Shadow of the Colossus: el Blade Runner de los Millennials

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Shadow of the Colossus: el Blade Runner de los Millennials Autor: Martín Manuel Puñal Casal

Nací en 1990. Fui Wander 16 años después.

2006. Todo iba bien. No había excesivas preocupaciones por el futuro y el presente se mostraba acogedor. Ser joven era, sobre todo, cómodo. Un buen negocio. Cumplías tus quehaceres académicos, los cuales considerabas moderadamente duros. Practicabas algún deporte para sentirte un ganador. Conocías a alguna chica que se iría con el que fumaba poniendo cara de Fran Perea. Te salían cuatro pelos en la barbilla y veías en tu espejo del armario, al lado de la ropa doblada por mamá, a un hombre. Tonterías más, tonterías menos. Como tu padre, supongo, pero sin la ‘mili’ amenazando en el horizonte. En aquella eterna época dorada, existían una serie de fechas que alguien te había marcado en rojo en tu calendario. Estas se situaban, primero, en Navidad, con dos conmemoraciones patrocinadas por los Reyes Magos y Papa Noel, respectivamente, y, además, tu cumpleaños, donde tocara. Por el mero hecho de llegar vivo a ellas, cada año, año tras año, tu familia te daba cosas. Una confirmación de tu existencia, una confirmación de que habías estado existiendo correctamente. Una celebración de tu vida. Te parecía bien. No te indignabas ante tanto cariño que, con el tiempo, encontrarías sospechoso y tardarías aún en comprender. ¿Qué pedir, pues, cuando lo tenías ya todo? Lógicamente, más cosas. Sin embargo, este ritual vanidoso podía transformarse en una sensación un tanto aflictiva. En ocasiones, simplemente, no sabías qué pedir. Hasta que te plantabas. Hasta que decías que eso no podía seguir así. Llegó un momento en el cual se hizo necesario darle un puñetazo al petit-suisse. ¿Acaso era aquello madurar? Basta de juegos fáciles. Basta de regalos comunes. Basta de camisetas de Valerón. En uno de los mayores actos de locura de tu adolescencia, para felicitarte por tu decimosexta primavera, pedías el Shadow of the Colossus. Pedías lo que no se suponía que debías haber pedido. Pedías al que era, por aquel entonces, lateral derecho suplente, pero prometedor, del catálogo de la PlayStation 2. Exigías riesgo. Tus padres aceptaron tu petición —¿qué iban a hacer, si no?— y te dispusiste a afrontar la osadía. Llegado el día grande, ahí estabas, en tu sofá, satisfecho. Lucecita verde, como tantas otras veces. Enciendes la tele. La pantalla brilla. Un águila vuela. Esa música. Llueve. Un puente. Un largo y solemne puente. Nueva partida.


No sabes muy bien lo que va a pasar. Incluso comienzas a arrepentirte de haber sido un niño malo y rebelde. De repente, estás muy solo. Tú y Argo, tu caballo. Entras en un santuario, al final del citado puente, y tu fiel compañero relincha, temeroso. Llevas a tu chica, de nombre Mono, y la dejas suavemente sobre el majestuoso altar. Tu amada ha sido sacrificada porque tenía un supuesto futuro maldito. Eso te recuerda algo. Has entrado en ese lugar, supuestamente prohibido, en los confines del mundo, porque ahí se permite recuperar el alma de los ya idos. Quieres desafiar el destino de los mortales con la única ayuda de tu espada y de tu arco. Esa espada antigua que has robado y que te permite, con su luz, espantar a unas extrañas sombras que aparecen, sin avisar, ante ti. Desde algún lugar, te habla Dormin, una especie de deidad que eriza el vello de tu piel cuando se dirige a ti. Le pides que te devuelva a Mono. Este ser misterioso y celestial te dice que lo único que tienes que hacer es destruir los 16 ídolos que presiden el santuario, en enormes esculturas de piedra, a ambos lados de la nave principal. Ídolos reencarnados en 16 colosos que habitan ese reino vedado. Por lo tanto, el trato es claro: si consigues la gesta, tu amada revivirá y será de nuevo tuya. «Pero te lo advierto, el precio a pagar puede ser muy alto», te avisa el ente. Aceptas. El pacto está sellado. Este tipo de entretenimientos funcionaban como un escapismo controlado. Abrumados por una cantidad de planes excesiva —había ‘cosas’ por todas partes—, nos refugiábamos en realidades virtuales donde creábamos nuestras propias aspiraciones, lejos del apretado mundo que nos rodeaba. Sin embargo, nunca esperabas que los dos planos de realidad se entremezclaran, como aquí acabó pasando. Un tanto perdido y desorientado, aprendes a manejar tu espada y afinas las flechas para tu arco. El haz luminoso de la primera te indica la posición del primer coloso al que tienes que vencer. Ella será tu guía y Argo será tu transporte. Dejas atrás a tu chica, a tu esperanza. Te diriges al sur. Superas los obstáculos naturales que aparecen en tu camino. Tendrás que asimilar lo más rápido que puedas este angosto y, a la vez, espectacular territorio. Tras esta correspondiente búsqueda, en la que tendrás que salvar diferentes accidentes naturales y varias complicaciones orográficas, te encuentras con él. Es enorme. Unas proporciones verdaderamente gigantescas. Nunca habías visto nada igual. Es más de lo que podías imaginar. Ya no solo te sientes solo; te sientes, también, alarmantemente pequeño. Te preguntas cómo coño vas a matar a ese bicho. Por fortuna, Dormin aparece de nuevo, desde algún sitio, para aconsejarte: «Alza la espada para iluminar al coloso, verás sus puntos vitales». Empieza la lucha. Valus es su nombre. Durante estos primeros minutos de contienda, ya ni te acuerdas de quién está de cumpleaños. Das los primeros pasos de tu gesta. David contra Goliat. «Contra varios, de hecho; este solo es el primero», recuerdas. Todos los enfrentamientos se caracterizarán por una constate: tendrás que descubrir los puntos débiles del enemigo para, posteriormente, atacarlos; finalmente, rematarás a los mismos con un golpe de gracia, quedando escenificada de forma abrumadora cada nueva muesca en tu hazaña mediante una serie de secuencias visualmente maravillosas. Simbiosis entre habilidad y fuerza. Si mantienes la cabeza fría, sin perder la concentración en ningún momento, cuando te des cuenta, ya habrás acabado con él. No ha sido tan complicado, después de todo. Pero quieres más. En plena euforia, un ser que sale del cadáver del coloso te posee y apareces de nuevo en el santuario. Tu amada sigue allí, tumbada fijamente. Parece que ha recuperado parte de su belleza marchita. El primer ídolo cae. El oscuro ente dominador de tu nuevo mundo, de tu campo de batalla, te habla del siguiente objetivo, como hará cada vez que derrotes al anterior. Quedan 15 y solo albergas un pensamiento: tengo que hacer esto por ella.


