JÒSEP FERRÀN ESTRUCH MARTÍNEZ TELLÉZ GIRÓN I JÒRDA D´URRIELS
HISTORIAS DE UN SEÑORITO MAQUI
De cómo el señor Cónde y su séquito se echaron al monte cuando los rojos ganarón la guerra. 1
A mis amigos, que me animar贸n a continuar y a sus chascarrillos.
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Índice capitular.
Lean el Preámbulo (que para eso está) El final de la guerra La huida La primera vista Los apodos Carta a don Adolfo El poeta La incautación La taberna El asalto Acciones guerrilleras El vicario Incursión espía Teorías macroeconómicas La Casa del Pueblo El FALO crece La primera baja La versión de la señora Operación reconquista Problemas del alcalde San Cucufato El hijo de San Cucufato La represalia Pordioseros 3
El visitante La convalecencia Las ratas El retorno La audiencia El final
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Historias de un señorito Maqui Lea el preámbulo (Que para eso está) Tras la guerra civil española (1936-1939), miles de republicanos huyeron al exilio y otros muchos se ocultaron en los montes ante la represión del bando vencedor. Comenzó así la dictadura del general Franco que se prolongó durante cuarenta años, que la verdad, tampoco es tanto si se compara con los dos millones de años que lleva el hombre sobre la faz de la tierra. A partir de 1944, tras la derrota de las tropas alemanas en la 2ª guerra mundial, grupos de exiliados españoles en Francia (muchos de los cuales habían combatido con la resistencia francesa al servicio del general De Gaulle y que fueron conocidos como maquisard, -de ahí el nombre de maqui-, que nada tiene que ver con el maqui Navajas ladrón de esquinas) se infiltraron en España con el utópico sueño de reconquistar el país mediante la lucha de guerrillas. Intentaban contactar con el grupo de huidos que, desde el final de la guerra civil, sobrevivían como podían ocultos en los parajes serranos. Con escasos medios, los partidos que integraron el Frente popular, fundamentalmente el partido comunista (ya empezamos…), capitalizaron una exigua resistencia antifranquista organizando diversas agrupaciones guerrilleras que a duras penas se mantuvieron hasta 1952. Nunca alcanzaron su objetivo político por la dura represión del bando vencedor y la falta de apoyo exterior con el inicio de la guerra fría entre los Estados Unidos y Rusia. Que nunca supe el porqué lo de “fría”, supongo que por lo de Siberia. Pero, hagamos un ejercicio mental e imaginemos, por un momento, que la guerra civil española fue ganada por los republicanos. Si, ya sé que es difícil tamaño derroche imaginativo, pero habrá que hacer un esfuerzo. ¿Quienes habrían formado entonces los grupos de huidos en los montes? ¿Se hubieran convertido en guerrilleros, el aristócrata, el cura, el cacique o el notario? ¿Cuáles hubieran sido sus planteamientos de resistencia antimarxista? La presente novela recrea una situación ficticia en la que, con grandes dosis de humor y picaresca, un mayordomo relata los avatares del Conde de Piedrabuena, un señorito que se vio obligado a abandonar su hacienda y convertirse en maqui tras el sorprendente giro de los acontecimientos durante la guerra civil. La sátira especulativa de esta historia provoca esperpénticas y divertidas situaciones en un enmarque histórico que nunca llegó a producirse pero, cuyo planteamiento, nos hace reflexionar sobre el origen que subyace en la anacrónica división de las Dos Españas. -Déjate de rollos Ferri, que lo que tú querías era que ganaran los republicanos – me dijo un día mi buen amigo. Y no es que en el fondo no me seduzca perderme en el sueño de una historia sin golpes de Estado ni represión, pero la razón de “Mi señorito el maqui” ha sido bien distinta.
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El rigorismo de la investigación histórica y criminológica de mis anteriores publicaciones, con su pesada carga de sobriedad (drogas, crímenes, cárceles, guerras…ahí es nada), tal vez me estaba creando la imagen esteriotipada del hombre desabrido y circunspecto. -Es posible. Pero para mí que lo que tú querías es que ganaran los rojos. -Por favor, déjame concluir el preámbulo. En el trasfondo de está, mi novela, subyace algo tan sencillo como arrancar una sonrisa (o dos) a un lector que piensa que la españa del estraperlo y las cartillas de racionamiento no es campo para abonar la sátira y el humor porque se sufrió mucho. Que el lector se divierta, que pase un buen rato, que se evada, ha sido mi único objetivo. Si lo consigo por bien tenidas sean mis horas de insomnio. Y es que la cultura nos da mucho juego y siempre fue muy socorrida. El Autor.
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Historias de un señorito Maqui Cap. I (El final de la guerra) Aquella tibia tarde de abril el señorito entró en el zaguán con el semblante pálido. Colgó el sombrero y me arrojó el abrigo. -Evaristo, rápido la radio… -me ordenó con síntomas de preocupación. Por fin, tras interminables piezas de música clásica que hicieron zozobrar mi espíritu, una voz ronca de vino antiguo intentaba ser solemne. “Parte oficial de guerra del cuartel general de la presidencia correspondiente al día de hoy, primero de abril de mil novecientos treinta y nueve: en el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército fascista, han alcanzado las tropas de la República los últimos objetivos militares. La guerra ha terminado.” Cuando el señorito escuchó el último parte de guerra en boca del presidente Negrín, golpeó la mesa y dio un exhaustivo repaso al santoral. Mas, no crean que blasfemó con tosquedad y desmedimiento, pues don Ramón, que así se llama el señorito, usa gran refinamiento y mesura; y cuando lanza exabruptos sobre dios, créame que lo hace con tal elegancia que ni dios se ofende; y conociendo su inteligencia y buen hacer, uno se dice: pues por algo ha de ser. -¿Cómo es posible tamaña catástrofe a un paso de la victoria? –gritó desencajado. Execraba y maldecía, con refinada postura, sobre los generales Yagüe y Queipo, de los que se supo que, teniendo cercados a los rojos en sus últimos bastiones, y con la soberbía altanería de quien se sabe vencedor, revocaron el nombramiento de Franco como Jefe del estado en el pleno de la junta de Defensa. En el último momento entraron en profundas disquisiciones sobre cual de ellos debía ser el Caudillo de la España liberada por el Movimiento. Yagüe, en un acto de desagravio por la falta de acuerdo, retiró sus batallones de las líneas del norte. Queipo de Llano hizo lo propio en Andalucía y el General Franco, que no soportaba a los tiquismiquis, abandonó su cuartel general en Burgos, para perseguir y represaliar personalmente a las tropas de los generales renegados. Así fue como los moros del ejército del Sur, desorientados por el sorprendente giro de los acontecimientos, regresaron a Africa, a la espera de mejores tiempos para cruzar el estrecho, y los carlistas fueron los primeros en desaparecer. Los frentes quedaron desguarnecidos y los exiliados de la zona gubernamental, eufóricos, regresaron por la frontera francesa tras el espectacular descalabro de los nacionales. La guerra –nadie lo diría-, fue ganada en última instancia por los republicanos quienes, en poco tiempo, recuperaron el control de las ciudades y de las instituciones y comenzó la represión contra los sublevados. Se inició, de esta manera, nuestro particular calvario. El de mi señorito y el de todos cuantos 7
por ĂŠl vivimos. Y para que conste y sea conocido el gran padecimiento por el que hubimos de pasar, decidĂ escribir estas humildes memorias del mayordomo, en las que procurĂŠ dejar
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constancia de los episodios de un héroe nacional; el cual, durante aquellos desconsolados años, luchó con ahínco y sufrió grandes privaciones en una cruzada avalada y bendecida por Dios. Pero, volvamos al día aciago. -Estamos perdidos, Evaristo –comentó Don Ramón desde la terraza norte con los ojos perdidos en la lontananza de su hacienda. -Si el señor lo dice… -Vamos a tener que echarnos al monte. Y pronto –concluyó inquieto.-Dejaré todo dispuesto, señor. Así fue como Don Ramón de la Santísima Trinidad de Furnieles y Erena, excelentísimo señor conde de Piedrabuena, se vio en la embarazosa tesitura de huir de las hordas rojas sedientas de venganza es una posguerra cruenta y difícil. Los milicianos y las desvencijadas tropas de la República –incrédulos ante aquel golpe de fortuna-, organizaron batidas para dar caza a los huidos de derechas que corrían por los labrantíos como almas que lleva el diablo. Quedaron así los sotos colmados de lo más selecto de la sociedad señoril y, a decir verdad, nunca albergaron los campos tanta enjundia y señorío. Veíanse cruzar por tochas y vericuetos a alcaldes y concejales, Jefes de Falange y representantes de Acción Católica, abogados y médicos, sacerdotes y nuncios, hacendados y aristócratas. Y si no fuera por lo que vieron mis ojos, jamás hubiera creído en las facultades físicas que derrocharon nuestros próceres conservadores; los cuáles, pese a panzas prominentes y piernas enjutas y blanquecinas, volaban por los campos con tal zancada que humillaron a las liebres y a los galgos. Engañados nos tenía el coadjutor de la parroquia al ocultarnos su condición atlética pues, si con la mano diestra arremangaba la sotana hasta las ingles, con la siniestra apoyaba el salto en valladares y cercados con la agilidad de una gacela. Lo atribuí entonces a un trastorno colectivo, pero llegué a la conclusión de que aquel lucimiento de diligencia respondía a un riguroso adiestramiento propio de quien cultiva con tesón el cuerpo y el espíritu. Pese a todo, la escena causaba cierta aflicción. Pieles blancas como el nácar y manos suaves como culito de niño mamoncete, no están hechas para sierras ásperas y climas destemplados, lugares más apropiados para cabreros, piconeros y otros braceros de curtida estofa. Don Ramón, al morir su padre, heredó, como hijo único, el título de séptimo conde de Piedrabuena, junto a las once mil hectáreas de su hacienda conocida por la Florida. Y también otras posesiones principales entre las que destacan el palacete de San Nicolás, la residencia de verano de Santa Cecilia, junto al río Guadalserrín, y la cortijada de San Cayetano, en la que se emplea casi a un centenar de familias. Todo ello constituye un inmenso latifundio. La Florida es una de las fincas más envidiadas entre la nobleza española. Posee prósperas explotaciones explotaciones de vid y olivar, cultivos masivos y rentables regados por los dos 9
ríos que atraviesan el condado, el Guadalserrín y el Arroyo de San Pedro. La Florida abarca grandes extensiones de cereal que se expanden por la campiña sobre los que la vista no es capaz de alcanzar los límites. Y también vastos cotos de caza menor en las dehesas, donde el horizonte se dilata en campos morados de cantueso, mejorana, romero y brezo. Y también de caza mayor en sus montes poblados de alcornoques, encinas y pinares centenarios. A sus cincuenta y ocho años el señorito conserva un aspecto magnífico si no fuera por su calva antigua y la barriga sobresaliente que contrasta con unas piernas tan delgadas que recuerdan a las cigüeñas de la iglesia. Pese a todo, no desmerecen su figura que rezuma elegancia y señorío por todas sus vertientes. Las corbatas de seda, de las que guarda una gran selección, y las chaquetas de cachemira, son su predilección. Hay que añadir a su porte, algo sobrio y circunspecto, un bigotito minuciosamente recortado y un monóculo de cadena que le otorga cierto aire autoritario pero distinguido y, en cualquier caso, elegante, impecable, aseado y pulcro. A mi juicio, tan extraordinaria apariencia se debe, qué duda cabe, a su soltería que cesó de ser impenitente pocos meses atrás. El pasado verano la santa madre de Don Ramón, la condesa doña María Esperanza de Erena y Ubaldo, que conocía bien las extrañas tendencias de su hijo, le hizo prometer en su lecho de muerte que se desposaría para garantizar la descendencia del condado. El señorito, que rebosa un amor inconmensurable, para no decepcionarla, contrajo matrimonio aquel mismo día con Isolina Senovilla Ortiz, hija del jardinero de San Cayetano; una joven plebeya treinta años menor que él, que ahora anda obsesionada en coleccionar borceguíes. Los casó el capellán de la familia, don Casto Honrubia, quien primero ofició la boda y, acto seguido, el funeral de la condesa. Aquella unción sólo respondió al gesto noble del hijo que desea complacer a la madre moribunda. Pero a mi modesto ver y entender la señora no se fue en paz y la creí convencida de que su querido hijo era algo distraído en apetitos femeninos y emprendió el camino de la de la Gloria sin librarse de la incertidumbre por la descendencia del condado. Pero estos son asuntos íntimos de alcoba que no han de ser divulgados por ser comprometidos, y porque a nadie han de interesar. Y al servicio del condado éste que suscribe. Que van para quince los años como ayuda de cámara del señor conde, Don Ramón. Y en torno a mí debo confesar que siempre me tuve por estudiante ejemplar, y me licencié cum laude en teología por la Universidad de Salamanca. Pero ha de saberse que no me inicié en lo canónico por vocación propia, sino porque en aquellos tiempos las familias humildes, para garantizar los estudios a los hijos, nos enviaban al seminario. Con un poco de suerte el seminarista que no ejercía de cura, encontraba trabajo con cierta facilidad por su formación y su presunta honestidad. Aunque esto último sólo se nos suponía, como el valor a los militares. Pero un desventurado incidente a punto de ser nombrado diácono motivó mi expulsión del seminario secular. Y todo por un pequeño escarceo con una joven catequista. Algo sin demasiada importancia de no ser porque quedo un poco preñada y porque, además, se entretenía en ser la sobrina del General Cascajo. Y digo un poco porque su preñez no cuajo lo 10
suficiente para nacer vivo. Así es que repudiaron mi espléndido futuro y me vi en la calle donde ocupé diversos puestos de escribiente, hasta que una feliz coincidencia me llevó hasta el señor conde con quien reparó en mis pulcros trabajos y terminé contratado para la Florida. Y durante todo este tiempo he permanecido fiel y honrado cumplidor de mis deberes hasta que la odiosa guerra truncó nuestras vidas y nuestros destinos. Y eso es, precisamente, lo que vengo a contar en esas memorias que algún día serán publicadas y leídas para conocimiento de quienes pueda interesar.
