos adelante! No podemos abandonarlos, ire­mos al sacrificio; vengan Galarreta y Porras y vayan a avisar in­mediatamente a Julio Ascue, del Cuerpo de Segunda. Díganle que se prepare para hoy mismo... Al poco rato llegó un comisionado de Barreto a repetir más o menos lo mismo que había dicho a Tejada. Desde ese momento los ajetreos en la casa de Haya fueron in­ tensísimos. Salían y entraban comisiones. Se hacían recuentos de armas. Se daban iniciativas. Se buscaban nombres de los que podían ser solicitados en el acto. Serían las ocho de la noche. Salieron Leoncio Galarreta y Daniel Porras, comisionados pa­ra hablar con Julio Ascue.


Preparativos de la revolución

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Julio Ascue, decidido y fervoroso aprista, tenía comprometida a la mayor parte de los guardias de seguridad de la comisaría. Varios meses habíase dedicado a convencer y a atraer a cada sol­dado. Aquella noche, cuando se enteró de la inminencia del golpe, en el acto salió en bicicleta a recorrer la ciudad con el objeto de avisar a todos los guardias que estaban de servicio de calle, a fin de que, a hora oportuna, procuraran acuartelarse para estar lis­tos. Galarreta y Porras, después de ayudarle en esta labor, se reti­raron a la casa de Haya. No habían pasado desapercibidos para las autoridades los ru­mores de un levantamiento. Antes bien, el cuerpo de investiga­ciones tenía pleno conocimiento del asunto. Pero, para evitar to­da represión, los apristas se valieron de la siguiente astucia. Des­de un mes antes, más o menos, repartieron las voces de que esta­llaría una revolución. Primero se dijo para el 20 de junio, des­pués para el 1o. de julio, luego para el 4 y así... De manera que el 6 en la tarde, aunque las autoridades esta­ban al tanto de lo que iba a pasar, no dieron al asunto mayor importancia, pues creyeron que se trataba de una treta más para intranquilizar a los custodios del orden. Sin embargo, aquella noche del 6, las autoridades estuvieron más nerviosas que de costumbre. El jefe de la Guardia Civil, te­niente Alberto Villanueva, más o menos a las 10 de la noche, formó a sus soldados y les dijo: —Quiten todos los cerrojos de los fusiles y estén todos alerta. Se acentúan los rumores de que esta noche habrá un levanta­miento aprista. ¡¡Usted, sargento Sánchez, salga a recorrer la ciu­dad, con 9 hombres, inmediatamente!! Los designados salieron al instante y regresaron minutos des­pués trayendo a dos hombres presos, por sospechosos, pues esta­ban armados. Por su parte, el comisario capitán Eduardo Carbajal, jefe de la guardia de seguridad, sospechando de los ajetreos en que veía a Ascue, le llamó a su despacho y le dijo: —Oiga usted, Ascue. Tengo noticias de que el sargento Alvarado, de la Guardia Civil, que se encuentra castigado en esta comi­saría, tiene la intención de levantarse en armas, ¿Ud. no ha oído decir nada?


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Historia de la Revolución de Trujillo

—Nada, mi capitán. No sé una palabra del asunto. Quedó pensativo el capitán, y después de unos segundos, lla­mó al sargento Alvarado y le dijo: —Vamos a rondar la ciudad con usted y con Ascue, vamos pri­ mero al cuartel de la Guardia Civil, que venga inmediatamente el investigador Urízar. Se presentó el investigador Fernando Urízar. —Me voy a rondar con el sargento Alvarado y usted me res­ponde del cuartel— dijo el capitán. —Está bien, mi capitán, contestó Urízar, y salió. Carbajal y sus acompañantes tomaron el jirón Independencia y llegaron al cuartel de la Guardia Civil. Se extrañó de no encon­trar al teniente Villanueva. Arengó, entonces, a la tropa, exhor­tándola a permanecer fiel a sus jefes y a defender su cuartel. Julio Ascue, aprovechando que el capitán entró a una de las habitaciones interiores, se acercó a la tropa y dijo más o menos esto: —“Compañeros: No deben ustedes prestar oídos a quienes nos aconsejan que estemos contra el pueblo. El pueblo es nues­tro hermano, de él hemos salido y a él regresaremos el día que nuestros jefes, desconfiados o hartos de nosotros, nos pongan en la calle. Hay que permanecer siempre unidos para hacer cau­sa común, sin dejarse llevar de la disciplina absurda del cuartel que siempre nos ha lanzado a cometer injusticias y a derramar sangre hermana inútilmente”. Cortó su peroración Ascue, porque salía el capitán para diri­girse a la ronda de la ciudad. Así lo hicieron. Eran las 12 de la noche. ¿Qué pasaba, entretanto, en el cuartel de la Guardia de Segu­ridad? El investigador Urízar destacó a los vigilantes Cordero y Cár­denas para que quedaran al cuidado de los lugares sospechosos. Uno de ellos fue encargado de vigilar al jefe militar provincial, comandante Rubén del Castillo. Serían más o menos las 4 a.m. cuando los apristas Porras, Galarreta y Francisco Fernández fueron comisionados para hablar con Ascue. Pero al llegar al cuartel fueron detenidos. Se les re­gistró, se les encontró armas, se les encerró en un calabozo y comenzó a torturárseles para que declararan los planes revolucio­narios.


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Suspenderemos en este punto el relato para referir qué es lo que hacía Manuel Barreto en aquella noche memorable para el Perú y para América. Estaba alojado el jefe revolucionario en una casa de la aveni­da del Ejército. A las nueve de la noche, se presentó ante su compadre, dueño de la casa, y le dijo en tono decidido a la vez que melancólico: —Me voy a Laredo, ha llegado la hora, adiós y muchas gracias, compadre. —Adiós, querido Búfalo... Y se dieron un estrecho abrazo emocionado y enérgico. En Laredo esperaban a Búfalo, todos ya reunidos, en las afue­ras del pueblo. Cuando lo avistaron, se pusieron de pie para salu­darlo. Había 130 hombres. Todos estaban armados. El que me­nos tenía una hacha, un garfio, un machete. Pasó entonces, entre las fugaces ráfagas del tiempo, un minu­to trascendental y único, que vale por toda una epopeya. Manuel Barreto, parado al centro del grupo, dirigió a todos una mirada de gato montés, electrizada de grandeza. Y dijo enérgicamente: —¿Juran Uds. luchar hasta morir? —Sí, juramos, respondió un coro de leones. —¿Juran, asimismo, fulminar a los cobardes que retrocedan? —Sí, juramos, volvió a contestar el conjunto. Y poniendo las armas al brazo, marcharon, a paso resuelto, camino de Trujillo. Estamos ya a las puertas del relato de uno de los hechos he­roicos más grandes que registran la historia de América Latina. Solo la bizarría de los soldados del corajudo Caupolicán, tan solo la resistencia homérica de Cartagena, en los días de la eman­cipación, podrían ser comparables a este hecho de armas estu­pendo, en que un grupo de 190 hombres del pueblo, armado de revólveres, bombas y machetes, se enfrenta a dos batallones, armados de fusiles y metrallas. Lector: lee con unción el capítulo que sigue: Es la exaltación de un hecho auroleado de grandeza.


III

EL EPISODIO PRINCIPAL DE LA REVOLUCIÓN DE TRUJILLO: EL ATAQUE AL CUARTEL O’DONOVAN

SUMARIO:

Preparativos del ataque. El cuartel rodeado desde las 10 p.m. Disposiciones generales. Los cuatro puntos de asalto. Labor del cocinero del cuartel. El heroísmo de Víctor Calderón. Comienza el asalto. Muerte de Manuel Barre­to. Juan Delfín Montoya: herido. Alfredo Tello asume el mando. Denodada resistencia de la Infantería. Se suspenden los fuegos. Inci­dencias con los oficiales. Se apaga la luz del cuartel, debido a un bombazo. Se reanuda el combate. Es asaltado el depósito de cañones. Pavor entre las tropas que huyen batiéndose. Grupos aislados que resisten. Llega gente de la Portada de la Sierra y Chicago.

Serían más o menos las 6 de la tarde del 6 de julio de 1932, cuando tres hombres se acercaron cautelosamente al cuartel O’Donovan. Eran Juan Delfín Montoya, su hijo Nerón y Jorge Méndez. Iban a observar de lejos si la tropa del cuartel había tomado algunas medidas de defensa, en vista del ataque que se anunciaba para esa noche. Agazapados detrás de las tapias, estuvieron espiando durante un cuarto de hora. No vieron nada extraordinario. Los centinelas, rifle al hom­bro, se paseaban tranquilamente en sus puestos. Había calma completa. — Todo está bien— dijo el viejo Montoya. —No se han aperci­bido de nada.


El ataque al cuartel O’Donovan

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Y, en efecto, todo estaba bien. Aquella tarde habían sido trans­ portados a Salaverry, para ser embarcados en el vapor Urubamba, varios cajones que contenían municiones y armas, con desti­no a Piura. Formaban estos bultos el implemento de una compa­ñía del Regimiento de Infantería No. 1, que debería embarcarse en la madrugada, al mando de su jefe, el capitán Demetrio Mar­tínez. Por otra parte, el cuerpo de vigilancia que habían formado los revolucionarios, desde hacía 15 días, para seguir de cerca los pa­sos de las autoridades, informó ese día que no hacían la más le­ve demostración de haberse percatado del inminente ataque al cuartel. Así es que Juan Delfín Montoya regresó contentísimo de su espionaje y corrió a decir a “Búfalo” que todo estaba listo para la noche. Y así fue. No estará demás que al lector que no conozca ni Trujillo ni el cuartel O’Donovan le advirtamos que dicho cuartel se encuentra en las afueras de la ciudad, más o menos a un cuarto de legua. No ofrece ninguna seguridad para ser tal como antes fue, un la­zareto para apestosos, todo es allí improvisado. Pabellones, mu­ros, puertas, todo es endeble. Sin embargo, los altos muros que rodean son valla infranqueable para un ataque sorpresivo. Solo por la parte delantera podía ser invadido el cuartel en cualquier momento. Por eso el pabellón estaba perfectamente defendido. El retén a la izquierda, el depósito de armas en un cuarto casi contiguo. La noche del 6 de julio hacía de jefe de guardia el teniente Wilfredo Quezada, y se encontraban en del cuartel los si­guientes oficiales: capitanes Guillermo Herrera, Alejandro Villánez y Demetrio Martínez; teniente, Roberto Severino; subtenientes, Juan Padilla, Carlos Goicochea, Miguel Picasso y Alfon­so Molina. El alférez Picasso estaba agripado y guardaba cama. Los revolucionarios tomaron, en la tarde, los últimos acuer­dos para el ataque. Estos eran más o menos los siguientes: El santo y seña sería: “BARRETO RISCO—2 de la mañana— 2o. toque del reloj de la Catedral. Las consignas: 1o.- Fusilar al que retroceda; 2o.- Prohibido fumar; 3o.- Nadie llevaría gente embriagada.


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Las señales convenidas eran: para Barreto, una piedra lanzada por el cocinero Valera al otro lado de la tapia; para los grupos, el segundo toque del reloj de la Catedral a las 2 de la mañana. Los cuatro puntos de ataque al cuartel eran estos: Por la puer­ta falsa de atrás (véase el plano) atacaría Barreto, con los obre­ros de Laredo, a la cuadra de Infantería; por el lado de la línea férrea atacaría J. Delfín Montoya, a la Artillería; por la avenida del Ejército atacaría Víctor Peláez; por el lado del Tenis ataca­ría Alfredo Tello. Ambos con la consigna de tomar la cuadra del retén. Es así como transcurren las horas y llega, por fin, el momento del ataque. Desde las nueve de la noche, en las calles de Trujillo y Laredo, comienzan a pasarse la voz los comprometidos para estar todos en sus puestos a la hora convenida. En las afueras co­mienzan a reunirse los grupos al mando de sus jefes. Alfredo Te­llo reúne a los suyos en el campo de aterrizaje de Trujillo. Se agrupan 60 hombres en ese lugar. Son más o menos las 11 de la noche cuando parten hacia el cuartel O’Donovan, atravesando la línea del tren al Valle. Llegan a un platanal y se estacionan silenciosamente. (No seguiremos adelante sin referir un incidente curioso que le pasó a Tello: cuando ya tenía sus hombres reunidos, en el campo de aterrizaje, de repente se les acercó un desconocido que fue apresado en el instante. —¿Quién es usted?— preguntó Tello, enérgico. —Soy empleado del señor Parodi. Temiendo entonces que este sujeto entrara a la ciudad y dijera que había visto gente sospechosa reunida, se optó por apresarlo y llevarlo hasta el cuartel O’Donovan. Allí permaneció, nervioso y compungido, hasta 10 minutos antes del asalto, en que Tello se acercó a él y palmeándole en el hombro le dijo: —Queda usted libre, amigo. El sujeto se echó a correr como un chivato, con los ojos de­sorbitados y sin mirar para atrás). Desde las 10 de la noche han comenzado a llegar a los alrede­dores del cuartel: Montoya, Gutiérrez, Quiroz, Cuervo, Valverde, Castañeda, Terán, Nunja y otros, cada uno con su grupo.


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Ya está cada uno en el lugar que le corresponde. Barreto vis­te terno plomo y sombrero plomo. Tiene una pistola en la mano y va y viene, de aquí para allá, agachándose para no ser visto. Todos guardan un silencio casi religioso. Nadie chista. Hay al­guien que enciende un cigarrillo y entonces se acerca su jefe, se lo quita violentamente de la boca y lo arroja al suelo. Todos miran hacia el cuartel. Unos echados en la maleza, otros encogidos detrás de las tapias, todos están presos de una agitación nerviosa tremenda. ¡La una de la mañana! Súbitamente desemboca un carro por la avenida y se dirige hacia el cuartel. Todos lo miran sorprendidos... El carro hace un viraje, después otro, y se va nuevamente hacia la ciudad. ¿Acaso ha ido a dar algún aviso? Barreto llama a Nerón Montoya, y desorbitando sus vivaces ojos verdes, le dice, mirando hacia el cuartel: —“Solo con un acto heroico, podemos vencer.” Ya se va acercando la hora decisiva. Faltan solo minutos. To­dos orinan nerviosamente, todos cargan sus armas, Artemio Chávarri ha llevado unos arpones de fierro como banderillas. Faltando diez minutos para las dos, Víctor Peláez se acerca a los de su grupo y dice con voz enérgica a la vez que apagada: —Se necesita un hombre que pierda la vida, matando ¡al centinela! Se miran la cara unos a otros. Hay un grave silencio angustioso. Víctor Calderón se sienta en un pedrón, se agarra la barbilla y medita. Cruzan por su imagina­ción muchas cosas trascendentales. Y surge en su conciencia esta tremenda pregunta: ¿qué vale la vida de un hombre? Se figura ver tomado el cuartel, se figura ver flamear el estandarte de la revolución triunfante, se figura ver al Perú libre, y entonces se desborda su corazón en un grito de perfiles eternos: —¡¡Yo —contesta decidido y taciturno—. Yo voy a ma­tar al centinela!! Se le viste en el acto con el uniforme de un soldado de infantería que ya se tenía listo. Escobar se acerca y le entrega su re­vólver cargado. ¡Suenan las dos de la mañana! Víctor Calderón levanta el gatillo.


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¡Suena el segundo toque! Y Víctor Calderón se lanza como un rayo, casi a la carrera. ¡Alto!, quién vive, santo y seña. Calderón no responde. El centinela Tarazona levanta el fusil. Pero el héroe es más rápido. Descerraja dos tiros y cae el centi­nela desplomado. De la cuadra del retén se hace, casi al mismo tiempo, una des­carga y Víctor Calderón cae fulminado, acribillado a tiros, junto al centinela. Al oír los disparos, se lanzan como jaurías de galgos todos los grupos atacantes. Barreto siente que cae a sus pies la piedra que arrojó el coci­nero Valera, mete el brazo por el portón de calamina, abre el candado con una llavecita y grita con toda la fuerza de sus pul­mones: ¡ ¡Adelante, compañeros!!... ¡¡Fuego!! Se precipitan en pelotón, haciendo disparos. Uno de los ata­cantes hiere al centinela del portón, que queda mal herido y co­mienza a gritar y a llamar dando grandes voces. Precipitadamente se ponen de pie los soldados de la Infante­ría y cogen sus rifles. Barreto que avanza hacia la puerta, recibe una descarga cerrada, a diez pasos de distancia. Se retuerce, se agarra el vientre con las dos manos y cae muerto. Aún tiene tiempo de pronunciar estas palabras: — ¡Fuego!... adelante... Esquivel! Ha muerto el jefe de la revolución. Pero no importa. Ya Tello, por el lado del tenis, se ha lanza­do velozmente con sus hombres, sobre la cuadra del retén. Se traba un ligero tiroteo, caen dos o tres muertos y ya está la cua­dra en poder de los apristas. Se consiguen 8 fusiles y 40 carabi­nas con abundante munición. A su vez, Peláez y sus hombres se han apoderado del pabellón principal y han reforzado la acción de Tello. A su vez, también, el “viejito” Montoya ha hecho ingresar a los suyos por los albañales del reservado y por los jardines de la derecha. Pero un balazo certero en el riñón le hace caer en una zanja gravemente herido. Queda inutilizado el segundo jefe de la revolución.


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Entonces Alfredo Tello, estudiante de Letras, profesor de las Universidades Populares González Prada, asume el mando de las fuerzas revolucionarias. Armados todos con las carabinas y rifles del retén, traban un recio combate con la Artillería. El oficial de guardia, teniente Wilfredo Quezada, al iniciarse el ataque, ha corrido a avisar al capitán Herrera. También ha ido a todo escape a sacar un fusil del garaje para repeler el ataque. El oficial Herrera va a la cuadra de la Artillería y resiste el empuje al frente de sus tropas. Dispara con las armas cargadas que le van alcanzando uno y otro de sus soldados. El fuego se ha generalizado por todas partes. Ya la Infantería hace también cerradas descargas. Las bombas comienzan a ex­plosionar acribillando los vidrios. Tello y Peláez, revólver en mano, despliegan en guerrillas a los apristas. El primero grita fuertemente: — ¡Bombas!, compañeros... ¡Bombas! Se habían llevado al asalto 85 bombas grandes y 35 chicas que entran en acción inmediatamente. Arrecia el tiroteo por uno y otro lado. Cuando de repente pa­sa algo inesperado. Uno de los atacantes apellidado Nureña, sin darse cuenta, arroja una bomba hacia un cuarto, precisamente a aquel donde estaba el dinamo de la luz eléctrica. Se apagan las luces y cunde el desconcierto. Los fuegos se suspenden. Sale entonces, de uno de los cuartos, el alférez Goycochea. Lo avistan los revolucionarios, lo cogen y Tello hace que lo acompañe al sitio donde está el dinamo. Comienza una rápida labor de compostura, y a los pocos minutos, la luz brilla en gran parte del cuartel. Mientras tanto, los revolucionarios se han concentrado, en su mayor parte, en el campo de tenis. La Artillería ha cesado sus fuegos y el sargento Peláez se dirige a los revolucionarios para pedirles que cesen también los suyos. En ese momento aparece el teniente Quezada por un costado del campo de tenis, armado y jadeante. En el acto es apresado y llevado hasta una


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tapia, donde dos o tres de los atacantes la emprenden a empellones y lo arrojan al otro lado de la tapia, por donde hu­ye hacia el cerro del panteón. El teniente Quezada resistió tam­bién denodadamente junto a sus tropas. Los minutos son álgidos y la situación está de lo más indecisa. El teniente Severino intenta salir por uno de los costados del cuartel, Pero es apresado violentamente. El capitán Herrera sale de la cuadra de la Artillería y cae, también, en poder de los revolucionarios. Sale un soldado a medio vestir, en calzoncillos, tapado con una frazada. Como hay un frío intensísimo, el capitán Herrera despoja al soldado de su frazada y se cubre con ella. Tello se acerca entonces al oficial y le dice: —Devuelva usted a ese infeliz su frazada. ¿No ve que está desnudo? Así están acostumbrados ustedes a abusar de esta po­bre gente. Herrera protesta, pero la actitud enérgica de Tello resuelve el asunto. Es conducido al sitio señalado para retener a los presos, o sea una de las esquinas del campo de tenis. Mientras estas incidencias suceden, la Infantería hace sus pre­ parativos para continuar la resistencia. Los soldados se han apos­tado debajo de las tarimas. Unas aberturas rectangulares, casi al ras del suelo, que en verano servían de ventiladores, son utiliza­das como magníficos puntos de apoyo para disparar. Por allí sa­len las bocas de los rifles y cada uno de los huequecitos se transforma en una boca de fuego. El alférez Picasso, que se presenta en estos instantes enfermo y arropado con un cubrecama, es también detenido y llevado a la cuadra del retén. De pronto se oye un grito desaforado: —Aquí están las armas... ¡¡Vengan todos!! En efecto, alguien ha descubierto el salón de armas. Allí hay muchas armas y muchas municiones, tapadas con sacos vacíos. Algunas están colgadas en alto, cerca del techo, por lo que hay necesidad de subir por los andamios. En menos de cinco minutos todos quedan provistos de un ri­fle y abundante munición. Son las 4 de la mañana. Aún no ha cedido la Infantería. Por el contrario, se prepara para el segundo combate.


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Y este se inicia terrible, momentos después. No es fácil describir el espantoso tiroteo que se traba en se­guida. Relampaguean las bombas y saltan hechos trizas los cris­tales de las ventanillas. El furor sube a su más alto punto entre los atacantes. Casi todos están frenéticos de coraje, con los ojos como llamaradas. Una baba blanquecina hay en todos los labios y se oye el traqueteo del cerrojo de los fusiles y el estallido de las balas que silban como látigos, al rasgar el aire. Caen los muertos por uno y otro sitio. Dentro de la cuadra de la Infantería los soldados resisten bravamente. Walter Cruz, al mando de su cuerpo de lanzadores de bombas, siembra el espan­to por el lado derecho del cuartel. En el fragor de la lucha, Tello llama al licenciado sargento Peláez y le dice: —¿Dónde está el depósito de los cañones? —Allí está... Y señala Peláez una puerta cerrada, con gran candado en las armellas. Para llegar a esa puerta hay que atravesar una zona de fuego horrible. Precisamente la Infantería, al darse cuenta del peligro inminente en que están los cañones de caer en manos de los revolucionarios, dispara reciamente sobre este lugar, senten­ciando a una muerte segura a todo aquel que se atreva a acercar­se a esas armellas. Y aquí viene, entonces, uno de los actos heroicos más grandes de toda esta revolución. Tello y Peláez empujan a sus hombres sobre esa puerta y se lanzan por entre las balas. Caen algunos muertos, otros quedan heridos; pero ¡¡ya está!! Dos culatazos a la puerta y ¡adentro! Los cañones pasan a manos del pueblo. La Infantería se desconcierta y disminuye un tanto sus dispa­ros. Inmediatamente son arrastrados los cañones por los atacantes y escudándose con ellos mismos pasan al otro lado de la zona mortífera. Comienza ya a clarear el día. Remigio Esquivel, al mando de los obreros de Laredo, que han quedado sin jefe a la muerte de Búfalo, arremete brava­mente por el costado derecho alentando a su gente y disparando con su carabina incesantemente.


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Tello, hay que advertir, ha tomado las precauciones necesa­rias para no ser atacado por la retaguardia, esto es por el lado de la ciudad; ha encomendado a dos grupos de diez hombres la vigi­lancia de los caminos que vienen de Trujillo. A las 5 a.m. llama a Nerón Montoya y le dice: — ¡Corre con 15 hombres a reforzar la defensa de la alameda! Así es que, despreocupado por este lado, solo piensa en domi­nar a la Infantería. Para proteger la salida del capitán Villánez, los soldados ha­cen fuego nuevamente. Contestan los revolucionarios, pero solo haciendo descargas intermitentes. Villánez escapa por el portón grande. Ordena Tello suspender el tiroteo y manda a Francisco Arteaga de parlamentario para pedir la rendición. Los infantes también han dado tregua. El instante es solemne. Arteaga avanza hasta colocarse a pocos pasos del parapeto de las tropas. —¡¡Se rinden o no se rinden...!! — gritan con voz potente. —Soy muy macho para rendirme, contesta el sar­gento Vargas, con voz retumbante y heroica. Surge al instante un estratagema para vencerlos definitivamen­te. Se emplaza un cañón frente al cuartel, en el canchón de la entrada, para hacer creer que se va a disparar sobre la Infantería. Al mismo tiempo, Cruz prepara sus bombas. Suena un disparo de cañón hecho al aire y a la vez Peláez lan­za una bomba. Los soldados caen en la treta. Creen que es un cañonazo y no un bombazo lo que estalla en la cuadra. Y co­mienzan a salir, batiéndose en retirada. Algunos se parapetan en una acequia y otros en el camino ‘que conduce al caserío de Mampuesto. Son más o menos las siete de la mañana. El capitán Leoncio Rodríguez Manffurt, que debería hacerse cargo más tarde de la Jefatura de la plaza, llega en esos momen­tos y toma parte activa en la rendición... Veamos lo que dice al respecto: “Así llegué hasta la plaza Bolognesi, donde encontré un gru­po mayor de pueblo que comentaba unos papeles como volan­tes. Pregunté al grupo: ¿Qué pasa? Por toda respuesta me al­canzaron uno de dichos papeles


El ataque al cuartel O’Donovan

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y como no era tiempo de leerlo me lo puse en el bolsillo y seguí en dirección al cuartel; pasé unos 100 metros de la línea del ferrocarril donde me hicieron dos disparos y me ordenaron pie a tierra. Salté a tierra y al mo­ mento tres fusiles me apuntaban; me quitaron el caballo, me registraron y pedí, entonces, hablar con el jefe; se me presentó un individuo barbudo, pequeño, a quien dije: “¿Qué pasa?”, contes­tándome: “Hemos tomado el cuartel como usted lo ve; srlo quedan unos seis u ocho hombres que se resisten. Entonces les hice comprender que no debían victimar a esos soldados; que me dieran tiempo para hablar con ellos y pedir que se rindan; pregunté: ¿Dónde están los oficiales? y me contestaron: han huido; vuelvo a preguntar: ¿Todos? Sí, no hemos visto a ningu­no, insistí en que me permitieran llegar al cuartel para impedir el derramamiento de sangre inútil, lo que consintieron a cambio de que fuera acompañado o escoltado por cuatro hombres. Así fue como pude llegar hasta el cuartel donde constaté la muerte del centinela; ingresando a las cuadras encontré unos dos o tres cadáveres en la cuadra de Artillería, lo mismo que igual número de paisanos, hasta que llegué a la cuadra de Infantería donde los muertos pasarían de 25, entre civiles y soldados; pude allí con­templar el cuadro más heroico de mi vida; hacia la derecha de la cuadra un soldado alto, blanco, robusto, completamente desnu­do, con su fusil en la mano me encaró y con un gesto espantoso de cólera me dijo: “No avance, mi capitán, vamos a hacer fuego, tenemos que vender caras nuestras vidas”. Acto continuo partió una descarga haciendo caer a todos los que me acompañaban; descarga que partió de debajo de las tarimas donde estaban gua­recidos los hombres, la misma que fue contestada por 50 o más bocas de fuego de parte de los atacantes; tapé con una mano los ojos y comencé a dar pasos sin dirección concebida; sin darme cuente, como un beodo, avancé hasta sentir que el fuego dismi­nuyó; abrí los ojos y me encontré a unos treinta pasos de la pa­red del fondo del cuartel, cerca del portón de calamina, y a la mano derecha entonces pude ver 5 soldados de infantería y 3 de artillería que, metidos en una zanja, resistían como unas fieras; entonces les grité: ¡Basta, basta de sangre, ríndanse, valientes! como movidos por un botón eléctrico salieron de la zanja y se perdieron por la puerta del fondo sin quererme escuchar”. Se rinden, pues, los que estaban parapetados en la acequia. Solo quedan los que resisten en el camino a Mampuesto. Ya des­de las cinco de la mañana ha comenzado a llegar al cuartel gran cantidad de apristas de los barrios de la Portada de la Sierra y Chicago. Se reúnen más o menos 500 hombres.


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Historia de la Revolución de Trujillo

El jefe ordena que Hidalgo salga con un pelotón de hombres a apagar los fuegos de los soldados dispersos. Se traban pequeños combates aislados. Hay algunos muertos más y a poco rato hay un silencio completo. Ya está el cuartel O’Donovan en poder de los revolucionarios apristas de Trujillo. Las expresiones de júbilo se suceden. Hay estruendosos vivas al APRA y a Haya de la Torre. En medio de gran bullicio se comienza a reorganizar los grupos para entrar a la ciudad, donde aún hay que tomar la comisaría y la prefectu­ra del departamento. He aquí el balance de muertos y heridos de esta jornada: MUERTOS: apristas... 17 HERIDOS:

soldados...

14 — Total: 31

apristas... 12 soldados...

16 — Total: 28

Nombres de los muertos apristas: Manuel Barreto Risco, Víc­tor Calderón, Sebastián Valera (cocinero del cuartel), Augusto Mosquera, E. Holguín, Alfonso Carrasco, César A. Castillo, Emi­lio Vásquez, Artemio Chávarri, José Acosta, Octavio Valverde, Víctor Benigno Salvador (de 17 años), Eligio Vera M. Ruiz, Julio Sánchez Rodríguez, Tomás Escalante y un obrero M. Alvarado. Nombres de los heridos apristas: Juan Delfín Montoya, Ma­nuel Sánchez Ruiz, Rosario Reyes, Octavio Chávez, Antonio Diestra, Agustín Collantes, Clemente Álvarez, Manuel Natividad García, Justo García, Federico Urquiza, Manuel Aparay, Justiniano Vargas. Nombres de los soldados heridos: Infantería: Cristóbal Ma­tos, Gerardo Bromley, Arnulfo Ruesta, Buenaventura Uro, Mer­cedes Inga Sánchez, Julio Oliva, Julio Loro, Matías Peña, Moi­sés Valverde, Luis Torres, Vicente Eche. Artillería: Florencio Villanueva, Antenor Rodríguez, Julio Villar, Ernesto Colina, Jo­sé Chávez. No ha sido posible, hasta ahora, fijar los nombres de todos los soldados muertos o desaparecidos. Por eso nos abstenemos de ofrecer una relación. Quedaron prisioneros los siguientes oficiales: Capitanes, Gui­llermo Herrera y Demetrio Martínez; teniente, Roberto Severino; subtenientes, Carlos Goycochea y Miguel Picasso. Además, como 80 entre clases y soldados.


IV SUMARIO:

LA RENDICIÓN DE LA PREFECTURA Incidencias de la toma de la comisaría. Labor del guardia de seguridad Julio Ascue. Actitud del capitán Eduardo Carbajal. Parlamentarios. Ajetreos de las autoridades en la Prefectura. El prefecto declina el mando político ante el comandante Silva Cáceda. Los revolucionarios desembocan en la plaza de Armas. Rendición de la Prefectura. Prisión de las autoridades y los militares que estaban dentro del local. Pri­sión del teniente Alberto Villanueva.

Habíamos suspendido nuestro relato dejando al comisario capitán Carbajal en el momento en que sale del cuartel de la Guardia Civil para efectuar una ronda por la ciudad, en compa­ñía del sargento Alvarado y del guardia de seguridad Julio Ascue. Veamos lo que ocurrió después. Cuando el capitán comisario efectuaba su ronda por una y otra calle, se oyeron recias descargas lejanas por el lado del cuar­tel O’Donovan. En el acto se interrumpió el recorrido y los rondinos se trasladaron a su cuartel. En la puerta del cuartel de seguridad encontraron al teniente de Infantería Carlos Hernández, que daba recios golpes y llama­ba para que le abrieran. —¿Qué hay, teniente?— preguntó el capitán Carbajal. —Capitán, en estos momentos están atacando el cuartel O’Do­ novan. Yo he querido ingresar, pero me han hecho disparos des­de las tapias. Vengo a pedir un fusil para dirigirme allá nueva­mente...


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Historia de la Revolución de Trujillo

Lo hicieron pasar, y ya adentro, el capitán llamó a grandes voces y ordenó que se formara la tropa. La mente del jefe de la comisaría era atacar inmediatamente a los revolucionarios por la retaguardia. Es de suponer el desastro­so efecto que este ataque habría producido, pues se iba a lle­var a cabo en el momento preciso en que los apristas habían sus­pendido los fuegos porque se había apagado la luz del cuartel. Así es que si en ese instante se les hubiera sorprendido por la espalda, habría habido una hecatombe, puesto que habrían teni­do que vérselas con los fuegos de la Infantería y con los fuegos de la Guardia de Seguridad. Pero el guardia Julio Ascue salvó la situación. En efecto, cuando el capitán ordena que se forme la tropa, en el patio de la comisaría, es con el objeto de sacarla para atacar el cuartel O’Donovan. Todos están formados. Está presente el subprefecto de la pro­vincia, don Francisco Carranza. El capitán recorre con la mirada el grupo y le habla, que es necesario ir al cuartel a cumplir con el deber. Violentamente se desprende de la fila Julio Ascue y, avanzan­do dos pasos, dice en tono rotundamente revolucionario: ­—¡¡Mi capitán, nosotros no podemos ir al sacrificio!! Estamos cansados ya de abalear a nuestros hermanos y ni yo ni mis com­pañeros iremos donde Ud. nos pide. Carbajal se acerca a Ascue y autoritariamente le arrebata el fusil que lleva al hombro. Ascue retrocede un paso, desenfunda la pistola y la pone al pecho del capitán. Ambos se miran furi­bundos, ambos están rojos de sorpresa y de indignación; el inci­dente termina con estas palabras del capitán: —Cálmese Ud., Ascue, y vaya a su cuadra. Y enseguida, volviéndose hacia el subprefecto Carranza: —¿Ya ve usted?... ¡No se puede contar con esta gente! El subprefecto entra entonces a la cuadra y sostiene un diálo­go violento con el guardia sublevado. El uno aduce que el Go­bierno paga a la policía para que se le defienda, y el otro argu­menta que la policía es pagada por el pueblo para defender al pueblo. Interviene el capitán Carbajal y corta el diálogo, lleván­dose al subprefecto.


La rendición de la Prefectura

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Al poco rato avisan a Ascue que en la sala de investigaciones hay unos apristas presos. Efectivamente allí están, Francisco Fernández, que habían ido a parlamentar a las 3 de la mañana, y que habían sido apresados en la calle por el alférez Hernández y por el investigador Cordero. Oigamos lo que dice Ascue: —“Viendo todos estos abusos voy al capitán y le pido que fue­ran puestos en libertad, haciéndole ver que esos compañeros eran los que iban a controlar a las masas revolucionarias y que lo responsabilizaba de los desmanes que pudiera cometer el pueblo en caso de no ser libertados y que él mismo estaría garantizado con la libertad de esos presos, porque, sin duda, no estando pre­sentes ellos atacarían a la tropa y todos perecerían. Convencido en esta forma, el capitán ordena su libertad. Yo mismo los hago salir”. A las 6 de la mañana, el capitán Carbajal intenta nuevamente atacar el cuartel O’Donovan. —Es peligroso, pero vamos— le dice al subprefecto Carranza. Y hace salir a la tropa poniéndose a la cabeza. Pero en la es­quina contigua, algunos de los guardias toman un auto y co­mienzan a dar fuertes vivas al APRA, en medio de los aplausos del vecindario. El jefe se desmoraliza y ordena que todos regresen a la comisaría. Mientras esto ocurre, el sargento Bustamante, de la Guardia Civil, sostiene fuertes choques con el pueblo que en diferentes calles comienza a agruparse en actitud amenazadora. Hasta hay un tiroteo en los baños de El Recreo entre las tropas y un grupo de civiles guiados por José C. La Cunza. Carbajal ordena que se distribuya la tropa entre el patio y los techos de la comisaría, dispuesta a repeler el ataque. Desde este momento comienzan a llegar comisiones de parla­ mentarios de parte de los revolucionarios. Van hasta tres comi­siones. La formada por José A. Tejada, Lastenio Morales y José C. La Cunza sostiene el siguiente diálogo: — Venimos de parte de las fuerzas revolucionarias a pedir la rendición de la comisaría y la entrega de todas las armas, para evitar que corra sangre inútilmente...


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Historia de la Revoluci贸n de Trujillo

El pueblo invade la plaza de armas de Trujillo.

Un ca帽贸n Krupp emplazado frente a la prefectura de Trujillo.


La rendición de la Prefectura

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—No es posible, señores, ni que me rinda ni que entregue las armas. La misión de la policía es cuidar el orden. Y yo estoy dis­puesto a cuidarlo sean quien sean las autoridades. Va más tarde otra comisión presidida por Federico Echeandía, la que se desempeña en esta forma: —Así venimos nosotros los apristas, capitán —dice Echeandía— con las manos vacías y sin armas. ¿Cómo es posible, mi capitán, que no se plegue usted al movimiento? Entreguénos las armas o, en su defecto, garantícenos que no se nos hará ningún disparo. Da Carbajal idéntica respuesta que a los anteriores y la entre­vista finaliza sin resultado alguno. Son las nueve de la mañana y ya el ejército revolucionario ha­ce su entrada triunfal hacia la plaza Bolognesi. No sería posible describir el cuadro estupendo que se ofrecía a la vista. El pueblo triunfador arrastrando los cañones daba el espectáculo homérico de su arrogancia. Hombres rotosos y pol­vorientos, armados de hoces, de machetes, de cuchillos, daban retumbantes vivas, con los ojos brillantes de júbilo. Algunos traían gorros de piel de conejo y otros ostentaban colgadas al cinto las espadas de los oficiales. Detrás venía, formado en rígi­das columnas, el ejército aprista de la Revolución. Todos habían adoptado un aire marcial improvisado. Todos traían fusi­les y cartucheras repletas. Algunas mujeres entusiastas habían subido sobre los cañones. Se oían las notas electrizantes de la marsellesa y de las puertas y bocacalles salían alaridos de ale­gría de parte de los espectadores. Millares de bocas lanzaban es­te rugido: ¡¡Viva el APRA!! Al centro vienen los oficiales y soldados presos, maltrechos y pensativos. La multitud avanza por la calle de la Independencia, en direc­ción a la comisaría. Por la calle de la Restauración viene otra in­mensa multitud, rodeando un carro donde viene un hombre vestido de plomo, recién afeitado y con el brazo izquierdo en alto. — ¡Allí viene Agustín Haya de la Torre!— gritan cientos de bocas. En la puerta de la comisaría hay otro gran gentío, y el capi­tán Rodríguez Manffaurt, subido sobre un camión, arenga en la siguiente forma:


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Historia de la Revolución de Trujillo

“Pueblo soberano: Ya no hay fusiles, no hay metrallas, ni bayonetas que se opon­gan a los sentimientos de vuestro pecho noble y generoso. La fuerza de policía se rinde, como se rinde la Prefectura y como se rinden todas las autoridades. Basta de sangre, calma tu ira, basta de sangre. El Sr. Cárdenas ha sido designado para ocupar la Pre­fectura, si aceptáis, jurad por Dios que respetaréis los intereses, la vida y el honor”6. Todos levantan los brazos en alto y juran solemnemente. La inmensa multitud llega ya a las puertas de la comisaría. Entran nuevos parlamentarios. Fracasan nuevamente, y entonces, Pedro Canseco, enfila un cañón frente a la puerta y se dispone a disparar. Algunos revolucionarios se oponen al disparo, pues en el preci­so momento en que las fuerzas revolucionarias llegan a la esquina Independencia-Restauración, sin saberse si partieron de la mul­titud o de la policía, sale una veintena de disparos que originan un barullo tremendo. Aprovechan el desconcierto y se escapan los presos. Sale precipitadamente el capitán Carbajal a la venta­na de la comisaría que da a la calle y dice que él está de acuerdo en vigilar el orden, sean quien sean las autoridades, ya sean apristas o sanchecerristas. Pero que no entrega las armas y que garan­tiza que sus soldados quedarían en su cuartel y que se organiza­ría la vigilancia en las calles con el concurso de los mismos apristas. Todos asienten a esta medida y la muchedumbre desvía su atención de la comisaría para concentrarla en la Prefectura, si­tuada a pocas cuadras de distancia. Veamos qué es lo que sucedía, mientras tanto, en el despacho de la primera autoridad política del departamento. Desde antes de las 8 de la mañana, han acudido a la Prefectu­ra los oficiales del cuartel O’Donovan que, no habiendo estado en su puesto la noche anterior, creían de su deber ir a ponerse a las órdenes de la primera autoridad. Están presentes en el despa­cho el comandante Julio Silva Cáceda, jefe del Regimiento de Artillería No. 1, el mayor Luis Pérez Salmón, los capitanes Ma­nuel Morzán y Víctor Corante y los alféreces Ricardo Ravelli, Carlos Hernández y Carlos Valderrama. 6 Mi actuación en el Movimiento Revolucionario de Trujillo, por el capi­tán L. Rodríguez Manffaurt - Tip. H. Cuba. Trujillo, 1932.


La rendición de la Prefectura

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También están presen­tes el subprefecto señor Carranza y el teniente jefe de la Guar­dia Civil, Alberto Villanueva. El prefecto, doctor Pedro La Riva, oye de labios del subpre­fecto los detalles de la situación del momento. Se entera de que los revolucionarios han dominado ya la comisaría y que avanzan sobre la Prefectura. El capitán Rodríguez Manffaurt, que se halla también presente, confirma las aseveraciones del subprefecto y da la iniciativa de que se llame al jefe militar pro­vincial, comandante Rubén del Castillo, para que se haga cargo de la plaza y la defienda. Se manda un enviado para que lo traiga y mientras tanto se cambian opiniones: —Yo creo que hay que dar cuenta al Gobierno y resistir el ma­yor tiempo posible—, dice el comandante Silva. —Entonces es necesario concentrar en este lugar todas las fuerzas de que se disponen— insinúa uno de los presentes. —En efecto, que vayan en el acto a decirle al capitán Carbajal que se traslade con su tropa. Y como se notara la demora del comandante del Castillo y los revolucionarios avanzaban ya por el jirón Independencia, el pre­fecto, dirigiéndose al comandante Silva, dijo: —Desde este momento es usted llamado a quedar al frente de la plaza, comandante. Silva pensó un instante y dijo: —Perfectamente: Veamos lo que se hace. ¿Hay ametralladora? —No hay ninguna, dijo el teniente Villanueva. —Entonces hay que colocar a la Guardia Civil en los techos. Disponga usted, teniente, que así se haga. Mientras tanto, por el jirón Independencia avanza y avanza la multitud dando estruendosos vivas. Una parte de los revolucio­narios se desvía hacia el jirón Progreso para atacar por dos flancos a la Prefectura. Por fin desemboca la muchedumbre por las dos esquinas de la Catedral y del Bar Americano. En el instante se emplazan tres cañones frente al local prefectural, a una cuadra de distancia. Algunos hombres se tienden en el suelo apuntando con sus rifles y otros avanzan en son de combate, hasta apoderarse de las gra­das del monumento a La Libertad.


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Todo está listo, solo se espera una orden para disparar. Los je­fes están atentos a los movimientos de los que están parapetados en los techos de la Prefectura. De pronto, en el asta del pabellón prefectural, se ve subir un banderín blanco, anunciando la rendición. El nuevo comando de la plaza, en vista de la inutilidad de la resistencia, pues hasta las tropas de seguridad se han negado a replegarse a la Prefectu­ra, ha acordado la rendición. Una explosión de júbilo estalla en los cuatro ámbitos de la plaza. Se oyen gritos y vivas. Y se adelantan hacia la Prefectura los jefes revolucionarios. Hay en el despacho un gran desconcierto. Se piensa que es ne­cesario entregar la Prefectura a una persona que tenga ascen­diente en el pueblo y lo que pueda controlar. Todos están de acuerdo en que debe ser el señor Alberto de Cárdenas. Pero el señor Cárdenas adolece de una completa sordera que sería grave obstáculo en momentos tan difíciles. Y entonces, dicen todos a una voz: ¡Agustín Haya de la Torre! Y Agustín Haya de la Torre queda al mando de la Prefectura, desde este instante. Lo primero que hace es salir al balcón que da a la plaza de Ar­mas para arengar a la multitud. Una enorme ovación subraya su presencia. Con voz enérgica y clara, Haya de la Torre comienza mani­festando que un grupo de apristas heroicos acababa de tomar el cuartel O’Donovan, levantando la revolución contra el civilismo explotador y contra su instrumento el presidente Sánchez Ce­rro, que el Comité Aprista de Trujillo desde ese momento asu­mía el control y la responsabilidad del movimiento y que reco­mendaba que cada aprista sepa dar ejemplo de orden y de disci­plina, ya que era necesario hacer ver que la Revolución aprista era revolución de principios y de renovación social. Cada párrafo, cada pasaje de este discurso suscita vibrantes palmoteos. La muchedumbre arranca a cantar el Himno Nacional y el entusiasmo llega al delirio. Sale nuevamente Haya de la Torre para anunciar que ha sido designado subprefecto revolucionario el señor Víctor Augusto Silva Solís.


