Exportamos nutrientes naturales e importamos fertilizantes sintéticos. Recuperar el suelo para almacenar carbono y sostener la vida sustentabilidad
La capacidad del suelo para la agricultura porcentaje de calidad de suelos.
En 2020 la humanidad fue interpelada por una nueva crisis global (la sanitaria), íntimamente relacionada con la crisis ecológica, climática y social. Esta crisis planetaria ha logrado incorporar en el centro del debate público la relación entre desarrollo económico y la apropiación (y cosificación) de la naturaleza, sobre el qué y el cómo producimos y consumimos, sobre las desigualdades sociales en el acceso a la salud, la vivienda digna, la alimentación y hasta internet, como parte del todo. También en estos tiempos más líquidos que nunca (de incertidumbre sobre el futuro global, como expresa Bauman) también han convergido otros movimientos sociales vinculadas al veganismo, el ecologismo, los nacionalismos, el feminismo, incluso aquellos que enarbolan los derechos de las próximas generaciones y de los más vulnerables en el acceso a los recursos que aún están disponibles para su pleno desarrollo. En este contexto, un crisol de lógicas corporativas y estatales se disputa el destino de los recursos naturales (commodities, bienes comunes o recursos estratégicos).
Uno de estos recursos esenciales es el suelo fértil.
Uno de estos recursos esenciales es el suelo fértil. Como parte de la corteza terrestre superficial biológicamente activa, el suelo es un conjunto complejo de elementos físicos, químicos y biológicos que compone el sustrato natural vivo y sobre el cual se reproduce la vida en muchas de sus formas. La palabra “suelo” proviene del latín solum, que significa tierra; para los pueblos originarios andinos, la tierra o “Pachamama” es la diosa femenina de la fertilidad, la madre tierra que nutre, protege y sustenta a los seres humanos. Desde el 2013, los 5 de diciembre, la FAO y la ONU conmemoran el día internacional del suelo fértil; desde una mirada antropocentrista, destacan la importancia de su conservación para garantizar la producción de alimentos, y el bienestar humano. El suelo fértil es un recurso no renovable y al mismo tiempo un organismo vivo, allí crecen y se desarrollan las plantas, cultivos, pasturas y bosques. Es la base para la provisión de alimentos, forraje, fibras, biocombustibles, biomateriales, refugio y hábitat de miles de millones de microorganismos con quienes durante millones de años coevolucionaron. El arte, de la mano de Netflix, nos invita a Besar el Suelo (Kiss The Ground) en un seductor documental sobre como conservando, restaurando y regenerando el suelo fértil podemos contribuir al funcionamiento del ciclo del agua y del carbono (almacenando y purificando el agua contaminada, reciclando nutrientes disponibilizandolos para las plantas y microorganismo, secuestrando carbono, actuando como reservorio, mitigando el cambio climático). El suelo es fundamental para la vida en la tierra pero, sin embargo, lo estamos sobreexplotando y degradando. Tal vez no hemos sido capaces de visualizar a tiempo su situación y las amenazas más significativas (erosión eólica, hídrica, compactación, acidificación, contaminación, sellado, salinización, anegamiento, desequilibrio de nutrientes (tanto la deficiencia como el exceso) y las pérdidas de carbono orgánico del suelo (COS) y de la biodiversidad (Informe FAO sobre el estado mundial del recurso suelo, 2015).
Un 49% del territorio de América Latina y el Caribe está expuesto a la erosión hídrica y cerca de un 56% de la tierra está afectado por la degradación química del suelo (Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura, IICA, 2020) Los suelos agrícolas han perdido hasta 75% de sus reservas naturales de carbono y su biodiversidad, principalmente a causa de prácticas de manejo agrícola no sostenibles.