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Historias de un señorito Maqui Cap. II (La huida) El día de la huida empleé todo mi esmero y dedicación a cargar las caballerías precisas para la marcha en la confianza de que la prosapia de Don Ramón no sufriera menoscabo con innecesariasinfamias de un destierro forzado. -¿Habéis cargado el escritorio? –preguntó con gesto preocupado. -Si señorito, y la máquina de escribir. -¿Y la plata? –añadió. -Por supuesto señor, van en la segunda bestia con las mantelerías y el juego de borceguíes de la señora. -Las escrituras, que no se olviden las escrituras de las fincas… -apuntó con lógico desvelo. -No se apure señor, también eché la caja fuerte. -¿Y el personal? –insistió. -Los manijeros, el mayoral, los sirvientes y yo mismo. Los de confianza, todos dispuestos. La cocinera se queda, está muy mayor, pero viene su hijo Pedro. -El santo, acordaros del santo –dijo, mientras se acomodaba en el viejo Ford de su padre. El señorito se refería a San Cucufato, una imagen de madera policromada a la que tenía gran devoción. Y arreamos con él no fuera a ocurrir lo del 36, cuando los rojos quemaron iglesias y santos, y hasta azotaron en la plaza pública a San Vicente Mártir (desde entonces más mártir que nunca). Como si él fuera el responsable de la política del gobierno. Tengo entendido que fue el bisabuelo de Don Ramón, el excelentísimo señor conde don Martín Elías de Furnieles y Villodres (Q.E.P.D.), quien se hizo con la talla de San Cucufato en un anticuario de Barcelona sobre mediados del siglo XIX. Dicen que la imagen procedía de San Cugat del Vallés, y como el señorito es hombre instruido y sabe idiomas nos dijo, que en catalán, San Cugat quiere decir San Cucufato, que de antaño es el patrón de ese pueblo cuya onomástica señala el santoral para el dieciséis de febrero. Y asegurarán que es el auténtico, porque, tras la exclaustración de Mendizábal, los santos anduvieron de mano en mano y muchos acabaron en mercadillos y anticuarios. Dice el señorito que la vida de este santo varón es propia de ser contada,, porque fue uno de los muchos mártires cristianos que dieron su vida por el nacional-catolicismo frente a las milicias romanas, que entonces eran infieles, como los milicianos comunistas de hoy en día. Sólo que mejor organizados. Pero fue en Cataluña donde ejerció su apostolado y, precisamente allí, fue hecho prisionero y condenado a muerte por el emperador Daciano, un tipo que gastaba un genio muy marrano y que la tenía tomada con los negros y con las personas de 12
orden. Dicen que sus verdugos lo abrieron en canal pero cucufato se hizo el Kiri-Hara, suerte inversa del Hara-Kiri, que consiste en meterse las tripas y coserse la herida con un cordón y el santo sobrevivió ante la mirada atónita de propios y extraños. Más tarde el emperador Galerio le condenó a la hoguera y Cucufato respondió al castigo dando tal soplido que extinguió el fuego ejecutor. Después intentaron abandonarlo para siempre en una mazmorra, pero un fulgor celestial convirtió a sus carceleros en piadosos cristianos. También probaron enterrarlo hasta el cuello durante varias semanas pero sólo consiguieron que saliera aún más lustroso y bronceado. Y esto último, al ser negro, fue de gran mérito. Cucufato parecía indestructible y causó tal menoscabo en la moral de sus enemigos que pensaron que se trataba de un castigo de los dioses romanos. Sólo por petición expresa del Santo, Dios permitió, que al fin, lo decapitaran en Sant Cugat del Vallès. Pero retornemos al asunto que nos ocupa que no es otro que la historia de nuestra huida y dejemos por ahora a San Cucufato del que hablaremos más adelante. Y es que me embeleso y, si el lector no me avisa, me eclipso y pierdo el hilo que hilvana el relato. Pues bien, el chofer llevó al señor y la señora hasta los límites de la campiña, donde arrancan los montes que lindan con el Sotillo, pues la urgencia no permitía mayores entretenimientos. Allí aguardó a la expedición de sirvientes que acudimos a su encuentro con los percherones de carga. Su llegada montó a lomos de Isabel II, su potranca. Era para ver la altanería del señorito con el sombrero de ala ancha, su chaleco y los votos camperos espoleando a su yegua retinta recién cepillada. El señor conde siempre montó a Isabel II con mucho gusto, pero aquel día lo hizo con tal frenesí que se corrió como nunca (quien advierta en esta última frase en doble sentido es porque su juicio sólo obedece a la intemperancia y a la lujuria. Si no es así, que el Santísimo le conserve la vista). No es para contar las fatigas y calamidades de nuestra comitiva por sendas polvorientas y angostos desfiladeros donde merodeaban toda clase de alimañas y peligros. Lo peor fue cuando uno de los mulos resbaló y al que debí azotar; pues a punto estuvo de echar por tierra el dosel de caoba de la cama del señorito, primoroso relieve del siglo XVIII. -¡Parad a esa bestia…! –voceó don Ramón desencajado. -¡No se apure señor, que ya me ocupo! –contesté apaleando la trasera del percherón. -¡Si le digo a usted, Evaristo. Que deje de pegar al animal…! Quedó así en evidencia la extraordinaria sensibilidad del señorito y su amor por los animales. Tras larga caminata Bernabé, el capataz, detuvo la expedición junto a la cueva que dicen del Agua y, pese a su manantial generoso, don Ramón no la halló a su gusto por ser estrecha y 13
poco acogedora para el rango que precisa su abolengo. Por lo que decidió continuar hasta la gruta del Salado, mucho más amplia y confortable. Y a pesar de la presteza en nuestra huida, llegamos tarde a su ocupación pues de ella hizo suya el Teniente Don Nicolás Angulo, jefe de Línea de la Guardia civil, circunstancia que irritó mucho al señor conde. Don Ramón se contuvo y no ordenó su desalojo al quedar mediado por la presencia de la esposa del teniente y de sus nueve hijos que andaban jugando al fútbol con el tricornio del padre. Con ellos compartían estancia don Ricardo Alba, el anterior alcalde, y don Ginés Manzaneda, vicario de la diócesis a quien el señorito saludo piadosamente. Los poderes fácticos unidos en amor y compaña, porque es muy cierto lo que Dios los cría y ellos se juntan. Dicen que don Ginés huyó porque su ministerio fue algo extravagante y estaba señalado por los marxistas como enemigo del pueblo. Se le acusó de gastar los diezmos y óbolos parroquiales en costosas pinturas de artistas consagrados que colgaban de las paredes de su vivienda. Inversiones en arte sacro, le llamaba. Conocidas eran sus jornadas cinegéticas con el teniente de la Guardia Civil y las opulentas pitanzas a costa del cepillo de los fieles. Gastos de representación, decía. Don Nicolás se cuadró ante el señor conde y le dio novedades. -A sus órdenes don ramón, nuestra cueva es su casa. -Descanse –concluyó el señorito. El teniente Angulo, que siempre fue muy novelero en presencia del señor conde, se deshacía en plácemes y alabanzas hacia el señorito y, sin recato, maldijo a los rojos como responsables de que personas tan ilustres se viesen en tan apretada situación. También se brindó para darle custodia y le ofreció un surtido armamento que consiguió distraer del cuartelillo antes de que los marxistas tomaran el pueblo. El señorito aceptó agradecido tres mosquetones con su munición. El señor vicario, con una mano en su panza y la otra en el manoseado crucifijo, asistía complacido a la pleitesía del teniente. -¡Que buen vasallo si hubiese buen señor! –declamó. El señorito clavó sus ojos en el sacerdote haciendo cábalas sobre el contenido soslayado que habría en aquella cita del Cantar del Cid. Pero don ramón no dijo nada por respeto a la iglesia y porque don Ginés siempre encontraba explicación satisfactoria a sus diplomáticas puyas de las que nadie se libraba.
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Y es que, en tiempos de paz, don Ginés siempre se mostró solícito con los condes de Piedrabuena y visitaba con frecuencia. La Florida junto a don Casto el capellán. Pero en tiempos de guerra, aquellos ministros de Dios se arrimaron a quienes poseían las armas para su defendimiento, no fuera a ocurrir lo del 36 cuando vieron sus vidas tan precisadas. Así es que, en aquella ocasión de huida, el señor vicario, siempre lúcido en lo que atañe a sus intereses, dio más valor al tricornio que al linaje. Pero no fue el único porque don Ricardo Alba, el antiguo alcalde, también se unió al agasajo de benemérito teniente. -Cómo dijo un conocido General, con seis hombres como él podríamos tomar Latinoamérica – concluyó obviando que fue el señorito quien lo propuso como alcalde a los de Acción Católica. Don Ramón, conocedor de los vaivenes en algunas voluntades interesadas, aprovechó para sacudirse. -El servicio de información de la Guardia Civil debe ser el mejor del mundo… -espetó don Ramón. -Muy eficaz, sí señor –añadió el teniente. -Por eso usted huyo a la sierra el primero, antes incluso de que los frentes nacionales quedasen desguarnecidos –reprochó el señorito que sembró una mueca amarga en don Ginés que no encontró argucia para responder. Y así quedó al descubierto el ficticio viaje a Roma del vicario, y la marcha a Lourdes del exalcalde, y la supuesta enfermedad del padre del teniente, todo ello semanas antes de que la victoria se decantase del lado republicano. Y en secreto huyeron todos a la cueva del salado, beneficiándose de información privilegiada que el teniente no llegó a compartir con el señor conde, lo que les otorgó ventaja en la carrera por la supervivencia. Pero de ello don ramón dejó cumplida cuenta anotándolo todo en su libreta. Porque cuando la situación cambie (porque habrá de cambiar) tendrán que rendir cuentas de aquella conjura. Y pese a las fingidas invitaciones del clero y de la benemérita para compartir retiro, el señor conde hubo de excusar su marcha para hallar un lugar más apropiado y capaz para su séquito. Así pues, tras varias horas de penosa andadura por escarpados riscos, alcanzamos la cima que dicen de la Buitrera y el acceso a la gruta que llaman del Morcillón y que, al fin, se consideró la más idónea para nuestro provisional exilio. Lo primero que dispuso el señorito fue sustituir el nombre chabacano de la gruta por el de Villa Esperanza. Palabras que mandó tallar en madera y que Bernabé, el capataz colocó a la entrada en honor a la difunta madre del conde y a los anhelos de un futuro propicio. Debían ver cómo los criados transformaron aquel cubil infecto en un habitáculo propio del abolengo de un miembro de la resistencia conservadora como es don ramón. Porque, desde aquel momento, el señor conde se convirtió en todo un maqui, un guerrillero por la libertad y, desde nuestro forzado retiro, propuso cambiar el impío socialismo colaborando en su 16
resistencia con todas sus energías. Nos dijo que era absolutamente necesario continuar la santa cruzada del general Franco y apostar por la caída de las dos plagas que asolan a la humanidad: el comunismo y la apostasía. Como digo, poco tardaron las habilidades de los manijeros y la destreza de los sirvientes en convertir aquella covachuela en un lugar honroso. Tras una larga desinfección se compartimentó la gruta en tres estancias. La primera hacía función de estar-comedor con la mesa, atildada de candelabros y otras platas; ocho sillas y el arcón donde se ubicó el receptor de radio, primorosamente acicalado con tapetes de croché. Una cortina de fieltro Corinto separaba la segunda estancia, que era el despacho del señor conde con el precioso escritorio de palillería de roble, con sus tinteros y plumas, el retrato de don José Calvo Sotelo (su mártir predilecto) y su máquina de escribir Underwood. Y tras una segunda cortina de seda bretona, el dormitorio familiar con cama de hermoso dosel presidido en su cabecero por un bello tapiz veneciano. Y no faltaba su mecedora de haya y hasta su cómoda de espejo ovalado sobre la que se alineaban las más finas esencias y coloniales procedentes de tierras lejanas. Y no olvidemos su reclinatorio donde cada día el señorito ora al santísimo Y a Primo de Rivera (Q.E.P.D.). Amplios estantes construyó el capataz para la colección de borceguíes de la señora. También se improviso un excusado con su balcinejo que todas las mañanas se debía adecentar. Las estancias estaban bien iluminadas por quinqués de petróleo y candiles de aceite para los que llevamos generosa provisión de combustible. Fuera, pero en lugar abrigado de ventiscas y aguaceros, se habilitaron unos chozos para dar cobijo a la servidumbre. Y todo, en su conjunto, bien dispuesto y adecenado, adquirió molicie y fue del agrado del señor conde don Ramón. La cueva del Morcillón conserva una honda tradición de perseguidos e insurrectos pues, según dicen, fue morada de monfíes árabes y de guerrilleros anti-napoleónicos. Los más viejos aseguran que en ella se alojó el célebre bandolero José María el Temprenillo antes de ponerse al servicio de Guardia Civil. En esta misma cueva se escondieron algunos rojos cuando lo del 18 de julio, y en ella parió Nicolasa la Chochopana un hijo bastardo que la Providencia quiso que, con el paso de los años, el chaval tomase un sorprendente parecido a don Casto Honrrubia, el capellán. Y como la Chochopana era tan beata, se atribuyó como negocio milagroso y a punto estuvo de ser beatificada. En el Morcillón sorprendieron fumando al hijo de Bonifacio el cartero, el zangalitrón de Joselillo, que a sus cincuenta y cuatro años aún liaba tabaco a escondidas del padre. Y más recientemente, es por todos conocido los dos meses de obligado destierro que sufrió Higinio, el boticario, cuando su mujer lo echó de casa. Y es que aquel que huye siempre encuentra reparo y cobijo en las entrañas de la madre naturaleza que, por ser madre, nos ha parido y nos alimenta, y cuando nos alcance la muerte volveremos a su lecho y nos cubrirá con su manto eterno. 17
Esto es todo lo que por el momento puedo contar desde nuestro forzado retiro. Ya iré anotando las incidencias que acontezcan que me temo han de ser muchas y sacrificadas, y ya no está uno para estos trotes. Otro día daré mayor cuenta de cuánto vea y oiga.
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Historias de un señorito Maqui Cap. III (La primera visita) Era muy de mañana cuando avistamos a dos milicianos que lucían brazaletes de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT). Se dirigían a la cueva por la senda del Este y, cuando estuvieron a tiro, les encañoné con la escopeta. -¡Alto, santo y seña! –grité. -Éstos siempre con los santos –murmuró uno de ellos. Decidí asustarles para detener su marcha y disparé al aire. Pero como siempre fui un pésimo tirador, y aunque creí apuntar al cielo, a un tris estuve de volar la cabeza de uno de ellos. -¡Coño, estos tiran a dar! –se lamentó el más joven lanzándose a tierra. -Somos el Joaquín y el Genaro –voceó el mayor desde el suelo –Traemos un recado para el conde de parte del señor alcalde. Cuando don Ramón me autorizó les hice pasar al estar-comedor y quedaron sobrecogidos por la magnífica apariencia de la gruta del Morcillón, ahora convertida en improvisada residencia de verano del señorito. Aún percibo su tosco y desaliñado aspecto, sus mugrientos monos de color indefinido que hube de cachear minuciosamente. Tan bien recuerdo su olor a cabra y sus miradas suficientes, que se tomaron medrosas y tímidas cuando hizo acto de presencia el señor conde. -Buenos días don Ramón, ¿da usted permiso? -Adelante, ¿qué se les ofrece? –contestó algo receloso. -Nos manda don Florencio el alcalde, que dice que, si no tiene usted inconveniente, que le detengamos; que la guerra acabó y que los fascistas han perdido. -Digan a ese cabestro que no me urge en la entrepierna y que vaya pensando en liquidar lo que me debe, que esto no va a durar siempre –exclamó el señorito bajo una ira poco disimulada. -No se enoje señor conde, que nosotros somos unos mandados. -“Don Florencio”… ¿pero desde cuándo esa acémila tiene un Don? –renegó. -Pierda usted cuidado. Y que pase un buen día –respondió el cabo para no añadir más enojo. -Que usted bendiga a Dios, don Ramón –contestó su compañero. El señorito se volvió sobre sí conteniendo su exasperación y murmuró entre dientes algo sobre 19
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el alcalde y la madre que un día lo parió, que no acerté a entender bien. Florencio, el alcalde es ahora presidente de la Casa del Pueblo, pero antes de la guerra trabajó para el condado en labores de siega y trilla en las eras de San Cayetano hasta que el señorito le despidió por contestatario. Creo que fue coincidiendo con los desórdenes de Asturias cuando Florencio tuvo el insolente descaro de presentarse en el cortijo con una cuadrilla de labriegos – miembros del comité, decía-, me pedían un aumento en los jornales, el derecho de huelga y no sé cuantas chifladuras similares. Y el señorito se ponía hecho una furia y les decía que, puestos a pedir, él quería el derecho de pernada sobre sus mujeres que de antaño disfrutaron sus ancestros. Pero don Ramón, que siempre tuvo un corazón que no le cabía en el pecho, tras el despido de Florencio le ofreció su ayuda económica, cosa que hizo siempre con todos los desheredados de la fortuna, y le prestó seiscientos reales. Suma que aún no ha reembolsado tal vez en la creencia de que los avatares de la guerra hicieran a don Ramón olvidar el empréstito; el cual, por cierto, asciende al día de hoy, a dos mil ciento veintitrés pesetas con cuarenta céntimos. Pensar que el señor conde olvidaría a uno solo de sus deudores tiene gran mérito de Fe, pues es más probable que las ranas se peinen a ralla o que los sapos canten flamenco. Que la memoria de don Ramón es digna de prodigio y, en lo tocante a sus intereses, siempre reparó en todo. Ese es el verdadero motivo porque el alcalde no puede ver al señorito,, y no la guerra de España, ni la lucha por las libertades, ni la distribución de la riqueza, ni la democracia, ni otras cantinelas que los harapientos gustan repetir una y otra vez para no hacer frente a sus responsabilidades. Cada noche, don Ramón repasaba su vieja libreta de cuero, tras lo cual, quedaba pensativo, sumido en la sospecha –siempre infundada- de algún olvido involuntario. -Tengo la sensación de que se me olvida alguien –repetía obsesionado· Aniceto Valverde (a) el Churro……….225 pesetas. · Nicolasa García (a) La Chochopana……….bordado de mantelería. · José Beltrán (a) El hijo del Bizco……….150 pesetas o 15 jornales. · Joaquín Zafra (a) El Pajaloca……….dos terneras y diez perdices. · Josefa Briones (a) Pisebrona……….13 jornales de lavado y plancha. · Benito Guzmán (a) El Salsipuedes……….Limpieza de caballerizas y aljibes. … Y así, uno tras otro, repasaba el largo censo de atrasados deudores. Era difícil encontrar un vecino libre de favores o deudas con don Ramón, el cual, a decir verdad, siempre se mostró solícito y amable para amparar a estas pobres gentes que ahora –vaya por Dios- le acusan de faccioso. Ya no recuerdan sus caras cuando les imploraban socorro, o 21
trabajo, o cartas de recomendación para el tajo en otras haciendas. Sería de justicia reconocer, al menos en estas memorias, los méritos del señorito que siempre fue receptivo y solidario con las contrariedades vecinales. Pero la gente carece del decoro mínimo y la envidia les devora. Cuando lo del 36 hasta se le tachó de usurero. Total, porque cobraba un módico interés del 60% sobre los empréstitos y del 85% en concepto de demora. Y es que de desagradecidos está el mundo lleno.