La rendición de la Prefectura

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Y, desde este momento, las nuevas autoridades comienzan a dictar las medidas más urgentes, de acuerdo con la marcha de la Revolución. El pueblo exige la prisión del teniente Villanueva, responsable de las masacres de Paiján y de la Noche de Pascua, y de los jefes y oficiales que se encuentran en la Prefectura, que hasta el últi­mo momento han hecho lo posible por debelar el movimiento. Villanueva es detenido en el patio interior y sacado a empe­llones y conducido, en medio de gritos y exclamaciones airadas, a la cárcel Central. La tropa que hace el servicio de vigilancia de la cárcel Central no hace la menor resistencia a la gente del pueblo, que entra y deposita en un calabozo a Villanueva y, a la vez, hace salir a los numerosos presos políticos que hay recluidos en ese lugar. Ciro Alegría Bazán, que ha permanecido preso durante ocho meses, es sacado en hombros, en medio de las aclamaciones más entu­siastas. Aprovechan el desconcierto gran parte de los presos comunes para fugarse, mezclándose entre la multitud. Los jefes y oficiales quedan detenidos en uno de los salones de la Prefectura.


V

SUMARIO:

DISPOSICIONES DE LA PREFECTURA REVOLUCIONARIA Labor de las nuevas autoridades. Acuartelamiento general. Prisión de políticos contra­rios. Comisiones para capturar soldados fugiti­vos. Toma de Salaverry. Comisiones a Casa Grande, Chimbote y Pacasmayo. Requisa de armas en toda la ciudad. Traslado de la Prefec­tura. Incautación de fondos para la revolución. Entierro de los caídos en el cuartel O’Donovan. Llegan aviones de guerra. Reunión del cuerpo consular para contemplar el inminente bombardeo. Toma de Ascope, Roma y Chocope. Construcción de trincheras y organización de la defensa de la ciudad.

La tarde del 7 de julio fue de una agitación tremenda en Trujillo, iban y venían autos por tanto gente armada. Veíanse por doquier grupos entusiastas, trazando planes, haciendo comenta­rios, juzgando la situación. En la Prefectura revolucionaria había gran aglomeración de personas. Haya de la Torre, Silva Solís, Remigio Esquivel, nom­brado comisario del Valle de Santa Catalina, todos estaban atareadísimos, dictando disposiciones. Destacamentos de apristas armados se apoderaron de las ofi­cinas de telégrafos, del cable, del radio y del teléfono. Una comisión de 15 hombres salió a perseguir al capitán Villánez que había huido a la sierra, acompañado por algunos sol­dados fugitivos


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del cuartel O’Donovan. Fueron alcanzados en Samne, donde se trabó un ligero tiroteo, siendo apresados los soldados, no así el jefe que logró escapar. También partió ese día una comisión de 12 hombres, al man­do de Víctor Peláez, con el objeto de tomar la hacienda Casa Grande. Dicha comisión llevó un cañón y se trasladó en un tren especial puesto para el objeto, pues hay que advertir que los re­volucionarios se apoderaron también de la estación de Ferroca­rriles. En el capítulo respectivo detallaremos las incidencias del fracaso de Casa Grande, así como los motivos que hubo para que no participara en la revolución aquel centro obrero. El 7 también partió hacia Chimbote una comisión al mando de Sergio Quiroz, la que no dio el resultado que se esperaba, porque los comisionados cayeron en poder de la policía de aquel lugar. Igualmente salió una comisión con la consigna de capturar Pacasmayo, al mando de Julio Ascue, pero debido a la excesiva velocidad que llevaba el camión que la trasportaba, dio vuelta de campana a la altura de La Cumbre, teniendo que regresar los co­misionados nuevamente a Trujillo. Desde la tarde y hasta media noche, cuadrillas de hom­bres armados se encargaron de buscar y apresar a elementos adictos al gobierno y acusados algunos de ellos de “soplones”, esto es, de correveidiles ante las autoridades. Más o menos a las 8 de la noche, el prefecto revolucionario hizo llamar al capitán Rodríguez Manffaurt y le manifestó que era necesario para las labores de defensa que la plaza estuviera bajo la dirección de un comando militar y que, en tal virtud, ha­bía sido designado jefe militar de la plaza, habiéndosele exten­dido un nombramiento. Se trabó el siguiente diálogo entre Ro­dríguez Manffaurt y Haya de la Torre: —En usted confiamos, capitán Rodríguez. —Haré lo humanamente posible, señor Haya. —¿Qué necesita usted para cumplir su misión? —Hágame el favor de ponerme al tanto de toda la situación, sin ocultarme nada, y dígame cuáles son las órdenes que se han dado.


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Historia de la Revolución de Trujillo

—Tenemos noticia, por haberse interceptado el servicio radio­ gráfico de Palacio, que los aeroplanos estarán al rayar la aurora, tienen orden de bombardear la ciudad; han hecho su base en Chimbote; el Urubamba amanecerá en Salaverry, trayendo tropas gobiernistas; la policía se ha concentrado en Casa Grande; total de fuerzas del Gobierno unos 150 hombres. Yo tengo una pieza de artillería y 30 hombres armados en Salaverry. Cartavio se ha plegado al movimiento; en Laredo dispongo de gente lista para venir. Dentro de una hora o dos regresarán las comisiones y posiblemente traerán más gente de las haciendas.7 El diálogo continuó por algunos minutos, y a poco salió el ca­pitán para dictar las primeras providencias sobre organización y defensa. El local del centro escolar No. 241, que se encuentra en la Plaza Principal, contiguo a la Prefectura, fue designado cuartel general de la Revolución. A Tello, Rodríguez Manffaurt lo nombró jefe del cuartel. Inmediatamente, Tello comenzó a recolectar la gente. Se dis­puso que se organizaran diversos sectores según los barrios de la ciudad. Y las órdenes principales del comando fueron estas: 1o. A los hombres que estuvieran embriagados y que tuvieran ar­mas, desarmarlos en el acto y mandarlos a sus casas. 2o. Transmi­tir a toda persona visible el peligro inminente a fin de contar con su apoyo en el momento preciso. 3o. Proceder a hacer trin­cheras en el instante en todas las entradas a la ciudad. 4o. Evi­tar cualquier exceso de los más exaltados. Ya en la tarde de este mismo día se había hecho una requisa de armas y vehículos. Una comisión se encargó de recoger todas las armas que hubiera en los colegios e instituciones. Del Cole­gio Nacional de San Juan se extrajeron 9 fusiles; del colegio Se­minario 4 fusiles; del Instituto Moderno, 4. También se incauta­ron abundantes municiones. Habiendo sido avisados de que en la Jefatura Militar había muchas armas, José C. La Cunza y Lastenio Morales procedieron a requisarlas, encontrándose en efecto varios cajones de munición. En la tarde de ese día también, los revolucionarios se habían apoderado del puerto de Salaverry, lugar que, por su situación, debería ser teatro del primer encuentro con las tropas del go­bierno (En el capítulo correspondiente referiremos lo ocurrido en dicho puerto). 7 Obra citada de Rodríguez Manffaurt.


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Se habían interceptado despachos de Palacio que daban a co­nocer que los aviones bombardearían la población en la mañana del 8, y que, desde luego, bombardearían de preferencia la Pre­fectura. Ante esta emergencia se consideró prudente trasladar el despacho prefectural a un nuevo local y así se hizo. Se escogió para el efecto el lujoso edificio del Club Central, lugar de cita de la élite feudal y burguesa de Trujillo y magníficamente situado en la calle del Progreso (casa Iturregui). A media noche fueron transportados algunos enseres de la prefectura, como escritorios, máquinas de escribir, etc. También fueron transportados los pre­sos políticos en grupos de 5 en 5. Amaneció el día 8 y la ciudad ofrecía un aspecto de orden y tranquilidad completa. Es necesario recalcar, antes de pasar adelante, la conducta extraordinariamente honesta que guarda­ron durante los días de la Revolución de Julio los rebeldes de Trujillo. A nadie se le robó un alfiler, a nadie se le saqueó, a na­die se le incendió. Las pulperías de los asiáticos que en otros lu­gares son el blanco de los apetitos del populacho, estuvieron en Trujillo garantizadas y respetadas ante el asombro de los mis­mos propietarios. A ninguna casa comercial se le impuso contri­bución forzada y nadie fue despojado de nada. ¡Raro ejemplo de civismo y de conciencia colectiva que será siempre un honor para el pueblo trujillano!8 En la mañana del 8 corrieron por la ciudad unas hojas sueltas que decían: ¡¡REVENTÓ LA REVOLUCIÓN!! “Hermanos del pueblo, hijos del norte: Sabéis que ya nos ha llegado el momento de romper las cade­nas opresoras de la Justicia Social y emanciparnos de los yugos del Civilismo traidor y asesino de este pueblo oprimido que solo pide pan y trabajo. Pueblo peruano, hermanos sin trabas: Id de frente a la lucha y si es posible hasta perder la vida por la libertad de nuestro jefe Víctor Raúl Haya de la Torre y por nuestra sagrada causa.

8 Tomado del diario La Libertad del 15 de julio de 1932.


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Historia de la Revolución de Trujillo

¡¡A la Revolución!!

¡¡A la Revolución!!

SOLO EL APRISMO SALVARA AL PERÚ

En la lucha: ¡hermanos!

En el dolor: ¡hermanos!

En la victoria: ¡ hermanos!

¡De frente! ¡De frente! sin retroceder Trujillo, 7 de julio de 1932. Esta hoja, de redacción típicamente popular, circuló profusa­mente por todos los barrios. El Prefecto Revolucionario mandó a la prensa un comunicado anunciando lo siguiente: —Ha sido designado Jefe Militar de la plaza el capitán Leon­cio Rodríguez M. —Las disposiciones adoptadas por las autoridades políticas a fin de mantener el orden han dado los mejores resultados. Las mismas autoridades ruegan a los interesados denuncien cual­quier abuso a fin de que sea sancionado. Las disposiciones ofi­ciales se hacen por escrito, debiendo exigirse en todo caso las órdenes convenientes. —Los disparos al aire están terminantemente prohibidos. Se­rán decomisadas las armas de quienes los hagan. —La comisión de defensa de la ciudad ha resuelto la resisten­cia máxima en caso de ataque, interpretando el anhelo de la ma­yoría ciudadana. —Habiéndose dispuesto la detención provisional del comisa­rio capitán Carbajal, ha sido designado para el cargo el ciudada­no don Julio Ascue. —Se previene el vecindario que en caso de llegar aviones con­trarios se disuelvan todos los grupos en la vía pública y no se ataque a los aparatos si ellos no lo hacen primero. —Se pide al vecindario ayudar a la construcción de trincheras. —Comisario del Valle de Santa Catalina ha sido nombrado don Remigio Esquivel.


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—Los distritos se han plegado unánimemente al movimiento. En las haciendas que no estaban sometidas, la Guardia Civil se ha rendido ya. (Se alude en este documento a la prisión del comisario capi­tán Carbajal. Y en efecto, ella se produjo, en las primeras horas de la noche del 7, según el testimonio de Julio Ascue, “en vista de que el capitán mandara un oficio al comandante Silva, en el que le inculpaba como único responsable del movimiento, mien­tras él y su cuartel estaban incólumes” Este oficio, que debería ser entregado a su destinatario a escondidas, fue sorprendido por los revolucionarios). Cerrado este paréntesis que era necesario, proseguiremos el relato. En la tarde de aquel día 8 se efectuó el entierro de los apristas muertos en la toma del cuartel O’Donovan. Una enorme muchedumbre silenciosa, portando banderas y entonando la marcha fúnebre aprista Paso a los caídos, acompa­ñó a los 17 ataúdes que eran trasportados en hombros en medio de la más emociante de las manifestaciones funerarias. Manuel Barreto iba a la cabeza. Siempre, aun después de muerto, seguía a la cabeza de ese pueblo que tanto le quiso y que hoy le admira. El cortejo recorrió tranquilamente los jirones Independencia y San Martín, cuando a las puertas del cementerio se produjo un barullo indescriptible. Aviones de guerra volaban ya sobre el cielo trujillano y comenzaban a metrallar algunos puntos. Se oyó el traqueteo de los motores confundido con el traqueteo de la ametralladora y el desconcierto fue enorme. Las mujeres se apiñaban contra las paredes del cementerio, como queriendo meterse en ellas, para salvarse de las descargas. Los hombres mira­ban con ira las maniobras de los aeroplanos y desde este momen­to el pueblo supo ya a qué atenerse. La Revolución no sería se­cundada y el Gobierno la aplastaría con el apoyo del Ejército. Ante la inminencia del peligro y previendo la hecatombe en el caso de un bombardeo aéreo sobre una ciudad llena de muje­res, niños y ancianos, ajenos a la Revolución, la Jefatura Militar y la Prefectura acordaron citar, para aquella noche, al Cuerpo Consular de Trujillo, a fin de que pidiera cablegráficamente al Gobierno que se abstuviera de hacer un bombardeo sobre la ciu­dad, mientras se daba tiempo a las fuerzas revolucionarias para salir de Trujillo.


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Historia de la Revolución de Trujillo

Previa una citación por escrito, la reunión se efectuó, a las 10 de la noche, en el local de la nueva prefectura. Concurrieron los cónsules de Alemania, Francia, Japón, Panamá y Venezuela, algunos de ellos portaban voluminosos libros de consultas proto­colarias. Fueron recibidos por Haya de la Torre y Rodríguez Manffaurt, en el salón principal del edificio. Abierta la sesión, el jefe militar de la plaza dijo: Señores miembros del Cuerpo Consular: Me he permitido rogar a Uds. que honren con su presencia este recinto, a fin de suplicarles que, por muy cortos momentos, me prestéis toda vuestra atención. A vuestra elevada inteligencia no escapará la difícil situación por la que atraviesa Trujillo. Se trata, señores, de que la escuadrilla aérea ha comenzado a bombardear la ciudad, y esto, francamente, no es posible; está vedado por las leyes de la Civilización; dentro de la ciudad no solo hay revolu­cionarios; hay antes de todo ancianos, mujeres y niños verdade­ramente inocentes; hay también extranjeros a quienes Uds. re­presentan, partidarios y amigos del Gobierno9. Continuó Rodríguez Manffaurt manifestando que era necesa­rio que los cónsules intercedieran ante el Gobierno de Lima, a fin de que cesara el bombardeo, ya que los revolucionarios no se rendirían de ninguna manera y combatirían hasta que no queda­ra un solo hombre10. Se retiró en seguida del salón, junto con Haya de la Torre, pa­ra dejar en libertad a los diplomáticos, a fin de que deliberaran. Se inicio un acalorado cambio de ideas y, al cabo de algunos minutos, llamaron a los dos jefes de la revolución y les dijeron que como no era protocolario hacer lo que se pedía, el Cuerpo Consular de Trujillo había acordado no tomar ninguna actitud en vista de la situación. Algunos, haciendo un aparte, aconseja­ron abandonar la ciudad. Refiere el capitán Rodríguez Manffaurt que en este momento se trabó entre él y el cónsul del Japón don Carlos Larco Herrera el siguiente diálogo:

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Versión del cap. Rodríguez Manffaurt. Ob. cit.

10 Tomado de una comunicación dirigida al ministro chileno en Lima, por el Cónsul de Chile en Trujillo, señor Urrutia.


Disposiciones de la Prefectura Revolucionaria

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—Ruégoles sesionar nuevamente a ver si es posible evitar la ca­ tástrofe dentro y fuera de la ciudad. Me retiraré por segunda vez. —No hay necesidad. No podemos hacer el cable que usted nos solicita pasemos al Gobierno. —Pero pueden hacerlo, entonces, al cuerpo diplomático. —Creemos que es imposible hacer el cable porque es demasia­do tarde para que llegue oportunamente. —Eso de tarde, no señores. Un cable es entregado a la Lega­ción a la hora que llega. Además, hay que tener presente que to­do corre inminente peligro. —En cuanto al peligro nos tiene sin cuidado, cualquier cosa que pase se harán las debidas reclamaciones. —Ustedes, señores, están amparados por sus propias banderas, pero hay otros que en estos momentos, siendo inocentes, no tie­nen bandera que los ampare; en nombre de ellos os vuelvo a ro­gar. —Ya hemos estudiado el punto y vemos imposible hacer el cable. —¿Pero es que no os dáis cuenta de que hasta ustedes corren inminente peligro? —No lo creemos; además siempre nos quedará el derecho de reclamar. —No sabía que los muertos pudiesen reclamar —No tenemos nada en discusión. —Entonces, señores, buenas noches.11 Fracasó, pues, esta reunión y hubo de pensarse en hacer otra de elementos representativos de las instituciones oficiales. Don José Rabines recorrió en automóvil la población y después de muchos esfuerzos reunió en la casa del Dr. Julio F. Quevedo, vocal de la Corte de Justicia, al Dr. Santiago Vásquez, presiden­te de la misma, al señor Néstor H. León, director de la Beneficen­cia. Se acordó pasar y se redactó un cablegrama en el sentido propuesto a los cónsules. Pero de las oficinas de Palacio no con­testaban una sílaba porque se sabía que las comunicaciones estaban en poder de los revolucionarios. Así es que se ignora si el despacho llegó o no al lugar de su destino. 11 Versión del cap. Rodríguez Manffaurt. Ob. cit.


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Historia de la Revolución de Trujillo

Viendo, entonces, lo grave de la situación, se pensó en prepa­rar la ciudad para la resistencia. Acudió gran cantidad de gente a construir trincheras. Estas eran unas zanjas profundas, defendi­das por un muro de sacos de arena. Se construyeron trincheras al final del jirón de la Unión, en la calle El Palmo, en el camino a Santa Rosa, en la portada de Moche, en la portada de Mansiche. Aquel día se recibió noticia también de la toma de Ascope, Roma y Chocope. En el lugar respectivo consignamos los deta­lles de estos hechos. El Prefecto revolucionario comisionó aquel día a José A. Te­jada para que exigiera de la Caja de Depósitos y Consignaciones todo el dinero que tuviera en su poder, entregando la siguiente comunicación: PREFECTURA DEL DEPARTAMENTO DE LA LIBERTAD Trujillo, 8 de julio de 1932. Señor Jefe Departamental de la Caja de Depósitos y Consignaciones, Departamento de Recaudación. Ciudad.Por disposición de esta Prefectura, sírvase prestar la atención debida al señor José A. Tejada, poniéndose a su disposición en lo concerniente a las labores de su cargo, así como ha­ciéndole entrega de los fondos que tenga disponibles esa institu­ción. (firmado) J. A. HAYA DE LA TORRE. Un sello de la Prefectura de La Libertad

Un sello de la Secretaría

Desempeñaba la Gerencia de la Caja de Depósitos don Carlos Solari, quien se negó a atender a Tejada y pidió hablar con Haya de la Torre. Puestos al habla, manifestó el recaudador que nece­sitaba que se le presentara una letra firmada por el Tesoro Públi­co y por el Cajero Fiscal del departamento, don Francisco Dañi­no. Esto era imposible conseguir, por lo que el jefe revoluciona­rio se vio obligado a ejercer presión, al siguiente día, para que se le entregara el dinero que requerían los gastos de la Revolu­ción, ya que hasta ese momento se habían solicitado muchos créditos a particulares.


Disposiciones de la Prefectura Revolucionaria

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Don Carlos Solari manifestó entonces que entregaría la suma de S/. 7,000 que era lo único que tenía la Caja, pero si se le otorgaba un recibo firmado ante dos testigos. Así se convino y testificaron el documento don Arturo Vásquez Cuadra, adminis­trador del Banco Italiano, y don Víctor Hudwalker, gerente de The Royal Bank of Canadá, Helo aquí: Un sello de la Prefectura de La Libertad Recibido en la fecha del representante de la Caja de Depósi­tos y Consignaciones, Dpto. de Recaudación, Oficina de Trujillo, la cantidad de (SIETE MIL SOLES S/. 7,000) mandados entregar a la Tesorería Fiscal, según telegrama de 5 del presente. Esta suma es entregada por el citado representante en vista de la presión hecha por la fuerza y en presencia del gerente del Banco Italia­no sucursal de Trujillo, señor Arturo Vásquez Cuadra, y el del Royal Bank of Canadá, señor Víctor Hudwalker. Trujillo, 9 de julio de 1932 Por S/. 7,000 (firmado) J. A. HAYA DE LA TORRE. Entregado en el mismo acto el cheque No. 253355, por la cantidad de S/. 7,000.00 a cargo del Banco Italiano y a la orden del señor J. A. Haya de La Torre. (Firmado) A. VÁSQUEZ C. Banco Italiano

(Firmado) HUDWALKER Royal Bank.

En la Tesorería Fiscal del departamento se consiguieron S/. 600.00, que unido a lo anterior daba la suma de S/. 7,600, que fue lo que sirvió para los gastos sucesivos de la Revolución.


VI

ACTITUD DEL GOBIERNO FRENTE A LA REVOLUCIÓN

SUMARIO:

La noticia de la Revolución en Lima. El Gobierno dicta disposiciones para debelar el movi­miento. Ejército, Marina y Aviación en mar­cha hacia Trujillo. Desembarco de tropas en Salaverry. Toma de este puerto. El regimiento No. 7 de Infantería avanza sobre Trujillo. Re­sistencia en el sector Moche-Delicias. Se reú­ne el Estado Mayor Revolucionario. Medidas de defensa adoptadas.

En Lima se recibió la noticia de la Revolución con gran sor­presa. Nadie se imaginó que se produjera un levantamiento po­pular de esa magnitud. Acostumbrados a ver pronunciamientos militares más o menos aparatosos, todos se sorprendieron al sa­ber el levantamiento libertario del Norte que tenía visos de una verdadera Revolución. El gobierno de Sánchez Cerro temía de que el movimiento re­percutiera en Lima y otros lugares. El 8 de julio fue promulgada la ley de Estado de Sitio, en toda la República por 30 días. El Prefecto de Lima, don Alfredo Scheelge, publicó un decreto con­trolando el tráfico de automóviles y ordenando la disolución severa de todo grupo de más de 4 personas. Se procedió, prontamente, a dictar las disposiciones necesa­rias para debelar la revolución. Según ellas, deberían marchar a Trujillo las siguientes fuerzas de guerra: AVIACIÓN.– Una escuadrilla de aviones e hidroaviones mandada por los tenientes-comandantes Manuel Cánepa Muñiz y Manuel Escalante, y con los capitanes José San Martín, Ale­jandro Valderrama, Francisco de Sales Torres, M. Álvarez y te­niente Humberto Torres.


Actitud del Gobierno frente a la Revolución

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MARINA.– Crucero Almirante Grau y submarinos R — 2 y R — 3. EJÉRCITO.– Coronel Manuel A. Ruiz Bravo, jefe de la Pri­mera División Militar, con 150 hombres; 35 de Infantería No. 1, al mando del teniente Pino; 60 de la Guardia Civil, al mando del comandante Daniel Matto; 55 del No. 11 de Infantería, al man­do del mayor Juan Dongo. Todas estas tropas procedentes de Chiclayo. Sargento Mayor Alfredo Miró Quesada, con 130 hombres del Regimiento de Infantería No. 7, con orden de desembarcar en Salaverry. Capitán Mario Vargas Machuca, con 101 hombres de la Guar­dia Civil y Escuela de Policía, procedentes de Lima, portando ametralladoras Osterling. Mayor Dulio Benvenuto, al mando de 140 hombres del Regi­miento No. 7 de infantería, con orden de unirse a los restantes comandados por el mayor Miró Quesada. Mayor Alfaro, con 180 hombres de Infantería No. 1, proce­dentes de Piura. Teniente Oliva, con una batería de artillería No. 1, que mar­chaba a Piura, con 45 hombres. Ejercía el comando general de estas tropas el teniente coronel Manuel A. Ruiz Bravo, en su calidad de Jefe de la Primera Divi­sión Militar del Norte. El total de todas estas tropas ascendía a 746 hombres, sin contar la marinería del Grau. En las últimas horas de la tarde del 8 de julio zarpó el crucero Almirante Grau del Callao, acompañado de dos submarinos, transportando 130 hombres del regimiento de Infantería No. 7, a órdenes del mayor Alfredo Miró Quesada. El ministro de Guerra, coronel Antonio Miró Quesada, había impartido órdenes necesarias para que las tropas de Piura, Chi­clayo y Cajamarca marcharan sobre Trujillo. Es así como el Grau caminando a toda máquina, durante la noche del 8, pu­do ser avistado en Salaverry, en las primeras horas del 9. Los revolucionarios se habían apoderado del puerto desde el día 7, después de un ligero tiroteo con la Guardia Civil en el que resultaron muertos un aprista y un soldado. Inmediatamente se dio aviso a Trujillo y la Prefectura revolucionaria mandó al li­cenciado Marín con 20


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Historia de la Revolución de Trujillo

hombres y armas, para que se hiciera cargo de la plaza. Se colocan, al siguiente día, tres piezas de arti­llería: una en la cima del cerro Carretas, y otra en la falda del mismo cerro que da al lado de Virú y otra en un recodo de la ca­rretera, dominando el muelle. En esta situación, el Grau hizo sus primeras maniobras para tomar el puerto, a mediodía del 9 de julio. Una parte de las tro­pas que ha sido desembarcada por puerto Morin, al sur de Salaverry, avanzó, sin ser vista, por las faldas del cerro Carretas. Los aviones comienzan a bombardear el cerro y se trabó un tiroteo entre los apristas y los soldados que avanzan y coronan el cerro, disparando hacia las calles de la población. Habían sido sorprendidos los apristas con este ataque por el flanco, pues no esperaban ni tenían noticias de que hubieran desembarcado tro­pas por puerto Morin. El desembarco fue, pues, relativamente fácil, ya que no entra­ron en acción las piezas de artillería que fueron copadas por las tropas gobiernistas. Cuando se efectuaban las labores de desem­barco, un soldado del 7 cayó al mar, fulminado de un balazo hecho desde las cercanías del muelle. La metralla de los atacan­tes que funcionaba en el cerro Carretas ayudó eficazmente al desembarco y ocasionó algunas muertes en el vecindario. Posesionado ya el 7o. de Infantería del puerto de Salaverry, in­ mediatamente se comenzó a preparar la marcha hacia Trujillo. ¿Qué hacían mientras tanto las autoridades revolucionarias? Se había reunido el Estado Mayor Revolucionario y había acordado lo siguiente: 1o. Mandar a Alfredo Tello con la gente necesaria para impedir el avance de las tropas de Salaverry a Trujillo. 2o. Organizar las fuerzas en Trujillo para trabar un combate en las afueras, dando así tiempo a que el grueso del ejército revolucionario se retirara a la sierra, teniendo en cuenta las siguientes consideraciones: a) en Trujillo era ineficaz la resis­tencia, toda vez que la ciudad sería rodeada, bombardeada y to­mada, fracasando así la Revolución. b) la retirada a la sierra era una medida estratégica de muchas perspectivas, puesto que sería más difícil para las tropas gobiernistas trabar combate abierto con los revolucionarios toda vez que la topografía del terreno sería el primer aliado de la Revolución; y, por otro lado, sería del todo nula la acción de los aviones que no contaría con campos de aterrizaje para establecerse, c) la revolución podría, en la sie­rra, engrosarse sin gran esfuerzo, contando con la baratura y abundancia de los víveres y con el entusiasmo de la gente, d) lo urgente era resistir el mayor tiempo posible, dando así lugar para que


Actitud del Gobierno frente a la revolución

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la Revolución sea secundada en otros lugares de la República, lo que se conseguiría con 15 o 20 días de enérgica resistencia. Más todavía, si se tiene en cuenta que la fecha de la revolución había sido adelantada y que, posiblemente, las fuerzas compro­metidas podían pronunciarse en este intervalo de tiempo. Surge aquí una divergencia de opiniones que es necesario ha­cer notar. Mientras todos los miembros del Estado Mayor Revo­lucionario testifican que estos fueron sus acuerdos y que de ellos participó el jefe de la plaza capitán Rodríguez Manffaurt, éste en una exposición escrita que ha publicado dice que igno­raba tal plan de resistencia. Lo cierto es que, de acuerdo con lo dispuesto por el Estado Mayor Revolucionario, Alfredo Tello salió al mando de 15 hom­bres armados y una pieza de artillería con el objeto de resistir el avance del enemigo en las inmediaciones de Moche. Al mismo tiempo se despachó a Néstor Alegría, para que con 25 hombres y un cañón, portando además, S/. 1,500 para gastos, saliera inmediatamente a la sierra, con el objeto de tomar todos los lugares de tránsito hasta Quiruvilca, a fin de dejar expedito el camino para la retirada. Tello avanzó por el sector Moche-Delicias y trabó combate con las tropas durante dos horas, de 9 a 11 de la mañana. Venci­do y falto de municiones, cayó prisionero a las puertas de Moche. Fue llevado, junto con dos compañeros más, ante un oficial que, al verlo sin arma, les dijo: —¿Y ustedes quiénes son? —Somos campesinos de Moche. —¿Y ustedes saben por dónde es el camino a Huamán? —Sí sabemos, pero le aconsejamos no ir por ese camino, por­que los apristas tienen muy bien defendida y fortificada la Por­tada de Huamán en Trujillo. Más bien vayan ustedes siguiendo la línea del tren hacia La Floresta. Por ese lado no hay defensa. Este engaño inteligente evitó que las fuerzas atacaran por la Portada de Huamán, sitio donde no se había colocado defensa de ninguna clase, y sitio por donde, fácilmente, hubieran llegado hasta la Prefectura. Y he aquí que, por lo contrario, Tello y sus acompañantes marcharon, sirviendo de guías, hacia La Floresta, sitio donde se trabó el feroz combate del 9 de julio y en el cual resultaron vic­toriosas las fuerzas apristas. Tello y sus compañeros salvaron de la muerte en medio del desconcierto que produjo esta derrota.


VII SUMARIO:

EL COMBATE DE LA FLORESTA Maniobra estratégica de los revolucionarios. Falsas trincheras y movimiento envolvente. Completa derrota de las tropas gobiernistas. Huyen a Salaverry, batiéndose al repasar el puente sobre el río Moche. Los revoluciona­ rios dudan del capitán Rodríguez Manffaurt. Lo amenazan de muerte. Material bélico to­mado. Error de los vencedores. Ruidosa mani­festación en las calles de Trujillo, celebrando la victoria.

El combate en La Floresta era inminente. Los avisos telefóni­cos que recibía la Prefectura revolucionaria daban a conocer los detalles del combate de Salaverry y el avance de las tropas por el puente sobre el río Moche. Antes de pasar adelante, es necesario que el lector dé un vista­zo panorámico a las trincheras apristas. Había una agitación extraordinaria en toda la ciudad, inspec­ cionando las trincheras, dictando órdenes, disponiendo la situa­ción de los combatientes. Los aviones, mientras tanto, bombar­deaban ya la antigua prefectura, el cuartel O’Donovan y algunas casas particulares. En todos los habitantes de Trujillo había una ten­sión nerviosa tremenda. Las trincheras estaban concurridísimas. Hombres, mujeres y niños hacían acarreo de balas, disponían los parapetos y corrían de aquí para allá dando avisos, trayendo y llevando órdenes. La quinta de La Floresta, de propiedad de don Genaro Risco y situada en las afueras de Trujillo, había sido escogida por los revolucionarios como fuerte de guerra, dadas sus magníficas condiciones. Efectivamen-


El combate de la Floresta

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te, desde el segundo piso, y desde la azotea de dicha casa quinta, se domina perfectamente el ancho panorama de la campiña de Moche y el callejón largo de la línea del tren que viene de Salaverry. Los apristas se apoderaron de esta quinta y también de todos los techos de las casas vecinas. Emplazaron cañones en las cerca­nías y unos 35 a 40 hombres en los diversos compartimentos de la susodicha casa. Por su parte, las tropas del Gobierno, mandadas por el capitán Germán Maldonado, avanzaron divididas en dos secciones: una por la línea del tren y otra por la carretera de Moche a Trujillo. Se estacionaron en el sitio denominado El Espinar, donde co­menzaron a tomar sus disposiciones de combate. No pudieron avanzar más porque los apristas habían hecho volar los puentes con dinamita. Serían más o menos las 4 de la tarde cuando el estampido del cañón anunció a la ciudad que había comenzado el combate de La Floresta. Las fuerzas de Maldonado tratan de avanzar por la carretera, pero dos o tres disparos de cañón hechos desde la portada de Moche explosionan dentro de sus mismas filas, ocasionándoles varios muertos y sembrando el desconcierto. Tratan entonces de salir de la carretera y se dirigen al Espinar a reunirse con el res­to de tropas. Apenas si tiene tiempo para hacerlo, porque ya el combate se ha desencadenado y la fusilería de los apristas vomi­ta una verdadera lluvia de balas. Los aviones vuelan sobre la campiña y ejecutando movimien­tos circulares dejan caer pesadas bombas que hacen un estruen­do espantoso. Por su parte, los cañones de los apristas retumban coléricos y terribles, provocando el eco de los cerros que tam­bién se estremecen de indignación. Las ametralladoras del 7o. han comenzado a funcionar y el ca­bo González avanza con una de ellas hacia La Floresta, pero le es imposible avanzar porque las recias descargas de los apristas no les permiten ni siquiera sacar la cabeza de detrás de la tapia. ¡Avance, cabo González!— grita la voz de un oficial. ¡No puedo, porque estoy bloqueado por el fuego del bal­cón de la derecha! En las trincheras apristas el ímpetu guerrero llega al frenesí. Junto a cada combatiente hay dos o tres hombres listos para to­mar el fusil en caso de que muriera.


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Historia de la Revolución de Trujillo

—Fuego, compañeros, fuego! ¡más fuego!... gritan los jefes de la trinchera. Remigio Esquivel se multiplica y lucha como un titán. Escurriéndose por entre las zanjas, va y viene un anciano de ceño adusto, con voz vigorosa, de grandes mostachos burgundios, vestido de habano y con un bastón en la mano. Es don Fi­del León, que, justificando su apellido, clama con los brazos en alto, alienta a los combatientes y da consejos para la lucha: — ¡Por aquí, compañero! ¡por aquí! ¡Dispare usted sobre ese “chilco”... sobre esa tapia... sobre aquel bulto! (Los apristas habían hecho, entre El Palmo y La Floresta, trincheras falsas para atraer al enemigo. Sobre unas tapias ha­bían colocado latas con sombreros simulando individuos en son de combate). Esta farsa sirvió para atraer a los soldados del 7o. que avanzan y avanzan, sin darse cuenta que de esas falsas trincheras, dos o tres individuos colocados adhoc les hacen disparos aislados, mien­tras que por los flancos arrecia el verdadero y mortífero fuego aprista. Tanto por la línea férrea como por el camino de El Palmo co­rren apresuradamente las fuerzas apristas, haciendo descargas de costado, con el fin de encerrar al batallón en un círculo de hierro y aniquilarlo completamente. En este momento el capitán Rodríguez Manffaurt avanza por la línea del tren con el objeto de parlamentar con las tropas. El mismo nos refiere este pasaje, con las siguientes palabras: “Pido que me acompañen cinco hombres y salgo por la línea. La escuadrilla comienza a evolucionar concentrando toda su poten­cia en dicho sector; no me cabe duda de que las tropas avanzan efectivamente; me separo de la línea y entro a los potreros, dan­do la orden terminante de que no hagan fuego sobre los aeropla­nos, pero es imposible hacer cumplir la orden. La nerviosidad de los hombres es tal que no hay poder humano que los haga obe­decer; tengo que pasar al segundo potrero porque las máquinas bombardean sin cesar; de los cinco hombres que me acompañan, dos están armados y tres sin armas; a dos hombres que están de­sarmados selecciono especialmente para mandarlos como parla­mentarios; comprendiendo la proximidad del enemigo, los mando que sigan la línea después de hacerles poner un pañuelo blan­co en un palo; salen estos a cumplir la orden y yo tengo que ocultarme al pie de un montículo donde debía esperar a mis parla­mentarios; ordené que


El combate de la Floresta

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se ocultaran bien los otros tres hombres que me acompañaban, pero a los 20 minutos que salieron los parlamentarios, se rompen los fuegos; echo de menos a mis acompañantes, ya han huido todos; me encuentro nuevamente por las fuerzas del destino entre dos fuegos, completamente de­sarmado; en tan difícil situación me saqué el quepí y la polaca, oculté estas prendas y en marcha rampante avancé unos veinte metros buscando mejor escondite. Pero ¿cómo es que se han ro­to los fuegos a pesar de haber mandado dos parlamentarios?”. La cortina de fuego por ambas partes es tupida y el combate encarnizado. Los apristas siguen efectuando su movimiento en­volvente y a los gritos de ¡viva el APRA! ¡más fuego compañeros! hacen retroceder a las fuerzas del 7o. Comienzan a recoger los fu­siles de los muertos y las ametralladoras abandonadas. El círculo de hierro ya está a punto de cerrarse, cuando en ese instante aparece el capitán Rodríguez Manffaurt y grita con todas sus fuerzas: —¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego! Los apristas no se explican esa orden. Tampoco se han expli­cado la actitud del capitán Rodríguez al querer parlamentar con las tropas, motivo por el cual sus acompañantes lo abandonaron y regresaron a sus trincheras. Lo cierto es que el resto del bata­llón, que queda después del combate, se escapa por el único sitio de escape que deja aquel círculo que no ha logrado cerrarse de­bido a la orden de suspender los fuegos. Los apristas apresan en el instante al capitán Rodríguez Man­ffaurt, acusándolo de traidor. Dice el mismo en sus memorias: “... tan luego estoy al alcance de la voz de los hombres que están en la línea y a la altura del famoso balcón que no dejaba avanzar al cabo González, doy la voz de alto al fuego, pero es materialmente imposible hacerme oír; cuando conseguí hacerme escuchar salieron a mi encuentro unos 10 hombres y me toma­ron preso; me colocaron sobre el parapeto que hay al pie del balcón para fusilarme, por traidor...”12 Interviene en este instante supremo para el capitán acusado un joven que llegó en automóvil, vestía pantalón oscuro y en mangas de camisa y con voz persuasiva hace ver que debe llevár­sele a la Prefectura donde le precede para ser juzgado por las autoridades revolucionarias.

12 Versión del capitán Rodríguez Manffaurt, en su exposición citada.


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Historia de la Revolución de Trujillo

Mientras estas incidencias sucedían, los revolucionarios reco­rrían el campo, sembrado de muertos, recogiendo las armas y entre ellas dos ametralladoras provistas de sus cartucheras. Los restos del 7o. huían velozmente hacia Salaverry teniendo que trabar un nuevo combate en el puente sobre el río Moche, pues los apristas estaban parapetados en este lugar, pero en núme­ro reducido. Habían conseguido, pues, las armas apristas una victoria completa, pero el error estuvo en no perseguir a los vencidos hasta Salaverry, pues si tal cosa se hubiera hecho, otras habrian sido las modalidades de la lucha en los días posteriores. La noticia del triunfo de La Floresta produjo un enorme alborozo en el pueblo aprista de Trujillo. Más todavía cuando se supo que no había ningún aprista muerto. El 7o. estaba material­mente deshecho. Apenas si tenía 40 hombres ilesos13. Serían las 8 de la noche cuando una delirante manifestación de los vencedores comenzó a recorrer las calles. La ciudad esta­ba a oscuras porque de orden del comando se habían apagado las luces. Había una Luna esplendorosa, y los combatientes, ar­mas al hombro y dando estruendosas vivas, inundaron la ciudad de alegría. Aquel día, mediante el coraje y la fe, se había recogido un laurel para las insignias del APRA y se había fortalecido la Revo­lución.

13 Al día siguiente se encontró al c. Edilberto Enríquez, único muerto de aquel combate; este avanzó descendiendo por el callejón camino de San­to Tomás al Puquio Chico y fue copado y muerto a bayonetazos.


VIII

ATAQUE POR LA PORTADA DE LA SIERRA

SUMARIO:

El ataque de las fuerzas gobiernistas por la Portada de la Sierra. Primeras incidencias con las fuerzas de Ruiz Bravo. La muerte heroica de los cc. Gerardo Romero y Gonzalo Olivares. La tragedia de la cárcel. Lo que dice el prefec­to revolucionario, Cucho Haya de la Torre, so­bre el particular. No fuimos nosotros, dice Da­niel Hoyle, testigo presencial de los aconte­cimientos de julio.

Eran las siete y media de la noche del día 9 de julio y toda la población respira aires de triunfo; por todas partes se dejaba sentir manifestaciones de júbilo. Todo Trujillo celebraba uno de los más gloriosos triunfos parciales de la épica contienda de esos días: el triunfo de La Floresta. La ciudad se embriagaba así de alegría, cuando la noticia de que las tropas regresaban por la Portada de la Sierra hacía vol­ver a la realidad a la población. Habrían transcurrido apenas dos horas, después del triunfo de La Floresta, y nuevas descargas intermitentes de fusilería, desde el sector de la Unión, indicaban que había que volver a la lucha. Ya no existían jefes14 y las tropas revolucionarias tenían que ac­tuar por su cuenta. 14 Como lo acordaron los jefes del Estado Mayor, desde las primeras horas de la mañana, la Prefectura debería trasladarse escalonadamente a la sie­rra y había que evacuar la ciudad, pues hemos visto que el bombardeo de la ciudad era inminente, y las medidas que para evitarlo se habían to­mado, sigamos a la prefectura revolucionaria y veamos lo que hizo en su retirada a la sierra y cuál fue su labor.