En síntesis, los suelos están enfermos, han reducido su capacidad para proporcionar servicios ecosistémicos y para regular los ciclos globales del carbono, el agua y los nutrientes. Crear un centímetro de suelo le lleva a la naturaleza entre cientos y miles de años. Dotado de vida, también puede enfermarse. Posee una estructura interna definida y relativamente frágil y una composición que está condicionada por muchos factores. La fertilidad del suelo y su salud es la resultante de procesos físicos, químicos y biológicos que ocurren en él. Si bien a los suelos se los asocia con entes minerales, un suelo fértil es un sistema vivo, donde ocurren numerosos procesos biológicos.
Hemos dañado la salud de nuestros suelos fértiles a través del sobrepastoreo, la deforestación, las prácticas de agricultura no sostenibles, los incendios repetitivos, la introducción de fauna y flora exótica, el uso petrolero y la minería a cielo abierto, el aumento de la producción ganadera intensiva, el desarrollo urbano, la contaminación física y química por actividades industriales, el uso de agroquímicos y fertilizantes, la extracción de agua para riego concentrando sales y minerales, etc. Algunas de estas actividades humanas (y algunos procesos naturales, como erupciones volcánicas) pueden cambiar el PH (ácido o alcalino) del suelo, su contenido de sales solubles (conductividad eléctrica), la acumulación de materia orgánica (restos vegetales o animales), el tamaño del grano de sus componentes minerales (arena, limo, arcilla, etc.), la composición geoquímica y mineralógica (carbonatos, sílice, hierro, etc.) o la composición microbiológica del suelo, todos estos, indicadores de la salud de suelo y de la diversidad de organismos vivos que alberga. Al igual que el COVID-19, podemos diagnosticar la salud del suelo a través del método de las PCR (siglas en inglés de reacción en cadena de la polimerasa), que permite cuantificar la composición de la biomasa microbiológica del suelo, identificando los microorganismos que viven en el suelo, a nivel de especie, de género o de grupos amplios, así como su mayor o menor abundancia. Conociendo las variaciones cuantitativas y cualitativas de la composición microbiológica, es posible conocer el estado de salud del suelo.
La degradación de los suelos, aunque fenómeno global en la Argentina, reproduce una realidad distópica: festejamos la exportación de millones de toneladas de alimentos, biocombustibles y minerales y el ingreso de divisas dolarizadas y en el proceso perdemos suelo fértil, agua y biodiversidad, siendo estos los capitales naturales más amenazados del país. En 2019, se cultivaron en Argentina 37.411.993 millones de hectáreas; el 92% se ocuparon en producir 141,4 millones de toneladas de soja, maíz, girasol, sorgo, trigo y cebada, entre otros cereales y oleaginosas. De las cuales se exportaron 100 millones de toneladas (61 de granos, 7 de aceites y 32 de harinas). Junto a estos productos exportamos nutrientes del suelo y agua virtual, generando anemia de nutrientes, degradando y sobreexplotando el recurso, un verdadero vaciamiento de las pampas (Walter Pengue, El vaciamiento de la Pampas, 2017). Desde hace 3 décadas el INTA viene monitoreando el estado de los suelos en la Argentina y en particular en la pampa húmeda (zona núcleo; en Santa Fe viene trabajando el tema Jose Panigatti desde EEA INTA RAFAELA desde el año 1980, en particular estudiando la degradación del suelo por intensificación agrícola, la perdida de nutrientes y la necesidad de conservación de la calidad del suelo para obtener alimentos saludables). Como citamos anteriormente, uno de los indicadores de la salud de suelo es el PH y la concentración de materia orgánica (reservorio de nutrientes y micronutrientes como el calcio, potasio, fosforo, nitrógeno, manganeso, etc.). Entre 2011 y 2019 (INTA EEA BALCARCE, 2019, Facultad de Ciencias Agrarias, Asociación Civil Fertilizar) la materia orgánica ha caído entre 30 y 50% en diferentes lugares de la zona núcleo.
El INTA y el Centro de Conservación de Suelo (PROSA) revelaron en 2019 que el 36% de los suelos argentinos ya sufren procesos de erosión hídrica y eólica (100 millones de hectáreas).