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Historias de un señorito Maqui Cap. IV (Los apodos) Cada día seguíamos el desarrollo de los acontecimientos de la guerra mundial escuchando Radio Independiente, una emisora clandestina. Supimos que los alemanes ocuparon Polonia y Dinamarca y que entraron victoriosos en otros países de Europa. El señorito dijo que tenía puestas todas sus esperanzas en las tropas del Eje, aunque Avelino, el manijero, siempre preguntaba de quién era el “eje” que portaban las tropas, y eso enojaba mucho a don Ramón. Nos decía que los ejércitos de don Adolfo Hitler liberarían España y todas las noches rezábamos para que Dios iluminara su empresa y nos rescatará del yugo marxista. Pero mientras ese momento llegaba nos ocupamos de vivir, que no es poco. Con el paso del tiempo, las provisiones escasearon y el señorito me envió al molino de Pansillevas y al horno de los Caños –que eran de su propiedad y los tenía en arriendo- con sendas esquelas escritas a máquina y con membrete del condado. Antonio Medás Pansillevas Mí querido arrendatario: En primer lugar vaya por delante un saludo y mi interés por su salud de su esposa y de sus siete hijos (propios y bastardos, que ya sabe usted que me conozco la historia). En segundo término permito recordarle, por supuesto sin el menor interés de por medio, que su deuda asciende a día de hoy a mil setecientos veintiuna pesetas con diez céntimos, intereses incluidos. Ruego entregue al mayordomo portador de la presente las cantidades de pan blanco, aceite, habas, salazón y ultramarinos que en nota adjunta se detallan y que pueden conseguir del racionamiento del pósito. Este avituallamiento será a cuenta de su débito o de su arriendo, una vez justipreciado su valor. Dios guarde a usted muchos años. Fdo.: Don Ramón de la Santísima Trinidad de Furnieles y Erena. Conde de Piedrabuena. Mano de santo fueron las epístolas porque, aun cuando los rojos enajenaron sus fincas, los arrendatarios del conde continuaron solícitos con su verdadero propietario. Y de esta manera cargué dos caballerías con serones repletos de material de intendencia. El molino, situado a las afueras del pueblo, se convirtió, según pude ver, en lugar de encuentro para muchos parroquianos, era un auténtico epicentro de la vida social y económica de la comarca. Tras la guerra, a falta de otro sitio, el molino fue de los pocos lugares donde se podía encontrar 23
comida. También era lugar de asueto donde afloraba la tertulia espontánea, y, cómo no, centro de encuentros clandestinos donde, en las aledañas, donde los enamorados pelaban la pava con las mozas casaderas. Y entre la maleza del río que mueve las piedras de molienda, que los vi más de una vez. Y no porque los espiara sino porque, cuando uno es joven y aprieta el encendimiento, no se repara en búsquedas lejanas para ahogar el frenesí. Lo del horno era otra cosa. Los vecinos entregaban al hornero el grano molido y encargaban su cocción, pero éste se quedaba con parte de la molienda como pago de sus honorarios. A esta comisión se le lama “poya” y, claro está, algunos descontentos renegaban del porcentaje porque la poya del hornero era excesivamente grande. Y el pueblo, que todo lo sabe, lo bautizó como: “poyagorda el hornero”. Si bien es cierto que, comparando provechos, he de manifestar en honor a la verdad, que la poya de mi señor es más amplia y lustrosa que la del hornero. En lo que atañe a ganancias, se entiende. Esto de los apodos es singular. Los motes son frecuentes por estos lares y algunos de ellos son realmente curiosos. Cualquier defecto, privilegio, manía, costumbre o hábito eran suficientes para rebautizar con un mote que heredarán los hijos y los nietos, muchos de los cuales desconocen el origen de su vitalicio apodo. En el ámbito rural es difícil identificar a alguien por su nombre y mucho menos por sus apellidos. En cambio por el apodo todo es más fácil porque no sólo identifica a quien lo lleva, sino a toda una estirpe generacional a lo que se asocia lo bueno y lo malo que la memoria conserva. Aún recuerdo el remilgado notario que se instaló en el pueblo procedente de los madriles y quien, tras tomar posesión de su cargo, se dejó ver por la taberna. Alguien se acercó y le dijo: -Tenga usted cuidado que aquí se le coloca un mote a todo el que llega. -A mi no creo, ¿porqué me iban a poner un mote? -Pues porque todo el mundo lo tiene, uno porque es cojo, otro por sordo, otro tartaja… -No lo entiendo, En fin, tomaré mis preocupaciones. Y desde aquel preciso momento por “Precauciones” se le conoce. Nadie sabe el nombre del notario, pero todos conocen al “Precauciones”. Con el tiempo terminó aceptando aquel sambenito que ayudó a rebajar loa humos al estirado fedatario. Y es que la cultura popular sabe mucho de aleccionamiento. Dicen que Nicolasa luce el apodo de “Chochopana” porque ni en verano se quita los leotardos de lana. De ahí el milagro de su concepción. A Camilo Zamora, el barbero de la calle los Álamos, de tres generaciones se le conoce como “El 24
de la Hiena”. Se dice que una vez llegó al pueblo un circo italiano y de la jaula se escapó una hiena que vagó varios días por las inmediaciones. Pero no lograron dar con ella porque el abuelo de Camilo se la comió antes de que la encontraran. Y es que el pobre pasaba mucha necesidad. Lo de Rafalito “Cagarrollo”, el espartero, es otra historia, cuando en una rifa benéfica le tocó el viaje a Madrid le alojaron en el hotel Palace y tanto lujo halló que no supo usar el rollo de papel de retrete y cada vez que evacuaba, con las dos manos lo deslizaba por el arco de su entrepierna. Y en el ayuntamiento se enojaron mucho cuando recibieron la factura de veintiséis rollos de papel por cinco días de estancia. Más que nada porque en el pueblo no se estilaba tanto refinamiento, y si en el medio urbano se usaba en el papel de estraza o las hojas del periódico, en el ámbito rural eran las piedras del campo los útiles de limpieza trasera. Cada apodo es el reflejo de una historia. Y me vienen a la cabeza muchos otros como Arturo el “Culomojao”, Francisco el “Berengeno”, Juanito el “Mediaoreja”, Antoñito el “Ladillas” o Blas el “Follaor”. Por cierto, mi nombre es Evaristo Cantero de la Fuente, mayordomo del señor conde de Piedrabuena, pero se me conoce como “Pichabrava”, aunque no voy a entras en más entretenimientos sobre el origen de mi apodo.
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Historias de un señorito Maqui Cap. V (Carta a Don Adolfo) Cuando el tedio monopolizar el tiempo y el espacio, las horas no transcurren en el reloj y los días se vuelven largos como años, como siglos. En esos momentos las mentes no dejan de maquinar pensamientos retorcidos y abstrusos y soluciones del todo peregrinas. Ayer el señorito ideó una salida de la que dejaré constancia en estas memorias aunque, a mi juicio, sin menoscabo del respeto debido a mi señor, me temo que no servirá para mucho, pues son más bien fruto del aprieto que de otras causas. Pero ¿Quién sabe? Cualquier cosa puede esperarse en estos tiempos disparatados. Y yo hace tiempo que dejé de poner límites a mi capacidad de asombro. Aquella mañana el señorito la pasó pegado a la radio. Don Ramón nos dijo que las tropas de don Adolfo, el alemán, atravesaban momentos difíciles y que era preciso animarle y primar su esfuerzo. Por la tarde permaneció encerrado en su despacho y, a última hora, me llamó para darme conocimiento de una epístola perfumada con membrete del condado. Pero antes me hizo jurar silencio y lealtad, pues era tema de vital importancia para un futuro próximo. -Esta carta puede cambiar nuestro destino –aseguró. Con voz discreta para evitar murmuraciones, leyó con solemnidad. Excmo. Sr. Don Adolfo Hitler. Jefe Supremo de los Ejércitos alemanes del mundo. Distinguido y admirado don Adolfo: He seguido con gran atención sus espectaculares éxitos en los frentes de Europa y quedo realmente impresionado por la potencia de su aparato. De su aparato militar, quiero decir. Ya sabe usted que el maligno gobierna en España desde 1936 y que los buenos, por circunstancias de la vida que no vienen al caso, debimos huir a los montes, donde permanecen emboscados, aguardando el momento propicio para tomar el poder. Me he tomado la libertad de enviarle esta humilde circular por dos motivos fundamentales. En primer lugar porque ha llegado a mi conocimiento su encuentro con el venerado General don Francisco Franco Bahamonde en la estación de Hendaya. Supongo, sin ninguna duda, que el augusto general le habrá puesto al corriente de nuestra difícil situación, algo que a todos los residentes nos llena de esperanza. Somos miles, millones las personas de orden que tenemos puesta nuestra confianza en su entrada triunfal en España, por ello, desde nuestro forzado retiro, le animo y rezamos a diario para una victoria pronta y satisfactoria de su valedor ejército. En término segundo me es grato informarle que, cuando sus huestes se instalen en España y expulsen a la canalla roja, tengo el honor de invitarle a mi finca la Florida donde podrá 26
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disponer para su caza (sin límite de piezas, por supuesto) de los mejores ejemplares de corzos, hispánicas, venados, muflones y jabalíes. Pero no acaba aquí la cosa, porqué lo mejor será cuando deguste el potaje de habas y berenjenas que prepara mi cocinera y donde no lo hay igual (con todos mis respetos) ni en su Alemania natal ni en cualquier otro lugar del mundo. Sin nada más por el momento y a la espera de sus prontas noticias reciba el testimonio de mi consideración personal más distinguida. Dios guarde a usted muchos años. Firmado: Don Ramón de la Santísima Trinidad de Furnieles y Erena. Conde de Piedrabuena. (firma y rúbrica pomposa) Don Ramón, me aseguro que, sin duda, el potaje de habas sería definitivo para que don Adolfo se estableciera en España e, incluso fijase su residencia habitual junto al condado. -¿Usted cree que recibirá la carta? –pregunté con reticencia. -Por supuesto, todo el mundo conoce a don Adolfo el alemán –respondió convencido. -Pero el camino es largo hasta Alemania –apunté recordando la situación bélica en muchos países europeos. -Pues si no llega escribiré otra y usted la entregará en mano –espetó con cierto enojo. -Ahora que lo pienso, estoy completamente convencido de que la carta llegará a su destino porque, tanto el remitente como el destinatario son ilustres y de sobra conocidos –añadí precipitadamente, tras lo cual respiré aliviado. La carta fue echada al correo por Tomás el vaquero. Y el señor, con la mirada brillante y perdida en un punto cualquiera, quedó ufano y satisfecho pues ya se veía almorzando con el Führer en el salón de invitados de la Florida. Algo que, sin duda, desataría la envidia de muchos grandes de España.
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Historias de un señorito Maqui, Cap. VI (El poeta) Con el paso del tiempo las noticias procedentes de los frentes de Europa fueron poco halagüeñas. El pasado viernes radio Independiente informó que, desde que don Adolfo, el alemán, perdió Stalingrado y Ucrania, la cosa anda de mal en peor. Dice Tomás, el vaquero que nos suministra la leche y que tiene un sobrino en Francia, que los alemanes ya no son los mismos desde entonces. Asegura que en la Casa del Pueblo andan de celebraciones y jaranas por las recientes derrotas de los Richis –como así llama a los del Tercer Reich-. Pero dice el señor que no hay que preocuparse, que los bolcheviques de España no son como los de las rusias. Que los de aquí solo son imitadores y, aunque tienen muy mal perder, no hay nada que no solucione un préstamo. Llevamos demasiado tiempo en esta reclusión. La vida en la sierra se nos hace difícil por la inactividad y un aburrimiento que nos anquilosa y deprime; a lo que hay que sumar el intenso frío de los últimos días. Si de mañana aún bregamos por las proximidades de Villa Esperanza. Las noches son largas y gélidas y el tiempo parece detenerse. Cuando la nevada, sirvientes y señores nos agrupamos en torno al fuego y ni el vino de la taberna de Coloretes, que dice tener propiedades excelentes, conseguía enderezar los ánimos. Don Ramón rompió aquel silencio que delataba nuestra aflicción intentando levantar la estima. -Vamos señores, que más se perdió en la guerra y vinieron cantando- nos dijo no muy convencido. Sentados junto al fuego permanecíamos inmóviles, afligidos, ausentes. Con la mirada perdida en el infinito de las brasas. Todos no. Porque la señora no paraba de probarse borceguiés. Y de tanto agacharse para abrochar sus ataduras, y del esfuerzo, se le escapó una ventosidad de ruido larguísimo. Como el que hacían las bisagras del cobertizo de San Cayetano. Se ruborizó y dejó de probarse borceguiés, y todos mantuvimos la compostura a duras penas pues, aunque nos miramos los unos a los otros, nadie osó reír por respeto a la señora. Don Ramón, que no fue ajeno a la estrepitosa flatulencia de su querida esposa, levantó el índice de la mano derecha y declaró: Spiracula culi foetida et iterata juvan ventrem. Que en cristiano significa que las respiraciones hediondas del culo, reiteradas, alivian el vientre. Y para más abundamiento el señorito se adentró en Villa Esperanza y regresó con un libro de Francisco de Quevedo que leyó en alta voz: Lo del pedo es verdad que no lo sueltan los ojos; pero se ha de advertir, que pedo antes hace el trasero digno de laudatoria, que indigno de ella. Y para prueba de esta verdad digo, que de suyo es cosa alegre, pues donde quiera que se suelte, anda la risa y la chacota, y su hunde la casa, poniendo los inocentes sus manos en figura de arrancarse las narices, y mirándose unos a otros, como olviendo. 29
Y si mandan los doctores que no los detengan, y por eso Claudio César, emperador romano, promulgó un edicto mandado a todos pena de la vida que (aunque estuviesen comiendo con él) no detuviesen el pedo, olviendo lo importante que era para la salud. En un segundo explotaron las risas contenidas y la situación se tornó alegre y distendida, y la señora volvió a probarse borceguíes. Con aquella oportuna artimaña don ramón consiguió quitar yerro al asunto y, por una vez, nos sentimos semejantes porque la naturaleza, que es erudita y ecuánime, iguala a plebeyos y nobles en cuestiones escatológicas. Contagiado por aquel sucedido y animado a retomar la intención del señorito de levantar espíritus afligidos, colmé de vino los vasos, del que andábamos algo sobrados. Entonces propuse al señor que nos deleitara con su obra poética, pues es sabido su afición a la lírica y su adoración por los clásicos. Accedió a los ruegos, y tras un silencio expectante, miró a su querida esposa que no cesaba de probarse borceguíes. Y con una divertida mueca, declamó a Lope de Vega: Que no sean lirios sus venas ni sus manos azucenas, bien puede ser. Mas que en ellas no se vean cuantas gracias se desean, no puede ser. Las risas, esta vez, fueron más discretas por comedimiento y para no despertar el interés de la señora que andaba ocupado en lo suyo. -Don Ramón –le comenté- ¿acaso no conoce usted las habilidades poéticas de Avelino? -Ah, no. Cuente usted Evaristo. Avelino era el más joven de los manijeros del Sotillo. Le apodaban el “Pellizas” porque una vez ganó una apuesta al sostener con su miembro en erección una pelliza de media arroba. El chaval era algo bruto pero en el fondo sensible, o al menos lo intentaba, tal era su afición a la poesía. Pese a su escasa instrucción, siempre andaba lanzando odas al viento y soñando – pobre chico- por ser algún día tan ilustre como el señorito. -Avelino, deléitenos con sus poemas –solicitó el señor. -Vamos, que te lo pide don Ramón –insistí. Con resignada conformidad extrajo de la chaqueta una abultada cartera atada con una trenza de esparto y, de ella, un papelito. Tomó aire y comenzó: 30
Camino de flores, camino de cañas, ca-mi-no me llores, ca-mi-no me engañas, Intentaron contener las risas, pero resultó inútil. Avelino tomó otro papel. Por la calle abajo salta un sapo, si no lo agarro se me escapo. El señor conde inició un aplauso al que nos unimos todos. Para Avelino aquel instante no fue sino paroxismo en estado puro, el reconocimiento público a su ingente y callada labor poética y, ufano, tomó otro papelito. Nace el toro, y con el miembro que le dota la naturaleza, apenas se le endereza, corre detrás de la vaca. Y la mete y la saca. Y no erra en su destino. Y yo, con mucho más tino, en la sierra la he de zurrear por no encontrar un mohino donde poderla alojar. La escribí ayer –concluyó tímidamente entre el jolgorio colectivo. Aquella noche helada, al abrigo de la candela y el reparo del vino de Coloretes, olvidamos nuestra condición de huidos y gozamos de una de las veladas más entretenidas que recuerdo desdeque se inició nuestra andadura hacia ninguna parte.