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Historia de la Revolución de Trujillo

Cucho Haya dice: La aproximación de las fuerzas contrarias era indudable. Era el sur lo que ofrecía el más serio peligro. Pero había quienes se afanaban en no darle crédito. El mismo capitán Rodríguez lo consideraba imposible. Por dos veces acudí a su oficina instalada en lugar distinto a la Prefectura, para transmitirle los informes que se nos suministraban desde Salaverry. Estaba él empeñado en la redacción de bandos y proclamas. Demostraba el más com­pleto optimismo. Confiaba en las disposiciones adoptadas en nuestro primer puerto, el que más tarde cayó sorpresivamente, en forma inconcebible, en manos de las fuerzas del gobierno. Es­te desastre no dejó ya lugar a dudas. Los aviones maniobraban incesantemente. Se vivía ya el terri­ble ambiente de la lucha. Quienes desempeñábamos cargos diri­ gentes multiplicábamos nuestros esfuerzos, tratando de vencer el agotamiento tremendo que se apoderaba de nosotros. Era im­posible conciliar el sueño. Instintivamente se rechazaba la ali­mentación. Una inyección reconfortante me fue aplicada ese día, las comisiones para inquirir la verdad se multiplicaban. Cuando se anunció que los contrarios llegaban ya a Moche, Alfredo Tello salió al mando de una de ellas, ofreciendo una nueva prueba de su admirable resistencia y actividad. Más tarde supimos que los aviones habían bombardeado al camión en que esos valientes viajaban. Moche tuvo que ser abandonado. Las tropas avanzaban por la línea del ferrocarril. Acudí de nuevo al lado del capitán Rodrí­guez, quien se dirigió al frente de compacta cantidad de pueblo a levantar los rieles y a ultimar los preparativos de la defensa en el sector amenazado. Quedó allí al mando de los combatientes. Recorrimos las demás trincheras, distribuimos dinero, comu­ nicamos a algunos de los jefes la necesidad de replegarse a la sie­rra en la imposibilidad de sostener indefinidamente la defensa de Trujillo; dispusimos la construcción de defensas en la aveni­da Víctor Larco, que había sido descuidada. En las trincheras de Santa Rosa y la Portada de la Sierra faltaban defensores. “¡Que venga Laredo”, era el grito de los pocos que en esos lugares ame­nazados se disponían a la lucha. Se sabía ya que los enemigos rodeaban la ciudad y que por allí también tendría que empeñar­se el combate. Fuimos a Laredo, enorme entusiasmo revolucio­nario dominaba en ese baluarte del Partido del Pueblo. Era unánime el anhelo de trasladarse a Trujillo. Pero no se


Ataque por la Portada de la Sierra

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contaba con arma alguna. Todos los “tigres” que las poseían estaban en sus puestos de lucha. Cuando llegamos salían dos camiones repletos de ciudadanos que marchaban a recoger las armas de los que ca­yeran. Desde ese lugar pudimos obtener informes más ciertos de la situación de la sierra. Silva Solís avanzó hasta Poroto para ob­tenerlos mejores. EL COMBATE TREMENDO Regresamos a Trujillo cuando el combate tremendo se había iniciado. Desde un alto contemplábamos el feroz ataque contra Trujillo, por tierra, por aire y por mar. El estruendo era ensor­decedor. Cuando oscurecía ya, retrocedimos a la hacienda para inquirir informes. Todos atendían en ese momento a la lucha. El c. Montoya emprendió a pie el viaje a la ciudad, llevando nuestras disposiciones. Tanto él como el capitán Rodríguez nos enteraron del triunfo completo de La Floresta, pero advertían que otro destacamento enemigo atacaba por el barrio de la Unión, desde el camino de Laredo. Nuestro regreso no era, así, posible. Estos informes fueron ratificados más tarde. Aun en el caso de rechazo de esa tropa era lógico que retrocediera por el camino por el que tendríamos que pasar y por el que habría de emprenderse una retirada en caso dado. Había que pensar en de­jar expedita esa única vía de escape que quedaba a los comba­tientes. Fue entonces cuando nos decidimos a buscar el refuerzo de la sierra y hacer volver al c. Alegría con su grupo. Emprendi­mos el viaje al interior en dos carros, Fernández estaba a cargo del auto en el que viajaba yo, en unión de Tejada, Porras y Galarreta, el otro lo ocupaban Silva, Oré, Ascue, Ibáñez y el c. cho­fer Huamanchumo. En Galindo, en Poroto, en Samne, en Agallpampa, hicimos breves paradas. En el primero de esos lugares hablé por última vez esa noche con Trujillo y Laredo. De esta hacienda, falta por completo armamento, como queda dicho, se anunció que se oían disparos cercanos; en viaje rapidísimo nos trasladamos has­ta Quiruvilca, lugar en que se nos recibió con disparos desde las alturas. Conocimos entonces la verdadera situación de la sierra. Era imposible obtener de ella refuerzos. Al contrario, los necesi­ taba. Los once guardias civiles que habían abandonado Quiruvilca se encontraban en los cerros cercanos y el abandono de esa plaza, sin


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una previa persecución, podría traer consigo su recap­tura. Supimos del estallido de Cajabamba y como no se tenían noticias concretas de Huamachuco, el avance del grupo explora­dor era imposible. Santiago de Chuco se había pronunciado ya, pero también estaba en la imposibilidad de prestar ayuda. Era el arrojo personal lo que allí se había impuesto, sin elementos de combate casi. El regreso de la comisión que comandaba Alegría, designado jefe general de la Revolución en el interior, pondría en peligro de perderse todo lo que en esa zona se había alcanzado. Emprendimos el regreso con la idea de hacer conocer en Trujillo esta situación. De día ya, llegamos a Samne, desde donde obte­níamos fácil comunicación con la costa y el interior. Allí conoci­mos el hecho doloroso e inexplicable de la cárcel. No fue fácil de vencer la tremenda impresión que nos produjo. Más tarde se nos unieron los cc. Heredia y Chávez Romero, quienes habían que­dado en Trujillo. Se nos ratificó la noticia tremenda. El combate continuaba, mientras tanto, empeñosamente, ata­ cándose Trujillo por fuerzas cuatro veces superiores en número a las que la defendían. Nos trasladamos a Laredo para procurar ofrecer un concurso más efectivo. Los cc. Céspedes Lara y Po­rras trataron inútilmente de ingresar a la ciudad. En las últimas horas de la tarde de ese domingo retornamos a Samne. Toda la noche tuvimos informes telefónicos. El lunes esas noticias esca­seaban. Llegó el momento en que de la central telefónica se res­pondía con la frase presagiadora del desastre: “No nos compro­metan” pusieron la comunicación con la municipalidad y con­ testaron fuerzas del Gobierno. Había la esperanza de Cajamarca, de Áncash, de la sierra to­da; quedó organizada la defensa del sector Otuzco al mando del c. Céspedes Lara y nos internamos de nuevo, esta vez hasta Hua­machuco, ciudad a la que llegamos en la madrugada del miérco­les 13. En Huamachuco la exaltación había llegado a su máximo, no pudieron evitarse incidentes desagradables que entorpecieron la acción. La necesidad, imperiosa ya, de un descanso, nos obligó a buscarlo en las afueras de la población, después que logró im­ponerse orden en la organización revolucionaria. A la recaptura de Cajabamba por las fuerzas del Gobierno siguió la noticia alen­tadora del levantamiento de Áncash. El mayor Raúl López Mindreau, con quien sostuviera el comité de lucha constante comu­nicación durante los meses anteriores, había respondido de se­cundar el primer estallido revolucionario. Al-


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guna vez fue necesa­rio impedir que fuera él quien lo iniciara. Yo tenía la seguridad de que ese digno militar cumpliría su palabra de honor. Y así fue. Cooperaban con él distinguidos miembros del Ejército como el mayor Isidoro Nieto y el teniente Santos Soto, la Guardia Civil y el cuerpo de seguridad, con sus prestigiosos clases los sargen­tos Castro y Rodríguez y el cabo Torres. Al saber el hecho, vol­ví a Huamachuco, dispuesto a conseguir el contacto de las fuer­zas revolucionarias de ambos departamentos. Nuestros compañeros de Huamachuco atacaban Cajamarca, en el empeño de arrancar de nuevo esa heroica población de ma­nos de los reaccionarios. El viernes 15 se puso término a ese es­fuerzo. Entonces me fue posible emprender el viaje a Quiruvilca para comunicarme con Huaraz. Así lo hice, telegrafiando al ma­yor López y obteniendo su respuesta. Avanzamos a Santiago de Chuco, desde donde me fue más fácil comunicarme con el te­niente Soto, que actuaba en la provincia de Pallasca. Impartí ór­denes de reconcentración. Había que luchar con el empeño de cada grupo de defender hasta el sacrificio sus localidades. Estuve en constante comunicación con Céspedes Lara, que desde Otuz­co confiaba en el rechazo de los contrarios. El domingo conocí, una tras otra, de las capturas de Huamachuco y Otuzco. Nuestras últimas llamadas telefónicas fueron contestadas de ambos luga­res por enemigos. Esa noche emprendí el viaje a Pallasca en unión de los cc. Chávez, Talavera, Becerra, Bustamante y Flores. Al día siguiente descansamos brevemente en Mollepata y al aproximarnos a Pallasca supimos que Áncash también se había perdido. En Pallasca se convino en la dispersión para comenzar a burlar la persecución feroz y tenaz. DESPUÉS... El viaje prolongado, sin rumbo fijo, sometido a los cambios de dirección que imponía la proximidad de los perseguidores, comenzó el 19 de julio en unión del c. Gustavo L. Ríos, auténti­co hermano en el dolor. Se me reservaban todavía muy fuertes impresiones. El encuentro con el teniente Soto, a quien después se fusiló en Huaraz. El tardío conocimiento de los monstruosos fallos de las cortes marciales. Las noticias horribles de la matan­za oficial por todas partes. Después de dos meses de constante viajar a caballo, llegamos a ese acogedor pueblo de Sihuas, que debía ocultarme durante cerca de un año.


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Pero lo que vi y lo que supe de lo que ocurrió en la sierra, tendrá necesariamente que ser materia de un capítulo aparte de esa historia completa de la revolución que se tiene el propósito de escribir. Y que debe necesariamente escribirse algún día. Una sección del 7 de Infantería recibió sin duda la consigna desde Salaverry de atacar Trujillo por el lado de la Huaca del Sol, pero la tenaz resistencia de los cc. de la trinchera de Santa Rosa los mantiene en línea hasta avanzadas horas de la tarde en las que faltos de munición tienen que ceder y batirse en retirada hacia la población; les dejan así el camino llano por el que avan­zan y hacen su aparición por la calle El Palmo o Tres Pie­dras. La falta de defensores por ese lado deja a las tropas ata­ cantes campo abierto a sus hazañas. Con fiereza verdaderamente canibalesca se lanzan dentro del jirón de la Unión y no respetan ni la propiedad ni la vida de los indefensos e imparciales moradores de ese sector de la población que desde el interior de sus casas asistían a los acontecimientos de entonces. Manuel Flores, Pascual Alva son asesinados detrás de la puer­ta de sus casas cuando se dirigen a abrirlas a los insisten­tes requerimientos de ellos mismos. Dueños ya del terreno y población de ese sector avanzan sin ninguna dificultad hasta los rieles de la línea del ferrocarril al Valle en el crucero Bolognesi-Ayacucho. Ya la noticia del ataque por ese sector había cundido en toda la población y las tropas revolucionarias, de todos los sectores de la población se dirigían hacia ese lado de la ciudad ansiosas de demostrar una vez más al enemigo de cómo se lucha cuando es un ideal sagrado el que incita al cumplimiento del deber. La pieza de artillería de la calle de Ayacucho, desde la botica Espa­ñola, hace un tiro certero que impacta en la avanzada de los rieles, obligándolos a retroceder y parapetarse en la plazuela de la Capilla; comienza así nuevamente un nuevo y recio comba­te que debía durar cerca de una hora. El c. Alejandro Vereau que había sido copado por las fuerzas en su ataque a la trinchera de Santa Rosa y que a viva fuerza es traído como guía hasta sus nuevas posesiones, logra escapar aprovechando para esto de la coyuntura de que por medida tác­tica las tropas atacantes habían hecho romper todos los focos del alumbrado público en todo el jirón de que se habían posesio­nado. A toda velocidad y zigzagueándose en la


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oscuridad parte hacia la casa de Iturregui; la granizada de balas que le dirigen so­lo logran herirle levemente en el brazo. Encuentra a Remigio Esquivel, que ya con antecedentes de los nuevos acontecimientos se aprestaba a la lucha para lo que había aviado un camión con una pieza de artillería y subían en él diez cc. decididos a recon­quistar el terreno perdido. Al llegar a los rieles encuentra Esquivel que se realizaba un verdadero duelo a muerte, atacantes y defensores no cedían un palmo del terreno en que estaban posesionados; hombre de cual­quier bando que daba paso adelante era hombre muerto. Esqui­vel ordena apagar los faros del camión y marchar a toda máqui­na en dirección al parapeto de las fuerzas contrarias, así se hace; pero las recias descargas de fusilería del enemigo ponen fuera de combate a Esquivel y los suyos, casi todos caen mortalmente he­ridos, inclusive él que tiene un hombro destrozado y una herida enorme en la cadera15; solo dos o tres logran salir ilesos. Estos, por una puerta que encuentran abierta, logran tomar los techos del lado de la capilla y atacan así por la retaguardia; pronto reci­ben ayuda de Gregorio Piscoya que al mando de un grupo de bombarderos arrecia el fuego por ese lado y pone a las fuerzas parapetadas en precipitada fuga, dejando una ametralladora, gran cantidad de munición y un cañón de balines. Con esta nue­va derrota a las tropas gobiernistas, quedan fuera de combate el resto de las tropas que habían venido por el sur. Sin embargo, Trujillo pasa en vigilia toda la noche, se espera de un momento a otro el ataque de las fuerzas que vienen del Norte y que se sabía ya habían salido del valle en marcha a esta. Todas las actividades de las fuerzas revolucionarias se enrumban al nuevo campo de operaciones: Mansiche. Los cc. Genaro Romero y Gonzalo Olivares se presentan vo­luntarios a Alfredo Tello, que hacía entonces de jefe, y le recla­man sus puestos en la avanzada y marchan decididos a encon­trarse con la avanzada enemiga. 15 Herido de gravedad, Esquivel fue trasladado al Hospital de Belén para procurar su cura. Nueve días más tarde, el 18 de julio es sacado por el mayor Demaison junto con veinte heridos más y fusilados en las ruinas de Chan Chan por orden de Guzmán Marquina. Hay una cruz que dice “heridos del hospi­tal” señala el lugar, en medio de esas ruinas, donde reposan los restos de esos titanes.


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Se adelantan hasta el sitio denominado San José en las ruinas de Chan Chan, donde no tienen que esperar mucho la presencia del enemigo. A las dos horas más o menos, las primeras avanza­das enemigas se ponen a tiro de fusil, las dejan avanzar más y luego les hacen el alto con una descarga de sus fusiles. Dos horas emplean en quemar todos sus tiros evitando el avance de los enemigos, luego son copados y maltratados cruelmente hasta la llegada de los primeros nuevos jefes de la cabeza de columna de las tropas de Ruiz Bravo, los que decretaron su muerte16. Retrocedamos un tanto y veamos lo que ocurre en la ciudad. En el ambiente se respira un aire de tragedia. ¡Han bombardeado la cárcel! Dicen unos. ¡Se han sublevado los presos! Dicen otros. Ha habido una lucha entre presos y custodios, en la que han perecido la mayor parte de uno y otro bando, comentaban algu­nos. Pero nadie daba noticia concreta de lo que había sucedido en la cárcel, a las sombras de aquella noche. Clareaba ya la mañana del 10 de julio y todos estaban pasmados por la noticia de que habían perecido todos los presos de la cár­cel Central. Al que menos se le hacía duro creer y corría a cerciorarse de la realidad olvidando la inminencia del peligro por el lado norte. Pronto las primeras descargas de un nuevo combate hacen volver en sí a las tropas defensoras y se aprestan otra vez a una nueva prueba, la más fuerte por supuesto. Así comienza el cuarto día de lucha de esa épica jornada. Antes de seguir adelante, permítanos el lector, hacer un breve paréntesis para ver lo que dice Cucho Haya de La Torre sobre el hecho trágico de la cárcel y lo que ha apuntado Daniel Hoyle, también sobre el particular. En un reportaje del diario El Norte de Trujillo, el prefecto re­ volucionario dice: 16 Estos dos héroes son muertos en el mismo sitio donde son alcanzados, a un costado de la carretera. Para arrancarles declaraciones más o menos interesantes, son duramente maltratados pero ellos mudos completamen­te, reciben los golpes y sienten escapar la vida sin pronunciar palabra. Un viva al APRA es la orden de disparar contra ellos y es así como caen a la zanja en donde hasta ahora se encuentran, a un costado del camino.


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—¿Cuáles fueron sus mayores impresiones durante el movi­miento? Aquello fue una sucesión ininterrumpida de impresiones for­tísimas que logré resistir hasta que tuve conocimiento del hecho doloroso de la cárcel. Aquello sí me desconcertó. —¿Y qué opina de eso? —Abominable, bárbaro y salvaje. Una imitación de lo que ha­ cían los de arriba. Los gobernantes, matando, empujaban a ma­tar a cierto sector de gobernados. Pero aquello no pudieron ha­cerlo los revolucionarios apristas. Ocurrió la noche del sábado cuando acababan de obtenerse los triunfos estupendos de La Floresta y del Barrio de la Unión. Y todo el mundo sabe que cuando el pueblo aprista de Trujillo ha obtenido una victoria es cuando se demuestra más hidalgo y generoso. —Pero se habló de una orden telefónica... —Sí. Y algo más. Ciertas gentes, a quienes los mandones de la hora del terror obligaron a bailar sobre los cadáveres de uno y otro bando, creyeron conveniente, para su servilismo rastrero, asegurar que me habían oído dar esa orden. Parece que ahora ya no están seguras del todo. Más tarde puede ser que declaren que se equivocaron. Pero estoy absolutamente seguro de que a la ho­ra de su muerte confesarán que me calumniaron. Daniel Hoyle ha escrito también en El Norte lo siguiente: NO FUIMOS NOSOTROS... Tenemos el recuerdo de haber leído en alguna parte que el ideal es el resumen, la concreción de lo real y que este (lo real) es la acción de las fuerzas o leyes naturales, las que acatan los hombres de buena conducta. Pero también hemos leído que las revoluciones son la resultante de las leyes naturales contrariadas, obstaculizadas. De ahí deducimos que toda revolución nacida con ese origen sera limbada de legitimidad santa. Nuestra revolución es sacrosanta; tonificó las rebeldías purita­nas; levantó la tensión arterial de todos los ideales y señaló, con su sacrificio, a la ciudadanía latinoamericana adormecida, sus deberes trascordados, hizo vibrar el continente. La era cristiana la ha registrado en su archivo


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de inmolaciones humanas. Búfalo mereció el bien de Cristo, y con más suerte que él, murió entre héroes creados por su esencia nazarena, tan humildes como el Maestro y que vaciaron generosamente su sangre de una riqueza altamente redentora. Donde se hunde una cruz aprista, la tierra se torna golgotiana. No fuimos nosotros, los apristas, los que ordenamos ni ejecu­tamos la masacre. Contra esta afirmación definitiva nuestra, que todavía no se ha podido someter a ningún fuero, solo se alzan díceres de ha­berse oído por teléfono por personas de filiación política anta­gónica a la nuestra, órdenes de incógnitos, confusas, vagas. Estos díceres se van haciendo cada día más tímidos y borrosos y, los de más odiosa incriminación, nos fueron categóricamente nega­dos por el señor Hudwalcker en cuya casa se asegura fueron es­cuchados. La inocencia, la futilidad criolla, esta capacidad para todo, inclusive lo monstruoso, pues como tal consideramos el acto de acusar de un crimen desconcertante, con tanta ligereza, a la primera entidad política nacional y a hombres que sabemos buenos y cuyas manos hemos estrechado cariñosamente toda la vida. La generosidad para el adversario está fuera del alcance del potencial psíquico de una clase social que se diluye y que es­tá sostenida transitoriamente por bayonetas... que tienen nues­tra disciplina. Los hombres que tomaron el cuartel O’Donovan y lucharon en la ciudad, por su alto coeficiente idealista, el volumen de mo­ralidad acumulada y el control para lo correcto —incrustados por nuestra disciplina palpada y comprobada casi a diario— se batieron denodadamente, pero no fusilaron ni asesinaron, ni ro­baron. Y la ocasión era tentadora: no había vallas, y los dos combates de una heroicidad catalogada que nos ha dado celebri­dad fueron de una altísima intensidad bélica, y tanta, que no nos sería difícil probar —Historia en mano— que la toma de nuestro cuartel fue una acción guerrera más heroica y violenta que la toma de la Bastilla, a cuya rendición asistieron, fuera de sus carruajes, elegantísimas mujeres y entre ellas Mademoiselle Contat, artista de la Comedia Francesa. ¿Por qué las autoridades militares, políticas y la Corte Mar­cial ni siquiera iniciaron la investigación para dar con los culpa­bles de la masacre? Habría sido abrumador citar los nombres de los apristas que tomaron parte en la carnicería; y también cum­plir con un deber que la historia exige, tanto como la equidad humana.


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¿Será cierto que una alta autoridad militar, a raíz de los he­chos, telegrafió a Lima negando que fueran los apristas los eje­cutores de la matanza? Ya lo sabremos, desde que, lógicamente, el actual estado de cosas tiene que variar como va variando, a despecho de pocos y con la buena voluntad de muchos. La masacre de la cárcel Central era lo que buscaba y encontró el civilismo. Era el filón horrorizante, efectista, soñado, el dina­mitazo que abriría un abismo entre el enemigo secular y medular: el ejército (menospreciado, odiado y socialmente descalificado por la oligarquía) y el nuevo campeón de los pobres diablos (la clase media) y la canalla (el pueblo): el Aprismo. Una calumnia más (son ellos, son ellos) y el horizonte de sepia se esclarecía; aplastado el Aprismo con el ejército, se destruiría a este con las “camisas negras” y... la Tierra Prometida con su Mocho a la ca­beza. Muy inteligente. Por lo pronto ya hemos probado que todos los crímenes que nos achacó El Comercio que mejor es no calificar y cuya lista tiene el honor de encabezar como víctima descuartizada uno de nuestros exalcaldes, fueron una inicua y alevosa mentira... y, ahí están, intactas, las once mil vírgenes que desfloramos... ¿Có­mo podrán defenderse en lo futuro los señores Miró Quesada de esta acción abominable? Esos hombres no se defienden: se creen Borgias, Squillaces y Sforzas. En labios del señor cónsul de Chile y a los dos días de toma­do el cuartel, oímos nosotros esta frase que será histórica, “a mí me consta que los revolucionarios han pagado hasta la última gota de gasolina”. Tomen ustedes el peso a esta declaración de un repujado, de un alto relieve tan excepcional y honroso. El pueblo que procede así cuando tiene los tanques llenos de odio­sidad por quince años de ultrajes, las arterias abiertas por una lu­cha homérica y las pasiones encendidas hasta la escala de todos los rojos, merece, siquiera, el respeto a la verdad histórica de parte de ese puñado de hombres que hoy son sus amos y que ayer, no más, fueron los lacayos de sus verdugos. Fuera de nuestra cuna recibimos sinceros homenajes de respe­to y admiración ya que están reflejando sobre nuestra nacionali­dad estercolada y abatida por tanta farsa sucia. Cuanto más em­peño pone el civilismo en enlodarnos, más nos limpia, pule y abrillanta la opinión continental, para la cual el civilismo es te­nebroso.


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Sabemos que el gobierno de Japón, después de una investiga­ción minuciosa, ha reclamado como daños y perjuicios ocasiona­dos durante la revolución a sus numerosos súbditos, dos bo­tellas de soda y una cajetilla de cigarrillos, que se dice fueron arrebatadas por los apristas. Protestamos enfáticamente, no fuimos nosotros los autores de la masacre ni los que cometimos la ratería de la reclamación nipona. A fuerza de encender fosforitos, llegaremos a dar con el pozo de la verdad, en cuyas aguas puede ser que se ahoguen muchas grandezas que no se sabe de dónde han venido.


IX

SUMARIO:

LA BATALLA DEL 10 DE JULIO O DE LA TRINCHERA La heroica resistencia en Mansiche, solar del Seminario y vecindades del camal. El combate de la Portada de la Sierra. Las tropas del Go­bierno cercan la ciudad. Intenso bombardeo de los aviones sobre las torres de las iglesias y otros edificios. El crucero Almirante Grau hace disparos sobre Trujillo, desde el balnea­rio de Buenos Aires. Después de sangrientos combates en las calles, la Prefectura es recupe­rada por las tropas. Disparos aislados por dife­rentes sectores de la ciudad.

A las 3 de la mañana del 10 de julio, el coronel Ruiz Bravo, que vestía uniforme de campaña verde y plomizo y llevaba pis­tola al cinto, dio las órdenes generales para el ataque a Trujillo. Sus tropas habían avanzado, caminando toda la noche, después de haber librado un sangriento y desesperado combate con los heroicos obreros de Cartavio. Llamando a sus ayudantes les or­denó que hicieran llegar a su destino las siguientes órdenes: Para los mayores Dulio Benvenuto y Miró Quesada a fin de que atacaran el cuartel O’Donovan (que se suponía defendido por los revolucionarios) y la estación del Ferrocarril, por el lado de la Portada de la Sierra. Emplearían las tropas del 7o. de infan­tería que aún quedaban después del desastre de La Floresta y que habían sido reforzadas por una segunda compañía venida del sur en el vapor Mantaro. Emplearían, también, las tropas de la Escuela de Policía venidas de Lima y una parte del cuerpo de ametralladoras.


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Para los jefes comandante Víctor Corzo y mayor Juan Dongo, a fin de que atacaran la ciudad por el lado de Mansiche, con el 11o. de Infantería. Para el coronel Daniel Matto, jefe de la Guardia Civil en la 5a. comandancia de Lambayeque, para que atacará, asimismo, por el lado Oeste, o sea por el solar del Seminario y vecindades del camal. Para la escuadrilla de aviones y de hidroaviones a fin de que reforzaran el ataque de las tropas, bombardeando copiosamente las torres de las iglesias que servían de formidables parapetos a los rebeldes y otros edificios públicos. Estas fueron aproximadamente las órdenes generales para el ataque. Veamos, ahora, cómo se cumplieron y cómo se desarro­lló la encarnizada batalla del 10 y 11 de julio. Ya hemos dicho en capítulos anteriores que desde el 8 de ju­lio los apristas habían construido trincheras en varios lugares de la ciudad, con el objeto de ofrecer la máxima resistencia de que fueran capaces. Grandes zanjones, defendidos por sacos de arena, al estilo de los mejores de la más avanzada fortificación, se veían en la Portada de la Sierra, en la calle del Palmo, en la Portada de Moche, en la Portada de Mansiche y en La Floresta. Los defensores de la ciudad habían organizado el servicio de las trincheras en forma admirable. En medio del mayor orden, se hacían las guardias, diurnas y nocturnas. Iban y venían por ellas, grupos de gente entusiasta que inquiría sobre la marcha de las cosas, que se ofrecía a reemplazar a los caídos, que pedían un fusil para defender tal o cual punto sospechoso. Muchas admira­bles mujeres del pueblo trajinaban por estos lugares, sin tener miedo a las balas, sin mirar la posibilidad de un bombardeo aéreo, sin desmayar un solo instante en el acarreo de balas o en el suministro de rancho para los combatientes. En plena plaza de Armas de Trujillo, frente al local de la Prefectura, se habían instalado las cocinas populares para preparar la comida para la gente de las trincheras. Por todas partes había gran agitación al anochecer del 9 de julio. Cuando clareó la alborada del 10 de julio, los apristas aposta­dos en el solar del Seminario y en la plazuela Albrecht-Cox, si­tuada para el lado de Mansiche, sintieron las primeras descargas de fusilería. Era el mayor Juan Dongo, que con tropas del 11o. de Infantería había recibido orden de trabar inmediato contacto con los rebeldes. Serían las 5 y minutos de la mañana.


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Los demás jefes de trincheras se multiplicaban dando órde­nes apresuradamente. La voz de ¡fuego! corrió de una a otra trinchera con la velocidad de un relámpago. Comenzaron a re­tumbar los cañones, comenzaron a rociar proyectiles las ametra­lladoras, comenzaron a explosionar las bombas de mano, y en menos de cinco minutos ya estaba encendida la más formidable de las batallas de esta Revolución. Batalla que debería durar dos días y medio y que debería demostrar hasta la evidencia cómo son de bravos los hombres que defienden fervorosamente un ideal de justicia. Batalla ésta, que debería decidir la suerte de la Revolución. Si aquel día se imponían las fuerzas del gobierno, estaba perdida la causa del pueblo. Y si aquel día se imponían las fuerzas del APRA, estaba perdida la causa del gobierno. Era ese el desiderátum trágico de grandes proyecciones para lo porvenir. Así lo comprendieron uno y otro de los combatientes. Por eso el em­puje fue mayúsculo y la resistencia fue extraordinaria. Esta que podría llamarse la Batalla de las Trincheras, tiene todos los visos de una epopeya. Veámoslo, si no. Desde que se inició el tiroteo, al romper la aurora del día 10, la lucha fue recia y desesperada para ambas partes. Los apristas disparaban incesantemente desde el “óvalo”, o sea la plazuela Albrecht-Cox, para impedir que las tropas de Ruiz Bravo avan­zaran por el camino carretero. Los soldados, agazapándose por las acequias, trataban de avanzar, haciendo cerradas descargas. Pero la resistencia era mayúscula, imposible casi avanzar cinco metros. A las siete de la mañana los aviones de guerra se lanzaron so­bre la ciudad y comenzaron a acribillar las torres de las iglesias con sus metrallas. Las pesadas bombas que lanzaban estallaban a considerable distancia de los objetivos, pregonando nerviosi­dad o impericia en los pilotos. Varias casas particulares, muchas de ellas de gente adinerada y adicta al gobierno, fueron bombar­deadas sin piedad (Casa Urquiaga, situada en la plaza de Armas, por ejemplo). El mayor Juan Dongo trató de avanzar por la carretera de Mansiche y por el campo de aterrizaje, pero le fue imposible. Desde la trinchera del óvalo numerosas bocas de fuego le cerra­ban el paso porfiadamente. El mayor Castillo Vásquez, con fuer­zas de la policía de Lambayeque, trató de avanzar por el lado del solar del Seminario, pero fue amparado por el nutridísimo fuego de los apristas,


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apostados en los techos del colegio Semi­nario. Viendo que le era imposible avanzar, optó por hacer que sus soldados se tiraran al suelo, sobre la maleza, y dispararan so­bre los techos aludidos. Varias horas duró este combate. Hubo durante su desarrollo muchas incidencias notables. El reloj de la torre del colegio saltó de un balazo, marcando, por última vez, las 11 y 50 de la mañana. Un arrojado oficial del 11o. de In­fantería logró llegar, con varios soldados, hasta las puertas mis­mas del mencionado colegio, llamó y golpeó fuertemente. Uno de los suyos hizo fuego y alcanzó en el hombro izquierdo al por­tero que había corrido a abrir el portón. Dicho oficial intentó hacer un registro en el interior del local, pero en ese instante los apristas emprendieron un formidable tiroteo desde los techos y esquinas vecinas, haciendo salir a toda carrera al aludido oficial y a sus acompañantes; al atravesar la calle fueron heridos varios de los soldados. Por el lado de Mansiche la resistencia era aún más denodada. En la trinchera del óvalo cayeron muertos algunos, que inmedia­tamente fueron reemplazados por otros apristas que esperaban ansiosamente para entrar en la lucha. Se cuenta que, en circunstancias tan tremendas, algunos de ellos hicieron gala de un humor trágico: —Hasta cuándo no caes, hombre de Dios —decía uno que es­peraba impacientemente para coger el fusil— acaba pronto, hombre, porque ya estoy impaciente de tanto esperar. Hay a lo largo de la calle Libertad, una cuadra antes de llegar a la plaza de Armas, un hotel viejo y desaseado que tiene unos balcones salidos y corridos, de gran tamaño. En estos balcones se apostó un muchacho apellidado Marrufo, con una de las ame­tralladoras quitadas en el combate de La Floresta. Ayudado por otro aprista que, desde el techo, le servía de vigía, barrió la calle de la Libertad durante todo el domingo 10 de julio, sin dejar que nadie se atreviera a asomar la nariz siquiera por aquel lado de la población. Tanto Dongo como Castillo Vásquez se estrella­ron contra esta irreductible boca de fuego tan magníficamente parapetada. A la vez que se realizaban estos combates, por la Portada de la Sierra ocurrían cosas graves que es menester que narremos. También por este sector se había desencadenado un feroz tiroteo. El jefe del Regimiento No. 7, en cumplimiento de la or­den de Ruiz Bravo, dispuso que se asaltaran las trincheras de la Portada de la Sierra. Fue


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encomendado de esta labor el capitán de policía Mario Vargas Machuca. A las 5 a.m. el alférez Gonzá­lez con algunas tropas ocupó el cuartel O’Donovan con suma fa­cilidad, pues los revolucionarios en ningún momento pensaron en ofrecer resistencia en ese lugar. A la misma hora el capitán Vargas Machuca avanzó por el lado del panteón para en­trar a la Portada de la Sierra. Una verdadera lluvia de balas, dis­paradas de los techos y ventanas, lo recibió, haciéndole titubear. Logró, sin embargo, posesionarse del panteón. Mientras tanto, por el lado de la Portada de la Sierra avanza­ban las tropas del 7o. de Infantería, intentando meterse a las ca­lles centrales. Viniendo por el camino de Santa Rosa fueron a desembocar en el largo callejón popular, que se conoce con el nombre de la Portada de la Sierra, a la altura de las Tres Piedras. El tiroteo que allí se produjo fue espantoso, de techos y venta­nas salían nutridas descargas de fusil que eran contestadas por las ametralladoras de los soldados. El teniente Gómez trata de forzar la calle de El Palmo, pero un robusto empuje de los de­fensores lo arrojó nuevamente a sus primitivas posiciones. Los apristas habían improvisado, por este sector, una verda­dera barricada a la entrada de la calle de Ayacucho, sobre los rieles del ferrocarril. Desde allí dispararon durante todo el día sobre las tropas que trataban de avanzar por la tortuosa calle de la portada mencionada. Se produjeron escenas de una temeridad escalofriante. Un grupo de apristas que disparaba incesantemen­te sobre las tropas fue asaltado por fuerzas superiores, tuvieron que tenderse y arrodillarse en plena calle, sin parapeto de ningu­na clase, para resistir bravamente el empuje. Cayeron muchos muertos y los pocos que quedaban sobrevivientes tuvieron que apelar a un recurso supremo, en vista de la proximidad de los soldados, optaron por fingirse muertos y se arrojaron sobre el pavimento con los brazos extendidos. Dos de ellos, Ricardo Montoya y G. Rojas, vieron llegar hasta sus pies mismos a los soldados furiosos con la bayoneta calada y haciendo incesantes disparos. En el momento preciso en que el repaso iba a cortarles la vida para siempre, se produjo una enérgica acometida de los apristas de los techos vecinos que hizo huir despavoridos a los atacantes; en este encuentro, apristas y soldados hicieron de­rroche de coraje y sangre fría. Ya el lector se habrá imaginado fundadamente que a estas ho­ras los aviones estarían también tomando parte activa en el cur­so de la batalla, y efectivamente, la escuadrilla de aviones e hi­droaviones bom-


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bardeaba sin misericordia las casas y techos que le parecían focos de insurrección. Haciendo virajes típicos, que producían un ligero ruido aterrador al descender, los aviones de guerra dejaban caer pesadas bombas explosivas que iban a hacer volar en pedazos los techos de algunos edificios. La casa Urquiaga, el Gran Hotel, la casa Clarke y Pera, la casa Otoya Porturas, el hotel Libertad, la casa Larco Herrera (que es el consulado ja­ponés) y otras fueron blancos injustificados de las bombas. La ex­plosión de una de ellas, en el hotel Libertad, mató al pasajero Artidoro Rubio y al pasajero Miguel Peña, hiriendo a N. Gam­boa. Todas estas personas ajenas a la Revolución. Otra explosión en una casa de la calle Zela mató a la señora Otilia Angulo de Rodríguez e hirió a cuatro más. Por su parte, el crucero Almirante Grau, que se encontraba en Salaverry, levantó anclas y avanzó hasta el balneario Buenos Aires, frente a Trujillo. Allí tomó posición y disparó hasta nue­ve cañonazos sobre las cercanías de Trujillo. Todos los vecinos del balneario presenciaron estas descargas. A medio día del 10 de julio se combatía sangrienta y encarni­ zadamente por todos los sectores. Se combatía en Mansiche, se combatía en el panteón, se combatía en la plaza del Recreo, se combatía en la Portada de la Sierra y se combatía en Chicago y en la Portada de Moche. El barrio de Chicago, sobre todo, reci­bía las descargas de cañón que le hacía el teniente Caballero des­de el cerro Pesqueda, donde estaba estacionado con fuerzas de artillería. La lucha duró todo el día. Y vino la noche sin que las tropas del gobierno hubieran podido penetrar ni cien metros en la po­blación. El 10 de julio fue, como el combate de La Floresta, una victoria aprista. Los defensores de la ciudad lucharon como leo­nes sin desmayar un instante. Muchas escenas y muchas incidencias ocurrieron durante la lucha, que sería largo relatar en un libro de tan poco volumen. Recogeremos algunos episodios principales, que ponen de mani­ fiesto, vivamente, la magnitud de la jornada. Cuando el combate de las trincheras estaba en su punto más álgido, un hombre del pueblo, cuyo nombre no se ha podido re­coger, montó en un brioso caballo moro azul y sin estribos, ni montura, ni freno, en pelo, comenzó a galopar de una a otra trinchera, llevando y trayendo


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órdenes para la defensa. Tan pronto se le veía en La Floresta, como en la Portada de Moche y en la Portada de la Sierra. ¡Había que ver la desesperación de este hombre, por llegar pronto al lugar de su destino. Estaba pá­lido y sudoroso, con los ojos saltados, anhelante de que su cor­cel tuviera alas para ahorrar las distancias! En la esquina formada por las calles Ayacucho y Gamarra, donde está situada la botica Española, había, el 10 de julio, un cañón manejado por un aprista que había recibido el encargo de disparar sobre el solar del Seminario. Mientras efectuaba serena­mente sus disparos, un chico de la vecindad, un palomilla, se acercó para mirar el funcionamiento de aparato tan raro. Largo rato estuvo mirando cómo se cargaba, cómo se descargaba y cómo se arreglaba la mira. De repente cayó herido el hombre que manejaba el cañón, en­tonces el chico se acercó, examinó, miró que no había nadie, cargó una bala, preparó el gatillo y lanzó un cañonazo que fue a hacer blanco en los campos de Mansiche. Encantado de su peri­cia se estuvo todo el día disparando; hubo un momento en que las tropas avanzaron por esa calle, poniendo en peligro al impro­visado artillero. Pero este, con gran calma, rodó su cañón hasta la esquina próxima —plaza Iquitos— y siguió disparando. Cuando se le acabó la munición, guardó la pieza de artillería en el callejón que se llama del Coliseo y se fue a su casa a con­tar la aventura a sus familiares. Cuando las tropas de Dongo y de Castillo Vásquez trataban de entrar por el lado de Mansiche, encontraban un obstáculo in­salvable para avanzar. De un techo, de un rincón, de un sitio desconocido y que no podía ubicarse, se disparaba certeramen­te hiriendo o matando a todo aquel que intentaba penetrar a la ciudad. Era el aprista Fermín Córdova Cárdenas, licenciado del 1o. de Caballería, que apostado en un árbol, de la alameda de Mansiche, hacía de rato en rato un disparo, haciendo retroceder a los soldados que caían y caían, de pronto se le acabaron las municio­nes y un pelotón de soldados avanzó y avanzó hasta ponerse de­bajo del árbol; uno de ellos lo avistó y le preguntó: —¿Qué haces allí so c...? —¡Cumplo mi deber de aprista, miserables!


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Una descarga cerrada lo hizo caer a tierra. El oficial que man­daba a esta tropa y que había sido testigo de la denodada resis­tencia de este hombre avanzó e increpó la conducta de los solda­dos. —¡Esta clase de hombres no se matan! —dijo— de estos hom­bres necesita el Perú. Así transcurrió todo el día 10, sin que la situación se definiera. Vino la noche y el fuego disminuyó. Pero tanto atacantes como ata­cados permanecieron sobre las armas rastreando las maniobras del adversario. Amaneció el lunes 11 de julio. Las tropas de policía y las del regimiento No. 7 de Infantería, desde muy temprano, provocaron un reñido combate en la Por­tada de la Sierra, simultáneamente las fuerzas que operaban por el lado de Mansiche desarrollaron su máximo empuje. Y las fuer­zas que actuaban por el lado de la Portada de Moche, a su vez, se empeñaron en recia lucha a muerte. Los apristas atravesaban instantes de tremenda algidez, sin dormir cuatro noches segui­das, casi sin comer, con los ojos encendidos de coraje y estoicis­mo los titanes de las trincheras se dispusieron aquella mañana a regar las calles con su sangre, defendiendo los sagrados estandar­tes del APRA. Y es así como a las 9 a.m. se había generalizado la segunda etapa de la batalla decisiva. El mayor Benvenuto, al frente de sus tropas, avanzó resueltamente, demostrando insólito coraje, a lo largo de la calle Bolívar. Llegó hasta la iglesia de San Agustín, pero al voltear la esquina fue herido de gravedad; el ataque a la Prefectura quedó frustrado por breves instantes. Las tropas de Ruiz Bravo atacaron duramente por el lado oeste a la vez que los aviones y los cañones del Grau sembraban el terror por todos los ámbitos de la población. Los defensores del solar del Seminario se vieron alejados de sus posiciones y tu­vieron que replegarse sobre el camal, donde trabaron un comba­te horroroso. A la misma hora, por el lado de la plaza del Recreo avanzaban las tropas para tomar la calle del Progreso. Ruiz Bravo dispuso el asalto a la Prefectura y este se efectuó por la calle de la Libertad, después de haber apagado a bomba­zos la ametralladora aprista del hotel Libertad que no les dejaba avanzar ni un centímetro de terreno. Y la ametralladora aprista manejada por un c., cedió


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al fin porque se le agotaron las cintas de cartuchos; de otra manera la resistencia hubiera continuado quién sabe si dos días más. Cerca de las once de la mañana, los vecinos de la calle Liber­tad vieron entrar a Ruiz Bravo, acompañado por muchos oficiales, todos con una pistola en la mano y mirando a una y otra parte. Todos traían el rostro sobresaltado y desencajado; había en la mirada de todos ellos una chispa de muerte y de terror indefini­bles. La Prefectura estaba tomada, y los revolucionarios luchando homéricamente en uno y otro reducto, iban replegándose hacia el lado de Chicago. Las vecindades del camal estaban sembradas de cadáveres, lo mismo los campos de Mansiche y las calles de la Portada de la Sierra. Al atardecer, solo se oían descargas aisladas de fusilería por los alrededores de la ciudad. Eran los últimos grupos de apristas que defendían sus hogares y sus vidas. La Revolución había sido, virtualmente, debelada. Y comenzaba la represión.


X SUMARIO:

LA REPRESIÓN SANGRIENTA Trujillo en poder de las tropas. Bando prefectural. Presos a granel. Fusilamientos domici­liarios. Requisa de armas. Se instalan las Cor­tes Marciales. Fusilados con sentencia y fusila­dos sin sentencia. La mujer trujillana implora clemencia. Respuesta de Ruiz Bravo. Misa de honras en la Catedral. La Comandancia de Armas recibe una nota de los revolucionarios. Otro caso de heroísmo ejemplar.

Amaneció el día del lunes 11de julio. Las tropas del Go­bierno pudieron entrar hasta la plaza de Armas de Trujillo y po­sesionarse de la Prefectura, a medida que avanzaban hacia el centro los soldados iban exigiendo a la vecindad que pusiera bandera blanca, en señal de rendición. —“¡Bandera blanca, afuera!” era la orden enérgica e impositi­va que se oía a través de cada puerta o de cada ventana. La Prefectura fue ocupada por la Comandancia de Armas, que procedió inmediatamente a establecer oficinas. Los salones de la izquierda, entrando, fueron destinados para el despacho de Ruiz Bravo y demás jefes, los salones de la derecha para un tribunal militar que debería interrogar sumariamente a los presos que ca­yeran. Ruiz Bravo hizo redactar en el acto un bando militar. Un pe­lotón de soldados irrumpió con aire marcial por las calles de­siertas, precedido por un lector de mirada desafiadora y voz enérgica. Dicho lector, en cada esquina, dio a conocer a los po­cos que escuchaban desde sus ventanas o desde sus balcones, el siguiente bando prefectural.


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MANUEL A. RUIZ BRAVO Coronel de Caballería del Ejército, Jefe de la Primera Región del Norte y Comandante General de las Fuerzas de esta ciudad. Considerando: Que después de los luctuosos acontecimientos ocurridos en esta capital, se hace necesario afianzar el orden público, la paz constitucional y la estabilidad del gobierno: Decreta: lo.- Es absolutamente prohibido llevar, tener u ocultar las armas del Estado debiendo quienes la posean o tengan noticia de su existencia entregarlas a la autoridad militar dentro del pla­zo de veinticuatro horas. Los contraventores serán fusilados en el acto. 2o.- Para hacer más eficaz el cumplimiento de lo preceptuado anteriormente, procederá inmediatamente la Jefatura Militar o el Cuerpo de Seguridad si llegara a reorganizarse, a practicar un registro domiciliario con el fin de recoger el armamento militar que ha sido secuestrado. 3o.- Los particulares que posean armas sin licencia respectiva deberán recabar esta en el plazo improrrogable de 48 horas; y quienes tengan aquella autorización deberan hacerla refrendar sin que en el intervalo sea permitido usarlas. 4o.- Desde las seis de la tarde queda absolutamente prohibido el tráfico de las personas civiles por las calles, corriendo los contraventores los riesgos consiguientes a su desobedecimiento. 5o.- En señal de duelo y como tributo a la memoria de los se­ñores jefes y oficiales del Regimiento de Artillería No. 1, de la Compañía de Infantería No. 1 y de los jefes del Cuerpo de Se­guridad y de la Guardia Civil, la población deberá poner bande­ras a media asta durante todo el día de mañana miércoles 13 de los corrientes.


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Por tanto: Mando se imprima, circule y se le dé el debido cumplimiento. Dado en la casa prefectural a los doce días del mes de julio de mil novecientos treintidós.