Esto es un problema ambiental y también de salud pública. “Estamos a tiempo, se han perdido algunos centímetros de suelo en algunos lugares mientras que en otros ya tenemos proceso de desertificación y perdida de fertilidad irreparables”, indica el Ing. Roberto Casas (INTA y director del PROSA), referente ineludible de la conservación de suelos en la Argentina. Un dato interesante muestra la otra cara de la moneda: en 1990 se comercializaron en Argentina 300.000 toneladas de fertilizantes, en 2019 un total de 4,6 millones de toneladas. El 68% (equivalente a 3,6 millones de tn/ USD 1050 millones) se importaron. Exportamos nutrientes naturales e importamos fertilizantes sintéticos. Un aspecto no menos relevante es que sin suelos sanos no es posible la producción de alimentos saludables. Los números antes destacados han sido fruto de paquetes tecnológicos de siembra directa y uso de agroquímicos (control de malezas y nutrición artificial del suelo). Es verdad dejamos atrás el arado (en la década del ´90) pero la evidencia científica nos indica que no ha sido suficiente producir conservando sino que es necesario regenerar el suelo fértil, apostando tal vez a la diferenciación competitiva de una producción orgánica y agroecológica de alimentos y pasturas, a pasar de la agricultura de la conservación a la producción agroforestal, agrícola y ganadería regenerativa. Un debate recurrente, también vinculado al uso del suelo para actividades agro-energéticas, se sitúa entre utilizar la fotosíntesis del pasado (combustibles fósiles) o la fotosíntesis del futuro (cultivos energéticos, biomasa, residuos de procesos productivos, etc.) para sostener el desarrollo de nuestras sociedades. Aunque las corporaciones energéticas y los estados dicen “impulsar” una transición energética hacia las energías renovables (entre ellas la generación de energía a partir de biomasa), su progreso ha encontrado resistencias y obstáculos en el lobby petrolero. Sabemos que las emisiones desde los depósitos geológicos hacia la atmosfera (combustibles fósiles) es menos conveniente que el intercambio continúo de carbono entre la biosfera y la atmosfera (biocombustibles) como parte de los flujos biogénicos. No obstante, el desarrollo de la bioenergía en la Argentina requiere un régimen institucional y regulatorio que promueva un impacto positivo en la biodiversidad, en la salud de los ecosistemas y en las condiciones de vida del suelo. Por ejemplo, los cultivos energéticos o biomásicos seleccionados para la producción de biocombustibles o biomateriales deberán emular a la naturaleza en su funcionamiento, cuidando el balance de nutrientes del suelo, incrementando la diversidad y facilitando el secuestro de carbono. Para lograr un balance de CO2 favorable es necesario que el consumo de recursos se realice de forma más lenta que la capacidad de la Tierra para regenerarse.