Y por ti: la partida se convierte en algo personal. El reto te posee. Tras esta contienda inicial, al ver de nuevo a Mono, consideras su resurrección como un deber. No dejas de pensar sobre qué pasaría si no cumples con la machada. A pesar de intuir que nada es tan real como parece, no te perdonarías no recuperar a tu doncella. Quadratus. Te aguarda al fondo de un valle. Parece un perro gigante. Desde sus patas alcanzarás su lomo, desde allí su cabeza. Lo ajusticiarás sintiéndote un vaquero en un rodeo. 14. Gaius. Por el camino del segundo, coges un desvío y, tras nadar en un inmenso y oscuro lago, llegas a una plataforma gigante, escenario magnífico. Es un ser antropomórfico con un mazo brutal, que tendrás que aprovechar para acceder a su cuerpo. Este será más duro, pero perforarás su cabeza y lo derrumbarás, como al anterior. 13. Phaedra. Al sudeste. Será uno de los más sencillos, a pesar de que su inicial apariencia de camello petrificado te sugiera lo contrario. Tendrás que jugar con el terreno y el propio coloso para acceder a su cola. Una vez mareada un poco la perdiz, su cabeza será tuya. Una más. Solo quedan 12. Ya has advertido que la verdadera grandeza de tu guerra es que cada combate será único.

Pero tienes que ir al baño, debido a que llevas dos horas largas jugando y te habías olvidado de tu pene, órgano indispensable ya por aquel entonces. Recorrer el camino hasta el aseo de tu casa se vuelve una tarea durísima, de una complejidad extraordinaria. Lo único que tienes en mente es a la siguiente bestia. Haces rápido tus tareas urinarias y vuelves. Tu vida de joven confundido y ligeramente hastiado de todo ha pasado a un plano que no te interesa. Avion, el primer coloso volador. Frente a lo que había sido tu actitud habitual frente a la vida, cuanto mayor sea el peligro, más ganas tienes de derrotarlo. Que sea un ser similar a un pájaro y, por tanto, tenga al aire como hábitat, no te preocupa. Solo quieres que, tras la correspondiente lucha, queden 11. Tu ave espera paciente apoyada en una enorme columna de un lago. Te montas en él en una secuencia espectacular, la dominas y la ejecutas. Caerá inerte al agua contigo. Años después, recordarás ese viaje. Ahí está: 11. Nada puede ya detenerte. También rendirá pleitesía el siguiente. Barba. 10. Mas al mismo tiempo, tu guerra te va consumiendo. A estas alturas, las sensaciones que has experimentado te superan. Empiezas a quedar mudo, asistes anonadado a tu propia aventura, estás como perplejo ante ti mismo, y ni siquiera la llamada de tu madre para cenar te interrumpe en la redacción de lo que será, muy probablemente, tu propia elegía. Tienes una misión. Tú contra tu propio destino. Cada vez eres más débil y cada vez tienes más dudas.