El Coronel Comandante General RUIZ BRAVO17

Desde el 11 de julio habían asumido nuevamente sus puestos el prefecto señor Pedro La Riva y el subprefecto señor Francis­co Carranza, pero solo nominalmente. Ruiz Bravo controlaba la situación y daba todas las órdenes. El 14, por decreto ministe­rial fue nombrado para ocupar la Prefectura. Los registros domiciliarios se iniciaron desde el momento en que el comandante general puso la planta en la Plaza de Trujillo. Al efectuarse esos registros, fueron fusilados sin piedad muchos ciudadanos a quienes nadie juzgó ni oyó. Bastaba una simple acusación de beligerancia, bastaba encontrar oculta una arma cualquiera para que todos los hombres de la casa donde se pro­ducía la acusación o el hallazgo fueran pasados por las armas, para dar idea de lo tremendo de la represión, bastará citar los ca­sos de Pedro Alva, de Pascual Alva y de M. Rebaza que fueron fusilados en su cama, estando enfermos; hubo escenas de un vandalismo que aterra. En el hotel Libertad fusilaron a un hom­bre armado, en presencia de su mujer y de sus tiernos hijos. Se hizo una requisa general de camiones y de automóviles que pasaron al servicio de las tropas. La ciudad adquirió un aspecto de cementerio. Casi nadie traficaba por las calles, a partir de las 6 p.m. no había un solo transeúnte que se atreviera a salir dadas las disposiciones de muerte que contenía el bando prefectural. El concejo provincial, para poder 17 PROCLAMA DEL PREFECTO A LA CIUDAD DE TRUJILLO: A fin de restablecer la normalidad urbana, y que la ciudad recupere sus actividades ordinarias, la Prefectura exhorta a los ciudadanos pacíficos a cooperar con las fuerzas restauradoras del orden a la conservación de la paz cívica, devolviendo cada cual a sus propias habituales ocupaciones bajo las garantías que le prestarán las autoridades políticas y militares y al amparo de las leyes y decretos vigentes. La restauración del orden be­neficia a todos; por consiguiente, todos deben acudir al llamamiento que se les hace. El Prefecto del Departamento. Pedro Manuel La Riva


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sesionar tuvo que reunirse en una casa particular, a fin de no contrariar las ordenanzas de la Comandancia de Armas. De resultas del registro domiciliario cayeron a manos de la autoridad numerosos presos políticos. A todos ellos se les sindi­caba de haber tomado parte activa en la Revolución. Los salones interiores de la Prefectura se repletaron de detenidos. Era tal el número de estos que, dado lo estrecho del recinto donde se en­contraban, apenas podían moverse con libertad. Muchos de ellos durmieron de pie, la primera noche. La mayor parte no durmió hasta no alcanzar el sueño eterno, horas más tarde, en los cam­pos de Chan Chan. Había de todo en las prisiones. Estudiantes, artesanos, profe­sionales, colegiales, sirvientes y gente de campo. Refiere Federi­co Echeandía, que también estuvo recluido en la Prefectura, es­cenas impresionantes, que muy bien reflejan la gravedad de estas horas, dice que cuando lo llevaron a la Prefectura, en compañía de unos 40 detenidos, se encontró en el patio con el sargento Medina a quien había apresado en días anteriores cuando recién estalló la Revolución. Medina había sido tratado con toda consideración durante los días que duró su detención, cuando solicitó que se le permitiera ir al telégrafo para hacer un telegrama a su madre, Echeandía lo llevó en un automóvil, brindándole todas las facilidades. De tal manera que al encontrarse esa mañana, inmediatamen­te se reconocieron. Medina adoptó una actitud despectiva y le dijo: —¡Ah! qué tal, ¿usted también ha caído? Ya veremos. Echeandía lo miró con entereza y le dijo estas palabras: —Sargento Medina: así como fue usted valiente y caballero a la hora de la derrota, así espero que sea usted valiente y caballe­ro a la hora de la victoria. Por mi parte soy el mismo que usted ya conoce. En la victoria o en la derrota, siempre el mismo. Calló Medina y se retiró. Los presos pasaron a un estrecho de­ partamento interior. Más tarde, casi al anochecer, se acercó Me­dina a Echeandía y entregándole unos cigarrillos le dijo: —Sus palabras me han emocionado, voy a demostrarle de lo que soy capaz, yo seré su más ardoroso defensor, no tema usted. Y salió.


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Todos los presos se miraron emocionados. Casi no podríamos describir con palabras los instantes amargos que pasaron. La incertidumbre de estar mañana muertos o vivos les taladraba el co­razón como un berbiquí de fuego. Cada una de las cabezas de los reclusos era un infierno. Unos escribían, otros fumaban, otros entonaban cantos apristas; había algunos sonrientes, pero te­nían una sonrisa que más bien era una mueca horrorosa e indes­criptible. Aquella noche fueron interrogados algunos. Salieron sin des­ pedirse para no regresar jamás. A las tres de la mañana, eran lla­mados con lista. Ya se sabía, preso llamado era preso fusilado. Cuando a uno de ellos le tocó el turno, volteó la cara, miró a Echeandía y le dijo en tono enérgico: —Compañero: de aquí, a la zanja, diga usted si se salva que muero decididamente aprista. Día a día aumentaban los presos y seguían los registros domi­ciliarios. Los fusilamientos continuaban. La vida de los transeún­tes estaba a la voluntad de los jefes triunfantes. Véase si no lo ocurrido con el señor Luis Gamero, miembro del alto comercio de Trujillo. Se encontraba a los dos días de debelado el movimiento, en compañía del coronel Matto y del subprefecto, señor Carranza. Después de charlar unos instantes, como dicho señor Gamero tuviera en su almacén de la calle del Progreso una botella intac­ta de riquísima manzanilla española, invitó a sus acompañantes para que la saborearan. Fueron al almacén, sacaron la botella, pero como no se conseguía destapador, optaron por ir a la Pas­telería Italiana. Allí permanecieron conversando largo rato hasta que decidieron separarse. Salieron juntos. En la esquina esperaban algunos guardias civiles y algunos pai­sanos que querían hablar con Matto. Uno de los paisanos, al ver a Gamero, le plantó aterradora mirada de desafío y le dijo: —Usted también ha estado en la Prefectura con los revolucio­narios, yo lo he visto, sí, coronel, yo lo he visto. El jefe de la policía miró fijamente a Gamero y volviéndose hacia los denunciantes, dijo en tono muy enérgico: —Pues yo no me caso con nadie. Si el señor ha estado con los revolucionarios, no hay más... ¡Llévenselo!


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De un empellón y un culatazo lo hicieron subir a un camión y lo llevaron a Chan Chan para fusilarlo. Pero el señor Carranza hizo lo indecible para convencer a Da­niel Matto, de que don Luis Gamero era una buena persona, ge­rente de una firma seria y solvente, que si bien había ido a la Prefectura fue por asuntos particulares, etc. Entonces, el implacable jefe dio alcance en su automóvil al camión que conducía al preso y ordenó que lo dejaran libre. ¡Es así como estaba a merced del capricho la vida sagrada y respeta­ble de los ciudadanos! Mientras estas escenas dolorosas ocurrían en los barrios de la ciudad y en las prisiones, los altos jefes del Ejército asistían a una misa de cuerpo presente que se ofició en la Catedral de Tru­jillo en homenaje a los oficiales y soldados que perecieron en la cárcel Central. Dichos cadáveres deberían ser transportados a Lima, al siguien­te día, para ser homenajeados por el gobierno, que había de­cretado un duelo nacional para el día 15 de julio. La Corte Marcial improvisada, que funcionó en el local de la Prefectura, dio paso a la Corte Marcial Oficial, formada de acuerdo con ley del 15 de julio de 193218 y que la componían el comandante Daniel Matto, como presiden­te, y los capitanes Gamaliel Hinostroza y Luis Tirado V. y los tenientes J. Francisco Oliva y Francisco Scarnia, como vocales. Asesoraba el doctor Rómulo Paredes. Y defendían a los presos los doctores Arcesio Condemarín y Enrique Echeverría. En el amplio salón de sesiones de la Sociedad de Beneficencia Pública de Trujillo, procedió a instalarse este tribunal de guerra que debería fallar rápidamente el proceso revolucionario por instaurarse. Por disposición superior se cerró el tráfico público a la plaza de Armas de Trujillo. Pelotones de soldados apostados en las es­quinas 18 Formaban parte de la Corte Marcial, el comandante Matto, que acababa de batirse en Mansiche y en Cartavio y que, desde luego, estaba jurídica­mente incapacitado para ser juez. También formaba parte de dicho tribunal marcial el capital Luis Tirado Vera —quien por una de esas ironías sorprendentes y desconcertantes que a veces se presentan en la vida— debía comparecer meses más tarde en este mismo salón y ante el mismo estrado, para ser juzgado por rebe­lión contra Sánchez Cerro, y fusilado; también precisamente, en los fo­sos milenarios de Chan Chan.


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impedían el ingreso a ella. Se tomaba esta medida porque la Corte Marcial funcionaría en el local antes citado, situado precisamente en dicha plaza. Los presos eran transportados desde la cárcel formando largas filas custodiadas por numerosos soldados. Antes de entrar al es­trado de la Corte Marcial eran registrados minuciosamente. Las audiencias duraron muchos días, debido a la gran canti­dad de presos. Centenares de ciudadanos respondieron a los in­terrogatorios del tribunal. Cualquiera que hubiera penetrado al amplio salón trágico donde se jugaba la vida de tantos hombres, hubiese visto lo si­guiente: A la derecha una amplia mesa corrida, cubierta con paño, y delante de la cual había tres fusiles parados, sosteniendo una bandera peruana. Detrás de dicha mesa, en el asiento del centro, un hombre alto, enjuto, de fisonomía dura y enérgica, vistiendo de uniforme verdoso de campaña, era el comandante Daniel Matto, que hacía de presidente. A la izquierda, el fiscal y a la dere­cha, los defensores de los acusados. Al centro del salón, llenán­dolo completamente, los acusados silenciosos y pendientes de los labios del presidente. Tal era el cuadro imponente que se ofrecía a la vista. Todas las mañanas y todas las tardes celebraba audiencias la Corte Marcial, y demás está decir que había una enorme y de­sorbitada ansiedad en todo Trujillo por conocer el curso de los debates. Mientras los jueces militares decidían la suerte de cen­tenares de apristas, otros tantos se pudrían en las calles, abando­nados días de días, sin que nadie les diera sepultura. Hubo cadáveres descompuestos en muchos sitios de la población que sirvieron para el banquete macabro de chanchos y gallinazos. Existen fotografías de estos horripilantes cuadros que no nos han sido posibles conseguir. El funcionamiento de una corte de justicia no fue obstáculo para que siguiera fusilándose sin proceso a muchos ciudadanos. El 18 de julio, fueron sacados del hospital para ser fusilados en las ruinas de Chan Chan los siguientes apristas que se encontra­ban heridos: Juan Delfín Montoya, Remigio Esquivel, Antonio Diestra, Natividad García, Rosario Reyes, Manuel Sánchez Ruiz, Rafael Rodríguez, Lorenzo Arteaga, Asunción Borda y Máximo Flores.


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Para sacar a estos heridos, se tomaron todas las precauciones a fin de que no se enterara el vecindario. Antes de llegar a la puer­ta del hospital, los camiones encargados de conducirlos a Chan­Chan apagaban los motores, silenciosamente eran empujados por varios hombres, hasta la puerta misma del establecimiento. Una vez extraídos los heridos, arrancaba el motor y partía el camión apresuradamente. A pesar de todas las precauciones, el vecindario siempre se en­teró de la maniobra. De sus labios hemos recogido la versión. Corrió tanta sangre en estos días que se produjo en Trujillo un movimiento de opinión adverso a tales procedimientos, hasta las damas de los altos círculos sociales, nada amigas del Aprismo, hicieron oír su voz de clemencia en este documento: Sr. Coronel Prefecto y Jefe militar del Departamento. S. C. P. Las que suscriben, damas representativas de todas las clases sociales de esta ciudad, agradecidas desde lo más íntimo de nuestras almas por el alto y generoso servicio prestado por las tropas de su digno comando, acudimos a su digno despacho para exponer. 1o.- Que la mujer, sea cual fuere su condición, representa y ha representado siempre la fibra más noble, más sensible y cari­tativa de la sociedad; representa el corazón de un organismo vi­vo; cuyos latidos cesan solamente para exhalar el último suspi­ro, sea cual fuera la gangrena o podredumbre que encerrara par­te de este cuerpo miserable. 2o.- Que la mujer trujillana ha sido siempre noble y digna: ha vivido horas de luto y de lágrimas en los interminables días trá­gicos de la rebelión, que execra; condena con toda altivez los desmanes salvajes de las turbas inconscientes que en hora maldi­ta se sebaron en inocentes víctimas como fueron los malogrados jefes, oficiales, tropas y civiles masacrados en la cárcel de esta ciudad, ante cuyas tumbas deshoja la siempreviva del recuerdo y la riega con el llanto de su corazón. 3o.- Que juzga muy atinadas las medidas de represión dicta­das por el Supremo Gobierno para debelar el movimiento: el cauterio es remedio heroico que, quemando la llaga, evita sus efectos; pero la acción


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de ese cauterio, imperiosamente necesa­ria en los primeros momentos, imploramos de su magnánimo corazón justiciero que cese ya: porque el órgano revive, sano y salvo, para ser útil al todo a que pertenece. Los deshechos rebel­des abandonaron la ciudad y en las cárceles y prisiones deben ha­ber actualmente víctimas tal vez de calumnias mezquinas. Por lo tanto: A.U.S.P., en nombre de las viudas, madres y huérfanos inconso­lables de las víctimas de la revolución y sus consecuencias; en nombre de María Madre de Jesús, imploramos clemen­cia. No haya ya más sangre, no haya más luto. Las damas de Trujillo pondremos todo el contingente de nues­tro AMOR para amparar a los desgraciados y cooperar con la autoridad valerosa, pero justa y noble que U. encarna, S.P., para remediar la situación futura. Es gracia que esperamos alcanzar de su digno despacho. Trujillo 19 de julio de 1932 (firmado) Josefina P. de Larco, Rosario P. de Guimaraes, Emilia Larco de Fort, Flora Plaza de Ganoza, Jesús de Cockburn, Ma­ría E. de los Ríos Pinillos de Cox, Virginia de los Ríos Pinillos, Susana Cox, Luisa Cox de Pinillos, María Teresa I. de Quevedo, Etelvina de Iturre, Carmen Q. de Goicochea, Eloísa Blondet de Morales, Eloísa B. de Escudero, Carmela de Fernández, Josefina de la F. de Cox, María H. Loyer, Isabel de Cárdenas, Elena de Rodríguez P., Matilde R. de Vargas, Graciela S. de Angulo, Rosa L. de Rabines, Tomasa P. de Rodríguez, Ángela de Reátegui, Felícita de Gálvez. (siguen las firmas) El coronel Ruiz Bravo contestó esta nota manifestando, en­tre otras cosas, que no alcanzaba a comprender el significado de las palabras “basta de sangre”, “basta de luto”, y dijo que apre­ciaba, por lo demás, el alto sentido de la petición. La noche del 26 de julio se dieron por terminadas las audien­cias de la Corte Marcial. Ante una indescriptible expectación pú­blica, se hizo comparecer a los acusados en masa. Más de 150 presos, rigurosamente custodiados, concurrieron a la sesión postrera. Solamente se ordenó que no concurrieran los condenados a muerte que quedaron en la cárcel Central.


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El relator leyó la sentencia que condenaba a muerte a 102 de los acusados. 74 de los restantes fueron condenados a 20 años de penitenciaría. 8 a 5 años de la misma pena. Y 32 fueron absueltos definitivamente. En la madrugada del 27 de julio —¡inolvidable madrugada!— fueron trasportados al patíbulo los 48 condenados a muerte que se hallaban detenidos en la cárcel Central.19

19 Léase en el capítulo siguiente el emocionante relato de uno de ellos, que salvó milagrosamente de las descargas del pelotón.


Las ametralladoras del gobierno en acci贸n.

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Las tropas se movilizan en camiones.

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Ca帽ones Krupp utilizados por los apristas en Trujillo.

100 Historia de la Revoluci贸n de Trujillo


La represi贸n sangrienta

Las tropas del gobierno en el momento de embarcarse.

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XI

SUMARIO:

LA TRAGEDIA DE CHAN CHAN

Diversas escenas de los fusilamientos. La ejecución de los sentenciados por la Corte Mar­cial. La ejecución de don Fidel León. Carta de uno de los fusilados dirigida a su familia. Un acto simbólico inaudito.

Los presos sentenciados a muerte por la Corte Marcial, en la noche del 26 de julio, esperaban ansiosos el regreso de sus com­pañeros que habían salido de la cárcel, por breves instantes, para escuchar la lectura del fallo, todos, dentro de las celdas, se pa­seaban nerviosamente, presas de una gran angustia ante la incertidumbre de vivir o morir. A media noche regresaron los sentenciados a pena de peniten­ciaría. Todos se agolparon en las rejas para inquirir detalles, pero la guardia no permitió que cruzaran palabra, solo por ademanes que les hacían al pasar pudieron enterarse de la ate­rradora verdad. Es sumamente difícil que haya persona dispuesta a ayudar al historiador, narrando detalladamente los instantes supremos de este grupo de hombres que marchaba al patíbulo tan solo por haber defendido un ideal político. El que menos tiene temor de narrar, porque cree que la narración supone participación y la participación supone culpabilidad.


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Por eso nadie conoce los pormenores de aquella noche de ju­lio en que marcharon al patíbulo 47 apristas20, tampoco se cono­cen los detalles de los fusilamientos posteriores. Sin embargo, hemos recogido un testimonio valiosísimo, no de un testigo presencial, de un actor del drama, de uno de los sentenciados, que logró escapar, como se verá más adelante. Hela aquí:21 —A las seis y media de la tarde regresamos a la cárcel, nos pre­ parábamos para morir. Yo escribí una carta a mis hermanos y hermanas, comunicándoles que no se preocuparan que marcha­ba preso a Lima. Los cc. Arteaga y Meléndez estaban un poco tristes por los hijitos pequeños que dejaban. Mariños estaba tranquilo y sonreía igual que cuando murió. Conversamos hasta las diez de la noche, y a la hora del silencio nos echamos a dor­mir. UN SUEÑO QUE FUE UNA REVELACIÓN PARA VÁSQUEZ El c. Vásquez nos describe ahora su sueño. —Indudablemente que el sueño que tuve esa noche, influyó poderosamente en mi fuga, en el segundo preciso en que me iban a fusilar. Soñé con la isla guanera de Santa que queda fren­te a Chimbote y que conozco porque he trabajado allí. Soñaba que la gente se embarcaba en un vapor guanero que quería zozo­brar por la mar picada. Después me encontré con un viejito que no podía moverse porque estaba baldado. Me lo eché a mis es­paldas para ayudarlo y le toqué los bucles parecidos a los de Je­sucristo. Luego fuimos por una alameda donde volaban pa20 Luis González Pinillos, que se encontraba entre los 47, fue un distingui­do estudiante de jurisprudencia, cursaba los últimos años de su carrera en la Universidad Mayor de San Marcos. Fue un ardoroso defensor de los principios de la Reforma Universitaria. En 1931 tomó parte activa en la ocupación del local de la universidad por los estudiantes. Al estallar la revolución de Trujillo, cooperó ayudando a la Prefectura Revolucionaria. Conducía en su auto a diversos miembros del Comité aprista, por uno y otro sitio de la ciudad. Alguien lo denunció y consi­guió que lo llevaran al patíbulo. 21 El c. Asunción Vásquez, quien nos hace este relato, actuó durante la Re­volución en Cartavio, allí fue hecho prisionero y traído después a esta ciudad, internado en la cárcel Central y juzgado por la Corte Marcial. Tomamos la versión desde el momento cuando ya producida la senten­cia son internados nuevamente en la cárcel, para de allí ser llevados al sa­crificio.


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lomas blancas que yo pretendía cazar con una guaraca, y siempre con el viejito a cuestas. Mi sueño fue interrumpido a las dos de la madrugada al ruido de cadenas al abrirse la puerta. Entraron en el calabozo el capitán Ortega, el alférez Choquehuanca, buen hombre que tenía compasión de los presos, y soldados, con los fusiles en alto. LA MARCHA HACIA EL LUGAR DEL SACRIFICIO Llamaron por lista a nueve de Trujillo, el número 10 fui yo, el 11 Francisco Mariños, el 12 Cesáreo Arteaga y el 13 Agustín Meléndez, y siguieron los números hasta el 30. Eran las dos y media de la madrugada. En la prevención nuevamente pasaron lista. Al amarrarnos las manos para atrás con alambre, le pregunté al alférez Choque­huanca: ¿Qué suerte nos espera, mi alférez? —conmovido me contestó—: “No le puedo dar ninguna esperanza”. Desde ese momento traté de zafarme de los alambres. A los camiones nos aventaron como animales. El reloj de la catedral daba en esos momentos las tres de la mañana, cuando pasamos en tres camiones y ocho automóviles al lugar del sacrificio. A DOS DEDOS DE LA MUERTE En una huaca, tras de la tapia de la Grama de Mansiche, allí se había abierto una zanja ante la cual llegamos para la ejecu­ción. Habían muchos soldados de la Guardia Civil y cuerpo de seguridad. Los cc. fueron fusilados de cinco en cinco. De cinco era tam­bién el pelotón de ejecución. Un teniente vendaba a los senten­ciados, quien tuvo una escena con un c. del primer grupo. UN ABRAZO PARA LA MADRE AUSENTE Colocados ante la zanja los cinco primeros sentenciados, un c. le dijo: —Mi teniente, un favor, le encargo un abrazo para mi madre. El teniente, conmovido, le contestó: —Cumpliré con dar ese abrazo a su madre.


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El teniente encendió un cigarro y se lo puso en la boca al c., que pidió al pelotón de ejecución lo que sigue: —Apunten al corazón. No me hagan padecer. —Al rato sonó una descarga y efectivamente, el c. murió ins­ tantáneamente. UNA ESCENA CON EL CAPITÁN ORTEGA Prosigue su relato el c. Vásquez: —Desde el camión me arrastró el capitán Ortega, y en forma brutal me preguntó: —Miserable, ladrón, ¿Dime quién mató al teniente Villanueva? —Mi capitán, yo nunca he conocido a ese teniente, le repuse con voz firme. —¿Y Ud. de dónde es? —Yo soy de Cartavio. —¡Ah! de Cartavio. ¿De los más matones que hay en el Valle? ¡No les vamos a dejar ni los pelos! OTRA ESCENA CON EL TENIENTE CUYO NOMBRE IGNORA Cuando fui empujado a la zanja para enfrentarme a los fusiles de la tiranía, tropecé con un cadáver, y al enredarme los pies, volteé a ver. Entonces, el teniente me dijo: —No hay que mirar a ese hombre que ha caído. Y acercándose a mí, entre la luz vaga de las tres linternas, me dijo: —No hay más que resignarse. No hay perdón para nadie ¡Adiós! A ver para vendarlo. —¡No, mi teniente! No crea que soy ningún cobarde para que quiera taparme los ojos. El c. Vásquez hace un aparte y nos dice lo que sigue: —Debo agregar aquí, en ese momento inminente, que desde la cár-


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cel vine forcejeando para desasirme de los alambres que me ataban las manos, los que rompí al saltar del camión, y ya con las manos libres, esperé el último momento. VÁSQUEZ SE JUEGA EL TODO POR EL TODO Cuando los soldados se arrodillaron apuntándonos, pensé en el sueño que había tenido y en escapar jugándome el todo por el todo. Ya no vi los fusiles, mis ojos estaban clavados en el brazo en alto del capitán Ortega que al bajarse, dando la señal, me ame­trallaban. Fue un instante. No sé qué fuerza misteriosa me decidió, pero zafándome del teniente que me sostenía por el hombro, salté hasta colocarme tras el teniente, que a unos cuantos pasos me hizo un disparo a los pies que no me alcanzó; luego una lluvia de balas que pasaron por encima del teniente, sentí zumbando por las costillas, pero sin que me tocaran. Un no sé qué, una fuerza misteriosa, me dio alas, tanto es así que volé las tapias y caí a una acequia en el momento en que me arrasaba otra descarga. Seguí corriendo por la zanja. Yo no sé qué cosa misteriosa caía en el momento en que caían las balas que no me alcanzaban. LA PERSECUCIÓN FUE TENAZ En la desenfrenada carrera por esos potreros, como no veía en la oscuridad me estrellé contra un alambrado, cayendo con las ropas deshechas. Al voltear la cara vi a mis perseguidores. Otra vez esa fuerza misteriosa que me acompañó en todo mo­mento, me hizo saltar el alto alambrado. Como mis perseguidores se demoraban para pasar los alam­bres, me metí por un chilco y les di la vuelta. Cuando ellos me buscaban por el chilco, yo los estaba observando. Luego unos perros me descubrieron y al ladrar, una nueva andanada de balas ametralló al yucal. Pero una vez más escapé, saltando tapias y acequias, mojado y con la ropa deshecha, llegué a las pampas de Chan Chan, libre de mis perseguidores. A las seis de la mañana respira­ba en la playa, y a las siete en Huanchaco en el preciso momen­to en que la Guardia Civil me buscaba en un carro, pero me es­condí entre los caballitos de totora y pasaron.


Revolucionarios apristas, fusilados en Chan-Chan en 1932. Oleo de Felipe CossĂ­o del Pomar

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ME CREÍAN MUERTO Y ME VELABAN EN CARTAVIO En Huanchaco una buena familia, cómo estaba exhausto y agotado de las carreras, me dio té y pan. Y me ayudó a fugar en dirección a Cartavio, donde entré a las nueve y media de la noche, con ley marcial y con la orden que había de que me fusilaran en donde me encontraran. Sorteando no pocos peligros, llegué a mi casa, toqué la puerta, cuando la abrieron mis hermanas, se quedaron mudas de espan­to; lloraban y me estaban velando en ausencia del cadáver. Cuan­do se repusieron, les conté la forma como había escapado. *** En el vasto escenario de Chan Chan se efectuaban todas las no­ches los fusilamientos en masa. Grandes camionadas de hombres llegaban a la madrugada y formaban ante los pelotones. Se usa­ba luz artificial para orientar la puntería de los tiradores. Se usaba de preferencia las zanjas y los fosos milenarios para dejar los cuerpos exánimes. A pocos pasos de una laguna peque­ña que hay al lado norte de la gran ciudad chimú, existe un lar­go muro corrido. Allí fueron ejecutados numerosos presos. En la actualidad, los despojos humanos que se ven en algunos fosos (sombreros, pantalones, huesos amarillentos) son los úni­cos medios para orientar a los familiares de tanto desaparecido. *** El anciano don Fidel León murió de manera ejemplar. Apresado inmediatamente después de la derrota fue llevado a la Prefectura. Los presos que allí se encontraban lo vieron entrar, erguido, con la mirada altiva, vestido de habano claro, con cha­leco blanco, con sombrero negro, con su inseparable bastón, col­gado al brazo. Uno de los oficiales que se encontraba presente le preguntó: —¿Usted es aprista? —Sí, señor, a mucha honra —contestó el viejo admirable, con voz potente— así como ustedes son soldados de un ideal, yo también lo soy del mío.


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A la mañana siguiente se le transportó en un camión a Chan Chan, allí lo esperaba el pelotón que debía ultimarlo. Refiere uno de los soldados que a la hora de morir, se apoyó en su bas­tón, se rasgó la camisa para descubrir el pecho y gritó estas pala­bras imperecederas: — ¡Miserables! ¡Por cada gota de la sangre de este viejo van a brotar millares de apristas! Y cayó acribillado por la descarga. *** Los fusilamientos sin sentencia se efectuaron también duran­te agosto. La siguiente carta enviada por Roberto Cisneros a sus familiares evidencia esta afirmación. La reproduci­mos respetando la ortografía y construcción del original. “a 27 de agosto. Carmen Ayer vino el capitán Ortega y me dijo que yo estava acusado de manejar ametralladora, yo he dicho que no, no habló mas porque enseguida se fue, ayer me llevaron a Chanchan hacer unos trabajos. Si el señor que le hice ese dia ese travajito te quiere pagar recíbele lo que te puede dar. La coja maldita dicen que es la que me ha acusado, pero no digas nada todavía hasta que me tomen declaración. Cuida a tus hijitos Dios está conmigo, no llores no te acabes la vida, vive para esas criaturas, si puedes bien mándame algo de comida, pero no te sacrifiques que yo puedo pasarlo como sea, si te pagan envíale un telegrama a Transito dile que estoy preso, si viene el señor Cueva mandale ofrecer mis herramientas todas las que ellos puedan comprarlas. Saluda a todas las amistades en especial a las señoras Jesus y Nicolasa, cariños para todos los chiquitos. tuyo Roberto


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Historia de la Revolución de Trujillo

Víctor Raúl Haya de la Torre en Chan Chan, seguir peleando por la vida, 1933.


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“Si mis hermanas preguntan por mi diles que estoy bien. Carmen, acabo de hacer mi primera declaración e dicho la verdad que estuve hasta las dos de la tarde parado con el cañón y después estado en la casa de Colina hasta que sali para enterrar a Chumacero. Carmen, pide permiso a que pases mañana temprano diciendo que vas a hablar con don Julio. Roberto. Traeme papel y lápiz”. Cisneros fue ejecutado a los pocos días de haber escrito este papel. *** Los cadáveres de los fusilados en Chan Chan quedaron tirados al aire libre, en su mayor parte. Algunos fueron enterrados a flor de tierra, de manera tal que podía descubrírseles fácilmente. El autor de este libro, en su deseo de ilustrar gráficamente estas pá­ginas, hizo tomar las fotografías de Chan Chan que aquí se re­producen (Por no habernos entregado a tiempo las reproduci­mos más adelante). En ellas se ven despojos humanos bastante recientes. Un campesino de Mansiche ha referido haber visto, en los días de los fusilamientos, un cuadro verdaderamente extraordi­nario y horroroso. Dice que en cierto foso había varios cadá­veres insepultos. Y que uno de ellos había sido sorprendido por la muerte en forma sorprendente e impresionante. Con los ojos desorbitados, con un gesto enérgico en los labios, con un brazo levantado, este cadáver daba una fuerte impresión de rebeldía y de cólera. Los gallinazos danzaban alrededor, hambrientos e im­pacientes. Pero ninguno de ellos daba un picotón a los muertos. Espantados por la actitud retadora del fusilado, no se atrevían a acercarse. Y es así cómo este revolucionario, aun después de muerto, amparaba a sus compañeros de infortunio, de la voracidad de las lúgubres aves, destripadoras de cadáveres. ¡Caso insólito de compañerismo en pleno ultramundo!


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Historia de la Revolución de Trujillo

OTRO CASO INAUDITO La represión brutal se hizo manifiesta al ingresar los primeros soldados por la entrada llamada Mampuesto. José H. Zanelli, modesto agricultor que hacía recién algunos meses se había ve­nido del Valle de Virú tomando en arrendamiento unos terrenos en ese lugar, esa mañana se encontraba en la puerta de su casa, cuando vio pasar algunos apristas que huían ante el avance de las fuerzas gobiernistas. Él les indicó: no corran, paren firmes, no huyan, en ese momento desembocaron los soldados, Zanelli al verlos cerró su puerta. Estos se dirigieron a esta casa golpeando la puerta fuertemente, logrando abrirla, entraron y en un cuarto encontraron una carabina malograda que ya la tenía muchos años, no aceptaron nada de lo que les indicó, pues hay que tener en cuenta que Zanelli era sanchecerrista y quiso hacer valer su condición de tal, pero ni las lágrimas de cuatro de sus tiernos hijitos, ni la súplica de su señora y cuñada lograron ablandar a esas hie­nas humanas y sin más proceso lo fusilaron, entrando en seguida en el segundo cuarto donde se encontraba el hermano de su es­posa, Humberto Luna Victoria, que se hallaba imposibilitado de andar por unos chupos que le habían salido en las nalgas, allí mismo lo fusilaron en su cama, hay que ver el cuadro desolador que produjo la escena, con la desesperación consiguiente de las dos señoras al verse con dos muertos y rodeados de seis criaturitas tiernas y sin poder recibir auxilio de nadie. Pero estos solda­dos no tardaron en recibir su castigo, pues al volver un recodo del camino cayeron uno tras otro ante certeros disparos de los que huían disparando, para no levantarse jamás.


ANEXOS



1 TEXTO DE LA SENTENCIA EXPEDIDA POR LA CORTE MARCIAL

Trujillo, a 26 de julio de mil novecientos treintaidós. En la causa seguida contra los acusados presentes: José Modesti, José Mariños, Teodoro Núñez García, Ulderico Manucci, Humberto Echevarría, Manuel Arbaiza Torres, Gonzalo Zegarra Vera, Ma­nuel Olguín, José Larrea Gamarra, Justo Castro Ríos, Raúl Puertas Portilla, Luis Sánchez Baquedano, Roberto Arbaiza Be­llo, Arturo Olguín Chalcape, José Lamadrid Vásquez, Elías Igle­sias Coronado, David Peláez Jara, Víctor Vereau, Miguel Aguilar Enríquez, Alberto Encinas Saavedra, Aurelio Fonseca Quiroz, Grau González, Inocente Cerdán, Baltazar Bernuy Ortiz, José M. Olórtegui, Segundo Yengue Ortiz, Daniel Lecca Torres, Alfonso Guevara Tarazona, Luis González Pinillos, Carmen P. Loayza, Tomás Casuso Ch., Aurelio Burga P., Remigio Esquivel, Manuel Sánchez Ruiz, Lorenzo Arteaga Cumplido, Delfín Montoya, Ro­sario Reyes Lara, Rosas Villanueva, Agustín Baquedano, Pablo Vidal, Sixto Cáceres, Gustavo Lara, José Fernández, Herminio Cueva, Pedro Encalada, Juan Aguirre A., Humberto Fernández A., Darío Huarcayo, Alejandro Solari V., Manuel García, Asun­ción Burga, Federico Echeandía C., Roque Peña G., Héctor Flo­res, Víctor Chávez C., César Arnaldo Bustamante B., Víctor Black Moya, Manuel Zavaleta G., Héctor Pretel C., Artemio Ca­rranza P., Sergio Quiroz Loaces, Juan L. Tejada, Isaac Barrueto Camba, Pedro P. Paredes, Máximo Fernández, Manuel Rosaso, Manuel Acuña, Daniel Revoredo, Carlos J. Flores, Carlos A. González, Enrique Carril, Ernesto Salcedo Inciso, Francisco Ma­riños, Manuel Rodríguez, Adolfo Cerna, Agustín Meléndez, Ra­fael R. Rebaza, Fortunato Vásquez G., Cesáreo Arteaga, Rafael Rodríguez, Cecilio Aguilar B., Manuel García P., Eleodoro Cam­pos F., Obidio Campos Pando, Eusebio Vásquez L., Lorenzo Cordero, Abraham Vides, Genaro Aimar, Fernando Yupanqui F., José Santos Viviano F.,


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ANEXOS

Roberto Sánchez H., José A. Castro V., Pedro Huanilo L., Leopoldo Marquina G., Pedro Cruz Gu­tiérrez, Eusebio Ramírez, Elio Pinedo L., Enrique Sheen Montoya, Cristóbal Rodríguez G., Manuel Velezmoro Porturas, Fran­cisco Salinas Miñano, Amado Rojas Paredes, Román Alva M., Manuel Chuyo Carbajal, Jorge García M., y los ausentes: Agus­tín Haya de la Torre, capitán Leoncio Rodríguez Manffaurt, Ja­ vier Meléndez, Manuel Barreto, Simón Bécar, Adolfo León T., Augusto Silva Solís, Ciro Alegría, Enrique Vásquez, N. Matallana, César Chávez Tello, N. Ascoy, N. Heredia (a) “Chiquito”, Nés­tor Alegría, José López, Segundo Tello, Candelario Chacón, Francisco Villanueva, Gilberto Ruiz, Mercedes Rabínez, Julio Rodríguez, Rafael Vásquez, Santiago Velásquez, Tomás Esca­lante, Luis Mendoza, Juan Eslava, José Carrión, Roberto Bernuy, Modesto Montoya, Monge Rabínez, Pedro Obeso, Francisco Vásquez, Arturo Buenaño, José M. Chumanchumo, Juan Valverde, Segundo Rodríguez, Conversión Gutiérrez, Víctor Juárez, Máximo Miñano, Juan Alvarado, Inocente Rodríguez, Juan Po­lo, sastre Estenau, Benito Herrera, Juan Mori, Humberto Rázuri, chofer Carranza, Santiago Vargas, Julio Sánchez, Aurelio Valderrama, Martín Zapata, Agustín Gamarra, Augusto Rivas Plata, Leopoldo Pérez, Edmundo Vides, Víctor Oliva, Fernando Ca­rrascal, Carlos Ramírez, Rufino Fernández, Carlos Ramos, Me­rino Samana, Ricardo Maúrtua, Ramón Caballero, Germán Asencio, Lucio Cueva Gallardo, Manuel Caján, Pedro Canseco, Ángel Villalobos, Manuel Ramírez Benavides, N. Galarreta, Se­gundo Mercado, N. Calderón, N. Sánchez (normalista), Lorenzo Ruiz, Céspedes Lara, Wenceslao Barrionuevo, sargento N. Paja­res, Jorge Novoa Flores, Asención Torres Herrera, guardia N. Ascue, guardia Talavera, guardia Julio Oré Pinto, Teófilo Caba­llero, Hermógenes Sevillano, N. Bailón, Juan González, herma­nos Escobar, N. Bron, Octavio Peláez, Nolberto Mariños, N. Vargas, Adán Sánchez, Cosme Solari, guardia N. Marín, Luis González, Gustavo Iparraguirre, Erasmo Tello, Federico Chávez R., N. Conduri, N. Carril, N. Icochea, N. Castillo, Juan Luis Mo­rales, N. Vélez, N. Vallejos, Antonio Vélez, Enrique Vargas. Ra­fael Borseyú Barreto, N. Peláez, hermanos Canuto, N. Buenaño, por los delitos flagrantes de rebelión, de homicidios calificados perpetrados con ensañamiento y alevosía contra la seguridad y tranquilidad pública y otros. Vistas las cuestiones de hecho y de derecho de que la Corte Marcial se ha ocupado con arreglo a ley y respecto de las que ha declarado:


Texto de la sentencia expedida por la Corte Marcial

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Que está debidamente probado que los enjuiciados Agustín Haya de la Torre, capitán Leoncio Rodríguez Manffaurt, Augus­to Silva Solís, Manuel Barreto (a) “Búfalo” y Federico Chávez Rázuri, han tenido la dirección del movimiento subversivo que estalló en esta ciudad en la madrugada del jueves siete del mes en curso, primero en el cuartel O’Donovan, propagándose des­pués en varios lugares del departamento: Que al efecto, dueños de la mayor parte del armamento tomado en dicho cuartel, los atacantes reforzados por sus partidarios de la ciudad, que tam­bién coadyuvaron en el ataque, se apoderaron sin resistencia de la Prefectura, de donde comenzaron a organizar la defensa y re­ sistirse en caso de una reacción, por parte de las fuerzas del go­bierno: Que en lo que se refiere a la toma del cuartel está proba­do que ésta se produjo a las dos de la madrugada del siete del actual, por gente traída exprofesamente de Laredo, a cuyo fren­te se encontraba Manuel Barreto (a) “Búfalo” y mientras la tro­pa del Regimiento de Infantería No. 1 se encontraba durmiendo en una cuadra de cuyas circunstancias se aprovecharon los ata­cantes para dominarla fácilmente; tropa que se dispersaba en va­rias direcciones y fue capturada en su mayor parte por los suble­vados en diferentes lugares de la provincia y conducida después en calidad de presos, primero a la Prefectura y luego a la cárcel; siendo un hecho asimismo, que la dominaron por completo, adueñándose de todo el armamento: Que por lo que respecta a la toma de la Prefectura, está probado que se produjo a las po­cas horas de haberse tomado el cuartel O’Donovan y que una vez en posesión de dicho establecimiento se destacaron comisio­nes por varios puntos del departamento, siendo capturados infraganti las que se presentaron en Chimbote y en Pacasmayo, con el armamento y municiones que aportaban; al mismo tiem­po que grupos de gente armada capturaban a ciudadanos que no tenían filiación aprista considerándolos como enemigos; y en ca­lidad de presos también a la Prefectura, quedaron varios jefes, oficiales, guardias civiles y soldados del Regimiento de Artillería número 1, los mismos que fueron conducidos a la cárcel pública de esta ciudad, después que se posesionaron y llevaron el con­trol de la Oficina del Cable, en cuyo lugar se comunicaron con el ministro de Guerra y el de Gobierno, usando apócrifamente los nombres del prefecto La Riva y del comandante Silva Cáceda, así como con Panamá, Ecuador y Arica, bajo los seudónimos “Amper” y “Zargue” que corresponden a Américo Pérez Treviño y Agustín Haya de la Torre, para ocupar en seguida el Club Central, a cuyo lugar se trasladaron


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ANEXOS

dichas autoridades, que; que organizada la defensa de la ciudad y la del puerto de Salaverry, para lo que contaban con abundante armamento, así como con la gente sublevada, los presos fueron trasladados en diferentes oportunidades a la cárcel central, habiendo antes los sublevados héchose dueños de dicho establecimiento mediante el ataque a la guardia que custodiaba los presos comunes, los cuales fueron puestos en libertad, ocupando su lugar los referidos presos polí­ticos, cuyas vidas estaban en peligro, debido no solo a las ame­nazas de los guardias apristas que los custodiaban, sino del mis­mo jefe de la Plaza, capitán Rodríguez Manffaurt, lo que se con­firmó posteriormente, pues a las dos de la mañana del domingo 10 de julio, los custodios de los presos, comenzaron a disparar sobre ellos, victimándolos y escapando solamente guardias que se encontraban encerrados en un cuarto por no haber hallado las llaves sus victimantes; que está probado que con anterioridad al ataque al cuartel O’Donovan, el miércoles 6 de julio, como a las nueve de la noche, se produjo igualmente un movimiento subversivo en el puerto de Chicama, que quedó en sus comien­zos, pues aun cuando en el principio tuvieron ventaja asesinando al guardia Díaz e hiriendo gravemente al cabo Salinas, gracias a la resistencia de los otros guardias del puerto, se les dispersaron viniéndose a Trujillo los organizadores del fracasado movimien­to; que está probado que el cuartel de la Guardia Civil fue tam­bién tomado adueñándose los atacantes del armamento y con­duciendo a los guardias presos a la cárcel, después de inferirles toda clase de vejámenes; que cuando el subteniente Valderrama conducía al resto de sus fuerzas salvadas en el cuartel O’Dono­van al pasar frente a Santiago de Cao, fue atacado por los suble­vados y después de rendirse lo trajeron preso en un camión, ul­trajándole sus aprehensores y conducidos después a la cárcel central, junto con sus soldados, por orden del prefecto Haya de la Torre; que está igualmente probado que en Samne fue ataca­do el capitán Villánez cuando con una sección de su tropa se di­rigía a Otuzco, la misma que fue capturada en parte y conduci­da a la cárcel; que se ha probado también que la víspera de la comisión de los delitos que se juzgan, varios agitadores movían a la gente trabajadora de Laredo, la misma que fue traída y actuó en el ataque al cuartel O’Donovan, lo que también ocurrió en Sausal con la firme decisión de atacar la casa de la hacienda Ca­sa Grande, y lo que no se realizó porque los agitadores desistieron a última hora de su empeño; que el prefecto revolucionario Agustín Haya de la Torre se apoderó de siete mil soles oro, pre­sionando para el