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Historias de un señorito Maqui Cap. VII (La incautación) Se decía, y no era patraña de los marxistas, que las tropas aliadas están haciendo retroceder a los ejércitos de don Adolfo el Führer y, cada día, el señorito nos invitaba a rezar el rosario para que el Santísimo le concediera las fuerzas necesarias para recuperar las plazas perdidas y alcanzar las fronteras españolas. En esa esperanza vivíamos pues, según don Ramón, el día que don Adolfo pise triunfante suelo español, todos los huidos y represaliados así como su red de enlaces, nos levantaremos para barrer de España a las hordas rojas. Desde entonces, desconsolado por las inquietudes noticias sobre la guerra en Europa, el señorito no pasaba sus ojos de los prismáticos vigilando lo de que desde su hacienda podía verse desde el privilegiado mirador de Villa Esperanza. Nuestra posición dominaba el valle, las dehesas del Sotillo, las huertas de San Cayetano y, al fondo, el pueblo que destacaba como una gran perla blanca. También podían verse los límites del sur de la finca con sus campos de olivar, y el río Guadalserrín que serpenteaba por la vega hasta que desaparecía por las lomas de San Mauricio; y más próximo a nosotros, el cementerio del pueblo, muy blanco, con sus hileras de cipreses. -Hay mucho movimiento en el camino de La Florida –alertó don Ramón. Cuando se topó con la bandera republicana que ondeaba en la ermita que mandó construir su padre (Q.E.P.D.) en honor a San Cucufato, su corazón le dio un vuelco y debí prepararle una tisana de adormidera. Jamás vi al señor conde lanzar al viento tantos reniegos y maldiciones. Pero lo peor aún estaba por llegar. -Señor, se acerca Joselillo, el cartero- le indiqué cuando tomé el relevo de los prismáticos. Joselillo alcanzó la cima de la Buitrera casi sin resuello y me hizo entrega de un sobre para el señor conde. Después, tras otear el horizonte y viéndose a salvo de la vista de su padre, tomó asiento en una piedra y, con gran liturgia y ceremonial, lió un cigarro, lo encendió y le propinó grandes caladas. De pronto un eco estremeció el acantilado. -¡Joselilloooooo! -¿Queeeeeeeeeee? –respondió. -¿Qué estás fumandooooooooo? Arrojó el cigarro, torció el gesto y nos miró avergonzado. Joselillo tenía ya cincuenta y seis años y jamás consiguió fumarse un pitillo completo sin la reprimenda de su padre que gastaba un genio terrible y un olfato impropio de su edad. Nunca entendí bien aquella extraña habilidad parasorprenderlo en cualquier lugar por lejano que estuviera. -¡Qué harto me tiene este viejo chocho! –murmuro entre dientes mientras inició el camino de vuelta. 32
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-¡Joselilloooooo! -¿Queeeeeeeee? -¡Ahora cuando bajes me repites lo del chocho viejoooooo! Cuando el cartero se marchó el interés se centró en aquel misterioso sobre. El remite era todo un presagio de malos augurios: Junta Calificadora Local de Incautaciones Rústicas. D. Aniceto Sequera Seco, secretario de la Junta Calificadora Local de Incautaciones Rústicas, de la que es presidente el alcalde de la ciudad D. Florencio Vielma Rojo. CERTIFICA: Que en día de hoy el pleno de dicha junta acordó incoar expediente de incautación de las fincas conocidas como La Florida, San Cayetano, San Nicolás y Santa Cecilia, que han sido denunciadas como abandonadas por su propietario, D. Ramón Furnieles Erena, considerado faccioso y enemigo del legítimo gobierno de la República y que en la actualidad se encuentra en paradero desconocido. En consecuencia, esta junta se incauta de las mismas en nombre del Ilmo. Ayuntamiento en uso de las facultades que le confiere el Decreto del Ministerio de Agricultura de fecha 7 de octubre último, reservándose la Corporación destinarlas al uso más conveniente para los intereses generales del Pueblo. (Fecha y rúbrica). Las posesiones del conde cayeron en manos de los rojos que pusieron como pretexto el abandono de las fincas. Pero no era cierto. A cargo de la Florida quedaron Adela (el ama de llaves), Anita la cocinera y Torcuato el forestal. También quedó el personal de mantenimiento de Santa Cecilia y San Nicolás, y todos los labriegos de San Cayetano. Al leer el acta, el señorito tuvo una nueva explosión de cólera y lanzó al viento maldiciones y vituperios que resonaron por el acantilado de la Buitrera como lo hace el trueno de una tormenta. El eco se encargó de multiplicar los insultos y amenazas; pero una voz procedente del barranco le cortó la retahíla. -¡Cómo suba te deslomo, cabronazoooooooooo! Era el padre de Joselillo, pero no se le otorgó mayor interés por su avanzada edad. Dice don Ramón que esto es cosa de Florencio el alcalde, cuyos niveles de resentimiento por el despido de San Cayetano están minando su cordura. 34
El apellido rojo del alcalde parece irle como anillo al dedo y Florencio, que siempre quiso ser más papista que el Papa, hizo modificar su primer apellido Viedma por Vielma porque, según él son las siglas de “Viva el Marxismo”. Así, cuando pronuncia su nombre de carrerilla es como si gritara: ¡Florencio: viva el marxismo rojo! Y de ello gusta presumir en los plenos y en las tabernas, asegurando poseer tendencias genéticas de un marxismo ortodoxo e imperecedero que circula por su sangre roja, muy roja. Como un linaje bolchevique que se pierde en el horizonte de los tiempos; en contrapartida del linaje del señorito, que se aloja en su sangre azul, muy azul. La enajenación forzosa de las tierras del señorito fue la gota que colmó el vaso de su paciencia y la mecha que encendió el polvorín de su enojo. -La guerra no acabó en el 39 –exclamó don Ramón. Y yo pensé ¡qué buen titulo para un libro! Después añadió que declaraba oficialmente el estado de excepción en Villa Esperanza convertida, desde aquel momento, en cuartel general de la resistencia conservadora. Tras lo cual todos nos arrodillamos y juramos lealtad eterna, y ofrecimos nuestros rezos a San Cucufato que es el patrón negro de las cosas perdidas. Y como el señorito perdió su hacienda procedió como manda la tradición, ató un nudo al pico de un pañuelo y recitó su oración: Los cojones te ato. San Cucufato, San Cucufato Si encuentro bien mi hacienda, Entonces te los desato. Pero a mí aquello me pareció de una crueldad injustificada al ver la fuerza con la que el señorito apretó el nudo. Dicen que este rezo es muy efectivo, cosa que no es de extrañar por las prisas que ha de darse al pobre San Cucufato para librarse de tan dolorosa apretura.
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Historias de un señorito Maqui Cap. VIII (La taberna) Cuando el señorito me envió ataviado de cabrero a la taberna de Coloretes, imaginé que desconocía la situación de su estado actual. Desde hacía tiempo el tabernero, aburrido de esperar clientes de paso y casi arruinado, transformo el ventorrillo en un próspero burdel donde ahora fluye muchedumbre de toda la comarca. La taberna de Miguel Coloretes estaba situada en una céntrica calle y hacía esquina con la escalinata de acceso al horno de Poyagorda. El apodo de Coloretes le venía por los tonos varicosos y rosados de su nariz y mejillas, que no eran síntomas de salud, sino estampillas que la naturaleza impone a los que adoran con vehemencia al Dios Baco. Hasta allí llegué con la misión especial que me encomendó el señor conde. Era domingo, día de Nuestro Señor. La taberna estaba concurrida y el vino muy requerido, como ha de ser. Algunos gitanos desastrados entonaban bulerías de estrepitoso quejío y vivo compás. Con sigiloso fingimiento fui examinando los oficios de cada pupila del lupanar dejándome llevar por el ardor propio de la abstinencia impuesta. La mujer del tabernero reparó en mí y me observó con fijeza insinuadora, pero debían ser más de cien las arrobas de su peso y además lucía prominente mostacho. Un escalofrío recorrió mi espalda y rogué a Dios, que por caridad, no tomase capricho en mí, por lo que jure rezar cien rosarios en gratitud a mi alivio. Pero aquella mujer, inmensa y bigotuda, se me aproximó con un amplia sonrisa y se sentó en mi mesa. Entonces tragué saliva, cerré los ojos y, mentalmente, traté de aumentar mi oferta al Todopoderoso. La enorme tabernera no cesaba en escudriñar, con su mirada libidinosa, cada centímetro de mi cuerpo. Tal era así, de arriba abajo y de abajo arriba, haciendo pausas en mi entrepierna y recreándose en la zona noble que innoble se torna cuando la lujuria nos hace pecar. Al fin –respiré aliviado- levanto sus posaderas. Fue entonces cuando supe que el Santísimo cumplió su promesa. -¿Qué chica le gusta? –preguntó con una voz grave, más propia de herrador formidable que de regenta. -Sólo vine a por vino –respondí con timidez. -Sí, eso dicen todos a su parienta: que voy a por vino o a por tabaco… -Pues es que yo… -Nada hombre, eche un vistazo a su alrededor y elija. Que todo está en venta. Y de tanto empeño hube de buscar y al fin hallé algo que me agradó sobradamente, pues nunca mis ojos contemplaron tan singular belleza y tanta gracia en su ademán. Sus hombros redondos y apetecibles, perfecta la silueta de su espalda, sus manos de proporciones adecuadas y sus ojos, zarcos y profundas. Pero el pudor venció a mi deseo y no fui capaz de hacer pública mi decisión. Porque esos bellos ojos y aquella hermosa espalda pertenecían a un 36
fornido yegüero, sobrino del Coloretes, que andaba en escarceos con una mesalina indecente. Así es que guardé silencio y pospuse mi encendimiento para ocasión más propicia. -No se apure, sólo vine a por la damajuana de blanco –respondí ocultando la verdadera intención de mi visita, que no era otra que entrevistarme con Federico el alcalde, cliente habitual del negocio de Coloretes. La tabernera movió su bigote, me miró en silencio y sospecho que lo del vino era excusa, o que andaba verdaderamente trastornado. Tal vez por eso removí su corazón y me agasajo con gazpacho, habas verdes, pan blanco y tocino. Aquellos manjares saciaron mi estómago y calmaron mi espíritu. Pero no me quitaba ojo y pensé que me estaba cebando como a uno de sus marranos. Entonces oré: -Gracias señor por las generosas viandas y las pintas de vino, pero no eches en olvido tu promesa, que yo cumpliré la mía. En la venta, los clientes cantaban y bailaban entre tocamientos, vino y humos de taberna. Algunos entonaban la Internacional con grandes desafinos. Al fin hizo su entrada el alcalde junto a varios de sus concejales entre los que se encontraba Fermín, el hijo bastardo de Nicolasa, la Chochopana, aquel que tanto parecido guardaba con Don Casto Honrubia, el capellán. -¡A ver Coloretes, buen vino! – exclamó el alcalde. Pronto se le acercaron dos pupilas pero aquel día el alcalde no estaba de humor y las rechazó con brusquedad. Deduje, por lo que oí, que su mujer lo echó de casa. Se decía que su esposa, hembra de armas tomar de casi dos metros de altura, le zurraba la badana, pero él lo llevaba con verdadera dignidad. Fermín se me acercó con dos hembras entre los brazos a las que apartó para hablar con discreción. -Dígale al señor conde que todo está bajo control – susurró. -¿Es usted un espía? – pregunté intrigado. -Voy de incógnito. Creen que colgué los hábitos y que estoy con ellos – respondió en tono confidencial. Fue entonces cuande reparé en que no se trataba de Fermín, sino del mismísimo Casto Honrubia, capellán que ofició la boda del señor conde. El parecido físico era sorprendente. Para que luego digan que no existen los milagros y que, de tanto rezar, las beatas no encuentran provecho a sus plegarias. Don Casto vestía de miliciano y portaba un brazalete del partido comunista. Blasfemaba sin desatino, maldecía con soltura y lanzaba a distancia sonoros escupitajos. Asistí a una fascinante adaptación al medio; como los camaleones cuando se tornan invisibles en las ramas del abedul. 37
-Con mis respetos padre, pero cuando esto acabe va a tener que imponerse una severa penitencia –apunté. -¿Crees que a mí me gusta lo que hago? Es por el bien de la causa, hijo. Dios lo sabe y me da su bendición. El capellán me llevó ante el alcalde y luego se perdió con las golfas en una dependencia aneja. Sólo espero que algún día sea reconocido el gran servicio que prestó a la patria este héroe de la resistencia y los sacrificios que se vio obligado a realizar por Dios y por España. El alcalde y yo quedamos en una mesa. Me miró con cierto rencor antiguo. Aún carcomían sus entrañas el despido de San Cayetano. -El señor conde desea llegar a un acuerdo con usted –inicié rompiendo el silencio. -¡Y un mojón! –contestó con su elegancia habitual –Ese fascista tiene lo que se merece. Ahora su finca es de los obreros que la trabajan. Se acabó la explotación y los caciques usureros. -¿No será que se resiente? –Interrumpí. -¿Resentido? Cuando su jefe me despidió, me abrió los ojos. Despide y arruina a los braceros, luego nos presta dinero que hemos de aceptar porque no tenemos donde caernos muertos y después, nos sorbe la sangre con formalismos legales, para cobrar un préstamo que, en poco tiempo, se ha multiplicado por tres. ¡Maldito usurero! -Pero usted sabe que nada es para siempre. Las últimas noticias aseguran que a los aliados no les hace mucha gracia el gobierno de la República porque España se ha convertido en un satélite soviético que sólo obedece las directrices de Moscú. Eso, a los americanos, les pone de los nervios. Incluso se comenta que apoyarían un nuevo golpe de estado de la resistencia de Franco. -¡Patrañas! –exclamó. -Piense usted por un momento si eso ocurriera… -interrumpí con cierta solemnidad, tal y como me hizo ensayar don Ramón- El señor conde recuperaría sus haciendas a la que añadiría propiedades municipales en compensación a su agravio. Usted dejaría de ser alcalde y sería encarcelado (o fusilado), y su casa embargada por el tribunal de responsabilidades políticas. Su familia se vería en la calle. Tal vez tengan que alojarse en la cueva del Morcillón. Eso si el señorito se lo permite porque esas tierras también son suyas. Y la deuda de su empréstito se multiplicaría por diez por vía ejecutiva, y la heredarían sus hijos y nietos… y nadie le apoyará porque… -¡Basta! – interrumpió con brusquedad. Florencio el alcalde hizo una mueca amarga y quedo pensativo ante el panorama desolador que describí. Bajo su atribulada mirada adiviné a un idealista desalentado que trataba de calibrar la magnitud de mi exposición y las consecuencias de un posible giro en el panorama político. En este país, tal y como estaban las cosas, todo era posible. Pudimos verlo en el final mismo de la contienda. 38
La expresión cerúlea de su rostro no dejaba lugar para la duda. A Florencio lo que le preocupaba no era que lo encarcelasen, ni que lo fusilaran. Lo que verdaderamente aterraba al alcalde es que su esposa le lleve a hostias desde la cárcel hasta el Morcillón, donde tendría que vivir con ella hasta el fin de los tiempos. -¿Qué es lo que quiere? –preguntó con voz lacónica. -Mi señor sólo desea lo mejor para usted y para el pueblo. -Corte esa cantinela, Evaristo. Que me conozco las tretas de prestamistas y mohatreros. Al grano. -Quiere recuperar La Florida. -Eso es imposible, está ocupada por gentes que necesitan comer –espetó. -Sólo tiene que impedir que los colonos destruyan y modifiquen los bienes de su hacienda. El conde desea estar informado de todo cuanto en sus tierras se haga. -Ya no son sus tierras, se han enajenado por abandono y el Estado tiene la obligación de darle una utilidad pública. A eso se llama distribución de la riqueza – concluyó. -Si mantiene las fincas intactas, el señorito le condonará su deuda y le dará trabajo cuando todo esto acabe. ¡Que le parecería dirigir San Cayetano? Eso es también distribución de la riqueza – concluí. Cuando me despedí el alcalde quedó con una expresión inquietante, pues adiviné en sus ojos las furias de una lucha interna que aviva los rescoldos de un alma a la deriva entre el ideal y lo ideal. Fue entonces cuando comprendí que los sueños del hombre tienen los límites que otros hombres marcan. Y así es desde siempre. Y por hoy ya está bien, que la noche se precipita. Que Pedro el cocinero está algo indispuesto y me dejó al cargo del puchero que es avío para mañana.