Planta de biogas a partir de residuos orgánicos en Könnern, Bajo Sajonia, Alemania. En 2006 se aprueba en la Argentina la Ley 26.093, de Regulación y Promoción para la Producción y Uso Sustentables de Biocombustibles, que caducará en mayo del 2021. La Ley se proponía desarrollar las economías regionales, industrializar la ruralización, generar valor agregado en la producción primaria y diversificar la matriz energética, además de promover la sustentabilidad. En una década nuestro país ha logrado colocarse primero en el ranking mundial de exportaciones de biodiesel, generar 40.000 puestos de trabajo (entre directos e indirectos) e instalar 33 plantas de biodiésel, con una capacidad de producción de 3,9 millones de toneladas por año y 22 plantas de bioetanol, con capacidad de 1,4 millones de toneladas anuales. En la producción de biocombustibles es relevante la selección de la materia prima para poder evaluar su performance ambiental. Un análisis de ciclo de vida, el balance de gases de efecto invernadero y la evaluación de los impactos en el suelo fértil, la biodiversidad y el agua resultan imprescindibles para impulsar la bioenergía como alternativa a los combustibles fósiles. La producción de biocombustibles en Argentina se ha centrado en la transformación del poroto de soja (biodiesel) y en la caña de azúcar/maíz (bioetanol), contribuyendo a profundizar los impactos sociales y ambientales de estos cultivos. Sin detenernos a analizar los impactos negativos de la producción de biodiesel y bioetanol, sobre el suelo, el clima, los bosques, la biodiversidad, el agua y los pueblos originarios, la Argentina tiene una oportunidad histórica para impulsar biocombustibles (biodiesel, bioetanol, y biogás) a partir de otros orígenes de la biomasa. Salir de la soja, el maíz, o la caña de azúcar para explorar materias primas, subproductos y residuos de origen orgánico y renovable del sector agrícola, forestal, industrial y urbano, que no compitan con el cultivo de alimentos, no requieran insumos químicos sintéticos ni tampoco ampliar la frontera agropecuaria sobre tierras no agrícolas. El sorgo granífero o el cardo son dos ejemplos de materias primas de baja intensidad de consumo de agua, agroquímicos y requerimiento de suelo, y no compiten con la producción de alimentos, considerados así como biocombustibles de segunda generación. Además de diversificar las materias primas bajo criterios de sustentabilidad, el nuevo marco regulatorio que impulse los biocombustibles en Argentina debería también impulsar la producción de biometano-biofertilizante (sustituyendo el gas y los fertilizantes de origen fósil) apoyándose en el amplio desarrollo de infraestructuras para la distribución de gas en hogares (Gas de red), la industria (GLP) y en el transporte automotor (GNC).
El resultado de la digestión anaeróbica de biomasa (materia orgánica de diversos orígenes) produce biogás o biometano (energía térmica, eléctrica o biocombustible) y un subproducto denominado biodigestato o biol (biofertilizante). Sin dudas, la producción de biometano tiene un triple impacto positivo, permite producir energía limpia a partir de residuos orgánicos (o cultivos biomasicos), producir bioferlizantes en el proceso para reponer nutrientes al suelo, y disponer de un combustible apto para la descarbonización del transporte, escalable a todo el país y con potencial de corte con el hidrogeno.
La fructosa, la molécula que puede darnos biocombustibles de 2da generación Es una molécula natural que contiene propiedades demasiado similares a la glucosa, y está presente en algunos residuos agroindustriales.
La molécula de fructosa se puede convertir en la molécula de 5-hidróximetilfurfural (HMF), la cual es una molécula plataforma para biocombustibles (más potentes que el etanol) y otros productos químicos.
1
5
Reacción de deshidratación de la fructosa (1) para producir el 5-hidroximetilfurfural (5) Discutir la dirección de la política agrícola y energética o las políticas de conservación del suelo fértil (o, dada su situación, las políticas de restauración y regeneración) implica también reflexionar sobre la gobernanza de los bienes comunes (falta de gobernabilidad publica), el acceso y los usos del suelo, las necesidades productivas y ambientales, fiscales, distributivas y de política cambiaria. En síntesis, discutir también las posibilidades reales de los paradigmas productivos y político-culturales alternativos. Son los Estados nacionales, en la mayoría de los países, los que han dado respuesta a las emergencias económicas, sociales y sanitarias que generó la pandemia. Fueron los Estados quienes (en articulación con el sector privado) impulsaron el desarrollo de la vacuna, la adecuación del sistema hospitalario y los subsidios al desempleo y sostenimiento del trabajo. Mientras que el 7 de diciembre de 2020, el agua en el estado de California comenzó a cotizar en el mercado de futuros de Wall Street. El suelo fértil recorrerá el mismo camino si el Estado no regula el uso y los mecanismos de regeneración y cuidado del suelo, como estrategia de largo plazo de mitigación al cambio climático y reproducción de la vida. Martin Eduardo Lucione https://facebook.com/Ecoalfabetización Revista #204 Alejandro Jurado