Texto de la sentencia expedida por la Corte Marcial

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efecto al jefe de la Caja de Depósitos y Consig­naciones, así como hizo extraer con órdenes escritas especies de los establecimientos comerciales de esta ciudad; y por último: se ha comprobado la existencia de numerosas bombas explosivas practicándose varias diligencias en la mayor parte de los escena­rios de los crímenes, llamando la atención sobre todo, lo que se realizó en la cárcel lugar de la masacre; todo lo que está probado con las declaraciones de los testigos corrientes a fojas veintiséis vuelta, veintisiete vuelta, veintiocho, treintaiocho, cuarentaicinco, cuarentaiocho, sesentainueve vuelta, setentidós vuelta, noventaiocho vuelta, ciento uno, ciento treintaiuno, ciento cuarentainueve, ciento cincuentaiséis, ciento setentaiocho, doscientos quince, doscientos dieciséis, doscientos cincuentaidós, doscien­tos ochentaisiete, doscientos noventaitrés, doscientos noventaiocho, trescientos cincuentainueve, trescientos setenta, cuatro­cientos setentaiséis, cuatrocientos ochentaidós vuelta, quinien­tos cinco vuelta, quinientos seis, quinientos siete vuelta, quinientos diez, quinientos diez vuelta, quinientos once, quinientos once vuelta, quinientos doce, quinientos doce vuelta, quinientos trece, quinientos catorce, quinientos catorce vuelta, quinientos quince, quinientos veintinueve, quinientos treintaidós, quinien­ tos treintaitrés, quinientos treintaiséis, quinientos treintaiséis vuelta, quinientos treintaisiete, quinientos treintaiocho, quinien­tos treintainuve, quinientos cuarenta, quinientos cuarentaitrés, quinientos cuarentaitrés vuelta, quinientos cuarentaicuatro, qui­ nientos cuarentaicuatro vuelta, quinientos cuarentaicinco, qui­nientos cuarentaicinco vuelta, quinientos cuarentaiséis, quinien­tos cuarentaiséis vuelta, quinientos cuarentaisiete, quinientos cuarentaisiete vuelta, quinientos cuarentaiocho, quinientos cua­rentaiocho vuelta, quinientos cuarentainueve, quinientos cuarentainueve vuelta, quinientos cincuenta, quinientos cincuenta vuelta, quinientos sesentaiocho, quinientos setenta, quinientos setentaidós, quinientos ochentaiséis, quinientos ochentaisiete, con los certificados médicos de fs. seis, cuatrocientas diez y cua­trocientas cincuentaisiete, ratificados juratoriamente a fs. dieci­séis, nueve, noventaiuno y doscientas seis, once, trescientos se­sentainueve, quinientos noventaiuno, trescientos setenta, qui­nientos sesentaicinco y el acta de reconocimientos de fs. cuatro­cientos trentaisiete. CONSIDERANDO: Que los hechos que han sido probados y a que se refieren las cuestiones de hecho correspondientes, cons­tituyen el delito de rebelión, por cuanto un grupo de ciudada­nos se alzó en armas contra el gobierno legalmente constituido para intentar su de-


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ANEXOS

posición, sustrayendo desde luego a la obediencia del gobierno, aunque momentáneamente, parte del territorio nacional: que si durante la rebelión, los revoluciona­rios, cediendo a las exigencias de la guerra, han dado muerte a soldados del gobierno y apoderándose de las rentas públicas; ta­les hechos se agravan, sin duda, el delito no constituyen delitos especiales que debe castigarse por separado; que no sucede lo propio si los revolucionarios sin ser impulsados por la necesidad de la guerra, y cediendo solo a intereses individuales o pasiones mezquinas, cometen homicidios, realizan robos, etc., pues en ese caso las disposiciones sobre rebelión no amparan a los auto­res de tales hechos, los cuales la ley quiere, con razón, que sean juzgados y penados como reos de tales delitos comunes; que conforme al artículo cuarto de la ley siete mil sesenta, las Cortes Marciales aplicarán la pena de muerte a los autores de los delitos a que se refiere el artículo tres de dicha ley, esto es, a los reos, sean civiles o militares, de delitos flagrantes de rebelión; que igualmente la segunda parte del artículo citado establece que a los cómplices de los indicados delitos se les aplicará el máximo de la pena con que las leyes vigentes reprimen a la complicidad; que asimismo, por absolutos que sean los términos de los ar­tículos tres y cuarto del decreto ley siete mil sesenta, tampoco puede dejarse de tomarse en consideración el artículo doscien­tos cinco del Código de Justicia Militar; que con arreglo a estos criterios y a los que fuera de los jefes de la rebelión y los jefes masacradores, los que no tienen ese carácter, son simples adherentes a ella y como tales deben ser juzgados y penados, hacién­dose así dignos de las atenuantes previstas por el inciso ocho del artículo ciento sesenticuatro y artículo ciento sesentaisiete del Código de Justicia Militar; que no sucede lo propio con los que adhiriéndose a la rebelión, satisfacen pasiones mezquinas, cometiendo delitos comunes, los cuales por esa circunstancia psi­cológica como por herir no solamente los intereses públicos, si­no los privados, se hacen acreedores a una mayor represión; que entre las circunstancias atenuantes se encuentra la extraordina­ria de la minoridad, que tiene la virtualidad, ya la de reducir las penas a la mitad de su duración cuando los menores le son de dieciocho a veinte años, según el artículo ciento cuarentaiocho del Código Penal, ya de excluir a la jurisdicción común o priva­tiva para ser objeto de un tratamiento especial como lo prevén los artículos ciento treintaisiete y siguientes del Código Penal y sus concordantes cuatrocientos diez y siguientes del citado có­digo, a cuyo imperativo no es posible sustraerse, por tratarse de seres cuyos caracteres aún no


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están formados; que son grandes los perjuicios causados a la economía nacional por razón de los hechos que se juzgan, aparte de las sumas obtenidas de la Caja de Depósitos y Consignaciones, así como en especies exigidas a los establecimientos comerciales para los fines de la rebelión, por cuyo motivo los jefes y autores y sus adherentes, son esen­cialmente responsables. Por estas razones, administrando justicia a nombre de la Na­ción, y en forma inapelable, impusieron a Agustín Haya de la Torre, Augusto Silva Solís, capitán Leoncio Rodríguez Manffaurt y Federico Chávez Rázuri y Manuel Barreto (a) “Búffalo”, auto­res y jefes del delito de rebelión previsto y penado en el artículo cuarto del decreto ley siete mil sesenta y su concordante el ar­tículo doscientos trentainueve, incisos dos y seis del Código de Justicia Militar, la pena de MUERTE con las accesorias del ar­tículo ciento sesentaiuno del Código de Justicia Militar: impu­sieron a los adherentes a la rebelión y responsables además del homicidio calificado de los jefes y oficiales, guardias y soldados y a los atacantes del cuartel O’Donovan: Manuel Sánchez Ruiz, Delfín Montoya, Justiniano Vargas, Máximo Flores, Pedro P. Paredes, Manuel Rosado, Daniel Revoredo, Lorenzo Arteaga, Rosario Reyes, Manuel N. García, Remigio Esquivel, Máximo Fernández, Manuel Acuña, José Modesti, Luis Sánchez, Agustín Baquedano, Manuel Rodríguez, Rafael Rodríguez, Isaac Barrueto Camba, Víctor Vereau, Raúl Puertas P., César A. Bustamante, Fortunato Vásquez, Tomás Casuso Ch., Roque Peña G., Francisco Mariños A., Cesáreo Arteaga, José S. Viviani, Manuel García, José Larrea, Ignacio Mostacero, Víctor Black, Agustín Meléndez, Cecilio Aguilar, Elio Pinedo, David Peláez, Sergio Quiroz, Gonzalo Zegarra, Grau González, Luis González Pinillos, Fernando Yupanqui, José M. Olórtegui, Obidio Pando y Asunción Borjas, y a los siguientes reos ausentes: José Santos Torres, Elí Polo, Segundo Tello, Candelario Chacón, Segundo Ruiz, Mercedes Rabínez Raúl Vásquez, Tomás Escalante, Juan Eslava, Juan Peláez, Emilio Llanos, José López, Francisco Villanueva, Gilberto Ruiz, Julio Rodríguez, Santiago Vásquez, Luis Mendoza, Roberto Bernuy, Roberto Montoya, Pedro Obeso, Ar­turo Buenaño, Juan Lino Robles, Segundo Rodríguez, Conver­sión Gutiérrez, Manuel Valverde, Máximo Minaño, Inocente Ro­dríguez M., N. Estaunau, José Mariños, Monge Rabínez, Fran­cisco Vásquez, José Miguel Chamonchumo, Juan Valverde, Asunción Borja, Víctor Juárez, Juan Alvarado, Juan Polo, Feli­pe Herrera, Juan Morris, Gustavo Iparraguirre, Sixto Cáceres Za­pata, N. Conduri,


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ANEXOS

Ciro Alegría participó activamente en la Revolución de Trujillo de 1932, y fue encarcelado y sentenciado por la Corte Marcial y luego liberado por un grupo de jóvenes encabezado por Juvenal Ñique, dirigiéndose luego a la sierra de La Libertad. Esta fotografía fue tomada en Chile, en su exilio en 1935.


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N. Icochea, Erasmo Tello, N. Carril, N. Casti­llo, Juan Luis Morales, Humberto Rázuri (a) “Canuto”, N. Ca­rranza chofer, Julio Sánchez, Agustín Gamarra, Augusto Rivas Plata, también la pena de muerte, prevista y penada por el ar­tículo cuarto de la citada ley siete mil sesenta; impusieron asimismo a los cómplices o adherentes a la rebelión que se juzga y que actuaron en otros escenarios: Carlos Alberto González, Pedro Encalada, Amaro Rojas P., Jorge García, Artemio Carran­za P., Francisco Inguil, Héctor Pretel, Francisco Salinas, Juan Luis Tejada, Cristóbal Rodríguez, Manuel Velezmoro, Eusebio Vásquez, Genaro Aimar, Eusebio Ramírez, Lorenzo Cordero, Abraham Vides, Ernesto Salcedo, Roberto Sánchez, Pedro Guanio, Rafael R. Rebaza, Pedro Cruz G., y a los siguientes reos ausentes: Javier Meléndez, Ciro Alegría, N. Matallana, N. Ascoy, Heredia, N. Gallardo, Pedro Canseco, Enrique Tello, Simón Bécar, Adolfo León, Enrique Vásquez, César Chávez, Néstor Ale­gría, Lucio Cueva, Manuel Caján, Angel Villalobos, Manuel Ra­mírez, N. Galarreta, Víctor Calderón, Céspedes Lara, Ramón Caballero, sargento primero Pajares, Asunción Torres Herrera, Teófilo Caballero, guardia Talavera, N. Benavides, Segundo Mer­cado, N. Sánchez (normalista), Lorenzo Ruiz, Wenceslao Barrionuevo, Jorge Novoa, guardia Ascue, guardia Julio Oré Pinto, Hermógenes Sevillano, Martín Zapata, Leopoldo Pérez, Víctor Oliva, Carlos Ramírez, Edmundo Vides, Fernando Carrascal, Rufino Hernández, Carlos Ramos, Ricardo Maúrtua, N. Bailón, Germán Ascensio, Juan González, N. Bron, hermanos Escobar, N. Aponte, N. Colchado, N. Aya, cabo Malón, a la pena de diez años de penitenciaría, conforme a la segunda parte del artículo ciento dos del Código Penal y a las atenuantes del inciso octavo del artículo ciento sesentaicuatro y artículo ciento sesentaisiete del Código de Justicia Militar, y artículo doscientos cinco del mismo Código; igualmente IMPUSIERON a Aurelio Fonseca, Ma­ nuel Arbaiza, José Lamadrid, Baltazar Bernuy, Arturo Holguín, Aurelio Burga Valderrama y José Adán Castro, la misma pena de penitenciaría por cinco años, con las accesorias de ley. Y existiendo menores de edad comprendidos en los hechos delic­tuosos que se juzgan y que son: Humberto Echevarría y Daniel Lecca, mayores de dieciocho años, los condenaron a la pena de cinco años de penitenciaría, conforme al artículo ciento cuarentaiocho del Código Penal y para el menor de dieciocho años Jor­ge Novoa Heredia, remitirlo al Juez de Menores con las copias certificadas correspondientes, como lo prescribe el artículo cua­trocientos diez del Código Penal; ABSOLVIERON, a los acusa-


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ANEXOS

dos Teodoro Núñez, Justo Castro Ríos, Elías Iglesias, Alberto Encinas, Segundo Yengue, Carmen Yépez, José Fernández, Humberto Fernández, Alejandro Solari, Héctor Flores, Manuel Zavaleta, Alejo Cerna B., Leopoldo Marquina, Román Alva E., Rosas Villanueva, Ulderico Manucci, Roberto Arbaiza, Miguel Aguilar, Inocente Cerdán, Alfonso Guevara, Pablo Vidal, Gustavo Lara, Juan Aguirre, Darío Huarcayo, Federico Echeandía, Víctor Chávez Coeller, Carlos F. Flores, Eleodoro Campos F., Enrique Sheen, Herminio Cueva y Enrique Carrión M.; condenaron a los responsables del delito de rebelión a que se contraen las dos pri­meras condenas, por vía de reparación civil, a restituir al Fisco los siete mil soles oro, sacados de la Caja de Depósitos y Consig­ naciones, así como a restituir la suma que por materiales sacaron del comercio de esta plaza y los gastos originados al Fisco; man­daron que se cumpla esta sentencia en el medio y forma deter­minados por los Códigos de Justicia Militar y Penal Común, sin perjuicio de expedirse las órdenes de captura contra los ausentes para la reapertura de su juzgamiento con arreglo al artículo qui­nientos noventaicuatro del Código de Justicia Militar; y resolvie­ron las cuestiones incidentales planteadas por el señor Fiscal en la forma siguiente: a) La relativa a que se contemple en la sentencia a Víctor Raúl Haya de la Torre, no es posible aceptar tal pedido confor­me a lo dispuesto en la segunda parte del artículo quinientos cuarentainueve del Código de Justicia Militar, tanto por no ha­berse encontrado presente en los hechos delictuosos que se juz­gan, cuanto porque es un aforismo jurídico que nadie puede ser condenado sino después de ser juzgado y sentenciado en el mo­do y forma determinados por la ley y por los actos u omisiones señalados en la misma; con la circunstancia de que no puede es­timarse a Haya de la Torre como ausente, porque está dentro de la República, como es de pública notoriedad; pero siendo evi­dente que tiene culpabilidad como instigador en los delitos que se juzgan y debe también ser juzgado y sufrir la pena que le co­rresponde; pronunciándose la Corte Marcial sobre este pedido conforme a los artículos doscientos cuarentaiséis y doscientos cuarentaidós del Código de Procedimientos Penales; ordena que se remita copia de la parte pertinente de este fallo, así como de las conclusiones del señor Fiscal al Comandante General de la Primera División y Jefe de Operaciones, a fin de que proceda a darle el curso conveniente para el juzgamiento de dicho Raúl Haya de la Torre y de todos los que resulten culpables por el de­lito de instigación a la rebelión, conforme al artículo segun-


Texto de la sentencia expedida por la Corte Marcial

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do del decreto ley siete mil cuatrocientos noventaicinco y artículo tres de la ley siete mil sesenta; Que tratándose de la conducta de los militares que actua­ron en el movimiento revolucionario del mes en curso, no es po­sible pronunciarse sobre ellos, dentro de esta sentencia, sin ha­cerse antes un amplio y detallado esclarecimiento; ACORDA­RON: Mandar el dictamen del comandante general para los efectos de su juzgamiento posterior y por último. Se acordó trasmitir al señor coronel comandante general la parte pertinente del pedido del señor Fiscal relativa a que sean declarados fuera de la ley todos los adeptos de la Secta In­ternacional AproComunista, a fin de que el Ejecutivo resuelva lo conveniente y por último.


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Alfredo Tello Salavarr铆a, preso en El Front贸n


Texto de la sentencia expedida por la Corte Marcial

Manuel “Búfalo” Barreto, abatido en la madrugada del 7 julio de 1932.

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Acribillados por la dictadura de Sánchez Cerro, yacen los cuerpos de los militantes apristas Julio Oré Pinto y Carlos Ibáñez.


Texto de la sentencia expedida por la Corte Marcial

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Agustín “Cucho” Haya de la Torre, en la clandestinidad. Nótese la similitud con el c- Otilio Chávez, su lugarteniente, quien lo salvo en varias oportunidades desviando la atención de sus perseguidores.1933


Prisión Real Felipe, 1932. Sentados al centro, Antenor Orrego; de pie con camisa a cuadros, Ramiro Prialé; izquierda Belisario Spelucín.

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Antenor Orrego sentado rodeado de militantes apristas, entre otros Jorge Torres Ugarriza a la izquierda y Alejandro Espeluc铆n de pie al centro. Prisi贸n Real Felipe, 1932.

Texto de la sentencia expedida por la Corte Marcial 131


Otra vista donde Antenor Orrego aparece rodeado de militantes apristas en la prision del Real Felipe en 1933.

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Paz y concordia. Víctor Raúl con los heridos apristas de Trujillo, víctimas del civilismo, el día de su salida del hospital. Trujillo 1934.

Texto de la sentencia expedida por la Corte Marcial 133


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Carlos Malpica Rivarola

PRIMERA CÉLULA APRISTA DE CAJAMARCA Wenceslao Honorio Arroyo; primer secretario Carlos Malpica Rivarola Aniseto Paredes Hilario Centurión Ricardo Revilla José Manuel Peña Aranda Napoleón Silva Santistevan Eugenio Kar y Corona Alfredo Merino Horacio y Virgilio Quiroz Foto cortesía: Carlos Malpica Silva Santistevan


2 ACTUACIÓN DEL CAPITÁN DON J. LEONCIO RODRÍGUEZ MANFFAURT DURANTE EL MOVIMIENTO REVOLUCIONARIO DE TRUJILLO JULIO DE 1932

Capitán J. Leoncio Rodríguez M.


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DOS PALABRAS A los SS. Jefes y Oficiales de nuestros Institutos Armados, a las autoridades legalmente constituidas de mi país y al pueblo consciente y patriota de Trujillo, verdadero testigo de mis horas de lucha y desesperación, dedico las páginas de este folleto. A todos recomiendo la lectura serena y desapasionada de sus párrafos, mientras pueda dar a la publicidad mis “Deducciones y conclusiones del movimiento revolucionario de Trujillo”. Se las dedico, agobiado por la dolorosa verdad que azota mi alma de soldado. No fui AUTOR del movimiento, como ligeramente me califi­caron los Jefes que me condenaron, SIN ESCUCHARME, y has­ta ignoraba por completo su preparación. Tampoco pretendo pedir misericordia ni clemencia, porque eso sería reconocerme culpable de una falta que no he cometido. Pero sí tengo derecho para pedir y exigir SER ESCUCHADO por los miembros de los Institutos Armados y los comprometo para que, prestándome su apoyo moral, contribuyan a salvar nuestra nacionalidad, porque diré en el curso de mi exposición solamente la VERDAD, única base sobre la que debe descansar la JUSTICIA. Cuando mis nuevos jueces estén con el ánimo más sereno, me presentaré a responder de los cargos de que se me acusa; tengo que hacer sensacionales revelaciones de carácter profesional, y, cuando quieran escucharme, autorizándome a hacer publicar mi actuación durante los días que Trujillo estuvo en poder de los revolucionarios, entonces, aceptaré su fallo, cualquiera que él sea. Trujillo, noviembre de 1932. (Fdo.) - Cap. J. L. RODRÍGUEZ MANFFAURT.


Actuación del capitán J. L. Rodríguez M.

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MI TESTAMENTO No sé si acabarán estas líneas antes de que cesen para siem­pre los latidos de mi corazón. Comprendiendo la magnitud y so­lemnidad del momento que vivo, ante Dios, ante los hombres y por las cenizas benditas de mis padres, JURO DECIR SOLO LA VERDAD.

MI HISTORIA 1.- Me encontraba en esta ciudad desde el 21 de mayo, con li­cencia, precisamente en el cuarto de hora que el porvenir me sonreía; gozaba de buenos influjos en las esferas oficiales y ha­cía como tres meses que los candidatos a las representaciones por Cajamarca me habían solicitado como Jefe Provincial de Cajamarca, de Contumazá y de Cajabamba. 2.- Desempeñaba el puesto de jefe militar de la provincia de Bolívar y esperaba este cambio de colocación que, fatalmente, no se realizó a pesar de la enorme influencia desplegada en este sentido. Permiso tras permiso, he estado en Cajabamba del 3 al 18 de abril; del 20 de abril al 20 de mayo en Cajamarca y desde el 21 de mayo en Trujillo, de donde no podía salir por estar im­pago de mis haberes desde el mes de marzo. 3.- Aquí tuve la oportunidad de hablar con el prefecto, Dr. Barúa Ganoza, y el comandante Silva, sobre una autoridad que en Cajamarquilla desprestigiaba al régimen. En la última decena de junio hablé también con el prefecto Dr. La Riva, a quien mani­festé, confidencialmente, de otro mal elemento administrativo de Trujillo. Este caballero me prometió hacer enmendar rumbos a ese funcionario. 4.- Asistí a la llegada de la escolta, especialmente invitado, pues además de mis relaciones de compañerismo, tenía persona­les relaciones de amistad con los jefes y oficiales de la artillería cuya muerte irreparable no solo deploro como todos, sino que los lloro con toda mi alma de soldado. Desde niño tuve amistad con el mayor Pérez Salmón y el día de su cumpleaños este jefe tuvo la gentileza de llevarme a su ca­sa. El comandante Silva tuvo para mí siempre, deferencia espe­cial, tantas bondades de mis jefes y camaradas, no las podré ol­vidar nunca; mucho menos


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podría haberlas olvidado cuando acepté la enorme y trascendental responsabilidad de asumir el comando de la plaza, pues mi único propósito fue dar garantías a todos, especialmente a ellos, en esa hora álgida de prueba; ga­rantía que la dí, exponiendo mil veces mi vida, mientras tuve el Comando de la plaza, como lo probaré luego con testigos que han escapado de la hecatombe, gracias a mi buena estrella. 5.- El día 6 de julio me llamaron del cuartel, insistentemente, para ir a almorzar, antes de ir tuve la oportunidad de hablar con el subprefecto don Francisco Carranza, amigo mío, así como con el malogrado camarada, capitán Carbajal, a quienes pregun­té si asistirían al almuerzo de despedida que se preparaba a los señores oficiales que deberían embarcarse para Lambayeque. 6.- Después de las doce del día llegué al cuartel, donde fui re­cibido en abrazo fraternal por todos, como consta al capitán Rucabado, a quien recién me presentaban; a los capitanes Mar­tínez, Herrera y Víllanez; a los tenientes Ramírez y Severino, y otros oficiales cuyos nombres no recuerdo. Mientras se sirvió el almuerzo, jugaban una partida de brigde el comandante Silva y el mayor Pérez Salmón, el capitán Víctor Corante y el capi­tán Demetrio Martínez, yo permanecía de observador, pues veía por primera vez ese juego. 7.- Se sirvió el almuerzo bastante tarde; el comandante ocupó su puesto, el mayor la derecha, yo la izquierda; el capitán Mar­tínez, al frente, con el Dr. Rucabado y el capitán Herrera, y alrededor de la mesa, el resto de los oficiales. 8.- Después del almuerzo estuvimos nuevamente en el salón biblioteca y se reanudó el partido; ocupando yo el puesto deja­do por el capitán Martínez; quien tenía que hacer muchos pre­parativos de viaje; yo hacía el cuarto bajo la dirección del mayor Pérez Salmón. Así estuvimos hasta las siete de la noche, hora en que me retiré, a pesar de la exigencia que se me hacía para acompañarlos a comer. El mayor pidió un auto al Bar America­no, en el que vino a dejarme hasta la puerta de mi casa. 9.- Bajé por el jirón Progreso, hacia el centro de la ciudad a las 7 y minutos, por la acera izquierda, el subprefecto Carranza subía por la derecha, me pasó la voz y convinimos en jugar rocambor en mi casa a las 9 en punto: a la hora citada el señor Ca­rranza y los señores Horacio Lértora y Luis Olivares, a quienes no había conocido antes, llegaron a mi domicilio; jugamos rocambor hasta la una de la mañana del día 7 en


Actuación del capitán J. L. Rodríguez M.

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compañía de mi hermano, Alfonso Rodríguez Palacios; a la citada hora se despi­dieron los tres señores que menciono, y yo y mi hermano nos re­tiramos a nuestras habitaciones. 10.- Serían más o menos las 6 de la mañana del día 7, cuando nos despertó la servidumbre violentamente, con la voz “han to­mado el cuartel”. A esta voz me vestí precipitadamente, con pantalón largo, salí a la calle y me dirigí a la Jefatura Departa­mental a ponerme a órdenes de mi jefe directo, comandante Rubén del Castillo. Por todo el trayecto solo encontré pequeños grupos de pueblo y el mismo comentario. Entré por el portón grande de la casa y encontré que el comandante se vestía preci­pitadamente, amarrándose los zapatos y en mangas de camisa. Le dije: “Mi comandante, corren las voces de que han tomado el cuartel”, a lo que me contestó: “Imposible, no creo”, yo le res­pondí: “Todo el mundo así lo dice”. Entonces con voz de man­do, me dijo: “Necesito el dato oficial”; comprendí la orden te­meraria que se me daba, comprendí que se me pedía hasta el sa­crificio de mi vida y como yo tenía para mí que este jefe me guardaba alguna preparación, lo miré y respondí: “Vivo o muer­to, tendrá Ud. el dato oficial”; saludé y me retiré. Todo esto en presencia de familiares de la casa que ocupa la jefatura. 11.- Entonces me encaminé a casa del teniente Aníbal Ramí­rez, a quien encontré en cama y le manifesté lo que se decía en la calle y le pedí que se levantara y me acompáñase al cuartel, me vieron entrar el universitario Quiroz y el Sr. Luis Torres, ve­cinos del Hotel Verdad. Ramírez me pidió que buscase un auto para ir, mientras se vestía; bajé por el jirón Independencia hasta la plaza de Armas y al no encontrar carro, subí por la calle del Progreso (como las veredas estaban mojadas no podía caminar con los tacos de jebe). 12.- A mi subida por esta calle vi al malogrado capitán Morzán, cruzado de brazos en el balcón de su casa, envuelto en su capa con su señora al lado; entonces de la vereda opuesta le dije: “Morzán, dicen que han tomado su cuartel, baje, yo lo acom­paño; vamos al cuartel”; él me contestó: “No puedo, estoy en­fermo, estoy cojo”, entonces no hice más que levantar los hom­bros y seguir hasta mi casa: llegué, me cambié de pantalón y me puse botas, saliendo al minuto en dirección a la casa del teniente Ramírez. 13.- Al llegar a la esquina de la botica Camón, tomé a mano derecha y no había avanzado 20 pasos, cuando sentí el galope de un caballo, me sobreparé y regresé; vi pasar a un guardia, es­pantado, quien me


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dijo: “Una enorme poblada de las haciendas ha tomado el cuartel”; le ordené que detenga su caballo, calmé su espanto y le pedí que me diera su cabalgadura para ir a cum­plir una comisión al cuartel, a lo que me dijo: “No, mi capitán, este caballo lo mata”, insistí, se bajó, sostuvo las riendas y la es­tribera y monté. 14.- Me acerqué a la puerta de la comisaría, al trote, procu­rando calmar la nerviosidad del animal; encontré en la puerta al subprefecto Carranza, al malogrado capitán Carbajal, al teniente Ramírez que ya me esperaba allí, avanzando hacia el cuartel vi a un subteniente blanco, rubio, del 1o. de Infantería cuyo nombre no sé. Carranza me dió la voz, “¿Qué hacemos? y yo le contesté: “Concentra tus tropas y sígueme o espera” lo que le dije como partir al trote; Carranza me gritó: “Cuidado que se ha reventado la cincha”. 15.- Así llegué hasta la plazuela Bolognesi, donde encontré un grupo mayor de pueblo que comentaba unos papeles como volantes, pregunté al grupo: ¿Qué pasa?, por toda respuesta me alcanzaron uno de dichos papeles y como no era tiempo de leer­lo, me lo puse en el bolsillo y seguí en dirección al cuartel; pase unos 100 metros de la línea del ferrocarril donde me hicieron los disparos y me ordenaron pie a tierra; salté a tierra y al mo­mento, tres fusiles me apuntaban; me quitaron el caballo, me re­gistraron y pedí entonces hablar con el jefe; se me presentó un individuo barbudo, pequeño, a quien dije: “¿Qué pasa?”, contes­tándome: “Hemos tomado el cuartel, como Ud. lo ve: solo que­dan unos seis u ocho hombres que todavía resisten”. Entonces le hice comprender que no debían victimar a esos soldados; que me dieran tiempo para hablar con ellos y pedir que se rindan; pregunté: “¿Dónde están los oficiales?” y me contestaron: “Han huido”; vuelvo a preguntar: “¿Todos?”. “Sí, no hemos visto a ninguno”; insistí en que me permitieran llegar al cuartel para impedir el derramamiento de sangre inútil, lo que consintieron, a condición de que fuera acompañado o escoltado por cuatro hombres. Así fue cómo pude llegar hasta el cuartel, donde cons­taté la muerte del centinela; ingresando a las cuadras, encontré unos dos o tres cadáveres en la cuadra de Artillería, lo mismo que igual número de paisanos, hasta que llegué a la cuadra de la Infantería, donde los muertos pasarían de 25, entre civiles y sol­ dados; pude allí contemplar el cuadro más heroico de mi vida: hacia la derecha de la cuadra, un soldado, alto, blanco, robusto, completamente desnudo, con su fusil en la mano, me encaró y con un gesto espan-


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toso de cólera me dijo: “No avance, mi capi­tán, vamos a hacer fuego, tenemos que vender caras nuestras vi­das”, acto continuo partió una descarga haciendo caer a todos los que me acompañaban; descarga que partió de debajo de las tarimas, donde estaban guarecidos los hombres; la misma que fue contestada por cincuenta o mas bocas de fuego, de parte de los atacantes. Me tapé con una mano los ojos y comencé a dar pasos sin dirección concebida, sin darme cuenta como un beodo, avance hasta sentir que el fuego disminuyó, abrí los ojos y me encontré a unos 30 pasos de la pared del fondo del cuartel, cer­ca del portón de calamina y a la mano derecha, entonces pude ver 5 soldados de infantería y 3 de artillería, que, metidos en una zanja, resistían como fieras: entonces les grité: “Basta, bas­ta de sangre; ríndanse, valientes”. Como movidos por un botón eléctrico, salieron de la zanja y se perdieron por la puerta del fondo, sin quererme escuchar, nuevas descargas hechas en la di­rección que salieron, de parte de los atacantes, me obligaron a pegarme a la pared e ir rodeando hasta encontrar la salida, en medio de dos fuegos. Al salir pude ver que los revolucionarios preparaban una pieza de artillería que manejada por un soldado prisionero, hizo cuatro disparos en dirección al cuartel. En todo este recorrido, que duraría unos 30 minutos, no encontré ni un solo oficial. 16.- Una vez fuera, pedí nuevamente hablar con el jefe, con­ testándome a una voz como fieras escapadas de sus guaridas, barbudos y pálidos como la muerte, llenos de ira y de alcohol: “El jefe ha muerto; tenemos que vengar a Búfalo, tomaremos la ciudad y no habrá ningún civilista que cuente la historia”. Hi­ce lo humanamente posible por hacerme escuchar de los menos borrachos, porque instantáneamente me di cuenta de la magnitud de la obra de devastación y pillaje que tenían preparada y pedí que me dieran 30 minutos de plazo para pedir a las autori­dades que se rindan, a fin de evitar a la población mayores de­ sastres; trabajo me costó, pero lo conseguí y es este momento, señores, que tomo contacto con el pueblo, del que logro hacer­me escuchar por primera vez. 17.- Tomamos un auto, acompañado por otros cuatro revolu­ cionarios, y regresé a la ciudad, entrando por la Portada de la Sierra; pasamos la línea y avanzamos una cuadra, tomamos ha­cia la derecha, hasta la plazuela del Recreo, donde ordené que me espere el auto para ir a hablar con las autoridades y dar cuenta, por mi parte, a mi jefe comandante del Castillo. Solo avance hasta la comisaría; al verme sa-


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lió el subprefecto acompa­ñado por el subteniente blanco, rubio, que antes he descrito y me dijo: “¿Qué hay?” A lo que respondí: “Todo está perdido, no hay salvación”. Él me repuso entonces: “Vamos a enterarle al pre­fecto”. Acto continuo nos encaminamos y en la esquina encon­tramos al malogrado mayor Pérez Salmón que, a paso agitado, avanzaba en pos de los sucesos y a quien a grandes rasgos le in­formé de lo ocurrido, formando con él un grupo de 4, nos dirigi­mos a la prefectura, a la altura de la puerta del colegio San Juan encontramos un pelotón de 6 hombres a caballo, a los que el subprefecto ordenó que se incorporaran a su cuartel y espera­ran órdenes. Llegamos al despacho prefectural donde encontra­mos al Dr. La Riva, acompañado por el comandante Silva, del capi­tán Morzán, y del secretario (que conste que aquí encontré al capitán Morzán que antes se negó a acompañarme al cuartel). En contadas palabras, el subprefecto Carranza puso al tanto de la si­tuación crítica del momento a su jefe, apoyándose en lo que yo me había informado. El Dr. La Riva me pidió refiriese lo que había visto; se lo refe­rí en muy pocas palabras, y como me diera cuenta de que había entre ellos una indecisión para adoptar una actitud resuelta, pe­dí se haga llamar al comandante del Castillo, cuyo solo nombre podría cambiar la faz del momento. Así se convino y se le man­dó llamar por medio del portapliegos. Mientras venía dicho je­fe, se cambiaron opiniones: el comandante Silva solicitado por el prefecto dijo: “Hay que dar cuenta inmediatamente al gobier­no y resistir el mayor tiempo posible”. Yo fui el primero en apoyar la idea, porque siempre ha sido para mí una obseción morir en mi puesto. Entonces el prefecto me preguntó cómo había conseguido entrar y salir del cuartel, a lo que respondí: “A mi paso por la plazuela conseguí unos volantes, los mismos que fueron encontrados por los revolucionarios en el momento que me registraban para ver si llevaba arma; no perteneciendo al re­gimiento y no estando armado, me fue fácil entrar. Para salir, pretexté tener que dar cuenta a las autoridades de la magnitud de la obra consumada, el Dr. La Riva me dijo entonces: “Lo feli­cito de la estratagema de que se ha valido”. 18.- Conociendo que el tiempo era precioso, dije al coman­dante Silva: “Mi comandante si hemos de resistir, preciso es concentrar en el menor tiempo posible todas las fuerzas de que se disponga, antes de todo sea demasiado tarde”, a esta indica­ción mía, se mandó un guardia con la orden de concentrar en la Prefectura todas las tropas de policía.


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19.- Como notara la demora del comandante del Castillo (ho­ra 7 y 30 de la mañana), pedí permiso al Sr. prefecto para ir en busca de mi jefe, el que me había mandado en busca de datos oficiales. Salí paso a paso, sereno, altivo, haciendo comprender con mi actitud a los montones de pueblo que circundaban la plaza, que no había novedad, aunque íntimamente sabía que to­do estaba perdido. A la altura del Bar Americano, divisé al co­mandante Castillo que subía por la cuadra de la derecha, a paso bastante largo; rápido, me acerqué y le di cuenta de toda la si­tuación; en sus monosílabos, en sus gestos, comprendí que me encontraba con un hombre capaz de las más grandes abnegacio­nes; nos dirigimos a la prefectura y en el portón encontramos al subprefecto, quien me dijo: “La policía dice que no abandona su cuartel”, contestándole yo: “entonces, estamos completa­mente perdidos; somos ocho o diez hombres sin armas y no po­demos resistir a esa turba de salvajes”; me pidió que manifestase mi opinión en público a lo que me negué: de los labios de un soldado no podía salir una propuesta de rendición. Cuando in­gresamos al despacho prefectural, la rendición estaba ya resuelta. Dejo constancia de que en este acuerdo no estuvimos presentes: el comandante del Castillo, el subprefecto Carranza, ni el suscrito. 20.- Al enterarnos de esta nueva fase de la situación, el sub­prefecto dijo: “pero ¿qué hacemos?”. “En ese momento decisi­vo, en que el cerebro se niega a pensar, el corazón se paraliza y los labios enmudecen, entonces, es cuando más o menos dije así: “Yo creo que lo que hay que hacer es buscar una persona de prestigio vinculada al pueblo, que asuma la responsabilidad del momento; que sea una garantía para la sociedad, para todos, y capaz de ser un freno para el pueblo”. La mayoría de los presen­tes parece que convino en el pensamiento y casi a una voz dije­ron: el sordo Cárdenas. 21.- En seguida yo que no sabía quién era el sordo Cárdenas, ni cómo era, ni dónde vivía, recibí la orden del comandante Sil­va de ir a llamarlo; el Sr. Prefecto dio igual orden al subprefecto; saliendo los dos en su búsqueda, en distintas direcciones cuan­do salimos de la Prefectura, enormes masas de pueblo, veintenas o treintenas de hombres, esperaban los acontecimientos que se precipitaban vertiginosamente (horas 8 a.m.). A la altura del cen­tro de la plaza encontré al teniente Ramírez; le pedí que me acompañase y así lo hizo. Preguntando de grupo en grupo dón­de podría encontrar al buscado Sr. Cárdenas, me


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orientaron. Fuimos al jirón Independencia, llegamos a una casa grande cerca de la plazuela de San Francisco y preguntamos por él; si no esta­ ba o lo negaron, no lo sé. Seguimos la recta averiguando por él y así, llegamos hasta la plazuela del Recreo; aquí encontramos que un grupo compacto de pueblo llevaba ya al Sr. Cárdenas, que autómatamente era conducido con dirección a la comisaría, donde una enorme poblada pedía la rendición de dicha unidad. Desde este momento comprendí que el Sr. Cárdenas no era el hombre que se buscaba como una salvación de la sociedad. Ha­cia la avenida del Ejército se sentía la espantosa gritería de una enorme multitud que avanzaba como un rodillo. Yo que había visto a ese populacho, ebrio de alcohol, lleno de ira y de vengan­ za, comprendí una vez más que el momento era fatal; y no por miedo a la responsabilidad, ni por temor a perder mi porvenir o mi vida, iba a dejar cometer un crimen inaudito. 22.- Mi cerebro captó la solemnidad del momento: en la puer­ta de la comisaría una centena de hombres, arengados por un in­dividuo desde un auto, incitándolos a pedir la rendición de la guardia de seguridad y la entrega de las armas; a unas 4 cuadras, más o menos, venía con igual dirección el grueso de pueblo que había rendido al cuartel; eran pues unos 500 hombres que por­tando armas y cañones se sentían dueños de la ciudad y venían a consumar el nefasto plan de venganza que yo ya conocía. La oportunidad era única; un golpe de audacia y mil hogares inde­fensos, ancianos, mujeres y niños, podrían ser salvados. Así pues, pensé hacerme escuchar primero del populacho que tenía ante mí, que estaba desarmado, no tenía aún el contacto de los vencedores del cuartel, no tenía odio, ni ira, ni alcohol y como lo pensé lo hice; pegando un salto sobre el auto, ocupando el pues­to que me acababa de dejar el que arengaba al pueblo. Más o menos dije así: 23.- “Pueblo soberano: ya no hay fusiles, no hay metralla, ni bayonetas que se opongan a los sentimientos de vuestro pecho noble y generoso; la fuerza de policía se rinde, como se rinde la Prefectura y como se rinde todas las autoridades; basta de san­gre, calma tu ira, basta de sangre. El Sr. Cárdenas ha sido desig­nado para ocupar la Prefectura; si aceptáis, jurad por Dios que respetaréis los intereses, las vidas y el honor”. Antes del jura­mento que les exigía, hubo segundos de vacilación, pero al fin el pueblo juró respetar hogares, intereses y vidas. Nótese si hasta aquí habré sido yo, instigador, autor o cómplice del movimiento revolucionario de Trujillo.


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24.- Bajé del auto y pude ver en la punta de un palo un pedazo de trapo rojo; me abalancé sobre el que pretendía levantar tan fatídica insignia; arrebaté el trapo, lo tiré al suelo, con el as­co que me merece el comunismo y pregunté violento e iracun­do: “Esto es aprismo o es comunismo” “Hay que entender­nos”, todos a una enorme y rotunda voz afirma­ron: “Aprismo”. Por segunda vez, Dios me concedió el don de hacerme escu­char por la multitud. Los llamé para que me acompañen al en­cuentro de esa tromba del infierno que avanzaba por la avenida del Ejército y prontos me siguieron. Retiro el peligro de la puer­ta de la comisaría, donde solo la presencia de los uniformes in­dignaba más y más al populacho, me coloco a la cabeza y mar­cho al encuentro del grueso revolucionario. 25.- Como ya dije, tomado el cuartel, el populacho avanza por la avenida del Ejército, yo había escuchado sus gritos de venganza, de odio y de exterminio para sus contrarios de la ciu­dad; había prometido a esa masa o rodillo inconsciente, dar cuenta a las autoridades de la situación y les había prometido influir, dentro de lo posible, para buscar el medio de concilia­ción que evite, sobre todo, el derramamiento de sangre, y para mis adentros, la devastación de la ciudad; no pude en parte cumplir lo prometido, porque, como repito, en mi ausencia ha­bían acordado las autoridades la rendición. Para un hombre tran­quilo, sereno, que prevé la hecatombe de la ciudad a sangre y fuego, será siempre hacer muy fácilmente lo que hice, lo que ha­ ría cualquier facultativo en medicina: usar una autovacu­na; es decir, coger un microbio, cultivarlo y aprovechar de sus nuevas cualidades para inocultarlo y contrarrestar el mal. Eso es lo que hice: cogí el microbio de los revolucionarios de la ciudad, que no habían participado de la toma del cuartel, que no esta­ban borrachos ni tenían sed de odio y de venganza; los arengué haciéndolos jurar que respetarían vidas, intereses y honores, y acordado así, los llevé y una vez reunidas las dos masas en la pla­zuela Bolognesi, inoculo la nueva vacuna con estas palabras: “Las Áutoridades y la Policía se rinden; basta de sangre, de odios y de venganzas”. ¿No estoy en la verdad, capitán Herrera y ca­pitán Martínez? 26.- Hubo un enorme vocerío aprobando mi actitud. Bajé de un salto del auto en que iba y abracé a mis camaradas que ya ve­nían prisioneros: Herrera, Picasso, Martínez, Severino y otros; a Dios gracias, sobreviven varios de los que menciono, a quienes emplazo como mi-


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litares, para que digan la verdad. En ese minu­to que hablaba a mis camaradas de que tengan un poco de pa­ciencia, porque todo se arreglaría serenamente, un beodo me pegó un empellón y me metió a la fila de los prisioneros, gritan­do: “Hay que tener cuidado compañeros, porque éste nos trai­ciona”. Con toda suerte, 6 u 8 individuos de los que me acom­pañaron de la ciudad protestaron de la actitud del borracho y a jalones me vuelven a sacar; pero el microbio del espanto ya lo llevo en el alma. 27.- Reunido el pueblo, avanza, y al llegar al cruce de la pla­zuela del Recreo se le junta otra muchedumbre; traen en un auto a un hombre vestido de plomo, recién afeitado, viene muy pálido y es la primera vez que lo veo; pregunto quién es y me di­cen: es Haya de la Torre. Dejo aquí constancia de que es este momento que veo, por primera vez, al señor Haya de la Torre. Así en dos autos, y con una enorme cola de más de seiscien­tos hombres, avanzamos hacia la comisaría; la muchedumbre, portando las armas del Estado, arrastraba los cañones. Dejo dicho que el microbio del espanto lo llevaba ya en mí, por eso no pu­de evitar, ni siquiera atiné a comprender, que el paso del pueblo por la puerta de la comisaría daría lugar a un nuevo conflicto. 28.- Antes de llegar a la comisaría me dirigí al pueblo en el sentido de conseguir la libertad de los presos, abogando el respeto y prestigio del uniforme que llevaban, mucho más cuando las autoridades se habían rendido; esta petición no surtió ningún efecto y antes bien, por el contrario, dio lugar a que aumente la vigilancia con los detenidos. 29.- Caminando, habían pasado la puerta de la comisaría los dos autos, cuando de pronto sonó una veintena de disparos. ¿De dónde partieron? No se podía saber si de la multitud o de la po­licía; el conflicto era inevitable. Con toda la fuerza de mis pul­mones grité: “No hagan fuego, no hagan fuego; no pasa nada”, entonces, por tercera vez logré calmar la nerviosidad de la multi­tud, la que decía: “La policía es la que hace fuego”, a su vez la policía acusaba al populacho. Todos los locos juntos no podían haber dado un espectáculo igual; nadie entiende a nadie y preci­so es evitar que se rompan nuevamente los fuegos; así es como, cogido de un barrote, en la ventana de la comisaría, arenga al pueblo el Sr. Silva Solís, que después ocupó la subprefectura; bajó este señor y subió otro, que no conozco. Los vi hablar, pe­ro no escuché una sola palabra de lo que dijeron, pues me en­contraba en ese momento ro-


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gando al malogrado compañero Carbajal que procure que su tropa no provoque un conflicto, quien así me lo ofreció. Pero ya los revolucionarios recelosos co­mienzan a exigir la entrega de las armas y emplazan un cañón para bombardear la comisaría, lo que se realizaba más o menos a las 9 de la mañana. 30.- Estas circunstancias me obligaron a entrar a la comisaría acompañado por el Sr. Silva Solís y del señor que tomó la palabra; además entraron dos jefes del pueblo que no sé quiénes fueron. Dentro se encontraba el capitán Carbajal, el teniente Ramírez y el Sr. Carranza. Los jefes de pueblo pedían la entrega de las ar­mas y efectivamente el capitán Carbajal se negó a entregarlas, ex­poniendo mil razones, las que hacen luz en mi cerebro y es así como puedo intervenir, condensando los argumentos de ambos y llegando a la siguiente conclusión: que la policía no disparara sobre el pueblo, ni el pueblo molestara a la policía. Es así como por cuarta vez evité un conflicto. Es este el momento al que quiere referirse, sin duda, el investigador Fernando Urízar, en su declaración hecha al diario La Nación. 31.- Durante el conflicto en la comisaría, los presos intentan ponerse a salvo; lo consiguen todos los oficiales menos el alférez Picasso, que se encontraba enfermo. Los oficiales se internan dentro de la comisaría, la tropa es casi recapturada en total. 32.- En seguida, continuamos la marcha hacia la Prefectura, previendo nuevas dificultades, yo acompaño a la muchedumbre. En el trayecto se abrazan el Sr. Cárdenas y el alférez Picasso (parece que recién se saludaban). Aprovecho este momento oportuno y me acerco al malogrado camarada, rogándole que no avance, puesto que estaba enfermo; a lo que me contestó: “De­bo estar al lado de mis jefes y si ellos están en la Prefectura, iré allá”. Comprendiendo que no se había dado cuenta del peligro, fui, disimuladamente, empujándolo a la vereda izquierda y en un segundo oportuno, con un ligero empellón, lo obligué a en­trar en una casa donde había algunos curiosos, a quienes dije: “Cuídenlo, está enfermo”. El destino fatal no me ayudó en mi buen propósito, pues un beodo gritó de entre la muchedumbre: “No ven como éste nos traiciona; está haciendo escapar a los pre­sos”. Con toda la ira concentrada, grité entonces: “¿No ven que este hombre está enfermo?, no puede ser prisionero puesto que no ha combatido”. Entonces, avanzó un grupo de individuos y nos sacaron de la casa a mí y al alférez Picasso, a empujones. En su debida oportunidad yo puedo reconocer esa casa.