Te haces preguntas. ¿Quién está solo ahora? ¿Quién es Wander ahora? Estás entregando tu vida por Mono, pero empiezas a sentir que algo no irá del todo bien. Das paseos con Agro por los infinitos campos de tu nueva prisión, buscada por ti para salvar a tu doncella. ¿Sigues queriendo salvarla? ¿Luchas por ti o por ella? Pecando, quizás, de impávido, decides continuar. Avanzas por la necesidad de saber qué va a pasar. Porque los colosos están allí, simplemente, esperándote. La noche cae ahí fuera, mientras los colosos hincan la rodilla ante tu espada, delante de tus ojos. Te limitas a cumplir tu promesa, sufriendo cada vez más. Hydrus. 9. Kuromori. 8. Basatran. 7. Dirge. 6. Celosia. 5. Pelagia. 4. «No estás solo…», te recuerda Dormin. Phalanx, “Navegante del Aire”. Tres. Cenobia, “Lujurioso de la Destrucción”. Dos. Argus, “Centinela Vigilante”. Uno. Te encaminas hacia el último coloso con la sensación de asomarte al acontecimiento de tu vida. Lamentablemente, en uno de tus últimos saltos con Agro, él se queda atrás. Desolación total. Juras vengarlo. En medio de lamentos por tu corcel, llegas hasta tu última víctima. Llamadle Malus, “Grande Superior”. Como cabría esperar, es el de mayor tamaño, el que más impresiona, aunque no el más bello. En una lucha épica, en donde necesitas aunar todas las capacidades desarrolladas durante toda tu odisea, la espada penetrará por última vez en la piel de un coloso, significando este hecho el cumplimiento de tu parte del trato. Ya está. Colocas la que parece última pieza de tu rompecabezas cuando la mole se desmonta y barre el suelo. Cero. Has vencido. Dermin te traerá a Mono, viva. Wander se irá con ella y tú sueltas el mando. Era solo un videojuego. Desgraciadamente, en dos horas tienes clase y no has hecho los deberes. La pantalla se funde en negro y tú con ella.

Ha pasado casi una década. Seguramente no fuera consciente por aquel entonces de lo que había estado jugando, aunque le estuve dando vueltas a la aventura durante todo este tiempo. Siempre que he visto alguna referencia a Shadow of the Colossus en algún sitio, me paraba un momento para recordar aquella emocionante y extraña historia. De lo que no hay duda es de lo siguiente: los minutos posteriores a la consecución del aniquilamiento del decimosexto coloso están a otro nivel. De cualquier campo: narrativo, estético, técnico… me da igual. Ya le tocará decir a los que saben si esto es arte o no; Dios proveerá. No tenía palabras. La confusión que me invadió fue total y absoluta: asistía a una resolución que, directamente, no comprendía. El constante secretismo desplegado a través de toda la lucha contra los colosos explotaba en un final que muchos consideramos único y, aún hoy, inigualable. Recuerdo perfectamente mis últimas experiencias manejando a Wander, o lo que fuera; esa extraña sombra esquizoide. No sabía lo que estaba ocurriendo, la historia me superaba por completo. Intentaba atar cabos cómo podía, negándome a aceptar ciertas cosas que escuchaba y construyendo en mi mente otras que tal vez no fueran


ciertas. Actuaba puramente por instinto; ¿qué fue de aquel pacto? Solo te quedaba esperar a ser aplastado por los acontecimientos. Pagaría lo que fuese por volver virgen a aquellos 10 últimos minutos. ¿Quiénes eran esos hombres? ¿En qué nos habíamos convertido? ¿Quién nos poseyó? Maldita sea, ¿habíamos sido traicionados? Finalmente, abandonados, nos recogen en un estanque. Aquí estamos, en el 2015. Medio año se ha ido ya. El futuro es un óleo negro y el presente un lienzo vacío. Las fechas especiales se han convertido en entregas de calcetines, aunque la gente que te quería te sigue queriendo. Tu madre te dice que cortes esa barba mientras tu padre asiente en silencio. Nadie nos regala nada ya; y bueno, está bien que sea así, por qué no. Entonces, ¿qué nos queda de todo esto? Simple. Encontrar a uno de los tuyos, de tu ‘quinta’, a alguien que sabes que se ha repasado muchos de los grandes acontecimientos del mundo del videojuego de los últimos lustros, como tú, a alguien de tu edad, que seguramente esté tan perdido en la vida como el que más, como cualquier millennial, y que, al nombrarle este juego, se le cambie la cara. Esa cara de emoción que pones al hablar de algo especial, de algo que solo vosotros conocéis. El vínculo que inmediatamente creas con esa persona. «¡Hostia! El Shadow of the Colossus, tío... Ufff». Pues sí, el Shadow of the Colossus, tío. Nada más y nada menos, ¿eh? Nos hizo grandes. Porque al recordar el punto culminante de esta obra de arte, tras nuestra odisea, al resurgir de nuestras cenizas en esa forma maligna, todos hicimos lo mismo, sin pensar en nada más. Para qué negarlo. Todos fuimos a comprobar, ansiosos, si nuestra amada había resucitado ya. Y sigue doliendo.


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