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Historias de un señorito Maqui Cap. IX (El asalto) Lo que sucedió la otra noche no será fácil de olvidar. Aún se remueven mis entrañas y tiembla mi mano cuando esto escribo, pues muy cerca se anduvo de una terrible desgracia que trataré de resumir para no extenderme en demasía. Me correspondía la imaginaría de aquella noche, pero el día fue intenso y el vino largo, por lo que pronto quedé profundamente dormido en mi puesto de centinela. Al poco noté el gélido tacto de una pistola en mi cuello. Me giré sobresaltado, eran tres los encapuchados que me encañonaban. -Un solo movimiento y te vuelo los sesos. Levántate y llévanos hasta el conde –dijo con voz firme el que parecía ser el jefe. Comprendí enseguida que llegó, al fin, el día aciago que tanto temimos. Aquellos milicianos debían traer orden del alcalde o del juez, de prender al señor conde para darle al paseíllo por el pueblo e irrogarle una muerte ejemplar. Tal vez expongan su cuerpo –pensé- en la plaza de la Iglesia (llamada ahora de Pablo Iglesias) antes de enterrarlo en una fosa común y saquear el panteón de los Piedrabuena. Llegó el fin triste que a todo hombre ha de llegar, pero injusto es que el hombre mismo se arroje atribuciones que sólo a Dios competen y decida dar muerte a sus semejantes por razones que la razón no entiende. Encañonado entré en la alcoba del señor y, al verlo tan plácido, incomodarlo me produjo gran padecimiento. Lo desperté con sumo cuidado para no alertar a la señora que dormía con los borceguíes puestos. -Señor, llegó la hora –le susurré con gran dolor. El señorito, al ver mi rostro circunspecto y a los tres encapuchados tras mía, dio un respingo y supo de la llegada del juicio final para el condado de los Furnieles; y, lo que es peor, sin dejar descendencia del título. Se volvió hacía mí y me clavó su mirada. -¡Sabandija! –Exclamó- me has vendido como Judas a Cristo. Lo pagarás caro en esta vida o en la otra. -¡Cierre la boca, abuelo! –sentenció el que portaba el mosquetón. El señorito, pese a la entereza propia de su abolengo, temblaba y lloraba y daba grandes alaridos. Cuando el cañón del fusil tocó su pecho sus piernas enjutas le abandonaron y cayó al suelo implorando clemencia. 40
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-No quiero morir, que soy rico. Pedid lo que estiméis pero me deis la muerte…-rogó besando las mugrientas albarcas de su raptor. -¡Silencio! ¿Dónde está la caja de caudales? -Bajo la cama –contestó precipitadamente. Tomaron la caja y el señorito se prestó con avidez a darle apertura, antes incluso de que lo pidieran. De su interior extrajeron las alhajas de oro y brillantes de su difunta madre, los aderezos y abalorios María Victoria, y también las escrituras de las fincas, pero no encontraron satisfacción a lo que hallaron y no tomaron nada de lo que en la caja se custodiaba. -¿Dónde está la libreta? -¿Qué libreta? –contestó con fingida pena. -La de la firma de los empréstitos. -Desconozco lo que decís, buscad y llevaros lo que os plazca. Los milicianos montaron en cólera y pusieron patas arriba Villa Esperanza pero no lograron dar con la dichosa libreta y, enojados, al suelo arrojaron el retrato de Calvo Sotelo. -Vámonos, aquí no está –añadió uno de ellos. El más alto, el del mosquetón, volvió a apuntar a la cabeza de mi señor que reptaba por el suelo como una culebra berreando como los venados de la dehesa en época de celo. -Volveremos a vernos, abuelo. -¿Cómo? ¿Ya os marcháis, sin llevaros nada? –exclamó Don Ramón contrariado, pues atracar a un conde y despreciar sus semovientes es tomado a ofensa, y si aquel hecho llega a oídos de otros grandes de la región, será motivo de chufla durante muchos años. Si al menos se hubieran llevado a la señora… Gran esfuerzo debí emplear para convencerle de que no fue objeto de traición, sino del traidor sueño que venció al centinela que no pudo evitar tan alevoso asalto nocturno. -Tranquilo señor, ya pasó todo –le dije mientras ayudaba a incorporar su cuerpo tembloroso y dolorido. Y gracias a que se marcharan en breve porque, de insistir en sus propósitos, me consta que mi señor, sucesor hidalgo de gallardía guerrera, les hubiese hecho morder el polvo por su insolencia, como habrían de merecer. 42
Por fortuna todo quedó en el susto. En el susto y en un pestilente hedor que provenía del camisón del señorito; pues resultó que la susodicha libreta la hubo ocultado entre sus nalgas y, de la impresión del asalto, quedó toda pringada de fétida huntura que hube de limpiar con minucioso reparo ante la insistencia del señorito de no perder ni uno solo de sus registros y anotaciones. Una vez repuesto el resuello y retomada la compostura propia del hidalgo que siempre fue, el señor conde nos hizo ver la necesidad de custodiar con vehemencia la libreta de empréstitos y defender su guarda hasta con nuestras propias vidas si era menester. Pues quedó demostrado que los marxistas andaban empeñados en su desbaratamiento. Motivo de esperanza esté, y detalle sobre el reconocimiento de la debilidad del gobierno rojo que anda inquieto ante futuro incierto y, acaso, intuye y teme un cambio de régimen que nosotros deseamos inminente. -Esto es cosa del alcalde –murmuró. Pero desde aquel día, don Ramón anduvo algo apocado y no cesaba de observar sus canas y patas de gallo en el espejo de la cómoda. Y es que antes nadie osó llamar “abuelo” al señor conde. Otro síntoma de la decadencia del sistema marxista que carece de las mínimas reglas de urbanidad y recato para con los superiores.
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Historias de un señorito Maqui Cap. X (Acciones guerrilleras) Comenzó a despuntar el día en su alborada cuando don Ramón, que andaba algo desvelado, se aferró a los prismáticos. -Evaristo –dijo con voz pusilánime- ¿cuánto tiempo cree que mandarán los rojos? -Quién sabe, tal vez cuarenta años. -No diga usted eso –respondió alarmado. -Dicen que el presidente de la república declaró que él sólo lo sacarán del Palacio del Pardo con los pies por delante –añadí. El señorito quedó pensativo, con la mirada perdida en la loma de la ermita donde ondeaba la banderita tricolor. Debió imaginar cómo sería su vida si los marxistas llegaran a gobernar hastamediados de los setenta. A las diez, como cada día, escuchábamos el parte de Radio Independiente. Aunque más valía no haberlo hecho porque los ejércitos de don Adolfo, que ya no contaban con el apoyo de los italianos, estaban perdiendo sus mejores plazas. Circunstancia que nos dejó profundamente consternados. Don Ramón, tras una meticulosa deliberación, convocó a la servidumbre y nos dijo que España nos necesitaba, que no podíamos esperar a don Adolfo y que llegó la hora de actuar. Lo primero –manifestó- era organizarse. -No hay éxito sin organización –aseguró- debemos crear una estructura política que coordine las acciones de resistencia. Con su denominación el señorito tuvo grandes dudas pues, un principio quiso llamarle simplemente Frente Anti-Comunista, pero comprobó que sus siglas coincidían con el apellido FRANCO que el destino reservó, muy apropiadamente, para el intrépido General. Así que, por estar ya patentadas, optó por denominarlo Frente Antimarxista Local Organizado (FALO) que desde aquel momento quedó oficialmente constituido. La organización política estaría apoyada por una infraestructura militar digna de ser contada. Se constituyó un regimiento del que el señor conde ocupó el generalato y la dirección de su Planta Mayor. El regimiento constaba de tres batallones. Del nº1 –al que se llamó “Duque de Ahumada”- tuve el honor de ser nombrado Comandante. El joven Avelino el “Pellizas” era toda mi tropa. Nuestra misión consistió en contactar con los enlaces de otros derechistas y monárquicos 44
huidos para coordinar una acción conjunta. El 2º batallón (“Viriato”) estuvo compuesto por Bernabé Olmedo el capataz, y Pedro Girón, hijo de Anita la cocinera. A ellos se les reservarían arriesgadas operaciones nocturnas que más adelante detallaré. Por último el 3º batallón, bautizado como “Rodrigo Díaz de Vivar” en honor al Cid Campeador, lo integraban Eduardo Solera, el ebanista, y Pablo Cejudo, un peón muy leal que desde muy joven prestaba sus servicios en el movimiento de la hacienda. Su misión era especialmente peligrosa, pues debían infiltrarse en las líneas enemigas para informar de la situación de las fincas del señor conde. Pronto se otorgó misión al batallón de mi comandancia y a los pocos días partimos de Villa Esperanza con dirección a la estación del ferrocarril situada a un par de Kilómetros del pueblo, por la carretera que los une con las hazas de Juanito el “Mediaoreja” a donde llegamos muy de mañana. Allí contactamos con Cipriano el guardabarrera que nos permitió utilizar el teléfono de la estación a cambio de 25 pesetas. El señorito propuso que, como nos pillaba de paso, echásemos al correo unas cartas que escribió dirigidas a los morosos con el fin de recordarles sus obligaciones de pago. Y es que el señorito está en todo y no deja escapar detalle. Se me dieron precisas instrucciones para contactar con doña Mercedes Furnieles, una prima suya venida a menos y que regentaba una mercería en la capital de España especializada en ropa interior femenina. Debía ponernos en contacto con el capitán Melchor Plaza, lugarteniente del general Franco quienes, según dicen, andaban ocultos por la sierra de Guadarrama. Desconocíamos el teléfono de doña Mercedes, por lo que debí llamar al servicio de información. Tras múltiples intentos, al fin conseguí contactar con Madrid. Cogió el teléfono una operadora de la compañía telefónica, con una voz tan ácida y desabrida, que enseguida barrunté como fracaso para mi empresa. -Compañía telefónica, buenos días. -Por favor, ¿me daría el teléfono de mercería Merce? -Un momento que miro la guía. –Tras larguísimos minutos contestó- pues como mercería no figura Merce. -¿Y cómo Merce? -Como Merce no figura mercería. -Pues, ¿”mercería” tan amable de mirar Bragas Merce? 45
-Como no me dé más datos… -Pues hombre, ella las suele llevar rosa. -Ah sí, sí. Tome nota: mercería Rosa. -¡No, Rosa no, Merce! -Pues aclárese que solo tengo dos manos. -Vamos a ver señorita, mercería Merce, en la calle Infanta Mercedes. -Como Infanta no figura nada, pero como Mercedes figuran varios concesionarios… Decepcionado e indignado por la incompetencia de la operadora, colgué el teléfono y caí en la cuenta de que los cinco duros que entregué al guardabarrera serían descontados de mis haberes si no conseguía entrar en contacto con doña Mercedes. Así que busqué y hallé una solución pronta ante aquella inesperada contingencia. Sabiendo que Melchor era el nombre de nuestro contacto, improvise el texto de un telegrama cifrado dirigido a doña Mercedes Furnieles, y di precisas instrucciones al guardabarrera para su curso en la oficina de telégrafos. Querida prima (stop) imprescindible avisar rey Melchor para que movilice expedición y nos visite (stop) Esperamos ilusionados llegada contingente generoso (stop) Saludos (stop) Tu primo (stop) Regresamos a nuestro centro de operaciones con la satisfacción del trabajo bien hecho y la complacencia del señorito quien, ufano, nos felicitó y prometió ascendernos dentro del batallón. Pero cometí un error imperdonable. Aquel radiograma cifrado bien hubiese valido en las vísperas de los Reyes Magos, pero en mi afán por servir al señorito y no perder los cinco duros, no reparé en que nos hallábamos en pleno mes de agosto. Por desgracia el texto levantó las sospechas del telegrafista y motivó la detención de Cipriano el guardabarrera que fue acusado de auxilio a la rebelión. Pero de todo ello guardé prudente silencio. EL VICARIO Aquel día, vísperas de Pentecostés, sucedió que tuvimos una visita que más que cortesía fue hospedaje permanente. Hablo de don Ginés Manzaneda de la Fuente, el barrigudo vicario que apareció en Villa Esperanza con su maleta de hebillas y su empolvada sotana negra. 46
Cuando alcanzó el rellano de la instrucción dejó caer su pesado equipaje y secó con un pañuelo las gotas de sudor que escurrían por su papada prominente. -La paz del Señor, esté con todos vosotros –dijo con voz ahogada por el esfuerzo. -Y con tu espíritu –se contestó a coro. El señorito salió a su encuentro y ordenó a Avelino portar la maleta. Don Ramón siempre se mostró solicito y amable con los ministros de la Iglesia, y no porque fuese un pecador impenitente, pues he de insistir en la grandeza humana del señor conde, inconmensurable y sin parangón. No es por eso, como digo. Si no porque, concluidas las obras de su panteón familiar, estaba muy interesado en adquirir una parcela en la Gloria antes de morir, que no ha de ser inferior a las once mil hectáreas que en la Tierra de los mortales abarca La Florida. Don Ramón nos tenía dicho que el linaje, pese a lo que digan las Sagradas Escrituras en sus contradictorias metáforas (que por cierto fueron escritas por gentes de humilde estofa y reaccionaria condición); el linaje, pues, ha de conservarse en la otra vida. San Pedro, que según se dice es gestor incansable y eficaz portero que criba las muchas peticiones que recibe, debería reparar en el abolengo del ánima del señorito y a buen seguro le adjudicará una holgada finca, a la derecha, por supuesto a la derecha, de Dios Padre. Que no en vano realizó en vida numerosas obras pías y penitencias. Por eso don Ramón tiene tanto apego a los que llevan sotana, que para él no son sino corredores de fincas celestiales y de retiros vitalicios. De ahí su inversión y su adulación perpetúa de la que se beneficia con satisfacción el señor vicario. Don Ginés, tiene toda la estampa de quien se alimenta bien y nunca dio palo al agua. Sus ojos, escrutadores, se ocultan tras los reflejos de unas gafas redondas que le otorgan cierto aire intelectual, y tiene una cara ancha y grasienta, de luna llena. Sus dedos son cortos, regordetes, y sus orejas, como los orificios de su nariz, son sendos floreros de pelambres que nunca se ocupó de podar. Pero lo que más resalta es su enorme panza, opulenta, generosa, que ni la sobria y abotonada sotana es capaz de conceder disimulo. Sobre su barriga descansa un crucifijo que cuelga de su cuello y que, al estar horizontal, en lugar de crucificado, parece que duerme la siesta en mullido colchón. El señorito condujo a don Ginés al salón de estar donde tomó asiento y se ventiló de un sorbo la jarra de limonada que había preparado para la cena. -¡Uf!, es que estaba frito… -se justificó sin recato. El sacerdote, que poseía sorprendentes dotes de convicción y una verborrea hábil e incansable, departió con don Ramón los motivos que justificaban su presencia en Villa Esperanza y se explayó en animada plática mientras devoraba, una tras otra, las tortas de pasas y el pan de higo que el señorito le ofreció. 47
Don Ginés dijo que abandono la gruta del Salado porque entró en desavenencias con el teniente Angulo. Insalvables discrepancias en torno a la Santísima Trinidad y otros misterios de Fe. Pero a mí me dio que el verdadero motivo de su presencia no era otro que arrimarse a la despensa del señorito, más nutrida de viandas que las del teniente de la Guardia Civil. Y no había que ser un lumbreras para reparar en ello, bastaba con percatarse de cómo sus ojos se le salían de las órbitas cuando le llegaba el olor de los potajes de Pedro Girón. -Disculpe don Ramón… esto que huelo es… -Potaje de habas y berenjenas, sí señor. Lo mejor del mundo –se adelantó el señorito. -Habrá que bendecirlo –concluyó relamiéndose. Y bendiciéndolo se metió tres platos entre pecho y espalda. Y el guisado se tornó en desaguisado porque nos dejó sin rancho a la mitad del servicio. Pero no acabó ahí la cosa porque, una vez colmado y satisfecho, acarició su panza y la observó orgulloso: Cuerpo mío: Has comido, Y has bebido, ¿qué quieres más? ¿trabajar? ¡Todos los gustos no se te pueden dar! Y todos rieron la gracia del señor vicario. Todos menos yo porque, por más que me esforcé, no logré encontrar el chiste. -Eso padre, castíguese con una buena siesta, que si no el cuerpo se acostumbra malamente – añadió Avelino. Y dicho esto don Ramón le acompañó hasta mi dependencia donde se hizo dueño de ella y se tendió en mi jergón de farfolla bien deshojada donde durmió tan plácido que, en segundos, roncaba y resoplaba como un mulo asmático. Para entonces Avelino, por orden expresa de don Ramón, hubo sacado y ordenado sobre estantes y cajoneras todos los abalorios que portaba el señor vicario en su equipaje. Una casulla de peto de damasco carmesí, un misal de damasquillo blanco, un alba delgada, un frontal de red de hilos, un candelero de nogal, una patena de plata, estolas, manípulos, cíngulos, un misal y un atril. No faltaba ornamento alguno para decir misa. Trajo hasta una palia y purificadores para el cáliz, y una campanilla, y hasta bujías de azófar. Todo lo necesario para el sermón y la eucaristía. Y todo ello bien dispuesto y ordenado en mi dependencia. 48
El señorito trató de calmar mi enojo (que a duras penas pude disimular) y me ofreció una explicación. -He dispuesto que el señor vicario se aloje en su chozo por ser el más adecuado y limpio. Hay que estar bien con la Iglesia. Usted puede dormir con Bernabé. -Como usted mande, don Ramón. He de confesar (líbreme el Santísimo del pecado) que cuando vi al cura hecho dueño de mi estancia, mi primer pensamiento fue el de sacudirle una y otra vez con el atizador del fuego. Pero fue un impulso atávico impropio del buen samaritano, por lo que pensé que sería más apropiado azuzarle un hermoso alacrán por los bajos de la sotana y si le arrea un picotazo ha de ser porque la Providencia así lo dicte, y no por mi responsabilidad. Como las viejas ordalías medievales. El señorito dijo que don Ginés encajaba perfectamente en sus proyectos de Resistencia porque un capellán castrense es muy preciso para la dirección espiritual de los hombres y reconducirlos por el sendero de la virtud. Y lo puso al día de todo lo concerniente a nuestro FALO, del movimiento guerrillero y nuestra trama para derrocar al impío socialismo. Pero, a mi juicio, lo que el señorito quería era asegurarse las escrituras de su futura finca en la Corte celestial. Pensaba que don Ginés, que siempre usó mucho tiento tanto en lo espiritual como en lo pagano, gozaba de mucha mano en el ámbito celestial, y bien podría serle útil con un buen corretaje inmobiliario para sus propósitos en la otra vida. Y así están las cosas en Villa Esperanza con la llegada del señor vicario. Para mí todo incomodidades porque, desde su venida, la servidumbre tocamos a un tercio del racionado y, lo que es peor, soportar el suplicio de dormir con Bernabé el capataz. Que no es ético ni estético que dos hombres yazcan en el mismo lecho, y menos aún soportar los estrepitosos ruidos y los pestilentes hedores que exhala por alguno de sus orificios. Veremos a ver en qué acaba todo esto.