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33.- Las personas sensatas que contemplaron cuando la mul­titud desembocó en la plaza de Armas, recordarán que se empla­zaron inmediatamente 3 cañones, listos para bombardear la Pre­fectura; que los hombres armados se tendieron en el suelo y avanzaban arrastrándose, preparando un verdadero ataque. Es entonces que por quinta vez, agoto todas mis energías calmando la excitación del populacho. Qué difícil es que las personas poco acostumbradas al combate, lleguen a comprender cuán peligrosa es un arma manejada por un hombre nervioso. Y el populacho no solo estaba nervioso, sino que también estaba saturado de odio, venganza y alcohol: un solo disparo que hubiera salido, habría sido el principio de una catástrofe completa, muriendo cientos de inocentes y curiosos. 34.- Es entonces que el capitán Rodríguez Manffurt, ayuda­do por la Divina Providencia, consigue lo que pocos hombres hubieran podido conseguir, es decir, que la multitud no avance, que no se precipite, que no se violente y que no haga un solo disparo. Es así como la Prefectura fue tomada sin un sólo disparo. 35.- Por el centro de la plaza avanza el Sr. Cárdenas, que había sido designado para ocupar la Prefectura, lo acompaña el Sr. Ha­ya de la Torre y seis hombres barbudos jefes del pueblo; entramos al despacho prefectural. El comandante Silva hace la pre­sentación. Yo, que nada tenía que hacer en ese despacho, pues­to que no era revolucionario, no era jefe de pueblo, ni tenía na­da que entregar, doy por terminada mi misión y salgo. 36.- Al salir, encuentro al mayor Pérez Salmón que se paseaba en el patio. La poblada fue aproximándose y había ingresado ya una treintena de hombres; habría una centena que pugnaba por entrar en la puerta, y precisamente, los que se encontraban den­tro, custodiaban ya la entrada. Las autoridades conferenciaban. 37.- No conozco el acuerdo a que llegaron y solo podrían de­cirlo el Sr. prefecto o el Sr. subprefecto. En lo que pude darme cuenta de la actuación del primero, debo declarar, que no obs­tante sus dotes caballerescas, reconocidos estuvo muy poco di­námico en su papel de primera autoridad para develar el mo­mento revolucionario, pues no puede decir que lo ignoraba, cuando los investigadores Cárdenas y Urízar declaran que a las 6 de la tarde, y a las 12 de la noche de la víspera, respectivamen­te, conocían ellos el plan de atacar el cuartel. Estas declaracio­nes constan en El Comercio de Lima y La Nación de


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Trujillo. Si los SS. investigadores no comunicaron a la Prefectura los datos que tenían, estaban fuera de su papel; si la Prefectura, en pose­sión de estos datos, no tomó sus medidas para hacer abortar el movimiento o develarlo en caso de producido, son cosas que de­ben responder ellos, porque como dejo sentado, según las decla­raciones a que me refiero, conocieron el movimiento desde las 6 de la tarde del día anterior y el ataque al cuartel solo tuvo lugar a las 2 de la mañana. 38.- Decía que el mayor Pérez Salmón se paseaba en el patio de la Prefectura (No. 36), impaciente, impotente para evitar la catástrofe, militar hábil e inteligente, se dio cuenta inmediatamen­te del momento por demás crítico; en ese momento comenza­ban a llegar los primeros heridos del combate; al enterarnos, sali­mos a ver; pasa un carro por la puerta misma de la Prefectura y lo hacemos detener, pudiendo constatar que iba un sargento que con ambas manos se sostiene el vientre como si sus entrañas quisieran escaparse por la herida. El mayor le dijo: ¿Qué ha pa­sado?, entonces el herido, con palabras que apenas se escucha­ban, porque le faltaban ya las fuerzas, contestó: “Han atacado el cuartel, nos han sorprendido dormidos, hemos resistido más de 3 horas de combate; creo que todos están muertos o heridos” (Pobre primero, como él era un valiente, no pudo imaginar que el 80 por ciento había huido). Corrí a avisar al comandante Silva, por si desease escuchar la voz de uno de sus clases y me dijo, nuestro nunca bien llorado jefe: “que venga”, a lo que respondí: “No puede, está malamen­te herido”. Entonces el comandante Silva, resuelto, enérgico me ordenó: “que lo lleven inmediatamente al hospital”. Salí y co­muniqué la orden al mayor Pérez Salmón. En el pasadizo trasero del auto había un civil muerto; colgaba su cabeza por la derecha y sus piernas salían por la puerta de la izquierda. En el asiento trasero iba un soldado de Infantería herido —recostado, con sus pies levantados para no pisar al muerto—. 39.- Cada cuadro, cada escena se ha grabado tanto en mi me­moria, que no me explico cómo no me he vuelto demente; antes bien, por el contrario: mientras mis labios, mis manos y mis pies actuaban independientemente, con toda la subconciencia viva, despierta, mi cerebro analizaba violentamente las ideas. Mientras se ponía en movimiento tan tétrico convoy de sangre, dolor y muerte con dirección al hospital, dije al malogrado amigo y jefe: Mayor Pérez Salmón, sería muy conveniente


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que el comandante ordene se constituya en el hospital, para atender a los heridos, el médico del regimiento; a lo que respondió el citado jefe: “Si Ud. conoce la casa, comunique la orden”, ejecuté el saludo mili­tar y fui en busca del doctor Rucabado. 40.- Serían más o menos las nueve y treinta cuando llegué a la casa del doctor Rucabado; la doméstica —morena—, me hizo pasar a la sala; esperé dos o tres minutos cuando se presentó el médico citado, le enteré muy sucintamente lo que pasaba y le comuni­qué la orden en nombre del jefe del regimiento; y aun agregué de mi parte: “Dice el comandante Silva que ordene Ud. que to­dos los médicos de la localidad se constituyan en el hospital, a sus órdenes, hasta curar al último herido”. —¿No es verdad, doctor Rucabado? Pues, no me explico: qué móvil lo ha guiado a adulterar la verdad en el “parte” que pasa Ud. a su jefe. Como él había salido en traje de casa sin cuello ni corbata, aceptando la orden pasó a sus habitaciones interiores y pocos minutos después salimos juntos a pie; bajamos por la calle de la Independencia y al llegar a la esquina de la plaza principal, me despedí, con el objeto de dirigirme a mi casa, dando por termi­nada mi misión y alejándome de los acontecimientos. 41.- Por la vereda de la plaza, como quien va hacia el Bar Ame­ricano caminaba procurando no pisar a los hombres que regados estaban en el suelo. Al llegar a la parte media y a la altura del monumento, sentí una gritería en dirección de la Prefectura; comprendiendo que algo grave sucedería, quebrantando mi pro­pósito me encaminé; cuando aún me faltaban 30 pasos del por­tón de la Prefectura, pude ver que una veintena de hombres sacaba preso al teniente Villanueva. Oh! Dios mío, qué momento tan espantoso! ¡Todos los con­chos de los odios y de las venganzas se movieron ante la presen­cia de este malogrado oficial! La multitud se arremolina; preten­de maltratarlo, victimarlo, lincharlo. Es entonces que avanzo resuelto; no mido el peligro y corro y le doy un fuerte empellón al oficial y lo meto a la vereda, y cubro así, con mi cuerpo a la víctima propicia, a quien le dije: “Ni un gesto, ni una palabra que pueda ser una provocación”. Este gesto muy mío desorienta a todos, pero acostumbrado a ver las fuertes y violentas reaccio­nes de los populachos, mientras cubro al teniente Villanueva, voy hablando al pueblo; calmando siempre los ánimos.


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42.- Así hablando al pueblo, paso a paso avanzamos hacia la cárcel, el teniente Villanueva en medio de la impotencia de todo su ser, contra la fuerza bruta y ciega, va sudoroso, mordiendo el labio inferior, mientras que el labio superior palpita convulsiva­mente. Llegamos hasta la puerta de la cárcel; más o menos eran las 10, unos quince o veinte presos pretendían aprovechar el minu­to para escaparse; sus custodios habían huido espantados, y solo eran quince o veinte porque las otras celdas permanecían aún cerradas. Como cinco minutos hice esfuerzos sobrehumanos por hacerme escuchar, para evitar que escapen los presos, inútilmen­te. Aparece un preso portando la llave principal y mientras se abre la reja, tengo que agarrarme fuertemente a ella, para evitar que el populacho me meta junto con el teniente Villanueva, en ese violento impulso con que desfoga toda la odiosidad que el pueblo tiene para todos los que usan uniforme militar. Entra el teniente Villanueva y se escapan los presos por entre los brazos y las piernas, apoyados por los que tienen las armas del Estado; por fin se cierra la reja. 43.- Los presos se han escapado, pero aún están allí; es enton­ces que pretendo nuevamente hacerme oír y grito con toda la fuerza de mis pulmones: “Cuidado con los presos” y un jefe del pueblo me contestó: ¿Quién ha juzgado a estos hombres? Verdad se escaparán muchos culpables, pero con ellos muchos inocentes”. Esta frase que se escapa de una boca que arroja una baba o espu­ma verdosa, producto de la coca, es el aullido de un perro rabio­so. Esta frase me hace abrir por completo los ojos; me hace con­templar la pavorosa ruina de todo lo conquistado por el hombre en el transcurso de la civilización. Ya no solo está en peligro la vi­da y los intereses y los honores de los amigos o partidarios del Gobierno; está en peligro la civilización entera. La justicia, el derecho, la patria, la libertad están en inminente peligro; com­prendiéndolo así, veo a los reos juzgando a sus jueces; entonces viene a mi imaginación la toma de la Bastilla, la decapitación de los reyes de la heroica Francia; por eso vuelvo a insistir en el propósito de hacerme escuchar, si es posible sacrificando porve­nir, vida y nombre. 44.- Aprovecho el minuto que la Providencia me presenta, cuando la multitud se entretiene en abrazar y levantar en peso a uno de los escapados de la cárcel (es el último que ha salido); es así como repetidas veces, hablando a los curiosos, les pido que no dejen escapar a los presos, a los ajusticiados, a los reos; desa­rrollo en microbio revolucionario y lo


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lanzo al centro mismo de ese tumor canceroso; es así como repetidas veces estos escapa­dos de la cárcel son detenidos. Pero a un paso agigantado, de­sesperado, hemos llegado ya a la esquina de la plaza, viniendo de la cárcel, donde encontramos el grueso de la muchedumbre. Los reos llegan a la esquina y se echan a correr en toda dirección, con sus alforjas y sus ponchos, apoyados por toda la multitud. 45.- Como un autómata, me dirijo a la Prefectura para adver­tir a los dirigentes del movimiento la inminencia del peligro; pe­ro eso ya no es Prefectura, es un manicomio; todos hablan, to­dos gritan, accionan y hacen gestos. Allí solo se encuentran hom­bres harapientos, barbudos y peludos que son los que hacen y deshacen. Habría entre el despacho, secretaría y archivo, unos sesenta hombres armados. La vista de este cuadro me serena y grito para que me oigan todos: “Los presos de la cárcel se han escapado”; nadie me escucha y la mayor parte me voltean la es­palda; hago un último y supremo esfuerzo y me acerco al Sr. Haya de la Torre (a quien le hablo por primera vez) y le digo: “Los presos de la cárcel se han escapado”, a cuya noticia él me respondió: “Si se han escapado, ya no hay remedio”; por lo que repliqué: “Efectivamente, ya no hay remedio para los que se han escapado, pero quedan muchos todavía por escapar, además, hay que procurar que no haya desmanes”. A su vez, me replicó: “Lo procuraremos evitar”, doy por teminada mi misión y salgo con intención de ir a mi casa. 46.- En los corrillos, en el patio, en el portón; la gente a toda voz traza sus futuros planes; hacer el mayor número de presos; que no quede un civilista; esta noche daremos el golpe, no deben quedar ni conventos ni iglesias. 47.- Salgo espantado, aterrado; avanzo paso a paso por el cen­tro de la plaza, cerrando y abriendo los ojos; queriendo ocultar­me a mí mismo la visión devastadora de la ciudad, si esos planes nefastos se llegaban a consumar. Así avanzo hasta la oficina tele­gráfica, donde encuentro a mi malogrado amigo, el capitán armero D. Víctor Corante. Vestía traje de trabajo, con polainas, fuete y fumaba un cigarrillo; lo cogí de la mano izquierda y le rogué que me acompañe; hace esfuerzos por soltarse, por jalarme, por llevarme al lugar de donde precisamente venía huyendo. Force­jeamos y lo traje hasta la casa de mi hermano; lo presenté a mis familiares y le rogué que me dé permiso hasta cambiarme las bo­tas que me hacían doler. Cuando salí el destino me lo había arrebatado ya, pues


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venciendo las exigencias de los míos, se ausentó, salí como para alcanzarlo, pero ya no lo encontré. 48.- En la puerta de mi casa rogué a Dios que me ilumine y avancé hasta la comisaría; al ver la puerta, se hizo la luz en mi cerebro. Entré, busqué a los oficiales que habían quedado pre­sos y al preguntar al capitán Carbajal por ellos, me contestó: “Unos se han escapado, otros están presos en la Prefectura; la tropa ha pasado a la cárcel”. Le bosquejé a grandes rasgos mi plan; recoger todos los restos de la derrota y lanzarlos sobre la multitud, en un momento oportuno; le pregunté: ¿Cuántos fusi­les tiene Ud.? y me contestó: Ninguno; continuando, me dijo: “Tengo algunos revólveres, pero son para la defensa personal”. Me despedí y le dije: “Esté Ud. alerta, por si pueda hacer una reacción”. Quiso darme dos hombres para que me acompañen y no se los acepté, por no llamar la atención. 49.- Salgo de la comisaría y paso a paso iba concibiendo ma­yores probabilidades de intentar una reacción. Me encaminé has­ta el cuartel O’Donovan, donde comencé a buscar si había se­res vivientes; lo encontré completamente abandonado, es así como me doy cuenta, poco a poco, de todo el misterio del cuartel. Voy reconstruyendo en el teatro de los sucesos la escena desa­rrollada: veo en el cuerpo de guardia, los colchones tendidos; ni una señal de lucha, ni una sola gota de sangre, paso a la preven­ción, todo está en su sitio, solo la perezosa del oficial de guardia está volteada; en el pasadizo y en el piso de cemento, tampoco hay una gota de sangre. Llego a la cuadra de la compañía de In­fantería y allí está la escena total del combate: sangre, enormes charcos de sangre. Entro hasta el fondo mismo y veo a la dere­cha un perrito negro, muerto; a la izquierda, un perro grande, manchado y otro chico, medio chocolate, vivos los dos; los lla­mo cariñosamente, me miran, pero no me conocen, ni siquiera mueven la cola; mueven la cabeza hosca y no quieren escucharme. Firmes en sus puestos, echados como centinelas nocturnos, cla­vados en el suelo; más leales y más valientes que todo el cuerpo de guardia, de esa noche fatal para la historia. 50.- Tengo que poner todo cuidado para no pisar un charco de sangre; salgo y recorro las otras cuadras, donde encuentro in­significantes huellas del combate; veo en la pesebrera un caballo alazán o bayo claro que patalea, espantando a los otros animales; me acerco, está agonizando. Me dirijo por la puerta del fondo y salgo y comienzo a gritar,


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llamando a los heridos o a los solda­dos escondidos; solo el eco de mi misma voz me responde. Subo al tapial, por si pueda ver mejor, pero no distingo nada. Regreso hacia el interior del cuartel por ver si encuentro siquiera un hombre oculto; así llego hasta el Parque del Regimiento; veo cinco piezas de artillería semiocultas, ligeramente cubiertas con costales; tres paredes de munición de artillería, un montón de cajitas pequeñas por el suelo: los aparatos de puntería. Hago como si nada hubiese visto, y juntando las puertas que están fracturadas, alejándome de ese lugar que pomposamente le dan el nombre de cuartel, pero que a mí me parece casitas de cartas hechas por un muchacho juguetón. 51.- Regreso a la ciudad con el corazón destrozado; completa­mente decepcionado, ya no hay nada que hacer, los elementos posibles para una reacción, unos están presos y otros han huido, así llego a mi casa más de las trece. Sale a mi encuentro mi an­gustiada hermana y me sirve el almuerzo, entre lágrimas. Del co­medor paso a mi cuarto para hilvanar todas las ideas posibles pa­ra salvar Trujillo; ninguna viene a mi mente, y así como una fie­ra enjaulada que siente candela por todas partes, me revuelco en la cama, impotente para cambiar la visión que me espanta: sa­queos, incendios, violaciones. Mis familiares me preguntan continuamente: ¿pero qué tie­nes? y mi respuesta es siempre la misma: “me vuelvo loco”, han pasado dos horas así, y me acuerdo de la orden dada al doctor Rucabado de ir a curar a los heridos, y es entonces que deseo constatar si se ha cumplido la orden; salgo de mi casa con direc­ción al hospital. 52.- A más de quince llego al hospital y comienzo a ver a los muertos, los cuento, son 25 entre militares y civiles; uno de los civiles, me llama la atención; está decentemente vestido con tra­je cabritilla, bastante musculoso; peludo y barbudo más que to­dos; amarillo, como estuviese atacado de tiricia; por boca y nari­ces sale ya una espuma sanguinolenta; tiene una rosa rosada en el primer botón del saco, en el centro mismo del pecho; tiene un gesto de sonrisa que hiela la médula, más parece esa sonrisa una daga toledana; pregunto a los curiosos: ¿quién es éste?, alguien me contesta a la espalda: “Es el jefe del movimiento, es Búfalo”, que mote tan bien aplicado. Comienzo a mirar nuevamente a los muertos por si reconozca al soldado Calva Avendaño del uno de Infantería, que fue mi asistente en Piura y recorro los dos velorios y no lo encuentro y paso a los diferentes salones donde es­tán los heridos.


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53.- Al salir me encuentro con un empleado del hospital, que era sanitario del Regimiento de Infantería No. 1 en Piura, me sa­luda reconociéndome; entro a una sala donde encuentro a otro licenciado del mismo regimiento, ocupa la cama de la derecha, entrando, lo abrazo y le pregunto: ¿cómo sigue de sus dolen­cias?, pregunto: ¿dónde están los heridos? y una madrecita que me conoce desde niño, me invita a pasar a otra sala; en el trayec­to me dice: “Qué barbaridad: cuánto muerto, cuánto herido, pa­ra que se meten en estos movimientos” a lo que le respondí: “Yo no estoy metido, madrecita” —A lo que me dijo la misma madre— “mejor, mejor, que Dios lo acompañe; que Dios lo guie”, con la frente agachada escuché estas palabras mensajeras de la Divinidad Sagrada. Paso y veo herido por herido, preguntando a cada uno de ellos si ha sido curado; otra madrecita me dice: “Todos están ya curados”. —Dudo y vuelvo a preguntar: “¿to­dos?”— La misma madrecita me dice: “Oh, sí, todos están ya curados; los médicos han estado aquí sin almorzar hasta las tres”. Pregunto: “Y el doctor Rucabado también ha estado aquí?”. Las dos madres me dicen: “Acaba de salir”; a unos le doy la mano, a otros los abrazo; pero para todos tengo palabras de consuelo. —Me despido y salgo con dirección a mi casa—. Las gentes me ven curiosas, sin saber que el combate supremo lo estoy libran­do en el alma. 54.- Llego a mi casa, hilvanando mil ideas para evitar la catás­trofe; también hay otro hombre que se ha dado cuenta del peli­gro: entra, sale, va y viene; husmea entre los grupos compactos de la poblada y me dice cada vez que regresa: “Ud. es el hombre, solo usted es capaz de contener robos, asesinatos e incendios”; va, vuelve y como mi sombra, no me deja en paz, y me dice: “Si hemos de morir, debemos hacerlo luchando; preciso es que se tranquilice, que se serene, que haga un esfuerzo por Trujillo, por la Patria, por la humanidad”. Este amigo bienhechor, en otra ocasión, me pide un sacrificio, no puedo ni debo negarlo. El es­ píritu de conservación me dice: “Huye, huye”, y ese pedazo de carne, ese pedazo de alma, que en la vida se llama familia, me dice más alto: “No nos abandones”. 55.- Encontrándome en esta fatal disyuntiva, si abandonar Trujillo para evitar el peligro que me acechaba, o quedarme en la ciudad para correr la suerte ignorada que podía correr sus mo­radores, inclusive mi familia; llegó a mis oídos la noticia de que respetables personas que no podían hacerse presentes por las di­ficultades del momento, sa-


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bedoras de que repetidas veces había logrado calmar los ánimos exaltados de la multitud, la había he­cho jurar el respeto que debían a la propiedad y el honor, lle­gando hasta a imponerme en los momentos más álgidos de la lu­cha; aprobaban mi actitud y hubieran reclamado mi concurso en los momentos sucesivos, que, según dominio público, se presen­taban con caracteres más serios y desesperantes. Así es como a horas 18 más o menos, recibí una carta, hecha precipitadamente que a la letra dice: “Sr. Capitán D. Leoncio Rodríguez. Presen­te. Distinguido señor y amigo: Acabo de conocer por referencias su actitud de esta mañana, por lo que lo felicito, pues sé que en­cauzó Ud. las cosas para que el pueblo no se desbordase, después de apoderarse del cuartel; como se anuncia que preparan para la noche el principio de actos que traerían malas consecuencias, le pido continuar ejerciendo sus esfuerzos en el sentido de encami­narlos por el orden, a fin de que no se cometan desmanes por al­gunos exaltados o mal aconsejados. Creo que una actitud en este sentido, le traerá la gratitud del pueblo entero. Lo saluda con toda atención su Afmo. y S.S. - Firmado: XX. - Trujillo 7 de ju­lio de 1932”. El nombre y la firma me permito guardarlos en secreto hasta su debida oportunidad, porque comprendo que este caballero no me desmentirá jamás. Era el único de los gobiernistas que no era odiado por el populacho, no estaba preso, ni tampoco se ha­bía ocultado. Leí la carta, hecha con mano nerviosa; comprendí que era sincero lo que me decía y me puse en el caso de que muchas car­tas como esa habría recibido, si el pánico no hubiera hecho pre­sa ya de la población y sus hombres más representativos. 56.- Cuando en esto meditaba, por medio de un mensajero me llamaron urgentemente a la Prefectura; no cabe duda que se seguía cumpliendo el mandato misterioso del destino. Serían más o menos las 19 cuando me encaminé a la Prefectura. —Al llegar, me oponen resistencia a la entrada y me veo precisado a gritar: “Me llama el Prefecto”—. Subiendo las gradas del frente, cambié una señal inteligente con el capitán Carbajal que se en­contraba en la puerta principal; pasé al despacho donde encon­tré otros hombres más sensatos que los que había dejado en la mañana; me acerqué al Sr. Haya de la Torre y le dije: “Me ha hecho Ud. llamar, por eso he venido”. —Por toda respuesta sacó del bolsillo una tarjeta que ya tenía hecha y al dármela me dijo: “En Ud. confiamos”; a lo que respondí: “Haré lo humanamente


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posible”, como leer la tarjeta—. Él continuó: “Qué necesita Ud. para cumplir su misión?. Hágame el favor de ponerme al tanto de toda la situación, sin ocultarme nada y dígame cuáles son las principales órdenes que Ud. haya dado para la conservación del orden dentro de la ciudad”. A grandes rasgos díjome así: “Los aeroplanos estarán al rayar la aurora; tienen orden de bombar­dear la ciudad; han hecho su base en Chimbote; el Urubamba amanecerá en Salaverry, trae tropas de Cajamarca y de Chiclayo; las fuerzas de policía se han concentrado en Casa Grande; total de fuerzas del Gobierno, unos 150 hombres. Yo tengo una pie­za de artillería y 30 hombres armados en Salaverry. Cartavio se ha plegado al movimiento. Han salido comisiones para levantar todo el Valle de Chicama; en Laredo dispongo de gente lista pa­ra venir. Ni yo mismo sé cuántas comisiones, ni cuántos hom­bres han salido; creo que queda muy poca gente dentro de la ciudad. En cuanto a la situación interior, no puedo luchar contra los jefes que han hecho este movimiento tan descabellado. Yo ignoraba por completo que tal cosa se preparase, ni cuáles serán sus proporciones. Estoy deshecho; ayúdeme. Dentro de una hora, dos o tres, comenzarán a llegar las comisiones; posi­blemente traerán más gente de las haciendas. No sé qué hacer”. Diciendo esto: se desplomó ese hombre, física y moralmente deshecho. Poco más o menos estas fueron las palabras de esa otra vícti­ma de las circunstancias, y digo poco más o menos, porque no es fácil que la memoria recepte más en momento tan álgido. 57.- Dejo constancia que solo después de las diecinueve del día 7, tengo en mi mano un nombramiento que me acredita como jefe de la plaza. Este nombramiento, tal vez fatal para los que me juzguen, yo no lo había solicitado; estaba listo por el Prefec­to revolucionario, como dejo dicho, a pesar de que desde las diez de la mañana no había vuelto a tener contacto con los señores de la Prefectura. Pero sí es cierto que este nombramien­to no lo había solicitado, puesto que no tenía ningún interés dentro del movimiento producido, también es cierto que mi conciencia no podía rehusarlo porque toda mi labor anterior se había reducido a calmar los ánimos y reclamar las mayores ga­rantías para los intereses de la sociedad. Es por eso que esa tarje­ta representaba para mí el medio de seguir haciéndome es­cuchar, con autorización oficial, como lo hice hasta el último momento de mi actuación.


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58.- Es por esto que a las declaraciones del señor Haya, con­testé: “Comprenderá usted que es enorme la responsabilidad que asumo. Todo lo sacrifico, y, por el hecho mismo de este sa­crificio, no creo que debe usted engañarme, ni ocultarme nada, ni olvidarse de nada; de usted para abajo, todos deben obedecer mis órdenes; de lo contrario, puede usted ordenar la entrega del puesto que acaba de conferirme y hasta mi prisión si lo tiene a bien, antes de pensar en desobedecerme. Haré lo humanamente posible y obraré de conformidad como se presenten las circuns­tancias. Téngame al tanto de todo lo que conozca y ordene por todos los medios a su alcance, que no haya robos, ni incendios, ni abusos porque estos son los enemigos que se están avecinando velozmente”. Esta primera entrevista es a cada segundo inte­rrumpida por hombres que llegan y le hablan al oído al señor prefecto, para retirarse luego. 59.- Después vuelvo a preguntarle: “¿No se le olvida nada?” y me dice: “Creo que lo primero que hará la escuadrilla es bom­bardear la Prefectura; usted comprende el riesgo que corremos todos; pero todos no, porque sé que al primer disparo todos me abandonarán, pero si el bombazo cae por fatalidad en el salón donde están los presos, todos serían sepultados, y eso es lo que debemos evitar de todos modos; se ha ordenado que de doce de la noche a una de la mañana se tome para la Prefectura el lo­cal del Club Central, única casa a prueba de bomba”. Le hice ver que la toma del club, hecha por la fuerza era sumamente peli­grosa, porque el pueblo con este ejemplo se daría el derecho de tomar otras casas para resguardarse, y con ese pretexto cometer mil abusos. Por otra parte le dije: “Puede usted poner en libertad a los presos y salvar así cualquier responsabilidad posterior”. “Eso no, nunca”, me contestó. “El primero que sale sería linchado por el pueblo y en el camino del linchamiento ya nadie salvaría; usted comprende que eso, aunque quisiéramos evitarlo, usted, yo, y seis u ocho personas más, no lo podríamos conseguir. Es­tando presos, están más seguros, y por otra parte; quién garanti­za que saliendo no procuren una reacción? Entonces tendría­mos de luchar contra los de afuera y los de adentro, estos últi­mos encabezados por los jefes y oficiales puestos en libertad. 60.- Convenimos en que suspenda la orden de tomar el club por la violencia y le ofrecí que de todos modos estaría a sus ór­denes a las 24. En seguida nos despedimos.


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Salgo y llamo que se me presenten todos los jefes del pueblo, nombre con que se reconoce a los más barbudos o a los hara­pientos que como he dicho, son los que hacen y deshacen. No se presenta ninguno, a pesar de que hay una multitud como de unos 200 en inmediaciones de la Prefectura; la mayor parte están desarmados. Cojo a uno por la solapa y le pregunto: ¿Ud. dónde vive?. Receloso me contesta: en la Portada de la Sierra. Está bien, le digo; reúna a todos los que viven en esa dirección; tomo así, uno tras otro, unos doce jefes y voy formando columnas por direcciones de calles. En seguida dije: Los que saben leer y escribir, levantar la mano; saco a estos y los coloco a la cabeza de sus respectivas columnas; dentro de estos mismos, a los que me prestan más confianza, los hago jefes de calle, con segundos y terceros jefes, según el número de hombres; mientras que los se­gundos sacan a lápiz una relación de los nombres y sus direcciones, llamo a los primeros y formo con ellos un círculo en la ve­reda de la plaza, costado izquierdo, saliendo de la Prefectura. 61.- Con mirada penetrante examino el corazón de estos hombres y satisfecho de mi examen, les dije: “Uds. comprenden que tenemos un poderoso enemigo dentro de la ciudad”. —estos primeros jefes se espantan, se miran y se interrogan con los ojos—, continuando, les dije: “Para vencer a un enemigo se necesita co­nocer sus elementos de combate, las fuerzas de que dispone y también conocer los elementos de que disponemos para enfren­tarnos a él”. La calma ha vuelto a estos individuos, ante la sere­nidad con que les hablo, por lo que continúo: “El enemigo de que os hablo tiene como elementos de combate: ira, odio y ven­ganza, coca y aguardiente; la mayor potencia de su fuerza estri­ba en la inconsciencia con que manejan los fusiles y los cañones; ¿cuál es su plan de batalla?, el incendio, el robo, la violación, san­gre y muerte. Pues bien, jóvenes soldados de un ejército salva­dor, ¿os aterra el enemigo? si es así; dejadme solo; bien sabéis que es verdad lo que digo; pues, conociendo lo que pronto suce­derá, no tenéis más que ir a formar parte de esa monstruosidad, aumentando su fuerza bruta: así, mientras que vosotros en una calle, os entretenéis en incendiar, robar o violar: en otra calle, en otra casa, donde está vuestra madre, vuestra esposa, vuestras hermanas o vuestras hijas, anidará el incendio, el robo y la viola­ción. No os espante, no es más que el fruto de lo que habéis sembrado. Ahora si queréis, id, yo os lo mando; id para cosechar el mejor fruto: la desesperación. Id, yo lo mando, soy el jefe de la plaza”.


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62.- ¡Oh prodigio divino! Como en la mañana, consigo hacer­me escuchar, mis palabras dan en el blanco y todas hieren el co­razón de esa juventud y a una vez, se niegan a obedecerme. Ha­bía conseguido lo que buscaba; desobedeciéndome la tempes­tad se arremolina; hay un vocerío que protesta exaltado; hay al­gunos más valientes que se me acercan, se me acercan; ante la majestad de su cólera, tomo asiento tranquilamente en una ban­ca y me pongo a fumar un cigarrillo y solo tengo una frase para esos valientes: “Calma, calma, todo se arreglará serenamente; na­da puede la fuerza bruta de ese enemigo contra mí, lo venceré solo si ustedes no quieren acompañarme”. Todos se ponen incondicionalmente a mis órdenes y es entonces que verbalmente bosquejo a grandes rasgos mi plan de combate contra ese enemi­go que les acabo de presentar. 63.- Así les enumeré el plan del combate: “1o. Transmitir a to­da persona sensata el peligro inminente, a fin de contar con su apoyo en el momento preciso; principalmente, hacer saber a to­dos vuestros hombres lo que estáis escuchando. 2o. A todo bo­rracho que encontréis con arma, decidle: compañero, relevo, va­ya Ud. a descansar. 3o. Cuando sean más de dos los hombres ar­mados y se negasen a entregar las armas, decidles: las tropas del Gobierno entran al rayar la aurora, por todas partes a la vez y que urge preocuparse de la defensa, haciendo trincheras; hay que procurar que vaya el mayor número para alejar el peligro en la ciudad. 4o. Entre una hora, van a comenzar a llegar las comisiones del Valle; posiblemente traen más gente de las haciendas; si podéis, haced que se regresen; si están armados, que entren para hacer trincheras. 5o. Haced trincheras en todas las entradas de la ciudad; haced 10, 20, 50, 100; hasta que todos los hombres se cansen. 6o. Al menor indicio de cansancio, hay que mandarlos a dormir, procurando recoger todas las armas y la munición. 7o. Evitad, aunque sea por la fuerza, todo intento de robo, incendio y violación. 8o. Procurad que no se lleven a cabo en adelante nuevas prisiones. Sería un crimen que uno so­lo de Uds. se vaya a dormir. Yo estaré rondando toda la ciudad para ver si esta orden saben cumplirla”. Satisfecho, triunfante, con la conciencia tranquila, me alejo de este sitio, viendo que se van formando columnas tras colum­nas y me voy al centro escolar. 64o. Allí están acuartelados los licenciados; pretendo entrar, pero un barbudo chico, grueso y blanco me impide la entrada; le muestro la


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tarjeta y me hacen pasar; todo está a oscuras; pido luz, pues quiero ver la cara de los licenciados. Entonces pregunto: ¿Cuántos son ustedes? y me contesta uno: “Somos dieciocho: quince licenciados y tres policías vestidos de civiles”. Insisto en que me pongan luz y digo: “Regresaré cuando haya luz”. 65o. Salgo y llego a la esquina de la plaza, siguiendo el bulevar a la mano derecha de la Prefectura. Al mismo tiempo llegan unos jinetes, portando carabinas y revólveres al cinto. Qué va­lientes, ¿verdad? les pregunto: “¿Ustedes, quiénes son? Uno me responde: “Formamos la guardia urbana”. Eran en total siete ji­netes. Tanta vanidad, tanto orgullo en esos pocos imberbes, me hace sonreír, pues me imagino el caso de que la poblada capaz de atacar y rendir un cuartel, está atacando una casa; suenan cuatro disparos y esos jinetes ponen pies en polvorosa. Entonces, les digo: “Aceptado, yo soy el jefe de la plaza; en conse­ cuencia, quedan ustedes a mis órdenes”. Al ver cierta increduli­dad de parte de ellos, les enseñé la tarjeta, preguntándoles: “¿Qué van a hacer?” Responden: “Nos vamos a comer”. Vuelvo a preguntar: “¿Todos?”; a una respuesta afirmativa, ordené: “Eso no es posible, cuatro deben ir a comer y tres deben ir a cumplir la siguiente orden: “Que toda la gente armada se con­centre en las salidas de la ciudad; que nadie entre ni salga, hasta que lleguen los jefes de sector, quienes tienen órdenes precisas; esto como señalarles los grupos que se estaban formando (No. 60). En caso de que se presente cualquier conflicto dentro de la ciudad, pidan apoyo a los jefes de sector, en mi nombre”. Acep­taron la orden, pero no la cumplieron; mejor que mejor: así puedo y debo quitarle a uno de ellos la careta. Joven Roberto Narváez: no es la hora de los Pilatos, la noche del día 7 no lo distinguí cuando daba esa orden; pero sí lo reconozco el 8, en el día y en la noche; y también el día 9, hasta horas 19. Este jo­ven, no mal parecido, en toda la sucesión de los acontecimientos lo veo siempre ebrio, con su bola de coca, me hago el que no lo reconozco y por dos, tres y más veces, le quito el arma que por­taba. Escoria de la sociedad, tantas veces te libré del peligro y a pesar de que saben todos que he muerto, porque así lo dicen los periódicos, sin embargo te atreves a echar tu baba verdosa sobre las letras de mi nombre. Pues bien; yo que para todos soy muer­to, de mi tumba me levanto para decirte: “Calla, imbécil, ¿no comprendes que te estás acusando tú mismo?, si tienes la con­ciencia tranquila?, por qué te apuras en lavar las manos?, no re­cuerdas que el día 9 a eso de las 10 de la mañana, te cruzaste en mi camino a la altura y frente a la agencia Víctor me dijiste lle­no de ira: No


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me conoces?, contestándote yo: “Sí”. Entonces, furioso me repusiste: ¿Por qué no me dejas agarrar un fusil?, contestándote yo: “Porque eres un imbécil. ¿No lo recuerdas?”. 66.- Partió la “Guardia Urbana” y en ese momento se me acercó un hombre, saludó militarmente y dijo: “Mi capitán, ya hay luz”. Regreso al centro escolar convertido en cuartel y veo la cara de los licenciados; el que menos con tremenda bola de coca; otros que no son licenciados se separan cuando paso revis­ta; son jefes de pueblo; subiendo por las gradas de la derecha, entro al salón, allí veo a tres policías correctamente vestidos de ci­vil, hasta llevan paletó. Hago lo posible por mirar bien las caras y grabarlas en mi memoria. Hoy son tres víctimas que milagrosamente han escapado de la cárcel: y así es como se dejan engañar los periódicos, los que a su vez engañan a la sociedad y a la justi­cia; estas engañan a la patria; y la patria sin querer engaña a la historia. Ordené que todos descansen, y que por ningún motivo salgan, por si se les pueda necesitar; en ese momento, los jefes de pue­blo estaban dando aguardiente a dichos licenciados. 67.- Salgo y me dirijo a mi casa, al llegar me recibe mi hermana; esa hermana tan buena, tan noble y cariñosa; y me dice: “Nosotros ya comimos, vamos a que tú comas”. Estaba sirvién­dome la sopa, cuando de pronto una espantosa gritería dentro de mi propia casa; corre mi hermana y regresa al minuto, dicien­do: “Leoncio, Leoncio: corre ya atacan la casa de la familia de al lado”. Salgo precipitadamente y de dos saltos he bajado la es­calera: ya estoy allí donde está el peligro; solo, no tengo armas, pero el peligro existe, y allí estoy yo para evitarlo. Impertérrito, espantosamente hosco, fiero, iracundo pregunto: “Qué es esto?”. Solo mi presencia tiene la mágica virtud de detener un minuto el asalto; ya no golpean las puertas del vecino, pero cautelosamen­te me rodean unos diez hombres, ya están todos al alcance de mi vista y de mi voz; pero mi voz tiene el eco del trueno y mi vista tiene la potencia del rayo; cuando todas las culatas ya es­tán al alcance de mi pecho, vuelvo a preguntar: “¿Qué es esto, salvajes?”. ¿El más audaz díjome: “Venimos a cumplir una or­den”. A lo que grité: “Yo soy el jefe de la plaza y yo no he or­denado eso, nadie puede ordenar que se hagan asaltos a las casas”, “si el Aprismo se mancha con crímenes, allí tienen su puesto, que yo no lo necesito (enseñando la tarjeta)”. —El mismo indi­viduo, lo recuerdo, porque se ha presentado varias veces en la sucesión de los acontecimientos,


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díjome así: “Nos mandan a hacer trincheras, pero antes, tenemos que lle­var a nuestras mujeres, aquí tenemos cuatro (mostrándome la casa de las primeras víctimas del odio)”. — Por lo que respondí: “Eso no es posible, y yo no lo puedo aceptar siendo como soy jefe de la plaza, que se co­meta tal salvajismo”; el que hacía de cabeza, replicó: “Necesita­mos las mujeres para que nos acompañen en las trincheras, y eso es todo”; lleno de ira, de asco, repliqué: “He dicho que eso no es posible”, réplica por réplica, me dijo: “Usted es don na­die para que se oponga”, como amenazarme con el ca­ñón de su fusil; en tan inminente peligro, grité: “Soy el jefe de la plaza, estúpidos, y desde el Prefecto para abajo, todo el mundo obedece mis órdenes, y así se lo he dicho ya al Sr. Haya de la Torre; yo soy el único que puedo ordenar, si no, allí tienen su puesto; esto como meter la tarjeta por las narices del más au­daz”. —Entregué la tarjeta, la lee el cabecilla y va pasando de mano en mano, todos las leen, no son gentes de las haciendas, son de la ciudad... Así, como dicen que se va el diablo cuando se siente vencido, así se fueron estos salvajes, escoria de la socie­dad; pusieron sus fusiles a la funela, y se fueron apestando a odio, venganza, aguardiente y a coca, murmurando: “Cuida­do con darles de mano”. Miré mi reloj, pocos minutos faltaban para las 23; yo que siempre he sido juzgado equivoca­damente como oficial vanidoso, orgulloso, déspota, y si me que­dase un rasgo de estas impurezas, y con el derecho del que está sentenciado a muerte, haría una pregunta a los que me han juz­gado: ¿Quién de ellos ha tenido en su vida una ho­ra igual? —Pero ya he dicho antes: “las grandes causas no se salvan con preguntas, ni con respuestas; solo se salvan con he­chos”—. Los míos y los hechos de los que me han juzgado, sin oírme, responderán un día a la patria y a la Historia. Regresé a mi casa, me puse el capote, tomé solo una taza de café, y con un cigarrillo en la boca, salgo frotándome las manos y paladeando, paladeando mi esencia de café; sintiéndome tan grande y tan potente como la pureza del deber ampliamente cumplido, sin miedo a las responsabilidades; así salí de mi casa analizando los actos míos del día; y sentí mayor satisfacción aún al contemplar que, a pesar de tantos peligros, nada me ha­bía pasado. —parece que Dios se había propuesto salvarme siempre­—. 68.- Salgo y me dirijo a la Prefectura; hablo con el señor Haya de la Torre, a quien le pido por segunda vez que suspenda toda orden de


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prisiones; que todo el personal debe ser mandado a las trincheras; pido un auto y me dirijo a rondar la población. Hom­bres aislados, armados que encuentro, los llevo en el mismo ca­rro hacia las salidas de la ciudad; retirando así todo peligro del centro de la población, los llevo a las trincheras: Oh, benditas trincheras; nadie supo comprender vuestro objeto. Toda la po­tencia, toda la fuerza bruta de la multitud, en esa hora que ha­bía sido señalada para dar el asalto a los conventos, a las iglesias y a las casas particulares de los enemigos del gobierno, fue dedi­cada a construir trincheras. Son las primeras que se han hecho en el mundo para salvar vidas, intereses y honores, amenazados por un enemigo tanto más poderoso cuanto más inconsciente e irresponsable. ¡Con la sangre de todos los caídos y en nombre de Dios Santo, benditas sean trincheras de Trujillo! 69.- Si este es el crimen del que se me acusa, reconozco el cri­men, pero ¿qué otra cosa podría haber hecho con una multitud desenfrenada, que portando fusiles y cañones, saturada de odio y de venganza, amenazaba la devastación de la ciudad? Yo sé que costó sangre y vida tomar esas trincheras; pero también sé que costó vida y sangre defenderlas; la sangre y la vida de unos y otros enluta hoy a la patria. Con la diferencia de que la sangre y la vida de los primeros, da victoria, gloria y honor, y, la sangre y la vida de los segundos, solamente dio derrota, persecución y deshonor. —Deshonor, persecución y de­rrota porque el ochenta por ciento de los revolucionarios huye espantado por el peso de su crimen de lesa humanidad (la masa­cre de la cárcel); honor, gloria y victoria para las tropas del Go­bierno que, después de tres días de combate, por aire, mar y tie­rra, logran vencer al veinte por ciento de los facciosos, aunque para conseguir su objeto hayan tenido que valerse de medios ve­dados por la civilización (desoír la petición de parlamentar so­bre la situación; bombardear una ciudad sin previo aviso, cosa nunca vista ni en conflictos internacionales; bombardear tal vez si a ciencia cierta el hospital, donde estaban sus propios heri­dos). Que esas trincheras hayan costado muchas vidas y mucha sangre, no es mi culpa. Dios dio el don de entendimiento y si los hombres se encaprichan en jugar a la guerra, tal vez así lleguen a entenderse, a despecho de ese don de entendimiento: ¡¡No tengo yo la culpa!! 70.- Desde horas 23 hasta las 24, recorro en auto toda la ciu­dad, dominando a la turba enfurecida, imponiendo respeto a la vida, a los intereses y al honor; suspendiendo todas las prisiones decretadas; dando


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garantía a todos, con la máxima fuerza de mi conciencia honrada, tranquila y justiciera. A horas 24 se hace el traslado de la Prefectura con el mayor orden, si se tiene en cuen­ta el personal con que estoy actuando; no hay un disparo, no hay una voz airada para que el club esté a mi orden, con su mis­mo administrador y empleados. Procedo a guardar todo lo perdible, todo lo rompible. De la Prefectura se sacan solamente dos máquinas de escribir. No me encontré presente en el momento del traslado de los presos, jefes y oficiales, pero sí cuando se ce­rraron las puertas del local, de modo que no me explico cómo pudo faltar dinero en la tesorería fiscal. 71.- Es la una de la mañana del día 8. Todo el centro de la ciudad descansa, duerme; nadie es asaltado, no hay un solo dis­paro; el terrible enemigo se ha rendido a mi voluntad. Hay que declarar que tuve tino, astucia, sagacidad y no poco valor para hacer lo que hice, sin más arma que mi fe puesta en la patria (dejo constancia que ni siquiera llevaba un revólver). Dios guiaba todos mis pasos e iluminaba todas mis ideas. Hay aún tres cañones emplazados hacia la Prefectura; me acerco al que estaba en la esquina del Bar Americano y les digo a los que cuidaban: “Ya no hay nada que hacer en esa dirección”. Entonces me contestó el que hacía de artillero: “Hemos recibi­do orden de amanecer aquí”. Cada cañón tiene seis hombres ar­mados; yo les dije: “Si van a amanecer, pongan los proyectiles a la vereda, no estén jugando con ellos; procuren taparlos con algo para que no se mojen”. Más o menos las mismas palabras les dije a los otros dos grupos. Hay que tomar nota que la simple orden de que se retiren los cañones no es obedecida, lo que prueba la indisciplina del personal que manejaba y lo mucho que habré tenido que luchar, para evitar desmanes, hasta el momento que tuve el mando de la plaza. Hasta las dos de la mañana recorro en ronda la población, a esta hora se me ocurre un golpe de audacia. 72.- Salgo en la dirección de Mansiche, ya ha comenzado a cumplirse la orden de hacer trincheras; hay más de 40 hombres que se disputan hacer la zanja, pero faltan costales; y los hom­bres se desesperan buscándolos. Yo solo había dado orden de hacer trincheras; pero ellos de por sí han establecido un comple­to servicio de vigilancia, tienen más de 20 hombres emboscados. Esto facilita la oportunidad de llevar a cabo mi idea: de salir a buscar, personalmente, la forma de informar


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al gobierno de toda la situación. Y con pretexto de rondar este servicio, llego a pasar el óvalo, salgo hasta más allá de Mansiche, haciendo más de diez altos, ordenados por los hombres emboscados; hasta que el mo­tor comienza a fallar y se detiene; se pasa más de media hora, y no se consigue que funcione la máquina; teniendo que regresar a pie a la ciudad. Mando otro auto a socorrer al abandonado y siendo más de las cuatro de la mañana, me retiro a mi domicilio, sabiendo antes que no hay novedad. 73.- Cuando despierto, la mañana está bien avanzada; son las 8 y 40; cerca de las 9 salgo con dirección a la Prefectura; a mi paso encuentro al policía Nicolás Rabanal; me habla para sacar a otros policías que están presos; de hecho le ofrezco mi apoyo, pero le pido que me dé tiempo para pensar cómo se puede ha­cer. Entro al despacho, pero otra vez lo encuentro convertido en manicomio; todos creen que el movimiento se ha generalizado en la República y los jefes del pueblo quieren volver a hacer de las suyas; hacer más prisiones; forzoso era que teníamos que chocar; ellos son más de 20 y están armados, yo estoy solo, sin armas y en el peligro, para evitarlo, por lo que les dije: “No sean locos, no se puede seguir haciendo prisiones; de un momento a otro tenemos todas las fuerzas del gobierno contra nosotros; mientras que todos se encaprichan en hacer prisiones, las tropas estarán avanzando en marchas forzadas”. Uno me dice: “Eso no es cierto, usted nos traiciona y solo pretende dar la mano a to­dos; la República está con nosotros, los aeroplanos han salido a las seis de Chimbote y como ve, aún no han llegado acá, sabe­mos que se han tenido que regresar a Lima a combatir la revolu­ción”. Otro dice: “Con qué fuerzas cuenta el gobierno?; 150 hombres no bastan para que se atrevan a atacar a Trujillo”; un tercero agrega: “Ya no se puede retirar la orden de tomar la casa de Leonidas Peralta; desde las dos de la mañana le he mandado decir a usted que tiene una ametralladora y armas en su casa; no ha hecho Ud. caso y necesitamos desarmar a todos los gobiernis­tas y tenerlos al alcance de nuestras manos”. A este le respondí: “Nadie puede tener ametralladoras en el Perú, de modo particu­lar”. Entonces este jefe de pueblo agregó: “Venga y convénzase cómo con 40 hombres saco la ametralladora y las armas”. 74.- Salimos y nos encaminamos a la calle de Ayacucho; efec­ tivamente, hombres armados, semiconscientes, con las armas en­ caradas, rodeaban una casa con más de 40 hombres. El peligro era eminente, cualquier familiar del señor Peralta que hubiese salido a la


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ventana o a la puerta, o que por curiosidad hubiese subido al techo, habría sido pulverizado por 40 fusiles. El peli­gro está allí y allí estoy para evitarlo. Hablé al jefe de pueblo más o menos así: “Déjeme ir solo y en cinco minutos saco todas las armas, evitando derramamiento de sangre inútil”. A lo que contestó el jefe de pueblo: “¿Por qué va Ud. a ir solo?, entonces para qué he venido yo?”. Creyendo que yo iba a ocultar la ver­dad o a darles la mano, se invitaba para acompañarme; acepté pero condicionalmente, indicándole: “Sin nada de violencias, tenga presente que soy el jefe de la plaza y soy el único que tiene derecho a hablar”. Una vez que aceptó, le dije a los hom­bres que esperaban una señal: “Nadie se mueva, ustedes están viendo visiones”; esto más que dicho, fue gritado, para que oiga el mayor número de curiosos que había en la calle, sin prever el peligro que corrían si hubiera llegado el momento de un asalto. ¿No habrá alguna familia del barrio que recuerde este instante? Con toda tranquilidad me acerqué a la casa amagada, di tres gol­pes fuertes y pausados en la puerta, para que comprendieran los de adentro que una persona consciente asumía la responsabilidad: ¿Lo comprendieron así? Efectivamente así lo comprendió su dueño o propietario, el Sr. Leonidas Peralta Méndez, pues acto continuo abrió la puerta, pasando yo con el jefe de pueblo y ce­rrando inmediatamente el portón. Al entrar dijo más o menos así: “Señor, el pueblo ha rodeado su casa; está alarmado y dice que tiene Ud. una ametralladora y gente armada; Ud. compren­de el conflicto que se produciría; hágame el favor de ayudar a evitarlo, permitiendo convencerce a este jefe que ha dispuesto el ataque a su casa. “Yo soy el jefe de la plaza”, y le mostré la tarjeta. Él respondió amablemente: “Con mucho gusto”; entra­mos, salió otro jóven cuyo nombre no sé; mientras que recorría­mos el pasadizo, pensé que lo mejor sería llevar a esos dos jóve­nes detenidos, porque no me era posible cuidar particularmente tal o cual cosa, abandonando el resto de la ciudad. Así se lo ma­nifesté al Sr. Peralta y aceptadas fueron mis razones, sali­mos; entonces unas señoras ancianas me pidieron con lágrimas en sus ojos que salve a sus seres queridos; así les prometí, dán­doles todas las esperanzas y consuelos, cuando ni yo mismo sa­bía a qué hora me tocaría caer. Estando ya en el patio, el jefe de pueblo dijo que estaban armados; le repetí la frase al Sr. Pe­ralta y este me dijo que llevaba una pistola para su defensa per­sonal, a lo que le dije: “Ud. me la permite?” y me la entregó, di­ciendo: “¿Quién me responde por ella?” Recogiendo el arma y entregándola al jefe de pueblo, contesté: “Sepa y reconozca quien debe


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responderle; yo no uso armas”. Les hice demostración de que no llevaba arma alguna. Salimos y más de 20 hombres nos rodearon al momento; ordené que se retiren y que vayan a las trincheras; el jefe hízoles una seña para que se cumpla la orden. El Sr. Peralta me dijo en la calle: “Lo único que siento es la tra­za en que me llevan”. Él, que gracias a la Providencia ha escapado a la masacre de la cárcel, puede decir de mi trato y conducta para con los presos y especialmente para mis jefes y camaradas, cuya pérdida irrepara­ble deploro una vez más. 75.- Hay que hacer notar las condiciones en que he actuado: mi hermano mayor era en esos momentos candidato electo a una representación por Cajamarca y habiendo estado días antes en casa de mi hermano Alfonso, en Trujillo, no era extraño que pudiera estar nuestro domicilio amenazado por el pueblo; ade­más, el Jefe del partido Unión Revolucionaria en esta ciudad vi­ve en la finca contigua y fue la primera casa que debió ser ataca­da, según he descrito en el No. 67. Así pues, cuando estaba en la calle, toda mi preocupación estaba en los míos y cuando estaba en casa, todo mi pensamiento estaba en la ciudad. 76.- Al salir de la Prefectura dejando al señor Peralta a las 10 a.m. tomé un auto y acompañado por el guardia civil Rabanal, me dirigí a la cárcel. Entré y encontré en la celda primera de la derecha al sargento primero de policía Gálvez, quien me rogó para que lo sacase; entonces, más o menos le dije así: “Haré lo posible, pero si la multitud lo maltrata o lo lincha, yo no respon­do”. Él insistió diciéndome: “Me vestiré de paisano y me oculta­ré”, por lo que le dije: “Lo primero que hay que ver es de qué medios nos valemos para que salga; escríbame un papel para te­ner un pretexto”. Pasé a la segunda celda donde estaba un gru­po de civiles, entre ellos el único conocido para mí, Campos Me­rino, con quien había estado en distintas ocasiones reunido; este infortunado me dio la voz, me acerqué y cambiamos las siguien­tes frases: “Cholito sácame, sácame de aquí, mi mujer está enferma” y le contesté: “Ni la cárcel está a mis órdenes, ni puedo sacar ni poner presos; sin embargo, haré lo posible porque salgas. En casa se ha recibido un papel de Graciela (su señora), pero cuando he hablado de ti en la Prefectura, todos se han opuesto a tu libertad; el pueblo te odia mucho, según oigo, y di­cen los jefes que tienes costumbre de maltratar a los peones a tus órdenes. Fácilmente te lincharían, porque yo no puedo dar­me


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alcance para cuidar a las personas. Los jefes del pueblo te tienen bien marcado, piénsalo bien y lo que resuelvas mándame decir en un papel”. Pregunté a todos si había alguna queja refe­rente a malos tratos y me contestaron que no. Sin embargo, lla­mé al alcaide y le dije así: “Un preso es sagrado, nadie tiene de­recho de tocarlo; como tenga yo la menor queja, lo fusilo a usted. “Cuando traigan alimentos o ropa de cama para cualquiera, en­ tiéndalo bien, para cualquiera, usted debe dar toda facilidad. Cualquier papel que por su conducto me manden los presos, de­be llegar directamente a mí, sin pasar por otras manos”. Dicho sea de paso que estas indicaciones hechas al alcaide me hicieron demasiado sospechoso, porque posiblemente dicho vigilante hi­zo saber esto a los revolucionarios. Me despedí de esa celda, ro­gándoles que no cometan imprudencias, que tengan un poquito de paciencia, pues había queja de que querían romper la puerta. Pasé a otra celda. 77.- Llegué a la que estaban los policías y después que hablé con ellos, convinimos en que poco a poco deberían salir; que me dieran tiempo para calmar los ánimos. Se acordó la primera sali­da para los siguientes: Lucas Mayuhuay, Luis A. Flores, Carlos Zapata, y de otra celda, el primero Bustamante, me despedí y pasé a la celda del teniente Villanueva, con quien también con­versé: “Camarada: Ya comprenderá usted que soy el primero que deploro lo que le pasa; le ruego tenga un poquito de calma, usted me conoce mejor que nadie, por lo de ayer, el estado de ánimo del pueblo para su persona”. Me contestó: “No crea, yo tengo mucha calma; pero no veo cómo se va a arreglar esto”, le respondí: “Por ahora no hay ningún peligro para usted, mientras tenga yo el comando de la plaza; cualquier cosa que se le ofrezca, con toda confianza no tiene más que hacerme llamar”. Él me contó entonces: “Fíjese lo que me pasa, le he dado a un aprista treinta libras para que le entregue a mi señora, se ha mandado mudar y ni siquiera sé quién es”; todo esto me decía con los ojos semillorosos, por lo que le pregunté: “Pero le habrá dado delante de alguien que lo conozca? Nadie ha visto y creo que nadie lo conoce”, le dije entonces: “Deme usted si­quiera alguna seña por la que yo pueda reconocerlo y hacer las averiguaciones del caso”; pasó unos minutos forzando su imagi­ nación y fatalmente esta no le ayudó, pues me dijo: “No creerá Ud. camarada, pero no recuerdo ni la menor señal”; repliquéle entonces: “No pasa de ser un niño porque a quién se le ocurre semejante cosa, si recuerda la menor señal, mándeme llamar in­mediatamente; además,


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voy a estar viniendo continuamente”; nos estrechamos las manos por la ventanilla y seguí a la celda donde estaba la tropa. Me acercaba ya a las puertas de la tropa, cuando me llamó el teniente Villanueva; de pronto creí que se había acordado de las señas de su comisionado y al acercarme nuevamente, díjome así: “Camarada: algún día le pagaré lo que hizo usted ayer por mí”, por lo que le contesté: “Creo que usted o cualquiera que lleve uniforme habría hecho otro tanto por mí, si yo hubiese estado en peligro; si los que usamos uniforme, no nos damos la mano: ¿quién diablos ha de venir a ayudarnos?”, nos dimos por segunda vez la mano y me separé. 78.- Estando la celda abierta de la tropa, no sé por qué cir­cunstancia entré y hablé con los soldados prisioneros; dije así a esos pedazos de mi alma; a muchos de ellos yo había uniforma­do en Piura: “Hijos míos, no tengo la menor culpabilidad de la situación difícil en que están; no estoy comprometido en el mo­vimiento revolucionario y hasta ignoraba; pero desde anoche, las imperiosas circunstancias del peligro de la ciudad me han hecho aceptar el comando de la plaza para evitar desbordes; lo que us­tedes necesiten avísenme inmediatamente; todo lo dejaré por ve­nir al lado de ustedes”. Y en un supremo esfuerzo cerraba los ojos para que no se me escapen las lágrimas y los comencé a abrazar a todos, a todos; a los del 1o. de Artillería como a los del 1o. de Infantería. Saliendo pregunté: “¿Quién atiende con la alimentación a estos hombres?”, y el alcaide me dijo señalan­do a una buena viejecita: “Esa señora les da a razón de veinte centavos diarios”. Entonces, acercándome a la buena mujer y dándole una palmadita le dije: “Es verdad, señora, que usted da de comer a estos muchachos?”. La señora que estaba mascando un pedazo de pan me afirmó y se quejó de que le estaban adeu­dando la comida del día anterior. “Tenga usted un poquito de paciencia, le dije, todo se le pagará, siga atendiéndoles, que más tarde se le abonará”, y salí de la cárcel con dirección a la casa del doctor Rucabado en el mismo auto, acompañado por Raba­nal; llegamos más o menos a horas 10.30 o 10.50 de la mañana. 79.- Como el día anterior, la muchacha morena me hizo pa­sar; salió el doctor Rucabado y le enseñé la tarjeta que me nom­braba jefe de la plaza, y más o menos le dije: “Mi principal pro­pósito es dar garantías a todos”; me felicitó y se puso a mis ór­denes, yo a mí vez lo felicité también por su labor del día ante­rior en el hospital y le rogué que no descuide a los pobres heri­dos, pidiéndole asimismo que me haga su memoria. ¿Se ha olvi­dado de esta entrevista el Dr. Rucabado?


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80.- Salí con dirección a la Prefectura, donde hice unas seis órdenes, nombramientos que conseguí me las firmaran en blanco, tanto el señor Silva Solís, subprefecto, como el señor Haya de la Torre, prefecto. Estos nombramientos en blanco te­nían por objeto ir libertando a un buen número de presos. A las once y veinte abandoné la Prefectura y a mi paso, en la esquina, entregué el primer nombramiento al teniente Aníbal Ramírez; se le encomendaba el cuidado del cuartel O’Donovan; pues dicho oficial, cuando entré me dio cuenta de que el cuartel estaba abandonado, que el ganado se moría de hambre y de sed y que los equipos de los oficiales, así como los almacenes del regimiento, corrían el mayor peligro. Al minuto de entregar al teniente Ramírez la orden, se me presentaron tres policías vestidos de paisano, poniéndose a mis órdenes; entonces, sobre la marcha les dije: “Quedan ustedes a órdenes del teniente Ra­mírez para encargarse del cuidado del cuartel”. 81.- No había caminado aún veinte pasos, cuando vi que ve­nía con dirección a la Prefectura el teniente Severino; lo cogí de la mano y haciéndole regresar le pregunté: “Adónde va usted”, contestándome él: “Voy a la Prefectura para estar al lado de mis jefes”. Entonces le repliqué: “No sea usted niño, ellos no lo ne­cesitan y además si entra, posiblemente ya no sale”; forcejeó pa­ra soltarse y yo sosteniéndole con cólera, le dije: “No sea imbé­cil; entre estar preso en la Prefectura y estar preso en su casa, no cabe discusión; vaya a su casa, escóndase y no vuelva a salir”; pero comprendiendo que podía engañarme y regresar a la Prefectura, exponiéndose a un peligro, resolví ir y dejarlo en su ca­sa. Por el camino le fui hablando de su mujer y de sus hijos y que me hiciera el favor de no salir, en compañía del teniente Ra­mírez lo llevé hasta su casa, que queda en la última cuadra del ji­rón Restauración, la casita tiene un balcón; y cuando llegába­mos salió el hijito del teniente Severino y se le prendió del cue­llo. Buen tino tuvo al fin este oficial, de escuchar mis consejos; no lo he vuelto a ver en la sucesión de los acontecimientos. Van dos oficiales que debían haber sido otras tantas víctimas, si yo no hubiese intervenido oportunamente en su favor. El ca­pitán Herrera, a quien buscaba también para salvarlo, tuvo la suerte de escapar de la comisaría y ocultarse lo mismo que otros oficiales; todos ellos se deben a sí mismos la vida. De regreso a mi casa se separó el teniente Ramírez en la plazuela de Recreo; siguiendo, me di cuenta de que me faltaba el capitán Martínez. Entonces me dirigí al hotel Americano, que en ese


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momento ponía su bandera extranjera, había muchos pasajeros; llamé al mozo y pregunté si estaba allí el capitán Martínez, primero en la administración y después subía los altos para pre­guntar nuevamente; todos me dijeron que no se encontraba; por lo que me regresé a mi casa, para buscarlo después de almuerzo. 82.- Cuando llegué a mi domicilio, encontré al capitán Martí­nez en la salita de recibo; a quien le dije: “Casualmente vengo buscándolo en el hotel”, lo encontré con los brazos cruzados, y sentado en el sofá; nos abrazamos, y a grandes rasgos le dije: Tal vez no lo creerá, compañero, pero es la pura verdad, ignoraba por completo este movimiento; ayer casi me vuelvo loco al ente­rarme de los propósitos del populacho; y si no hubiese encontra­do la oportunidad de desfogar, dado mi temperamento; creo que habría tenido que suicidarme. Soy feliz cuando encuentro un imposible que vencer; y soy un desgraciado tan luego he ven­cido”. Por lo que él me dijo: “Yo no creo, que consiga usted es­ta vez su propósito; yo he visto, he sentido a esos salvajes, yo creo que serán capaces de todos los crímenes, así pues, nada nuevo me dice usted sobre ese populacho; y me permito aconse­jarle que tenga mucho cuidado, porque la primera víctima será usted”. Llegando a este punto nuestra conversación, mis familia­res anunciaron el almuerzo servido, siendo las 13 del día ocho. 83.- Durante el almuerzo tuve un cambio de palabras con mi hermano Alfonso Rodríguez Palacios, en presencia del capitán Martínez, comenzando la polémica más o menos así, díjome: “Tú has ordenado la prisión del gobernador de Salaverry”, sin dar importancia al asunto, respondí: “Ni siquiera lo conozco”; él ligeramente molesto por la poca atención que le prestaba, dí­jome: “Así dice la gente que tú has ordenado su prisión, y lo que es más que te opones a que sea puesto en libertad”, en el mismo tono respondíle: Yo, que por todos los medios posibles estoy evitando que se hagan prisiones, no puedo haber ordenado la prisión de ese caballero; antes bien por el contrario poner en libertad a los presos; pero esta medida me hace sospechoso, y te­mo que se comprometa el plan de salvación de la ciudad, por soltar a tal o cual preso; ahora mismo tengo en el bolsillo cuatro ordenes nombramientos en blanco, para soltar a cuatro policías cuyos nombres ni siquiera recuerdo: hazme el favor especial de dar crédito a las palabras mías, y no creer lo que dice la gente”. Entonces mi hermano díjome: “Se trata de un caballero, parien­te de unas buenas amistades, y me intereso por su libertad”. A lo que contesté: “Está bien; saliendo me voy a la cárcel


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y hablaré con ese señor, que tengo la seguridad que no me conoce; haré lo posible porque salga”. Así fue, terminé de almorzar como pude, tomé una taza de café, encendí’ un cigarro y bajé a la Pre­fectura; sin entrar tomé un auto y me fui a la cárcel. 84.- Entré, volví a hablar celda por celda con los presos, en­tregué personalmente las órdenes de libertad que llevaba para los policías y les aconsejé que no dieran un paso en la calle si no estaban antes vestidos de paisanos; cambié con ellos una seña in­teligente, que después pude constatar que me la habían com­prendido, pues hay que declarar que las órdenes que llevaba eran nombrándolos jefes de trinchera, y las señas que les hice, era para que se ocultaran tan luego como salgan. Efectivamen­te, se ocultaron y no he vuelto a ver a esos policías en los acon­tecimientos sucesivos; creo demás decir que no fueron ni un momento a tales trincheras. Pero ahora resulta que esos poli­cías, los únicos que pude salvar, por mi intervención personal, aparecen como víctimas escapadas, milagrosamente, de la ma­tanza salvaje de la cárcel: cuanta mentira encierra la historia. Yo conservo en mi poder un ejemplar de esos formularios de nom­bramientos. Después de entregar los nombramientos, me dirigí al alcaide y le dije: “Necesito hablar con el gobernador de Salaverry”, “no hay inconveniente”, me contestó y me hizo pasar a la celda del fondo, donde creo que hay una especie de jardín. Salió un señor de más de cincuenta años; su semblante, su gesto, su traje, todo me indicó al correcto caballero; bastante canoso, con una perrita muy simpática y bien cuidada, tenía los pulgares metidos en las bocas del chaleco, una cadenita cruzaba los bolsillos bajos del mismo y vestía traje plomo claro. Mientras entraba y se ce­rraba la reja a mi espalda, le hablé así: “Señor, los parientes de usted están diciendo que he ordenado su prisión; que me opon­go a su libertad y hasta que lo he tratado bastante mal; como us­ted comprende, nada de esto es cierto, pues ni siquiera he teni­do el gusto de conocerlo y mucho menos podía haber procedido así”. Entonces, me respondió: “Efectivamente, a mí también me han hecho creer que por orden de usted estaba preso y que se oponía Ud. a mi libertad”. Repliqué: “Sepa, señor, que yo no he ordenado ninguna prisión, antes bien, por el contrario, toda mi influencia personal le he puesto para suspender las prisiones decretadas para otros caballeros de esta localidad”. Entonces, díjome: “Soy gobernador de Salaverry porque repetidas ocasiones no han aceptado mi renuncia”; iba a continuar, pero le cor­té la frase diciendo: “Perdón, señor, no es mi fuerte enterarme de su ideología política, ni


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de las actividades que usted tiene, ni siquiera cómo cumple usted con el puesto que le ha confiado el gobierno; mi objeto, al venir a hablar con Ud. es sinceramente, rogarle que no crea lo que dice el vulgo, pues francamente hasta ignoraba que estuviese usted preso; por otra parte, mi hermano Rodríguez Palacios, el dentista, me ha pedido gestionar su liber­tad; se lo he prometido así; creo pues que entre una hora o me­nos, estará Ud. en libertad; me tiene usted a sus órdenes, buenas tardes”. 85.- Volví la vista por si distinguiese algún conocido y vi a un joven trigueño, vestido de plomo oscuro, con corbata de lazo, que parecía que me hablaba con los ojos; me acerqué a él y le pregunté: ¿En qué puedo servirlo? Díjome apellidarse Donaire; que era presidente de un club sanchecerrista y que de allí se de­rivaba toda la odiosidad que le tenían y que él no reconocía más crimen que ser amigo del gobierno y que no sabía de qué lo po­día acusar. A todo lo que le respondí: “No soy revolucionario ni he formado parte de este movimiento; las circunstancias me han puesto anoche al frente del mando de la plaza, y lo he aceptado con el único objeto de dar el mayor número de facilidades y ga­rantías; así pues cualquier recado para sus parientes, tendré gran placer en serle útil; por lo pronto, a usted y al gobernador de Sa­laverry voy a darles un alojamiento más aceptable, dentro de es­te hotel que claro está no tiene grandes comodidades para uste­des”. Y me despedí; volví nuevamente la vista y vi a otro joven que, por la cara me hizo comprender que era hermano de unas señoritas Guadiamus, de Cajabamba; me acerqué a él y le dije: “Soy muy amigo de sus hermanitas, me he criado en Ascope, donde posiblemente usted ha nacido; dos hermanos de usted han sido compañeros de colegio míos; ahora, si en algo puedo serle útil, me tiene a sus órdenes”. Me contó a grandes rasgos su actuación a órdenes del capitán del Puerto de Salaverry; le ofre­cí gestionar su libertad y le di la comisión especial de que cual­ quier recado de él o de sus compañeros de prisión tendría vivo placer en cumplirlo, para lo cual no tenía más que mandar un papel firmado. Guadiamus iba a salir, cuando vi otra cara conoci­da que de pronto me pareció la de un camarada de la Escuela de Artes y Oficios de Lima; a éste le dije: “Usted es Gonzales Tafur?” Afirmó, pero al ver la frialdad con que me recibió, le dije: “¿Ud. no ha estudiado en la Escuela de Artes de Lima?”, me res­pondió: “Mi hermano menor estuvo allí”; le ofrecí mis servicios personales, después de hablar con él sobre mi camarada de la es­cuela; le encargué que ayudase a Guadiamus en la comisión que le había dado y le ofrecí también gestionar su libertad.


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Me abra­cé de estos muchachos y me despedí sacando al Sr. Melly, gobernador de Salaverry, y al Sr. Donaire a otro alojamiento mejor. Con dichos señores me acerqué a la celda que ocupaba el malogrado teniente Villanueva, a quien le dije así: “Camarada: creo que no tendrá usted inconveniente para dar posada a estos dos caballeros, que están bastante incómodos dentro del montón. Hice abrir la reja y pasamos al alojamiento y mientras se hacía la presentación, tomé asiento en la cama y después de breves mi­nutos, satisfecho de la buena acogida, me despedí, ofreciendo hacer lo posible por arreglar la condición de los tres. Salgo y me dirijo a la Prefectura, siendo las 14 y minutos del día 8. 86.- Hablé con Silva Solís sobre la prisión del gobernador de Salaverry y me dijo que no dependía de él; hablé con Haya y le dije lo mismo, que necesitaba la libertad de dicho señor, y él me respondió lo mismo: “No depende de mí”. Perdiendo la ecuani­midad le dije: “Entonces ¿de quién diablos depende?; yo no he ordenado su prisión, el subprefecto y usted me dicen que tam­poco depende de ustedes”. El señor Haya me dijo que los jefes de pueblo habrían ordenado, sin duda, esa prisión. En tales cir­cunstancias y en presencia de algunos individuos del pueblo, les dije: “Yo no acepto que los jefes de pueblo quebranten mis ór­denes; he dicho que no debe hacerse más prisiones y sin embar­go este señor ha sido preso después de mi orden y lo que es peor, han hecho correr la voz de que yo he ordenado su prisión en es­tas condiciones, yo no puedo seguir como jefe de la plaza”, sa­qué la tarjeta de mi nombramiento y la arrojé sobre la mesa en la que trabajaba el prefecto. Volví la espalda como para abando­nar el despacho y entonces me cogieron de los brazos dos jefes de pueblo; me encaré con ellos y les grité: “¿Qué quieren de mí?, ¿tomarme preso también?, en buena hora; prefiero estar preso antes de ser maniquí de imbéciles! Ante esta actitud, todos me rogaron que me calme, que en adelante mis órdenes serían obe­decidas. Entonces les dije: “Mientras ustedes están haciendo pre­sos, las trincheras están abandonadas a su propia suerte. He or­denado que todo el mundo vaya a las trincheras y sin embargo veo un montón de gente en la ciudad; y el colmo de la ignorancia es tener más de cien hombres en la Prefectura, cuando esos hombres se necesitan en las afueras”. Volviéndome hacia el sub­ prefecto Silva Solís, le ordené que ponga en libertad a todas las per­sonas que habían sido apresadas después de mi primera indica­ción, la noche anterior, pidiendo que se suspenda toda prisión. Cuando todos hicieron protestas de que obedecerían mis órde­nes, me dirigí a Haya de la Torre y le dije: “Prepárese, entre un momento salimos a rondar las trincheras”.


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87.- Saliendo del despacho me dirigí al compartimento que ocupaban los señores jefes y oficiales, cuando más o menos serían las quince y diez. Saludé al comandante Silva y al mayor Pérez Salmón: hice a todos una venia y me acerqué al comandante, a quien le hablé así: “Perdón, mi comandante, dentro de media hora le daré cuenta por qué estoy al frente del puesto de jefe de la plaza; creo que algo se ha de escuchar aquí de lo que se grita al otro lado y esto me evitará muchas explicaciones”. El coman­dante me respondió entonces: “Algo comprendo; tenga un po­quito de tino, no se violente en esa forma; le recomiendo que haga vigilar el cuartel para que no lo saquen, allí tienen los ofi­ciales todo su equipo; le recomiendo especialmente mi montu­ra”. Cuando terminó, le respondí: “El teniente Ramírez con tres policías, vestidos de paisano, tienen a su cargo el cuartel, pero este oficial hasta ahora no me ha dado cuenta de haber tomado su puesto; si puedo, pasaré hoy hasta el cuartel”. Me despedí en seguida. Esta es la primera entrevista que mantengo con el comandan­te Silva, porque las circunstancias no me lo habían permitido antes. 88.- A horas quince y treinta más o menos salimos en un auto, yo y el señor Haya con dirección a las trincheras. Nos dirigimos hacia la Portada de la Sierra, salida de Laredo. Durante el tra­yecto le hablé al señor Haya sobre lo descabellado del movi­miento y las fatales consecuencias que traería; que lo convenien­te era suavizar las dificultades producidas; que procurase comu­nicarse telegráficamente por intermedio de las autoridades de­partamentales vecinas, con Lima, ya que esa oficina no quería recibir directamente nada de Trujillo; que lo más conveniente era solicitar reciban un parlamentario o que el gobierno envíe otro de allá. Entonces, el señor Haya me dijo: “Y suponiendo que me acepten, ¿qué voy a decir?”. Le respondí: “Tendrá que decir sencillamente la verdad: que usted no es el autor del movimiento y que nos hemos visto obligados a asumir el mando, tan solo por evitar desmanes y controlar al pueblo; que todo Trujillo corre inminente peligro; que las vidas, honores, intereses de la sociedad están en manos de un populacho que si no podemos contener, hará destrozos; que si el gobierno no nos ayuda en esta difícil tarea, dentro de poco seremos impotentes; que hay además un grupo de presos de consideración, que no sabemos la suerte que pudieran correr en manos del populacho desenfrena­do, si llegara ese momento fatal; salvo que usted para evitar ma­yor responsabilidad, quiera poner en libertad a todos los jefes y oficiales”. Parece que mis palabras hicieron ver más clara la gra­vedad del momento al señor Haya de


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la Torre, pues por toda respuesta me dijo: “De todos modos pediremos un parlamenta­rio a Lima”. Llegábamos a la salida de Laredo; bajamos del carro y pudi­mos constatar que habría unos cuarenta hombres que se dispu­taban el trabajo de hacer trincheras; así seguimos revisando los demás sectores, mientras los aeroplanos evolucionaban sobre la ciudad rompiendo sus fuegos de ametralladoras y bombas. 89.- Serían más o menos las 16.30 cuando, regresando a la ciu­dad, me acerqué de nuevo al salón que ocupaban los señores je­fes y oficiales. Entré saludando a todos y me dirigí particular­mente al comandante Silva, a quien rogué me acompañara; sali­mos de este salón, penetramos al grande que da a la puerta prin­cipal, pasamos del billar, y el siguiente de la biblioteca y por úl­timo tomamos asiento en el salón grande, de recepción. A gran­des rasgos referí al comandante mi actuación, desde el momen­to que tengo conocimiento de la toma del cuartel hasta el ins­ tante en que acabamos de sentarnos. Cuando hube terminado me dijo: “Lo felicito a usted, sinceramente, no podía ser de otro modo; todo lo que sea tratar de contener desmanes del popula­cho está muy bien hecho; no se preocupe por lo que pueda de­cir el gobierno, pues yo tengo la seguridad de que se prestará ab­soluta confianza a lo que yo pueda decir”; después, continuan­do me dijo así: “Lo felicito sinceramente, cuando las cosas se calmen un poco, sabré hacerme oír, y entonces, le respondo que todo lo que ha hecho usted se reconocerá como muy bien he­cho”. Le referí en seguida la conversación que acababa de soste­ner con el señor Haya y le ofrecí que si deseaba, él y todos los camaradas podían ser puestos en libertad, siempre que se ocul­ten inmediatamente para evitar que el populacho vaya a estropearlos. A esta insinuación mía dijo: “Eso no; la libertad de ningún modo; ¿qué diría el Gobierno?, pues cómo explicaría mi libertad y la de mis oficiales?; cualquiera que sea la suerte que corramos, prefiero que las fuerzas del gobierno me encuentren prisionero”. Pero yo le objeté: “Yo creo mi comandante, que lo que usted me dice es su opinión personal, particular; pero puede haber oficiales que prefieran estar en sus propios domicilios; hay además un oficial, el alférez Picasso, que estando enfermo, debe­ría pasar al hospital; por consiguiente, le ruego consulte la opi­nión de todos ellos, sin hacerles la menor presión, pues todos es­tamos jugando la vida a cara o sello y por lo menos cada uno de­be escoger cómo ha resuelto esperar los acontecimientos”. “Con­sultaré, me dijo el comandante, pero tengo la seguridad de que todos correremos la misma suerte”. Dijo esto


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como levantarse, obligándome a hacer lo mismo, mientras que como acompañar­lo, le decía: “Creo que entre media hora ya podré saber lo que han resuelto” “creo que sí”, fue su respuesta, y ya no conti­nuamos hablando porque estábamos en presencia de unos 20 o 25 hombres del pueblo; lo dejé en su salón y salí, eran las 17 del día 8. 90.- Me dirigí a casa, hablé con el capitán Martínez y le referí todo lo que había hecho desde el momento que salí después de almorzar. Este camarada me aconsejó que tenga tino y que no sea tan violento, como queriéndome hacer comprender que esta­ba jugando con las astas del toro. Pasamos al comedor, tomé una taza de café y en nuestra habitación nos pusimos a fumar. En todo momento que hablé con el capitán Martínez, me ma­ nifestaba su vivo deseo de ir a reunirse con los jefes y demás oficia­les que se encontraban presos: cuánto esfuerzo he desplegado en sentido contrario! Se paseaba día y noche, obsesionado con la idea de estar al lado de los jefes y oficiales de Artillería; este oficial, que sabía de todo lo que era capaz esa multitud desbor­dada en sus pasiones, de la que había sido prisionero más de tres horas, temía más al que dirán del Gobierno. ¡Oh! cuánto he hecho porque no se presente a acompañar a los camaradas cuya suerte ignorábamos, hasta la noche del día 9; yo quisiera conocer, si en el alma de ese oficial hay un poquito de gratitud, por todo lo que hice por él. Pues, francamente, temo que el pá­nico lo haya hecho olvidar hasta la dirección de la casa, donde no solo se le brindó refugio, sino se le hizo participar de la pobre intimidad de un hogar, que tiene gran predilección por el uniforme. ¿Qué me dice usted del capitán Demetrio Martínez? Bonda­dosamente debo cederle la palabra, no soy de los que acusan sin escuchar antes. 91.- A horas 17.30, subo en un auto y recorro todos los sec­tores. Las trincheras están hechas y fatalmente aún queda enor­me fuerza motriz en el populacho; es entonces que me veo pre­cisado a pretextar que están mal hechas; que hay que hacerlas de nuevo; y que hay que hacer más trincheras; y recomiendo que por ningún motivo abandonen las trincheras, que de un momento a otro tendríamos a las fuerzas del orden; y siendo las 18.40 me dirijo a la Prefectura. 92.- A la hora citada, tengo la tercera entrevista con el malo­grado comandante Silva, quien me acompañaba nuevamente al mismo salón de recepciones; le di cuenta que tenía el orden de la ciudad completamente asegurado y que había retirado el ma­yor número de hombres de


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la Prefectura, con el objeto de facili­tar por la puertita falsa del club, la libertad de todos los camaradas, y, sin dejarme terminar el pensamiento, díjome: “Todos los oficiales han resuelto espontáneamente permanecer presos; así pues, de aquí solo las tropas del gobierno nos sacarán”, enton­ces le rogué que me hiciera el favor especial de prestarme aten­ción y más o menos le dije: “¿Pero es entonces mi comandante que no se han dado cuenta los señores oficiales de que hay un peligro inminente no solo para la ciudad, sino muy especialmen­te para los presos? Usted comprende que yo solo soy impotente para evitar la catástrofe; yo estoy completamente agotado; y si en lugar de prestarme facilidades, se niegan a aceptar la libertad que les ofrezco en la única forma que me es posible, me veré obligado a abandonarlo todo, y que cada uno corra la suerte que el destino le depare. A su nueva negativa, le rogué que me hicie­ra el favor de cablegrafiar al Gobierno, pidiéndole en nombre de toda la corporación que acepte un parlamentario. “Eso sería peor que aceptar la libertad”, me dijo: “Comprenda usted, Rodrí­guez, que la dignidad de todos mis oficiales está de por medio”. Yo insistí: “Si usted no me ayuda mi comandante, no puedo por mi solo responder de la situación: hay de por medio miles de vi­das, amigos y hasta familiares del Gobierno; hay mujeres y niños inocentes; los aviones han roto los fuegos hoy en la tarde, co­menzando a arrojar bombas; pero no es esto lo que más temo: si la ira del pueblo pudiera desfogar contra los aviones, estaría bien, pero cuando se reconozcan impotentes contra ellos, lo harán contra los inocentes de la ciudad”. Hubo un minuto de vaci­lación; creí haber conseguido mi objeto, por lo que continué así: “Por favor, mi comandante, le repito que yo ya no puedo conti­nuar solo, ayúdeme; los dos podemos hacer mucho o moriremos juntos; si usted no me ayuda, entregaré el mando de la plaza, me daré preso y todo lo que se ha ganado, se perderá solo por el te­mor del que dirá el Gobierno”. Él seguía pensando y yo conti­nué: “Las trincheras han dado un gran resultado; toda la aten­ción del pueblo está puesta en ellas. Fácil me será hacerlo reco­nocer como jefe de la plaza y usted con su prestigio y amigos puede conseguir en Trujillo mucho más que yo. Por lo menos que el Gobierno acepte una conversación telegráfica”. Entonces me contestó: “Ni pensemos en eso, Rodríguez, la única salva­ción sería que se invite al cuerpo consular para manifestarle la situación general y pedirles su apoyo. Ellos pueden hacerlo y no le quepa la menor duda que lo harán”. Así pues, hay que reconocer que la idea de pedir el apoyo al Cuerpo Consultor de Trujillo, nació en el cerebro del malogrado comandante


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Silva. Le agradecí sinceramente por la idea salvado­ra que ofrecía, lo acompañé hasta su alojamiento y me despedí, siendo las 19 horas y minutos. Hago presente que durante esta tarde, quité tres quepís, dos de capitán y uno de alférez, que tres individuos del pueblo llevaban puestos; los mismos que en tres veces sucesivas los dejé en la ha­bitación que ocupaban los jefes y oficiales, preguntando por sus dueños. 93.- Parece mentira, pero estas entrevistas o conferencias per­sonales con el comandante Silva, según las leyes de la probabili­dad, solo estarían respaldadas por mi palabra de honor. Pero Dios no puede permitir semejante cosa; aunque a simple vista son muy pocos los que sobreviven de los que acompañan al co­mandante Silva en su prisión; sin embargo, han de ser suficientes para reforzar mi declaración, porque tengo la plena seguridad de que por mucha que haya sido la reserva que el mencionado jefe hubiera querido guardar, algunas palabras sueltas o tal vez verda­deras consultas han escuchado los señores, investigador Cárde­nas, Ulderico Riva, Leonidas Peralta y el primo de este último. Estas conferencias las realicé espontáneamente, de mutuo pro­pio, sin consultar ni dar cuenta a nadie, siempre guiado de mi propósito de buscar la forma de limar todas las asperezas posi­bles. 94.- Dejando al comandante, pasé al despacho prefectural y dije al Sr. Haya de la Torre: “Invite Ud. al Cuerpo Consular de Trujillo para las 9.30 de la noche, a fin de tener una conferencia sobre la situación general”. Entonces, quizo objetarme no sé qué y le corté la frase, diciendo: “Soy el jefe de la plaza y así lo ordeno”, volviendo acto continuo la espalda para dirigirme a mi domicilio. A las 9 horas y minutos estaba de regreso a la Prefectura. Uno a uno van llegando los SS representantes del Cuerpo Consular; una vez en el salón de honor del club y después de una ligera presentación, más o menos dije así: “Señores miembros del Cuer­po Consular, me he permitido rogar a Uds. que honren con su presencia este recinto, a fin de suplicarles que por muy cortos momentos me prestéis toda vuestra atención. A vuestra elevada inteligencia no escapará la muy difícil situación porque atraviesa Trujillo”. Al volver la cara, vi tres voluminosos libros en poder de uno de los SS. Cónsules, disponiéndose a abrir uno de ellos, por lo que continúe asi: “Veo unos voluminosos libros y he de rogar que estos no se abran, pues esta ciudad es hoy una plaza revolucionaria; desgraciadamente, en las guerras y en las revoluciones


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y en la hora difícil de la prueba, no hay tiempo de con­sultar los tratados, ni menos los artículos de esos libros que su­pongo sean derechos internacionales. Perdón, señores, si en el acento de mi voz sólo digo lo que pienso y lo que siento; así, pienso, señores, que con un poquito de buena voluntad de parte de Uds., podríamos evitar a Trujillo espantosas horas de angus­tia que se avecinan. No sé si os habéis dado cuenta de cómo ha comenzado este movimiento y las proporciones que debía haber tomado, pues son del dominio público; y la forma como he evi­tado esa danza macabra, desde el momento que asumí el mando de la plaza; así pues, ante Uds. y por tan digno conducto ante el mundo civilizado, he hecho todo lo que se ha podido por amor a la humanidad; solo falta un simple detalle y espero de la bon­dad de Uds. que me ayudéis a completar la obra: se trata, seño­res, de que la escuadrilla aérea ha comenzado a bombardear la ciudad; esto, francamente no es posible; está vedado por las le­yes de la civilización; dentro de la ciudad no solo hay revolucio­narios; hay antes que todo ancianos, mujeres y niños verdadera­mente inocentes; hay también extranjeros a quienes Uds. repre­sentan, partidarios y amigos del Gobierno. Ya que los hombres se encaprichan en jugar a la guerra y esta no se hace con confites, preciso es que el gobierno sepa que todos los vecinos de la ciudad, el comercio, las mujeres y los niños, han tenido hasta es­te momento amplias garantías, como a ustedes consta; garantías que se ha conservado merced a mi esfuerzo personal, pero como tememos que el bombardeo continúe segando tantas vidas ino­centes, es necesario que ustedes interpongan su valioso concurso a fin de conseguir se envíe de Lima un parlamentario o se acepte al que pudiera enviarse de aquí, para evitar mayores desgracias a la población no combatiente. No creo demás hacerles presente que todos corremos un inminente peligro y que espero, mucho, mucho, de ustedes por amor a la humanidad. Como comprendo que necesitáis consultar y cambiar ideas, dentro de media hora estaré muy honrado por vuestra respuesta”. Pedí permiso y me retiré. 95.- Advierto que tuve el tino de observar el efecto que cada una de mis frases producía en tan selecto auditorio; el continuo movimiento de cabezas, en señal de aceptación, me dio la espe­ranza de ser bien comprendido. Me retiré para dejar mayor liber­tad al Cuerpo Consular; fatalmente, no hizo otro tanto el señor Haya de la Torre, por mas señas que le hice para que abandona­ra el lugar; y tengo la plena seguridad de que el cambio de frases que el señor Haya sostuvo con los SS.