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Historias de un señorito Maqui Cap. XI (Incursión espía) Desde muy temprano el señor vicario anda movedizo de un lado para otro. A preguntas respondió que la pasada noche le picó un alacrán y que tiene grandes dolores y un gran hinchazón. Pero no quiso mostrarme el lugar preciso de su dolencia porque dijo que su decoro lo impedía, que no era lugar de ver ni lucir. No se explicaba cómo pudo acceder hasta esa zona el maldito bichejo. Yo le resté importancia y le dije que la Providencia (que es la que escribe el destino de los hombres) así lo quiso, que por algo había de ser, y que había que respetar a los animalitos que para eso son criaturas de Dios. Pese, a mi insistencia de que le convendría una estancia más apropiada y segura, declinó la invitación y aseguró que aún no había nacido el bicho que pueda acabar con él. En eso tenía toda la razón. Y pensé que otro día habría que cambiar de estrategia, que su chozo debía ser recuperado por su legítimo propietario. Hacía tiempo que se agotaron las baterías de la radio y no fue posible reponerlas debido a la carencia de suministros que se sufría. Nos llegaron rumores esporádicos, poco fiables, que hablaban de la capitulación alemana, pero creímos que eran murmuraciones de comunistas despechados. Dijo el señorito que el éxito de cualquier empresa, por difícil que esta sea, se basa en la disciplina, el entrenamiento y la Fe en Dios. Bajo estas premisas propuso nuestro adiestramiento como intrépidos guerrilleros antimarxistas, y si bien refirió al teniente Angulo para esta labor, más tarde considero que podíamos apañarnos con Bernabé el capataz, a quien nombro su asesor militar con el fin de enderezar el FALO. Instrucción militar, se entiende. Además el capataz presentaba un curriculum envidiable porque prestó servicio militar en un tabor de regulares en Sidi Ifni y, durante la guerra, fue requeté de la Falange. Cada día, y durante varias semanas, nuestro instructor nos hizo desfilar y marcar el paso al son de la banda de tambores y cornetas, que no era sino el joven Avelino tocando el tambor con dos palos y una lata de conservas. El mismo conde, que marcaba el ritmo con su dedo índice, tarareaba las marchas militares, que para eso se sabía un amplio repertorio. Y don Ginés, con las manos cruzadas sobre su panza, asistía al acto con expresión satisfecha y nos bendecía. Al señorito se le veía ilusionado y sus ojos adquirían un brillo especial cuando los estandartes de cada batallón –que habían sido elaborados ex profeso- pasaban ante él ondeando al viento. La jura de bandera se celebro en un pequeño rellano anejo a la Buitrera. Allí mismo se oficio una misa de campaña con un sermón muy patriótico de don Ginés. El acto estuvo revestido de toda la pompa y boato que permitía nuestra situación y, tras la eucaristía, nos dirigió un pequeño discurso en los que se lanzaron vítores a España, a Franco y a los caídos por la patria. Y sin poderse contener sus ojos enrojecieron y los asistentes nos arrancamos en 50
un cálido y emotivo aplauso. Cuando don Ramón consideró que estábamos suficientemente instruidos para entrar en combate, nos convocó para darnos a conocer el plan secreto de nuestra próxima misión. Le llamó “Operación Viriato de Contraespionaje” por ser el batallón con este nombre designado para llevarla a cabo. Había que infiltrarse en el territorio enemigo, examinar la zona ocupada y elevar informe sobre quebrantes acarreados al condado. Daños colaterales les llaman ahora. En esta ocasión don Ramón, tal vez embriagado por la parafernalia castrense y especialmente motivado por recuperar sus bienes incautados, decidió participar en tan arriesgado objetivo. Y todos quedamos muy honrados por su presencia aunque preocupados por el riesgo que habría de correr Don Ginés, en cambio, opinaba que aquella misión no era apropiada para un conde, y tampoco para un vicario, por lo que decidió quedarse con la señora en Villa Esperanza. El 2º Batallón “Viriato”, formado por su comandante Bernabé Olmedo y su tropa, Pedro Girón, partió con luna menguante. En retaguardia, y a prudente distancia, marchaba el señor conde escoltado por mí, como comandante de confianza. Bordeamos la vega de Guadalserrín, nos adentramos con sigilo por las huertas de san Cayetano donde, por cierto hubo que aligerar el paso ante la presencia de perros inquietos. Al alba pisábamos tierras de la Florida y remontamos la loma de la ermita donde reparamos en su terrible aspecto, toda pintada de un rojo irreverente y con la bandera tricolor ondeando en su espadaña. Lo que antes fue santuario de San Cucufato, es ahora mugriento almacén de aperos de labranza. Saltamos la cerca del vado de los Tinajeros y bordeamos las hazadillas de las cañadas hastaque alcanzamos, al fin, la hilera de cipreses que escoltaban el camino principal de la que fue, durante casi tres siglos, residencia de los condes de Piedrabuena. Tuvimos ocasión de comprobar los grandes estropicios que se cometieron tras la enajenación marxista y el menoscabo en el que se encontraba la vivienda. Causó gran aflicción a don Ramón el abandono de los hermosos jardines de magnolias, buganvillas, malvachinas, y los arriates de geranios, y el patio de las rosaledas que parecía más bien una selva donde toda hierba crecía a su antojo sin dueño ni control, como el gobierno municipal. Habían desaparecido las cortinas de las ventanas y, por una de ellas, observamos las paredes desnudas de sus valiosos tapices y lienzos; al igual que los techos de los que pendían raquíticas bombillas donde antes se lucían primorosas lámparas de cristal de bohemia. El salón principal, donde otrora se celebraban distinguidas recepciones y bailes fastuosos, se hubo convertido en depósito de trillas, serones, albardas, rondales, bielgos y otros muchos avíos. Toda una tragedia para el señorito que permanecía en silencio con ojos lastimeros. Recorrimos cada rincón de la atropellada finca sin reparar en que el amanecer nos estaba sorprendiendo calladamente. Sin prevención, un vigilante nos lanzó dos tiros de escopeta cuto estampido alertó a los obreros que se lanzaron tras nuestra como perros de presa. 51
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-¡A los ladrones! –gritó el de la escopeta. 53
Varias docenas de toscos y fornidos labriegos armados con orcas, azadas, palos y toda clase de objetos se nos abalanzaron como fieras, pero escapamos a tal velocidad que ni galgos corredores nos hubieran dado alcance. Corrí durante muchos kilómetros y descubrí entonces que las habilidades atléticas de los perseguidos no respondían a entrenamientos ni ensayos, sino a una misteriosa vitalidad que el canguelo regala a las piernas que no detienen su carrera ni obedecen mandato alguno hasta que la falta de aliento te deja consumido. Como cada cual tomó dirección distinta, perdí la pista de la tropa y temí que hubiesen corrido la peor de las suertes al caer en manos de aquella horda. Tal fue el miedo que se apoderó de mi ser, que cuando me falló el resuello, me encaramé a un chaparro gigantesco donde permanecí todo el día sin mover un solo músculo ni atreverme a bajar, temiendo que mis perseguidores anduvieran próximos. Después caminé con el norte perdido sin saber siquiera donde me hallaba. Los muchos años que pase junto al señorito, viajando únicamente en coche e ignorando toda tierra ajena al condado, nos estaba pasando cuentas. Por eso, anduve extraviado por sus aledaños tan desconocidos, como si de otro planeta se tratara. Vagué por sierras y quebradas temiendo menos por mi vida que por la de mi señor, hasta que al fin reparé que, durante todo el tiempo, sólo di vueltas en círculo pues siempre me topaba con aquel chaparro gigante. Finalmente, y con mucho trajín, alcancé la vertiente de la Buitrera y comencé su escalada. Extenuado, llegué a su cima y caminé por el desfiladero hasta la entrada de Villa Esperanza donde hallé a don Ginés, Avelino y Andrés, que habían quedado a cargo de la custodia de la señora condesa. Me llamó la atención su aspecto descamisado y tranquilo, de cómo saboreaban en silencio sendos cigarros y la placidez de sus rostros que contrastaban con el mío, lánguido y disminuido. -¿Y doña Isolina? –pregunté con voz gastada. -En el río –respondió Avelino. -¿Pero cómo la dejáis sola? –reproché. Descendí hasta la vega en un sin vivir y rogué a Dios salud y hallazgo par mi señora temiendo cualquier calamidad. Los cánticos procedían de la orilla y hasta allí me aproximé con discreción y pude ver lo que mis ojos nunca vieron. Aquella silueta de mujer desnuda lucía sus encantos, que eran muchos y bien repartidos. Y nadaba como sirena y cantaba como las ninfas y, lo mejor, sin borceguíes puestos. Ver a la señora de aquella guisa me causó un encendido deseo y en mi rincón furtivo, pese a mi postración física, di rienda suelta a mi pecadora fantasía al contemplar su desvestido sexo y asistir a la resurrección del mío. 54
La joven tentación excitaba mi impúdico encendimiento y a punto estuve de saltar sobre ella como una pantera. Aún no sé cómo me contuve. Doña Isolina, que advirtió mi presencia desde el primer momento, se vistió lentamente y, al pasar junto a mí, me saludó con total naturalidad. -Buenas tardes, Evaristo. -Señora, no debe usted alejarse de Villa Esperanza –contesté sin mirarle a los ojos. -¿Y el señor conde? –preguntó mientras ponía el capote sobre sus hombros. -No sabemos nada de él –añadí- nos tirotearon y debimos separarnos. Tengo cuarenta y seis años y desde que nos echamos al monte no he gozado de los placeres carnales que Dios puso a nuestro alcance para más gusto que disgusto. Pero mi pudor y mi lealtad al conde vencieron mis ardores. Más tarde, la imagen recurrente de la señora en el río asaltaba mi recuerdo y debí aplacar mi lasciva voluptuosidad de la manera que me enseñó la madre naturaleza. Al caer el sol se oyeron más disparos y temimos lo peor. Hubo un gran silencio y propuse rezar diez rosarios por el alma del señorito y que, en adelante, luciésemos brazaletes negros en el antebrazo izquierdo. Pero rectifique porque pensé que al señorito le hubiera gustado enlutar el derecho. Tras lo cual los criados jugaron a las cartas muy animados y supuse que apostaban sobre quién ocuparía el lecho de la señora la vacante que dejó don Ramón. Algo a lo que habría de oponerme con toda contundencia.
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Historias de un señorito Maqui Cap. XII (Teorías Macroeconómicas) Creo que fue hacia el octavo día de mi llegada cuando Pablo el centinela nos alertó de la presencia de tres jinetes que se aproximaban a buen paso. -Alguien se acerca por la loma del sotillo –comentó mascando el mondadientes. Tomé los prismáticos y mi corazón se encogió por lo que vieron mis ojos. -Es el señor conde –grite entusiasmado- ¡Batallones a formar! Don Ramón, sano y salvo, apareció por el sendero de la Buitrera con un aspecto impecable. Marchaba a lomos de un hermoso caballo gris, y tras él, Pedro Girón y Bernabé Olmedo, que tiraban de las riendas de dos bestias con serones repletos de pan blanco, aceite, salazones, conservas, jamón, queso fresco, leche recién ordeñada y otras delicias. Y también baterías nuevas para la radio que fueron distraídas en la estación del ferrocarril de un cargamento destinado a la compañía telefónica. Lo cual arrancó nuestro aplauso enfervorecido junto a vivas y vítores. El regreso de don Ramón no pudo ser más oportuno pues hacía más de tres días que nuestras reservas se agotaron. Pero lo que causó mayor sorpresa fue su aspecto aseado y descansado, como si todos estos años de huida no hubieran pasado para él. Había renovado el vestuario y portaba una cazadora de piel negra y botas altas, como las que llevan los guardias de sector móvil. Algunos detalles como el pañuelo beige de su cuello, el pelo engominado, su monóculo reluciente y el finísimo bigotito que bordeaba su labio, volvieron a presentarnos al conde que siempre conocimos. Nos informó que, tras el incidente de la Florida, cuando se cansó de correr (que fue a los pocos metros) se ocultó en el cortijo de San Martín, un viejo molino aceitero cuyos arrendatarios conocían al señorito de toda la vida. No en vano La Florida compraba casi toda la producción del molino para su exportación a Galicia. Y como el señorito sacó su libreta de entre sus nalgas porque andaba produciéndole sendas escoceduras, debieron pensar que habían ido a cobrarles las deudas pendientes. Entonces le agasajaron y le dieron albergue, viandas y buen vino. A él, y a Pedro Girón, que hizo las veces de secretario, y también a Bernabé Olmedo, que se unió a ellos al poco. Y fueron huéspedes furtivos del molinero hasta que la búsqueda de los labriegos fue menos enconada y, al cabo, regresaron a Villa Esperanza, no sin antes cargar las caballerías con generoso avituallamiento a cuenta del empréstito; porque, desde que el señor vicario se unió al grupo, la intendencia se resiente como nunca. Si bien, algo no cambiaba en el señor conde: su obsesión por recuperar La Florida. A su vuelta pasó varios días encerrado en su despacho inventariando los daños y tratando de cuantificar las indemnizaciones que en derecho le habrían de corresponder. Lo anotaba todo con sumo detalle en la libreta de empréstitos, cargando en el debe del ayuntamiento tanto el montante de los estragos, como lo intereses que habían de aplicarse desde el mismo día de la expropiación por la Junta Local de Incautaciones. 56
Dijo que aquella libreta era un tesoro, que salvó sus vidas y que nos tenía a todos mantenidos en lo esencial, aunque yo sé a ciencia cierta que la manutención del señor vicario le está saliendo por un ojo de la cara. Por ello insistió en lo importante que era dar guarda y defendimiento a la libreta, que era como una póliza de seguro a todo riesgo. Pero pronto concluyó la algazara de su retorno pues, cierto día, el señorito sorprendió a la señora condesa –que últimamente andaba muy viva- ojeando la libreta de empréstitos. Ni que decir tiene la trapatiesta que organizó el señor y el estrépito de sus regaños. Dijo la señora que el afán de su esposo no era otro que arruinar al pueblo y quedarse con todos los bienes de los trabajadores. Y el señor se puso hecho una furia. Pero la señora insistió en que nunca conoció a nadie tan avaro como el conde, que anda obsesionado en cobrarles a las pobres gentes hasta por el aire que respiran. Pese a la irritación del señorito, doña Isolina –que es muy fina y con gran arrojo, le arrebató de nuevo la libreta y leyó en alta voz algunas de sus anotaciones. -Diego el arriero…………..10 céntimos por la ingesta de su mulo de unos 5 litros de agua a su paso por el pilar de la dehesa. -Anita la cocinera………….5 céntimos mensuales a descontar de haberes por el desgaste de vajilla y batería de La Florida. -Resto de sirvientes………..2 céntimos mensuales por el desgaste de los suelos de mármol de la Florida. -Mantenimiento de servidumbre durante la estancia en Villa Esperanza……………….…..75 pesetas por persona y mes a descontar de haberes. En un primer momento nos causó cierta extrañeza, pues el servicio del condado de Piedrabuena llevaba varios años sin cobrar un solo real porque, según don Ramón, nuestras deudas siempre fueron mayores que nuestros jornales por lo que debíamos estarle agradecidos. Pero al final todo quedó aclarado cuando el señorito se justificó exponiendo complejas cuestiones macroeconómicas que, según las últimas tendencias financieras, deben tenerse en cuentapara administrar correctamente el capital de los pueblos, único recurso que garantiza el progreso y la prosperidad humana. Intrincadas teorías de alto nivel que los sirvientes del condado no alcanzaremos nunca a comprender por carecer de los conocimientos y la ilustración del señor conde, que para eso estudio en colegios de pago. -Pero lo mejor viene ahora –insistía la señora fuera de sí- a Isolina Senovilla (o sea yo) 228,8 pesetas por la adquisición de veinticinco pares de borceguíes. -Comprenda usted, dona Isolina que la contabilidad es precisa para la buena administración de 57
unos bienes tan considerables como los del señor conde –trató de mediar don Ginés. -Ah, ¿si? Pues mire esto: a don Ginés Manzaneda, el vicario, 78 pesetas por media arroba de pan de higo, tres kilos de tortas de pasas, limonada, vino y manutención diaria desde su llegada. Más 23 pesetas de suplemento diario por exceso de rancho. Entonces se hizo un silencio espeso y don Ginés miró al señor conde por encima de sus gafas. -Padre, compréndalo, se trata de la contabilidad precisa para una buena administración – añadió el señorito restando importancia al suceso. Lo cierto fue que todo quedó en nada, y doña Isolina se granjeó la aversión del personal por relucir asuntos tan nimios cuando, como el señorito dijo, el destino nos embargaba contrariedades mucho más esenciales que las meras cuestiones macroeconómicas. Y pudiera ser, pensé entonces, en la verdad del rumor que señalaba a la señora de cierto ramalazo proletario. Lo que no deja de ser una contrariedad digna de tener en cuenta dada de lucha guerrillera en la que nos hallábamos inmersos.
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Historias de un señorito Maqui Cap. XIII (La casa del Pueblo) Radio Independiente confirmó nuestros temores y anunció que los alemanes fueron derrotados definitivamente. Don Adolfo ya no vendrá a España e imaginé que andaría a las puertas de la Gloria, seguramente pactando con San Pedro la capitulación celeste para evitar una nueva invasión de su imperio ario. El señorito, otra vez inquieto, algo rondaba por su cabeza porque insistía en que su regimiento y su hermoso FALO tenían capacidad bastante para ser la espoleta que desencadenara un estallido popular contra la opresión marxista. La teoría de don Ramón era muy sencilla y rebosaba coherencia. Según nos explicó había que orquestar una campaña de concienciación pública (proselitismo y esas cosas), y difundir propaganda para que el pueblo conociera nuestra santa cruzada, que no en vano está bendecida por la Santa Iglesia y avalada por Dios, Nuestro señor. Argumento más que suficiente para un seguimiento incondicional de las masas. Porque contra las fuerzas celestiales no cabe fuerza humana oponente y en la otra vida no hay comités, ni asambleas, ni incautaciones públicas. Claro que tampoco hay libretas de empréstitos. Y este particular me inquietó pues he de confesar que no reparé en estacontingencia. -Para ello –proclamó don Ramón con seguridad mayestática- es necesario confeccionar octavillas y panfletos, y que la propaganda llegue a todos los tajos. Una vez que el pueblo, que es docto en lo tocante a justicia, se levante en armas contra el yugo comunista, entonces los regimientos y las falanges guerrilleras emboscadas en las sierras acudiremos prestos a su llamada. Y Franco, Queipo y Yagüe se fundirán en un abrazo. Y sus ejércitos, inoculados por la reacción del pueblo, se jurarán lealtad eterna. Y para contentar a los republicanos se implantará en España una dictadura democrática. Esto es, que el pueblo elegirá democráticamente qué dictador, de entre los tres, que quiere que les gobierne cada cuatro años. Y no habrá un sistema político más justo porque así se contenta a los dos bandos. Y seremos un ejemplo para las naciones del mundo –concluyó. La tesis del señorito, que no es otra que la que domina la razón, apoyada por toda la liturgia de su arenga, conmovió nuestros corazones y nos hizo ver las muertes que podrían haberse evitado si se hubieran aplicado, desde el primer momento, las sesudas teorías de macroeconomía y de política interior del señor conde. Pero, como todo en la vida, hubo de comenzarse por el principio. Así es que, con gran reserva, el señorito tomó un sobre lacrado de su escritorio. En su anverso una frase inquietante: “Operación Duque de ahumada de incautación tipográfica”. Se trataba de nuestra próxima misión. Una arriesgada incursión nocturna, y fue mi batallón elegido para aquella empresa; eso sí, apoyados en retaguardia por el “Díaz de Vivar”. Debíamos asaltar la Casa del Pueblo y requisar la máquina multicopista tan necesaria para la confección de la propaganda que posteriormente habría de ser distribuida. Una misión con 59
especial riesgo pues tendríamos que introducirnos en las mismas fauces del enemigo, sin más salvaguarda que un viejo mosquetón y una carta del señor conde con la que amenazaba con doblar el interés de los empréstitos. Pero este último recurso –según nos advirtió- sólo debía ser leído en caso de grave aprieto. Tras el discurso y el rosario de rigor Avelino el joven y yo mismo, reforzados por Bernabé el capataz, nos despedimos del señor conde, quién, en esta ocasión decidió no acompañarnos por aquello de los tiros y las carreras, que no le cayó en gracia. Aún recuerdo la noche navideña de luna llena cuyo claror nos guió hasta el pueblo. Tras cruzar el río por el vado de las Herrerías, alcanzamos los primeros predios con gran prevención. Al llegar al lavadero público que dicen de la Fuente de la Peña, Avelino abrió el tardel que contenía los ropajes para nuestro disfraz que no eran sino vestimentas de mujer. El señorito pensó que, por prevención, sería más prudente no levantar sospechas y disfrazar nuestra apariencia. No es para contar el aspecto del fornido Bernabé con su velo negro atado bajo su mentón prominente, luciendo su gran mostacho (idéntico al de muchas aldeanas que conozco). Y el vestido oscuro y el mandil de bolsillos al uso de las lugareñas que, desde antes de la guerra, guardaban luto riguroso. También Avelino, y yo mismo, nos ataviamos con prendas de viuda. Y si no fuera por lo preciso de nuestra santa cruzada jamás hubiéramos aceptado exhibirnos de tal pelaje, que los puñados de esparto en los pechos y el lucimiento de nuestras enjutas piernas nos causó honda humillación y no es digno de hombres cabales. Pero fueron precisamente nuestras pantorrillas lo que otorgó mayor credibilidad a nuestro disfraz porque, según tenía visto, no difieren mucho con las de las mozas del pueblo que también lucen pantorrillas peludas y musculosos gemelos. Y ello es porque se descuidan con las labores del campo e invierten poco en acicalarse, y jamás las afeitan. Y así, de aquella guisa, en el pueblo quedan las ancas de mujer de igual postura que las de los hombres. Al doblar la esquina de la botica, de súbito, un borracho se abrazó a Bernabé colmándole de lisonjas y piropos atrevidos y le propinó un inesperado beso en la boca. Pero el capataz, se negó a confundir las necesidades de nuestra misión con la puesta en duda de su hombría, se deshizo rápidamente de aquel pegajoso abrazo con un certero rodillazo en salva sea la parte que dejó al pobre borracho doblado y maltrecho. Y nosotros reímos mucho de ver a Bernabé echar pestes y reniegos mientras escupía y limpiaba obsesivamente sus labios con el mandil. -Comprenda, Bernabé, que le sienta muy bien el refajo –añadí con sarcasmo mientras disimulaba la risa. -¡Basta, que os zurro! –exclamó con el ceño fruncido. Y no se habló más porque conocíamos bien su hercúlea corpulencia, y me vino a la memoria 60
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cómo atizaba a los bueyes cuando se enojaba. Cosa que en el fondo agradecía el señorito porque en un año de berrinches continuos por un problema de hemorroides, Bernabé azotó con tal saña a las bestias del arado que dobló la producción del cereal. Por ello, sin más palabras que las que se guardan parasí y con las risas contenidas, enfilamos los adarves bajos por la cuesta del Molinillo. Circulamos con discreción por las desiertas callejuelas y nadie reparó en nuestra presencia. El silencio era absoluto. Solo el ladrido de un perro solitario y, próximos al horno de la calle Chinchilla, las coplas de las empleadas que hacían dulces y que se perdían conforme avanzábamos por la calle empedrada. Los mantecados de Chinchilla Son una maravilla Pueden comprobarlo. Porque las que los elaboran Son grandes señoras Que los están tocando Chunda tarata chunda chunda chunda Ese tío que toca el bombo Se toca el mondongo Nunca trabaja. Quiso meterse a confitero Para chuparse el dedo Pero lo han calado. Porque el de la confitería Lo vio comerse un día Doce mazapanes, Doce docenas de merengue, La chaqueta de un merengue Y doscientos flanes. Chunda tarata chunda chunda chunda. La casa del pueblo estaba situada frente por frente al ayuntamiento y había pertenecido al notario “Precauciones” cuyo nombre es en realidad, don Rómulo de Atienza e Hinojosa. Ciertamente encontré muy cambiado el pueblo. A la iglesia de San Ildefonso se le sustituyó su misión apostólica por una irreverencia magistral; así lo anunciaba un cartel colgado en su fachada renacentista. “Escuela de capacitación política Julián Besteiro”. Otro tanto ocurrió con la villa del que fuera presidente de la patronal, don Cándido Rubial, en la calle Maestra, convertida ahora en el dispensario de Beneficencia Municipal. O la hermosa casa modernista de la calle Alhóndiga, propiedad del director del Banesto, don Francisco Montiel –todos huidos-, y que fue rehabilitada para el Socorro Rojo Internacional. Ya en la puerta de la casa del pueblo y seguros de no ser vistos por ojos aviesos. Bernabé la abrió con presteza empleando una depurada técnica denominada “de la patada” y, una vez en 62
su interior, encendimos una linterna para ver discretamente. Pronto reparé en que el mobiliario del local procedía íntegramente del caserío de La Florida. Las sillas de roble tapizadas de fieltros púrpura eran las del salón principal. También localicé los bancos del zaguán y los del patio de las rosaledas. Había un estrado y, tras él, los confortables sillones de piel de los señores condes. En las paredes identifiqué los repujados marcos de madera policromada cuyos retratos de los ancestros del condado fueron sustituidos por grabados de Carlos Marx, Pablo Iglesias y Largo Caballero. En el pueblo nunca hubo un local adecuado para actos públicos. En el 36 se consideró que la iglesia era el más a propósito para tal fin pero, tras el 18 de julio y la fiebre anticlerical, los marxistas quemaron todos sus bancos y a partir de ese momento debieron celebrar las asambleas sentados en el suelo. Dicen que un anciano contempló con tristeza aquel desatino y, con gran resignación, les reprochó aquella forma tan poco práctica de hacer la revolución. De ahí que, con el pretexto de la incautación, se equipara de noble mobiliario la casa que llaman del Pueblo; pero en realidad sus enseres son propiedad de los señores Furnieles. De los Furnieles de toda la vida. -Si los difuntos condes (Q.E.P.D.) levantaran la cabeza…-susurré consternado. -Ni una palabra a don Ramón –añadió el capataz. El fornido Bernabé cargó con la pesada multicopista y Avelino con las planchas de cera, la tinta y los tacos de papel. Yo, siguiendo precisas instrucciones de nuestro General, pinté con betún sobre las barbas blancas de Carlos Marx y sobre los atusados bigotes de Pablo Iglesias, la proclama: “Viva Cristo Rey”. También incluí en el lote una caja de habanos que hallé en el cajón de la mesa porque supuse que serían del agrado del señorito. Y desde luego no porque procedían de la Habana de Cuba, sino porque en su interior hallé novecientas veintitrés pesetas y varios cientos de sellos de cotización de la UGT que el señor aceptaría con satisfacción como anticipo de lo que habría de corresponderle en derecho. Si bien se barajó la posibilidad para futuras operaciones, hacer de los sellos metálicos porque carecerían de validez cuando las hordas comunistas se doblegaran a Cristo. La “Operación Duque de Ahumada de incautación tipográfica” transcurrió sin más incidentes y supuso un golpe moral al enemigo y un gran éxito que ayudó a levantar nuestro espíritu y nuestro FALO (para evitar lúbricos y lascivos malentendidos, tal vez haya que recordar al lector que las siglas FALO corresponden al Frente Anticomunista Local Organizado). La felicitación del señor conde, nuestro general, fue muy efusiva y declaró públicamente en un emotivo acto, que iba a proponernos para la concesión de la cruz blanca al mérito militar. Fue así como añadimos un nuevo éxito a nuestra cruzada guerrillera, aunque las reacciones del enemigo no se hicieron esperar. Pero esto forma parte de otro capítulo, porque en éste me excedí en el tiempo y en el espacio y mi espalda reclama descanso. 63
Historias de un señorito Maqui Cap. XIV (El falo crece) Muy de mañana apareció Tomas el vaquero. El pobre, en su afán por servir a la causa, desconocía la actividad guerrillera de nuestros batallones, circunstancia que, obviamente, hemos hurtado al conocimiento de todos nuestros enlaces. Nos anunció que habían asaltado la Casa del Pueblo tras lo cual se lío la de San Quintín. Aseguró que en el pueblo andaban de bote en bote y que, mientras unos lanzaban exabruptos antifascistas, otros reían para sus adentros. Parece ser que Florencio el alcalde se puso hecho una furia y, cuando vio las pintadas sobre el bigote de Pablo Iglesias, las venas de su cuello se le hincharon de tal forma que parecían boas constrictor, su cabeza creció como una enorme calabaza roja y resoplaba como un toro. Sus maldiciones se oyeron por toda la comarca y juró fusilar a todo aquel que estuviera detrás de aquella provocación fascista. También nos contó Tomás que los concejales comunistas, igualmente los cenetistas, estallaron en cólera y la ira les cegó de manera tal que, de nuevo, apilaron los sillones y bancos propiedad del señorito y los quemaron públicamente en la plaza de la iglesia. En la gran hoguera, quemaron todo lo de valor que encontraron propiedad del condado. Era como una gran conjura por la que se pretendía hacer valer sus abominaciones sobre el fascio y el capitalismo. Un ensalmo en el que el fuego purificador calcinaba el simbolismo de un poder opresor que expolia y humilla al obrero desde que el mundo es mundo. Tras aquel acto de desagravio fueron convocados en asamblea los representantes políticos del Frente Popular en la mancillada Casa del Pueblo pero, de nuevo, como ocurrió en el 36, los asambleístas tuvieron que sentarse en el suelo porque habían quemado todas las sillas. Dicen que el mismo anciano que fue testigo de la quema de la iglesia en el 36, muy mayor ya, movió su cabeza de un lado para otro, en figura de afligida resignación. -Esto no tiene arreglo- murmuró. Tomás el vaquero se excusó con el señor conde porque durante algún tiempo debía prescindir de sus servicios. Y es que la cosa se puso sería, los controles fueron rigurosos y los guardias de asalto interrogaban a muchos vecinos sospechosos de participar en actos de sabotaje y de auxilio a la rebelión. Y así están las cosas en el pueblo, turbadas y revueltas. Pero el señorito sonríe sin decir nada y anda satisfecho. Y aunque mandó doblar la guardia, convencido está de haber dado el primer paso, quién sabe si el decisivo, para la reconquista de España. Enseguida nos pusimos a trabajar en el nuevo taller de imprenta. Cuando don Ramón hubo acabado de escribir a máquina el texto de la octavilla, Avelino “el Pellizas” y yo mismo preparamos la cera y Pablo hacía girar el rodillo. Como ninguno andábamos granados en tales empleos, malogramos varias planchas hasta que por fin salió impresa nuestra primera octavilla a golpe de manivela y, tras ella, muchas más hasta un total de ciento dieciséis ejemplares. Más que suficientes pues, aún con menos, la propaganda pasaría de mano en 64
mano y correría como reguero de pólvora en manos de apegadores. Le hice entrega al señorito del primer ejemplar y, ufano, leyó en alta voz su texto. Frente Antimarxista Local Organizado (FALO) Ciudadanos: Tras la guerra de España los gobernantes de la república, sumisos servidores de los bolcheviques rusos, están agotando las escasas reservas del país y han terminado con toda forma de riqueza e iniciativas empresariales que son las que crean los puestos de trabajo y la prosperidad. No es cierto que todos seamos iguales. Los más preparados para dirigir, los que más trabajen, los que ostentan mayores responsabilidades, por obligación, deben estar mejor retribuidos que los zánganos inútiles que se arriman a los tajos para cobrar igual que los obreros que más producen. Estados Unidos y el resto de los países de nuestro entorno nunca apoyarán un gobierno integrado por comunistas y masones. Para colmo los viles ultrajes a que ha sido sometida nuestra Santa Madre Iglesia están propiciando el enojo divino y santeros y pitonisas de todo el mundo profetizan para España las peores maldiciones celestiales. En los montes del país se ha constituido un Estado Mayor con decenas de regimientos y miles de guerrilleros bien pertrechados que esperan emboscados la ocasión para levantar en armas a un pueblo necesitado de justicia y bienestar. Ciudadano, ¡Únete a nuestra Santa Cruzada! ¡VIVA EL NACIONAL-CATOLICISMO! ¡VIVA NUESTRO FALO! A don Ginés lo que más le gusto fue lo del enojo divino y aplaudió con satisfacción, pero se perdió en eso del Estado Mayor y los regimientos. En cambio a la señora condesa, que escuchó atentamente la lectura, le cambió el semblante y se acercó al señorito. La servidumbre, conocedora de su extraño proceder del que hizo hábito los últimos meses, nos replegamos con discreción hacia nuestras líneas sin perder de vista la salida de Villa Esperanza. .¿Y quién será el alcalde del pueblo en la nueva España? – Preguntó doña Isolina con sorna. -Yo por supuesto. ¿Conoces a alguien más ilustrado y con mejor planta para gobernar? – respondió don Ramón. 65