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Cónsules, hizo perder lo mucho que se había ganado. Salí y me dirigí al salón donde es­taban los SS. Jefes y Oficiales; pregunté a cada uno si no se ofre­cía algo para sus familiares; al recibir respuesta negativa, tomé asiento al lado del comandante Silva, a quien le referí la entre­vista que acababa de tener y la probabilidad de su éxito. Saliendo, me puse a pasear en el corredor, esperando se venciera el plazo señalado; iba a ingresar, pero al darme cuenta de que seguían discutiendo, me retiré para regresar diez minutos después. 96.- Cuando llegué encontré a tan distinguidos caballeros de pie; uno y otro comenzó a hacerme ver la conveniencia de aban­donar la ciudad. Que lástima, no me habían comprendido; si la inminencia del peligro se hubiera salvado con el abandono de la ciudad, no habría titubeado; pero llevaba más de 24 horas pen­sando sobre el asunto del abandono de la ciudad y solo encontraba que esta medida precipitaría los acontecimientos; por eso mani­festé a dichos señores: “El abandono de la ciudad es material­mente imposible; mucho he pensado en este sentido y creo que el efectuarlo daría lugar a incalculables desgracias, cuya magni­tud no puedo precisar. Ruégoles, señores, hacer un cable al Gobierno pidiéndole acepte o mande un parlamentario; solo, como estoy, no puedo evitar una catástrofe; mejor dicho, dos: una dentro de la ciudad y otra a inmediaciones de ella; toda mi men­ te está en evitar el derramamiento de sangre inútil; necesitaría hacer una movilización, una gran movilización, lo que es imposi­ble, y aún haciéndola, no evitaría el sacrificio de vidas inocen­tes. Perdón si no puedo ser más explícito; a vuestro elevado cri­terio no escapará lo que omito decir; por lo que les ruego cam­bien nuevamente de ideas, mientras me retiro por segunda vez”. Iba a alejarme, cuando el señor cónsul de Japón, me dijo: “No hay necesidad; no podemos hacer el cable que usted nos solicita pasemos al Gobierno”. Entonces le repliqué que si no se hacía al Gobierno, podía hacerse a los representantes diplomáticos, me respondió el mismo señor Larco: “Creemos que es imposible ha­cer el cable, porque es demasiado tarde para que llegue oportu­namente”. “Eso de tarde, no señores —dije yo—, un cable es en­tregado a la Legación a la hora que llega, recién comienza la vida en Lima; además hay que tener presente que todo corre inmi­nente peligro”. A lo que me respondió el Sr. Larco Herrera: “En cuanto al peligro nos tiene sin cuidado; cualquier cosa que pase se harán las debidas reclamaciones”. Me vi obligado a decirle: “Ustedes, señores, están amparados por sus propias banderas, pe­ro hay otros que


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en este momento, siendo inocentes, no tienen bandera que los ampare: en nombre de ellos os vuelvo a rogar”. Siempre el señor Larco: “Ya hemos estudiado el punto y vemos imposible hacer el cable”. Yo agregué: “¿Pero es que no os dais cuenta de que hasta ustedes corren inminente peligro? “No lo creemos; además: siempre nos quedará el derecho de reclamar”, dijo el señor Larco; por lo que le contesté: “No sabía que los muertos, pudiesen reclamar. No tenemos nada en discusión. ¡Señores, buenas noches!”. Mucho, mucho más se ha dicho en esa conversación con los señores miembros del Cuerpo Consular; no es mi fuerte ocultar nada, antes bien por el contrario: quisiera haber tenido un hábil taquígrafo. Fracasada la conversación con los cónsules, se hizo lo posible por tener una con los hombres prominentes de la localidad. Pero ¿dónde encontrarlos? Desde los primeros momentos de la revo­lución, todos estaban ocultos. ¡Que terribles verdades he apren­dido en tan atroces momentos! Esos prominentes hombres, que con sus leyes nos empujan al cumplimiento del deber, a la hora del peligro se ocultan, abandonando a su propia suerte la vida, los intereses y hasta sus propios honores; un solo hombre de los que llamamos prominentes no fue capaz de enfrentarse a la mul­titud; necio de mí; para reunirlos solo me faltó hacer reparticio­nes del Presupuesto Nacional, solo entonces ellos acuden en enormes masas incontenibles. ¿Queréis encontrar prominentes hombres? Dad un banquete y veréis que con banda de música recorren las calles a ho­ras de la noche. 97.- ¿Con qué querrían que haga la movilización: apoyado por las alas del viento, o en las alas de la fantasía? ¿No comprendie­ron tan distinguido Cuerpo Consular y los que se llaman promi­nentes hombres que, desde el momento que se pensaba en la movilización, nadie podría haber respondido de los enormes in­tereses de la sociedad? ¿Es que no llegaron a saber que el núme­ro y calidad de los presos solo había disminuido por esfuerzos titánicos que solo yo hice? Sin los grandes sacrificios que yo hi­ce, las víctimas de la cárcel no habrían sumado 60, habrían sido diez veces más y de lo más selecto de la ciudad. ¡Cuánta injusti­cia! ¡Oh! ¡cuánta ingratitud! ¡Todo lo expuse por Trujillo, por su comercio, por su alta sociedad! 98.- En las conferencias con el malogrado comandante Silva sobre la libertad de los camaradas, asumía de hecho el máximo sacrificio; a


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nadie escapará que habría pagado con la vida, cuan­do se hubiesen dado cuenta de la maniobra de dar libertad a los presos. Solo el “qué dirá el gobierno” llevó hasta la tumba a tan­tas vidas inocentes, dignas de mejor suerte; y lo peor de todo es que el “que dirán” ha sido de todos modos insalvable; cuando se serenen los ánimos; cuando calme la ira, el odio y la venganza de ambos lados: La Historia dirá: “No murieron defendien­ do ni rescatando su cuartel; murieron victima­dos en la cárcel por el qué dirá el Gobierno”. 99.- Ha fracasado la reunión de los cónsules y también, por estar escondidos, la reunión de los prominentes hombres; y aun­que quieren los señores cónsules lavarse las manos, la sangre de­rramada en la cárcel pesa sobre sus conciencias de irresponsa­bles; y digo irresponsables, no porque carezcan del don de inteli­gencia; sino porque no hay responsabilidad en el mundo para los grandes magnates; dad gracias, señores cónsules, que en nin­gún momento pensé, ni sentí con esa muchedumbre desenfrenada en sus pasiones primitivas; de lo contrario, no hubiese evita­do las prisiones; no hubiese libertado prisioneros; el total de pre­sos habría llegado a 700, y tal vez hasta a mil; y dentro de estos, selectamente de preferencia, hubiese tenido el honor de daros los más cómodos alojamientos; solo entonces, a vuestra elevada inteligencia no escapará que el resultado habría sido otro: vein­te naciones a una sola voz habrían ordenado: ¡Alto el fuego! que era el único propósito que alentó mi al­ma. Y si no se hubiesen apurado a ordenar: “Alto el fuego”, la conflagración Sudamericana habría ya comenzado en las costas del Pacífico. Pero Dios no ha querido semejante cosa: que yo forme parte de los revolucionarios; y sí asumí —a mucho ruego— el comando de la plaza fue solo para dar garantías a todos, co­mo lo hice, mientras me fue posible sostenerme en el puesto, con dignidad. ¿No es verdad: capitán Demetrio Martí­nez? Son las 24 del día 8, y muy pocas firmas se habían consegui­do para pasar un cable al Gobierno pidiendo que no bombardee la ciudad. 100.- Aunque todos abandonan los grandes intereses de la lo­calidad: vidas, intereses y honores, mi deber es rondar los dife­rentes sectores; solo a inmediaciones de las trincheras hay vida, movimiento; y pese a mis mayores esfuerzos porque la gente no se emborrache, no son pocos los que están en este estado; desde el momento que veo el aguardiente, ya no puedo pensar en des­cansar; temo más a los efectos del alcohol, que a todas las ame­tralladoras juntas; por eso amanezco rondando hasta


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las prime­ras horas del día 9 de julio; y solo a horas 6 de la maña­na, me retiro a descansar. 101.- Y hay que tener en cuenta, como se hace esta ronda desde las 24 del día ocho, hasta las 6 del día 9. Comienza el día 9 y los hombres semiborrachos comienzan también a ver visiones por todas partes. De todas las trincheras me llaman a la vez; salgo en dirección de una, para volver al minuto a otra; lo que es peor: comienza a llegar gente de las haciendas; de Laredo acaban de entrar tres camiones trayendo peonada; cada uno trae de 25 a 30 hombres; pero el pánico ha sido tal que personas al margen de los acontecimientos aseguran que han ve­nido en cada camión por lo menos ochenta hombres; por la Por­tada de Mansiche acaba de ingresar un camión trayendo gente de Cartavio; los hombres emboscados de esta trinchera dan re­petidas veces la voz de alto, sin embargo, el camión avanza velozmente, rompiendo los fuegos sobre los hombres emboscados; es­tos se ven obligados a contestar; por fin son detenidos en la trinchera donde se constata un muerto y un herido. Es así como comienza el día fatal para la historia; son las dos de la mañana y la sangre misma de los revolucionarios ha bautizado ya la trin­chera; unos a otros se hacen responsabilidades; pero la verdad es que sobra coca y aguardiente. Los que han ingresado de Cartavio dicen que las tropas del gobierno están combatiendo ya en dicha hacienda y que avanzan sobre Trujillo en cuatro camiones. De pronto vienen en mi busca: “Ya entran por la Portada de la Sierra”; salgo en dicha dirección y solo encuentro que los borra­chos siguen viendo visiones. Son las 6 de la mañana y la mayor parte de la gente se ha retirado a descansar; desgraciadamente, todas las medidas para ir pasando las armas de los inconscientes a otros susceptibles a otros suceptibles de estar mejor tenidas, no han dado el resultado deseado; pues los hombres al retirarse a descansar se han llevado las armas. 102.- Vestido estoy sobre la cama; imposible dormir, las ideas se arremolinan, atropellándose las unas a las otras; la materia descansa pero el alma, el cerebro, siguen luchando contra lo irre­mediable. Que terrible es prever los acontecimientos y a pesar de todos los esfuerzos y de todos los sacrificios, tener que reco­nocerse impotente ante el ¡¡sino fatal!! Así pasaron tres horas de mortal angustia; nada ni nadie viene en mi ayuda; los que todo lo pueden en tiempo de paz, en el momento solemne de la prue­ba, están escondidos; nada les importa y les falta el valor hasta para defender sus propios hogares. ¡Oh mujeres de Trujillo, si tenéis un poquito de pudor, tened asco de vuestros padres, de vues-


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tros hermanos y de vuestros esposos; todos son unos cobar­des. Toda la salvación de muchas preciosas vidas han sido, mal que le pese a todos, estas benditas trincheras bautizadas con su propia sangre. En esas trincheras se desgastó toda la fuerza bruta que en las primeras horas del día 7 arrolló y pisoteó todos los poderes de la ciudad. Benditas trincheras que solo han servi­do para sepultar una parte de todo el odio, de toda la venganza, de esos leones hambrientos que asaltan y rinden un cuartel. Des­de el momento que asumí el comando de la plaza, hasta el mo­ mento fatal en que lo dejé, por circunstancias superiores a mis fuerzas físicas y a mis fuerzas morales, toda la atención y toda la potencia destructora de los revolucionarios, está concentrada en esas trincheras; solo por eso. ¡¡En nombre de Dios san­to, mil veces benditas sean, trincheras de trujillo!! Tan grande triunfo sobre la multitud enfurecida, du­rante tres días, sin tener buques ni escuadrillas, ni siquie­ra una espada al cinto, basta para llenarme de vanidad y de or­gullo. 103.- Son las nueve de la mañana y comienzan a llamar in­ sistentemente de la Prefectura, pero las pocas cabezas sensatas han desaparecido; en todos solo veo un espanto general; ya no tienen la astucia del zorro, ni el arrojo del león hambriento; to­das las caras están largas, mustias y me reciben con esta frase: “El Grau está desembarcando gente”; así me lo dicen todas las caras, todos los ojos, todas las bocas. Un jefe de pueblo dice: “Acabamos de mandar dos cañones más a Salaverry, con la or­den de que si no alcanzan a avanzar, resistan en Moche”. Otro agrega: “La trinchera de Moche no presta confianza”. Todos ha­blan... Mientras que esto sucede en el despacho, en el patio se está equipando dos camiones que deben ir a reforzar la trinchera de este lugar, posiblemente la primera que ha de ser atacada. Dicho sea de paso que ignoraba la existencia de esta trinchera; es en­tonces que librándome de ese manicomio, resuelvo ir a conocer­la. Llegamos y la obra es perfecta, técnicamente trazada; enton­ces pregunto: “¿Quién ha dirigido esta trinchera?”. ¡Oh! ironía del destino: un hombre que un día recibió todo el calor, todo el amor de la Patria bajo sus estandartes benditos, hoy por circuns­tancias del acaso, y lleno de ira, de odio y de venganza ha hecho una trinchera, que militarmente es perfecta. Cuatro hombres bastaban para defender —con mucho éxito esa defensa; pero hay 14 fusiles y 28 hombres para defenderla; es decir, siempre un hombre listo para ocupar la baja del compañero de combate. En la bocacalle siguiente se hace precipitadamente otra, igual en todo a la anterior con gente de Laredo; a la subsiguiente se hace otra con gente de Cartavio. Las dos son hechas


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precipitada­mente en menos de una hora; son hechas con vehemencia, con furia; con todo el espíritu combativo de nuestra raza; qué lásti­ma de energías y vidas perdidas inútilmente, en lucha de caínes. Comienzo a recorrer nuevamente las trincheras de todos los sec­tores, y en todas hay el doble de hombres al número de fusiles; son las once y se me ocurre ir al cuartel para comprobar si el te­niente Ramírez ha cumplido las órdenes para cuidar el equipo de los oficiales y los almacenes del regimiento. 1-4.- Unos doscientos metros antes de llegar, hago detener la marcha del auto; ordené que el carro siga a unos cien metros, despacio; y que el chulillo me siga a unos 20 pasos; así, avanzo solo; estando muy cerca, veo que un hombre, ocultándose, saca un costal lleno y lo arroja al otro lado de la tapia, por el lado del tenis; hago una seña para que se me acerque el chulillo y le pi­do el arma que lleva: un revólver que trajo Pizarro para conquistar el Perú; avanzo cautelosamente por la izquierda y en un cuarto antes de la sala de la biblioteca, encuentro 6 hombres que están saqueando las prendas de los oficiales, a quienes to­mándolos de sorpresa ordené “manos arriba”, hay un segundo de vacilación y de intento de escapar y grité: “El primero que se mueva le destapo los sesos”. No resisten, pero la habitación no es segura; entonces ordeno que el chulillo apunte el arma, mien­tras que yo personalmente entro, cojo al que creo el más audaz y poniéndole una llave japonesa, lo saco y lo alojo en la habita­ción que era del cuerpo de guardia; parece más segura puesto que no tiene ventanas; uno tras otro paso a los seis hombres; hasta esto ha llegado ya el auto y ordeno al piloto que me traiga cuatro hombres armados, rápidamente: han pasado muy pocos minutos, ya están los hombres armados; pongo uno en cada ha­bitación para arreglar las cosas; y en la habitación donde encon­tré a los hombres, dos de estos arreglan todos los equipos; los hombres que encontré cada uno tiene puesto tres pantalones de la mejor tela; los hago desvestir; todos los baúles de los señores oficiales han sido fracturados; parece que el oficial que comisio­né se limitó a reunir todos los equipos en un solo cuarto; dentro de las monturas de parada, busco una que sea del comandante Silva, para poder guardarla, por sus repetidas recomendaciones; y cansado de buscar dicha montura, reuní a los seis presos y más o menos les hablé así: “Ustedes son peor que los comunistas, son unos vulgares rateros y debo fusilarlos”, esto es como alinearlos; el espanto de estos infelices me hace sonreír y continuando dije: “Les perdono la vida a condición de que


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vayan a pregonar por todas partes, que al primer ratero o al primer comunista que se presente en mi camino, de hecho, lo fusilo”. Los dejé en liber­tad y recomendé que los cuatro hombres cuiden el cuartel y que al primer sospechoso que se acerque le peguen un balazo por los pies. 105.- ¡Oh! que misterios que tiene el Arcano! Por cumplir una recomendación del malogrado comandante Silva de “salvar su montura” el inminente peligro en que he estado. Si la habría podido distinguir entre tantas, forzosamente la habría tenido que llevar a mi casa y, entonces, el capitán Rodríguez, acusado una vez más por las apariencias, habría sido un vulgar ratero pa­ra todos; encontré una caja de campaña cerrada, la única, con las iniciales (A.R.); comprendiendo que sería del teniente Aní­bal Ramírez la puse en el auto. Pasé nuevamente vista a los di­ferentes compartimentos; todo había sido destruido, desapareci­ do; hasta los cómodos cojines de las sillas de la sala biblioteca; la hermosa ortofónica es lo primero que echo de menos; entro al comedor y hasta los platos se los han llevado; paso nuevamente hasta el fondo de la cuadra que ocupó la infantería; allí están, como el día 7, el perro grande manchado y el perrito chico chocolate; parece que se están alimentando de la sangre coagula­da; como el día 7, los vuelvo a llamar, pero sin hacerme caso ellos siguen clavados en el suelo, echados como centinelas noc­turnos; más fieles, más leales y más valientes que todo el cuerpo de guardia, de esa noche espantosamente dolorosa para la Patria. Los gallinazos están de banquete sobre la bestia —qué murió en su pesebrera— por una bala del combate; los depósitos de muni­ ción allí están nuevamente abiertos; nadie ha tocado las cinco piezas de artillería que dejé ocultas el día 7, allí están los ca­jones de municiones y también los aparatos de puntería, feliz­mente nadie se ha dado cuenta de su importancia; solo el utilizar esas cajitas, habría cambiado la faz del combate; me regreso a la ciudad y a la altura de la línea, la escuadrilla aérea comienza a ametrallarme, salto del auto y or­deno que me espere en el club. 106.- La gente curiosa por ver las evoluciones de las máquinas de guerra, está amontonada en las esquinas y en las puertas de sus casas; ordeno que no formen grupos; en el cruce comisaría —Recreo, tomo hacia esta plazuela, bajo por el jirón Progreso y una cuadra antes de llegar a la plaza, volteo hacia la derecha; ter­mino la cuadra y bajo por la mano izquierda de la Independen­cia, para después tomar La Libertad; apenas habría dado 20 pa­sos por la calle de la Independencia, cuando


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de un balcón pre­tendieron victimarme por la espalda; sentí el primer disparo de pistola de pequeño calibre, y es tal mi serenidad, mi sangre fría, que ni siquiera volteé para ver de dónde me hacían fuego; mas no bastó esto; el victimario hizo un segundo disparo, como el ante­rior, fatalmente no hizo blanco; volteé la vista, me orienté de la dirección de los disparos y seguí sereno paso a paso, con los pulgares metidos en los bolsillos superiores de mi dorman! Llegué hasta la trinchera de Mansiche y pocos minutos faltaban para las doce; todo estaba en orden en dicho lugar, y como no tenía nada que hacer allí, regresé por el mismo camino que llevé. Temerariamente volví a pasar por el mismo sitio. ¿Dónde estaba mi valiente victimador? ¡Oh! qué valiente: disparó dos veces, por la espalda de un hombre indefenso, que estaba empeñado en sal­var a la ciudad a toda costa; cuando estuve por llegar a mi casa, no pude dejar de ser humano, y es así cómo enteré a personas conscientes de la localidad el crimen de que había sido víctima; a quienes más o menos dije así: “Nadie se ha dado cuenta de mi misión salvadora; antes bien, por el contrario, pretenden victi­marme por la espalda, los mismos cuyos intereses estoy defen­diendo; antes que esto suceda, prefiero dejar el mando de la pla­za a otro en quien tengan más confianza, yo no puedo seguir ex­poniéndome por gente tan malagradecida; y de seguir, temo per­der la calma y repeler el ataque, y en un segundo, justamente indignado, pulverizar, haciendo uso de toda la fuerza bruta de que dispongo; a un hombre ingrato o ignorante; esto sería lo de menos si no cayesen muchos inocentes”. Todos los que me escu­chan quieren que les enseñe la casa de mi inconsciente enemigo. Y entre cuatro caballeros nos dirigíamos para que yo les enseñe la casa; pero paso a paso, voy tranquilizándome y cambiando de parecer; mido mis fuerzas y comprendo que no tendría el valor de poder contenerme ante la presencia del probable y débil ad­versario. No tenía más que llegar a la casa y sacarlo del cuello y ordenar inmediatamente su fusilamiento en la misma plaza prin­cipal; hago un esfuerzo sobrehumano para sepultar en mi pecho la venganza que siento nacer y desisto de ir a señalar la casa. Había llegado hasta la puerta de la casa del doctor Morales, quien viste de plomo y está acompañado por un señor de lentes; es la primera vez que veo al doctor Morales; yo y mis bondado­sos acompañantes detenemos nuestros pasos y referí a dichos caballeros, después de una ligera presentación, lo que sucedía; el doctor Morales y su acompañante también insisten en que ense­ñe la casa de donde me habían hecho fuego; al doctor Morales y a su acompañante se les hizo comprender que


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había asumido la jefatura de la plaza, precisamente para dar garantías a quienes más las necesitaban: a los amigos del gobierno; esto porque des­ de el primer momento era del dominio público los probables desmanes de los revolucionarios; ante las nuevas insistencias dije: “No debo enseñar la casa, pero sí les ruego crean que es ver­dad lo que digo; a la vista de la casa yo mismo quería contener­me; ordenaría el asalto o ataque de la casa; y también ordenaría el fusilamiento del hombre u hombres que encontrase dentro de esa guarida de asesinos; y entonces sería el primero en que­brantar mis propósitos: evitar el derramamiento de sangre inútil; me basta, señores, con que ustedes sepan; y si ha llegado mi hora, yo sé que un día se hará luz y cuatro caballeros como ustedes sabrán decir que he muerto defendiendo Trujillo. Agradecí la atención del doctor Morales y su acompañante, y regresé con los caballeros que me ofrecieron su apoyo moral en ese cuarto de hora que a punto estuve de cometer una barbaridad; pocos minutos faltaban para las trece; cuando lle­gué a mi casa, conté a grandes rasgos a mis familiares y al capitán don Demetrio Martínez lo que me había sucedido. No debo ser tan mentiroso, cuando siempre cito un testigo, para cada vez que hay cierta importancia en lo que digo. 107.- Después del almuerzo, comienzo a hilvanar las ideas buscando otra vez de nuevo la posibilidad de reunir nuevamente al Cuerpo Consular; y a las personas más represen­tativas de la ciudad; y comienzo a borronear el oficio de cita­ción; citando al prefecto, al subprefecto; al comisario (autorida­des revolucionarias); al Cuerpo Consular; al alcalde; al presiden­te del tribunal; al presidente de la Unión Revolucionaria; al di­rector de Beneficencia; a todos los directores de institutos; a los presidentes de los club sociales y deportivos; al comandante Silva; a los directores de todos los periódicos; citando a todos y ofreciéndoles las mayores garantías para un cambio de ideas en el salón de recepciones del Club Central; a horas 6 de la tarde; hecho el borrador, se está comenzando a sacar en limpio; cuan­do llega a mi casa en persona, y muy espantado el Sr. Haya de La Torre, a hacerme saber que ya las tropas entran por la línea de Salaverry; recomiendo el mecanógrafo que termine la copia; leo el borrador al Sr. Haya de la Torre y una vez aprobado que se dará cumplimiento a dicha citación, salgo en dirección de La Floresta. En el trayecto, el señor Haya me dice: “el 7o. de Infante­ría avanza por la línea, he mandado volar los rieles” —por lo que le pregunté— “¿qué, hay algún convoy en Salaverry?” No, pero hay unos carros y en esos vienen la tropa, empujados por otros hombres. Me reí francamente


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de la noticia; no habiendo máqui­na, la tropa se entretenía en empujar carros; llegué a La Floresta más o menos a las quince y veinte; y después de recomendarle especialmente al Sr. Haya de la Torre, que suceda lo que suceda, no mande aguardiente a la gente; y arrancarle el compromiso so­lemne de que no abandonaría la ciudad, nos despedimos, ofre­ ciéndole hacer todo lo posible por parlamentar y tenerlo al tan­to de lo que suceda. 108.- Pido que me acompañen cinco hombres y salgo por la línea. La escuadrilla comienza a evolucionar, concentrando toda su potencia en dicho sector; no me cabe duda de que las tropas avanzan efectivamente, me separo de la línea y entro a los po­treros; dando la orden terminante de que no hagan fuego sobre los aeroplanos; pero es imposible hacer cumplir esta orden. La nerviosidad de los hombres es tal que no hay poder humano que los haga obedecer; tengo que pasar el segundo potrero, porque las máquinas bombardean sin cesar; de los cinco hombres que me acompañan dos están armados y tres sin armas; a dos hom­bres que están desarmados los selecciono especialmente, para mandarlos como parlamentarios; comprendiendo la proximidad del enemigo, los mando que sigan la misma línea, después de ha­cerles poner un pañuelo blanco sobre un palo; salen estos a cum­ plir la orden, y yo tengo que ocultarme al pie de un montículo donde debían esperar mis parlamentarios; ordené que se oculta­ran bien los otros tres hombres que me acompañaban, pero a los veinte minutos, que salieron los parlamentarios, se rompen los fuegos; echo de menos a mis acompañantes, ya han huido to­dos; me encuentro nuevamente por las fuerzas del destino entre dos fuegos; completamente desarmado; en tan difícil situación, me saqué el quepí y la polaca, oculté estas prendas y en marcha rampante avancé unos veinte metros, buscando un mejor escon­dite; pero cómo es que se han roto los fuegos a pesar de haber mandado dos parlamentarios?, yo que quería que me den tiem­po para libertar a los presos, quedé sepultado allí por espacio de tres horas; los fuegos de los revolucionarios, saliendo de La Floresta, se estrellan precisamente contra la tapia que me cubre de los fuegos del 7o. de Infantería; los proyectiles de artillería pasan a unos tres metros de mi cabeza; la cortina de fuego por ambos lados es hermética; y el 7o. avanza inconteniblemente; lle­gan hasta la misma altura donde me encuentro; allí se estaciona la ametralladora con su valiente cabo González quien no puede dar un paso más; de la ametralladora solo me separa la tapia; oigo todas las órdenes que se dan y también mucho


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de lo que se dice; más de un cuarto de hora, se estaciona allí la ametralladora del cabo González; yo golpeo la tapia y doy la voz de “parlamentario, parlamentario” Desgraciadamente el fu­ror es tal, y las bocas de fuego funcionando es superior a la po­tencia de mis pulmones; yo sí oigo sus voces “avance cabo Gon­zález”; “no puedo, estoy bloqueado por los fuegos del balcón de la derecha”; por fin después de un estacionamiento, puede dar un salto la ametralladora; dejándome a más de veinte metros a sus espaldas; “¡¡avance cabo González!!” no puedo avanzar más, van a faltar las municiones”... ante esta nueva, el jefe de las tro­pas dio una orden; (¿) no escribo esta orden, porque forma par­te de los secretos profesionales; sin embargo, dan un último sal­to, y de la línea de fuego viene la espantosa realidad: “Se aca­bó la munición”. 109.- Por esta poderosa razón es que el 7o. no logró entrar por La Floresta el día 9 a horas 17 y minutos, porque se le acabaron las municiones y comienzan a retroceder con los pocos cartuchos que aún quedan a los fusileros; vuelvo a gritarles cuan­do están pasando a mi altura: “Parlamentario”, pero la retirada se hace precipitadamente, sin quererme escuchar; es tan precipi­tada la retirada que ya no se detienen, ni siquiera a cuidar sus espaldas; pretendo salir de mi escondite, pero hay una manta de plomo candente sobre mi cabeza. ¡Oh! que bonito es una sába­na de plomo en la semioscuridad de una tarde, dejo bien marca­do el sitio en que estuve sepultado por tres horas bien largas esa tarde del día 9 y salgo para regresar a la ciudad; tengo que meterme a una acequia-puquio, donde me voy hundiendo poco a poco; felizmente llega un nivel de hundimiento que, en vez de hacerme daño, me favorece enormemente contra los fuegos de los revolucionarios, que a pesar de que hace un cuarto de hora que el 7o. huye precipitadamente, aún siguen haciendo fuego; tan luego estoy al alcance de la voz de los hombres que están en la línea y a la altura del famoso balcón que no dejaba avanzar al cabo González, doy la voz de “alto el fuego”; pero es material­mente imposible hacerme oír; cuando conseguí hacerme escu­ char, salieron a mi encuentro unos 10 hombres y me tomaron preso; me colocaron sobre el parapeto que hay al pie del balcón para fusilarme por traidor. 110.- Unos no quieren reconocerme ni escucharme, otros, la mayoría, me reconoce, y protesta airada del juzgamiento que quieren hacer los borrachos. Permanezco con los brazos cruza­dos rogando a Dios que termine de una vez una existencia tan pesada. ¡Oh! que sublime ha de ser morir atravesado por 20 ba­las a la vez; el más sensato gritó: “Que


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explique por qué está así”, “está disfrazado” gritó otro; y ante la insistencia de que hable, dije: “Soy el jefe de la plaza, y no puedo ser un traidor, toda vez que a muchos de ustedes consta, que antes de que se rom­pan los fuegos he salido con cinco hombres por la línea y a la vista de todos; en todo caso serán traidores los cinco hombres que me han abandonado”. Entonces más de veinte hombres se acercan para reconocerme, pero en la semioscuridad de la tarde la mayor parte duda; me bajan del parapeto y me acercan a la luz del foco de la esquina, y poco a poco se van dando cuenta esos individuos borrachos en su mayor parte, dejándome en li­bertad. 111.- Han pasado más de veinte minutos desde que el 7o. comenzó su retirada; los hombres se arremolinan como lobos para ir en su persecución. “No sean bárbaros —les digo—, ustedes no comprenden que esa retirada es una astucia del combate; si ustedes avanzan, poco después no quedará uno que cuente la historia”. Pero la gente no me oye y se lanza en persecución de la tropa; hago un esfuerzo, los contengo dos, tres minutos y soy impotente para contenerlos. Me dirijo hacia la ciudad y una veintena de hombres, no armados, me sigue y va gritando: “Victoria, victoria”. Así se esparce por la ciudad la primera no­ticia de haber vencido al 7o. de Infantería. Muchos se van que­dando en el trayecto y solo con unos cuantos llego hasta la Pre­fectura. 112.- Entro y pregunto, al no encontrarlo, por el señor Haya de la Torre; y me dicen que el prefecto y los suyos se han trasla­dado a Laredo; entonces pedí que me pusieran en comunicación telefónica con dicho lugar y cuando lo conseguí, les avisé que no había novedad; que las tropas no habían entrado y que a fin de evitar desmanes del populacho, que se sentía victorioso, debían regresarse inmediatamente; así me lo ofrecieron, aunque no pude comunicarme directamente con el señor Haya. Si los dirigentes habían huido, quién podría contener un des­borde de esa gente que en un sesenta por ciento estaba embria­gada? Meditando en esa crítica situación, me retiré a mi casa a las 18 y 30. 113.- Al llegar a mi casa sale mi hermana a mi encuentro; su espanto es enorme; me abraza y yo no puedo contenerme, las lá­grimas salen y corren por mis mejillas; sale el capitán Martínez y también me abraza, a quien le cuento la situación fatal del mo­mento: “Ya no me obedece el pueblo; casi todos están borra­chos; me han colocado sobre un parapeto para fusilarme; ya no hay salvación: todo está perdido con la estúpida


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huida de las cabezas”, le dije al camarada, secando o limpiando mis lágrimas. A lo que me respondió el capitán Martínez: “Ya se lo tenía di­cho a usted, se ha sacrificado usted inútilmente”, terminó. Pasamos al comedor y ya en la mesa relaté todos los percan­ces del combate; aún no había terminado de comer cuando me sacan precipitadamente con el pretexto de que las tropas entran por Mansiche; salgo en esta dirección. 114.- Llegué a la trinchera de Mansiche, donde solo encontré unos diez hombres más o menos. Se levantan seis de estos y me llevan por el muladar de la izquierda, y una vez allí me gritan: “¡Traidor, traidor!” me apuntan sus armas, y cansado y lleno de asco, como estaba por la vida, y sin poder luchar, les ordené: “Fuego, imbéciles”. De pronto llega un individuo y grita: “Aquí no, aquí no”, bajan las armas, se hablan al oído y me hacen caminar, saliendo nuevamente hacia la vereda izquierda de Mansi­che. Aquí le pregunté: “Adónde me llevan?”. A la cárcel —me contestó uno de ellos. Entonces hice alto, me enfrenté a ellos y les dije: “A la cárcel; antes, prefiero morir aquí”. Por toda res­puesta quisieron llevarme a empellones, pero apenas sentí la ma­no de uno de ellos que me empujaba por la espalda, volteé y de un bofetón lo hice rodar por el suelo, gritando a los otros: “Dis­paren, idiotas, creen que tengo amor a la vida? ¿Por qué no dis­paran, cobardes? Yo les voy a enseñar”, y avalanzándome sobre una carabina, no pude conseguir quitarla. Me llevaron nueva­mente al muladar y en un ángulo me encararon las armas. El que hacía de jefe gritó: “He dicho que aquí no”. Llegó un auto con la noticia de que las tropas habían entrado por la línea del Va­lle. Entonces un hombre me coge de cada mano y a empujones me llevan hasta una huaca que queda a la izquierda; allí había seis hombres más cuidando una pieza de artillería; el que estaba de jefe les dijo: “Hay que tener mucho cuidado con este, que nos está traicionando”; se fue para regresar a los pocos minutos trayendo una soga, con la que me amarraron los brazos hacia atrás y me pusieron un revólver en el cerebro y así me hicieron regresar y subir a un camión; supuse que me llevaban a la cárcel y en un arranque de desesperación le di un cabezazo al cañón del revólver que me estaba comprimiendo, para provocar el dis­paro, que tampoco salió. Me tranquilicé cuando vi que el ca­mión se dirigía hacia la Prefectura; llegamos y me bajaron así, amarrado de las manos, pasando todos al despacho, donde en­contré un joven decentemente vestido: saco negro y pantalón de fantasía, chico de cuerpo, simpático, grueso y recientemente afeitado, a quien le dijeron los dos borrachos que me traían: “Hemos


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sorprendido a este, que así disfrazado, pretendia huir por la trinchera de Mansiche; durante todos los acontecimientos nos ha estado traicionando; ha sacado policías presos de la cár­cel y ha impedido que hagamos las prisiones que nos había orde­nado nuestro jefe Barreto”. 115.- Ante tan terribles acusaciones, el joven de la Prefectura, a quien por primera vez veía, díjome así: “Qué responde Ud?”. Y yo respondí: “Como Ud. ve, estos hombres están borrachos y por lo tanto, no saben lo que dicen; si hay traición, será por par­te de los que cobardemente han huido abandonando su puesto; por lo demás, no tengo deseos de vivir y lo único que sentiría es morir manatiado como un criminal, después de haberme sacrifi­cado desinteresada e inútilmente, por tanto estúpido”. Entonces uno de los hombres gritó: “Lo hemos sorprendido disfrazado como está, queriendo huir por la trinchera”, me paré enfurecido y también grité: “Mientes, borracho”, entonces el joven, en to­no de orden díjome: “Diga Ud. dónde ha estado” —respondí— “Si Ud. cree que tiene derecho para interrogarme, ordene a es­tos imbéciles que me suelten; que se dediquen a cuidar sus trin­cheras; que no se emborrachen y que se dejen de estar cometien­do estupideces”. Enseguida el joven ordenó: “El capitán tiene razón, vayan Uds. a sus trincheras”. Al retirarse uno de los borrachos dijo: “Cuidado que se escape o que le den de mano; hay una orden para llevarlo a la cárcel, impartida desde Laredo por el cabo Lara”. Entonces el que estaba al frente de la Prefec­tura, dijo: “Yo respondo por él”. Salieron los borrachos y uno de los muchos individuos que había en esos momentos en el des­pacho, recibió la orden de desatarme y el joven me dijo: “Ahora puede Ud. hablar libremente”. Contesté: “No sé con quién ten­go el gusto de hablar ni sé de qué traición se me acusa; lo único que se es que me he sacrificado inútilmente; mi actuación es de todos conocida; he evitado el desborde del populacho; he orde­nado que se hagan trincheras, que han tenido dos objetos: uno, distraer al pueblo para evitar que se dedique al bandalaje en la ciudad y el otro, defender en lo posible la vida de tanto ingrato; Ud. debe estar perfectamente enterado de todo lo que he hecho, y para terminar le advierto que tengo asco por la vida y que pue­de ordenar lo que estime conveniente”. Este caballero, después de escucharme y cerrándome un ojo con mucha malicia, me or­denó: “Vaya a cambiarse de ropa y regrese inmediatamente”. Me encontraba en mangas de camisa, sin cuello y corbata, con el pantalón completamente enfangado hasta cerca de la cintura y llevaba una gorra de paisano. A la orden recibida contesté: “Fran­camente, no tengo más ropa


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ANEXOS

que cambiarme, pues estoy de paso por esta ciudad”. Insistiendo en su maliciosa indicación, —díjome—: “Vístase aunque sea de paisano y regrese inmediatamente”, me hice aún el que no me daba cuenta de la señal que me estaba haciendo y respondí: “Ya le he dicho que no tengo que cambiar­me”, entonces insistiendo por tercera vez, en tono autoritario, continuó dicho caballero: “Vayase a su casa, se acuesta y bajo su palabra, no se mueva de la cama, hasta que se le mande llamar”, todo esto repitiendo desesperadamente la señal; acepté y me re­tiré. A lo que ordenó a dos hombres armados que me acompa­ñen y me dejen en mi casa, cuando llegué, pocos minutos falta­ban para las 19 del día 9. 116.- Conté a mis familiares sucintamente todo lo que me había pasado desde mi salida de la casa y las condiciones en que quedaba de preso, bajo palabra; de lo que quedó perfectamente enterado el capitán Martínez, a quien tenía oculto en mi domi­cilio. Mi hermana me dio una taza de agua hervida y me acosté; pedí ropa interior y solo me cambié camiseta y al minuto me quedé dormido profundamente, habían pasado unos treinta mi­nutos cuando me despertó mi hermano Alfonso; y él, mi herma­na y el capitán Martínez me hicieron levantar precipitadamente, obligándome a vestir, lo que hice semidormido, a tal extremo que me puse los pantalones sin calzoncillos: al ver la zozobra en los rostros de mis familiares pregunté: “Pero, ¿qué pretenden ha­cer?” a lo que me contestó mi hermano: “Antes que venga el populacho a victimarte, es preciso que te ocultes”. Entonces di­je, como consta al capitán Martínez: “Eso es imposible, he dado mi palabra de permanecer aquí y aquí deben encontrarme”. El capitán Martínez también insistía en que debía ocultarme, ro­gándome que obedezca a mi hermano, el que molesto me exigía “obedece”, mi hermana, me hizo ver que si no me ocultaba iba a sacrificar inútilmente a toda la familia; es así como a los 20 minutos abandonaba mi casa para ir a ocultarme en otra casa. Mis familiares dicen que cerca de las 22 llegaron cuatro hom­bres armados en mi busca, diciéndoles mi hermano: “Acaba de salir con dirección a Laredo”. 117.- Es decir, que a horas 15 y 30 más o menos en que co­menzó el ataque por La Floresta, no viéndome los revoluciona­rios en ninguna de las trincheras, propalaron la noticia de que me había pasado a las tropas del Gobierno; y cuando salí de La Floresta a más de las 18, ya me habían retirado la confianza; mis órdenes no fueron obedecidas y a punto estuve de ser fusila­do en ese mismo sitio, acusado de traidor, y con el agravante de que las cabezas habían huido a Laredo, era imposible de evitar el desborde del populacho embriagado como estaba.


Actuación del capitán J. L. Rodríguez M.

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Parece, pues, que la misión fatal que me encomendó el desti­no había terminado: desobedecido por la multitud que, sin la menor razón me llamaba traidor; expuesto a la cólera del popu­lacho desorientado; expuesta mi familia misma a ser víctima de cualquier agravio; sin poder ser útil ya a los que había servido durante tantas horas, muy a mi pesar tuve que ocultarme y des­de mi refugio, escuchar el desenvolvimiento de las cosas y espe­rar, esperar. Esperar que se calmen los ánimos, que pase el tiempo por cor­to que sea, para que la serenidad y el buen tino de los que me juzguen honrada y serenamente ante la humanidad, ante Dios y ante el ejército de mi patria, respondan si he cometido un verda­dero crimen. 118.- Voy enseguida a dejar sentadas algunas conclusiones que lógicamente se desprenden del cuerpo de esta narración y que, aparte de tener un valor racional, están amparadas por los testigos y personas que miento, cuya declaración jurada reclamo, en honor a la justicia y a la verdad. Todos los que viven tienen la sagrada obligación de contribuir a que honradamente se escriba la Historia, y en cuanto a los que han muerto, que for­zosamente he tenido que mentarlos en el curso de mi narración, una vez más, para terminar, me descubro ante sus tumbas con la reverencia toda de que es capaz un alma honrada. Las conclusiones y deducciones que ofrezco formarán un ca­pítulo por separado. Trujillo, julio de 1932


Vista panorámica donde se aprecia a Víctor Raúl Haya de la Torre presidiendo la Asamblea constituyente. 1978.



Este libro se terminó de imprimir en los talleres gráficos de LITHO & ARTE SAC Jr. Iquique Nº 046 - Breña Julio de 2012


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