-¡Ya! –exclamó- ¿Y cuál será tu programa municipal? -Pues el de toda la vida: orden, disciplina y fe en el Señor sentenció el señorito. -¿Y votarán las mujeres? –le preguntó volcando ligeramente su cabeza y otorgando a su mirada un punto inquietante y escrutador. Se hizo un silencio incómodo en el que se adivinaba la búsqueda de una respuesta apresurada. -Las mujeres no entienden de política, los hombres ya nos ocupamos de esos asuntos. -¿Y qué harás si los obreros no pueden pagar sus empréstitos? -Cada cual es muy libre de contraer o no obligaciones, pero si se contraen hay que hacerles frente. Si no pueden pagar tendrán que echar jornales. Es lo suyo. Íbamos a aplaudir al señorito, pero nos faltaron arrestos porque la mirada circunspecta de la señora nos ahogó el entusiasmo. Se barruntaba en ella aquel peligroso espíritu de lucha obrera que tantos detrimentos irrogó a España y al condado de los Piedrabuena. No en vano doña Isolina procedía de casta humilde y trabajadora. De pequeña, según don Ramón, no creía en el misterio de la Santísima Trinidad, ni en la virginidad de María, madre de Dios; y hacía muchas y comprometidas preguntas sobre quién se fornicaba a la cigüeña para parir a los niños que distribuye por las casas del vecindario. Y muchas otras que causaban aprieto serio a las reverendas madres teresianas. Las monjas, según se supo después, debieron llamar la atención a su padre para que metiera en vereda a su indiscreta hija que presentaba todos los síntomas de haberse contagiado por el peligroso virus “progresistiae et comunistillum”. Decían que era la peor pandemia del siglo XX. Pero el señorito nunca supo nada de todo esto y cuando le regaló su primer par de borceguíes, doña Isolina (que entonces no era “doña”) quedó extasiada y sumida en un trance inexplicable obsesionada con los botines. Y es que son elemento de distinción de señoras de alta cuna que posaban por los ecos de sociedad de la revista Blanco y Negro. Don Ramón, embaucado por esta circunstancia, y ante la necesidad de una boda precipitada por la promesa a su madre moribunda, improvisó el casamiento con la hija del jardinero creyéndola modosa y llana, pero desconociendo su faceta contestaría e insurrecta. Así pues, aprovechando pues una de las excursiones de doña Isolina al río, el señorito nos convocó en pleno y, so pretexto de otorgarle escolta para su salvaguardia, pidió un voluntario que la acompañase en todo momento para someterla a observación directa con el fin de elevar informes de conceptuación política a la Plana Mayor, dadas sus comprometidas tendencias republicanas. Todos los sirvientes sin excepción levantamos la mano tras aquella propuesta y el señorito se emocionó por la entrega y bizarría de sus hombres desconociendo que, nuestro verdadero interés, no era sino espiar los sugerentes baños de la señora en las cristalinas aguas 66
del Guadalserrín. Al final debió hacerse por rigurosa rotación. Dice don Ramón que para enderezar el FALO no se precisa mujer tan inquieta. Teoría de la que discrepamos calladamente los voluntarios de su custodia pues, por mi honor mantengo que los atributos de la señora son capaces de enderezar todos los FALOS de la resistencia española, los del maquisard francés y el de los partisanos de Yugoslavia. Así las cosas, los días transcurrieron sin novedad ninguna, guardando que, tras nuestra operación en la Casa del Pueblo, las aguas volverían a su cauce. Entre tanto nos ocupamos de la instrucción militar y de los partes de Radio Independiente que dejaron de tener interés el día que don Adolfo pasó a mejor vida. -Se acercan dos hombres por lo alto del Sotillo –informó Pedro el centinela. A media distancia los identificamos como Cipriano, el guardabarrera, y Joselillo, el cartero, y barruntamos que el padre de éste no andaría muy lejos. Joselillo nos informó que debió huir ante las presiones que sufrió tras una delación. Alguien de la Junta Local le acuso de haber sustraído una copia del acta de incautación de La Florida (la que entrego al señor conde), y querían encarcelarlo por conspiración para la rebelión. Por su parte Cipriano Salguero, el guardabarrera, se fugó de la prisión del partido aprovechando un error burocrático del juzgado que ordenó su puesta en libertad al ser confundido con su hermano Fermín Salguero, un sargento artillero que murió en combate en la batalla del Ebro. Pero esa fue la versión oficial que el capitán de su batería ofreció a la familia, porque todo el mundo sabe que la muerte le sobrevino en comprometida postura al clavarse en el cuello una jara mientras defecaba a orillas del Aguasvivas. Necesidad de la que se vio apretado al ver avanzar sobre su posición los blindados enemigos. Pese a mis temores, no tardó el gárrulo del guardabarrera en revelar al señorito mi fracaso para contactar con su prima doña Mercedes. Don Ramón me miró con turbada extrañeza y se apresuró en anotar en mi cuentalas veinticinco pesetas que se le pagaron al ferroviario, a las que añadió dos pesetas de intereses (una por el tiempo transcurrido y otra de recargo por la ausencia de información). Pero no puedo reprochárselo. El señor conde, que en todo repara por su intuitiva sagacidad, ante el temor de que los nuevos incorporados fuesen dos espías enviados por el alcalde, propuso ponerlos en cuarentena antes de ser admitidos en el regimiento. La cuarentena consistía en la clausura en un chozo durante cuarenta días, tiempo en el que debían aprender de memoria el evangelio, las encíclicas papales y una selección de episodios nacionales y hazañas bélicas. Una dura prueba de Fe y lealtad, necesaria para todo aquel que desee formar parte de este grupo de elite de la resistencia antimarxista. Cada día el señor vicario tomaba las lecciones a los aspirantes a maquis y, tras evaluación satisfactoria de la fase teórica, pasaban a disposición de Bernabé el capataz que impartía la instrucción militar y organizaba el sagrado acto de la jura de bandera. Joselillo fue asignado al 67
Batallón Duque de Alba y Cipriano al Díaz de Vivar. Pero pronto acabaría nuestra vida sedentaria porque el señor conde maduraba una gran operación, la abuela de todas las batallas, la que determinaría el desarrollo de los acontecimientos y la que marcarían el destino de nuestras vidas. Pero ya daré cuenta de ello, porque ahora cae la noche y he de apagar el fuego delator.
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Historias de un señorito Maqui Cap. XV (La primera baja) Al alba surgió el sobresalto y todos quedamos alarmados por loa alaridos del señor vicario que amaneció todo el cubierto de hormigas de cabeza gorda. Yo intenté calmarlo y le hice ver que aquella vida tan sacrificada no era digna de un ministro de la Iglesia que no merece tanta incomodidad, lo que agradeció después de prepararle varios emplastes para mitigar sus picaduras. Pero no es ésta la novedad que vengo a contar hoy. En Villa Esperanza ayer se vivió una jornada extraña y triste. Una mezcla de aliento y desdicha que asoló nuestros corazones por nuevas contingencias que a continuación relato, para que de la historia quede constancia. Las expectativas vienen de la mano, por un lado, de las últimas noticias sobre el bloqueo internacional impuesto al gobierno marxista por los países aliados. Propiciado, sin duda, por los Estados Unidos e Inglaterra tras sus tensiones con Rusia. Y también porque nuestra intendencia se vio gratamente multiplicada cuando también Bernabé el capataz, sin duda el más intrépido de cuantos guerrilleros componemos el FALO, condujo hasta nuestra base tres caballerías bien surtidas de víveres, tabaco y ropas. Durante dos jornadas el capataz, acompañado por Avelino el joven, y siguiendo precisas instrucciones del señor conde, realizaron un recorrido nocturno por varias ventas, molinos y hornos del condado sin más intimidación ni armamento que las cartas personalizadas que confeccionó el señorito. Estas pobres gentes, a las que algún día habrá que reconocer su mérito, han colmado nuestra despensa en tiempos de grave crisis económica. Me sorprendió la influencia que, aún desde la distancia ejercía el señor conde entre un amplio sector del proletariado. Mayor si cabe que las resoluciones asamblearias de los comités sindicales. Tras el reciente asalto a la Casa del Pueblo y ante un panorama internacional nada halagüeño, muchos parroquianos intuyeron cambios inminentes en la escena política y barruntaron, con la sabiduría que les otorga el diablo por su vejez, que los condes de Piedrabuena –con privilegios ilimitados de antaño-, aún no habían dicho su última palabra. Pero la nota más triste, la que colmó de aflicción nuestras almas y nuestros corazones, fue el inesperado apresamiento de Avelino el “Pellizas”, el joven poeta. El chaval, que como todos sufría una inmerecida abstinencia sexual propia de su prolongado destierro, más grave en él si cabe por su intemperante y fogosa juventud, dejó a Bernabé a cargo de las caballerías y cometió la imprudencia de visitar el burdel de Coloretes. Pero no pudo evitarlo al quedar su voluntad enajenada por las risas de las mesalinas que, con cantos de sirena, le guiaron aquella noche hacía su perdición. Como carecía del dinero que las pupilas exigían, se puso a hacer lo que mejor sabía y apostó con tres hombres sobre los límites increíbles de su potencia masculina. Tres talabarteros de Burgos pronto perdieron veinticinco pesetas, pues convencidos estaban que Avelino sería incapaz de mantener durante cinco minutos dos celemines de hijos secos atados s su bálano. Pero según dicen los mantuvo casi un cuarto de hora. Incómodos por la situación los 69
talabarteros trataron de aumentar la apuesta en cincuenta pesetas para recuperar su dinero. En esta ocasión retaron al joven Avelino a suspender, con su miembro en erección, una hoja de arado de una arroba y, si bien al principio la maroma casi lo castra, una de las pupilas acudió a su auxilio y, tras tiernos tocamientos, el arado surcó los cielos y labró la sorpresa y la admiración de todos los asistentes que presenciaron absortos aquella proeza. 70
Avelino se convirtió en el centro de atención del lupanar, muy concurrido aquella noche de sábado, y las rameras quedaron tan impresionadas y satisfechas que anduvieron prestas detrás del chico y les ofertaban servicios sin cobrar por ello. Pero los burgaleses, heridos en su orgullo, dieron una soberana paliza al joven manijero y alguien lo identificó como uno de los huidos del conde por lo que fue llevado a presencia del alcalde quien intentó hacerle hablar con rudos procedimientos.
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Historias de un señorito Maqui Cap. XVI (La versión de la señora) La vida en la sierra va marchando y, cada cual, sumido en su mundo, trata de matar el tiempo como mejor puede. El señorito encerrado en su escritorio planea acciones legales y actualiza su libreta de empréstitos de la que, a estas alturas, no se libran ni los corzos del monte que ya les deben hasta los despojos de sus tripas. Pedro Girón experimentando guisos nuevos, Eduardo y Pablo enfrascados en sus juegos de cartas y Joselillo atisbando recónditos lugares para fumar sin ser visto por su padre. A Cipriano el guardabarrera, le dio por el bricolaje y elaboró una ermita para San Cucufato con don Ginés que se empeño en levantar un altar ante la hornacina. Bernabé, el capataz, siempre bregando, ora recoge leña, ora por agua, otrora poda los almendros… incluso sembró un pequeño huerto en el rellano de la instrucción. Patio de armas le decía el señorito. Y yo, abstraído en mis memorias donde doy fe de cuanto veo y oigo. En cambio la señora condesa está algo pálida y anda movediza de un lado para otro. Estamañana me observó escribir con cierta curiosidad y se acercó hasta mi puesto. -Diga Evaristo, ¿aún escribe sus memorias? -Si señora, aunque sólo durante los días que merece contar. -Pues me gustaría que reflejara en ellas algunas opiniones de interés –apuntó. -Siempre a su disposición –contesté. Doña Isolina me expuso sus opiniones y criticó al señorito cuando permitía que, aún en nuestra condición de huidos, anduviéramos con más opulencia y salud que los que son libres. Dijo que llevaba varios días reflexionando sobre las informaciones que nos llegaban del racionamiento público. 1945 ha sido uno de los peores años que se recuerdan no sólo por el desabastecimiento, tras los coletazos de una guerra inexorable y encarnizada, sino también por la pertinaz sequía. Nuevos apuros que el destino acrecienta a los pueblos para su mortificación verdadera. Tras la Guerra Mundial, los países occidentales impusieron un inexcusable bloqueo a España y la grave sequía agravó la situación causando estragos en los campos y postrando la economía a niveles de miseria sobre los que la memoria no alcanza a equiparar. Los estraperlistas hicieron su agosto y recibieron objetos de gran valor a cambio de un puñado de harina. Y Rusia (la madre que parió el comunismo), sólo aportaba armamento y brigadistas para la defensa de una posible intervención extranjera o un nuevo golpe de estado desde el interior. Y fue un milagro que los españoles no acabáramos comiéndonos los fusiles rusos y hasta los brigadistas. La señora condesa se avergonzaba de que el dispensario de beneficencia pública estuviera colmado de vecinos con enterocolitis por la putrefacción de las aguas, y que muchos hayan muerto por avitaminosis y caquexia, y que algunos niños hayan sido enterrados constando en 72
su inscripción registral “falta de vitalidad”. Y asegura que, de todo ello, no tienen la culpa sino los fascistas que se levantaron en el 36 contra la legalidad democrática de la República. Y así lo hago constar a petición de doña Isolina Senovilla Ortiz consorte que, aún por azarosa fortuna, lo es del condado de Piedrabuena. Y por respeto a su linaje y a mi lealtad incluyo sus pareceres en mis memorias pese a que sospecho, por su aspecto pajizo y desmejorado, que su aversión a Franco debe ser obra de esos cíclicos y extraños días que padecen las mujeres una vez al mes. Pero no voy a privarme de contrarrestar la opinión de la señora, que para eso son mis memorias. Porque responsabilizar al general Franco de todos los males de la humanidad, por su golpe de Estado, es lema manido y antiguo que los rojos gustan relucir para sacudirse sus responsabilidades históricas. Que son muchas y variadas. No hay más que ver cómo marcha la colectividad agrícola de La Florida a varios años de su incautación. La gestión de las fincas del señor conde es un verdadero caos en su administración. Con la premisa de que la tierra es para quien la trabaja, los colonos de La Florida no sacan provecho de su trabajo porque piensan que todo es suyo. Y al ser de todos no es de nadie, y todos quieren ser caudillos, como los generales de Franco. Y cada cual quiere imponer su criterio y hacen y deshacen a su antojo. Así, uno acapara el riego en su parcela privando de aguas de paso al vecino porque dice que el agua es suya. Otro planta guayabas, palmeras y cocoteros, porque las vio en la foto de una mansión colonial, sin reparar en que el cierzo helará los cultivos tropicales. Otros han vendido los aperos de labranza para poder comer privando a sus compañeros de las herramientas de labor para continuarel tajo. Dicen que en los últimos días La Florida se ha convertido en un lodazal humano y, aunque no quedan aperos, sí abundan los garrotes y las támaras con las que los colonos se atizan con saña llevándose de cabezas rotas en dispensario de beneficencia que no da abasto para asistir tanta desventura. Triste panorama sin visos de solución pronta. Pero se acabó por hoy, que voy a darle un tiento a la bota de Bernabé aprovechando que duerme, porque dicen que el vino de Coloretes levanta el espíritu y ahoga las penas. Que ya está bien de tanto lamento. CONTINUARÁ…. CON LOS PRÓXIMOS CAPÍTULOS.
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